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El Viejo y Su Barca

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Érase una vez un viejo solo en su barca, ya llevaba ochenta y cuatro días sin pescar

ningún pez. Su nombre era Santiago. Hasta no hace mucho lo acompañaba en el


barco un muchacho del lugar, Manuel, cariñoso, educado y siempre atento con el
viejo.
entre ambos la relación es casi la de padre e hijo. El chico no le podrá asistir en la
siguiente salida, pues se encuentra comprometido con otra embarcación que suele
correr bastante mejor suerte que la de Santiago. Los dos se reúnen frecuentemente
a tomar algo en “La Terraza” y charlan sobre los equipos favoritos de béisbol de los
norteamericanos.
con apenas unos pocos elementos para la pesca, una botella de agua, escasa
comida. Y como recuerdo de su esposa, una imagen de la cubana Virgen del Cobre.
El chico se despide del “abuelo” para que pueda descansar y soñar con los leones,
aquellos de su juventud, podía contemplar desde los barcos en las costas africanas.
Llegada una nueva mañana, Santiago dispone lo necesario para otra jornada de
pesca, confiando en la fortuna que últimamente le ha sido esquiva. Al amanecer, se
aleja lentamente por la mar, sin prisas. Conforme se va distanciando, echa sedales y
anzuelos con la carnaza necesaria para diferentes clases de peces. En el entorno
hay poca compañía
el ruido del cielo, el mecer de las olas, sus propias palabras que fluyen sencillas,
rutinarias, cargadas de respetuoso silencio, y mucha soledad. Lejos de la costa
observa un ave marina, un águila, y peces voladores, y unos “dorados” de color
verduzco también peligrosas medusas que crean “el agua mala”; incluso ve
tortugas, Santiago lleva poca comida y su pequeña botella de agua. Echa en falta la
compañía y ayuda de Manuel
mientras, habla, dialoga consigo mismo, con el mar se entristece, se enfada o se
alegra dirige sus palabras a la mar, a los peces, las aves, las estrellas compañeras,
Por fin descubre un pez que parece grande, excepcional. Comienza un combate
épico entre el pescador y la presa, lucha que durará días, largas horas de heridas
por la pelea de vida o muerte, por el éxito o el fracaso definitivos. La fuerza del pez
le arrastra hacia el interior, le aleja de la costa hasta que las remotas luces
desaparecen.
Santiago repone fuerzas comiendo, cruda y en tiras, una albacora que poco antes
ha capturado. El pescador está herido en cerca del ojo y la mano izquierda, que
sangra agarrotada, casi inútil, cortada por el sedal. El pez y el hombre siguen
disputando (“estaré contigo hasta que me muera” dice el anciano).
Un pájaro perdido e inexperto, cansado durante su primera travesía, se detiene a
descansar sobre la barca. De repente el gran pez aparece por encima de la
superficie del agua en un majestuoso salto, clavándose aún más el anzuelo en sus
entrañas. Se trata de un pez espada con cola en forma de doble hoz. Santiago reza
una avemaría y promete algunos padrenuestros si captura al animal, aunque se
sincera diciendo “no estoy muy bien con la religión”. Santiago se define con
frecuencia como un hombre “raro”, y llega a pensar que el pez que persigue
comparte tal condición. Recuerda que, entre los suyos, en tierra, recibió el apodo
de “el campeón”, por su constancia y decisión demostradas cuando fue capaz de
vencer a un hombre tras un pulso que duró día y medio.
Ambos siguen la pelea, ya sin fuerzas. El anciano suelta el sedal cuando le interesa
o cuando puede. La embarcación coge de vez en cuando cierta velocidad,
arrastrada por el pez espada, y Santiago pone los remos a modo de frenos.
Pasan tres días de combates titánicos y Santiago apenas come ni duerme; confía,
no obstante, en la victoria. El pez espada, allí abajo, parece mantenerse aún firme,
pero comienza a dar vueltas, a nadar en círculos que le van subiendo poco a poco
a la superficie, hasta situarse al costado de la pequeña embarcación. Santiago,
mareado y extenuado, ya no puede más. El pez agoniza. Y Santiago le clava el
arpón de muerte. Cuando ya es suyo, le habla con respeto, humildad y admiración.
Amarra el animal al costado del barco e inicia el regreso a puerto, inmensamente
satisfecho, aunque también con la paradójica tristeza del pescador y hombre que,
digno, ha salido vencedor de un rival sublime.
De repente se da cuenta de que el pez estaba sangrando y se preocupó por que el
olor de la sangre atrae los tiburones, surge el primer tiburón, uno de los “dentuzos”
siempre admirados por el anciano, al que mata. Luego llegarán más, los
aborrecidos “galanos” carroñeros a los que Santiago ataca con lo que le queda en
el bote: el arpón, los remos, el timón del barco y un cuchillo. El anciano se queda
sin armas y los tiburones devoran al pez espada. Santiago, abatido, le pide perdón,
viendo ya las lejanas luces de la ciudad.
Cuando arriba a puerto sus conocidos le reciben con respeto y silencio, el silencio
de los hombres del mar. Deja el bote con los restos del pez capturado, recoge el
mástil y se va a casa a dormir. Los paisanos contemplan los despojos de la que fue
magnífica captura y comprenden la hazaña de Santiago, quien, por el contrario, se
siente de nuevo derrotado. Aparece Manuel, que llega para cuidar del viejo y pide
a los demás vecinos que no le molesten. El chico ha tenido suerte con su pesca, El
viejo duerme y descansa, “soñando leones”.

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