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De Cristóbal Colón A Fidel Castro - Juan Bosch

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De Cristóbal Colón a Fidel Castro (I) - Juan Bosch http://www.manuelugarte.org/modulos/biblioteca/b/bosch_colon_castro...

JUAN BOSCH

Indice
Unas palabras del autor
Capítulo Primero: Una frontera de cinco siglos
Capítulo II: El escenario de la frontera
Capítulo III: Indios y españoles en los primeros años de la frontera imperial
Capítulo IV: La conquista del Caribe entre 1508 y 1526

Capítulo V: La conquista entre 1526 y 1584


Capítulo VI: Sublevaciones de indios, africanos y españoles en el siglo XVI
Capítulo VII: Las guerras de España en el siglo XVI
Capítulo VIII: Contrabandistas, bucaneros y filibusteros

Capítulo IX: El siglo de la desmembración


Capítulo X: El tiempo del espanto
Capítulo XI: intermedio europeo
Capítulo XII: El Caribe hasta la paz de Utrecht
Capítulo XIII: Las guerras en el Caribe hasta la paz de París (1763)

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El Caribe, frontera imperial


Juan Bosch

Aparte de su actividad política, Juan Bosch ha sido conferenciante y profesor invita do en numerosas universidades europeas y
americanas. Pero el ex presidente de la República Dominicana aparece también, y por derecho propio, en todas las antologías de la
literatura americana como uno de sus más grandes narradores. Su libro Cuentos escrit os en el exilio es un exponente extraordinario
—duro, punzante, agresivo y de una armonía increíble— de la perfección de un estilo.

El historiador ha sido traducido a numerosas lenguas por sus biografías —la de David , el rey de Israel, es una obra clásica en lengua
inglesa— o por sus ensayos, varias veces editados en diversos países. Entre sus obras historiográficas destacan, además del gran éxito
literario de El Pentagonismo, sustituto del imperialismo (publicado en 1968), De Cristóbal Colón a Fidel Castro (El Caribe, frontera
imperial) y dos ensayos titulados Ecumenismo y mundo joven e Iglesia, sectas y nuevos cultos. «De Cristóbal Colón a Fidel Castro
Caribe, frontera imperial» .En esta obra, toda la experiencia del político, del narrador, del hombre libre, del viajero, del gran
exiliado, coinciden para expresar y retratar, en una especie de historia vivida y co ntemplada, la dramática, impresionante y

fascinante biografía de un mundo: América. La América De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El político, el sociólogo, el economista, el
estadista y, por encima de todo, el hombre que ama a su tierra se vierte, se desparrama con infinito amor sobre los problemas, sobre
la vida que le rodea y los comenta, los estudia y nos deja constancia de todo su afán.

Pero Juan Bosch, que ha sido protagonista de la historia, que ha visto de cerca las cosas, añade un subtítulo definitorio de su libro:
El Caribe, frontera imperial. No creemos que exista nadie, ahora, que pueda explicar mejor que Juan Bosch esa enorme crisis, esa
enorme lucha por la libertad.

La Editorial Sarpe se siente orgullosa de publicar este documento de tan excepcional testigo.

El Caribe, desde Colón hasta nuestros días


Los Antecedentes
El objetivo esencial de la época de los grandes descubrimientos geográficos, el fina l de la Baja Edad Media y los comienzos de la
Época Moderna, consistió en llegar a la India. Los pueblos de la Península Ibérica, España y Portugal, se colocaron resueltamente a
la cabeza del movimiento, sintetizando las siguientes experiencias: la tradición med iterránea de la cartografía mallorquina y las
exploraciones de portugueses, andaluces y castellanos por el Atlántico. Portugal se lanzó a la empresa de la India por la ruta del Este
—periplo africano, coronado en 1486 por Bartolomeu Días, descubridor del cabo de Buena Esperanza; llegada de la flota de Vasco
de Gama a la India en 1498-—. España —Colón— lo hizo por la ruta del Oeste, lo que en definitiva implicó el hallazgo del continente
americano y del océano Pacífico, elementos que se interponen entre el Atlántico y la costa asiática.

¿Quiso realmente Colón llegar a la india, a Asia, por Occidente, basándose en los conocimientos de la época, que consideraban más
corto el camino de la navegación siempre hacia el Oeste? En ello consistiría el error científico de Colón, espléndidamente

compensado por el descubrimiento de América. Este acontecimiento, desarrollado bajo la tutela de los Reyes Católicos, tenía su
precedente en la actividad marinera de la costa suroccidental de la Península Ibérica, desde Lisboa hasta Cádiz. Dicho territorio
conoció, desde fines del siglo XIV, una infatigable actividad, ligada, sin duda, a su propia posición geográfica y a la posibilidad de

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que las expediciones que de ellas partieran encontraran el soplo favorable de los vientos alisios. Hitos de esa expansión marítima, en
la que Portugal desempeñó un papel rector —destacando el rey Enrique el Navegante y la escuela de Sagres— fueron el

descubrimiento de las islas atlánticas (Canarias, Madeira, Azores) y los progresos p or la costa occidental de África. El tratado de
Alcaçoba de 1479 sancionó la supremacía de Portugal, reservándole prácticamente África, si bien se reconocía a Castilla el dominio
de Canarias y una puerta en el litoral sahariano, limitada al norte por el reino de Fez y al sur por el cabo Bojador.

En segundo lugar, hay que tener en cuenta que la exportación de lanas a los Países Bajos y la búsqueda de mercados en las costas
africanas o las Canarias proporcionaron al Reino de Castilla una madurez marinera ca paz de responder a la empresa que se
avecinaba. La carabela, por ejemplo, navío típicamente oceánico, ligero y sólido a u n tiempo, especialmente apto para travesías
largas y difíciles, era un elemento imprescindible para la aventura descubridora. Por todo ello, si desde el siglo XI el país mejor
situado de Europa para la comunicación marítima con América es la Gran Bretaña, en l os siglos XV y siguientes, en que la
navegación estaba supeditada drásticamente al régimen de vientos (la «ruta de los alisios»), ese país, con gran diferencia respecto a
los demás, era el Reino de Castilla.

El año 1492 es una de las fechas clave de la historia de España. En él se culmina la Reconquista, se logra, al menos teóricamente, la
unidad religiosa con la expulsión de los judíos y la evangelización de los moriscos; escribe Nebrija la primera gramática española
—«que siempre fue la lengua compañera del Imperio», dirá el propio Nebrija— y se descubre un Nuevo Mundo. Dentro del reinado
de los Reyes Católicos, el año 1492 es el hito que separa la fase de política interior de la de política exterior.

El descubrimiento de América y la ulterior penetración en aquel continente constituyen una de las aportaciones más sustanciales

—si no la más— de España a la historia del mundo. Este año es el que señala el inicio de la fabulosa aventura. Pero todo aquel
conjunto de hechos, desde los viajes iniciales al control de un espacio de millones de metros cuadrados, distante miles de millas de
toda tierra civilizada, no hubiera sido posible sin la conjunción de una serie de fa ctores, ya esbozados. Sin embargo, también hay
que tener en cuenta lo que significa la organización del Estado "moderno, dotado ya de medios y poderes, por primera vez en la
historia de España, para una empresa de tal envergadura. América fue descubierta, por azar providencial, en el justo momento en
que su conquista, colonización y evangelización comenzaban a ser técnicamente posibles.

La propuesta hecha por Colón a los Reyes Católicos (afirmaba que navegando por el oeste se podía hallar un camino más corto para
llegar a las tierras de las especias) logró finalmente una acogida favorable. Las Ca pitulaciones de Santa Fe, firmadas en abril de
1492, estipulaban las condiciones en que iba a basarse el marino genovés para realiz ar la empresa de las Indias. El 3 de agosto del
mismo año partían tres carabelas con un grupo de intrépidos marinos, en su mayoría a ndaluces. El 12 de octubre, después de un
viaje muy rápido, debido a la utilización de los vientos favorables (alisios), la ex pedición tocó tierra. Pero, en vez de llegar a las
Indias, como esperaba Colón, se había puesto pie en un nuevo mundo, hasta entonces desconocido.

Las grandes expectativas abiertas con motivo de la empresa colombina quedaron defrau dadas de momento, pues no se encontró el
oro ni las otras riquezas que se suponía había en Indias. De todas formas, la gesta tuvo consecuencias trascendentales para el futuro.
El marino genovés murió creyendo que había llegado a las Indias, sin sospechar, por tanto, que se trataba de un mundo nuevo. Los

Reyes Católicos se preocuparon en seguida por obtener las garantías legales sobre la s tierras descubiertas en las «Indias». Ello
planteó, de nuevo, el problema de las relaciones hispano-portuguesas. La bula Inter Caetera, del papa Alejandro VI, otorgó a los
españoles la posesión de las tierras situadas a cien leguas al oeste de las Azores o de Cabo Verde (1493). El subsiguiente Tratado de
Tordesillas (7 de junio de 1494) ratificó la división del mundo en dos hemisferios: el oriental, portugués, y el occidental, español. La
línea de demarcación entre ambos quedó fijada en el meridiano que se hallaba 370 leg uas al oeste de las islas Cabo Verde. El espacio
al oeste de dicha línea se reservaba para Castilla, la cual consiguió así títulos que legitimaron su dominio sobre las tierras recién
descubiertas. Asimismo, en 1503 se creó la Casa de Contratación, con sede en Sevilla , cuya finalidad era centralizar todo el comercio
que se realizase con el Nuevo Mundo.

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Aparte del viaje del Descubrimiento, Colón realizó otros tres, en el transcurso de los cuales amplió sus descubrimientos en el ámbito
antillano —Pequeñas Antillas, Jamaica, Puerto Rico, costa oriental de Centroamérica— y persistió en su idea primera de que había

llegado realmente a las Indias. Sin embargo, la evidencia de que se trataba de tierr as bien distintas de las de Asia oriental se impuso
a sus contemporáneos. De un lado, el viaje de Vasco de Gama a la India en 1498, y de otro, los llamados «viajes menores» de los
españoles por el Caribe y las costas septentrionales de América del Sur — Ojeda, Bastidas, Nicuesa, Vespuccio— acabaron por
desvanecer toda duda. El reconocimiento claro del error de Colón se difundió ya a pa rtir de 1507, en que el cosmógrafo alemán
Martin Waldseemüller se refirió, en su Cosmographiae In-troductio, a una quarta pars del mundo, a la que dio el hombre de
América en homenaje al florentino Amerigo Vespuccio. En 1513, Vasco Núñez de Balboa atravesaba el istmo de Panamá y descubría
el mar del Sur (más tarde llamado océano Pacífico). Inmediatamente comenzó la búsqueda de un paso que comunicara el Atlántico
con el Pacífico por el sur de América. Magallanes lo conseguiría en 1520, al descubrir el estrecho de su nombre, cuando reinaba ya
en España Carlos I.

Los Hechos

La Corona inicio rápidamente la colonización del Nuevo Mundo, la expedición de Nicolás de Ovando (1502) marcó el comienzo de la
población de las Antillas, el origen del imperio español en América y la incorporación del pueblo hispano a la tarea colonizadora.
Los reyes delegaron los asuntos de América en el Consejo de Indias, y los colonos españoles en las Antillas recibieron repartimientos

de indios (institución parecida a la encomienda medieval castellana), explotaron yac imientos auríferos y ensayaron el cultivo de la
caña de azúcar. Los primeros resultados fueron descorazonadores: la dificultad que entraña todo proceso de culturización y los
excesos de los encomenderos motivaron una alarmante despoblación indígena. Como única esperanza surgió el descubrimiento de
nuevas tierras, pronto convertido en realidad con la empresa mexicana de Hernán Cortés. La prosperidad no volvería a las Antillas
hasta mucho más tarde, con la difusión de las plantaciones azucareras. Los excesos d e los colonos suscitaron una espléndida
reacción humanitaria, a cargo de los dominicos, que el hispanista norteamericano Lew is Hanke ha calificado de «lucha española
por la justicia en la conquista de América». El domingo antes de Navidad de 1511, el dominico fray Antonio de Montesinos predicó
un sermón revolucionario en la isla Española. Comentando el texto bíblico «Soy una voz que clama en el desierto», Montesinos dio
el primer grito en nombre de la libertad humana en el Nuevo Mundo, cuyo campeón, a p artir de 1515, fue otro dominico —antiguo
encomendero, que había renunciado a los indios por escrúpulos morales—, fray Bartolomé de las Casas. El rey reunió una Junta de
teólogos y promulgó las llamadas «Leyes de Burgos» (1512), que constituyeron el primer intento legal de proteger a los indios.

Muerto Fernando el Católico, el regente de Castilla, cardenal Cisneros, envió a las Antillas, en calidad de comisarios, a tres frailes

Jerónimos, cuyo breve mandato se caracterizó por la moderación. Con el nuevo monarca , Carlos I, pueden considerarse terminados
los ensayos para dar paso a una entidad política y cultural nueva: las «Indias Españolas», el primer sistema colonial organizado de
la época moderna.

Entre el descubrimiento colombino y la sumisión de los incas por Pizarro, que marcó el fin de las grandes conquistas, transcurrió
menos de medio siglo (1492-1536). «La más extraordinaria epopeya de la historia huma na», la conquista de América, fue realizada
en menos de veinte años (1519, Cortés en México; 1536, Pizarro en Perú). Además, fue obra de un número increíblemente corto de
españoles: la expedición de Cortés constaba de 416 hombres, y sólo 170 siguieron a Pizarro en su avance hasta Cajamarca. La
enorme capacidad personal de aquellos conquistadores y sus acompañantes, su superioridad moral y técnica, hicieron posible tal
milagro. Económicamente, los gastos de la expedición recaían sobre los propios organizadores, o sea, en su casi totalidad, sobre
elementos particulares. No es exagerado afirmar que la conquista de América le salió gratis al Estado español.

Por el contrario, los beneficios que aquellas tierras rindieron al Erario merecen el calificativo de fabulosos. Efectivamente, el tesoro
real tenía derecho, según vieja tradición, a un 20 por 100 de los metales preciosos que produjeran las minas del reino. Y, desde 1540

aproximadamente, con el hallazgo de los casi míticos filones de Zacatecas y Potosí, el Nuevo Mundo comenzó a manar oro y plata,

hasta el punto de transformar la estructura económica del mundo civilizado. Doscientos mil kilos de oro y diecisiete millones de kilos
de plata cree el profesor Hamilton que atravesaron el Atlántico en un siglo; cifras que otro estudioso del tema, Ramón Carande,

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estima conveniente duplicar, si queremos estar más cerca de la verdad. Aquella riada enorme, al no encontrar en la Península una
banca o industria capaces de absorberla, se desparramó Europa adelante, hasta llegar a los últimos confines del mundo. Los

plateados reales españoles eran moneda corriente en Londres, en Amberes, en Lyon y en Génova, y se comerciaba con ellos en los
mercados de ciudades tan lejanas como El Cairo o Bagdad.

La quinta parte del torrente, al menos en teoría, debió revertir sobre el Estado. Sin aquellos fabulosos aportes no hubiera sido
posible el sostenimiento del imperio durante siglo y medio, ni se hubiesen podido ma ntener los exorbitantes gastos militares,
administrativos o diplomáticos. En el dispositivo general de la monarquía católica, el Nuevo Mundo desempeñaría un papel
imprescindible, sirte quo non. En este sentido, lo que resultó América, excepto en el breve período de la conquista, fue, más que una
avanzada, un respaldo, como la retaguardia de España.

Con respecto a las consecuencias culturales de la conquista y colonización de América, no debemos olvidar que el siglo XVI significó
la mayor mutación jamás habida del espacio humano; por lo que se refiere a España, p rodujo la elaboración de una nueva frontera
—concebida como un complejo de relaciones humanas y de unas coordenadas culturales d e entendimiento— que se caracterizó por
la triple unidad humana de comunicación, economía y relación cultural y que, aunque resultado de una larga maduración, se
convirtió en la más expresiva manifestación de vitalidad humana y creadora de sus protagonistas. En treinta años —los que
transcurren entre el primer viaje colombino y la primera circunnavegación— se constr uyó la geografía de un Atlántico transversal,
basada en el conocimiento de todas sus estructuras: rutas, vientos, islas, costas. La longitud y anchura del gigantesco continente fue
prácticamente delineada en otros treinta años, estableciéndose de tal modo la base p ara una estructura de relaciones humanas, de
profunda síntesis antropológica, estética, religiosa y cultural. Se trata de una inm ensa experiencia, en la cual se configuraron los

sistemas de ideas, se escribieron las opiniones, iniciándose una polémica de implica ciones teológicas, éticas y políticas, se fundaron
ciudades, se organizaron cabildos, se crearon gobernaciones, comenzaron la producción económica y el estudio hasta los más altos
niveles universitarios.

Las consecuencias

Hasta mediados del siglo XVI puede hablarse de la «Era de los conquistadores». Es la etapa, en tantas ocasiones mitificada de
forma artificiosa, de realización material del sometimiento de las poblaciones americanas en nombre de una serie de intereses de
todo tipo. América se convertiría en escenario de controversia de una amplia serie d e ideas, tensiones y proyectos nacidos en una
Europa que se vuelve ya hacia el océano Atlántico, abandonando las limitaciones supu estas por la localización de su eje económico

en el Mediterráneo.

Los siglos XVI, XVII y XVIII estarán definidos sobre el territorio americano por el común elemento de la lentitud y la estabilidad
estática. El historiador francés Fernand Braudel ha establecido una serie de tipos q ue la historia de los pueblos adopta a lo largo de
los siglos; en función de dicha clasificación, la evolución histórica de América Latina durante estos siglos se concreta perfectamente
en su idea de la «historia inmóvil». Mientras en la mitad norte del continente el espíritu puritano importado de Europa establecía
las bases necesarias para el posterior desarrollo social y material que se manifesta ría en el momento de la emancipación política, la
América ordenada según usos ibéricos se estancaba en todos los planos hasta convertirse de forma creciente en fácil presa de
intereses de potencias ajenas a ella.

El también historiador francés, especialista en temas hispánicos, Pierre Chaunu habla de este prolongado periodo de la historia

americana en líneas que alcanzan grados de expresión insuperables. Así, establece la etapa que media entre los años centrales del
siglo XVI y los primeros del siglo XIX como de «una historia estática... donde los a contecimientos se desarrollan únicamente con

una majestuosa lentitud, donde los hechos se desarrollan en profundidad, en las estructuras sociales de un mundo situado en

proceso de creación». Esta idea debe ser tenida en cuenta de forma permanente ante toda consideración de la evolución histórica de
la América de raigambre ibérica.

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El inmenso espacio americano habría de servir como ámbito de aplicación directa, y p rácticamente libre de trabas, de los principios
dominantes en las estructuras colonizadoras. El nuevo continente serviría como escenario de representación de formas de

organización que en el viejo ya no eran susceptibles de aplicación práctica, América —se ha dicho en multitud de ocasiones— sería la
posibilidad de plasmación de las exageraciones que en todos los aspectos había generado la culturé peninsular. Una colonización
española y portuguesa, ejemplar en tantos aspectos, sería no obstante elemento de fermento de usos que, en definitiva, irían
dirigidos en contra de los intereses de los pueblos ordenados según ellos. Todo triunfalismo referente a esta cuestión, actitud de la
que se ha abusado generosamente durante cinco siglos, debe considerar esta realidad.

La implantación de las formas de organización social y económica vigentes en Europa supondría una labor ardua y prolongada. Las
mismas dimensiones del continente americano precisaban ya de por sí de una acomodación de aquellos principios nacidos bajo
ópticas espacialmente más reducidas. Los tres siglos largos de nominal dominación eu ropea supondrían para América el hecho de la
destrucción de su anterior pasado indígena, para ser sustituido por estructuras forá neas que en sus lugares de origen ya
demostraban la nocividad de su naturaleza.

España y Portugal instalarían en sus territorios americanos de control las instituciones políticas, económicas y sociales que definían
por entonces a sus propios ordenamientos internos. Esto haría posible la existencia de dualidades especialmente marcadas que
permitían la coexistencia de universidades de tipo europeo con estructuras de explot ación del indígena qué, en teoría, contradecían
los principios vigentes en las respectivas metrópolis. La obra de Bartolomé de las Casas, denunciando esta situación, serviría para
establecer un primer paso en la concienciación acerca de estos problemas, a los que los poderes europeos no serían capaces de dar
respuesta adecuada.

Durante estos tres siglos, la presencia ibérica en territorio americano haría realid ad un hecho de especial trascendencia: el fenómeno
del mestizaje. La América española y la América portuguesa ofrecerían modelos de convivencia que, contando con todos sus
elementos de carácter negativo, servirían para establecer normas de aplicación en situaciones similares. La denominada América
Latina sería ordenada en base a postulados de índole económico-religiosa que posibilitarían este encuentro entre elementos de los
dos sectores enfrentados.

A principios del siglo XIX, la invasión francesa de los dos países ibéricos que controlaban los destinos de América en sus sectores
meridionales iniciaría el proceso de emancipación de los mismos. A partir de esos momentos, España y Portugal —debilitados de
forma irreversible— se limitarían a observar la progresiva pérdida de sus territorios coloniales, a los cuales habían exportado sus
formas de organización. América Latina accedía a la independencia contando con el decisivo elemento negativo de su
fraccionamiento, y se entregaba materialmente a la dominación real de las potencias que entonces emergían como dominantes en la
escena internacional.

Lo que sería denominado neocolonialismo habría de constituir el esquema de ordenación de los territorios americanos emancipados
de las decadentes Coronas española y portuguesa de principios del siglo pasado. Los protagonistas del proceso independentista no
podían imaginar que la salida del control ibérico, tradicional y paternalista, iba a suponer la inclusión de sus países en la órbita del

más decidido imperialismo de signo tecnificado. Primero la Gran Bretaña, situada en el punto álgido de su poderío ultramarino, y a
continuación los Estados Unidos, actuarían con absoluta discrecionalidad sobre los espacios económicamente más interesantes de la
América colonizada por las naciones peninsulares.

En una primera etapa, América Latina habría de convertirse en un instrumento complem entario de la economía europea. La masiva
emigración afectada hacia aquellas latitudes por parte de los continentes laborales excedentes en el Viejo Continente aliviaría el
panorama social del mismo. De forma paralela, la América meridional servía como útil centro de producción de materias primas
que los países más desarrollados precisaban para su consumo. La intervención europea sobre América Latina cedería más adelante
su lugar a la norteamericana. Los Estados Unidos, convertidos en primera potencia mu ndial, comenzaban a actuar de forma directa

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sobre sus vecinos iberoamericanos.

La presencia norteamericana en este espacio manifestaría una amplia gama de formas, yendo desde el mantenimiento del control
económico de los países integrantes del bloque de tradición ibérica hasta la intervención armada en los casos en los que su influencia
parecía hallarse en peligro. La historia contemporánea de América Latina no supone d e esta forma más que una continuación de su
evolución durante la etapa colonial. Las formas de dominación no son hoy más sutiles que entonces, ya que a nadie se le oculta la
verdadera realidad de la situación, pero sí han adquirido niveles más elevados de ef icacia.

Durante más de tres siglos, españoles y portugueses habrían de proceder a realizar u na política de colonialismo que, en definitiva,
no reportaría a las respectivas metrópolis unos beneficios demasiado significantes. Las colonias supondrían, además, en muchas
ocasiones una pesada carga para las economías europeas que poseían oficialmente su d ominio. Concluida la etapa colonial, América
Latina entraría en un proceso impuesto desde el exterior y definido por la sistemática explotación de todos sus recursos humanos y
materiales. Este hecho, mantenido hasta hoy mismo, se alza de esta forma como rasgo determinante de validez general para todos
los países integrantes del espacio referido.

América Latina se encuentra sumida en una crisis de crecimiento de la que por el momento se manifiesta incapaz de salir. La
permanente inestabilidad política, unida a la desarticulación de sus sociedades, enc uentra su negativo complemento en un ámbito
económico asimismo deficiente desde el punto de vista estructural.
El panorama se presenta, así, bajo rasgos nada optimistas; América Latina precisará de un largo período de tiempo para lograr la
verdadera emancipación de sus pueblos, que vaya más allá de lo que constituyó su proceso teóricamente independiente, el cual

solamente sirvió para sustraerla de una dominación y entregarla a otra más eficaz e inhumana.

Fechas clave

1483 Cristóbal Colón propone a Portugal alcanzar la India por el Atlántico, dado el enca recimiento de los productos orientales y
la inseguridad de las rutas terrestres utilizadas hasta entonces para su transporte. El perfeccionamiento de la cartografía y del
transporte marítimo (invención de la brújula, construcción de las primeras carabelas, así como la idea de la esfericidad de la Tierra,
son las condiciones que permiten, en teoría, realizar la empresa con posibilidades d e éxito.

1485 Al ser rechazado el Plan Por Portugal, Colón llega a España. Establece relación con el duque de Medinaceli, con los frailes
del monasterio de La Rábida, en la provincia de Huelva, y con los hermanos Pinzón y Pedro Alonso Niño.

1486 Tras la Primera entrevista con los Reyes Católicos, celebrada en Alcalá de Henares, Colón logra el apoyo de Luis de
Santángel, tesorero de la Santa Hermandad y contable de la Real Casa; pero la Junta que estudia el proyecto lo desecha.

1492 Nueva entrevista con los monarcas en Granada; las condiciones económicas y las prerrogativas que exige son finalmente
aceptadas en las Capitulaciones de Santa Fe; Colón obtiene los títulos vitalicios y hereditarios de virrey, almirante y gobernador, con
poderes jurisdiccionales sobre las tierras a descubrir; se le adjudica el 10 por 100 de las riquezas halladas. El 3 de agosto salen del
puerto de Palos, en Huelva, las carabelas «Pinta», «Niña» y «Santa María» con unos 100 hombres: el 12 de octubre descubren la isla

Guanahaní (más tarde llamada San Salvador), Cuba y Santo Domingo; en la última se fu nda el fuerte Navidad, primer
establecimiento europeo en el continente americano.

1493 Colón regresa a España. Desembarca en Barcelona y se entrevista con los reyes en el mes de abril. El 25 de septiembre
parten de Cádiz diecisiete nuevas carabelas, las cuales transportan al Nuevo Mundo 1.500 hombres con instrucciones para la
evangelización, comercio y colonización de estas tierras. Se funda la primera ciudad , llamada Isabel en honor de la Reina Católica,
entre las ruinas del fuerte Navidad, destruido por los indios. Realizan viajes a Cub a —que Colón cree ser la India— y a Jamaica;

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vuelven a Santo Domingo, entonces llamada La Española, donde el gobierno de Colón produce descontento. Se plantea el problema
de la esclavitud indígena.

1495 En el mes de octubre desde la metrópoli se envía a La Española un representante rea l. Colón entrega el gobierno a su
hermano Bartolomé y regresa a España para defenderse de las acusaciones que se le hacen.
1498 El 30 de mayo, Colón realiza su tercer viaje al Nuevo Mundo. Salen de Sevilla y Sanlúcar seis carabelas, que siguen dos rutas:
una va hacia La Española y la otra hacia el suroeste. Descubrimiento de Trinidad y d e la desembocadura del Orinoco. En el mes de
agosto llegan a distintos puntos del continente, que Colón sigue creyendo ser las Indias orientales.

1500 El portugués Pedro Alvarez Cabral descubre el Brasil, al tiempo que Vicente Y. Pinz ón llega a su costa nordeste y a las
bocas del Amazonas. Juan de la Cosa traza el primer mapa de las tierras exploradas. Tras su regreso a La Española, Roldan
encabeza una sublevación contra Colón. Bobadilla es enviado a esta isla por los reyes con plenos poderes, y procesa a Colón, que es
enviado a España en calidad de preso. Esto conlleva la supresión de sus privilegios, salvo los títulos de virrey y almirante.

1502 Nicolás de Ovando es enviado a La Española como gobernador de la isla, con amplios poderes judiciales. Pacifica la isla.
Hernán Cortés intenta embarcar en esta expedición, pero un accidente sufrido en una aventura galante se lo impide. El 11 de mayo,
Cristóbal Colón sale con cuatro carabelas, iniciándose así su cuarto viaje. Se le prohíbe dirigirse a La Española. Llegada a la costa
centroamericana (actuales Honduras y Panamá).

1505-1508 En las juntas de Toro y de Burgos, en las que participan, entre otros, Amerigo Vesp uccio y los hermanos Pinzón,
se estudia la posibilidad de hallar un paso a través del continente que conduzca a las Indias orientales. Igualmente se crea el puesto
de Piloto Mayor, para el que es nombrado el afamado marino italiano Amerigo Vespuccio.

1513 Viajes menores de exploración y conquista de América. Mediante establecimiento de compañías comerciales y el apoyo
financiero de la Corona o de algunos banqueros extranjeros, Alonso de Ojeda, Amerigo Vespuccio, los hermanos Pinzón, Juan de la
Cosa, Alonso Niño y otros marinos recorren las costas americanas, desde el Brasil ha sta las Antillas mayores: Trinidad, Venezuela,
Colombia, Panamá, las bocas del Amazonas y el Orinoco. Hernán Cortés participa en la expedición de Diego Velázquez a Cuba, en la

que no ocupa un cargo militar, limitándose a desempeñar funciones burocráticas. En Cuba ejerce actividades muy diversas: es
agricultor, ganadero, buscador de oro, negociante, etc. De los relatos de Amerigo Vespuccio se desprende que las tierras
descubiertas forman un nuevo continente, al que Martin Waldseemüller propone, en su obra Cosmographiae Introductio, que se dé
el nombre de «América». Vasco Núñez de Balboa cruza el istmo de Panamá y descubre el océano Pacífico.

1515 Expediciones de Juan Díaz Solís por las costas uruguayas y el río de la Plata: se b usca un paso entre los océanos Atlántico y
Pacífico. Retroceso de los conquistadores españoles ante los indios.

1518 Diego Velázquez confía a Hernán Cortés el mando de una expedición cuyo objetivo lejano es la conquista del imperio
azteca. El conquistador extremeño parte de la ciudad de Santiago en el mes de noviem bre, antes de la fecha prevista, con 11 barcos y
700 hombres.

1519 Primera circunnavegación de la Tierra. Femando de Magallanes, portugués al servicio de Castilla, alcanza por occidente las
islas de las Especias. Uno de sus cinco navíos, el «Victoria», al mando de Juan Sebastián Elcano, regresará a Sevilla tras una travesía
de 1.124 días. Queda probada, así, la esfericidad de la Tierra. La expedición de Hernán Cortés se dirige a Yucatán, donde el

conquistador funda la ciudad de Veracruz; desde aquí inicia la penetración hacia el interior de México en un viaje de exploración en
el que también se buscan riquezas. En el mes de noviembre llega a la capital azteca, Tenochtitlán, siendo bien recibido por el

emperador entonces reinante, Moctezuma, que se reconoce vasallo del rey de Castilla.

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1520-1521 Tras la sublevación de Tenochtitlán, Hernán Cortés, nombrado capitán general, somete todo el imperio azteca y
realiza expediciones a Yucatán y Honduras, que son anexionadas a Nueva España; Carlos V implanta una sólida organización
administrativa en estos territorios.

1531 Francisco Pizarro comienza la tarea conquistadora del territorio del imperio inca, q ue se prolongará hasta 1533. A partir de
ese momento proliferará la creación de Audiencias en los nuevos territorios, siguiendo a la inicial, creada en Santo Domingo en 1511;
le seguirán México (1529), Panamá (1538), Santa Fe y Guadalajara (1548}, Buenos Aires (1661), etc.

1535 Creación del virreinato de la Nueva España, que engloba a la totalidad de la Améric a Central —sin Panamá—, a las Antillas
y a la zona costera de la actual Venezuela. Auge en las tareas de explotación de pla ta en México. Esta ordenación del territorio
americano basado principalmente en sus características físicas habrá de constituir u no de los mayores cuidados de la
administración colonial.

1543 Creación del virreinato de la Nueva España, con capitalidad en Lima, que ordena a l a totalidad de la extensión de América
del Sur, excepto la costa venezolana. Creación de las Audiencias de Lima y Guatemala . Promulgación de las denominadas «Leyes
Nuevas», destinadas a conseguir la extinción definitiva de las encomiendas; el fraca so más señalado seguirá a este discreto intento
reformador.

1559 Creación de las Audiencias de la Plata de los Charcas, y, pocos años más tarde, de las de Quito y Chile.

1560 Finalización del proceso de promulgación de edictos acerca de la liberación de los indios esclavizados, que se había
iniciado diez años antes.

1563 Vasco de Puga escribe su famosa obra de gran influencia política, titulada Provisiones, cédulas e instrucciones para el
gobierno de Nueva España.

Creación de la Audiencia, tribunal especial de apelación con jurisdicción para todos los territorios de América, instrumento
unificador de las tareas jurídicas hasta entonces dispersas en organismos varios.

1601 Reglamento que rige el trabajo efectuado por indígenas bajo control peninsular. Se prohibe, por el mismo, la existencia de
jornaleros situados en régimen de esclavitud.

1640 Separación de las Coronas de España y Portugal, que se habían unido en 1580 en la persona de Felipe II. Creación del
cargo de virrey en Brasil, que reside en Bahía hasta el año 1763, en que pasa a instalarse en Río de Janeiro.

1642 El denominado «Conselho da India» pasa a convertirse en «Conselho Ultramarino», para englobar a la totalidad de las
posesiones portuguesas extraeuropeas.

1701-1707 Abolición legal de las encomiendas cuyos titulares tengan su residencia en España, y de todas las encomiendas que
cuenten con menos de cincuenta indios.

1720 Abolición legal de la totalidad de las encomiendas existentes, con excepción de las de Yucatán, que se mantendrán hasta
1787.

1764 Inicio de la creación de las Intendencias en las circunscripciones siguientes: Cuba (1764), La Plata (1782), Perú (1784),

Chile (1786) y Nueva España (1790). Todo ello dentro

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del mismo proceso de ordenación territorial, en momentos en que ya se preparan los fermentos de la emancipación nacional.

1771 Inicio de una década señalada por la abundancia e incidencia de los levantamientos indígenas en contra de las condiciones
impuestas por los colonizadores: revueltas de negros en Colombia, de los indígenas ecuatorianos, de los nativos de la región del
Orinoco y de otras regiones de Venezuela, sobre todo.

1775 Frustrado ataque portugués lanzado contra Montevideo, dentro de un clima bélico enta blado entre las dos respectivas
potencias coloniales.

1776 Unificación de la administración para las colonias sudamericanas de Portugal. Creac ión del virreinato del Río de la Plata en
Brasil con capitalidad en Río de Janeiro.

1780 Revuelta encabezada por Tupac Amaru en Perú, que constituyó la más grave de esta nat uraleza observada durante toda la
etapa colonial, ya que tuvo repercusiones en otros ámbitos geográficos y en otros sectores sociales. Dos años antes, en 1778, España y
Portugal decidieron mediante un tratado de paz poner fin a sus mutuas rivalidades, q ue afectaban directamente a sus posesiones
coloniales.

1790 En España se produce la disolución de la Casa de Contratación, que ya había abandonado Sevilla para instalarse en la
ciudad de Cádiz.

1800 El movimiento independentista de América Latina surge como consecuencia de un amplio proceso previo, que arranca de
dos supuestos básicos: el ciclo de las revoluciones burguesas, iniciado en Inglaterra en el siglo XVII, y del que constituyen jalones
decisivos las revoluciones de la América anglosajona y de Francia; y la formación interna de una conciencia criolla emancipadora,
frente al estatismo monárquico metropolitano, de talante claramente autoritario.

1803 -1809 A raíz del levantamiento del pueblo español contra el invasor francés, el elemento criollo latinoamericano
proclama su adhesión a Fernando VII y acata la autoridad de la Junta Suprema Central. Sin embargo, aparecen ya hombres como el
caraqueño Francisco de Miranda, que desde Londres desarrolla actividades anticolonia les, y Simón Bolívar, que tras sendas
estancias en España y Francia regresa a Venezuela, donde inicia actividades anticoloniales clandestinas.

1810 Los representantes americanos en las Cortes de Bayona formulan una serie de peticiones: igualdad entre americanos y
españoles; libertad de agricultura, industria y comercio; supresión de monopolios y privilegios; abolición de la nota de infamia entre
mestizos y mulatos y de la trata de esclavos.

1811 Madura el ideal emancipador en las mentes de los próceres de la independencia. Surg en tensiones independentistas en
Argentina, Uruguay, México y Ecuador. Tras la disolución de la Junta Suprema Central se organizan juntas americanas, que a su
vez organizan ejércitos e inician, con carácter de soberanía, relaciones con Gran Bretaña y Estados Unidos. Así, en México el cura
Manuel Hidalgo lanza el «Grito de Dolores», con el que se inicia la insurrección de Querétaro. También estallan sublevaciones en
Venezuela, Colombia y Argentina.

1812 En general, triunfan los movimientos revolucionarios latinoamericanos, convocándose varios congresos, a los que sigue la
promulgación de constituciones liberales, la proclamación de la independencia y la a dopción del régimen republicano.

1813 Apoyado Por el ejército y la aristocracia, el virrey mexicano aplasta la rebelión en dicho país. Hidalgo es fusilado. No

obstante, el movimiento independentista se prolonga bajo la dirección del cura Morelos. Bolívar se subleva en Venezuela y proclama

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la independencia de este país. El Ayuntamiento de Caracas le confiere el título de « Libertador».

1815 La metrópoli empieza a restaurar el régimen colonial, salvo en determinadas ciudades de México, Venezuela y Argentina.

1817 venezolano Manuel Palacio Fajardo justifica las teorías emancipatorias: tiranía de las altas autoridades; injusta
administración de justicia; monopolio económico; aislamiento de las colonias; desdén mantenido por la metrópoli hacia los criollos y
su apartamiento de los cargos de administración y gobierno.

1819 En Venezuela, Bolívar es elegido presidente de la República en el Congreso de Angostura. Dicho Congreso aprueba la Ley
Fundamental de la República de Colombia, que comprende la unión de Venezuela, Nueva Granada y Quito. La «Gran Colombia»,
independiente de la antigua metrópoli, seguirá unida hasta 1830, en que las disensiones entre los sucesores de Bolívar provocan su
disgregación. En Argentina, con la ayuda de patriotas chilenos (O'Higgins), San Martín cruza los Andes y, tras las victorias de
Chacabuco y Maipú, consigue la independencia de Chile. El Congreso se traslada a Buenos Aires, donde redacta una Constitución
unitaria, centralista y autoritaria.

1820 A consecuencia de la revolución liberal de Riego en España, se consolida el movimiento emancipador. Tras la entrevista en
Guayaquil de San Martín y Bolívar, este último prosigue la campaña para la emancipac ión.

1821 Proclamación de la independencia de México, tras la cual se desata el proceso emanc ipador en Centroamérica. México se
declara República Federal y abole la esclavitud.

1826 Congreso de Panamá: fracasa el proyecto de Bolívar de una unión sudamericana. Méxic o interviene, junto al resto de las
naciones interesadas, en dicho Congreso. Proclamación de independencia de la República autónoma de Uruguay.

1846 Guerra entre México y Estados Unidos a causa de la anexión de Texas a la Unión: Taylor se apodera de Matamoros,
Monterrey y Saltillos. Tras la ocupación de Nuevo México por las tropas de Kearney, la escuadra del Pacífico se apodera de los
puertos de California.

1848 Tratado de Guadalupe-Hidalgo: México cede a Estados Unidos Nuevo México, Arizona, California y parte de Colorado
(casi el 50 por 100 del territorio mexicano emancipado). Proclamación de la independencia de la República Dominicana.

1898 Guerra hispano-norteamericana: la nota norteamericana bombardea San Juan de Puerto Rico. Tratado de París: España
renuncia a su soberanía sobre Cuba, Puerto Rico y Filipinas, perdiendo así sus últim as colonias de ultramar.

1914-1918 La evolución de los diferentes Estados de Amé rica Latina se ve perturbada por prof undos cambios sociales,
económicos y políticos: la estructura social se transforma debido al incremento de la población, las migraciones internas, la
explotación de nuevas tierras y las consecuencias de la urbanización e industrializa ción.

1919-1928 La estructura económica latinoamericana del período se caracteriza por el mercantilismo de la época colonial y
sus tradicionales monocultivos, la falta de capital para la industrialización, la escasez de mano de obra especializada y el atraso de
la agricultura, unido a unas deficientes reformas agrarias. Con respecto a las estru cturas políticas, las causas que provocan la crisis

de la democracia son las enormes diferencias económicas entre las clases sociales, la formación de partidos revolucionarios y
democráticos, la intervención militar en los Estados Unidos y la democracia presidencial (siguiendo las directrices políticas de los

Estados Unidos) que favorece la instauración de dictaduras.

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1929 barios congresos y conferencias panamericanos propugnan la unidad política latinoam ericana: en el VII Congreso de La
Habana se crea un tribunal de arbitraje obligatorio para todos los Estados americanos; en la Conferencia Interamericana de Buenos
Aires se firma un pacto de paz entre 21 Estados americanos (según el modelo del Pacto Briand-Kellog).

1934 – 1940 En la Conferencia de Panamá se prohíben las acciones de guerra en una zona neutral de 300 millas marinas
en torno al continente, salvo Canadá. En la Conferencia de ministros del Exterior en Río de Janeiro, ya iniciada la II Guerra
Mundial, se decide la intervención en la guerra contra las potencias del Eje (excepto Argentina y Chile). La política de intervención
directa de los Estados Unidos después de la I Guerra Mundial es abandonada con Roosevelt y sustituida por la «política de buena
vecindad»: el nacionalismo latinoamericano reacciona contra la penetración masiva del capital norteamericano. En México,
presidencia de Lázaro Cárdenas y poder ininterrumpido del Partido Revolucionario Mex icano, integrado por comunistas, liberales
radicales, la Confederación de Trabajadores Mexicanos y la Confederación Nacional de Campesinos. En Argentina, creación del
GOU (Grupo de Oficiales Unidos) de Juan Domingo Perón, de signo heterogéneamente fascista, que propugna un refuerzo de las
fuerzas policiales, la disolución del Congreso, la creación de organizaciones represivas especiales, la formación militar para ambos
sexos a partir de los diecisiete años y una organización económico-corporativa.

1941 -1948 América Latina depende del mercado mundial, principalmente de Estados Unidos, lo qu e origina crisis sociales
y político-económicas. Las principales características del período son: explosión demográfica, éxodo rural, miseria extrema en los
suburbios de las grandes ciudades, inflación, bajo nivel de vida, analfabetismo y acusadas diferencias sociales.

1950-1955 Carta de la ODECA (Organización de los Estados Centroamericanos). Junto a las instituciones tradicionales
(gobiernos militares, partidos oligárquicos, dictaduras presidenciales) aparecen dirigentes populares, organizaciones comunistas y
movimientos nacionales de extrema izquierda. En Cuba, golpe de Estado de Fulgencio Batista. Fidel Castro, abogado en La Habana,
presenta cargos contra él.

1956 Tras el fracasado ataque al cuartel de Moncada, que obligó a los participantes al ex ilio en México, se produce el
desembarco de Fidel Castro y sus seguidores desde el «Gramma» y la penetración de la guerrilla en Sierra Maestra. En el resto de
Latinoamérica se llevan a cabo tentativas para resolver la crisis por medio de una integración militar y política (OEA), reformas

agrarias y una incipiente industrialización (sin embargo, con escasez de trabajadores especializados y de capital necesario). El
capital privado se invierte en valores efectivos (propiedades), en la especulación o en el extranjero; el capital extranjero' reclama una
mayor seguridad, pero su control y sus excesivos beneficios mantienen el subdesarrollo.

1958 El 21 de agosto, dos columnas dirigidas por Camilo Cienfuegos y Ernesto «Che» Guevara abandonan Sierra Maestra con
dirección a las Villas. Ocupación de varias ciudades y victoria revolucionaria en Ya guajay y Santa Clara; comienza la marcha sobre

La Habana. Huida de Batista y su Gobierno.

1959 Banco Interamericano de Desarrollo. Liberación de La Habana y Santiago de Cuba por Fidel Castro y su grupo. Tras el
triunfo de la revolución cubana, los Estados Unidos intervienen directamente contra la expansión de los movimientos democráticos
nacionales y sus intentos de liberarse de la dependencia económica norteamericana. Radicalización popular.

1960-1961 Declaración de La Habana. Los Estados Unidos rompen sus relaciones con Cuba. Desemb arco y derrota de tropas
mercenarias en la bahía de Cochinos. Se crea el Mercado Común Sudamericano o LAFTA (Asociación Latinoamericana de Libre
Cambio). El presidente norteamericano John F. Kennedy anuncia la creación de la orga nización denominada Alianza para el

Progreso.

1962 Segunda Declaración de La Habana. En el mes de octubre, crisis del Caribe y boicot económico de varias naciones a Cuba.
Bloqueo de la isla por la marina de guerra yanqui.

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1966 Conferencia Tricontinental de La Habana contra el imperialismo, con asistencia de representantes de gobiernos y
organizaciones de 82 países.

El Caribe, frontera imperial


UNAS PALABRAS DEL AUTOR
Al gran público no le gusta leer libros con notas, y éste ha sido escrito para él, no para eruditos. Eso explica que ni siquiera se hayan
señalado las fuentes de algunas citas, si bien se dice quiénes fueron sus autores. Aunque al final se ofrece una bibliografía
extractada, hay algunas obras que no tienen por qué aparecer en ella. Tal es el caso, por ejemplo, de las más conocidas entre las que
se refieren al Descubrimiento y a la Conquista: Diarios de Viajes de Cristóbal Colón, la Biografía de Colón, escrita por su hijo

Fernando; la Brevísima relación de la destrucción de las Indias y la Historia genera l de las Indias, del Padre Las Casas; Historia
General y Natural de las Indias, de Gonzalo Fernández de Oviedo, y la Descripción de las Indias Occidentales, de Antonio de
Herrera. Esos son libros fundamentales para todo el que aspire a conocer en detalle cómo fueron descubiertos y conquistados los
territorios del Caribe.

A la hora de estudiar las rebeliones de los negros es indispensable leer la Historia de la esclavitud de los indios en el Nuevo Mundo,
por José Antonio Saco (dos tomos, Colección de Libros Cubanos, Cultural, S. A., La Habana, 1932), como son también
indispensables, para el conocimiento de las actividades de los piratas del siglo XVII, la Histoire des Aventuriers ex Bucaniers, en tres
tomos, de Alexander Olivier Oexmelin, de la que ha hecho recientemente una edición, copia exacta de la original, la Librairie
Commerciale & Artistique de París, y la conocida obra de C. Haring Los Bucaneros de las Indias Occidentales en el siglo XVII,
segunda edición, hecha por la Academia Nacional de la Historia, Caracas, impresa en Brujas en 1939.

El autor recomienda especialmente algunos libros; en primer lugar, la excelente History of the British West Indies, por sir Alan
Burns (George Allen and Unwin Ltd. Reviewed Second Edition, London, 1965), rica en información de fuentes inobjetables, y French
Pioneers in the West Indies, 1624-1664, de Nellis M. Crouse, edición de Columbia University Press, New York, 1940. Como resumen
de la revolución de Haití, sobre la cual hay una bibliografía muy abundante, conviene leer La Revolución Haitiana y Santo Domingo,

de Emilio Cordero Michel, Editora Nacional, Santo Domingo, 1968. Para un conocimient o detallado de las actividades militares de
Bolívar, la mayor suma de datos se halla en Crónica Razonada de las Guerras de Bolívar, tres tomos, por Vicente Lecuna (The
Colonial Press, Inc., Clinton, Mass.). La Campaña del Tránsito, 1856-1857, de Rafael Oregón Loria (Librería e Imprenta Atenea, San
José, Costa Rica, 1956), es una buena guía para conocer las fechorías que llevó a ca bo en Nicaragua William Walker, así como lo es
The Untold Story of Panamá, de Hardin Earl (Athenae Press, Inc., New York, sin fecha , aunque el prefacio está fechado el 11 de
febrero de 1959), para tener datos veraces sobre la intervención de Theodore Roosevelt en Panamá.

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Hay muchas personas que hicieron posible, con su ayuda, la redacción de esta historia del Caribe; entre ellos deben mencionarse el

escritor español don Enrique Ruiz García, el diplomático inglés Campbell Stafford, el doctor Claudio Carrón, Roberto Guzmán,
Pablo Mariñez y el poeta Ángel Lázaro, el escritor haitiano G. Pierre-Charles y su mujer, Suzy Castor Pierre-Charles. Esta última tuvo
la bondad de facilitar al autor una copia de su libro inédito sobre la ocupación mil itar norteamericana de Haití; y todos los
mencionados enviaron obras de consulta, desde Londres, desde Madrid, desde París, desde Méjico. Merecen una mención especial
las altas autoridades y los funcionarios de la Biblioteca del Instituto de Cultura H ispánica, de Madrid, pues durante año y medio
pusieron en manos del autor, enviándolas por correo a Benidorm, todas las obras que les fueron solicitadas. Sin esa ayuda hubiera
sido imposible escribir este libro.

Por último, esta historia del Caribe fue escrita, casi totalmente, en Benidorm, Espa ña, gracias a la hospitalidad que le brindó al
autor en aquel hermoso lugar, durante más de año y medio, con clásica generosidad española, don Enrique Herrera Marín.

Para todos los mencionados queda aquí constancia de la gratitud dominicana de

J. B.
París, junio de 1969.

[ Arriba ]

Capítulo Primero
UNA FRONTERA DE CINCO SIGLOS
El Caribe está entre los lugares de la tierra que han sido destinados por su posición geográfica y su naturaleza privilegiada para ser
fronteras de dos o más imperios. Ese destino lo ha hecho objeto de la codicia de los poderes más grandes de Occidente y teatro de la
violencia desatada entre ellos.

Hasta el momento está por hacer un estudio de geografía económica que abarque el conjunto de los países del Caribe. Sin embargo,
muchas gentes tienen una idea más o menos acertada sobre la región; conocen por sí mismas, de oídas o a través de lecturas, la
variedad de sus climas, la abundancia y la bondad de sus puertos y sus aguas y la hermosura de sus tierras. Se sabe que, además de

hermosas, esas tierras son de excelente calidad para la producción de la caña de azú car, de maderas, tabaco, cacao, café, ganados.
En los últimos cincuenta años la imagen, de la riqueza del Caribe se multiplicó, pues se vio que además de cacao, café, tabaco y caña
de azúcar, allí había criaderos casi inagotables de petróleo, de bauxita, de hierro, de níquel, de manganeso y de otros metales
valiosos.

Tan pronto se conoció la calidad y la riqueza de esas tierras se despertó el interés de los imperios occidentales por establecerse en
ellas. Cada imperio quiso adueñarse de una o más islas, de alguno o de varios de sus territorios, a fin de producir allí los artículos de
la zona tropical que no podían producir en sus metrópolis o a fin de tener el dominio de sus depósitos de minerales y de las
comunicaciones marítimas entre América y Europa.

La historia del Caribe es la historia de las luchas de los imperios contra los pueblos de la región para arrebatarles sus ricas tierras; es

también la historia de las luchas de los imperios, unos contra otros, para arrebatarse porciones de lo que cada uno de ellos había
conquistado; y es por último la historia de los pueblos del Caribe para libertarse de sus amos imperiales.

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Si no se estudia la historia del Caribe a partir de este criterio no será fácil comp render por qué ese mar americano ha tenido y tiene
tanta importancia en el juego de la política mundial; por qué en esa región no ha ha bido paz durante siglos y por qué no va a haberla

mientras no desaparezcan las condiciones que han provocado el desasosiego. En suma, si no vemos su historia como resultado de
esas luchas no será posible comprender cuáles son las razones de lo que ha sucedido en el Caribe desde los días de Colón hasta los de
Fidel Castro, ni será posible prever lo que va a suceder allí en los años por venir.

La conquista del Caribe por parte de los muchos imperios que han caído sobre él causó la casi total desaparición de los indígenas en
la región y la desaparición total de ellos en las islas, y causó, desde luego, las naturales sublevaciones de unos pueblos que se
negaban a ser esclavizados y exterminados en sus propias tierras por extraños que ha bían llegado de países lejanos y desconocidos.
Esa conquista causó la llegada a la fuerza y la subsiguiente expansión demográfica d e los negros africanos, conducidos al Caribe en
condición de esclavos, y causó sus terribles y justas rebeliones, que produjeron inmensas pérdidas de vidas y bienes. Las actividades
de los imperios han provocado guerras civiles y revoluciones que han trastornado el desenvolvimiento natural de los países del
Caribe, y ese trastorno ha impedido su desarrollo económico, social y político.

Algunas de las revoluciones del Caribe, como la de Haití y la de Venezuela, dieron lugar a matanzas que asombran a los estudiosos
de tales acontecimientos, y desataron fuerzas que operaron o se reflejaron en países lejanos. La violencia con que han luchado los
pueblos del Caribe contra los imperios que los han gobernado da la medida de la fiereza de su odio a los opresores. Los pueblos del
Caribe han llegado en el pasado, y sin duda están dispuestos a llegar en el porvenir, a todos los límites con tal de verse libres del
sometimiento a que los han sujetado y los sujetan los imperios. Sólo si se comprende esto puede uno explicarse que Cuba haya
venido a ser un país comunista.

Lo que cada pueblo puede dar de sí, económica, política, culturalmente, viene determ inado por lo que ha recibido en el pasado, por
la calidad de las fuerzas que lo han conformado e integrado. Las fuerzas que han actuado y están actuando en el Caribe han sido
demasiado a menudo ciegas, crueles y explotadoras. Nadie puede esperar que los pueblos formados e integrados por ellas sean
modelos de buenas cualidades.

Los Estados Unidos fueron el último de los imperios que se lanzó a la conquista del Caribe, y a pesar de que sus antecesores les
llevaban varios siglos de ventaja en esa tarea, han actuado con tanta frecuencia y con tanto poderío, que poseen total o parcialmente
islas y territorios que fueron españoles, daneses o colombianos. Hasta en la Cuba comunista mantienen la base naval y militar de
Guantánamo.

Además de usar todos los métodos de penetración y conquista que usaron sus antecesores en la región, los Estados Unidos pusieron
en práctica algunos que no se conocían en el Caribe, aunque ya los habían padecido, en el continente del norte, España en el caso de
las Floridas y México en el caso de Texas. En el Caribe nadie había aplicado el método de la subversión para desmembrar un país y
establecer una república títere en lo que había sido una provincia del país desmembrado. Eso hicieron los Estados Unidos con
Colombia en el caso de su provincia de Panamá.

Lo que da al episodio panameño de la política imperial norteamericana en el Caribe u n tono de escándalo sin paralelo en la historia

de las relaciones internacionales es que Panamá fue creada república mediante una su bversión organizada y dirigida por el
presidente de los Estados Unidos en persona, y lo hizo no ya sólo para tener en sus manos una república dócil, por débil, sino para
disponer en provecho de un país de una parte de esa pequeña república. Esa parte —la llamada zona del canal— fue dada a los
Estados Unidos por los panameños en pago de los servicios prestados por el gobierno de Theodore Roosevelt en la tarea de
desmembrar a Colombia y de impedirle defenderse. En la porción de territorio obtenid o en forma tan tortuosa construyeron los
norteamericanos el canal de Panamá y establecieron la llamada Zona del canal. Esa zona es, a ambos lados y a todo lo largo del
canal, una base militar. Además, el canal es propiedad de una compañía comercial, la cual, a su vez, es propiedad del gobierno de
los Estados Unidos. Es difícil concebir un procedimiento más audaz para violar las n ormas de las relaciones internacionales.
Arrebatar a un país una provincia y crear en esa provincia una república para obtener de ésta una porción, que además la corta por

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la mitad, era algo que el mundo no había visto antes. Su antecedente —el caso de Tejas— no llegó a tanto. Los Estados Unidos
iniciaron en el Caribe la política de la subversión organizada y dirigida por sus má s altos funcionarios, por sus representantes

diplomáticos o sus agentes secretos; y ensayaron también la división de países que se habían integrado en largo tiempo y a costa de
muchas penalidades. El mundo no acertó a darse cuenta a tiempo de los peligros que había para cualquier país de la tierra en la
práctica de esos nuevos métodos imperiales, y sucedió que años más tarde la práctica de la subversión se había extendido a varios
continentes y el procedimiento de dividir naciones se aplicaba en Asia. Donde durante largos siglos había sido una China, donde
había habido una Corea y una Indochina, acabó habiendo dos Chinas, dos Coreas, dos Vietnam, cada una en guerra contra su
homónima.

Después de la guerra mundial de 1914-1918, los líderes más sensibles a la opinión pú blica —lo mismo en Europa que en los Estados
Unidos— comenzaron a aceptar la idea de que había llegado la hora de poner fin al sistema colonial, tan en auge en el siglo XiX. Se
pensaba, con cierta dosis de razón, que la enorme matanza de la guerra se había desa tado debido principalmente a la competencia
entre los imperios por los territorios coloniales.

Al terminar la segunda guerra —la de 1939-1945— comenzaron las de Indochina y Argelia, lo cual reforzó la posición
anticolonialista de pueblos y gobiernos en todo el mundo. En consecuencia, Francia e Inglaterra, grandes imperios tradicionales,
iniciaron la política de la descolonización, que alcanzó al Caribe algunos años desp ués.
La descolonización comenzó a ser aplicada en territorios ingleses del Caribe, y en cierta medida también en las islas holandesas y
francesas; y lógicamente nadie podía esperar que después de iniciada esa etapa, nueva en la historia, volverían a usarse los ejércitos
para imponer la voluntad imperial en el Caribe.

Pero volvieron a usarse.

Cuando se produjo la revolución dominicana de 1965, y con ella el desplome del ejército de Trujillo —que era una dependencia
virtual de las fuerzas armadas norteamericanas—, los Estados Unidos desafiaron la op inión pública mundial, olvidaron más de
treinta años de lo que ellos mismos habían llamado política del Buen Vecino y Alianz a para el Progreso, resolvieron violar el pacto
múltiple de no intervención que habían firmado libremente con todos los países de Am érica y desembarcaron en Santo Domingo su
infantería de Marina.

Santo Domingo es un país del Caribe y el Caribe seguía siendo en el año 1965 una frontera imperial, la frontera del imperio
americano, Esa circunstancia justificaba a los ojos del poder interventor —y de muchos otros poderes— la intervención
norteamericana en Santo Domingo. Pues una frontera —como se sabe— es una línea que d emarca el límite exterior de un país, y
todo país tiene derecho a defenderse si es atacado. Y pues Santo Domingo es parte de la frontera imperial, a los ojos del imperio y de
sus partidarios era lógico y justo que ese pequeño país padeciera su sino de tierra fronteriza.

Claro que sería ridículo ponerse a pensar, siquiera, cómo se hubieran desarrollado los pueblos del Caribe de no haber sido las
víctimas de- los imperios que han operado en ese mar de América. Si España no hubiera descubierto y conquistado el Caribe, y si no

hubiesen intervenido allí los ingleses o los franceses o los portugueses, ¿qué rumbo habrían tomado esos pueblos? Pero es el caso que
la historia se hace, no se imagina, y España llegó al Caribe, y con ella los hombres, la organización social, las ideas, los hábitos y los
problemas de Occidente. Uno de esos problemas, el que más ha afectado la vida del Caribe, fue la lucha entre los imperios, su debate
armado dirigido a la conquista de tierras nuevas y a su explotación mediante el uso de esclavos y a través del mando rígido, en lo
político y en lo militar, de los territorios conquistados. Los esclavos podían ser indios, blancos o (negros. Inglaterra usó en las islas de
Barlovento esclavos blancos, irlandeses e ingleses, mantenidos en esclavitud bajo la apariencia de "sirvientes" (white servants). Estos
esclavos blancos se comportaban en horas de crisis igual que los indios y los negros; se ponían de parte de los que atacaban las islas
inglesas o simplemente peleaban por conquistar su libertad. Por ejemplo, cuando la isla de Nevis fue atacada por una flota española
en septiembre de 1629, los llamados "sirvientes" que formaban parte de la milicia colonial inglesa desertaron y se pasaron a los

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españoles a los gritos de "¡Libertad, dichosa libertad!"; y en otros casos se comportaron en igual forma o en franca rebeldía.

Decíamos que España llegó al Caribe; tras España llegaron Francia, Inglaterra, Holanda, Dinamarca, Escocia, Suecia, Estados
Unidos, y trataron de llegar los latvios; y fueron llevados negros africanos; y los indios arauacos, los ciguayos, los siboneyes, los
guanatahibes y tantos otros de los que habitaban las grandes Antillas fueron exterminados; y los caribes pelearon de isla en isla, a
partir de Puerto Rico hacia el sur, con tanto denuedo y tesón que todavía en 1797 atacaban a los ingleses en San Vicente. En el siglo
XIX se llevaron a Cuba, como semiesclavos, indios mayas de Yucatán, chinos de las colonias portuguesas de Asía; a Trinidad y a
otras islas inglesas llegaron miles de chinos y de hindúes.

Todo ese amasijo de razas, con sus lenguas y sus hábitos y tradiciones, y las medida s políticas, a menudo turbias, que hacían falta
para mantener el dominio sobre ese amasijo, tenían necesariamente que producir lo qu e ha sido y es —y lo que sin duda será durante
algún tiempo— el difícil mundo del Caribe: un espejo de revueltas, inestabilidad y escaso desarrollo general.
Sin embargo, el observador inteligente se fijará en que no todos los países del Caribe son ejemplos extremos de inestabilidad, y se
preguntará por qué sucede así. En el Caribe hay países cuyos grados de turbulencia son distintos. Veamos el caso de Costa Rica.

A menudo se alega que Costa Rica es más tranquilo y más organizado que sus vecinos d e la América Central, que Santo Domingo,
Haití, Venezuela o Cuba, debido a que su población es predominantemente blanca, lo q ue no sucede en los países mencionados.
Pero entonces habría que preguntarse por qué los ingleses tuvieron una revolución sa ngrienta en el siglo XVII; por qué los franceses
produjeron la espantosa revolución de 1789 y las revueltas de 1830 y 1844 y el alzam iento de la Comuna en 1870; por qué los
norteamericanos hicieron la revolución contra Inglaterra y la guerra civil del siglo XIX; por qué Alemania ha iniciado las mayores

turbulencias de Europa, esto es, las guerras de 1870, de 1914 y de 1945, y por qué se organizó allí el nazismo, con su secuela de
millones de judíos horneados hasta la muerte. Todos esos eran y son países blancos y además están entre los más civilizados del
mundo. (En los Estados Unidos había negros, pero no desataron ninguna de las dos revoluciones norteamericanas y ni siquiera
participaron en ellas.) Si la inestabilidad de los países del Caribe tuviera algo qu e ver con la presencia de sangre negra o de otros
orígenes en la composición de sus pueblos, habría que hacer una pregunta que seguram ente ninguno de los imperios podría
contestar. La pregunta es ésta: ¿Quién llevó a los negros, a los chinos y a los hindúes al Caribe? Los llevaron los imperios. Luego, si se
aceptara la tesis de que las sangres mezcladas producen pueblos incapaces de vivir c ivilizadamente, los imperios tendrían la
responsabilidad por lo que ha estado sucediendo y por lo que sucederá en el Caribe.

El observador inteligente que haya advertido la diferencia que hay entre Costa Rica y sus vecinos de la región, observará que a Costa
Rica no ha llegado nunca un ejército imperial, ni siquiera el español; de manera que por azares de la historia, aunque el
imperialismo en su forma económica —y con sus consecuencias políticas— ha estado operando en Costa Rica desde hace casi un
siglo, ese pequeño país del Caribe se ha visto libre de los gérmenes malsanos que deja tras sí una intervención militar extranjera.
Costa Rica es un pueblo que se formó a partir de un pequeño núcleo de españoles, establecido en el siglo XVI en un territorio que se
mantuvo aislado largo tiempo, y la formación del pueblo costarricense no fue desviad a, por lo menos en sus orígenes, por
intromisión de poderes militares de los imperios.

En el extremo opuesto, en cuanto a causas, se halla Puerto Rico. Puerto Rico no se rebeló contra España. En 1898, Puerto Rico pasó
a poder de los Estados Unidos sin que su pueblo hiciera ningún esfuerzo ni por seguir siendo español ni por ayudar a la derrota de
los españoles. La isla pasó de un imperio a otro como si a su pueblo le tuviera sin cuidado ese cambio. Sin embargo en Puerto Rico
había habido conspiraciones contra el poder español, aunque no pasaron de ser obra d e grupos muy pequeños; y ha habido luchas
contra los Estados Unidos, pero también llevadas a efecto por sectores pequeños y ta rdíamente, cuando ya era imposible desafiar
con probabilidades de éxito el poderío imperial norteamericano.

Los puertorriqueños lucharon bravíamente por España en los días de Drake, de Cumberland y de Henrico, cuando ingleses y
holandeses quisieron arrebatarle la isla a España. Ahora bien, España convirtió a la isla en una fortaleza militar, un bastión de su

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imperio que era prácticamente inexpugnable, como puede verlo cualquier viajero que vaya a Puerto Rico y se detenga frente a los
poderosos fuertes que defendían a San Juan. El puertorriqueño no podía rebelarse porque vivía inmerso en un ambiente de poder

militar que lo paralizaba. A su turno, los norteamericanos hicieron lo mismo. Puerto Rico quedó convertido en una formidable base
militar de los Estados Unidos y resulta difícil hacerse siquiera a la idea de que ese poderío puede ser derrotado por los
puertorriqueños mediante una confrontación armada. Sin embargo, Puerto Rico ha conservado su lengua y sus hábitos de pueblo
diferente al norteamericano; ha mantenido su personalidad nacional con tanto tesón q ue el observador sólo puede explicárselo como
una respuesta a un reto. Es como si los puertorriqueños se hubieran planteado ante sí mismos el problema de su supervivencia como
pueblo y hubieran resuelto que ni aun todo el poder de Norteamérica, el más grande q ue ha conocido la historia humana, podrá
hacerles cambiar su naturaleza nacional.

Hay países del Caribe donde al parecer nunca hubo convulsiones; tal es el caso de las islas inglesas, como Jamaica, Barbados,
Trinidad y tantas más. Pero cuando se entra en el estudio de su historia se advierte que las islas inglesas del Caribe fueron factorías
azucareras organizadas sobre el esquema de amos blancos y esclavos negros, y que en casi todas, sí no en todas, hubo sublevaciones
de esclavos, y aun de “sirvientes” blancos, como hemos dicho ya. Esas sublevaciones fueron aniquiladas siempre con rigor
típicamente inglés, es decir, sin llegar a los límites de la hecatombe pero sin qued arse detrás del límite del castigo que sirviera como
ejemplo. Por lo demasíen muchas de esas islas —por no decir en todas— hubo choques, a veces muy repetidos y casi siempre muy
violentos, con otros poderes imperiales. De manera que la historia de esas islas no es tan plácida como suponen los que no la
conocen.

Hubo otras colonias, como las danesas en las Islas Vírgenes o las de Holanda en Sota vento, que se mantuvieron — y se mantienen —

en un estado de tranquilidad. Pero debemos observar que la isla más importante de la s primeras y la más importante de las
segundas — Santomas y Curazao, respectivamente — fueron abiertas al comercio como pu ertos libres casi desde el momento en que
los imperios se establecieron en ellas; y esa condición de puertos libres les confirió categoría de territorios neutrales, respetados por
todos los contendientes. En el caso de Santomas, vendida junto con el grupo de las Vírgenes a Estados Unidos en 1917, siguió siendo
puerto libre bajo Norteamérica, y todavía lo es. De todos modos, conviene recordar q ue en Curazao hubo por lo menos dos
rebeliones de esclavos, una en 1750 y otra en 1795, y algo parecido sucedió en Santomas, si bien no fueron realmente serias. Por lo
que respecta a las otras islas Vírgenes y a las de Sotavento, son tan pequeñas y su población fue tan escasa en los días álgidos de las
luchas imperiales, que mal podían darse disturbios en ellas. Otro tanto sucede con varias islas mínimas de Holanda, Francia e
Inglaterra en el área de Barlovento.

Digamos, porque es importante tenerlo en cuenta, que el lanzamiento de una fuerza militar sobre un país, grande o pequeño, es
siempre la expresión armada de una crisis. Puede ser que a su vez esa crisis genere otras, pero no estamos en el caso de estudiar la
cadena o las cadenas de acontecimientos desatados en el Caribe por esta o aquella ag resión militar. El que se propusiera hacer la
historia de una frontera imperial tan vasta y tan compleja como es el Caribe con el plan de relatar uno por uno todos los episodios de
tipo económico, social, político y de otra índole que han estado envueltos en esa historia de tantos siglos, necesitaría dedicar su vida
entera a esa tarea. Para la ambición del autor es bastante —y puede que sea demasiad o para su capacidad— ceñirse a exponer los
momentos críticos, es decir, aquellos en que se lanzó un ataque militar o se realizó la conquista de un territorio de la región o

aquellos en que se obtuvo un resultado parecido con otros medios que los militares.

El solo relato de esos momentos culminantes del debate armado de los imperios en las tierras del Caribe puede parecer a menudo la
invención de un novelista. En verdad, causa sorpresa recorrer la historia del Caribe en conjunto —no un episodio ahora y otro
mañana, uno en este país y otro en aquel—, organizada sobre un esquema lógico. Esa historia sorprende porque ni aun nosotros
mismos, los hombres y las mujeres del Caribe, acertamos a percibirla en toda su dramática intensidad debido a que la estudiamos en
porciones separadas. Es como si en medio de una epidemia que ha estado asolando la ciudad, cada uno alcanzar a darse cuenta
nada más de los enfermos y los muertos que ha habido en su familia.

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La aparición de propósitos, voluntad y planes imperiales en países de Europa fue un hecho que obedeció a un conjunto de causas.
Pero a un solo conjunto. Que ese único fenómeno producido por ese único conjunto de causas se manifestara por diversas vías no

implica que tuviera varios orígenes. Hubo imperio inglés, imperio holandés, imperio francés, porque Europa —es decir, Occidente—
estaba dividida en varias naciones y cada una de ellas quiso ejercer en su exclusivo provecho las facultades que le proporcionaba el
fenómeno histórico llamado imperialismo. Pero como el origen de ese fenómeno era uno solo, sus resultados en el Caribe obedecían
a una misma y sola fuerza histórica. El Caribe fue conquistado y convertido en un escenario de debates armados de los imperios —y
por tanto, en frontera imperial— debido a que la historia de Europa produjo de su seno el imperialismo, y el imperialismo era una
corriente histórica, no muchas.

En buena lógica, pues, no debe verse a ningún país del Caribe aislado de los demás. Todos surgieron a la vida histórica occidental
debido a una misma y sola causa, y todos han sido arrastrados a lo largo de los siglos por una misma y sola fuerza, 1 aunque en
ciertas tierras esa fuerza hablara inglés y en otras francés y en otras español. Al verlos en conjunto, la verdadera "'dimensión del
drama histórico del Caribe se nos presenta con una estatura agobiante; y al conocer su drama mediante una exposición organizada
según las líneas profundas que lo produjeron —esto es, las líneas de las luchas imperiales— se comprende con meridiana claridad
por qué en el Caribe se ha derramado tanta sangre y se han aniquilado pueblos, esfuerzos y esperanzas.

Al entrar en el ámbito de Occidente, el Caribe pasó a sufrir los resultados de las l uchas europeas, y a su vez esas luchas eran batallas
inter-imperiales. Si esas luchas, reflejadas en el Caribe, "tuvieron en la región del Caribe consecuencias diferentes a las que tuvieron
en Europa, ello se debió a las condiciones especiales de sus tierras, que eran aprop iadas para la producción de artículos que no
podían obtenerse en Europa; y también se debió al hecho de que, en este o en aquel m omento, tal o cual imperio no podía defender

al mismo tiempo su territorio metropolitano y su territorio colonial. Pero al cabo, ésos fueron detalles de poca importancia en una
batalla de gigantes provocada por la aparición del imperialismo. El apetito imperial apareció y actuó en Europa y rebotó en el
Caribe, y los efectos de su acción en el Caribe impidieron la formación natural y sa na de sociedades que pudieran defenderse, a su
turno, de los efectos de nuevas luchas. De todas maneras, el hecho es que todos los países del Caribe son hijos de un mismo
acontecimiento histórico, y hay que verlos unidos en su origen y en su destino.

Curiosamente, el país que llevó Occidente al Caribe —o que introdujo el Caribe en Oc cidente— no era un imperio en el sentido cabal
del término, puesto que no lo era ni económica ni socialmente. España descubrió el Caribe y conquistó algunas de sus tierras, pero
no pudo conquistarlas todas porque sus fuerzas no le alcanzaban para tanto, y no pud o defender toda la región porque España no
era un imperio ni siquiera en el orden militar.

Muchas de las acusaciones que se le han hecho a España debido al comportamiento de los españoles en América se han basado en
una incomprensión casi total de la situación de España en esos años, y muchos de los elogios que se han hecho acerca de la conducta
del Estado español —o para hablar con más propiedad, de la Corona de Castilla— en relación con los hechos de la Conquista, se han
debido también a la misma falta de comprensión. Para aclarar lo que acabamos de decir hay que establecer ciertos puntos de
partida.

En primer lugar, España, tal como la conocemos ahora —que es tal como se conocía desde mediados del siglo XVI— no era un reino
en 1492; era la suma de dos reinos: el de Castilla, cuya soberana era Isabel la Católica, y el de Aragón, cuyo rey era Fernando V. Los
dos reinos estaban unidos en la medida en que lo estaban sus reyes, pero cada uno tenía sus leyes propias, su organización social, sus
fondos públicos, sus cuerpos representativos. Isabel gobernaba en Castilla, no en Aragón; y Fernando gobernaba en Aragón, no en
Castilla. Aragón y Castilla vendrían a tener un rey común, pero no a ser un Estado u nitario, sólo cuando las dos coronas se unieran,
lo que vino a ocurrir, en verdad, bajo Carlos I de España y V de Alemania; y pasaría a ser un Estado unitario dos siglos después, bajo
Felipe V, el primero de los reyes Borbones de España.

Ahora bien, de los dos reinos que había en España en los días del Descubrimiento, el que tenía poder sobre América – y el Caribe—

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era Castilla. Fue Castilla quien descubrió, conquistó y organizó el Nuevo Mundo; y ese Nuevo Mundo fue organizado a imagen y
semejanza de su conquistador y organizador. A tal punto fue Castilla la que llevó a cabo esa tarea y la que tenía poderes sobre el

Nuevo Mundo, que en los primeros treinta años que siguieron al Descubrimiento sólo los castellanos podían ir a América; los
aragoneses —entre los que se hallaban los catalanes, los valencianos, los murcianos y los vasallos de Fernando V en otras regiones
europeas, como Nápoles y las dos Sicilias— podían pasar a América si obtenían dispensas reales, es decir, si se les concedía un
privilegio para pasar al Nuevo Mundo; pues en lo que tocaba a América, un súbdito del reino de Aragón era igual a un extranjero.

Pues bien, de esos dos reinos que había en España al final del siglo XV, Castilla era el más retrasado en el orden de la evolución
social; yeso tiene-que ser explicado brevemente.

La sociedad europea, de la que Castilla y Aragón eran parte cuando se produjo el Descubrimiento, había perdido sus formas
económicas y sociales al quedar liquidado el Imperio de Roma, y se reorganizó lenta y trabajosamente dentro de las formas de lo que
hoy llamamos, tal vez de una manera burda, el sistema feudal. De este sistema iba a surgir un nuevo tipo de sociedad, cuyos centros
de autoridad económica y social serían las burguesías locales. Pero sucedió que Castilla y Aragón —pero mucho más Castilla que
Aragón— atravesaron los siglos feudales en guerra contra el árabe, lo que dio lugar a un estado casi perpetuo de tensión militar
constante, y con ello se aumentó y se prolongó la importancia del noble que llevaba sus hombres a la guerra, y eso obligó a los reyes
castellanos y aragoneses —pero más a los primeros que a los segundos— a conceder a sus nobles guerreros privilegios que iban
perdiendo los nobles de otros países europeos.

Desde los tiempos de Alfonso X el Sabio (nacido en 1221 y muerto en 1284), la nobleza guerrera y latifundista castellana comenzó a

obtener favores reales en perjuicio de los productores y los comerciantes de la lana , que fue durante toda la Baja Edad Media
española el producto más importante del comercio de Castilla. Al finalizar el siglo XV, precisamente cuando se hacía el
descubrimiento de América, los Reyes Católicos se veían en el caso de reconocer esos privilegios que tenían más de dos siglos, porque
toda la organización social de Castilla descansaba en ellos. La nobleza guerrera y latifundista castellana llegó al final del siglo XV
convertida en el poder superior de la Mesta, que era la organización tradicional de los dueños del ganado lanar del país; y al tener en
sus manos el control de la Mesta, esa nobleza monopolizaba en sus orígenes la producción de la lana, con lo cual impidió que se
desarrollara la burguesía lanera, que había sido el núcleo más fuerte de la burguesía castellana. La burguesía lanera había luchado
contra esa situación de sometimiento, pero había sido vencida, y cuando comprendió q ue no podía enfrentarse a la nobleza trató de
convertirse a su vez en nobleza, ejemplo que siguieron otros grupos de burguesía más débiles que ella. Fue de esos núcleos de ex
burgueses de donde salió la llamada nobleza de segunda o pequeña nobleza de España.

Mientras los latifundios de los nobles guerreros quedaban vinculados al hijo mayor m ediante la institución del mayorazgo —lo que
evitaba la partición de las grandes propiedades y aseguraba la permanencia de la nob leza al frente de ellas—, los restantes hijos de
los nobles —los llamados segundones— tomaban otros canales de ascenso hacia la preeminencia social: el sacerdocio, la carrera de
las armas, las funciones públicas. Pero sucedía que los que no eran nobles y aspirab an a entrar en su círculo tomaban también esos
canales de ascenso. Fue ésa la razón de que Castilla produjera nobles, cardenales, obispos, canónigos, guerreros, funcionarios, pero
muy pocos burgueses. Y resultaba que sin tener una burguesía que supiera cómo organizar la producción y la distribución de bienes

de consumo, que tuviera capitales de inversión y supiera cómo invertirlos de una manera más provechosa, era imposible que un país
se convirtiera en un imperio, precisamente al finalizar el siglo XV y comenzar el XVI, es decir, cuando ya el sistema feudal había
quedado disuelto en Occidente.

Debido al papel dominante que iba a tener Castilla en España, su situación de retraso económico y social se extendería a gran parte
de Aragón, si bien Cataluña y Valencia conservaron núcleos de burguesía urbana, aunq ue no tan desarrollados como en otros
lugares de Europa. Eso es lo que explica que España apenas tuvo un Renacimiento, pues el Renacimiento fue la flor y el perfume de
la burguesía italiana, y tal vez más específicamente de la burguesía de Florencia. T odo el esfuerzo que se ha hecho, y el que pueda
hacerse en el porvenir, por presentar el descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo como el producto de un Renacimiento

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español, carecen de base histórica. Colón es un hombre del Renacimiento italiano, pero la participación de España en el
Descubrimiento no tiene nada que ver con el Renacimiento; no se debió a la ciencia c osmográfica española, ni a la organización

marítima de Castilla, ni a la superioridad de sus navegantes; no se debió a la riqueza del reino de Isabel y ni siquiera a la de los
reinos unidos de Castilla y Aragón. La causa es de otro orden.

Cristóbal Colón llegó a España a pedir que se le ayudara a buscar un camino corto y directo hacia la India —no a descubrir un
mundo nuevo, cuya existencia no sospechaban ni él ni nadie— debido a que España era el país líder de Europa; y España era ese país
líder porque Europa era un continente católico, y durante ocho siglos, en ese continente católico, España había sostenido la guerra
contra el infiel, que era el árabe. Fue, pues, la misma causa que impidió el desarrollo de la sociedad española —y, sobre todo,
castellana— lo que le dio la preeminencia europea, más destacada precisamente en los días en que Colón llegó a hablar con la reina
Isabel; esto es, en los días en que los nobles guerreros y latifundistas de Castilla peleaban frente a los muros de Granada, última
plaza fuerte del infiel en Europa.

En camino hacia la India, Colón tropezó con América, y eso no estaba ni en los planes del Descubridor ni en los de Isabel y
Fernando. Un puro azar había puesto sobre España una responsabilidad de dimensiones hasta entonces desconocidas en la Historia.
Dado el paso del Descubrimiento, absolutamente inesperado, España —y en España Castilla— tuvo que dar el paso siguiente, que
fue el de la Conquista. Y para eso no estaba preparado el país conquistador. No esta ba preparado porque no era una sociedad
burguesa, y sólo una sociedad burguesa hubiera podido explotar el imperio que había caído en manos de España; y no lo estaba
porque, sin haber producido una burguesía, España —y especialmente Castilla— estaba viviendo una dualidad entre pueblo y
Estado, o lo que es lo mismo, entre los castellanos y su Reina, y también entre Arag ón y Castilla.

Para el hombre del pueblo de Castilla, que fue a la conquista de América, ya no regían los hábitos sociales del sistema feudal. Ese
hombre quería enriquecerse rápidamente, y no era ni artesano ni burgués; no sabía enriquecerse mediante el trabajo metódico. Su
conducta desordenada en tierras americanas era, pues, producto de su actitud de hijo de un intermedio entre dos épocas. Pero
Isabel, que no era la Reina de un estado burgués, y con ella muchos sacerdotes como Las Casas y Montesinos, tenía los principios
morales de una católica sincera, y condenaba lo que sus súbditos hacían en las regiones que se iban descubriendo. Fernando, en
cambio, católico y rey de un Estado en el que ya había burguesía, no podía compartir los escrúpulos de Isabel, aunque los respetara,
sobre todo mientras la Reina vivió.

España, pues, descubrió y conquistó un imperio antes de que tuviera la capacidad física y la actitud mental que hacían falta para ser
un país imperialista; y esa contradicción histórica se acentuó con la expulsión de los judíos, ocurrida precisamente en los días del
descubrimiento de América, y las posibilidades de desarrollarse más tarde a través d el paso gradual y lógico de país artesanal a país
industrial se perdieron con las sucesivas expulsiones de los moriscos. Así, en los esquemas socio-económicos de España se presentó
un vacío que nadie podía llenar. Puesto que no había burgueses que aportaran capitales y técnicas para administrar el imperio, el
Estado debió hacerlo todo, lo que explica que Fernando tuviera que ocuparse hasta de dar Cédulas Reales para que se enviaran
ovejas, caballos y vacas a América. En ese contexto se explica el mercantilismo como una necesidad impuesta por las circunstancias
históricas. La riqueza metálica y comercial tenía que ser controlada por el Estado a fin de llenar el vacío que había entre la

composición socio-económica de España y su organización imperial; y el monopolio del comercio con América es sólo un resultado
natural y lógico de ese estado de cosas.

Los historiadores y sociólogos latinoamericanos que culpan a España por esas medidas, no alcanzan a darse cuenta de que España
se hallaba cogida en una trampa histórica y no podía hacer nada diferente, y los esc ritores españoles que se empeñan en probar que
América le debe tanto más cuanto a España, y para demostrarlo presentan un catálogo de las medidas favorables a América que
tomaron los Reyes Católicos, no alcanzan a comprender que los Reyes actuaban así porque no había diferencias entre un territorio
americano y un territorio español. Para esos Reyes y sus hombres de gobierno, América era igual a Castilla o Aragón, no un imperio
colonial destinado a enriquecer una burguesía española que no existía. Sólo podemos ser justos con los reyes de esos días si nos

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situamos en su época y dejamos de ver sus actos con los prejuicios de hoy.

Si el Estado español representó en el Caribe una conducta moral frente a los desmanes de sus súbditos peninsulares, se debió a que
actuó adelantándose a su propio tiempo histórico. Al terminar el siglo XV y comenzar el XVI, el Estado español seguía rigiéndose por
los principios religiosos que habían gobernado la Ciudad de Dios en el Medioevo de Europa, y ni los reyes ni sus consejeros hubieran
concebido que esos territorios de Ultramar podían ser dados a compañías de mercaderes para que los usaran con fines privados,
cosa que harían un siglo y un tercio después Inglaterra, Holanda y Francia. Fue Carlos V, el nieto de los Reyes Católicos, el primer
soberano español que capituló con una firma de banqueros alemanes la conquista de una porción del Caribe; y Carlos V había
nacido y crecido en Flandes, país donde la burguesía estaba muy desarrollada, punto que hay que tener en cuenta a la hora de hacer
juicios sobre las relaciones de España y sus territorios de Ultramar.

En el primer siglo que siguió al Descubrimiento los dominios españoles en el Caribe fueron molestados por Holanda, por Inglaterra,
por Francia. Pero ninguno de estos dominios le fue arrebatado a España. Las flotas españolas eran asaltadas por los corsarios
holandeses, ingleses y franceses, y muchas fundaciones fueron atacadas y algunas destruidas. Sin embargo, los corsarios y los
piratas no ocuparon tierras. ¿Por qué? Pues porque ni Holanda, ni Inglaterra, ni Fra ncia eran todavía imperios en propiedad. Lo
que le sucedía a España en el 1530 les sucedía también a esas naciones, que no disponían de capitales para invertir en el Caribe ni de
ejércitos para desafiar el poder español. Ahora bien, esos países estaban desarrolla ndo ya fuerzas sociales que España no había
podido desarrollar —debido a su prolongada guerra contra los árabes, como hemos dicho antes— y eso les permitía estar, a su hora,
en condiciones de actuar como imperios antes que España.

Si España hubiera dispuesto de un mercado interno capaz de consumir los productos del Caribe, o si hubiera tenido relaciones
comerciales con Europa para vender esos productos en otros países, España habría desarrollado en el Caribe una burguesía
francamente industrial —con las limitaciones de la época, desde luego— a base de la industria del azúcar, por ejemplo, puesto que el
azúcar comenzó a fabricarse en La Española en los primeros años del siglo XVI. Pero España no tenía ese mercado. España se había
adelantado políticamente a Europa y sin embargo iba detrás de ésta en desarrollo de su organización social. Los guerreros de
Castilla habían tomado el lugar de los burgueses que no se habían formado, y sucedía que los guerreros podían guerrear, pero no
podían comerciar; estaban hechos a la medida de las batallas, no a la medida de las negociaciones en el mercado.

Al llegar el 1600, y a pesar de que para esa fecha había sacado de América riquezas metálicas abundantes —sobre todo de Méjico y
del Perú-—, España tenía en América la organización política y administrativa de un imperio, pero no era un imperio. En cambio, a
esa fecha los países que aspiraban a suplantar a España en el Caribe tenían las cond iciones internas indispensables para ser
imperios y les faltaban las condiciones externas, esto es, el territorio imperial. Así, para el 1600 España dominaba la base exterior de
un imperio pero carecía de la base interior, mientras que Holanda, Inglaterra y Francia disponían de la base interior y carecían de la
exterior.

Ahora bien, la base exterior del imperio español es un concepto que no podía aplicarse al Caribe en su totalidad. Por ejemplo, fue en
1523 cuando se fundó en Venezuela el primer establecimiento de población, y fue en 1528 cuando el Trono capituló por primera vez

para una colonización de Venezuela. La capital de esa gobernación —la ciudad de Tocu yo— vino a ser establecida en 1546. En 1562
se estimaba que en Venezuela había sólo 160 vecinos, esto es, familias españolas; en 1607 llegaban a 740.

Las costas de Puerto Rico podían verse desde la costa de La Española y la conquista y la colonización de La Española había
comenzado a fines de 1493; sin embargo, la primera expedición sobre Puerto Rico se inició, y sólo con 50 hombres, en 1508, esto es,
quince años después de haberse comenzado la conquista de La Española. Fue en 1511 cuando Diego Velázquez, colonizador de Cuba,
llegó a la isla mayor del Caribe, que estaba a un paso de La Española. En 1540, la población de La Habana era de 40 vecinos casados
y por casar; indios naborías naturales de la isla, 120; esclavos indios y negros, 200; un clérigo y un sacristán. Fue en 1584 cuando se
fundó en Trinidad la primera población española, San José de Oruña, y Trinidad era u na isla importante, la quinta en extensión de

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las Antillas, y estaba en el paso natural para las salidas del Orinoco y la costa venezolana del Caribe. Las pequeñas islas de
Barlovento no fueron ni siquiera tocadas por España.

Si no tomamos nota de esa situación de debilidad militar y económica de España en el Caribe durante todo el siglo XVI, no será fácil
comprender por qué los holandeses, los franceses y los ingleses pudieron penetrar la región y establecer allí su frontera imperial.

Tenemos, pues, que en el Caribe se dieron estas condiciones: su pobreza en oro o en otros metales, mucho más si se compara con la
riqueza de Méjico y del Perú en esos renglones, le impedía proporcionarle a España el tipo de riqueza que ella necesitaba, si se
exceptúan, hasta cierto punto, los criaderos de perlas de Cubagua, Margarita y los situados frente al istmo de Panamá; poblado en
varios de sus territorios por indios caribes, que lucharon durante tres siglos defendiendo sus tierras, el Caribe no se ofrecía como una
región fácil de conquistar; por último, el Caribe había sido descubierto y conquista do por un país que tenía capacidad política y
cierto grado de capacidad militar, pero no tenía la capacidad económica ni la capacidad social que hacían falta para desarrollarla
zona como empresa colonial. Agréguese a esto que en el momento en que España debía a plicar su mayor capacidad colonizadora en
el Caribe, se descubrieron Méjico y el Perú, tierras fabulosamente ricas en metales, y España, necesitada de esos metales para suplir
con ellos su falta de capital y para adquirir productos de consumo, se vio en el caso de concentrar toda su atención en esos países
nuevos. Así, pues, el vacío de poder que mantenía España en el Caribe se acentuó de manera dramática.

Al mismo tiempo sucedía que durante el siglo XVI otros países de Europa, como Francia, Holanda e Inglaterra, acumulaban
capitales, desenvolvían su organización social, fortalecían sus poderes centrales y creaban fuerzas militares, y se desarrollaban en su
seno mercados consumidores de productos tropicales. Podemos advertir, pues, que mientras en el Caribe se formaba un vacío de

poder, en Europa se creaban las fuerzas que podían llenar ese vacío. Cuando la potencia que dominaba en el Caribe —España—
chocó en Europa con las que podían llenar el vacío, esas potencias acudieron al Caribe. Las fronteras españolas no estaban, en el
doble sentido militar y económico, en la península de Iberia; estaban en el Caribe, y además, allí estaba el punto más débil de esa
frontera. Allí era donde los nacientes imperios, que aspiraban a sustituir a España, podían obtener lo que necesitaban, tierras
tropicales que se podían poner a producir con trabajo esclavo; allá era donde estaba n los lugares más vulnerables en la muralla
militar de España; y además esos territorios del Caribe podían servir de bases para cualesquiera planes ulteriores contra el imperio
español de tierra firme.

Podemos decir con toda propiedad que fue en el siglo XVIII, pasado el 1700, cuando España comenzó a ser imperio en el Caribe,
pero no ya en la totalidad del Caribe, sino en lo que le había quedado allí después de las desgarraduras hechas en sus posesiones por
sus enemigos europeos. Cien años antes de eso, del 1601 en adelante, era tanta la debilidad de España en el Caribe, que al comenzar
el siglo abandonó casi la mitad occidental de La Española porque no podía enfrentarse con los fabricantes holandeses y franceses
que operaban en la isla. A mitad del siglo estuvo a punto de perder la porción más rica de esa isla, el valle del Cibao, cuando en 1659
una columna de piratas tomó la ciudad de Santiago de los Caballeros. Al firmar la pa z de Nimega en el año 1679, España no hizo
reclamaciones contra la existencia de un establecimiento francés en la isla, y poco más de un siglo después le cedía a Francia la parte
ocupada por ella.

En 1653 hacía treinta años que no iba a Trinidad un barco español autorizado para ll evar mercancías o para sacar frutos de la isla;
en 1671 el gobernador de Trinidad comunicaba al Consejo de Indias que para defender la colonia, en caso de ser atacada por algún
enemigo, sólo disponía de 80 indios españolizados y de 80 vecinos españoles; y debemos suponer que entre esos españoles una parte
importante era nacida en la isla, puesto que hacía treinta años que no iba un buque español. En 1655 Jamaica estaba tan
desguarnecida y tan escasamente poblada de españoles o criollos, que cayó con relativa facilidad en manos de los soldados ingleses
que unos días antes habían sido derrotados en Santo Domingo.

Hay que tener en cuenta que esos hechos sucedían en el siglo XVII, es decir, en algunos casos a más de ciento cincuenta y en otros a
doscientos años después de haber comenzado la conquista española. En esos tantos años no había habido en la región aumento

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apreciable de la población nacida en España, si no de la nacida en el Caribe. El mestizaje había comenzado muy temprano. En 1531
había en Puerto Rico 57 españoles casados con blancas y 14 con indias, y es de suponer que el número de matrimonios mixtos debía

ser mayor en La Española. Los hijos mestizos eran ya criollos, como lo serían también los hijos de español y española nacidos en las
Indias. Doscientos treinta y cuatro años después había en Puerto Rico 39.849 hombres y mujeres libres, entre blancos, pardos y
negros, de los cuales hay que suponer que por lo menos la mitad de los blancos, una porción importante de los negros y la totalidad
de los pardos habían nacido en la isla. Pero debemos observar que Puerto Rico fue convertido desde temprano en un bastión militar
español, por lo cual se enviaban soldados de la península, lo que no sucedía en otros puntos del Caribe.

La afluencia de españoles peninsulares al Caribe era muy escasa en el siglo XVI. En una época tan avanzada como el siglo XVIII,
cuando ya gobernaban en España los Borbones y se había adoptado una política para conservar lo que había quedado del imperio,
llegaron a La Española 483 familias canarias en cuarenta y cuatro años, esto es, entre el 1720 y el 1764. La proporción anual, como
puede verse, era de once familias, y no hay que olvidar que para entonces España era efectivamente un imperio en el Caribe.

Esto quiere decir que entre 1493, cuando comenzó la conquista del Caribe, y los primeros años del 600, cuando empezó la conquista
de las islas caribes por parte de los ingleses, holandeses y franceses, hubo más de un siglo de posesión efectiva o legal por parte de los
españoles, y en todo ese tiempo la población del Caribe creció con muy poco aporte p eninsular. De esa población, una parte se
rebelaba contra España porque no se consideraba española o porque consideraba que los españoles eran enemigos. Los rebeldes
eran siempre indios o negros esclavos y a veces mezclas de indios y negros. Pero otra parte se sentía española y defendía el poder
español cuando éste era atacado por filibusteros o corsarios; y esa parte fue decisiva en los combates que se libraron más tarde
contra ejércitos invasores extranjeros, por ejemplo, contra los ingleses en Santo Domingo y contra los ingleses y holandeses en Puerto

Rico.

Estamos, pues, en el caso de decir que cuando España fue realmente imperio en el Caribe, fue un imperio sostenido por los hijos de
aquellas tierras, no por tropas españolas, y entre esos hijos del Caribe los había q ue no eran blancos. Al conocerse en Santo Domingo
que España había cedido a Francia la parte española de la isla —lo que hizo mediante el Tratado de Basilea, el 22 de julio de 1795—
una negra nacida en el país murió de la impresión al grito de "¡Mi patria, mi querid a patria!". No puede haber duda de que al decir
"mi patria" aludía a España.

Al estallar la "guerra de la oreja de Jenkins"*, declarada a España por Inglaterra el 19 de octubre de 1739, los buques de corso
armados en el Caribe y comandados y tripulados por criollos hicieron daños cuantiosos a los ingleses. Esos corsarios criollos habían
estado operando desde mucho antes y siguieron operando largos años después. En esos años se destacaron capitanes corsarios del
Caribe, como el llamado Lorencín, de Santo Domingo, y el mulato puertorriqueño Miguel Henríquez, de ofició zapatero, que llegó a
ser condecorado por Felipe V con la medalla de la Real Efigie y armó a sus expensas una expedición para desalojar a los daneses de
las islas Vírgenes.

* En Inglaterra se llamó a la de 1739 "guerra de la oreja de Jenkins" porque un marinero inglés de este nombre fue llamado a
declarar ante un comité de la Cámara de los Comunes acerca de la circunstancia en qu e, años antes, unos españoles le habían

arrancado una oreja.

Eso de que las bases humanas del imperio español en el Caribe estaban fundadas en un sentimiento natural de los nacidos en el
Caribe llegó tan lejos que en 1808 los dominicanos hicieron la guerra a las tropas f rancesas que ocupaban la antigua parte española
de la isla, pero no para declararse independientes, sino para volver a ser colonos españoles. Con la excepción de Venezuela y

Colombia, donde había habido conspiraciones contra España, en todos los territorios españoles de la región del Caribe los pueblos
daban sustento al imperio.

Pero no queríamos llegar tan lejos en el tiempo. Para lo que vamos diciendo debemos volver a los años de los 600. En ese siglo XVII
todavía España no tenía, por lo menos en el Caribe, las estructuras internas de un imperio. A no ser porque los criollos de diversas

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razas y colores los defendieron, muchos territorios españoles del Caribe habrían caído en manos inglesas, como cayó Jamaica y
como más tarde cayó Belice y como estuvo a punto de caer la costa oriental de Nicara gua, donde los ingleses fueron dominantes

hasta fines del siglo pasado.

En las luchas de los imperios en el Caribe participaron los criollos, y esto sucedió no sólo en las tierras españolas sino también en las
de ingleses y franceses. Pero la mayor decisión estuvo de parte de los criollos espa ñoles, aunque no fueran blancos. Los defensores
más tenaces del gobierno español en Jamaica fueron algunos criollos y los negros esclavos de criollos y españoles. Esos negros se
mantuvieron peleando en las montañas muchos años después que el último español había abandonado las costas de Jamaica.

En sus luchas contra el español, los indios de las islas fueron al fin vencidos y luego desaparecieron, totalmente exterminados, por lo
menos como raza y cultura. Igual les sucedió a los caribes de Barlovento en su batalla de casi dos siglos con ingleses y franceses. Pero
los negros africanos llevados como esclavos, y muchos de sus hijos y nietos, no se resignaron a su suerte y se convirtieron en el
explosivo histórico del Caribe. Al cabo del tiempo, sobre todo en las islas donde vivieron forzados por el látigo, acabaron siendo o
una parte importante o la mayoría de la población; de manera que al andar de los sig los a ellos les ha tocado o les tocará ser los amos
de las tierras adonde fueron conducidos por la violencia. A ellos tiene que dedicarse un capítulo especial de la historia del Caribe, y
en este libro habrá muchas páginas destinadas a sus rebeliones, algunas de las cuales —como la de Haití— son unas verdaderas
epopeyas. También, desde luego, habrá capítulos dedicados a las rebeliones indias, p uesto que ellos combatieron hasta la muerte
contra los imperios.

Este libro está destinado a ser sólo un recuento de las agresiones imperiales que se han producido en el Caribe, fueran hechas por

grupos aislados —como piratas, filibusteros, corsarios— o por ejércitos imperiales; será además un recuento de las luchas de indios y
negros provocadas por la opresión y la explotación de los imperios; será un recuento de las agresiones hechas por los imperios a los
pueblos independientes.

Para poder hacer evidentes todos los episodios de esas luchas —que son en fin de cuenta las innumerables crisis de las políticas
imperiales en el Caribe— se requiere un orden, no meramente cronológico, sino imperial, es decir, un orden que se ciña al que siguió
cada uno de los imperios en sus actividades por las tierras del Caribe.
En el caso de los corsarios, piratas y filibusteros, eso no es fácil, dado que a menudo sus ataques no eran descritos en documentos
oficiales y ni siquiera en relatos privados.

El primero de los imperios que entró en el Caribe fue España, así se tratara de u n imperio a medias; el último fueron los Estados
Unidos.

El Caribe comenzó a ser frontera imperial cuando llegó a las costas de La Española la primera expedición conquistadora, que
correspondió al segundo viaje de Colón. Eso sucedió el 27 de noviembre de 1493. El Caribe seguía siendo frontera imperial cuando
llegó a las costas de la antigua Española la última expedición militar extranjera, la norteamericana, que desembarcó en Santo
Domingo el 28 de abril de 1965.

Como puede verse, de una fecha a la otra hay cuatrocientos setenta y cuatro años, ca si cinco siglos. Demasiado tiempo bajo el signo
trágico que les imponen los poderosos a las fronteras imperiales.

[ Arriba ]

Capítulo II

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EL ESCENARIO DE LA FRONTERA
Entre la península de la Florida y las bocas del Orinoco hay una cadena de islas que parecen formar las bases de un puente
gigantesco que no llegó a ser construido. Esas islas son a la vez las fronteras septentrionales y orientales del mar del Caribe y del
golfo de Méjico, y los nudos terrestres que enlazan por la orilla del Atlántico las dos grandes porciones en que se divide el Nuevo
Mundo.

Al llegar a la isla Hispaniola, la cadena se bifurca; el extremo superior se dirige, desde la costa norte a la isla mencionada, a la costa
este de la península de Florida, mientras el extremo inferior formado por Cuba se dirige hacia el cabo Catoche, en la península de
Yucatán.

El extremo superior es el archipiélago de las Bahamas, formado por unas veinte islas pequeñas y más de dos mil islotes, cayos y
arrecifes. En los años del Descubrimiento y la Conquista ese conglomerado se llamaba las Lucayas, y fue en una de sus islas donde
tocó Cristóbal Colón el 12 de octubre de 1492. Por ahí, pues, comenzó la gran epopeya del Descubrimiento. Como sabe todo el que
tenga noticias sobre el primer viaje de Colón, el Almirante tomó posesión de la isla descubierta el 12 de octubre y pasó varios días
reconociendo las vecinas. Sin embargo, ni siquiera puede afirmarse a ciencia cierta en cuál de ellas desembarcó aquel día
memorable, y las relaciones que mantuvieron después los españoles con las Lucayas fueron pocas y discontinuas; a lo sumo las
visitaban desde Cuba y la Hispaniola para apresar indios destinados a ser vendidos como esclavos.

Por razones que no son del caso exponer ahora, las Bahamas no fueron consideradas en ningún momento como una parte del
Caribe, y no fueron, por tanto, territorio de la frontera imperial. Olvidadas por su s descubridores, comenzaron a ser colonizadas por
Inglaterra siglo y medio después de haber sido descubiertas, y nadie llegó allí a disputarles a los ingleses sus posesiones. Así, pues, ni
histórica ni cultural ni económicamente forman parte del Caribe; geográficamente, cierran la entrada nordeste del golfo de Méjico,
que a su vez es, por sus dimensiones y por razones de historia, una región peculiar de América.

Aunque Méjico no es parte del Caribe, debemos tener en cuenta que la costa oriental de la península del Yucatán da al Caribe; y así
sucede que una parte del territorio de Méjico está integrada en el Caribe hasta el p unto de que a la hora de establecer los límites del
Caribe hay que mencionar esa costa de Yucatán y el canal que separa Yucatán de la isla de Cuba.

Por el Norte y por el Este el Caribe queda separado del Atlántico por las Antillas, pero debemos aclarar que hay islas de las Antillas
situadas dentro del Caribe, entre ellas una tan importante como Jamaica. Las tierras del Caribe son, pues, las islas antillanas que

van en forma de cadena desde el canal de Yucatán hasta el golfo de Paria; la tierra continental de Venezuela, Colombia, Panamá y
Costa Rica; la de Nicaragua, Honduras, Guatemala, Belice y Yucatán, y todas las isla s, los islotes y los cayos comprendidos dentro de
esos límites.

El mar Caribe debe su nombre a una nación de indios aguerridos que desde las márgenes del Orinoco se extendieron por gran parte
de lo que hoy es el litoral de Venezuela y por el mayor número de las islas antillanas; y también, debido a que esas islas lo delimitan,
es conocido corno el mar de las Antillas. En algunos de los países de la América Central, no sabemos por qué, se le llama el Atlántico.

A su vez, las Antillas son mencionadas a veces como las islas del Caribe, y están divididas en el grupo de las Mayores y en el grupo de

las Menores. Las Menores forman tres subgrupos, el de las Vírgenes, el de Barlovento y el de Sotavento. Pero además de esos tres
subgrupos hay varias islas y muchos islotes dispersos, que o son adyacentes de una isla mayor o de un país de tierra firme, o son
territorios de alguna nación europea o de los Estados Unidos. Las Antillas Mayores son cuatro: Cuba, Jamaica, la Hispaniola y
Puerto Rico, cada una de ellas con sus islas o sus islotes adyacentes.

Las islas antillanas, casi en su totalidad, y la tierra firme continental que da al Caribe, fueron descubiertas y exploradas por I los
españoles entre los años 1492 y 1518. La mayor parte de los descubrimientos y una pa rte importante de las exploraciones a nivel de

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las costas fueron hechas por don Cristóbal Colón. En Y sus cuatro viajes de España a América, el Almirante no salió de I la zona del
Caribe. Sin embargo, con la excepción de La Española, Colón no conquistó esos territorios. Se da el caso de que estuvo en Jamaica

trece meses, de junio de 1503 a junio de 1504, I sin que hiciera el menor esfuerzo por asentar allí el poder español.

Tendremos que detallar uno por uno los puntos del Caribe, descubiertos por España, los descubiertos y no conquistados, y sólo así
podremos darnos cuenta de que la composición histórica del Caribe como frontera imperial se inicia desde los primeros días del
Descubrimiento y la Conquista. Tierras ricas, aun las más pequeñas, o tierras propic ias a ser utilizadas como bastiones militares o
como puntos comerciales, necesariamente debían atraer a potencias europeas si no estaban defendidas o pobladas. Y sucedió que la
debilidad intrínseca de España —el imperio sin capitales, sin mercados de consumo, sin técnica para i explotar un territorio
imperial— se reflejó en el abandono del Caribe, que era geográficamente la avanzada de América. Pero veamos el caso de cada isla y
de cada tierra. Si vamos a hacer una descripción somera del Caribe para explicar qué países lo forman, y si resolvemos hacer la
descripción de izquierda a derecha y de arriba abajo, esto es, partiendo del Noroeste para dirigirnos hacia el Este y de ahí hacia el
Oeste y el Norte, tenemos que comenzar por el canal de Yucatán.

Ese canal es la única vía marítima que da acceso directo del mar Caribe al golfo de Méjico. Este único paso era lo que hacía de La
Habana "la llave de toda la contratación de las Indias", como se dijo cuando se ordenó que la ciudad pasara a ser la capital de Cuba,
pues como lo explicó el padre Las Casas, "es la que más concurso de naos y gentes ca da día tiene, por venir allí a juntarse o a parar y
tomar puerto de las más partes destas Indias"; esto es, porque ahí se reunían todos los buques que llevaban mercancías de España
para la costa del golfo mejicano y para los puertos del Caribe, o los que llevaban productos del Caribe y de Méjico para España.

El canal de Yucatán tiene unas cien millas, que ya en los tiempos de exploración de Juan de Grijalva (1518) se recorrían en tres días.
Dada esa distancia, los historiadores y los arqueólogos no se explican cómo no se extendió a Cuba la cultura maya, que produjo en la
costa caribe de Yucatán ciudades tan fabulosas como Ekab, Tulum, Tancah y Xelha. Y no hay duda de que esa cultura no se extendió
a Cuba puesto que en la isla no han quedado restos que puedan identificarse con los mayas. Es probable que en los siglos en que los
mayas construyeron esas ciudades en Cuba hubiera muy poca población, y que aun esa p oblación mínima fuera, hacia el occidente
de la isla, bastante primitiva.

Colón tocó en Cuba, cerca del extremo oriental de la costa norte, en el mes de noviembre de 1492, después de haber estado más de
dos semanas en las Lucayas. El Almirante mandó a tierra a Rodrigo de Xerez y a Luis de Torres con encargo de que hicieran
exploraciones, y los dos volvieron a dar cuenta de que habían hallado a gran número de indios "con un tizón en las manos y ciertas
hierbas para tomar como sahumerios". Los europeos habían descubierto el tabaco.

Colón se detuvo en esa ocasión poco tiempo en Cuba, y a mediados de 1504 estuvo navegando frente a la costa del sur de la isla. Esta
vez dedicó casi un mes a explorar el litoral y los islotes y cayos de Juana, como él la había bautizado en su primer viaje; recorrió los
Jardines de la Reina, que conservan todavía el nombre que él les puso, y llegó hasta la isla de Pinos, a la que bautizó Evangelista.
Pero de hay no siguió, y salió de esas aguas convencido de que Cuba era una parte de aquella fabulosa Cipango que iba él buscando,
"la tierra del comienzo de las Indias y fin a quien es esas partes quisiera ir de España", según aseguró allí mismo en declaración

solemne hecha ante escribano real. Fue en 1508 cuando, gracias al bojeo hecho por Sebastián Ocampo, vino a saberse que Cuba era
una isla.

Cuba es la isla más grande de las Antillas y su tierra resultó ser una de las más ricas del mundo. Por otra parte, la posición de Cuba,
como se vio poco después, era clave para el dominio de las rutas marítimas. ¿Cómo se explica que en una época tan avanzada como
en 1508, cuando ya La Española, a pocas millas hacia el Este, estaba poblada por españoles, Cuba siguiera siendo desconocida hasta
el punto de que no se sabía si era parte de un continente o era una isla?.

La conquista de Cuba comenzó unos veinte años después de su descubrimiento, y desde los primeros tiempos el nombre de Juana,

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que le había dado Colón, y el de Fernandina, que tuvo más tarde, se mezclaban con el nombre indígena que acabó prevaleciendo. Es
casi seguro que ese nombre de Cuba no designaba la totalidad de la isla. Los indios de las Antillas mayores no formaban pueblos

unidos; a lo más eran tribus, y debemos pensar que cada tribu denominaba el territorio que ocupaba, no el de todas las tribus. El
nombre de Cuba debió ser usado por la tribu que señoreaba el lugar donde tocó Colón en noviembre de 1492.

Esto que acabamos de decir debe aplicarse a la isla que está inmediatamente después de Cuba, hacia el Este. Cuando Colón
preguntó por tierras que tuvieran oro, los indios de Cuba le señalaron hacia Oriente y le mencionaron Haití, Babeque, Bohío. El
Almirante navegó por el Norte y cruzó el canal de los Vientos en el punto en que éste se desprende del canal de las Bahamas.

El canal de los Vientos separa Cuba de esa tierra llamada por los indios cubanos ind istintamente Haití, Babeque o Bohío. Se trata de
un canal estrecho. Desde la orilla cubana pueden verse, en días claros, las costas occidentales de la Hispaniola. Ese es el nombre que
le han dado los geógrafos en el siglo XX, pero Colón la bautizó Española; después la isla se conoció como Santo Domingo debido a
que el nombre de la ciudad principal se extendió a todo el territorio, y cuando los franceses pasaron a dominar la porción del Oeste,
se popularizó en Europa el nombre de Haití o la traducción francesa del antiguo —Saint Domingue—. Más tarde, al quedar la isla
dividida en dos repúblicas—la Dominicana o de Santo Domingo al Este y la de Haití al Oeste—, se creó tal confusión, que se
consideró necesario darle un nombre que fuera al mismo tiempo diferente de República Dominicana, de Santo Domingo y de Haití;
y así vino a resucitarse el nombre que le dio Colón, pero en lengua latina, de donde resultó el de Hispaniola, que había sido usado en
algunos mapas del siglo XVIII.

Sobre la costa norte de la Hispaniola hay una pequeña isla —que es hoy adyacente de Haití— a la que Colón bautizó con el nombre

de la Tortuga. La Tortuga jugó un papel muy importante en la historia de todo el Caribe. En su diminuto perímetro lucharon a
muerte los poderíos imperiales; por ahí pasó durante medio siglo la frontera imperia l, y es aleccionador observar cómo en ese
terroncito se acumularon fuerzas tan potentes y cómo el resultado de esa acumulación iba a afectar la vida entera de toda la región.

La Española fue descubierta por el Almirante el 5 de diciembre de 1492; allí desemba rcó y allí estuvo hasta mediados de enero de
1493. Debido a que estando en La Española naufragó una de las tres carabelas del Descubrimiento —la Santa María—, usó sus
restos para construir un fuerte que llamó de la Natividad, en conmemoración del día del naufragio, y dejó en ese fuerte unos
cuarenta hombres al mando de Diego de Arana y bajo la protección de un cacique indio con el que había establecido relaciones
afectuosas.

La Española comenzó a ser conquistada y poblada al mismo tiempo a fines de noviembre de 1943, cuando el Almirante volvió a ella
en su segundo viaje. Colón volvía con diecisiete buques —catorce carabelas y tres na os de gavia—, más de mil trescientos hombres,
de los cuales mil iban con sueldos de los Reyes y los restantes eran voluntarios. Con ese viaje, pues, nacía el Imperio español, y es de
buena lógica suponer que esa isla en la que nacía el Imperio de España sería siempre española; sin embargo, como veremos luego,
poco más de un siglo después la porción occidental de La Española sería abandonada p orque España no podía defenderla contra
corsarios y contrabandistas y de tal abandono provendría la división de la isla en dos países diferentes.

Al este de la Hispaniola está el canal de la Mona, nombre que recibió de una pequeña isla situada en su centro. En esa islita estuvo
Colón cuando, en un paréntesis de su segundo viaje, anduvo explorando por Jamaica y Cuba. Cinco años después, La Mona fue
donada a su hermano Bartolomé, que no llegó a establecerse en ella. La Mona es hoy una adyacencia de Puerto Rico, y debemos
convenir que ni económica ni militarmente ,tenía importancia para España en los días del Descubrimiento, puesto que era difícil
que una potencia enemiga de España pudiera tomarla y retenerla, hallándose, como se hallaba, en medio de La Española y Puerto
Rico y a corta distancia de las dos.

Puerto Rico fue descubierta por Colón el 19 de noviembre de 1943, cuando iba hacia La Española en su segundo viaje. El Almirante
tocó en un puerto situado en el ángulo noroeste de la isla y estuvo allí hasta el día 22. Fue él quien bautizó la isla con el nombre de

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San Juan Bautista, que pasó a ser luego unas veces Bautista y otras San Juan, hasta que al fin Fernando el Católico la llamó San
Juan de Puerto Rico, con lo que vino a quedarse, al andar del tiempo, con el de Puerto Rico a secas. Los indios la llamaban

Borinquen.

Unos siete años después de haber pasado Colón por Puerto Rico estuvo en la isla Vicente Yáñez Pinzón, quien al volver a España
negoció con el rey una capitulación para colonizar allí. En 1506, sin embargo, Vicen te Yáñez Pinzón vendió sus derechos sin haber
vuelto a Puerto Rico, y la isla vino a ser explorada sólo en el 1508, cuando ya La Española era una colonia importante con quince
años de antigüedad. Y debemos decir que lo mismo que sucede con el canal de los Vientos, el de la Mona, que separa a la Hispaniola
de Puerto Rico, es estrecho; también en este caso las costas de una pueden verse desde las costas de la otra, y la existencia de La
Mona en medio del canal facilitaba enormemente el corto viaje entre las dos islas.

Como España acertó a comprenderlo en el siglo siguiente, la posición de Puerto Rico la convertía, de manera inevitable, en una
avanzadilla del Caribe en aguas del Atlántico, razón por la cual resultaba militarmente inestimable. Sin embargo, según hemos
dicho, fue quince años después de haberse comenzado la conquista de La Española, que estaba a un paso, cuando comenzó la
conquista de Puerto Rico, y durante mucho tiempo los colonos radicados en la isla no se asentaron ni en Culebras ni en Vieques, dos
pequeñas islas adyacentes. A tal extremo llegó el abandono de Vieques, que fue ocupa da varias veces por franceses e ingleses, como
veremos a lo largo de esta historia.

Tampoco llegaron los españoles a ocupar en ningún momento el grupo de las Vírgenes, que se halla inmediatamente después de
Vieques y Culebras, hacia el Este. Esas islas Vírgenes son en su mayoría pequeñas, p ero han probado ser muy importantes para los

imperios que las han poseído. La mayor de ellas es Santa Cruz, que está situada al sur de las restantes. Las demás son: Santomas,
Saint John, Tórtola, Virgen Gorda, Anegada, Jost Van Dykes y una multitud de islotes y cayos. Tórtola, Anegada, Virgen Gorda,
Cayo Francés, las dos Tatch —Grande y Pequeña—, la Norman, la Peter, Tobago y Pequeña Tobago —a las que no debemos
confundir con la isla vecina de Trinidad, que lleva también el nombre de Tobago—, la s dos Jost Van Dyke —Grande y Pequeña— y
varios islotes y cayos de las Vírgenes son ingleses; las demás son norteamericanas.

Las Vírgenes fueron descubiertas por Colón en noviembre de 1493, mientras iba hacia La Española. En la de Santa Cruz mandó
hacer un reconocimiento y supo que los caribes envenenaban las flechas con las que c ombatían, y de esa isla se llevó algunos caribes
con la esperanza de que aprendieran el español y sirvieran más tarde como intérpretes.

Algunas de esas islas Vírgenes no tienen agua dulce, excepto la que pueden almacenar en las lluvias, que a veces están años sin caer;
y a pesar de ese serio inconveniente, varias de ellas han sido importantes como parte de la frontera imperial, en ocasiones porque
han servido de trampolín para la conquista de otras, en ocasiones porque fueron convertidas en activos centros comerciales. Los
caribes conocían el valor de esas islas Vírgenes como sitios de paso para atacar a los pueblos arauaco-taínos de Puerto Rico y La
Española. Una de esas islas, la situada más al Norte —y al mismo tiempo más al Este— es la llave de entrada al ' canal de la Anegada,
que comunica el Atlántico con el Caribe. El canal lleva el nombre de la isla.

A partir del canal de la Anegada, la cadena de islas se dirige al Sur, hacia las boc as de Orinoco; al principio forma un nudo que se
cierra en Monserrate y luego toma el aspecto de un arco que va a terminar en Trinida d. El arco sólo queda roto por Barbados, que se
sale de la línea en dirección Este.

Todas estas islas, a partir de Sombrero, que es la que se encuentra en el borde sureste del canal de Anegada, hasta Trinidad, forman
el grupo de Barlovento.

Las islas de Barlovento —si no todas, casi todas— fueron descubiertas por Colón. Las que se encuentran entre San Martín y
Dominica lo fueron en su segundo viaje, es decir, en noviembre de 1493.

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La que está situada inmediatamente después de Sombrero, hacia el Sudeste, es Anguila ; al sur de Anguila, pero a una distancia muy

corta, se halla San Martín, desde donde Colón varió rumbo hacia el Oeste, con lo que fue a dar a Santa Cruz. San Martín es una
pequeña isla repartida desde hace siglos entre Francia y Holanda, y tiene al Sudeste la pequeña isla francesa de San Bartolomé, que
fue colonia de Suecia, y algo más lejos, hacia el Sur, la holandesa de Saba. Al Sudeste de Saba se encuentran la diminuta San
Eustaquio, holandesa, y la antigua San Cristóbal, llamada hoy Saint Kitts.

Esta Saint Kitts, y la muy pequeña Nevis, que le queda al lado, formaron una unidad histórica desde que empezaron a servir de base
para la conquista de posiciones en el Caribe por parte de franceses e ingleses. La importancia de Saint Kitts y Nevis en los primeros
tiempos de la frontera imperial es sólo superada por la de la Tortuga y acaso iguala da por la de Barbados.

Hacia el este de Saba está Barbuda —a la que no hay que confundir con Barbados, situ ada mucho más al Sur—, y al sur de Barbuda
y al este de Saint Kitts se halla Antigua. Al sur de Antigua y al sudeste de Nevis está Monserrate, que, como hemos dicho, cierra el
nudo formado por las islas que están al borde del canal de la Anegada. Todas las islas mencionadas en este párrafo son inglesas.

Al sudeste de Monserrat se encuentra Guadalupe. Después de Trinidad, Guadalupe es la mayor de las islas de Barlovento. Junto con
Marigalante —que le queda al Sudeste—, los islotes de los Santos y la Deseada, San Bartolomé y la mitad francesa de j San Martín,
forma un departamento francés de Ultramar. Guadalupe fue descubierta por Colón en el tantas veces mencionado viaje de
noviembre de 1493. Fue en esa isla donde Colón y los j españoles conocieron a los ca ribes, los indios que dieron nombre al mar y a
toda la región bañada por él. Además de conocer su existencia, supieron que eran caníbales porque hallaron cabezas y miembros

humanos puestos al fuego, cociéndose al agua, y hallaron también muchos huesos mondos de hacía tiempo, que sin duda habían
pertenecido a hombres sacrificados para ser comidos en banquetes rituales. Esto indicaba que Turuquerie —nombre indígena de la
isla— era una base de los caribes; que desde allí partían a sus expediciones de guer ra a otras islas y allí retornaban con sus
prisioneros y con las mujeres apresadas, a las cuales no mataban. El Almirante y sus compañeros notaron también que la isla estaba
muy poblada, que las viviendas eran mejor construidas que en Marigalante y Dominica, donde acababan de estar; que los naturales
de Guadalupe usaban telas buenas y muebles vistosos. Pero lo que les afectó fue el c anibalismo. Y sobre esa experiencia de
Guadalupe se fundamentó la teoría —aprobada más tarde por el rey Fernando— de que los caribes debían ser esclavizados porque
no tenían alma, puesto que comían carne humana. Como era de esperar, la autorización real para apresar y vender a los caribes dio
pie para que los indios que no eran caribes fueran apresados y vendidos como caribes, lo que a su turno provocó muchas
sublevaciones de indios en toda la región del Caribe.

Marigalante fue descubierta por Colón en noviembre de 1943. La pequeña isla se llama ba Ayai en la lengua de sus pobladores indios,
y Colón le dio el nombre que conserva todavía debido a que frente a ella se detuvo la nao capitana de la flota de diecisiete barcos con
que él iba hacia La Española, y esa nao capitana se llamaba Marigalante.

Inmediatamente al Sur está Dominica, llamada Caire por sus habitantes indígenas. Com o Colón llegó a esa isla un domingo (3 de
noviembre de 1493), la bautizó con el nombre del día. Hoy es parte de la Comunidad Británica.

Desde Dominica el Almirante navegó hacia el Norte. Era noviembre y noviembre es un mes de maravilla es esas islas del Caribe,
sobre todo en el litoral del Atlántico. La brisa es sostenida y fresca, y mantiene los aires finos y el cielo limpio. El Almirante y los mil
trescientos y más hombres que iban con él debían sentirse deslumbrados. Fueron naveg ando de isla en isla, dejándolas atrás sin
percatarse de que iban dejando un vacío de poder que algún día llenarían unos imperios resueltos a destruir el Imperio español.

Inmediatamente al sur de Dominica está Martinica, que habría de ser muy conocida en el mundo a través de Josefina de I
Beauharnais, la criolla que llegó a ser emperatriz de Francia, 1 nacida en esa isla; y conocida también por la violenta erupción r de su
volcán Mount-Pelée, ocurrida a principios de este siglo. Es probable que Colón estuviera en Martinica en su tercer viaje, hecho en

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1498, pero es seguro que estuvo en ella en el cuarto, con toda precisión, el 13 de junio de 1502. Martinica forma, ella sola, el otro
departamento francés de Ultramar que hay en el Caribe.

Al Sur de Martinica se encuentra Santa Lucía, isla inglesa, más pequeña que Martinic a: al sur de Santa Lucía, está San Vicente,
también inglesa; luego, siempre al Sur, las Granadillas, que son islotes, y al final de las Granadillas, Granada, todas inglesas.

Es casi seguro que Colón vio todas esas islas en 1498, en su tercer viaje, y que las bautizó, probablemente a Granada con el nombre
de la Concepción y a San Vicente con el de Asunción, y es seguro que estuvo en Santa Lucía en su cuarto viaje (1502) y que
desembarcó en ella al término de la travesía desde las Canarias. Santa Lucía tenía el nombre indígena de Mantinino.

Para terminar la delimitación del Caribe por el Sudeste, quedan Tobago y Trinidad. T obago es una isla pequeña cuyo nombre viene
de tabaco, la rica hoja descubierta por los españoles en Cuba en noviembre de 1492. Trinidad es la mayor de las Antillas de
Barlovento. Trinidad y Tobago forman ahora una república de la Mancomunidad Británic a. Probablemente Colón pasó junto a
Tobago en su tercer viaje (1498), aunque no desembarcó en ella, y estuvo en una bahía de Trinidad —nombre que él mismo le dio a
la isla— el 31 de julio de ese año. De todas esas islas de Barlovento, Trinidad fue la única colonizada por España, pero tan
tardíamente, que —como hemos dicho antes— fue en 1584 cuando se fundó el primer pueb lo español en ella, y durante más de
doscientos años vivió abandonada a su suerte, de manera que no debe extrañarnos que Trinidad cayera en manos inglesas en febrero
de 1797.

En cuanto a Barbados, situada al este de San Vicente, no hay constancia de que fuera descubierta antes de 1627. La historia de

Barbados comienza ese año, con su ocupación por un grupo de ochenta ingleses que volvían de la Guayana Británica. Desde
entonces Barbados fue considerada isla inglesa, y hoy es la República de Barbados, p arte también, como Trinidad, Tobago y
Jamaica, de la Mancomunidad Británica.

Ahora ya estamos en el borde sur del Caribe. Ese borde es tierra firme sin cesar, desde el golfo de Paria, en Venezuela, hasta que,
ascendiendo hacia el Norte, llegamos a cabo Catoche, en la península de Yucatán. Tod as esas tierras fueron descubiertas por
España; sin embargo, en ellas vamos a encontrar la zona del canal de Panamá, que es propiedad norteamericana, y encontraremos a
Belice, que es territorio inglés; frente a las costas de Venezuela hallaremos las islas holandesas de Sotavento; hacia el Oeste hay unas
cuantas islitas de los Estados Unidos; hacia el centro, las inglesas Caimán y Jamaica, y en el extremo noroeste del Caribe, la de
Cozumel, que es mejicana. Como podemos ver, en el Caribe hay muchas banderas. Es en verdad una frontera imperial, y en esa
frontera, debatida a cañonazos, cada imperio se quedó con un botín de tierras.

En la línea de la tierra firme, la primera es Venezuela, que se llamó precisamente T ierra Firme. Cuando Colón la descubrió la
bautizó Isla Santa o Tierra de Gracia. Esto sucedió el 1 de agosto de 1498, un día d espués de haber descubierto Trinidad, por donde
es fácil colegir que Colón llegó a Venezuela precisamente por el punto en que comienza —o termina— el Caribe, y precisamente,
también, por el punto en que los indios caribes comenzaron a extenderse hacia las islas.

Que llamara Isla Santa o Tierra de Gracia a lo que hoy es Oriente de Venezuela demuestra que el Almirante no llegó a darse cuenta
de que estaba en tierra continental. Anduvo por la costa unos trece días; luego vio o reconoció varias de las islas pequeñas que hoy
son adyacentes de Venezuela, entre ellas Margarita, y desde luego se dio cuenta de q ue había llegado a un país rico, de indios mejor
organizados que los de las islas, con mejores viviendas, más numerosos y con más producción agrícola.

En ese viaje, que era el tercero, Colón iba hacia la Española, y desde allí escribió al rey dándole cuenta de sus nuevos
descubrimientos y enviándole la carta de navegación y el mapa que había levantado de las islas y las costas que acababa de
descubrir. Se dice que en esa ocasión el Almirante no le participó a don Fernando el Católico que había visto en la Isla Santa o Tierra
de Gracia hermosas perlas en manos de los indios, y que eso puso al rey en sospechas contra Colón. Pero es el caso que el rey

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entendió que las nuevas tierras eran ricas y autorizó a Alonso de Ojeda para que fuera a rescatar en ellas, y se cree que por orden
suya se le dio a Ojeda el mapa que había enviado el infortunado Descubridor.

Alonso de Ojeda era un capitán aguerrido, uno de esos españoles de los días heroicos, capaz de llevarse por delante una montaña.
Había estado en La Española, ala que llegó en el viaje de 1493, y allí se había destacado en la lucha contra los indios sublevados; fue
él quien con un ardid que sólo podía ocurrírsele a un soldado muy audaz hizo preso a Caonabó, el bravío cacique de La Española, a
quien llevó esposado hasta el real español.

Vuelto a España, Ojeda entabló amistad muy estrecha con el obispo Fonseca, que presidía el Consejo de Indias; obtuvo licencia para
el viaje a Tierra de Gracia; armó cuatro bajeles y llevó como jefe de pilotos a Juan de la Cosa, el mejor de los navegantes de esos
tiempos. Otro de sus compañeros fue Américo Vespucio, que con ese viaje conocería el hemisferio que iba a llevar su nombre.

Ojeda salió del Puerto de Santa María el 20 de mayo de 1499 y fue a dar a las costas de lo que hoy es República de Guayaría, la
antigua Guayana inglesa, y de ahí fue remontando hacia el Noroeste, cruzó ante las b ocas del Orinoco, llegó a Trinidad y entró en el
Caribe por el mismo punto por donde había entrado Colón un año antes. Desde luego, eso no fue una coincidencia casual, puesto
que llevaba los mapas del Almirante.

La expedición había hecho tierra en Trinidad; luego estuvo en la costa de la penínsu la de Paria, donde había estado Colón, pasó a
isla Margarita; reconoció varios islotes y siguió navegando frente al litoral, siemp re en dirección del Poniente. De vez en cuando
hacía desembarcos y entradas para conseguir bastimentos y para negociar con los indios. Pero cuando llegó a Chichiriviche dio con

indios hostiles, que le hicieron frente y le hirieron más de veinte hombres. Buscand o donde dejar esos heridos, Ojeda llegó a una isla
que Vespucio llamó de los Gigantes. Según la tradición, los maltrechos compañeros de Ojeda curaron rápidamente gracias a que
comieron ciertas frutillas silvestres que se daban allí en abundancia. Se dice que d ebido a esa cura la isla pasó más tarde a llamarse
de la Curación, lo que en la lengua portuguesa de los judíos que se establecieron después en la isla pasó a ser el Curazao de hoy. Hay,
sin embargo, base para creer que el nombre indígena de Curazao era Curacó, de donde puede haber salido el de Curación.
Descubierta en agosto de 1499, Curazao vino a tener sus primeros pobladores españoles en 1527, y Margarita un año después, en
1528.

Ojeda retornó al continente, siempre arrumbando al Oeste, y el 24 de agosto descubrió el lago que los indios llamaban de
Coquibacoa y que nosotros conocemos por el nombre de Maracaibo, ese fabuloso depósito de petróleo que parece inagotable. En ese
lugar nació el nombre de Venezuela. Los indígenas que habitaban en el lago de Coquib acoa habían construido sus viviendas en el
agua, sobre pilares, a la manera típica de los pueblos lacustres en todos los pueblos de su nivel cultural, y Américo Vespucio vio en
ese poblado una especie de Venecia primitiva, por lo que llamó Pequeña Venecia a la concentración de casas indígenas que hallaron
los expedicionarios en el lugar. El nombre de Pequeña Venecia se españolizó en Venez uela y esta denominación fue extendiéndose
por toda la comarca y luego por el país, hasta que vino a ser el nombre de la provincia cuando la Conquista estuvo terminada.

El lago de Coquibacoa fue bautizado San Bartolomé. Ojeda no estuvo mucho tiempo en él. Siguió costeando y al llegar al cabo de La

Vela, un poco al Oeste, ya en la península de Guajira, puso proa hacia la Española con sus buques cargados de indios e indias que
había hecho prisioneros en su exploración.

Todavía andaban Ojeda, Vespucio y De la Cosa por el litoral de Venezuela cuando Pedro Alonso Niño, que conocía el lugar por haber
acompañado a Colón en su tercer viaje, obtenía una autorización para ir a rescatar a esas tierras. "Rescatar" era el verbo de la época
para la acción de comerciar. Alonso Niño se asoció en la empresa con Cristóbal Guerra, quien le acompañó en el viaje.

Siguiendo las huellas de Colón y de Ojeda, los nuevos expedicionarios fueron de sitio en sitio, costa adelante, cambiando baratijas
europeas por perlas, oro —que era siempre de baja ley— y víveres. Alonso Niño sabía que para hacer buenos negocios había que

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tratar a los indios con afecto, y así lo hacía. Sus hombres evitaban cuidadosamente los altercados con los naturales y se mantuvieron
tres meses entre Paria Chichiriviche —que está al oeste de lo que hoy es Puerto Cabello—, pero en Chichiriviche los indios de la

comarca los esperaban en son de guerra. El paso de Ojeda por allí no se olvidaba, y todo blanco era para esos indios tan odiado como
Ojeda y sus compañeros.

Alonso Niño y Cristóbal Guerra no siguieron adelante; retornaron a las costas orientales, donde tan bien les había ido, y se
mantuvieron por esa región rescatando perlas hasta mediados de febrero del último año de ese fecundo siglo XV, esto es, del 1500; y
en ese mes de febrero pusieron proa hacia España, adonde llegaron con la fama de hab er sido los únicos navegantes que habían
vuelto de las Indias con las bolsas llenas. Como era de esperar, ese viaje afortunad o tenía que producir un brote de entusiasmo en
todos los que soñaban con rescatar oro en el Nuevo Mundo.
Alentado con el éxito de su viaje anterior, Cristóbal Guerra obtuvo autorización para rescatar en el mismo sitio. En cambio, Vicente
Yáñez Pinzón, que estuvo en Paria pocos meses después de haber salido de Venezuela Cristóbal Guerra y Alonso Niño, no se detuvo a
buscar riquezas porque no estaba enterado de los resultados que habían obtenido allí los rescatadores. Yáñez Pinzón llegaba desde
el Brasil, donde había descubierto el Amazonas, que bautizó con el nombre de Marañón, y pasaba por Paria en ruta hacia La
Española. En ese viaje, como debemos recordar, el audaz navegante tocó en Borinquen.

Cristóbal Guerra aprestó su expedición y se presentó en Paria, Margarita y las costa s aledañas. Le fue fácil rescatar porque había
dejado buen recuerdo cuando estuvo con Pero Alonso Niño, de manera que obtuvo buena cantidad de perlas y de oro y también palo
de Brasil. Pero no le bastó con tanto y se dedicó a apresar indios para venderlos como esclavos. Al llegar a España en noviembre de
1501 se le mandó a prisión por haber esclavizado a esos indios y se le obligó a devolverlos a su lugar de origen a sus expensas.

La fama de la riqueza de la región excitaba a los hombres de acción en España. Las p erlas y el oro que habían llevado Pedro Alonso
Niño y Cristóbal Guerra movían a gentes de todas clases a buscar autorización para ir a la Tierra de Gracia. Mientras Vicente Yáñez
Pinzón navegaba por el Caribe en ruta hacia La Española y Cristóbal Guerra apresaba a esos indios que le llevarían a la cárcel, un
hombre importante de Sevilla, escribano real, preparaba una expedición que iba a ser histórica. Se trataba de Rodrigo de Bastidas,
que llevaría como jefe de pilotos al ya célebre Juan de la Cosa, y, además, a uno que iba a ser personaje en la historia de los
descubrimientos: Vasco Núñez de Balboa.

La expedición de Rodrigo de Bastidas se hizo a la vela en Cádiz en el mes de octubre de 1500, y estaba destinada a llegar al punto
más occidental tocado hasta entonces por los españoles; además de eso, Bastidas sacó de ese viaje beneficios cuantiosos, más que
ningún otro explorador de los que le habían precedido.

Entre Guadalupe y el litoral de Venezuela, la expedición de Bastidas llegó a una isla que fue bautizada con el nombre de Verde, y que
debe ser alguna de las que ahora se llaman de Sotavento; hizo escala en ella y siguió a poco hacia Occidente; pasó el cabo de La Vela,
último punto que había tocado Ojeda; reconoció el litoral de lo que hoy son Santa Ma rta, Barranquilla y Cartagena; estuvo en las
pequeñas islas de frente a esa costa y penetró en el golfo de Urabá para hacer despu és rumbo al Norte, con lo que costeó las orillas
del istmo de Panamá hasta el lugar que llamó Escribano, sin duda en homenaje a su profesión. Bastidas salió de las costas del istmo

de Panamá en marzo de 1501 rumbo a La Española.

A Escribano llegaría Colón el 20 de noviembre de 1502, aunque navegando en sentido contrario de Bastidas, esto es, llegando desde
Occidente. Y también —curiosa coincidencia— de ahí se devolvería. Colón, que ignorab a que el lugar había sido reconocido y
bautizado por Bastidas, le llamó Retrete; hoy se le conoce por Nombre de Dios.

Los historiadores de aquellos días, entre ellos el padre Las Casas, afirman que Rodrigo de Bastidas era bueno, que no abusaba de los
indios. Pero es el caso que al llegar a La Española llevaba indios apresados en su viaje, y por esa y por otras razones el comendador
Francisco de Bobadilla, que había tenido el penoso privilegio de hacer preso a Colón y de enviarlo a España encadenado, detuvo a

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Bastidas y le inició proceso. Así, mientras Bastidas gastaba parte de la fortuna que le produjo el viaje en diligencias judiciales y en
mantener en buen estado sus buques mientras esperaba en La Española una sentencia ab solutaria, las nuevas de los buenos rescates

que había hecho llegaban a España y soliviantaban los ánimos de los que ambicionaban ganar riquezas en las Indias.

Entre los ánimos soliviantados estaban los de dos veteranos; uno de ellos era Alonso de Ojeda, que debía maldecir la mala suerte que
tuvo en esa misma tierra donde tan buena la tuvo Bastidas; el otro era don Cristóbal Colón, que al oír detalles de la travesía de
Bastidas quedó convencido de que el paso hacia Cipango estaba por el sitio que había recorrido el sevillano".'

Antes de que Rodrigo de Bastidas pudiera salir de la Española, donde Bobadilla le ma ntenía empleitado, Alonso de Ojeda obtuvo de
su amigo el obispo Fonseca el nombramiento de gobernador de Coquibacoa, con sueldo de la mitad de cuanto se rescatara, si el
rescate pasaba de 300.000 maravadíes al año.

Tan pronto recibió el nombramiento, Ojeda se dedicó a buscar medios para organizar u na expedición, y logró hacerse de cuatro
naos, con las cuales salió de Cádiz en enero de 1502. En marzo se hallaba en Paria rescatando perlas, ropa de algodón y víveres.
Todavía a esa altura los conquistadores no se habían dado cuenta de que la isla de Cubagua, a poca distancia hacia el poniente de
Margarita, tenía en sus mares riquísimos criaderos de perlas, y se conformaban con obtener las perlas de los indios de Paria a
cambio de baratijas europeas. Ojeda iba rescatando perlas, como hemos dicho.

Pero la naturaleza violenta de Alonso de Ojeda no podía conformarse con la mera y pa cífica actividad comercial. Eso estaba bien
para hombres de ánimo tranquilo, como Pedro Alonso Niño y Rodrigo de Bastidas. Alonso de Ojeda era un capitán de guerra, y

cierto día, bajo la especie de que necesitaba víveres y los indios no se los llevaba n, organizó una emboscada en la que dio muerte a
numerosos indios, hombres y mujeres, y apresó a varios, entre ellos unas cuantas mujeres. En la acción, Ojeda perdió a un español,
que, por cierto, era escribano. Una vez satisfecho en su necesidad de combatir, el jefe español pasó a la isla de los Gigantes o de la
Curación y de ahí al golfo de la Goajira, donde fundó el pueblo de Santa Cruz, al qu e dotó de un fuerte para defenderlo contra
ataques de los indios.

Ya en Santa Cruz, el bravío Ojeda se dedicó a organizar entradas en la comarca para cazar indios y despojarlos de lo que tuviera
algún valor. Su gobernación fue tan violenta, que sus propios hombres se cansaron, p uesto que sin la ayuda de los naturales no era
posible obtener alimentos en forma continua, y ellos no eran agricultores para sustituir a los indios en la producción de víveres. Se
originaron disputas, dimes y diretes, y al fin un día los subalternos de Ojeda le hicieron preso, lo metieron a bordo de uno de los
barcos y lo llevaron a La Española.

Ojeda había salido para ese viaje infortunado en enero de 1502, según habíamos dicho. Pues bien, casi inmediatamente después, el
15 de mayo del mismo año, salía de Cádiz don Cristóbal Colón con cuatro navíos, unos ciento cincuenta hombres, su hermano
Bartolomé y su hijo Fernando, que era entonces un mozo de apenas catorce años. Era el cuarto y último viaje del Almirante de la
Mar Océana, título que nos suena hoy como un sarcasmo inexplicablemente solemne.

Colón llevaba instrucciones reales de no ir a La Española a menos que tuviera necesidad imperiosa; es decir, en términos marineros
de hoy, sólo se le permitía llegar de arribada forzosa. Pero Colón amaba esa isla con una pasión que lo arrastraba, se sentía atado a
ella, creía que era su propiedad; de manera que a pesar de la recomendación del rey se dirigió a La Española, después de haber
tocado en Santa Lucía, como hemos dicho antes, al referirnos a las islas de Barlovento.

A la altura de 1502, la capital de La Española tenía unos pocos años de fundada; estaba en la orilla oriental del río Ozama, en el
litoral del sur, y no tenía edificio alguno de consideración. Pero era la capital no sólo de la isla sino también de todas las Indias. Un
poco antes de que Colón saliera en su cuarto viaje había llegado a Santo Domingo el comendador Nicolás de Ovando, designado
gobernador de La Española y autoridad suprema en todas las tierras del Caribe. Como en los días de la salida de Ovando hacia La

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Española estaba preparándose el último viaje de Colón, el nuevo gobernador supo antes de salir que a Colón se le pediría que no
llegara a La Española. Ovando llevaba órdenes de detener y de enviar a España a los personajes de la colonia que habían provocado

y ejecutado la prisión de Almirante, de manera que la presencia de éste en Santo Domingo podía resultar inoportuna.

Precisamente en el momento en que la pequeña flota del Almirante surgió frente a la ría del Ozama, que era el puerto de la capital
de la isla, había en él numerosos buques que se preparaban para salir hacia España, y en ellos iban detenidos esos personajes
enemigos de Colón. Por eso cuando Colón envió a tierra un mensajero para pedir que se le concediera carenar uno de sus barcos, que
parecía estar atacado de broma, el gobernador Ovando le mandó decir, con finura pero con firmeza, que no podía autorizar el
desembarco del Descubridor.

Supo el Almirante que la flota que estaba en la ría iba a salir para España, y mandó otro mensaje a Ovando haciéndole saber que
había una tempestad en puertas, que si la flota salía correría peligros serios, si no era destruida, y que él mismo pedía permiso para
refugiarse en el Ozama mientras pasaba el huracán. Ovando se negó a permitir que Colón entrara en el puerto y no atendió a la
recomendación de que se retuviera la flota destinada a España. En vista de ello, el Almirante navegó un poco hacia Occidente y se
refugió en una amplia bahía que llamó Puerto Hermoso de los Españoles (conocida hoy como las Calderas) y allí pudo resistir el
huracán, que se presentó cuando ya la flota había salido de Santo Domingo. Cogida entre el furor de las aguas y los vientos, la flota
quedó destruida y a duras penas siguió a flote el buque en que iba Rodrigo de Bastidas, que retornaba a España en esa ocasión, libre
ya de la persecución de Bobadilla. Con la flota se perdieron Bobadilla, que iba preso, y Roldan, el enemigo de Colón, y el cacique
Guarionex, apresado después de haberse mantenido en rebelión algunos meses, y con ellos el oro que se le enviaba al rey.

Obligado a seguir viaje, Colón quiso dirigirse a Jamaica. El mismo había descubierto esa isla en abril de 1494, en el viaje en que
estuvo costeando por el sur de Cuba. Ya habían pasado ocho años desde que la descubrió, y Jamaica —que el Almirante había
llamado Santiago— estaba abandonada, sin que ningún, español llegara a sus costas.

Así, pues, Colón pensó llegar a Jamaica para carenar sus naves, como Dios le ayudara , pero tuvo vientos adversos, y además la
tripulación, que había visto cómo se le había negado la entrada al puerto de Santo D omingo, comenzó a dar señales de poco respeto
a la autoridad del Almirante. La flotilla había llegado ya a los cayos de Morante, p ero Colón varió de rumbo y se dirigió a Cuba. Pasó
otra vez por los Jardines de la Reina, que había conocido en abril de 1494, y en Cayo Largo, llegando ya a la isla que él mismo había
bautizado en su viaje anterior con el nombre de Evangelista (Isla de Pinos), cuarteó al Sur y el 30 de julio de ese año de 1502 llegó a
Guanaja, en lo que hoy es el golfo de Honduras.

La pequeña isla de Guanaja queda al norte de lo que después sería el conocido puerto de Trujillo, y además muy cerca. Estando en la
Guanaja, Colón vio unas cuantas embarcaciones indígenas que no eran las simples canoas de los arauacos-taínos o de los caribes, y
oyó hablar una lengua que el llamó mayano. Al recorrer en los días siguientes las islitas que estaban en las vecindades de la Guanaja
se detuvo a ver una de esas embarcaciones que habían llamado su atención y encontró que era "tan larga como una galera, de ocho
pies de anchura, con treinta y cinco remeros indios". La poco común embarcación iba cargada con espadas de pedernal, telas de
algodón, cobre, campanas, cacao, todo lo cual le causaba asombro al Almirante. Lo qu e él no sabía, y murió sin saberlo, era que se

trataba de naves aztecas, toltecas o mayas que recorrían esos lugares traficando, ca mbiando productos de los que ellos fabricaban
por los que tenían otros pueblos, y que el cacao era la moneda que usaban en el comercio con sus vecinos.

Sin duda Colón supo, o sospechó, que esos indios comerciantes, que a la vista pertenecían a una cultura superior a la que prevalecía
en las islas, llegaban a la Guanaja desde el Occidente, o tal vez desde el Norte. ¿Cómo se explica que después de haberlos conocido
prefiera seguir viaje hacia el Este en lugar hacia el sitio de donde ellos llegaban? Volviendo atrás podría conocer a ese pueblo rico y
civilizado que él había llamado mayano.

Pero sucedía que Colón estaba buscando la salida hacia la fabulosa Cipango; iba hacia el punto adonde había estado Rodrigo

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Bastidas, porque, en su opinión, por ahí estaba el paso que daría al mar de Cipango o a las fronteras de ese reino tan soñado.

En ese mes de agosto de 1502 el Almirante se hallaba en el límite extremo del poniente a que había llegado nunca un europeo. Nadie
había ido tan al Oeste como él. Se encontraba casi diez grados hacia el Oeste del sitio a que había llegado Bastidas antes de poner
rumbo hacia La Española, esto es, antes de volver atrás. Y estaba cerca de las tierras donde se había desarrollado una de las grandes
culturas del Nuevo Mundo, la de los pueblos mayas. Si hubiera resuelto seguir navega ndo hacia Occidente, esto es, mantener el
rumbo que le había llevado hasta la Guanaja, habría ido a dar necesariamente a las costas de Yucatán porque se habría visto forzado
a virar al Norte. Pero el Almirante iba en busca de Cipango, y pondría proa al Este.

Hizo esto después de haber reconocido el puerto que se llama hoy Trujillo, al que en tró el día 14; el 17 llegó al río Tinto, que nombró
Posesión porque allí tomó posesión de la tierra en nombre de Castilla. A poco de salir de ahí encontró calma chicha, por lo que tardó
hasta el 12 de septiembre en llegar al cabo que llamó Gracias a Dios, que es hoy un punto fronterizo entre Honduras y Nicaragua. De
ahí fue a dar a la boca del río Grande de Matagalpa; de ese lugar, a Punta Gorda, y más adelante, a una legua tierra adentro, halló el
pueblo de Cariay, cuyos habitantes vestían camisas de algodón sin mangas y llevaban parte del cuerpo pintada con figuras en rojo y
negro y usaban el cabello trenzado sobre la frente; los jefes usaban gorros de algodón con plumas y las mujeres vestían con telas de
colores y llevaban pendientes de oro y tenían agujeros en las orejas, en los labios y en la nariz. Al entrar en las casas, los españoles
hallaron herramientas de pedernal y cobre, objetos soldados y fundidos, crisoles y f uelles de pieles, que se usaban para trabajar los
metales, y vieron sepulcros con cadáveres embalsamados, envueltos en tela de algodón.

La descripción de lo que vieron Colón y sus compañeros en Cariay corresponde en gran parte a un pueblo de cultura maya o azteca,

lo que podemos explicarnos porque hoy se sabe que los mayas, los aztecas y los toltecas llegaron a relacionarse, largo tiempo antes
del Descubrimiento, con los pueblos de la zona centroamericana.

El 5 de octubre salió de Cariay, de donde fue a dar a la bahía de Zorobabó —hoy, la del Almirante— y allí se detuvo para reconocer el
litoral; pasó por la boca del río Veraguas y siguió hasta el pueblito que llamó Portobelo, que ha conservado ese nombre hasta hoy. El
20 de noviembre el Almirante llegó al lugar que Bastidas había nombrado Escribano, y lo llamó Retrete. Ya hemos dicho que el
nombre actual de Escribano-Retrete es Nombre de Dios.

En ese punto Colón decidió volver a Poniente. No sabemos si ahí mismo o en los sitios donde había parado antes estuvo oyendo
hablar de unas tierras riquísimas y cercanas, muy pobladas, con ciudades civilizadas —a su manera—, y Colón pensó que se referían
a la India de sus ilusiones. Tal vez esos rumores tenían que ver con el Perú o Méjic o o con los pueblos mayas, de todos los cuales
tenían algunas noticias las tribus que vivían en América Central. De cierto río que le dijeron que estaba a diez jornadas hacía el
Oeste, llegó el Almirante a pensar que era el Ganges.

Es el caso que volvió a tomar la ruta que había recorrido y de súbito se halló en el centro de un huracán. Puesto que ya era
diciembre, ése era un ciclón tardío, fuera de época en el Caribe. Al describir esa tempestad diría que "ojos nunca vieron la mar tan
alta, fea, y hecha espuma. El viento no era para ir adelante, ni daba lugar para recorrer hacia algún cabo. Allí me detenía en

aquella mar fecha sangre, hirviendo como caldera por gran fuego. El cielo jamás fue visto tan espantoso; un día con la noche
ardió como forno; y así echaba la llama con los rayos, que cada vez miraba yo si me había llevado los mástiles y velas; venían
con tanta furia espantables, que todos creíamos que habían de fundir los navíos. En todo ese tiempo jamás cesó agua del cielo, y
no para decir que llovía, salvo que resegundaba otro diluvio. La gente estaba ya tan molida, que deseaba la muerte para salir de
tantos martirios. Los navíos ya habían perdido dos veces las barcas, anclas, cuerdas y estaban nerviosos y sin velas". Así, con los
navíos "abiertos y sin velas" llegó hasta el río Veraguas, pero como no pudo entrar en él, volvió atrás hasta la boca del río Belén, que
bautizó con ese nombre porque era el día de Reyes de 1503.

Quibián, cacique de la comarca, recibió a los españoles con natural cordialidad; les ayudó en cuanto estuvo a su alcance; les

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proporcionó víveres; facilitó guías para que Bartolomé Colón, el hermano del Almiran te, reconociera las tierras circunvecinas, en las
que se halló bastante oro. Don Cristóbal resolvió fundar allí un pueblo, al que llamó Santa María de Colón, conocido también por

Santa María de Belén. El pueblo fue levantado a la orilla del río, pasada la boca.

Pero es el caso que como dijo el propio Almirante, "los indios eran muy rústicos y nuestra gente muy importuna". Tal vez los indios se
cansaron de que los forzaran a buscar oro y bastimentos o de que abusaran de sus mujeres, y Colón y su hermano creyeron que ese
cansancio anunciaba un levantamiento, por lo que decidieron adelantarse a los indios en un ataque por sorpresa. Don Bartolomé,
que era hombre de acción, hizo preso a Quibián, prendió a sus mujeres, a sus hijos y a todos sus amigos, y puso fuego a sus
viviendas. Quibián logró fugarse, arrojándose al río desde la canoa en que lo llevab an, y levantó las tribus de los contornos contra los
españoles. Los ataques fueron numerosos y resueltos. Comenzaron a caer españoles muertos y heridos, y sucedía que no era fácil
abandonar el lugar porque el nivel del río había bajado y con ello se había cegado la boca, de manera que no era posible salir a mar
abierto.

Esa situación duro bastante tiempo. Los indios atacaban y quemaban las viviendas de los españoles, y los que estaban refugiados en
los bajeles eran también atacados sin cesar. Quibián y sus gentes no personaban la a gresión que les habían hecho. Al fin,
aprovechando una subida de aguas del río, Colón logró sacar algunos buques, pero uno de ellos se quedaría perdido en el río Belén.
Gracias al arrojo de Diego Méndez, que era muy leal a Colón, fue posible sacar los hombres de dos en dos y de tres en tres hasta
llevarlos a los barcos.

Navegando de nuevo hacia el Oriente, el Almirante llegó a Portobelo, donde tuvo que abandonar otro de los barcos que ya tenía los

fondos inservibles. De Portobelo se dirigió al archipiélago de San Blas, y de esas islas, al comenzar el mes de mayo, puso proa hacia
La Española. Poniendo rumbo al Norte llegó a las islas Caimán, que bautizó con el nombre de las Tortugas. Las Caimán son poco
más que cayos arenosos situados al sur de Cuba; alcanzan a tres y están bajo el dominio de Inglaterra. Al encontrarlas, Colón hacía
el último de sus descubrimientos.

De las Caimán, el Almirante cuarteó hacia el nordeste y fue a dar a los tan conocidos Jardines de la Reina, de donde puso proa hacia
Jamaica. Llegó a esa isla el día de San Juan de 1503 y estuvo en ella hasta el 28 de junio de 1504, trece meses completos. Cuando
salió de Jamaica fue a Santo Domingo, donde paró unos días; y de ahí siguió viaje a España. Iba a morir menos de dos años después.

Con el paso de Cristóbal Colón por las islas Caimán —lo que debió suceder en junio d e 1503—, quedaba prácticamente descubierto
todo el Caribe. Faltarían por ser exploradas sólo las costas de lo que hoy es Belice y las de Yucatán. Esas costas yucatecas serían
vistas bastante más tarde por Francisco Fernández de Córdoba, que estuvo en la isla de Cozumel en el año de 1517.

Como podemos ver, en los primeros veinticinco años que siguieron al descubrimiento d el Nuevo Mundo el Caribe quedaría
reconocido en toda su extensión, y la mayor parte de la tarea del reconocimiento sería hecha en los primeros diez años. Durante todo
ese tiempo, sólo los españoles actuaban en el Caribe. Al terminar el siglo XV, en el año de 1500, Alonso de Ojeda afirmó que había
visto una nave inglesa merodeando por las aguas del Caribe, pero nunca hubo prueba d e que se tratara de un barco extranjero, y si

lo fue, no parece haber sido inglés. Hacia el Norte, más allá de las Bahamas, en lo que hoy son los Estados Unidos, anduvo Juan
Cabot explorando a nombre de rey de los ingleses, Enrique VII. Pero el Caribe era un mar reservado a los españoles, y ningún buque
de otra nacionalidad había penetrado en él en todos esos años iniciales del Descubrimiento y la Conquista.

Para 1517 había en el Caribe puntos poblados, una corte virreinal —la de don Diego Colón en La Española— y una Real Audiencia en
la misma isla. De manera que cuando Francisco Fernández de Córdoba desembarcó en Coz umel, la isla mejicana del Caribe, ya las
tierras y las aguas de ese mar eran una frontera imperial. Pero se trataba de la frontera de un solo imperio. Todavía no habían
llegado allí otros imperios a disputarle a España la propiedad de la región. Sólo los indígenas que habían sido los dueños naturales
de las islas y de la tierra firme combatían aquí y allá contra los españoles que hab ían llegado a despojarlos de su suelo, y pronto iban

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a sublevarse algunos grupos de esclavos llevados al Caribe desde África. Pues desde que se inició como frontera imperial, el Caribe
estuvo regado por la sangre de los que luchaban, o bien por someter a otros, o bien por librarse de los sometedores.

España era, en los conceptos legales de la época, la dueña y señora del Caribe; lo había descubierto, lo había explorado en todos sus
confines, y en ciertos puntos lo había poblado. Pero España, que era políticamente u n imperio, y que tenía la autoridad legal de los
imperios, carecía de la sustancia necesaria para desarrollar un imperio, y a eso se debió que a medida que descubría y exploraba en
el mar de las Antillas fuera dejando tras sí islas y territorios abandonados. Y se trataba de islas y territorios ricos o susceptibles de
producir riquezas. Donde quedó un punto desocupado se estableció un vacío de poder, y otros imperios correrían a llenar los
muchos vacíos que dejó España en el Caribe. La frontera imperial de España sería, pues, debatida con las armas por sus rivales, y ese
debate proseguiría durante siglos, hasta el día de hoy.

[ Arriba ]

Capítulo III
INDIOS Y ESPAÑOLES EN LOS PRIMEROS AÑOS DE LA FRONTERA
IMPERIAL

El Imperio español no nació el 12 de octubre de 1492. Ese día las carabelas española s, bajo el mando de Cristóbal Colón,
descubrieron tierras nunca vistas antes por ojos occidentales. Pero el descubrimiento de las diminutas islas de las Lucayas fue un
hecho fortuito, no el producto de un plan imperial. Colón salió a buscar un nuevo ca mino hacia la India y dio con esas islas. Hubiera
podido dar con otras tierras, más al Norte o más al Sur, y para su propósito y el de los Reyes Católicos —hallar la ruta que condujera
a las islas de las especierías— el resultado hubiera sido el mismo: ese camino no apareció entonces.

Tampoco nació el Imperio el día en que el Almirante levantó un fuerte en el borde norte de La Española y dejó en él 40 hombres.
Esos hombres no eran soldados de un ejército imperial; eran tripulantes de la carabela Santa María. Su oficio era el de marinos, tal
vez pescadores, y nada más. Por otra parte, no se quedaron en La Española como guarnición adelantada de un Imperio, sino porque
en las dos carabelas que quedaron después del naufragio de la capitana no cabían todos los que habían hecho el memorable viaje del
Descubrimiento; algunos tenían que quedarse mientras sus compañeros iban a España y volvían.

El Imperio nació el 27 de noviembre de 1493, al llegar frente a La Española la exped ición que organizó Colón, bajo la autoridad y
con ayuda de los Reyes, para empezar a poblar las nuevas tierras. En ese segundo via je iban mil personas a sueldo del Trono, iban
más de trescientos voluntarios; iban caballos, cerdos, perros, semillas e hijuelas de plantas que debían aclimatarse en el Nuevo
Mundo. Ya no se trataba de hallar un camino hacia el Oriente; se trataba de extender España, a través de súbditos españoles, hacia

esa lejana frontera que quedaba en el Oeste. Los hombres eran de varios rangos y oficios, hijosdalgo unos y otros artesanos y
labriegos; y el hijodalgo llevaba su espada y el albañil llevaba su plana, el zapatero su lezna, el carpintero su martillo, el sastre sus
tijeras y agujas, el agricultor su hoz.

En el momento de iniciarse el Imperio español en el Caribe, todas las tierras de ese mar estaban habitadas por pueblos indios. Ellos

mismos no se llamaban así. ¿De dónde, pues, procedía ese nombre? Venía de que Colón y sus compañeros salieron de España para
buscar el camino de la India y creyeron haber llegado a la India, e Indias llamaron a las islas antillanas; Indias Occidentales se

llamarían en varias lenguas europeas, de donde vinieron a llamarse indios los pueblos que las habitaban. Esos pueblos se
relacionaban, pero eran diferentes. En La Española, la tierra escogida para empezar la fundación del Imperio, vivían los tainos, de
la rama arauaca. Los tainos se extendían por el valle del Cíbao y la costa del sur. En el Norte estaban los ciguayos, que

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probablemente habían llegado a la isla antes que los tainos. En Cuba había siboneyes, casi con seguridad una rama arauaca
emparentada con los tainos; había también un pueblo denominado guanahatahibes, más p rimitivo que los siboneyes y tainos y

quizá del mismo origen que los ciguayos de La Española. No hay a la fecha una teoría que nos explique a satisfacción quiénes eran y
de dónde procedían ciguayos y guanahatahibes, pero no sería sorprendente que se tratara de tribus prearauacas llegadas a las
Antillas Mayores con mucha anterioridad a tainos y siboneyes y por eso mismo menos evolucionadas. La composición étnica de Cuba
y la de La Española se repetía en Jamaica y Borinquen, y es probable que se extendiera, en menores proporciones, a otras de las islas
antillanas, por lo menos antes de la llegada de los caribes. En el momento de la llegada de los españoles, Borinquen era atacada con
frecuencia por oleadas de indios caribes que procedían de las islas de Barlovento. No hay constancia de que sucediera igual en La
Española, Cuba y Jamaica, aunque tampoco hay razones para pensar que no ocurriera, si bien no con tanta frecuencia como en
Puerto Rico. Los pueblos indígenas estaban compuestos por muchas tribus y cada tribu tenía un nombre que la individualizaba.
Algunas de esas tribus habían llegado a ser sedentarias, esto es, llevaban tiempo en un territorio determinado cuando llegaron los
españoles; otras deambulaban de un sitio para otro, buscando donde asentarse. Debemos tener en cuenta que aun las que llevaban
años en un lugar tenían que abandonarlo si se presentaban condiciones naturales adversas, como una gran sequía, fuertes diluvios,
enfermedades epidémicas; o si las obligaban a hacerlo ataques de una tribu vecina. En el transcurso del tiempo esas movilizaciones
debían producir cambios por influencias de los pueblos con los que esas tribus tenía n que mantener contactos o simplemente
porque quedaban sometidas a otras. Eso puede haber tenido, entre varios resultados, el de que variaran los nombres de muchas
tribus; el de cambios de la lengua, aunque no fueran cambios fundamentales; el de ca mbios de hábitos, por ejemplo, el de guerreros
a menos pacíficos o a pacíficos. Así, en el muy complejo y numeroso pueblo caribe hu bo tribus guerreras y pacíficas, agricultoras y
pescadoras, navegantes y de tierra, sedentarias y trashumantes. Y es probable que dentro del área ocupada por los caribes vivieran
tribus de otros pueblos, lo cual venía a dificultar el conocimiento de los pueblos indios por parte de los españoles del

Descubrimiento.

El pueblo arauaco, pongamos por caso, cuya rama taina vivía en la Antillas Mayores, debió proceder del mismo sitio de donde
procedían los caribes, esto es, el territorio de lo que hoy es Venezuela; y debió llegar a las islas antillanas del Norte usando el mismo
camino que usaban los caribes para ir apoderándose de las islas más pequeñas. Irían seguramente navegando en sus piraguas o
canoas y pasando de isla en isla hasta llegar a las cuatro más grandes. El viaje de Hatuey de La Española a Cuba demuestra que los
indios de esas islas mayores se comunicaban entre sí. Se ignora cuánto tiempo llevab an los tainos arauacos en esas islas. Debemos
suponer que cuando ellos llegaron obligaron a los ciguayos y a los guanahatahibes a refugiarse en zonas aisladas de La Española,
Cuba y Jamaica, como seguramente estaban haciendo los caribes con los tainos de Borinquen en el momento de la llegada de los
españoles.

¿Cuánto tiempo tardaron los caribes en extenderse por las orillas del mar que lleva su nombre?

El proceso debe haber sido largo. Pues el pueblo caribe salió de los vastos territorios situados al sur del Amazonas y debió ir
avanzando por lo que hoy es el Brasil y después por lo que hoy es Venezuela hasta llegar al litoral nordeste; y en esa marcha
seguramente encontró obstáculos serios, ya naturales, ya creados por otros pueblos indígenas; y debió ser, después que se afincó en
el litoral, desde las bocas del Orinoco hacia el Oeste, cuando decidió pasar a las islas. Ahora bien, debemos suponer que cuando los

caribes llegaron a ese litoral hallaron establecidos ahí a los arauacos, otro pueblo numeroso compuesto por gran cantidad de tribus.
Los caribes procederían, desde luego, a desplazar a los arauacos, a los que empujaron hacia el Oeste. Y resulta que si los arauacos
habían antecedido a los caribes en la ocupación del este y del centro del litoral venezolano del norte, debieron antecederlos también
en el paso a las islas antillanas. Tal vez las primeras oleadas de arauacos que lleg aron a esas islas fueran los ciguayos y los
guanahatahibes. Alguna relación había entre ellos y los tainos y siboneyes, como lo prueba la alianza que celebraron los ciguayos y
los tainos de La Española, y tainos de Borinquen y caribes de las Vírgenes, para luchar contra los españoles. Y no podía ser una
simple relación territorial, esto es, de vecinos en un territorio, pues en ese caso hubieran hablado lenguas distintas y sus diferencias
culturales habrían sido apreciables. Debió ser una relación más íntima, como la de ramas de un mismo tronco étnico.

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Todo parece indicar que antes de 1492 había habido un proceso de desplazamientos sucesivos que duró nadie sabe cuántos siglos.
Pudieron ser seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. Es el caso que el proceso estaba todavía en marcha cuando llegaron los españoles, esa

vez con los caribes establecidos ya en el litoral venezolano y en varias islas hacia el Norte y avanzando hacia las demás.

Ese proceso de desplazamientos imponía contactos, unos violentos y otros pacíficos, que provocaban lo que los antropólogos llaman
transculturaciones, esto es, el paso de ciertos hábitos de un pueblo a otro pueblo; y también, si hubo asentamientos muy largos sin
ataques de otros pueblos, hubo transformaciones en los hábitos de un pueblo —o de una tribu— debido a las condiciones naturales
del ambiente. Por ejemplo, si un pueblo o una tribu había estado tallando cemíes —íd olos— durante un siglo en una región donde
había monos y algunos de sus ídolos o de sus símbolos totémicos reproducían al mono, al trasladarse a una isla donde no había
monos y al vivir durante cuatro o cinco generaciones, olvidaban necesariamente las f acciones del mono y al final labraban cemíes
que no podían parecerse al mono, con lo cual tal vez creaban una imagen nueva. Si los arauacos tainos habían vivido antes de su
traslado a las islas en las selvas del Orinoco, sus descendientes no conocían ni el tigre ni el tapir ni las aves que son naturales de las
selvas continentales, de manera que sus vivencias relacionadas con esos animales tenían que desaparecer en las islas. Podía darse el
caso de que el barro que sus abuelos trabajaron en las orillas del Orinoco para hacer sus menajes caseros no fuera igual al que
encontraron los nietos en Cuba, de donde tenía que resultar un tipo de cerámica diferente, que podía ser peor o mejor, pero que
tenía que responder al mismo principio cultural.

Arauacos y caribes se mezclaban entre sí o unos ocupaban territorios dentro de las á reas ocupadas por los otros, bolsones que
quedaban como remanentes de los desplazamientos, y esto debe haber sucedido no solo en el litoral venezolano y en las islas, sino
también en el litoral colombiano, en el del istmo de Panamá y en varios lugares de América Central. En el pie de los Andes y en

América Central había influencias de otros pueblos mucho más desarrollados; de los c hibchas, que ocupaban los valles de la
cordillera andina, de los mayas, los aztecas y los tol-tecas, que llegaban desde el Norte.

Tenemos que hacer, pues, distinciones a la hora de hablar de los indios del Caribe en la época del Descubrimiento.
En primer lugar, podemos trazar una línea que partiendo de Cuba hacia el Este, va de isla en isla, llega a Venezuela, prosigue por la
costa de este país hacia el Oeste hasta llegar al extremo occidental del istmo de Panamá.
En toda la región cubierta por esa línea, salvo las áreas bajo influencia chibcha y muisca, predominaban tribus arauacas y caribes,
dos pueblos que tenían más o menos el mismo nivel cultural. Las diferencias más acentuadas estaban en que había tribus caribes
resueltamente agresivas, guerreras por inclinación y tradición, que terminaron haciendo de la guerra un oficio. Esas tribus criadas
desde temprano en el oficio de guerrear realizaban actos de antropofagia ritual, es decir, se comían a sus enemigos por motivos
religiosos. No podemos,-sin embargo, asegurar que todas las tribus caribes tenían ig uales hábitos. En muchos casos los españoles
llegaron a tierras caribes y fueron tratados con gentileza y bondad. Tal sucedió, por ejemplo, con Pedro Alonso Niño y con Rodrigo
de Bastidas; lo mismo sucedió con Alonso de Ojeda antes de su entrada en Chichirivic he.

Debemos aceptar que hubo tribus arauacas y tribus caribes que por causas ignoradas se quedaron aisladas y no evolucionaron como
lo hicieron otras de sus mismos pueblos, y hasta es posible que algunas de ellas deg eneraran por imposiciones de su medio, a causa
de epidemias o debido a una guerra. Pongamos un ejemplo de la primera causa. Suponga mos que una tribu se estableció en las

orillas de un lago y dirigió todas su facultades a la pesca durante algunas generaciones y supongamos que luego se vio forzada a
emigrar tierra adentro; pues bien, al emigrar debió encontrarse con que ya no estaba capacitada para vivir en un nuevo hábitat
porque había olvidado las experiencias de la producción agrícola, de la caza y de la vida en medio de animales. También pudo
suceder que el proceso de división del trabajo, a medida que la población se multiplicaba sin tener que abandonar el lugar de su
asentamiento, fuera exigiendo una constante superación en cada una de sus faenas.

Lo que hacía de caribes y arauacos pueblos parecidos, y en algunos casos tan parecidos, que podían confundirse, era su tipo de
desarrollo social, que era muy similar en todo lo básico; lo que los distinguía y separaba eran algunos hábitos, adquiridos
'"seguramente por imposición del medio en que habitó esta o aquella tribu en el larg o peregrinar de esos pueblos.

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Así, unos y otros habitaban grandes bohíos o caneyes familiares, entendiendo por fam ilia no sólo a los padres con sus hijos, sino a

varias generaciones; su comida era a base de casabe que fabricaban de la yuca, de ma íz en las zonas donde podían sembrar este
grano, de tubérculos, frutas, pesca y caza; su principal instrumento de labranza era la coa —un palo puntiagudo— y la mujer se
dedicaba a la agricultura mientras el hombre iba a la caza y a la pesca; trabajaban la piedra, en algunos casos hasta un grado de alta
belleza; usaban hachas de piedra petaloide y morteros de esa materia; usaban el barro para hacer cazuelas, ollas, vasijas rituales y el
burén, que era el molde en que cocinaban las tortas de casabe; construían en madera los dujos —asientos de los principales— sus
armas de caza y de guerra y las canoas o piraguas en que viajaban por el mar y por l os grandes ríos, fabricaban sus ídolos o cemies
tanto de piedra como de barro y . hueso; elaboraban fibras con las cuales tejían sus hamacas, cuerdas para sus armas y redes; donde
producían algodón, hacían telas; celebraban juegos, como el de la pelota, y festejos comunales de tipo religioso, con cantos y danzas;
se pintaban el cuerpo con tintas vegetales; producían alcohol haciendo fermentar ciertos tubérculos o granos mediante la salivación.

En el orden social, las familias se agrupaban en tribus cuyo jefe era un cacique, regularmente el que había demostrado más valor y
capacidad ante las pruebas a que eran sometidas esas tribus por ataques de otras o p or fenómenos naturales, y sin duda en muchas
tribus el cacicazgo era hereditario, bien en todas las ocasiones o bien en circunsta ncias especiales; pero además del cacique había
una autoridad que en ciertos momentos estaba por encima del cacique; era el jefe religioso, a quien le tocaba profetizar los sucesos
que venían y, por tanto, tenía que decidir qué debía hacerse en situaciones de crisis; a ese jefe religioso, bouhiti, piache o como se
llamara, le tocaba también curar a los enfermos y ejecutar los ritos tribales ante los muertos y al comenzar las guerras. Sabemos que
en algunas tribus había especie de consejos de ancianos y sacerdotes; sabemos también que en otros casos varias tribus se
confederaban o aliaban por un tiempo; que las mujeres podían ser cacicas, como suced ía en las regiones de La Española y de

Venezuela en los días de la Conquista; sabemos que tanto arauacos como caribes conocían las artes de la navegación y que usaban el
mismo tipo de embarcación para ir de una isla a otra.

A ese tipo de economía y de organización social, común a arauacos y caribes, respond ía una religión también común aunque difiera
en detalles. Se trataba de una religión animista y toté-mica, es decir, creían que los seres humanos, los animales y hasta ciertos
lugares —ríos, lagos, montañas— tenían un alma o espíritu, y que en el caso de los seres vivos esa alma le sobrevivía cuando morían y
que el alma o espíritu actuaba en defensa o en castigo de los familiares vivos del m uerto, según cumplieran o no cumplieran con los
ritos de la tribu, y creían que cada tribu tenía la protección del alma de un animal , el animal totémico de esa tribu. Había un lugar
adonde iban las almas de los muertos, y ese lugar estaba gobernado por un cacique-dios. Los espíritus protectores se representaban
mediante ídolos o cemíes. En algunos casos había viviendas destinadas a esos cemíes, a los cuales se les hacían ofrendas de comidas,
de frutas y de animales muertos. Aunque generalmente esos espíritus dioses eran antepasados de la tribu, los había que no lo eran;
por ejemplo, el dios del agua, el de las tempestades o el de ciertos productos agríc olas. .Que hubiera o no estos últimos dioses-
espíritus en el panteón de una o más tribus dependía del tipo de influencia que la t ribu hubiera recibido a lo largo de su existencia
más que de su nivel de desarrollo.

Como parte de esos conceptos religiosos debían necesariamente rendir culto a sus muertos, pues sin duda las almas que más tenían
que preocuparse por proteger a los vivos eran las de sus padres, abuelos, hermanos y parientes muertos. Enterraban a los difuntos en

sitios escogidos y cercanos a las viviendas, y tal vez en algunos casos en los sitios que más les agradaron cuando vivían. En algunas
tribus el cadáver se colocaba sentado, con la cabeza sobre las rodillas y las manos sobre las piernas, y en otras se dejaba sobre una
hamaca o red dentro de la vivienda del muerto, y una vez descompuesto se conservaba el cráneo en el mismo sitio. Esta diferencia
puede haber provenido de la experiencia vital de la tribu; pues algunas tribus vivieron, sin duda durante largas épocas, en lugares de
pantanos o en lagos, y entonces se vieron forzados a conservar el cadáver, al aire libre; o fueron trashumantes durante mucho tiempo
y tenían que llevarse adondequiera que iban la parte más importante de sus muertos, como el cráneo. Tanto sí había enterramiento
como si no lo había, junto con los restos del cadáver se ponían sus utensilios de barro y piedra y alguna comida.

Entre los tainos de La Española había una costumbre que parece resumir los valores d e la cultura social de la tribu, los del vínculo

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tribal, que era absolutamente irrompible en vida o en muerte, y las facultades del intercambio de almas, cosa que podía darse aun
entre dos personas que no fueran de la misma tribu. Esa costumbre era el guatiao o cambio de nombres. Cuando A pasaba a

llamarse B y B pasaba a llamarse A, quedaban convertidos en una misma persona y el d estino del uno era el del otro. Algunos
caciques indígenas cambiaron nombres con jefes españoles y creían de manera tan absoluta en el compromiso que cuando
Cotubanamá, que había hecho guatiao con el capitán Juan de Esquive!, fue llevado al pie de la horca, dijo a los españoles, según
refiere Las Casas: "Mayani-macaná Juan Desquivel daca"; esto es: "No me mates, porque yo soy Juan de Esquivel."

Cuando se conoce el tipo de organización social y política de estos pueblos y las id eas que les correspondían, no puede uno
sorprenderse de que fueran capaces de luchar con tanta ñereza contra un poder occidental. Se pensará que lo hicieron debido a su
ignorancia. Sin embargo, sucede que esos pueblos lucharon, unos hasta la extinción, y otros, como los caribes de las islas de
Barlovento, durante tres siglos; es decir, que combatieron mucho tiempo después de c onocer en carne propia el poderío occidental,
cuando ya tenían experiencias, y muy costosas, de lo que eran las lanzas, las espada s, los falconetes, los arcabuces, los perros, los
caballos europeos, pero siguieron luchando. Los indios del Caribe combatían hasta la muerte porque no podían concebir la vida
fuera de su contexto social.

En lo que escribieron los cronistas españoles de los siglos XV y XVI han quedado nombres de muchas tribus arauacas y caribes, pero
esos nombres pertenecieron a tribus de tierra firme; en cuanto a las islas sólo sabemos que había tainos, ciguayos, siboneyes,
guanahatahibes, nombres que seguramente se refieren a pueblos o naciones, no a tribu s. Es difícil saber el número de indios de esos
pueblos, y seguramente se exageró en los días de la Conquista. La rápida extinción d e los que vivían en las Antillas mayores indica
que no podían pasar de 250.000 en las cuatro islas —Cuba, La Española, Jamaica y Puerto Rico—, y probablemente la más poblada

era La Española. Como la mortalidad infantil debía ser muy alta entre ellos, la población adulta seguramente era superior a la
mitad; de manera que a la llegada de los conquistadores los hombres de guerra de esa s cuatro islas debían acercarse a los 50.000.
Los abundantes depósitos arqueológicos hallados en La Española podrían inducirnos a pensar que la población de esa isla era
mucho más numerosa de lo que en realidad fue, lo que le daría la razón al padre Las Casas, que la calculó en millones; pero tenemos
que preguntarnos en cuántos años se acumularon esos depósitos, porque es evidente qu e no todos procedían del año 1492.
Probablemente los tainos de La Española llevaban siglos en la isla, por lo menos, má s de un siglo, así como es probable que los
siboneyes llevaran menos tiempo en Cuba, y así como es casi seguro que los caribes llevaran menos tiempo aún en las islas Vírgenes.

Dado el régimen de vida de arauacos y caribes, era imposible que hubiera millones de ellos en las Antillas, y ni aun en las Antillas y
Tierra Firme juntas; y es difícil que en una sola isla llegara a haber 100.000. De haber habido millones, las muestras de su existencia
aparecerían hoyen cada metro cuadrado de terreno, puesto que como no vivían en ciuda des, hubieran tenido que cubrir extensiones
enormes de territorio con sus bohíos multifamiliares y con los sembradíos necesarios v a su sostenimiento. Desde luego, el alto
número no hubiera hecho más difícil la conquista, como podemos ver en el caso de Méjico y del Perú, que fueron conquistados
rápidamente a pesar de que su población era muy alta. Pero hubiera hecho imposible la extinción de los indios, como la hizo
imposible en Méjico y en el Perú. En Venezuela, Colombia y Panamá, caribes y arauacos quedaron rápidamente reducidos a
pequeños grupos refugiados en lugares casi inaccesibles, y debemos tener en cuenta q ue en esos países había extensiones de
territorio en los que era posible buscar esos refugios perdidos, cosa que no pasaba en las islas. Sin tales refugios, los caribes y

arauacos de Tierra Firme habrían desaparecido también, de lo que se deduce que tampoco eran ellos tantos como se pensó.

En el extremo opuesto a caribes y arauacos, en cuanto a desarrollo económico, social y político, estaban los pueblos que ocupaban
parte noroeste del Caribe; esto es, los mayas, los toltecas y los aztecas. Esos pueb los eran sociedades urbanas, tan desarrolladas
dentro de su patrón cultural como Roma o Egipto. Construían grandes ciudades, domina ban las ciencias y la agricultura; su
escultura, su pintura y poesía eran comparables con la de los países de Occidente, si no en cantidad, a menudo en calidad, y casi
siempre en técnica; vestían en forma tan compleja como los romanos en tiempo de Julio César; tenían religiones muy elaboradas;
llevaban contabilidad, fabricaban buenos caminos; tenían comercio marítimo y terrestre bien organizado y con protección armada;
los gobernantes cobraban tributos, y en algunos casos eran elegidos por una especie de cámara de notables; los pueblos eran regidos

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por códigos que todos respetaban; la familia se establecía mediante el matrimonio y existía el hogar familiar, no el tribal; la
alimentación era variada y estable; el orden público estaba asegurado por reglas que obedecían todos los miembros de la sociedad.

En algunos casos, como ocurría con los mayas, habían llegado a la confección de libros. Los descendientes de esos pueblos están aún
en las tierras de sus abuelos, y sus grandes templos, sus construcciones de piedra y las estatuas de sus dioses siguen en pie, llenando
de admiración a arqueólogos, sociólogos, historiadores y viajeros.

Con ser tan adelantados, los pueblos de la zona noroeste del Caribe no tenían una organización económica y social tan desarrollada
como los de Europa, razón por la cual no disponían de fuerzas militares que pudieran enfrentarse a las europeas. Tenían soldados,
cosa que no tenían los españoles cuando llegaron al Caribe; pero sus armas eran de mano o arrojadizas y en ningún caso de metal, de
manera que no podían competir con las españolas. Las espadas eran de obsidiana, las puntas de flechas y lanzas, de pedernal.
Además, no contaban con el auxilio de los caballos o de otros animales de tiro para avanzar de prisa o para lanzarse contra el
enemigo, y sus embarcaciones no podían competir con la de los conquistadores. Por último, éstos disponían del arma más avanzada
en el mundo de aquellos días, la artillería. Así, pues, a pesar de su alto desarrollo, mayas, aztecas y toltecas estaban, como caribes y
arauacos, en situación de inferioridad militar frente a los españoles, y era imposib le que pudieran vencerlos en la guerra.

En medio de los dos extremos —de caribes y arauacos por un lado y de mayas, aztecas y toltecas por otro— se hallaba la mezcla de
América Central, donde pueblos arauacos y caribes habían sido penetrados por mayas, toltecas, aztecas y chibchas-muiscas.

Ahí, el panorama era complejo.

¿De dónde habían salido las tribus asentadas originariamente en esas tierras? ¿Eran caribes, eran arauacas o una mezcla de las dos?
¿Cuánto tiempo hacía que se cruzaban con los mayas o los aztecas? ¿Estaban en lo que hoy son Honduras y Guatemala antes que los
mayas, o no pasaron de lo que hoy es Nicaragua?.

De todas maneras, lo que sabemos es que cuando llegaron los españoles, esos pobladores de la América Central, o caribes o arauacos
o mezcla de unos y otros, se hallaban contagiados con \s costumbres de los mayas, los toltecas y los aztecas. "Contagiados con las
costumbres" no significa que hubieran adquirido los fundamentos de las culturas del Noroeste, su tipo de producción económica,
sus conocimientos, su arquitectura, su religión o su organización política. Todo lo más a que habían llegado era a imitar a los mayas,
a los aztecas y a los toltecas en la confección de piezas de piedra y de barro para el menaje familiar; a tejer el algodón, a batir el oro.
Y aun en esos menesteres podía haber influencias chibchas.

Mayas, aztecas y toltecas recorrían la América Central en funciones de comercio, unos por tierra y otros por mar, y a veces usando
las dos vías. Seguramente no se preocupaban por cambiar las estructuras sociales de las tribus que les compraban sus productos y
les vendían plumas, oro y pedernal. Los pueblos del Norte no aspiraban a establecer en el Sur sus sistemas de vida; no iban como
conquistadores, sino como individuos —y tal vez, corporaciones— que buscaban benefic ios. Aun los aztecas, que necesitaban
prisioneros para ofrendarlos a sus dioses, preferían los tribu tos obtenidos pacífic amente, y no iban al sur en son de guerra.

A través de los contactos comerciales, los arauacos y los caribes de la América Central recibían dosis de penetración cultural de los
mayas, los toltecas y los aztecas, pero la penetración no llegaba al límite de causa r transformaciones en los conceptos fundamentales
de sus sociedades. Tal vez los del Norte establecían colonias, a la manera de las que tenían los griegos en el Mediterráneo. Pero no lo
sabemos. Quizá Cariay fue una de esas colonias. Ahora bien, la mayoría de las tribus centroamericanas, por lo menos desde el
extremo oriental del istmo de Panamá hasta la frontera norte de Nicaragua, eran caribes y arauacos con infiltraciones culturales y
económicas de los pueblos del Norte y de los chibchas y los muiscas del Sur.

Esas infiltraciones explican que mientras los arauacos y los caribes de las islas y de Venezuela no usaban metales —y probablemente,
salvo el oro para adorno, no sabían que existieran—, algunas tribus arauacas y carib es de la América Central los trabajaban y los

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usaban.

Ese vasto y complejo panorama de pueblos, social, política y económicamente diferentes, se presenta a nuestros ojos, visto desde una
perspectiva histórica de varios siglos, como un frente con muchos puntos débiles; un frente que fue atacado en forma súbita por una
fuerza mucho más pequeña, pero mucho más unida, y por eso mismo mucho más capaz. Tod o castellano, capitán o marinero,
hijodalgo o labriego, obedecía a un mismo origen, a una misma organización económica , social, religiosa y política. Es más, todos
tenían una sola lengua. Unido a esa solidaridad entrañable, o mejor aún, como expresión militar de esa solidaridad, estaba el
superior poderío en armas, en medios de locomoción y de comunicación. Las disensiones entre españoles eran luchas individuales,
no contra su Estado, su religión, su cultura o su tipo de sociedad. Como colectivida d, ala cual representaban los que llegaron al
Caribe, no tenían disensiones. El pequeño martillo de acero que golpea una gran piez a con ranuras, la hace saltar en pedazos. Esa es
la mejor imagen de lo que sucedió en el Caribe en los años de la conquista española.

La conquista fue una etapa en el complicado proceso de la occidentalización del Caribe. Otras etapas fueron el descubrimiento y la
colonización. Se trata de tres tiempos de un mismo hecho, pero debemos decir que esos tres tiempos no fueron ordenadamente
sucesivos; no hubo descubrimiento y después conquista y luego colonización. Por ejemplo, en La Española, punto por donde
comenzó el Imperio, se pasó del descubrimiento, efectuado en diciembre de 1492, a la colonización, iniciada en noviembre de 1493;
la etapa de la conquista sería posterior y, sin embargo, coincidente con la coloniza ción.

Generalmente el Descubrimiento fue, en todo el Caribe, un episodio corto, a veces de días, a veces de semanas, y en muy pocas
ocasiones de varios meses. En algunos casos hubo descubrimiento, pero no hubo ni conquista ni colonización —al menos de parte de

los españoles—. La conquista y la colonización eran casi siempre tareas simultáneas. En algunos puntos comenzaba primero la
conquista y a seguidas la colonización; en otros comenzaban las dos etapas a un mism o tiempo; en otros se procedía a fundar una o
dos poblaciones y después se pasaba a conquistar.

Ya se ha dicho que el Caribe fue descubierto entre el 1492 y el 1518, esto es, en veinticinco años; pero en esos mismos veinticinco años
iba llevándose a efecto la conquista de varios lugares y al mismo tiempo iba realizá ndose la colonización. Sin embargo, debemos
aceptar que la colonización terminó antes que la conquista —en el caso de España—, p orque la conquista no dio fin sino cuando los
indios quedaron definitivamente sometidos, y en algunos lugares esto vino a suceder muy tardíamente. Por ejemplo, la última
batalla de los mayas en defensa de su tierra tuvo lugar el 14 de mayo de 1697, esto es, más de dos siglos después del Descubrimiento.

En otros puntos se conquistó la tierra pero no a los indios, porque éstos quedaron exterminados, y, sin embargo, no fue posible
establecer en esas tierras copias o extensiones de España en un sentido cabal. Esto ocurrió en las Antillas, sobre todo en las mayores.
Algo o mucho de esos indios desaparecidos quedó allí, traspasado al español a través del mestizo, del negro esclavo que copió la
técnica primitiva del indígena, de la naturaleza del terreno, del clima, del esquema económico y social en que habían vivido los
aborígenes impuesto en alguna forma en las esencias mismas del esquema que llevaron los conquistadores. En el Caribe se formó
pronto una sociedad de valores españoles, pero aquello no pasó a ser España.

Entre los españoles y los indios del Caribe hubo un choque de culturas, y resultaba que en la de los indígenas, aun los menos
desarrollados como lo eran los que vivían en las islas, había ciertos valores capaces de llevarlos a matar y a morir colectivamente;
había una coherencia tan notable entre sus nociones y sus creencias y cada uno de ellos, que actuaban ante los estímulos externos
planteados por la Conquista con una ingenuidad increíble. Por lo menos, ni los españoles de aquellos días ni los que han escrito
sobre esos indios en los siglos que siguieron a la Conquista se dieron cuenta de las razones de esa supuesta ingenuidad. No era
ingenuidad; era coherencia de conducta con sus nociones, sus creencias y su contexto social. Para el indio era inconcebible que uno
de ellos pudiera vivir fuera de su contexto social, de su familia y su tribu; para él era inconcebible que se le pudiera atropellar o
matar sin causa justificada o razonable; para él era inconcebible vivir sin su caciq ue o su piache o sacerdote; para él era inconcebible
que le hicieran trabajar si el producto de su trabajo no se destinaba a las necesida des de su familia 0 su tribu. Su libertad no era lo

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que entendemos hoy por libertad; era la libertad de toda su tribu, y tal vez más aún, era el libre funcionamiento de su sociedad tribal
dentro de los conceptos, en conjunto y en detalle, que esa tribu tenía de la vida. S Í no se comprende esto no puede comprenderse por

qué esos pueblos pequeños y débiles prefirieron la aniquilación a vivir bajo normas sociales que no eran las suyas.

Es probable que de no haber sido agredidos en sus normas, los indios de las Antillas nunca hubieran atacado a los españoles.
Cuando éstos llegaron, generalmente los recibieron con agrado y con generosidad; les obsequiaban con lo que los españoles les
pedían —oro, sobre todo— y hacían guatiao con ellos, lo cual equivalía a establecer un vínculo más que sanguíneo; los ayudaban, les
decían sin reservas todo lo que sabían. Un recibimiento hostil era la excepción, y habría que saber cuáles eran las causas de esas
agresiones, qué habían oído esos indios contar de lo que hicieron los españoles en tal o cual punto. La verdad es que a pesar de los
esfuerzos del Estado español —a través de la reina Isabel—, los españoles como Pedro Alonso Niño y Rodrigo de Bastidas eran poco
comunes; entre los demás había algunos dispuestos a agredir sin ningún motivo. Tal era el caso de Alonso de Ojeda.

Este Alonso de Ojeda era aquel capitán que anduvo por las costas de Venezuela acuchillando a los indios y apresándolos para
venderlos como esclavos. Ojeda había ido con Colón a La Española en el segundo viaje y a él le tocó iniciar allí las agresiones que
iban a provocar los levantamientos que condujeron, en pocos años, a la extinción de los indígenas. Esa primera agresión debió haber
sucedido en abril de 1494.

A esa fecha, ya los mil trescientos y más españoles que habían llegado en noviembre de 1493 a poblar la isla estaban desencantados
de su aventura, pues ni había en la tierra el oro que se esperaba ni el clima se parecía al de España; ni el casabe era el pan y el
mosquito no dejaba dormir y las lluvias eran interminables y, en. fin, sus enfermeda des eran desconocidas y algunas, como la 'buba,

muy feas. Además, había que racionar la comida que se llevó de España, pues los indios, que no esperaban a los españoles, no
podían multiplicar sus viandas de un mes para otro-. En la Isabela llegó a sufrirse tanta hambre, que los españoles, tuvieron que
comer culebras, lagartos y hasta perros de las que habían llevado de España. Pues bien, en esa situación de desencanto general,
Alonso de Ojeda prendió, hacía abril de 1494, a un cacique indio del valle de La Veg a y le cortó las orejas en presencia de la gente de
su tribu. Hizo esa barbaridad porque había desaparecido la ropa de uno de sus hombres y quiso sentar un ejemplo. Además de
mutilar al cacique, apresó a unos cuantos indios más, entre ellos gente principal, y los mandó a la Isabela, donde Colón los condenó
a ser decapitados, aunque la condena no fue ejecutada. A partir de la acción de Ojed a, los conquistadores comenzaron a
desmandarse con los indios; a quitarles sus mujeres, lo cual resentía a los indígena s en grado sumo; a forzarlos a buscar comida. La
respuesta de los tainos fue abandonar sus sitios de labor, no recolectar frutos, no pescar, no sembrar; con lo que la situación de los
españoles llegó a ser desesperada.

Colón salió de la Española el 24 de abril (1494) al viaje que lo llevó a descubrir J amaica y la costa sur de Cuba. Sin duda a ese
tiempo sabía ya que no estaba en la India y se fue a buscar el paso hacia Cipango. D ebía saber también que La Española no tenía
tanto oro como él creyó y que los hombres que había llevado para poblarla no servían para la tarea de hacer producir esa tierra. Esa
tarea requería una técnica, requería un mercado para los productos que se sacaran de la tierra, y no lo había. Extender España al
Caribe había sido una ilusión. Ni el Caribe era la Península ni los tainos eran espa ñoles.

Habría que escribir todo un libro con el tema de la aclimatación de los españoles en el Nuevo Mundo. Pues se trataba no sólo de
adecuarse al nuevo clima físico, sino de acostumbrarse a todas las carencias de lo español y a todas las abundancias de lo tropical, y
esto era un proceso difícil. El calzado que en la Península duraba seis meses, en La Española debía durar tres, ¿y quién pensó llevar
calzado de repuesto ni material para hacerlo? Cuando la ropa se raía, ¿con qué se reponía? En días de calor no servía para nada la
tela de abrigo. Consumido el vino, no había con qué hacerlo. Además, allí no estaban las mujeres españolas, que sabían cocinar el
garbanzo y la acelga y hacer chorizos; allí había papa, yuca, tubérculos de gustos desconocidos; y no había ciudades ni caminos, sino
grandes chozas y vegetación selvática; y no había nieves, sino largas lluvias que ponían las cosas a pudrir; y no había un rey y una
reina con su corte y sus funcionarios, sino caciques desnudos y gentes de otra lengua y de otras costumbres.

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Ya muchos hombres se habían amotinado porque querían irse a España, y después de la salida de Colón, cuando llegó su hermano
Bartolomé, que iba de la Península con tres naos, los descontentos se apoderaron de ellas a la fuerza y se fueron a España. Como

entre los que se fueron estaba mosén Pedro Margarite, hombre importante que tenía a su cargo 400 españoles en el valle de La Vega,
esos 400 hombres se desbandaron en pequeños grupos, se dispersaron por todo el valle —que es muy grande— y comenzaron a
atropellar a los indios para obligarlos a darles comida y a entregarles a sus mujeres; a violar, en fin, las normas sociales indígenas. El
cacique Guatiguaná hizo presos a 10 de ellos y los mató. A su ejemplo, otros caciques de la región hicieron otro tanto con siete
españoles.

Colón volvió a la Isabela el 29 de septiembre de 1494. Llegaba muy enfermo, hasta el-punto que cuando arribó a la islita la Mona
—pues viajaba por el Caribe y tenía que pasar a la costa norte de La Española— se creyó que iba a morir allí. A la llegada a la Isabela
se sorprendió con el estado de desorden general de la colonia y se alarmó con la noticia de que los indios estaban matando españoles.
El Almirante, tal vez presionado por los colonos, mandó hacer un ejemplo con Guatigu aná y su pueblo, y efectivamente se hizo. La
matanza de indios fue grande; de los que huyeron y quedaron vivos, 500 fueron llevad os a La Isabela como prisioneros. Colón los
tomó por esclavos y los envió a España para que fueran vendidos. Además, se ordenó matar cien indios por cada español muerto a
manos de los indígenas.

Como la violencia genera violencia, la respuesta de los tainos fue un levantamiento encabezado por Caonabó, jefe de un territorio
situado en el lado sur de la isla. Este Caonabó era marido de Anacaona, que era a su vez hermana del reyezuelo de Jaraguá; a la
muerte de su hermano, Anacaona pasaría a ser la reinezuela. Caonabó, pues, se fue al Norte, hizo alianza con los cíguayos y puso
sitio a la fortaleza de Jánico, mandada construir en 1494 por el propio Almirante. J ánico estaba situado en las lomas que

dominaban el gran valle del Cibao, y allí estaba como jefe Alonso de Ojeda. Después de varios combates, Ojeda logró levantar el sitio
y Caonabó se retiró a su poblado del Sur. Hasta allí se fue Ojeda a hacerle proposiciones de paz. Visitándole a menudo, logró
ganarse la confianza del cacique y cuando la tuvo le llevó un regalo, que según Ojed a, le enviaban los reyes de España. Se trataba de
un par de esposas que colocó en los pies del caudillo indio. Así lo inutilizó, e inmediatamente lo hizo montar en la grupa de su
caballo y se lo llevó a la Isabela, sólo protegido por una escolta de nueve españoles. Los cronistas de esos días refieren que Caonabó
se ponía en pie siempre que Ojeda entraba en su celda. Lo hacía en señal de admiración por la audacia y el coraje del capitán
español.

Después de la prisión de Caonabó, el Almirante se puso al frente de una columna de ciento ochenta hombres de a pie y veinte
montados, con veinte perros bravos que ya habían sido enseñados a perseguir indios. Esto sucedía a fines de marzo de 1495.

La columna de Colón fue atacada en las eminencias que dominan el valle del Cibao, en el lugar llamado hoy Santo Cerro. Aunque
Las Casas habla de cien mil indios, es difícil que en esa acción participaran más de dos mil o tres mil. Los tainos fueron arrollados,
acuchillados, perseguidos después de la derrota, y su jefe, el cacique Guarionex, ca yó prisionero. Los españoles contaron que cuando
los indios quisieron quemar una cruz de madera que habían plantado los conquistadores, apareció sobre la cruz la Virgen de las
Mercedes, lo cual aterrorizó a los atacantes y les hizo huir. Esta, desde luego, es una versión americana de las apariciones del Apóstol
Santiago en las batallas españolas contra los árabes. Pero es difícil explicarse cómo la Virgen de las Mercedes podía ponerse del lado

de los que estaban acabando con los indios, que eran los más débiles y además los du eños naturales de las tierras. Es el caso que la
tradición arraigó, y allí donde estuvo la cruz hay hoy un templo dedicado a Las Mercedes, y ésta, además, ha pasado a ser la patrona
de los militares del país.

Colón siguió en campaña todo el resto de ese año de 1495, de manera que al comenzar el 1496, gran parte de la isla estaba sometida,
varios miles de indios habían sido muertos, muchos habían sido declarados esclavos y gran cantidad había huido a tos montes. El 10
de marzo (1496) el Almirante embarcó para España con esclavos, oro, pájaros raros, y dejó el gobierno de la colonia en manos de su
hermano Bartolomé. Se dice que en ese viaje iba Caonabó y que murió antes de llegar a España.

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Mientras Colón estaba por España, su hermano don Bartolomé abandonó la Isabela y fundó la Nueva Isabela en la costa del sur, es
decir, sobre el mar Caribe, en la orilla oriental del río Ozama. Y sucedió también q ue en esa ausencia del Almirante se produjo el

levantamiento del alcalde mayor de la isla, Francisco Roldan Ximénez. Con esa sublevación aparecería el germen de las
encomiendas, un tipo de esclavitud que luego se generalizó por todo el Caribe y por América y dio origen a un poderoso movimiento
de protesta encabezado por los frailes dominicos y respaldado por eminentes teólogos de la Península.

El punto de las encomiendas merece ciertas reflexiones, porque fue tan importante, q ue los imperios que fueron al Caribe a
desplazar a España lo usaron para justificar su agresión a los establecimientos espa ñoles. Pero también es importante la rebelión de
Roldan, debido a que culminó al cabo de algún tiempo en la matanza de indios de Jara guá, en la que perdió la vida Anacaona, la
feinezuela viuda de Caonabó.

En su desesperación por hallar medios para sostener la colonia, Colón instituyó un tributo que debía pagar cada indio de catorce
años en adelante. Ese impuesto consistía en un cascabel de Flandes lleno de oro cada tres meses (más tarde lo redujo a medio
cascabel); y el que no pagara ni con oro ni con algodón sería declarado esclavo. Cua ndo Roldan se sublevó, pidió, entre otras cosas,
la abolición de ese tributo, razón por la cual se le ha considerado defensor de los indios e iniciador de la lucha por la justicia social
en América. En realidad, el alcalde mayor pidió que el impuesto fuera abolido porque necesitaba ganarse el apoyo de los indios. Hay
que tener en cuenta que ya en la isla no había mil trescientos y más españoles; unos se habían ido con mosén Pedro Margante, otros
se habían ido con Colón, otros habían muerto. Los que se fueron con Roldan eran poco más de un ciento. Para aumentar las huestes,
y para disponer de comida, tenían que buscar el apoyo de los indígenas, y eso se lograba defendiéndolos. Roldan encarnó el disgusto
de los españoles e indios provocado por las tensiones y los fracasos que produjo en unos y en otros el choque de la Conquista. Pero

Roldan no podía tomar partido a favor de los españoles contra los indios ni en contra de los españoles a favor de los indios, porque
todos los españoles, aun los enemigos más encarnizados de Colón, aspiraban a despoja r a los indios de sus tierras, y la mayoría de los
indios aspiraba a que los indios se fueran. La lucha de Roldan era contra Colón, porque entendía que éste era culpable de los males
que padecían los españoles de la isla, y para esa lucha buscó y obtuvo la alianza de los indios, porque éstos también sufrían —y más
que nadie— las consecuencias de la Conquista. Al pedir la abolición del tributo, Roldan se hacía simpático a los indios, con lo que
aumentaba sus fuerzas. Pero cuando llegó la 1 hora de pactar con el Almirante —lo qu e sucedió en el mes de noviembre de 1498—,
Roldan pidió, y Colón aceptó, que aquellos de sus partidarios que quisieran irse a España podrían llevar esclavos indios, y los que
quisieran quedarse recibirían tierras y esclavos indios para trabajarlas. Un detalle que pinta la naturaleza afectiva del español es
que algunos rebeldes pidieron que se les dejara llevar a España "las mancebas que tenían preñadas y paridas".

Parece que para contar con la adhesión de los españoles, don Bartolomé Colón les hab ía concedido a muchos de ellos el derecho de
tener esclavos indígenas. Hasta ese momento, los esclavos eran destinados a la venta para levantar fondos, y no se daban a los
colonos. Tal vez ese paso dio base a Roldan y a sus hombres para pedir igual privilegio. Colón aprobó lo que había hecho don
Bartolomé, y cuando la reina lo supo se disgustó tanto, que se la oyó preguntar quién era el Almirante para regalar a sus vasallos
como si fueran bestias. (Como se sabe, la reina fue tan tenaz en su oposición a la esclavitud de los indios, que hasta en su testamento
pidió que se respetara esa voluntad suya, como si temiera que don Fernando y su yerno pudieran aceptar lo que ella rechazaba con
toda su alma).

Mientras Roldan y sus amigos andaban alzados, don Bartolomé estuvo cazando indios, d e manera que los que se habían ido a los
bosques no salían de ellos y morían a montones. Muchos indios fueron muertos cuando se produjo la rebelión de Hernando de
Guevara, en el año 1500. Esa rebelión fue provocada por Roldan y está vinculada a su estancia en Jaraguá, en los días en que andaba
levantando bandera contra el Almirante.

Guevara se había enamorado perdidamente de Higuemota, hija de Anacaona, y resultaba que Higuemota había sido mujer de
Roldan cuando Roldán estuvo viviendo en Jaraguá. Después de su entendimiento con el Almirante, Roldan había quedado con
mucha autoridad, pues no sólo sus funciones de Alcalde Mayor, sino su categoría de líder le servían para contener a sus amigos, con

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lo cual resultaba útil en el gobierno de la colonia. En el caso de las relaciones del joven Guevara con la india Higuemota, usó su
autoridad para expulsar a Guevara de Jaraguá, a lo que el enamorado respondió convoc ando a sus amigos y a los indios que podían

ayudarle. Su plan era hacer preso a Roldan, pero resultó que Roldan se adelantó y prendió a Guevara y a sus amigos. Esa prisión
provocó el levantamiento de un primo de Guevara, Adrián de Mujica, y el dé varios de sus amigos, y a poco la rebelión se extendía
por todas partes. En realidad, las causas de ese levantamiento general no eran los p roblemas personales de Roldan con Guevara. Las
causas estaban en que los españoles habían ido a La Española a buscar oro y allí hab ía poco oro; en que habían ido a iniciar un
imperio sin que la metrópoli tuviera capacidad para organizar y explotar un imperio; en que la aventura de colonizar la isla había
desembocado en una frustración colectiva porque no había correspondencia entre lo qu e se soñó en España y la realidad viva de La
Española.

Es el caso que don Cristóbal Colón reaccionó violentamente contra esa rebelión y salió a buscar sublevados. Donde cogía a un
castellano rebelde, procedía a ahorcarlo. Como es fácil deducir, en ese estado de desorden los indios pagaban los platos rotos. Al fin,
el Trono, allá en la Península, resolvió cortar por lo sano; envió a La Española, con órdenes severas, a don Francisco Bobadilla, y éste
hizo presos al Almirante y a sus hermanos y los envió a España. En ese momento queda ban en La Española sólo trescientos
castellanos. Colón llegó a España cuando faltaban un mes y cinco días para finalizar el año 1500. Con el siglo xv terminaba la
autoridad de Colón sobre La Española, la tierra en que puso tantas ilusiones.

¿Por qué Bobadilla no mandó preso también, junto con el Almirante y sus hermanos, a Francisco Roldan? Se piensa que don
Cristóbal perdió el favor de la reina cuando doña Isabel supo que estaba repartiendo indios entre sus amigos; y tal vez se le hizo
creer a la reina que Roldan defendía a los aborígenes. Al iniciar su rebelión, Rolda n lo había hecho a los gritos de "¡viva el rey!".

Roldan era ignorante pero inteligente, y sabía que ningún español aceptaría ponerse contra el Estado, encarnado en don Fernando y
doña Isabel. La rebelión se hacía contra Colón y sus hermanos, pero se hacía pública la adhesión al Trono. Roldan, pues, apareció en
la isla como el defensor de los monarcas. Sin ninguna duda, Roldan podía seguir siendo útil en La Española, puesto que tenía
autoridad sobre españoles y sobre indios. En el caso de los últimos, esa autoridad no descansaba sólo en que había reclamado —y
obtenido— la derogación de los tributos que debían pagarlos indios; descansaba, quiz ás más que nada, en la vinculación de Roldan
y sus hombres con los indígenas de Jaraguá a través de la organización sociocultural de los indios.

En esa organización, el nexo tribal era de una fuerza que hoy difícilmente podemos a preciar. Hoy queremos y ayudamos a nuestros
padres, hijos y hermanos, pero desde un punto de vista personal, no colectivo. Los indios tainos de La Española —como los caribes y
los arauacos de todo el Caribe— iban más allá; la familia, nucleada en varias genera ciones —esto es, la tribu—, era en sí misma el
grupo social. Todo el que entraba en ese grupo social era defendido a vida y muerte por el grupo. Roldan y los españoles que le
siguieron en la rebelión se incrustaron en la organización social taina de Jaraguá a través de los hijos que tuvieron con esas
"mancebas preñadas y paridas" de la tribu de Anacaona. Roldan tenía autoridad de líd er sobre los españoles que le siguieron, y él y
éstos eran ya, en el sentimiento de los indios de Jaraguá, miembros de su tribu; así, Roldan tenía la categoría de un cacique, aunque
no lo fuera, pues mandaba en los españoles que eran sus partidarios y éstos eran seg uidos por los hermanos y los primos y los tíos y
los padres de sus mujeres indias. Prender a Roldan equivalía a soliviantar a sus seg uidores españoles, y tocar a éstos era lo mismo
que tocar a todos los indios de Jaraguá. Sin conocer esa situación no podemos explicarnos la tan mentada matanza de Jaraguá.

Esa matanza fue ejecutada por el comendador don Nicolás de Ovando, que llegó a La Española el 15 de abril de 1502 con toda la
autoridad necesaria para establecer allí el orden. A su llegada, Ovando detuvo a Bob adilla y a Roldan y los metió en un barco con
destino a España. Ya hemos contado que la flota en que iban se hundió, a pesar de qu e Colón, que quiso entrar en el puerto de la
Nueva Isabela o Santo Domingo, aconsejó que no se despacharan esos barcos porque hab ía amenaza de huracán.

La prisión de Roldan y su subsecuente desaparición al perderse la flota debió causar necesariamente, aunque no lo digan los
documentos, mucha aprensión y mucho disgusto en Jaraguá. Para hacernos cargo de la extensión de ese disgusto tendríamos que
saber ahora cuántas hijas o hermanas de indios de ese reino tenían hijos con españoles roldanistas, y sólo sabemos que Higuemota,

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hija de Anacaona, había sido mujer de Roldan. En Jaraguá debió hablarse bastante mal de Ovando y quizá se hablo de ataques al
nuevo gobernador. Se sabe que hasta éste llegaron rumores de que se preparaba un levantamiento de los indios de Jaraguá. Ovando,

que había llegado de España con instrucciones de ser duro contra todos los rebeldes, españoles o indios, se decidió a dar ejemplo. Y
lo dio, por cierto que muy sangriento.

Ovando salió hacia Jaraguá, que —como hemos dicho ya— caía por la banda del sur hacia el Oeste. El comendador llevaba 300
infantes y 70 jinetes. Al llegar a Jaraguá salieron a recibirle todos los caciques d e la región, corí Anacaona al frente de ellos, mientras
un grupo de mujeres danzaba al son de cantos. A Ovando se le alojó en uno de los gra ndes caneyes. Para responder a los halagos,
Ovando anunció un juego de cañas e invitó a todos los indios principales a su caney. Cuando todos estaban allí, los españoles de a pie
cercaron el caney, hicieron presos a todos los indios, se llevaron a Anacaona —a quien ahorcarían después— mientras los de a
caballo corrían por el pueblo alanceando y acuchillando a cuantos encontraban. Los q ue quedaron cercados, en el caney fueron, al
parecer, quemados allí mismo, de manera que sí eran caciques y principales de la' región, Jaraguá quedó sin jefes y definitivamente
pacificada. Roldan yacía en los fondos del mar y sus "familiares" de la isla habían sido aniquilados.
En la región del este de la isla no había habido hasta ese año de 1502 actividad guerrera. La región se llamaba Higuey. Higuey era
una península con costas al Norte, al Este y al Sur. Frente a la costa del sur, muy cerca estaba la pequeña Saona. Un día, una nave
anclada en la Saona estaba cargando casabe. Los cargadores eran indios comandados por un cacique. Dos españoles de los que
andaban en la nao le azuzaron un perro al cacique, y el animal le atacó con tanta fiereza, que le echó los intestinos afuera. Esto
produjo una rebelión en Higuey que costó la vida a ocho españoles. Inmediatamente Ovando envió hacía Higuey una columna al
mando de Juan de Esquivel, que pacificó la región matando indios. En Saona, donde se había refugiado Cotubanamá, no quedó
prácticamente nadie vivo, excepto el cacique, que fue llevado preso a Santo Domingo y ahorcado. Ahorcada murió también la cacica

Higueymota, ya anciana. Ovando entendía que a los caciques, por ser gente principal, no se les debía matar a lanzadas ni a
cuchilladas, sino en la horca, "para hacelles honra", según dice Las Casas, lo cual en la lengua de hoy quiere decir "en
reconocimiento de su categoría".

Las matanzas de Jaraguá, Higuey y la Saona dejaron a los pocos indios que quedaron sin líderes y sin fuerzas para rebelarse otra
vez. Pasarían varios años antes de que Enriquíllo, que en 1502 era un jovenzuelo, se levantara en las montañas de Bahoruco. El
imperio estaba firmemente asentado en La Española. La tarea de asentarlo fue bien cumplida por fray Nicolás de Ovando, que
además de matar indios mudó la ciudad de Santiago a la orilla derecha del Ozama y la llenó de edificios públicos impresionantes;
qué fundó numerosos pueblos en sitios estratégicos de la isla; que sometió a los españoles al orden y puso tierra a producir; que
encomendó a Juan Ponce de León la conquista de Puerto Rico y a Diego de Ocampo el bojeo de Cuba. Bajo don Nicolás de Ovando
La Española fue en verdad la frontera de España en el Caribe. Pero al entregar en 1509 el gobierno de la isla y de las Indias al hijo del
Almirante don Diego Colón apenas quedaban en la isla doce o trece mil indios, y sobre ese resto la institución de la encomienda
pesaba como un dogal de hierro remachado a martillazos. , La encomienda fue, por lo menos en el orden legal, un paso avanzado en
el largo tránsito de la esclavitud a la libertad personal. Fue también un compromiso ante el Trono, que no quería la esclavitud, y los
conquistadores del Caribe, que la mantenían. Pero la ley y el-compromiso fueron violados en la práctica por los conquistadores, de
manera que la encomienda resultó ser, en la realidad, una de las formas más aborrecibles de la esclavitud. Para los españoles no era
nada irregular tomar prisioneros en la guerra y hacerlos esclavos. Venían haciéndolo con los moros en la propia España desde hacía

tiempo, así como los árabes" convertían en esclavos a los prisioneros cristianos; ha bían estado haciéndolo en las islas Canarias,
donde en 1493 y 1494 —esto es, cuando ya se había empezado a poblar La Española, y las Canarias eran la primera escala en el viaje
al Caribe— el sevillano Alonso de Lugo había cogido naturales de esas islas —llamados guanches— en gran cantidad y los había
vendido como esclavos. Todavía en el siglo XVII había esclavos en España. Por medio déla encomienda se entregaba a un
conquistador una cantidad de indios, en familias, para que vivieran bajo su protección y cuidado y para que el español les enseñara
la religión católica, y se autorizaba al encomendero a recibir cierta cantidad de tr abajo de los indios a manera de retribución por su
atención y por los gastos que ocasionaran los indios. Los indios debían sembrar lo q ue necesitaran para su sustento.

Pero lo cierto fue que esas familias indígenas pasaron a ser esclavas de sus encomenderos; que éstos las forzaban a trabajar y les

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pegaban y llegaban hasta a darles muerte a palos o con perros; que bajo el gobierno de Diego Colón los repartos de indios se hicieron
sin tomar en cuenta lo que les era más caro a los indios, la unidad de su grupo, de manera que la madre iba en manos de un

conquistador, este hijo a las de aquél, una hija a las de otro; que a los encargados por el Trono de visitar a los encomenderos para
saber si se cumplían las leyes de las encomiendas —los visitadores de encomiendas— se les autorizó a tener indios encomendados,
con lo que la Iglesia fue a dar en manos de Lutero; con todo lo cual la suerte de los indios llegó a ser peor que la de los negros
esclavos. Estos se compraban con dinero, y por eso se cuidaban; los indios se conseguían con una orden del gobernador.

El cuarto domingo de Adviento de 1511, estando el virrey-gobernador don Diego Colón y los más altos funcionarios de la colonia en
misa, oyeron con espanto al padre Antonio Montesinos, que hablaba con la autoridad d e toda la congregación de los frailes
dominicos. El padre denunció lo que se hacía con los indios. "¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible
servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras
mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estrago nunca oído, ha béis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y
fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y
por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día?".

En las breves palabras que hemos copiado, el padre Montesi nos resumió la situación de los indios de La Española encomendados a
los conquistadores. No se podía decir más, pero asombra que pudiera decirse tanto en tres párrafos.
Este episodio ha sido muy celebrado por los historiadores, y, sin embargo, nadie ha intentado calar en su entraña. En la encomienda
de indios degenerada hasta el crimen y en la protesta del fraile por esa degeneración hay toda una lección de mucha profundidad.
Tal vez nada ilumine mejor la situación de España que esa página de la Conquista. Pu es la encomienda fue una medida que no

correspondía a los finales del siglo XV ni a los principios del XVI; era un esfuerzo por resucitar, idealizándola y adornándola con
colores halagüeños, la organización social del Medievo en los tiempos en que el señor protegía al siervo contra sus enemigos y le
hacía justicia a cambio de que éste le diera parte de lo que producía y unos días de trabajo al mes o a la semana; y sucedió también
que la actitud del padre Montesinos fue la de los curas medievales, que defendían al débil contra el poderoso.

Como se ve, en el año de 1511 en Castilla había ideas y actitudes de los tiempos med ievales, que no podían hallarse en regiones de
Europa como Florencia o Flandes, donde la sociedad se había organizado a la manera b urguesa. Y sin una burguesía en el mando
del país, España no podría ser un imperio cabal.

[ Arriba ]

Capítulo IV
LA CONQUISTA DEL CARIBE ENTRE 1508 Y 1526

La conquista del Caribe se limitó, durante quince años, a los conquista de La Española y a su organización como extensión, de
España. Después de logrado esto, se paso a conquistar otros territorios en las Antillas y en Tierra Firme. El proceso comenzado en
1508 por Puerto Rico, fue desordenado; no obedeció a un plan y se dejó, en realidad, a la voluntad de los que quisieron conquistar y

poblar, aunque para hacerlo tenían que obtener la aprobación de las autoridades. En el caso de Puerto Rico, fue Ovando quien dio
poderes a Juan Ponce de León para la conquista de esa isla; en el caso de Jamaica y de Cuba, fue don Diego Colón quien mandó a
Juan de Esquivel a la primera y a Diego Velázquez a la segunda; pero en el caso de Nueva Andalucía y Veragua, fue el rey quien
capituló con Ojeda y Nicuesa.

Lo lógico hubiera sido que la conquista del istmo de Panamá y dé una parte de Améric a Central se hubiese hecho como empezó,

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partiendo de La Española o desde Jamaica —que geográficamente era mejor base que La Española en lo que se refiere a la América
Central y al istmo—; sin embargo, en 1514 se envió desde España a Pedradas Dávila con una lujosa expedición despachada

directamente a Castilla del Oro —Panamá—, y al mismo tiempo se procedía a la conquista de la América Central desde La Española
y desde Méjico.

Ese estado de desorden puede apreciarse bien en el caso de Venezuela. Todas las fundaciones de ese país se hicieron desde La
Española. Pero en 1528, al mismo tiempo que Juan de Ampués se establecía en Coro, el Trono español cedía ése y otros territorios a
una firma alemana, los Welzeres o Balzares.

El resultado de esa falta de orden, debido a la ausencia de un centro que organizara la Conquista, fue una larga serie de litigios y de
choques entre los conquistadores y el abandono de muchos territorios —especialmente islas— que nunca fueron poblados y que por
esa razón cayeron después con facilidad en manos de otros imperios. El resultado, en suma, fue que se dio pie para que el Caribe se
convirtiera en la frontera de varios imperios de lucha.
Hagamos la historia de la conquista del Caribe en el orden cronológico en que se produjo.

Las matanzas de Higuey y la Saona tuvieron lugar, como dijimos ya, en el año de 1502 , y fueron dirigidas por Juan de Esquivel. A
raíz de la pacificación de Higuey, Ovando nombró teniente gobernador de la zona a Ju an Ponce de León. Seis años después, a
mediados de 1508, lo autorizó a explorary conquistar la vecina isla de San Juan (Puerto Rico). Al año siguiente (1509) el virrey don
Diego Colón mandaría a Juan de Esquivel a hacer lo mismo en Santiago (Jamaica).

Ponce de León había establecido casa —cuyas paredes de piedra pueden verse todavía— a orillas del río Yuma, cerca del mar Caribe,
de manera que tenía contactos frecuentes con indios navegantes. Así se enteró de que San Juan era grande y hermosa y de que allí
había oro. Autorizado por Ovando, se fue a San Juan con 50 hombres, uno de los cuales era intérprete; llegó a la costa sur de la isla
el 12 de agosto (1508) y desembarcó en lo que hoy es Guánica, cerca de un poblado dé indios cuyo cacique se llamaba Agueybana.
Agueybana recibió al capitán español con buenos modos, como ocurría casi siempre en el primer encuentro de castellanos e
indígenas.

Al finalizar el año, Ponce de León había explorado gran parte de la isla sin hallar dificultad alguna en sus relaciones con los indios,
que le obsequiaban con oro y víveres y le prestaban ayuda en cuanto les pedía. A fines de año decidió fundar población en lo que hoy
es la bahía de San Juan. Ovando bautizó el nuevo establecimiento con el nombre de Ca parra y el rey con el de Puerto Rico. Este
último acabó siendo el de la isla. Cuando regresó a Santo Domingo en abril de 1509 p ara dar cuenta a Ovando de lo que había hecho
en la isla vecina, Ponce de León llevaba como muestra de la riqueza de Borinquen una cantidad de oro que al fundirse dio 839 pesos
y cuatro tomines. Ese mismo año (1509), el 14 de agosto, el rey nombró a Ponce gobernador de la isla.

Poco antes —en el mes de julio— había llegado a La Española Diego Colón, el hijo del Descubridor, con el título de virrey de las
Indias, y con él viajó al Caribe Cristóbal de Sotomayor, un joven de la nobleza espa ñola a quien el rey don Fernando le dio cédula
real para que se le entregara en Puerto Rico el mejor cacique de la isla con 300 ind ios. A este Sotomayor nombró Ponce de León

alguacil mayor de Puerto Rico, y el nuevo funcionario procedió a fundar un pueblo al que bautizó con su propio nombre. Aunque no
hay detalles acerca de la aplicación de las encomiendas en la isla, se sabe que comenzó en el 1509 y debemos suponer que el sistema
se inició al entregársele a Sotomayor "el mejor cacique" y los 300 indios de que hab la la mencionada cédula real. Mientras no se
comenzaron las encomiendas y mientras vivió el cacique Agueybana, todo iba bien en Puerto Rico.

Pero empezaron a repartirse indios entre los españoles y murió Agueybana, y su hered ero en el cacicazgo, Guaybaná, decidió
comenzarla lucha contra los españoles. Para convencer a los indígenas de que los españoles eran mortales, Guaybaná hizo preso a
Diego Salcedo, a quien metió en el cauce de un río, con la cabeza dentro del agua ha sta que murió ahogado. Después de esto
organizó un levantamiento que tuvo lugar al comenzar el año 1511 y que empezó con la muerte de Sotomayor y de un grupo de

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españoles que le acompañaba. Al mismo tiempo el cacique Otoao asaltó el pueblo de Sotomayor, lo quemó y mató a 80 de sus
habitantes.

Para hacer frente a la rebelión de Guaybaná y Otoao, Ponce de León se dirigió a Coayuco —el actual Yauco—, donde atacó de noche a
una concentración indígena, ala que hizo más de 200 muertos. Pero Guaybaná no cayó en esa acción y se fue a la región de
Yagueza—hoy Añasco— adonde le llegaron refuerzos que le enviaban los caribes de la isla de Santa Cruz, prueba de que había una
comunidad racial o de otro tipo entre arauacos y caribes.

El gobernador recibió refuerzos de La Española y levantó un fortín para estar a salvo de sorpresas. Guaybaná atacó ese fortín, él
mismo al frente de sus indios, pero como llevaba al cuello un disco de oro que era el símbolo de su jerarquía, pudo ser fácilmente
localizado por un arcabucero, que acertó a matarlo de un disparo. Los seguidores de Guaybaná que no se rindieron en el combate
fueron cazados con perros y vendidos como esclavos, y como algunos huían hacia Santa Cruz, se procedió a destruir todas las canoas
de indios para que ninguno pudiera salir de Puerto Rico.

Perseguidos en forma tan implacable, muchos de los indígenas se internaron en las sierras y se dispusieron a seguir luchando.
Cuando don Diego Colón llegó ala isla en 1514, en visita de inspección, ordenó la fu ndación de un pueblo que se llamaría Santiago,
situado en la costa del este; pero los indios que se habían escondido en las lomas de Luquillo bajaron, combinados con otros que
llegaron de Santa Cruz y de la isla Vicques; asaltaron Santiago, la destruyeron tota lmente, mataron a la mayoría de los habitantes a
macana, exterminaron el ganado y aniquilaron los sembrados. No conformes con lo que habían hecho, avanzaron hacia el Oeste y
asaltaron las viviendas de los españoles en Loíza. El jefe de esa acción se llamaba Cacimar, y como fuera muerto por los

conquistadores, su hermano Yau-reibo organizó en la isla de Vieques otro asalto a Puerto Rico con el propósito de vengarlo. Pero el
gobernador, que ya no era Ponce de León, supo la noticia, se dirigió a Vieques, cogió por sorpresa todas las canoas indígenas, entró
en la pequeña isla y dio muerte a Yaureibo y a todas sus gentes. Inmediatamente desp ués organizó expediciones a Santa Cruz y a las
restantes islas Vírgenes para liquidar allí todo intento de ataque a Puerto Rico o en La Española.

Veinte años después del alzamiento de Guaynabá los indios de Borinquen estaban prácticamente exterminados, puesto que en 1531
sólo quedaban en la isla 1.148, de ellos 473 repartidos y 675 esclavos. Nunca sabremos cuántos de esos esclavos fueron cazados en
otras islas y vendidos en Puerto Rico. Sin embargo, lo que acabamos de decir no significa que en 1531 había terminado la lucha de
los indios contra los españoles en la isla de Puerto Rico, como no terminó la de la Española con las matanzas de Jaraguá e Higuey en
1502. Pero esa lucha será explicada más tarde.
De Jamaica se sabe muy poco. Hay quien opina que Juan de Esquivel llegó a esa isla en 1510; hay quien dice que fue en 1509. Juan
de Esquivel era hombre, por lo visto, a quien no le interesaba la Historia. Desde luego, debió haber llegado a Jamaica en 1509,
porque ese año se iniciaron los viajes de Alonso de Ojeda y Diego Nicuesa a Nueva Andalucía y Veragua. A ambos se les había
señalado que Jamaica sería su base de operaciones. Como don Diego de Colón entendía que Jamaica le pertenecía en herencia,
debido a que su padre la había descubierto y había estado en ella más de un año, se apresuró a despachar a Juan de Esquivel hacia
esa isla para tomar posesión efectiva de ella antes de que pudiera hacerlo Ojeda o Nicuesa. Se sabe que Ojeda y Nicuesa salieron de
La Española hacia sus respectivos territorios antes de terminar el año 1509. Por cierto, que en su viaje de España a La Española, al

pasar por Santa Cruz, Nicuesa apresó varios indios que vendió como esclavos en La Española. Parece que Esquivel no salió hacia
Jamaica sino después de haber salido Ojeda para Nueva Andalucía, puesto que el padre Las Casas cuenta que Ojeda afirmaba que si
Esquivel iba a Jamaica le cortaría la cabeza. Podemos colegir que Esquivel partió pa ra Jamaica —con 60 hombres— después que
Ojeda se fue, pero en ningún caso en el 1510.

Esquivel fundó en la costa norte de Jamaica un pueblo llamado Sevilla la Nueva. Más tarde aparecerá, un poco hacia el este de
Sevilla, una población llamada Melilla, y luego, sobre la banda del sur, otra llamada Santiago de La Vega, que pasaría a llamarse La
Vega a secas. No se sabe cuándo desaparecieron Sevilla la Nueva y Melilla, aunque ha y indicios de que la población de la primera
fue trasladada a Santiago de La Vega. Según un informe, La Vega tenía en 1582 cien habitantes, aunque esa cifra debe tomarse

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como de vecinos, es decir, de jefes de familias, puesto que en 1597 se decía en otro informe que tenía 730 vecinos —y en esa ocasión
debieron ser habitantes—. En 1611, esto es, catorce años después del informe anterior, se decía, que la población de la isla alcanzaba

1.510 personas, de ellas, sólo 74 indios.

Jamaica debió ser pobre en indios. No hay noticias de que sus naturales lucharan contra los españoles ni que desde ella se sacaran
esclavos. Se sabe que cuando Esquivel estableció el sistema de las encomiendas muchos indios huyeron a los montes; se sabe que de
la isla se enviaban a tierra firme alimentos y hamacas para cambiarlos por esclavos indígenas que se vendían en La Española. Pero es
muy poco más lo que se sabe. La historia de esos primeros años de Jamaica se esfuma como una pequeña nube deshecha por la
brisa.

Cuando se discutían las capitulaciones del Trono con Ojeda y Nicuesa, Juan de la Cosa, el gran marino español, aconsejó que se
tomara como línea divisoria de las dos futuras gobernaciones el río Atrato, que desembocaba en el golfo de Urabá —hoy Darién—.
Desde el río, por el Oeste y por el Norte, hasta cabo Gracias a Dios, sería Veragua. Eso quiere decir que el territorio donde están hoy
Panamá, Costa Rica y Nicaragua formaría la gobernación de Nicuesa. Del río, por el Este, hasta cabo de la Vela, seria Nueva
Andalucía, gobernación de Ojeda. Eso significaba que a Ojeda le tocaría gobernar lo que hoy es Colombia.

Ojeda dividió su expedición en dos partes; una que iría con él y otra que llevaría m ás tarde Fernández de Enciso. Con Ojeda iba de
piloto Juan de la Cosa, e iba un hombre que pasaría a la historia como el conquistador del Perú, Francisco Pizarro.

Ojeda llegó a Turbaco, cerca de lo que hoy es Cartagena, y halló violenta oposición de los indios. En esa ocasión perdió la vida Juan

de la Cosa. Nicuesa llegó a auxiliar a Ojeda y ambos capitanes estuvieron combatiend o a los indios de la región sin que lograran
someterlos. Al final se separaron; Nicuesa siguió viaje-hacía su destino y Ojeda se internó en el golfo de Urabá y fundó, en la orilla
oriental del río Atrato, el pueblo de San Sebastián. Pero no pudo sostenerse allí. Los ataques de los indios eran constantes y feroces, y
además el sitio era insalubre. Ojeda perdía hombre tras hombre y él mismo fue herido en una pierna. Mientras tanto, Fernández de
Enciso no aparecía con la expedición auxiliar, que debía salir de La Española. Hacia el mes de mayo (1510) la situación era tan
desesperada, que Ojeda tomó la decisión de salir él mismo hacia La Española a buscar refuerzos. Al frente de sus hombres dejó a
Francisco Pizarro, que ya comenzaba a dar muestras de sus condiciones para el mando. Ojeda naufragó y fue a dar a la costa sur de
la porción oriental de Cuba —que todavía no había sido conquistada por los españoles— y desde allí mandó un hombre a Jamaica
para pedir ayuda. Juan de Esquivel —a quien él había amenazado con la decapitación h acía poco tiempo— le envió a Pánfilo de
Narváez con una escolta. De Jamaica, el duro conquistador se fue a La Española, ingr esó en un convento para hacer penitencia y al
morir pidió que se le enterrara en la puerta para que todo el que entrara y saliera pisara sobre sus restos.

En el mes de septiembre Francisco Pizarro abandonó San Sebastián y salió mar afuera. Iba navegando, no sabemos hacia dónde,
cuando halló a Fernández de Enciso, que se dirigía hacia San Sebastián, Pizarro le d io cuenta del fracaso de la expedición, de la
muerte de Juan de la Cosa y la ausencia de Ojeda, y Enciso ordenó el retorno a San S ebastián. Pero al llegar encontraron sólo cenizas
de la fundación. Los indios habían destruido todo lo que los españoles habían dejado atrás.

En ese momento surgió de entre los hombres de Enciso uno que se había escondido en su nao cuando la expedición salía de Santo
Domingo. El hombre tenía prohibición de salir de la Española mientras no pagara sus deudas, que no debían ser muy altas, y era tan
desenvuelto, que llevaba en el buque su perro, un cazador de indios que se haría célebre junto con su dueño. Este se llamaba Vasco
Núñez de Balboa y conocía la región del istmo porque había estado allí con Rodrigo d e Bastidas hace diez años. Cuando Bastidas
logró salir de La Española para retornar a España, después de haber estado bajo el p roceso que le levantó Bobadilla, Núñez de
Balboa se quedó en la isla y ocho años más tarde salía de allí escondido en el buque de Fernández Enciso. Balboa dijo que en la orilla
de enfrente del golfo de Urabá había un lugar apropiado para fundar, que el conocía el sitio y que aseguraba que los indios no
causarían molestias. Se hizo lo que decía Balboa; pasaron al otro lado del golfo, pero no hallaron la acogida cordial que esperaron y
tuvieron que combatir duramente contra los indios, acaudillados por el cacique Cemac o. La región era rica y los españoles,

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entusiasmados con el botín que cogían, resolvieron permanecer allí a toda costa. Cua ndo lograron vencer a Cemaco fundaron
Nuestra Señora de la Antigua del Darién. Era todavía el año de 1510.

Pero había sucedido que en su lucha por sobrevivir, los hombres de Fernández Enciso habían encontrado un nuevo líder —Vasco
Núñez de Balboa— y a la vez habían violado las capitulaciones reales del 9 de junio de 1508, pues la nueva ciudad no quedaba
dentro de los límites de Nueva Andalucía, la goberna ción de Ojeda, sino dentro de los de Veragua, la gobernación de Nicuesa; y
siendo Enciso, como lo era, un teniente de Ojeda, ya no tenía autoridad legal sobre la Antigua. Estaban los nuevos pobladores
cavilando sobre esa falsa situación cuando arribó a la Antigua una nao que andaba en busca de Nicuesa. La nao llegaba para
reforzar la expedición de Nicuesa, como antes llegó Enciso para reforzar a Ojeda.

Diego Nicuesa había tenido, igual que Alonso de Ojeda, un viaje infortunado. Había d ividido su expedición en dos grupos y había
colocado uno bajo el mando de Lope de Olano mientras él encabezaba el otro. Lope de Olano llegó al río Belén, donde el Almirante
don Cristóbal Colón había fundado un establecimiento en 1503, y dispuso establecer a llí un pueblo. Nicuesa, que había seguido
hacia el Oeste, naufragó y se refugió en el archipiélago de Bocas del Toro; recogió a Nicuesa y, ya juntos, navegaron hacia el Este,
hasta Nombre de Dios, donde les halló poco después la nao de la expedición auxiliar que había salido de la Antigua en busca de
Nicuesa. Diego Nicuesa, a quien le había ido tan mal, recibió la noticia de que ya h abía una ciudad fundada en su jurisdicción y de
que la gente que había poblado allí había recogido abundante oro, y reaccionó diciendo que tan pronto llegara les quitaría esas
riquezas y les echaría del lugar. Pero sucedió que mientras Nicuesa andaba por Nombre de Dios los pobladores de la Antigua habían
elegido un Ayuntamiento con dos alcaldes, Vasco Núñez y Martín Zamudio, y sucedió ad emás que uno de los buques de la pequeña
flotilla que conducía a Nicuesa y a su gente a la Antigua llegó al lugar antes que el de Nicuesa, y los marineros contaron en la

Antigua lo que oyeron decir al infortunado gobernador de Veragua. Así, cuando éste se acercó a tierra encontró que los habitantes de
la ciudad no le permitieron desembarcar. Nicuesa tuvo que irse, con un puñado de hom bres que prefirieron seguirle, y al parecer
tomó rumbo a La Española. Nunca llegó allá y nunca más se supo de él.

Una vez libres de Nicuesa, los partidarios de Núñez de Balboa comenzaron a preparar la expulsión de Fernández de Enciso. Este
representaba a Ojeda, y la gobernación de Ojeda comenzaba al otro lado del golfo. Enciso, pues, no tenía ninguna autoridad sobre la
Antigua, situada en territorio de Veragua. Se acordó, pues, expulsar también a Ferná ndez de Enciso, que fue despachado a La
Española; y junto con él, para explicar la situación y evitar problemas futuros, salieron el alcalde Zamudio, que seguiría viaje a
España a fin de hablarle al rey, y un tal Valdivia, que se quedaría en Santo Domingo para hacer lo mismo con Diego Colón y para
pedirle que enviara refuerzos y víveres a la Antigua.

Mientras los comisionados del Ayuntamiento de la Antigua —el primer ayuntamiento en tierra continental— viajaban hacia sus
destinos, Balboa comenzó a hacer exploraciones por la región, a convencer a los caciques de que mantuvieran amistad con los
españoles y a pedirles oro. Estando de visita en las tierras del cacique Comogre se suscitó una trifulca entre los acompañantes de
Balboa —uno de ellos era Pizarro— a causa de la repartición del oro con que les había obsequiado Comogre. Un hijo de éste se
asombró de que los conquistadores disputaran por eso y les dijo que si les interesab a tanto el oro él podría decir les dónde lo había
en cantidades fabulosas, y les refirió que a poca distancia hacia el Sur había otro mary que a la orilla de ese mar había unos países

que tenían oro a montones.


Entusiasmado con las noticias que le oyó al hijo de Comogre, Balboa retornó a la Antigua, donde encontró a Valdivia, que había
vuelto de la Española con víveres y hombres enviados por don Diego Colón. Pero Balboa necesitaba más ayuda para emprender viaje
a las orillas de "ese otro mar", y despachó de nuevo a Valdivia con instrucciones y 15.000 pesos que correspondían al quinto del rey.
Valdivia, sin embargo, no llegó a La Española y nunca más se supo de él. Mientras Va ldivia viajaba —y se perdía—, Balboa se dedicó
a reconocer el golfo de Urabá, a hacer amistad con los caciques de la zona y a prepa rarse para la aventura que haría de él un
personaje histórico. Como tuviera noticias de que los indios se confederaban para atacarle, atacó él antes, prendió a unos cuantos
caciques, dio muerte a otros y se preparó para enviar más comisionados a España a fin de obtener la autoridad legal que necesitaba
para seguir gobernando en Veragua y para que se le diera ayuda que le haría falta si ponía sus planes en ejecución. En eso iba

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terminando el año de 1511.

Afines de 1511 España tenía en el Caribe cuatro puntos ocupados: La Española, asiento del virreinato y de la Real Audiencia de las
Indias; Puerto Rico, donde Ponce de León combatía contra Guaynabá y había fundado Ca parra (San Juan); Jamaica, bajo el
gobierno de Juan de Esquivel, y la Antigua de Darién (Darién, más tarde), un poblamiento en la tierra continental gobernado por
Vasco Núñez de Balboa. Un año después se cumplirían veinte del Descubrimiento y hacía ya dieciocho años desde que el almirante
don Cristóbal había llegado a la costa de La Española con más de 1.300 hombres para dar principio al Imperio; y el Imperio, sin
embargo, no cuajaba.

Después de la matanza de Jaraguá, en 1502, el comendador Ovando se fue al oeste de La Española a fundar ciudades y puso cinco de
ellas bajo el cuidado de Diego Velázquez, a quien nombró lugarteniente de gobernador. A ese Diego Velázquez encargó el virrey don
Diego Colón, a finales de 1511,1a conquista de Cuba. Levantó Velázquez bandera de reclutamiento en todas las ciudades y villas de
La Española y reunió unos 300 seguidores, muchos de los cuales embarcaron con sus esclavos indios, con sus perros y sus caballos.
Entre esos hombres iban Hernán Cortés, el que siete años después sería el conquistad or de Méjico; Pedro Alvarado, futuro
conquistador de Guatemala, Francisco Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva, que serían los descubridores de Yucatán.

Como Juan de Esquivel, Diego Velázquez no tenía en aprecio la Historia. No se sabe q ué día salió de La Española, qué día llegó a
Cuba ni por dónde, qué día estableció la primera fundación. De esto último sólo pued e decirse que fue Baracoa, en el extremo
oriental de la isla. Después de Baracoa fundó Santiago de Cuba, en la costa sur, y la declaró capital de la isla. Esto debió ser en 1512.

La resistencia indígena que encontró Velázquez a su llegada a Cuba fue corta y no alcanzó a retardar la conquista. Un cacique de La
Española llamado Hatuey, que había pasado a Cuba probablemente antes de la llegada d e Velázquez, trató de levantar a los indios
de la región oriental para lanzarlos contra los españoles, y él mismo les presentó b atalla, aunque no sabemos si lo hizo en el
momento del desembarco. Hatuey cayó preso y fue condenado a morir en la hoguera. Cua ndo un sacerdote le pidió que se
convirtiera al catolicismo para que su alma fuera al cielo, el indio respondió que si los españoles iban al cielo él no quería reunirse
con los españoles allá. Parece que Hatuey fue quemado en febrero de 1512.

Una vez establecido en Santiago, Velázquez procedió a conquistar la región que hoy se llama Oriente. Ante la presencia de los
españoles, los indios se retiraban hacia el Oeste. En algunos casos, como sucedió en Bayamo, pretendieron resistir, pero fueron
arrollados por fuerzas que comandaba Panfilo de Narváez, que había llegado poco antes de Jamaica. Una vez conquistado Oriente,
los compañeros de Velázquez comenzaron a pedirle que les diera encomiendas de indios. Velázquez, que tenía una larga experiencia
de poblador de La Española, y que además era persona prudente, sabía que si los comp lacía, los indios huirían a las montañas y
abandonarían los sembrados, lo que significa ría escasez y sufrimientos para los conquistadores. Pero tuvo que ceder, de manera
que la encomienda entró en función en Cuba antes de que los españoles se internaran en lo que hoy es Camagüey.

Velázquez avanzó hacia el occidente de la isla. El iba por mar, costeando la orilla sur; otra flotilla iba por la costa norte; una
columna de españoles e indios iba por tierra al mando de Pánfilo de Narváez. La colu mna halló alguna resistencia en Caoano y

Narváez le hizo frente con toda severidad. El padre Las Casas, que todavía no era sa cerdote y había llegado a Cuba poco antes, y que
acompañaba a Narváez, fue testigo de la matanza y la persecución de Caoano. A su paso hacia el Oeste, los conquistadores iban
dejando fundaciones.

Este avance hacia el occidente de Cuba debió darse hacia el 1513, el año en que Vasc o Núñez de Balboa se preparaba para la gran
aventura de su vida. El 1 de septiembre salió de la Antigua con un bergantín, 10 canoas, 190 españoles, 1.000 indígenas, perros de
presa y provisiones; se dirigió al Noroeste, hizo tierra en Puerto Careta y se internó hacia el Sur. Como encontraran alguna oposición
en las tierras del cacique Trecha, Balboa y su gente hicieron una matanza ejemplar. El 24 de septiembre comenzaron a subir una
loma cuya cumbre alcanzaron el día siguiente, domingo 25. Desde allí vieron el que llamaron Mar del Sur. En el grupo estaba

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Francisco Pizarro, que años después iba a dar en ese mar con el Imperio de los incas. Cuatro días más tarde llegaron a las orillas del
Pacífico, en el llamado golfo de San Miguel. Un mes tardaría Vasco Núñez de Balboa en penetrar en las aguas de ese mar

desconocido; fue el 29 de octubre (1513), en el momento en que la marea había subido a su más alto nivel, pues quería tomar
posesión de esa inmensidad de aguas cuando estuvieran en su punto más alto. Penetró en ellas con el pendón real, que llevaba
pintada una imagen de la Virgen, y cuando el agua le dio en las rodillas comenzó a vivar a los Reyes y a declararlos dueños de ese
mar y de cuantas tierras hubiera en él.

Con el descubrimiento del Pacífico se ampliarían en proporciones las posibilidades d el Caribe, pues las grandes riquezas de la costa
americana del Pacífico serían movilizadas hacia Europa por la vía del istmo de Panam á y, por tanto, el transporte de esas riquezas se
haría por el mar Caribe. Balboa y sus hombres salieron de las costas del sur al fina lizar el mes de noviembre de 1513. Habían oído a
los caciques de la región hablar de las ricas tierras que quedaban al Sur, y la imag inación, como es claro, se les encendía. Llegaron a
la Antigua el 19 de enero de 1514. Mal podían ellos imaginarse que a esa altura esta ba preparándose en España una flota de 15
navíos y 1.500 hombres que iba a salir tres meses después de San Lúcar de Barrameda bajo el mando de Pedradas Dávila, a quien el
rey había nombrado gobernador de Castilla del Oro. Castilla del Oro era el último nombre que se le había dado a esa tierra que
Balboa y su gente andaban descubriendo. Ya ese territorio no seguiría estando dentro de los límites de Veragua.

Mientras disputaba con Balboa y buscaba la manera de deshacerse de él, Pedradas Dávila ordenaba a sus tenientes hacer
exploraciones en el istmo y le ordenó a Balboa ir a la costa del sur, para lo cual el descubridor del Pacífico se dedicó a fabricar navíos
en piezas, que debían ser llevados por cargadores indios a través de una selva intrincada, llena de pantanos, lomas, ríos, fieras,
culebras e insectos venenosos. Durante años, Pedrarias, cuya gente se moría de palud ismo y de necesidad, estuvo allí, en la faja de

tierra del istmo, moviendo a sus hombres de Norte a Sur y de Este a Oeste sin que la conquista avanzara en realidad. Aunque la
historia de las actividades de Pedrarias y sus tenientes es bastante confusa, sobre todo en los primeros años, puede resumirse en
estos párrafos: Entre junio de 1514, cuando llegó Pedrarias a la Antigua, y los prim eros meses de 1515, murieron más de 600
expedicionarios; en 1515 se fundó Acia; en 1516, Germán Ponce y Bartolomé Hurtado costearon por el Pacífico hasta Nicaragua;
entre 1516 y 1517 Pizarro estuvo buscando perlas y matando indios en el archipiélago de las Perlas, y Juan de Ayorga estuvo
fundando pueblos que los indios destruían inmediatamente; al mismo tiempo, Gonzalo d e Badajoz avanzaba hacia el Oeste y recibía
grandes obsequios en oro de los caciques de la región, en pago de lo cual asaltó y q uemó la ranchería del cacique París, a lo que éste
respondió con ataques costosos para los españoles, y Gaspar de Espinosa, enviado en auxilio de Badajoz, tuvo que sufrir los asaltos
de los indios de Urraca, un cacique que se mantuvo varios años alzado y en guerra contra los conquistadores.

Mientras sucedía todo eso en el istmo, Diego Velázquez despachaba desde Cuba a Franc isco Hernández de Córdoba para que fuera a
explorar hacia Occidente. Era el año de 1517. Hernández de Córdoba llegó a la isla de Cozumel, frente a la costa caribe de Yucatán, y
después se internó en el golfo de Méjico. Con ese viaje quedaba terminado el periplo del Caribe, salvo el trayecto entre Cozumel y el
golfo de Honduras, que sería recorrido más tarde.

Así, pues, veinticinco años más tarde del 12 de octubre de 1492, el mar de Colón era conocido de una a otra esquina, de uno a otro
canal. De mar de indios había pasado a ser mar de españoles. Ya había en sus tierras negros esclavos y mestizos de blancos, indios y

negros, pero todavía no había llegado a ellas, en son de dueño, más europeo que el español. El Caribe era entonces la frontera
occidental de España, pero no era aún la frontera de varios imperios en guerra.

En esos años el istmo de Panamá y lo que hoy es América Central fueron el escenario de una guerra a muerte entre los
conquistadores españoles. Esa guerra no es el objeto de este libro, pero tal vez sea oportuno decir que está por escribirse aquél en
que se refieran esas luchas enconadas entre los capitanes de la Conquista. En un duro episodio de ellas cayó Vasco Núñez de Balboa,
cuya cabeza adornó lo alto de un madero en la pequeña y mísera plaza de Acia. En el momento en que lo decapitaban —enero de
1519—, Hernán Cortés navegaba por la costa sur de Cuba, camino de la conquista de Méjico. Unos meses después —el 15 de agosto—,
Pedrarias Dávila fundaba Panamá, la ciudad que Henry Morgan, el pirata inglés, iba a destruir en 1671, y a fines de año se

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repoblaba Nombre de Dios.

De pronto, de La Española, que desde hacía algunos años había dejado de ser base de las exploraciones y la conquista del Caribe,
salía en 1520 un grupo de vecinos para poblar la pequeña isla de Cubagua, el rico criadero de perlas que Colón había avistado,
frente a la costa de Venezuela, en agosto de 1498. La isla no tenía agua y era difíc il llevarla de tierra firme, a pesar de que quedaba a
pocas millas, porque los indios caribes de la región, maltratados con frecuencia por los conquistadores, repelían a muerte los
intentos de poner pie en esa costa. En 1515 unos vecinos de La Española habían hecho una entrada en el lugar para llevarse indios
esclavos, y las tribus de la comarca respondieron destruyendo un convento que había en Píritu y matando a los religiosos. A
principios de 1520 salió de la Española un grupo a poblar Cubagua, pero a poco llegó Gonzalo de Ocampo a la costa de enfrente,
ahorcó a nueve caciques y cautivó a 150 indios, que mandó vender en La Española. Aunque en este punto la Historia es confusa al
dar fechas, eso es lo que se desprende de la lógica de los acontecimientos. La agresión de Ocampo dio lugar a otra rebelión de los
caribes, que atacaron a los frailes dominicos de un convento situado en lo que hoy es el golfo de Santa Fe (Cumaná) y no dejaron
fraile vivo ni paredes en pie. Por fin, en septiembre de 1522 se logró establecer un fortín en la boca del río Cumaná, con lo que se
aseguró el agua para los pobladores de la pequeña isla de las perlas y tierra donde pudiera cosecharse bastimentos para alimentar su
población. Ese mismo año de 1522 salía por el Mar del Sur, con derrotero hacia el Noroeste, un nuevo conquistador, que había
llegado a Panamá desde España. Se trataba del Gil González Dávila, quien asociado al piloto Andrés Niño y a otros dos amigos había
obtenido del Trono autorización para poblar en lo que habían sido tierras de Veragua . Este González Dávila tuvo sus disgustos con
Pedrarias Dávila, que no quería darle las naves que había llevado Balboa al Pacífico a pesar de que le entregó una cédula real en que
se ordenaba que se las dieran; logró al fin embarcar, pero tuvo que abandonar los ba jeles porque necesitaban reparaciones; los dejó
al cuidado de Andrés Niño, se metió por lo que hoy es Costa Rica y avanzó por la parte oeste de lo que actualmente es Nicaragua.

Cuando retrocedió a buscar los bajeles para seguir haciendo la exploración por mar, sus hombres le exigieron que explorara por
tierra, que según entendían ellos en las aguas no había minas de oro. Tuvo que seguir, pues. En el camino fue convirtiendo caciques
al catolicismo. Andrés Niño, mientras tanto, llegó hasta un golfo que bautizó con el nombre de Fonseca. Ese golfo es el que está entre
Nicaragua y El Salvador. Cuando González Dávila retornaba, el cacique Diariagen cayó sobre él con muchos indios, y uno de los
convertidos en el viaje de ida se unió a Diariagen, de manera que González Dávila se vio en aprietos. Pero él y su socio Andrés Niño
lograron volver a Panamá, adonde llegaron el 25 de junio de 1523 con 112.524 castell anos de oro, una fortuna superior al millón de
dólares de 1968.

Con ese dinero, González Dávila se dirigió a La Española para organizar una nueva ex pedición, y logró salir con ella el 10 de marzo
de 1524, sólo que en vez de volver por Panamá se dirigió a lo que hoy es Honduras. Al llegar a lo que hoy es Puerto Cortés tuvo que
tirar al agua varios caballos que acababan de morir a bordo, razón por la cual llamó al sitio Puerto Caballos. En el cabo de Tres
Puntas o Manabique fundó la villa de San Gil de Buenaventura, que fue el primer esta blecimiento español en Honduras.

Ahora bien, ese año de 1524 se movían en la América Central varios grupos de conquistadores. Uno, encabezado por Pedro de
Alvarado, había salido de Ciudad Méjico, la rica y poderosa Tenochtitlán, a principios de diciembre de 1523 y bajaba hacia
Guatemala. Tres días antes de que González Dávila saliera de La Española hacia Hondu ras había Alvarado destruido por el fuego la
ciudad mayaquiché de Cumarcaj, y a sus dos reyes con ella. Otro grupo de conquistadores que había salido de Veracruz al mando de

Cristóbal de Olíd desembarcaba el 3 de mayo (1524) en las vecindades de San Gil de Buenaventura, esto es, a quince leguas al este de
Puerto Caballos. Desde Panamá, cumpliendo órdenes de Pedradas Dávila, el anciano tenaz y ambicioso, subían hacia el norte
Hernán de Soto y Francisco Hernández de Córdoba —no el que descubrió en 1517 las costas de Yucatán, sino un homónimo suyo que
iba a ser ejecutado por su jefe, Pedrarias Dávila—; iban penetrando la tierra con la encomienda de ocupar todo lo que había
descubierto Gil González Dávila, porque Pedradas Dávila entendía que esos territorios pertenecían a su gobernación y habían sido,
además, descubiertos años antes por sus tenientes Hernán Ponce y Bartolomé Hurtado. Al mismo tiempo se movía desde Méjico una
segunda expedición despachada por Hernán Cortés al mando de su primo Francisco de la s Casas con el encargo de someter a
Cristóbal de Olid, que pretendía declararse independiente de Cortés. Y por último, en octubre de ese mismo año de 1524, el propio
Hernán Cortés había salido de la capital de la Nueva España (Méjico) hacia las Hibueras (Honduras).

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Cada una de esas expediciones tuvo un destino propio, unas veces Impuesto por la enc ontrada acción de los conquistadores y otras

veces por la naturaleza de la conquista. Los conquistadores eran una cosa y la conqu ista otra. Los conquistadores luchaban contra
los indios y contra la naturaleza, pero también luchaban entre sí, a menudo con una violencia impresionante. Como hecho histórico,
la conquista era la acción llevada a cabo únicamente contra la naturaleza y los pobladores indígenas. La lucha a muerte de un
conquistador por arrebatarle a otro su posición o su oro era la acción individual qu e lo mismo podía darse en España, donde no
había conquista, que en otro país.

Por ejemplo, la expedición de Hernando de Soto y de Hernández de Córdoba iba dirigid a a despojar a Gil González Dávila de sus
territorios. Pero la que Cortés había enviado al mando de Cristóbal de Olid no tenía ese fin, porque Cortés no sabía, cuando
despacho a Olid desde Veracruz, que González Dávüa estaba en ese momento comenzando a poblar en las Hibueras. Sin embargo,
la segunda expedición que despachó Cortés, la encabezada por su primo De las Casas, y la que él mismo realizó, caían dentro del
tipo de luchas de unos conquistadores contra otros. En esas luchas, sólo el que vencía al adversario podía dedicarse a conquistar.

Pero vayamos por partes. Yendo tras las huellas de González Dávila, Hernando de Soto y Hernández de Córdoba fundaron, a
principios de 1524, la villa de Bruselas. Esta villa estuvo en la costa del Pacífico correspondiente hoy a Costa Rica, en las vecindades
del lago de actual puerto de Puntarenas. Al norte de ese sitio, en las orillas del lago de Nicaragua, establecieron Granada, y más al
norte León la Vieja. Desde este último punto se encaminaron hacia el Norte y penetra ron en las Hibueras. Por algún medio se enteró
Gil González Dávila de lo que estaban haciendo los dos tenientes de Pedrarias y de la ruta que seguían y salió a encontrarlos.

El milagro de las comunicaciones de la época merece un estudio. Las travesías por ma r eran relativamente cortas, de manera que de
un lugar del Caribe a otro era fácil que las noticias llegaran a través de tripulantes o pasajeros de las naos que se movían por esas
aguas; pero en esos tiempos no había abundancia de barcos navegando por el Caribe, y por otra parte las comunicaciones por tierra
eran prácticamente inexistentes. Sin embargo, las noticias llegaban a los interesados, como en el caso de Gil González Dávila y los
capitanes enviados por el gobernador de Panamá. Cortés se enteró en Méjico de las intenciones de su teniente Cristóbal de Olid, y
sabemos que las noticias se las llevó Francisco de Montejo, que estaba en Cuba cuando Olid pasó por allí antes de ir a las Hibueras.

Es el caso que Gil González Dávila supo en lo que andaban los capitanes de Pedrarias Dávila y qué camino llevaban, y salió a
buscarlos. Los encontró en Toreba, se enfrentó con ellos y los batió. Así, Pedrarias Dávila quedaba eliminado —sólo que por el
momento— de las luchas de los conquistadores en América Central, y, por tanto, queda ba eliminada una de las cinco expediciones
que llegaban a disputarse el territorio.

Dijimos que Cristóbal de Olid había salido de Veracruz, pero en vez de dirigirse a las Hibueras llegó a Cuba. Allí Diego Velázquez le
aconsejó que le hiciera a Hernán Cortés lo que Cortés le había hecho a él; esto es, declararse independiente de Cortés y obligado sólo
con el rey. Cristóbal de Olid, que llevaba consigo 360 españoles, además de la tripulación de sus barcos, y 22 caballos, consideró que
tenía fuerzas para hacer lo que le aconsejaba el gobernador de Cuba. Sin duda cometió la imprudencia de decirlo en Cuba, cosa que
no hizo Cortés, puesto que el vencedor de Moctezuma no declaró su independencia de Velázquez, sino después que estaba en Méjico.

Llegó Cristóbal de Olid a la costa hondureña, como hemos dicho, a quince leguas de S an Gil de Buenaventura, y fundó allí Triunfo
de la Cruz. Estaba pensando como deshacerse de Gil González Dávila cuando arribó la flota de Francisco de las Casas. Olid se retiró
a un pueblo de indios llamado Naco, y desde ahí comenzó a negociar con De las Casas. Pero se levantó una noche uno de esos malos
tiempos típicos del Caribe que arrastró las naves de De las Casas, las empujó a tierra, se ahogaron 30 hombres y se perdió cuanto iba
en la flota. Olid aprovechó la ocasión y prendió a la gente de De las Casas, y, desd e luego, también al jefe. Inmediatamente mandó
una columna contra González Dávila, y a poco se lo trajeron preso.

Cortés debió saber lo que había sucedido porque Olid le comunicó su buena suerte al gobernador de Cuba. Tal vez Cortés tenía

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informadores cerca de Velázquez. Sólo así se explica que preparara, sin perder tiemp o, una expedición para ir él mismo a las
Hibueras.

El camino de Hernán Cortés fue largo y sufrido. Había salido de la capital de Nueva España en el mes de octubre (1524) con un
séquito impresionante; llevaba a Cuauhtemoc, que iba preso, y a varios reyezuelos mejicanos; llevaba a Marina, a innumerables
sirvientes indígenas y varios cientos de españoles. En el camino casó a Marina con uno de sus capitanes y dio muerte a Cuauhtemoc.
Cuando llegó a territorio de las Hibueras, antes aun de haber entrado en San Gil de Buenaventura, supo que Cristóbal de Olid había
sido muerto y que Francisco de las Casas y Gil González Dávila habían abandonado el país.

Cristóbal de Olid había llevado a sus dos prisioneros a Naco, donde los tenía en condición de huéspedes, y una noche, mientras
cenaba con ellos, De las Casas lo agarró por las barbas y le dio una puñalada en el cuello mientras González Dávila le daba otras en
el cuerpo. Pero Olid logró huir y fue a esconderse en unos matorrales. De Las Casas y González Dávila juraron lealtad a Cortés, cosa
que aprobaron los demás españoles; luego salieron en busca de Olid, lo hallaron, le hicieron proceso y lo ' ajusticiaron el 16 de enero
de 1525. Inmediatamente después, a instancias de De las Casas, rebautizaron Triunfo de la Cruz con el nombre de Trujillo, y como
ignoraban que Cortés había salido de Méjico para Honduras se dirigieron a Méjico para dar cuenta a Cortés de lo que habían hecho.
Se fueron por tierra, vía Guatemala. Cortés llegó a Trujillo hacia el mes de agosto, tras diez meses de una marcha increíble, en la que
cruzó Tehuantepec, las intrincadas selvas de Chiapas, ríos y ciénagas en las que tuvo que hacer puentes y carreteras. En esa larga
caminata hubo días y escenas que son difíciles de creer. Cuando alguno de los conquistadores conseguía algo de maíz o una pieza de
carne, los demás se lo arrebataban. Ni para el mismo Cortés se reservaba nada. Una noche el fabuloso capitán llamó a Bernal Díaz
del Castillo para reprenderle porqué llevó al real algún maíz y no le dio ni una maz orca, a lo que el gran cronista le respondió que

aunque el propio Cortés guardara el maíz se lo hubieran arrebatado, "porque le guard e Dios del hambre, que no tiene ley", según
dijo.

En todo este enredo intervino la Real Audiencia de la Española, que despachó a uno d e sus miembros, el fiscal Pedro Moreno, para
que resolviera la situación creada por las luchas entre Olid, De las Casas y González Dávila y pusiera orden en el territorio. Cuando
Moreno llegó a Hibueras, Cristóbal de Olid estaba muerto y todos reconocían a Cortés como legítimo gobierno del lugar. Para no
perder el viaje, Moreno se llevó 40 indios que iba a vender en La Española como esclavos.

El 8 de septiembre (1525), el vencedor de Moctezuma fundó en Puerto Caballos la villa de la Natividad de Nuestra Señora, que se
llama hoy Puerto Cortés, y después fue a alojarse en Trujillo. Desde Trujillo se dirigió a la Audiencia de Santo Domingo pidiéndole
que se devolvieran a su tierra los cuarenta indios qu£ se había llevado el fiscal Moreno, y a seguidas nombró a su primo Hernando
Saavedra, gobernador de las Hibueras. Desde Trujillo, donde estuvo varios meses, mandó llamar a Pedro de Alvarado, que hacía
más de un año había terminado la conquista de Guatemala y había fundado su capital, la villa de Santiago de los Caballeros de
Guatemala, pero cuando Alvarado llegó a las Hibueras, ya Cortés se había ido. Embarcó en el puerto de Trujillo, el 25 de abril de
1526, por vía del canal de Yucatán, y estuvo en La Habana cinco días. Sería la últim a vez que viajaría por las aguas del Caribe, en las
que comenzó su vida de conquistador.

Ese Pedro de Alvarado, a quien Cortés espero durante varios meses, tardó menos de seis en conquistar el reino de Guatemala. El 13
de febrero de 1524 estaba dando —y ganando— la batalla de Tonalá, todavía en suelo m ejicano, y el 25 de julio estaba fundando
Santiago de los Caballeros de Guatemala. Al mismo tiempo sometió Guatemala y Cuzcatlán, hoy El Salvador, de manera que su
acción, tan relampagueante y decisiva, fue de mar a mar, del Caribe al Pacífico.

Gallardo, desenvuelto y sanguinario, el capitán a quien los indios mejicanos apodera ron Tonatiuh —es decir, el Sol-debido a su
barba y a sus cabellos rubios, había llegado a las Indias con un viejo ropón de Caba llero de Santiago, en el cual se veía todavía la
huella de la cruz que había llevado cuando lo usaba su dueño —un tío suyo, al decir de Alvarado— y por esa razón sus compañeros
de la Conquista le apodaron el Comendador, El nombre que le puso a la capital de Gua temala era en cierto sentido una respuesta a

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esa burla, pero expresaba también su ambición de llegar a ser un miembro de la orden de Santiago. Lo logró, al fin, y murió siendo
comendador de la orden.

Alvarado entró en Guatemala por el río Suichate, después de haber vencido en el río Tonalá —como dijimos— a indios de
Tehuantepec aliados a los quichés de Guatemala. El territorio de los quichés era gra nde y muy poblado. Como en la mayoría de los
reinos mayas, los quichés tenían dos monarcas y un jefe militar al que asistían varios tenientes. Los monarcas quichés eran
Oxi-Queh y Beleheb Tzy; su jefe militar se llamaba Tecún Umán, y el más destacado de los tenientes de Tecún Umán era
Azumanchc. Los mayas-quichés, que conocían la suerte de los pueblos mejicanos, se dispusieron a resistir a Alvarado. Los
desdichados no podían imaginarse que tenían en frente a un rayo de la guerra, de naturaleza agresiva y dura, que no se detenía ante
ningún obstáculo. Ese hombre a quien los mayas-quichés pretendían detener era el que había desatado, matando a gente principal
de Tenochtitlán, los acontecimientos de la Noche Triste. Si fue capaz de hacer eso en plena capital azteca, cuando él y los españoles
que le acompañaban eran un puñado de hombres en medio de miles y miles de indios, qu é no haría en el reino de los quichés con
una columna de hombres aguerridos.

Tecún Umán situó sus fuerzas en el paso del río Tilapa —actual departamento de Retalhuleu— y ahí esperó la llegada de los
españoles. Alvarado lo forzó a retirarse, y Tecún Umán retrocedió hasta el río Salamá, donde presentó batalla. Rápidamente venció
el Tonatiuh la resistencia de los mayas-quichés, cuyas armas arrojadizas y cuya táct ica de combate debían pare-cerles a los
españoles juego de niños.

Después de la victoria de Salamá, Alvarado entró en Zapoti-tlán, capital del reino d e Xuchiltpec, e instaló su cuartel general en el

mercado de la ciudad. Pero le llegaron noticias de que los mayas-quichés estaban concentrándose en Xelajú —la actual
Quetzaltenango— e inmediatamente levantó su real y avanzó por las laderas de un volc án llamado hoy de Santa María. Halló
fuerzas de indios en las orillas del río Xequijel y atacó con su acostumbrada vehemencia. En ese ataque perdió la vida Azu-manché,
el más importante de los tenientes de Tecún Umán. Te cún Umán, mientras tanto, estab a reuniendo hombres en Chuví Megená
—hoy Totonicapán—, que estaba al este de Xelajú y al norte del lago Atitlán, bastante cerca de Xelajú, lo que lo llevó a chocar contra
los españoles en Pachah. En medio de la batalla de Pachah, Tecún Umán se dirigió resueltamente hacia el sitio donde se hallaba
Pedro de Alvarado, fácil de reconocer por su barba rubicunda. Creyendo, con esa admirable ingenuidad del indio, que el jefe español
y su caballo eran una sola y misma cosa, Tecún Umán metió en el cuerpo de la bestia su lanza maya de obsidiana para matar al
guerrero enemigo. Desde la altura del caballo, Alvarado lo atravesó con su lanza europea de hierro; y así murió el caudillo militar del
pueblo maya-quiché.

De viejo es conocido que la historia de las guerras la escribe el vencedor, y escrib e no sólo la suya, sino también la del vencido.
Cuando éste queda aniquilado —como sucedió con los pueblos indios del Caribe— no tiene ni siquiera el recurso de poder aclarar las
dudas. Pedro de Alvarado expuso a su manera la razón que lo llevó a destruir por el fuego la noble ciudad de Cumarcaj y a los reyes
maya-quichés con ella. Dijo que esos reyes habían planeado quemarlo a él vivo; que c omo primera parte de su plan le invitaron a
entrar en la ciudad y le ofrecieron alojamiento y comida para él y para toda su trop a, pero que él entró en sospechas porque llegó a
Cumarcaj y la encontró sin un alma. Según aseguró el capitán conquistador, una vez d entro de la ciudad, y cuando cavilaba por qué

estaba abandonada de sus habitantes, alcanzó a ver a un indio y mandó que le prendieran e interrogaran, y que aquel hombre reveló
el plan de Oxib-Queh y Beleheb Tzy. Eso que dijo Alvarado ha sido repetido por los q ue han hecho su historia sin detenerse a
analizarlo.

En primer lugar, resulta demasiado afortunado que la gente de Alvarado acertara a ver en las calles de Cumarcaj a un indio que
estaba enterado del plan de los reyes maya-quichés, que debía ser un secreto cuidadosamente guardado. En segundo lugar, podemos
imaginarnos, sin ser mal pensados, cómo sería el interrogatorio; qué métodos se usarían para hacer decir al indio todo lo que se les
quisiera achacar a los reyes. En tercer lugar, conocemos la historia de la conquista de otros centros de población maya y sabemos
que muy a menudo los españoles hallaban las ciudades totalmente vacías, sin que la intención de los habitantes fuera atacarlos

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después. Por último, sabemos que Alvarado se retiró de Cumarcaj y plantó su real en un valle vecino a la ciudad; que desde allí envió
recado a los reyes para que le visitaran y que los reyes maya-quichés fueron a verle a su campamento.

La presencia de los reyes maya-quichés en el real de Alvarado, donde estaban reunidos sus enemigos, indica que no tenían el
propósito de quemar vivos a los españoles, pues en ese caso, dada la mentalidad de los pueblos indígenas —aun de los más
avanzados como eran los maya-quichés—, hubieran creído que los conquistadores conocían sus intenciones y que iban a actuar en
consecuencia. Debemos pensar que si el capitán español encontró la ciudad vacía se d ebía a otras razones, no a un plan de los reyes.
Es probable que los indios, asustados por la presencia de los españoles, huyeran a la selva cercana, como huían en Yucatán; es
probable que el indio interrogado dijera bajo el terror lo que Alvarado y sus hombres querían oír.

De todos modos, tuviera o no tuviera el jefe conquistador razón —dentro de la lógica brutal de la guerra y la conquista—, es el caso
que la ciudad de Cumarcaj desapareció entre las llamas y los reyes Oxib-Queh y Beleheb Tzy murieron quemados en su ciudad.
Inmediatamente después de haber realizado tal barbaridad, Alvarado hizo llamar a los hijos de las dos víctimas y los designó reyes
en el lugar de sus padres.

Pedro de Alvarado había hecho con Cortés la conquista de la Nueva España y había aprendido muchas de sus tácticas. Uno de los
recursos que más utilizó Cortés fue el de ganarse el apoyo de unos pueblos indios contra otros. Siempre había habido, antes de la
conquista, rivalidades entre los pueblos indios como las había habido entre las ciud ades de estado griegas y entre los burgos
medievales de Europa. Así, el Tonatiuh puso en práctica lo que aprendió al lado de C ortés, y buscó aliados indígenas. Los encontró
en los cakchiqueles, cuya capital era Ixminché, donde el temido capitán español se a lojó como huésped de sus reyes, Baleheb Car y

Cahi Imox.

Desde Ixmenché, Alvarado despachó una embajada a Tet-pul, rey de los Tzutuhules, para pedirle que reconociera a los reyes de
España como sus legítimos señores. Pero Tetpul no sólo se negó a esa pretensión, sino que dio muerte a los embajadores de Alvarado,
lo que llenó a éste de indignación. En verdad, dentro de los hábitos europeos de hacer la guerra era imperdonable que se matara a
los miembros de una embajada, pero tal vez ese ignorante de Tetpul desconocía las costumbres de Europa.

La capital de los tzutuhules estaba en las orillas del lago Atitlán, un hermoso sitio en medio de picos de montañas. Alvarado se lanzó
sobre esa capital y la tomó. Allí obtuvo no sólo la rendición de Tetpul y su pueblo, sino también la de los pipiles, que se reconocieron
vasallos del rey de España.

Itzcuitlán —la actual Escuintla—, que estaba al sudeste del lago de Atitlán y a cierta distancia, no aceptó la rendición que le
proponía el conquistador. Alvarado marchó sobre ella y la asaltó de noche, bajo la lluvia; pasó a cuchillo a toda la población y luego
quemó la ciudad. Inmediatamente después de esa acción avanzó hacia el Sur, cruzó el río Michatoya y se encaminó hacia el Este por
la costa del Pacífico. Rápidamente tomó Txisco, Guazacapán —el actual Ahuachapán de El Salvador—, Chiquimulilla, Nacinta y
Paxaco. En Paxaco tuvo que combatir contra indios aguerridos que le mataron e hirieron a muchos hombres. El mismo recibió ahí
una herida de flecha que le dejó una pierna cuatro centímetros más corta que la otra para el resto de su vida.

Esa campaña relampagueante había sido hecha en cinco meses. Los conquistadores eran pocos, sobre todo si se les compara con la
mucha población india de esos reinos, que eran de los más poblados en el Caribe; e h icieron la campaña a pie —los jinetes eran
contados— por un país de montañas, volcanes, bosques tupidos y ríos caudalosos.

De Paxaco, el Tonatiuh retornó a Ixminché, donde fundó, el 25 de julio de 1524, la c iudad de Santiago de lo V Caballeros de
Guatemala, llamada a ser la capital del reino que había conquistado. No lo fue, sin embargo, porque los indios cachiqueles, que
habían sido sus aliados cuando Alvarado les ofreció protección contra sus enemigos los maya-quichés, no pudieron sufrir los malos
tratos de los conquistadores y se rebelaron con tanta violencia, que la capital tuvo que ser trasladada a un lugar fuera de su

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territorio. La capital se estableció entonces al pie del volcán de Agua. Pero el 11 de septiembre de 1541, el enorme lago que llenaba el
cráter del volcán rompió la pared del cráter que daba a la ciudad, y millones de met ros cúbicos de agua se derramaron sobre ella.

Los que visitan ahora los restos de aquella Guatemala infortunada ven con asombro la s ruinas de templos y palacios de una
población que sin duda estaba llamada a ser de gran nobleza y de hermosura impresionante. Tres meses y medio antes de esa
desgracia, Pedro de Alvarado había muerto en la Nueva España a causa de haberle caíd o encima un caballo. Cuando su capital fue
destruida, aún estaban adornados con mantas negras los balcones del palacio de Alvarado. Allí desapareció en la catástrofe la mujer
del Tonatiuh, quien desde el día en que supo su viudez se hacía llamar Beatriz la Sin Ventura.

Unos meses después de la fundación de Santiago de los Caballeros de Guatemala —para ser más precisos, el 26 de noviembre de
1524— Rodrigo de Bastidas, el veterano explorador del istmo, capitulaba con los Reyes para volver al Caribe. En las cédulas reales se
le señalaba que poblaría la provincia y puerto de Santa Marta, que en términos de hoy es el territorio contenido entre el cabo de La
Vela, al Este, y el río Magdalena, al Oeste. Bastidas llevó labradores y artesanos, algunos de ellos con sus mujeres, pues tenía
experiencia en los problemas de las Indias y pretendía sólo poblar, no explorar. Hab iéndose detenido en Santo Domingo a buscar
provisiones, bestias y voluntarios, Bastidas llegó el 29 de julio (1525) al puerto q ue iba a llamarse Santa Marta, negoció con los
caciques de la vecindad y dispuso que se fundara el nuevo establecimiento. Trescientos cinco años después llegaría a él Simón
Bolívar, herido de muerte por la tuberculosis, y moriría en las vecindades de la ciudad.

Bastidas no fue afortunado en esa oportunidad. Pedro Villa-fuerte, que era su segund o, conspiró contra él y le apuñaló mientras su
víctima dormía. Bastidas tuvo que irse a La Española, donde murió a causa de sus heridas. Al frente del gobierno quedó Rodrigo
Alvarez Palomino, que fue un tenaz perseguidor de indios. El y el que después compartió con él la gobernación —Pedro Vadillo—

murieron ahogados; Palomino al cruzar un río y el otro, años después, en el mar, cua ndo regresaba a España. Villafuerte, a su vez,
murió en la horca por el atentado contra Bastidas.

La gobernación de Santa Marta era rica y estaba habitada por indios que vivían en pu eblos, algunos muy grandes. En los primeros
tiempos los españoles sacaron bastante oro, pero después de las entradas violentas d e Villafuerte y Palomino, los indios defendieron
sus vidas y sus tierras en forma desesperada. Al sucesor de Palomino y Vadillo, García de Lerma, le dieron batallas memorables. Pero
sin duda los españoles fueron más difíciles de gobernar que los indígenas. La historia de Santa Marta es un amasijo de luchas
intestinas entre españoles, de derrotas a manos de los indios y de gobernadores frac asados.

Las bajas españolas en Santa Marta fueron elevadas; unos morían en lucha con los ind ios, otros de enfermedades y hambre, otros a
manos de sus compañeros. En febrero de 1531 estalló un incendio que destruyó todas las viviendas, lo que aprovecharon los indios
para acentuar la rebeldía.

Tal vez en ningún punto del Caribe —si se exceptúa Cartagena, la provincia vecina de Santa Marta— fue tan ardua y a la vez tan
carente de sentido la obra de los conquistadores. Los españoles se movían de un sitio a otro, matando indios o matándose entre sí,
buscando oro, intrigando, amotinándose, pero no avanzaban hacia ninguna parte. Vistos esos días con la perspectiva de hoy, los
primeros años de Santa Marta se justifican porque desde allí salió Gonzalo Jiménez d e Quesada hacia el país de los muiscas y los

chibchas, y la conquista de ese país, con la consiguiente fundación de Santa Fe de Bogotá, es sin duda el resultado del
establecimiento de Santa Marta.

Pero mientras Jiménez de Quesada no tomó el camino hacia las alturas del Sur —y aun después que él había llegado allá—, la vida
de los conquistadores de Santa Marta fue como una vena rota por donde se escapaba la sangre de la Conquista, y con ella se
derrochaban el valor, la astucia, la decisión y la codicia de los conquistadores.

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Capítulo V
LA CONQUISTA ENTRE 1526 Y 1584

La impresión que saca el que estudia la historia del Caribe en los años que van de 1520 a 1526 es que la actividad conquistadora
empezó a perder vigor a tal punto, que estuvo casi paralizada. Parecía que España se había agotado.

La última gran expedición que había llegado al mar de las Antillas había sido la de Pedradas Dávila, inferior, sin embargo, en la
mitad, a la que condujo don Nicolás de Ovando hasta La Española a principios de siglo. En las islas, que habían sido la base de la
conquista del Caribe, ya apenas quedaban hombres aclimatados dispuestos a seguir tra s una bandera de conquista; y sin esos
hombres no era aconsejable ir a poblar a otros sitios. Ellos eran los veteranos del paisaje, de las lluvias, del calor, de la comida
indígena y de las caminatas increíbles por bosques, montañas y pantanos poblados de peligros.

Bien podía ser que lo que pasaba en Santa Marta fuera un reflejo de lo que pasaba en el Caribe, y bien podía ser que la situación del
Caribe fuera un reflejo de la situación de España. Las luchas de los comuneros de Ca stilla contra el emperador Carlos V, las guerras
de España contra Francia, las atenciones a las regiones europeas del Imperio consumían los recursos de España y reclamaban allá
las energías de los hombres de acción. Esas energías debían emplearse en Europa antes que en el Caribe, lo que se explica porque

España estaba en Europa y España era ia cabeza del Imperio.

Fue en 1526, mientras se luchaba en Santa Marta contra la naturaleza y las intrigas, cuando las autoridades de La Española dieron a
Juan de Ampués despachos para ir a poblar las islas de Curacó, Oraba y Uninore —las actuales Curazao, Aruba y Bonaire—. Desde
esas islas, Juan de Ampués pasó a la costa de Venezuela, donde estableció una ranchería cerca de donde poco después se fundaría
Coro, que iba a ser la base de la conquista del occidente y del centro de Venezuela.

Juan de Ampués se estableció allí en el 1527 con 60 acompañantes, y en el mes de marzo de ese año fue nombrado Pedradas Dávila
gobernador de Veragua. A fines de septiembre del mismo año llegaba a la isla Cozumel Francisco de Montejo con despachos reales
de gobernador de Yucatán. A mediados de 1528, Aldonza de Villalobos desembarcaba en la isla Margarita, frente a Paria —el golfo
de las Perlas— para ser la primera mujer pobladora en América. El 2 de abril de 1529 arribaba a Venezuela el alemán Ambrosio
Alfínger, el primer gobernador del territorio capitulado por el Emperador con la firma alemana de los Wclzers o Balzares.

La obra de Ampués iba a ser de corta duración; Montejo tardaría casi veinte años en lograr la conquista de Yucatán; Pedrarias
Dávila era un caso de psicopatía; sólo Aldonza de Villalobos vería su territorio pob lado y tranquilo.

Cuando el terrible y suspicaz Pedrarias Dávila, anciano de más de ochenta años, entró en las tierras de su nueva gobernación, halló
que en la región había un gobernador llegado desde Honduras. Se trataba de Diego Lóp ez Salcedo. Pedrarias Dávila había ahorcado

a Vasco Núñez de Balboa, a Hernández de Córdoba y a algunos otros sólo porque sospec hó que querían despojarlo de su autoridad;
de manera que no se comprende cómo dejó vivo a López Salcedo. Sin embargo, lo hizo p reso y lo mantuvo en prisión siete meses.
López Salcedo pudo escapar con vida de manos del fiero anciano porque le dio 20.000 pesos, que en esos tiempos era una fortuna
respetable.

Pedrarias Dávila no hacía diferencia entre indios y españoles; los maltrataba y los aniquilaba por igual. El viejo conquistador era en
verdad una figura sombría y una amenaza de muerte para todos los que tenían que tratarle. Indios y españoles fueron víctimas de
los métodos de exacción que puso en práctica el gobernador. Hacía marcara los indios con hierro candente y los obligaba a trabajar
en busca de oro hasta que caían agotados. Los indios huían hacia las selvas, y los españoles tenían que lanzarse a esos bosques
tropicales, donde todo parecía conspirar contra ellos, para cazar indígenas con que sustituir a los que se fugaban. Al fin unos y otros
comprendieron que la única manera de escapar a la tiranía de Pedrarias Dávila era ab andonando el territorio, y el país comenzó a

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despoblarse de manera alarmante. Ese territorio era lo que se llamó después Nicaragu a, por extensión del nombre del hermoso lago
en cuyas orillas estaba la ciudad de Granada.

Pedrarias Dávila murió el 6 de marzo de 1531, a los noventa años, temido por toda la gente dé su gobernación; pero Nicaragua no fue
menos desdichada con los sucesores del anciano gobernador, que no parecían ser mejores que él. Rodrigo de Contreras, que gobernó
de 1534 a 1542, fue una edición repetida de Pedrarias Dávila. Cuando el obispo Valdivieso denunció que Contreras tenía esclavos
indios, lo que les estaba expresamente prohibido a los funcionarios reales, los hijos de Contreras mataron al obispo y levantaron
bandera de rebelión, a la que se unieron muchos españoles. Después de la muerte del obispo, los rebeldes saquearon las ciudades de
León y Granada y huyeron del país. Los hijos del gobernador Contreras eran dignos retoños del padre, y éste, a su vez, era un digno
sucesor de Pedrarias Dávila. En algunas historias se dice que Pedrarias Dávila descubrió la comunicación del lago de Nicaragua con
el Caribe, o que fue descubierto por una expedición que él organizó. No es cierto. Pedrarias Dávila mandó en 1529 a Martín Estete
con instrucción de que bajara por el Desaguadero (río San Juan) hasta su desembocadura, pero Martín Estetc no piulo llegar al
Caribe debido a la resistencia de los indios de la región, a las enfermedades que aniquilaban a sus hombres y a lo impenetrable de
las selvas en las orillas del río.

El Desaguadero corre desde el lago de Nicaragua hasta el Caribe, y en el andar de los años sería una importante vía de comunicación
entre el mar de las Antillas y el Pacífico. Los ingleses, que apreciaron su valor desde el siglo XVII, elaboraron toda una política de
alianza con los indios y los negros cimarrones de la costa de Mosquitía a fin de mantener bajo su control las salidas del Desaguadero
al Caribe. A mediados del siglo XIX, esa salida sería el objetivo de WiíliamWalker, el jefe filibustero norteamericano que llegó a ser
presidente de Nicaragua, y gracias a ello funcionó la llamada Compañía del Tránsito, que acortó en varios días el viaje entre Nueva

York y Nueva Orleáns y California, en los años de los grandes hallazgos de oro en este último lugar.

El río San Juan no fue recorrido en todo su curso en tiempos de Pedradas Dávila, sin o en el año 1539. Costó siete meses hacer ese
recorrido, realizado en una lucha agotadora contra la naturaleza y los indios que poblaban las orillas.

En el año en que Pedradas Dávila era nombrado gobernador de Nicaragua fundo' Juan de Ampués la ranchería de que hemos
hablado. Parece que Ampués usó esa ranchería como base de operaciones para sacar palo de Brasil. Las comunicaciones con las islas
de Sotavento eran cortas y fáciles, y esas islas —sobre todo la más grande, Curacó o Curazao— tenían muy buenos puertos. Pero
debieron ser duras para poblar porque no tenían agua dulce.

Juan de Ampués es una figura borrosa, y, sin embargo, hombre muy medido e inteligent e. Se estableció en lo que hoy es la costa de
Coro de acuerdo con el cacique Manaure, de la nación caiquetía, y llevó muy buenas relaciones con él. Se refiere que Manaure le
obsequió con oro y atendía a las necesidades de víveres de su gente. Si a Juan de Ampués se le hubiera encomendado poblar
Venezuela, o por lo menos la región de Coro, la penetración hubiera sido pacífica, a juzgar por lo que fue durante el tiempo en que él
estuvo allí. Pero en abril de 1529 Juan de Ampués tuvo que abandonar el lugar porque Ambrosio Alfínger, designado gobernador
por el Emperador, no podía ver con buenos ojos su presencia en esa región.

Alfínger llegó con la primera expedición enviada por los Welzers o Balzares, compuesta por españoles y llegada desde la Española,
donde el alemán había estado embarcando provisiones, animales y hombres.

Todavía no se sabe a ciencia cierta por qué Carlos V capituló la gobernación de Venezuela con una firma de banqueros y
comerciantes alemanes. Es cierto que el monarca era emperador de Alemania, y que com o tal los Welzers eran sus súbditos, pero
también debía de ser cierto que los españoles que manejaban los negocios de las Indias no debían aceptar a gusto que una porción
de esas Indias fuera puesta en manos que no eran españolas. Hasta un año antes no se permitía poblar en el Caribe ni siquiera a los
españoles que no eran castellanos. Por otra parte, la rebelión de los comuneros, que había sido reciente, se debió, entre varios
motivos, a la presencia de flamencos y alemanes en los cargos más influyentes de la corte.

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De todos modos, lo que puede afirmarse es que la concesión dada a los Welzers fue la primera gestión de propósito netamente

imperialista que hallamos en la historia del Caribe y quizá en toda América. Los Welzers eran una firma de banqueros y
comerciantes que decidieron invertir capitales en una empresa colonizadora con el fin de sacar beneficios en dinero, y para
asegurarse esos beneficios designaban la autoridad del territorio que iba a ser explotado. Es verdad que el Emperador se reservaba
la soberanía sobre la región, pero el gobernador, representante del Emperador y la a utoridad política más alta en el territorio, era
designado entre candidatos escogidos por los Welzers, de manera que en última instancia el gobernador les debía el cargo a los
Welzers y tenía que obedecerles y servirles.

Alguien pensará que eso era lo que hacían los conquistadores españoles, buscar un despacho que los autorizara a poblar una región
para sacar de ella oro y esclavos indios. Pero el caso no era igual, aunque se le pa reciera. La tradición de la Conquista española era
que una persona obtenía el derecho a poblar o gobernar mediante un contrato con el m onarca —lo que se llamaba capitulación— y
esa persona buscaba socios, si no tenía dinero suficiente para sufragarlos gastos déla Conquista. Délo que produjera el territorio
conquistado se separaba una quinta parte que pertenecía al rey —el célebre "quinto real"— y lo demás se repartía entre los socios en
cantidades relativas a lo que cada uno había aportado. A menudo, cuando el gasto lo había hecho el conquistador solo, se hacían
repartos entre los miembros de la expedición. Pero en todos los casos la persona que obtenía la autorización del Trono iba ella
misma a poblar, a correr los riesgos de la aventura, a ganar o a perder, y en varias ocasiones lo que se perdía era la vida. La
Conquista típicamente española era, pues, una empresa personal; tan personal, que hu bo casos en que fueron a realizarla todos los
socios.

Eso no fue lo que se hizo con los Welzers. Los Welzers eran un poder por sí solo, un poder bancario y comercial, y mandaban a sus
factores o empleados al Caribe a que conquistaran oro y esclavos para la firma. Desd e luego, a los Welzers se les impusieron algunas
restricciones, y una de ellas era que con la expedición del gobernador, los demás miembros de las expediciones tenían que ser o
españoles o canarios. De acuerdo con lo que ya era una tradición, podían llevar indios y negros, pero sólo en calidad de sirvientes;
ninguno de esos indios y negros podían ejercer funciones militares o burocráticas.

El caso de los Welzers iba a verse en el Caribe, y en otras regiones de América, cua ndo ingleses, franceses y holandeses se dispusieron
a disputarle a España su frontera imperial. Los imperios europeos que hicieron la guerra a España en el Caribe concedían los
territorios que querían conquistar a compañías comerciales. Pero eso vino a suceder ya entrado el siglo XVII. En unos tiempos tan
tempranos como el 1528, que fue cuando se capituló con los Balzares, sólo éstos operaron según el esquema de lo que más tarde
sería la empresa imperialista. Por esos años sólo se conoce un caso de poblador con patente que no fue español de la península, si se
exceptúa el de los Welzers. Se trató de Francisco Fajardo, natural de la isla de Margarita, mestizo de español y de india.

Tan pronto llegó, Ambrosio Alfínger fundó Coro, reunió informaciones del país, y com o entendió que las mayores riquezas estaban
hacia el lago de Coquibacoa, se dirigió allá y estableció una ranchería en el sitio donde se encuentra hoy la ciudad de Maracaibo,
nombre que al fin tomó el lago. De ese punto retornó al año, después de haber causado estragos en los lugares por donde pasó.
Volvió con oro y con esclavos indígenas, que mandó vender para reclutar nuevos conqu istadores, comprar armas y caballos y armar

bajeles. En una segunda entrada salió de los límites de su jurisdicción y penetró en los de Santa Marta. En esa oportunidad llevaba
indios cargadores de provisiones atados por el cuello con una soga muy larga, y si a lguno se cansaba se le cortaba la cabeza y su
carga se repartía entre los demás. En el pueblo del cacique Boronata obtuvo bastante oro, después de haber desbaratado la
resistencia que halló. En Mococu y Pau-xoto recogió más de 20.000 pesos en oro. En la sierra de Xiriri le mataron un hombre y le
hirieron otro, por lo cual dio fuego a todos los poblados de los valles vecinos. Cua ndo llegó a Tamala-meque encontró el pueblo
vacío. Era que los indios conocían ya la fama de Alfínger y al darse cuenta de que estaba en las inmediaciones corrieron a refugiarse
en una isleta de la gran laguna. Los hombres de a caballo los persiguieron hasta allá, hicieron una matanza sonada y apresaron al
cacique. Para obtener su libertad, los indios de Tamalameque tuvieron que entregar t odas sus flechas y una cantidad de oro que se
calculó en varios miles de ducados.

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La región de Tamalameque era rica, por lo cual Alfínger no quiso abandonarla. Se fue a vivir a una de las isletas de la laguna y

despachó hacia Coro una columna con unos 60.000 pesos en oro. Iñigo de Vasconia, el jefe de la columna, se perdió en el camino y el
hambre fue tanta, que él y sus compañeros conquistadores se comieron algunos de los indios que llevaban la impedimenta. Como
era imposible seguir caminando con el oro, el jefe de la columna lo enterró e hizo varias señales en los árboles para reconocer el
lugar cuando retornara. Pero no retornó. Uno de los hombres que iba con Iñigo de Vasconia se acostumbró de tal manera a la carne
de indio, que se convirtió en antropófago. Se llamaba Francisco Martín y fue caudillo de una tribu indígena después de maridarse
con la hija del cacique. Cuando los hombres de Alfínger volvían a Coro, casi dos años después, sin su jefe y destrozados, Francisco
Martín se dio a conocer de ellos, que no podían reconocer en esa traza de indio a su antiguo compañero. Martín acompaño a los
derrotados expedicionarios a Coro, pero se fugó para volver a vivir con su mujer e hijos indios y tuvo que ser rescatado por españoles
de Coro; tornó a huir hacia la ranchería de la tribu que había acaudillado, y al fin el gobernador de Coro mandó destruir la
ranchería y obligó al tozudo Francisco Martín a irse a Bogotá, donde murió desempeña ndo la tarea de sacristán. Alfínger había
muerto en las cercanías de lo que hoy es Pamplona, a causa de una herida de flecha q ue había recibido en la garganta. Los
supervivientes de su expedición retornaron a Coro al comenzar el mes de noviembre de 1533.

Ambrosio Alfínger había llegado a La Española, a buscar víveres y voluntarios para su expedición, unos meses después de haber
salido de allí Francisco Montejo, que iba a la conquista del Yucatán. Cronológicamente, pues, debimos haber referido los hechos de
Montejo antes que los de Alfínger, puesto que éste llegó a la suya a principios de 1529. Pero resulta que la expedición de Alfínger
venía a ser una secuencia de la ocupación de la costa venezolana de Coro por parte d e Juan de Ampués, lo que explica que
habláramos de él antes que de Montejo.

Yucatán es una tierra de dos mares. Dos de sus costas —la del oeste y la del norte— corresponden al golfo de Méjico; pero a partir de
cabo Catoche hacia el Sur, toda su costa oriental da al Caribe. Políticamente es hoy una parte de Méjico; sin embargo, en los tiempos
de la Conquista se capituló como un territorio diferente. Al crearse en 1543 la Audiencia de los Confines, que se estableció en
Honduras al año siguiente, Yucatán quedó adscrito a ella, lo que quiere decir que la s actividades judiciales de los pobladores de
Yucatán tenían que evacuarse en Honduras, país del Caribe, y no en Méjico, donde hab ía Audiencia desde 1529. El nexo de Yucatán
y el Caribe ha sido tan largo, que todavía hasta 1861 se llevaban indios de Yucatán a Cuba en condición de semi-esclavos. Los
supuestos indígenas cubanos que algunos viajeros dicen haber visto en este siglo en el interior de la isla son descendientes de esos
indios de raza maya llevados de Yucatán entre 1848 y 1861.

Yucatán fue descubierta el 1 de marzo de 1517 por Francisco Hernández de Córdoba, enviado desde Cuba por el gobernador Diego
Velázquez. Puede haber dudas acerca de si estuvo en la isla Cozumel, pero no las hay sobre su presencia en cabo Catoche. Ahí, en
cabo Catoche. Hernández de Córdoba y su gente tuvieron que hacer frente a un rudo ataque de los indios, pero se sostuvieron en el
lugar unos seis días. Navegando hacia el Poniente y luego hacia el Sur estuvieron en Campeche, de donde pasaron a Champotón. El
recibimiento que tuvieron los españoles en Champotón fue tan fiero, que, según cuenta Bernal Díaz del Castillo, que iba en la
expedición, los mayas les mataron 56 hombres y les hirieron a casi todos los demás, entre ellos al propio Bernal Díaz del Castillo y a
Hernández de Córdoba, que echaba "sangre de muchas partes” al decir del estupendo cronista. Bahía de la Mala Pelea fue el nombre

con que bautizaron los españoles a Champotón.

La costa oriental de Yucatán —la del Caribe— fue descubierta en realidad por gente d e Juan de Grijalva, cuya expedición llegó a la
isla Cozumel entre fines de abril y principios de mayo de 1518. El piloto Antón de Alaminos salió de Cozumel hacia el Sur y reconoció
una bahía que llamó de la Ascensión. Parece que Alaminos descubrió varias ciudades, entre ellas una que él decía ser tan grande
como Sevilla. Las ciudades mayas más cercanas al lugar donde se supone que estuvo Alaminos eran Tulum, Tancah, Xelha y
Solimán.

La flota de Cortés tocó en Cozumel cuando iba hacia la conquista de Méjico. Los primeros navíos que llegaron a la isla fueron dos

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que iban bajo el mando de Pedro de Alvarado. Cuando Cortés llegó a Cozumel halló los pueblos de la isla deshabitados y supo que
Alvarado había extraído mantas e ídolos y había prendido a dos indios y una india. M uy disgustado por esa acción, Cortés ordenó

devolver todo lo cogido y poner en libertad a los presos. Pocos días después, al terminar un acto religioso maya que estuvo
presenciando, el futuro conquistador de Méjico les pidió a los sacerdotes indios que abandonaran su religión, a lo que ellos
respondieron que no podían; Cortés, entonces, mandó destruir el templo e hizo levantar allí mismo un altar católico en el que colocó
una cruz de madera y una imagen de Nuestra Señora. Un cura de los que andaban con Cortés dijo misa. Después de la misa, Cortés
salió de Cozumel, pero tuvo que volver porque uno de sus navíos hizo agua, y al retornar halló el altar limpio y bien cuidado. En
Cozumel reparó la avería e incorporó a Jerónimo Aguilar, un español que estaba en Yu catán, según él, desde que se salvó del
naufragio en que desapareció aquel Valdivia a quien había despachado Vasco Núñez de Balboa desde la Antigua con el oro del
quinto real. Según otros, Jerónimo Aguilar y un compañero del que después tendremos que hablar se habían quedado en Yucatán
desde los días de la expedición de Hernández de Córdoba.

Desde el 4 de marzo de 1519, cuando Cortés salió por última vez de Cozumel, hasta fines de septiembre de 1527, cuando llegó al
mismo lugar la flota de Francisco Montejo, habían pasado más de ocho años, tiempo mu y largo para que se mantuviera en las
tinieblas de lo casi desconocido el territorio donde había florecido y florecía aún la vieja y sorprendente cultura de los mayas.

Casi frente al extremo sur de Cozumel, en la costa del Caribe, cerca de la ciudad ma ya de Xelha, fundó Montejo el pueblo de
Salamanca. El lugar era palúdico y los españoles comenzaron a caer enfermos. En poco tiempo se agotaron los comestibles, por lo
que hubo que dar asaltos a pueblos mayas vecinos. Esto, como era natural, tornó hostiles a los indios, que antes habían sido
afectuosos con los conquistadores. Los hombres de Montejo, a su vez, empezaron a dar muestras de disgusto, y Montejo, temeroso

de que un día se le amotinaran y se fueran a Méjico, quemó las naves, como había hecho Cortés. A seguidas dispuso a recorrer el
país, dejando una guarnición en Salamanca, y estuvo algunos meses de ciudad en ciuda d, admirado de la alta civilización de los
mayas. En Chauacha, ya sobre la costa norte, fue atacado de improviso y perdió doce hombres. Se le atacó también en Ake, una
población vecina a Chauacha, pero sólo tuvo algunos heridos.

Cuanto Montejo retornó a Salamanca, tras seis meses de recorrido por la península de Yucatán, volvía con 60 hombres; de 20 que
había dejado en el camino, en un lugar llamado Polé, no quedaba ninguno, y de los qu e había dejado en Salamanca halló 10. En ese
punto arribó a Salamanca una expedición de refuerzo que llegaba de la Española. Con el navío emprendió Montejo viaje por la costa
hacia el Sur mientras uno de sus tenientes, Alonso Avila, iba por tierra. El plan de Montejo era tomar la rica ciudad-puerto de
Chetemal; pero allí estaba el español compañero de Jerónimo de Aguilar, casado con la hija de uno de los jefes de Chetemal; y este
hispano-maya, de nombre Guerrero, se las arregló de tal manera, que hizo creer a Avila que Montejo había naufragado al tiempo
que hizo creer a Montejo que Avila había muerto a manos de los indios. Avila, que cr eyó la especie, no llegó a Chetemal; se devolvió,
y al llegar a Salamanca dispuso que la fundación fuera abandonada. Montejo, mientras tanto, llegó al golfo de Honduras y de ahí
retorno al Norte, paró en Cozumel y siguió viaje a Veracruz.

Esto ocurría probablemente en septiembre de 1528, lo que significa que al año de iniciada, la expedición de Montejo había
fracasado como pobladora, pero como descubridora había sido de las más afortunadas q ue se habían organizado hasta entonces. La

fabulosa tierra de los mayas quedó abierta al conocimiento europeo, y todavía está p roduciendo sorpresas. Por de pronto, toda la
costa yucateca del Caribe había sido recorrida y se habían visitado muchas ciudades importantes cercanas a esa costa.

Antes de abandonar Yucatán, Montejo había aprobado la mudanza de Salamanca de Xelha a Salamanca de Xamanha, situada en la
propia costa del Caribe, pero más al Norte. En 1529 recomenzó Montejo la conquista d e Yucatán, pero en esa ocasión lo haría yendo
desde el Oeste y por el Sur. En el oeste de la península fundó otra Salamanca, la de Alacán; luego subió a Campotón, de donde pasó
a Campeche. Ahí fundó otra Salamanca, la de Campeche; y desde ese lugar despachó a Alonso Avila con una columna para que se
internara hacia el Sudeste, en dirección de Chetemal, ciudad a la que se debió llega r a fines de 1531. Así, la base de la península de
Yucatán estaba explorada, aunque no conquistada. Esto se dice muy de prisa, pero la tarea de ir desde Campeche hasta el golfo de

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Honduras, atravesando territorios muy poblados y a la vez muy ásperos, es difícil hoy, cuanto más en el 1531. Ala vuelta a Salamanca
Campeche —y lo decimos como una muestra de lo que fue esa travesía— hubo combates en los que resultaron heridos todos los

españoles, sin mencionarlos muertos. Fue tan feroz la oposición de los indios, que Avila tuvo que devolverse y a costa de esfuerzos
titánicos logró salir a la costa de Honduras. Llegó a Trujillo en marzo de 1533.

Casi dos años atrás, en junio de 1531, Salamanca de Campeche había sido atacada fieramente por los mayas. En esa ocasión estuvo a
punto de caer prisionero Francisco Montejo. Montejo el Mozo, hijo de Francisco, pasó a la costa del norte de la península. Allí, al
cabo de muchas marchas y negociaciones, alcanzó a entrar en Chichén Itzá, la hermosa ciudad cuyos monumentos mayas se
preservan todavía, para asombro de los que la visitan, y en Chichén Itzá estableció Ciudad Real, la capital de Yucatán. Pero a
mediados de 1533 los mayas de todas las poblaciones vecinas atacaron la capital y los españoles sufrieron un sitio de varios meses.
En la retirada, Montejo el Mozo supo que su padre andaba por las cercanías. Unidas las fuerzas de los dos, fueron a establecer otra
Ciudad Real en Dzilán, sobre la costa norte. Pero a principios de 1535 los pobladores de esa nueva Ciudad Real y de las demás
fundaciones españolas de Yucatán comenzaron a abandonarlas. Yucatán no tenía oro y se oía hablar mucho del Perú. Hasta el tenaz
Alonso Avila se fue a Méjico donde había de morir. Las viejas ciudades mayas, abandonadas desde hacía tiempo, y las recientes que
deslumbraron a los españoles, volvieron a quedarse pobladas solamente por sus habita ntes naturales. Y esto sucedía cuarenta y tres
años después del día del Descubrimiento.

Al comenzar el año de 1533, Alonso Avilase acercaba a Trujillo al final de su épico viaje; el hijo de Francisco Montejo se acercaba a
Chichén Itzá y se alejaba de Santa Marta Pedro de Heredia, que había llegado al luga r a fines de 1528 como teniente de Pedro
Vadillo. Este Pedro de Heredia se dirigió al poniente del Río Grande (Magdalena) y d espués al sur, y fundó el 20 de enero una

población que llamó San Sebastián de Calamar, que sería con el tiempo la muy historiada y atacada ciudad de Cartagena de Indias.
Seis meses más tarde Carlos V nombraba un nuevo gobernador para Venezuela, a Nicolás de Federman, alemán de la firma de los
Welzers. La designación fue revocada casi inmediatamente en favor de otro alemán, Horge Horhemut, a quien la Historia conoce
con el nombre de Jorge Espira, pero Federman, agregado a la gobernación de Espira como coadjutor, iba a ser más afortunado que
su rival.
Espira llegó a Coro en febrero de 1534. Llevaba más de 400 hombres, reclutados en España y en las Canarias, y cinco años después,
al retornar de sus exploraciones por el fondo de los Llanos, volverían sólo 90. Espira despachó la mayor parte de su gente hacia el
Sudoeste y les señaló como ruta las bases de la cordillera, mientras él se dirigió por la costa hacia el Este y luego penetró hacia el Sur.
Al reunirse las dos columnas, recorrieron los Llanos, dirigiéndose al Sudoeste, hacia el Apure y el Casanare; y por el camino iban
combatiendo, enfermándose, muriendo. Espira no podía imaginar siquiera —y en esa época nadie lo hubiera sospechado— que
estaban marchando por terrenos que se hallaban bajo el nivel del mar, y que cuando l legaran las lluvias los torrentes de las
cordilleras engrosarían los ríos y la inmensa llanura se volvería un mar de agua dul ce.

Los españoles y su capitán germano tuvieron que vivir meses en breves islotes y en copas de árboles. Los feroces tigres del Llano
nadaban hasta esos islotes y trepaban a las copas de los árboles para alimentarse con las cargas de huesos y piel en que habían
quedado convertidos los conquistadores; los indios se acercaban en canoas a cazarlos con flechas.

Mientras Espira y su gente vivían esa epopeya, y los indígenas se veían acosados, perseguidos a muerte por los hombres de a caballo
que habían entrado inopinadamente en sus tierras, Nicolás de Federman llegaba a Coro y se preparaba para iniciar una pesquería
de perlas frente a Cabo de La Vela. Pero no le fue bien y se dispuso a buscar el rico país que, al decir de los indios, había al otro lado
de la cordillera. Espira también había oído hablar de ese país y trató de buscarlo, pero sin buena suerte. Federman se fue a La
Española, reclutó hombres aguerridos y volvió a Coro; entró hacia el Sudoeste, siguiendo las huellas de Alfínger, cruzó la sierra de
Santa Marta; ahí recibió una carta del gobernador de Santa Marta en que se le comunicaba que le atacaría si permanecía en la
región. Federman decidió volver a Coro y cruzó por lo que hoy es la región de Ocaña. Ya en Coro despachó una columna que atravesó
por la serranía de Carora y llegó al Tocuyo, donde encontró a unos 60 españoles que llegaban del oriente venezolano después de una
travesía de más de un año. Esos recién llegados se unieron a la columna de Federman y luego reconocieron a éste por su jefe. Con ese

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refuerzo, Federman se dirigió a los Llanos, siguiendo el camino que había tomado Esp ira, pero aunque llegó a estar cerca del
gobernador, no se reunió con él. Su objetivo era el rico país de la cordillera, el de los chibchas y los muiscas, donde los indios

andaban vestidos, tenían ciudades y trabajaban el oro y el cobre.

Espira retornó a Coro y de ahí se dirigió a la Española para volver a Coro en 1539. Uno de los últimos hechos como gobernador fue
despachar españoles al lago de Maracaibo para que vengaran la muerte de compañeros suyos que habían sido exterminados por
indios de la región. La columna cumplió la orden a cabalidad, pero se hizo independiente de Espira y se fue hacia el Este, y en una de
esas increíbles marchas de les españoles del siglo XVI llegó a Cumaná a fines de 154 0.

Pero antes de que muriera Jorge Espira, y antes aún de que éste saliera del fondo de los Llanos de Venezuela, había llegado a Santa
Marta la más rica expedición que había visto el Caribe desde la que llevó Pedrarias Dávila al Darién. Esta fue la de Pedro Fernández
de Lugo, adelantado de Canarias, que salió de Tenerife al comenzar el mes de noviemb re de 1535 con 18 navíos y 1.200 hombres.
Entre ellos iba gente linajuda. El segundo jefe —teniente general— de la expedición era Gonzalo Jiménez de Quesada, una de las
figuras más nobles de la historia del Caribe. Sucedió que uno de los soldados de esa expedición cayó al mar, y aunque se le buscó no
se le halló; pero sucedió también que un navío que seguía la misma ruta que la flota acertó a dar con él y pudo rescatarlo; y sucedió
también que ese navio llegó a Santa Marta antes que los de Fernández de Lugo. Eso ex plica que cuando llegó la brillante expedición,
los pobladores de Santa Marta estaban en la playa esperando a su nuevo gobernador.

Santa Marta era entonces un caserío de unas doscientas viviendas con techos de paja, y toda la región era un campo de guerra. Las
luchas de indios contra españoles entre sí no habían menguado. Los pobladores vivían sin esperanzas. En los días de García de

Lerma muchos quisieron irse al Perú por el Darién, y hasta el sobrino del gobernador huyó del lugar. De manera que la llegada de
Fernández de Lugo era un acontecimiento para esos desdichados. Sólo el comendador Ovando, a su llegada a La Española en 1502,
fue recibido con tanto entusiasmo por los pobladores de su gobernación. Pero a poco de llegar, los hombres de Fernández de Lugo
comenzaban a caer enfermos. Sin aclimatarse en las islas del Caribe era difícil mantenerse sano en esos trópicos donde el calor
húmedo hacía proliferar las bacterias y bacilos que producían enfermedades desconocidas en España.

Pero la aclimatación no significaba sólo acostumbrarse a un clima físico diferente; había que acostumbrarse también a otra vida, a
otra manera de vestirse, de pensar, de actuar. Por ejemplo, las armaduras españolas eran inútiles para andar por la selva, donde se
trepaban cerros y se vadeaban ríos. Los conquistadores veteranos las habían suplido por batas de tela rellena de algodón del cuello a
las piernas. El tipo de guerra que se hacía en Europa no podía hacerse en el Caribe. Fernández de Lugo metió todos sus hombres a
un tiempo en batallas contra las emboscadas de los indígenas y mandó quemar todas la s rancherías o pueblos; y perdió tanta gente,
porque era más fácil flechar a alguien donde había mil hombres que flechar a uno que se movía y se escondía, y sus hombres
pasaron tanta hambre por la dispersión de los indígenas, que su brillante expedición quedó reducida a una sombra pocos meses
después de haber llegado a Santa Marta. La situación se hizo tan desesperada, que el propio hijo del gobernador huyó a España con
el oro que había cogido en una entrada a tierra de indios. Hubo días en que metieron veinte cadáveres de españoles en un solo hoyo,
unos muertos de heridas de flechas, otros de enfermedades, otros de hambre.

Ese era el estado de Santa Marta y de la brillante expedición de Fernández de Lugo c uando Gonzalo Jiménez de Quesada salió del
lugar el 6 de abril de 1536 para remontar el Río Grande —Magdalena— en una marcha qu e sumó a los trabajos de la de Alonso Avila
en las junglas de Yucatán y Honduras las penalidades de la de Jorge Espira en los Llanos de Venezuela. El final de esa expedición de
Jiménez de Quesada fue muy diferente de las de Avila y Espira, pero antes de ese final sus sufrimientos sobrepasaron los de aquéllas.

Los problemas comenzaron casi desde el primer momento. Jiménez de Quesada se fue por tierra, lo que quiere decir que descendió
hacia el Sudoeste para esperar la parte de la expedición que iría por agua. El Magda lena corre de Sur a Norte, entre las cordilleras
Oriental y Central, casi desde las regiones ecuatoriales hasta el Caribe, de manera que está en una zona selvática imponente y
además recibe las aguas de las dos cordilleras. Por otra parte, antes de llegar al C aribe forma delta, porque su último tramo fluye en

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tierra llana, así, en tiempos de lluvia, se desborda e inunda toda esa región. Jiménez de Quesada, que no conocía las características
de la naturaleza del Caribe, comenzó su expedición en abril, cuando van a comenzar l as lluvias. La primera parte de su marcha fue,

pues, como la de Espira en los Llanos cuando éstos se inundaron y el lugar quedó convertido en un horizonte de aguas.

Por otra parte, la flotilla que llevaba las provisiones, que estaba compuesta por cinco bergantines y dos carabelas, halló mal tiempo
al llegar a las bocas del Magdalena. Un bergantín se fue a pique y toda la tripulación se ahogó; otro pasó la barra de la boca y entró
en el río, pero los demás fueron arrastrados por la tempestad hasta Cartagena. Uno d e ellos chocó contra una punta de la costa y los
cincuenta tripulantes abandonaron la nave sólo para morir a manos de los indios caribes del lugar; otro fue destruido por el mar,
que lo lanzó a una rompiente, pero la gente que iba en él logró llegar a pie a Carta gena. El gobernador despachó otro bergantín que
entró en el río, pero se perdió antes de empezar a remontarlo. Con la crecida del Ma gdalena era casi imposible navegado corriente
arriba.

Mientras tanto, Jiménez de Quesada buscaba la orilla del río, abriéndose paso por la selva y los pantanos, y antes de llegar al
Magdalena ya su gente iba medio desnuda y medio descalza. Al cabo, los barcos que pudieron salvar las barras, dominar la corriente
y hacerles frente a las piraguas de indios que pretendían impedir su marcha, llegaron a Sampollón, donde estaba Jiménez de
Quesada esperándoles. Y después de eso vino el increíble avance río arriba, las para das para explorar y para enterrar a los que
morían de paludismo. En una de esas paradas un tigre —jaguar americano— sacó de su h amaca a Juan Serrano y se lo llevó selva
adentro, sin que sus compañeros pudieran evitarlo. Los caimanes devoraban los cadáveres que se tiraban al agua y a algunos
españoles que no estaban muertos. Hubo que comer caballos, perros, murciélagos, hoja s y raíces de árboles. A fines de diciembre
hubo que despachar la flotilla hacia Santa Marta para llevar a los enfermos. Cuando los barcos llegaron a Santa Marta, el

gobernador ya no estaba. Había muerto el 15 de octubre (1536).

Jiménez de Quesada siguió con unos 200 hombres. La mayor parte de ellos eran sombras de lo que habían sido cuando llegaron de
España en diciembre de 1535. Con esas sombras llegó en enero de 1537 a las tierras muiscas, un país rico, poblado por indios mucho
más avanzados que los de la costa, y además un país que se hallaba a cientos de kilómetros de la base de Santa Marta. Si los muiscas
hubieran atacado a su gente, hoy ni siquiera se sabría donde murió Jiménez de Quesad a. Pero los muiscas no atacaron porque
Jiménez de Quesada y sus hombres se movieron por los valles de las alturas andinas, en los alrededores de lo que hoy es Bogotá;
formaron pequeñas expediciones exploradoras; tenían combates ocasionales con los bog otaes y algunos otros pueblos de la región, y
también recogieron oro en grandes cantidades. Al finalizar el mes de agosto (1537), a más de un año y medio de sus increíbles
marchas por ese país de grandes selvas y grandes montañas, y cuando ya tenía menos d e 160 hombres nada más, la expedición de
Jiménez de Quesada era rica y pudo dedicarse a buscar con calma donde asentarse, a a placar resentimientos y levantamientos de
algunos caciques y a planear para el porvenir.

En ese tiempo se produjo un episodio que recuerda el del desdichado inca Atauhalpa, Habiendo muerto en un asalto el jefe chibcha,
llamado Zipa, los españoles lograron apresar a su sucesor, Zaquesazipa. Este se comp rometió con Jiménez de Quesada a llenar en
tres meses un bohío con las piezas del tesoro de su primo Zipa; y comenzaron a llega r indios con las piezas. Pero cada uno iba
acompañado de una escolta de guerreros, y la escolta se iba con él cuando se marchab a. El indio llegaba con su parte de tesoro a la

vista, entraba en el bohío, y con él los guerreros; y al salir, cada guerrero llevab a escondida bajo la manta una parte del tesoro. Así, a
los tres meses —cuando se cumplía la fecha en que los españoles debían entrar en el bohío— habían llegado al lugar enormes
cantidades de oro, pero habían vuelto a salir sin que los españoles se dieran cuenta . El Zaquesazipa, desde luego, sufrió tormento
para que dijera dónde estaba el tesoro, y como no habló, se le quitó la vida.

El caudillo de la marcha hacia los Andes envió en 1538 a su hermano a explorarla cordillera Central, y el hermano mandó a poco
noticia de que una columna de españoles avanzaba desde el Sur. Era Sebastián de Bena lcázar, que llegaba de Quito. Pero poco más
de una semana después llegó otra noticia; por el Oeste se acercaba otra columna espa ñola. Se trataba de la de Nicolás Fedcrman,
que había traspuesto la cordillera andina subiendo desde los Llanos de Venezuela. Los tres jefes estuvieron presentes en la fundación

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de Santa Fe de Bogotá, establecida en el pueblo chibcha de Bacatá. Era el 6 de agosto de 1538.

Mientras tanto, en Cartagena de Indias la situación parecía una copia de la que había conocido Santa Marta. Pedro de Heredia
hacía entradas en busca de oro y los indios délas vecindades se rebelaban contra él y su gente. Cuando los españoles supieron que los
indios enterraban a sus muertos con los objetos de oro que habían usado en vida, se dedicaron a abrir las tumbas para despojarlos
de esas piezas. Para los indígenas era inconcebible que se removieran los huesos de sus muertos; eso ponía a las almas de sus
difuntos en contra de sus familiares vivos, que permitían tamaño desacato a las sagradas tradiciones de su pueblo. Pero Heredia
sacó abundante oro de las sepulturas indígenas, con lo cual comenzaron muchos de sus hombres a murmurar que no repartía el oro
como debía hacerlo. Igual que en el caso de Rodrigo Bastidas en Santa Marta, hubo intentos de dar muerte a Heredia, aunque no
terminaron como los de Santa Marta.

Heredia fue detenido, al fin, por orden de la Audiencia de La Española, pero logró f ugarse hacia España. Después de haberse ido él
se organizó una lujosa expedición que salió en busca del Mar del Sur. Pero la historia patética de esa expedición no corresponde a la
historia del Caribe.

Entre la primavera y el verano de 1536 Pedro de Alvarado estuvo poblando la región d e Honduras, cuya gobernación correspondía a
Yucatán y, por tanto, a Francisco de Montejo, y mientras Alvarado y Montejo litigaba n por esa causa, los hijos del explorador de
Yucatán iban penetrando en la península yucateca, que en 1535 se había quedado sin un solo poblador español. En el 1538 se
produjo en Honduras la rebelión de los indios bajo el mando de Lempira, y Montejo tu vo que dedicarse a pacificar el país. Pero por
disposición real, Honduras pasó a ser parte de la gobernación de Guatemala y Montejo fue enviado a gobernar Chiapas, situación

que se prolongó hasta la muerte de Alvarado, ocurrida a mediados de 1541. Los poblad ores de Honduras reclamaron que volviera
Montejo a gobernarlos y en abril de 1542 se fue a Gracia de Dios. Al establecerse en mayo de 1544 la Audiencia de los Confines,
terminó el gobierno de Montejo en Honduras.

Mientras tanto, el hijo de Montejo —Montejo el Mozo— y su sobrino —Montejo el Sobrino— pusieron en práctica un plan para la
conquista de Yucatán que descansaba en el principio de ir incorporando pequeñas porc iones de territorio a lo que ya estaba
firmemente bajo el dominio de pobladores españoles. Con ese plan, y enfrentándose con mucha paciencia a los obstáculos, a los
levantamientos de los indios, a la falta de medios, fueron avanzando lentamente, con recursos limitados, hasta que a principios de
1542 establecieron la capital de Yucatán, bajo el nombre de Mérida, en la antigua ciudad maya de Tho. Siguieron los dos primos
hermanos Montejo fundando ciudades españolas en los puntos donde había ciudades maya s bien situadas, y para 1546, al
producirse la rebelión maya llamada de Valladolid —en la noche del 8 al 9 de noviemb re de ese año—, ya el dominio español de
Yucatán era tan fuerte, que los conquistadores pudieron hacerle frente, a pesar de q ue la rebelión se extendió por varios Tugares y se
prolongó durante casi un año.

Mientras los Montejos luchaban por las tierras de Yucatán, la Audiencia de Panamá despachó hacia el territorio sur de Veragua —lo
que hoy es Costa Rica— a Hernán Sánchez de Badajoz, que salió de Nombre de Dios a mediados de febrero de 1540 y estuvo
fundando pueblos en la costa del Caribe, pero todo lo que hizo se perdió porque el gobernador Rodrigo de Contreras, aquel cuyos

hijos dieron muerte al obispo Valdivieso, le tomó preso y lo mandó a España. En noviembre de ese mismo año capituló el rey con
Diego de Gutiérrez la gobernación de una tierra que fuera llamada Nueva Cartago, "en los confines del ducado de Veragua".

Fue la primera vez que el actual territorio de Costa Rica fue delimitado, aunque vag amente, fuera de Veragua. Gutiérrez embarcó
para La Española y de ahí a Nombre de Dios; de Nombre de Dios pasó a Nicaragua, dond e entró en conflicto con el gobernador
Contreras, y fue sólo a fines de 1543 cuando pudo entrar en las tierras que se le ha bían acordado, con los sesenta hombres escasos
que pudo reunir. Bajó por el Desaguadero (río San Juan) hasta el Caribe, llegó a la boca del Reventazón y ahí fundó Santiago. Desde
ese sitio empezó a llamar su gobernación Nueva Cartago o Costa Rica, con lo cual, sin que él lo sospechara, estaba dándole nombre a
un país del futuro.

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La flamante gobernación de Diego de Gutiérrez no duró mucho porque maltrató a dos ca ciques indígenas, a quienes prendió y

amenazó con quemarlos y echarles los perros si no le llevaban oro; los caciques lograron fugarse y ordenaron a sus tribus que
quemaran sus pueblos, destruyeran los sembrados y talaran los árboles frutales, con lo que obligaron a los españoles a irse del lugar
para no morir de hambre. Los conquistadores se fueron, pero internándose en el país, y en el cerro de Chirripó fueron asaltados por
los indígenas. Unos pocos escaparon a la matanza y lograron llegar a la costa, de donde pudieron al fin irse hacia Nombre de Dios.

Ocurría que mientras Diego Gutiérrez andaba gestionando en España la gobernación de Nueva Cartago y Hernán Sánchez Badajoz
andaba por las costas del Caribe de ese mismo territorio, se esparcía por la Nueva Andalucía —que pasó a llamarse el Nuevo Reino
de Granada y más tarde Nueva Granada y después Colombia— la leyenda de un país fabul oso, situado en algún punto entre
Venezuela y Colombia; un país con ciudades de oro, cuyo rey se cubría el cuerpo con polvo de oro. Era El Dorado. Uno de los
hombres de Federman llevó a Coro las noticias de esa tierra fabulosa, y Felipe von Hutten —a quien los españoles llamaron Felipe
Urre—, sucesor de Federman, se preparó para conquistar El Dorado.

El viaje de Hutten en busca de El Dorado duró cuatro años y hay en él episodios nota bles. Uno de ellos es que habiendo sido Hutten
herido en el pecho, se le quedó la flecha clavada y ninguno de sus hombres se atrevía a sacársela por miedo de que muriera
desangrado, hasta que a uno de ellos se le ocurrió la idea de mandar clavar una flec ha a un indio, en el mismo lugar y en la misma
forma en que la tenía Hutten; después de haber aprendido, sacando la flecha del pech o del indio, una lección práctica de cirugía, el
español procedió a sacar la de Hutten. Otro episodio fue la hipnosis colectiva de los conquistadores. Un día vieron en el horizonte
una ciudad enorme, con un gran palacio central; y la ciudad y el palacio eran de oro . Buscaron loca y tenazmente aquel

establecimiento de maravillas, pero no lo hallaron. Sin embargo, al retornar a la costa hablaron tanto de esa ciudad fantástica que
dieron sustancia a la leyenda de El Dorado, una sustancia que alimentó durante siglos las esperanzas de muchos aventureros y
provocó numerosas expediciones al supuesto país de los omaguas, los indios que habitaban la ciudad de oro.

Perdido Hutten en el fondo del país, pasó a regir el territorio de los Welzers el último de sus gobernadores alemanes, Enrique
Rembolt. Cuando éste murió, en 1544, el gobierno de Coro fue confiado a dos alcaldes, pero como ese gobierno marchaba manga
por hombro, la Audiencia de Santo Domingo —La Española— nombró gobernador a uno de sus fiscales, el licenciado Frías. Frías no
pudo ir a Coro y nombró su lugarteniente general a Juan de Carjaval.

Juan de Carvajal falsificó la documentación de su cargo de tal manera, que en los despachos aparecía como gobernador, y no como
lo que era. Esa falsedad, y los atropellos contra las autoridades reales que estaba cometiendo por esos años en Santa Marta el hijo
del difunto don Pedro Fernández de Lugo, eran síntomas de la descomposición en que estaba cayendo España. El emperador Carlos
V dejaba gobernar a sus favoritos, y muchos de esos favoritos habían perdido la mora l de funcionarios que tan austeramente
mantuvieron los abuelos del Emperador, es decir, los Reyes Católicos. En los siglos de la guerra contra el árabe España había pasado
en forma casi natural, sin conmociones que señalaran el tránsito, de la psicología c olectiva de la Edad Media a la psicología
individualista de la era moderna. Insensiblemente, la guerra fue creando en todo el que combatía el sentimiento de que podía tomar
para sí lo que lograse en las batallas; de que el caballo del enemigo pasaba a ser suyo, aunque él fuera un peón y no un caballero; de

que el prisionero era su cautivo, y podía venderlo. Cuando esa guerra terminó, España no era un país capitalista, pero el español
tenía ya mentalidad de propietario. Se podía ser un hombre de pueblo, sin derecho a título de nobleza, pero se soñaba con tener
dinero. Esa psicología nueva resultó estimulada a límites casi delirantes con el descubrimiento de América. Allí podía un humilde
hombre de la fila hacerse rico, o bien en tierras o bien en oro o bien en esclavos. Y la pasión de la riqueza comenzó a destruir la
moral de los conquistadores y corrompió después a los funcionarios a grados inespera dos. Al llevarse indios de Honduras para
venderlos como esclavos el fiscal Moreno sólo imitaba lo que hacían sus compañeros de la Audiencia de Santo Domingo, que salían a
cazar indios con la mayor naturalidad o vendían las sentencias sin el menor remordim iento. Hay que leer la breve y miserable
historia del oidor de esa Audiencia de Santo Domingo, Lucas Vázquez de Ayllón, para saber lo que era un hombre sin entrañas.

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Juan Carvajal debía ser, además de corrompido, un psicópata, porque si no es difícil explicarse lo que hizo. Pero es el caso que en el
fondo de los hechos de esos hombres había siempre una pasión dominante, y era su afá n de hacerse ricos. A la altura del año 1540,

los buscadores de fortuna del Caribe tenían sus asociados en los consejos reales y repartían con ellos lo que obtenían en las Indias.
La descomposición que se producía como consecuencia de esos repartos daba lugar a ac tos como el de la falsificación de los
despachos de Juan Carvajal.

Es el caso que este Juan Carvajal falsificó los despachos e inmediatamente nombró un segundo, que fue Juan de Villegas, y él se salió
de Coro, en dirección Sur; llegó al valle de Tocuyo y allí fundó la ciudad de Tocuyo, que un año después iba a serla capital de
Venezuela. A Tocuyo fue a reunírsele con una parte de la gente de Hutten Pedro de Limpias, el que había llevado a Coro la leyenda
de El Dorado.

Al cabo de cuatro años de errar por el fondo de Venezuela, Hutten se encaminó al Norte con el plan de reclutar hombres en Coro
para volver a conquistar el país de los omaguas. Cuando llegó a Barquisimeto supo qu e Pedro de Limpias estaba en el Tocuyo con
Carvajal y que Carvajal había falsificado sus despachos de teniente general. Hutten —que ignoraba que a él lo había sustituido
Enrique Rembolt— reclamó que Carvajal se le sometiera, y comenzó una lucha sorda, de intrigas y amenazas, en la que al fin resultó
vencedor Carvajal. Cuando Hutten salió del lugar hacia Coro con el propósito de emba rcarse hacia Santo Domingo para presentar el
caso ante la Audiencia, Carvajal le siguió, le hizo preso, junto con dos españoles y un joven alemán que le acompañaban, e
inmediatamente lo mandó decapitar. El verdugo fue un esclavo negro de Carvajal. El m achete del esclavo estaba embotado, de
manera que la decapitación fue difícil. De vuelta al Tocuyo, Carvajal se dedicó a ah orcar a todos los que habían demostrado
simpatías por Hutten.

Al talar los montes donde había asentado el Tocuyo, Carvajal dejó una gran ceiba que adornaba el centro de la nueva ciudad. En esa
ceiba había siempre algún ahorcado por orden de Carvajal. A veces colgaban a dos y tres a un tiempo. En ese mismo árbol colgó a
Carvajal el nuevo gobernador, Juan Pérez de Tolosa. Antes de su ahorcamiento, Carvajal fue arrastrado por las calles de Tocuyo.
Esto sucedía en el año de 1546.

A la altura de 1546 no había fundaciones en la costa de Venezuela, hacia el Este. Cumaná, que había sido fundada y poblada y
mudada varias veces, no existía; Cubagua había ya desaparecido. Sólo en Margarita ha bía población, la del Espíritu Santo, que se
llamaría después Asunción. Pero ya Venezuela tenía una capital, asiento de sus gobernadores, y desde ella saldrían los
conquistadores a establecer nuevas ciudades, primero hacia el Oeste y al centro, después hacia la costa del Caribe, hasta que en el
1567 se fundaría Caracas, que iba a serla capital del país y con los siglos se convertiría en una de las ciudades más populosas e
importantes del Nuevo Mundo.

Hacia 1550, en la tierra firme del Caribe sólo Costa Rica no tenía población española. A esa fecha estaban pobladas y organizadas
como parte del Imperio Yucatán, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Panamá, Nueva Granad a (Colombia), Venezuela; y en las islas,
Cuba, Jamaica, Santo Domingo —La Española— y Puerto Rico. Cada uno de esos territorios tenía su capital, su gobernador y sus
funcionarios. El gobierno de los Welzers había terminado en Venezuela, aunque el contrato de la Corona con esa firma sólo fue

derogado en 1556. En lo judicial había dos Audiencias Reales; una, la de la Española , para las islas, Venezuela y Colombia; otra, la
de los Confínes, cuyo territorio iba desde Panamá hasta Yucatán. En algunas ocasiones la Audiencia de Santo Domingo tuvo
autoridad ejecutiva, y podía nombrar gobernadores y otros funcionarios.

Hacia el 1560, por instancias del gobierno de Guatemala, se organizó una pequeña fuerza para ir a poblar Costa Rica. Para reunir el
dinero indispensable se asociaron Juan de Cavallón y el sacerdote Juan de Estrada Rá vago. Este salió en octubre de ese año por el
Desaguadero con unos setenta españoles y numero sos indios y negros, y el primero se fue por tierra hacia la banda del Pacífico, con
unos noventa españoles, vacas, caballos, cerdos y perros. Con esos animales se introdujo en Costa Rica la fauna occidental.

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La expedición del padre Rávago fue infortunada. El hambre forzó a sus gentes a robar los víveres de los indios, y esos indios tenían
mal recuerdo de lo que habían sufrido a manos de Hernando Badajoz y de Gutiérrez, de manera que no le dieron paz al sacerdote

Estrada Rávago. Los expedicionarios tuvieron que comerse los perros, que nunca falta ban en los grupos conquistadores. Al fin, la
columna se vio obligada a regresar a Nicaragua.

Mientras tanto, Cavalíón entraba por Occidente y dividía a sus hombres en grupos que recorrieron esa región del país y fundaron
algunas poblaciones. El padre Estrada Rávago se unió a Cavallón. Duramente combatidos por los indios, los españoles se mantenían
con dificultad. Cavallón se retiró en enero de 1562, y el padre Estrada Rávago se qu edó en Garcimuñoz, uno de los tres
establecimientos que habían fundado los hombres de Cavallón. El sacerdote expedicionario se había ganado la confianza de los
indígenas porque los defendía contra las agresiones de los conquistadores.

El 6 de septiembre de 1562 entraba en el país Juan Vázquez de Coronado, que había sido nombrado Alcalde Mayor. Se trataba de
un capitán hábil y discreto, de los más bondadosos que conoció el Caribe. Hizo trasladar Garcimuñoz al Guarco, donde en 1563 se
estableció Cartago, que sería la capital de Costa Rica hasta el año 1823; exploró gran parte del país; hizo catear los ríos que
arrastraban oro y lo repartió entre sus tenientes, aunque reservó el más rico de ellos para el rey. Perdió, en la empresa de conquistar
el territorio', más de 20.000 pesos, lo que era una enorme fortuna. Cuando se dirigía a Nicaragua en viajes de exploraciones, sus
capitanes cometían tropelías con los indios, y al volver, él las remediaba. En 1564 se fue a España a pedir ayuda para su obra; Felipe
II le dio el título de Adelantado Mayor de la Provincia de Costa Rica, pero el barco en que volvía al Caribe naufragó y don Juan
Vázquez de Coronado no llegó nunca a la tierra que había conquistado con las armas d e la inteligencia y la bondad.

Mientras Vázquez de Coronado andaba por España, sus capitanes se dedicaron a lo que habían visto hacer siempre en el Caribe: a
maltratar a los indios, a hacerles trabajar como esclavos, a quitarles sus mujeres y su maíz; y la reacción de los indios fue, como
siempre, violenta. Cartago fue sitiada durante varios meses. En marzo de 1568 llegó a Cartago el nuevo gobernador, Perafán de la
Rivera, y su presencia salvó a los sitiados de la muerte por hambre. Pero Rivera fue obligado por los pobladores españoles a repartir
los indios en encomiendas, sistema que ya estaba prohibido. A fin de forzarle a hacerlo, los pobladores amenazaron con irse de Costa
Rica, y el gobernador los encontró una mañana montados a caballo, listos a cumplir su amenaza.

Para evitar el mal de las conspiraciones, Perafán de Rivera tuvo que ajusticiar a un español. Por último, en la exploración de
Talamanca y Boruca pasó dos años largos en los que además de luchar contra indios bravíos y contra una naturaleza impenetrable,
tuvo que padecer hambre y enfermedades. Su mujer y su hijo murieron en Costa Rica, d e manera que cuando renunció el cargo en el
año de 1573 para retirarse a Guatemala, iba pobre y en soledad.

En sus años de ancianidad, Perafán de Rivera, sombra doliente y triste en las áspera s páginas de la Conquista, fue hostigado por
jueces y pesquisidores de Guatemala que le acusaban de haber repartido indios en enc omiendas y de haber ajusticiado a un español.
Tal parecía que lo habían confundido con Pedrarias Dávila o con tantos otros como éste.

Para 1580 Costa Rica estaba ya totalmente incorporada a España y sus límites establecidos con claridad. El Caribe era español.

Había frecuentes rebeliones de indios, de negros y de españoles —como la sonada de Lope de Aguirre—, de las cuales nos
ocuparemos en este libro en su oportunidad, y había ataques constantes de corsarios y de piratas, que serán tratados en un capítulo
destinado a ello. Pero, en general, el Caribe era español y ningún otro poder europeo tenía tierras en él. Se dice que desde 1542 los
holandeses estaban asentados en las salinas de Araya, situadas frente a Margarita y a poca distancia de Cumaná, lo que parece un
poco difícil dado que el lugar era muy transitado por embarcaciones de todo tipo. Es probable que los holandeses se detuvieran a
menudo en el lugar para cargar sal, que en Araya no tenía que ser fabricada mediante el lento método de evaporación solar de la
época porque se producía naturalmente, y es posible que construyeran alguna ranchería allí mucho más tarde, después que
conquistaron un vasto territorio en la Guayana.

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Hacia el 1582 fundó José de Oruña la ciudad de San José en la isla de Trinidad, a unos diez kilómetros de donde está hoy la capital
de la isla, es decir, Puerto España. Pero de esa fundación se sabe muy poco, quizá p orque a Oruña, como a Esquivel el de Jamaica y

a Diego de Velázquez el de Cuba, le tenía sin cuidado la Historia; quizá porque los papeles de la fundación —si es que los hubo—
desaparecieron cuando San José fue tomada por los ingleses de sir Walter Raleigh en 1595. En esa ocasión los ingleses pegaron fuego
a San José, que quedó completamente destruida.
Medio siglo antes de la fundación de San José se habían hecho algunos intentos para incorporar Trinidad al rosario de territorios del
Caribe poblados por españoles, uno en 1530 y otro en 1532. En esa época se nombró gobernador de Trinidad a Antonio Sedeño, que
no pudo o no quiso establecerse en la isla. Este Antonio Sedeño había sido hombre difícil en Puerto Rico y más tarde fue en
Venezuela un insigne cazador de esclavos indios.

En cuanto a las restantes islas de Barlovento, parece que en 1520 se nombró gobernador para Guadalupe y otras islas a un tal
Antonio Serrano, que salió hacia esa isla y no asentó en ella.

Cuando José de Oruña fundaba San José en la isla de Trinidad, se cumplían noventa años del Descubrimiento realizado por don
Cristóbal Colón. En esos noventa años los españoles se habían diseminado por el Caribe, poblando, guerreando, matando y
esclavizando indios y negros, casándose y amancebándose y engendrando hijos con indias y negras. Tenían al rey por su señor
legítimo y natural y no eran capaces de rebelarse contra él, pero no cumplían sus leyes y mataban tranquilamente a sus delegados y
vasallos. Buscaban oro y, sin embargo, estaban fundando nuevos pueblos. Creían en el sacerdote a la hora de confesarse y morir,
pero a la hora de vivir y de matar creían más en su espada o en su lanza. Eran hombres torrenciales, que habían hecho de España un
Imperio.

Ahora bien, ese Imperio era su obra, pero su organización era la obra de los funcionarios; los de la corte en España y los de las
Audiencias, Tesorerías y Ayuntamientos en el Caribe. Por medio de las hazañas y los fracasos de los conquistadores. España llevaba
al Caribe las estructuras de la sociedad occidental; las tierras se repartían en donación y aparecía en esa región del Nuevo Mundo la
propiedad privada, hecho mucho más importante que todas las hazañas de los soldados de la Conquista.

Pues lo que pedía cada conquistador del Caribe era tierras, y con ellas esclavos ind ios o negros para trabajarlas, y esto era una
manera de reproducir en el Caribe lo que ellos habían visto en España, esto es, la institución del latifundio en manos de la nobleza
guerrera. Este tipo de organización socioeconómica, que se establecía en el Caribe a finales del siglo XVI, correspondía a una etapa
de la Historia superada en muchos países de Europa, en los cuales los sectores predominantes eran las burguesías manufactureras y
comerciales. Así, el Caribe, en tanto extensión de Occidente, nacía con un retraso enorme, y eso lo convertía en un punto débil de la
lucha que estaban librando contra España, desde mediados de ese siglo, las burguesías de Flandes e Inglaterra.

Más que por su potencia militar, que no era mucha, el Caribe, pues, se convertía, a causa de su retrasada organización económica y
social, en la frontera más débil y más lejana del Imperio español.

[ Arriba ]

Capítulo VI
SUBLEVACIONES DE INDIOS, AFRICANOS Y ESPAÑOLES EN EL
SIGLO XVI

En las acciones de guerra que se produjeron en el Caribe entre indios y conquistadores españoles hay que hacer distinciones. En

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cada territorio los españoles comenzaron la lucha para lograr el dominio de las tierras y de los indígenas que las poblaban; los
indios, en cambio, combatían en defensa de lo que les estaban quitando. Esa primera etapa no correspondió a una determinada

época; duraba más o duraba menos, de acuerdo con las circunstancias de cada territorio; éste era pequeño y poco poblado y su
conquista se hacía con relativa rapidez; aquél era más vasto y sus pobladores eran más aguerridos, y su conquista llevó tiempo.

Pero es el caso que a esa primera etapa de guerras, y regularmente después de una etapa corta de paz, le sucedió otra de luchas;
éstas se debían a que los indígenas se levantaban en armas contra el poder español. Estas fueron las que podemos llamar con
propiedad las rebeliones indígenas, es decir, las guerras de los dueños naturales del Caribe contra los que llegaron de lejos a
despojarlos y a someterlos. En el lenguaje de hoy se llamarían guerras de liberación.

Desde luego, en la segunda etapa de esas luchas abundan episodios que correspondería n a la primera. Esto se debe a que en medio
de las guerras de lo que fue la conquista propiamente dicha se produjeron rebeliones en territorios que ya habían sido conquistados,
por lo menos en apariencia.

En algunas ocasiones las rebeliones de indios eran netamente indígenas, pero en otra s participaron negros esclavos; o sucedía lo
contrario, que los negros se rebelaban y se les unían unos cuantos indios. Los alzamientos de unos provocaban o estimulaban a
menudo los de los otros.

Aún a distancia de siglos puede notarse que en ciertos casos hubo correspondencia, a veces estrecha, entre negros e indios
sublevados. Hubo también sublevaciones estimuladas por uno de los imperios con el propósito de perjudicar al imperio que

dominaba el territorio donde se producía la sublevación.

Los esclavos africanos comenzaron a llegar al Caribe en época muy temprana. Durante siglos se creyó que fue hacia 1510 cuando
llegaron a la Española los primeros esclavos negros, pero ya no hay duda de que en el viaje de don Nicolás de Ovando —año de
1502— iban negros. Estos, como los que los siguieron en los años inmediatos, no eran en verdad africanos, sino esclavos negros de los
que había en España.

Parece que hacia 1503 ya se daban casos de negros que se fugaban a los montes, proba blemente junto con indios, puesto que en ese
año Ovando recomendó que se suspendiera la llevada de negros a la Española debido a que huían a los bosques y propagaban la
agitación. Sin embargo, en 1515 el propio Ovando envió a la Corte un memorial en que pedía que se autorizara de nuevo la venta de
esclavos negros en la isla, a lo que accedió la reina doña Isabel, aunque con la aclaración de que no debía pasar a La Española
"ningún esclavo negro levantisco ni criado con morisco". Según explicó más tarde el licenciado Alonso Zuazo, juez de residencia de
la isla, en carta escrita en enero de 1518, "yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros huidos a monte; azoté a unos, corté las orejas
a otros; y ya no ha venido más queja".

El indio y el negro se entendían bien no sólo porque ambos estaban bajo un mismo yug o, padeciendo los males de la esclavitud, sino
porque ambos tenían una conciencia social de tribu y un nivel cultural muy parecido. Negros e indios eran cazadores, agricultores

en terrenos comunes, pescadores; sus religiones eran animistas; sus experiencias acerca del hombre blanco eran parecidas, y debía
ser también muy parecida su actitud ante él, o bien de sumisión o bien de odio. El c ruce de negros e indios comenzó pronto en el
Caribe, y a los hijos de las dos razas se les llamaba zambos y se les trataba como a esclavos. El indio y el negro se influían
recíprocamente; se transculturaban, como dicen los antropólogos y los sociólogos, y los dos tenían razones para rebelarse contra los
amos.

La esclavitud del negro fue autorizada por el Estado español, al principio con ciert as limitaciones y después sin ninguna; pero la del
indio no llegó a serlo nunca de manera tajante. Unas veces se autorizaba la esclaviz ación de los indios cogidos en guerra con armas
en la mano, otras veces la de los caribes únicamente, y por las llamadas Nuevas Leyes de 1542 se prohibió en absoluto la esclavitud

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de los indígenas. Pero en los hechos, los indios fueron esclavizados en igual forma que los negros y la esclavitud indígena se organizó
con métodos iguales a los de la trata africana.

En el Caribe se estableció desde muy temprano lo que podríamos llamar la institución del "naboría" o "tapia", que era el sirviente a
tiempo fijo, a quien debía pagársele un salario, pero en realidad el naboria acabó siendo un esclavo de confianza para servir en la
casa. También se estableció desde muy temprano la "encomienda", que no era legalmente la esclavitud, pero que fue convertida en
eso.

Lo cierto es que la esclavitud del indio, aunque no estuviera autorizada, se organiz ó con métodos iguales a la del negro, que sí tenía
autorización legal. Los españoles —digamos, hasta el año de 1526, los castellanos, p uesto que sólo éstos podían establecerse en las
Indias antes de ese año— organizaban expediciones a las islas y a la tierra firme, y aun fuera del Caribe, para cazar indios en la
misma forma en que se cazaban los negros en África; en ocasiones se los compraban a los caciques, pero antes habían logrado
aterrorizar a esos caciques con alguna demostración de fuerza. Los indios cazados —o los que sobrevivían a las penalidades que se
les imponían— eran marcados al hierro, a menudo en la frente, y llevados a La Española, a Cuba o a Puerto Rico, que durante
algunos años fueron los mercados más importantes para la venta de esclavos. El padre Las Casas tiene descripciones muy vivas de
esas ventas.

No debe sorprendernos la esclavitud de los indígenas del Caribe porque, como hemos dicho antes, los españoles estaban
acostumbrados a esclavizar a los árabes —y éstos a aquéllos—en la larga guerra de la Reconquista de España; además, en la
Península había esclavos africanos, y, por último, la esclavitud era habitual en el mundo mediterráneo. El 24 de febrero de 1495

Colón despachó desde La Española cuatro naves cargadas con 500 indios, que debían ser entregados en Sevilla para que se
vendieran como esclavos. Los Reyes llegaron a autorizar la venta de esos indios —-en real cédula del 12 de abril de ese año—, pero
doña Isabel no se sintió tranquila y después de haber dado la autorización para la venta ordenó que no se vendieran mientras no se
oyera el parecer de teólogos y jurisconsultos. La reina murió creyendo que los indios eran sus vasallos, no sus propiedades.

La mayor parte de esos indios murieron en Sevilla a causa del nuevo tipo de vida a q ue se vieron sometidos: alimentación que sus
organismos no conocían, clima de variaciones extremas al que no estaban habituados, viviendas de cal y canto en que solía faltar
aire y sobrar humedad, y enfermedades para las cuales no tenían defensas naturales. Sin embargo, Colón siguió mandando indios de
La Española a la Península, y cuando él no estaba en La Española los mandaba su hermano don Bartolomé.

Muerta doña Isabel, y visto que las disposiciones reales contaban poco en el Caribe —aquellas tierras lejanas donde cada quien hacía
de su capa un sayo— y vistas también las reiteradas peticiones de las autoridades enviadas al Caribe para que se autorizara la
esclavitud de los indios o la trata de negros, el rey don Fernando volvió a solicitar un dictamen de juristas y teólogos sobre la materia,
y éstos estuvieron de acuerdo en que era lícito esclavizar a los indios que hicieran la guerra al conquistador, que se resistieran a
aceptar la autoridad del rey o se negaran a adoptar la fe católica. A partir de entonces —principios del siglo XVI— se puso en
práctica el "requerimiento"'.

El requerimiento consistía en la lectura de un largo documento en que se hacía breve historia del origen del mundo, hecho por la
mano de Dios; de la entrega del mundo a San Pedro; de la calidad de herederos de San Pedro, y, por tanto, de administradores del
mundo, que tenían los Papas; de la cesión del Nuevo Mundo hecha por el papado a los reyes de España, y, por tanto, de la legítima
autoridad que tenían esos reyes sobre las tierras y los pobladores de ese Nuevo Mundo, y en consecuencia de la obligación en que
estaban los naturales de esas comarcas de reconocer a los reyes españoles como sus señores legítimos y de someterse a los preceptos
de la Iglesia católica. El requerimiento terminaba con estos terribles párrafos: "(S i no se sometían a todo lo requerido.) Yo entraré
poderosamente contra vosotros, e vos haré guerra por todas las partes e maneras que yo pudiere, e vos subgetaré al yugo e
obediencia de la Iglesia e de sus Altezas, e tomaré vuestras personas e vuestras mug eres e hijos, e los haré esclavos e como tales
venderé e disporné dellos como su Alteza mandare, e vos tomaré vuestros bienes, e vos faré todos los males e daños que pudiere,

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como a vasallos que no obedecen ni quieren recibir a su Señor e le resisten e contra dicen. E protesto que las muertes e daños que
dello se recrecieran sean a vuestra culpa, e no de su Alteza ni mía, ni destos cavalleros que conmigo vienen."

Terminada la lectura del requerimiento, un escribano real certificaba que se había c umplido lo que mandaba el rey, y la conciencia
de los conquistadores quedaba tranquila. Si sólo tres indios oían la lectura, ellos serían responsables de cuantas muertes y tropelías
ocurrieran, puesto que representaban a la totalidad de los indígenas de la región y debían comunicarles a todos los demás lo que
habían oído; y si no habían entendido una palabra, suya era la culpa, puesto que no se habían tomado el trabajo de aprenderla
lengua castellana antes de que los conquistadores llegaran. Leído el requerimiento, lo que sucediera iría a cargo de la conciencia de
los indios, aunque ésa no fuera la opinión de Oviedo y de frailes como Montesinos y sacerdotes como Las Casas, que lucharon
tesoneramente contra tamaña hipocresía. El requerimiento fue la pieza clave para dar paz al rey y satisfacción a los esclavistas. Con
él quedó legalizada la esclavitud, pero al mismo tiempo quedaron legitimadas ante la Historia las rebeliones de los indios.

De la cacería de indios en esos primeros años del siglo XVI hay episodios notables. Por ejemplo, en el año de 1516 salieron de
Santiago de Cuba hacia las islas Guanajas, situadas en el golfo de Honduras, unos oc henta españoles. Iban en dos naves y en la
primera isla que hallaron cargaron una de ellas de indios y la despacharon hacia La Habana, mientras unos veinticinco de los
cazadores se quedaban con la otra embarcación con el propósito de recoger más indígenas. Al llegar a aguas cubanas, los españoles
de la nave que había salido primero bajaron a tierra para divertirse y dejaron a los indios encerrados bajo escotilla con muy poca
guarda. Los indios se dieron cuenta de que se hallaban casi solos, lograron salir a cubierta, mataron a los contados guardas, y en el
propio barco, que era una carabela, volvieron a sus islas Guanajas. Esto que contamos era ya una doble proeza, puesto que no sólo se
rebelaron, sino que fueron capaces de conducir una nave española, cuyo manejo desconocían, a más de doscientas leguas de

distancia, y además la gobernaron con tanto tino, que no perdieron el rumbo. Pero su cedió algo más. Al llegar al golfo de Honduras
esos indios hallaron a los españoles que se habían quedado allí en busca de más esclavos, y los atacaron con tal ferocidad, que los
obligaron a recogerse a bordo del otro barco —un bergantín— y hacerse a la mar. Antes de salir, uno de los españoles grabó en el
tronco de un árbol este mensaje: "Vamos al Darién." Los indios de la carabela quemaron su nave tan pronto como los españoles se
alejaron de las Guanajas.

Cuando Diego Velázquez, el gobernador de Cuba, supo esa increíble historia, mandó qu e salieran dos naves a perseguir a los
audaces indígenas. Las dos naves castellanas no tardaron en llegar a las Guanajas, d onde sus tripulantes lograron reunir en poco
tiempo unos quinientos indios, hombres y mujeres, y como en el caso anterior, los echaron en los fondos de los barcos.

Nunca se imaginaron que el episodio de la rebelión iba a repetirse. Pero se repitió. Una vez encerrados los indios bajo cubierta, los
españoles se dedicaron a divertirse en tierra; y de pronto los indígenas que se hallaban presos en una de las dos naves lograron salir a
cubierta, se hicieron de las lanzas, las rodelas y las demás armas de los españoles que vieron a su alcance, mataron a uno de los
guardas y echaron al mar a los otros. Los españoles que estaban en tierra corrieron a la otra nave y embistieron a la de los indios, con
lo que se trabó un combate naval que duró dos horas. En este combate, según contaron los propios españoles, los indios pelearon
encarnizadamente, fueran hombres o fueran mujeres.

Tres años después de eso se produjo en La Española la sublevación de Enriquilío, un joven cacique encomendado que iba a
mantenerse catorce años en las montañas del Bahoruco, sobre la costa del sur, sin qu e los españoles pudieran poner un pie en ese
territorio. Aunque ya estaba casado —su mujer se llamaba doña Mencía, Enriquilío deb ía sobrepasar escasamente los veintiún años
cuando se levantó en armas. Era un indio letrado —"ladino" se decía entonces—, y antes de irse a las montañas estuvo solicitando de
las autoridades españolas que se le hiciera justicia y se castigara al joven encomendero que había ultrajado a su mujer. En algunos
casos las autoridades se burlaron de sus pretensiones, y una de ellas fue aquel Pedro Vadillo que anduvo por Santa Marta haciendo
diabluras.

El 26 de diciembre de 1522 se produjo en la propia isla La Española la primera sublevación de negros del Nuevo Mundo. No pudo

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haber duda de que ese levantamiento de los esclavos africanos de La Española fue estimulado por el de Enriquiílo, que llevaba tres
años en el Bahoruco. Al alzarse, Enriquilío no hizo ninguna muerte; los primeros muertos de su levantamiento se produjeron cuando

el dueño de los hatos a quien estaba encomendado —un joven de nombre Andrés Valenzuela— salió a perseguirlo. Así se
comportaron los negros rebeldes de 1522. Un grupo de unos veinte huyó de un ingenio de azúcar que tenía don Diego Colón
—almirante gobernador— en las cercanías de la ciudad de Santo Domingo. Ese primer grupo se dirigió hacia el Oeste y se reunió con
otro, también de unos veinte, y fue entonces cuando causaron sus primeras víctimas, unos cuantos españoles que trabajaban en los
campos. Encaminándose siempre hacia el Poniente, sobre la costa del sur —como si su intención hubiera sido la de reunirse con
Enriquillo—, atacaron un hato de vacas del escribano mayor de minas de la isla, mata ron un castellano albañil, saquearon la casa
vivienda, se llevaron un negro y doce indios esclavos y esa noche hicieron campamento en el camino de Azua, pues según declararon
luego su plan era caer al día siguiente sobre un ingenio del licenciado Zuazo —aquel que había escrito lo de "azoté a unos, corté las
orejas a otros; y ya no ha venido más queja"— matar los españoles que había allí, levantar los 120 esclavos del ingenio y caer sobre la
villa de Azua, donde se proponían pasar a cuchillo a todos los españoles.
Al amanecer, los esclavos sublevados fueron sorprendidos en su campamento por los españoles que les perseguían a caballo, y
aunque se batieron como desesperados, tuvieron seis muertos y varios heridos y los demás se desbandaron. La mayor parte de los
que huyeron cayeron en manos de los españoles y terminaron ahorcados.

Casi inmediatamente después de este episodio se organizó una columna para someter a Enriquillo y se puso bajo el mando de un
oidor de la Audiencia que se había distinguido en la persecución de los negros; dos años después se despacharon dos columnas, una
de ellas al mando de Pedro Vadillo, y se despachó otra en el 1526. Pero Enriquillo, que había organizado sus defensas
magistralmente, siguió en el Bahoruco, cada vez con más autoridad sobre los indios y los negros de la isla, que abandonaban a sus

amos y se le unían. Cuando ya Enriquillo llevaba más de diez años señoreando una vasta región montañosa, se sublevaron los
caguayos de la costa norte. A la muerte del jefe de esa nueva sublevación quedó al f rente de ella un guerrero audaz y cruel de nombre
Tamayo, que no tardó en aliarse con el cacique de Bahoruco.

La insurrección de los indios de La Española iba extendiéndose, pues, y si a ella se suman los numerosos asaltos a Puerto Rico que
daban los caribes de las islas Vírgenes y de Barlovento, la rebelión de Urraca en Ca stilla del Oro, la desesperada resistencia de los
indios de la Costa de las Perlas (hoy Venezuela) —todo lo cual sucedía mientras Enriquillo estaba sublevado—, se comprenderá que
los reyes de España debían sentirse preocupados. Así, el 17 de noviembre de 1526 Carlos V dio una providencia real en la que se
condenaban ampliamente, con todos los detalles del caso, las actividades de los caza dores de indios, y se ordenaba que los indígenas
que hubieran sido apresados y no se hubieran cristianizado fueran devueltos a sus tierras de origen, Pero la providencia real no se
cumplió, entre otras causas, según alegaron los partidarios del esclavismo indígena, porque los caribes de las islas Vírgenes y de
Barlovento seguían atacando Puerto Rico.

En realidad, desde el asalto de 1520, en que los caribes habían entrado en las bocas del río Humacao, dieron muerte a varios
españoles y se llevaron unos cincuenta indios, no volvió a haber otro ataque importa nte a Puerto Rico hasta el de 1528, cuando los
caribes llegaron hasta el puerto de San José, que desde 1521 era la capital de la isla y, por tanto, debía ser el sitio mejor guarnecido
de Puerto Rico. En esa ocasión los caribes entraron en el puerto con ocho piraguas y penetraron hasta la boca del río Bayamón, se

apoderaron de una barca y mataron a tres negros. En 1530 llegaron a Daguago, la región más próspera de la isla; iban en once
canoas, mataron a todos los españoles, negros, perros bravos y caballos que encontra ron, y se llevaron veinticinco indios. Una noche
asaltaron la costa del este, donde estaba Aguada, destruyeron un caserío y dieron mu erte a cinco religiosos. Todavía muchos años
después de haber muerto Enriquillo en La Española seguían los caribes atacando Puerto Rico. En 1565 saquearon el pueblo de
Guadianilla —hoy Guayani-lla—, mataron a varios españoles e hirieron a otros, entre ellos al gobernador de la isla, y en el año 1582
destruyeron el pueblo de Loíza.

Mientras Enriquillo estaba alzado en el Bahoruco y los caribes atacaban Puerto Rico, se levantaba en Castilla del Oro (Panamá) el
cacique Urraca. Ya en 1515 el obispo Juan de Que vedo, escribiendo al rey, decía que los caciques e indios "de la parte de Tubanamá

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i Panamá como se han visto maltratar, matar i destruir; de corderos que eran, se han hecho tan bravos que mataron todos los
cristianos que estaban en Santa Cruz, y cuantos hallaron derramados por la tierra'1. En 1520 Gaspar Espinosa, alcalde mayor de

Castilla del Oro, entró en Veragua, región del cacique Urraca, que le presentó comba te. Había algo de común entre el infortunado
Caonabó de La Española y el bravío Urraca. También éste, como Caonabó por Ojeda, se dejó engañar por un capitán español que se
hizo su amigo y al ñn lo apresó y lo mandó a Nombre de Dios. Pero Urraca fue más afortunado que Caonabó, puesto que logró
fugarse y retornó a sus montañas, donde se mantuvo alzado nueve años, al frente de miles de indios que se le fueron reuniendo.
Nunca pudieron los españoles someter a Urraca, que murió sin rendirse.

Tan preocupados estaban los gobernantes de España con la sublevación de Enriquillo, que en julio de 1532 la emperatriz doña
Isabel de Portugal, mujer de Carlos V —que gobernaba el Imperio por ausencia del Emp erador—, expidió nombramiento de capitán
general de la guerra del Bahoruco a Francisco de Barrionuevo. El solo título da idea de la gravedad que se le atribuía a España a la
prolongada rebeldía de Enriquillo. Barrio-nuevo logró concertar la paz con el caciqu e de La Española, y éste iba a morir dos años
después, en septiembre de 1535, en el lugar donde se retiró a vivir con los indios q ue le siguieron. En el tratado de paz —cuya sola
firma era un acontecimiento político trascendental—, Carlos V se obligaba a otorgar a Enriquillo y a todos los indios de la isla los
mismos derechos que a los españoles.

De todos modos, ya era tarde: los indios de La Española estaban extinguiéndose y no tardarían en desaparecer como pueblo.

El tratado de paz celebrado con Enriquilllo indicaba que en España se tenía una idea clara de la situación. Los indios y los negros se
sublevaban porque se les maltrataba, se les explotaba y se les humillaba. Pero una c osa era lo que se pensara en la lejana Península y

otra la que se hacía en las lujuriantes tierras del Caribe. En el Caribe se creía qu e el indio bueno era el indio muerto. Así se explica
que se provocara el levantamiento de Lempira, que se sublevó en las Hibueras (Honduras) en 1538. Lempira convocó en Piraera
(Sierra de las Neblinas) a los caciques de doscientas rancherías y los convenció de que debía iniciarse inmediatamente la guerra
contra los españoles. Lempira fue elegido jefe de las fuerzas y comenzó a actuar con un arrojo que todavía hoy causa admiración. En
seis meses de lucha llegó a tener bajo sus órdenes más de dos mil hombres, al frente de los cuales asaltó los poblados españoles que
estaban en su radio de acción. Murió asesinado cuando salía a recibir un parlamento que le había enviado el jefe español, capitán
Alonso Cáceres. Uno de los parlamentarios le disparó su arcabuz y le alcanzó en la f rente.

Por esos días de 1538 andaban alzados en el oriente de Cuba muchos negros, a los que se unían algunos indios, y lo mismo sucedía en
la Española. Aunque Las Casas asegura que en todas las Indias —es decir, en todo el Nuevo Mundo— había hacia el 3 540 más de
100.000 esclavos negros y sólo en La Española había 30.000, debemos tomar esas cifra s con reservas. Para el 1543 se estimaba que
en Cuba había casi 1.000 negros y negras, y aun exagerando hasta el máximo, en La Española no podía haber más de cuatro veces
esa cantidad. En 1542 había negros alzados en cuatro puntos de La Española —cabo San Nicolás, punta de Samaná, cabo de Higuey
y los Ciguayos (costa del norte) —, pero no debían ser muy numerosos. El ayuntamiento de Santo Domingo, capital de la isla,
escribió en 1545 que apenas se cogía oro porque se habían exportado a Honduras casi todos los negros y que últimamente se habían
llevado al Perú los que quedaban. Desde luego se hablaba de negros que sabían trabajar las minas, porque precisamente en esos
mismos días los negros alzados llegaron a asaltar y dar muerte a españoles a sólo tres leguas de la ciudad de Santo Domingo.

Hacia el 1546 había en el Bahoruco, donde estuvo sublevado Enriquillo, unos doscientos —y tal vez trescientos— negros alzados, y en
La Vega unos cincuenta. Esos alzamientos indicaban que había en la isla un estado de descomposición, y esa descomposición
produjo caudillos negros que asaltaron varias poblaciones y hatos. El más destacado de esos jefes fue Diego de Campo, que asoló las
regiones de San Juan de la Maguana y de Azua en varias incursiones.

Pero la insurrección de los esclavos africanos no se limitaba a La Española; se producía también en la tierra firme y en el istmo de
Panamá. Había comenzado ya la etapa de la explotación en los territorios del Caribe y el esclavo negro era el instrumento natural —e
indispensable— para mantener y aumentar la producción. La trata de negros se había c onvertido en un negocio muy activo, y las

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posibilidades de insurrecciones de esclavos eran mayores cada día.

España no traficaba con negros esclavos. Los españoles del Caribe se limitaban a com prar la mercancía y el gobierno español se
limitaba a dar autorizaciones —licencias y asientos— para que se vendieran en sus territorios de Ultramar tantos o cuantos esclavos.
Generalmente esas autorizaciones eran concedidas a personajes europeos, y éstos las vendían a comerciantes de otros países. Pero
como las ventas autorizadas no eran suficientes para cubrir la demanda de negros, se producía la venta ilegal. Esta se realizaba de
dos maneras: se autorizaba una venta de 100 africanos, pero se sobornaba a los funcionarios españoles del Caribe y se vendían 200,
o se presentaba un barco negrero holandés o inglés, no autorizado para comerciar en los territorios españoles, y se las arreglaba para
vender esclavos. Esto último lo hizo varias veces John Hawkins, el hombre que abrió las puertas del Caribe para el comercio inglés.

Los españoles compraban los esclavos para usarlos como instrumentos de producción, p ero quienes en realidad ganaban dinero con
el negocio eran los vendedores de africanos. Estos últimos se enriquecían a niveles increíbles, y eso es lo que explica que los
comerciantes más poderosos de los Países Bajos, de Dinamarca, Inglaterra y Francia f ueran los socios capitalistas de los capitanes
negros. Con frecuencia los reyes de esos países participaban en los beneficios de la trata y a menudo se asociaban al negocio figuras
de la nobleza. Cuando fue armado caballero por la reina Isabel John Hawkins, insigne traficante de esclavos, mandó poner en su
escudo la cabeza de un negro como testimonio de que su actividad era honorable. Además, Hawkins fue nombrado por la reina
tesorero de la marina real como premio a sus actividades corsarias.

Uno de los factores de la rápida capitalización de esos países fue la trata de escla vos. En un nivel diferente, la situación a mediados
del siglo XVI tenía semejanzas con la de mediados del siglo xx. En el 1950, los países vendedores de maquinarias se enriquecían

vendiendo esas maquinarias a los países que tenían poco desarrollo, y capitalizaban más de prisa que éstos; hacia el 1540, los
vendedores de esclavos capitalizaban más de prisa que los que compraban esos esclavos para poner a producir las tierras
americanas.

Por la vía del comercio esclavista, los países que traficaban con esclavos del Áfric a sustraían las riquezas que España sacaba de
América; por lo menos, sustraían una parte importante de esas riquezas. Una porción del capital acumulado mediante la venta de
esclavos se empleaba en la manufactura de productos que se vendían de contrabando en el Caribe, de manera que además de
ganarles dinero vendiéndoles esclavos, los tratantes de negros les ganaban también d inero a los españoles del Caribe vendiéndoles
esos productos manufacturados; por último, los buques negreros volvían a Europa carg ados con maderas, azúcares, cueros, sal y
otras mercancías sacadas del Caribe, también de contrabando, con lo cual se obtenían beneficios adicionales.

Como España no tenía las sustancias reales de un imperio, el Estado español no se atrevía a ser tan despiadado como hubiera sido
necesario para dedicarse a la trata de negros. Otros países hicieron esa trata y en pocos años tenían ya el alma y los instrumentos de
los imperios. La trata de africanos estaba cambiando los fundamentos de la sociedad occidental. Medio siglo después, a pesar de
todo el oro que extraía de Méjico y del Perú, se veía con claridad la declinación de España y el ascenso de los países europeos que
vendían negros en América; se marcarían las diferencias que al andar del tiempo dividirían el mundo en países sobreholgados y
países miserables.

Dado que el comercio de africanos dejaba beneficios enormes, había que mantenerlo a toda costa; de ahí que se usara la mayor
violencia en la cacería de negros, puesto que ellos no se entregaban graciosamente a los traficantes. Esa violencia era el origen de las
rebeliones negras del Caribe. El negro llegaba al Caribe con el corazón rebosante de odio al blanco, que lo había arrancado de su
tierra nativa por la fuerza, que lo había puesto en cepo durante la travesía por el mar, que le había dado latigazos y palos. En la
primera oportunidad, el negro que tenía más vigor de alma se fugaba a los montes; poco a poco otros iban a reunirse con él o él
llegaba de noche a las barracas de las minas y de los ingenios de azúcar y los invit aba a irse, y un día comenzaba el alzamiento con
un ataque a un establecimiento de blancos.

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Esas primeras sublevaciones anunciaban estallidos futuros de magnitudes enormes, com o al fin se produjeron con las sublevaciones
negras de Haití. En cierto sentido, el comercio de esclavos negros estaba determinando el curso de la historia del Caribe, pues los

esclavos del siglo XVI llegarían a ser con el tiempo los ciudadanos libres de sus pa íses. Mientras tanto, en esos años del 1540 se
sublevaban los esclavos de La Española, pero también los de otros territorios. En la gobernación de Cartagena había muchos
alzados, tantos, que pudieron asaltar el pueblo de Tafeme, donde mataron más de veinte personas, quemaron los sembrados de
maíz y se llevaron unos trescientos indios.

En 1548 unos negros prófugos de Panamá se declararon libres y organizaron una monarq uía cuyo rey era uno de ellos, de nombre
Bayano. Los "vasallos" del flamante rey negro dieron mucho que hacer a las autoridades de Panamá, puesto que atacaban los puntos
estratégicos del camino que comunicaba Panamá con Nombre de Dios, esto es, la ruta del mar Pacífico al Caribe, por donde se
movían ya las cargas de oro del Perú que se enviaban a España. Al mismo tiempo, hacia el Sudeste, en el golfo de San Miguel, se
mantenía alzado otro negro llamado Felipillo. En la pacificación de esos focos de rebelión tomó parte don Pedro de Ursua, que iba a
ser algunos años después la primera víctima de la sonada rebelión de Lope de Aguirre. Pero la verdad es que la pacificación total de
los esclavos negros de Panamá tardó muchos años, pues fue en 1581 cuando los hijos y los nietos de los alzados de 1548 aceptaron
reunirse en Pancora, que fue poblado por ellos.

No consta en ningún documento cuál fue la influencia de la insurrección de Bayano en la del negro Miguel, que tuvo lugar en
Venezuela en el año 1552, pero el hecho de que este último se proclamara rey, como hizo el de Panamá, nos inclina a creer que
Miguel supo lo que pasaba en Panamá y siguió el ejemplo. Eí negro Miguel era esclavo de las minas de San Felipe de Buría, que se
hallaban cerca de Nueva Segovia, una ciudad fundada en las vecindades de lo que hoy es Barquisimeto. Miguel se fugó de las minas

y se hizo cimarrón. "Cimarrón" era el vocablo usado entonces para designar a los negros que huían hacia los montes. En poco tiempo
Miguel había reunido en torno suyo a varios compañeros, y cuando contó con unos veinte hombres atacó la casa de las minas, mató
a algunos españoles y se llevó presos a otros; de los presos, unos cuantos murieron bajo el tormento y los demás fueron dejados en
libertad para que llevaran la noticia de la rebelión a San Felipe y a Nueva Segovia. El negro Miguel ejercía lo que hoy llamamos
guerra psicológica. Como es claro, las nuevas llegaron a los españoles, que se indignaron, pero también llegaron a los negros de toda
la región y a los indios jiraha-ras, que vivían en las inmediaciones de San Felipe, y esas noticias estimularon a los más audaces y
aguerridos entre negros e indios, de manera que al poco tiempo Miguel tenía bajo su mando 180 hombres entre unos y otros. El
caudillo puso toda esa gente a trabajar en la edificación de un pueblo, que cercó de fuertes palizadas y de trincheras, y entonces se
proclamó rey. Su mujer, la negra Guiomar, fue reina; su pequeño hijo," príncipe heredero; un amigo suyo pasó a ser obispo, y otros
tuvieron títulos de nobleza, dignidades y funciones propias de una Corte. Una vez organizado el reino, el "monarca" dispuso el asalto
a Nueva Segovia, y como no pudo tomar la villa se retiró a su pueblo-fortaleza, dond e fue atacado por los españoles. El rey Miguel
murió combatiendo, y de sus "súbditos", los que se salvaron fueron sometidos a tormento y muertos en suplicio o mantenidos en
ergástulas mucho tiempo. Pero los indios jiraharas siguieron la lucha que había emprendido el antiguo esclavo.

Esos indios asaltaron tantas veces las minas de San Felipe, que al fin éstas tuvieron que ser abandonadas y llegó a perderse hasta el
recuerdo del sitio donde estaban. Los jiraharas hicieron impenetrable el territorio de sus tribus; se mantuvieron en rebeldía más de
sesenta años, de manera que todavía en el siglo XVII se sentían en Venezuela los efectos de la sublevación del rey Miguel.

Hacia el este de donde estaban las minas de San Felipe de Buria se hallaban las mina s de oro de los Teques. Los Teques es hoy una
ciudad que se encuentra en la zona montañosa del litoral del Caribe, a medio camino entre Caracas y Maracay. El nombre de la
región y de las minas provenía de los indios teques, cuyo señor se llamaba Guaicaipuro. Guaicaipuro es, desde hace siglos, un
símbolo para los venezolanos; la encarnación del amor a la patria. Debió ser un cacique de gran autoridad sobre varias tribus;
propiamente, más que un cacique, pues cuando decidió que había que luchar contra los españoles se dedicó a formar una alianza de
numerosos pueblos vecinos, y de hecho se convirtió en el caudillo de una vasta confederación en que figuraban, además de los
teques, los taramainas, los charagotos, los caracas, los mariches, los arbacos y alg unos más. Esa especie de confederación de
guerreros dominaba todo el territorio de lo que hoy se llama en Venezuela el Centro, que es la parte más poblada y más desarrollada

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del país. En el año de 1561 Guaicaipuro inició la rebelión con un asalto a las minas de oro de los Teques, y a partir de entonces se
mantuvo en rebeldía hasta el día de su muerte, ocurrida en el 1568.

En el valle de San Francisco —que es uno de los pequeños valles que se encuentran dentro de los límites de la Caracas de hoy— había
un hato de españoles que había sido fundado algunos años antes por el mestizo Francisco Fajardo, nacido en la isla de Margarita,
fundador también de Collado, en la cercana costa del Caribe. Hacia el 1560 unos veintiséis españoles anduvieron merodeando por
San Francisco y saquearon varias rancherías de indios. Esos atropellos provocaron el alzamiento de Guaicaipuro, que atacó las
minas de los Teques y mató a todos los trabajadores que había en ellas, indios, negros y españoles. Al mismo tiempo Paramaconi,
cacique de los taramainas, atacaba el valle de San Francisco, donde mató a los pastores y muchas reses, hirió o dispersó el ganado
que quedó vivo y quemó las viviendas. Un capitán español, de nombre Juan Rodríguez, cuyos hijos habían muerto a manos de los
hombres de Guaicaipuro en el ataque a las minas de las Teques, se había internado por la sierra con treinta y cinco españoles y
fundó un pueblo sobre los restos de San Francisco. Cuando llegó a los oídos de Rodríguez la noticia de que Lope de Aguirre había
entrado en tierra venezolana por Borburata, se puso en marcha hacia Valencia a fin d e combatir al que se conocía en toda la
provincia como "el tirano Aguirre"; pero al atravesarla sierra, mientras subía el cerro de la Laguneta, le salió al paso Terepaima,
cacique de los arbacos, y Guaicaipuro le tomó la retaguardia. Rodríguez y sus hombres perdieron allí la vida.

¿Quién era ese Lope de Aguirre que aparecía de pronto en el Caribe como una encarnac ión de la locura que había desatado el
descubrimiento de América? Lope de Aguirre, vasco de Oñate, domador de potros en el Cuzco, cojo a causa de un arcabuzazo,
recibido en las guerras que tuvieron en el Perú unos españoles contra otros españoles, fue el jefe de una insurrección contra el rey de
España, Felipe II. Esto puede parecer de poca importancia para los que se han acostu mbrado a la propagada tesis del anarquismo

español, pero no lo es para los que estudian la historia de España. Lope de Aguirre se declaró enemigo de Felipe II, pero además
independiente de la monarquía y de España, y eso había sucedido sólo una vez, unos siete años antes y precisamente cerca de ese
punto por donde Lope de Aguirre andaba esparciendo el terror. En esa ocasión anterior, Alvaro de Oyón, que había tomado parte en
las luchas entre almagristas y pizarristas en el Perú, organizó un levantamiento en las vecindades de Popayán —Nueva Granada, es
decir, la Colombia de hoy— que llegó a contar con unos cien seguidores, y su programa era el desconocimiento de la autoridad real y
la independencia de Nueva Granada.

Alvaro de Oyón y tres de sus tenientes fueron ajusticiados y partidos en cuartos; ca torce de sus seguidores fueron ahorcados, a otros
se les cortaron los pies y las manos. Pero ese final del alzamiento de Oyón no hizo mella en Lope de Aguirre. Este Lope de Aguirre
había sido, como Alvaro de Oyón, soldado en el Perú; y sucedió que hasta el Perú llegó, aunque con algún retraso, la leyenda de
aquel país de los omaguas, el fabuloso Dorado, que tantas fatigas costó a Felipe von Hutten y a su expedición. El marqués de Cañete,
virrey del Perú, se entusiasmó con la posibilidad de conquistar esa tierra maravillosa y despachó a don Pedro de Ursua —el mismo
que actuó en Panamá contra los esclavos sublevados que seguían al rey Bayano—, con u nos cuatrocientos hombres bien armados y
cuarenta caballos para que fueran a conquistar el reino de los omaguas. Pedro de Ursua penetró hacia la selva y a fines del año 1560
llegó a las orillas del Marañón (Amazonas), donde hizo construir barcos para hacer por agua la travesía hasta El Dorado. Los
hombres que iban con don Pedro de Ursua habían sido reclutados en todo el Perú, y entre ellos abundaban, como es claro, los
aventureros de la peor especie. Ninguno, sin embargo, llegó a la altura de Lope de Aguirre.

Este hombre feroz contó sus hechos en una carta que envió a Felipe II, llena de sarc asmos, odio y acusaciones de todo tipo; y esos
hechos, hasta el momento en que se dirigió al rey, pueden resumirse así: mientras la expedición navegaba por el Amazonas, que se
llamaba entonces Marañon, organizó una conspiración en que perdieron la vida don Ped ro de Ursua y sus criados y amigos más
íntimos; inmediatamente después proclamó la República de los Marañones; puso a la ca beza de esa república delirante, con el título
de príncipe, a un mozo de Sevilla llamado don Fernando de Guzmán y se nombró él mism o maestre de campo —esto es, jefe
militar— de ese extraño estado sin tierras que había creado. Pero el príncipe marañón duró poco, porque Lope de Aguirre lo hizo
matar a puñaladas. Durante largos meses su república flotante navegó aguas abajo del Marañon, y los marañones disminuían
porque su jefe mandaba apuñalar a todos aquellos que a su parecer no le eran leales o podían traicionarlo en el futuro. Según decía,

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él y sus marañones volverían al Perú por Panamá, pues el plan era conquistar el Perú y declararlo independiente de España.

Durante el viaje por el gran río tuvo que hacer reparaciones en sus buques, organiza r entradas para buscar alimentos, de manera
que cuando salió a las bocas del Marañon ya el año 1561 iba mediado. Navegando hacia el Norte y luego hacia el Oeste, la flotilla fue
a dar a la isla Margarita. Al llegar contó a los vecinos que él y su gente tenían mucho oro y que pagarían bien todos los alimentos que
les llevaran. El gobernador de Margarita, Juan Villadrando, estaba entre los que fueron a venderles víveres. Lope de Aguirre lo hizo
preso; después bajo a tierra, rompió las cajas reales y procedió al saqueo de la pob lación. Pronto supo que un fraile de La Española
estaba cerca, con un buen navio artillado, adoctrinando indios; le mandó su carta a Felipe II, pero el mensajero de esa carta tenía
órdenes de apresar al fraile y de coger su navío. El mensajero y los marañones que iban con él le desertaron a Lope de Aguirre y se
dirigieron hacia Borburata para dar la noticia de lo que estaba pasando. El fraile h izo lo contrario; se fue a Margarita para tratar de
convencer al jefe marañón de que abandonara su rebeldía. No se atrevió a verlo, sin embargo, porque supo que en ese momento
Lope de Aguirre estaba haciendo estragos en la isla; había mandado dar garrote al gobernador y a sus ayudantes, ordenó que se
diera muerte a varios vecinos y ahorcó en las jarcias de su propio buque a algunos marañones de quienes sospechó algo. El fraile
dejó una carta para Lope y se alejó de allí. El jefe marañón decidió entonces entrar en la tierra firme de Venezuela y se dirigió hacia
Borburata con los marañones que le quedaban, unos ciento sesenta. Al llegar a Borburata Lope de Aguirre quemó sus tres naves y
todas las que halló en el puerto. La mayoría de los habitantes habían huido de la ciudad, y los que se quedaron las pasaron muy mal.
Lope apresó a unos, atropello a otros y saqueó el pueblo. Hay una descripción de su marcha de Borburata a Valencia, por un camino
de lodo —pues era el mes de octubre, época de lluvias— en que se pinta toda su feroc idad. Los marañones y sus prisioneros que
cargaban las cajas de caudales robadas en Mar garita y Borburata no podían con ellas, y Lope hacía degollar a los que se quejaban
de la carga. Oviedo y Baños dice que era "mal encarado, muy pequeño de cuerpo, ñaco de carnes, grande hablador, bullicioso y

charlatán". Podemos imaginarnos cuál sería la expresión de sus ojos, brillantes de locura, y la de su risa, dura y sarcástica cuando
daba esas órdenes de muerte. Hasta hace poco en Venezuela se asustaba a los niños diciéndoles "ahí viene el tirano Aguirre".

Ya en el camino de Valencia, Lope de Aguirre varió el rumbo y se dirigió a Barquisim eto. A ese tiempo, convocados por el
gobernador, iban reuniéndose hombres de toda la provincia. Juan Rodríguez, muerto a manos de Guaicaipuro y de Terepaima, era
de los que iban a dar combate al "tirano Aguirre". El asalto de los indios a Juan Rodríguez debió tener lugar a fines de octubre de
1561, porque el jefe marañón entró en Borburata el día 22 de ese mes.

Lope de Aguirre atravesó los territorios de los indios jiraharas, que no lo atacaron probablemente por el número de hombres que
llevaba y por lo bien armados que iban. Los marañones disponían de arcabuces, que no habían sido abundantes en los años
anteriores; además, iban disparando por los caminos. Entre descargas cerradas y con banderas desplegadas entraron en
Barquisimeto, que había sido abandonada por sus moradores. Cuando los soldados de Lope de Aguirre entraron en las casas a
recoger botín, hallaron en cada una cédulas de perdón real para los que quisieran rendirse. Esas cédulas fueron la perdición del jefe
marañón, pues al saber que a pesar de todas sus fechorías el rey les perdonaba si se entregaban, los marañones, que seguían a su jefe
debido al terror, comenzaron a abandonarlo. Sólo un hombre quedó al lado de Lope de Aguirre, Antón Llamoso, y dos mujeres, su
hija y la criada que la atendía, a quien llamaban la Torralba.

Cuando el jefe marañón se vio solo, con la casa rodeada de enemigos, entre los cuales había muchos que habían sido subordinados
suyos, se encaminó al aposento donde estaba la hija, le apuntó con su arcabuz, y com o éste le fallara echó mano del cuchillo y la
mató a puñaladas. Dijo que no quería que ella sufriera las penas que le tocarían por ser su hija. Inmediatamente se asomó a la sala y
ordenó a los que rodeaban la casa que le dispararan. Al que tiró primero le dijo: "M al tiro." Y efectivamente, no le acertó. A otro le
dijo: "Ese es bueno." Y fue bueno. El que hizo ese disparo era un marañon.

El cadáver de Lope de Aguirre fue decapitado y descuartizado, sus partes fritas en a ceite y colocadas en distintos lugares, para
eterno escarmiento. Lo que él había hecho asustaba a los conquistadores españoles, para quienes España y el rey eran valores
sagrados. Un español de aquellos días no podía concebir la rebelión de Lope de Aguirre. Se podía luchar contra otros españoles, pero

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jamás desconocer la autoridad real. En su frontera del Caribe, España perdía sus esencias más íntimas, cosa que no alcanzaban a
comprender los propios actores del drama histórico que se estaba dando en el Caribe.

Para Guaicaipuro y los caciques aliados suyos, la insólita rebelión de Lope de Aguirre tenía escaso significado. Ellos seguían su lucha
contra los españoles. Una vez muertos Juan Rodríguez y sus acompañantes, Guaicaipuro se dedicó a organizar una sublevación
general dirigida a destruir los dos establecimientos españoles que había en la región central de Venezuela, esto es, San Francisco y
Collado. Una columna despachada contra los indios rebeldes al mando de un capitán Na rváez fue atacada por los arbacos en enero
de 1562 y sólo pudieron salvarse tres hombres. Los españoles tuvieron que abandonar San Francisco y Collado, y durante algunos
años ningún conquistador pudo entrar de nuevo en la región. Fue en 1567 cuando Diego de Losada, el vencedor del rey Miguel,
alcanzó a llegar, aunque combatiendo sin cesar, hasta el valle de San Francisco. Un poco más al este de allí fundó en ese año la
ciudad de Santiago de León de los Caracas, y al siguiente —1568— fundó Nuestra Señora de Carabaíleda en el mismo sitio donde
estuvo Collado. Guaicaipuro murió en el 1568, en un ataque por sorpresa en el cual c ayeron con él veintidós indios que formaban su
guardia personal; pero las sublevaciones de indios no se aplacaron con su muerte. Du rante largo tiempo se luchó en las sierras
inmediatas a Caracas y el 21 de enero de 1572 los indios de Cumaná asalgarita y Borb urata no podían con ellas, y Lope hacía degollar
a los que se quejaban de la carga. Oviedo y Baños dice que era "mal encarado, muy pequeño de cuerpo, flaco de carnes, grande
hablador, bullicioso y charlatán". Podemos imaginarnos cuál sería la expresión de su s ojos, brillantes de locura, y la de su risa, dura
y sarcástica cuando daba esas órdenes de muerte. Hasta hace poco en Venezuela se asustaba a los niños diciéndoles "ahí viene el
tirano Aguirre".

Ya en el camino de Valencia, Lope de Aguirre varió el rumbo y se dirigió a Barquisim eto. A ese tiempo, convocados por el

gobernador, iban reuniéndose hombres de toda la provincia. Juan Rodríguez, muerto a manos de Guaicaipuro y de Terepaima, era
de los que iban a dar combate al "tirano Aguirre". El asalto de los indios a Juan Rodríguez debió tener lugar a fines de octubre de
1561, porque el jefe marañón entró en Borburata el día 22 de ese mes.

Lope de Aguirre atravesó los territorios de los indios jiraharas, que no lo atacaron probablemente por el número de hombres que
llevaba y por lo bien armados que iban. Los marañones disponían de arcabuces, que no habían sido abundantes en los años
anteriores; además, iban disparando por los caminos. Entre descargas cerradas y con banderas desplegadas entraron en
Barquisimeto, que había sido abandonada por sus moradores. Cuando los soldados de Lope de Aguirre entraron en las casas a
recoger botín, hallaron en cada una cédulas de perdón real para los que quisieran rendirse. Esas cédulas fueron la perdición del jefe
marañón, pues al saber que a pesar de todas sus fechorías el rey les perdonaba si se entregaban, los marañones, que seguían a su jefe
debido al terror, comenzaron a abandonarlo. Sólo un hombre quedó al lado de Lope de Aguirre, Antón Llamoso, y dos mujeres, su
hija y la criada que la atendía, a quien llamaban la Torralba.

Cuando el jefe marañón se vio solo, con la casa rodeada de enemigos, entre los cuales había muchos que habían sido subordinados
suyos, se encaminó al aposento donde estaba la hija, le apuntó con su arcabuz, y com o éste le fallara echó mano del cuchillo y la
mató a puñaladas. Dijo que no quería que ella sufriera las penas que le tocarían por ser su hija. Inmediatamente se asomó a la sala y
ordenó a los que rodeaban la casa que le dispararan. Al que tiró primero le dijo: ll Mal tiro." Y efectivamente, no le acertó. A otro le

dijo: "Ese es bueno." Y fue bueno. El que hizo ese disparo era un marañón.

El cadáver de Lope de Aguirre fue decapitado y descuartizado, sus partes fritas en a ceite y colocadas en distintos lugares, para
eterno escarmiento. Lo que él había hecho asustaba a los conquistadores españoles, para quienes España y el rey eran valores
sagrados. Un español de aquellos días no podía concebir la rebelión de Lope de Aguirre. Se podía luchar contra otros españoles, pero
jamás desconocerla autoridad real. En su frontera del Caribe, España perdía sus esencias más íntimas, cosa que no alcanzaban a
comprender los propios actores del drama histórico que se estaba dando en el Caribe.

Para Guaicaipuro y los caciques aliados suyos, la insólita rebelión de Lope de Aguirre tenía escaso significado. Ellos seguían su lucha

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contra los españoles. Una vez muertos Juan Rodríguez y sus acompañantes, Guaicaipuro se dedicó a organizar una sublevación
general dirigida a destruir los dos establecimientos españoles que había en la región central de Venezuela, esto es, San Francisco y

Collado. Una columna despachada contra los indios rebeldes al mando de un capitán Na rváez fue atacada por los arbacos en enero
de 1562 y sólo pudieron salvarse tres hombres. Los españoles tuvieron que abandonar San Francisco y Collado, y durante algunos
años ningún conquistador pudo entrar de nuevo en la región. Fue en 1567 cuando Diego de Losada, el vencedor del rey Miguel,
alcanzó a llegar, aunque combatiendo sin cesar, hasta el valle de San Francisco. Un poco más al este de allí fundó en ese año la
ciudad de Santiago de León de los Caracas, y al siguiente —1568— fundó Nuestra Señora de Caraballeda en el mismo sitio donde
estuvo Collado.

Guaicaipuro murió en el 1568, en un ataque por sorpresa en el cual cayeron con él veintidós indios que formaban su guardia
personal; pero las sublevaciones de indios no se aplacaron con su muerte. Durante la rgo tiempo se luchó en las sierras inmediatas a
Caracas y el 21 de enero de 1572 los indios de Cumaná asaltaron la ciudad y los espa ñoles tuvieron que combatir reciamente para
evitar que Cumaná cayera en manos de los atacantes.

Como es fácil de ver, los indios no se dejaban quitar sus tierras ni aceptaban que se destruyera su organización social sin rebelarse
contra los conquistadores. Por su parte, los negros no se resignaban a que se les trasplantara violentamente desde África al Caribe y
que se les esclavizara para obligarlos a trabajar en beneficio de los blancos. Y en medio de ese panorama de indios y negros que se
sublevaban, hubo también españoles sublevados contra el poder real. La violencia generaba violencias. Pero todavía estaban por ver
las de más envergadura, las que se producirían en el Caribe como reflejo de las luch as de los nacientes imperios de Europa contra el
Imperio de España en América. Desde principios del siglo XVI habían empezado a entra r en el' Caribe los corsarios ingleses,

holandeses y franceses, y desde 1563 las fundaciones españolas comenzaron a ser forz adas a negociar con ellos, pero en cierto
sentido, cuando España terminó hacia el 1584 la conquista del Caribe, sus aguas y sus territorios eran españoles. Estos habían
aplastado una por una las sublevaciones de indios y negros, y en toda la región Espa ña era la autoridad acatada; la lengua de
Castilla tenía que ser aprendida por indios y por negros; los que nacían, fueran hijos de españoles o de negros o mestizos de
españoles, negros e indios, se sentían españoles y actuaban como tales.

Exactamente noventa años después del Descubrimiento, el Caribe era una extensión de España; y, sin embargo, no era en su
totalidad la propia España, sino sólo su frontera más lejana y al mismo tiempo la má s débil.

[ Arriba ]

Capítulo VII
LAS GUERRAS DE ESPAÑA EN EL SIGLO XVI

Entre el 12 de octubre de 1492 y el 13 de septiembre de 1598 España cumplió un proceso que la llevó a la plenitud histórica y
también la dejó en las puertas de la decadencia. Inició el siglo como el país líder de Occidente y lo terminó desgastada por las
guerras de Felipe II en Europa. En ese siglo España combatió en Europa, en América, en África y en Asia, y el resultado fue que se
desangró a tal punto, que todo lo que crecía en apariencia lo perdía en potencia creadora.

En una forma o en otra las guerras que España libraba en Europa se reflejaban en el Caribe porque el Caribe era una de las muchas
fronteras de España, y, por cierto, la más alejada hacia Occidente; una frontera de territorios fecundos, adecuados para la

producción de artículos tropicales, y, por tanto, ambicionadas por otros países, y a demás una frontera con un rosario de islas que
España no había ocupado, o, lo que es lo mismo, con una cadena de vacíos de poder qu e necesariamente atraerían sobre sí fuerzas

poderosas.

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Tenemos que ver la historia del Caribe a la luz de esas guerras europeas de España p orque si no difícilmente podríamos comprender
por qué el Caribe no se convirtió en el siglo XVI en un bastión español. Si el Carib e acabó siendo a mediados del siglo XVII un bien

realengo de varias potencias europeas —y, por tanto, una tierra de conquista para ingleses, franceses y holandeses—, se debió a las
guerras que España hizo en Europa.

Por otra parte, esas guerras impidieron que España, Imperio sin sustancia imperial, pudiera transformarse interiormente hasta
quedar convertida en un imperio verdadero. Las guerras de Europa hicieron de España un gran poder militar, pero al mismo tiempo
consumieron su energía de tal manera, que las fuerzas no le alcanzaron para desarrollar su agricultura, su industria o su educación
ni pudo acumular capitales, todo lo cual era indispensable para organizar su gran Im perio. Sucedió también algo más, y fue que
esas primeras guerras españolas de Europa les sirvieron a Inglaterra, Holanda y Francia para ponerse en condiciones de arrebatarle
a España parte de su Imperio en el Caribe y en América.

El mundo era pequeño cuando Isabel la Católica recibía las llaves de Granada el 2 de enero de 1492, pero era enorme cuando ella
murió casi trece años después, el 26 de noviembre de 1504. El 2 de enero de 1492 el mundo español se limitaba a la península
española y a los reinos de Aragón en el Mediterráneo; pero veintiocho años más tarde, el 22 de octubre de 1519 —día en que Carlos V
fue coronado emperador de Alemania—, el mundo español era inmenso, y lo sería mucho más en los años siguientes, cuando los
ricos países americanos del Pacífico quedaron agregados a la corona de Castilla.

España tuvo que pasar del gobierno local de la Península al gobierno planetario de un imperio, y todo eso en el término de tres
generaciones, de Isabel y Fernando a Carlos, y de Carlos a Felipe, puesto que una generación —la de Juana la Loca— quedó fuera del

curso de los acontecimientos. La súbita ampliación del mundo redujo en la misma medida la magnitud del tiempo, debido a que en
el mismo tiempo había que atender a un espacio muchas veces mayor. España debió dedicar ese tiempo, ya reducido en términos
históricos, a organizarse para gobernar un imperio gigantesco; pero lo dedicó a guerrear en Europa. Es difícil hallar una explicación
para tan grande y tan duradera locura. Seguramente hay muchas. Pero debemos tener en cuenta que debido a sus siglos de guerra
contra el moro, España era una tierra de hombres de acción —la propia doña Isabel era una mujer de acción— y no de planes. De
todas maneras, este libro se escribe con la intención de explicar las causas de lo q ue ha sucedido en el Caribe, no en Europa; de
manera que no vamos a dedicarnos al estudio de las razones que tuvo España para guer rearen Europa durante el siglo XVI;
simplemente expondremos esas guerras porque es indispensable que se conozcan a fin d e comprender por qué el Caribe pasó a ser
escenario délas luchas de algunos países europeos contra España. España golpeaba a esos países en Europa y ellos respondían
golpeando a España en el Caribe.

Debemos recordar que España no era un reino, sino una suma de reinos; que Isabel era reina de Castilla y Fernando lo era de
Aragón, y que si actuaban de acuerdo no gobernaban sobre un solo país. A la muerte d e Isabel, la hija de ambos —Juana la Loca—
heredó el reino de Castilla, pero Fernando siguió siendo rey de Aragón y de los reinos adscritos a esa corona —los territorios
italianos, como Ñapóles, Sicilia y Cerdeña—, y Juana no tenía nada que ver con esos reinos de su padre. Juana había casado en el
1496 con Felipe el Hermoso, hijo del emperador de Austria y señor de numerosos territorios en Europa. El hijo de ambos, Carlos,
nacido en Gante (hoy ciudad belga), en el año de 1500, heredaría los reinos de sus padres y de sus abuelos.

Al quedar viudo Fernando el Católico había casado con Germania de Foix, y esto iba a relacionarlo con el reino de Navarra, lo que a
su vez provocaría luchas con Francia.

Juana, reina de Castilla, perdió la razón y debió ser recluida en un convento; así, su marido pasó a reinar en Castilla bajo el nombre
de Felipe I. El 25 de septiembre de 1506 murió Felipe I, de manera que a los seis años de edad su hijo Carlos heredaba el reino de
Castilla, si bien no podía gobernarlo debido a sus pocos años. Al morir Fernando el Católico el 23 de enero de 1516, su hija Juana
quedó instituida heredera universal; a través de Juana, Carlos vino a heredar los reinos de Castilla y Aragón, todos los que estaban
adscritos a la corona de Aragón, todos los territorios europeos de su padre, Felipe 1; y tres años después, cuando murió su abuelo

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Maximiliano I de Austria —el día 12 de enero de 1519— pasó a heredar también Austria , Alemania y todos los señoríos dependientes
de la corona de su abuelo austríaco. Fue de ese abuelo de donde les vino a los reyes españoles, hasta Carlos el Hechizado —que murió

en el año 1700—, el sobrenombre de los Austrias.

Mientras se sucedían muertes y herencias, intrigas y guerras, el Caribe iba siendo conquistado. Las primeras guerras españolas del
siglo XVI tuvieron poca importancia para el destino del Caribe. Podríamos decir que en esos años España no pudo disponer de sus
mejores hombres para mandarlos al Caribe porque estaba ocupada en esas guerras; podríamos pensar que los requerimientos de
esas guerras no le permitieron a España ocupar todas las islas del Caribe, lo que al fin se tradujo en el tantas veces mencionado vacío
de poder en aquella región. Pero ésas serían consideraciones hipotéticas, y la historia se nutre de lo que fue, no de lo que pudo ser o
hubiera podido ser. Y lo cierto es que las guerras de Fernando el Católico en Italia y en Navarra, así como la del cardenal Cisneros en
África, no se reflejaron en el Caribe. En cambio las de Carlos V y su hijo Felipe II en Europa —y, sobre todo, las del último— tuvieron
repercusiones tan serias en aquella lejana frontera española, que cambiaron de manera definitiva el curso de la Historia en varios
territorios del Caribe.

Carlos —I de España y V de Alemania, a quien la Historia conocería con el nombre de Carlos V— había llegado a España por primera
vez el 19 de septiembre de 1517 y había salido hacia Alemania menos de dos años después para negociar la corona de emperador, que
aunque le tocaba por herencia debía ser confirmada por una elección de los señores d el Imperio. Esa elección tuvo lugar en
Francfort; Carlos fue reconocido emperador alemán y fue coronado el 22 de octubre de 1519. Inmediatamente renunció a sus
dominios de Austria en favor de su hermano Fernando, pero como emperador de Alemania seguía siendo cabeza de los señoríos de
Flandes.

Cuando Carlos se hallaba en Alemania se produjeron en España los levantamientos de los comuneros (nobles) de Castilla y la
rebelión de las germanías (gremios de artesanos) de Valencia. Ambas fueron aplastada s con energía típicamente española, la
primera en 1521 y la segunda en 1522. Mientras se desarrollaba el levantamiento de l os comuneros, una columna navarra, con la
ayuda del rey de Francia —Francisco I—, entraba en Navarra, y con esa pequeña guerra fronteriza comenzó el largo duelo entre
Francisco I y Carlos V, que iba a llevar las armas de ambos contendientes por las tierras de Italia, que iba a conducir a la batalla de
Pavía y a la prisión del monarca francés en España; a la conquista y el saqueo de Roma, a la entrada de Inglaterra en la contienda
como aliada de Francia, y, por último, iba a llevar al Caribe el primer corsario fra ncés con la orden de atacar a España en su frontera
marítima de Occidente.

En esa época no había ejércitos nacionales propiamente dichos. Las tropas de Carlos V eran conocidas en Europa bajo el nombre de
"imperiales" y estaban compuestas por voluntarios que procedían de Alemania, de Suiz a, de Italia, de España. Esos voluntarios
cobraban sueldos, y los atrasos en el pago provocaban rebeliones que pagaban los territorios donde se hallaban, puesto que la
soldadesca iba de villa en villa saqueando y cometiendo toda suerte de atropellos. Esto se explica por qué cada soldado tenía que
buscarse la ropa, la comida y el lugar donde dormir, aun en pleno campo de batalla. Por otra parte, era frecuente que uno de los
poderes combatientes se aliara de buenas a primeras con uno de sus enemigos para luchar contra el que hasta poco antes era su
aliado. Los ejércitos no eran grandes. Durante las guerras de Carlos V y Francisco I las fuerzas imperiales no pasaron de 20.000

hombres. Toda ciudad tomada era sometida al saqueo.

La guerra de Navarra se extendió a Italia cuando Francisco I llegó a las puertas de Milán. Los imperiales, que habían llegado a
Marsella, abandonaron el territorio francés y se replegaron sobre Italia a tiempo pa ra dar la batalla de Pavía, que se hallaba sitiada
por Francisco í. Allí cayó prisionero el rey de Francia el 24 de febrero de 1525. Llevado a Madrid, consintió en negociar varios
territorios de Europa que se hallaban en su poder a cambio de su libertad, pero tan pronto se vio en Francia, se alió a Enrique VIII,
rey de Inglaterra, y al Papa Clemente VIII, lo que produjo nuevas guerras en Italia. Las fuerzas imperiales atacaron Roma, asiento
del Papa, y la tomaron el 6 de mayo de 1527.

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El saqueo de Roma fue un acontecimiento histórico. El Papa cayó preso y toda la cristiandad se alarmó. Carlos V pidió rogativas en
todas las iglesias de España para que sus soldados pusieran en libertad al Papa. Tod avía hay quien se pregunta si en verdad Carlos V

era impotente ante sus propios capitanes de armas, si era un prisionero de los acont ecimientos o si se presentaba como si tal cosa a
fin de calmar los ánimos de los alarmados cristianos de sus reinos. Franceses e ingleses respondieron a la toma de Roma invadiendo
los territorios de Nápoles y Milán y sitiando ambas ciudades, que no pudieron conquistar; la guerra siguió dos años más y al fin los
imperiales entraron en Florencia el 9 de agosto de 1530, con lo que la guerra terminó con la victoria de Carlos V.

Esa primera etapa de la guerra franco-española había durado diez años, y se había combatido en Navarra, en Italia y en la Provenza
francesa. Pero también se combatió en el Caribe; o dinamos, con más propiedad, que el Caribe se abrió para la guerra marítima
contra España. En el 1528 un corsario francés echó a pique una carabela española frente a Cabo Rojo, en la costa sud occidental de
Puerto Rico, y echó a tierra sus hombres en San Germán, que fue incendiado. El año a nterior había estado un barco inglés en La
Hispaniola y en San Germán, pero no se trataba de un corsario, aunque Inglaterra era entonces aliada de Francia.

En los países de lengua española hay una abundante literatura, bien amarga, por cierto, acerca de los corsarios, los piratas y los
filibusteros que operaron en las aguas americanas —y sobre todo en las aguas del Caribe— del siglo XVI en adelante. Pero la verdad
es que la guerra marítima era sólo un aspecto de las guerras terrestres que tenían lugar en Europa, y si los ejércitos españoles —y
franceses, ingleses, italianos o de cualquier nacionalidad— saqueaban sin piedad las ciudades que se rendían, ¿por qué no iban los
combatientes de la mar a hacerlo mismo cuando apresaban un barco enemigo o cuando lograban tomar una ciudad americana? Por
otra parte, esa guerra marítima que Uarnamos piratería era habitual en Europa, sobre todo en el Mediterráneo, y fue habitual
durante siglos, Los enemigos de España hicieron en América lo que hacían en Europa no sólo ellos mismos, sino también los

españoles. Además no todos los barcos que llegaban a aguas de América eran de guerra , o de piratas, si preferimos decirlo así;
algunos y quizá muchos eran de negociantes, aunque en ocasiones para hacer negocios sus capitanes tuvieran que amenazar con
hacer la guerra. Los verdaderos bandidos del mar iban a aparecer más tarde, en el siglo XVII.

Los corsarios franceses habían empezado a actuar contra España desde antes. En 1523 habían apresado los barcos en que Cortés
enviaba a Carlos V los tesoros tomados a Moctezuma. Pero fue en 1528, no se sabe ni qué día ni qué mes, cuando comenzaron a
operar en el Caribe con su asalto a las costas de Puerto Rico. Ese asalto fue el punto de partida de una historia particular que
acabaría siendo decisiva en la historia general de la región. Un siglo después ya no serian corsarios audaces los que actuarían en el
Caribe; serían fuerzas mayores, lanzadas a ocupar islas en las vecindades del lugar donde se produjo el ataque de 1528, y con la
ocupación de esas islas comenzaría una nueva era de violencias en el Caribe.

En realidad, en 1530 hubo una tregua, no una paz, pero esa tregua duró poco, y Carlos V y Francisco I no tardaron en verse envueltos
en una reanudación de la guerra. Carlos entró en el sur de Francia mientras Francisc o atacaba en Flandes. La paz de Niza, firmada
en 1538, produjo una nueva tregua, seguida otra vez por una nueva guerra. Francisco I se alió a Dinamarca, a Suecia y al Imperio
turco, y sus fuerzas volvieron a atacar Flan-des. Ya a esa altura la guerra marítima en aguas americanas era tan seria, que España se
vio en el caso de proteger su navegación con el uso de naves de guerra, y en 1543 estableció el sistema de las flotas anuales, que
consistía en demorar un año el viaje de todos los navíos que tenían que surcar el Ca ribe a fin de que pudieran navegar juntos o en

conserva, protegidos por buques armados, es decir, lo que en el lenguaje actual llamamos convoyes protegidos. En julio de ese año
fue asaltada Nueva Cádiz —isla de Cubagua— por corsarios franceses que la incendiaron hasta dejar sólo paredes humeantes como
recuerdo de su paso. A partir de ese ataque Nueva Cádiz fue abandonada para siempre.

En el año de 1544 se combatía al mismo tiempo en Italia y en el norte de Francia, y en esa ocasión Carlos V estuvo a las puertas de
París. Al final esa guerra terminó con la paz de Crepy, firmada el 18 de septiembre de 1544. Pero mientras el Emperadory Francisco I
combatían, los turcos, establecidos desde hacía tiempo en el oriente europeo —lo que después se llamarían los Balcanes—,
mantenían el Mediterráneo infestado de piratas y amenazaban Austria y las costas ita lianas. Túnez había sído tomado por ellos y
Carlos V lo había reconquistado en 1535, pero en octubre de 1541 había tenido que retirarse frente a Argel. Esas pequeñas guerras de

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Carlos V contra los turcos eran en cierta medida el prólogo de una lucha que estaba llamada a culminar en la famosa batalla de
Lepanto.

Por último, hacia el 1530 habían comenzado las dificultades de Carlos V en Alemania originadas por la aparición del luteranismo,
que iba a ser el caldo de cultivo de numerosas gentes europeas. Las prédicas de Lutero ganaron rápidamente terreno en Alemania y
en los países del norte europeo, y Carlos V, católico, pero al mismo tiempo monarca alemán, empezó contemporizando con los
luteranos y acabó guerreando contra ellos. Enrique II, que había sucedido a Francisc o I en el trono francés, aprovechó esa ocasión
para declararse protector de las libertades alemanas, lo que significaba nuevas guerras entre Francia y los Estados de Carlos V.
Efectivamente, a poco estaba combatiéndose otra vez en Francia, en Italia y en Flandes.

Carlos V había casado en el 1526 con Isabel de Portugal y en el año siguiente — 1527 — le nació su hijo Felipe. Este Felipe casó el 25
de julio de 1554 con María Tudor, la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, que era prima hermana de Felipe. María Tudor pasó
a reinar en su país en 1553, a la muerte de Eduardo VI. Al contraer matrimonio con la reina inglesa, Felipe era sólo príncipe heredero
de España y de Alemania; pero el mismo día de su casamiento, Carlos V renunció en fa vor de su hijo a las coronas de Ñapóles y
Sicilia, aunque Felipe no se trasladó a Italia, sino que siguió viviendo en Inglaterra. Estaba allí cuando su padre le traspasó también
el gobierno de los Países Bajos en el 1555 y cuando renunció a su favor al trono de España, el 16 de enero de 1556.

Felipe gobernó hasta el día de su muerte, ocurrida el 13 de septiembre de 1598, es decir, cuarenta y dos años. Guerreó en Europa
tanto como su padre, y entreveradas con victorias resonantes, como la de Lepanto, pa deció derrotas de alcances incalculables, como
la de la Armada Invencible; unió el reino de Portugal a España, pero consumió los bríos de España en la sublevación de los Países

Bajos y en la guerra civil francesa.

Los ataques de corsarios franceses a los establecimientos españoles del Caribe eran numerosos antes de que Felipe II pasara a ser rey
de España. En marzo de 1555 tres navíos franceses con 150 hombres sorprendieron la villa del Espíritu Santo, en Margarita, la
robaron y quemaron, y ese mismo año. Jacques de Sores desembarcó 200 hombres en La H abana, la saqueó y la quemó y estuvo un
mes en Santiago de Cuba. Pero la actividad verdaderamente importante de los guerreros del mar enemigos de España se produjo en
los días de Felipe II. Fue entonces cuando entraron en el Caribe los ingleses, bajo el mando de John Hawkins, primero, y de Francis
Drake y sir Walter Raleigh, después, y tras ellos llegaron los holandeses. Pero de esas actividades hablaremos más adelante, puesto
que fueron decisivas en la historia del Caribe, esa lejana frontera del Imperio espa ñol. Felipe heredó los reinos de su padre, excepto
los Estados alemanes, pero con ellos heredó también sus enemigos. Algunos de éstos eran poderosos, como el Papa Paulo IV, que lo
excomulgó; otros eran más débiles en el momento y serían más fuertes en el porvenir. Las fuerzas de Felipe ganaron en Francia la
batalla de San Quintín, librada el 10 de agosto de 1557, y al año siguiente, el 13 d e julio de 1558, ganaban la de Gravellinas. La paz
franco-española se firmó, con el tratado de Cateau-Cambresis, el día 3 de abril de 1559, y Felipe, viudo de María Tudor, que había
muerto cuatro meses antes, casó en seguida con la hija del rey francés Isabel de Valois.

En el año de .1560, asegurada la paz con sus vecinos del Norte, España quedaba libre de guerras en Italia, pues Italia había sido sólo
el escenario de las luchas de españoles y franceses; y Felipe II no estaba envuelto en los problemas alemanes, ya que los estados

alemanes no formaban parte de sus reinos; por todo lo cual el joven rey podía dedica rse a gobernar con cierta tranquilidad sus
enormes territorios de España, América, Asia e Italia. Pero sucedía que además de esos enormes territorios, Felipe era el soberano de
los Países Bajos (hoy Holanda, Bélgica y Luxemburgo), y en esos Países Bajos iban a sublevarse contra el poder español e iban a
precipitar cambios decisivos en las estructuras mundiales de ese poder.

El siglo XVI era una época de crisis en el mundo occidental, porque era un siglo de transformaciones en todos los órdenes de la vida
social. En ese sentido, el siglo XX iba a parecerse bastante al XVI. Un recorrido por la Historia enseña que en esos tiempos críticos
los grandes poderes quiebran a la vez por muchos lugares, pues es casi imposible mantener a un mismo tiempo igual nivel de
economía, de cultura y de desarrollo político en regiones separadas, y un gran imperio no se sostiene si le falta la unidad

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fundamental, que se halla en un grado igual de desarrollo. Flan-des, España, Méjico, Italia no formaban una unidad en ese sentido.

Felipe II se había retirado a España y había dejado como gobernadora de Flandes a una hija natural de Carlos V, María de Austria,
duquesa de Parma. En realidad, Flandes no era un país; eran varios, poblados por pueblos diferentes. Entre esos pueblos, los
holandeses se distinguían por sus conocimientos de las industrias del mar, la pesca y la conservación del pescado, la construcción de
buques y el arte de navegar; los belgas eran famosos por la cantidad de sus telares y la calidad de las telas que producían; otros eran
expertos fabricantes de artículos de hierro y artesanos de pieles y maderas, y todos eran agricultores excelentes; además, los Países
Bajos se hallaban entre los pueblos más desarrollados de Europa en las actividades comerciales de la época.

Aunque Felipe era soberano de Flandes —como lo había sido su padre— los territorios flamencos no se gobernaban por las leyes
españolas. Los flamencos tenían sus propios cuerpos para darse sus leyes, y, por cierto, eran varios, y el rey no trataba de mezclarlos
asuntos de Flandes con los de España. Es más, los flamencos no tenían libertad para comerciar con los territorios de América, y si lo
hacían era violando las leyes de España, por lo cual cuando entraron en América para comerciar lo hicieron contrabandeando.
Debemos recordar que ya en 1542 los holandeses iban a buscar sal a las salinas de Araya, en la costa venezolana del Caribe, sin que
estuvieran autorizados para ello. Digamos de paso que la sal era un producto de mucho uso para ellos, dada la importancia de sus
pesquerías y de su comercio de pescado con los países de Europa. Por esos años la ma rina de pesca y mercante holandesa era la más
grande de Europa, y desde luego los holandeses debían sentirse tentados a emplearla en el Caribe, aunque les estuviera
expresamente prohibido.

Eso mismo debía suceder en Inglaterra, que hacia mediados del siglo XVI comenzaba a competir con los flamencos en las

actividades del mar. Ya en 1563 se producía la primera expedición de John Hawkins al Caribe. El gran marino inglés visitó La
Hispaniola con ánimo de vender esclavos negros y artículos europeos, y en 1565 hizo su segundo viaje también con iguales
intenciones. Después de Hawkins el camino del Caribe quedó abierto para los ingleses, y sin duda los flamencos se preguntarían por
qué no se abría también para ellos.

Tenía que haber, pues, un resentimiento holandés contra España, pero las luchas flam encas contra Felipe II no se iniciaron
públicamente por razones económicas. El pretexto fue de carácter religioso.

En los países flamencos —es decir, Países Bajos o Provincias Unidas— las prédicas lu teranas se extendieron rápidamente, lo que se
explica porque esos pueblos tenían mucho contacto con los de Alemania e Inglaterra, y además porque la necesidad de libertades
comerciales producía una consecuente necesidad de libertades de otro tipo. Así, cuando Felipe II se propuso establecer en Flandes
los tribunales de la Inquisición, que funcionaban en España y en Italia, un grupo de hombres importantes de Flandes comenzó a
organizar la resistencia contra el poder español. Al empezar el año de 1565 la situa ción era intranquila en Flandes; ese mismo año
empezaron los saqueos de iglesias católicas y las sublevaciones en varios puntos. Entre fines de ese año y mediados de 1567 se
combatió en unas cuantas ciudades, entre ellas Amsterdam. Pero la situación estaba d ominada por los partidarios flamencos de
Felipe II sin necesidad de que intervinieran fuerzas españolas. Es más, los partidarios de Felipe II tomaron Amberes y la
gobernadora de Flandes, Margarita de Austria, promulgó un edicto por el cual se rest auraba en todo Flandes la religión católica y al

mismo tiempo escribió a su hermano el rey pidiéndole que no enviara ejércitos de España porque podían provocar más rebeliones.

Pero Felipe II no atendió a ese consejo de su hermana y despachó hacia Flandes al duque de Alba con numerosa tropa de españoles e
italianos. Esas tropas iban a ser los famosos tercios de Flandes, cuya conducta desordenada y brutal estaba llamada a provocar la
sublevación de todo los flamencos.

El duque de Alba llegó a Bruselas el 22 de agosto de 1567. Aterrorizados por ese pod er militar, o tal vez en protesta por su presencia
en las tierras de Flandes, 100.000 flamencos se fueron a países extranjeros. Eran los luteranos, muchos de ellos comerciantes
acaudalados y títulos de nobleza —pues los nobles de Flandes eran también comerciantes o tenían sus caudales empleados en

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negocios marítimos—, y muchos eran artesanos. La propia gobernadora renunció a su ca rgo a raíz de la llegada del duque de Alba.
Este no tardó en hacer decapitar a dos nobles flamencos. Uno de ellos, Lamoral de Eg mon, había sido diez años antes el vencedor de

la batalla de las Gravellinas.

En la primavera de 1568 había comenzado la guerra de Flandes. Ese mismo año se sublevaron los moriscos en España, Tomando
ventaja de la situación en que se hallaba España en Europa, los traficantes y corsarios ingleses y franceses recorrían el Caribe
impunemente; atacaban ciudades, apresaban barcos o trocaban esclavos negros, telas y artículos de hierro por azúcares, perlas, oro,
cuero, maderas. Para dar una muestra de lo que sucedía en el Caribe hablaremos de la s actividades de esos corsarios en uno solo de
los territorios españoles de la región, el de Venezuela. En 1563 John Hawkins entró con una flota en Mar garita, en Cumaná (22 de
marzo), en Borburata, donde estuvo un mes (del 13 de abril al 14 de mayo) y donde se le reunió el francés Jean Bontemps, que
andaba por esas aguas en actividades similares a las de Hawkins. En el 1567 corsarios franceses destruyeron un fuerte de la villa de
Espíritu Santo, en la isla Margarita; ese mismo año entró en Borburata el corsario inglés John Lowell, y cuando llegó estaba en el
puerto Jean Bontemps; los dos corsarios apresaron al teniente alcalde y a dos mercad eres de Nueva Granada y a otros vecinos, y
después de muchas negociaciones libertaron a los cautivos y se fueron hacia Río Hacha. Pero además de Lowell y Bontemps, en el
1567 estuvieron en Borburata Jacques de Sores, el de los ataques e incendios de 1555 en Cuba, Pierre de la Barc y Nicolás Valier. Este
Valier saqueó y quemó el poblado, profanó la iglesia y estuvo tres meses en el puerto, que usó como base de operaciones para llevar
sus actividades a otros puntos de la costa venezolana; a Coro, por ejemplo, que.tomó, saqueó y quemó el 12 de septiembre. El
gobernador español tuvo que darle a Valier 2.300 pesos para rescatar la ciudad. En a bril de 1568 retornó Hawkins a Margarita,
donde estuvo nueve días; el 14 de ese mes entraba de nuevo en Borburata, donde estuvo hasta el 1 de junio, y de ahí salió a seguir sus
actividades en el Caribe.

Si fuéramos a relatar ahora todo lo que hicieron los corsarios ingleses y franceses en el Caribe en esos años tendríamos que dedicar
este capítulo a esa materia. Los pocos datos que acabamos de ofrecer se refieren, como hemos dicho, a un solo territorio y a cuatro
años; pero por esa pequeña muestra podemos suponer cómo iban penetrando en el Caribe los poderes europeos mientras España
dedicaba su fuerza a luchar en Flandes.

La guerra de Flandes tuvo un respiro hacia 1569, pero la sublevación de los moriscos —llamada la de las Alpujarras, por el lugar
donde se reunieron los rebeldes, y llamada también de Aben Humeya por el nombre árab e que tomó su jefe, el morisco don
Bernardo de Valor, que fue proclamado rey por los sublevados— duró hasta el 1570.

En ese mismo año se iniciaron de nuevo las rebeliones flamencas, y para mediados del 1573 la situación era sumamente crítica. Se
combatía en todas partes, y además los famosos tercios de Flandes se sublevaron debido a que en el saqueo a la ciudad de Harlem,
ciudad que habían tomado, hallaron pocas cosas de valor. A causa de esa y de otras a ctividades parecidas de los tercios, que eran, de
hecho, indominables, el duque de Alba pidió ser relevado de su posición, y se fue a España a fines de ese año (1573).

Podríamos imaginarnos que después de haber hecho fracasar a su jefe los tercios se a rrepentirían de su conducta y tratarían de
comportarse con disciplina; pero si lo hicieron fue apenas por un año, porque a fines de 1574 se rebelaron de nuevo y marcharon

sobre Amberes, ciudad donde residía el gobernador español. Los tercios se rebelaban porque no se les pagaba a tiempo. Para
cobrarse impusieron a la ciudad de Amberes una contribución altísima, y hubo que dársela. Las rebeldías de los tercios acabaron
haciéndose una costumbre y la guerra de Flandes se convirtió en una interminable cad ena de desmanes, con asaltos a los pueblos
indefensos por parte de los tercios, mezclados a sitios y batallas en que se combatía con fiereza sobrehumana —o infrahumana, sí se
quiere.

En medio de ese estado de anarquía general murió el sucesor del duque de Alba (a principios de 1576), y durante todo ese año fue
imposible dominar a los grupos de soldados que asolaban el país. A finales de año se produjo el saqueo de Amberes, un episodio de
violencia comparable con el saqueo de Roma de 1527. Miles de ciudadanos de Amberes f ueron muertos en esa ocasión.

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No debe sorprendernos que esa situación provocara un movimiento de unidad entre todos los flamencos, fueran luteranos o

católicos, fueran de Brabante o de Malinas, de Holanda o de Luxemburgo. Ante tal estado de cosas, los pueblos flamencos debían
unirse, y se unieron bajo la jefatura de Guillermo de Orange, a quien llamaban el Ta citurno.

España tenía enemigos en Europa, y la unidad de Flandes conduciría necesariamente a la unidad de esos enemigos de España
alrededor de los flamencos. Es difícil que Felipe II no se diera cuenta de eso, pero parece que si lo advirtió, alguna fuerza superior lo
obligaba a desafiar esa posibilidad; tal vez se trataba de un reflejo de las enormes dimensiones de los dominios españoles, y quizá en
la naturaleza del poder hay una capacidad de reflejarse en quien lo ejerce, hecho qu e tal vez contribuya a la ceguera con que los
grandes imperios son conducidos a su liquidación.

En el año 1557 las fuerzas que actuaban en Flandes, comenzaban a inclinar la balanza contra España. En ese momento Felipe II
mandó a Flandes a su hermano natural, don Juan de Austria, vencedor de Lepante, que era sin duda el hombre adecuado para las
circunstancias. Pero don Juan murió en la flor de la vida, a los treinta y tres años, en octubre de 1578. Meses antes había aconsejado
al rey que se deshiciera de los condados de Holanda y Zelanda para conservar los demás territorios flamencos. Don Juan, pues,
había visto con claridad que Flandes no podía gobernarse desde Madrid.

En esos años los ataques de franceses e ingleses en el Caribe iban en aumento. Aumentaban no sólo en número, sino también en
intensidad y en amplitud. En 1573 Francis Drake se internó por el istmo de Panamá con la intención de apoderarse del oro y de la
plata que se enviaba a España desde el Pacífico por la vía Panamá-Nombre de Dios, y en esa ocasión unió sus fuerzas a las de un

francés, el capitán Tetu, para el asalto a la columna que conducía el tesoro, y las unió también a una partida de negros cimarrones,
esclavos huidos de sus amos españoles. Habiéndose apoderado del tesoro, Drake repartió con los franceses y dio su parte a los
cimarrones; luego se dirigió a Cartagena, donde estaba anclada una flota española, y pasó delante de ella con su gallardete
desplegado, en una franca actitud de desafío.

El sucesor de don Juan de Austria fue su sobrino Alejandro Farnesio, hijo de Margarita, la antigua gobernadora de Flandes. El
nuevo representante de Felipe II en los Países Bajos prosiguió la guerra al tiempo q ue el rey organizaba un ejército para entrar en
Portugal y hacerse proclamar rey de aquel país. Sucedía que el cardenal Enrique, que había heredado el trono portugués a la muerte
del rey Sebastián I —acaecida en agosto de 1578—, era ya anciano y se temía que iba a morir sin dejar el reino a un here- dero
legítimo, y Felipe II entendía que él era el que más se acercaba en la línea de sucesión. Así, cuando el rey Enrique murió el 31 de
enero de 1580 y la corona portuguesa no fue a dar a manos de Felipe, éste organizó tropas y entró en Portugal a mediados de 1580. El
25 de agosto se combatió en Alcántara, que era la llave de Lisboa. Lisboa cayó en ma nos españolas y de acuerdo con la costumbre de
la época, la capital portuguesa fue sometida al saqueo y a todas las violencias que acompañaban a esos saqueos. La integración de
Portugal en los Estados de Felipe II tuvo consecuencias importantes en Flandes, y má s tarde en el Caribe. Para explicar esto hay que
recordar que los judíos habían sido expulsados de España por la bisabuela de Felipe, la reina doña Isabel, en el año 1492. Muchos
de esos judíos españoles habían huido a Portugal, y Portugal había llegado a establecer, entre el siglo XVy el XVI, un comercio de
mucha cuantía con los países de Oriente. De los judíos españoles, un número apreciab le entró en ese comercio oriental-portugués.

Pero ese comercio, que proporcionaba ganancias de millones, no terminaba en Portugal, sino que a través de los flamencos se
prolongaba hacia el norte de Europa. Los flamencos acabaron monopolizando el tráfico de los productos orientales que se hacía
entre Portugal y los países del Norte, y en esa actividad se relacionaron con los ju díos de Portugal. Cuando las fuerzas de Felipe II
entraron en Lisboa, los judíos se sintieron amenazados y los que pudieron salir del país lo hicieron; de ellos, los que tenían
conexiones comerciales con los flamencos se fueron a Flandes; y eso es lo que explic a que en ciudades como Amsterdam hubiera, a
fines del siglo XVI y a principios del XVII, comunidades judías importantes en las q ue casi todos los miembros tenían nombres
hispano-portugueses o totalmente españoles. Años más tarde, cuando los holandeses ocuparon parte del Brasil y algunas islas
antillanas, muchos judíos aportaron capitales para la explotación de esas tierras, y fueron judíos lo que poblaron Curazao cuando
Holanda la tomó en el 1634. Desde Curazao, numerosas familias judías se trasladaron, andando el tiempo, a varios países del

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Caribe, y muchos nombres ilustres en la historia de esos países son descendientes de esos judíos que huyeron de Portugal.

Por otra parte, los judíos españoles expulsados en 1492 no perdonaron esa expulsión y al mismo tiempo se sintieron siempre y
transmitieron a sus hijos y a sus nietos ese sentimiento a través de la lengua española, que conservaron en el seno familiar. Todavía
en pleno siglo XX, a más de cuatro siglos y medio de la expulsión, centenares de miles de judíos hablan esa lengua española del siglo
XV, y en el año 1956 el autor de este libro compró en Tel Aviv periódicos impresos en esa lengua, aunque la ortografía no era
española; además de los periódicos se tiraban revistas literarias para los judíos que hablaban la lengua de la España de 1492.

Los judíos hispano-portugueses que huyeron de Portugal a la llegada de Felipe II contribuyeron con todo lo que pudieron a la
independencia de Flandes, y podían mucho porque tenían dinero c influencias esparcid as por toda Europa, lo mismo en las cortes
que en los círculos de los grandes comerciantes y los poderosos banqueros. Colocados en una situación que era para ellos de vida o
muerte, tenían que ayudar a la libertad de Flandes porque necesitaban un lugar seguro en la tierra, un sitio donde vivieran sin temor
a la persecución. Si los flamencos luchaban para impedir que la Inquisición quedara establecida en su país, los judíos debían
ayudarlos, y lo hicieron.

Es difícil decir ahora hasta qué grado esos judíos influyeron para que Inglaterra y Francia ayudaran a su vez a los flamencos, pero se
sabe que influyeron. Por lo demás, estaba en el interés de Inglaterra y de Francia, dos países amenazados por el poder de Felipe II,
contribuir a la derrota del rey español. Es el caso que al cabo del tiempo los judíos de origen español jugaron un papel importante en
la decadencia de España, pues con su expulsión de 1492 España perdió una masa de hom bres capaces y la oportunidad de
convertirse a tiempo en un país capitalista, preparado para organizar el Imperio que iba a descubrir y conquistar / poco después; y

además al producirse la integración de Portugal y España en 1580 usaron el poder económico que tenían y sus relaciones
comerciales para ayudar a los que lucharon contra España. Evidentemente, la política de las persecuciones y de los atropellos ha
tenido siempre malos frutos.

Desde luego, a los ingleses no había que incitarlos para que atacaran a España, pues, en realidad, no habían dejado de hacerlo desde
la coronación de Isabel I, cuando se inició el retorno a la Iglesia oficial inglesa. Pero hasta más o menos 1570 la hostilidad de los
ingleses se manifestaba de manera indirecta, a través de esfuerzos para comerciar con las Indias y de ataques a la navegación
española. Al principio esos ataques se producían mayormente en las islas Canarias o en sus cercanías, después fueron tomando
cuerpo en el Caribe hasta culminar en los de Drake a la columna que conducía el tesoro de Panamá a Nombre de Dios. Pero a la
altura de la caída de Amberes en manos de los tercios de Felipe II (27 de agosto de 1585), los ingleses habían resuelto ya que el poder
contra el que ellos debían luchar era España, pues en los vastos territorios españoles, esparcidos en cuatro continentes, había más
posibilidades de enriquecimiento que en los de otros países. No hay documentos que p rueben lo que acabamos de decir, pero los
hechos hablan por las intenciones.

Justamente en esos años Inglaterra estaba pasando a figurar entre los contados países ricos de Europa —que entonces quería decir
el mundo—, y la guerra de Flandes estaba contribuyendo a ese tránsito inglés hacia la riqueza. La ya larga guerra de los flamencos
contra los españoles había dejado importantes vacíos en la organización económica de la época. Muchos mercados que habían sido

abastecidos por los flamencos reclamaban que otro abastecedor ocupara el lugar que los productores y los comerciantes de Flandes
habían tenido que abandonar a causa de la guerra; y los buques flamencos estaban siendo sustituidos por buques ingleses y
franceses. Las industrias inglesas se expandían; los comerciantes ingleses llevaban tanto dinero a las cajas de las Islas Británicas,
que sobraba capital para invertir en negocios productivos y hasta de aventura, como eran los viajes corsarios al Caribe; y la reina
Isabel, que se hacía cargo del importante papel jugado por esos grandes comerciantes de su país, los premiaba y estimulaba
concediéndoles títulos de nobleza. Las empresas de aventura, como los viajes de Hawkins y Drake al Caribe, llegaron a ser tan
importantes como expresión de la actitud de expansión económica del país, que la misma reina contribuía a ellas con sus barcos a
cambio de un tanto por ciento en los beneficios; y si la reina lo hacía, podemos ima ginarnos qué no harían los grandes señores de su
corte y de la economía inglesa.

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Inglaterra, pues, estaba convirtiéndose en un poder ascendente al tiempo que España comenzaba a ser un poder en decadencia.

Inglaterra se daba cuenta de que estaba acumulando en sus entrañas de nación la sustancia de un imperio; capitales en manos de
banqueros y comerciantes que se arriesgaban para aumentarlos; marina que crecía en número y tonelaje y capitanes de mar cada
vez más osados y capaces, y una industria manufacturera en rápida expansión. Además de todo eso, Inglaterra se consideraba la
campeona del protestantismo, que era a su juicio la única religión, verdaderamente c ristiana, y España era la campeona del
catolicismo, y el catolicismo era en la opinión de los ingleses la suma de la maldad y del anticristianismo. El choque de Inglaterra
contra España era, pues, inevitable; estaba cada día más cercano, y los hombres que dirigían a Inglaterra a la sombra de la reina
Isabel decidieron que había llegado el momento de actuar.

Lo que podríamos considerar la declaración inglesa de beligerancia fueron los ataques de la escuadra de sir Francis Drake a puertos
de España y de Canarias, que tuvieron un sello inconfundible de desafío. A esos ataq ues siguieron poco después los que llevó a cabo
en el Caribe, más importantes desde el punto de vista militar aunque no como actos de política internacional.

Ya Drake era un personaje en Inglaterra, héroe nacional después de haber circunnaveg ado el mundo, almirante real, y, por tanto,
alto funcionario de la marina de su país. A esa altura, Drake no podía alegar que ac tuaba por su cuenta. Los actos del gran marino
eran actos oficiales del Gobierno inglés. En la literatura histórica de los países d e lengua española se le llama despectivamente "el
pirata Drake", aunque nunca fue un pirata; y en 1585, cuando atacó directamente el t erritorio de España, estaba lejos de ser un lobo
solitario que actuaba por su cuenta. En ese momento, sir Francis Drake era el servid or, y de gran categoría por cierto, de un plan
político de su país. Los ataques de Drake a la costa de Galicia y al puerto de Santa Cruz de la Palma, efectuados en octubre de 1585,

eran la respuesta inglesa a la caída de Amberes.

Quizá los historiadores de lengua española en España y en América no lo han entendid o así, pero Felipe II comprendió el mensaje
que se le enviaba desde. Inglaterra con los buques de Drake, y lo comprendió, tanto, que se dispuso a ser él quien diera el golpe
decisivo en una lucha que ya se presentaba sin tapujos. Por eso el rey comenzó al año siguiente (1586) a organizar el ataque a
Inglaterra. Al empezar ese año de 1586 —el día 10 de enero— Drake se presentó con una flota en aguas de La Española, cerca de la
capital —la ciudad de Santo Domingo—, echó a tierra una columna de 600 hombres que tomó fácilmente la ciudad y la retuvo
durante un mes; de Santo Domingo el osado almirante se dirigió a Cartagena de Indias, que cayó en sus manos el 20 de febrero, y
estuvo allí hasta el 11 de abril; luego se dirigió a La Habana, en la que no entró porque la toma de La Habana no figuraba en su plan,
que consistía en esperar el paso de la flota del tesoro para apresarla.

Si Felipe II dudaba acerca de las intenciones de Inglaterra después del ataque de Drake al territorio de España, no podía seguir
dudando después de la toma de Santo Domingo y de Cartagena de Indias. Tal vez a esa fecha ya tenía una idea de cómo debía
responder a los ingleses, pues sin una idea por lo menos aproximada de lo que iba a hacer no hubiera podido presentar un plan al
Papa Sixto V, lo que hizo a través de su embajador en Roma.

Sixto V acababa de ascender al solio de Su Santidad cuando conoció los proyectos del rey español, que sin duda se relacionaban con

los que tenía el papado sobre Francia y Escocia. Felipe había solicitado del Papa ayuda económica y política. El 8 de febrero de 1597
fue decapitada en Londres María Estuardo, la reina católica de Escocia a quien Isabel tenía en prisión, y esa muerte, que significaba
un tropiezo en los planes de la Iglesia, lanzaba al Papa y al rey español a una solidaridad activa y rápida. El 14 de marzo Sixto V le
enviaba a Felipe un millón, probablemente de ducados, porque el presupuesto para el ataque a Inglaterra era de 3.800.000
ducados; y le enviaba además un documento firmado en el cual el Papa se comprometía a mandarle más dinero y a reconocer como
futura reina de Inglaterra a la hija de Felipe, la infanta Isabel Clara Eugenia. Com o se ve, los planes de Felipe eran tan detallados,
que incluían hasta la persona seleccionada para reinar en Inglaterra una vez que ésta cayera en manos españolas.

Al llegar a este punto habría que preguntarse de qué se alimentaba la ambición de poder de Felipe II. Tenía bajo su mando

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territorios enormes y quería más. Si hubiera dedicado a los de América los esfuerzos que destinaba a los de Europa o a conquistar
nuevos reinos europeos, su Imperio habría sido de riqueza fabulosa y de fuerza extra ordinaria sin necesidad de añadirle más países.

Sin embargo, ese rey a quien la Historia llama el Prudente prefería gastar las energ ías de todos sus territorios en conservar Flandes y
en organizar una empresa militar para añadir a sus reinos el de Portugal, y todavía soñaba con poner la corona de Inglaterra en las
sienes de su hija. Se alega que Felipe no luchaba por más tierras sino para extender la fe católica; pero el observador toma nota de
que Portugal era un país católico, y, por cierto, no había peligro de que dejara de serlo, de manera que no hacía falta que Felipe lo
gobernara para convertirlo a su religión o para impedir que se pasara a la de los enemigos de la Iglesia. Sin duda el rey era un
católico apasionado y sincero, pero además de ese sentimiento, la necesidad de extender sus dominios era casi una obsesión para él.
Hombre solitario en medio de todos los que le rodeaban, el mundo no le ofrecía placeres y el único alimento de su alma era el poder.
Sabía que ese poder duraría el tiempo de su vida, y nada más, puesto que él mismo ha bía dicho que Dios, que le había dado tantos
reinos, no le había dado un hijo capaz de gobernarlos; pero la razón de ser de su ex istencia era aumentar esos reinos.

Felipe organizaba meticulosamente su ataque a Inglaterra. Los ingleses estaban enterados de su plan porque en aquellos tiempos el
espionaje internacional era muy activo. Quizá las acciones de Drake en el Caribe obedecían al propósito de evitar que los fondos de
América llegaran a manos de Felipe; esos fondos iban sin duda a servir para el ataqu e español, y tal vez los ingleses —que no
conocieron la ayuda de Sixto V a Felipe II— creían que si lograban que no llegaran a España, evitarían, o por lo menos pospondrían,
la acción española contra ellos. Corrió Drake no consiguió asaltar la flota de la plata, se le envió a España para que a través de una
acción de gran envergadura obstaculizara el plan de Felipe II. Drake había llegado a Inglaterra, de su viaje por el Caribe a fines de
julio de 1586, y en abril de 1587 estaba entrando en la bahía de Cádiz.

En ese ataque sorprendente, uno de los más audaces en la historia de las guerras navales, el almirante inglés apresó varios buques en
pleno puerto de Cádiz y los despojó de todo lo que halló en ellos que tuviera algún valor; después les pegó fuego y salió de la bahía
sin perder un hombre. De Cádiz se fue a Lagos, en Portugal, en cuyas cercanías desembarcó tropas; de Lagos se dirigió a Sagres,
donde inutilizó un fuerte y apresó varios barcos, y entró por el Tajo hasta situarse a la vista de Lisboa; retornó a Sagres, apresó más
buques, atacó y destruyó varios pueblos vecinos y se fue a las Azores, donde tomó un galeón que iba hacia Lisboa cargado de oro y
especias. Era indudable que este segundo viaje de Drake a las costas de España tenía un sentido claro y concreto: Isabel I estaba en
guerra con Felipe II.

Felipe había terminado sus preparativos, y el 9 de mayo de1588 salía hacia las costa s inglesas del canal de la Mancha la Armada
Invencible, la más grande que se había reunido hasta entonces. Esa ilota llevaba 46.000 hombres y 1.200 piezas de artillería. La
Invencible estaría apoyada desde las costas de Flandes, que llegaban mucho más al Oeste de lo que es hoy Bélgica, y Alejandro
Farnesio estaba listo para jugar su papel en los planes de ataque de la gran armada.

Pero el plan, meticulosamente preparado, no contaba con los elementos, y los elementos se pronunciaron contra Felipe. El mal
tiempo hizo regresarla flota a Lisboa; la hizo refugiarse más tarde en La Coruña y en Gijón; la obligó a dispersarse varias veces. Y así,
la Invencible, que había salido el 9 de mayo, vino a llegar al canal de la Mancha el 31 de julio. Diez días después, el 10 de agosto, esa
enorme máquina de guerra estaba deshecha. Aunque hubo algunos combates, éstos fueron esporádicos y mínimos si se les

relacionaba con el tamaño de la fuerza atacante. La Invencible resultó vencida por la naturaleza; el mal tiempo la dispersó y
destruyó muchas de sus unidades, y en ataques a grupos aislados y de retaguardia, los ingleses completaron la destrucción de las que
habían quedado en las vecindades de sus costas.

Sir Francis Drake participó en esos ataques y bajo sus órdenes puso la reina Isabel una flota de 120 velas que en abril de
1589'respondió al ataque de la Invencible con otro al territorio español. Desde lueg o, el propósito inglés era humillar, no conquistar,
pues Drake llevó en esa expedición sólo unos ocho mil hombres, y con ellos no podía presumir que era más fuerte que los españoles.

En esa ocasión el almirante inglés bombardeó el puerto de La Coruña y desembarcó alg una gente que procedió a saquear el lugar;

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después se dirigió a Lisboa, donde desembarcó el grueso de sus hombres mientras él se situaba en Cascaes. También en Lisboa fue
atacada y sus alrededores fueron sometidos a saqueo, pero la ciudad no fue tomada. Por último, de retirada hacia Inglaterra, los

ingleses hicieron en Vigo lo que habían hecho en La Coruña y en Lisboa.

Pero la respuesta verdadera a la Invencible la dieron los ingleses en el Caribe. Los preparativos españoles habían requerido que todo
buque se usara para el ataque a Inglaterra, de manera que en el 1588 las líneas marítimas de España estaban desguarnecidas. Los
corsarios ingleses hicieron entonces su agosto, al extremo de que en el año siguiente se temió que asaltaran la flota anual, y ésta no
salió. Los buques de la flota anual de ese año se concentraron en La Habana y tuvieron que esperar allí al año siguiente, que era el de
1590. En ese año de 1590, los ingleses merodeaban impunemente por las aguas de La Ha bana. En el 1591 el capitán Cristóbal
Newport tomó y saqueó Ocoa y Yaguana en La Española y Trujillo en Honduras, y apresó numerosos barcos españoles; al año
siguiente el capitán King apresó varios barcos, uno de ellos cargado de esclavos. El 22 de marzo de 1595 sir Walter Raleigh tomó San
José de Oruña en Trinidad, la incendió, se llevó preso al gobernador y proclamó la isla propiedad de la reina Isabel; inmediatamente
después atacó Cumaná, Río Hacha y Santa Marta. Al mismo tiempo Amyas Preston apresab a barcos, saqueó la isla de Coche,
Cumaná, Caracas y Coro, y quemó las dos últimas. Ese mismo año de 1595 llegaron al C aribe, juntos por segunda y última vez, John
Hawkins y Francis Drake, los mayores marinos ingleses del siglo XVI.

En la expedición, de 27 buques, iban soldados al mando de sir Thomas Baskervilie; la flota estaba al mando conjunto de Hawkins y
Drake. El primer ataque fue lanzado en octubre sobre Las Palmas de Gran Canaria, pero los ingleses no pudieron desembarcar
hombres. El 13 de noviembre la flota estaba frente a San Juan de Puerto Rico; el día 22 moría a bordo del Garland John Hawkins,
que había enfermado unas semanas antes; el día 23 se inició el combate con un fuerte bombardeó de parte de los españoles, y el día

25 desaparecían en el horizonte los buques ingleses.

El día 9 de diciembre, Drake tomó Curazao, la saqueó e incendió; lo mismo hizo en Sa nta Marta poco después; pasó frente a
Cartagena, siguió a Nombre de Dios y se internó por la ruta de Panamá, con ánimos de tomarla. Pero Baskervilie, que iba por tierra,
fue vencido en la loma de Capirilla, y Drake, que llevaba una ruta paralela por el río Chagres, tuvo que acudir en socorro de su
general, y esto hizo fracasar el ataque a Panamá. Antes de retirarse, Drake ordenó q ue se quemara Nombre de Dios. Al salir de allí,
frente a Portobelo, el audaz marino murió en su nave. Baskervilie tomó el mando de la expedición, sepultó en el mar a su almirante,
tomó Portobelo y lo incendió.

Entre fines de 1596 y principios de 1597 sir Anthony Shirley tomó Margarita, apresó varios barcos, saqueó Santa Marta y tomó
Santiago de La Vega, en Jamaica, y estuvo allí más de un mes. Allí se le unió el cap itán Parker, que llegaba de Margarita, y ya juntos
atacaron Trujillo y tomaron Puerto Caballos en Honduras. Al llegar aquí se pregunta por qué cuando Felipe II atacaba a Inglaterra
tenían que pagar por el ataque los pobladores de San Juan de Puerto Rico, de Curazao, Nombre de Dios. Portobelo, Cumaná,
Caracas, Margarita y Puerto Caballos, pobres gentes que eran en su mayoría mestizos de españoles, indios, negros esclavos y mulatos
despreciados. Y la respuesta es que ellos, para su mal, eran pobladores de una frontera imperial.

Felipe II, que tenía bastante en qué ocuparse con la rebelión flamenca y los ataques ingleses a sus posesiones americanas, se hallaba

también envuelto en la guerra civil francesa, que se presentaba como una guerra de católicos contra hugonotes —protestantes
calvinistas— y que llevaba años ensangrentando el suelo de Francia. El monarca español tomó partido —desde luego— por la facción
católica, cuyo jefe era Enrique de Guisa. Este Enrique de Guisa fue asesinado en dic iembre de 1588 por órdenes del caudillo
hugonote, Enrique III, y en agosto de 1589 Enrique III caía asesinado a su vez. Como su sucesor, Enrique IV, que seria el abuelo de
Luis XIV, comenzaba el largo reinado de los Borbones de Francia, y uno de sus descendientes seria el primer Borbón de España.
Enrique IV iba a gobernar hasta 1610 y en sus años comenzaría a producirse en Francia una evolución parecida a la de Inglaterra
bajo Isabel I. Una consecuencia de esa evolución seria la expansión del poder francés hacia el Caribe. Como veremos pronto,
franceses e ingleses comenzaron a conquistar tierras del Caribe al mismo tiempo —y en una misma isla— y aunque el poder inglés se
extendió más que el de Francia, el de ésta produjo en el Caribe acontecimientos de gran categoría histórica.

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Antes de que pudiera conquistar París, que se hallaba en manos de la Liga Católica, Enrique IV tuvo que guerrear contra sus

enemigos, que recibían ayuda del ejército español de Flan-des. El jefe de ese ejército, Alejandro Farnesio, logró burlar el sitio de
París y entrar en la capital francesa en el 1590, pero ese hecho era la prueba contundente de que el rey de España había extendido la
guerra de Flandes a Francia, lo que determinaba, - lógicamente, una alianza entre la s fuerzas de Enrique IV y las de Mauricio de
Nassau, que a la muerte de Guillermo de Orange había pasado a ser el caudillo de los pueblos de Flandes. En esa alianza los
flamencos aportaban su fuerza naval, que era muy grande, y los franceses, sus ejércitos de tierra.

Desde cualquier punto de vista, ampliar el frente enemigo era una locura insigne, pero el Rey Prudente cometió esa locura, y a causa
de ella, Alejandro Farnesio, que era un gran capitán, tenía que combatir al mismo tiempo en Flandes y en Francia, es decir, en un
vasto territorio con una costa larguísima a través de la cual sus enemigos recibían ayuda inglesa sin que él pudiera evitarlo. Agotado
por una actividad sobrehumana, y forzado a viajar a Francia mientras convalecía de u na herida, Alejandro Farnesio murió al
comenzar el mes de diciembre de 1592. En ese momento, Flandes estaba prácticamente perdida para España.

Pero en ese momento, aunque parezca increíble, Felipe estaba exigiendo que los católicos de París aceptaran como reina de Francia
a su hija Isabel Clara Eugenia, la misma infanta que había destinado a ser reina de Inglaterra cuando organizaba la Armada
Invencible. Ese plan de Felipe requería apoyo militar dentro de París, y para tener ese apoyo el rey insistía en que los tercios de
Fíandes entraran en la capital de Francia. Los magnates de la Liga Católica, reunido s en el palacio del Louvre, discutían la
proposición del rey español, con lo cual el plan de Felipe se hizo público, y el resultado fue que se produjo entre los propios católicos
franceses una reacción en favor de su enemigo Enrique IV. Esa reacción decidió el curso de la guerra; y como al mismo tiempo

Enrique avanzó hacia los católicos haciendo abandono de sus ideas de protestante —con la frase un tanto cínica que pronto rodó por
todo el mundo, de "París bien vale una misa"— la política europea de Felipe II terminó con un fracaso de grandes proporciones:
quedaba a un tiempo sin aliados en Francia y con Flandes perdida de hecho.

Todavía se combatió en Flandes algunos años más y se combatió también en Francia, pero España no tenía ya poder para
enfrentarse con esperanzas de victoria a flamencos y franceses; mucho menos cuando Francia e Inglaterra se aliaron, a mediados de
1596, para echar definitivamente a los españoles de Europa. El 13 de agosto de ese a ño una flota inglesa entró en Cádiz, desembarcó
tropas en la ciudad —cosa que no había hecho Drake— y causó daños de cuantía asombrosa. Dos años después, otra flota haría lo
mismo en Lisboa.

Felipe II veía acercarse su última hora con la sensación de que sus enemigos eran má s fuertes que él, y negoció con el rey de Francia
la paz de Vervins. El tratado relativo a esa paz tenía una cláusula secreta que fue el punto de partida para una era de espanto en el
Caribe. De acuerdo con esa cláusula, franceses y españoles quedaban autorizados para hacerse la guerra marítima sin restricciones,
y sin que cayeran en penalidades, al este del meridiano de las Azores y al sur del trópico de Cáncer, es decir, en las aguas de la
América española, y las aguas de la América española apropiadas para ese tipo de guerra estaban en el Caribe. Esa autorización
desató los demonios del mar en el Caribe, y pocos años después de la paz de Vervins la piratería francesa iniciaba lo que sería más de
un siglo de depredaciones; tras ella llegaron piratas de otros países, y el mar de las Antillas quedó convertido en el hogar del saqueo,

la depravación y la muerte.

En la paz de Vervins se acordó que Francia y España retornaran a los términos del tr atado de Cateau-Cambresis, lo que significaba
que ambas naciones debían devolverse los territorios que hubieran cambiado de manos desde el 3 de abril de 1559. Las devoluciones
se hicieron el 2 de mayo de 1598. Nada puede poner mejor de manifiesto la inutilidad de tantas guerras como una comparación
entre esas dos fechas. Durante treinta y nueve años se había combatido para nada.

El 6 de mayo de 1598 Felipe II renunciaba a sus territorios de los Países Bajos y Borgoña. Los cedía como dote matrimonial a su hija
Isabel Clara Eugenia, para quien había querido las coronas de Inglaterra y de Francia. Cuatro meses y siete días después, el 13 de

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septiembre, moría en su enorme, majestuoso y frío palacio de El Escorial, que había mandado construir para conmemorar la
victoria de sus ejércitos en la batalla de San Quintín.

[ Arriba ]

Capítulo VIII
CONTRABANDISTAS, BUCANEROS Y FILIBUSTEROS

Poca gente se hace idea de la relación de causa a efecto que tuvieron en el Caribe el contrabando, el bucanerismo y el filibusterismo.
Pero es el caso que tuvieron una relación estrechísima, al punto que podríamos decir, sin caer en exageraciones, que la sociedad
bucanera y la sociedad filibustera no hubieran existido sin la previa existencia del contrabando.

¿Cómo sucedió esto? ¿Qué fueron en verdad la sociedad bucanera y filibustera, y qué papel tuvieron en su aparición las luchas, de
los poderes imperiales por el dominio del Caribe?

Pero no podemos hallar las respuestas a esas preguntas sin hacer un largo recorrido que nos llevará a puntos inesperados, porque a
menudo son inesperados y ocultos los caminos que toma la Historia para ir produciendo cambios. Empecemos por el contrabando.

En la historia del contrabando del Caribe podemos distinguir dos tipos: el forzado y el libre. Se conocen datos de cómo se hacía y de
cuándo, más o menos, comenzó a hacerse el primero. El contrabando forzado se les imp onía a las autoridades y a los habitantes de
la región bajo amenaza de ataques y saqueos si no accedían a comprar lo que llevaban los mercaderes del mar y a venderles lo que
ellos querían. Los mejores detalles sobre este tipo de contrabando pueden encontrarse leyendo libros sobre sir John Hawkins, que
usó hábilmente amenazas y dádivas desde su primer viaje a Borburata, en abril de 3 565.

Pero el contrabando que más se extendió por el Caribe fue el que podríamos llamar libre. Este se hacía con la participación activa
—no pasiva, como el forzado— de casi toda la población, desde dueños de hatos a peones, a menudo con participación también de

las autoridades y en algunos casos contra su voluntad, sin que pudieran hacer nada p ara evitarlo porque los pueblos se les
sublevaban.

No sabemos cuándo comenzó el segundo tipo de contrabando. De un memorial enviado a Felipe II por Jerónimo de Torres,
escribano real de la Yaguana —isla española— podemos deducir que en Puerto Rico, La Española, Cuba y Jamaica estaba ya
organizado en el 1577.

Los dos tipos de contrabando tuvieron su origen en la necesidad que tenían los pueblos del Caribe de vender lo que producían y
comprar lo que les hacía falta. España monopolizaba el comercio de América, pero Esp aña no disponía de medios para mantener
ese monopolio a la altura de las necesidades suyas y de sus provincias americanas.

El Caribe —como toda la América española— sólo podía comerciar con España, y España no podía suplirlo de los artículos
manufacturados que necesitaba, y, lo que es peor, ni siquiera podía adquirir todo lo que el Caribe producía. Por otra parte, esa
misma producción tenía que sujetarse a las órdenes del monopolio; y así, el Caribe p odía producir únicamente ganado, tabaco,
azúcar, metales, maderas y los renglones agrícolas que él .mismo consumía. No hay consonancia de que en los territorios del Caribe

se tejiera un metro de tela, se hiciera un pedazo de jabón, se fabricara una plana d e albañil o un machete para las labores del
campo. El papel de la región, en el orden económico, era proporcionarle a España alg unos metales, pieles de res, sebo, madera,

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tabaco y azúcar. Pero el Caribe necesitaba jabón, telas, vinos, aceite, instrumentos de labranza y trabajo, y España no podía
servirlos, por lo menos en la cantidad que hacía falta. En el año de 1545 América pa saba por una escasez tan grande de artículos de

consumo, que el total de mercancías pedidas por los comerciantes americanos no podía ser servido en menos de siete años. Como
debemos suponer, al Caribe le tocaba su parte proporcional en esa falta de productos. La escasez, desde luego, hacía subirlos precios
a niveles escandalosos, y si se presentaba un buque francés, inglés, holandés o portugués con mercancías a buenos precios, los
habitantes de América trataban con él. Al principio había miedo de violar las disposiciones reales y entonces operó el contrabando
forzado; pero después se impuso la ley de la necesidad, y los pueblos comerciaban con los contrabandistas, exponiéndose a lo que
pudiera suceder-les. En pocas palabras, las burguesías holandesas, inglesas y francesas se apoyaban en los mismos pueblos
españoles del Caribe para llevar a cabo su lucha contra el monopolio estatal de Espa ña. Comenzaron destruyendo el miedo de esos
pueblos y de las autoridades al poder español usando toda suerte de amenazas, pero u na vez disipado el miedo actuaron protegidos
por la superioridad de su producción de bienes de consumo, por sus mejores condiciones comerciales y por la necesidad de que los
que negociaban con ellos.

El contrabando se hacía en muchos sitios del Caribe. Guanahibes, que se hallaba en el oeste de La Española, acabó siendo una feria
libre del comercio de contrabando en el siglo XVI; pero Matina, en Costa Rica, lo fue en el XVII y en el XYin. Los vecinos de
Yaguana, cerca de Guanahibes, en La Española, amenazaban a las autoridades que pretendían impedir el contrabando, y lo mismo
hacían los vecinos de Cartago en Costa Rica, que comerciaban con los contrabandistas en Matina. Esa similitud en la conducta se
explica porque era igual reacción ante un mismo fenómeno social; los mismos efectos de una misma causa: la necesidad en que se
hallaban los pobladores de La Española y de Costa Rica de vender lo que producían y adquirir lo que les hacía falta.

Ahora bien, fue en La Española, y no en Costa Rica o en otro punto del Caribe, donde tuvieron su asiento las sociedades bucanera y
filibustera; por eso vamos a referirnos al contrabando en La Española y no en otro lugar. Según informaba Torres en su memorial,
en Guanahibes se reunían los pobladores de toda la parte occidental de La Española q ue traficaban con los contrabandistas. Cuando
un buque contrabandista llegaba frente a la Yaguana, hacía algunos disparos, que servían de señal a los que vivían a muchas leguas
de la costa, pues la noticia de la llegada del navío extranjero iba pasando de los m ás cercanos a los más lejanos; e inmediatamente
comenzaban los pobladores a desfilar hacia Guanahibes con sus cueros de res, con su sebo, con maderas y tabaco, algunos a pie,
otros a caballo y en carretas, otros en canoas y piraguas. Los cueros eran el renglón más solicitado por los contrabandistas
holandeses, lo que se explica porque el cuero se había convertido en materia prima de muchas industrias europeas.

Ese contrabando de La Española tomó carta de naturaleza, a tal punto, que algunos años después del memorial de Jerónimo de
Torres había en varios puntos de la costa occidental construcciones que servían de a lmacenes para los productos que se
intercambiaban Jos habitantes de la isla y los contrabandistas.

En marzo de 1594 el arzobispo de Santo Domingo informaba a Felipe II que el contraba ndo había borrado todas las diferencias
religiosas. Y efectivamente era así, porque ya a esa altura —finales del siglo xvi— el contrabando era ejercido por franceses y
portugueses, que eran católicos, por holandeses e ingleses, que eran protestantes, y desde luego por los católicos habitantes de La
Española, y todos trataban amistosamente, sin tomar en cuenta las posiciones religiosas. Unos y otros se ponían de acuerdo para

enfrentarse a cuanto podía perjudicar su negocio. Se conocen casos de funcionarios q ue se escondían de noche en los bosques para
que los contrabandistas y los vecinos de la isla no los apresaran; se conoce el caso de un vecino de Yaguana que arrebató de manos de
un escribano real una proclamación contra el trueque ilícito que el funcionario esta ba leyendo al vecindario; el vecino no sólo se la
arrebató, sino que además la rompió en su cara, hecho inconcebible en un territorio español. Un oidor de la Audiencia de Santo
Domingo, cargo de categoría tan alta que convertía a quien lo desempeñaba en un personaje casi sagrado, tuvo que huir mientras
los contrabandistas lo perseguían a tiros, y el escribano que le acompañaba para dar fe de sus actos estuvo preso de los
contrabandistas, en las bodegas de un navío, más de dos meses. Desde el punto de vista del Gobierno español, campeón del
catolicismo, lo más escandaloso fue que a fines de 1599 y principios de 1600 el deán de la catedral de Santo Domingo recogió entre
los habitantes del Oeste unas trescientas biblias luteranas.

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Esto no podía sufrirlo el Gobierno de Madrid y decidió tomar cartas en el asunto. Ahora bien, de las medidas que se habían

propuesto a Felipe II para terminar con el contrabando en. La Española, su hijo Felipe III adoptó la más peregrina: toda la parte
occidental de La Española debía ser abandonada, y sus pobladores, con los ganados, los esclavos, las bestias de silla y carga que
tuvieran serían llevados a la región oriental.

En la lucha de las burguesías europeas y el monopolio español representado por la Ca sa de la Contratación, el monopolio estatal de
España había quedado malparado, puesto que para mantener su control sobre una porción de la isla hubo que abandonar otra.
Pronto vamos a ver cuáles fueron las consecuencias de ese paso, las más funestas que podían darse para España y para los pueblos
del Caribe.

La reacción de los países que se beneficiaban del contrabando fue inmediata. El 30 d e enero de 1605 Paulus van Caerden, general de
una armada holandesa que se hallaba en Guanahibes, presentó oficialmente al gobernad or y a las demás autoridades de La
Española, en nombre de Mauricio de Nassau y los Estados Generales de las Provincias Belgas, una proclama que fue leída con toda
solemnidad al pueblo de Yaguana. En esa 'proclama se ofrecía el respaldo de los Países Bajos a los habitantes de las villas y los
asientos que iban a ser poblados para que se opusieran con la violencia a las despob laciones. Debemos decir que el comercio que
hacían los Países Bajos en La Española por la vía del contrabando alcanzaba en ese m omento a unos ochocientos mil florines por
año, suma enorme en la época, y los flamencos, desde luego, no querían perder un com ercio tan cuantioso. Efectivamente, los que
vivían en la región devastada se prepararon para la rebelión y en varios lugares hub o resistencia a las despoblaciones, aunque el
gobernador español tenía mano dura y no se detuvo ante ninguna medida. Pero la ayuda flamenca no llegó. De haber llegado, la

lucha hubiera sido seria. Ya a mediados de 1606 un tercio de La Española estaba abandonado. Ahora bien, por mucho empeño que
pusiera el gobernador en llevarse el ganado del Oeste hacia el Este, fue imposible reunir el que vagaba por los bosques en estado
silvestre; y así sucedió que algunos millares de reses y de cerdos se quedaron en esos bosques, ricos de aguas y de pastos naturales.
Por alguna razón no se presentaron enfermedades que aniquilaran ese ganado ni hubo sequías que lo obligaran a irse de allí.
Pasados veinte años, cuando ya en la región occidental no había más seres humanos qu e unos cuantos negros cimarrones, los valles,
las sabanas y las laderas de las montañas de esa parte de la isla estaban materialmente llenos de ganado de pelo y de cerda. Hasta
los perros salvajes abundaban, descendientes de los que veinte años atrás usaban los hateros de la región para perseguir las reses.

Y sucedía que en ese momento —esto es, hacia el 1624— llegaba a su culminación un proceso de cambio de actitud de los nacientes
imperios de Europa en relación con el Caribe. Hasta finales del siglo anterior esos imperios nacientes se habían dedicado
únicamente a asaltar los navíos que llevaban riquezas a España, a golpear los establecimientos de la costa del Caribe y a sustraer
mediante el contrabando las riquezas que España monopolizaba. Aquí conviene recordar que si España mantenía el monopolio de
esas riquezas era porque no había logrado desarrollar una burguesía. Una burguesía española habría sacado mucho más provecho,
transformando en bienes de consumo las riquezas americanas y vendiéndolas a su propio pueblo y a Europa, que usando el oro del
Perú y la plata de Méjico en mantener ejércitos —compuestos en su mayoría de aventur eros alemanes e italianos a sueldo—
combatiendo en toda Europa. Una burguesía española productora y comercial habría hec ho innecesaria la actividad contrabandista
de los holandeses en el Caribe, porque hubiera dispuesto, a buen precio y con buena calidad, de todos los artículos de consumo que

reclamaban sus provincias ultramarinas del Caribe.

Decíamos que los imperios nacientes de Europa ya no se conformaban con apresar los navíos españoles que iban a América cargados
de plata, y ni siquiera se conformaban con ejercer el contrabando. Esos imperios nac ientes querían algo más; querían territorios en
que invertir los capitales que comenzaban a sobrarles para producir en ellos los artículos tropicales que sus pueblos consumían.
Entre éstos, los más provechosos eran el azúcar y el tabaco. La lucha iba a iniciarse en un nivel más alto, pues.

Ya a fines del siglo XVl, cuando todavía no se habían producido las despoblaciones d e La Española, Inglaterra inició la nueva etapa
histórica. El 6 de junio de 1598, tres meses y una semana antes de la muerte de Felipe II, surgió en aguas de Puerto Rico una flota

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inglesa que comandaba George Clifford, conde de Cumberland. Esa flota llegaba a conq uistar la isla. El mismo día de su llegada,
Cumberland puso en tierra 1.000 hombres y les ordenó marchar por el Oeste sobre la ciudad de San Juan; al día siguiente destacó

otra columna hacia el Escambrón para atacar por retaguardia a los defensores del puente de San Antonio. La respuesta de la plaza
fue débil, y el día 19 el jefe inglés entró en la ciudad, pero la halló desierta. La población civil había huido a los bosques vecinos y los
hombres de armas se habían refugiado en El Morro, que defendía la entrada del canal de la bahía. Cumberland dirigió sus cañones
hacia El Morro y comenzó a bombardearlo. El Morro capituló el día 21, con lo que quedó libre el acceso a la bahía, en la que entró la
flota inglesa el día 22. Caída San Juan, Puerto Rico estaba prácticamente conquistad a.

Pero Puerto Rico no fue conquistada porque en esos momentos su población estaba siendo castigada por una epidemia que en pocos
días mató a 500 ingleses. Cumberland mismo pudo haber muerto, y tal vez lo evitó yéndose, como se fue, de la isla. Al irse se llevó
todas las pieles de reses y el jengibre que había en San Juan, y además 1.000 ducados en perlas que estaban a bordo de una carabela
que había llegado de Margarita poco antes. Cumberland dejó al frente de sus fuerzas a John Berkley, pero como seguían muriendo
ingleses, Berkley abandonó San Juan el 23 de septiembre. La isla había estado en poder de los ingleses exactamente doce semanas.

El segundo intento de conquista inglesa se produjo en el 1605, cuando comenzaban las despoblaciones de La Española. En esa
ocasión un navio inglés que iba hacia la Guayana desembarcó 67 hombres en Santa Lucía, pero al cabo de unos meses habían sido
prácticamente exterminados por los caribes de las islas vecinas. Sólo cuatro de los 67 volvieron a Inglaterra. En el mes de abril de
1609 se hizo el tercer intento: unos 200 ingleses enviados por una compañía de comerciantes de Londres llegaron a la pequeña isla
de Granada, del grupo de Barlovento, con el plan de conquistarla. Pero los indios ca ribes de Granada les hicieron frente con tanta
decisión, que los pocos supervivientes decidieron abandonar el lugar antes de enero de 1610.

La otra tentativa fue hecha inicialmente por los franceses, pero terminó realizada p or ingleses; así, en esta ocasión hallamos
reunidos en uno solo el primer intento francés y el cuarto inglés. Se trata de la conquista de San Cristóbal (Saint Kitts), antesala de
la creación de esa original sociedad llamada de los bucaneros.

Piere Beelain, señor De Esnambuc, un francés que andaba por el Caribe haciendo el corso, llegó a San Cristóbal a reparar su navío,
que había sufrido daños en combate con un galeón español en los alrededores de las islas Caimán. Eso sucedió en el 1623. Ya para
entonces había en San Cristóbal algunos franceses que habían hecho amistad con los c aribes de la isla. De Esnambuc fue bien
recibido por sus compatriotas y estuvo varios meses con ellos. Parece que el corsario francés consiguió tabaco suficiente y que fue a
venderlo a Francia, adonde además iba con el propósito de obtener recursos y autorid ad para establecer en San Cristóbal una
colonia de Francia. Pero él iba y otros llegaban, pues el 28 de enero de 1624, actua ndo en nombre de un grupo de comerciantes de su
país, el capitán Thomas Warner inició la colonización de San Cristóbal a favor de Inglaterra.

Los imperios nacientes de la Europa del siglo xvii no procedían como lo había hecho la España del siglo XV y del siglo XVI. La
responsabilidad de conquistar América fue directamente del Estado español, y en los primeros tiempos, cuando todavía España era
una suma de dos reinos y no un solo reino, los conquistadores eran castellanos. Pero Inglaterra, Holanda y Francia eran países de
capitalismo desarrollado cuando empezaron a disputarle a España las islas del Caribe, y sus conquistas comenzaron como

operaciones comerciales de compañías privadas, que financiaban la conquista y la exp lotación del territorio conquistado y lo
gobernaban durante un tiempo. En todos los casos, desde luego, el Gobierno, o el rey, o uno o más favoritos suyos tenían
participación en esas compañías como accionistas, a menudo principales. En ciertas ocasiones la compañía que se organizaba para
hacer una conquista estaba desde el primer momento al servicio del Gobierno; y al final desaparecieron todas las compañías
comerciales, fueran inglesas, francesas, holandesas o danesas, y los territorios que ellas administraban pasaron a ser propiedad real
o de la nación, El caso de San Cristóbal, sin embargo, no era típico de esos procedimientos, porque Warner salió hacia la isla
financiado por comerciantes, pero sin que éstos tuvieran todavía la autorización rea l.

Warner, que llevaba sólo quince personas —entre ellas a su mujer y a un hijo de catorce años—, encontró en la isla a aquellos

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franceses que estaban allí a la llegada de De Esnambuc. En los primeros días los fra nceses trataron de levantar a los indios caribes
contra los ingleses, pero el capitán Warner se las arregló para ganarse la confianza de unos y otros, y al cabo pudo dedicarse a

construir un fuerte y a hacer una plantación de tabaco.

Al comenzar el año de 1625 llegó a San Cristóbal el señor De Esnambuc. En ese moment o los caribes de las islas vecinas se
mostraban inquietos por la presencia de los europeos en San Cristóbal, de manera que la llegada de De Esnambuc fue oportuna
porque reforzaba a los ingleses. La amenaza caribe persistió todo el año. Al comenza r el mes de noviembre unos quinientos indios
llegaron a la isla en piraguas y los europeos tuvieron que combatir juntos para rechazarlos; a finales de diciembre el número de
indios atacantes fue mayor. No debe extrañarnos, pues, que franceses e ingleses lleg aran a un acuerdo para convivir en San
Cristóbal, puesto que los dos grupos necesitaban apoyarse mutuamente.

De todos modos, el capitán Warner se fue a Inglaterra para obtener del rey —Carlos I — una concesión para conquistar y poblar San
Cristóbal y algunas islas vecinas, y la concesión le fue dada, desde luego que a favor de los comerciantes que habían financiado su
viaje. Warner fue nombrado teniente del rey, es decir, gobernador de la concesión, y estaba de vuelta en San Cristóbal en el mes de
agosto de 1626. Poco después de su llegada tuvo noticias de que los caribes de San Cristóbal estaban organizando una rebelión, y
entre ingleses y franceses hicieron una matanza de indios que resultó memorable. Entre los muertos estaba Tegramón, cacique de la
isla. Corto tiempo después los caribes atacaron a los franceses, pero fueron rechaza dos con tanta energía, que de la raza de los
caribes sólo quedaron en la isla algunas mujeres, entre ellas una querida de Warner. Un hijo de Warner y de esa india caribe se haría
célebre después como jefe caribe de la isla Dominica bajo el nombre del Indio Warner.

Hay autores ingleses que achacan a la matanza de Saint Kitts (San Cristóbal) las numerosas rebeliones de los caribes en las islas
Barlovento, que duraron hasta fines del siglo xvui, y para sostener ese punto de vista alegan que antes de las matanzas de Saint Kitts
las relaciones de los caribes y los ingleses en todas esas islas habían sido muy cordiales. Se podría agregar que antes de los malos
tratos sufridos a manos de los españoles, también habían sido cordiales las relaciones entre éstos y los indígenas en la mayoría de los
territorios del Caribe.

En el 1625, mientras Warner andaba por Inglaterra, los ingleses y los franceses de S aint Kitts habían llegado al acuerdo de que los
primeros se establecerían en los dos extremos de la isla, hacia el noroeste y hacía el sur, y los segundos en el centro. En 1627 Warner
y De Esnambuc firmaron un tratado por el cual se confirmaba el convenio de 1625 y se establecía que ambos grupos mantendrían la
paz en Saint Kitts si había guerra entre Inglaterra y Francia, a menos que los Gobiernos de las dos metrópolis prohibieran
expresamente la neutralidad de sus nacionales.

En agosto de 1629 De Esnambuc, que había ido a Francia, volvió con el cargo de gobernador para la parte francesa, seis buques
armados y muchos colonizadores. En ese año los ingleses de Saint Kitts eran ya unos tres mil. Como no había fronteras demarcadas,
algunos de esos ingleses debieron tomar tierras que pertenecían a los franceses, y D e Esnambuc reclamó la devolución. Warner
estaba en Inglaterra y su hijo, de diecinueve años entonces, que actuaba como gobernador, rechazó tres reclamaciones de De
Esnambuc y éste se impuso por la fuerza. Ese episodio determinó cierta división entre las dos fuerzas ocupantes de la isla, y

precisamente en un mal momento, como veremos después.

A lo largo de los últimos años varios ingleses de Saint Kitts se habían establecido en Nevis, una pequeña isla vecina de Saint Kitts,
hacía el Sur; otros ingleses que trataron de colonizar Barbuda, al noreste de Saint Kitts, fueron rechazados por los caribes de
Barbuda y llegaron a Nevis, y así fue como Nevis se convirtió en otra colonia inglesa al mismo tiempo que Saint Kitts.

Habíamos dicho que De Esnambuc había retornado de Francia en agosto y se había enzar zado en disputas con los ingleses de Saint
Kitts. Pues bien, en septiembre se presentó en Tas aguas de Nevis una armada española de 35 grandes galeones y 14 navíos
mercantes armados en guerra, que estaba bajo el comando del almirante don Fadrique d e Toledo. Los españoles se lanzaron al

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ataque sobre Nevis; los "sirvientes" blancos se negaron a combatir o se pusieron al lado de los atacantes, y Nevis tuvo que rendirse.
Don Fadrique de Toledo apresó en Nevis cuatro navíos ingleses e impuso a los habitantes la destrucción completa de sus

propiedades, aunque se comprometió a enviar a Inglaterra a cuantos quisieran retorna r a su país, y además se comportó con
ejemplar caballerosidad. Tan pronto liquidó la colonia de Nevis, Toledo pasó a Saint Kitts y comenzó el ataque por el extremo Este,
es decir, en el territorio francés del sudeste. Un sobrino de De Esnambuc murió en la lucha, y esto determinó la victoria española.
Los ingleses de Saint Kitts, que habían participado en la lucha al lado de los franc eses, tuvieron que rendirse en iguales condiciones
que los de Nevis. pero unos trescientos de ellos huyeron a las montañas del interior. Los franceses del Noroeste, que tenían a su
disposición dos buques, se dirigieron a la isla Antigua, pero como no pudieron desem barcar a causa de que se presentó una
tempestad, arribaron a San Martín, una pequeña isla sin agua situada al norte de Saint Kitts.

Aquí dejamos la historia de Saint Kitts y de Nevis para reanudarla a su tiempo, porq ue lo que nos interesa es contar lo que hicieron
esos franceses —entre los que al parecer iban algunos de otras nacionalidades— que f ueron a refugiarse en San Martín.

En los primeros días muchos de ellos vagaron por las islas vecinas —Monserrate, Angu ila, San Bartolomé y Antigua—, pero otros se
internaron más en las aguas del Caribe y fueron a dar a un paraíso del trópico que tenía una ventaja sobre el bíblico: cientos de miles

de reses y de cerdos vagaban por praderas de ricos pastos y entre bosques cruzados por ríos cristalinos. Era la parte occidental de La
Española.

El encuentro de esos hombres, que habían sido dispersados por la violencia desatada en la frontera imperial, con las reses y los
cerdos salvajes de La Española, iba a dar nacimiento a la sociedad bucanera y a la f ilibustera; de estas dos nacería Haití, y Haití,
ciento sesenta años después, iba a producir la revolución más compleja que conoce la historia de Occidente e iba a convertirse en el
primer Estado negro de América y en la primera república negra del mundo. Mientras tanto, la sociedad filibustera golpearía a

España en el Caribe con una fuerza increíblemente despiadada, hasta dejarla exhausta , y cuando le llegó la hora de desaparecer, el
Caribe era diferente de lo que había sido hasta su aparición. A todo eso dio lugar el contrabando.

Las reses y los cerdos de La Española fueron la causa económica del origen de la sociedad bucanera. En realidad, tantos y tantos
millares de reses y de cerdos sin dueños equivalían a una mina de oro gigantesca. Pa ra tener una idea del valor de las reses en esa
época debemos recordar que cuando su número era menor —y además tenían dueños—, los contrabandistas iban desde Europa a La
Española a buscar sus pieles. Las pieles eran la moneda con que los pobladores de La Española pagaban los artículos de los tratantes
extranjeros. Las pieles tenían entonces mucho uso en Europa; las industrias de zapatos, botas, guantes, sombreros, sillas y frenos de
caballo y fondos de asientos reclamaban enormes cantidades de cueros. Para los contrabandistas, llevar pieles a Europa era mejor
negocio que llevar moneda.

Al dar con la mina de oro móvil de La Española, los emigrados de Sant Kitts se dedicaron a cazar reses para vender las pieles y a
matar cerdos para secar las carnes. Los cueros y las carnes se vendían a los buques de tratantes que pasaban por allí. Ahora bien, si
había carne para mantener una tripulación, y en los bosques abundaban las maderas pa ra hacer piraguas, era relativamente fácil
salir a la mar a asaltar barcos; de manera que los que no quisieron dedicarse a la c aza se dedicaron a la piratería. Otros prefirieron
sembrar, y podían vender sus productos a cazadores, a piratas y a los barcos trafica ntes. Así fue como aquellos hombres quedaron

divididos en tres grupos, el de los cazadores —bucaneros—, el de los piratas —filibu steros— y el de los agricultores —habitantes—.
Histórica y sociológicamente, los "habitantes" carecen de interés, puesto que el mundo estaba lleno de agricultores desde hacía miles
de años. El caso de los otros dos grupos es diferente.

Los bucaneros establecieron en el oeste de Santo Domingo una sociedad única en la historia del Occidente moderno; una sociedad
libre, sin códigos, sin autoridades y, sin embargo, tranquila; algo extraordinario en una época de violencias como era el siglo XVII y
en una frontera imperial disputada a cañonazos por varios países, como era el Caribe. Hasta ahora, ni los historiadores ni los
sociólogos han visto a la sociedad bucanera tal como fue, y la confunden con la sociedad filibustera, a pesar de que entre una y otra

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había una enorme diferencia, como del día a la noche. Es verdad que las dos nacieron a un tiempo, pero la segunda, que hasta cierto
punto fue hija de la primera, era una hija que tenía muy poco en común con la madre.

La sociedad bucanera no se dedicaba a la guerra ni tenía nada que ver con ella. Su a ctividad se limitaba a matar reses, secar los
cueros, cazar cerdos para alimentarse y secar la carne sobrante para venderla, junto con las pieles de res, a los buques de comercio y
de corso. La sociedad filibustera, en cambio, estaba compuesta por hombres de armas, fieras de mar. Los filibusteros del Caribe
fueron los verdaderos piratas; no lo fueron los corsarios del siglo anterior, Hawkins, Drake y otros de su estirpe. El corsario era un
soldado del mar que servíalos intereses de su país. Pero el filibustero no tenía patria. El filibustero mataba para robar. El filibustero
era un hombre en guerra contra la humanidad.

Los que han estudiado ese punto de la Historia —lleno de atractivos para historiadores y sociólogos— han cometido a menudo el
error de confundir a los bucaneros —cazadores de reses y mercaderes de carne y cueros— con los filibusteros —bandoleros del mar—
por dos razones principales: porque ambas sociedades tuvieron en la Tortuga lo que p odríamos llamar su capital, una como plaza
comercial y otra como cuartel general, y porque las depredaciones de los piratas extendieron por todo el orbe el prestigio siniestro de
los filibusteros y de su capital, la Tortuga, de manera que la nombradía del filibusterismo envolvió al bucanerismo. Pero la verdad es
.que si ambas sociedades tenían una misma capital en la Tortuga, la de los bucaneros operaba en las tierras de La Española (Santo
Domingo) y la de los filibusteros en el mar de los caribes; los primeros formaban una sociedad de tierra y los segundos una sociedad
de mar, y sólo coincidían, en tanto sociedades, en tener una capital común. Se ha da do el caso de que algunos autores de libros sobre
la materia confunden a unos y a otros y llaman a los bucaneros filibusteros. Hay diccionarios en que las dos palabras aparecen como
sinónimas, y no lo son. Esta confusión parece ser más común en lengua inglesa, así c omo en la española abunda la confusión entre

corsarios y piratas. Sin duda podemos hallar unos cuantos casos de bucaneros que se convirtieron en filibusteros, sobre todo después
que la sociedad bucanera quedó extinguida, pero ese paso de una sociedad a otra era siempre un acto individual, que no afectaba a
la sociedad bucanera en su conjunto. Las dos sociedades fueron fenómenos diferentes.

La sociedad bucanera tenía hábitos, pero no código escrito; la sociedad filibustera tenía hábitos y además un código, la "chasse-
partie", en que se estipulaba en detalle la parte de botín que le tocaría a cada miembro de la tripulación de un navío filibustero que
hiciera presas de mar o saqueara una ciudad, y lo que les tocaría a los mutilados, según fuera la mutilación.

En la sociedad filibustera no había esclavos, puesto que gente forzada podía ser peligrosa a la hora de combatir, y la guerra era la
actividad fundamental de los filibusteros. Cuando éstos cogían esclavos los tomaban para venderlos, como hacían con todo lo que
apresaban. En cambio en la sociedad bucanera había cierto grado de esclavitud. Cada bucanero tenía por lo menos un
"comprometido" o sirviente, que se compraba por tres años. Los "comprometidos" —generalmente europeos, y la mayoría
franceses— no eran miembros de la sociedad bucanera, porque no eran bucaneros. Tal vez algunos pasaban a serlo después de
haber cumplido su contrato de venta, y en ese caso buscarían también "comprometidos" . Si había bucaneros con dos o más
"comprometidos", debían ser raros; generalmente tenían uno. Esto se explica porque la sociedad de los bucaneros estaba compuesta
por hombres que aspiraban a vivir, no a enriquecerse. Los "comprometidos” eran una f orma de esclavitud atenuada si se la compara
con la de los negros y los indios de esos mismos tiempos, pero era esclavitud, y ésa es la única mancha que tenía la sociedad de los

bucaneros en tanto sociedad de hombres libres.

Fuera de esa mancha, los bucaneros formaban un grupo social notable por su originalidad. Resulta difícil concebir, en el E mundo
de esos años —y aun hoy— algo parecido. Que hombres rudos, incultos, que se ganaban la vida con un trabajo primitivo, pudieran
vivir pacíficamente, sin leyes, y sin autoridades, sin un poder que les impusiera temor, es algo difícil de creer. Y, sin embargo, eso
existió en el siglo XVII, en una porción de esa frontera de armas que se llama el Ca ribe.

Consideramos innecesario ofrecer detalles acerca de bucaneros y filibusteros. La historia de esas dos sociedades, el relato de sus
actividades y su funcionamiento son ampliamente conocidos a través de la obra de Alexandre Olivier Oexmeíin, que fue

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"comprometido" de un bucanero y después cirujano de varias expediciones filibusteras. El libro de Oexmeíin ha sido publicado en
todo o en parte numerosas veces en varias lenguas, y no vamos a repetir aquí lo que puede leerse en Oexmeíin. Pero debemos

explicar por qué razones la sociedad de los filibusteros vino a ser más numerosa que la de los bucaneros, y qué papel jugó la isla de
la Tortuga en la historia de esas dos sociedades. Para tener una idea de cómo fue fortaleciéndose la sociedad filibustera, a expensas
de la bucanera y a causa de la atracción que ejercía por sí misma sobre hombres de a lma violenta, debemos tomar en cuenta la
situación de Europa en aquellos tiempos. En Europa se llevaba a cabo desde el 1618 la guerra de los Treinta Años, en la cual llegó a
participar España, y los enemigos de España iban a atacarla en el Caribe; de manera que en el Caribe abundaban los corsarios
anti-españoles, que reclutaban para sus tripulaciones a cuanto aventurero se les ofreciera. Por otra parte, las excelencias de la
sociedad bucanera —entre las cuales una muy importante era la vida primitiva que hac ían sus miembros— llenaron de ilusiones a
muchos aventureros de Europa —especialmente de Francia—, que corrieron a establecerse en ese nuevo paraíso; muchos de ellos se
hallaron incómodos en esa sociedad tranquila que habían formado los bucaneros, y prefirieron dedicarse al filíbusterismo. Sucedió
también que el activo comercio que hacían los bucaneros con los navíos europeos que navegaban por el Caribe atrajo a los piratas y
corsarios que pululaban por esas aguas, puesto que también ellos necesitaban comprar cosas y vender lo que robaban; y muchos de
ellos acabaron sumándose a la sociedad filibustera. A mediados del siglo arribaron a La Tortuga —que era al mismo tiempo, y no
debemos olvidarlo, capital de bucaneros y filibusteros— un gran número de hombres qu e se habían acostumbrado en la guerra de
los Treinta Años a la dura vida del soldado y a los pillajes habituales de la época; que ya no podían vivir en un ambiente de paz, y la
guerra había terminado en 1648.

De todo eso resultó que los filibusteros acabaron siendo más que los bucaneros. Pero además hubo dos poderes y, por cierto,
enemigos —el español y el francés— que se propusieron acabar con la sociedad bucanera, lo que no sucedía en el caso de la sociedad

filibustera. Al contrario, la sociedad filibustera fue ayudada a mantenerse entre otras razones porque rendía al gobernador de la
Tortuga dividendos que nunca podía ofrecer la de los bucaneros.

La sociedad bucanera parece haber conservado sus valores fundamentales hasta el día de su extinción; en cambio, lo que se
transformó pronto en un antro de desalmados —y en un sitio disputado a muerte por españoles, franceses e ingleses— fue la
Tortuga. La Tortuga sólo comenzó a tener importancia —e historia— cuando los bucaneros hicieron de ella su plaza comercial,
probablemente en el año de 1630.

La Tortuga era una isla pequeña, situada sobre la costa noroeste de La Española y a sólo dos leguas de ésta. En la costa del Sur había
un buen puerto natural, bien abrigado y fácil de defender, que era, además, la única entrada de la isla. Aunque rocosa, la Tortuga
era fértil, con buenas aguas de manantiales, y tenía algunos valles. En suma, La Tortuga era una pequeña joya del mar y era también
una fortaleza natural colocada junto a La Española, como un puesto avanzado. Geográf icamente no se hallaba en el Caribe, pero
política e históricamente pertenecía a él. La Tortuga es hoy una dependencia de Hait í; sin embargo, Haití es una hija de la Tortuga;
o dicho con más propiedad, la : capital de los bucaneros y los filibusteros fue la cuna de Haití. ¡ , Cuando los bucaneros llegaron a La
Española trataron de hallar un sitio que sirviera de almacén para sus cueros y sus carnes y que al mismo tiempo dispusiera de un
puerto seguro en el que pudieran entrar los buques de los comerciantes del mar. Ese almacén-puerto fue la Tortuga. Allí
encontraron los bucaneros una guarnición española compuesta de un alférez y 25 solda dos que vivían sin ninguna relación con las

autoridades de Santo Domingo, de manera que se alegraron de dejar la Tortuga en manos de los recién llegados cuando éstos les
dijeron que iban a quedarse en la pequeña isla y que si era necesario lo harían a la "fuerza. Como los bucaneros operaban en los
territorios de La Española que quedaban frente a la Tortuga, muchos de ellos hicieron viviendas en la islita para habitarlas cuando
no estuvieran cazando.

Para los bucaneros —y seguramente también para los "habitantes", aunque éstos llamaron poco la atención de los que escribieron
sobre buscadores y filibusteros, y, por tanto, no hay datos que lo confirmen— la Tortuga se convirtió en "su" plaza comercial. Ahí
llevaban sus cueros y sus carnes; ahí iban los buques ingleses, franceses y holandeses a trocar artículos de Europa por esos cueros y
por esa carne. Después, a medida que el número de filibusteros fue aumentando y con ellos fue aumentando el producto de sus

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saqueos en mar y tierra, esa plaza comercial de los bucaneros fue convirtiéndose en punto de reunión de los filibusteros y acabó
siendo su cuartel general.

La Tortuga era sólo la capital comercial de los bucaneros —año de 1631— cuando los ingleses de Providencia, tal vez por consejo de
los corsarios y mercaderes holandeses que iban a Providencia, enviaron una pequeña expedición para tomarla y la rebautizaron
con'el nombre de la isla de la Asociación. Uno de los oficiales que salió de Nevis c uando se produjo el ataque de don Fadrique de
Toledo dos años antes, el capitán Anthony Hilton, fue designado gobernador de Asocia ción, y varios negros apresados en buques
españoles fueron llevados a la Tortuga por los ingleses. Algunos ingleses se unieron a los bucaneros y agregaron a la cacería de reses
el corte de maderas, para lo cual utilizaban a los esclavos negros. Tres años después la Tortuga tenía una población de unos
seiscientos blancos, unas cuantas mujeres y niños y los esclavos africanos.

En diciembre de 1634 las autoridades españolas de Santo Domingo organizaron un ataqu e de sorpresa a la Tortuga, mataron a todo
el que encontraron en la isla y destruyeron las propiedades. Los negros esclavos huyeron a los bosques de La Española. Pero como los
españoles no dejaron guarnición en la isla, unos trescientos ingleses que procedían de Nevis llegaron a la Tortuga en 1635,
rescataron a los esclavos y los mandaron a Providencia. Los pobladores de la Tortuga volvieron a hacer su vida de antes, bajo el
mando del nuevo gobernador, el inglés Nicolás Riskinner.

Por alguna razón que todavía no conocemos, los ingleses comenzaron a abandonar la Tortuga a principios de 1637, y en 1638 sólo
quedaban en ella algunos franceses. Ese año de 1638 volvieron las autoridades españolas de Santo Domingo a desatar otro ataque
sobre la isla y volvieron a aniquilar a los que encontraron en ella. Sin embargo, después de ese último ataque —que, como sucedía,

siempre, no fue seguido de una ocupación española— la Tortuga fue repoblándose, tamb ién con franceses e ingleses, pero más de los
primeros que de los segundos, a pesar de lo cual un inglés, de quien sólo sabemos qu e se llamaba Willis, gobernaba la isla de facto.
Un viajero de la Tortuga que pasó por San Cristóbal informó de esa situación al capitán general francés de San Cristóbal, Lonvilliers
de Poincy. De Poincy, que tenía el cargo de lugarteniente general del rey de Francia para las islas francesas de América, designó
gobernador de la Tortuga a su amigo el capitán Le Vasseur. Pero Le Vasseur tenía que conquistarla isla, porque el inglés que la
gobernaba no iba a obedecer una orden de un funcionario francés. Le Vasseur reunió u nos cuantos amigos, se fue con ellos a Puerto
Margot —que estaba en la costa, frente a la Tortuga— y allí se mantuvo tres meses, q ue dedicó a reunir hombres e información para
su ataque a la Tortuga. El 31 de agosto de 1540 Le Vasseur arribó a la isla, que tom ó fácilmente. Fue a partir de entonces cuando la
Tortuga comenzó a convertirse en cuartel general de los filibusteros del Caribe. Los bucaneros seguirían utilizándola como plaza
comercial, pero ya no sería únicamente la capital comercial de la sociedad bucanera.

Le Vasseur no era católico, sino hugonote —es decir, protestante de la secta calvinista—, naturaleza fanática, que no permitía el
culto católico en la Tortuga; hombre audaz y al mismo tiempo temeroso de sus enemigos. Ingeniero excelente, hizo en la isla
fortificaciones estupendas, tan sólidas y tan bien dispuestas, que los españoles de Santo Domingo no pudieron tomarla cuando
atacaron la Tortuga en 1643 con 1.000 hombres y 10 navíos. En esa ocasión los españoles se retiraron después de haber tenido más
de cien muertos. Dentro de las fortificaciones, en la parte alta, estaba la casa del gobernador. Para llegar al interior de esa fortaleza
había que usar una escalera de hierro que sólo se echaba desde adentro. Un manantial del grueso de un brazo quedaba en el recinto

fortificado.

Le Vasseur vivía con un lujo deslumbrante; comía en vajilla de plata, asistido por una servidumbre numerosa. Para sostener ese fasto
cobraba impuestos altísimos, tanto a las pieles de los bucaneros como a lo que lleva ban los filibusteros a la isla, así como a lo que
vendían los mercaderes que visitaban la Tortuga. Además de esos impuestos, cobraba u n diez por ciento de todo lo que los
filibusteros reunían en sus saqueos de ciudades y barcos españoles.

El señor de la Tortuga reclamaba un orden riguroso en todo. En la isla no podía moverse una hoja de árbol sin su autorización. Se
dice que tenía una prisión con aparatos de tortura, y que uno de ellos era una jaula de hierro donde el preso no podía estar ni

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acostado ni sentado ni de pie. De Poincy, el lugarteniente general del rey, llegó a temer que Le Vasseur se declararía independiente,
pues el gobernador no atendía a sus requerimientos. Así, pues, De Poincy se puso de acuerdo con el caballero de De Fontenay, un

marino francés de nombre que andaba por el Caribe haciendo el corso, para que De Fontenay conquistara la Tortuga a cambio de
que le diera a De Poincy la mitad de todo lo que hallara en la isla. El acuerdo entr e De Poincy y De Fontenay se firmó el 29 de mayo
de 1652, lo que da idea de que Le Vasseur estuvo gobernando la capital de los filibusteros como amo absoluto durante doce años.

De Fontenay salió hacia la Tortuga, pero antes de llegar se enteró de que Le Vasseur había sido asesinado por un hijo adoptivo suyo y
un grupo de siete u ocho aventureros que le ayudaron en el crimen. Tan pronto se sup o en los territorios vecinos que Le Vasseur
había muerto comenzaron a retornar a la Tortuga los antiguos pobladores que la había n abandonado debido a la dureza del
gobierno de Le Vasseur. De manera que la pequeña isla iba viento en popa por los últimos días del año 1653; y de pronto, el 10 de
enero de 1654 cayeron sobre ella fuerzas enviadas por las autoridades españolas de S anto Domingo.

El ataque comenzó con un desembarco hecho el día 10, y continuó sin cesar hasta el 18, cuando De Fontenay aceptó rendirse. El día
20, el gobernador y sus hombres —unos quinientos— desfilaron, a todo honor, hacia el puerto, donde tomaron barcos cedidos por el
jefe atacante. Un hermano de De Fontenay, joven de dieciocho años, y un capitán qued aron en rehenes. Los vencedores encontraron
en la Tortuga esclavos indios, de un grupo de mayas que había sido secuestrado por filibusteros que atacaron Campeche en el 1652.

Después de la victoria, y aleccionados por lo que sucedía cada vez que tomaban la isla y la abandonaban, los españoles dejaron una
guarnición de 150 hombres. Fue una buena idea, porque el 15 de agosto de 1654 llegab a De Fontenay a las aguas de la Tortuga y el
día 24 desembarcó fuerzas con el propósito de tomarla. En esa ocasión la lucha duró una semana, pero De Fontenay tuvo que

retirarse sin haber logrado nada. Cuando las autoridades de Santo Domingo supieron lo que estaba pasando en la Tortuga
despacharon refuerzos navales y un navio de esos refuerzos apresó uno de los barcos del ex gobernador francés. La mayor parte de
los 50 hombres que iban a bordo fueron muertos en el acto. El barco era holandés, por donde podemos ver cuánta gente se unía en la
lucha contra España en el Caribe.

Pero como había sucedido antes tan a menudo, la doble victoria no condujo a nada. El 26 de junio de 1655 el jefe de las fuerzas
destacadas en la Tortuga recibió orden de desmantelar la artillería y abandonar la isla. Un poderoso contingente inglés había
atacado en el mes de abril la ciudad de Santo Domingo y tal vez las autoridades espa ñolas pensaron que iba a haber otro ataque y
que convenía tener la gente de armas en la capital de la isla. De todos modos, el jefe de la guarnición de la Tortuga respondió que no
tenía con qué llevar la artillería a Santo Domingo, y el 4 de agosto se le respondió que si no podía transportarla que la enterrara.
Eran 70 cañones, cuatro de ellos de bronce, y con ese armamento la Tortuga podía resistir cualquier ataque. Se enterró la artillería,
los españoles jamás volvieron a pisar tierra de la Tortuga, y al perderse esa isla diminuta se sembró la semilla para que se perdiera la
tercera parte de La Española, que después pasó a manos de Francia.

En el mes de diciembre de 1656 el gobernador de Santo Domingo informaba a Felipe IV que tan pronto salió la guarnición española
de la Tortuga, "a la vista della, luego por otra parte entró por el puerto un lanchón de franceses y oy se ha savido que la tiene
ocupada, cultivada con sementeras y fortificada y lo que es peor con nuestras armas y pertrechos". Parece, sin embargo, que no eran

franceses, sino ingleses, y que no fueron tan pronto como decía el informe al rey. S e trataba de un grupo encabezado por Elias
Watts, que había salido con su familia y diez o doce personas más de Jamaica, que era posesión inglesa desde el mes de mayo del
año anterior. Watts montó cuatro cañones sobre las ruinas del fuerte que había construido Le Vasseur y en poco tiempo se reunieron
en la Tortuga unas ciento cincuenta personas, entre ingleses y franceses. El goberna dor de Jamaica designó a Watts gobernador de
la Tortuga, y así volvió la capital de los filibusteros, aunque por pocos años, a ser tierra inglesa. Probablemente a Watts le sucedió su
yerno James Arundell, aunque este punto no está claro.

Bien porque hubiera más filibusteros franceses que ingleses, bien porque los filibusteros ingleses comenzaban ya a operar desde
Jamaica, bien porque en la Tortuga volvieron a vivir muchos bucaneros de la costa de La Española; es el caso que a poco de estar la

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Tortuga bajo gobierno de un inglés había más franceses que ingleses establecidos en la isla. Un gentilhombre francés, Jeremías
Deschamps, señor Du Rausset, que había vivido en la Tortuga bajo los gobiernos de Le Vasseur y de De Fontenay, se las arregló para

que Luis XIV le nombrara en diciembre de 1656 gobernador de la isla. Pero el nombramiento del rey de Francia no tenía validez ante
las autoridades inglesas, de manera que Du Rausset se fue a Inglaterra a obtener que se le reconociera como gobernante de la
Tortuga y a ofrecer que él gobernaría a nombre de los ingleses. Fue poco antes de que Du Rausset consiguiera lo que se proponía
cuando se produjo el ataque filibustero a Santiago de los Caballeros, la segunda ciudad en importancia de la parte este de La
Española.

Unos cuatrocientos filibusteros salidos de la Tortuga en cuatro buques entraron por Puerto Plata, en la costa norte de la parte
española de la isla, se encaminaron a Santiago y sorprendieron al gobernador de la p laza mientras dormía. Después de hacerlo preso
saquearon la ciudad, de donde se llevaron hasta las campanas y los cálices de las ig lesias, y se dirigieron hacia la costa con el
gobernador y varios vecinos importantes, a quienes llevaban para exigir rescate. La voz corrió por las vecindades de Santiago y
acudió mucha gente armada que interceptó la marcha de los filibusteros. Después de u n combate en que los invasores tuvieron
varios muertos y heridos, dejaron en libertad a los prisioneros, alcanzaron sus navíos y retornaron a la Tortuga.

Ese ataque fue en la Semana Santa de 1659. El mismo año —hay quien dice que en 1660— , Du Rausset consiguió que el coronel
Doyley, gobernador de Jamaica, aceptara sus proposiciones. Y así pasó la Tortuga a ser gobernada de nuevo por un francés.

Pero sucedió que Du Rausset comenzó a despachar autorizaciones de corso a varios filibusteros, por lo que Doyley le llamó la
atención, a lo que respondió que él podía hacerlo porque tenía autorización del rey de Francia, e inmediatamente después de ese

desplante proclamó el poder francés sobre la isla, lo que no le produjo dolores de c abeza en la Tortuga dado que allí había más
franceses que ingleses. Ni corto ni perezoso, el coronel Doyley envió autorización para que James Arundell prendiera a Du Rausset, y
como éste no se hallaba en la Tortuga porque andaba en viaje por la isla de Santa Cruz, Arundell hizo preso al sobrino, el señor De la
Place, a quien Du Rausset había dejado al frente del gobierno. Pero los franceses de la isla se levantaron contra Arundell, lo
prendieron y lo despacharon para Jamaica.

Los ingleses no se conformaron con ese fracaso. El 16 de diciembre de 1662 el teniente gobernador de Jamaica, Lyttleton, ordenó
que la fragata Charles, al mando del capitán Robert Munden, saliera para la Tortuga con el coronel Samuel Barry y el capitán
Langford. La misión de esos hombres era conquistar la isla, pero hay razones para creer que debían hacerlo sin usar la violencia.
Esto se debía sin duda a que en la Tortuga vivían varios ingleses. Parece que alguno de los ingleses que residían en la Tortuga había
convencido al gobierno de Jamaica de que la gente estaba cansada de Du Rausset y quería volver a ser inglesa. Es el caso que cuando
la fragata Charles llegó a la Tortuga el 30 de enero de 1663 encontró a los franceses dispuestos a resistir. Un testigo dijo que el
coronel Barry ordenó al capitán Munden que disparara, y que éste se negó. La fragata de Munden condujo a Barry a la costa de La
Española y allí lo abandonó. Barry llegó a Jamaica el 1 de marzo a bordo de una bala ndra.

Mientras esto sucedía, Du Rausset, que se había trasladado a Francia para curarse de una enfermedad que había adquirido en la
Tortuga, creyendo que el Gobierno francés iba a desconfiar de él, se puso al habla c on los ingleses y les ofreció entregarle el gobierno

de la Tortuga —en la que había quedado, como sucesor temporal suyo su sobrino De la Place—, a cambio de 6.000 libras esterlinas.
Eso lo supo el Gobierno francés, y Du Rausset fue a dar a la Bastilla, la terrible prisión de Estado; y de la Bastilla sólo pudo salir
cuando aceptó vender sus derechos en la isla por 15.000 libras francesas. La compradora fue la Compañía Francesa de la Indias
Orientales, formada por el Gobierno francés a mediados de ese año. El contrato de venta está fechado el 15 de noviembre de 1664.
Esa negociación demostraba que Francia no estaba dispuesta a dejar que la Tortuga sa liera otra vez de sus manos.

El señor De la Place, sobrino de Du Rausset, se mantuvo al frente del gobierno de la isla hasta que lo entregó a Bertrand de Oregón,
el día 6 de junio de 1665. Con De Oregón, que conocía a los bucaneros y había convivido con ellos, llegó a la Tortuga un enemigo
encarnizado de la sociedad original. Y esto tiene una explicación fácil.

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De Oregón vivía en La Española y desde allí solicitó la gobernación de la Tortuga. Cuando le llegó el cargo tenía ya la idea de

extender el gobierno de la pequeña isla al territorio que los bucaneros, los filibusteros y los "habitantes" llamaban Tierra Grande,
esto es, el occidente de La Española. Pero De Oregón sabía que iba a encontraren los bucaneros una fuerte oposición a sus planes. La
sociedad bucanera era libre; no tenía ni quería un gobierno; estaba compuesta por hombres duros, bien armados; hombres que
eran, uno por uno, señores de sí mismos. Para lograr lo que se proponía, De Oregón tenía que destruir la sociedad bucanera. Por eso
comenzó a luchar contra los bucaneros tan pronto llegó a la gobernación de la Tortug a; e inició esa lucha con una campaña de
descrédito de los bucaneros dirigida a París. Así, el 20 de junio de 1655, menos de dos meses después de pasar al gobierno de la
Tortuga, escribió a Francia afirmando que los bucaneros eran sólo unos ochocientos, que 'Viven como salvajes, sin reconocer a nadie
y sin aceptar jefes entre sí, haciendo mil fechorías".

Cualquiera puede creer que el hombre que se expresaba así era un dechado de virtudes, pero Bertrand de Oregón participaba en un
diez por ciento de los beneficios que hacían los filibusteros en su carrera de crímenes, prestaba sus almacenes para que se guardaran
en ellos las mercancías robadas en los saqueos de buques y de establecimientos españoles y en una ocasión envió a dos sobrinos
suyos, recién llegados de Francia, a piratear con el Olonés, uno de los filibusteros más desalmados, engendro de los perores
infiernos, que conocieron las aguas del Caribe.

Alexandre Oliver Oexmelin, que llegó a la Española un año después de haber escrito De Oregón la carta que hemos mencionado,
describe la vida y los hábitos de los bucaneros en un libro que no ofrece dudas acerca de su veracidad. Oexmelin no dice en ningún
momento que los bucaneros cometieran fechorías.

De Oregón les hace a los bucaneros un solo cargo, el de que "han robado varias embarcaciones, holandesas e inglesas, y con ello nos
han causado muchos desórdenes aquí”. Parece que lo que pretendió decir el gobernador de la Tortuga en ese párrafo fue que los
bucaneros habían robado algo que llevaban los buques, puesto que era imposible que se llevaran los buques completos, pero no dice
cuáles fueron esas embarcaciones ni qué fue lo robado. Oexmelin no refiere un solo a cto de bandolerismo cometido por los
bucaneros, aunque habla de casos de abuso personal de algún que otro bucanero contra su "comprometido" o sirviente, y sin duda
esos abusos ocurren dondequiera que hay seres humanos.

La clave de las acusaciones del gobernador De Oregón estaba en la frase donde dice q ue los bucaneros no aceptaban jefes y en los
párrafos finales de la carta mencionada. En esos párrafos le pedía a Luis XIV que ex pidiera una orden para hacer salir de La
Española a todos los bucaneros y que se les "prohibiese" —bajo pena de muerte— habitar dicha isla española y se les ordenara
retirarse de allí en el plazo de dos meses para pasar a la Tortuga.

Más adelante agregaba que "por esta misma orden debería prohibirse a todos los capitanes de navíos mercantes, y otros, negociar ni
vender a los dichos franceses que se llaman bucaneros y que viven en la costa de la isla Española bajo pena de la confiscación de las
naves y de las mercancías. Esta orden debería ser notificada a los receptores o comi sionados de las oficinas de las ciudades
marítimas de Francia, a fin de que les permita confiscar todas las mercancías hechas por los dichos bucaneros de la isla Española".

El gobernador terminaba diciendo: "Esto les obligaría a retirarse completamente de d onde están y a pasarse a la Tortuga, que en
poco tiempo se haría muy importante." Estas últimas palabras denuncian a las claras las ideas del gobernador.

Era evidente que entre los filibusteros y los bucaneros el señor De Oregón prefería a aquéllos. Fue a los filibusteros de la Tortuga a
quienes confió el ataque de 1667 a Santiago de los Caballeros. Esa ciudad de la parte este de La Española había sufrido un ataque
filibustero en 1659, como hemos dicho en éste capítulo, y ocho años después padeció el que organizó De Oregón. Suponemos que
este ataque fue una consecuencia de la llamada guerra de la Devolución, que había desatado Luis XIV contra España, pero no
conocemos ni el día ni el mes en que se llevó a cabo; sólo sabemos que los filibusteros salieron de la Tortuga, que entraron en la parte
española por Puerto Plata y que cuando llegaron a Santiago encontraron la ciudad despoblada porque los habitantes supieron a

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tiempo la noticia de lo que se acercaba y la abandonaron llevándose todo lo que tuviera algún valor. No hay detalles de cómo se
comportaron los invasores en esa ocasión, pero debemos suponer que no tuvieron una c onducta angelical.

La lucha del señor De Oregón con los bucaneros no resultó fácil. En agosto de 1670 se presentaron en la costa noroeste de La
Española dos buques holandeses comandados por Pittre Constant y Pierre Marq —que suenan como nombres franceses— y dieron
aviso de que llegaban a comprar cueros. Los dos navíos estuvieron haciendo trueques en varios puntos de la costa, lo que indica que
ya para ese año los bucaneros no llevaban sus pieles ni su carne a la Tortuga. De Oregón envió un mensaje a los capitanes
diciéndoles que no podían hacer comercio allí porque el comercio estaba monopolizado por la Compañía Francesa de las Indias
Occidentales. Los bucaneros, asociados a los "habitantes" de la región —que también tenían algo que venderles y comprarles a los
dos navíos—, se burlaron de las órdenes del gobernador y siguieron negociando con los holandeses. De Oregón quiso impedirlo, y lo
que logró fue provocar desórdenes que se extendieron a varios lugares de la costa. Ante esa situación el gobernador se trasladó al
lugar de los motines y en Petit-Goave fue recibido a tiros, y hubiera sido muerto si no hubiera decidido retirarse a la Tortuga. Parece
que en esa ocasión el gobernador solicitó la ayuda de Henry Morgan, el afamado pirata inglés, que se hallaba en tales momentos en
la isla de la Vaca, situada frente a la costa sudoeste de La Española, organizando su truculento ataque a Panamá.

La rebelión de los bucaneros afectó a De Oregón. Los rebeldes fueron amnistiados por Luis XIV en el mes de octubre de 1671, y en ese
mismo mes De Oregón escribía al gobernador general de las islas francesas de Barlovento diciéndole que la colonia se hallaba en un
estado de desorden general; que nadie respetaba las disposiciones de la Compañía sob re el monopolio del comercio, que los ingleses
traficaban con los bucaneros sin restricción alguna. Al mismo tiempo le proponía al rey mudar la colonia a la Florida, a las Lucayas
o las islas del golfo de Honduras.

A partir de ese momento la vida de Bertrand de Oregón entró en un período de infortu nios que terminaría con su muerte. Al estallar
en 1672 la guerra de Francia y Holanda, la lucha fue a reflejarse en las posesiones de ambos países en el Caribe, de manera que los
franceses atacaron de inmediato los .territorios de Holanda en la región. Uno de esos territorios era Curazao, que había pasado a
poder de Holanda en el 1634. El señor De Baas, gobernador general para las islas fra ncesas de Barlovento, organizó un ataque a
Curazao y le pidió a De Oregón que tomara parte en ese ataque. De Oregón salió de la Tortuga hacia Curazao con varios navíos y
400 hombres, pero cuando pasaba frente a Puerto Rico, cerca de Arecibo, naufragó y cayó con toda su gente en manos de las
autoridades españolas de la isla. De Oregón pudo fugarse y hacerse a la mar en una c anoa, y a duras penas pudo llegar a Samaná, en
la costa este de La Española. De Samaná pasó a la Tortuga, donde llegó muy enfermo a causa de los trabajos que había padecido.

El 7 de octubre de 1673 el gobernador salió de la Tortuga con 500 hombres. Se dirigía a Puerto Rico con la idea de rescatar a sus
compañeros, que permanecían en prisión; pero volvió a naufragar frente a Samaná. A p esar de ese tropiezo pudo llegar a Puerto
Rico; cañoneó la costa y echó hombres a tierra, pero tuvo que reembarcarlos después de haber perdido unos cuantos, porque en
Puerto Rico conocían sus planes y estaban esperando el ataque. El resultado de esa expedición fue que el gobernador de Puerto Rico,
temeroso de una nueva agresión, ordenó la muerte de todos los prisioneros franceses.

Bertrand de Oregón murió en París, el 31 de enero de 1676, sin alcanzar a ver el final de la sociedad de los bucaneros. Pero ya esa

sociedad estaba en proceso de extinción. De la rebelión bucanera de 1670 se deduce q ue para ese año la Tortuga había dejado de ser
la capital comercial de los cazadores de reses. No creemos que esto se debiera al hecho de que la isla-fortaleza se había convertido en
la capital de la sociedad filibustera, sino a que la matanza de ganado debía necesariamente llevar a los bucaneros cada vez más
lejos, cada vez más adentro en las tierras de La Española, y como es lógico, si hallaron otro puerto más cercano a ellos para negociar
con los navíos compradores, concentrarían en ese puerto sus cueros y sus carnes.

Mientras tanto, la Tortuga quedó como la capital de la sociedad filibustera, que alc anzó bajo el gobierno de Bertrand demanera que
los franceses atacaron de inmediato los .territorios de Holanda en la región. Uno de esos territorios era Curazao, que había pasado a
poder de Holanda en el 1634. El señor De Baas, gobernador general para las islas fra ncesas de Barlovento, organizó un ataque a

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Curazao y le pidió a De Oregón que tomara parte en ese ataque. De Oregón salió de la Tortuga hacia Curazao con varios navíos y
400 hombres, pero cuando pasaba frente a Puerto Rico, cerca de Arecibo, naufragó y cayó con toda su gente en manos de las

autoridades españolas de la isla. De Oregón pudo fugarse y hacerse a la mar en una c anoa, y a duras penas pudo llegar a Samaná, en
la costa este de La Española. De Samaná pasó a la Tortuga, donde llegó muy enfermo a causa de los trabajos que había padecido.

El 7 de octubre de 1673 el gobernador salió de la Tortuga con 500 hombres. Se dirigía a Puerto Rico con la idea de rescatar a sus
compañeros, que permanecían en prisión; pero volvió a naufragar frente a Samaná. A p esar de ese tropiezo pudo llegar a Puerto
Rico; cañoneó la costa y echó hombres a tierra, pero tuvo que reembarcarlos después de haber perdido unos cuantos, porque en
Puerto Rico conocían sus planes y estaban esperando el ataque. El resultado de esa expedición fue que el gobernador de Puerto Rico,
temeroso de una nueva agresión, ordenó la muerte de todos los prisioneros franceses.

Bertrand de Oregón murió en París, el 31 de enero de 1676, sin alcanzar a ver el final de la sociedad de los bucaneros. Pero ya esa
sociedad estaba en proceso de extinción. De la rebelión bucanera de 1670 se deduce q ue para ese año la Tortuga había dejado de ser
la capital comercial de los cazadores de reses. No creemos que esto se debiera al hecho de que la isla-fortaleza se había convertido en
la capital de la sociedad filibustera, sino a que la matanza de ganado debía necesariamente llevar a los bucaneros cada vez más
lejos, cada vez más adentro en las tierras de La Española, y como es lógico, si hallaron otro puerto más cercano a ellos para negociar
con los navíos compradores, concentrarían en ese puerto sus cueros y sus carnes.

Mientras tanto, la Tortuga quedó como la capital de la sociedad filibustera, que alc anzó bajo el gobierno de Bertrand de Oregón su
máximo —e infernal— esplendor. Hombres como los holandeses Vanhorn y Laurens de Graf f, como el inglés Thurston o el mulato

cubano Diego, hijos de los demonios llegados de todos los países, recorrían el Carib e apresando buques, asaltando y saqueando
ciudades, en una orgía de crímenes que todavía a distancia de siglos pone espanto en el alma de los que leen la historia de esos años;
y esos hombres tenían su asiento en la Tortuga del gobernador De Oregón. Cuando el Gobierno inglés decidió liquidar el
filibusterismo inglés en el Caribe, el gobernador de Jamaica se dirigió a De Oregón protestando de que éste autorizara a los piratas
ingleses a operar desde la Tortuga, y no consiguió conmover al gobernador francés.

Como hemos dicho antes, la sociedad filibustera fue hasta cierto punto hija de la sociedad bucanera; y como hija al fin, se hizo
independiente de la madre y tuvo su propio destino. Pero no fue el filibusterismo lo que acabó con el bucanerismo. Oexmelin dice
que cuando la sociedad bucanera se extinguió, sus miembros se hicieron filibusteros. Es posible, hasta cierto límite. Porque es
también probable que algunos —si no muchos— bucaneros se hicieran "habitantes". Esto parece más en consonancia con la
naturaleza psicológica del bucanero, hombre de tierra por excelencia.

Lo que en realidad aniquiló a la sociedad bucanera fue la falta de su base económica , esto es, la desaparición del ganado salvaje. Y
esto fue, en parte, obra de los propios bucaneros, que lo cazaron sin tregua, y en p arte obra de las "cincuentenas" organizadas en la
parte española de Santo Domingo.

Esa parte española había sido atacada varias veces desde la Tortuga, como ya dijimos. Además, bajo el gobierno del señor De

Oregón estuvieron llegando a las costas occidentales de La Española muchos franceses, que De Oregón establecía como agricultores
en la Tierra Grande. Esos nuevos establecimientos avanzaban poco a poco hacia el Este. Las autoridades españolas decidieron
combatir tal avance y organizaron grupos de cincuenta hombres de a caballo, armados de lanza, todos, o casi todos, formados por
naturales de la isla. Esos grupos eran las "cincuentenas".

Por un proceso mental inexplicable, tanto las autoridades de la parte española de la isla como los miembros de las cincuentenas
tenían que atribuirle la condición de bucanero a todo francés que se hallara en el territorio. La lucha, pues, se hizo contra los
bucaneros. Al considerar al bucanero como el enemigo que debía ser aniquilado, se pensó, con razón, en exterminar su base
económica, que era el ganado. Las cincuentenas, pues, se dedicaron a matar reses; se internaban en los bosques del Oeste, buscaban

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las aguadas ocultas, recorrían las montañas y entraban en los valles perdidos; y por donde pasaban iban sacrificando reses, lo
mismo al toro bravio que a la vaca preñada que al ternero recién nacido.

Al quedar aniquiladas las reses, quedó aniquilada la sociedad bucanera. Le sobrevivió la sociedad filibustera, de cuyas terribles
hazañas hablaremos a su tiempo.

[ Arriba ]

Capítulo IX
EL SIGLO DE LA DESMEMBRACIÓN

El Caribe quedó desmembrado en el siglo XVII. Durante ciento treinta y dos años había sido territorio español, con muchos lugares
disputados a flechazos por los indígenas, con grupos de negros africanos alzados y con varios territorios en que ni siquiera había

puesto los pies un español; pero el Caribe había sido español. Sólo a partir del 28 de enero de 1624, el día de la llegada del capitán
Thomas Warner a San Cristóbal, empezó España a perder su dominio en la región.

Sucedía que los nuevos imperios formados en Europa querían participar de las riqueza s del Caribe. Al principio se limitarían a
disputarle a España las islas pequeñas, esas llamadas por los españoles "inútiles" d ebido a que no tenían metales; pero después
quisieron tierras mayores, ricas en muchos aspectos y con situaciones estratégicas p rivilegiadas. Aun las llamadas "islas inútiles"

demostraron ser muy útiles en manos de ingleses, franceses, holandeses, daneses, suecos, y en los últimos tiempos en manos
norteamericanas; de manera que podemos imaginarnos qué serían las mayores.

Así como la primera conquista de esos imperios nacientes e anglo-francesa, la segund a sería hecha por ingleses y holandeses; no se
sabe a ciencia cierta en qué mes, pero se conoce el año: fue el de 1625. La isla conquistada fue Santa Cruz, la mayor del grupo de las
Vírgenes, que se halla al sudeste de Puerto Rico.

Los holandeses habían acordado con España una tregua de paz de doce años. La tregua se fijó en 1609, de manera que duraría hasta
1621. Pues bien, tan pronto terminó esa tregua organizaron una Compañía de las India s Occidentales destinada a conquistar y
administrar islas antillanas- Dos cosas sobre todo buscaban en ellas: obtener sal, q ue ya no podían sacar de la península de Araya, y
establecer un mercado de venta de negros. La sal les era imprescindible para mantener su industria de pescado y la venta de negros
estaba produciendo los beneficios más altos en el ramo del comercio con el Nuevo Mundo.

Se dice que en 1623 los holandeses tenían unos ochocientos navíos operando en el Caribe. La cifra parece muy alta, pero aun
estimándola exagerada debemos suponer que en eí mar de las Antillas había más barcos de bandera holandesa que de cualquier
otra. Parece que la mayoría de los traficantes marítimos que operaban de contrabando y conducían negros africanos en esos años

eran de esa nacionalidad. Como hemos dicho antes, esos barcos salían de los puertos europeos con artículos manufacturados; se
iban a la costa de Guinea, donde cambiaban parte de esos artículos por negros o los cazaban a tiros o los adquirían de los reyezuelos
y jefes de tribu; navegaban con ellos hacia el Caribe, donde trocaban el resto de los artículos y los negros por píeles y productos
tropicales, y volvían con esa carga a Europa. Como esos buques traficantes llevaban siempre armamento, si en el viaje tropezaban
con un navío español que condujera carga valiosa, aprovechaban la oportunidad y lo a tacaban.

Con su enorme poderío naval y su desarrollo económico, Holanda, que figuraba entre los imperios nacientes de Europa, decidió

lanzarse a la conquista de tierras en el Caribe y empezó por donde habían fracasado los ingleses en 1598, esto es, por Puerto Rico.

El 24 de septiembre de 1625 los vigías del Morro de San Juan avistaron ocho navíos sospechosos; y efectivamente lo eran, porque

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formaban parte de una armada de 17 que llevaba 2.500 hombres al mando de Bowdoin Hendrick —Henrico para los es pañoles—,
que se dirigía a la isla con el propósito de tomarla. Esos holandeses eran marinos extraordinarios. En una maniobra sorprendente,

sus navíos entraron en la bahía de San Juan sin detenerse un minuto; y tan pronto entraron se dirigieron derechamente a tierra y
desembarcaron sus tropas. El gobernador español no se dejó amilanar por la pericia y la decisión de los invasores; ordenó la
evacuación inmediata de lo que hoy llamamos la población civil y concentró en el Morro a los hombres capaces de combatir; al
mismo tiempo organizó el acarreo hacia el Morro de todo lo que pudiera ser comestible, desde harinas hasta dulces y caballos. El
almirante holandés pidió la entrega de la plaza y el gobernador respondió exigiendo la rendición de la escuadra enemiga. Por fin el 5
de octubre se abrieron las hostilidades con un ataque de los sitiados a las trincheras holandesas yun asalto a la lancha del almirante
Hendrick, todo lo cual costó varias vidas a los invasores. La lucha se generalizó, y mientras tanto los pobladores del interior
organizaron ataques por la espalda a los holandeses, hasta que el 24 de octubre Henrico dio un ultimátum: o la plaza se entregaba o
le pegaría fuego a San Juan. La plaza no se rindió y San Juan fue destruida por el f uego. A finales de octubre, los holandeses se
retiraron.

La fecha del ataque a Puerto Rico (1625) da motivo para relacionar el establecimiento de holandeses en Santa Cruz con el viaje de la
armada de Hendrick. Tal vez esa armada tuvo desertores, lo que pudo haber sucedido c uando estuvo carenando en Aguada durante
un mes, después de la retirada de San Juan, y tai vez esos desertores fueron a parar a Santa Cruz. En cuanto a los ingleses que
participaron con los holandeses en la colonización de Santa Cruz, debemos recordar q ue en Barbuda había ingleses y que muchos de
ellos pasaron por esos tiempos a Nevis, de manera que otros pudieron irse a Santa Cruz. ; La próxima conquista fue hecha por
ingleses nada más y se trató de la isla de Barbados, que está situada al oriente del semicírculo de las de Barlovento, al este de San
Vicente. Pero Barbados no le fue arrebatada a España. Que sepamos, ningún navegante español tocó en Barbados en los ciento

treinta y cinco años que transcurrieron desde el 12 de octubre de 1492 hasta el 20 de febrero de 1627, día en que llegó a sus costas el
que se considera su descubridor, el inglés Henry Powell iba al mando de unos ochenta ingleses y siguió hacia la Guayaría, de donde
retornó con semillas de plantas y 32 indios arauacos, a quienes prometió devolver a la Guayana dos años después; en esos dos años
los indios debían enseñarles a los ingleses la siembra y la cosecha de tabaco, yuca y maíz. Los indios fueron esclavizados en Barbados
y los que no murieron vinieron a quedar libres sólo en 1655. La colonia prosperó tan rápidamente, que en 1628 tenía 1.600
habitantes, es decir, pobladores blancos, porque en esos tiempos los esclavos africanos e indígenas no figuran en las cuentas oficiales
como habitantes. Terminadas las disputas por los títulos de la propiedad sobre la isla en que se enredaron los comerciantes que
habían financiado la expedición de Powell y el conde de Carlisle —a quien el rey la había cedido—, Barbados pasó a ser, de hecho y
de derecho, una colonia de Inglaterra, y con los años sería un fuerte punto de apoyo para las actividades conquistadoras de los
ingleses en el Caribe.

En lo que se refiere a la región occidental de la zona, los ingleses venían ejerciendo influencia en el istmo de Panamá desde hacía
años. En 1617 se sublevaron los indios de la tribu.' buguebugue. de el Darién y se mantuvieron en rebeldía durante veinte años. Los
indígenas señorearon un territorio enorme,-entre Chepo y Puerto Pinas, asolaron toda s las propiedades en ese territorio y resistieron
con éxito todos los ataques que se les hicieron. Un español que se había criado entre los indios del; Darién y conocía su lengua y sus
hábitos, llamado Julián Carrk, Zolio Alfaraz, fue quien logró convencerlos de que ab andonara! su actitud. Pero en esa misma región
levantó bandera de rebelión, bajo el título de libertador del Darién, el mestizo Luis García, que atacó y tomó los poblados de Yaviza,

el Real, Chepigana, Molineca y Cana, y hubiera seguido tomando pueblos de no haber m uerto en un encuentro en las orillas del río
Cucunaque.

Ahora bien, no debemos olvidar que a fines del siglo anterior Drake y Hawkins habían estado operando por esas aguas;, Drake llegó
a tener un escondite en la costa del Darién y mantuvo las mejores relaciones con los indios de la zona. En un documento del tiempo
de los levantamientos del Darién se dice que los nativos "favorecían a la nación ing lesa, y especialmente a don Francisco Draco
(Drake), cuyo nombre veneraban".

A fines de 1629 los ingleses dieron el salto hacia el occidente del Caribe y se establecieron en las islas de Providencia (Santa Catalina)

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y Henrietta (San Andrés). Eso quiere decir que del extremo este del Caribe saltaron al extremo del oeste central. Desde esas islas
comenzaron a traficar con los indios de toda la costa del sudoeste y del oeste, a of recerles sus facilidades de puerto a contrabandistas

holandeses y a piratas que atacaban establecimientos españoles de las vecindades. Al mismo tiempo, las dos colonias de Saint Kitts
—la inglesa y la francesa— y la de Nevis -comenzaban a reorganizarse, pues como sucediera tan a menudo en los años de ese siglo
XVII, los españoles que la habían atacado no dejaron guarnición en ninguna de las dos islas y aquellos pocos cientos de ingleses que
sé habían refugiado en los montes de Saint Kitts pudieron volver a sus propiedades tan pronto se alejó la flota de don Fadrique de
Toledo, y pudieron _ dedicarse a reconstruir lo que los españoles habían destruido, mientras los franceses, que se habían quedado
en algunas islas vecinas, pudieron volver a hacer otro tanto. Al mismo tiempo el mayor número de los franceses —como hemos
explicado en el capítulo anterior— que no volvieron a Saint Kitts fueron a establecerse en el oeste de La Española y en el 1630
estaban adueña-' dos de la Tortuga, pero como esos franceses eran bucaneros y los bu caneros formaban una sociedad sin gobierno,
ninguno de esos dos territorios pasó a ser colonia francesa por el momento; sin emba rgo, la Tortuga se convirtió en dependencia de
Inglaterra a partir de 1631, cuando la ocuparon los ingleses enviados desde Providencia, y siguió siendo dependencia inglesa hasta el
1640, el año en que la tomó el capitán Le Vasseur.

Ahora podemos detenernos unos minutos para ver cuál era la posición que había adquirido Inglaterra en el Caribe sólo siete años
después de haber tomado en sus manos la primera de las "islas inútiles”, tan poco ap reciadas por España. Hacia el Este se había
establecido en Barbados, Saint Kitts, Nevis y Santa Cruz; hacia el Norte gobernaba la Tortuga y hacia el Oeste Providencia y San
Andrés.-Tal vez con la única excepción de Santa Cruz —y esto, hasta cierto límite— todas esas pequeñas islas eran productivas, y en
la mayoría de ellas los ingleses comenzaron a producir azúcar, tabaco y maíz casi inmediatamente después de haberlas conquistado.
Pero eran más importantes como puntos de apoyo para una futura expansión colonial qu e como productoras de riquezas. Pues todas

tenían buenos puertos, y algunos de ellos con defensas naturales notables, y el Caribe es un mar y las operaciones que se hicieran en
el porvenir serían navales; por el mar se atacarían las posiciones llamadas a ser conquistadas; de manera que un gran poder naval
como era Inglaterra, situado en tres de los cuatro puntos cardinales de ese mar, pod ía esperar con calma el momento apropiado
para extender su dominio en la región.

Pero mientras llegaba ese momento los ingleses no esperarían con los brazos cruzados e iban expandiéndose, a partir de los puntos
ocupados, con la lentitud con que se expande la gota de aceite caída en una tela. En 1632 Edward Warner pasó a ser gobernador de
la isla Antigua, donde estaba formándose una colonia inglesa. Este Edward Warner era el hijo del gobernador de Saint Kitts; había
llegado a Saint Kitts con su padre a los catorce años y sólo tenía veintidós cuando asumió la gobernación de Antigua. En ese mismo
año de 1632 un grupo de irlandeses empezó a ocupar la isla de Monserrate y a poco ha bía allí otra colonia inglesa.

Mientras se producía esa expansión en el Este, en el Oeste, desde Providencia, grupos ingleses bajo la dirección de Susex Camock y
Samuel Axe pasaban a la costa de lo que hoy son," Nicaragua y Honduras y establecían contacto con los llamados zambos
mosquitos. Estos zambos mosquitos formaban varías tribus de indios que se habían mez clado con negros africanos, y' a su vez esos
negros procedían de un navío cargado de esclavos que había naufragado por esas aguas. Los viajes de Camock y Axe a la costa de los
indios mosquitos —o la Mosquitia, como se llamó después— deben haber comenzado a raíz de haberse establecido los ingleses en
Providencia, porque en 1634 Camock abandonó el lugar y Axe se quedó en él asociado a un holandés cuyo apellido, traducido al

inglés, era Bluefield, nombre que todavía lleva una villa de la costa, en territorio de Nicaragua. . . Los ingleses no llegaron a
establecer en ningún momento, de manera formal, una colonia en la Mosquitia; sin emb argo, la región estuvo bajo su protectorado
alrededor de doscientos treinta años—hasta el 1860—y todavía en 1894 los mosquitos se consideraban independientes de Nicaragua
y pretendían que este país les reconociera moneda propia. Como protegidos de Inglaterra, los mosquitos dieron mucho que hacer en
toda la costa, desde Panamá hasta lo que hoy es Belice, según veremos a lo largo de este libro. Dondequiera que actuó un pirata o un
capitán inglés en esa región, allí estuvieron los mosquitos combatiendo a su lado; y como era un pueblo belicoso, su alianza fue de
gran utilidad para Inglaterra en el Caribe.

Dejemos por ahora a Inglaterra en sus posiciones hacia 1634 y volvamos a los holandeses. Después de su fracaso en Puerto Rico y de

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haber puesto un pie en Santa Cruz, los holandeses buscaron otros lugares donde estab lecerse. En 1628 pretendieron hacerlo en
Tobago, pero los indios caribes de San Vicente y de Granada los atacaban con tanta insistencia, que no pudieron quedarse allí y

tuvieron que retirarse en 1630. En 1633 volvieron a Tobago y tres años después —en 1636— una fuerza española que procedía de
Trinidad atacó el establecimiento, lo destruyó y se llevó prisioneros a 53 holandeses, cuya mayor parte fue ejecutada poco después en
Margarita. Parece que algunos holandeses que alcanzaron a huir de Tobago en esta oca sión se fijaron en un punto al norte de
Trinidad llamado Toco y en otro punto del sur llamado Moruga, pero los españoles destruyeron también esos focos.

A pesar de todos esos reveses los holandeses lograron establecerse en 1634 en una isla tan importante como Curazao y en sus
pequeñas vecinas Aruba y Bonaire. Las tres están situadas sobre la costa venezolana, a una singladura escasa de Coro y Puerto
Cabello. El historiador del siglo XX no puede explicarse cómo lo hicieron sin tener resistencia española ni en el momento de su
llegada a esas islas ni después. Ese mismo año los holandeses tomaron posesión de San Eustaquio, vecina de Saint Kitts por el
noroeste.

Hasta ese momento —es decir, hacia el 1634— los franceses parecían hallarse conformes con su colonia de Saint Kitts. Ya a esa
altura era relativamente grande el número de franceses establecidos en el oeste de La Española y en la Tortuga, pero la Tortuga se
hallaba gobernada por los ingleses y los bucaneros de La Española no reconocían gobierno alguno.

Como habíamos dicho en el capítulo anterior, en el momento en que se produjo el ataq ue español a Saint Kitts los franceses de esas
islas tenían diferencias con los ingleses por la posesión de algunas tierras. En situación de hostilidad latente hizo crisis en 1635. En
tal año, con la ayuda de sus esclavos negros a quienes De Esnambuc había prometido la libertad si participaban con ellos en la

acción, los franceses atacaron a los ingleses y los forzaron a cederles más tierras.

Desde antes de esa victoria, De Esnambuc había ordenado una exploración en Guadalupe, Dominica y Martinica. Como resultado
de la exploración se organizaron dos expediciones, una encabezada por el mismo De Esnambuc, dirigida a conquistar Martinica, y
otra enviada desde Francia para tomar posesión de Guadalupe; la última estaba mandad a por Charles Liénard, señor de L'Olive, y
Jean Duplessis, señor de Ossonville, ambos con rango de cogobernadores.

L'Olive y Duplessis llegaron a Guadalupe a principios de julio de 1635 y De Esnambuc llegó a Martinica en agosto del mismo año.
Desde Martinica, De Esnambuc pasó a Dominica y dejó a la cabeza de sus hombres a Jea n du Pont, que hizo frente con energía, pero
sin crueldad, a un formidable ataque caribe y empezó a organizar rápidamente la nueva posesión de Francia en el Caribe con
notable acierto. Aunque Martinica era una isla pequeña tenía una inapreciable riquez a en tierras fértiles, buenos puertos y agua
abundante, y Du Pont iba a sacar provecho de todo eso.

La conquista de Guadalupe, en cambio, no se hizo como la de Martinica. Guadalupe hab ía sido durante mucho tiempo el asiento
principal de los caribes en las islas antillanas. En la mayoría de esas islas que estaban siendo conquistadas por los ingleses,
holandeses y franceses, la resistencia fue hecha por los caribes, no por los españoles, que, por otra parte, nunca llegaron a ocuparías;
de manera que era lógico esperar una resistencia más encarnizada de esos indios bravíos en Guadalupe, donde desde antes de la

llegada de Colón habían tenido ellos su punto fuerte en la región.

Duplessis murió poco después de su llegada a Guadalupe y quien comandó la lucha contra los caribes fue L'Olive. El nombre de este
conquistador francés está unido, en la historia de las Antillas, a la imagen de la c rueldad, pues cometió tantos excesos contra los
caribes de Guadalupe, que llegó a decirse que ni siquiera los caribes, con su fama d e bárbaros caníbales, hubieran llegado tan lejos
en la tortura y aniquilación de sus enemigos.

La conquista de Guadalupe se hizo con poco sentido de organización. Los franceses se vieron pronto pasando hambre y sus ataques
contra los caribes, cuando éstos no quisieron o no pudieron alimentarlos, desataron la lucha entre indios y franceses. Los caribes

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corrieron a refugiarse en los bosques, pero volvían a atacar en las sombras de la noche, de manera que se desató una guerra de
asaltos y embocadas que impidió a los franceses dedicarse a producir para comer. Sólo la ayuda de Martinica pudo mantener a

Guadalupe mientras se lograba la pacificación de los caribes.

En 1636 murió De Esnambuc, el padre de los establecimientos de Francia en el mar de las Antillas. A su muerte su país estaba
asentado en tres puntos de las islas de Barlovento: Saint

1 Kitts, Martinica y Guadalupe, y además había muchos franceses viviendo en el oeste de La Española y en la Tortuga.

En 1637 el gobernador de Saint Kitts, sir Thomas Warner —el antiguo capitán Warner—, envió una pequeña expedición inglesa a
Santa Lucía, pero los indios caribes se le enfrentaron con igual vigor que el que ha bían demostrado en 1605 y los expedicionarios no
pudieron quedarse en la isla.

En 1638 volvieron los ingleses a Santa Lucía, esta vez en número de 130, y tampoco pudieron quedarse.

Ese mismo año de 1638 los holandeses ocuparon San Martín, situada en el grupo de Barlovento, al norte de San Eustaquio, pero
tuvieron que abandonarla pronto debido a ataques españoles. San Martín era de interés para los holandeses debido a sus salinas
naturales.

En 1639 llegó a Saint Kitts el caballero Lonvilliers de Poincy, que había sido designado lugarteniente general de su majestad para las

islas francesas de América y además capitán general de la colonia francesa de Saint Kitts. Este Lonvilliers de Poincy era todo un
personaje de Francia, caballero de la orden de San Juan de Jerusalén y alto jefe de la marina de guerra. De los pomposos títulos que
llevó al Caribe y de su importancia social y política se deduce que en ese momento Francia se sentía preparada para establecerse en
el Caribe y para desenvolver allí una política de expansión. Y así era. En 1635 se había reorganizado la compañía que manejaba los
asuntos de San Cristóbal y se había convertido en una Compañía Francesa de las India s Occidentales a la que se le confirieron todos
los poderes para dirigir la colonización de territorios en el mar de las Antillas.

Sin embargo, De Poincy y la compañía no se llevaron bien. De Poincy entró en una serie de luchas contra los funcionarios de la
compañía, que tuvieron su culminación cuando el rey nombró un sustituto de su lugarteniente general. Pero De Poincy no se dejó
sustituir; hizo prender al sustituto, lo mandó a Francia y siguió actuando con sus a ntiguos poderes como si no hubiera sucedido
nada.

Al año de haber llegado a Saint Kitts, de Poincy les arrebataba el gobierno de la Tortuga a los ingleses a través de su amigo, y por
entonces subordinado, el capitán Le Vasseur; de manera que ya en ese año de 1640 Fra ncia contaba en el Caribe con buenas bases
para operar sobre cualquier punto de la región, pues había tomado posiciones en el c entro y en el norte de las islas de Barlovento y
en el canal que separa La Española de Cuba, y tenía entre esas bases la fortaleza na tural de la Tortuga, desde la cual podía dominar
el canal de las Bahamas.

Ese año de 1640 fue muy agitado en el Caribe. Ya nadie podía poner en duda que la región era una frontera de varios imperios que
luchaban por arrebatarse unos a otros lo que pudieran. Españoles, holandeses, ingleses y franceses se disputaban esa frontera con
las armas, y en las islas donde había indios caribes —los únicos dueños naturales de esas tierras— éstos defendían con admirable
tesón lo que había sido suyo desde los tiempos más remotos.

Siguiendo un orden cronológico, de lo primero que tenemos que hablar es del ataque español a la isla de Providencia. Como de
Providencia salían expediciones de ingleses y holandeses —o de ambos combinados— que cometían depredaciones en las costas de lo
que hoy son Honduras y Guatemala, los españoles de Cartagena decidieron aniquilar Pr ovidencia y en mayo de 1640 se lanzaron al

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ataque, pero fueron rechazados con pérdidas importantes.

En el mismo año pasaron a manos holandesas las pequeñas islas de Saba y San Martín. Como dijimos hace poco, San Martín había
sido ocupada por los holandeses dos años antes, en 1638, y abandonada poco después debido a ataques españoles procedentes de
Puerto Rico. De paso diremos que tras la reconquista de 1640, sin que sepamos por qu é ni cómo, los holandeses se vieron en el caso
de aceptar que San Martín, a pesar de su tamaño minúsculo, quedara dividida entre el los y los franceses, lo que sucedió en 1648; y
así, dividida, ha permanecido hasta el día de hoy sin que esa situación cambiara a lo largo de los siglos por los numerosos ataques
que sufrió la isla de parte de los españoles de Puerto Rico.

En ese tempestuoso año de 1640 los caribes de Dominica asaltaron Antigua y Monserrate. Las dos colonias resistieron el ataque,
pero los indios secuestraron a la mujer y a los hijos del joven gobernador Edward Warner, lo que da idea de la importancia del asalto
a Antigua.

Al año siguiente (mayo de 1641), justamente cuando se cumplía el primer aniversario del frustrado ataque español a Providencia,
surgió frente a esa islita una armada que había salido de Cartagena al mando del alm irante español Francisco Díaz Pimienta. Los
españoles iban dispuestos a vengar la derrota del año anterior, y la vengaron. No sólo destruyeron la resistencia inglesa, sino que
tomaron un rico botín. Sólo en esclavos africanos se llevaron 600. Hay que pensar que los esclavos, a cuyos oídos había llegado sin
duda la noticia de que los españoles los trataban con menos severidad que los ingleses, no harían ningún esfuerzo por seguir en
manos de los ingleses de Providencia y San Andrés. Precisamente dos años antes se había dado en Providencia la primera rebelión de
esclavos que se conoció en los territorios ingleses del Caribe, y había sido sofocada con el típico rigor de los británicos. Antes de salir

de Providencia, los españoles destruyeron una por una todas las construcciones hasta los cimientos.

Entre los ingleses que pudieron escapar de Providencia antes del ataque español o qu e lograron salvarse de la persecución de los
navíos españoles, unos cuantos fueron a dar a la Mosquitia y de ahí a la isla de Roa tán, situada en el golfo de Honduras, donde se
establecieron hacia 1642. Roatán se halla entre las islas de Utila y la Guanaja, frente a Santo Tomás de Castilla y Trujillo; fue una de
las islas descubiertas por Colón en su último viaje, y cerca de allí conoció a los "mayanos"; y esa isla era una de las que recorrían
ciento veinte años antes los españoles de Cuba cuando salían a cazar esclavos indios.

Ahora bien, esos ingleses de Providencia, dispersados de su asiento por el poder español, no estaban solos. Eran puritanos, y los
puritanos dominaban el Parlamento inglés. Por otra parte, Inglaterra estaba dispuesta a arrebatarle a España sus dominios del
Caribe, y aunque España tuviera de su parte la razón, puesto que Providencia era posesión española cuando los ingleses la ocuparon
en 1629, Inglaterra tenía de su parte la fuerza, y. a menudo ésta se impone a la raz ón. Así, a mediados de 1642, salieron de
Inglaterra tres navíos al mando del capitán William Jackson con órdenes de vengar en los establecimientos españoles del Caribe la
destrucción de Providencia. Jackson salió de su país con autorización oficial; reclu tó hombres en Barbados y en Saint Kitss
—alrededor de unos mil—, con los cuales se lanzó al ataque de varios puertos.

Jackson era un gran marino, un excelente jefe y un político astuto. Aunque en su primer ataque —a la isla de Margarita—sufrió una

derrota, su viaje fue triunfal desde el punto de vista de las órdenes que había recibido, pues atacó varios establecimientos españoles,
entre ellos Puerto Cabello y Maracaibo, y tomó otros, como Trujillo, y tuvo éxito resonante en Jamaica. En esta isla desembarcó en
1643 unos quinientos hombres y tomó Santiago de las Vegas e impuso a los habitantes una contribución en ganado y comestibles
que le permitió alimentar a su gente y refaccionar su próximo viaje, que fue a Trujillo. Al parecer, la vida que hicieron los atacantes
ingleses en Jamaica fue tan deliciosa, que muchos se escondieron cuando Jackson salió de la isla porque prefirieron quedarse allí a
seguir a su jefe. El 20 de julio de ese año (1643) Jackson tomó Trujillo, de donde salió diecisiete días después con algunos negros y
unos treinta españoles que se llevó consigo. Antes de embarcar ordenó el incendio de Trujillo y después se dirigió a Méjico. Todo lo
que hemos descrito brevemente/va a la cuenta del marino y del capitán de armas. Ahora bien, la obra política de Jackson consistió
en que al hablar en cada sitio tomado con la gente importante del lugar dejó la impr esión de que ya estaba organizada una alianza

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europea —inglesa, francesa, holandesa y portuguesa— que tenía lista una gran escuadr a para atacar España en el Caribe y
despojarla de todos sus territorios. Por eso tienen razón los ingleses cuando dicen que Jackson dejó los establecimientos españoles

del Caribe agobiados por el terror.

Debe haber sido poco después del viaje corsario de William Jackson —o tal vez algo m ás tarde, hacia 1644— cuando los ingleses de
Santa Cruz, sin que sepamos por qué causa ni cómo lo hicieron, echaron a los holandeses de la isla.

Si hay puntos confusos en la historia del Caribe, uno es el que se refiere a las act ividades de ingleses, franceses, españoles y
holandeses en las islas Vírgenes —y en las de Barlovento más cercanas a las Vírgenes— en esos años que van de 1643 a 1650. Hay
ciertas noticias, pero no documentación que merezca crédito, acerca de algunas exped iciones hechas por las autoridades españolas
de Puerto Rico para sacar a los holandeses de Tórtola en 1646 y a los franceses de Vieques en 1647, pero no sabemos cuándo
ocuparon aquéllos y éstos Tórtola y Vieques; parece también que los españoles habían logrado reconquistar San Martín en algún
momento antes de 1648 y que tuvieron que abandonarla ese año debido a que en la pequeña isla se presentó una epidemia, tal vez de
fiebre amarilla, que fue llevada a Puerto Rico por los soldados que habían estado de guarnición en San Martín. En lo que se refiere a
San Martín, sabemos —como hemos dicho hace poco— que en 1648 quedó dividida entre holandeses y franceses, y es posible que esa
doble ocupación sucediera algún tiempo después del abandono español, pero es posible que se produjera a seguidas de la
desocupación española.

Mientras tanto los franceses fueron ampliando sus dominios bajo la dirección de Lonvilliers de Poincy y alrededor del 1650 habían
logrado establecer colonias en San Bartolomé, los Santos y María Galante, Santa Lucía y Granada, y además en la mitad de San

Martín. La conquista de Granada costó muchas vidas de indios caribes y de franceses, más de los primeros que de los últimos, desde
luego. Le Compte, el conquistador de Granada, pudo dominar a los indios con el apoyo de unos trescientos hombres que le fueron
enviados de Martinica.

De súbito, al comenzar el año de 1650, los españoles decidieron atacar a los ingleses en dos puntos opuestos: hacia el Este, desde
Puerto Rico, en la isla de Santa Cruz; hacia el Oeste, desde La Habana, en la islita de Roatán. Como debemos recordar, en Santa
Cruz ya no había holandeses, que habían sido echados de la isla por los ingleses. El ataque español a Santa Cruz fue impetuoso. La
isla fue tomada por sorpresa, muchos ingleses resultaron muertos en el acto y otros despachados hacia Barbados. (Lo de Barbados
resulta difícil de creer, debido a la distancia a que se hallaba esa isla de Santa Cruz. Es posible que fueran enviados a Barbuda,
nombre que a menudo era confundido con el de Barbados.) En el ataque a Roatán la situación se presentó diferente. Roatán fue
atacado con cuatro navíos que desembarcaron en la isla unos cuatrocientos cincuenta hombres, a pesar de lo cual los ingleses
resistieron y alcanzaron a hacer una retirada lenta y costosa para los atacantes, ha sta que en el mes de agosto, cinco meses después
de haberse presentado los españoles ante Roatán, llegaron navíos ingleses que evacua ron a los combatientes

En cuanto a Santa Cruz, tan pronto como fue reconquistada por los españoles, los holandeses de San Eustaquio enviaron una
expedición a tomaría. Tal vez creyeron que en esa ocasión los españoles habían seguido la costumbre de reconquistar y no dejar
guarnición. Pero si fue así no acertaron, porque los españoles estaban todavía en Sa nta Cruz y los holandeses fueron recibidos de la

peor manera, al grado que dejaron en manos de los españoles bastantes prisioneros. Parece que en esa ocasión los españoles
contraatacaron sobre San Martín e hicieron allí mucho daño, tanto en la parte holand esa como en la francesa. Al final, el destino de
Santa Cruz fue caer en manos francesas, aunque sólo por algún tiempo. De Poincy mand ó fuerzas a ocuparla, y esas fuerzas
desalojaron alas de España. En 1696 la población francesa de Santa Cruz fue llevada a Cap-Français, en la costa noroeste de La
Española —hoy Cabo Haitiano—, para poblar la ciudad, que había sido reconstruida después de haber sido destruida en un ataque
de fuerzas que procedían de la parte española de la isla. Al trasladarse a Cap-Franç ais, los pobladores de Santa Cruz se llevaron sus
esclavos, sus animales, sus muebles. La isla quedó convertida en la imagen del abandono.

Pero la Historia iba por los tiempos del 1650, y si saltamos a 1696 fue sólo para dejar cerrado el capítulo, bastante confuso, de los

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sucesos de Santa Cruz y de las islas Vírgenes en esos años. A menudo hallamos esos p untos confusos porque se trata de la historia de
una frontera en la que ha habido una guerra casi permanente de siglos, y es difícil reunir toda la documentación referente a los

innumerables combates que se dan en las fronteras. Normalmente los ataques y los contraataques en el Caribe eran el resultado de
las guerras de Europa. Durante siglos y siglos no pasaba un año sin que se combatiera en algún lugar de Europa. Con la aparición de
los nuevos imperios y de las armas de fuego las guerras se harían en frentes cada vez más amplios y serían cada vez más
destructoras; y con el descubrimiento de América esos frentes se extenderían a América. Como vimos en el capítulo VII, en el siglo
XVI el país que combatía en toda Europa y en América era España; pero en el siglo XVII ya no era España la que mantenía al mundo
en guerra y ya España no tenía que enfrentarse en el Caribe únicamente a navíos corsarios. En el siglo XVII los imperios nacientes
chocaban entre sí y enviaban sus fuerzas a chocar en el Caribe.

De esos imperios nacientes, el más agresivo era el inglés. En el 1642 había estallado la revolución de los puritanos, que culminó a
principios de 1649 con la decapitación de Carlos I y en 1651 con la derrota de Carlos II en la batalla de Worcester. Oliverio
Cromwell, el caudillo puritano, gobernaba el país desde 1653 con el título de Lord Protector. Apenas había terminado la guerra civil
inglesa cuando se produjo la guerra anglo-holandesa, que no llegó a durar dos años, pero que proporcionó a los ingleses la
conciencia de su poderío en el mar, puesto que habían vencido a la potencia naval má s grande de Europa. La paz con Holanda fue
firmada en abril de 1654 y casi inmediatamente después comenzó Inglaterra a preparar una expedición de grandes vuelos destinada
a arrebatarle a España las posesiones más ricas del Caribe a fin de tener una base p ara conquistar más tarde Perú y Méjico y para
cortar de manera drástica la ruta de los galeones de la plata, esto es, los que llevaban el oro de la costa del Pacífico a España a través
del istmo de Panamá.

Sobre pocos episodios de la política imperial inglesa se ha escrito tanto como sobre esa expedición, lo que se explica por el número
de personas importantes que participó en ella o en sus preparativos y sobre todo un fracaso insigne. Pero de la abundancia de
memorias y relatos, correspondencia y actas que produjeron los actores de ese episod io se saca la conclusión de que, por lo menos
desde 1647, en los círculos gobernantes y económicos de Inglaterra había el propósito, no bien definido, de conquistar algún
territorio español del Caribe, preferiblemente La Española. Había la idea de que la colonización de América del Norte no
prosperaría y, por tanto, sería necesario sacar de allí si no a todos, por lo menos a muchos de los colonos ingleses, y se pensaba que
La Española era un lugar ideal para ellos. En 1647 el embajador español en Londres a visó a Madrid que se planeaba atacar esa isla e
incluso llegó a anunciar que los ingleses estaban preparando una poderosa ilota con tal fin.

Toda revolución produce un estado de ánimo exultante y expansivo, y en el caso concreto de la inglesa del siglo XVII los vencedores
creían que Dios les había señalado para cumplir un papel ejemplar en el mundo. Así se explica que las vagas ideas de 1647, que
parecen haber nacido en la mente de personajes conectados con empresas comerciales en el Caribe, se expandieran en la cabeza de
Oliverio Cromwell y de sus colaboradores más cercanos hasta llevarles a concebir la idea de arrebatarle a España todo el Caribe y de
avanzar después sobre Méjico y el Perú. En los sentimientos, más que en la opinión, de los jefes puritanos, España no tenía derecho a
esos territorios porque les habían sido cedidos por un Papa, que era para los purita nos la imagen del Anticristo; y además, España,
decían ellos, no había poblado ni gobernado esos territorios para el bien de sus pob ladores originales, sino para su mal, pero además
de esos argumentos un tanto celestiales, Cromwell se indignaba porque España no les permitía a los ingleses libertad comercial en

América.

La justificación pública para esa acción de Inglaterra fue escrita nada menos que por el gran poeta puritano John Milton, el autor
de El paraíso perdido, que ya estaba ciego. Entre varios puntos, Milton se refería a l ataque español a la Tortuga en 1634 y también al
de 1641 sobre Providencia como agresiones injustificadas de España contra los ingleses. Pero de lo que escribió el poeta y de todo lo
que se argumentó en esos días queda clara una conclusión: que Inglaterra organizó en 1655 la conquista del Caribe porque era ya un
país con sustancia imperial que se hallaba en ese momento en la etapa expansiva de su poderío. El propio Oliverio Cromwell
recomendó la toma de Puerto Rico, La Española y Cuba —La Habana, como se llamaba entonces en Europa a Cuba—, o cualquiera
de los tres puntos, | como base para lanzarse después a la conquista de Cartagena, d onde se establecería la capital del gran imperio

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inglés del Caribe.

La expedición salió de Inglaterra a fines de 1654, en 34 navíos de guerra y ocho aux iliares; en estos últimos iba lo que hoy llamamos
la impedimenta, es decir, comida, medicinas, objetos diversos para el uso de oficial es y tropa. La gran armada se detuvo en
Barbados, donde se acordó el plan de acción y se estableció que el ataque se haría en La Española, sobre la ciudad de . Santo
Domingo. En Barbados se embarcaron de 4.000 a 4.500 hombres, reclutados en esa isla y en las vecinas, y se agregaron varias naves;
la expedición se dirigió a Antigua, de ahí a Nevis y de Nevis a Saint Kitts, donde también se agregaron fuerzas. De Saint Kitts navegó
por el Atlántico para entrar en el Caribe por el canal de La Mona.

La gran nota inglesa, compuesta a esas fechas de 57 embarcaciones tripuladas por 2.800 marineros y por unos nueve mil quinientos
hombres de armas, se presentó frente a Santo Domingo el día 13 de abril de 1655. (Pa ra los historiadores ingleses fue el 23 de abril,
lo que se explica debido a que Inglaterra se regía entonces por el calendario juliano y España y sus dependencias por el gregoriano.)
Ahora bien, la fuerza inglesa estaba compuesta por hombres sin disciplina, debido a que la mayoría de ellos fueron reclutados en
Barbados y Saint Kitts y ni siquiera conocían a sus oficiales. Como se vio en Santo Domingo y se vería después en Jamaica, los
servicios de abastecimiento y de comunicación fallaron en los momentos críticos y fa ltó coordinación entre la marina y el ejército de
tierra. El jefe de la primera era el almirante William Penn y el de la segunda, el g eneral Robert Venables, y ambos fueron señalados
para sus cargos por el propio Cromwell.

La armada surgió en el Placer de los Estudios —el estuario de la ciudad de Santo Domingo— y el día 25 desembarcó fuerzas en varios
puntos de la costa al oeste de la ciudad; el más alejado era Nizao y el más cercano Haina. Una patrulla comandada por un capitán

español hizo preso en las cercanías de Nizao a un soldado inglés y éste reveló que los expedicionarios habían desembarcado 6.000
hombres y 120 caballos, con raciones para tres días; que el ataque a la ciudad se produciría el lunes 26 y se tenía prevista la entrada
en Santo Domingo para el martes 27.

Ese informe no tardó en hacerse público dentro de la ciudad, y, como era de esperar, causó consternación. La población huyó de
Santo Domingo llevándose todo lo que podía tener algún valor, desde los esclavos hasta los ornamentos de las iglesias. Hay que
tomar en cuenta que Santo Domingo había sido tomada en 1586 por Francis Drake y que entre esos pobladores que huían debía
haber algunos con edad suficiente para recordar el ataque de Drake; además hay que tener en cuenta que en esos tiempos coloniales
los sucesos importantes eran escasos, por lo cual los de la categoría de la acción d e Drake se mantenían en la mente de los jóvenes
por transmisión oral. Todo el mundo en Santo Domingo debía tener una idea —con toda seguridad exagerada— de lo que fue el
ataque de Drake, y todo el mundo pensaría que el de Penn y Venables sería igual, si no peor.

Sin embargo, Santo Domingo no cayó en manos inglesas. Los defensores, que eran pocos pero aguerridos, se batieron airosamente
esto, sumado a la desorganización de los atacantes y a la falta de cooperación entre la marina y las tropas de tierra de los ingleses,
determinó el fracaso de la invasión. Es probable que el general Venables y sus oficiales esperaran poca resistencia, dado el
impresionante poderío inglés, y que las fieras acometidas de los lanceros de a caballo que les hicieron frente en el primer momento,
desmoralizaran a soldados y oficiales atacantes. -Los lanceros eran en su mayoría na turales de la isla y estaban adiestrados a

combatir como miembros de cincuentenas que operaban en el Oeste contra los franceses.

Entre Haina y la ciudad había un fuerte — San Jerónimo—en el que los defensores se hicieron fuertes, y de Santiago, la villa más
importante del interior de la isla, llegaron refuerzos que formaron un tercer punto de resistencia y de ataque. Ese tercer punto se
combinó con el de la ciudad y el de San Jerónimo. El día 6 de mayo las bajas inglesa s —entre muertos, perdidos, heridos, prisioneros
y enfermos— llegaban a 1.500, la cuarta parte de las tropas desembarcadas. Ante esa cifra en verdad alarmante, los jefes de la
expedición resolvieron abandonar La Española, y el día. 10 de mayo —según algunos historiadores ingleses, y según otros, el 11; y de
acuerdo con el calendario español, diez días más tarde— la enorme escuadra fondeaba en el extremo oeste de la actual bahía de
Kingston, isla de Jamaica. Así, la fuerza naval y militar más grande que había naveg ado por el Caribe en toda su historia había

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salido de Santo Domingo derrotada sin que haya podido encontrarse hasta hoy una explicación aceptable para esa derrota.

En el momento del ataque inglés, en La Española había tradición de armas; por lo menos había un número de hombres del país
dedicados a combatir contra los ocupantes del Oeste. Por otra parte, los ataques a la Tortuga habían dado a los naturales cierto
grado de confianza en su capacidad militar. Además, desde el último ataque a la capital de los filibusteros (enero de 1654) y desde el
rechazo del ataque del caballero de Fontenay (agosto de ese mismo año) había transcurrido tan poco tiempo, que todavía debía
sentirse en Santo Domingo ese espíritu de victoria que resulta tan importante a la h ora de combatir. Por último, cuando ya se sabía
que era inminente la llegada de Penn y Venables, se enviaron a La Española unos dosc ientos hombres y algunas armas, muy pocas
por cierto. Todo eso sumado formó una atmósfera de resistencia, y sin duda fue la resistencia inesperada lo que desmoralizó a los
jefes ingleses.

Pero precisamente todo eso faltó en Jamaica, donde además todavía estaba fresco el recuerdo de la incursión de Jackson, que había
ocurrido doce años antes. Así se explica que Jamaica cayera fácilmente en manos de los que no habían podido tomar La Española.
Al llegar frente al puerto, la armada inglesa cañoneó unos pequeños fuertes de la ba hía y empezó a desembarcar tropas, visto lo cual
los españoles se retiraron a Santiago de las Vegas, que estaba sólo a unos diez kilómetros tierra adentro. Santiago de las Vegas fue
ocupada al día siguiente. El 17 de mayo (1655) se firmóla rendición. Según advirtier on los ingleses después, las autoridades
españolas estuvieron discutiendo detalles de las capitulaciones con el objeto de ganar tiempo a fin de que los pobladores pudieran
abandonar la villa e irse al interior con sus esclavos y sus bienes antes de que los ingleses entraran. Desde hacía tiempo en las
montañas del interior de Jamaica había negros cimarrones, y algunos criollos, encabezados por Cristóbal Arnaldo, fueron a
dirigirlos en la lucha contra los ingleses, que comenzó inmediatamente. La resistenc ia de esos antiguos esclavos, encabezados por el

joven criollo jamaicano, es una página notable en la historia del Caribe.

La tropa del general Venables era desordenada y fanática. Su primer movimiento fue saquearlas casas en busca de riquezas y el
segundo destruirlas iglesias católicas. En medio de esas actividades depredadoras, muchos enfermaron debido a los desórdenes en el
beber y en el comer, y debido también a los rigores de un clima tropical que en esa época —de mayo a septiembre-llega a sus
mayores niveles de calor, humedad y lluvia. En pocas semanas los soldados ingleses mataron unas veinte mil reses —con lo cual,
desde luego, llenaron de indignación a los dueños— y como dejaban que los restos se pudrieran sobre el terreno, las bacterias de las
enfermedades tropicales se multiplicaban y causaban bajas entre los invasores. Los c imarrones y su jefe se aprovechaban de esa
situación, obtenían el respaldo de los habitantes de la isla y con su ayuda organiza ban asaltos a los ingleses, quemaban
establecimientos ocupados por éstos, tomaban guarniciones, y en poco tiempo habían dado muerte a unos mil ingleses.

La situación alarmó de tal manera a Inglaterra, que el propio Lord Protector, Oliver io Cromwell, convencido de que el envío de la
expedición había sido un pecado y que Dios castigaba a su país por ese pecado, se encerró todo un día a hacer penitencia; y en
Jamaica, Venables y Penn entraron en disputas tan agrias, que al fin Venables —que h abía caído seriamente enfermo-anunció que
iría a Inglaterra, lo cual preocupó al almirante Penn de tal manera, que se precipit ó a salir antes que el general. Cuando llegaron a
Londres, por cierto con pocos días de diferencia, ambos fueron enviados a la Torre, el presidio de Estado inglés, y estuvieron allí un
mes.

Pero la situación de Jamaica no mejoraba; al contrario, empeoraba. Había hambre y los oficiales ordenaron a la tropa dedicarse a
sembrar maíz, yuca y otros víveres, y los soldados se negaron a hacerlo. En poco tiempo, como les había sucedido a los españoles que
fueron con Colón a La Española en 1493 —es decir, ciento setenta y dos años antes—, los ingleses estaban comiendo lagartos, ratas,
culebras, ranas y lombrices. En medio de ese estado de cosas se presentó una disentería que mataba a los hombres a razón de 600
por mes. El mayor general Roberto Sedgewicke, que había sido designado por Cromwell su delegado personal en Jamaica, murió a
causa de la epidemia.

La terrible epidemia se extendió a toda la población de la isla, y como los españoles y muchos criollos huían a Cuba, el mal fue

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llevado a Cuba y también se extendió por toda aquella isla y causó en ella tantos estragos, que se consideró durante mucho tiempo
como la más mortal de las plagas que había padecido el país. Cuando desde España se le ordenó al gobernador de Cuba que diera

ayuda a las fuerzas de Isasi, que combatían en Jamaica, el gobernador alegó que la epidemia era de tal magnitud, que si enviaba
hombres a Jamaica iba a quedarse sin fuerzas para defender la isla si era atacada.

A pesar de eso, Isasi y sus cimarrones seguían luchando. Sufrieron una derrota de importancia en 1657, pero en mayo del año
siguiente (1658), Isasi, que había hecho un viaje a Cuba, estaba en Jamaica con 1.000 hombres y se hizo fuerte en Río Nuevo, al
norte de la isla. Los ingleses, que estaban en la costa del sur, embarcaron tropas en Cayagua (Port Royal) y atacaron a Isasi el 22 de
junio. Al frente de los ingleses iba el gobernador Doyle en persona, lo que da idea de la gravedad que los invasores le atribuían a la
situación. Isasi perdió en esa oportunidad casi la mitad de sus efectivos entre muertos y prisioneros, pero él, y los españoles y los
jamaicanos que le quedaron, unidos a los africanos cimarrones, siguieron combatiendo con admirable tenacidad hasta 1660,
cuando la resistencia española se agotó.

Pudiera pensarse que al dejar de participar los españoles, la lucha no seguiría, sin embargo siguió por tanto tiempo, que las tropas
inglesas tuvieron que confesar su fracaso, y en 1720, esto es, sesenta y cinco años después de la invasión, el gobernador de Jamaica le

pidió al rey de Mosquina una ayuda en hombres aptos para hacer la guerra en los bosq ues. El rey envió 50 guerreros, que no hicieron
nada mejor que los ingleses. En marzo de 1732 se tomaron tres establecimientos de los cimarrones y se afirmó que ya éstos no
podrían seguir luchando, pero al año siguiente combatían con su coraje habitual y destruían una columna de 200 marinos que fue
enviada a batirlos.

Los negros cimarrones de Jamaica aumentaban con los esclavos que huían de sus amos ingleses y probablemente con los que huían
de Cuba y de la parte francesa de Santo Domingo, y su combatividad era ya tan notable, que las autoridades de Jamaica volvieron a

pedir ayuda a Mosquitia. De allí enviaron 200 indios, a los cuales se agregaron varias compañías de negros libres y de mulatos. Pero
la increíble resistencia de los cimarrones sólo pudo aplacarse cuando el gobierno de Jamaica firmó con los rebeldes un tratado en
toda regla, lo que vino a suceder en el mes de marzo de 1739.

La conquista de Jamaica no significó un alto a las tribulaciones de los pueblos del Caribe. Al contrario, a pesar de la lucha contra los
españoles y los cimarrones, a pesar del hambre y de las muertes que provocaba la epidemia de disentería, desde Jamaica estuvieron
saliendo en esos años expediciones filibusteras que asolaban los establecimientos españoles de la región. Pero el relato de esas
expediciones corresponde al capítulo siguiente de este libro, y, por tanto, no aparecerá aquí.

La paz entre ingleses y holandeses duró poco y la guerra estalló de nuevo en febrero de 1665. Francia, aliada de Holanda, no tardaría
en participar en ella. Pero al principio sólo combatían Inglaterra y Holanda, y las dos tenían posesiones en el Caribe. Como era de
rigor, la guerra de las metrópolis pasó rápidamente al mar de las Antillas. Esa guerra, que fue corta y de una violencia aterradora, es
uno de los capítulos más sombríos de la patética historia del Caribe. La propaganda mejor hecha seria incapaz de convertir en
heroica o patriótica esa guerra del Caribe, que tuvo lugar entre 1665 y 1667, simplemente porque en ella participaron los peores
bandidos de la región. Inglaterra había estado persiguiendo y ahorcando en los años anteriores a los piratas de su país que se
dedicaban a asolar la región, pero al llegar la guerra al Caribe el gobernador de Ja maica perdonó a 14 filibusteros que estaban

condenados a muerte a cambio de que fueran a atacar las posesiones holandesas de las vecindades. Para las tripulaciones y las
tropas de esos capitanes se reclutaron "presos reformados". A solicitud de los filib usteros se puso en vigor el viejo código de la
sociedad filibustera, la "chasse-partie", que descansaba en el principio de que sólo habría paga si había presa, es decir, que lo que
recibieran los piratas como pago tenía que salir del botín tomado al enemigo.

Los holandeses despacharon hacia el Caribe una armada de 14 navíos al mando del almirante Ruyter, y el mismo día en que éste
cañoneaba el puerto de Carlisle, de Barbados —20 de abril de 1665—, salía de Jamaica una expedición de filibusteros puesta bajo el
mando de Edward Morgan, tío del célebre Henry Morgan, que iba con grado de coronel. Junto con ese Morgan iba otro, Thomas

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Morgan, teniente coronel, que no tenía nexos familiares con él. La expedición atacó y tomó San Eustaquio, donde hizo un botín de
840 negros esclavos, 300 cabezas de ganado, 50 caballos y 20 cañones. Edward Morgan murió de insolación y le sucedió en el

mando el coronel Carey. Este dispuso el ataque a Saba y a Tórtola, pero sus hombres no aceptaron seguir combatiendo si no se
repartía el botín de San Eustaquio. Sin embargo, un grupo de ellos se separó del gru eso de sus compañeros, asaltó Saba y tomó 85
esclavos negros e indios. El grueso de los filibusteros volvió a Jamaica y el coronel Thomas Morgan quedó al frente del grupo que
atacó a Saba, con el cual se formaron dos guarniciones que quedaron en Saba y San Eustaquio.

Francia entró en la guerra, naturalmente del lado de su aliada Holanda, en el mes de enero de 1666. En ese mismo mes dos
capitanes filibusteros de Jamaica —Searles y Stedman— tomaron la colonia holandesa d e Tobago y la destruyeron de tal manera,
que cuando el gobernador de Barbados llegó con una fuerza-destinada a atacarla isla, sólo quedaban en pie el fuerte y la casa del
gobernador holandés. Los filibusteros accedieron a no demoler las dos construcciones, pero a cambio de que se les autorizara a
vender en Barbados el botín que habían hecho en Tobago.

Mientras tanto el gobernador de Jamaica había estado tratando de organizar una exped ición para tomar Curazao, donde los
holandeses habían establecido un mercado de esclavos que era en ese momento el más importante del Caribe. Para jefe de esa
expedición el gobernador seleccionó a un viejo capitán filibustero llamado Mansfield , conocido en los establecimientos españoles de
la región por el nombre de Mansafar. Este Mansafar era uno de los criminales más emp edernidos de la sociedad filibustera. Cuando
estuvo aviado para tomar Curazao, se dirigió a Cuba y saqueó varios puntos de esa isla; hizo estragos en una incursión a Granada, en
Nicaragua, y entró en Costa Rica asolando todo lo que se ponía a su alcance, como veremos en el próximo capítulo de este libro. De
paso, y según él mismo dijo, para demostrarle al gobernador de Jamaica que él era leal, tomó Providencia a mediados de 1666, y el

gobernador de Jamaica se apresuró a enviar un gobernador a la pequeña isla. Mansfield dejó una guarnición en Providencia, pero el
10 de agosto de 1666 una armada española procedente de Cartagena rindió esa guarnición y se la llevó presa a Portobelo.

Aunque la guerra entre franceses e ingleses había comenzado en enero de 1666, los gobernadores de los territorios de ambos países
la esperaban desde antes, porque unos y otros sabían que Francia era aliada de Holanda y estaban convencidos de que Francia haría
honor a esa alianza. En la isla de Saint Kitts, la primera colonia que tuvieron —por cierto al mismo tiempo—Inglaterra y Francia en
el Caribe, los dos gobernadores —el coronel William Watts, inglés, y el señor De Sales, francés— decidieron renovar el acuerdo que
habían hecho Warner y De Esnambuc en 1627, por el cual las dos colonias se conservarían neutrales en caso de guerra entre sus
respectivas metrópolis a menos que los Gobiernos francés e inglés dieran órdenes expresas en sentido contrarió.

Pero ese acuerdo tan juicioso no se mantuvo, porque sucedió que el teniente gobernador Watts recibió la noticia de que Francia
había entrado en la guerra y desconfió de los franceses de la isla, por lo que sin informar a Sales pidió refuerzos a Nevis y llamó a
Saint Kitts a Thomas Morgan, que estaba corno jefe de las guarniciones filibusteras de Saba y San Eustaquio. Morgan llegó a Saint
Kitts con sus hombres, que no tenían precisamente apariencia de predicadores. Esos m ovimientos le hicieron creer a los franceses
que iban a ser atacados por sorpresa y el gobernador de Sales decidió atacar antes. Así lo hizo, el 20 de abril de 1666.

La batalla de Saint Kitts fue de una fiereza increíble. De parte de los franceses pa rticiparon hasta los esclavos. Todos los jefes

murieron o cayeron malamente heridos, los franceses —el señor de Sales y un sobrino del caballero De Poincy, que había sido el
primer capitán general francés de la isla— y los ingleses —el teniente gobernador Wa tts y el coronel Morgan—; los filibusteros de
Morgan creyeron que habían sido traicionados por Watts y se dispusieron a vengar la muerte de su jefe, lo que hicieron atacando a
la mujer de Watts y saqueando su casa, de manera que al ataque francés se sumó la rebelión de los filibusteros. Los ingleses tuvieron
que capitular y unos ocho mil, con sus esclavos y los bienes que pudieron llevarse, abandonaron la isla para refugiarse en otros
territorios ingleses. Los que se quedaron fueron obligados a jurar lealtad al rey de Francia.

Lord Willoughby, el gobernador de Barbados, recibió órdenes de reconquistar Saint Kitts y salió con una flota que se dirigió a
Martinica y a Guadalupe para tomar algunas presas francesas, si podía, pero en aguas de Guadalupe la armada fue destruida por un

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huracán —era a fines de julio, época de ciclones en el Caribe— y lord Willoughby se perdió con su navío. Algunos de los
supervivientes lograron llegar a los Santos, pero tuvieron que rendirse a los franceses después de unos pocos días de lucha. El hijo de

lord Willoughby trató de rescatar a esos ingleses de los Santos y para ello salió de Antigua con algunos barcos pequeños, pero una
flota francesa lo interceptó y tuvo que refugiarse en Nevis.

A principios de noviembre, mientras el gobernador inglés de Antigua se hallaba en Nevis, los franceses atacaron Antigua y se
llevaron un botín importante, en el que figuraba un alto número de esclavos negros. El gobernador de Antigua volvió rápidamente
de Nevis con unos trescientos hombres, y cuando los franceses lo supieron retornaron a Antigua en ese mismo mes de noviembre. En
esta última ocasión el saqueo que hicieron los franceses fue total y no quedó una propiedad que no fuera destruida hasta los
cimientos.

Al comenzar el año de 1667 los franceses tomaron Monserrate y la mayoría de los irla ndeses que habían sido los colonizadores
originales de esa isla juraron lealtad al rey de Francia. Esta parte de la guerra se llevaba a cabo en el triángulo formado por
Guadalupe, Monserrate y Antigua. Nevis estaba encerrado a su vez en el triángulo Saint Kitts, Antigua y Monserrate, y no se
comprende cómo los franceses no la tomaron o, por lo menos, no la atacaron. Nevis se mantuvo durante toda la guerra como un
enclave inglés en una zona dominada por los franceses. En los ataques a Monserrate y Antigua participaron del lado francés muchos
indios caribes que iban en las expediciones tripulando sus tradicionales piraguas, y esos caribes mataron sin compasión a cuanto
inglés cayó en sus manos. Esto tiene su explicación. Poco antes de morir, Lonvilliers de Poincy había concluido con los caribes un
tratado en el cual se les reconocía la propiedad a perpetuidad de Dominica y San Vic ente a cambio de que ellos renunciaran a seguir
atacando las otras islas francesas. Los caribes, ese pueblo considerado salvaje y bá rbaro, sabían que combatiendo al lado de los

franceses defendían su derecho a supervivir por lo menos en dos islas de las muchas que habían sido suyas. Aleccionados por esa
experiencia, los ingleses —que han probado a lo largo de la Historia tener la valiosa capacidad de aprender— harían algo parecido
dos años después con los caribes de San Vicente y Santa Lucía.

Con la batalla de Saint Kitts los filibusteros de Saba y San Eustaquio quedaron fuera de acción; con la pérdida de la flota de lord
Willoughby, Barbados quedó en estado de debilidad. : Así, pues, los holandeses se la nzaron a reconquistar Saba y San Eustaquio en
el extremo norte de las Barlovento y Tobago en el extremo sur, y bloquearon Barbados por mar. Se estaba ya en el año final de la
guerra, que iba a terminar en 1667 con el tratado de Breda, y parecía que el poder inglés iba de caída, por lo menos en el Caribe.

Pero Inglaterra reaccionó y envió a Barbados una flota que levantó el bloqueo a que estaba sometida esa isla, derrotó en las
cercanías de Nevis una armada combinada de franceses y holandeses —en la que había p iraguas caribes— y reconquistó Antigua y
Monserrate. El 7 de junio una fuerza de 3.000 hombres atacó Saint Kitts, pero tuvo q ue retirarse a Nevis con fuertes pérdidas, y
Saint Kitts quedó en manos francesas hasta el año de 1671.

Diremos de paso que los caribes de Dominica, que no tenían por qué respetar los acuerdos de Breda, seguramente estimulados por el
espectáculo de depredaciones, saqueos, incendios y matanzas que les habían dado los europeos, siguieron la guerra por su cuenta
después que se había acordado la paz, y desataron sobre Antigua y Monserrate numerosos asaltos en los que quemaban, mataban y

saqueaban de acuerdo con sus viejas tradiciones de pueblo guerrero.

En medio de la contienda hubo gente de varias nacionalidades que fueron a refugiarse en Santomas. Esa pequeña isla de Santomas,
en el grupo de las Vírgenes, no tenía agua corriente. Hacia el 1657 había habido allí un establecimiento holandés que se deshizo. En
1666, entre los refugiados de Santomas había algunos daneses. Santomas tenía un puerto y alguien que había estado en la isla debió
interesar a Cristian V, rey de Dinamarca, en ese pequeño punto del Caribe, porque el 11 de marzo de 1671 el rey formó la Compañía
de las Indias Occidentales sin que Dinamarca tuviera un territorio en esas Indias.

Es el caso que a principios de 1672 los pocos habitantes de Santomas se declararon d ependientes de Dinamarca y a poco, ese mismo

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año, llegó a la isla una expedición danesa. Como Dinamarca tenía ya una concesión en Guinea —África—, se autorizó a la compañía
a llevar negros africanos a Santomas, y así acabó esa isla de las Vírgenes convirtiéndose en un mercado de esclavos en el Caribe.

Unos años después, en 1697, los daneses de Santomas ocuparon Saint John, una isla vecina, aunque tardaron hasta 1717 para
colonizarla, y una vez ocupada Saint John establecieron la soberanía danesa sobre los numerosos islotes que había entre Santomas y
Saint John. Y así fue como antes de que terminara el siglo de la desmembración del Caribe entró en sus aguas un nuevo poder
europeo.

Cuando en 1672 estalló de nuevo la guerra de holandeses contra ingleses, éstos reconquistaron la isla Tórtola, también del grupo de
las Vírgenes, y parece que Tórtola quedó en poder de Inglaterra hasta 1688. Debemos suponer que después de asentarse allí los
ingleses procedieron a ocupar las islitas vecinas de Tórtola, y que luego se extendi eron hacia Anegada, en el extremo occidental del
grupo de las Vírgenes, y hasta Sombrero y Anguila, en el extremo norte del grupo de Barlovento. Con esas pequeñas islas en su
poder, Inglaterra pasó a dominar el Paso de la Anegada, una de las puertas del Carib e.

El grupo de las Vírgenes iba a acabar dividido entre Inglaterra y Dinamarca cuando esta última le compró a Francia la isla de Santa
Cruz —la más grande de las Vírgenes—, que como sabemos había quedado totalmente desp oblada después que sus habitantes
fueron llevados, con todas sus pertenencias, a poblar la reconstruida ciudad de Cap-Francais en el oeste de La Española.

Ajuicio de los políticos, los banqueros y los comerciantes ingleses de 1655, la conq uista de Jamaica fue un fracaso insigne. La flota
más grande y el ejército más numeroso que habían navegado en aguas del Caribe vinieron a servir únicamente para conquistar un
territorio pobre, poco poblado, punto menos que desconocido, que no tenía para los a ventureros de Inglaterra el atractivo de otros

sitios a los cuales estaba vinculada la imagen de los grandes capitanes ingleses del siglo anterior, como sucedía con Cartagena y
Santo Domingo. Pero Jamaica resultó, inmediatamente después de conquistada, una base excepcional-mente buena para la guerra
y para el comercio de los ingleses en el Caribe. Desde Jamaica, que marcó el punto m ás alto en el proceso de la desmembración del
Caribe en el siglo XVII, salieron los filibusteros a combatir contra ingleses y holandeses y salieron los madereros a establecerse en las
costas de Yucatán y el reino de Guatemala.

El crecimiento de las ciudades, la construcción de barcos, el uso de leña para industrias que se ampliaban, la reconstrucción de
Londres —que había sido destruida por el fuego de 1666—, encarecieron en el siglo xvii la madera europea a un nivel tan alto, que la
tonelada llegó a pagarse entre 25 y 30 libras inglesas, lo que para la época era un precio fabuloso. Al mismo tiempo las fábricas de
tejidos y otras industrias necesitaban tintes, y en los bosques del Caribe había mad eras ricas como la caoba para la construcción y
tintóreas como el campeche. La explotación de los bosques del Caribe se intensificó de tal manera, que hacia el año de 1670 había
más de 30 navíos que se dedicaban a llevar madera de las costas de Yucatán a Jamaica , de donde era despachada a Inglaterra. De
las cabañas de los madereros ingleses de 1670 saldría, con el andar de los años, lo que después se llamaría Honduras Británica y hoy
se llama Belice.

Evidentemente, el siglo XVII fue el siglo de la desmembración del Caribe.

[ Arriba ]

Capítulo X
EL TIEMPO DEL ESPANTO

La desmembración del Caribe estaba costándole a sus pueblos vidas, bienes y angustia s; pero se trataba al fin y al cabo de un

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proceso histórico determinado por el juego de las fuerzas que operaban en Europa. Como posesión de un país que se hallaba en
Europa, al Caribe le tocaba correr la suerte de su metrópoli. Ahora bien, las luchas europeas, reflejadas en el Caribe, produjeron en

el mar de las Antillas un estado de descomposición. Al Caribe fue a acumularse lo peor de Europa; allí fueron a reunirse los hombres
más violentos, los de apetitos más desordenados, los que no podían conformarse ni siquiera con la violencia y la crueldad que se
usaban en las guerras de Europa. Esos hombres fueron los que desataron el tiempo del espanto en el Caribe.

¿Cómo eran ellos; qué fuerzas interiores los gobernaban?.

Eran individualistas en el grado más alto y al mismo tiempo se negaban a aceptar los principios de la sociedad individualista. Hubo
casos en que alguno de ellos acabó sometiéndose a servir a un gobernador; así sucedió, por ejemplo, con Henry Morgan. Pero hubo
casos opuestos, como el de Grammont, que de oficial de la marina real francesa pasó a filibustero.

Como no se hallaban integrados en la sociedad de su época, esos hombres no actuaban con sentido político. El hecho político tiene
un límite, y ellos no tenían conciencia de los límites. Ellos mataban y robaban, torturaban, quemaban, destruían, porque el poder de
destruir es el único que iguala a las almas primitivas con los dioses.

Igual que los dioses, los hombres que desataron en el Caribe la' era del espanto se sentían dueños de su propio destino y a la vez
dueños de las vidas, los bienes y el destino de pueblos enteros. Eran omnipotentes; tenían la libertad de hacer y deshacer sin que
tuvieran que rendir cuenta a nadie. Vivían impulsados hacia la destrucción porque el acto de destruir era la expresión más completa
de ese poder absoluto que ellos aspiraban a ejercer.

Ahora bien, para que pudieran producirse hombres que se colocaban por encima de gobiernos y sociedades se requería la
conjunción de ciertas circunstancias. No bastaba el apetito de poder absoluto de esos hombres; hacía falta también una atmósfera
propicia para el desarrollo de esos apetitos. Y esa atmósfera había sido creada por las burguesías europeas al desatar las tremendas
luchas del siglo XVII para arrebatarse unas a otras los mercados. Europa se había vuelto, gracias a tales luchas, un campo de batalla
perpetua, y en esa batalla se formaron los hombres que irían a crear en el Caribe el tiempo del espanto. Para tales hombres, el Caribe
era el escenario ideal de sus actividades, puesto que allí había una frontera amplia y alejada donde se combatía sin cesar y donde los
Gobiernos de Europa necesitaban fieras humanas que les fueran útiles en el propósito de arrebatarle a España sus territorios y sus
riquezas.

Esas fieras humanas fueron los piratas o filibusteros, a quienes a menudo se confunde con contrabandistas y corsarios.

Los contrabandistas eran comerciantes del mar; el corsario fue un soldado de las agu as que combatía a las órdenes de su gobierno,
unas veces con las armas y otras haciendo comercio. Pero los piratas o filibusteros eran criminales que fueron usados, mientras les
convino, por los Gobiernos de Inglaterra y Francia como fuerzas de choque para destruir o debilitar el poder de España en el Caribe.

Los piratas del Caribe formaron una versión moderna de los clásicos piratas del Mediterráneo, pero a la vez eran diferentes. Los del

Mediterráneo eran sólo ladrones del mar que se agrupaban, cada grupo en un barco bajo un capitán; pero los filibusteros eran una
sociedad que se regía por un código —la "chasse-partie"—. Los filibusteros no tenían divisiones ni de raza ni de religión, ni de
nacionalidad ni de lengua. Todo el que se sometía al código filibustero era un miemb ro de su sociedad y sus derechos eran
escrupulosamente respetados por los demás miembros de esa sociedad. En un buque filibustero había franceses, ingleses,
holandeses, portugueses, irlandeses, alemanes; y si el capitán era inglés o francés no favorecía a sus con-nacionales a la hora de
repartir el botín: a cada uno, fuera blanco, negro, viejo, joven, del país que fuere, le tocaba lo que estipulaba la "chasse-partie". Por
algo los filibusteros se llamaban entre sí "los hermanos de la costa". En realidad, se sentían unidos en una hermandad verdadera,
que estaba por encima de la hermandad legal.

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A fin de que podamos distinguir entre corsarios y filibusteros, vamos a relatar dos casos de ataques corsarios en el Caribe ocurridos
poco antes de que se estableciera la sociedad filibustera, y después relataremos alg unos ataques de filibusteros producidos en los

días de esplendor de la sociedad filibustera. De los relatos se desprenderá la diferencia entre corsarios y filibusteros.

Cuando la última expedición de sir Walter Raleigh fracasó en la Guayana en el 1618, algunos de sus navíos se dedicaron a hacer el
corso en el Caribe. Es a esos navíos a los que se refiere el fabuloso capitán Contreras cuando habla en sus memorias de un bajel que
apresó en las vecindades de isla de Pinos. "Era inglés, de los cinco de Guatarral", dice Contreras, "Guatarral" era Walter Raleigh, y
este caballero inglés no fue pirata como se dice a menudo en la literatura histórica de la lengua española; era un corsario que salió
varias veces de Inglaterra con autorización de su Gobierno para conquistar tierras y colonizar. El capitán Contreras, que había
hecho la guerra en el Mediterráneo y en Europa, sabía que ese bajel era corsario, aunque él mismo le llamara pirata, y no mató a sus
tripulantes sino que los hizo presos. Los navíos de sir Walter Raleigh estuvieron en el Caribe haciendo el corso, no pirateando.

Los holandeses, que habían estado contrabandeando en el Caribe desde hacía muchos años, se lanzaron al corso en la región hacia el
1623, después que su país reanudó la guerra con España al finalizaren 1621 la tregua de doce años que se había acordado en 1609.
Los corsarios holandeses hicieron estragos; se afirma que entre el 1623 y el 1626 apresaron unos quinientos navíos españoles. Pero el
episodio más notable de la guerra del corso hecha por Holanda en el Caribe fue la destrucción de la ilota anual española ocurrida en
aguas cubanas el 8 de septiembre de 1628. El almirante Piet Heyn, al mando de 30 navíos con 700 cañones, persiguió a la flota
española desde el cabo San Antonio hasta frente a Matanzas, donde la obligó a embarrancar, y se llevó a Holanda oro, plata, azúcar,
maderas y otros productos que fueron vendidos en 15.000.000 de guilders. La Compañía Holandesa de las Indias Occidentales
—que era la máxima autoridad en todo lo que se refería alas Antillas holandesas y la que financiaba a los corsarios— vendió esos

productos y ese año repartió entre sus accionistas un beneficio del 50 por 100, caso único en la historia de compañías similares. Los
historiadores de lengua española llaman a Piet Heyn el pirata Pata de Palo, pero no era pirata, sino un capitán corsario, y, por cierto,
de mucha categoría.

El tipo de guerra que hacían los corsarios tenía sus límites, pero la de los filibusteros no reconoció ningún límite. Y sucedió que en
pocos años la guerra infernal de los filibusteros oscureció la de los corsarios y acabó desplazándola. A tal punto llegó ese
desplazamiento, que hacia el 1665 el Gobierno inglés se asociaba a los filibusteros para que le ayudaran a combatir a otros
Gobiernos europeos en el Caribe. Como era lógico que sucediera, los filibusteros se sentían más poderosos que nunca bajo el amparo
del Gobierno inglés.

Fue así como la guerra del mar en el Caribe dejó de ser guerra y se convirtió en una sucesión interminable de crímenes que a menudo
no tenían ninguna clase de justificación, ni siquiera la del robo. Algunas veces un jefe filibustero atacaba una población en la que
sabía que no iba a encontrar nada que saquear porque había sido saqueada o destruida poco antes por otro .capitán filibustero. Por
ejemplo, a fines de octubre o principios de noviembre de 1656 la ciudad de Santa Mar ta fue saqueada e incendiada por filibusteros
ingleses; pues bien, pocas semanas después, cuando apenas 100 vecinos se habían atrevido a volver de los bosques donde habían
estado escondidos y se hallaban reconstruyendo sus viviendas, llegó otra flotilla filibustera y quemó los hogares que esos
desdichados estaban levantando. Un libro de mil páginas resultaría corto a la hora d e relatar todas las fechorías de los piratas del

Caribe. Hemos ofrecido contar algunas, y lo haremos, pero antes debemos explicar algo.

La Tortuga había sido la capital de la sociedad filibustera hasta 1655, año en que los ingleses conquistaron Jamaica. A partir de
entonces comenzó a aparecerle a la Tortuga una competidora; era Port Royal, una ciud ad que se hallaba al extremo de la pequeña
península que cerraba por el sur la bahía de Kingston. A partir de 1655, pero sobre todo desde 1665, los filibusteros ingleses se
fueron de la Tortuga y comenzaron a operar desde Port Royal. Esa fue la primera grieta que tuvo la sociedad filibustera, pues ahí
comenzó a dividirse a causa de la nacionalidad de sus miembros.

Los filibusteros fueron llamados por el gobierno de Jamaica para que combatieran contra holandeses y franceses del Caribe. A tal

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fin se les daba patente de corso, pero tenían que reclutar sus tripulaciones sobre los principios de la "chasse-partie", esto es, a base
del código filibustero. Además de eso, tenían que compartir el botín con el gobierno de la isla. Hemos dicho "con el gobierno de la

isla", no con el gobernador. Los filibusteros de la Tortuga daban el 10 por 100 del botín al gobernador como gratificación personal;
eso no sucedía en Jamaica. En sus relaciones con los filibusteros, el gobernador de la Tortuga era un socio, un cómplice; en sus
relaciones con los filibusteros ingleses de Port Royal, el gobernador de Jamaica era un funcionario del Gobierno inglés.

Los filibusteros de la Tortuga no violaron nunca, hasta donde se sepa, la "chasse-pa rtie"; en cambio conocemos dos casos de
violación de ese código por parte de los capitanes filibusteros de Port Royal. Cuand o Cristóbal Myngs volvió a Jamaica cargado de
botín hecho en los saqueos de 1659 en Puerto Cabello y Coro, retuvo para sí 12.000 pesos de plata, lo que le valió ser enviado a
Inglaterra acusado de robo; y al final de la toma de Panamá en 1671, Henry Morgan se negó a darles a sus compañeros piratas lo que
les correspondía según la "chasse-partie" que había firmado con ellos.

La monarquía fue restaurada en Inglaterra con la proclamación de Carlos II el 8 de m ayo de 1660 —en los días del caso de Cristóbal
Myngs— y en sus primeros tiempos el régimen monárquico no fue precisamente un espejo de moralidad pública. Cristóbal Myngs
volvió a Jamaica limpio de pecado e inmediatamente se dedicó a su antiguo oficio de filibustero. El 15 de octubre de 1662, Myngs
estaba frente a Santiago de Cuba con 11 navíos y 1.300 hombres; tomó la ciudad y se dedicó a cometer en ella las tropelías habituales
de los filibusteros, y envió a sus hombres a los campos vecinos a buscar tesoros ocultos y a destruir todo lo que les saliera al paso.

En 1664 andaban pirateando por Centroamérica tres capitanes de Port Royal llamados M orris, Jackman y Morgan. Este último sería
pronto el rey de la sociedad filibustera del Caribe, el célebre Henry Morgan. Esos tres jefes ingleses habían estado haciendo estragos

en el golfo de Méjico, luego piratearon el puerto de Trujillo y varios otros establecimientos españoles de la costa centroamericana y
por fin entraron en el Desaguadero con un plan tan osado, que sólo podía caber en ca bezas de hombres que se sentían, como hemos
dicho, con tanto poder como los dioses. Acompañados por indios mosquitos, escondiéndose de día en las orillas del río y remando de
noche, Morgan y sus compañeros recorrieron los 195 kilómetros del Desaguadero corriente arriba; cruzaron el lago de Nicaragua
casi en toda su extensión —por lo menos 150 kilómetros— y cayeron en Granada sin que las autoridades del país tuvieran la menor
sospecha de lo que estaba sucediendo. La entrada de los filibusteros en Granada fue una sorpresa tan perfecta, que llegaron a la
plaza central en pleno día, desmontaron 18 cañones, hicieron presos dentro de la iglesia principal a más de trescientas personas y se
dedicaron a saquearla ciudad con eficiencia ejemplar.

Pues bien, un año después se repetía la toma y el saqueo de Granada. En esta ocasión el jefe pirata fue Mansfield. En el capítulo
anterior explicamos que el gobernador de Jamaica —sir Thomas Modyford— había encarga do a Mansfield que organizara un grupo
de filibusteros para atacar Curazao, la isla holandesa de Sotavento. Pero cuando Mansfield tuvo listos a sus hombres, en vez de ir a
combatir a los holandeses en Curazao se lanzó a atacar y saquear los establecimientos españoles en Cuba, a pesar de que Inglaterra y
España no estaban en guerra.

En los días de la Navidad de 1665, Mansfield y sus hombres atacaron un lugar de Cuba que figura en los documentos de la época
bajo el nombre de Cayo. A nuestro juicio debió ser algún establecimiento situado en la costa sur de la parte oriental de la isla. Allí

mataron a 22 españoles que ocupaban un bajel, saquearon una población cercana; luego se dirigieron hacia el Poniente, sobre la
banda del Sur, desembarcaron en un punto que debió ser donde se halla actualmente Júcaro y se internaron unos sesenta kilómetros
hasta Sancti Spiritus, una villa del centro de la isla; allí establecieron su cuartel general en la iglesia más importante, procedieron al
saqueo sistemático de la población y se fueron con esclavos, ganado y varios vecinos ricos.

Después de esa hazaña, Mansfield resolvió tranquilizar el ánimo del gobernador de Ja maica, que le había dado comisión de corso
para ir a tomar Curazao; puso proa hacia el Sur y cayó sobre la isla de Providencia, que no era posesión holandesa, sino española.
Providencia cayó en manos de Mansfield, que dejó en ella una guarnición filibustera y siguió hacia la costa de Mosquitia. Se supone
que de Mosquitia debió haber salido hacia Curazao o cualquiera otra posesión de Hola nda, puesto que su país estaba en guerra con

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Holanda. Pero no; el filibustero Mansfield remontó el Desaguadero y repitió lo que habían hecho el año anterior Morgan, Morris y
Jackman. Una vez hecho el saqueo concienzudo de Granada, Mansfield pasó a Costa Rica , donde quemó las haciendas y los

villorrios que halló al paso, desjarretaba los caballos y las reses, talaba los árboles frutales, decapitaba las imágenes religiosas.
Aquello no era una invasión de hombres: era una horda de demonios que iba asolando la tierra.

Mansfield llevó su botín a Port Royal, donde en buena lógica debió ser recibido con hostilidad porque había engañado a sir Thomas
Modyford. Pero parte del botín que llevó Mansfield era la isla Providencia. El gobernador aceptó la isla "tomando en cuenta que su
buena situación puede favorecer cualquiera empresa" (quería decir en territorio espa ñol del Caribe), y envió a la isla soldados para
reforzar la guarnición que había dejado allí el pirata. En el mes de noviembre (1666 ) el Gobierno inglés aprobó la medida y nombró
a un hermano de Modyford teniente gobernador de Providencia.

Cada vez era más frecuente la llegada a Port Royal de algún filibustero cargado de b otín. La plata y las mercancías que entraban en
Port Royal estaban dando animación- al comercio de Jamaica. Sir Thomas Modyford comu nicó al gobierno inglés, en agosto de
1665, que las autorizaciones que él les daba a los filibusteros para atacar los esta blecimientos y los buques españoles en el Caribe, y
las condiciones que les ofrecía para vender el producto de sus saqueos en Port Royal, estaban produciendo muchos beneficios a
Jamaica. El gobernador describía en esa carta los cambios que estaban operándose en Port Royal y además decía que se estaba
"sacando buen partido" de los piratas de la Tortuga que habían pasado a la base de Port Royal, y agregaba que "últimamente David
Marteen, el mejor hombre de la Tortuga, que tiene dos fragatas en actividad, ha prom etido traerlas ambas". Como puede verse, las
autoridades de Jamaica hacían lo que hoy llamaríamos buena promoción de su negocio.

Efectivamente Modyford tenía razón cuando se alegraba de que muchos de los filibusteros de la Tortuga estuvieran pasando a Port
Royal o estuvieran "trabajando" con los capitanes que operaban desde Port Royal. Pero cuando él escribía esa carta ya estaba en la

Tortuga Bertrand de Oregón, y bajo De Oregón los filibusteros franceses iban a encontrar estímulos para hacer renacer a la Tortuga
como capital filibustera.

No era cierto que ese David Marteen de quien hablaba Modyford fuera "el mejor hombre de la Tortuga". Por el apellido se deduce
que debía ser holandés, pero su nombre es punto menos que desconocido. En la pequeña isla del noroeste de La Española había
capitanes de gran talla; un Grammont, un Olonés, un Laurens de Graaf, un Miguel el Vasco, estrellas de primera magnitud en el
cielo del filibusterismo que sólo iban a ser superados por ese sol del crimen que se llamó Henry Morgan.

El Olonés —cuyo nombre era Juan David Nau— y Miguel el Vasco se lanzaron a la toma d e Maracaibo y Gibraltar, en 1667 según
unos autores y en 1668 según otros. Oexmelin describe esa acción en su historia de los filibusteros, pero no da fechas ni siquiera
aproximadas. En la operación, de gran envergadura, el Olonés llevaba el mando de la flota y Miguel el Vasco el de las fuerzas que
operarían en tierra. Pero en realidad el líder de los filibusteros en ese memorable ataque fue el Olonés.

El fuerte que defendía la barra de entrada al lago de Maracaibo fue atacado en un am anecer. A pesar de la dura resistencia española
—en la que participaba, como en todos los casos parecidos en esos años, una mayoría de naturales del país—, los filibusteros
tomaron el fuerte y pasaron a cuchillo a muchos de los defensores que sobrevivieron. Maracaibo, que estaba situada sobre el margen

occidental de la parte más estrecha del lago, había sido abandonada por sus pobladores y los filibusteros encontraron poco que
saquear. Oexmelin dice que en la ciudad sólo había almacenes llenos de mercancías y bodegas repletas de vinos generosos. Pero lo
que les interesaba a los filibusteros en primer lugar eran el oro, la plata, las joyas. Sin embargo, el Olonés y su gente no iban a
despreciar lo que había en esos almacenes y durante quince días se dedicaron a comer y a beber bien y a organizar incursiones a los
campos vecinos en busca de gente que hubiera huido con caudales. A los quince días el Olonés se dirigió a Gibraltar.

Gibraltar era una pequeña villa situada a la orilla del lago, hacia el Sur. Su importancia consistía en que era el punto de enlace
comercial entre Maracaibo y Mérida. Los habitantes de Maracaibo habían huido hacia Gibraltar porque consideraban que allí

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estaban más seguros. Pero donde había filibusteros no había santuario seguro. El Olonés llevó a su gente hasta Gibraltar haciéndola
caminar entre lodo que daba a las rodillas. Al final de esa marcha agotadora estaban las defensas españolas y había que tomarlas a

cualquier coste. La batalla fue de una rudeza descomunal. Los filibusteros tuvieron unas cien bajas entre muertos y heridos, un coste
altísimo en ese tipo de operaciones, y eso llenó de cólera al Olonés, que pasó a cuchillo a los defensores que sobrevivieron al combate.
La matanza fue tan grande, que la atmósfera se hizo irrespirable porque los cadáveres quedaron insepultos, para alimento de las
aves rapaces que los venezolanos llaman zamuros.

Después del saqueo de Gibraltar, el Olonés planeó el ataque a Mérida, pero sus hombres estaban cansados y los heridos morían de
infecciones incurables. Al mes y medio de estar en Gibraltar, el Olonés mandó pegarle fuego a la villa, que quedó convertida en
cenizas, y se fue a Maracaibo con todos los vecinos importantes del lugar, que se llevó en calidad de prisioneros. Al llegar a
Maracaibo pidió 500 vacas para dar libertad a esos prisioneros y amenazó pegar fuego a la ciudad si no se las entregaban en el
término de ocho días. Además de eso, tuvo la piadosa idea de construir una capilla en la Tortuga tan pronto llegara a la isla y pensó
que la mejor manera de ornamentar esa capilla era llevándose de las iglesias de Mara caibo todo lo que tenían, desde los altares
hasta las cruces de los campanarios.

El Olonés y sus hombres sacaron de esa expedición 260.000 escudos de plata, más lo q ue habían tomado en mercancías, que podía
alcanzar a unos cien mil; además, antes de la toma de Maracaibo habían hecho una presa de un buque español cargado de cacao
que valía otros 100.000; y, por último, habían destruido propiedades por 1.000.000.

Ante esa demostración de poderío ofrecida por los hombres de la Tortuga parecían desvanecerse las presunciones de sir Thomas

Modyford en cuanto a la mayor categoría de Port Royal como capital de la sociedad filibustera. Pero en ese momento comenzó a
surgir el sol de Henry Morgan, que hacia comienzos de 1668, encabezando una expedición formada por ingleses y franceses
—aunque como en todo grupo filibustero debía haber también holandeses, portugueses y de otras nacionalidades—, entró por los
Jardines de la Reina, en la costa sur de Cuba, y atacó Puerto Príncipe —la actual ciudad de Camagüey—, donde hizo un saqueo
minucioso, torturó a muchos vecinos para que le dijeran dónde habían escondido sus tesoros reales o supuestos y sólo accedió a no
quemarla ciudad a cambio de que le buscaran 1.000 cabezas de ganado. Los vecinos de Puerto Príncipe reunieron las reses, pero
Morgan exigió que las sacrificaran, que les deshidrataran las carnes, que las llevaran a la costa y las metieran en los barcos piratas; y
la distancia entre la ciudad y la costa era de más de cien kilómetros.

Ese mismo año de 1668 Henry Morgan llevó a cabo su sonado ataque a Portobelo, y desp ués de realizarlo no puede caber duda de
que fue él, y no Morris ni Jackman, quien planeó el audaz asalto a Granada. En el at aque a Portobelo no participaron franceses, o
participaron muy pocos, de manera que la operación fue realizada por un jefe inglés con fuerzas predominantemente inglesas. La
división de la sociedad filibustera en grupos nacionales empezaba a manifestarse, y esto era una lógica consecuencia de la existencia
de dos capitales filibusteras: la Tortuga, bajo bandera francesa, y Port Royal, bajo bandera inglesa. Por el momento, sin embargo,
esa división por nacionalidades no iba a durar mucho tiempo. Es sorprendente que tal división se presentara cuando lo que se
planeaba era el ataque a una posición española, pues en la disposición a golpear el poder español en el Caribe hubo siempre unidad
entre todos los filibusteros. Esa disposición fue tan constante, que atacaban los establecimientos españoles a pesar de que en

algunos casos los filibusteros sabían que no iban a encontrar ni oro ni plata ni perlas que pagaran los gastos de las expediciones.

Henry Morgan mostró su garra de capitán filibustero en el asalto a Portobelo. Cuando los defensores del castillo que se hallaba en
las afueras de la ciudad —un puesto avanzado, para decirlo con propiedad— no pudiero n seguir resistiendo el ataque dé Morgan,
procedieron a rendirse. Pues bien, Morgan los hizo encerrar en un salón y voló el ca stillo entero con una carga de pólvora. Ni uno
solo de los que se rindieron salvó la vida. Al llegar a la ciudad, Morgan destinó un pelotón de sus hombres a tomar presos a todos los
religiosos que hubiera en iglesias y conventos. Mientras tanto el gobernador de Portobelo se había refugiado en un fuerte y desde allí
estaba haciendo una resistencia desesperada y tan efectiva, que al cabo de seis hora s de lucha Morgan llegó a pensar en retirarse,
convencido de que no podría tomaría posición. La conquista de un fuerte pequeño que hicieron sus hombres le hizo cambiar de

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parecer. Animado por esa conquista, el jefe filibustero decidió forzar la rendición del gobernador y mandó fabricar escaleras para
llegar a las ventanas de la parte superior del fuerte enemigo. Esa podía ser una operación normal en un asalto; ahora bien, lo que no

fue normal fue lo que Morgan dispuso: que las escaleras fueran colocadas por grupos de piratas encabezados por frailes y monjas.
Estos desdichados tenían que hacer lo que se les ordenaba, y hacerlo bajo el fuego español, pues el gobernador, como era lógico, no
iba a dejar de cumplir su deber aunque ello les costara la vida a los religiosos. Mu chos de éstos cayeron muertos y heridos. Pero las
escaleras habían quedado colocadas donde Morgan había ordenado y los filibusteros pudieron entrar en el fuerte, donde hicieron
una matanza espantosa. El jefe español no aceptó rendirse. Gritaba que prefería morir como un valiente antes que ser ahorcado
como un cobarde. Su mujer y su hija, que estaban con él, no lograron convencerlo de que cambiara de opinión. Al caer la noche
había terminado la batalla de Portobelo y comenzaron entonces el saqueo, la tortura de los presos, la brutalidad criminal desatada
sobre las víctimas del filibusterismo. Al llegar a Port Royal, en agosto de ese año de 1668, los piratas de Morgan llevaban 250.000
pesos sólo en moneda, y además todo lo que reunieron en mercancías de valor.

En el mes de marzo de 1669 estaba el terrible Henry Morgan en Maracaibo, la desdicha da ciudad de Venezuela que menos de dos
años antes había sido asolada por el Olonés y Miguel el Vasco. Igual que esos Jefes filibusteros, Morgan tomó el fuerte que defendía
la barra de entrada al lago, pero a diferencia de ellos, lo desmanteló, y además procedió, ya en la ciudad, a torturar con refinamiento
a los vecinos que no le decían dónde tenían guardadas sus riquezas en oro, plata y joyas. ¿Pero qué tesoros podían tener esos infelices
que habían sido esquilmados poco antes por los terribles hombres de la Tortuga? En las tres semanas que Morgan pasó en
Maracaibo fueron sometidos al tormento unos cien padres de familia.

Como había ocurrido en la ocasión anterior, los pobladores de Maracaibo habían huido a Gibraltar, y a Gibraltar fueron los piratas

a buscarlos. Allí, durante cinco semanas se multiplicaron los casos de tortura, de robos y de toda suerte de actos depravados.
Cuando Morgan decidió salir otra vez a las aguas del Caribe, habían pasado entre Mar acaibo y Gibraltar dos meses de horrores que
las gentes de esos lugares no podrían olvidar. . Mientras tanto, a la entrada del la go habían llegado tres navíos españoles de guerra,
cuyas tripulaciones construyeron rápidamente un fuerte sobre las ruinas del que Morg an había mandado destruir, y así, cuando a
los piratas les llegó la hora de salir al mar se encontraron con el camino bloqueado por ese fuerte y los tres navíos. Pero un capitán
filibustero echaba mano a los recursos de su profesión, y en ese caso Morgan usó el brulote, que consistía en un buque cargado de
materias inflamables y que lanzaba en llamas sobre un navío enemigo para que le transmitiera el fuego. El brulote fue dirigido esa
vez contra el navío del almirante de la pequeña nota española y Morgan lanzó todas sus fuerzas contra los otros dos navíos. El navío
almirante ardió y otro de los barcos encalló, de manera que sol quedó un buque español en capacidad de resistir, lo cual, desde
luego, era imposible.

Las bajas españolas de esa batalla del lago fueron altas, pero un grupo alcanzó a sa lir nadando a la orilla derecha del lago y en él iba
el almirante, don Alonso de Campo y Espinosa, que cayó preso en manos de los filibusteros. Uno de los marinos españoles confesó
que en la pequeña flota iban 40.000 pesos en plata. Morgan ordenó el inmediato salva mento de lo que quedaba del navío almirante
y efectivamente allí estaba la plata, fundida por el fuego. Morgan logró recuperar la mitad de ese tesoro, pero no se conformó con la
mitad y exigió otros 20.000 para devolver la libertad a los marinos presos. El almirante se las arregló de tal manera, que obtuvo esa
cantidad de los vecinos de Maracaibo. Por último el jefe pirata pidió quinientas cab ezas de ganado, y se las dieron, con lo cual

Morgan consideró que su "trabajo" quedaba remunerado, aunque sin duda no en lo que él apreciaba. El 14 de mayo f 1669) el jefe
pirata entró a la cabeza de su flotilla en Port Royal, cuya población le aclamaba como se ha aclamado siempre a los vencedores,
aunque se trate de piratas.

Ya a esa altura los gobernadores de las posesiones españolas del Caribe habían recib ido órdenes de responder con la lengua del
cañón a la guerra que les hacían los ingleses de Jamaica. Pero los españoles tardaron en actuar, tal vez porque esas órdenes las
tomaron sin la debida preparación.

En junio de 1670 dos navíos procedentes de Cuba atacaron la costa norte de Jamaica, quemaron algunas propiedades y se llevaron

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unos cuantos prisioneros. Esto, que era una mínima parte de lo que los ingleses hacían contra los territorios españoles, les pareció a
las autoridades de Jamaica el colmo de la perversidad española, y el 2 de julio Henry Morgan quedó nombrado jefe de todos los

buques de guerra del gobierno de Jamaica.

En realidad, ese cargo encubría un plan para poner a la mayor cantidad posible de filibusteros al servicio de los ingleses, pues en las
instrucciones escritas que se le dieron al flamante jefe se le pedía que recordara a sus tripulaciones que para ellas regiría "el antiguo
y aceptado ajuste de que sin presa no hay paga, y por consiguiente todo lo adquirido se distribuiría entre ellos según las reglas
acostumbradas". Esas "reglas acostumbradas" eran las del código de la sociedad filib ustera, es decir, la "chasse-partie". Por eso en
las instrucciones se mencionaba específicamente "el antiguo y aceptado ajuste". Lo q ue se le dio a Morgan con el cargo fue, pues,
toda la autoridad para reclutar una flota filibustera.

Morgan salió de Jamaica el 14 de agosto de 1770 con 11 barcos y 600 hombres y fue a establecer su cuartel general en la isla de la
Vaca, que, como hemos dicho, estaba situada en el extremo sudoeste de La Española, y allí comenzó a reclutar filibusteros.

En pocos meses reunió 39 buques y 1.800 hombres de varias nacionalidades. Por ejemplo, del total de barcos, ocho —es decir, más
de una quinta parte— eran franceses. Morgan había logrado restaurar la sociedad filibustera sobre sus antiguas bases de unión por
encima de las diferencias naturales de nacionalidad, lengua, raza o religión. Pudo h acerlo por dos razones: porque su prestigio era
enorme entre los ladrones del mar y porque al poner en vigor el viejo código de la sociedad filibustera estableció aumentos altísimos
para los pagos estipulados en ese código. Oexmelin da las cifras de lo que debía pag arse en la expedición que Morgan estaba
organizando y advierte que las indemnizaciones "y los premios en este viaje eran muc ho más altos de lo que se apuntó en la primera

parte" del libro en que el autor cuenta la vida y describe la organización de los filibusteros. Los filibusteros, que tenían una tradición
de respeto a la "chasse-partie", no podían imaginar siquiera que Morgan iba a desconocer su compromiso, pero es el caso, que,
cuando llegó la hora, no lo cumplió.

Tampoco cumplió Morgan las órdenes que había recibido del gobierno de Jamaica cuando ya estaba a punto de partir para la isla
de la Vaca. Esas órdenes habían llegado a Jamaica de Inglaterra. Inglaterra se halla ba entonces negociando con España un tratado
de paz y amistad entre las posesiones de ambos países en América, y como es claro, I nglaterra no quería que esas negociaciones
fueran estorbadas por los filibusteros ingleses que operaban en el Caribe. La orden que se le dio a Morgan —precisamente el día
antes de salir de Port Royal— fue la de no ejecutar ninguna operación terrestre contra los territorios españoles, lo que equivalía a
limitar sus actuaciones sólo a ataques y apresamientos de buques. Morgan se comprometió a cumplir lo que se ordenaba, pero violó
poco después su compromiso en la forma más ostentosa, puesto que no se limitó a atacar un puerto o una villa de la costa o cerca de
la costa de un territorio español, sino que atacó en la costa de Panamá, atravesó el istmo, llegó a la banda del Pacífico, tomó y quemó
la ciudad de Panamá; llevó a cabo, en suma, la agresión más profunda que se había hecho a una posesión española en el Caribe y
además la más devastadora y la más cruel. Pero no debemos adelantarnos a los acontecimientos.

A fines de agosto, mientras Morgan reclutaba filibusteros en isla de la Vaca, tres capitanes de Port Royal repitieron lo que habían
hecho Morgan, Morris y Jackman en una ocasión y Mansfield en otra, esto es, la toma y el saqueo de Granada; de manera que esa

desdichada ciudad fue tomada y saqueada —y su población maltratada-— tres veces en seis años, entre 1664 y 1670. Al mismo
tiempo que ellos pirateaban en Nicaragua, Morgan despachaba desde su cuartel general de isla de la Vaca seis bajeles y 400
hombres a la costa de la Nueva Granada (Colombia). Esta expedición atacó Santa Marta y Río Hacha En el último lugar los
filibusteros estuvieron un mes entero cometiendo toda suerte de crímenes.

Los filibusteros ingleses que habían estado saqueando Granada en esos mismos días —septiembre y octubre de 1670— llegaron a
Port Royal a vender su botín —que, por cierto, no debía ser muy rico— y recibieron órdenes del gobernador Modyford de ir a
reunirse con Morgan en la isla de la Vaca. Morgan, pues, había llegado a tener una f lota imponente a pesar de que a última hora
había perdido algunos navíos a causa del mal tiempo. En hombres, la expedición de Morgan tenía cerca de 2.000.

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Con esa impresionante fuerza el célebre capitán filibustero surgió el 14 de diciembre ante la islita de Providencia. Después de haber

sido capturada por Mansfield a mediados de agosto de 1666, Providencia, según dijimos en el capítulo IX, había vuelto a ser tomada
por los españoles el 10 de agosto de ese mismo año; de manera que a los cuatro años y cuatro meses de hallarse de nuevo en manos
españolas cayó otra vez en manos inglesas porque la guarnición española capituló ante Morgan, y desde luego no podía hacer otra
cosa. Morgan procedió a establecer en Providencia su cuartel general y desde él organizó el ataque a Panamá.

En el capítulo IV de este libro dedicamos algunos párrafos a la misteriosa rapidez c on que circulaban las noticias por el Caribe en
unos tiempos en que los hombres sólo podían moverse en buques de vela, a caballo o a pie. Pues bien, en esa ocasión las autoridades
de Cartagena conocían los planes de Henry Morgan antes de que el jefe pirata tomara Providencia, pues cuando Morgan despachó
—hacia el 20 de diciembre— tres navíos con 500 hombres para que tomaran el castillo de San Lorenzo, en la boca del río Chagres, ya
el presidente de Panamá había enviado refuerzos a ese castillo, a Portobelo y a Venta Cruz, que estaba en el camino entre Portobelo y
Panamá. El ataque era esperado, pues, y se sabía que se dirigía a la ciudad de Panam á, y como todo el mundo conocía lo que había
sucedido en Portobelo cuando fue tomada por ese mismo Henry Morgan, los religiosos, los frailes y las monjas de Panamá, y muchos
vecinos pudientes, embarcaron por el Pacífico con los ornamentos de las iglesias y todo objeto de valor. Se fueron en busca de
refugios seguros.

El 27 de diciembre —es decir, cuando finalizaba el año de 1670— comenzó el asalto al castillo de San Lorenzo, que cayó en poder de
los filibusteros el 28 a mediodía. La acción fue corta pero dura, al punto que los a tacantes perdieron unos ciento cincuenta hombres,
entre ellos a su jefe, el coronel Joseph Bradley. La batalla fue una página sobrecog edora, con actos de valor increíble. Por ejemplo,

uno de los piratas fue atravesado por el pecho con una flecha, y se la sacó, le envolvió algodón en un extremo para que entrara
ajustada al cañón de su arcabuz, y la disparó como un proyectil. El fuego de la pólvora quemó el algodón de la flecha y ésta a su vez
provocó un incendio en el fuerte español. Ese incendio resultó decisivo para la conq uista de la posición.

De los 134 hombres que defendían el castillo sólo quedaron 30 vivos, y de ésos, 20 estaban heridos. Morgan llegó al lugar el 2 de
enero de 1671, dejó allí 300 filibusteros para cubrir su retaguardia y el día 9 empezó a remontar el río Chagres con siete naves de
porte mediano y 36 canoas. Llevaba en toral 1.400 hombres y estaba iniciando una acc ión que iba a figurar como la epopeya clásica
en el libro negro del filibusterismo.

En primer lugar, la gente de Morgan era tanta para la capacidad de los transportes q ue tenía que ir comprimida. Apenas había
espacio para los hombres y las armas, de manera que mal podía haberlo para llevar impedimenta de comida o de otro tipo. En
cuanto a la comida, se pensó que sobraría en el camino, puesto que el procedimiento del saqueo era siempre de una festividad
contundente.

El primer día la expedición llegó a Barcos y no halló un alma ni nada que comer. Esa noche los filibusteros de Morgan tuvieron que
conformarse con fumar para engañar el hambre. El segundo día, tampoco aparecieron ni gente ni comida y además llegaron a una
parte del río que no podía ser navegada debido a que el nivel del agua era muy bajo. El tercer día caminaron a pie algunos
kilómetros, vieron que el río llevaba más agua y retornaron a buscar las canoas para seguir navegando. El cuarto día se dividieron en

dos columnas, una iba por tierra y otra por agua, y llegaron a Torna Caballos. Lo único que hallaron en ese lugar, donde esperaban
encontrar gente y comida, fueron unas cuantas bolsas de cuero vacías. También las viviendas estaban vacías, y los filibusteros
procedieron a destruirlas, aunque con eso no comían. El hambre era tanta, que decidieron comerse las bolsas de cuero, y lo hicieron
cortándolas en tiras finas que mojaban y machacaban con piedras. Esa noche pernoctar on en Torna Muni, donde tampoco
encontraron un alma o un animal o un grano de maíz.

El quinto día aquel ejército de hambrientos llegó a Barbacoa y se repitió lo de todo el viaje: sólo tenían ante sí soledad y nada que
comer. Pero en esa ocasión, al cabo de largas horas de registrar las vecindades encontraron en una cueva dos sacos de harina, algún

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maíz, algunos plátanos y dos tinajas de vino. Con ese hallazgo comieron 1.400 hombres que llevaban cinco días de ayuno. En la
noche durmieron sobre campos cuyas siembras habían sido destruidas por los naturales antes de abandonar el lugar.

El sexto día marcharon por el bosque y comieron yerbas y hojas de árboles; al mediodía hallaron un pequeño depósito de maíz y no
pudieron esperar una hora para cocinarlo: se lo comieron crudo. Ese día fueron ataca dos por indios que les mataron algunos
hombres a flechazos. Al parecer los indios habían dejado el maíz para estar seguros de que los filibusteros se detendrían en ese
punto y de que seguirían el camino donde ellos les habían preparado la emboscada. El lugar quedaba cerca de Venta Cruz, adonde
llegaron a la mañana siguiente. En Venta Cruz debió haberles esperado la guarnición que había enviado el presidente de Panamá,
pero tampoco en Venta Cruz había un alma; todas las viviendas estaban ardiendo cuand o llegaron los filibusteros y sólo veían en los
alrededores algunos gatos y algunos perros, que los hombres de Morgan mataron en el acto para comérselos.

Los piratas, muchos de ellos enfermos y la mayoría cayéndose de debilidad, no pudieron moverse ese día de Venta Cruz, y al
siguiente avanzaron hasta Quebrada Oscura, donde fueron atacados a flechazos. Al tra tar de avanzar tuvieron que librar una
escaramuza con un grupo de indios, de los cuales varios murieron combatiendo, y a la cabeza de ellos, su jefe. A partir de ese
momento Morgan y sus filibusteros avanzaron siempre rodeados a lo lejos de indios y españoles que los provocaban, los insultaban,
los amenazaban, pero no les presentaban batalla. Uno tiene que imaginarse que sumada al hambre, al sueño, a las fatigas, esa
presencia a distancia de un enemigo que no atacaba debía destruir la moral de la columna. Además, llovió; llovió con esa lluvia
resonante y torrencial de los trópicos. En esa marcha alucinante no iba a fallar ni uno solo de los ingredientes que forman la
atmósfera de las epopeyas.

De pronto, desde la cima de una montaña, Morgan y su horda alcanzaron a ver a la distancia las aguas azules del Pacífico, y su
júbilo sólo puede compararse al que tuvieron en circunstancias iguales Vasco Núñez d e Balboa y los españoles que le acompañaban
el día en que vieron el mar del Sur. Sobre las aguas iban un navío y seis botes que se dirigían a las islas de la bahía de Panamá, y los
filibusteros podían ver con nitidez los contornos y los colores de las embarcaciones, pero tal vez no sospechaban que a bordo de ellas
se hallaban los frailes, las monjas y los vecinos pudientes de Panamá, que huían en busca de refugio.

Con la vista del Pacífico terminaron las penalidades de los piratas. Al descender de la montaña que les había proporcionado la vista
del otro mar hallaron ganado, caballos, asnos; mataron todo cuadrúpedo, sin distingu ir entre ellos, y se comían la carne apenas
chamuscada por el fuego de las hogueras que habían hecho. Podemos detenernos un minuto a imaginarnos la escena, los rostros
brutales, iluminados por la mirada relampagueante del hambriento que de súbito halla comida a pasto; las manos sucias
encorvadas como garras y las bocas envueltas en barbas hirsutas mojadas por la saliva de la gula; podemos oír las palabrotas de los
comentarios estallando entre risotadas salvajes; podemos ver, en la imagen del banquete de los demonios en los reinos del infierno.

Esa tarde la columna alcanzó a ver la ciudad de Panamá y los filibusteros casi enloq uecieron de alegría; dispararon sus arcabuces,
redoblaron los tambores, sonaron los clarines; saltaban, gritaban, bailaban como locos. Un grupo de defensores de la ciudad se
acercó a caballo a insultarlos, y de pronto comenzaron a disparar las armas de Panam á. Había comenzado la batalla por la capital
del istmo.

Una fuerza de defensores que se situó entre los filibusteros y Panamá fue batida y no se le dio cuartel. Hombre cogido era hombre
muerto. Entre éstos hubo algunos frailes.1 Las cifras de muertos de esa vanguardia varían de 400 a 600 y sin duda no bajaron de
300. Este número aumentó mucho cuando Panamá tuvo que rendirse después de un combate de algunas horas. Los filibusteros
actuaban sin piedad, resueltos a cobrar con intereses de sangre todas las penalidades que habían padecido en su larga marcha desde
la boca del río Chagres hasta la ciudad de Panamá.

La ciudad quedó destruida por el fuego para siempre jamás. Aunque quedaron en pie algunas casas de las afueras y algunos
monasterios e iglesias de los muchos que tenía Panamá, a la hora de reconstruir la ciudad se escogió otro sitio. En la llamada

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Panamá la Vieja pueden verse todavía restos de iglesias y de edificios que debieron ser en su día oficinas gubernamentales. Aun hoy
los historiadores discuten si Panamá fue quemada por los filibusteros, por orden del presidente o por acción espontánea de los

habitantes. En realidad, se trata de una discusión académica, porque el hecho es que Panamá quedó destruida a causa del ataque de
Morgan e importa poco qué mano sujetó la tea que inició el fuego.

A pesar de que Panamá había quedado destruida, el jefe filibustero estableció allí su cuartel general y desde él organizó batidas en
todos los alrededores y en tierra y agua; despachó dos columnas de 150 hombres cada una hacia algunos puntos del interior y envió
unos cuantos botes por el Pacífico. Las dos columnas le llevaron unos doscientos vecinos apresados en las vecindades y los botes
llevaron prisioneros cogidos en las islas de la bahía y embarcaciones cargadas con especias y otros artículos de valor. Por los
prisioneros cogidos en las islas se enteró Morgan de que al conocerse la noticia de que él se dirigía a Panamá había salido hacia el
Sur un galeón que llevaba un importante tesoro del rey en oro, perlas y joyas. Morga n dio órdenes inmediatas de que se persiguiera
ese galeón, y así se hizo. Al cabo de ocho días de recorrer las aguas vecinas, los f ilibusteros volvieron con esclavos, telas, azúcar,
jabón y 20.000 pesos de plata que habían saqueado de un buque que hallaron cerca de la isla Tabagoa. En cuanto al galeón, no
hubo manera de saber a qué puerto había ido a refugiarse.

Desde luego, el terror había tomado posesión de Panamá. Todos los días salían hacia los campos columnas de piratas encargadas de
apresar hombres, mujeres y niños; los hombres eran sometidos a tormento para que dijeran dónde habían escondido algo de valor.
Oexmelin relata el episodio de un infeliz, probablemente retardado mental, que en medio del desorden causado por la invasión
filibustera se puso la ropa de su amo —que había huido de la ciudad—, por lo cual los piratas creyeron que era un caballero
adinerado. La descripción de las torturas a que fue sometido ese desdichado es una p equeña obra maestra de la literatura del terror.

Todos los aljibes fueron vaciados de agua para buscar en su fondo las joyas y las monedas que los panameños pudieron haber tirado
en ellos.

El 14 de febrero de 1671, después de estar allí tres semanas, Morgan y su ejército de filibusteros salieron de Panamá. Llevaban el
botín en 175 caballos y varios cientos de prisioneros a píe, de manera que la columna tenía un largo por lo menos dos veces mayor
que cuando iba de la boca del Chagres hacia Panamá. Entre los prisioneros —que según Oexmelin eran unos seiscientos— había
ancianos, mujeres y niños. Por el camino los filibusteros iban haciendo más presos y a la vez se dedicaban a arrasar con cuanta
vitualla encontraban. Desde luego, visto lo que habían hecho en Panamá, nadie se atrevió a estorbar su marcha.

El rescate que Morgan les hizo pagar a los prisioneros llegó a una cifra altísima, y aun pretendió obtener otro de los habitantes de
Portobelo a quienes les envió un mensaje haciéndoles saber que si no le mandaban el dinero que pedía para entregar el castillo San
Lorenzo, demolería el castillo hasta los cimientos. Las autoridades de Portobelo dijeron que no pagarían ni un ochavo y Morgan
cumplió su amenaza.

Morgan cumplía las amenazas que hacía, pero no las promesas aunque fueran hechas bajo su firma. Así, no cumplió la "chasse-
partie" que había firmado con sus compañeros de expedición antes de salir de isla de la Vaca. No le rindió a ninguno de ellos cuenta
del monto del saqueo y ordenó que a cada uno se le dieran sólo 10 libras, que al parecer equivalían a unos doscientos pesos de plata.

Después de eso, acompañado únicamente de algunos íntimos, se fue a Jamaica y dejó su horda filibustera en Chagres. Menos de tres
años después el rey Carlos II lo armaba caballero y en enero de 1764 lo designó teniente gobernador de Jamaica.

El ataque a Panamá marcó un punto crítico en la vida de Port Royal; señaló al mismo tiempo su máxima importancia como capital
filibustera competidora de la Tortuga y la necesidad de empezar a reducir el poder d e los filibusteros ingleses, lo que lógicamente
significaría la disminución de Port Royal en su categoría de asiento filibustero. El ataque de Morgan a Panamá resultó demasiado
provocador y escandaloso y no tenía justificación alguna ni siquiera a los ojos de los ingleses más antiespañoles, pues no fue un
simple ataque corsario o filibustero, sino tina acción guerrera de envergadura respetable, que sólo podía aceptarse si se hubiera
realizado contra una nación enemiga que estuviera combatiendo a Inglaterra con todos sus recursos.

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Por otra parte, Inglaterra había llegado a un nivel de desarrollo económico que exig ía la aplicación de una política de ampliación de

mercados compradores, y los territorios del Caribe podían ser buenos compradores. Ataques como el de Panamá no facilitaban las
relaciones comerciales; al contrarío, provocaban resentimientos que las hacían difíc iles. Inglaterra, pues, necesitaba reanudar los
esfuerzos que se habían iniciado desde 1634 para obtener que España abriera a los productos ingleses los mercados de América, y
había renovado esos esfuerzos en 1660. Precisamente cuando Morgan tomaba Panamá esta ban llevándose a cabo en Madrid
conversaciones anglo-españolas dirigidas a conseguir un acuerdo de ese tipo.

El filibusterismo inglés tenía, pues, que abandonar necesariamente su base jamaicana , es decir, Port Royal; y una de las razones por
las cuales se designó a Henry Morgan teniente gobernador de Jamaica fue porque se creyó —con cierta dosis de razón— que su
autoridad sobre la sociedad filibustera de Port Royal seria útil para echar a los piratas de Jamaica. Así, la Tortuga volvería a ser la
única capital filibustera del Caribe, y esa situación se afirmaría al comenzar en 16 72 la guerra de Francia contra Holanda, que
duraría hasta la paz de Nimega (1678), pues para efectuar esa guerra se necesitaría combatir a Holanda en sus posesiones del
Caribe; y para eso habría que usar a los filibusteros de la Tortuga, que en su mayoría eran franceses.

Debemos explicar que en los dos primeros años de la guerra —de 1762 a 1764— Holanda estuvo también en guerra contra los
ingleses, y que en 1763 España entró en la guerra contra Francia, lo que explica que España participara en la paz de Nimega.

En esa triple guerra, pues, tenía que participar —y participó— la Tortuga. Debemos recordar que el gobernador Bertrand de Oregón
naufragó en las costas de Puerto Rico cuando se dirigía a atacar Curazao con una exp edición filibustera. Al entrar España en la

guerra contra Francia, los filibusteros de la Tortuga actuaron también del lado francés, aunque debemos decir que para atacar
posiciones españolas no necesitaban, ni habían necesitado nunca, la excusa de una gu erra entre Francia y España. Si algo unía a los
filibusteros —ya lo hemos dicho— era su incontrolable disposición a atacar a toda hora el poder español en el Caribe.

Como la Tortuga había retornado a ser la única capital de la sociedad filibustera, m uchos piratas ingleses echados de Jamaica
fueron a ponerse bajo las órdenes de los piratas franceses de la Tortuga. Unos cuantos ingleses participaron con franceses en el
asalto y la toma de Santa Marta, ocurrida en la primavera de 1677. El gobernador de Cartagena despachó en auxilio de Santa Marta
una columna terrestre y una flotilla que debía atacar por el puerto. Pero esa contra ofensiva española no tuvo éxito y los filibusteros
ingleses se llevaron presos al gobernador y al obispo de Santa Marta, aunque en vez de llevarlos a la Tortuga los llevaron a Jamaica y
los entregaron en manos del gobernador de esta isla. Es posible que esa acción de los filibusteros ingleses tuviera personales; es
posible que los piratas ingleses estuvieran buscando con ella la benevolencia de las autoridades de Jamaica. De todos modos, los
franceses se encolerizaron y acusaron a los ingleses de haberlos traicionado.

En ese mismo año de 1677 hicieron los filibusteros de la Tortuga numerosos ataques de poca importancia a varios puntos del Caribe
y al comenzar el año de 1678 el conde de Estrées, vicealmirante de la escuadra franc esa del Caribe, organizó una expedición para
tomar Curazao.

Desde marzo de 1676 gobernaba la Tortuga el señor De Pouncay, sobrino de Bertrand de Oregón. El gobernador De Pouncay recibió
órdenes del vicealmirante De Estrées para que le enviara una fuerza de 1.200 filibusteros que sería usada en el asalto a Curazao. La
flota francesa, con el refuerzo de la Tortuga, navegó hacia el Sudoeste con la intención de entraren Curazao por el Sur, y encalló en
los arrecifes de las pequeñas islas de las Aves. El siniestro puso a De Estrées en el caso de tener que volver a La Española —parte
francesa—, pero dejó en las Aves a un afamado capitán filibustero con instrucciones de atacar las posiciones españolas de la región.

Ese capitán, a quien conocemos sólo por su apellido, era Grammont, un antiguo oficia l de la marina real de Francia que había sido
enviado al Caribe al mando de una fragata con órdenes de apresar buques enemigos. Grammont, pues, era un capitán corsario con
todas las de la ley. Pero sucedió que apresó en las cercanías de Martinica un navío holandés y vendió el barco y su cargamento, todo

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lo cual valía 400.000 libras, y en vez de entregar esa suma a las autoridades francesas la gastó en la Tortuga, a la manera típica de
los filibusteros, derrochando el dinero en vinos y mujeres. Después de eso Grammont se quedó sin patria y lógicamente halló un

lugar en la sociedad filibustera.

Cuando el vicealmirante De Estrées se fue a La Española, Grammont se dedicó a asolar la costa venezolana y durante varios meses
anduvo por sus aguas cometiendo las fechorías habituales de los filibusteros. Lo mismo que lo habían hecho antes el Olonés y
Morgan, Grammont entró en el lago de Maracaibo, tomó la ciudad y la saqueó; tomó Gib raltar y la saqueó. Pero hizo mucho más
que sus antecesores, puesto que llegó hasta Trujillo y Mérida, ciudades de tierra ad entro, situadas en plena montaña de los Andes, y
después atacó la Guaira. Grammont permaneció en aguas venezolanas desde mediados de junio hasta mediados de diciembre de
1678; seis meses de horrores en ese tiempo del espanto.

En esa fecha los "habitantes" franceses de la costa occidental de La Española llevab an cerca de cincuenta años asentados en esa
tierra del Caribe. A ellos se habían sumado sus hijos, los bucaneros que iban dedicá ndose a sembrar tabaco a medida que
disminuían las reses salvajes y seguramente muchos franceses que habían estado llega ndo de Francia y de las otras islas antillanas.
En 1678 la población francesa de la costa oeste de La Española era de 4.000 a 5.000 familias, contando los esclavos; y éstos no
podían ser muchos. La producción principal de esa población era tabaco —unos dos millones de libras al año— y el tabaco no
requiere mano esclava. Hacia el 1678 la población se concentraba en unas cuantas villas. La más importante era Cap-Francais,
situada en el Noroeste, y le seguían, hacia el Oeste, Port Margot y Port de Paix; en el Sur, al oeste del actual Puerto Príncipe, estaba
Leogane —la antigua Yaguana—; al oeste de Leogane se hallaba Petit-Goave, que desde la rebelión de 1670 contra Bertrand de
Oregón comenzó a convertirse en el puerto de los bucaneros.

Sabemos que en el 1670 Henry Morgan puso su cuartel general en la isla de la Vaca y sabemos que ese punto fue usado después por
otros filibusteros. Pero la isla de la Vaca no llegó a ser una competidora de la Tortuga. En cambio Petit-Goave sí lo fue. ¿Por qué?
Porque al convertirse en un puerto frecuentado por los buques mercantes que iban a h acer negocio con los bucaneros, los
filibusteros tuvieron que ir allí a vender lo que recogían en sus asaltos; y además porque el gobernador de Petit-Goave comenzó a
expedir patentes de corso, aunque disfrazadas de autorizaciones para pescar y cazar.

El gobernador de Pouncay murió en Petit-Goave a fines de 1682 y parece que para ese año tenía su residencia en Cap-Francais. Su
sucesor provisional, el señor de Franquesnay, quiso poner en vigor las órdenes llega das de París para que se pusiera fin a la
costumbre de dar patentes de corso a los filibusteros, y esto provocó una situación de rebeldía que parecía amenazante. Pero en abril
de 1684 llegó a Petit-Goave el señor De Cussy Tarín, nombrado sucesor de Pouançay, que se dio cuenta de la situación y pactó con los
filibusteros con el fin de ganar tiempo para resolver los problemas de la costa y pa ra ir convenciendo a los filibusteros de que debían
ponerse al servicio del Gobierno francés. De Cussy sabía que los filibusteros tenían fuerza suficiente para dominar el territorio y
entregarlo a otro país que les ofreciera garantías para seguir operando como lo habían hecho siempre, y resolvió dejar al gobernador
de Petit-Goave en libertad para que siguiera dando a los piratas patentes de corso; luego se fue a Cap-Français, donde al final se fijó
la capital de todos los territorios de la costa habitados por franceses.

A partir de 1684 se produjo un renacimiento del filibusterismo, algo así como la última llamarada de aquel fuego infernal. Los
grandes capitanes de esa época fueron Laurens de Graaf, Grammont, Van Horn. De esos tres, sólo Grammont era francés, y, sin
embargo, todos actuaban a título de franceses. El renacimiento del filibusterismo ib a a durar de diez a doce años y después los
fabulosos bandoleros del mar serían puestos al servicio de Francia. Pero esos diez o doce años serían de violencia y pillaje en el
Caribe.

A tales corresponden unas páginas de Oexmelin que vamos a resumir. Esas páginas se refieren a una expedición afortunada de los
filibusteros a Veracruz, que no era parte del Caribe; pero podemos imaginarnos que en todos los casos en que los filibusteros
saqueaban un punto del Caribe se comportaban igual que en esa ocasión. Dice Oexmelin que "cuando ellos llegan... van siempre con

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sus vestidos destrozados, los rostros pálidos, flacos, desfigurados. Pero nadie se detiene a examinar el desorden de su exterior sino
las riquezas que traen". Oexmelin refería que los piratas llegaban con sacos de dinero al hombro o sobre la cabeza, y los

comerciantes, los taberneros, las mujeres y los jugadores se llenaban de júbilo porq ue sabían que al final toda esa riqueza sería de
ellos.

Al describir una de las orgías que seguían a la entrada en un puerto de piratas de esos hombres flacos, desfigurados por la tensión de
los combates, Oexmelin —que fue testigo presencial de esas escenas— refiere que "los vasos saltaban en el aire a bastonazos y los
jarros y fuentes mezclados confusamente con el vino y los pedazos de vidrio hicieron degenerar el festín en una crápula asquerosa".
Algunos días después los piratas "parecían tan abatidos y extenuados a causa de sus libertinajes y de su abundancia como lo habían
estado por el hambre y las fatigas de sus correrías".

Dice Oexmelin que los filibusteros explicaban su actitud desenfrenada con este razonamiento: "Hoy estamos vivos, mañana
muertos... A nosotros no nos importa más que el día que vivimos y no nos ocupamos del día que tendremos que vivir."

Pero los pueblos del Caribe estaban allí para vivir el día de hoy y el de mañana, pa ra vivir el año actual y el venidero, el siglo presente

y los siglos del porvenir. Mientras tanto, en los cincuenta o sesenta años de riquez a y de orgía para la Tortuga, Port Royal y Petit-
Goave, a los pueblos del Caribe les tocó vivir el tiempo del espanto.

[ Arriba ]

Capítulo XI
INTERMEDIO EUROPEO

En los tres capítulos anteriores el lector ha visto cómo estuvieron operando en el Caribe las fuerzas europeas a partir del momento en
que ingleses, holandeses y franceses fueron a esa parte del mundo a disputarle a España su hegemonía en la región. Primero, España
tuvo que abandonar el oeste de La Española; después conquistaron San Cristóbal, y mediante una larga ofensiva acabaron
conquistando varios puntos del Caribe. El momento culminante de esa ofensiva sería la toma de Jamaica por los ingleses, pero la
toma de Jamaica fue precedida por la de lugares que aseguraban el acceso al Caribe, como Barbados, o las operaciones de tierra

firme, como Providencia y San Andrés.

Esta ofensiva fue sólo un aspecto de las luchas del siglo XVII que sostenían en Europa las burguesías, cada una empeñada en
predominar sobre las demás, pero todas sometidas a los gobiernos absolutos de sus respectivos países. Esas luchas fueron parte de
un proceso revolucionario que duraría todo el siglo xvii y la mayor parte del XVIII, y a su vez ese proceso revolucionario era el
resultado de los cambios que estaban produciéndose en el mundo occidental: ampliación de mercados de consumo y de fuentes de
productos, mejores técnicas de producción, mayor cantidad de oro y plata en circulac ión, en todo lo cual habían tenido un papel
importante el descubrimiento y la conquista de América.

Los cambios introducidos en la producción y en el comercio por todos esos factores q ue hemos mencionado, condujeron a Europa a
desajustes económicos y sociales que afectaron a grandes núcleos de la población, y esos desajustes provocaron un estado de rebelión
general. El campesinado pobre, los artesanos y los pequeños comerciantes luchaban al lado de la burguesía contra los privilegios
feudales de la nobleza; por su parte, la burguesía luchaba para independizarse de los gobiernos absolutos, que reclamaban siempre
participación en los negocios de la burguesía, y este aspecto particular de la lucha produjo a su vez los movimientos de la Fronda en

Francia, las sublevaciones de Cataluña y Portugal en España, las pugnas de los escoceses contra el gobierno de Inglaterra.

Todas esas rivalidades y desajustes se condensaron en Europa en la llamada guerra de los Treinta Años, y en el Caribe, en lo que

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podríamos llamar la pérdida de la unidad española, que había durado ciento treinta a ños. El siglo XVII fue, pues, decisivo en la
historia del Caribe, porque fue en él cuando el Caribe perdió su unidad y pasó a ser una multiplicidad, con lo que cada parte vino a

depender de un centro de mando diferente. En el paso de la antigua unidad española a la multiplicidad anglo-franco-holandesa-
hispánica, la historia del Caribe se dispersó y ya nunca más volvería a producirse p or un solo cauce; el Caribe dejó de serlo que era y
además dejó de serlo que estaba llamado a ser, y nadie podía saber entonces con qué iba a ser sustituido aquel cuerpo cortado en
pedazos.

De las innumerables guerras, sediciones, rebeliones y luchas políticas secretas que tuvieron lugar en Europa, en ese siglo XVII
salieron fortalecidas Inglaterra, Francia y Holanda, y España salió debilitada; y no sólo se debilitaba porque perdía territorios en
Europa y en América, sino porque perdía de manera progresiva su vigor nacional, lo c ual era en fin de cuentas más importante que
perder tierras. En vez de enriquecerse con las fabulosas riquezas del imperio americ ano, sobre todo con el oro y la plata que
producía ese imperio, España se empobrecía de manera constante. Los historiadores y los sociólogos le han buscado muchas
explicaciones a esa decadencia de un país que en poco menos de cien años había llega do a extenderse por todo el globo terráqueo,
pero la explicación decisiva está en que España no transformó sus estructuras sociales. Su imperio producía mucho oro y mucha
plata, pero el pueblo no cambió su organización social. España siguió siendo en el siglo xvii tal como había sido en el XVI, y en vez
de burgueses y artesanos que produjeran bienes de consumo y organizaran la producción y el comercio con Europa y América, el
país daba de sí funcionarios, militares y sacerdotes dedicados a mantener en movimiento la maquinaria del poder imperial.

Durante el siglo XVII, época en que Inglaterra, Holanda y Francia formaban burguesía s, en España se acentuaba lo que podría ser
calificado de vacío social, no en relación consigo misma, sino en relación con el tipo de sociedad que se organizaba en esos otros

países de Europa. Pues en relación consigo misma España tenía una determinada organización social, pero anticuada; con muy
ligera diferencia, la misma que había tenido al comenzar el siglo XVI, no la que correspondía a un país con un imperio tan grande y
tan rico. A pesar de todo, ese vacío social no era absoluto, como no lo es nada en ese orden; de haber sido absoluto no se habrían
dado figuras como Calderón de la Barca o Diego Velázquez. Ahora bien, el vacío mantenía en conjunto al país socialmente inmóvil y
atrasado. Resultaba más fácil hacerse rico en un cargo público que poniéndose a prod ucir algo de lo que España necesitaba para
ella misma y para sus territorios americanos. A mediados del siglo la mitad de la población del país estaba compuesta por nobles,
que consideraban una deshonra trabajar, frailes, pordioseros, servidumbre de los nob les y los personajes de la picaresca, que vivían
del engaño. -Generalmente, cuando se habla de burguesía española en el siglo XVII se menciona el caso de la de Cataluña, y en
realidad esa burguesía catalana estaba compuesta sobre todo por mercaderes.

Las enormes riquezas del imperio concurrían a mantener ese estado de inamovilidad social, pues todo el mundo dependía de esas
riquezas; cada quien esperaba que de alguna manera 3e tocaría parte de ellas, y aquellos que tenían más aspiraciones y más
necesidades o más deseos de producir buscaban modo de enriquecerse o bien yéndose a América o bien a través de "un cargo público
desde el cual pudieran participar en el reparto del oro americano.

Sobre el inmovilismo social que mantenía al país en un estado de retraso y descomposición —lo que era un mal muy grave por sí
solo—, España era víctima de una enfermedad que aquejaba a la casa real. Pocos historiadores le han dedicado a ese mal la atención

que merece, dado el enorme poder que tenían en el siglo xvii los monarcas españoles. Se trata de la conocida locura de los Austrías,
de la que sufrieron todos los reyes, en grado creciente, a partir de Felipe II, aunq ue pueden hallarse trazas de ella en Carlos V.

La locura había llegado a la casa real de Castilla en el siglo xv con Isabel de Portugal, la segunda mujer de Juan II de Castilla, madre
de Isabel la Católica y abuela de Juana la Loca, a quien se conoce con ese nombre precisamente porque pasó sus últimos años en
estado de locura y así murió, como había muerto su abuela.

Casada con Felipe el Hermoso, Juana la Loca tuvo varios hijos, pero sólo dos varones. El primero de éstos llegó a ser Carlos I de
España y V de Alemania; el segundo, Fernando, ocupó la corona de emperador de Alemania cuando Carlos abdicó en su favor. La

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sangre de Isabel de Portugal y de su nieta Juana la Loca, que corría por las venas d e los reyes de España y de Alemania, se unió de
nuevo cuando una hija de Carlos —hermana de Felipe II— casó con Maximiliano, hijo de Fernando I, y retornó a España con el

morbo de la locura fortalecido cuando Felipe II casó con Ana de Austria, hija de ese matrimonio de Maximiliano y la hermana del
novio. Felipe II casó, como vemos, con una princesa que al mismo tiempo era su prima hermana, su sobrina carnal y la doble
bisnieta de Juana la Loca, o lo que es lo mismo, la heredera de la locura de Juana.

Felipe casó la primera vez a los dieciséis años con su doble prima hermana María de Portugal, y el único hijo de ese matrimonio, don
Carlos, no pudo heredar el trono debido a que enloqueció joven. Del segundo matrimonio, hecho con María Tudor de Inglaterra, no
tuvo hijos; del tercero, con Isabel de Valois, princesa de Francia, tuvo dos hijas, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela; del cuarto,
con Ana de Austria —su sobrina y prima hermana—, tuvo cinco, de los cuales cuatro mu rieron en la infancia y uno, Felipe, pasó a ser
su heredero con el nombre de Felipe III.

Felipe III heredó el trono a la muerte de su padre, en septiembre de 1598, y aunque su quebranto mental no llegó a tener la gravedad
que tuvo el de su medio hermano el príncipe Carlos o el de su nieto el rey Carlos II , fue un monarca irresponsable, superficial, que se
dedicó a disfrutar las ventajas de ser rey. Durante todo su reinado, de veintitrés a ños, el gobierno de España y de su vasto imperio
estuvo en manos de favoritos, y algunos de ellos no tenían escrúpulos de ninguna especie ni se preocuparon por los problemas del
país. Del duque de Lerma, que fue uno de esos favoritos, se decía que al favor de su cargo había acumulado una fortuna superior a
los cuarenta millones de ducados. Podemos tener una idea aproximada de lo que esa cifra significaba si recordamos que la aventura
de la Armada Invencible le había costado a España menos de diez veces esa suma. Aunq ue rebajemos la diferencia que debe
atribuirse a la pérdida de valor de la moneda, que fue muy grande desde los días de la Armada Invencible hasta los del duque de

Lerma, lo que éste sustrajo al país fue de todos modos una fortuna enorme.

De los numerosos dislates que se hicieron en España bajo el reinado de Felipe III, uno afectó directamente al Caribe, y fue la
despoblación de la parte occidental de La Española; pero tal vez el de consecuencias más graves para España consistió en la
expulsión de los moriscos, que comenzó en septiembre de 1609. Con la de los moriscos del reino de Valencia, siguió en enero de 1610
con la de los de Murcia y Andalucía; en abril de ese año fueron expulsados los de Aragón, y por último, en 1611, lo fueron los que
vivían en Cataluña, Castilla, Extremadura y La Mancha. Los moriscos no eran unos cua ntos miles; eran centenares de millares, y
entre ellos estaban los mejores agricultores y los mejores artesanos de España; de manera que con su expulsión

España sacrificó lo que hoy llamamos la mano de obra calificada del país. A consecuencia de esa medida España pasó a ser
rápidamente el más pobre de los países importantes de Europa, una situación de la cu al España no iba a salir fácilmente. Se sabe
que unos cuantos altos funcionarios sacaron de esa expulsión de los moriscos algunos millones de ducados comprando las
propiedades de esos desdichados por nada o por muy poco, o simplemente quedándose con ellas por malas artes.

Bajo el reinado de Felipe III se hizo la paz con Holanda y con Inglaterra, pero no p ara inaugurar una política de paz que le
permitiera a España dedicar su atención a mejorar su propia suerte y la de su imperio, puesto que poco después entró de manera
absolutamente innecesaria en la guerra de los Treinta Años, que iba a durar el resto del reinado de Felipe III y veintisiete años del

reinado de su sucesor, Felipe IV.

Felipe III murió el 31 de marzo de 1621 y Felipe IV iba a reinar cuarenta y cinco años, al cabo de los cuales dejaría este mundo con
síntomas evidentes de locura melancólica, y para mala suerte de España y de su imperio, sería en sus años cuando se iniciarían las
rebeliones de Portugal y de Cataluña y la revolución inglesa de Cromwell, tres acontecimientos casi simultáneos. Los dos primeros
iban a provocarla casi aniquilación de España y el tercero iría a reflejarse en el Caribe con la conquista de Jamaica. Bajo Felipe IV se
produciría también el nacimiento y el florecimiento de la sociedad filibustera, que tanto contribuyó a debilitar el poder español en el
Caribe.

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Igual que su padre, Felipe IV dejó la tarea de gobernar en manos de sus validos, mientras él se dedicaba a conquistar mujeres y a
tener hijos bastardos; y sucedía que esos validos tenían que enfrentarse a tiempos muy difíciles, para los que no estaban preparados

ni ellos ni el pueblo español.

Uno de los problemas españoles de esos días era la lucha contra Inglaterra, Holanda y Francia, que se proponían hacerse fuertes a
expensas de España y lo lograron bajo el reinado de Felipe IV; otro era restablecer una verdadera unidad de España, pues Castilla y
Aragón —y en Aragón, Cataluña y Valencia— se gobernaban con leyes propias, sobre todo en lo que se refería a contribuciones
económicas para sostener los gastos de la monarquía y los de las guerras y en lo que se refería a la leva de hombres para las
actividades militares.

Para sostenerse en sus puestos, los validos de Felipe IV no podían descansar en sus méritos de gobernantes, porque el rey no tenía
concepto de lo que significaba el gobierno; tenían que contar con la buena voluntad del rey valiéndose de halagos, haciéndole al
monarca honores que a veces costaban millones de ducados, dándole fiestas suntuosas, que pagaba el empobrecido pueblo de
España, y hasta buscándole queridas. Era una situación penosa y denigrante, propia d e un país sin destino, no de la cabeza de un
imperio que se extendía por toda la tierra.

De las muchas guerras en que se vio envuelta España bajo el reinado de Felipe IV las peores fueron las que hizo contra Francia. El
país no podía resistir la carga económica de esas guerras ni el desorden que acompañaba a los soldados por donde pasaban, y la
situación iba a hacer crisis en Cataluña y Portugal. Cataluña era entonces una región que se extendía más allá de los Pirineos, y eso
la convertía en una zona fronteriza que necesariamente sufría los ataques franceses cuando había guerra entre España y el país

vecino; por tal razón, tan pronto como se rompían las hostilidades con Francia había que mandar ejércitos a Cataluña, y esos
ejércitos se alojaban en las casas de los campesinos, pues en tal época no había cua rteles ni en España ni en ningún país. Los abusos
de toda índole y los atropellos en sus personas y en sus bienes que sufrían los camp esinos llegaban a ser intolerables y esa situación
provocó el levantamiento de Cataluña.

La sublevación de Cataluña contra los ejércitos de Felipe IV comenzó el 7 de junio d e 1640. Los catalanes se declararon república
independiente bajo el protectorado de Francia y nombraron a Luis XIII —rey de Francia— conde de Barcelona. Como era de
esperarse, Francia envió tropas a Cataluña y el país acabó convirtiéndose en teatro de la guerra de España y Francia, una guerra
larga y dura, que duró más de doce años, de la que al final salió Cataluña mutilada, con toda la parte transpirenaica en poder de
Francia.

La rebelión de Portugal comenzó ese mismo año de 1640, el 1 de diciembre, e inmediatamente degeneró en una guerra que iba a ser
mucho más larga que la de Cataluña; al morir Felipe IV se seguiría luchando en Portu gal. Los enemigos de España en Europa se
dieron cuenta de que la sublevación portuguesa les abría un costado de España y alentaron la guerra con todos los medios que
tenían a mano. En esos días se descubrió que Andalucía se preparaba para levantarse en armas con el propósito de independizarse
de España. No se comprende cómo pudo España salvarse de esa amenaza de disolución qu e estaba atacándola en la misma entraña,
y el observador que mire esa época con la perspectiva que dan los siglos se asombrará de que, a pesar de que estaba

desmembrándose,' España siguiera guerreando en Europa, actuando como un país alucina do que había perdido el instinto de
conservación. Era como si la locura de sus reyes se hubiera extendido a toda la nación.

Mientras España entraba en un estado cercano al colapso, Francia se hacía más fuerte y más unida bajo el gobierno de Richelieu y
bajo el de Mazarino, y esa unión culminaría bajo el gobierno personal de Luis XIV, q ue quedó formado por el propio monarca a la
muerte de Mazarino. En política exterior, Francia siguió durante todo el siglo XVII un plan coherente, que consistía en romperla
alianza de España con el imperio austro-alemán, conquistar Flandes y el Franco-Conda do y "evitar que Inglaterra se convirtiera en
el poder determinante de Europa. Para realizar esa política, Francia apoyaba a Holanda cuando Holanda estaba bajo presión de
España, o atacaba a Holanda si ésta se aliaba a un enemigo de Francia; debilitaba a España lanzándose sobre territorios españoles

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de Italia o alentando a catalanes y portugueses en sus sublevaciones contra España, pero nunca llegaba al límite de destruir
completamente el poderío español en Europa y América, pues prefería la existencia de ese poderío español a la existencia de un

poder incontrastable de Inglaterra. En cuanto a Inglaterra, la política francesa fue de una sabiduría notable; allí, Francia apoyaba
al rey contra el Parlamento, con lo cual mantenía siempre sobre los ingleses la amenaza de la guerra civil, única amenaza en verdad
válida, puesto que Inglaterra no podía ser atacada desde el exterior con probabilida des de victoria para el atacante. En el siglo XVlI,
Francia fue el centro de la política europea, y si lo contemplamos desde hoy con la relativa justicia que puede haber en las opiniones
de los hombres, Luis XIV, heredero de la sabiduría de Richelieu y Mazarino, merece el título de Rey Sol que le dieron sus cortesanos.

Como hemos dicho, la causa profunda del creciente y peligroso debilitamiento de Espa ña fue su inamovilidad social, que tuvo su
origen en una suma de complicadísimos acontecimientos históricos, pero que fundamentalmente se debió al hecho de que el país no
formó una burguesía; a que salió de la Edad Media al Estado moderno, y al Imperio, c on una población de guerreros, nobles,
sacerdotes y funcionarios, pero sin una organización social normal, cuyo centro natu ral debió ser una burguesía apoyada en la
producción artesanal.

En Inglaterra, en cambio, la historia se había movido en otra forma; la raíz misma d el país estaba formada por burguesías

poderosas que usaron las armas para expandir su poder económico, y al llegar el siglo XVII, ese siglo de cambios tan importantes
para Europa, la movilidad social era tan intensa, que al encontrar obstáculos en su avance hizo estallarlas instituciones políticas del
país. En el año 1640, a ningún español se le hubiera ocurrido, ni por asomo, la idea de que había que echar abajo la monarquía; en
Inglaterra, los caballeros terratenientes y los comerciantes, representados en el Pa rlamento, decidieron barrer la monarquía cuando
ésta apareció como un obstáculo para sus planes de conquistar el poder político del país. La lucha se llevó a cabo bajo apariencias de
pugnas religiosas, pero la verdad es que se trataba de una guerra por el control del poder público, que iba a pasar a manos de
propietarios y comerciantes, dos sectores sociales que tenían, ya hacia el 1640, demasiada fuerza económica y social para seguir

sometidos a un papel secundario.

La lucha se inició abiertamente cuando el rey Carlos I solicitó dinero al Parlamento para mantener un ejército en Escocia, donde
había una revuelta contra las reformas religiosas apoya das por el rey. El Parlamento se negó a votar los fondos que solicitaba el
monarca. Al finalizar el año 1640 el Parlamento había ido tan lejos en su oposición al rey que dispuso la prisión de algunos de los
hombres más cercanos a Carlos I; en 1641, el Parlamento condenaba a muerte al conde de Straflbrd, que había sido el consejero más
influyente del rey en la crisis de Escocia. La situación era inestable en iodo el pa ís, y en octubre de ese mismo año se produjeron
rebeliones en Irlanda; en noviembre se descubrió el llamado "complot de la pólvora", que era un plan para dar muerte a Carlos I
cuando éste se presentara en la Cámara de los Lores. Se había llegado, pues, a un punto en que se conspiraba no ya contra la
monarquía, sino contra la persona misma del monarca, lo que indica que a los ojos de muchos sectores de la vida inglesa el rey
encarnaba el obstáculo para los cambios que estaba reclamando el país. En cambio, en España, que se hallaba en una situación de
crisis tal vez más profunda que Inglaterra, regiones enteras se sublevaron contra el gobierno, pero a nadie se le ocurría la idea de
matar al rey; y esto se debía a que en España había malestar, pero no había apetencias de movilidad social. La inmovilidad social
española estaba tan consustanciada con el país que las aspiraciones de cambios y asc ensos eran individuales, no colectivas, o a lo
sumo eran regionales, no nacionales.

Carlos I creyó que podía dominar la situación apresando a los líderes parlamentarios que se le oponían. Para eso se presentó en
enero de 1642 en la Cámara de los Comunes, un hecho sin precedentes en la historia d e Inglaterra, pues jamás había entrado un
monarca en aquel lugar. Carlos I iba con una escolta de soldados, resuelto a hacer p resos allí mismo, en la propia Cámara, a los
líderes que él consideraba sus enemigos.

La historia ofrece momentos de apariencia anecdótica que son elocuentes como demostración de ciertos fenómenos sociales. Uno de
ellos es el que estamos describiendo. Ese día quedó probada lo poderosa que era la f uerza que movía en tal hora el mecanismo social
inglés. La Cámara de los Comunes era la encarnación de esa fuerza; ahí estaban representados los sectores económicos más fuertes

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del país, los que reclamaban con más energía un cambio de la composición del poder. Se trataba de los propietarios y los
comerciantes, que se habían enriquecido en el siglo XVI y en los primeros años del siglo XVII y necesitaban consolidan- esas

riquezas, y también aumentarlas, a través del poder político, pues según habían esta do aprendiendo los ingleses desde los días de
Enrique VIII los que manejaban el poder político podían realizar los mejores negocios y obtenían las mejores tierras. En pocas
palabras, esos dos sectores —propietarios y comerciantes— buscaban posiciones de mando y se disponían a conquistarlas. El país
pues, se hallaba en medio de un proceso de movilidad social, y el rey lo ignoraba o pretendía ignorarlo.

El rey creyó que al entrar en la Cámara de los Comunes y hacer presos a los líderes de los parlamentarios que él consideraba
rebeldes, la situación, de inestabilidad del país cesaría, tal como habían cesado los movimientos contra Isabel cuando la reina
mandaba a la Torre de Londres a alguno de sus enemigos. Al entrar en la Cámara, el r ey pidió permiso para sentarse en la silla del
presidente del cuerpo —que en Inglaterra se llama el "speaker", esto es. El portavoz —; desde allí observó cuidadosamente a todos los
miembros de la Cámara, y no habiendo visto a ninguno de los que él iba a tomar presos —porque se habían escondido—, se dirigió al
"speaker", preguntándole dónde se hallaban. El "speaker" se puso de rodillas y dijo estas palabras: "Le pido perdón a su Majestad,
pero yo no tengo ni ojos para ver ni lengua para hablar." Después de esa respuesta el rey sabía que no podía esperar sumisión de los
Comunes, y la guerra civil estalló en agosto de 1642.

En esa guerra el rey iba a perder no sólo la corona, sino también la cabeza: fue decapitado de un hachazo el 30 de enero de 1649, e
Inglaterra fue declarada república, estado de cosas que duró hasta 1660, cuando el hijo de Carlos I, bajo el nombre de Carlos II,
encabezó la monarquía restaurada.

Ahora bien, como hemos podido advertir en los capítulos anteriores, en esos años de revolución, Inglaterra no perdió poder; al
contrario, siguió expandiéndose en el Caribe y en otros lugares de América. Esto se debió a que al quedar abierto el cauce de la
movilidad social quedó ampliada la base del poder político, que se hizo más representativa de la realidad social del país; con la
ampliación de esa base la revolución recibió un fuerte impulso y a consecuencia la m ovilidad social tomó un ritmo más rápido. Las
fuerzas desatadas en Inglaterra, debido a esos movimientos, le permitieron al país a delantarse estructural-mente a todos los de
Europa, al grado que un siglo más tarde podía iniciar la revolución industrial, que fue el fenómeno más trascendental de la historia
de Occidente después del descubrimiento de América.

En los días de la república, bajo el gobierno de Oliverio Cromwell, Inglaterra alcanzó a convertirse en el mayor poder marítimo de
Europa, desplazando a Holanda, que había ocupado ese lugar durante dos siglos. La ex plicación de esa política naval se hallaba en
la naturaleza económica del sector que hizo la revolución, pues el dominio de los ma res era indispensable para consolidar y ampliar
los negocios de los comerciantes. Inglaterra era una isla y su comercio necesitaba comunicaciones marítimas seguras.

Pero esa primacía marítima no podía alcanzarse, y mantenerse, sin chocar con Holanda , y un choque de Inglaterra con Holanda
llamaría necesariamente la atención de Francia, pues Francia, colocada ya en la situ ación del mayor poder de la Europa continental,
estaba interesada en que el juego de los poderes europeos se conservara en un equilibrio que garantizara la estabilidad de su
posición.

Después de haber terminado la guerra de Cataluña, Francia se había enzarzado en otra guerra con España, y esa última había
terminado en 1660. Al año siguiente murió Mazarino, y Luis XIV había decidido no entregar las riendas del gobierno a un canciller o
ministro universal, como se decía entonces —que era el papel que habían desempeñado Richelieu y Mazarino-—, sino que pasó a
gobernar él mismo. Su doble posición de rey y jefe de gobierno de Francia le convirtió en el árbitro de Europa, en un verdadero Rey
Sol, como le llamaban sus cortesanos. La clave de los planes políticos de Luis XIV era la extensión de las fronteras de Francia por el
Franco-Condado y por Flandes, que había sido la misma aspiración de Richelieu y de M azarino. Dado que Flandes se hallaba
geográfica e históricamente muy vinculada a Holanda, los planes franceses se veían en peligro si Inglaterra vencía a Holanda en una
guerra futura, pues entonces Inglaterra podía pasar a ser el país protector de Fland es. Para evitar esa posibilidad Luis XIV celebró

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en 1662 un tratado con Holanda, que era, a la vez de ayuda mutua, ofensivo y defensivo; al mismo tiempo, el monarca francés
mantenía las mejores relaciones con Carlos II de Inglaterra y hasta le facilitaba dinero para sus gastos personales, que eran

cuantiosos.

La lucha por el control del tráfico de esclavos entre África y América llevó a Ingla terra y a Holanda a una guerra, que comenzó en
1664. Esa guerra, tal como se relata en el capítulo IX de este libro, produjo luchas encarnizadas en el Caribe. Mientras ella tenía
lugar murió Felipe IV, el monarca español —el día 17 de septiembre de 1665— y dejó c omo heredero del Trono aun niño enfermo,
retrasado mental, que tenía entonces cuatro años de edad y que había sido bautizado con el nombre de Carlos. Ese niño seria Carlos
II, conocido en la historia de España con el sobrenombre de El Hechizado; iba a morir al terminar el siglo xvii, esto es, en el año
1700, y con él terminaría en España la dinastía de los Austrias.

Como era de esperarse, Francia entró en la guerra anglo holandesa del lado de Holand a, cosa que sin duda debió de confundir al rey
inglés, que se consideraba aliado personal de Luis XIV. La guerra terminó con la paz de Breda, acordada en julio de 1667. Como
dato curioso anotamos que en esa paz de Breda, Holanda cedió a Inglaterra la pequeña colonia llamada Nueva Holanda, que estaba
situada en la costa oriental de lo que hoy son los Estados Unidos de América. La cap ital de la colonia era una pequeña villa de poca
importancia llamada Nueva Amsterdam. Los ingleses quisieron honrar a su rey y rebautizaron el establecimiento con el título que
llevaba el hermano del rey. Ese título era el de duque de York. Por eso Nueva Amsterdam pasó a llamarse Nueva York.

La situación de Europa era tan tensa, y la política de Luis XIV tan agresiva, que por un lado estaba negociando para acabar la
guerra en el norte y por otro estaba atacando a España. Aunque las causas de ese ata que a España eran de origen más amplio, y de

más peso —pues se trataba de toda una política francesa que se seguía desde hacía mu chos años—, lo que probablemente la desató
fue la inclinación de España a aliarse con Inglaterra, Suecia y Holanda, en una especie de coalición anti-francesa. Pero el motivo
público que dio Luis XIV fue de carácter casi personal; fue la negativa española a p agar la dote de la mujer de Luis XIV, María
Teresa. Por eso la guerra franco-española comenzada en mayo de 1667 se llamó de la Devolución.

La mujer de Luis XIV era la infanta María Teresa, hija de Felipe IV y de Isabel de Borbón. Felipe IV, que heredaba la locura de la
casa real española, era primo hermano de Luis XIV, porque la madre de Luis XIV, Ana de Austria, era hermana de Felipe IV. Fue por
esa vía por donde penetró en los Borbones, que iban a reinar en España, la locura de los Austrias, punto que debemos tener presente
a la hora de estudiar la vida de los primeros reyes Borbones de España.

El matrimonio de una hija de Felipe IV con el rey de Francia causó muchas y muy serias preocupaciones en las cortes europeas,
sobre todo en la austroalemana. Antes de seguir adelante debemos decir que el imperio austroalemán, llamado también Imperio de
Alemania y Sacro Imperio, estaba formado por la mayor parte de los territorios que hoy forman los varios países de la Europa
central y parte de la oriental. Ese imperio era en realidad uno de los grandes poderes europeos de la época, pero no tenía influencia
en el Caribe. Sin embargo, tenía influencia en Europa, y la tenía en forma indirecta en España, pues la estrecha vinculación familiar
de las monarquías austroalemana y española, sus respectivas vecindades con Francia, sus fronteras comunes en Italia y en el Franco-
Condado, convertían a los dos países en aliados forzosos.

Pues bien, si todas las cortes europeas se preocuparon por el matrimonio de Luis XIV con la hija de Felipe IV, que podía ser en
cualquier momento heredera de una parte de los territorios de España, la que más se preocupó fue la corte austroalemana; lo que se
explica porque si María Teresa heredaba el Franco-Condado o’ Flandes o los territorios italianos, éstos podían caer en manos de Luis
XIV, y eso podía significar un peligro para el Imperio. Con el poder de los territorios europeos de España en sus manos, Luis XIV se
convertiría en una fuerza incontrastable. A fin de evitar esa amenaza se hicieron mu chas gestiones y se usaron muchos argumentos
ante Felipe IV; y no sólo desde el exterior, sino también dentro de España, cuya nob leza no podía ver con buenos ojos la posibilidad
de que su país viniera a menos. Felipe IV comprendió lo razonable de la oposición qu e se hacía al matrimonio e impuso una
condición: que María Teresa renunciara, por ella y sus descendientes, a cualquier derecho a la corona española o a una parte de sus

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territorios; a cambio de esa renuncia el rey daría a su hija una dote de 500.000 duc ados. Luis XIV accedió y la boda siguió adelante.
Pero sucedió que Felipe IV murió sin haberle entregado a Luis XIV esa suma, y a la m uerte de Felipe, su viuda, Mariana de Austria,

que pasó a ser reina-regente, se halló con que no tenía fondos para hacer buena la d euda de su marido. De esa falta de pago se valió
Luis XIV para declarar que la renuncia de María Teresa carecía de validez, puesto qu e era parte de un contrato que no se había
cumplido; según Luis XIV, los hijos de María Teresa —que eran hijos de Luis XIV, desde luego— debían heredar las plazas de
Flandes que seguían en poder de España. Y con ese argumento Luís XIV se lanzó sobre Flandes en mayo de 1667. Así comenzó lo que
se llamó la guerra de la Devolución.

Para mantener a España inmovilizada militarmente mientras él atacaba en Flandes, Luis XIV daba ayuda a los portugueses, que
combatían por su independencia desde hacía veintisiete años, y como al mismo tiempo Francia era aliada de Holanda y Luis XIV
daba un subsidio mensual al rey de Inglaterra, el monarca francés se sentía libre y sólo podía temer amenazas, o acciones favorables
a España, de parte del imperio austroalemán. Para hacer frente a esa posibilidad, el rey de Francia propuso un arreglo al emperador
de Alemania; según ese arreglo, España sería repartida entre los dos países, y al Imperio le tocarían, entre otros territorios, la
España europea y toda la América española. Ese acuerdo es el que se conoce en la historia de España con el nombre de "primer
reparto".

Es el caso que las tropas francesas conquistaron el Franco-Condado y avanzaron por Flandes, y cuando se hizo la paz, llamada de
Aquisgrán por la ciudad donde se firmó —el 2 de mayo de 1668—, Luis XIV devolvió a España el Franco-Condado, pero se quedó con
varias plazas de Flandes.

España se hallaba entonces en un proceso de descomposición política que la debilitab a más de lo que ya lo había estado, y Luis XIV
se sintió tan seguro en suposición, que dejó de preocuparle la suerte de Holanda. Si Holanda caía en manos de Inglaterra, o si
pasaba a ser un instrumento europeo de la política inglesa, su vinculación geográfica e histórica con Flandes no pondría en peligro
los planes franceses, puesto que la porción de Flandes vecina a Holanda estaba ya en manos de Francia. Así, cuando Inglaterra se
consideró lista para atacar a Holanda, Luis XIV no se opuso; sólo presentó una condición: que Inglaterra pasara a ser católica. Luis
XIV aspiraba a heredar de su lejano antepasado Felipe II el título de Campeón de la Cristiandad. Fue así como en 1670 el monarca
francés acordó con Carlos II de Inglaterra darle ayuda en una guerra contra Holanda a cambio de que Carlos II restaurara en
Inglaterra la religión católica. Si esto último presentaba alguna dificultad, Luis XIV aportaría tropas y dinero para que Carlos II los
usara en Inglaterra.

La guerra contra Holanda comenzó en marzo de 1672, y el rápido avance francés llevó a las tropas de Luis XIV en pocas semanas
hasta Utrecht. Los holandeses, temiendo lo peor, llamaron a un joven que no había cumplido todavía los veintiún años, Guillermo de
Orange, descendiente de Guillermo el Taciturno y nieto de Carlos I, el rey inglés decapitado por Cromwell. Carlos II, que estaba
haciendo la guerra contra Holanda, era hermano de la madre del joven holandés, de ma nera que era su tío; tío suyo también era el
Gran Elector de Brandeburgo; y el abuelo de Luis XIV era su bisabuelo. Y precisamente por todos esos vínculos reales, una ley
especial, llamada Edicto Eterno, prohibía que un Orange tuviera posición de mando en la República de Holanda. Pero en la hora de
la crisis, Holanda olvidó el Edicto Eterno y llamó al joven Guillermo para que dirig iera la defensa del país, y se le nombró estatúder,

como había sido El Taciturno, y además capitán general de los ejércitos.

La presencia de Guillermo de Orange al frente de los defensores de Holanda hizo efecto en el rey de Inglaterra, que al fin y al cabo
era su tío; mucho más porque Carlos II había ido a la guerra precisamente contra los enemigos de Guillermo, que gobernaban en
Holanda en 1672, y esos enemigos de Guillermo habían sido atacados por el pueblo de Amsterdam a los gritos de "vivan Guillermo
de Orange y Carlos II". En vista de la nueva situación, Carlos II le propuso a Luis XIV que cada uno tomara una parte de Holanda y
que dejara una tercera parte para que Guillermo de Orange gobernara como soberano con potestad de rey. Cuando el joven
Guillermo conoció la propuesta respondió diciendo que prefería el título de estatúder que le había dado el pueblo holandés al de rey
de una parte de Holanda, y que él se sentía más comprometido con sus conciudadanos q ue con su interés personal.

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La guerra se decidió debido a que España, el imperio alemán y el Gran Elector de Bra ndemburgo se pusieron del lado de Holanda.

Carlos II dio por terminada la guerra en 1674, y en 1677 arregló el matrimonio de Gu illermo con la hija del duque de York, sobrina
del rey; en 1678, Francia también puso fin a su guerra con Holanda.

Lo realmente importante de lo que hemos dicho sobre esa guerra franco-anglo-holandesa no se halla en la guerra misma; se halla en
que la guerra fue un medio apropiado para la aparición de una nueva figura europea, el joven Guillermo de Orange. Surgió en la
guerra de 1672-1678, y luego, debido a su matrimonio con la hija del duque de York, pasaría a ser rey de Inglaterra cuando el duque
de York, rey con el nombre de Jacobo II, fue destronado en el año 1688. Como estatúder de Holanda, primero como Guillermo III de
Inglaterra, después, Guillermo de Orange fue un hombre clave en la política de Europ a y sobre todo en la lucha contra Luis XIV; y
por eso mismo es una figura importante en el trasfondo de los acontecimientos del Ca ribe. España había participado en la guerra
anglo-franco-holandesa del lado de Holanda, pues también había comprendido que la ex istencia de Holanda era, en cierta medida,
una garantía para la existencia de un Flandes español, pues a Holanda no podía convenirle que Francia llevara su frontera hasta la
misma orilla holandesa; además, Luis XIV proseguía la política, ya tradicional en Francia, de debilitar a España en Europa.

España actuó en esa ocasión torpemente, pues Luis XIV era demasiado fuerte y España tenía mucho que perder, sobre todo en
territorios que colindaban con Francia. Así, cuando España intervino en la guerra, el rey francés respondió atacando el Flan-des
español y ocupando el Franco-Condado, que a partir de entonces quedaría siendo franc és, como quedó siendo francesa una parte
considerable de Flandes. Además, Luis XIV no se limitó a atacar ante esos dos puntos; lo hizo en Sicilia, donde sus fuerzas
derrotaron a holandeses y españoles reunidos, y lo hizo en la propia España, pues entró en Cataluña, donde sus ejércitos llegaron

hasta Gerona en 1675 y hasta Figueras en 1677.

Esa guerra infortunada, que terminó en el año de 1678 con la paz de Nimega, se extendió hasta el Caribe, según se explica en el
capítulo anterior, en los párrafos en que se relatan las vicisitudes del señor de Or egón, gobernador de la Tortuga, cuando salió de la
Tortuga con la intención de tomar Curazao. En cuanto a los acontecimientos que se produjeron en el Caribe después de la paz de
Nimega, el lector podrá leerlos en el capítulo próximo, pues ahora seguiremos hablando de España, que era todavía la mayor
potencia del Caribe.

Del trágico fondo de esa guerra sobresalía, afirmándose cada vez más, la figura de Guillermo de Orange, que a pesar de su juventud
se había convertido en un líder europeo. Esto se debía en cierta medida a sus condic iones personales, pero también a la fortaleza
económica, a la coherencia social y a las virtudes cívicas del pueblo holandés, que respaldaba resueltamente a su estatúder; y
también a las victorias de los franceses. Toda Europa se asustaba ante el tremendo p oderío que desplegaba Francia, y Guillermo de
Orange aprovechaba el miedo a Francia para ir tejiendo una gran coalición anti-franc esa. Así, en plena guerra consiguió que
Inglaterra, la aliada de Francia, le retirara su apoyo a Francia y firmara un tratad o con Holanda y España —en enero de 1678—, y
después de la paz de Nimega, firmada ese mismo año, comenzó a organizar su coalición europea contra Francia.

España salió de la guerra, como hemos dicho, perdiendo el Franco-Condado y una parte de Flandes. El país que cien años atrás

hacía y deshacía la política de Europa, se había convertido hacia el año de 1678 en una nación entregada, que perdía territorios más
allá de sus fronteras y se debilitaba dentro de éstas. Su inamovilidad social se agravaba con el paso del tiempo y la conducía
inexorablemente a una especie de parálisis nacional, y ya no tenía ni poder económico ni fuerza militar; era la víctima de las
apetencias europeas, y especialmente de las de Francia, y sólo podía sobrevivir si se doblegaba a la voluntad de Luis XIV o si se
sumaba a los enemigos del Rey Sol. En Nimega había terminado España como poder europeo.

Habiendo perdido su condición de país líder, España decidió mantener una política anti-francesa, lo que la condujo a entrar en el
tratado de Asociación que habían firmado Holanda y Suecia en La Haya en 1681. El Sac ro Imperio se unió al tratado, y España se
sintió suficientemente fortalecida por esas alianzas, al grado que a los movimientos de Luis XIV contra Luxemburgo y otros puntos

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cercanos, respondió España en diciembre de 1683 con una declaración de guerra a Francia. Francia tomó en el acto la ofensiva,
lanzó tropas sobre Cataluña y tomó Luxemburgo, todo sin que los aliados de España intervinieran en la guerra. En agosto de 1684, a

los pocos meses de iniciada, esa guerra terminaba con el Tratado de Ratisbona, en la cual España cedía Luxemburgo a Francia.

Pacientemente, Guillermo de Orange siguió tejiendo los hilos de una gran malla europ ea para atrapar a Luis XIV, y España volvió a
entrar en una alianza anti-francesa organizada por el joven estatúder holandés. Esa vez se trató de la Liga de Augsburgo, formada
por Holanda, Alemania, Suecia, Baviera, España y unos cuantos ducados o principados. La Liga de Augsburgo iba a conducir a casi
toda Europa a la guerra más larga del siglo XVII, después de la de los Treinta Años, una guerra que se convirtió en una floración de
grandes victorias francesas. Al final de esa guerra, Francia había de ser un poder incontrastable, el poder que dictaba la política de
Europa.

España se adhirió a la Liga de Augsburgo después que una flota francesa se presentó en el puerto de Cádiz y exigió medio millón de
escudos bajo amenaza de bombardear la ciudad. El papa Inocencio XI se adhirió a la Liga a causa de la conducta francesa en la
elección del arzobispo elector de Colonia; e Inglaterra se sumó a la Liga cuando Guillermo de Orange pasó a ser rey de Inglaterra en
1688, en sustitución de su suegro, el destronado Jacobo II.

Luis XIV se enfrentó a la gran coalición europea actuando con su característica rapidez, atacando y derrotando a los coaligados en
todas partes; en Alemania, en Flandes, en España, en Irlanda, en el Caribe. El poderío militar francés actuó en forma arrolladora.
Toda la potencia económica y social de Francia, la unidad casi monolítica del país q ue había logrado Luis XIV en casi treinta años
de gobierno, se manifestó en esa guerra en forma de ejércitos organizados, con buenos jefes y excelente armamento. Esa fue la

última guerra del siglo XVII y al mismo tiempo el primer modelo de las guerras modernas que iban a comenzar pocos años después,
en los primeros años del siglo XVIII.

En cuanto a los combates de esa guerra que se libraron en el Caribe, el lector halla rá un amplio relato en el capítulo siguiente; en
cuanto a los que tuvieron lugar en Europa, deben interesarnos los que afectaron a los países que tenían dependencias en el Caribe;
esto es, Inglaterra, Holanda, España y la propia Francia.

Inglaterra y Holanda unidas formaban un poder naval incontrastable, de manera que en Irlanda, donde Luis XIV tenía que
combatir a base de poder naval, los franceses fueron derrotados, y con ellos sus aliados los partidarios de Jacobo II, que se había
refugiado en Francia; pero en Luxemburgo, en Fleurus, en Mons, en Namur, en Italia, esto es, en el territorio europeo, español u
holandés, Francia vencía uno tras otro a sus enemigos. El propio Guillermo de Orange fue derrotado en dos batallas en el año de
1693. En cuanto a España, los ejércitos franceses entraron en Cataluña y fueron toma ndo plaza tras plaza, desde Camprodón en
1689 hasta Barcelona en 1697, sin que ningún jefe español pudiera hacer frente a su avance.

La coalición de los enemigos de Luis XIV no podía mantenerse unida frente a un enemigo tan enérgico y capaz, pero al mismo
tiempo Luis XIV, que era un político hábil, no pretendía llevar la guerra a sus últimas consecuencias. Por otra parte, Francia había
empezado a padecer de serias escaseces de alimentos, y de epidemias que producían grandes mortandades; de manera que cuando

uno de los aliados, el duque de Saboya, propuso una paz por separado a fines de 1696 , Luis XIV la aceptó. Así comenzó a
desgranarse el collar de la Liga de Augsburgo.

La guerra terminó con la paz de Ryswick, firmada el 20 de septiembre de 1697. En una jugada de alta política, digna de un maestro
de gran talla en ese menester, el poderoso rey de los franceses sacó sus ejércitos de Cataluña, de Luxemburgo, Charleroi y otras
ciudades de Flandes sin pedir nada a cambio. La reacción natural y lógica del pueblo español fue de alivio, de sorpresa agradable, y,
al final, de simpatía hacia Luis XIV; y eso, precisamente, era lo que buscaba el vencedor.

¿Por qué prefería la simpatía española a la posesión de Cataluña y su hermosa y rica capital, Barcelona, a la de ciudades como

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Luxemburgo, Mons y Charleroi?

Porque Luis XIV aspiraba a mucho más: aspiraba a ser rey de España, y para lograrlo necesitaba contar con la buena voluntad del
pueblo de España.

Era el año de 1697, ya en sus finales, y las Cortes de Europa esperaban que Carlos II, el rey español, no viviría mucho tiempo más.
Puesto en el trono desde 1675, el hijo tarado de Felipe IV, cuñado de Luis XIV, se había casado con una sobrina de éste, María Luisa
de Orleáns, que no le dio descendencia. María Luisa de Orleáns había muerto en 1689. La segunda mujer del monarca español era
Ana María de Neoburgo, que llevó consigo a Madrid una camarilla de alemanes, hombres y mujeres, que trataban por todos los
medios de enriquecerse vendiendo favores reales. Esos íntimos de la reina lo vendían todo, empezando por los cargos públicos,
fueran civiles, religiosos o militares; y como España era un país que seguía socialmente inmóvil, el cargo público era al mismo
tiempo una garantía de estabilidad económica —y hasta de enriquecimiento— y un ascenso social. En lo que se refiere a la herencia
del trono, tampoco Ana María de Neoburgo le dio hijos a Carlos II.

A medida que el tiempo pasaba sin que el rey tuviera un heredero, iban formándose círculos de intrigantes que se movían alrededor
de los diplomáticos acreditados en Madrid, pues cada monarca europeo tenía algún int erés en el caso; unos aspiraban a heredar la
corona española y otros a impedir que la heredara tal o cual rey o príncipe. La cama rilla de Ana de Neoburgo se mantenía activa en
esas intrigas, pero también se mantenía activo el grupo que rodeaba a Mariana de Austria, la reina madre. Este grupo era conocido
con el nombre de "partido bávaro", debido a que Mariana de Austria era partidaria de que su hijo testara dejándole el trono a un
hijo del elector de Baviera. Al morir la reina madre, lo que sucedió en 1696, su gru po siguió actuando y llegó a obtener que Carlos II

firmara un testamento a favor de su candidato.

Ana de Neoburgo y su camarilla trabajaban en favor del emperador de Alemania, cuñado de Ana de Neoburgo. La influencia de ésta
sobre el rey era tan grande que los "bávaros" lograron el testamento de Carlos en fa vor del hijo del elector de Baviera gracias a que
tanto Carlos como su mujer estaban enfermos y separados; pero cuando la reina mejoró presionó al rey para que dejara el
testamento sin efecto; el monarca, hombre sin voluntad, lo hizo así. Esto sucedía en septiembre de 1696, es decir, un año antes de
que se firmara la paz de Ryswick.

Después de la paz de Ryswick, Luis XIV pudo tener un embajador en Madrid, y con el embajador tantas personas y tantos medios
como se necesitaban para formar un círculo que trabajara en favor de su candidatura como heredero de Carlos II. En ese momento,
el llamado partido austriaco logró que el pobre rey enfermo firmara una carta dirigida al emperador austro-alemán en la cual le
prometía que a la hora de hacer su testamento declararía heredero del reino de España al archiduque Carlos, hijo segundo del
emperador; y, como se verá más adelante, en esa carta basó el emperador su derecho a enviar a España ejércitos para reclamar la
corona del país para su hijo, lo que convirtió a España en campo de batalla de los p oderes europeos durante la larga y costosa guerra
de Sucesión.

Luis XIV no se dejó amilanar por el valioso documento que había firmado su cuñado en favor del archiduque Carlos, y al mismo

tiempo dispuso dos ofensivas diplomáticas, una dentro de España y otra en el exterior. Para la que llevó a cabo dentro de España
montó toda una máquina de intrigas, espionaje, soborno y halagos. El círculo favorab le a Luis XIV se amplió tanto y llegó a tener
tanta influencia que logró sacar de sus cargos a altos funcionarios de la Corte. El oro francés corría a raudales. La reina recibía
trajes, joyas, perfumes y hasta cintas de zapatos de París como obsequios del real cuñado de su real marido. En la Corte no sucedía
nada, ni pequeño ni grande, que no lo supiera el embajador de Luis XIV. Al mismo tiempo que progresaba esa parte interna del
plan, Luis XIV ponía en acción la parte externa y enviaba negociadores a todas las cortes europeas para ofrecer cuanto podía ser
ofrecido a cambio de contar con la ayuda de la corona española a manos francesas. El resultado de esas actividades de Luis XIV fue
el llamado "segundo reparto de España", acordado entre Guillermo III de Inglaterra — el antiguo Guillermo de Orange, de
Holanda— y el rey de Francia, al que se adhirieron varios otros monarcas y príncipes. Según los términos del pacto —que fue secreto,

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pero que no pudo mantenerse secreto, tantos eran los que participaban en él—, España , América, Flandes y Cerdeña pasarían a
manos del príncipe elector de Baviera; el Delfín de Francia, hijo y heredero de Luis XIV, sería soberano de las Dos Sicilias, las plazas

fuertes de Toscana y Guipúzcoa española; Milán le tocaría al emperador austro-alemán.

Cuando el secreto dejó de serlo y la noticia del segundo reparto llegó a Madrid, los cortesanos de Carlos II creyeron que ya era
tiempo de poner un alto a todas las intrigas y todas las zozobras que se originaban en el hecho de que no hubiera un heredero para el
trono español; así se le reclamó al rey que tomara una decisión, pues de no tomarla, España corría peligro de ser repartida como un
bien mostrenco. El rey, abúlico, retrasado mental, hizo lo que se le pedía y dictó testamento por el cual declaraba heredero de la
corona española al joven príncipe José Fernando de Baviera, que había sido el candid ato de la reina madre, Mariana de Austria. El
testamento fue leído ante el Consejo de Estado. Los "bávaros" habían ganado la partida a pesar de que ya no vivía su jefe, Mariana
de Austria. Luis XIV y el emperador de Alemania habían perdido la batalla diplomátic a. Esto sucedía al mediar el mes de noviembre
de 1698; al comenzaré de febrero de 1699 moría José Fernando de Baviera. Luis XIV y el emperador podían volver a la carga. Y así lo
hicieron.

De alguna parte, tal vez de la angustia del pueblo español, salió, entonces la espec ie de que Carlos II estaba hechizado; alguien
había puesto sobre él un embrujo para evitar que tuviera un hijo o pudiera señalar un heredero... En cualquiera de los varios
retratos que se le hicieron al infeliz Carlos II puede apreciarse que era físicamente una criatura no acabada, un hombre que no nació
normal, lo que se explica porque fue el producto de cruces entre parientes cercanos que heredaban la locura, o por lo menos ciertas
formas de degeneración física y mental; de manera que no había que achacar a filtros de brujas su incapacidad para tener hijos o
para comportarse como un ser normal. Sin embargo, la especie de su hechizamiento conmovió al pueblo español, corrió por los

círculos cortesanos y diplomáticos de Madrid, se esparció por las Cortes europeas, movilizó a jerarcas de la Iglesia, preocupó a
nobles y frailes y desató una actividad febril en palacios y conventos. Tanto llegó a arraigar el dislate, que se procedió a consultar a
adivinos y adivinas, y éstos aseguraron que el rey había sido hechizado con tabaco q ue había sido colocado en el escritorio de la
reina; ese tabaco embrujado impedía que el rey tuviera hijos.

La convicción de que el rey había sido embrujado llegó a ser tan fuerte que se le encargó a un capuchino alemán llevar a cabo el rito
del exorcismo. Parecía un episodio de la Edad Media, pero la Edad Media estaba muy lejos; ya se estaba a las puertas del siglo
XVIII, que sería llamado el Siglo de la Razón. El capuchino alemán cumplió el encarg o, y las habitaciones reales de El Escorial
quedaron limpias de hechizos, y el rey también. Cuando se lo comunicaron, el pobre rey dijo que, efectivamente, se sentía mejor.
Entonces se ordenó el traslado del lecho real a otro aposento, se mandó llamar a la reina y se aseguró solemnemente que, gracias al
exorcismo, España tendría un heredero nueve meses después. Desde entonces el pueblo español bautizó a su rey con el sobrenombre
de El Hechizado, que ha conservado la historia.

En las Cortes reales de Europa no se puso fe en las artes del exorcizador; ni siquiera Luis XIV, tan católico, creyó en ello, pues a
mediados de 1699 volvía a acordar el reparto de España. En ese tercer reparto se estableció que América pasaría al Sacro Imperio.
Cuando la noticia del acuerdo llegó a Madrid se levantó tal ola de indignación que se forzó la mano sobre Carlos II para que
protestara ante la Corte de Inglaterra y al gobierno de Holanda, lo que, desde luego, hizo el rey. Y, sin embargo, era tan alarmante el

estado del rey y era tan grave la preocupación de los hombres del gobierno español, que de buenas a primeras, en el mes de mayo de
1700, el Consejo de Estado designaba a Felipe de Borbón, duque de Anjou, nieto de Luis XIV, príncipe de Asturias. Este título ha sido
tradicional-mente el que ha llevado el heredero a la corona de España.

¿Era que Luis XIV había ganado esa partida en la que el premio era la vieja y bravía España y el vasto imperio que tenía
desparramado en cuatro continentes, o se trataba de una de las conocidas debilidades de Carlos II ante presiones de familiares y de
amigos íntimos?

No era una debilidad más de Carlos II. Luis XIV había actuado con astucia ejemplar. Mientras negociaba el reparto de España y su

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imperio, trabajaba finamente en Madrid para que la corona española cayera en sus manos o en las de uno de sus descendientes. El
puente de los Austrias a los Borbones fue cuidadosamente calculado y montado: antes de que el nombre de su nieto apareciera en un

testamento de Carlos II, que éste podía destruir como lo había hecho con otros, obtu vo que el Consejo de Estado, la más alta
autoridad de España en la materia, designara a Felipe de Anjou príncipe de Asturias. Lo demás llegó por sus pasos contados.

En septiembre cayó Carlos II enfermo por última vez; el 3 de octubre firmaba un testamento en que instituía a Felipe de Borbón,
duque de Anjou y príncipe de Asturias, heredero de la corona de Carlos I y Felipe II . Fue así como se extinguió en España la casa de
los Austrias y surgió en su lugar la dinastía de los Borbones. Precisamente entonces estaba terminando el siglo XVII.

El nuevo rey llegó a España al comenzar el siglo XVIII, esto es, en enero de 1701, y ya en septiembre se firmaban en La Haya, la
capital de Holanda, los documentos de la alianza que habían organizado Holanda, Inglaterra y el imperio austroalemán con el
objeto de sacar a Felipe de España y de colocar en el trono español, en lugar suyo, al hijo segundo del emperador Leopoldo I, el
archiduque Carlos de Habsburgo. Aquella malhadada carta del pobre Carlos el Hechizad o a Leopoldo I, en la que le anunciaba que
designaría heredero al archiduque Carlos, había servido para darle base legal a la a lianza de 1701. El arquitecto de esa alianza había
sido Guillermo de Orange, rey de Inglaterra, que iba a morir unos meses después, el 8 de marzo de 1702. En septiembre del primer
año del nuevo siglo quedaba montada, pues, la maquinaria diplomática y militar que iba a desatar en España la larga guerra
conocida en toda Europa y también en las tierras y en las aguas de América.

La guerra comenzó en el mismo año de 1701, cuando los austriacos se lanzaron sobre las dependencias españolas de Italia,
obteniendo victorias desde el primer momento. Inglaterra y Holanda entraron en acción en el 1702. El duque de Marlborough,

antecesor de Winston Churchill —el mismo Mambrú que "se fue a la guerra" de los cantos infantiles—, pasó de Inglaterra a Holanda
con un ejército de 10.000 hombres y con el plan de atacar a los franceses en Flandes y penetrar después en Francia. Luis XIV
respondió lanzando sus tropas a través de Europa, en dirección de Viena, con el ánimo de asestarle un golpe mortal al Sacro Imperio
en pleno corazón, y el rey de España, coronado bajo el nombre de Felipe V, salía de Madrid y se dirigía a Italia para hacer frente a
los austriacos.

En la guerra de Sucesión, como podemos ver, Francia y España eran aliadas contra una coalición de toda Europa. Los enemigos de
ayer se habían convertido en los compañeros de hoy.

Los dos más grandes poderes marítimos de Europa, Inglaterra y Holanda, que tanto se habían combatido por el señorío de los
mares, estaban unidos contra España y Francia, lo que sin duda era mala cosa para España, más vulnerable que Francia a los
ataques por mar. ¿Cómo y dónde iban a usarse las flotas angloholandesas? ¿En Europa, en el Caribe?

Por de pronto, se usaron atacando la costa sur de España y hundiendo en Vigo la flota española que llegaba de América cargada de
metales y productos, y ese golpe, ayudado con ofertas generosas, hizo temer a muchos que España y Francia iban a perder la guerra,
con lo que comenzaron las deserciones y el pase hacia las filas del archiduque Carlos. Hasta el suegro de Felipe V, duque de Saboya,
se pasó al enemigo, y tras él numerosos miembros de la nobleza española.

En mayo de 1704, el archiduque Carlos desembarcaba en Lisboa, lo que equivalía a dec ir que se hallaba en las puertas de España.
Ese mismo año tomaron los ingleses el peñón de Gibraltar, que ya no volvería a ser español. En el 1705, Valencia y Varios pueblos
vecinos se levantaron por el archiduque y a poco se levantaba también Barcelona en f avor del pretendiente austriaco. Antes de que
terminara ese memorable año de 1705, Aragón se sumaba a la causa de los enemigos de Felipe V; y también ese año moría el padre
del archiduque, el emperador Leopoldo, por lo cual ascendía al trono el hermano mayor de Carlos. La situación se presentaba tan
sombría para España y Francia, que Luis XIV consideró necesario hacer propuestas de paz. El rey francés sabía que si él y su nieto
quedaban vencidos, Francia perdería más que España, porque en fin de cuentas Carlos de Habsburgo pasaría a ser rey español,
respaldado por el poder del Sacro Imperio, y no iba a permitir que España fuera desmembrada; en cambio. Francia quedaría a

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merced de Inglaterra, Holanda, el Imperio y la propia España, puesto que Carlos no iba a convertirse de la noche a la mañana en
aliado suyo.

El año de 1706 fue de derrota para los hispano-franceses en todos los campos de bata lla. Se perdió Flandes, se perdió toda Italia, y
los ingleses entraron en Madrid en el mes de junio; el día 25 de ese mes, el archiduque fue proclamado en Madrid rey de España con
el nombre de Carlos III. El nuevo rey, que se hallaba entonces en Zaragoza, se prepa ró para hacer su entrada triunfal en la capital
del reino. La causa de Luis XIV y de Felipe V se veía totalmente perdida.

Sin embargo, no estaba perdida. Cataluña, Valencia y Aragón se hallaban del lado de Carlos III, pero Castilla no iba a abandonar la
causa de Felipe V; los castellanos reconquistaron Madrid el 4 de agosto, con lo que comenzó a cambiar la marea de la guerra. En
abril de 1707 ganaba Felipe V la batalla de Almansa, que le abrió las puertas de Valencia; el 26 de mayo caía en, sus manos
Zaragoza; en el 1708 estaba combatiéndose en Cataluña.

En España se iba de victoria en victoria contra los coaligados de La Haya; pero en Francia la situación no era la misma. El invierno
de 1709 había sido duro y había dejado una estela de hambre que estaba conmoviendo a l país; en 1710, el hambre comenzó a
provocar levantamientos en varios lugares. Luis XIV, preocupado, con sus ejércitos combatiendo en toda Europa, se decidió a
negociar la paz otra vez, y propuso a los ingleses y holandeses la renuncia de su nieto al trono español. Pero Felipe se negó a
renunciar. Su abuelo hizo una nueva proposición: Felipe seguiría siendo rey, pero el imperio español de América sería distribuido
entre los combatientes. Otra vez se negó a aceptar esas condiciones de paz, y esta ú ltima negativa provocó la ruptura de Felipe y su
abuelo. A partir de ese momento sería Felipe, y no Luis XIV, quien decidiría el destino de su reino y el de su dinastía, que era ya la de

los Borbones de España. No en balde Felipe llevaba diez años guerreando en España, viviendo con los españoles, padeciendo con
ellos y esperanzándose con ellos.

En ese momento los ingleses y los holandeses cometieron un error que iba a tener consecuencias muy serias: le exigieron a Luis XIV
que le declarara la guerra a Felipe V. El viejo Rey Sol se llenó de indignación y decidió combatir en forma desesperada. A él, que
además de rey poderoso había sido siempre el jefe de un clan real, no se le podía af rentar pidiéndole que lanzara sus ejércitos contra
uno de sus nietos.

A menudo, cuando se tratan problemas políticos, el error tiene una importancia mayor o menor según sea el momento en que se
comete. Cuando Luis XIV se sintió ofendido y decidió lanzar a la lucha todas sus fuerzas, la suerte de las armas estaba favoreciendo
de nuevo a los enemigos de Felipe V. Era a mediados de 1710 y Felipe había tenido que abandonar Madrid, que cayó en manos de los
partidarios del archiduque; en el mes de septiembre Carlos entraba en la capital de España. Olvidándose del hambre y de las
agitaciones que ésta causaba en su país, Luis XIV ordenó en esa hora sombría que sus mejores ejércitos y sus mejores generales
entraran en España a dar batalla por su nieto; y esos ejércitos, y esos generales, sumados a los duros soldados castellanos, decidieron
la guerra a favor de Felipe V en la batalla de Villaviciosa, que tuvo lugar entre el 9 y el 11 de diciembre de ese año de 1710, que
parecía ser el año de la derrota de los Borbones en Francia y en España.

A partir de la batalla de Villaviciosa comenzó a cambiar la faz de la guerra, hasta con hechos que no se originaban en ella. Por
ejemplo, a mediados de abril del año siguiente (1711) moría el emperador de Alemania , hermano del derrotado Carlos III, y éste fue a
hacerse cargo del Imperio; Inglaterra temió que en Carlos III llegaran a unirse las coronas imperiales de Alemania y España y
decidió abandonar la guerra y comenzar negociaciones secretas con Luis XIV. Esas neg ociaciones se convirtieron en los preliminares
del tratado de Utrecht, que comenzaron en enero de 1712 y terminaron en abril de 1713.

En las negociaciones de Utrecht España perdió los Países Bajos, Nápoles, Cerdeña, la s plazas fuertes de la Toscana y el Milanesado,
la Gueldres española, Sicilia, Gibraltar y Menorca; además, concedió a Inglaterra autorización para enviar cada año un navío de 500
toneladas a los territorios españoles de América, y le concedió también el privilegio de vender esclavos negros en las dependencias

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americanas.

Esto último iba a conducirle, como veremos a su tiempo, a encender años después una nueva guerra que se haría sentir en el Caribe.

[ Arriba ]

Capítulo XII
EL CARIBE HASTA LA PAZ DE UTRECHT

Cerrado el intermedio europeo con la paz de Utrecht, debemos volver al Caribe y recordar que en el capítulo X habíamos avanzado
hasta el 1684, pero sólo en lo que se refiere a las actividades de los filibusteros; y resulta que la piratería no fue toda la lucha, y ni
siquiera su aspecto más importante, aunque fuera el más escandaloso. La piratería ib a desarrollándose paralelamente con las líneas
de poder de los imperios, pero era la voluntad de conquista de los imperios, no las acciones filibusteras, lo que determinaba el curso
de los acontecimientos en las tierras del Caribe. Si en el punto de la piratería hab íamos llegado hasta 1684, en el relato de las guerras
europeas en el Caribe habíamos llegado —en el capítulo IX— hasta la guerra anglo-holandesa de 1672-1674. Como se ha visto en el
capítulo anterior, esa guerra comenzó siendo sólo de ingleses contra holandeses y pasó inmediata-I mente a ser también de franceses
contra holandeses, y en 1673, España se alió a Holanda; un año después Inglaterra hizo la paz con Holanda, de manera que la
guerra quedó limitada a los aliados hispano-holandeses contra Francia. Holanda llegó a un acuerdo de paz con Francia en agosto de
1678, y España se adhirió a ese acuerdo un mes después; fue la paz de Nimega, que consagró la pérdida del Franco-Condado español
y la de varias plazas Era de esperar que esa guerra fuera a librarse en el Caribe, p ues todos los contendientes tenían territorios en esa
zona. Cuando España entró en alianza con Holanda, Luis XIV respondió con la velocida d de un rayo atacando Flandes, ocupando el
Franco-Condado y enviando sus ejércitos a Cataluña. ¿Por qué no hizo otro tanto en el Caribe? Los ataques franceses a las
dependencias españolas del Caribe, más que de las fuerzas navales y militares francesas propiamente dichas, partieron de los piratas
de la Tortuga, y esos piratas se lanzaban contra cualquier establecimiento español d el Caribe sin necesidad de que hubiera guerra
con España. Quizá Luis XIV tenía sus fuerzas demasiado comprometidas en Europa y no quería dispersarlas; tal vez el astuto
monarca había llegado a la conclusión de que para él y para Francia la decisión se lograría en Europa, no en aquel lejano mar de los

trópicos. Luis XIV era un gobernante que sabía determinar con claridad los objetivos de su política. Usaba la fuerza, pero no se
dejaba, arrastrar por ella. De los territorios españoles que él quería sumar a Franc ia, los más importantes se hallaban junto a las
fronteras europeas de Francia, no en la frontera española del Caribe. Por otra parte, se hace evidente, estudiando sus actos, que Luis
XIV aspiró siempre a arrebatarle a España el Franco-Condado y Flandes, pero no a llegar más allá. Tal vez el poderoso monarca se
sentía demasiado ligado a España por los lazos de la sangre y del matrimonio —era hijo de una española y marido de otra—, o tal vez
mantuvo durante años la secreta ilusión de que en algún momento podría heredar la corona de su lejano abuelo Felipe II, y no
quería destruir de antemano la herencia.
De todos modos, por la razón que fuere, es el caso que salvo los ataques de piratas franceses o al servicio de Francia que fueron
lanzados contra establecimientos españoles —detallados en los capítulos IX y X—, en esa guerra de 1672-1678 Francia combatió en
el Caribe más a Holanda que a España, y aun en el caso de los territorios holandeses, los ataques franceses no tuvieron la ferocidad
habitual en las guerras del Caribe.

La participación de Inglaterra en esa guerra fue corta —1672 a 1678— y de una parte de ella se habló al final del capítulo IX;
entonces se dijo que al iniciarse la guerra los ingleses habían ocupado Tórtola, San Eustaquio y Saba. Una flota holandesa
reconquistó San Eustaquio y Saba, pero los ingleses volvieron a tomarlas y las retuvieron hasta 1678. Tórtola fue devuelta a Holanda

en el 1688, el año en que Guillermo de Orange pasó a ser rey de Inglaterra. El más d uro de los golpes fue lanzado en la pequeña isla
de Tobago, cerca de Trinidad. De allí se llevaron los ingleses a todos los holandeses y a todos los esclavos negros que había en la isla,
unos cuatrocientos de los primeros y una cantidad igual de los segundos. Pero Tobago fue devuelta a los holandeses cuando

Inglaterra hizo la paz con Holanda, es decir, dos años después.

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Tobago fue atacada de nuevo en febrero de 1677, en esa ocasión, por una flota francesa. Al final del mismo año —en el mes de

diciembre— los franceses atacaron otra vez y se comportaron como fieras; quemaron todas las viviendas, hasta dejar la isla como
una tabla rasa, y se llevaron la mayoría de los esclavos, al grado que sólo se queda ron en la isla los que habían huido a los montes y
no pudieron ser localizados por los atacantes. (En el tratado de Nimega Holanda cedió la isla a Francia, pero Francia i no la pobló, y
al cabo del tiempo Tobago pasó a ser una isla inglesa; hoy es parte de la República de Trinidad.)

En diciembre de 1674, los indios caribes de Dominica cayeron sobre Antigua. Conviene ver el mapa del Caribe para darse cuenta de
que Dominica queda al sur de Guadalupe y Antigua al norte, de manera que ir de una isla a la otra no era una operación fácil. Pero
esos indios caribes dominaban el arte de navegar en sus grandes piraguas. Unos quinc e años después de ese ataque a Antigua, unas
piraguas caribes de San Vicente estuvieron en las costas occidentales de La Española cambiando productos indígenas por los que
podían darles los franceses de Saint-Dominique.

Antigua, como se sabe, era territorio inglés. El jefe de los caribes de Dominica que atacaron Antigua en esos días finales de 1674 era
el indio Warner, hijo, como se explicó a su tiempo, de sir Thomas Warner, colonizador y primer gobernador inglés de Saint Kitts.
Otro hijo de sir Thomas Warner, llamado Philip, encabezó a principios de 1675 una pequeña expedición inglesa de represalia que
cayó sobre Dominica animada de un furor frenético. Los ingleses destruyeron lo que hallaron a su paso, mataron a unos ochenta
indios, cogieron unos cuantos prisioneros y se llevaron las piraguas y las canoas qu e pudieron tomar. Entre los prisioneros estaba el
indio Warner. Un testigo presencial, inglés él, afirmó que Philip Warner indujo a su medio hermano a entrar en el barco de la
expedición junto con otros indios, que una vez que los tuvo allí les dio aguardiente hasta que los embriagó, y que cuando los vio

embriagados los mandó matar. En la matanza murieron el indio Warner y todos los niños que había en el grupo.

Los ataques de los indios caribes de Dominica y San Vicente a posesiones inglesas del Caribe fueron numerosos en esos años. Hubo
uno en 1676 a Antigua y Monserrat, otros en 1681 y 1682 a Barbuda y Monserrat. Todos parecen haber sido organizados por los
franceses. Debemos recordar que los caribes de Dominica y San Vicente habían pactado con Francia, que les había reconocido la
propiedad de esas islas. En cierta media, ellos se sentían aliados y a la vez proteg idos de Francia. En el mes de junio de 1,683, el
teniente gobernador inglés de Monserrat operó sobre Dominica y San Vicente; mató a muchos indios, quemó unos trescientos
ranchos tribales, destruyó unas treinta y cinco piraguas y canoas y afirmó que los caribes tenían armas y municiones francesas, lo
que seguramente era verdad. Francia, que usaba a los piratas de la Tortuga en su política de expansión en el Caribe, no tenía por
qué no usar también a los caribes de Dominica y San Vicente. Francia tenía un plan imperial, y para cumplirlo echaba mano de
cuanto estuviera a su alcance. Pero los ingleses hacían otro tanto, y usaban contra España a los indios del Darién y a los indios
mosquitos de la costa de Nicaragua; de manera que no había razón para que los ingleses se alarmaran porque los caribes de
Dominica y San Vicente tuvieran armas francesas. De los imperios de la época, el que no recurría a esos medios era España, y ya
hemos explicado porqué. España llegó a ser imperio sin que tuviera sustancia imperia l, razón por la cual tampoco tuvo en esa época
la moral —ola inmoralidad— típica de los imperios.

En medio de esos episodios de la guerra de 1672-1678, que hemos relatado, había muchos de menor categoría, sobre todo ataques de

corsarios a naves aisladas; pero en realidad esa guerra no tuvo en el Caribe la ferocidad de las anteriores. La paz llegó al Caribe al
firmarse los acuerdos de Nimega, pero sería una paz precaria, pues la guerra iba a b rotar de nuevo unos años después. Habiendo
salido Francia —como salió— de la paz de Nimega apropiada del Franco-Condado y de un a parte importante de Flandes, se
convertía en una potencia continental demasiado fuerte para que sus vecinos se sintieran tranquilos. De esos vecinos, los que se
creían más amenazados eran Holanda, España y el imperio austroalemán. Guillermo de O range, convertido en el jefe de la república
holandesa, comenzó a tejer asociaciones y tratados, a los que se unió España. Ya hem os visto en el capítulo XI el resultado de esos
movimientos y el resultado de la corta guerra hispano-francesa que terminó en el tra tado de Ratisbona, firmado en agosto de 1684; y
ya hemos visto cómo volvieron a organizarse los países amenazados por Francia y cómo comenzó de nuevo la guerra en 1686 y cómo
Inglaterra acabó uniéndose a la gran coalición europea antifrancesa.

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. La adhesión de Inglaterra a la coalición se produjo cuando Guillermo de Orange pasó a ser rey de Inglaterra —año de 1688—, pero

no fue obra exclusiva de Guillermo de Orange. Los adversarios ingleses de Jacobo II —que eran los más numerosos y los más
poderosos— tenían que presionar para que Inglaterra se uniera a la coalición, pues a l huir de su país, Jacobo II, el rey destronado,
se había refugiado en Francia y contaba con Luis XIV para reconquistar el trono. Así, Luis XIV envió rápidamente ayuda a Irlanda,
cuya población, de mayoría católica, era partidaria de Jacobo.

Pero los irlandeses eran partidarios de Jacobo no sólo en Irlanda, sino también en el Caribe,, donde había muchos que habían sido
llevados a los territorios ingleses como "sirvientes" o como desterrados. En varias de las islas inglesas del Caribe —en Saint Kitts.
Antigua, Monserrat y Barbuda— los irlandeses se hicieron partidarios de Jacobo II ta n pronto supieron que éste había sido
destronado y que en su lugar reinaba Guillermo de Orange, un protestante a quien los irlandeses católicos debían odiar a muerte.
Lógicamente, las autoridades francesas del Caribe estimularon esos levantamientos de los irlandeses. Las rebeliones de irlandeses
llegaron a ser tan serias que todas las mujeres y los niños de Saint Kitts tuvieron que ser evacuados y enviados a Nevis. Los irlandeses
hicieron el papel de lo que tres siglos después se llamaría una quinta columna, y ap oyados en esa quinta columna los franceses del
Caribe comenzaron la lucha contra el poder de la coalición. Saint Kitts fue atacada en julio de 1689 por una flota que procedía de
Francia; la guarnición inglesa se rindió a principios de agosto y los franceses perm itieron que embarcara hacia Nevis. Anguila cayó
también en manos francesas, pero los ingleses no tardaron en reconquistarla, si bien evacuaron toda su población hacia Nevis
porque temían que no iban a poder defenderla de un nuevo ataque francés. Mientras ta nto, los caribes de Dominica y San Vicente
caían otra vez sobre Antigua, daban muerte a varios ingleses y se llevaban prisioneros a otros.

La ofensiva francesa en el Caribe parecía ser tan fulminante como lo era en Europa. En el mismo mes de julio de 1689, el señor de
Cussy Tarín, gobernador de la porción de Santo Domingo ocupada por Francia, lanzó sobre la parte española de la isla una columna
de unos 1.000 hombres, entre los que iban muchos filibusteros, veteranos del tiempo del espanto; Santiago de los Caballeros fue
tomada —por tercera vez en treinta años—, saqueada y quemada en su totalidad, con la única excepción de la iglesia, tal vez por
respeto al catolicismo de Luis XIV. Cuando los destructores de Santiago de los Caballeros volvían a sus bases del oeste de la isla,
llegaban allí los caribes de San Vicente a que nos hemos referido en este capítulo. El encuentro fue contado por Oexmelin, en una
página llena de color que nos permite tener una idea precisa de cómo eran y cómo act uaban los indios caribes de las islas antillanas
doscientos años después del descubrimiento.

El historiador de los piratas dice que los caribes procedían de la isla de San Vicente, y explica que esa isla se hallaba a treinta leguas
a barlovento de la Martinica, un detalle que no da idea del recorrido que tuvieron q ue hacer para llegar al oeste de La Española,
cinco veces más largo que el de San Vicente a Martinica. Viajaban en grandes piragua s movidas a remos e iban hombres y mujeres
con frutas, cotorras, gallinas y varios artículos que llevaban para vender o trocar. De esos artículos el que más sorprendió a
Oexmelin fue un tipo de cesta destinada a llevar agua; estaba hecha con juncos y deb ió ser un fino trabajo de artesanía, porque,
según da a entender Oexmelin, el agua no se salía. Para Oexmelin, veterano del Carib e, ver indios desnudos no era una novedad,
pero lo era para los franceses que habían llegado de Europa al oeste de La Española y no habían salido de este lugar; así, Oexmelin
explica que esos franceses se asombraron de ver que los caribes iban desnudos, lo mismo las mujeres que los hombres, y que tenían

el cuerpo pintado con un colorante rojo oscuro. "Esta gente", dice el celebrado cronista de los piratas, "lleva nada más que un
pedazo de tela puesto alrededor de la cintura que les cubre la parte delantera"; ent onces pasa a explicar cómo se peinaban: llevaban
el pelo en dos crenchas formadas a partir de una raya que iba de una oreja a la otra ; la crencha superior terminaba con el pelo
cortado a la altura de la mitad de la frente; la posterior se dividía en trenzas que formaban un moño sujeto en la parte posterior.
Algunos de esos indios, y Oexmelin da a entender que eran hombres, llevaban collares de vidrios de colores, un artículo que
seguramente debían obtener ellos de los europeos; otros, sin embargo, llevaban adornos indígenas, y ésos eran al parecer los jefes del
grupo. Esos adornos eran aros de madera que tenían forma de corona del ancho de una pulgada; uno de ellos tenía varias plumas de
cotorra, de diferentes colores —los vivos, los alegres colores rojo, azul, amarillo y verde de la cotorra—, y el otro tenía una sola pluma
roja que no podía ser de cotorra porque, según dice Oexmelin, era recta y tenía de ocho a nueve pulgadas de largo; debía tratarse de

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una pluma de guacamaya, tal vez llevada desde Trinidad o de la región del Orinoco. D e los dos jefes que usaban esos adornos, uno
tenía además un arco que le colgaba de un hoyo abierto en la ternilla de la nariz y le llegaba hasta la boca, y un collar en el que habla

algo así como una media luna que le caía sobre el pecho, y dos silbatos, uno más grande que el otro.

Francia había tomado la ofensiva en el Caribe y atacaba en varios sitios a la vez, p ero los aliados que la combatían en Europa iban a
reaccionar en el Caribe al comenzar el 1690. En febrero de ese año, una escuadra ing lesa que se había organizado en Barbados atacó
y destruyó los establecimientos franceses de San Bartolomé, Marigalante y San Martín. Un escuadrón naval francés, despachado
desde Saint Kitts, impidió que los ingleses siguieran atacando otras posesiones francesas de la vecindad.

En el mes de junio, los ingleses de Nevis despacharon un escuadrón naval hacia Saint Kitts con fuerzas que desembarcaron en la isla
y estuvieron combatiendo hasta el 16 de julio, día en que se rindió el último reducto francés. Algunos franceses y algunos de sus
esclavos negros se fueron a los bosques y desde ellos continuaron la lucha, aunque no pudieron debilitar a los ocupantes ingleses.
Después de haber tomado Saint Kitts, los ingleses se lanzaron sobre San Eustaquio, q ue había sido conquistada por los franceses,
prácticamente sin lucha, en marzo del año anterior.

El gobierno de Jamaica, que estaba sufriendo a manos de los franceses establecidos en la parte francesa de La Española una
sucesión continua de ataques en la costa norte, empezó a organizar fuerzas para defenderse. En el mes de julio (1690) los negros
jamaicanos, que seguían siendo partidarios de España y que se hallaban refugiados en las montañas del norte desde que la isla fue
ocupada por los ingleses en 1655, salieron de las alturas para atacar varios establecimientos. A fines de ese año de 1690 el escuadrón
naval inglés que había tomado Saint Kitts fue a operar sobre la costa occidental de La Española para aliviar los ataques de los

franceses contra Jamaica. En enero del año siguiente (1691), en una operación combinada con ese escuadrón naval inglés, los
españoles del este de la isla entraron como un huracán de fuego en la porción francesa del norte y derrotaron el día 21 a las fuerzas
francesas en las vecindades de Cap-Français. En la batalla —conocida como de Sabana Real o de La Limonada— murieron todos los
jefes franceses, encabezados por el gobernador, señor Cussy de Tarín, y unos 300 filibusteros. Cap-Français fue destruida
totalmente. Para los vencidos no hubo ni asomo de piedad. El escuadrón inglés que cubría las aguas de la región operó después
sobre Leogane y Petit-Goave y retornó a Jamaica, que ese mismo año fue atacada de nu evo por filibusteros procedentes de la recién
castigada parte francesa de La Española.

Al mismo tiempo que eso sucedía en el norte del Caribe, fuerzas inglesas desembarcaron en Guadalupe y avanzaban que-I .mando
los poblados que hallaban a su paso, matando el ganado 'y destruyendo los sembrados. La isla estaba ya prácticamente en sus
manos cuando se alcanzaron a ver las velas de una escuadra francesa. Los ingleses ab andonaron Guadalupe, y el capitán que los
mandaba, de nombre Wright, acusado de haber ordenado la retirada, fue arrestado en I nglaterra bajo el grave cargo de alta
traición.

Como podemos ver la guerra se extendía por todo el Caribe, y los imperios que la llevaban a cabo, empeñados en territorio europeo
en una lucha que en los términos de la época podía considerarse como guerra total, necesitaban echar mano de todos los recursos
que pudieran movilizar. Así, tanto Inglaterra como Francia iban a acudir en el Carib e al uso de los piratas. Si lo habían hecho antes,

¿por qué no hacerlo otra vez? Pero es el caso que la situación había cambiado. Ya ha bían desaparecido los grandes capitanes
filibusteros de otros días; la Tortuga no era en 1691 la capital de los temidos "Hermanos de la Costa", y la capital jamaicana del
filibusterismo, la tumultuosa Port Royal, desapareció bajo el mar en el terremoto del 7 de junio de 1692. Lo que hicieron los
gobernadores de Jamaica y de la parte francesa de La Española fue otorgar patentes d e corso a diestra y siniestra, de donde resultó
que en los años que siguieron hubo en el Caribe una floración de corsarios; comercia ntes, artesanos, pequeños armadores de
balandras; blancos, mulatos, europeos y nativos del Caribe se dedicaron a esa actividad.

Así, el año de 1692 fue de luchas de corsarios, combates aislados en el mar, pequeños, pero destructores asaltos en los lugares de las
costas que no tenían vigilancia o defensa. Dos casas quemadas aquí, seis esclavos secuestrados alfa, una nave asaltada en tal punto,

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todo eso multiplicado por numerosas veces, acababa representando pérdidas fuertes al cabo del año, tanto para un bando como
para el otro.

A finales de 1692 Inglaterra despachó hacia el Caribe un escuadrón naval que en el mes de abril de 1693 estaba en aguas de
Martinica. Los ingleses desembarcaron fuerzas de tierra, pero la isla no cayó en sus manos porque además de los defensores, que
luchaban con fiereza, tuvieron un adversario implacable: la fiebre de las islas, que debilitó a los atacantes a tal punto que tuvieron
que retirarse. En el mes de octubre eran tan frecuentes los asaltos a Jamaica por pa rte de los franceses de la Española, que la
situación de los vecinos de la isla se hacía insostenible. En el mes de diciembre el ataque llegó a la costa del sur, a sólo diez
kilómetros de la antigua Port Royal. En esa ocasión los atacantes hicieron saqueos importantes; sólo en esclavos se llevaron unos
370.

La porción más rica de Jamaica fue prácticamente asolada en junio y julio de 1694 cu ando Ducasse, el sucesor de Cussy de Tarín en
la gobernación de la parte francesa de La Española, encabezó personalmente una exped ición de unos 1.500 hombres que llevó en 22
naves. Durante un mes entero Ducasse señoreó todo el sudeste de la isla; después, costeando tranquilamente por el sur, como si
fuera el amo del mar, desembarcó sus hombres en la bahía de Carlisle y allí destruyó, quemó, taló y atropello a su antojo. Tras haber
estado operando en Jamaica más de mes y medio, Ducasse se retiró a su gobernación de La Española francesa, pero había dejado
destruidos cincuenta ingenios de azúcar y varios cientos de casas, había dado muerte o herido a mucha gente, se había llevado joyas,
muebles, dinero y 1.300 esclavos. En respuesta a ese ataque, los ingleses de Jamaica atacaron en el mes de octubre algunos
establecimientos franceses de La Española, pero no hicieron ni remotamente un daño parecido al que había sufrido Jamaica.

Jamaica, que era la joya de Inglaterra en el Caribe central, se hallaba, pues, a mer ced de los franceses de La Española, y algo había
que hacer para ponerle fin a esta situación. Así, al iniciarse el año 1695 los ingleses estaban organizando una expedición fuerte de 23
navíos y 1.700 hombres, al mando, como era costumbre, de un jefe naval y uno de infa ntería; a esa expedición se agregarían en Saint
Kitts algunos barcos y soldados; además, la acción estaría combinada con las autorid ades de la parte española de la isla (Santo
Domingo o La Española), que atacarían por el norte con 1.500 hombres. El plan era comenzar repitiendo lo que se había hecho
cuatro años antes, lo que explica que el 24 de mayo se hallaran reunidas en La Limonada, donde había sido derrotado y muerto el
gobernador Cussy de Tarín, las tropas inglesas y las españolas. La mayoría de las últimas eran naturales de la isla, como lo habían
sido en 1691. Desde La Limonada, los aliados avanzaron hacia Cap-Français, que fue a bandonado por sus defensores. El jefe de la
marina inglesa ordenó un bombardeo de la ciudad y al mismo tiempo despachó fuerzas p ara tomarla, pero sin haber informado de
su decisión ni al jefe español ni al jefe de la infantería inglesa; así, cuando las tropas aliadas de tierra llegaron a Cap-Français
hallaron enastada allí la bandera inglesa nada más, lo que produjo serios altercados entre el jefe español y el jefe naval inglés. Eso no
fue todo, sin embargo; pues como Cap-Français había sido saqueada concienzudamente p or la marina británica, los ingleses
protestaron escandalosamente y de hecho se rompieron los vínculos entre los dos cuerpos expedicionarios ingleses. A partir de ese
momento no hubo coordinación entre ellos y la infantería inglesa se encaminó a Port de Paix por tierra mientras la fuerza naval se
dirigía a Saint Louis —no el puerto de Saint Louis en el sur, sino un punto del mism o nombre situado entre Cap-Français y Port de
Paix—, lugar que tomó y saqueó. La infantería tardó dos semanas en llegar a Port de Paix, ciudad que se negó a rendirse a los
infantes y sin embargo se rindió a la marina cuando ésta apareció en la bahía. En esa ocasión, como había sucedido en

Cap-Francaís, los marinos saquearon sin piedad, y no dejaron nada para sus compañeros de a pie.

Rota la unidad indispensable, no sólo entre españoles e ingleses, sino además entre los dos cuerpos ingleses, fue imposible llevar
adelante la campaña. El plan general preveía un ataque a Petit-Goave, que era el centro de actividades corsarias, y el gobernador de
Jamaica pedía que se cumpliera ese punto. Pero el desacuerdo entre los expedicionarios no lo permitió. En consecuencia, la
movilización de tanto poderío —buques y hombres desde Inglaterra y desde Saint Kitts y hombres desde la parte española de Santo
Domingo— tuvo como resultados únicos la destrucción y el saqueo de tres puntos del norte, que era la región menos activa en la
guerra contra Jamaica; y esas operaciones, que sin duda perturbaron a los franceses de La Española, no eliminaban los focos de
agresión; ni siquiera los redujeron.

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Ducasse no tardó en tomar las medidas necesarias para reorganizar la colonia francesa de La Española —que en realidad todavía no

era una colonia de jure, porque España no la había reconocido como posesión de Franc ia—; así, procedió a despoblar Port de Paix y
concentró esa población en Cap-Français, ciudad que se dedicó a reconstruir con su habitual energía. En esa ocasión, el gobernador
obtuvo que se trasladara en bloque a Cap-Français la población de la isla de Santa C ruz, que a partir de entonces quedó
deshabitada. Mientras tanto, Ducasse siguió enviando filibusteros y corsarios hacia Jamaica, cuyas costas eran atacadas sin cesar
por grupos pequeños, pero audaces y voraces, que salían de Petit-Goave y Leogane. Por esa causa los pobladores de Jamaica
abandonaban la isla en número considerable. En el entretanto, Ducasse, impresionado sin duda por el demoledor ataque
angloespañol de 1695, escribía a París recomendando que se enviara una expedición lo suficientemente fuerte" para conquistar la
parte española de la isla en que se hallaba la colonia francesa, porque en su opinión ahí se hallaba la clave militar de todo el Caribe.
Es de suponer que para ese tiempo Luis XIV veía muy cerca un desenlace en el problem a de la herencia al trono español y no quería
herir la sensibilidad española lanzándose a conquistar uno de sus territorios en América; sin embargo, es posible que esas cartas de
Ducasse dieran origen al plan del ataque a Cartagena, que no iba a tardar en elabora rse.

Pues resulta que en septiembre de 1696 el ministro de marina francés le escribía a D ucasse informándole que estaba organizándose
una gran expedición, si bien no se dirigía a conquistar la parte española de la isla , sino a atacar algún lugar de Méjico. Algo más
tarde, en enero de 1697 —cuando ya se sabía que era inminente un acuerdo de paz—, el ministro le ordenaba a Ducasse que reuniera
a todos los filibusteros de su territorio y que los retuviera allí, sin dejarlos salir de la colonia porque debían participar en la acción
que estaba organizándose en Francia. Según se le dijo a Ducasse, varios capitalistas importantes se habían asociado al gobierno en
el proyecto, de manera que se trataba de una empresa que no era exclusivamente militar, y debido a eso era apropiada para que

intervinieran en ella, con perspectiva de buenas ganancias, los voraces piratas del Caribe.

En enero de 1697, cuando el gobernador Ducasse recibía las noticias que le daba el ministro de la marina de su país, la situación
militar de Francia era brillante, puesto que sus ejércitos se batían victoriosamente en muchos sitios de Europa; pero la situación
económica no podía ser peor. La guerra había resultado mucho más larga de lo que se pensó y se llevaba a cabo en frentes muy
distantes, tanto en Europa como en América, y ante demasiados enemigos; se combatía en tierra y en los mares, lo que resultaba en
costos altísimos; los hombres no podían dedicarse a la producción de lo que el país necesitaba; el comercio se había desordenado y la
agricultura languidecía, por todo lo cual los precios subían sin cesar. En esa hora de necesidades, Luis XIV aceptó unirse a unos
cuantos capitalistas para saquear una ciudad rica del Caribe; y así, al mismo tiempo que sus ejércitos entraban en Barcelona,
despachaban una gran flota para el Caribe y ordenaba que se usara a los filibusteros —esos bandidos del mar que pillaban,
violaban, quemaban y mataban sin el menor escrúpulo— en el asalto a Cartagena de Ind ias. Pues fue a Cartagena adonde se destinó
al fin la expedición que se había organizado para dar un asalto a un punto de Méjico.

La expedición llegó a Petit-Goave al comenzar el mes de marzo, y su jefe era el señor de Pointis. Cuando llegó la ilota expedicionaria,
los filibusteros que Ducasse había reunido se hallaban en situación de rebeldía, pues tenían ya más de dos meses sin salir a la mar, y
ellos, que estaban hechos a gastar en una noche lo que pillaban en quince días, no p odían sufrir tan larga inactividad. En total,
Ducasse había reunido 1.000 hombres, y más de 600 de ellos eran veteranos en la pira tería. Todos esos hombres irían bajo el mando

personal de Ducasse. De Pointis llegó a cabo Tiburón, en el extremo sudoeste de la isla, con 4.000 hombres; la mitad eran marinos y
la mitad infantes. En el asalto a Cartagena tomarían parte, pues, unos 5.000 hombres. Los filibusteros aportaban siete buques, lo
que elevó el número de naves de la flota a más de treinta, de las cuales nueve eran fragatas.

Dada la presencia de los piratas en ese enorme cuerpo expedicionario, se presentaron dificultades serias. De Pointis hizo saber a los
filibusteros que tenían que plegarse a sus órdenes y que serían tratados lo mismo qu e los marinos y los soldados, y eso alarmó de tal
manera a los piratas que decidieron abandonar la empresa. Sólo la intervención del g obernador Ducasse impidió que lo hicieran. Al
final, la expedición salió de cabo Tiburón en abril.

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La presencia de una flota tan poderosa en aguas del Caribe sembró la alarma en todos los lugares aliados y puso en movimiento a las
autoridades españolas, inglesas y holandesas de la región. Se temió un asalto a la f lota anual española que llevaba cada año la plata

y el oro de América a España, pues en ese momento esa flota se hallaba en aguas del Caribe. El gobernador de Jamaica envió
despachos urgentes a La Habana y a Portobelo para que aprestaran las defensas, pues temía que esas dos ciudades, o una de ellas,
pudiera ser atacada; de Inglaterra fue despachado un escuadrón fuerte de trece navíos con encargo de protegerlas islas británicas
déla zona y la flota anual española, y además con la misión de interceptar la flota francesa donde la encontrara. Esto último no se
logró porque cuando el escuadrón inglés llegó a aguas de La Española, De Pointis y D ucasse estaban llegando a Cartagena. Era
entonces a mediados de abril (1697), prácticamente en vísperas de la paz de Utrecht.

A la presencia de la flota francesa, las autoridades de Carta-gena se apresuraron a evacuar mujeres, niños, ancianos y la mayor parte
de las riquezas que podían ser escondidas fuera de la ciudad, como oro, joyas, dinero y objetos de valor, si bien no pudieron
deshacerse de los altares de oro y plata de algunas iglesias y de algunos conventos. La defensa se organizó bajo el mando de don
Sancho Jimeno, el gobernador de la plaza, un hombre resuelto y enérgico.

Cartagena resistió quince días de bombardeo continuo e implacable. A los quince días —que fue tiempo suficiente para que se
presentara a la vista alguna flota aliada—, los atacantes rompieron la defensa de uno de los fuertes. El 6 de mayo, la guarnición
española, el Cabildo y parte de la población civil, salían de la ciudad con honores de guerra. Los franceses fueron, por lo menos en
ese aspecto, considerados con los vencidos, que se habían batido como leones.

Los filibusteros esperaban entrar en- la ciudad para saquear] a, según sus hábitos d e ladrones de la costa y del mar, pero De Pointis

no lo permitió y los mantuvo en las afueras de Cartagena mientras los oficiales de sus tropas recogían todo lo que tenía algún valor.
El botín fue cuantioso. Entre lo saqueado estaban las joyas y el sepulcro de plata del convento de San Agustín, que Luis XIV devolvió
después, haciendo honor a uno de los artículos de la capitulación acordada entre el jefe atacante y el gobierno de la plaza; en ese
artículo De Pointis se comprometía a no llevarse los tesoros de las iglesias y los conventos de la ciudad. La plata fue devuelta por Luis
XIV y se usó más de un siglo después en fundir moneda para la guerra de independencia de Colombia. Luis XIV era cuidadoso en eso
de mantener las apariencias de su catolicismo.

La turba de los filibusteros esperó que De Pointis repartiera el botín con ellos de acuerdo con las reglas de la "chasse-partie", que
seguía siendo su código social; pero De Pointis se negó a eso y ofreció en cambio una décima parte del primer millón de coronas y el
triple de tal cantidad de los millones restantes; esto es, les daría igual proporción que la que había repartido entre los marinos y los
soldados. Se estimaba que el botín alcanzaba a más de siete millones. Los piratas se negaron a aceptar lo que les ofrecía De Pointis.
El producto del saqueo era demasiado grande para que ellos se conformaran con una pa rticipación tan pequeña. Cuando se discutía
ese punto, De Pointis y muchos de sus oficiales —así, desde luego, como gran número de marinos y soldados— se hallaban atacados
por la fiebre típica de los lugares bajos del Caribe, probablemente causada por agua s contaminadas; así, se recogieron en sus barcos.
Estaban allí cuando, a su vista, los piratas entraron en Cartagena. De Pointis se hizo a la mar y la ciudad quedó en manos délos
filibusteros, que fueron sus dueños y señores durante cuatro días.

Igual que en los mejores días de los grandes capitanes piratas, Cartagena vivió el tiempo del espanto, el de las violaciones, los
incendios, las terribles experiencias que habían vivido Panamá y Maracaibo. El dominio del bandidaje y del terror en Cartagena fue
totalmente desenfrenado porque los filibusteros no tenían un jefe a quien obedecer, pues Ducasse había partido con De Pointis. Al
cabo de cuatro días de vandalismo los piratas habían conseguido algunos millones de coronas, con las cuales se sintieron "pagados",
y se marcharon.

Mientras tanto, De Pointis se dirigía a Francia sin saber que al sur de Jamaica esta ba en acecho, esperando su paso, el escuadrón
naval que había sido despachado desde Inglaterra cuando se tuvieron noticias de que la escuadra francesa navegaba en el Caribe. A
las naves inglesas se habían unido varias de Holanda, de manera que se trataba de una fuerza considerable, superior a las veinte

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velas. Por su parte, De Pointis había dejado en Cartagena nueve bajeles, que usaron los piratas para retornar a La Española; así,
pues, las dos escuadras enemigas estaban más o menos a la par.

De Pointis, sin embargo, no presentó combate; se las arregló para burlar la persecuc ión con pérdida de sólo dos bajeles pequeños;
navegó por el estrecho de Yucatán, por el golfo de Méjico y por el canal de las Baha mas, y fue a dar a Terranova; de ahí se dirigió a
Francia, adonde llegó unos días antes de que se firmara la paz de Ryswick. Las riquezas que le llevó a Luis XIV servirían para cubrir
en parte las duras necesidades que deja tras sí una guerra larga. Ahora bien, la esc uadra aliada que había estado persiguiendo a De
Pointis por el Caribe sabía que el jefe francés no se llevaba todas las naves que ha bía conducido hasta Cartagena, de manera que se
quedó operando entre Jamaica y la Española, y ahí fueron a dar los filibusteros que regresaban de la infortunada ciudad saqueada.
Tres de los bajeles piratas, cargados todos de botín, fueron apresados; dos quedaron embarrancados mientras huían de sus
perseguidores; los cuatro restantes fueron a dar a Petit-Goave.

Con ese episodio quedó cerrada de hecho la era de los grandes asaltos de los piratas en el Caribe. Ya a ese tiempo los piratas eran
relativamente tan débiles que si se hubieran presentado solos, sin la marinería de g uerra y sin la infantería que llevaba De Pointis,
no habrían podido ni remotamente tomar Cartagena. Todavía durante más de cien años h abría filibusteros en el I mar de las
Antillas, pero ya no se verían de nuevo las grandes flotas piratas conducidas por reyes del crimen que cruzaban altaneramente de un
punto a otro del Caribe sin que encontraran un poder que detuviera su carrera. Al terminar el siglo XVII, cuyo fin |se hallaba a dos
años y medio de distancia, los imperios que habían empollado y prohijado las sombría s huestes del filibusterismo no iban a
necesitarlas más y no querían tratos con ellos. Los imperios se habían establecido ya firmemente en el Caribe y había llegado la hora
de manejar sus intereses sin tener que compartirlos con nadie; que así paga el diablo a quien le sirve.

Mientras tanto hacía meses que estaba negociándose la paz de Ryswick. Por lo que hemos dicho en el capítulo anterior sabemos que
Luis XIV devolvió entonces a España todos los territorios que le había tomado en Europa, pues estaba al llegar a un desenlace la
crisis de la herencia de la corona española y Luis XIV quería ganarse, como se ganó con ese gesto, la simpatía del pueblo español. En
cuanto al Caribe, el tratado de Ryswick no mencionó la situación de la isla de Santo Domingo o La Española, cuya parte occidental
se había convertido en los últimos años en una colonia francesa de facto, puesto que allí vivían algunos miles de colonos franceses
bajo las leyes de su país, y además había un gobernador y funcionarios de otras categorías nombrados por el gobierno de Francia. Al
no tratarse en las negociaciones de Ryswick el caso de La Española, se dio por hecho que España aceptaba la situación creada en esa
isla, que fue el primer territorio español de América; y así quedó legalizada, por vía negativa, la partición de Santo Domingo en el
Santo Domingo español y el Saint-Domingue francés. Al andar del tiempo la primera sería la República Dominicana y el segundo
sería la República de Haití; pero antes de llegar al estado de repúblicas, en esas d os dependencias se producirían acontecimientos
memorables y de una importancia histórica insospechada.

El Caribe era, en realidad, un mundo complejo. ¿Quién podía pensar que cuando estaba llegando a Petit-Goave la flota francesa que
comandaba De Pointis —es decir, al comenzar el mes de marzo de 1697—, había a poca d istancia de allí una ciudad que no había
sido conquistada en los algo más de dos siglos que tenía el Caribe bajo el dominio español y de otros países europeos?

Pues la había, y estaba en la región norte del occidente del Caribe. Era Tayasal, una ciudad maya, que había sido construida por lo
menos en los principios del siglo XIII en una isla que se hallaba en el centro del lago Flores. El lago Flores, bastante grande, está en
el territorio guatemalteco de Peten.

Se cree que los habitantes de Tayasal eran mayas itzás, de los pobladores originales de la vieja y hermosa Chichén-Itzá. Chichén-Itzá
había sido conquistada a fines del siglo XII por el poderoso guerrero maya Huan Ceel, que tenía a sus órdenes un ejército de
mercenarios mejicanos. Los itzás no se resignaron a seguir viviendo en la viudad sometida y emigraron hacia el Sur. En su larga
marcha, de varios cientos de kilómetros, dieron con una isla en medio de un lago y d eterminaron fundar allí una ciudad que
llamaron Tayasal; y allí estaban cuando llegaron a Yucatán los Montejos, aunque éstos no se enteraron de su existencia, y allí

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estaban al comenzar el año de 1697, es decir, cinco siglos después de haber salido de Chichén-Itzá, sin que ni un solo español se
dispusiera a someterlos.

La existencia de una ciudad libre en medio de un territorio conquistado estimulaba rebeliones en los pueblos mayas, y efectivamente
esas rebeliones habían sido frecuentes, aunque de escasa importancia, a todo lo larg o del siglo xvi y del siglo XVII. Al llegar el mes de
marzo de 1697, las autoridades españolas decidieron tomar Tayasal, aunque llevaban el propósito de no producir derramamiento de
sangre. Los mayas de la ciudad no conocían las intenciones de las fuerzas que les rodeaban, y usaban sus armas contra ellas. Una
flecha alcanzó a un soldado español y al sentirse herido, éste disparó su arcabuz. A partir de ese momento fue imposible controlar la
situación y la matanza de mayas alcanzó a varios miles. Los indios de Tayasal huyeron despavoridos hacia las orillas del lago que no
estaban guarnecidas por españoles; la ciudad quedó sin un alma, y los españoles entraron en ella el día 14 de marzo.

Por los días del tratado de Ryswick estaba sucediendo en Inglaterra algo que iba a p rovocarla unión definitiva de Escocia e
Inglaterra en un solo país, y para asombro de los que ignoran que la historia toma a menudo los caminos más inesperados, el Caribe
vino a ser el escenario de los hechos que produjeron la unión de escoceses e ingleses. El Caribe, esa frontera imperial de ricas tierras
tropicales, empezaba a tener influencia directa en Europa.

Los hechos comenzaron en 1695 —dos años antes del tratado de Ryswick— cuando William Paterson, escocés y fundador del Banco
de Inglaterra, personaje notable por muchos conceptos, expuso en Edimburgo, capital de Escocia, una idea que desde el primer
momento despertó el entusiasmo de sus compatriotas. Escocia e Inglaterra habían sido dos reinos separados hasta que en 1603 llegó
al trono inglés, bajo el nombre de Jacobo I, el hijo de la última reina de Escocia, la infortunada María Estuardo. Al mismo tiempo

que Jacobo I de Inglaterra, el rey era Jacobo VI de Escocia; de manera que al comenz ar el siglo XVII los dos países tenían un solo
rey. Pero a pesar de eso eran dos países distintos; cada uno tenía su Parlamento, su moneda, sus impuestos, su lengua, y había una
frontera entre los dos. Así, las leyes inglesas que no habían sido aprobadas por el Parlamento escocés no regían en Escocia, o al revés;
en algunos casos, como el del acta de navegación, se les reconocían a los ingleses derechos que no podían ejercerlos escoceses. Uno
de esos derechos era el uso de barcos en el comercio con el extranjero; otro era el disfrute de privilegios para explotar territorios
extranjeros, que se concedía sólo a ingleses.

La idea de William Paterson, que los escoceses acogieron con tanto entusiasmo, era q ue si el Parlamento de Inglaterra podía
autorizar la formación de compañías que explotaban territorios situados en el exterior —por ejemplo, en América—, el Parlamento
de Escocia también podía hacerlo. Lo que decía Paterson tenía una lógica contundente y además halagaba el orgullo nacional de sus
compatriotas.

Pero Paterson no era hombre de conceptos abstractos, capaz de establecer un principio sin que pudiera sin embargo hacer su
aplicación. Además del principio de que no había ni podía haber diferencia en la cap acidad, o la autoridad, de los Parlamentos de
Inglaterra y de Escocia, William Paterson pasó a decir cómo y dónde debía aplicarse; según él, los escoceses; podían y debían
establecer una colonia en el mismo Darién, en la costa de Panamá. Para Paterson, ese lugar estaba llamado a ser "la llave del
universo", el sitio por el cual pasaría el comercio de Europa a Asia y de Asia a Europa. El Parlamento de Escocia debía, pues, actuar

para que los escoceses pudieran realizar ese plan.

Paterson levantó con su proposición tal ola de entusiasmo] que en el mes de junio de 1695 el Parlamento escocés aprobaba un acta
por la cual quedaba autorizada la formación de una compañía denominada Compañía Escocesa de Comercio con África y las Indias,
que fue llamada popularmente Compañía del Darién. Se estableció que el capital sería de 600.000 libras esterlinas, pero los
escoceses tenían que aportar sólo la mitad; la otra mitad podía ser aportada por neg ociantes ingleses, como en efecto sucedió.

La Compañía del Darién comenzó, pues, con buen pie podríamos decir que con demasiada buena suerte; pero eso mismo dio lugar a
sus primeros contratiempos. Otras compañías inglesas que tenían negocios en África y en América, y especialmente la Compañía

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Inglesa de la India Oriental, que tenía un monopolio de comercio con la India garantizado por un acta del Parlamento inglés,
tuvieron miedo a la competencia de la naciente Compañía del Darién y consiguieron qu e el Parlamento de Inglaterra declarara su

oposición a la empresa de Paterson; el resultado inmediato fue que los accionistas ingleses, asustados, retiraron su dinero de la
Compañía del Darién. Los escoceses acudieron a Guillermo II, que era su rey en la misma medida en que era el rey de los ingleses;
pero Guillermo III estaba en ese momento aliado a España en la guerra contra Luis XIV. De manera qué no podía ayudar a Paterson
y a sus socios a organizar una colonia escocesa en el istmo de Panamá, que era un territorio español. Eso hubiera equivalido a una
agresión a España.

Lógicamente, ahí debió haber terminado el episodio de la Compañía del Darién, pero los escoceses son tozudos, y en vez de cerrar
ese capítulo respondieron a los ingleses aportando 100.000 libras más a la empresa. Ahora bien, como no podían, porque Escocia
era un país pobre, reunir el dinero que hacía falta para cubrir todo el capital autorizado de la compañía —que, como hemos dicho,
era de 600.000 libras—, hicieron gestiones para conseguir el resto en países europeos; así, se movieron para vender acciones en
Hamburgo, pero encontraron que antes que ellos habían llegado a Hamburgo emisarios d el gobierno inglés que les habían
aconsejado no poner dinero en la Compañía del Darién.

Para los escoceses, salir adelante con el plan de Paterson se convirtió en asunto de interés nacional y de orgullo patriótico. Su
Parlamento había autorizado, con tanta legalidad como podía tenerla el de Inglaterra , la empresa del Darién; ellos habían reunido
dinero y además les habían dado participación a los ingleses en la compañía. Si ésta fracasaba, fracasaban el pueblo escocés y sus
instituciones. Paterson y sus amigos siguieron adelante con su plan y al año siguiente de la paz de Ryswick, para ser más precisos, en
el mes de julio de 1698, salían del puerto de Leith tres bajeles —el San Andrés, el Caledonia y el Universo— con 1.200 escoceses que

iban a colonizar en el Darién. La futura colonia se llamaría Nueva Caledonia.

Pero sucedió que la Nueva Caledonia fue un fracaso. Las provisiones llevadas de Escocia no duraron el tiempo necesario para
mantener a los colonos mientras se recogían las primeras cosechas de los frutos semb rados en el Darién; las solicitudes de ayuda
enviadas a los territorios ingleses del Caribe y de la América del Norte no fueron ni siquiera contestadas, pues aunque la guerra
contra Francia había terminado, y con ella se había disuelto la alianza de Inglaterra, Holanda y España, todos los monarcas de
Europa se hallaban envueltos en las intrigas y los planes relacionados con la herencia del trono español, y Guillermo III, que se
mantenía a la expectativa en ese asunto, no quería provocar a España, razón por la c ual había dado órdenes a las dependencias
inglesas de América para que no se les prestara ayuda a los escoceses del Darién.

Nueva Caledonia, pues, tuvo que ser abandonada; los colonos se dispersaron. Salieron del Darién en tales condiciones, que la mitad
de ellos murieron antes de llegar a los establecimientos ingleses de América del Norte. El caso era trágico por sí solo, pero se agravó
porque cuando esos supervivientes de Nueva Caledonia cruzaban el Caribe en busca de puertos donde hallar amparo —cosa que
estaba sucediendo a mediados de julio de 1699—, otra expedición se encontraba en cam ino hacia el Darién. Esta última había salido
de Escocia antes de que llegaran allá las noticias del fracaso. Por si eso fuera poc o, salió después una nueva expedición de unas 1.300
personas. Cuando ésta llegó al Darién no halló ni un alma. La segunda expedición se había dispersado porque, a su vez, tampoco
había hallado a sus antecesores. La última de las tres fue forzada por un escuadrón naval español a salir del lugar, y, como les había

sucedido a los miembros de la primera y de la segunda, perdió mucha gente, que se moría de enfermedades mientras cruzaba el
Caribe en retirada.

En total, más de 2.000 escoceses murieron en la aventura del Darién. Esas muertes, el dinero perdido y la conducta de los ingleses
conmovieron a toda Escocia e impresionaron a muchos ingleses, a los que les pareció que se había cometido una injusticia con los
escoceses. Como era natural, al tratar de explicarse las causas del fracaso se llegó a la conclusión de que se debía a que en el país
había dos Parlamentos, y se pensó que para evitar la repetición de los hechos, o que se produjeran otros peores, había que fundir los
Parlamentos de Inglaterra y de Escocia, de manera que el reino se gobernara por leyes iguales para todos. Guillermo III le pidió al
Parlamento inglés que estudiara la manera de unificar los dos cuerpos legisladores, pero lá Cámara de los Comunes inglesa se negó a

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tratar el asunto, y por su parte los escoceses decían que la unión sólo podía tener lugar si se les reconocía a ellos igualdad de
derechos con los ingleses, sobre todo en lo que se refería a las actividades comerciales en el exterior, lo que en fin de cuentas quería

decir que se les reconociera el derecho a colonizar tierras extranjeras y a conducir sus productos en barcos amparados por las leyes
inglesas.

Guillermo III murió en marzo de 1702 sin haber obtenido que los Parlamentos de Escocia y de Inglaterra llegaran a un acuerdo, y a
Guillermo III sucedió Ana Estuardo, la hija de) destronado Jacobo II, a quien le tocaba sentarse en el trono inglés en el momento en
que Inglaterra empezaba a intervenir en la guerra de Sucesión de España. Ana era hija de Jacobo, Jacobo había sido el protegido de
Luis XIV, y en la nueva guerra el enemigo sería otra vez Luis XIV. Los propietarios y comerciantes que formaban el Parlamento
inglés querían protegerse contra la posibilidad de que el trono cayera en manos de u n hermano de Ana, partidario de Luis XIV, y
como condición previa para reconocer a Ana establecieron que si ella moría sin hered eros el trono pasaría a Sofía de Hannover y sus
descendientes. El Parla-, mentó de Escocia declaró que no aceptaba la condición impu esta por el de Inglaterra y acordó que si Ana
moría sin descendencia Escocia escogería rey libremente. Esta amenaza de división de los dos países estaba atemperada por una
condición: Escocia aceptaría al rey inglés si se le reconocía igualdad de derechos en comercio exterior.

La situación estaba llegando a un punto crítico. La reina se negó a aprobar el acuerdo del Parlamento de Escocia y éste respondió
negándose a votar fondos para el trono; a esto último respondió a su vez el Parlamento inglés en febrero de 1705 con medidas que
tenían caracteres de ultimátum. Poruña de ellas se prohibía la entrada en territorio inglés de productos escoceses, y por otras se
establecía que si a fines de ese año el Parlamento de Escocia no se ponía de acuerdo con el de Inglaterra, se consideraría a los
escoceses como extranjeros y serían tratados como tales.

Como puede verse, un fracaso en el Caribe estaba produciendo en Inglaterra una situa ción tan difícil que cada día parecía acercarse
a soluciones violentas. Esto debía temerse porque las luchas entre ingleses y escoceses habían desembocado antes en
acontecimientos sangrientos y dolorosos. María Estuardo, la última reina de Escocia, había sido decapitada en Londres por órdenes
de la reina inglesa, Isabel I, y el recuerdo de aquella víctima de las luchas entre los dos países debía rondar en esos días por los
pasillos de los Parlamentos de Escocia e Inglaterra y debía perturbar el sueño de mu cha gente. Los ejércitos que comandaba en
Europa el duque de Marlborough necesitaban paz en Inglaterra. Una guerra entre ingleses y escoceses podía ser fatal para todos.

Sin embargo, con su característica tozudez, los escoceses se mantuvieron aferrados a sus ideas. La Compañía del Darién seguía viva
y actuando, y había despachado barcos hacia África y la India. Uno de esos barcos, el Annandale, había sido apresado por la marina
inglesa; otro, el Speedy Retum, se había dedicado a la piratería y durante algún tiempo no se supo de él, por lo que se creyó que
también había sido apresado por los ingleses. Un buque inglés, el Worcester, entró en agosto de 1704 en una bahía de Escocia y los
escoceses le echaron mano como si se hubiera tratado de una nave enemiga.

La reina Ana se hizo cargo de la gravedad de la situación y envió un emisario personal a Edimburgo para que tratara de negociar con
el Parlamento de Escocia, pero los escoceses se negaron a iniciar tratos mientras no quedara derogada el acta del Parlamento inglés
de febrero de 1705, en la que se les declaraba extranjeros. La reina obtuvo que el Parlamento inglés derogara ese acta, y esa medida

abrió el camino para unas negociaciones fatigosas, que duraron casi un año.

En tales negociaciones los escoceses pedían que se formara una federación de los dos países, cada uno con su Parlamento, y que
hubiera igualdad de privilegios comerciales para escoceses e ingleses. Los ingleses alegaban que a cambio del derecho a comerciar
en el exterior, los escoceses debían integrarse en Inglaterra y reconocer un solo Pa rlamento para los dos países, así como reconocían
un solo rey. Al final se acordó que Escocia enviaría 16 representantes a la Cámara d e los Lores —o Pares— y 45 a la Cámara de los
Comunes; que los impuestos de importación y exportación serían iguales en los dos pa íses; que a la muerte de la reina Ana, Sofía de
Hannover y sus descendientes serían reconocidos como los herederos legítimos del trono en el Reino Unido de Inglaterra y Escocia
—que más tarde pasaría a llamarse simplemente Reino Unido— y que el gobierno inglés pagaría a los accionistas de la Compañía del

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Darién unas 400.000 libras.

Los acuerdos fueron aprobados por la reina Ana el 7 de marzo de 1707; tres meses después, el Parlamento de Escocia se reunió por
última vez y se declaró disuelto. Y así fue como en vez I de establecer una colonia escocesa en el Caribe, la empresa de William-
Paterson había terminado provocando, al cabo de doce años, la unión de Escocia e Inglaterra en un solo país.

Es el caso que en esos mismos años otros europeos, y no sólo los escoceses, buscaban un territorio del Caribe en que establecerse. Se
trataba de un grupo de brandemburgueses, súbditos del Gran Elector de Brandemburgo, que había formado una compañía con
accionistas holandeses y daneses para comerciar con esclavos. Como el ducado de Brandemburgo había sido aliado de Dinamarca
en una de las tantas guerras que este país había tenido con los suecos, esos trafica ntes de esclavos consiguieron que Dinamarca les
permitiera tener un depósito de negros en la isla de Santomas. Pero a los brandemburgueses no les satisfacía tan poca cosa; querían
una isla para ellos y trataron de comprarles a los holandeses la de San Eustaquio y a los ingleses la de Tobago —la de Tobago del
grupo de las Vírgenes, no la del extremo Sur—, y como no lograron que les vendieran una de esas islas fueron a establecerse en
Vieques, llamada por los ingleses Crab Island. Vieques era un territorio adyacente d e Puerto Rico, y, por tanto, dependencia
española; pero los ingleses la querían para sí, razón por la cual expulsaron de allí a los brandemburgueses. El Gran Elector de
Brandemburgo se dirigió al gobierno inglés para pedirle que autorizara a la Compañía de Brandemburgo a establecerse en Tórtola,
y los ingleses no concedieron la autorización. Al final, los brandemburgueses se retiraron del negocio de esclavos, ya avanzado el
siglo XVIII. Su pequeño país no tenía ni flota ni ejércitos para respaldar su negocio en el Caribe. Para ellos, pues, el Caribe no era
una frontera imperial porque Brandemburgo no era un imperio.

Los brandemburgueses, como los latvios, no tendrían colonias en el Caribe. De los pa íses pequeños de Europa, sólo Dinamarca
seguiría participando en el festín colonial del Caribe. Los suecos llegarían y se sentarían en la mesa durante algún tiempo, y ya a
finales del siglo XIX y en el siglo XX, los norteamericanos entrarían en la región a disponer de sus riquezas y de algunos de sus
territorios. Pero en el siglo XVIII el Caribe seguiría siendo la frontera de cuatro grandes poderes: España, Francia, Inglaterra y
Holanda. Dinamarca estaba allí de manera prudente, sin sueños de competir con los imperios.

Los cambios que se habían producido en Europa en el siglo xvii se reflejaban, al comenzar el siglo XVIII, en nuevos conceptos
morales. Habían quedado atrás los tiempos en que la agresión de un país a otro se ju stificaba con pretextos más o menos válidos,
con la especie de que se defendía el derecho a la herencia de una corona o se combatía por causas religiosas. Esos dos ingredientes,
por ejemplo, habían estado presentes en la guerra de los Treinta Años, que había terminado en 1648. Al comenzar el siglo XVIII,
esto es, medio siglo después del final de la guerra de los Treinta Años, resultaba innecesario justificar una guerra con esos motivos.
Ya todo el mundo en Europa, desde los reyes hasta los villanos, sabía que se iba a una guerra para arrebatarle a otro país tierras y
riquezas, y eso parecía natural. Así, pues, no había nada de escandaloso en que el a liado de ayer fuera el enemigo de hoy; en que al
atacar a un país se esgrimiera el mismo argumento que se había usado un año antes pa ra combatir a su lado.

Un buen ejemplo de lo que acabamos de decir está en la guerra de Sucesión de España. Los países que habían estado matándose en
Europa y en el Caribe hasta 1697 iban a comenzar otra guerra en 1702, pero no ya en los mismos bandos. En la que había terminado

en 1697, ingleses, holandeses y españoles eran aliados contra Francia; en la que iba a comenzar en 1702, España y Francia serían
aliados contra Inglaterra y Holanda. Así, los pueblos españoles del Caribe que había n peleado hasta 1697 contra los franceses y
habían contado en esa ocasión con la ayuda angloholandesa, comenzarían en 1702 a pelear contra los angloholandeses y contarían
con la ayuda francesa. Los colonos franceses de La Española, que habían visto sus ciudades destruidas por los españoles del Este
aliados a los ingleses, pasarían a ser los aliados de los españoles y los enemigos de los ingleses. "Esa trágica situación fue expresada
un siglo después por un sacerdote de La Española cuando dijo, en una quintilla que derramaba una gracia amarga:

Ayer español nací,

a la tarde fui francés,


en la noche etíope fui,

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hoy dicen que soy inglés.


No sé qué será de mí.

La realidad, sin embargo, no era para provocar comentarios humorísticos, pues se tra taba de que los pueblos del Caribe vivían bajo
el peso de una lucha interminable, dura y sin sentido . para ellos.

Las potencias europeas comenzaron a prepararse para la nueva guerra tan pronto como se supo, en octubre de 1700, que Carlos II
había testado dejando la corona de España a Felipe de Anjou. Así, no debe extrañar q ue antes de que comenzara la guerra llegara al
Caribe una escuadra inglesa de diez barcos. Esto sucedía en noviembre de 1701, y a principios de 1702 arribaba a Martinica una
escuadra francesa tres veces más poderosa que la inglesa; en el mes de mayo se hacía presente un escuadrón inglés que iba a reforzar
al que había llegado en noviembre de 1701, y casi inmediatamente volvía al Caribe, d esde Francia, el veterano Ducasse, a la cabeza
de otro escuadrón francés.

Los enemigos tomaban posiciones en la frontera imperial del Caribe y el ambiente se hizo tenso y difícil. A mediados de año
comenzaron a producirse ataques sueltos a buques aislados de uno y otro bando; en el mes de julio los ingleses de Saint Kitts se
lanzaron sobre la porción francesa de la isla. La guerra, pues, había comenzado en el Caribe.

La causa verdadera de la guerra se hallaba en el temor de que Francia aumentara su p oder al quedar la corona española vinculada a
la francesa, de manera que lógicamente los ataques, lo mismo en Europa que en el Caribe, debían dirigirse al poder francés; sin
embargo, tan pronto comenzó la guerra los ingleses corrieron a ocupar Vieques y a desembarcar hombres en Puerto Rico, lo que
hicieron por la rada de Arecibo, sin éxito, porque perdieron varios hombres y material de guerra y tuvieron que retirarse; sin
embargo, pocos meses después atacaron de nuevo por las playas de Loíza, con resultad o parecido. Puerto Rico seria atacado al año

siguiente por fuerzas holandesas que desembarcaron en el puerto de Guayanilla y tuvieron que retirarse dejando varios muertos.

El esfuerzo más importante que se hizo en el año de 1702 fue, sin embargo, el de la persecución de Ducasse. Esto sucedía en el mes
de agosto, cuando tres escuadrones navales ingleses salieron a recorrer el Caribe del sur en busca del jefe francés. Ducasse mandaba
unas diez naves y navegaba frente a Santa Marta cuando los ingleses lo avistaron. En tablado combate, los ingleses tuvieron que
retirarse con pérdidas importantes y averías gruesas en varios barcos. Su almirante, John Brown, resultó gravemente herido. En una
carta que le envió a Brown, muy propia de la época, Ducasse reconoció que si los ing leses hubieran tenido decisión habrían ganado
la partida; pero no la tuvieron, y es el caso que esa guerra comenzó en una forma lá nguida, sin que ninguno de los adversarios
desplegara verdadera decisión. En cambio los nativos del Caribe se comportaban de otra manera. Eso se explica porque habían
aprendido muchas lecciones de la guerra anterior; habían aprendido especialmente que la guerra paralizaba la vida económica de
toda la región, que sus productos no tenían venta y los de Europa no llegaban, y si llegaban eran en poca cantidad y muy caros; pero
lo más importante de todo lo que aprendieron fue que la guerra producía buenos divid endos a los que tomaban parte en ella. Eso se

lo habían enseñado los corsarios franceses e ingleses que habían actuado en la guerra anterior.

Es de suponer que lo mismo que habían hecho antes, los gobernadores ingleses y franceses del Caribe distribuyeron patentes de
corso tan pronto como se rompieron las hostilidades, lo que tenía que provocar una m edida similar en las dependencias españolas.

La guerra del corso podía dejar beneficios muy altos, pues el producto de las presas era para los dueños de los buques corsarios que
las tomaran. El gobierno español pagaba una cantidad por cada prisionero y por cada cañón capturado, según fuera su calibre; en
caso de que la nave enemiga fuese tomada al abordaje, se daba un premio de un 25 por 100 sobre el valor total del barco apresado.
Hubo corsarios de las islas que se hicieron fabulosamente ricos, como el mulato de Puerto Rico Manuel Henríquez, que había sido
zapatero, y a quien Felipe V le concedió en 1713, al terminarla guerra, la medalla d e la Real Efigie y el título de Capitán de Mar y

Guerra. Henríquez llegó a ser tan rico, que prestaba dinero al Gobierno y a la Iglesia.

Los corsarios pulularon por el Caribe. Los había ingleses, franceses, holandeses. Los ingleses operaban desde Barbados y desde
Jamaica, y los franceses desde Martinica. En esa lucha de pequeños propietarios y comerciantes, de artesanos y de pescadores

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metidos a corsarios, los franceses aventajaban a los ingleses. Y no se trataba de algo sin importancia. Los barcos apresados, los
esclavos tomados, los cargamentos de mercancías apropiados sumaban al año millones d e escudos. Se calcula que en un solo año los

corsarios franceses de Martinica apresaron más de 160 barcos ingleses.

Exasperados por la situación, los ingleses decidieron caer: sobre Martinica para destruir el nido de esos dañinos enemigos,] pero a
última hora no fue posible atacar Martinica y se decidió tomar Guadalupe. Una escuad ra inglesa llegó allí el 19 de marzo de 1703,
desembarcó tropas que tomaron Basseterre con poca lucha y los franceses se replegaron hacia el interior, pero no derrotados, sino
combatiendo. El gobernador de Martinica reunió inmediatamente todas las fuerzas que estaban a su alcance y acudió a ayudar a sus
compatriotas de Guadalupe. El 16 de mayo, es decir, a los dos meses de haber desemba rcado, los ingleses comenzaron a evacuar la
isla. Pero no se fueron sin haber hecho las devastaciones de rigor en las guerras del Caribe.

Después de esa acción, la guerra volvió a ser de corsarios hasta el año de 1706, cua ndo la flota francesa mandada por el; conde de
Chavagnac se presentó frente a Nevis, viró hacia Saint Kitts y desembarcó tropas en esta isla el 11 de febrero. Desde julio de 1702 la
parte francesa de Saint Kitts había caído en. manos inglesas. A la presencia de trop as francesas, la guarnición inglesa se refugió en
los fuertes y los atacantes estuvieron varios días en la isla quemando ingenios azuc areros, casas, almacenes y cuanto hallaban a su
paso. Al retirarse se llevaron varios cientos de esclavos.

Un mes después, el almirante D' Iberville tomó el mando de las fuerzas francesas en la región y el 22 de marzo desembarcó en Nevis
con 3.000 hombres. La guarnición inglesa se retiró al posiciones preparadas de antemano, pero esas posiciones cayeron pocos días
más tarde. La suerte de los ingleses de Nevis fue triste. Muchos fueron enviados prisioneros a Martinica y Guadalupe; otros tuvieron

que servir de guías a los soldados franceses que recorrían los bosques buscando a los esclavos que habían huido. Los franceses se
llevaron de Nevis unos 3.000 esclavos, ingenios de azúcar enteros y todo lo que tenía algún valor.

En medio de esa guerra, y bajo la jefatura de Pablo Pesberre, cacique de Suinzí, se levantaron los indios cabecares y terbis de
Talamanca, en Costa Rica; la sublevación se extendió hasta el territorio de Panamá. Hacia el mes de septiembre de 1709, los indios
se lanzaron a matar frailes y españoles, sin que se salvaran ni mujeres ni niños, a quemar conventos e iglesias y viviendas. En la
lucha para someterlos, que fue larga, cientos de indígenas fueron apresados y repartidos entre españoles y criollos. El jefe de la
rebelión fue apresado, juzgado y condenado a muerte y la sentencia se ejecutó a tiros de arcabuz en Cartago, capital de Costa Rica,
al comenzar el mes de julio de 1710.

Unos meses antes, en febrero, un grupo de corsarios franceses cayó sobre Monserrate y se llevó más de 70 esclavos; en marzo, el
irlandés John Bermington, al mando de una fuerza francesa, tomó Barbuda, destruyó todos los edificios, tanto militares como
civiles, y además se llevó a toda la población, libre y esclava.

Ese ataque a Monserrate se repitió poco más de dos años después cuando una flota fra ncesa, al mando del señor Cassard, que había
llegado a Martinica en mayo de 1712, atacó en el mes de julio la pequeña isla inglesa y la arrasó completamente. Cassard se llevó de
Monserrate 1.200 esclavos y maquinaria de ingenios de azúcar, y destruyó todo lo que no podía llevarse. Después del ataque a

Monserrate, Cassard fue a dar a Curazao, pero la posesión holandesa se salvó del duro destino de Monserrate porque se aprestó a
pagar al jefe francés un alto rescate, reunido por los judíos ricos de la isla.

La paz de Utrecht se firmaría en abril del año siguiente (1713), pero sus términos estaban en discusión cuando Cassard actuaba en el
Caribe. Así, la acción de Cassard en Curazao sería la última de importancia que iba a verse en la región. Sólo los corsarios seguirían
atacándose aquí y allá, arrebatándose barcos y esclavos y mercancías con el pretexto de la guerra. Esa era la lección que habían
aprendido los pueblos del Caribe durante siglos de agresiones, destrucciones y rapiñas.

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Capítulo XIII
LAS GUERRAS EN EL CARIBE HASTA LA PAZ DE PARÍS (1763)

La era de los Borbones de España, iniciada con Felipe V al comenzar el siglo XVIII, iba a ser la más fecunda que conocieron los
territorios españoles del Caribe hasta ese momento, en una historia que se acercaba ya a los tres siglos.

De las muchas causas que pueden explicar lo que acaba de decirse, la que parece más importante es de orden social: bajo el reinado
de los primeros Borbones hizo acto de presencia en el escenario español una burguesía escasa en número, pero políticamente fuerte
debido al apoyo que halló en los monarcas; y esa burguesía se proponía llevar el país a un nivel igual o parecido al que tenían las
naciones más desarrolladas de Europa.

Sucedió, sin embargo, lo que era inevitable: la formación de una burguesía española capaz de competir con las burguesías europeas
iba a desembocar en una lucha a muerte, porque las burguesías de Francia, Inglaterra , Holanda no podían permitir que España se
fortaleciera en su vasto imperio americano, tan adecuado para la explotación colonia l. Lógicamente, el recrudecimiento de la lucha
de las burguesías europeas contra España iría a manifestarse con preferencia en el C aribe, que era la zona donde se producían los
artículos tropicales más solicitados en Europa. El Caribe, pues, sería otra vez el c ampo de batalla de los imperios occidentales; y
también era lógico que la lucha fuera encabezada, del lado opuesto a España, por la ya poderosa Inglaterra, que al iniciarse la
decadencia de Francia en los primeros años del siglo XVIII quedaría siendo la potenc ia más fuerte de Europa; la que disponía de
más capitales para invertir en empresas imperialistas, la que disponía de mejor técn ica de producción, de mejores medios de
transporte para dominar los mercados consumidores europeos y del mayor poderío naval, con el cual podía dominar militarmente la
escena del Caribe. Por último, era lógico también que en esas luchas entre imperios cada uno de ellos actuara tomando en cuenta,
antes que nada, sus propios intereses, lo que explica que en varias ocasiones los menos fuertes se unieran para combatir al más
poderoso.

Aunque había perdido muchos territorios a manos de sus enemigos europeos, España era la señora del Caribe; era a España a quien
se despojaba de tierras allí, y eso explica que esta historia se escriba desde el pu nto de vista de la posesión española del Caribe. Los
avatares de España en el mundo se reflejaban en el Caribe, y por eso la secuencia histórica de la región debe ser expuesta en relación

con España; y en lo que se refiere al siglo XVIII, la historia de España no puede hacerse si no se explican ciertos hechos relativos a los
Borbolles.

Felipe V reinó dos veces. El antiguo duque de Anjou heredaba la locura de los Austrias españoles a través de su abuela y pasó la
mayor parte de su vida atacado de locura melancólica; Tal vez ese mal fue el que le llevó a abdicar la corona el 10 de enero de 1724
en favor del mayor de sus hijos, Luis Fernando, que fue proclamado rey con el nombre de Luis I. Luis I murió en agosto del mismo
año, y como había nombrado heredero a su padre, éste tuvo que volver a reinar, y reinó desde el 7 de septiembre de 1724 hasta el día
de su muerte, ocurrida el 9 de julio de 1746. A partir de ese día el trono fue ocupa do por su segundo hijo, que se coronó rey con el
nombre de Fernando VI y murió loco de atar, el 10 de agosto de 1759.

Luis y Fernando habían sido los hijos del primer matrimonio de Felipe, cuya mujer, M aría Teresa de Saboya, había muerto en 1714.

La segunda mujer de Felipe. Isabel de Farnesio le daría otros dos hijos, Carlos y Felipe. Carlos, que pasó a ser rey de Nápoles en
1734, heredó la corona española al morir su hermanastro Fernando VI y gobernó hasta el 14 de diciembre de 1788, fecha de su
muerte. Su sucesor, Carlos IV, sería barrido veinte años; después por el vendaval que desató en Europa la Revolución francesa,
iniciada precisamente algunos meses después que Carlos IV ocupó el trono de España. Los Borbones volverían a reinar en España,

pero en 1808, al entrar en el país las tropas de Napoleón, quedó rota lo que puede calificarse, sin caer en exageraciones, como la
cadena de los Borbones que gobernaron con ideas burguesas.

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En realidad, con la excepción de Felipe V en sus primeros años y de Carlos III en todo su reinado, los Borbones no gobernaron

directamente; lo hicieron a través de ministros y favoritos, algunos de los cuales ni siquiera eran españoles. Pero lo cierto es .que
fueran españoles o fueran extranjeros, vistos en conjunto, los ministros de Felipe V y de sus hijos —e incluso los de Carlos IV—
siguieron una línea común: la de hacer de España un país con intereses, ideas y hábitos burgueses. . Hay que aclarar que a pesar de
todo lo que hicieron esos hombres, las bases de las estructuras sociales españolas permanecieron iguales que en el siglo anterior, o
por lo menos con un poder real muy parecido. Esas bases eran las de una sociedad que seguía estando compuesta en su estrato
superior por la nobleza latifundista, sacerdotal, militar y funcionaría. Durante tod o el siglo XVIII esa realidad social española
estuvo soterrada bajo el poder político que los reyes borbónicos confiaron a la burg uesía, pero al producirse la invasión del país por
las tropas de Bonaparte el orden nacional se conmovió tan profunda-mente, que la rea lidad soterrada salió al aire y fue entonces
cuando se pudo ver que el poder de los sectores tradicionales era incontrastable.

En ese momento, herido en su dignidad nacional, el pueblo español se lanzó a la lucha contra los invasores, y junto con el pueblo se
lanzaron también a la lucha los sectores del viejo orden social del país. Ahora bien, los primeros combatían contra el extranjero que
había invadido su patria, y los segundos contra la burguesía francesa que Napoleón encarnaba y también contra la burguesía
española calificada por ellos como "los afrancesados". La guerra iniciada con los alzamientos populares de Madrid del 2 de mayo de
1808 terminó en un renacimiento del poder político para los sectores del poder tradicional; así, una guerra que comenzó siendo
patriótica quedó desviada en una guerra contra la burguesía española; quienes la ganaron fueron los adalides del viejo orden y
quienes la perdieron, además de Napoleón, fueron los españoles conocidos por sus ideas liberales, que eran las ideas de la burguesía.
Confundido por las poderosas fuerzas sociales de la tradición, y arrastrado por ella s, el pueblo español abandonó a los jefes liberales

y al retornar a España desde Francia, donde había estado varios años prisionero de N apoleón, el hijo de Carlos IVfue recibido por el
pueblo de Madrid al grito de "¡Vivan las cadenas!", lo que en su sentido más hondo q uería decir realmente "¡Muera la libertad!". Y la
libertad, según se entendía entonces, era la que quería la burguesía para desembaraz arse del viejo orden de cosas y establecer el
suyo.

Con esta rápida exposición que da el trasfondo de los sucesos del siglo xvi II debemos volver al final de la guerra de sucesión. Esa
guerra había terminado con el tratado de Utrecht, pero en España se siguió luchando hasta mediados de 1714; y no se luchaba
contra ejércitos extranjeros, sino contra los catalanes, que habían sido hasta el úl timo minuto los más fervientes defensores de las
aspiraciones austriacas al trono español. Fuerzas francesas y españolas lograron al fin tomar Barcelona, y fueron tantos y tales los
estragos causados por las tropas de Felipe V, que todavía muy avanzado el siglo XX a l lugar excusado de cada hogar barcelonés se le
llamaba "la casa de Felipe".

Esa guerra contra los catalanes tiene una explicación a la luz de la historia social de España; fue llevada a cabo porque eral
necesario destruir los privilegios económicos y políticos de Cataluña. Esos privileg ios databan de la organización medieval y su
existencia en el momento en que la burguesía luchaba por desarrollarse representaba para ésta un obstáculo serio. Cataluña, y su
gran puerto del Mediterráneo, que era Barcelona, mucha importancia en los planes de esa pequeña, pero políticamente fuerte
burguesía nacional. Fue después de la destrucción de las instituciones medievales ca talanas cuando pudo formarse allí la burguesía

textilera, y fue en realidad la destrucción de esas instituciones lo que le dio verd adera unidad económica y política a España. Fue de
Barcelona de donde salió en agosto de 1717 la escuadra española que reconquistó Cerd eña, que había sido cedida por el tratado de
Utrecht al emperador de Austria; de Barcelona salió también la escuadra que iba a reconquistar Sicilia, y más tarde toda la política
mediterránea de Felipe V se haría basada en Barcelona.

La escuadra que llevaba la misión de apoderarse de Sicilia fue derrotada por los ing leses, que se oponían al renacimiento del poder
español en el Mediterráneo. Esa política española en el Mediterráneo provocó la guerra de 1718, declarada por la Gran Bretaña a
finales de diciembre de ese año y por Francia unos días después, en enero de 1719. I nvadida por tropas francesas e inglesas, España
tuvo que ceder, y abandonó Sicilia y Cerdeña entre mayo y agosto de 1720.

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Ahora bien, en esa guerra de 1718, que había sido desatada por hechos de política netamente europea, hubo ingredientes que

procedían del Caribe. En el tratado de Utrecht España había autorizado a los ingleses a vender en América 144.000 negros en treinta
años —a razón de 4.800 anuales— y accedió a que la compañía que obtuviera del gobier no inglés la autorización para hacer la trata
enviara cada año un navío de 500 toneladas a comerciar con América. Esas estipulaciones del tratado fueron las que le dieron a éste
la calificación de "Asiento", nombre que iba a tomar años después la guerra anglo-española provocada por las diferencias en la
aplicación de los acuerdos. El Gobierno inglés concedió ese negocio a la Compañía del Mar del Sur, y parece que el navío anual que
la compañía despachaba a la feria de Portobelo no llevaba sólo mercancías para el comercio, lo que dio lugar a que España se
declarara con derecho a inspeccionar el navío anual. Esto originó protestas y rozamientos a los que se añadieron numerosos
agravios; por ejemplo, las actividades de algunos piratas ingleses en aguas española s del Caribe, los incidentes que provocaban los
cortadores de madera de Belice y la ocupación de la isla de Vieques por parte de ing leses que procedían de las Antillas menores.

En los territorios españoles del Caribe abundaban los hombres —generalmente nativos de esas tierras— que habían estado haciendo
el corso contra los enemigos de España en los días de la guerra de sucesión, y como los agravios ejecutados en la región por súbditos
británicos comenzaron inmediatamente después de terminada esa guerra, los avezados corsarios de Puerto Rico, de Santo Domingo,
de Cuba se lanzaron a la mar a apresar navíos mercantes británicos. Por otra parte, la ocupación de Vieques era un acto de agresión
intolerable para las autoridades de Puerto Rico, lo que explica que el gobernador de esa isla ordenara su desalojo, que se llevó a
efecto en 1718. Las fuerzas que envió el gobernador de Puerto Rico destruyeron el fu erte de Vieques y el poblado que habían
levantado los ingleses, así como todos los sembrados de algodón, maíz, caña y tabaco; además, se llevaron a los habitantes, se
incautaron de 95 esclavos, de ganado, aperos de labranza y embarcaciones. El corsario puertorriqueño Manuel Henríquez, antiguo

zapatero, contribuyó a la acción de Vieques con dos goletas, cuatro artilleros, siete soldados de infantería y 289 milicianos, de los
cuales 65 eran negros libres. Esta aportación da idea del grado a que llegaron a enriquecerse algunos de los corsarios del Caribe. Un
navío de guerra inglés llevó a Puerto Rico una nota de protesta, pero el gobernador se negó a recibirla. Todo eso fue recordado por
Jacobo II cuando declaró la guerra a España en diciembre de 1718.

Al estallar la guerra cesó el tráfico de esclavos establecido en el Asiento y cesó también el viaje del navío anual. Pero los corsarios de
los territorios españoles se hacían de esclavos apresando buques ingleses, franceses y holandeses, pues Holanda se había aliado a
Francia e Inglaterra, y a menudo en esos buques había esclavos. En algunas ocasiones esos corsarios se alejaban audazmente de sus
bases; por ejemplo, en febrero de 1720 apresaron varios navíos ingleses en aguas de Saint Kitts y de Guadalupe.

La situación de guerra que volvía a presentarse en el Caribe creaba un ambiente prop icio para que algunos veteranos de la piratería
retornaran a sus viejos hábitos. Así, la piratería florecía de nuevo, aunque en prop orciones limitadas, y varios filibusteros
comenzaron a atacar buques mercantes que navegaban por la zona. Fue entonces cuando anduvo por el Caribe el célebre

Barbanegra. La mayoría de esos piratas eran ingleses y sus víctimas más frecuentes eran buques británicos; eso explica la dureza con
que fueron perseguidos por las autoridades navales de Jamaica. En octubre de 1720 los piratas apresaron en las cercanías de
Dominica y Martinica unas dieciséis balandras francesas y ahorcaron a casi todos sus tripulantes; en diciembre del mismo año el
gobernador de Jamaica informaba a Londres que los corsarios cubanos atacaban casi diariamente las costas jamaicanas, de manera

que el recrudecimiento de la piratería provocaba el de los corsarios.

Ahora bien, la guerra presentaba una peculiaridad; no se libraba de poder a poder, d e nación a nación o de gobierno a gobierno,
sino que la llevaban a cabo corsarios y piratas contra naves mercantes. Pero al mismo tiempo los comandantes de los navíos de
guerra ingleses se dedicaban a hacer el comercio, con lo cual suplían, en su provecho personal, el barco anual inglés del Asiento. Lo

primero tenía una explicación: Inglaterra, Francia y Holanda no enviaban soldados a ocupar las posesiones españolas del Caribe
porque eso hubiera obligado a España a despachar tropas para la zona, con lo cual qu edaba militarmente debilitada en Europa, y lo
que buscaban los aliados al atacar a España era sumarla a ellos sin disminuir sus fu erzas. Ingleses, franceses y holandeses veían con

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preocupación una posible unión de España con el Imperio austroalemán, que había salido fortalecido de la guerra contra los turcos,
y sabían que una alianza de España con ellos dejaría aislado al emperador. En cuanto a la actividad comercial de los comandantes

de naves inglesas de guerra que operaban en el Caribe, se trataba simplemente de corrupción. Cuando el Gobierno inglés prohibió a
sus capitanes navales llevar mercancías a bordo, y desde luego, venderlas, los comandantes adquirieron balandras que eran
avitualladas por los buques de guerra y en ocasiones convoyadas por éstos. De esa manera la guerra y el comercio se entrelazaron tan
sólidamente, que acabaron constituyendo una sola actividad: se hacía la guerra para comerciar y se comerciaba haciendo la guerra.
Parece evidente que en ese entrelazamiento se halla la explicación del florecimiento comercial y económico que comenzó a
producirse en las Antillas —y especialmente en Puerto Rico, Santo Domingo y la porción oriental de Cuba— en los días de la guerra
de 1718, un florecimiento que iba a aumentar en el transcurso del siglo XVIII hasta el grado de que ése acabaría siendo el siglo de
oro del Caribe.

En el capítulo IX de este libro se explicó que poco antes de morir Lonvillier de Poincy, el lugarteniente general del rey en las islas
francesas del Caribe, había concedido a perpetuidad las islas de Dominica y San Vicente a los indios caribes a cambio de que éstos
renunciaran a atacar las posesiones de Francia en la región. Santa Lucía, situada al sur de Martinica, era legalmente posesión
británica, pero como los ingleses no tenían guarnición en Santa Lucía, los franceses iban allí a cortar madera, y algunos se quedaron
a vivir en el lugar. En 1715 los ingleses sacaron a la fuerza a todos los madereros franceses y a partir de entonces la madera de la isla
era cortada por ingleses de Barbados, que se trasladaban a Santa Lucía en balandras. Pero Luis XV, el rey francés, no aceptó la
soberanía inglesa sobre la isla y se la concedió al mariscal D'Estrées, que envió hombres a explotarla. Esos hombres se retiraron ante
una protesta inglesa. Mientras tanto, en Santa Lucía iban multiplicándose los descendientes de esclavos negros que se fueron
quedando en los bosques del interior como un rezago de los vaivenes a que estuvo sometida la isla durante más de sesenta años, y

algunos franceses de Martinica decidieron capturar esos negros libres para venderlos como esclavos; para llevar a cabo sus planes
solicitaron la ayuda de los indios caribes de San Vicente, pero esos indios caribes, conscientes de que ellos y los negros se hallaban en
un mismo nivel ante los blancos, rehusaron servir en el plan. Los franceses llevaron sus propósitos adelante, sólo que no pudieron
lograrlos porque los negros les hicieron treinta bajas y tuvieron que retirarse.

La consecuencia de ese ataque fue que los negros de Santa Lucía buscaron el apoyo de Inglaterra, de donde vino a suceder que el rey
inglés concedió la isla al duque de Mantagu y éste envió pobladores británicos, que fueron escoltados por buques de guerra a fin de
proteger su desembarco y su establecimiento en la isla. De esa manera Santa Lucía pa só a ser poblada por ingleses en diciembre de
1722, situación que iba a durar hasta enero de 1733, cuando la posesión fue tomada p or una flota francesa enviada por el
gobernador de Martinica.

Mientras en Europa se discutían los tratados que iban a poner fin a la guerra, en el Caribe se llevaba a cabo la persecución de los
filibusteros. Jamaica se convirtió en el centro de esa persecución; de allí salían los navíos cazadores de los buques piratas, allí se
juzgaba a los criminales del mar y en algunas ocasiones allí mismo se les daba muerte. En el 1722 murió en combate contra una
fragata inglesa el filibustero Bartholomew Roberts; en mayo de ese año fueron colgad os en Jamaica 41 miembros de la tripulación
de un barco pirata; en junio de 1723 fue colgado el célebre capitán Finn, que se hab ía convertido en terror de la región; en el mismo
mes fueron ahorcados en Antigua otros seis piratas y en marzo de 1724 murieron ahorc ados varios más. En 1721 se juzgó y condenó a

muerte a dos mujeres filibusteras, Mary Read y Arme Bonney, pero la ejecución se dem oró debido a que estaban encintas, y al final
no murieron en la horca.

Ya se ha explicado que debido a las irregularidades con que la Compañía del Mar del Sur cumplía su parte en los acuerdos del
Asiento, España había reclamado el derecho de registrar el j; navío anual. Pero la p roliferación del contrabando en los años de la
guerra y los que les siguieron requirió que el llamado "derecho de visita" de los guardacostas españoles se ejerciera de manera
indiscriminada, pues como cualquier buque mercante podía llevar contrabando, todos los buques ingleses que navegaban por el
Caribe debían ser detenidos y registrados por los guardacostas de España. Como era lógico, eso dio lugar a muchos incidentes y a la
consecuente propaganda antiespañola de los marinos y los comerciantes ingleses. Estos últimos consideraban que España

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obstaculizaba caprichosa y maliciosamente sus gestiones. Las protestas se fueron acumulando, y para mediados de 1726 se había
creado en Inglaterra un clima de excitación que lindaba con la histeria colectiva. Al fin, Inglaterra despachó hacia el Caribe un

escuadrón naval que iba bajo el mando del almirante Hozier y llevaba la misión de bloquear Portobelo, a lo que España respondió
apresando algunos buques ingleses y sitiando Gibraltar. Así, el año de 1727 se iniciaba con una tercera guerra tinglo-española en los
pocos años que llevaba el siglo.

Esa guerra fue muy corta en el escenario europeo, pero no tan corta en el Caribe, si bien tampoco llegó a generalizarse a la manera
de las anteriores. En realidad, en el área del Caribe no pasó de ser una guerra marítima limitada. Los ingleses reclamaban que los
corsarios cubanos habían atacado Jamaica y que se habían llevado unos trescientos esclavos, pero ésa parece haber sido la única
ocasión en que hubo un ataque de tierra, y no fue hecho por tropas regulares. Para 1728 los corsarios de las posesiones españolas
habían capturado 86 buques ingleses y Gran Bretaña alegaba que varios otros mercantes de bandera inglesa que no aparecían
habían corrido igual suerte. La situación no llegó a aclararse nunca, pero hay suficientes datos para pensar que los corsarios de
Santo Domingo, de Puerto Rico y de Cuba —por lo general, nativos de esas islas— estu vieron muy activos en esos años y que tenían
predilección por los mercantes británicos. Entre esos corsarios hubo varios que hicieron verdaderas fortunas.

Aunque Inglaterra y España se esforzaron por poner fin a ese estado de cosas, y creyeron lograrlo con el tratado de Sevilla —firmado
en esa ciudad el 9 de noviembre de 1729—, lo cierto es que en el Caribe siguió habiendo choques y siguieron produciéndose
incidentes; y tenía que ser así, dado que los pobladores de la región habían tomado conciencia de que la lucha era una manera de
hacer negocios. Además, había choques de origen político. Por ejemplo, en marzo de 1733 el gobernador de Santiago de Cuba envió a
Jamaica un buque con orden de apresar cualquier barco inglés porque había recibido noticias de que a esa isla había llegado una

escuadra inglesa destinada a atacar el territorio cubano y quería cerciorarse interrogando a algunos prisioneros, cosa que hizo con
los tripulantes de un mercante apresado en pleno puerto de la bahía jamaicana de Morante. Una escuadra española apresó ese
mismo año varios buques ingleses en aguas del río Belice; en 1737 Belice fue saquead o por hombres que procedían de Yucatán, que
se llevaron varios prisioneros.

Mientras tanto, los daneses de Santomas habían ocupado la vecina islita de Saint Joh n y habían comenzado a colonizarla, y en el
1727 los franceses habían ocupado de nuevo la de Santa Cruz, que había permanecido inhabitada desde el siglo anterior, cuando sus
vecinos fueron llevados a Haití para repoblar Cap-Francais. Seis años más tarde, en 1733, los daneses compraron Santa Cruz por
750.000 francos oro. Así, mientras los demás imperios se disputaban los territorios del Caribe a cañonazos, los daneses, buenos
comerciantes, iban extendiendo su dominio en la región. Dinamarca había establecido en el año de 1700 un punto comercial en la
Costa de Oro de África —el puesto de Augustemburgo— del cual sacaba esclavos que servían no sólo para mantener abastecido el
mercado de esclavos de Santomas —que vendía negros a las dos Américas—, sino también para sus plantaciones de caña. El azúcar
de las colonias danesas era llevada a las refinerías de Copenhague y de ahí se despa chaba a los mercados del norte europeo. País de
organización burguesa, aunque tan pequeño, que no podía competir en el campo de las armas con las potencias de Europa,
Dinamarca sabía lo que buscaba: había ido al Caribe a hacer negocios y los hacía con provecho.

En octubre de 1733 España, que había hecho una alianza con Francia, se lanzó a la conquista de Nápoles. Nápoles cayó en manos

españolas en el mes de mayo de 1734. Felipe V nombró rey de la hermosa ciudad del su r de Italia a Carlos, el mayor de los hijos que
había tenido con Isabel de Farnesio, y una vez establecido en su reino, Carlos despa chó tropas a Sicilia, que capituló en el mes de
agosto. Esos hechos eran alarmantes para Inglaterra, porque demostraban que España estaba dispuesta a reasumir el papel de gran
potencia europea que había perdido en la guerra de sucesión, y demostraba también qu e los Borbones disponían de los medios para
lograr ese propósito. En realidad, la expansión del poder español por el Mediterráneo tenía muchos orígenes, entre ellos el de haber
sido Nápoles, Cerdeña y Sicilia partes de la corona de Aragón durante siglos, pero en cierta medida la política mediterránea de
Felipe V se hallaba determinada por el impulso que le comunicaba al país el fortalec imiento del grupo burgués que estaba
desarrollándose bajo el gobierno de los Borbones.

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Esa expansión de España por el Mediterráneo iba a influir en la actitud de Inglaterra frente a España. Inglaterra no podía ver con
buenos ojos que España se convirtiera de nuevo en un gran poder europeo, porque en la medida en que aumentara ese poder,

disminuirían las posibilidades inglesas de ampliar su imperio colonial a expensas de los territorios españoles de América. Eso es lo
que explica el estado de agitación antiespañola que iba creándose en Inglaterra a medida que España se expandía en el
Mediterráneo. Y la agitación llegó a tal punto que la guerra se haría inevitable.

La guerra iba a ser declarada por los ingleses en octubre de 1739. En España sería l lamada "del Asiento", debido a que Inglaterra
alegaba que España no cumplía con lo estipulado en los acuerdos de 1713, pero los ingleses la bautizaron con el nombre de "guerra
de la oreja de Jenkins". Este Jenkins era una mezcla de corsario y pirata. Unos veinte años antes de haber pasado a la popularidad
que tuvo con motivo de la guerra de 1739 había asaltado a u n grupo de cubanos y esp añoles que se hallaban realizando un
salvamento en aguas de la Florida, posesión de España*, y en ¡a guerra de 1718 anduvo por el Caribe haciendo fechorías. Su segundo
de abordo fue apresado y ahorcado en La Habana, pero Jenkins logró escapar. En el año de 1731 un guardacosta español interceptó
en aguas del Caribe un navío que resultó ser el de Jenkins. Cuando los marinos españoles reconocieron al viejo corsario le aplicaron
los métodos usuales en esos tiempos: le golpearon y, según contaba él, le cortaron una oreja y se la entregaron con la recomendación
de que la llevara a Inglaterra y la mostrara en su país para que todos los ingleses supieran lo que pasaría a cualquiera de ellos que se
atreviera a desafiar el pabellón español. Parece que Jenkins embalsamó su querida oreja y la conservó durante varios años, porque
sólo así se explica que pudiera presentaría en 1738 ante un comité de la Cámara de los Comunes como prueba del pregonado
salvajismo español. Cuentan que al preguntarle un miembro del comité qué sintió él c uando le desorejaron, Jenkins respondió:
"Encomendé mi alma a Dios y mi causa a mi patria." Y la afortunada frase entusiasmó al pueblo inglés a tal grado que Jenkins fue
convertido rápidamente en un héroe popular; así, cuando el rey declaró la guerra a España, se le dio su nombre. En los territorios

españoles del Caribe fue llamada "la guerra de Italia" debido a que más tarde se extendió a Italia y en su último período en España
se conoció como "la guerra de la Pragmática".

El monarca inglés declaró la ruptura de hostilidades el 19 de octubre.(1739) según el calendario británico —el día 23 según el
calendario español—, pero previamente se habían tomado las medidas para tomar de sor presa a España en el Caribe; así, desde el
mes de julio —es decir, tres meses antes de la proclamación del estado de guerra— ha bía salido hacia Jamaica una flota comandada
por sir Edward Vernon, que se había convertido también en héroe popular al afirmar q ue él se comprometía a tomar Portobelo si se
le proporcionaban seis navíos.

A mediados de septiembre, poco más de un mes antes de la declaración de guerra, se p resentaron frente a La Habana dos navíos
ingleses que se dedicaron a perseguir y apresar barcos españoles; después uno de ellos fondeó frente a Bacuranao, unas pocas millas
al este de La Habana, comenzó a disparar sus cañones contra el puesto de aquel lugar y desembarcó un destacamento de soldados;
éstos fueron repelidos, pero algunos quedaron prisioneros y al interrogarlos se supo que los atacantes formaban parte de un
escuadrón de seis navíos que había salido de Jamaica desde mediados de agosto con órdenes de hostilizar buques y puertos de Cuba.
El escuadrón estuvo operando en aguas habaneras hasta mediados de noviembre y para esos días ya la escuadra de Vernon estaba
frente a La Guayra, donde intentó apresar algunos buques españoles que llevaban azog ue. La operación sobre La Habana era, pues,
de diversión y quizá también de información.

Vernon tuvo que retirarse de las aguas venezolanas con algunos daños, pero al terminar la tercera semana de ese mes de noviembre
de 1739 se hallaba frente a Portobelo. Portobelo era una base de guardacostas españoles y además allí estaban los representantes de
la Compañía del Mar del Sur, de manera que para los ingleses el nombre de Portobelo era un símbolo de la soberbia española y de la
opresión que España ejercía sobre los pobres súbditos británicos. Pero lo cierto es que Portobelo no era un punto fuerte comparado
con otros del Caribe y a Vernon le resultó fácil tomar el puerto y destruir sus fortificaciones usando para el caso seis navíos de línea,
tal como lo había dicho en 1738. Al llegar a Inglaterra la noticia de esa victoria p rodujo un estado de júbilo nacional; se acuñaron
medallas con la efigie de Vernon y varios lugares de Londres fueron bautizados con el nombre de Portobelo.

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* Era un Cañaveral, hoy Cabo Kennedy, lugar de lanzamiento de vehículos espaciales.

Todo indicaba que a Inglaterra le había salido un jefe naval apropiado para llevar a cabo el gran plan de expansión colonial en la
América tropical con que soñaban comerciantes e industriales británicos. Vernon había estado durante su juventud en el Caribe;
conocía el medio y sabía cómo enfrentarlo; podía cruzar de Portobelo a Panamá y toma r esa ciudad llave del Pacífico; podía hacer
cosas increíbles. Pero Vernon ni siquiera se detuvo en Portobelo, sino que se retiró a Jamaica y a principios de marzo del año
siguiente (1740) se hallaba frente a Cartagena de Indias en una operación de reconocimiento, durante la cual estuvo una semana
bombardeando los fuertes que guardaban las bocas de la bahía; de Cartagena se dirigió a Chagres, punto que tomó sin esfuerzo;
destruyó las pequeñas fortificaciones de Chagres y retornó a Jamaica para avituallarse. Al comenzar el mes de mayo estaba de nuevo
en aguas de Cartagena, pero se retiró debido al daño que causaba en sus naves el fuego cruzado de los buques españoles que
operaban bajo la protección de las formidables fortificaciones de la bahía. En esa ocasión Vernon llevaba trece navíos y una
bombarda, fuerza demasiado pequeña para una plaza como Cartagena.

De manera inesperada, para Gran Bretaña, Francia decidió participar en la guerra del lado español y en el mes de septiembre
despachaba hacia el Caribe una escuadra con instrucciones de combatir allí a los ing leses. La noticia preocupó de tal manera al

Gobierno británico que decidió enviar rápidamente refuerzos a Jamaica; así, en enero de 1741, Vernon podía contar con más de 100
buques y más de 15.000 hombres, de los cuales unos 12.000 habían llegado de Inglaterra y el resto de las colonias norteamericanas.
Mientras tanto, el almirante D'Antin, que comandaba la escuadra francesa, tenía que embarcar tropas en Haití y en Martinica, y
sucedió que esas tropas no habían podido reunirse. D'Antin estuvo un mes esperando q ue se le dieran los soldados que necesitaba y
al cabo del mes resolvió volver a Francia. Un detalle curioso de esa guerra es que Vernon salió de Jamaica hacia el puerto de Saint-
Louis, en el sur de Haití, con el propósito de destruir allí la escuadra de D'Antin, pero cuando llegó a Saint-Louis no encontró a
D'Antin. ¿Qué hizo Vernon en ese momento? Pues nada más y nada menos que pedirle al gobernador de Saint-Louis agua y
avituallamiento para su flota, que tenía casi doscientas velas. Su poderío naval era tan grande que podía darse el lujo de tratar al
enemigo con exquisita cortesía británica. Desde luego, el gobernador de Saint-Louis accedió a lo que le pedía Vernon y éste pudo
salir de allí directamente hacia Cartagena.

La presencia de las fuerzas de Vernon debía ser imponente. Esas fuerzas estaban comp uestas por 50 navíos de línea y 130 auxiliares
con más de 22.000 hombres, de los cuales más de 12.000 eran marinos, unos 8.000 eran soldados y otros 2.000 eran sirvientes; de
estos últimos, 1.000 eran esclavos negros.

Todo ese gigantesco aparato militar estaba destinado a servir el plan más ambicioso que podía concebirse: entrando por Cartagena,
que sin la menor duda debía caer en sus manos, los atacantes avanzarían hacia el sudoeste para cortar diagonal-mente los territorios
americanos de España y salir al Pacífico, bien por Perú o bien por sus vecindades, y después de esa atrevida operación la zona
tropical de América sería ocupada por Inglaterra, que establecería en ella un vasto imperio colonial. Para debilitar a España en su
retaguardia americana se mandó al Pacífico al almirante Anson, que entró en el mar d el Sur con una flota ligera y se dirigió hacia las

costas peruanas. El plan era una versión más amplia de lo que había querido hacerse en los tiempos de Cromwell.

Pero el plan dependía de la conquista de Cartagena, hacia donde se dirigió Vernon con su impresionante poderío naval y a .cuyas
aguas llegó el 13 de marzo, fecha del calendario español.

La batalla de Cartagena comenzó el mismo día con fuego de cañón de los atacantes, pero los intentos de desembarco no se hicieron
sino el 16, por el pasaje de la Boquilla, al sudeste de la ciudad. Fracasado ese intento, pretendieron desembarcar en Bocagrande, al

noroeste, y durante dos días estuvieron haciendo esfuerzos para lograrlo; al fin, el día 20 resolvieron hacerlo por Bocachica, que
estaba guarnecida por el este con el castillo de San Luis y con un fortín en la margen opuesta.

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El castillo de San Luis fue bombardeado durante dos semanas y los castillos que defendían la isla de Tierra Bomba, situados entre
Bocagrande y Bocachica, quedaron prácticamente destruidos, lo que permitió el desemb arco inglés en ese lugar. El castillo de San

Luis, que tenía 400 hombres, iba a ser atacado, pues, desde tierra, y prácticamente toda su artillería fue desmontada por los
cañones ingleses. San Luis cayó al fin en manos de las tropas británicas el 5 de abril; los navíos españoles que estaban en la bahía
fueron hundidos para evitar su apresamiento, pero no se pudo evitar que fuera apresa do el Galicia, la nave capitana de la pequeña
fuerza naval que tenía Cartagena. El día 6, el buque insignia inglés, con el almirante Vernon a bordo, entró en la bahía. Cartagena
estaba a punto de caer y el gran plan británico a punto de comenzar a ser ejecutado.

El día 17 de abril la infantería inglesa estaba adueñada del cerro de la Popa, a la vista de Cartagena; de allí podía ser batido el
castillo de San Felipe, único obstáculo en su camino hacia la ciudad, y Vernon estab a tan seguro de su victoria que despachó un
buque hacia Jamaica anunciando la conquista de Cartagena. Otra vez estalló el júbilo en Inglaterra cuando la noticia llegó a
Londres y rápidamente se acuñó una medalla en la que aparecía el jefe naval español de Cartagena, don Blas de Lezo, arrodillado
ante Vernon y haciéndole entrega de su espada.

Sin embargo, el día 20 los ingleses fracasaron en un ataque al castillo de San Felip e, que estaba bajo el mando del mismo oficial que
había defendido el de San Luis, el coronel de ingenieros Carlos Desnaux, y ese fraca so fue decisivo en el curso de la batalla de
Cartagena. Los atacantes pasaban de 3.000 y tuvieron algo más de 500 bajas; pero las pérdidas del día 20 se sumaban a las muy
altas que habían tenido en un mes y una semana de combates y debido a las enfermedad es tropicales, que diezmaban a los hombres
de Vernon; y a esas pérdidas se sumaba la falta de condiciones para la jefatura del brigadier general Thomas Wentworth, que
mandaba las fuerzas de tierra de la expedición.

Los defensores de Cartagena no llegaban a tres mil; su fuerza naval era sólo de seis navíos; no había proporción entre ellos y los
atacantes. Pero sus líderes eran superiores, y eso, unido a las enfermedades naturales en tropas que no estaban hechas al clima
tropical, determinó la derrota de Vernon. Desde el lado español, la batalla de Carta gena fue dirigida por el virrey Eslava, el
almirante De Lezo y el coronel Melchor Navarrete, y sin embargo el que más peso llevó sobre sus hombros fue el coronel Desnaux,
que comandó las fuerzas en los dos sitios más castigados, los castillos de San Luis y de San Felipe.

Aunque los ingleses dieron por perdida la batalla, el día 20 de abril todavía hubo escaramuzas hasta que la escuadra de Vernon
tomó rumbo hacia Jamaica, lo que sucedió el día 20 de mayo. Las aguas de la bahía qu edaron llenas de cuerpos putrefactos de
ingleses que flotaban en ellas.

El plan maestro de partir en dos los territorios españoles de América se había venid o abajo en Cartagena, pero Vernon no se daba
por vencido y en el mes de julio de ese mismo año (1741) estaba en el sur de Cuba, d onde tomó la bahía que hoy se llama
Guantánamo. Lo que no había podido hacer en el continente lo haría en Cuba, a la que planeaba partir en dos para hacer de la
región oriental una colonia inglesa. A esas dimensiones quedaba reducido el sueño de dividir el imperio español.

Para lograr lo que se proponía Vernon tenía que tomar Santiago de Cuba, la capital d el oriente cubano, y encomendó la operación a

Wentworth; pero Wentworth no se movió a tiempo, como no se había movido a tiempo en Cartagena, y el gobernador de Santiago
envió fuerzas sobre los ingleses. Tal como había sucedido en Cartagena, los soldados británicos comenzaron a caer en ferinos y las
enfermedades empezaron a producir bajas y hubo que ordenar la retirada. Después de la victoria de Porto-belo la estrella de Vernon
había entrado en un eclipse.

Quizá la vinculación de esa estrella al nombre de Portobelo hizo a Vernon pensar en otro ataque a Portobelo, pero no sólo para
tomar el puerto, sino para usarlo como punto de partida en un avance hacia Panamá, la ciudad que era la llave para abrir el paso del
Pacífico a la Gran Bretaña. El pían gustó en Jamaica, donde unos cientos de voluntar ios, encabezados por el gobernador de la isla,
se animaron a tomar parte en la acción. Vernon, pues, salió de Jamaica, con Wentwort h y con el gobernador, en ruta hacia

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Portobelo; pero la escuadra halló mal tiempo y tardó casi tres semanas en arribar a su destino; en la travesía murieron algunos
hombres y otros murieron en Portobelo, que cayó de nuevo fácilmente en manos inglesa s. Cuando llegó la hora de emprender

marcha hacia Panamá, Wentworth alegó que no disponía de hombres suficientes para cru zar el istmo y tomar Panamá, de manera
que la expedición resultó ser un fracaso, el último de los fracasos de Vernon en el Caribe. Cuatro años después el rey ordenaba que
su nombre quedara borrado de la lista de oficiales de la marina inglesa, un final penoso para un almirante cuya efigie aparecía en
las medallas.

Vernon desapareció del Caribe, pero la lucha no iba a terminar con su retorno a Inglaterra. En 1742 los ingleses habían ocupado la
pequeña isla de Roatán y en 1744 comenzaron a fortificarla, con lo cual iba a conver tirse en un punto fuerte que dominaría
prácticamente las comunicaciones en toda la región occidental del Caribe. En febrero de 1743 se presentó frente al puerto de La
Guayra un escuadrón inglés comandado por el comodoro Knowles, y fue repelido con pérdidas; en el mes de abril estaba Knowles
atacando Puerto Cabello, donde desembarcó tropas que tuvieron que ser reembarcadas d ebido a la enérgica respuesta de los
defensores de la plaza. En esas operaciones tuvo Knowles unas seiscientas bajas entre muertos y heridos. Un año después, en el mes
de marzo, la situación de Inglaterra en el Caribe se hizo más difícil debido a que la participación de Francia en la guerra fue siendo
cada vez más importante, y desde los territorios franceses en el Caribe, que eran va rios, operaban los corsarios franceses aliados a los
corsarios españoles.

Día por día se hacía más patente el carácter comercial de la contienda. La colonia f rancesa de Haití —en el oeste de la isla de Santo
Domingo— tenía ya una alta producción de azúcares, ron, algodón, café, añil, y vendía muchos de esos productos a los colonos
ingleses de América del Norte; a su vez, éstos vendían en Haití pescado seco, harina , herramientas; y ese comercio siguió haciéndose

mientras Francia e Inglaterra —las metrópolis de Haití y de América del Norte— se combatían en las vecindades. En algunas
colonias danesas y holandesas, como Santomas, Curazao y San Eustaquio, los buques mercantes desembarcaban mercancías
británicas que eran compradas por los territorios de Francia en la región, y en sentido opuesto, buques de Francia dejaban allí
mercancías que serían adquiridas por las poblaciones de las colonias inglesas. En op inión del comodoro Knowles, Martinica hubiera
caído fácilmente en manos inglesas si los norteamericanos hubieran renunciado a abastecerla de todo lo que necesitaba.

Hay muchas probabilidades de que el comodoro Knowles tuviera razón, pues lo cierto es que la guerra se convirtió en una actividad
mercantil de larga duración y muy provechosa; la mayoría de las operaciones militares tenían por objeto apresar barcos mercantes,
no derrotar al enemigo. Un buque cargado de mercancías o de esclavos podía dejar una fortuna, y las correrías de los corsarios
producían dinero abundante tanto en los territorios españoles como en los ingleses y en los franceses. Los negocios hechos con el
ejercicio del corso fueron el punto de partida del proceso de capitalización que se notó en algunos lugares del Caribe en el siglo
XVIII; por ejemplo, en Santo Domingo y Puerto Rico.

Los corsarios llegaron a realizar operaciones de envergadura, como sucedió cuando unos cuantos de ellos, procedentes de Saint
Kitts, tomaron la isla francesa de San Bartolomé y la parte francesa de la isla de S an Martín. En el primer año de la participación de
Francia en la guerra, los corsarios que operaban desde los territorios ingleses apresaron cerca de 200 naves francesas; en 1745, el
almirante Townsend apresó más de 30 I mercantes de Francia que iban en convoy hacia Martinica; en \ 1747, el capitán Pocok

asaltó otro convoy que se dirigía también a Martinica llevando mercancías y le tomó 40 buques. Pero los corsarios franceses no eran
mancos y cobraban presa por presa. Al terminar la guerra los ingleses les habían tomado a los franceses y a los españoles tantos
buques como los españoles y franceses les habían tomado a los ingleses. Las presas totales pasaron de 6.500, si bien sólo una parte
de esa cantidad —aunque; no la menor— fue hecha en el Caribe, pues la guerra había estado librándose en varios puntos de Europa
y de América. Las operaciones terrestres fueron pocas; por ejemplo, la toma de San Bartolomé y de la parte francesa de San Martín,
ya mencionadas. Sólo hubo una en que tomaron parte fuerzas regulares: la batalla de Anguila, que tuvo lugar en junio de 1745,
cuando unos 600 soldados franceses fueron desembarcados para tomar esa isla inglesa y no pudieron hacerlo debido a la oposición
que hallaron de parte de las milicias locales.

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En marzo de 1748, época en la que se comenzaba a hablar en Europa de paz, el comodoro Knowles, que había sido ascendido I a
almirante, salió de Jamaica con una escuadra destinada a I tomar Santiago de Cuba, p ero los vientos le fueron adversos y Knowles

fue a dar a Saint-Louis, en Haití, punto que atacó, tomó y abandonó rápidamente. Ant es de salir de allí Knowles destruyó todos los
fuertes e inmediatamente después se dirigió a Santiago de Cuba y enfiló hacia la bahía, en cuyo fondo se hallaba la ciudad. Por lo
visto las autoridades de Santiago esperaban al almirante inglés porque éste no tuvo el beneficio de la sorpresa. Algunos buques
españoles maniobraron para cerrarles el paso a los ingleses y el navío español Áfric a se batió con el Cornwallis inglés en un duelo
memorable que obligó a Knowles a retirarse cuando ya tenía unas cuatrocientas bajas entre muertos y heridos. De vuelta a Jamaica,
el almirante británico —poco afortunado, pero sumamente activo— reparó y avitualló sus buques, reemplazó sus bajas y en el mes
de octubre se presentaba frente a La Habana, donde libró combate con un escuadrón español que perdió dos navíos.

Ese mismo mes de octubre —día 18 en el calendario español— se firmaba en Francia la paz de Aquisgrán, el tratado de paz conocido
en Inglaterra y Francia como tratado de Aix-la-Chapelle. La guerra había llegado a su fin nueve años después de haber comenzado.
La tranquilidad parecía volver al Caribe, esa frontera donde se batían con tanta saña los imperios de Europa.

En lo que se refería al Caribe, los términos de la paz fueron la neutralización de S an Vicente, Santa Lucía, Dominica y Tobago; las
poblaciones inglesas y francesas de esas islas debían abandonarlas y dejarlas como a sientos de los indios caribes. Las fortificaciones
de Roatán quedarían desmanteladas y España prolongaría por cuatro años los acuerdos del Asiento.

Como en el tratado de paz no se mencionó Belice, España siguió reclamando la salida de los cortadores ingleses de maderas que se
habían establecido allí, y en 1754 el gobernador de Guatemala envió fuerzas para desalojarlos. Los madereros se retiraron a Río

Negro, pero volvieron a sus actividades habituales tan pronto los españoles dieron la espalda. En cuanto a la evacuación por parte de
franceses e ingleses de las islas neutralizadas, ése fue un punto que no pasó del pa pel; los franceses que vivían en ellas se negaron a
irse, y ésa fue una de las razones que alegó Inglaterra para ir a la llamada guerra de los Siete Años, que iba a comenzar en mayo de
1756.

Esa guerra de los Siete Años se hizo sentir rápidamente en el Caribe, y no a través de acciones militares, sino porque causó un súbito
encarecimiento de la vida. Antes de que se cumplieran los primeros seis meses de su declaración, es decir, dentro del mismo año de
1756, la falta de productos de consumo era tan seria, que en Martinica, por ejemplo, hubo que racionar algunos de ellos, como la
carne. Ante esa situación, como era lógico, los gobernadores de ambos bandos aceptaron las presiones de los veteranos del corso,
que aspiraban a enriquecerse más, y autorizaron su ejercicio. Ya en marzo de 1757 fu e ahorcado en Martinica un francés que había
servido de guía a unos corsarios ingleses. Ese mismo año San Bartolomé fue ocupada p or corsarios británicos. En octubre de 1758,
un buque inglés atacó un escuadrón de tres navíos franceses que iba escoltando un convoy de mercantes encargado de llevar
mercancías de San Eustaquio a Martinica, y los franceses tuvieron en esa ocasión varios muertos y unos cuarenta heridos.

Encuentros como ése hubo, pero la guerra, en verdad, vino a cobrar impulso a fines d e ese año de 1758, cuando Inglaterra despachó
desde Portmouth una escuadra de diez navíos de línea y varias fragatas y buques auxiliares con 5.800 soldados que estaban
destinados a conquistar Martinica. El jefe de la fuerza naval inglesa era el comodoro John Moore y el de las fuerzas de desembarco

el mayor general Hopson.

La escuadra inglesa surgió el 15 de enero (1759) frente a Fort-Royal, la capital de la isla francesa, y el 16, después de haber
desmontado a cañonazos las baterías del litoral, desembarcó tropas en Punta de los N egros. La guarnición de la isla y los
propietarios franceses se dispusieron a combatir y se negaron a aceptar una orden del gobernador, que les había mandado
abandonar la zona de Morne-Tartason. Emboscados entre la maleza y los riscos de Morne-Tartason, soldados y propietarios
hicieron frente a los ingleses con tanta resolución que éstos empezaron a perder más hombres de lo que habían previsto. Al mismo
tiempo, a los atacantes les sucedía algo parecido en Fort-Royal, donde estaban lleva ndo a cabo un ataque naval. En la tarde del 17,
los jefes británicos reconocían que la situación era difícil y esa noche comenzaron a reembarcar sus tropas; el día 18, la escuadra se

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hizo a la vela, y el día 19 estaba frente a Saint-Pierre, punto que bombardeó ese día y esa noche; el día 20, los navíos británicos se
alejaban de Martinica, y el día 28 estaban ante Basse-Terre, en la isla de Guadalupe.

A la presencia de los barcos británicos, los franceses abandonaron Basse-Terre y se internaron, con toda la guarnición de
Guadalupe, en el centro de la isla, donde esperaron el ataque inglés en posiciones favorables. Pero los ingleses no atacaron; por lo
menos, no lo hicieron como lo esperaban los defensores. Por de pronto, las fuerzas inglesas habían sido sorprendidas por las típicas
enfermedades del Caribe y caían enfermas en número alarmante. El 27 de febrero murió su jefe, el mayor general Hopson. En vez de
atacar a fondo, su sucesor, el brigadier general John Barrington, inició una guerra de tierra arrasada, de destrucción de
plantaciones y casas, y esa ofensiva contra los bienes asustó a los propietarios fra nceses más que una ofensiva contra sus tropas; y se
alarmaron a tal punto que comenzaron a negociar la rendición de la isla.

Mientras tanto, una escuadra francesa navegaba a toda vela hacia Martinica y unos 200 voluntarios martiniqueños pasaron a
Guadalupe con el propósito de ayudar a los defensores. La escuadra francesa, comanda da por el almirante Bompart, arribó a
Fort-Royal el 8 de marzo, y el mismo día Bompart despachó hacia Guadalupe dos fragat as y tres buques corsarios con instrucciones
de auxiliar a los guadalupeños mientras él organizaba una operación sobre la amenaza da isla. Al tener noticias de la llegada a
Martinica de la fuerza naval francesa, el comodoro Moore movió la mayor parte de sus navíos hacia Dominica, punto desde el cual
dominaba a la escuadra de Bompart, pero no trató de tomar la isla. Mientras tanto, el tiempo iba pasando y los pobladores de
Guadalupe no veían llegar a sus costas los buques de Bompart.

Las fragatas enviadas por el almirante francés a Guadalupe apresaron a mediados de a bril un navío inglés de 26 cañones; el día 29,

Bompart salió con su escuadra hacia la isla invadida. Pero ya era tarde. Desesperada s de esperarle, las fuerzas defensoras de
Guadalupe habían convenido capitular ante el general Barrington, que había seguido m anteniendo su guerra de tierra arrasada. Las
pequeñas islas adyacentes de Guadalupe —La Deseada, Marigalante, Los Santos— se rind ieron pocos días después. La guarnición y
las autoridades francesas de Guadalupe fueron conducidas a Martinica y allí tuvieron que oír los insultos del pueblo, que se reunió
para echarles en cara su debilidad frente a un enemigo que había sido derrotado en M artinica. A fines de 1760, el gobernador de
Guadalupe y el comandante de Basse-Terre fueron condenados a prisión por su comporta miento frente al enemigo.

Mientras sucedía todo eso, los corsarios franceses, sin duda fortalecidos por la presencia de la escuadra de Bompart en Martinica,
procedían a atacar naves británicas en las vecindades. En un informe inglés se asegu raba que mientras estuvo allí la escuadra de
Bompart, los corsarios apresaron y llevaron a Martinica no menos de 175 ó 180 embarc aciones inglesas.

El comodoro Moore sacó su escuadra de las aguas de Dominica para llevarla a Guadalup e. Dominica cayó en poder inglés en junio
de 1761, cuando un escuadrón naval inglés desembarcó fuerzas que no pudieron ser contenidas por los defensores. Como era
natural, la caída de Dominica debilitaba la posición de Martinica, que no podría man tenerse, con Guadalupe y Dominica en
posesión británica, ante un ataque inglés de cierta magnitud.

Hacia ese año de 1761, Carlos III estaba negociando con Francia un pacto de familia. Cuatro cosas quería obtener Carlos III

mediante ese pacto, que necesariamente debía arrastrarlo a la guerra de los franceses contra la Gran Bretaña: que los ingleses se
retiraran de Belice, que autorizaran a los pescadores cántabros de España a pescar b acalao en Terranova, que se le devolviera
Menorca y que se prohibiera tanto en España como en Francia la importación de mercancías inglesas. Como puede apreciarse, en
esos propósitos había por lo menos dos que estaban destinados a satisfacer demandas de la todavía débil, pero muy influyente,
burguesía española; por lo visto, esa burguesía tenía en Carlos III un aliado tan bu eno como lo había tenido en i su padre y en sus
hermanos.

Carlos III se proponía entrar en la contienda a mediados de 1 1162, entre otras razones porque necesitaba ganar tiempo para que
llegara de América la flota de plata y para poner los territorios españoles de esa p orción del mundo en estado de defensa. Pero el

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gobierno inglés, que estaba al tanto de las negociaciones que llevaban adelante Madrid y París, se anticipó a los planes del monarca
español y declaró la guerra en diciembre de 1761. Gran Bretaña iba a emplear esa vez su poder en eí Caribe a la mayor capacidad

posible, y Francia y España iban a ser golpeadas de tal manera que saldrían de esa g uerra malparadas.

Haciendo uso de su enorme poderío naval, Inglaterra había despachado hacia el Caribe una flota de proporciones alarmantes que
apareció en aguas de Martinica al comenzar el mes de enero de 1762 —el día 7, para ser más precisos—. Esa flota estaba compuesta
por 18 navíos de línea, 12 fragatas y unos 200 buques auxiliares, y había salido en noviembre de 1761 bajo el mando del almirante sir
Georges Brydges Rodney con unos 20.000 hombres entre soldados, marinos y auxiliares; la infantería iba al mando del general
Robert Monckton. Esa fuerza enorme iba destinada a la conquista de Martinica, cuya g uarnición era apenas de 700 granaderos del
rey y 300 marineros.

Durante el día 8, con gran alarma del vecindario, la flota inglesa estuvo reconociendo la costa occidental de la isla; el día 9
desembarcó 1.200 hombres en Santa Ana. Ahí, en Santa Ana, los atacantes perdieron unos 80 hombres y quemaron todas las
propiedades, pero volvieron a sus naves para desembarcar, en número de 2.000, en la ensenada de Arlets, donde procedieron a
hacer trincheras.

Prácticamente todo el que podía combatir en Martinica estaba sobre las armas —blanco, propietario, negro, esclavo, mulato, y hasta
muchos esclavos que habían huido de Dominica después de la ocupación de la isla por parte de los ingleses—, pero fue imposible
desalojar a los británicos de sus trincheras de la ensenada de Arlets. En ese punto se combatió durante toda una semana, al cabo de
la cual la formidable escuadra de Rodney bloqueó la bahía de Fort-Royal. La pequeña capital de la isla fue bombardeada todo un

día mientras los ingleses ponían en tierra su infantería.

En la mañana del día 17 de ese mes de enero de 1762, los ingleses eran dueños del litoral entre Fort-Royal y Saint Pierre. El día 27 los
defensores lanzaron a la lucha sus mejores fuerzas, que fueron batidas con pérdidas importantes. El fuerte de la Morne-Garnier
quedó destruido a cañonazos y a partir de ese momento no había posibilidad alguna de evitar que Martinica cayera en manos
inglesas. Un grupo importante de propietarios, temerosos de que sus casas y sus plantaciones fueran quemadas, como les había
sucedido a los de Guadalupe, capituló ante el general Monckton, que tomó posesión de Fort-Royal casi un mes después de haberse
disparado los primeros cañonazos de esa lucha. Sin embargo, en el interior de la isla quedaron algunas fuerzas negadas a rendirse,
de manera que fue a mediados de febrero cuando los comandantes británicos pudieron enviar a Jamaica la noticia de que habían
conquistado Martinica. Fuerzas despachadas desde Martinica tomaron Santa Lucía el día 25 de febrero y Granada el 4 de marzo.
Así, al comenzar ese último mes, sólo Haití, en la porción occidental de la isla de Santo Domingo, seguía estando en el Caribe bajo el
pabellón de Francia.

Gran Bretaña había lanzado sobre el Caribe un poder incontrastable, que ni Francia ni España, juntas o separadas, podían
contener. En ese momento, precisamente cuando gracias a su desarrollo la burguesía inglesa estaba dando nacimiento a la
revolución industrial, el país se hallaba en un proceso de expansión interna y externa que lo colocaba a la cabeza de Europa, y nada
ni nadie podía detener esa expansión.

Francia había despachado en el mes de enero una flota que debía operar en el Caribe y debía evitar la conquista de Martinica. Su
comandante era el conde de Blenac. Pero de Blenac llegó a Trinidad cuando ya Martinica había caído en manos inglesas. La noticia
de que la flota francesa estaba en aguas de Trinidad provocó la inmediata movilización de la escuadra británica que se encontraba
en Martinica, de manera que se preparó todo para dirimir la contienda en un gran com bate naval; sin embargo, de Blenac, que supo
en Trinidad la rendición de Martinica, se dirigió a Haití; y allí estaba cuando pasó por aguas de las Bahamas un convoy procedente
de las colonias norteamericanas que iba a reforzar la formidable flota del almirante Pocock, encargada de la conquista de La
Habana. Un escuadrón de la escuadra de Blenac atacó el convoy y apresó varios buques.

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La conquista de La Habana fue planeada en Londres a fines de 1761, tal vez antes aún de que Jacobo 111 declarara la guerra a
España, pues la preparación de la flota que debía realizar la gigantesca operación había comenzado tan temprano que en los

primeros días de marzo —esto es, apenas sesenta días después de la declaración de gu erra— salían de Spithead unos 60 navíos de
línea que debían tomar parte en la operación. El primer punto de arribo de ese enorm e número de buques era Barbados, que se
había convertido en el lugar de reunión tradicional de las flotas inglesas que se dirigían al Caribe. En realidad, Barbados era una
fortaleza del Caribe avanzada en el Atlántico, y su posesión confería ventajas inapreciables a Inglaterra. Inglaterra supo hacer de
esas ventajas desde que pasó a ocupar la isla en el siglo XVII.

La travesía de Inglaterra a Barbados fue larga y anormal, porqué la flota fue batida por vientos adversos que la obligaron a
dispersarse. El almirante jefe, sir George Pocock, llegó a Barbados antes que la mayoría de los barcos, y la reunión vino a tener lugar
el 20 de abril. El jefe de la infantería era el teniente general conde de Albemarle, que tenía bajo su mando 15.000 hombres. A fines
de abril la flota llegaba a Fort-Royal, donde se le unió elevado número de unidades navales y unos 7.000 infantes de los que habían
participado en la toma de Martinica. Así, cuando la impresionante expedición surgió frente a La Habana llevaba unos 22.000
hombres, unas 200 velas y más de 2.000 cañones; una fuerza demasiado grande para que La Española del Caribe pudiera resistirla
con probabilidades de buen éxito.

La flota inglesa había salido de Cas de Navieres, Martinica, el 6 de mayo, y en vez de tomar aguas del Caribe entró en el Atlántico
con rumbo norte para cuartear al oeste y entrar por el canal de las Bahamas, una operación atrevida hasta el límite de lo altamente
peligroso, que se hizo enviando como avanzadas embarcaciones pequeñas cuya misión era señalar al grueso de la nota los miles de
bajíos y cayos que hay en esa ruta. En horas de la noche esas pequeñas embarcaciones hacían el papel de boyas-faro encendiendo

fogatas a bordo. Estos detalles dan la medida de lo que fue esa extraordinaria opera ción naval; algo sin precedentes, que habla muy
bien de la capacidad del almirante Pocock y de la eficiencia de la marina inglesa. S i el plan se hubiera traslucido y hubiera llegado a
oídos españoles, la arriesgada maniobra habría terminado en un desastre, pues una pequeña escuadra española o francesa hubiera
podido destruir la gigantesca escuadra británica, que no podía tener capacidad de movimientos en esas aguas erizadas de peligros.
Pero la operación se llevó a cabo sin perder un buque, y la formidable ilota de sir George Pocock apareció frente a La Habana
llegando desde el Este, de manera que sorprendió a tal punto a los defensores de la capital de Cuba que el gobernador de la isla dio
un bando en que tranquilizaba a los habitantes diciéndoles que esa flota que se veía en el horizonte no era enemiga; y el gobernador
creía lo que decía.

Pero la nota sí era enemiga. El día 6 de junio sus efectivos se dividieron en tres g rupos, uno que se situó frente a Bacuranao, al este
de La Habana, otro que se situó frente a Cojímar, de donde podía bombardear la bahía , y otro que se situó frente a La Habana. El
día 7, a las diez de la mañana, la primera sección comenzó a desembarcar tropas en Bacuranao y a las dos de la tarde los ingleses
tomaban Guanabacoa, punto que cerraba el paso a las fortificaciones de La Cabaña. En total, los británicos estaban atacando con
12.000 infantes auxiliados por 4.000 gastadores. Al ver Guanabacoa, situada en el fondo de la bahía habanera, en manos enemigas,
las autoridades españolas ordenaron que se echaran a pique tres buques de guerra que había en la bahía. En cuanto a entrar en esa
bahía desde el Atlántico, difícilmente podían los ingleses hacerlo, pues el canal de acceso, muy estrecho, se cerraba fácilmente con
una cadena siempre que el castillo de El Morro y el de La Punta estuvieran en manos de los defensores.

Los ingleses tomaron La Cabaña el día 9, lo que ponía en su poder toda la banda oriental de la bahía; tomaron también el fuerte de
La Chorrera y avanzando hacia el Oeste tomaron el torreón de San Lázaro, de manera q ue la ciudad quedó sitiada por tierra de tal
modo que no podía ser asistida desde el interior de la isla; en cuanto al mar, por el que podían llegar refuerzos exteriores, la flota
británica dominaba todo el litoral en las cercanías de La Habana.

De las defensas de la ciudad sólo quedaban en manos españolas el castillo de La Punta y el de El Morro; pero de esos dos únicamente
El Morro tenía verdadera importancia militar, pues desde el se dominaba fácilmente el castillo de La Punta. El ataque a El Morro
comenzó el 13 de junio con un fuerte cañoneo y continuó hasta que la posición quedó aislada totalmente de tal manera que no podía

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esperar ninguna clase de auxilio. Todos los esfuerzos por romper el cerco que hizo su jefe, el capitán de navío don Luis de Velasco,
ejecutando salidas desesperadas, terminaron en fracasos. El día 1 de julio El Morro comenzó a ser bombardeado desde el mar por las

unidades más poderosas de los atacantes, entre ellas la nave almirante inglesa. El b ombardeo fue continuo hasta el día 13, y durante
esas dos semanas fueron constantes los asaltos de la infantería británica. El 27 los sitiadores lograron cortar la única posibilidad que
tenían los defensores del castillo de comunicarse con la ciudad, aunque era imposible recibir refuerzos por esa vía, que era
atravesando el centro de la bahía en barquichuelos. Las faldas del castillo estaban siendo minadas y los defensores esperaban su
voladura en cualquier momento. Ese momento llegó el día 30, a mediodía, cuando a un mismo tiempo estallaban las minas y
avanzaban las columnas inglesas para entrar por las destruidas cortinas del castillo. Entre otros, allí murieron el capitán de Velasco.

La Habana no se rindió inmediatamente y la lucha continuó todavía hasta el día 11 de agosto, cuando se pidió una tregua para
pactar la capitulación. Los vencedores entraron en la capital de Cuba el día 13 de a gosto, esto es, dos meses y una semana después de
haber comenzado la batalla por la que había sido llamada, desde los días de la Conqu ista, "la llave de las Indias". La victoria inglesa
era abrumadora. Todo el mar de los caribes y el golfo mejicano quedaban al alcance de los buques británicos.

La toma de La Habana puso en manos inglesas un enorme botín: más de 100 barcos merca ntes, 9 navíos de guerra, una gran
cantidad de cañones. La parte del botín que les tocó al almirante Pocock y al conde de Albemarle equivalía a más de 600.000 dólares
del año 1900 para cada uno, de manera que podemos suponer lo que eso significaba en 1762. La parte de cada uno de los soldados y
marinos fue de 25 dólares.

La Gran Bretaña ocupó La Habana, pero no pretendió extender la ocupación a otras par tes de Cuba. Esa limitación parece

inexplicable, puesto que si los ingleses habían estado soñando con crear un imperio colonial en el Caribe, Cuba era una buena tajada
de ese imperio. Pero la moderación británica tiene su explicación: el país estaba en guerra desde hacía siete años y no combatía
solamente en el Caribe, sino en Europa y Asia. Casi al mismo tiempo que sus marinos y soldados tomaban La Habana, otra
expedición tomaba Manila, la capital de las Filipinas, en el otro lado del mundo. Esa guerra costaba mucho dinero y en sus últimos
años a Gran Bretaña no le sobraban capitales para invertir en Cuba. Pero además, Cub a era una tierra tropical cuya producción
competía con la de Jamaica, Saint Kitts, Barbados y otras posesiones inglesas del Ca ribe, y los ingleses que tenían plantaciones en
esos territorios pensaban que la competencia de Cuba podía perjudicarlos, y como era n influyentes en el Parlamento y en la Corte de
Londres, usaron su influencia para impedir que la ocupación se extendiera a toda la isla y que con ella comenzaran a llegar a Cuba
colonos ingleses que podían dedicarse a producir azúcar y tabaco. Por las mismas raz ones, los dueños de plantaciones se opusieron a
que su país retuviera los territorios franceses de la región que habían sido conquistados en esos años por Inglaterra. Por otra parte,
la burguesía comercial inglesa era poderosa y tan influyente en el gobierno de su pa ís como los plantadores, y tampoco a ella le
convenía que el mercado se desorganizara con una producción superior a la que ellos podían controlar. En lo que tocaba al gobierno
inglés, éste podía complacer a esos círculos de presión de Londres y quedaba libre para negociarla desocupación de La Habana a
cambio de algún punto del imperio español que no representara una amenaza para los p roductores y los traficantes británicos de
artículos tropicales.

La conquista de La Habana y de las posesiones francesas del Caribe, con la única excepción de Haití, y la victoria resonante en

Europa que tuvo Inglaterra en esa guerra de los siete años, hacían de la Gran Bretaña el poder más grande de Occidente. Pero la
guerra condujo a las posesiones americanas de los países europeos a un desarrollo forzado de sus economías, porque al hallarse
aisladas de sus mercados metropolitanos tuvieron que dedicarse a producir para suplir lo que Europa no podía venderles. Esto iba a
hacerse patente, sobre todo, en el caso de las colonias norteamericanas, que pocos a ños después iban a estar luchando por su
independencia. En el caso de Cuba, los ingleses vendieron en La Habana miles de esclavos, que fueron dedicados a la producción de
azúcar y a los cortes de madera. Seis años después de la ocupación inglesa, Cuba estaba exportando el doble de la cantidad de
azúcar que había exportado en 1761. Algo parecido ocurría con Haití, Santo Domingo y Venezuela.

La guerra terminó con el tratado de París, que se firmó el 10 de febrero de 1763. En virtud de ese tratado, Inglaterra se quedaba con

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el Canadá, que había sido posesión francesa; con Dominica, Granada y las Granadinas, San Vicente y Tobago; España reconocía el
derecho de los cortadores de madera de Belice a no ser molestados y los británicos se comprometían a demoler las fortificaciones que

tuvieran en el golfo de Honduras; La Habana sería desocupada (y también Manila, en Filipinas) y España entregaba la Florida, el
fuerte de San Agustín y la bahía de Pensacola, en América del Norte; Francia recibía la Luisiana y la pasaba a España como una
compensación por la pérdida de la Florida, Pensacola y el fuerte de San Agustín, y también porque no podía devolver Menorca, que
tuvo que entregar a los ingleses.

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