Mirada Compartida 2edicion
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complementa con
la página web
www.lamiradacompartida.es
Antonio González Orozco. Juárez símbolo de la República contra la Intervención Francesa, 1840.
Museo Nacional de Historia - Castillo de Chapultepec, México.
Este libro se encadena, ampliando su dimensión informativa,
con la página web www.lamiradacompartida.es
El lector, aunando imagen y palabra, encontrará contenidos de apoyo para su lectura,
teniendo como fondo los cinco facsímiles de Antonio García Pérez
relacionados con la Historia de México.
México y España
Ricardo Martí Fluxá / Pedro Luis Pérez Frías / Julio Zamora Bátiz /
Begoña Cava Mesa / Guadalupe Jiménez Codinach / Manuel Ortuño Martínez /
Óscar González Azuela / Carmen de Cózar Navarro / Luis Navarro García /
Tomás Durán Nieto / Enriqueta Vila Vilar / Patricia Galeana / Antonio García-Abásolo /
Joaquín Criado Costa / Raquel Barceló Quintal / Antonio Ángel Acosta Rodríguez /
José Marcelino León Santiago / Jesús Esquinca Gurrusquieta /
José Manuel Guerrero Acosta
Índice
pág. 11
Presentación
Ignacio S. Galán
pág. 13
Prólogo
Ricardo Martí Fluxá
pág. 18
Proemio
Biografía de Antonio García Pérez
Pedro Luis Pérez Frías
pág. 69
Capítulo I
Javier Mina y la independencia mexicana
Notas a la edición
Manuel Gahete Jurado
pág. 71
Introducción:
La Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística
Julio Zamora Bátiz
pág. 79
Preliminar:
Mina, Liñán, Cruz. Tres protagonistas
y un destino histórico: México
Begoña Cava Mesa
pág. 91
Estudio I:
Buen español y buen americano: Xavier Mina, 1789-1817
Guadalupe Jiménez Codinach
pág. 99
Estudio II:
Xavier Mina, héroe de México y de España
en la obra de Antonio García Pérez
Manuel Ortuño Martínez
pág. 117
Estudio III:
Xavier Mina, un héroe para las Españas
Óscar González Azuela
pág. 157
pág. 175
Capítulo II
México y la invasión norteamericana
Notas a la edición
Manuel Gahete Jurado
pág. 177
Preliminar:
La proyección cultural de la Real Academia Hispano Americana
de Ciencias, Artes y Letras en México
Carmen de Cózar Navarro
pág. 183
Estudio I:
México y la invasión norteamericana
Luis Navarro García
pág. 193
Estudio II:
Breve análisis de la guerra entre
México y Estados Unidos 1846-1848
Tomás Durán Nieto
pág. 215
pág. 237
Capítulo III
Antecedentes político-diplomáticos
de la expedición española a México (1836-62)
Notas a la edición
Manuel Gahete Jurado
pág. 239
Preliminar:
El americanismo en Sevilla: El caso de México
Enriqueta Vila Vilar
pág. 245
Estudio I:
Entre diplomáticos y militares:
España y la intervención en México de 1862
Patricia Galeana
pág. 253
Estudio II:
El marco europeo y español
de la intervención tripartita en México
Antonio García-Abásolo
pág. 261
pág. 281
Capítulo IV
Estudio político militar de la campaña de Méjico 1861-1867
Notas a la edición
Manuel Gahete Jurado
pág. 283
Preliminar:
La Real Academia de Ciencias, Bellas Letras
y Nobles Artes de Córdoba y su mirada a América
Joaquín Criado Costa
pág. 289
Estudio I:
Revisión a la luz de la historia sobre el libro
Estudio político-militar de la campaña de Méjico: 1861-1867
Raquel Barceló Quintal
pág. 295
Estudio II:
La campaña de México. 1861-1867
Antonio Ángel Acosta Rodríguez
pág. 309
pág. 335
Capítulo V
Organización militar de México
Notas a la edición
Manuel Gahete Jurado
pág. 337
Preliminar:
La organización militar de México
José Marcelino León Santiago
pág. 343
Estudio I:
Desde mi cuartel de invierno. México y España:
Evolución del ejército mexicano
Jesús Esquinca Gurrusquieta
pág. 347
Estudio II:
Soldados de Méjico:
Estampas militares de España y América
José Manuel Guerrero Acosta
pág. 361
Ilustraciones
pág. 393
8
Uniformes des soldats espagnols de l’expédition du Méxique –
D’après une estampe française. Estampa francesa que representa a unos soldados
del Ejército de Cuba durante la expedición del general Prim a México
9
10
Presentación
Ignacio S. Galán
Presidente de Iberdrola
presentación 11
Españas”—, que se incorpora a esta segunda edición, enriqueciéndola con un
nuevo punto de vista.
Entre otros hechos históricos analizados a lo largo de la publicación, des-
tacan también el papel de España en la intervención en México de 1862, los
antecedentes político-diplomáticos de la expedición española a este país, la in-
vasión norteamericana o la evolución del ejército mexicano. Para completar la
obra, se ofrece una extensa biografía del autor, que permite conocer con detalle
su trayectoria y comprender el porqué de sus estudios y publicaciones.
En definitiva, el lector tiene en sus manos una singular publicación de
gran interés histórico en la que se ha conseguido una “mirada compartida” de
españoles y mexicanos sobre acontecimientos en los que ambos países intervi-
nieron. Por ello, animo a todos a su lectura y felicito a los que han participado
en esta segunda edición por el gran trabajo realizado.
presentación 12
Prólogo
prólogo 13
Según Alfonso Reyes, la era de los liberales “había durado en México mas
allá de lo que la naturaleza parecía consentir”, y algo similar podríamos afir-
mar del torturado siglo XIX español en su lucha constante entre tradición y
los diferentes y constantes intentos revolucionarios. El mismo escritor mexica-
no, al comparar su extensión con la de otros países señala que sus cuarenta y
tres años de vida son aproximadamente similares a los años en los que Espa-
ña tuvo un régimen de libertades paralelo, mientras que otras naciones, como
el Reino Unido en su época victoriana lo sobrepasó en veinte años, o su coe-
táneo, el imperio austrohúngaro de Francisco José lo superó en veinticinco.
Hugh Thomas, en su Imperios del Mundo Atlántico, se refiere al “bagaje
cultural excesivo” que llevaban los emigrantes al llegar al Nuevo Mundo. Un
bagaje que condicionaría la propia historia de las nuevas naciones, incluso en
aquellos casos en los que se pretendía rechazar el propio origen para iniciar una
nueva vida al otro lado del océano. Por ello no son de extrañar estas similitudes.
Thomas cita también, en este sentido, la obra de Louis Hartz que describía las
nuevas sociedades de ultramar como “fragmentos del más amplio conjunto de
Europa desgajados durante el proceso de revolución que introdujo a Occidente
en el mundo moderno”. En este sentido, sus características principales, su propio
devenir histórico tendría una íntima relación con el de sus sociedades de origen.
De cualquier forma, no trata esta obra de historiografía comparada, ni de
las similitudes y diferencias de nuestras respectivas historias decimonónicas. Se
trata de una mirada compartida de mexicanos y españoles sobre hechos en los
que participaron nuestras dos naciones. Una de las miradas más alejada en el
tiempo, pero siempre original y apasionada.
Y es que es difícil acercarse a la historia de México sin pasión. Lo hicieron,
y casi desde los orígenes de la presencia hispana, autores como Bernal Díaz del
Castillo, o Francisco López de Góngora, sin olvidar a Antonio de Solís o Ginés
de Sepúlveda o Bartolomé de las Casas. Y, en nuestros días, un John Elliott que
ha dedicado una gran parte de su obra al estudio pormenorizado y exhaustivo
de su pasado.
Pero, hoy en los comienzos del siglo XXI, no me resigno a quedarme en el
pasado y debo acercarme más a nuestra historia más contemporánea. Empeza-
ré por referirme a la deuda impagable de España con el México de Lázaro Cár-
denas. Su generosa y abrumadora política de brazos abiertos con todos aquellos
españoles que llegaron a sus costas en la diáspora forzada por la derrota republi-
cana de 1939 y la llegada al poder del régimen del General Franco, supusieron
un antes y un después en las relaciones entre nuestras dos naciones. La actitud
de México, frente al egoísmo de otros países, europeos y próximos, que no solo
miraron hacia otro lado sino que persiguieron e internaron en campos de con-
centración a aquellos que se veían forzados a un doloroso exilio, debería ser un
modelo de actuación en el ejercicio del derecho de asilo. Así vemos hoy nuevas
generaciones de hispano-mexicanos que se sienten profundamente hijos de la
prólogo 14
nueva patria que acogió a sus padres o a sus abuelos pero que no olvidan sus raí-
ces al otro lado del Atlántico.
España ha definido con claridad su política iberoamericana como una di-
mensión prioritaria de su acción exterior y a través de varios caminos, y muy
especialmente al de las Cumbres Iberoamericanas, nos hemos esforzado en
proyectar el legado histórico del pasado y las inmensas posibilidades inheren-
tes a unas mismas formas de vida y de cultura en una realidad operativa y efi-
caz en el mundo de hoy. Por otra parte, el papel ascendente de los países de la
América hispana constituye uno de los hechos fundamentales que configuran
el panorama de las relaciones internacionales de nuestros días, y España gra-
cias a los vínculos de especial intensidad y solidaridad que mantiene con to-
das estas naciones está situada en inmejorables condiciones para potenciarlas.
En este sentido, la reanudación de nuestras relaciones diplomáticas en 1977
y las consiguientes visitas de los Reyes de España a México y la del Presidente
López Portillo a España sellaron un nuevo espíritu y consagraron los inicios de
una nueva época definida por el acercamiento entre los dos países en todos los
ámbitos. Se llevó a cabo una política encaminada al establecimiento de formas
nuevas y concretas de cooperación capaces de desarrollar todas las posibilidades
existentes en el campo del comercio, de la agricultura, de los recursos energé-
ticos, de los transportes y de las comunicaciones y también en el mundo finan-
ciero. Empresas españolas participan en los sectores aeronáutico, automotriz,
alimentario, energético o turístico. Así, México es hoy nuestro primer mercado
en la América hispana, con más de dos mil ochocientos millones de euros de ex-
portación en el año 2010. Una cifra cercana a la de ocho mil empresas españolas
han invertido en la última década cerca de treinta y ocho mil millones de dóla-
res, convirtiéndose México en el tercer destino más importante para los empre-
sarios españoles fuera de la Unión Europea, solo superado por los Estados Uni-
dos y el Brasil. Por su parte, México invirtió en la misma y pasada década cerca
de cuatro mil millones de dólares en España.
Vivimos hoy, por lo tanto, el desarrollo de una nueva época, de un nuevo ni-
vel de entendimiento entre México y España. Una época que tiene bien enrai-
zados sus valores en nuestra historia común, en unos principios políticos y eco-
nómicos que defienden ambas naciones, y en unos intereses comunes que hacen
que esa mirada compartida sobre los acontecimientos históricos que en su día
estudió Antonio García Pérez sean el mejor telón de fondo para unas bases de
cooperación que han demostrado su plena eficacia en las últimas décadas.
prólogo 15
16
Antonio García Pérez fue nombrado Gentilhombre
de S. M. El Rey en 1912
Proemio
proemio 19
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
proemio 20
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
proemio 21
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
En efecto a finales de septiembre de ese mismo año queda el nuevo jefe en situa-
ción de excedente en Toledo.
El 19 de marzo de 1915 muere Bernardino en su casa de la calle José Rey
núm. 3, víctima de una virulenta gripe. Antonio acude a Córdoba y permanece
en la ciudad durante un mes junto a su madre Amalia. Aunque debe regresar a
Ceuta para incorporarse al Regimiento de Infantería Borbón núm. 17, mantiene
la preocupación por la defensa de los intereses maternos. Por eso, en octubre de
ese año reclamará, ante los responsables en el Ministerio de la Guerra, el pago
de la pensión de viudedad de Amalia.
Dos años más tarde fallece Fausto en Toledo, el día 16 de julio de 1917, a
causa de una “prostato-cistitis supurada y uricemia”. Antonio estaba destina-
do en aquella época en Toledo, como jefe de estudios del Colegio de Huérfanos
María Cristina, a donde se había incorporado pocos días antes, el 30 de junio.
Por ello es muy probable que estuviese al lado de su hermano en el momento del
óbito y, ciertamente, acompañó a su viuda, Francisca Navarro Bringas, en tan
difíciles momentos.
Sin tiempo a superar la pérdida de su hermano, Antonio ha de enfrentarse
a otro doloroso trance. En efecto, Amalia fallece en Córdoba, el 2 de noviembre
de 1917, a causa de una bronconeumonía, siendo enterrada en el Cementerio de
la Salud. También en esta ocasión Antonio podría estar presente acompañando
a su progenitora, ya que desde finales de octubre de ese año se encontraba en si-
tuación de excedencia en la 2ª Región militar. Así parece confirmarlo el que sea
él quien abone, el 5 de ese mismo mes, los derechos de una sepultura situada en
la bovedilla de adulto número veinticuatro, fila quinta, del departamento de San
Hipólito de dicho camposanto, donde había sido enterrada su madre.
A partir de entonces los lazos familiares de Antonio quedan reducidos a sus
hermanas: Amalia, Teresa, casada con José Santos Viguera, y Carmen, casada
con Julián Martínez-Simancas Ximénez, compañero de armas del propio An-
tonio. Aunque es difícil profundizar en estas relaciones, tenemos constancia de
que se mantuvieron contactos tanto con la familia Martínez-Simancas García,
como demuestran el testimonio de Antonio (Azul, 1939) y algunas fotografías,
como con la familia Viguera García, a cuyos hijos ayudó en sus estudios acadé-
micos. Así mismo, cuando llega la hora de su fallecimiento el 27 de septiembre
de 1950 en Córdoba, son sus hermanas Amalia y Carmen, ya viuda de Julián,
las que aparecen en el recordatorio del mismo, junto a su cuñado José Santos
Viguera, ya viudo de Teresa.
La carrera militar de Antonio García Pérez termina en noviembre de 1930,
cuando es separado del Ejército como consecuencia de un tribunal de honor que
se apoya en dudosas y confusas acusaciones. Al parecer es rehabilitado en 1933
o 1934, pero pasando ya a la condición de retirado. Todavía vivirá otros dieciséis
años ejerciendo su oficio de escritor y viviendo en Granada, Madrid y Córdoba.
proemio 22
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
El militar
proemio 23
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
Servicios y vicisitudes
proemio 24
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
proemio 25
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
adquisición como “reglamentaria”, por existir ya otra obra similar, según Real
Orden de 29 de enero de 1896.
El estado de guerra en el territorio de Pinar del Río dio lugar a diferentes
acciones en los meses siguientes y, en algunas de ellas, participó Antonio García
Pérez. En los días 14 y 15 de marzo, a las órdenes del coronel Ulpiano Sánchez
Echevarria, asistió a los encuentros y tomas de los campamentos enemigos de-
nominados Santa Mónica, Lisas de Caraguao, Pinares de Santa Catalina y San
Gabriel. El día 8 de abril, a las órdenes del general de brigada Juan Arola, asistió
a la acción de la Carlota; pasando el mismo día con su batallón a la línea militar
“Mariel Majana” donde permaneció en operaciones de campaña hasta el día 16
de junio, cuando embarcó con su unidad en Batabanó a bordo del vapor Purísi-
ma Concepción, para regresar nuevamente a la provincia de Santiago de Cuba.
Los servicios prestados en las operaciones de la citada línea militar “Mariel
Majana” serían recompensados con la Cruz de 1ª clase del Mérito Militar con
distintivo rojo, concedida por Real Orden de 24 de noviembre de 1896. Sin em-
bargo, años más tarde decidió permutar esta condecoración por la Cruz de Car-
los III. Su solicitud fue admitida, y por Real Orden de 18 de septiembre de 1900
era significado al Ministerio de Estado para la concesión de dicha recompensa
libre de todo gasto e impuesto.
Tras una navegación de tres días llegó el batallón a Manzanillo, donde des-
embarcó el 19 de junio quedando en la plaza, a partir de entonces, de guarni-
ción. Al día siguiente, el 20, salió el segundo teniente García Pérez, agregado
a una compañía, en protección de un convoy por el río Canto, no regresando a
Manzanillo hasta el 28 del mismo mes. Dos días más tarde, por Real Orden Cir-
cular de 30 de junio, le fue concedido el ingreso en la Escuela Superior de Gue-
rra como alumno para realizar el curso de Estado Mayor.
Esta designación no cambió, por el momento, su régimen de servicio. Duran-
te el mes de julio siguió saliendo a operaciones y participando en diversas accio-
nes. El día 10 salió con su batallón a campaña, asistiendo el 16, a las órdenes del
general jefe de la 2ª División, José Bosch, a la acción sostenida con el enemigo en
La Joya. Al día siguiente intervino al ataque y toma del campamento enemigo de-
nominado “Monte Minas”, aunque en esta ocasión estaba a las órdenes del gene-
ral de la 1ª Brigada, Juan Hernández Ferrer. Continuó en operaciones de campa-
ña hasta el día 30 de este mes, fecha en que regresó con su batallón a Manzanillo.
Estas serían sus últimas actuaciones de campaña en Cuba, ya que, según
oficio de 31 de julio de 1896 de la Subinspección de Infantería, se dispuso su
pase a la Península por haber sido nombrado alumno de la Escuela Superior
de Guerra. Pocos días antes había sido declarado apto para el ascenso, por Real
Orden de 27 del mismo mes. Aún permanecería con su batallón en Manzanillo
hasta el 12 de agosto, cuando cesó en el cargo de abanderado; además, por Real
Orden de esa fecha le fue concedido el empleo de primer teniente de Infantería
por antigüedad, con la efectividad de 1 de agosto.
proemio 26
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
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BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
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BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
proemio 29
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
en los programas de la enseñanza primaria y de las que deben eliminarse por no es-
tar en armonía con el desarrollo de las facultades del niño. En el mismo tema fue
otorgado un primer accésit a Antonio Cremades y Bernal, maestro de Requena
(Valencia), y un segundo a Juan Arrabal Jiménez, maestro de Barco de Ávila,
según publicaba la Gaceta de la Instrucción Pública (12 de junio de 1904). Al día
siguiente le otorgan un premio similar en los juegos florales de Córdoba, en este
caso por su trabajo titulado Reglamentación de la mendicidad en Córdoba.
En ese mismo año se celebran varios certámenes marianos, con motivo de
los cincuenta años de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción
de María. García Pérez obtiene premio extraordinario en el de Sevilla, celebra-
do el día 5 de diciembre, por su memoria titulada Glorias de María Inmaculada
en los hechos de Armas más salientes del Ejército Español. Así mismo, resultan pre-
miadas en el encuentro de Zaragoza, celebrado el 26 del mismo mes, sendas me-
morias suyas, tituladas Influencia en el Arma de Infantería de su Patrona la Purí-
sima Concepción y ¿Por qué la valerosa Infantería Española adoptó como Patrona
única la Inmaculada Concepción?, obras que obtienen un primer premio y una
mención honorífica, respectivamente.
La elección de estos temas era consecuencia de la inclusión en el programa,
de la mayoría de esos certámenes, de un apartado específico dedicado a tratar
la vinculación entre la Inmaculada Concepción y la Infantería española. Así, el
programa del Certamen Mariano de Toledo señalaba para el tema sexto: “La
Inmaculada Concepción y la infantería española. Romance histórico o historia
en prosa acerca del Patronato de María Inmaculada sobre el arma de infantería”
(El Siglo Futuro. Diario Católico, 11 de julio de 1904). No obstante, no tenemos
constancia de que Antonio García Pérez presentase más trabajos a este u otros
certámenes similares.
Sin embargo, no todo son premios y reconocimientos. Durante el año 1903,
Antonio García Pérez presentó otras dos obras a la consideración del Ministe-
rio de la Guerra: una para su declaración como libro de texto en las academias
militares y de adquisición obligatoria para todas las unidades, titulada Nocio-
nes de Derecho Internacional y Leyes de la Guerra; la otra, con el título Organiza-
ción Militar de América —1ª parte— Guatemala, Ecuador, Bolivia, Brasil y Mé-
jico, para optar a la recompensa que se decidiese. Los informes de la reunión de
Estado Mayor de la Junta Consultiva de Guerra y de la misma Junta, emitidos
entre octubre y diciembre de 1904, fueron negativos y ambas peticiones fueron
denegadas. Curiosamente, la segunda sería recompensada en Portugal con la
Cruz de Caballero de la Orden de Cristo, según afirma el propio Antonio (Gar-
cía Pérez: 1911, 33).
Hasta el 12 de diciembre de 1904 permanece Antonio García Pérez de guar-
nición en Córdoba, destinado en el Regimiento de Infantería Reserva de Rama-
les núm. 73. Una Real Orden Circular de esa fecha lo destina al Batallón de 2ª
Reserva de Córdoba núm. 22, en la misma ciudad, y según oficio del mismo día
proemio 30
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
proemio 31
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
bre fue destinado como profesor de plantilla en la Academia, por Real Orden de
1 de este mes, cargo que desempeñará durante los siete años siguientes, hasta su
ascenso a comandante en 1912. Como profesor efectivo, imparte una nueva con-
ferencia en el Centro del Ejército y de la Armada de Madrid, el 27 de enero de
1906, con el título Militarismo y socialismo.
Su dedicación como escritor continuó siendo reconocida durante el curso es-
colar en distintos ámbitos. Así, a los pocos días de ser confirmado en su puesto
de profesor, fue premiado, nuevamente, por otra de sus obras titulada Educación
Militar del soldado; en esta ocasión le fue concedida una Mención Honorífica
por Real Orden de 4 de diciembre de 1905. Según oficio de 1 de marzo de 1906
del general del 1er Cuerpo de Ejército, se dispone que se haga constar en su hoja
de servicios “haber visto con agrado y satisfacción el buen deseo y aplicación de-
mostrados” en su obra titulada Antecedentes políticos-diplomáticos de la expedi-
ción española a México (1836-62). El tibio reconocimiento de su propio Ejército
contrasta con el de la Armada que pocos meses después recompensaba al au-
tor por esta misma obra con la Cruz de 1ª clase del Mérito Naval con distintivo
blanco, según Real Orden de 5 de julio del Ministerio de Marina.
Además, esta y otras obras sobre Méjico, como la ya citada Estudio político-
militar de la campaña de México 1861-1867 y Organización militar de México, ya lo
habían hecho acreedor al nombramiento de socio honorario de la Sociedad Mexi-
cana de Geografía y Estadística que había tenido lugar el 15 de febrero de 1906.
Su labor docente en las aulas se ve complementada con la realizada en las
lecciones sobre el terreno y en la instrucción de los cadetes, cuya fase final eran
las prácticas de conjunto. A fin de verificarlas, según lo dispuesto por Real Or-
den de 9 de abril de 1906, el capitán García Pérez marchó, el día 24 del mismo
mes y por jornadas ordinarias, al campamento de los Alijares con el Batallón de
Alumnos al mando del coronel director, Juan San Pedro Cea. Allí permaneció
hasta el 4 de mayo, cuando regresó de la misma forma a Toledo, una vez termi-
nadas aquellas.
El 1 de septiembre de 1906, con el inicio de un nuevo curso, empezó a im-
partir las primeras clases de segundo año, compuestas de las asignaturas: Re-
glamento para el Detall y Régimen de los Cuerpos, Táctica de Brigada, Regla-
mento de Campaña, Contabilidad, Geografía Militar de España y Geografía de
Marruecos; y desde el 1 de octubre, una clase de árabe en segundo curso. A fi-
nales de este curso las prácticas de conjunto fueron dispuestas por Real Orden
de 10 de abril de 1907 y, para verificarlas el día 22 del mismo mes y por jornadas
ordinarias, marchó al campamento de los Alijares con el Batallón de Alumnos,
al mando del coronel director Juan San Pedro Cea, en donde permaneció hasta
el 5 de mayo, y terminadas aquellas regresó de igual forma a Toledo. Además,
en ese mismo año participó, por primera vez, como vocal titular del tribunal, en
el primer ejercicio compuesto de francés, dibujo y literarias, de los exámenes de
ingreso en la Academia realizados entre los meses de mayo y junio.
proemio 32
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
proemio 33
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
cado ciento cincuenta plazas para la Academia de Infantería, a las que se pre-
sentaron mil seiscientos noventa y cinco aspirantes. El tribunal titular para el
primer ejercicio, francés y dibujo, estaba compuesto por el comandante Beni-
to Ruiz Sainz, como presidente, y los capitanes Mauricio Pérez García, Rafael
González Gómez y Ricardo Rey Castrillón, junto al teniente Juan Ozuela Gue-
rra, como vocales. Además de Antonio García Pérez, el tribunal suplente esta-
ba compuesto por el comandante Francisco Cebiá (presidente) y otros dos voca-
les, el capitán José Fernández Macafinloc y el teniente Manuel Molina Galano.
Gracias a esa suplencia puede impartir una nueva conferencia, titulada Fortea,
en el Centro del Ejército y de la Armada de Madrid, el día 18 de mayo.
La aparente rutina de la docencia se ve compensada por los reconocimientos
recibidos en el año 1909. Su trabajo La Iglesia es causa de la libertad de los pueblos
obtiene un primer premio en los juegos florales de Alicante celebrados el 19 y 20
de enero, con ocasión de la visita a aquella ciudad del rey Alfonso XIII. Por Real
Orden de 25 de febrero se le concede la Encomienda ordinaria de la real y dis-
tinguida Orden de Carlos III, a propuesta del Ayuntamiento de Granada y en
reconocimiento a los trabajos que llevó a cabo para esclarecer la historia familiar
y el lugar de nacimiento del cadete Vázquez y Afán de Ribera, plasmados en su
obra Heroísmo documentado del Cadete D. Juan Vázquez Afán de Ribera.
Además, en el ámbito militar, su obra Estudio militar de las costas y fronteras de
España merece la atención del Ministerio de Marina que, por Real Orden de 20 de
marzo de este año, le concede por ella la Cruz de 1ª clase de la Orden del Mérito
Naval con distintivo blanco. También se recomienda a los Cuerpos de Infantería
su trabajo Inmolación del Capitán Vicente Moreno, por Real Orden de 5 de agosto.
Así mismo, el 25 de junio de este año presentó el diploma acreditativo de que se
hallaba en posesión de la Medalla de Plata conmemorativa del Centenario de los
sitios de Zaragoza, creada por Real Decreto de 9 de junio de 1908.
La negativa en 1904 a premiar su trabajo sobre Derecho internacional lo de-
bió impulsar a mejorar su obra y en marzo de 1909 era publicado el libro titula-
do Derecho internacional público, del que Antonio García Pérez era autor junto
a su compañero de promoción Manuel García Álvarez, también profesor en la
Academia de Infantería. En esta ocasión el reconocimiento es casi inmediato.
Por Real Orden comunicada por el general subsecretario del Ministerio de la
Guerra, en 21 de julio de ese mismo año, se declara texto provisional en la Aca-
demia de Infantería dicha obra. Por otra Real Orden comunicada por el capitán
general de la 1ª Región en 11 de agosto, se trasmite el agradecimiento, en nom-
bre de S. M. el Rey, a sus autores. Según Real Orden de 7 de noviembre de 1909
del Ministerio de Marina se les concede la Cruz de 1ª clase del Mérito Naval con
distintivo blanco sin pensión por la misma publicación. Una recompensa similar
pero, por parte del Ejército, tardará casi un año. Hasta el 15 de octubre de 1910
no se les concede la Cruz de 1ª clase del Mérito Militar con distintivo blanco en
reconocimiento a su libro, según Real Orden de esa fecha.
proemio 34
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
Entre los cadetes que García Pérez había formado durante los años anterio-
res figuraba el infante Alfonso de Orleans y de Borbón, primo del rey Alfonso
XIII, ya que era hijo de la infanta Eulalia de Borbón, hija de Isabel II y herma-
na de Alfonso XII. Este había ingresado en julio de 1906, una vez superado el
examen correspondiente, realizando su incorporación a la Academia de Infan-
tería en septiembre de ese mismo año con el resto de los integrantes de la XIII
promoción. En julio de 1909, en vísperas de su salida de este centro como se-
gundo teniente de Infantería, Antonio García Pérez le dedicó un artículo titula-
do La Realeza en la Infantería española. En él festejaba el fin de carrera de dicha
promoción, destacando la sencillez del Infante y su buen comportamiento como
un alumno normal en la Academia, deseándole suerte y dándole la bienvenida a
la gran familia militar de Infantería (Yusta: 2011, 50).
El trabajo del capitán sobre el Infante era destacado en la revista Ilustración
Militar, pocos días después del acto de entrega de despachos (12 de julio de 1909):
El entusiasta cuanto distinguido e ilustrado Capitán Profesor de aquella Acade-
mia D. Antonio García Pérez, en fácil y galano estilo, ha publicado en la prensa el
panegírico del que fue su augusto discípulo y hoy honra las filas de la “Valerosa” lle-
vando a ella el esplendor de la realeza y un alto ejemplo de virtudes que imitar.
Sin embargo, las circunstancias familiares del Infante provocaron un grave
incidente ya que contrajo matrimonio, tres días después de su salida de la Aca-
demia, sin el preceptivo permiso del rey Alfonso XIII y en contra de los deseos
del Gobierno de Maura. Este hecho dio como resultado la fulminante pérdida
de derechos dinásticos de Alfonso de Orleans y la apertura de un expediente en
el ámbito militar, por contraer matrimonio sin cumplir los requisitos estableci-
dos en el Ejército, que culminó con su separación del mismo. Pero también para
el propio García Pérez, algún tiempo después.
Antonio comenzó un nuevo curso el 1 de septiembre de 1909 desempeñan-
do, otra vez, las primeras clases de segundo año y la de idioma árabe en las ter-
ceras de tercer año. Por Real Orden de 25 de octubre de ese año le fue concedida
la Cruz de 1ª clase del Mérito Militar con distintivo blanco y pasador de profe-
sorado, por llevar cuatro años en el desempeño del mismo. Por Real Orden de
12 de noviembre se dan las gracias al director y profesores de la Academia de In-
fantería por el brillante estado de instrucción de dicho Centro, con motivo de la
visita de SS. MM. los Reyes de España y Portugal. El 22 de abril de 1910 mar-
chó al campamento de los Alijares, por jornadas ordinarias, con el Batallón de
Alumnos al mando del coronel director José Villalba Riquelme, para verificar
las prácticas de conjunto dispuestas por Real Orden de 19 de ese mismo mes.
Una vez terminadas, regresó a Toledo, el 1 de mayo, de la misma forma. Duran-
te los meses de mayo y junio, formó parte del tribunal del primer ejercicio en los
exámenes de ingreso en la Academia de Infantería.
Como escritor obtiene un primer premio en los juegos florales celebrados en
Hellín (Albacete), el día 30 de septiembre de 1909, con su trabajo La ciencia en
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Las visitas no cesan en 1923. Por disposición del Estado Mayor Central, el
26 de enero marchó a Toledo con objeto de inspeccionar la Escuela Central de
Gimnasia, regresando a Madrid el mismo día. En virtud de una Real Orden
Circular de 24 de febrero, observó la demostración experimental de Ingenieros
realizada en el Polígono de Retamares de Madrid, entre los días 8 y 10 de mar-
zo. El 19 de ese mismo mes viajó a Palma de Mallorca con objeto de presenciar
el concurso de gimnasia dispuesto por Real Orden Circular de 16 de diciembre
del año anterior, regresando a Madrid el 30 del citado marzo.
El 20 de mayo se trasladó al campamento de Hontanares (Segovia) para su-
pervisar los ejercicios de conjunto de las Academias de Infantería y de Artillería,
dispuestos por Real Orden Circular de 30 de abril anterior, regresando el 27 del
mismo mes a Madrid. Ese mismo día se hace cargo del mando accidental de su
sección (Doctrina), cargo que desempeña hasta el 1 de julio. Además, asistió al
gran concurso de tiro internacional celebrado en San Sebastián, entre el 28 de
agosto y el 10 de septiembre, formando parte del jurado en representación del
Estado Mayor Central.
El 5 de noviembre de 1923 deja la sección de Doctrina y se hace cargo de la
Secretaría General del Estado Mayor Central. Su nuevo cometido no le exime
de viajes y visitas. Así, el día 11 de ese mismo mes acompaña al agregado mi-
litar de Norte América en su visita a la Academia de Infantería, dispuesta por
Real Orden Circular de 7 del citado mes. Por Real Orden de 22 de diciembre se
le concedió la gratificación anual de efectividad de quinientas pesetas por un
quinquenio a partir del 1 de enero siguiente.
Su actividad a lo largo de 1923 para erigir un monumento al Gran Capitán
en Córdoba, cuya iniciativa acompaña con patrióticos artículos, es reconocida
por el Ayuntamiento de aquella ciudad que, en su sesión del 26 de noviembre,
acuerda solicitar al Ministerio de la Guerra la consideración de esta iniciativa y
actividad como un distinguido mérito y que así se anotase en su hoja de servi-
cios, lo que fue aceptado según disposición del general encargado del despacho
de Guerra, de fecha 7 de diciembre.
El año 1924 continuó con las visitas a centros y organismos, siempre por or-
den del general jefe del Estado Mayor Central. Designado, por Real Orden de 3 de
enero, para concurrir al curso de tiro desde y contra aeronaves, organizado por la
3ª sección de la Escuela Central de Tiro en los Alcázares (Murcia) entre los días
23 y 30 del mismo, salió de Madrid el día 21 y regresó el 31 de dicho mes. Según
Real Orden de 26 de marzo se le declara apto para el ascenso al empleo inmedia-
to por reunir las condiciones que determina la Ley de 29 de junio de 1918, la de-
nominada Ley de Bases, y Real Decreto de 24 de mayo de 1922. También por dis-
posición de su general acompañó al agregado militar de Argentina en su visita a
varias unidades de la guarnición madrileña del 10 al 12 de abril, así como el 14.
Durante los días 12, 13 y 15 de mayo, respectivamente, asistió a las prácticas
de fin de curso de las Academias de Intendencia, Sanidad Militar y Artillería en
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rruecos fue declarada de utilidad para los cuerpos y centros docentes del Arma de
Infantería, sin que su adquisición tuviese carácter obligatorio.
A los pocos meses de pasar a la Dirección General de Preparación de Campa-
ña, Antonio fue nombrado, por su general jefe, vocal de la junta creada con objeto
de realizar estudios y trabajos de valoración del coste del material de guerra ne-
cesario para completar las dotaciones de movilización de diversas unidades, el ar-
tillado de las bases navales de Cartagena, Ferrol, Coruña y Mahón, y los campos
regionales de instrucción. Dicha junta, formada por un general de brigada y vein-
tiocho jefes y oficiales de distintas Armas y Cuerpos, estaría en activo hasta el 4 de
agosto de 1926, cuando por Real Orden comunicada de esa fecha se declaró que
había finalizado sus trabajos, disponiendo al mismo tiempo: “que se manifieste al
personal que ha contribuido a realizarlos en un plazo tan perentorio, la satisfac-
ción con que se ha visto la sólida preparación, inteligencia, celo y laboriosidad de
cada uno de los componentes, y por lo tanto el brillante resultado”.
A finales de ese mismo año se le nombró para otra comisión. En esta oca-
sión como presidente, según indicaba la Real Orden comunicada de 24 de no-
viembre, que lo designaba para este cargo en la de experiencias, creada para la
recepción de los modelos presentados en el concurso anunciado para la elección
del fusil ametrallador con destino al Ejército, en cumplimiento de la condición
tercera de la Real Orden Circular de 8 de marzo de 1926. El desempeño de estas
comisiones no implicaba dejar sus demás cometidos en la Dirección General de
Preparación. Así, el 30 de abril de 1927, se hizo cargo accidentalmente de la je-
fatura del 5º Negociado de la 1ª Sección por ausencia del coronel de Estado Ma-
yor, jefe del mismo, Juan López Solero, cesando el 9 de mayo siguiente.
Del 2 al 31 de agosto de ese año nuevamente se hace cargo de una jefatura
accidental, ahora la del 4º Negociado de la 1ª Sección. Volverá a asumir la mis-
ma jefatura, también con carácter accidental, el 22 de octubre del citado año,
cesando en la misma el 7 de noviembre. Siete días más tarde, el 14, partía de
Madrid para asistir a la segunda parte del curso de Automovilismo, para el que
había sido designado por el director general de Preparación en Campaña en
cumplimiento de lo dispuesto por la 3ª instrucción de la Real Orden Circular de
15 de septiembre de 1927. No se reincorporaría a su destino hasta el 30 de no-
viembre, en él continuará sus servicios hasta el 7 de diciembre de 1928, cuando
debe cesar en su destino por ascender, en esa fecha, a coronel, con la antigüedad
de 25 de noviembre anterior. Apenas un mes más tarde, el 23 de enero de 1929
es destinado al mando del Regimiento de Infantería Segovia núm. 75, de guar-
nición en Cáceres.
Durante los años 1927 y 1928, varias de sus obras fueron declaradas de utili-
dad para el Ejército. Así, su Compendio de Moral obtiene la declaración por Real
Orden de 14 de junio de 1927, circunstancia recogida por el periódico ABC de
fecha 17 de ese mismo mes. Ejemplos de moral militar recibe similar considera-
ción por Real Orden de 17 de enero de 1928, reflejada igualmente por ABC en
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su edición del 25. Un mes después, por otra soberana disposición de 9 de febrero,
consigue la misma distinción su folleto Heroicos artilleros.
El destino al mando del Regimiento Segovia núm. 75 implicaba también
el cargo de gobernador militar de la plaza de Cáceres. En calidad de tal acude
a actos y celebraciones en la ciudad extremeña, como fue la inauguración del
Congreso Pedagógico Provincial que tuvo lugar, el 25 de mayo de 1929, en el
Gran Teatro cacereño. Ceremonia en la que interviene García Pérez con algu-
nas palabras ante los numerosos maestros asistentes (ABC, 26 de mayo de 1929,
p. 49). A pesar de llevar poco tiempo en el cargo, Antonio organiza una exhi-
bición de gimnasia y ejercicios militares en el cuartel de su regimiento para los
cerca de cuatrocientos maestros que participan en dicho congreso.
Según relata el propio García Pérez, su labor durante los casi dos años en
que permaneció en Cáceres fue intensa, tanto al mando del Regimiento de Sego-
via núm. 75 como al frente del Gobierno Militar cacereño. En el primero puso en
marcha medidas para dignificar a los soldados y mejorar su formación. Mejoró su
alimentación, haciendo publicar los menús en la prensa local; prohibió utilizar el
corte de pelo “al cero” como castigo; creó el locutorio del soldado; fundó el casi-
no para ellos y aplicó la idea del museo-biblioteca del soldado, que tan buenos re-
sultados había tenido en Gijón y Algeciras, contando en este caso con donativos
en metálico por importe de diez mil pesetas y la cesión de obras. Creó dos escue-
las graduadas, con sistemas modernos pedagógicos y desempeñadas por solda-
dos-maestros, consiguiendo hacer dos licenciamientos sin analfabetos, y adquirió
material de enseñanza moderno para las academias regimentales, que permitió
sustituir el existente, escaso y antiguo.
También acometió obras de mejora de las instalaciones y dependencias: Habi-
litación de una sala para soldados y cabos estudiantes; instalación de una enferme-
ría con dormitorio para doce camas, comedor, sala de visitas, sala de operaciones,
sala de reconocimiento y farmacia. Instalación de un aparato purificador de agua
para el tren de lavado y planchado, lo que permitió su puesta en marcha por pri-
mera vez. Puso en uso, diario, un cuarto de duchas que hasta entonces no se había
utilizado. Realizó la ampliación y mejora del depósito de víveres, sala de música
y salón de armamento. Así mismo, inició un gabinete de topografía y preparó un
pequeño observatorio de meteorología.
Además, procuró mejorar la ornamentación del cuartel con el trazado y
planta de un jardín con fuentes, pértigas, farolas, jarrones y estatuas; así como la
instalación del alumbrado y acera de piedra, desde el extremo de la ciudad hasta
el acuartelamiento. A estas medidas se unieron adquisiciones de mobiliario para
las oficinas y sala de banderas, de vitrinas para el armamento de las compañías
y de nuevo material de cocina.
Junto a las medidas materiales procuró otras de marcado carácter moral,
aunque con cierto matiz propagandístico. En cuanto a la tropa, hizo recibir a
los reclutas en la estación de ferrocarril por todo el regimiento, acompañándolos
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BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
hasta el cuartel con la música y las bandas, a través de las calles más céntricas
de la ciudad; acto que no se había realizado nunca en la plaza. Potenció la con-
cesión de permisos a los soldados, como recompensa, para auxiliar en las faenas
agrícolas a sus padres. Mejoró la consideración a los soldados de cuota, gracias a
lo cual consiguió doblar su número en el Cuerpo.
Dispuso que el entierro de los soldados fallecidos se hiciese en forma solem-
ne con acompañamiento de todo el regimiento, pero sin formación, atravesan-
do el cortejo la población y no por las afueras, como se hacía hasta entonces. El
desfile de toda la fuerza ante el cadáver, ya en el cementerio, seguido de una ora-
ción fúnebre marcaba el final del ceremonial. Siguiendo con las clases de tro-
pa, procuró dignificar a los cabos, estimulándolos y enalteciéndolos. Asimismo
se interesó por la mejora de la consideración de los sargentos y suboficiales me-
diante su enaltecimiento público, la dotación de locales amueblados adecuada-
mente, la atención en sus enfermedades y apoyándolos en sus aspiraciones. Res-
pecto a los jefes y oficiales, les prestó atenciones personales y en metálico “sin
excepción y con largueza” y dispuso que se “considerase” a los soldados hijos o
hermanos de estos.
La mejora de las relaciones con la sociedad y el acercamiento del regimien-
to a la población civil fue su segunda línea de actuación durante su mandato
en Cáceres. Según el propio coronel García Pérez, los domingos se dio entrada
libre al cuartel para que el pueblo pudiera visitar sus locales y centros cultura-
les, en lo que podemos considerar una jornada de puertas abiertas. Reanudó las
relaciones con la prensa, interrumpidas hasta entonces. Ofreció una verbena al
pueblo cacereño en el jardín del cuartel. Organizó actos con la música y bandas
del regimiento, como conciertos populares los domingos y fiestas señaladas o re-
tretas y dianas en homenaje a la ciudad.
Antonio García Pérez no duda en organizar cuidados actos cívicos-militares
en su regimiento para atraerse a la población cacereña. Así, en el “homenaje a la
vejez”, acto celebrado por primera vez en España en el ámbito militar, los ancianos
entraron al cuartel del brazo de oficiales, escucharon sentidos discursos y besaron
emocionados la Bandera; acto seguido, el regimiento desfiló en columna de honor
ante ellos y, para terminar, presidieron la comida de los soldados. Ese día, aunque
los protagonistas eran los ancianos, asistieron los colegios de la ciudad y el público
en general, así como diversas autoridades. También organizó una jura de Bandera
con asistencia de autoridades, centros obreros y los colegios de la ciudad.
A pesar de estas apreciaciones de Antonio, su actuación fue criticada por al-
gunos y juzgada por un tribunal de honor que tuvo lugar en Valladolid, el 29 de
octubre de 1930. Ese día se reunieron los coroneles del Arma de Infantería resi-
dentes y con cargo de plantilla en la 7ª Región para juzgar hechos, considerados
“deshonrosos”, realizados por García Pérez durante su mandato del citado regi-
miento y como gobernador militar de Cáceres. La lista de acusaciones era larga,
hasta diez se relacionan en los expedientes judiciales, pero todas se pueden re-
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Condecoraciones militares
Por acciones en campaña
Cruz de 1ª clase del Mérito Militar con distintivo rojo según Real Orden
de 7 de septiembre de 1895 (Diario Oficial núm. 200) por la acción del “Cacao”
(Santiago de Cuba) ocurrida el 27 de junio 1895.
Cruz de 2ª clase del Mérito Militar con distintivo rojo, según Real Orden Cir-
cular de 30 de diciembre de 1916 (Diario Oficial núm. 294) por los méritos contraí-
dos en los hechos de armas librados, operaciones realizadas y servicios prestados
en la zona Ceuta-Tetuán desde 1º de mayo de 1915 a 30 de junio de 1916.
Medallas de campañas
Medalla de la campaña de Cuba con un pasador, Real Orden de 18 de
mayo de 1903.
Medalla Militar de Marruecos con el pasador de Tetuán, según Real Orden
manuscrita de 26 de abril de 1917, como comprendido en el artículo 3º del Real
Decreto de 29 de junio de 1916 (Colección Legislativa núm. 139).
Por acciones de paz
Cruz de 1ª clase del Mérito Militar con distintivo blanco, según Real Orden
de 3 de mayo de 1901 (Diario Oficial núm. 97) por su obra Reseña histórico mili-
tar de la campaña de Paraguay 1864-1870.
Cruz de 1ª clase del Mérito Militar con distintivo blanco, según Real Orden
de 6 de octubre de 1903 (Diario Oficial núm. 219) por sus obras: Guerra de Sece-
sión: El General Pope, Una campaña de ocho días en Chile, Proyecto de nueva orga-
nización del Estado Mayor de la República Oriental del Uruguay, Estudio político-
militar de la campaña de México 1861-67 y Campaña del Pacífico entre las Repúblicas
de Chile, Perú y Bolivia.
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BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
Cruz de 1ª clase del Mérito Militar con distintivo blanco y pasador de profe-
sorado, según Real Orden de 25 de octubre de 1909 (Diario Oficial núm. 242) por
llevar cuatro años de profesor de la Academia de Infantería. Declarada pensionada
por Real Orden de 31 de enero de 1913 (Diario Oficial núm. 33).
Cruz de 1ª clase del Mérito Militar con distintivo blanco según Real Orden
de 15 de octubre de 1910 (Diario Oficial núm. 228) por su obra Derecho interna-
cional público.
Cruz de 2ª clase del Mérito Militar con distintivo blanco, según Real Orden
de 26 de diciembre de 1922 (Diario Oficial núm. 290), por sus obras España en
Marruecos, El soldado español, Historial de la Academia de Infantería, Historial
del Regimiento de Infantería Castilla, Historial del Regimiento de Infantería Ex-
tremadura y La Patria.
Cruz de 1ª clase del Mérito Naval con distintivo blanco, según Real Orden
de 5 de julio de 1906 del Ministerio de Marina por su obra Antecedentes políticos-
diplomáticos de la expedición española a México 1836-62.
Cruz de 1ª clase del Mérito Naval con distintivo blanco, según Real Orden
de 20 de marzo de 1909 del Ministerio de Marina por su obra Estudio militar de
las costas y fronteras de España.
Cruz de 1ª clase del Mérito Naval con distintivo blanco, sin pensión, según
Real Orden de 7 de noviembre de 1909 del Ministerio de Marina por su obra
Derecho internacional público.
Cruz de 2ª clase del Mérito Naval con distintivo blanco, según Real Orden
manuscrita del Ministerio de Marina de 15 de abril de 1913, como premio a ser-
vicios especiales.
Mención Honorífica por los méritos revelados en la obra de que es autor No-
menclatura del fusil Mauser español modelo 1893, según Real Orden de 22 de fe-
brero de 1896 (Diario Oficial núm. 43).
Mención honorífica por su obra Educación militar del soldado, según Real
Orden de 4 de diciembre de 1905 (Diario Oficial núm. 271).
Mención honorífica según Real Orden de 19 de agosto de 1908 (Diario Ofi-
cial núm. 183) por su obra Árabe vulgar y cultura arábiga.
Mención Honorífica según Real Orden de 18 de marzo de 1916 (Diario Oficial
núm. 66) por sus obras Guerra de África, Campaña de Chauia, Operaciones en el Rif,
Geografía Militar de Marruecos, Zona española de Marruecos, Ifni y el Sahara Español.
Mención Honorífica sencilla, por Real Orden de 23 de julio de 1921, por sus
obras Romeu, Fortea, Compendio histórico del Regimiento de Córdoba, Detalles de he-
roicas grandezas, Patronato de la Inmaculada Concepción, Cervantes, soldado de la es-
pañola Infantería, La Realeza, Condecoraciones militares del Siglo XIX, Flores del He-
roísmo, Historial del Regimiento de Tarragona e Historial del Regimiento de Borbón.
Cruz de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, según Real Orden
de 24 de marzo de 1917 (Diario Oficial núm. 70) con la antigüedad de 22 de ju-
lio de 1915. Pensionada con seiscientas pesetas anuales según Real Orden Cir-
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BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
cular de 2 de enero de 1923 (Diario Oficial núm. 2). Mejora de antigüedad, asig-
nándole la de 21 de enero de 1915, según Real Orden Circular de 3 de enero de
1923 (Diario Oficial núm. 3).
Placa de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, según Real Orden
de 31 de diciembre de 1924 (Diario Oficial núm. 2 de 1925) con la antigüedad
de 4 de junio de 1924.
Condecoraciones civiles
Cruz de Carlos III, según Real Orden de 18 de septiembre de 1900 (Dia-
rio Oficial núm. 206) por la que es significado al Ministerio de Estado para su
concesión, en permuta de Cruz de 1ª clase del Mérito Militar con distintivo rojo
otorgada según Real Orden de 24 de noviembre de 1896 (Diario Oficial núm.
268) por los servicios prestados en las operaciones de la línea militar “Mariel
Majana” (Pinar del Río, Cuba).
Encomienda ordinaria de Carlos III, según Real Orden de 4 de mayo de 1909.
Caballero de la Orden de Alfonso XII, autorizado por Real Orden de 1 de
febrero de 1911.
Gentilhombre de Entrada de S. M. el Rey, según oficio del Mayordomo Ma-
yor de Palacio de fecha 22 de enero de 1912.
Comendador ordinario de la Orden de Alfonso XII, según Real Orden del
Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes de 17 de noviembre de 1922,
por la creación —sin auxilio oficial— de las Bibliotecas Museo del soldado en
los Regimientos de Infantería Tarragona y Extremadura.
Medalla de plata de Ultramar, según Real Orden de 4 de mayo de 1925, por
su valiosa cooperación a los trabajos de aproximación hispanoamericana.
Condecoraciones extranjeras
Cruz de Caballero de la Orden de Cristo de Portugal, autorizada por Real
Orden de 18 de julio de 1903 (Diario Oficial núm. 158).
Encomienda de la Orden Xerifiana de Uissan Alauitte, según diploma del
Residente General de Francia en Marruecos del 11 de marzo de 1916.
Condecoración al Mérito de Chile, según diploma expedido en Santiago de
Chile el 8 de enero de 1925.
Medallas conmemorativas
Medalla conmemorativa de la Jura de Alfonso XIII, según Real Orden de 1
de mayo de 1903 (Diario Oficial núm. 95).
Medalla de plata conmemorativa del Centenario de los Sitios de Zaragoza,
presenta diploma el 25 de junio de 1909.
Medalla de plata conmemorativa de los Combates de Puente Sampayo, pre-
senta diploma el 30 de junio de 1910.
Medalla de plata conmemorativa del Centenario de los Sitios de Astorga,
presenta diploma el 10 de junio de 1911.
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BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
El escritor
Como escritor, Antonio García Pérez fue un prolífico autor, con una varia-
da temática que se extendía más allá de los aspectos puramente castrenses. Muy
considerado por algunos estudiosos de su época, pero también con opiniones
claramente contrarias a sus trabajos y a su personalidad. Contraste que se ex-
tiende a los momentos actuales. Así, a la consideración de ser uno de los inte-
lectuales militares más destacados durante el periodo 1898-1923 que contribuyó
decisivamente a la regeneración cultural castrense (Yusta: 2011, 33), se pueden
oponer las descalificaciones que le dedicaba el marqués de Bayamo en 1911.
Según Yusta Viñas, García Pérez era de pensamiento tradicionalista, antili-
beral, contrarrevolucionario y ferviente católico. Se distinguió por ser uno de los
militares ilustrados que, con sus estudios y trabajos, contribuyó a la regeneración
cultural del Ejército. Además, el crecimiento de sus ideas conservadoras mode-
ló la cultura militar de un gran número de militares alumnos suyos en Toledo
(Yusta: 2011, 50). Opinión similar a la defendida por Geoffrey Jensen unos años
antes (Jensen: 2002, 99-114). Ambos lo incluyen en el grupo clave de oficiales
ideológicamente influyentes en el Ejército de la Restauración, junto con Ricardo
Burguete Lana y Enrique Ruiz-Fornells Regueiro, al que el segundo une, even-
tualmente, a José Millán-Astray y Terreros.
Ciertamente, la consideración de Antonio García Pérez por Jensen es sig-
nificativa. A juicio de este autor, el coronel no reconoció públicamente ningún
interés en los nuevos movimientos filosóficos que emergen en España y en otras
partes de Europa a finales del XIX y principios del XX. En sus escritos evitó
plasmar, prácticamente, cualquier atisbo de pensamiento moderno —fuese so-
cial, político, militar o filosófico— prefiriendo trabajar en el mundo ideológico
del tradicionalismo español. Además, aunque no muestre habilidades literarias
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África
La Guerra de África de 1859 a 1860: Lecciones que explicó en el Curso de Es-
tudios Superiores del Ateneo de Madrid el Coronel de Infantería Francisco Mar-
tín Arrue. Extractadas por D. Antonio García Pérez, Madrid, 1898, Imprenta del
Cuerpo de Artillería.
Posesiones españolas en el África occidental, Barcelona, 1907, Revista Científi-
co-Militar y Biblioteca Militar.
Vocabulario militar hispano-magrebino, Melilla, 1907.
Árabe vulgar y cultura arábiga (1908).
“Estudio geográfico militar del Sahara occidental” en Revista Ilustración
Militar. Ejército y Marina núm. 83 (1908), Madrid, pp. 186-188.
“Ocho días en Melilla. La línea fronteriza” en Revista Ilustración Militar.
Ejército y Marina núm. 96 (1908), Madrid, pp. 394-398. En la revista hay una
llamada aclarando que el artículo es parte del libro que, con el título Ocho días
en Melilla, iba a aparecer en breve y que estaría dedicado al general José Marina.
“Estudio geográfico militar en la isla de Fernando Poo” en Revista Ilustra-
ción Militar núm. ¿? (1908), pp. 80 y siguientes.
“Estudio geográfico militar de la Guinea Continental Española” en Revista
Ilustración Militar núm. ¿? (1908), pp. 172 y siguientes.
Isla del Peregil y Santa Cruz de Mar Pequeña, Madrid, 1908, Tipografía de la
Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 18 páginas. Otra edición del mismo
año por la Imprenta de la Revista General de Marina, 16 páginas.
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Historia Militar
Inmolación del capitán D. Vicente Moreno, Toledo, 1909, Viuda e Hijos de J.
Peláez, 2ª edición por Antonio Alvaron, Madrid, 1910. En el periódico La Co-
rrespondencia Militar de fecha 7 de junio de 1909, se insertaba una reseña:
En elegante folleto ha publicado nuestro querido amigo y colaborador, el capi-
tán de Infantería don Antonio García Pérez, una bien documentada, interesante y
conmovedora narración del martirio y heroica muerte del capitán don Vicente Mo-
reno, alma de tan sobrehumano, de tan sublime temple, que para hallar su genea-
logía espiritual, sería preciso remontarse a los tiempos cuyos hombres dejó... para
siempre el inmortal polígrafo Plutarco.
La semblanza del héroe antequerano, una de las más grandes y hermosas fi-
guras de la guerra de la Independencia, está magistralmente hecha por el Señor
García Pérez.
El Cadete D. Juan Vázquez Afán de Ribera 1808-1908, Toledo, 1908?, Viuda
e hijos de J. Peláez.
El Sacerdote Pinto Palacios y el Capitán D. Vicente Moreno, Madrid, 1909.
Don Vicente Moreno y las Cortes españolas, Madrid, 1910, Imprenta Alemana.
Fortea: Conferencia en el Centro del Ejército y de la Armada de Madrid, Ma-
drid 1910, Eduardo Arias.
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dos cruces rojas del Mérito Militar, cursó con aprovechamiento el vasto plan de es-
tudios de la Escuela Superior de Guerra y publicó gran número de obras en las que
tuvo que invertir no escaso tiempo y trabajo, para rebuscar, estudiar y compulsar los
diferentes textos que para su propósito utilizó. Además de los cinco libros que hemos
reseñado, dio a luz antes cuatro y tiene tres en preparación según anuncia en la por-
tada de uno de aquellos, habiendo obtenido ya de Real Orden una mención honorífi-
ca como recompensa por dos de su primera colección.
Todo esto realizado en un plazo de tiempo relativamente corto revela, como
hemos dicho, gran aplicación y constancia en el estudio, cualidad siempre digna de
elogio y que bien dirigida podrá ser de resultados provechosos.
Quizás por esta última observación, la Junta Consultiva de Guerra reco-
mienda que se conceda a Antonio García Pérez la Cruz de 1ª clase del Mérito
Militar con distintivo blanco, que finalmente fue concedida, señalando antes:
Para la aplicación, en el caso presente, del Reglamento de recompensas, con-
viene dividir en 2 grupos las obras presentadas por el capitán García Pérez: en el
1º de ellos pueden incluirse los trabajos relativos a las campañas del Pacífico, Mé-
jico Chile y guerra de Secesión, que, aunque en su mayor parte son traducciones,
como se ha dicho, van ilustrados con planos, datos estadísticos y juicios críticos, y
en tal concepto pudieran ser comprendidos en el párrafo 4º, artº 19 del Reglamento.
El 2º de los grupos en que se han dividido los trabajos, lo constituye el folleto
relativo al proyecto de organización del E. M. del Uruguay, que es trabajo origi-
nal del autor y debe comprenderse en el artº 23, porque taxativamente no lo está en
ninguno del Reglamento.
El caso opuesto ocurre con la Organización militar de Méjico, respecto a la
que se señala, en un informe de fecha 24 de octubre de 1904, que se presenta
como parte integrante de una obra mayor titulada Organización militar de Amé-
rica —1ª parte— Guatemala, Ecuador, Bolivia, Brasil y Méjico, formada por la
unión en un solo tomo de cinco folletos impresos que ya había publicado en dis-
tintas fechas con anterioridad; a los que se les había añadido un prólogo general
(en una sola página) y un índice común, paginando el conjunto hasta las cua-
trocientas páginas totales. Al margen de otras consideraciones la Junta señalaba
con relación a la de Méjico:
Empieza con un prólogo en el cual el Autor transcribe nueve párrafos de una
obra que publicó el citado General Reyes con el título “El Ejército Mejicano”. Uno
de esos párrafos comienza así: ‹‹De la mezcla de conquistadores y cautivos nace
una nueva y ardorosa gente, que arroja al fin a los advenedizos, que siempre en-
greídos, conservar quisieron el dominio, cansándoles, venciéndolos en cruenta, pro-
longada guerra; y entonces se forma una nacionalidad heterogénea, la nacionalidad
mejicana, de distintos orígenes y etc.››. El Capitán García Pérez dice que copia esos
renglones para rendir homenaje de respeto y consideración a su autor al cual por
gratitud dedica su trabajo; pero olvidó por lo visto otros respetos y consideraciones
mas avenidos con las frases que hemos subrayado que parece increíble figuren sin
protesta en una obra presentada al Gobierno de España en súplica de recompensa
por un Oficial de su propio Ejército. Cierto es que el Capitán García Pérez en el
“Prólogo general” manuscrito con que encabeza el tomo que ahora ha formado con
proemio 66
BIOGRAFÍA DE ANTONIO GARCÍA PÉREZ
sus cinco folletos, dice al referirse a diez y ocho de los actuales Estados americanos,
entre los cuales alude a Méjico, que fueron “conquistados a la civilización por el sa-
ber de nuestros misioneros y por la energía de nuestros caudillos”, pero este “Prólo-
go general” es inédito, y el de la “Organización militar de Méjico” fue ya publicado.
Con estas apreciaciones iniciales de la Junta Consultiva, antes incluso de
entrar a analizar el contenido de la obra presentada, era de esperar un dictamen
final claramente opuesto a los propósitos del autor, pero el informe se limita a
un reconocimiento general del esfuerzo de Antonio García Pérez, señalando:
Los países a que se refiere la obra no pueden presentarse como modelos de orga-
nización militar, y no han sido por lo tanto objeto preferente de estudio, en ese con-
cepto, de nuestros tratadistas militares. El Capitán García Pérez con laudable celo se
ha consagrado a corregir esta omisión y, aunque en el libro que ahora presenta se ha
limitado a realizar un trabajo puramente expositivo y con las deficiencias indicadas
sin emitir juicios críticos, ni propios ni ajenos; es digno sin duda alguna de elogio y
consideración por su buen deseo de ser útil a sus compañeros y a su patria, y por su
infatigable laboriosidad de que tantas muestras conoce ya esta Junta.
Bibliografía
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ñoles, Madrid, E y P Libros Antiguos SL., 2001.
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proemio 67
68
Capítulo I
J AV I E R M I N A
Y LA
INDEPENDENCIA
MEXICANA
Reproducción de la portada original
Agustín Rivera y Julio Zárate, estructuran el relato enardecido del héroe militar
español que, sobre fronteras y banderas, defiende la dignidad del ser humano.
El libro está dedicado a Fernando Sáenz de Tejada y Moralejo (Toledo, 30
de mayo de 1909), amigo del escritor. Sáenz de Tejada murió en Madrid el día 9
de enero de 1940, siendo enterrado al día siguiente en presencia de sus familia-
res y amigos, en el cementerio de Aranjuez, con las indulgencias acostumbradas.
Como en sus obras anteriores, García Pérez da pruebas inequívocas de una
extraordinaria erudición. Desde el comienzo sorprende el caudal de ciencia his-
tórica que vierte aderezada por un acertado uso de la sintaxis, la lúcida elección
del léxico y el mesurado ritmo de la prosa:
Si Mina no tuvo la elocuencia imperativa de César y Bonaparte, la frase varonil de
Pitt, las magníficas concepciones de los últimos héroes de la Gironda, la elocuencia de
Demóstenes y la expresión brillante y fulgorosa de los Burkes y Berryer, en cambio sus
escritos son estrofas sonoras, dictados hermosos a los pueblos libres; en estilo conciso y
elegante, sus invocaciones a la libertad son un canto sublime de Lucrecio o un himno
de Píndaro, vigorizado por la musa trágica de Sófocles o de Esquilo. Hubiera poseído
elocuencia centelleante para oírse en ella las invectivas sangrientas de Demóstenes a
Filipo y Alejandro, las maldiciones de Cicerón a Clodio, los improperios de los Gracos
a la nobleza romana, el acento de lord Chatham o las protestas de O’Connell, y es se-
guro que la figura de Mina habría brillado de otra manera (García Pérez: 1909a, 9-10).
El autor hace alarde de una escritura pulcra, con tonos claramente literarios,
que solo alteran algunos usos, imputables a las normas gramaticales entonces en
boga pero obsoletos en la actualidad, como los acentos en la preposición “á”, la
conjunción copulativa “é” y la disyuntiva “ó”; así como el modo verbal “fué” y la
acentuación inveterada de algunos diptongos: “constituída”, “ruínas”. Convención
usual en la bibliografía de García Pérez es el uso de las mayúsculas para referir-
se a los meses del año, siguiendo la grafía inglesa y la preceptiva de la época. La
ambición literaria del ilustrado militar se traduce en textos de delicada belleza, al
modo de la más exaltada mística presente en el Cántico Espiritual de San Juan de
la Cruz: “Correrá dislocado por montes y veredas intrincadas, escalará el muro,
defenderá la trinchera” (García Pérez: 1909a, 10); o emulando las embravecidas
efusiones del rapsus romántico que todavía dejaba sonoros ejemplos en los versos
gigantes y extraños de Bécquer: “y como la ola que con nuevos alientos vuelve a
batir la roca, así los republicanos se rehacen y chocan al modo admirable contra
sus valientes adversarios” (García Pérez: 1909a, 41).
Es evidente el afán de García Pérez por destacar la figura del combatiente
Mina, sobrino del ilustre mariscal español Francisco Espoz y Mina, y no repara-
rá en firmes afirmaciones ni en alusiones simbólicas que alcanzan las gestas de
los héroes homéricos: “Por la causa de la libertad e independencia he empuñado
las armas hasta ahora: sólo en su defensa las tomaré de aquí en adelante” (Gar-
cía Pérez: 1909a, 10); se entiban en la alabanza de los romances heroicos postu-
lando el vigor de los aguerridos combatientes, sin discriminar razón alguna en-
tre las virtudes de Mio Cid o el caudillo Abenámar: “Cuando estaba á la cabeza
de las tropas, les inspiraba su arrojo (…) Era afable, generoso, sencillo, humano
y moderado, y unía á todas las dotes del militar los modales del hombre civili-
zado” (García Pérez: 1909a, 10); y no duda en defender el valor de los hombres
frente a cualquier otro orden establecido: “El bizarro comportamiento de Mina
en España no lo voy a relatar, porque su nombre brilla en la región de los hé-
roes” (García Pérez: 1909a, 10). El patriotismo de Antonio García Pérez y la de-
fensa de la España en la que cree son inexpugnables, y lo demostrará sometido a
la reprobación y el agravio. Por ello, es admirable la tenacidad con que defiende
al guerrillero Mina y la cabal elocuencia en su dictamen:
No me propongo juzgar la conducta moral de Mina, sino estudiar militarmen-
te su breve campaña de siete meses; si alguna vez ensalzo operaciones o sucesos del
partido independiente mexicano, ofendería el lector mis sentimientos suponiéndo-
me defensor decidido de los principios que movieron aquella grandiosa lucha de
emancipación, puesto que la pasión del relator nunca debe restar méritos al contra-
rio (García Pérez: 1909a, 11).
Frente al valor de Xavier Mina, la figura de Fernando VII queda bastante
desautorizada en la voz del propio guerrillero quien se erige en singular paladín
de esta narración épica:
La mitad de la nación había sido devorada por la guerra, y la otra mitad aún
estaba empapada en sangre enemiga y en sangre española al restituirse Fernando
al seno de sus protectores (…) Pero, ¡cuál fue mi sorpresa al ver la reproducción de
los antiguos desórdenes! Los satélites del tirano sólo se ocupaban en acabar de des-
truir la obra de tantos sudores (García Pérez: 1909a, 18-19).
No es menos despótica la actuación del monarca en la administración de
las colonias americanas: “Sólo el Rey, los empleados y los monopolistas son los
que se aprovechan de la sujeción de la América en perjuicio de los americanos”
(García Pérez: 1909a, 20). Y expeditiva la postura del combatiente frente a ta-
maña explotación:
Sin echar por tierra en todas partes el coloso del despotismo sostenido por los
fanáticos, monopolistas y cortesanos, jamás podremos recuperar nuestra antigua
dignidad. Para esto es indispensable que todos los pueblos donde se habla el caste-
llano aprendan a ser libres y a conocer y a hacer valer sus derechos (…) La causa de
los americanos es justa, es la causa de los hombres libres (García Pérez: 1909a, 20).
Antonio García Pérez pone de manifiesto, en la exaltación del joven Mina,
otra figura singular de la milicia española, el teniente cordobés Braulio de la
Portilla fallecido en la campaña de Melilla de 1909, con veintiún años de edad.
El escritor se refiere al valiente oficial en estos términos:
En el Alcázar toledano conocí al heroico teniente de cazadores de Llerena; su
honradez, su caballerosidad, su disciplina, sus virtudes fueron mi orgullo. Coincidían
con mis deseos para el arma, con mis ansias para España, con mis votos para el Rey.
Cuando supe la noticia de la gloriosa muerte, recordé al discípulo que tantas virtudes
anidara en su alma y tanto cariño merecido de sus maestros, y creí ver en el teniente
La Portilla uno de aquellos excelsos adalides de la magna España que ni conocieron
don Manuel de Sandoval, don Francisco Marchesi, don Patricio López González y
don Antonio Vázquez Velasco, vocal secretario
(…)
Acto seguido expuso la presidencia que (…) les había convocado para que co-
nocieran y resolviesen lo que considerasen procedente sobre la memoria técnica y
económica remitida por el ilustre escultor don Mateo Inurria, a quien se había con-
ferido el estudio del proyectado monumento al Gran Capitán.
(…)
La Comisión ejecutiva resolvió (…) aprobar definitivamente el proyecto de
monumento en honor del Gran Capitán, realizado por el distinguido escultor don
Mateo Inurria, según y en la forma que demuestra el estudio de esta obra, presen-
tado por dicho artista.
(…)
Habrá de aplazarse hasta el otoño inmediato la prosecución de las gestiones
encaminadas á obtener por medio de una amplia suscripción, y con la cooperación
valiosa de importantes entidades, los recursos necesarios para la oportuna reali-
zación del proyecto que motiva estas sesiones, (la presidencia) declaró terminada
la presente, siendo las once de la noche (Diario de Córdoba, 29 de junio de 1909).
La obra debía estar finalizada para enero de 1915, año en que se conmemo-
raba el Cuarto Centenario de la muerte del heroico capitán cordobés (Vid. Mundo
Gráfico, 8 de diciembre de 1915); sin embargo, las recaudaciones son insuficientes,
y el monumento no pude inaugurarse hasta el día 15 de noviembre de 1923, co-
locándose originalmente en el cruce de las avenidas de Gran Capitán y Ronda de
los Tejares para ocupar su actual ubicación en la Plaza de las Tendillas, que fue
remodelada con este fin, en 1927. Aunque los eventos programados para la cele-
bración del Centenario no llegaron a tener el lustre que García Pérez y el Ejército
hubieran deseado, puede documentarse la irreductible tenacidad del militar en el
empeño (Palencia: 2003, 244-252). Por su impulso, constante ánimo y capital apo-
yo a esta empresa, el Ayuntamiento cordobés acordó solicitar al Ministerio de la
Guerra, el 26 de noviembre de 1923, que se consignase en el historial del teniente
coronel “como mérito distinguido su iniciativa y patrióticos artículos para erigir
un monumento al Gran Capitán en la ciudad de Córdoba” (Servicio y méritos…).
Viviendo ya en Córdoba, García Pérez publicará dos libros sobre el insigne mili-
tar: El Gran Capitán, vencedor de Garellano (1945, sesenta y cuatro páginas) y Vida
Militar del Gran Capitán (1946, ochenta y siete páginas).
Antonio García Pérez no escatimó nunca un ápice de esfuerzo para divulgar
entre las clases de la tropa los hechos gloriosos de los héroes. Como en el caso de
La Portilla, no es menos vigorosa la exhortación del ilustrado militar solicitando
el homenaje por su valor y méritos a otros protagonistas caídos en acción de gue-
rra. Son significativos los ejemplos: Por el documentado folleto titulado El Cadete
D. Juan Vázquez Afán de Ribera 1808-1908, el Ayuntamiento de Granada, en se-
sión de 30 de octubre de 1908, acordó proponer al Gobierno de su Majestad que se
concediera al entonces capitán García Pérez la Encomienda ordinaria de la Real y
distinguida orden de Carlos III, otorgada por Real Orden de 25 de febrero de 1909.
La noticia fue ampliamente recogida por las publicaciones de la época, en las que
con frecuencia escribía nuestro diligente escritor (Vid. García Pérez: 1908b, 321-
322). En sus conferencias queda constatado el vigoroso clamor por la repatriación
del cadáver del heroico comandante Julián Fortea Selví, muerto gloriosamente en
Filipinas, donde era gobernador (Vid. La Correspondencia Militar, 21 de mayo de
1909). Y es igualmente notable, el artículo donde expresa su encomio “Al caballe-
ro Cadete de Infantería, Don César Sáenz de Santa María de los Ríos” (García
Pérez: 1909c, 375). O la obra Inmolación del Capitán Don Vicente Moreno, el hé-
roe antequerano, recomendada a los Cuerpos de Infantería por Real Orden de 5
de agosto de 1909 (Diario oficial núm. 174). En La Correspondencia Militar se deja
cumplida constancia de esta publicación:
Una bien documentada, interesante y conmovedora narración del martirio y
heroica muerte del capitán don Vicente Moreno, alma de tan sobrehumano, de tan
sublime temple, que, para hallar su genealogía espiritual, sería preciso remontar-
se a los tiempos cuyos hombres dejó escudados para siempre el inmortal Plutarco.
La semblanza del héroe antequerano, una de las más grandes y hermosas figu-
ras de la Guerra de la Independencia, está magistralmente hecha por el señor Gar-
cía Pérez (7 de junio de 1909).
En la revista mensual Nuestro Tiempo, dirigida por Salvador Canals, el escri-
tor incide en la figura de este militar con un emotivo artículo titulado “Biografía
del capitán D. Vicente Moreno” (García Pérez: 1910, 58-67), para quien recabó en
Antequera un monumento que recordara el arrojo y la fortaleza de la milicia es-
pañola. No fue menos denodada la defensa del infante de España, Alfonso de Or-
leans, hijo del príncipe Antonio de Orleans y Borbón, nieto del rey Luis Felipe I
de Francia, y de la infanta Eulalia de Borbón, hija de la reina Isabel II, que lo llevó
incluso a ser procesado. La causa fue el artículo publicado en La Correspondencia
Militar de 5 de octubre de 1910, donde García Pérez aboga por la rehabilitación del
exinfante, alumno en la Escuela de Infantería de Toledo, desposeído de sus reales
títulos “por contraer matrimonio con la princesa Beatriz de Sajonia sin cumplir
los requisitos ni obtenido el consentimiento que las leyes marcan” (El Globo y El
Heraldo Militar, 8 de octubre de 1910, un mismo artículo, repetido en ambas pu-
blicaciones, donde se comete el error de nombrar al infante como don Antonio).
Es incomprensible que un hombre como Antonio García Pérez, de tan probada
virtud, haya sido relegado al más proceloso olvido.
No puedo ultimar estas notas sin agradecer a Guadalupe Jiménez Codinach
y Manuel Ortuño Martínez, máximos conocedores de Xavier Mina, su fecundo
trabajo para poner en valor la postergada figura del combatiente español, injus-
tamente tratado de traidor a su patria por la historiografía habitual, hecho del
que nos advirtió con arrojado empeño Antonio García Pérez. Como señala el
doctor Ortuño, en la controvertida historia político-militar entre México y Es-
paña a lo largo del siglo XIX, solo la actuación de tres personajes ha sido reco-
nocida y exaltada en México: Xavier Mina y Juan O’Donojú, en la época de la
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CAPÍTULO I. Introducción 78
Introducción
Reseña general
CAPÍTULO I. Introducción 79
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Introducción 80
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Introducción 81
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Introducción 82
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Introducción 83
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Introducción 84
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Introducción 85
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Introducción 86
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
grupos insurgentes y fusilaron a los principales líderes. Pero la lucha por la in-
dependencia había prendido en muchos corazones.
A finales de 1811 Morelos, con su genio estratégico y el amplio respaldo
popular que supo organizar y conducir, impuso en el sur de Nueva España
un verdadero gobierno, que dictó leyes sociales, ordenanzas económicas y fijó
normas para la relación entre los poderosos clérigos y hacendados con las po-
blaciones indígenas y los trabajadores rurales y urbanos; emitió moneda y ges-
tionó alianzas, hasta lograr la instalación y funcionamiento del Congreso de
Chilpancingo que aprobó en Apatzingán, en 1814, la primera constitución de
la América Mexicana, cuya observancia —hace notar la historiadora Patricia
Galeana (2010, 14)— se prueba con la variedad de ediciones que se realizaron
en muchas poblaciones del amplio territorio que controlaba Morelos y el más
reducido ámbito en el que imperaban otros caudillos que inicialmente obede-
cían a la Suprema Junta Nacional Americana de Zitácuaro y luego juraron el
“Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mejicana” (Constitu-
ción de Apatzingán).
Morelos sometió voluntariamente su indiscutido mando militar a la direc-
ción del poder legislativo y con ello dio pábulo al debilitamiento del ejército in-
surgente hasta que su líder fue aprehendido y fusilado a finales de 1815.
Decayó entonces la lucha libertaria. Se sostuvieron Vicente Guerrero en las
montañas del sur; Guadalupe Victoria en las selváticas serranías del oriente; en
tanto se generaba en el Bajío un peculiar sistema de guerrillas que, desde una
serie de fuertes, mantenían en zozobra a los batallones realistas y que obedecían
a la llamada Junta Suprema de Jaujilla, magro remanente del gobierno que for-
mara José María Morelos y Pavón.
El principal de estos fuertes era el de Cócoro, en las cercanías de Irapuato,
región de la intendencia de Guanajuato. También en esa demarcación existía el
Fuerte de los Remedios, cercano a la población de Cuerámaro, encabezado por
el padre Torres, feroz, ambicioso y frustrado aspirante nada menos que a here-
dar la popularidad y poderes de Hidalgo y Morelos. Otros fuertes en la zona
eran el de San Miguel de la Frontera, ubicado en territorio de la población de
San Felipe, Guanajuato. Otro era el de la isla Mezcala en el lago de Chapala del
reino de la Nueva Galicia y el Fuerte de Jaujilla, en la laguna de Zacapu, en te-
rritorio de Michoacán, cuya capital era la Nueva Valladolid, y en el cual estaba
asentada, como ya se dijo, la Junta que se había declarado legítima sucesora del
Congreso del Anáhuac que emitiera la Constitución de Apatzingán. Esta Junta
la componían José de San Martín, Antonio Cumplido y José María Liceaga con
el carácter de vocales y la presidía interinamente Ignacio de Ayala. Pedro More-
no, coronel por designación de José María Morelos, había construido el Fuerte
del Sombrero, ubicado en inaccesibles lugares de la Sierra de Comanja, entre las
poblaciones de Santa María de los Lagos (hoy Lagos de Moreno) de Nueva Ga-
licia, y León, de la intendencia de Guanajuato.
CAPÍTULO I. Introducción 87
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Introducción 88
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
Liñán triunfó y pasó por las armas a los heridos y a los prisioneros, luego
de hacerles destruir los parapetos que dos años antes habían construido para
defenderse.
La falta de agua, ocasionada por el elevado número de personas y caballos
que se habían concentrado en “El Sombrero” y la imposibilidad de reabastecer-
se del vital líquido por el sitio severo de las tropas españolas, fue el principal fac-
tor de la derrota.
Xavier Mina continuó su lucha los meses de septiembre y octubre de 1817,
refugiándose en Valle de Santiago, población de la Intendencia de Guanajua-
to. Visitó incluso la sede de la Junta de Jaujilla, para recabar apoyo. A finales de
octubre, el 27, en acción de guerra en el rancho del Venadito fue capturado, al
tiempo que Pedro Moreno moría batiéndose bravamente contra los realistas.
Los españoles condenaron sin juicio a Xavier Mina, sentenciándolo a ser
fusilado por la espalda en calidad de traidor a su patria. La sanguinaria medida
se llevó a cabo en el Cerro del Bellaco, frente al Fuerte de los Remedios, a fin de
atemorizar a los luchadores Insurgentes que allí permanecían.
Concluyó así la galante lucha del liberal navarro Xavier Mina que, con tan-
ta enjundia y notables conocimientos, reseña el capitán Antonio García Pérez
en su brillante libro.
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CAPÍTULO I. Introducción 89
90
Preliminar
CAPÍTULO I. Preliminar 91
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Preliminar 92
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Preliminar 93
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Preliminar 94
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Preliminar 95
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Preliminar 96
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
CAPÍTULO I. Preliminar 97
98
Estudio I
Introducción
CAPÍTULO I. Estudio I 99
JAVIER MINA Y LA INDEPENDENCIA MEXICANA
Un hueco en la historiografía
Corría la década de los años setenta del siglo XX cuando quien esto escribe
impartía el curso de “Guerra de independencia” en la Universidad Iberoameri-
cana, institución jesuita de la ciudad de México.
Una serie de preguntas sin respuesta, un hueco en la información sobre el
período 1808-1821 se presentaba año tras año: la etapa 1815-1817 había sido poco
estudiada por la historiografía existente y, por tanto, me invitaba a dedicarle
tiempo e investigarla para mi tesis doctoral.
El acontecimiento clave de 1815-1817 en Nueva España fue, además de la
muerte de José María Morelos, el “hombre más extraordinario” de la insurgen-
cia novohispana fusilado el 22 de diciembre de 1815, la llegada a Nueva España
en 1817 de la expedición procedente de Inglaterra y los Estados Unidos encabe-
zada por el exguerrillero navarro, Xavier Mina. La historiografía sobre dicha
expedición era limitada a pesar de los meritorios esfuerzos de autores como José
María Miquel i Vergés, en sus obras Mina. El español frente a España y Dicciona-
rio de Insurgentes, así como los valiosos artículos de José R. Guzmán, tales como
“La correspondencia de don Luis de Onís sobre la expedición de Xavier Mina”
(1966), “Una sociedad secreta en Londres al servicio de la independencia ameri-
cana” (1967) y “Francisco Javier Mina en la Isla de Galveston y Soto la Marina”
(1971), todos ellos basados en manuscritos e impresos existentes en el Archivo
de la Nación de México y publicados en su boletín BAGN así como obras clási-
cas sobre el tema escritas por Martín Luis Guzmán como Mina el Mozo y Javier
Mina, héroe de España y México.
José Eleuterio González, el biógrafo de Servando Teresa de Mier, compa-
ñero y “Espíritu no muy santo” de Mina en 1815-1817, señalaba desde el año de
1876 la poca coherencia y claridad que rodeaba la llegada y actividades de Mina
en Nueva España, “todos cuentan las cosas de muy diversa manera, en términos
que me ha sido imposible concordarlas” (González: 1876; cit. en Jiménez Codi-
nach: 1991, 265). Así mismo, José María Miquel i Vergés se quejaba de la confu-
sión que reinaba sobre la expedición, de tal manera que existían muchas dudas
sobre lo que realmente había ocurrido.
Una misma bruma envolvía a Mina y su estancia en Londres, así como la pre-
paración y realización de su expedición auxiliadora a nuestro territorio desde Eu-
ropa. Ello no debe sorprendernos si recordamos cuán poco se conocía la relación
que existió entre Gran Bretaña y Nueva España en el crítico período de 1808-1821.
Me parecía que, en el marco de la conflictiva y zigzagueante relación entre
la monarquía española y los británicos, encontraría las respuestas que buscaba
la América española, así como su paso por los Estados Unidos, las razones de
los que apoyaron sus proyectos con armas, barcos, armas y dinero; y, sobre todo,
aportar lo que no se conocía en la historiografía antes de la publicación de mi li-
bro La Gran Bretaña y la Independencia de México, 1808-1821, publicado en Mé-
xico por el Fondo de Cultura Económica en 1991. Terminaré con la impronta de
su vida y su legado para mi patria mexicana.
Huelga señalar que valoro al joven Mina como guerrillero y organizador del
Corso Terrestre de Navarra; que me conmueven la valentía, entrega, patriotis-
mo e ideales por los que sacrificó su vida familiar y salud en España. Soy cons-
ciente de la importancia para España y para Navarra de su vida y obra. No en
vano el grito de “¡Mina, Mina!” sonaba de boca en boca por las aldeas, pueblos
y ciudades españolas.
Y, como historiadora mexicana dedicada a estudiar la Guerra de Indepen-
dencia novohispana, también reconozco su ayuda generosa y la ofrenda de su
juventud al decidir venir en auxilio de nuestra emancipación; pero otros au-
tores han tratado estos aspectos de la vida de Mina con detalle, como la obra
clásica de William Davis Robinson, Memoirs of the Mexican Revolution Inclu-
ding a Narrative of the expedition of Gral. X. Mina to Which are Annexed Some
Observations on the Practicality of Opening Commerce between the Pacific and
Atlantic Ocean trough the Mexican Isthmus in The Province of Oaxaca and the
Lake Nicaragua and on the Vast Importance of such Commerce to the Civilized
World; o la obra publicada en México, Resumen histórico de la insurrección de
Nueva España desde su origen hasta el desembarco del señor don Francisco Xa-
vier Mina. Escrito por un ciudadano de la América meridional y traducido del
francés por D. M. C., 1821. Y otra de pluma estadounidense, necesaria para dar
cuenta de la estancia de Mina en los Estados Unidos, como es la obra de H. G.
Warren, The Sword was Their Passport. Obras más recientes son la de Manuel
Ortuño, Xavier Mina. Fronteras de Libertad; y la de Gustavo Pérez Rodríguez,
Xavier Mina, el insurgente español. Guerrillero por la libertad de España y Nue-
va España (en prensa).
La propia obra del capitán de Infantería y oficial del Estado Mayor Anto-
nio García Pérez se centra, particularmente, en el aspecto militar de la expedi-
ción del joven navarro y asimismo en las tácticas y estrategias utilizadas en los
encuentros y batallas que tuvieron lugar en tierras novohispanas durante siete
meses de campaña.
Gran parte de sus datos proceden de la obra de William Davis Robinson,
antes mencionada, pero lo valioso de lo aportado por el capitán García Pérez es
su ecuanimidad al analizar los enfrentamientos entre Mina y los cuerpos realis-
tas, ya que elogia la valentía, el patriotismo y las buenas maniobras de ambos.
Por ejemplo, cuando describe el duelo de artillería entre los sitiadores y sitia-
dos del Fuerte de Soto la Marina, “que por las dos partes se sostuvo casi sin inte-
rrupción hasta el 13 [de junio], probóse cuán grandes eran el valor y decisión que
animaban a ambos combatientes” o cuando describe los sucesos del día 14 de ju-
nio, lo presenta como un día “fecundo en heroísmos por ambas partes” (García
Pérez: 1909, 32-33).
Si bien es perceptible la simpatía y admiración del capitán García Pérez por
la figura de Mina “el Mozo”, le parece que “Fué en verdad ingrato Mina con su
patria, pero su historia militar es de las que subyugan y admiran” (García Pé-
rez: 1909, 47).
Quizá si don Antonio hubiese conocido las entretelas de la expedición y las
razones de Xavier Mina para auxiliar a los insurgentes novohispanos no pen-
saría que el joven navarro le fue ingrato a España. Por el contrario, vería en él a
un español ilustre, heroico y valiente que primero luchó por la libertad de su pa-
tria natal contra el ejército francés y, después como se verá más adelante, creyó
seguir luchando por la libertad de España en tierras novohispanas, pertenecien-
tes a la misma unidad llamada monarquía española, donde españoles de ambos
hemisferios pertenecían a una misma nación como establecía la Constitución
de Cádiz, amenazada esta unidad por el absolutismo de un monarca medio-
cre como lo fue Fernando VII. Este rey, lejos de jurar la Constitución gaditana,
apresó y persiguió a los diputados que habían defendido su trono, mientras que
otros exlegisladores se dirigieron al exilio londinense donde Mina los encontró
y compartió sus ideales.
Al darme cuenta que la etapa menos conocida de la vida y obra de Xavier
era su estancia en la Gran Bretaña, decidí buscar las huellas de su paso por
aquella isla y tratar de entender las razones que lo llevaron a encabezar la única
expedición llegada del exterior en auxilio de nuestra independencia.
Escribí al profesor John Lynch, destacado historiador inglés y especialista en
las guerras de independencia de Hispanoamérica, por entonces director del Ins-
tituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Londres, para pedirle
que me aceptara como su alumna en el programa de doctorado de dicha uni-
versidad. Afortunadamente fui aceptada y, bajo su dirección y tutoría, investi-
gué varios años en los archivos británicos, españoles, mexicanos y de los Estados
Unidos en donde poco a poco se fueron aclarando varias de mis dudas.
De 1976 a 1978, por ejemplo consulté la sección de manuscritos del Mu-
seo Británico, el Public Record Office, el Archivo del Banco de Inglaterra en
Richmond, el Archivo de la Catedral de Westminster, los archivos privados de
importantes familias e instituciones inglesas, escocesas e irlandesas, los docu-
mentos del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad de Lon-
dres y los fondos documentales alojados en Senate House de la misma Uni-
versidad. Con una beca de la Universidad de Londres estuve en España para
trabajar en el Archivo de Indias en Sevilla, en el Archivo General de Siman-
cas, en el Archivo Histórico General en Madrid, en archivos particulares y de
casas comerciales, como los papeles de la Casa Gordon y Murphy en el Puerto
de Santa María, en España.
Lentamente, Xavier Mina y sus contemporáneos, sus idas y venidas, sus pla-
nes y apoyos financieros fueron apareciendo en los vetustos pliegos. Cual no sería
mi alegría al encontrarme en el Museo Británico documentos que erróneamen-
te se habían asignado por el personal del museo a Francisco Espoz y Mina, tío de
Xavier. Al explicar a los archivistas quién era Xavier Mina, cuándo y cómo tuvo
lugar su estancia en Inglaterra, sus relaciones con personajes relevantes de la socie-
dad inglesa, y cómo organizó desde Londres su expedición a Nueva España, esos
funcionarios me permitieron cambiar la clasificación y los números a dichos docu-
mentos y a otros manuscritos relacionados con Mina. En el Museo Británico revisé
los Holland Papers, en los cuales se confirmaba la amistad y el apoyo dado por dos
aristócratas ingleses a Mina: lord Henry Holland y lord John Russell. Con gran
sorpresa encontré cartas de lord John Rusell a lord Holland y a John Allen, de
Russell a Mina y de Xavier a lord Holland y viceversa, los libros de registro de las
cenas en Holland House, centro y corazón de la oposición Whig al gobierno inglés,
controlado por los Tories de índole más conservadora. En otras colecciones fueron
apareciendo vestigios de lo sucedido en los años cruciales de 1815-1817.
¿Cómo fue posible que dos de los más ricos y poderosos nobles ingleses de-
cidieran brindar su ayuda a Mina?
Recuérdese que los patriotas hispanoamericanos desde 1790, en tiempos de
Francisco de Miranda, el precursor de las independencias iberoamericanas y
fundador de la Gran Logia Americana, más tarde conocida como Lautaro o de
Caballeros Racionales, habían encontrado apoyo y simpatía en sus planes eman-
cipadores en ministros y altos funcionarios ingleses, en militares, marinos, co-
merciantes y personajes destacados de Albión, como lord Nicholas Vansittart
(1766-1851), de la tesorería británica o el propio primer ministro William Pitt.
Xavier Mina no fue la excepción. Un joven aristócrata, de casi su misma edad,
John Russell (1792-1878), miembro de una de las familias más acaudaladas de In-
glaterra, se convirtió en su patrocinador y lo presentó a lord y lady Holland, en cuya
residencia situada en Holland Park, por cierto lamentablemente casi desaparecida
en la II Guerra Mundial, se daban cita la crema y nata de la sociedad británica. En
palabras de George Gordon, Lord Byron, invitado frecuente: “Benditos sean los
banquetes en Holland House, en donde los escoceses se alimentan y los críticos se
pueden divertir”. Lord Henry Vasall Holland (1773-1840), gran admirador de la li-
teratura española, era sobrino de Charles James Fox, jefe del Partido Whig.
En realidad Byron se refería con sarcasmo a los intelectuales que escribían
en The Edinburgh Review, publicación escocesa cercana a los Whigs y al cara-
queño Francisco de Miranda. Esta revista simpatizaba con los patriotas ameri-
canos (Dinwiddy: 1980, 380).
John Russell, siendo un adolescente de dieciséis años, había acompañado a
lord y lady Holland a España y Portugal en 1808. Al igual que los esposos Ho-
lland, se interesó por los asuntos españoles y vivió un tiempo en 1810 en la Isla
de León, con su hermano lord George William Russell, donde asistió a las se-
siones de las Cortes españolas y desde allí le escribió a lord Holland: “Después
de toda su ansiedad de ver las Cortes de Cádiz en España, ha perdido usted la
oportunidad de presenciar sus sesiones y yo, que no soy medio españolado, he
sido testigo de este gran acontecimiento… lo que vi ayer no puede suplirse con
nada que yo pueda escribir” (Holland Papers: Ms. 516777, ff. 8-13). Russell se
refiere a la apertura de las Cortes españolas el 24 de septiembre de 1810. En 1812
estudiaba en la Universidad de Edimburgo en Escocia y, al año siguiente, se le
eligió miembro del Parlamento por el Distrito de Tavistock. Russell sería más
tarde el primer ministro favorito de la reina Victoria. Para el escritor Charles
Dickens no existía en Inglaterra un hombre más respetado por su capacidad pú-
blica y más amado por su capacidad familiar (Holland: 2011).
Russell tenía veintitrés años cuando conoció a Xavier. La primera mención
a Mina por parte de Russell aparece en una carta de este último al doctor John
Allen, secretario de lord Holland, enviada desde Cowes donde el joven lord con-
valecía de una enfermedad: “He escrito una carta para presentar al general Mina
con lord Holland; Mina es un hombre inteligente, desea ir a México, siendo un re-
belde y un traidor [en España]. Siento decir que [Manuel] Quintana está entre las
rejas; esto es sumamente horrible” (Holland Papers: Ms. 52194, ff. 79-80). Con la
recomendación del joven Russell, Mina se reunió con lord Holland y de ello quedó
evidencia en los Holland House Dinner Books, en donde se registraban los invita-
dos a cenar. Su nombre aparece anotado los días 16 de septiembre y 20 de octubre
de 1815. En esos mismos días aparecen registrados para cenar sir Robert Wilson,
John Murphy, de la Casa Gordon y Murphy, el liberal español Álvaro Flórez de
Estrada, el patriota hispanoamericano Manuel de Sarratea y José Blanco White,
editor de El Español de Londres (Holland Papers: Ms. 51952). Todos estos perso-
najes están relacionados con la planeada expedición a Nueva España. Russell res-
paldó tempranamente el proyecto de Mina. Aún convaleciente en Cowes, escribió
a lord Holland: “El general Mina me manda decir que usted ha sido muy cortés
con él. ¿No cree usted que sería muy útil [Mina] para ayudar a los insurgentes
de México y para realizar su unión con los europeos establecidos allá? Yo no veo
oportunidad de nada bueno en España” (Holland Papers, Ms. Add. 51677, f. 220).
En otra carta de Russell a lord Holland, continúa tratando de ayudar a Mina y sus
proyectos: “El general Mina, pobre muchacho, se encuentra ahora sin recursos y
piensa organizar una suscripción en su favor y en el de sus oficiales. ¿Podría usted
decirme cuál sería la mejor manera, pública o privada de lograrlo?” (Holland Pa-
pers, Ms. Add. 51677, f. 219).
Los invitados a Holland House se caracterizaban por ser liberales y progre-
sistas. Estaban estrechamente relacionados con la publicación de vanguardia The
Edinburgh Review en donde colaboraban personajes como el propio John Russell,
Sidney Smith, Thomas Moore, Henry Brougham y sir John Mackintosh.
octubre de 1814, las autoridades españolas habían escrito a Félix María Calleja,
virrey de la Nueva España, para que tomara “…las medidas necesarias para des-
cubrir si llega [Francisco Espoz y Mina] a pueblo o ciudad de su mando y en su
caso lo pondrá preso inmediatamente como al coronel Mina su sobrino” (“Alerta
que fue enviada al virrey Calleja por José Quevedo, gobernador de Veracruz, el 31
de diciembre de 1814”. Citada por Gustavo Pérez Rodríguez en su manuscrito en
prensa). Al secretario de Estado y de Despacho Universal de Indias le parecía que
ambos personajes eran temibles.
De hecho, el arribo de Mina a Londres fue casi en secreto. Sería hasta el 21
de octubre de 1815 cuando The Times mencionara su presencia en la capital in-
glesa. A Xavier y a sus compañeros recién llegados los describía como “…vícti-
mas de la libertad civil de su país”.
Xavier había llegado a Inglaterra a finales de abril de 1815. Manuel Ortuño
anota que por el 29 de abril había desembarcado en el puerto de Bristol y habría
llegado a Londres a principios de mayo (Ortuño: 2003, 90-91). Lo cierto es que
el 6 de mayo el conde de Fernán Núñez escribía a Pedro Ceballos lo siguiente:
“Hace muy pocos días que ha llegado a esta capital [Londres] Dn. Fco. Espoz
y Mina: no he podido cerciorarme si viene con su sobrino” (Ortuño: 2003, 91).
Núñez confundía al tío con el sobrino. Sería por lo menos hasta el 17 de junio
de 1815 cuando se dio una comunicación de Mina con funcionarios del gobierno
británico. Xavier se hallaba hospedado en el Hotel Prince of Wales en Leicester
Square y desde ese domicilio escribió a Robert Stewart, lord Castlereagh, solici-
tándole su apoyo para dos de sus oficiales arrestados en la aduana a su llegada a
Inglaterra (Public Record Office: FO 72, 182).
La relación angloespañola, difícil y delicada desde 1808, había mejorado en
el año de 1815, pues España había llegado a la conclusión de “…que solamen-
te la Gran Bretaña se encontraba en condiciones de influir en los rebeldes de la
América española”. El 19 de julio de 1815, el Consejo de Indias tuvo que recono-
cer ante Fernando VII que “…únicamente la mediación de los ingleses podría
funcionar” (Jiménez Codinach: 1991, 143 y 268).
Era totalmente distinta a la posición española de 1811-1812, cuando las Cortes
de Cádiz rechazaron toda posibilidad de mediación de su aliada en América, par-
ticularmente en Nueva España. Había girado ciento ochenta grados. ¿Por qué? El
reino de Nueva España era el más preciado de los dominios españoles en América,
al grado de que, entre 1815 y 1818, se estudiaron en España diversos proyectos para
conceder cesiones territoriales a Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Rusia y Por-
tugal, a cambio de ayuda para conservar Nueva España (Jiménez Codinach: 1991,
268). Según el embajador de España en Estados Unidos, el diplomático Luis de
Onís, y José Álvarez de Toledo, exdiputado a Cortes por Santo Domingo (agente
secreto que servía a Inglaterra, a Estados Unidos, a la insurgencia novohispana y a
España), Río de la Plata podía pasar a Portugal; las Floridas a Inglaterra o a Esta-
dos Unidos y California a los rusos (Pizarro García de León: 1953).
príncipe regente de Gran Bretaña, futuro Jorge IV, prohibió el envío de armas y
pertrechos desde Inglaterra a cualquier punto de la América Española.
El 20 de abril de 1816, el embajador español Fernán Núñez escribió a lord
Castlereagh quejándose de la expedición que Mina tenía lista en Liverpool para
hacerse a la vela con cuatro mil mosquetes y bayonetas, piezas de artillería, pertre-
chos y municiones con destino al Puerto de Boquilla de Piedras en Nueva España.
Sin embargo, Núñez no pudo informar al ministro inglés el nombre del
barco cargado de armas para los insurgentes, por lo que lord Castlereagh en-
contró una excusa para zafar a su gobierno de toda responsabilidad y a la vez
permitir la salida de la expedición. Castlereagh contestó a Núñez que “…nada
podía hacer el gobierno de su Majestad Británica debido a la falta de pruebas de
los hechos denunciados y al no dar Núñez el nombre y la descripción del barco”
(Public Report Office: FO 72, 190, foja 196).
Núñez se indignó con tal respuesta, pero nada podía hacer. Desde el pun-
to de vista legal, la expedición se dirigía a Nueva Orleans, no a Nueva Espa-
ña. Mina no desobedecía las órdenes del príncipe regente al no dirigirse direc-
tamente a algún punto de la América Española. Es esta la verdadera razón de
que Mina decidiera arribar primero a los Estados Unidos. En segundo término,
Mina podía reclutar voluntarios en aquella joven república, toda vez que la gue-
rra de 1812-1814 entre Inglaterra y los Estados Unidos había terminado. Había
armas y pertrechos en las bodegas y militares sin trabajo.
No es posible detallar aquí los contratiempos que encontró Mina en los Es-
tados Unidos, en Haití, en Galveston y en Nueva Orleans. El colombiano Ma-
riano Montilla lo abandonó; los comerciantes de Veracruz no le enviaron los
fondos prometidos; José Álvarez de Toledo lo traicionó; el Congreso insurgente
de Nueva España no existía, pues había sido disuelto por Manuel Mier y Terán;
faltaba por lo tanto una autoridad que avalara los préstamos y gastos contraídos
por la expedición encabezada por el prócer navarro, gastos y préstamos que to-
davía en 1840 México independiente aún no pagaba y solo en parte fueron li-
quidados en 1841 (Statement of Claims on Mexico by the Citizens of the United
States under the last Convention with Mexico, 2 de febrero de 1848, en Jiménez
Codinach: 1991, 359). Los puertos de Boquilla de Piedras y Nautla habían sido
recuperados por las fuerzas realistas y no existía en Nueva España una pobla-
ción que apoyara el modelo republicano y el sistema constitucional, como inge-
nuamente había imaginado el joven exguerrillero. Si bien, para 1817, gran parte
de los novohispanos deseaban la independencia, no por ello luchaban para con-
vertirse en una república ni para defender la Constitución de 1812. Mina llegó
en cierta manera demasiado tarde y a la vez demasiado pronto. Llegó en 1817,
cuando la guerra civil estaba prácticamente ganada por las autoridades virreina-
les; arribó a un país donde no existían las condiciones requeridas para que una
expedición como la suya tuviese éxito. A pesar de que recorrió provincias y ob-
tuvo varias victorias contra las fuerzas realistas al dirigirse al interior de Nueva
España, tardó mucho en encontrar alguna partida insurgente con la cual unir-
se. Los rebeldes novohispanos estaban prácticamente vencidos y a la defensiva,
divididos entre sí y por lo tanto nada fáciles de organizar y dirigir. Era demasia-
do pronto para encontrar una opinión pública decidida por el sistema republica-
no en un reino mayoritariamente rural y tradicional en sus usos y costumbres.
¿Quisiera terminar este ensayo con las palabras del poeta Pablo Neruda en
la parte cuarta de su Canto general, dedicada a los libertadores de América:
Mina de las vertientes montañosas
Llegaste como un hilo de agua dura
España clara, España transparente
Te parió entre dolores, indomable
Y tienes la dureza luminosa
Del agua torrencial de las montañas
A América lo lleva el viento
De la libertad española.
(Neruda, en Mas: 2010)
El Reino de Navarra y el Reino de Nueva España comparten un prócer que
honró a su patria natal y a su segunda patria americana. Entre los caudillos y
dirigentes de las guerras de independencia hispanoamericana pocos pueden os-
tentar las cualidades que tanto los contemporáneos de Mina como los que es-
tudiamos esta época fundacional de nuestras patrias iberoamericanas encontra-
mos en la vida y obra de un joven que amó la libertad, que entregó su juventud a
la España invadida, que creyó en un sistema constitucional que acotara el poder
absoluto de un monarca, constitución que respetara los derechos del hombre,
que convirtiera al súbdito en ciudadano, que permitiera la libertad de prensa,
que promoviera la educación del pueblo y su bienestar. Un joven que fue mag-
nánimo con sus enemigos, muchos de los cuales desertaron y se le unieron, que
rechazaba el saqueo y el abuso en las poblaciones a donde llegaban sus tropas.
Joven de gallarda presencia, de valor y audacia, de finos modales y amable
en su trato, de carácter franco —como lo describe el escritor español Niceto de
Zamacois— y, sobre todo, “dominado por el vivo sentimiento de la patria” (Za-
macois: 1879, 243-244), hoy Xavier Mina puede ser un modelo para la juventud
tanto española como mexicana, ambas tan necesitadas de ejemplos de jóvenes
idealistas, serviciales, sensibles a las necesidades de otros, amantes de su terruño,
generosos, inteligentes, dispuestos a sufrir privaciones por alcanzar el bienestar
de su comunidad en vez de buscar el dinero fácil y el poder que, sin madurez en
la persona, solo la perjudican y la convierten en un ser egoísta y nocivo.
Epílogo
res y la independencia absoluta de Nueva España pero alcanzada sin una sepa-
ración violenta de España. Los sobrevivientes de la expedición de Mina como
Jean Aragó, John Davies Bradburn y otros se unieron al movimiento trigarante
de Iturbide, hijo también de padre navarro, quizá porque les recordaba los an-
helos de Mina y su intento de lograr la independencia invitando a todos los es-
pañoles de ambos hemisferios a defender la libertad y el establecimiento de un
gobierno constitucional. El Imperio mexicano de 1821-1823 mantuvo la vigencia
de la Constitución de Cádiz hasta la creación de una constitución propia, Car-
ta Magna que no fue posible hasta 1824. Un año antes, en 1823, Xavier Mina
y doce próceres de la Guerra de Independencia novohispana fueron declarados
“Beneméritos de la Patria” y trasladados sus restos a la Catedral Metropolitana
de Ciudad de Méjico. Hoy descansan en la Columna de la Independencia en el
Paseo de la Reforma de la capital mexicana.
Descanse en paz Xavier Mina, la gratitud de México espera que en Navarra
y en España, la Madre Patria que por siglos cobijara a novohispanos y españoles
peninsulares, se le recuerde con orgullo y se honre su memoria como represen-
tante de los valores hispánicos más caros y profundos: hidalguía, justicia, gene-
rosidad y amor a la libertad.
Archivos y bibliografía
Archivo General de Indias: Carta de Xavier Mina a [José Mariano] Almanza, Baltimore a
9 de septiembre de 1816, Estado 31 (60).
— Carta de Mier a los señores A. [lmanza] y P. [avón], Baltimore, 15 de septiembre de 1816,
Estado 31 (60).
— Carta de Fernán Núñez a Pedro Ceballos, Londres 7 de junio de 1816, Estado 8177.
— Carta de Fernán Núñez a Pedro Ceballos, Londres, 27 de septiembre de 1816, núm. 1052,
Estado 8177, f. 181.
Dictionary of National Biography, Oxford, 1885-1890, volumen XLIX, 452-462.
Dinwiddy J., “Los círculos liberales y benthamistas en Londres, 1810-1829”, en Bello y Lon-
dres, Caracas: 1980, volumen I.
García Pérez, A., Javier Mina y la independencia mexicana, Madrid, Imprenta de Eduardo
Arias, 1909.
González, J. E., Biografía del benemérito mexicano don Servando Teresa de Mier y Noriega,
Monterrey, 1876.
Guzmán, M. L., Mina el Mozo, Madrid, 1932.
— Javier Mina, héroe de España y México, México, 1977.
Hernández y Dávalos, J., Colección de documentos para la historia de la guerra de independen-
cia en México de 1808 a 1821, seis volúmenes, México, J. M. P. Sandoval, 1877-1882, volumen VI.
Holland, H., Recollections of Past Life, Cambridge, Cambridge University Press, 2011 (pri-
mera edición: 1872).
Holland Papers: Holland House Dinner Books, en Museo Británico (BM), Ms. 51952.
— Carta de John Russell a lord Holland, Isla de León, 25 de septiembre de 1810, en Museo
Británico (BM), Ms. 516777, ff. 8-13.
— Carta de John Russell a lord Holland, s. f., en Museo Británico (BM), Ms. Add. 51677, f. 219.
— Carta de John Russell a lord Holland, Cowes, domingo [¿10 de septiembre de 1815?] en
Museo Británico (BM), Ms. Add. 51677, f. 220.
Introducción
cunstancias que vivió el Ejército español a lo largo de ese largo periodo histórico
llamado la “Restauración”.
Periodos de su vida
Antonio García Pérez, hijo de militar y nacido en Cuba, se trasladó muy pron-
to a la península para iniciar su carrera militar, ingresando en la Academia General
Militar de Toledo en 1891, cuando había cumplido diecisiete años. Al desaparecer
la Academia, sustituida por la de Infantería, trasladó a esta su formación y sus es-
tudios como cadete, siendo promovido al cumplir veinte años a 2º teniente de In-
fantería en julio de 1894. Ordenado su traslado a Cuba participó en diversas accio-
nes militares hasta su regreso a Madrid, donde en 1896 se incorporó a la Escuela
Superior de Guerra para seguir su formación militar con el empleo de 1er teniente.
Cursó los estudios de Estado Mayor y fue promovido al empleo de capitán
en 1899, obteniendo en 1902 el Diploma de Estado Mayor. En estos años realizó
numerosas prácticas en diferentes destinos, que simultaneó con su dedicación al
estudio de distintos aspectos de la organización, la historia y las acciones mili-
tares del ejército español y de otros países. Entre septiembre de 1902 y julio de
1912, al firmar sus trabajos incluyó siempre la mención de “Capitán de Infante-
ría, Diplomado de Estado Mayor”. Los distintos periodos en que se puede ana-
lizar su vida se corresponden también con el despliegue de sus actividades inte-
lectuales como cronista, historiador, docente e ideólogo.
a) 1874-1896. Desde su nacimiento en Puerto Príncipe (Cuba) en 1874 hasta
su entrada en la Escuela Superior de Guerra en Madrid en 1896. García Pérez
regresó a Cuba en marzo de 1895, donde participó en varias acciones de guerra.
En el verano de 1896 retornó a Madrid, para iniciar un curso de seis años en la
Escuela Superior de Guerra.
b) 1896-1912. Desde el inicio de sus estudios en la Escuela Superior de Guerra
hasta 1912, fecha en la que alcanza el empleo de comandante y deja la Academia
de Infantería de Toledo. Entre 1900 y 1904 hizo prácticas en Burgos, Logroño y
Canarias; estuvo en Sevilla; y, una vez terminado el curso y obtenido el diploma de
Estado Mayor, en 1903 se le destinó a Córdoba donde permaneció hasta su incor-
poración a la Academia de Infantería de Toledo, como profesor, en agosto de 1905.
c) 1912-1931. Desde la salida de la Academia de Infantería de Toledo hasta
la proclamación de la República. En 1913 fue destinado a Badajoz. Sirvió más
tarde en Marruecos entre el 9 de julio y el 6 de septiembre de 1915, participan-
do en acciones de guerra y en puestos de enseñanza y regresó a la península en
1916, en plena Guerra Mundial, para ocuparse de aspectos administrativos y
otras actividades dentro del Arma de Infantería.
En noviembre de 1930, tras la caída de la Dictadura de Primo de Rivera, os-
tentando el empleo de coronel en la ciudad de Cáceres, fue separado del Ejército
por un tribunal de honor, a consecuencia de un incidente político. Entre las nu-
merosas personalidades que solicitaron la revisión de la sentencia —de acuerdo
Producción intelectual
Entre los títulos publicados en esta etapa se pueden destacar los siguientes:
Militarismo y socialismo (conferencia pronunciada en 1906, de sesenta y cuatro
páginas), Estudio político-social de la España del siglo XVI (1907, de doscientas
veinte páginas), La cuestión del norte de Marruecos (1908, de cincuenta y seis pá-
ginas), Derecho internacional público en colaboración con Manuel García Álva-
rez (1909, reeditado en 1912), España en Marruecos (conferencia pronunciada en
el círculo “La Peña” de Córdoba, el 11 de agosto de 1909), Ocho días en Melilla
(1909, de cuarenta y ocho páginas), Posesiones españolas en África (1909, de cua-
renta páginas), Leyes de la Guerra (1910, de cuarenta y ocho páginas), así como
varios títulos de contenido biográfico publicados entre 1909 y 1910, dedicados a
héroes y soldados de distintas épocas: Vicente Moreno, Pinto Palencia, Braulio
de la Portilla y el saguntino Romeu. Finalmente Siete años de mi vida (1912, de
cincuenta y siete páginas) puede considerarse como un compendio que resume
su actividad de profesor en la Academia de Infantería de Toledo.
c) El tercer periodo, también de intensa actividad, aunque algo más dispersa
y especialmente dedicada a la formación, la inspección, la promoción cultural,
la creación de “bibliotecas del soldado”, etc. transcurre entre 1913 y la proclama-
ción de la República. Se puede subdividir en dos épocas, la primera entre 1913 y
1923, que termina con el golpe de Estado de Primo de Rivera, en la que publicó
veintidós títulos y la segunda, a lo largo de la Dictadura de Primo de Rivera y el
año de transición hasta las elecciones del 14 de abril de 1931, en la que publicó
dieciocho títulos.
Es un periodo difícil en el que se producen, entre otros acontecimientos, el
enfrentamiento militar entre las grandes potencias europeas, lo que dio lugar a la
Primera Guerra Mundial entre 1914 y 1918; la Revolución de Febrero de 1917 en
Rusia con el triunfo final del bolchevismo; y, en España, la grave crisis de 1917; la
creación de las Juntas de Defensa, formadas por los cuadros militares medios del
Ejército; la convocatoria de una Asamblea Nacional de Parlamentarios, que exigía
una reforma política en profundidad frente a la degeneración de la Monarquía y el
fracaso del sistema de partidos de la Restauración; el largo periodo de conflictivi-
dad social en Cataluña; la Huelga General de 1917 que fue duramente reprimida
y llevó a la cárcel a centenares de líderes obreros y al Comité de huelga; el asesina-
to del presidente del gobierno Eduardo Dato; el recrudecimiento de la guerra de
Marruecos y el Desastre de Annual en 1921; la formación del Expediente Picasso,
que trataba de establecer responsabilidades militares y civiles, en 1922; finalmente,
el golpe de estado del general Primo de Rivera y el inicio de la Dictadura en 1923.
Posteriormente, la caída del dictador en 1930 dio paso a un periodo intermedio, en
el que gobernó el general Dámaso Berenguer, hasta la convocatoria de elecciones
y el triunfo republicano del 14 de abril de 1931.
En esta larga y complicada época aparecieron, entre otros, los siguientes
títulos: Egregio historial de la 2ª Academia de Infantería (1915), Estela de gloria,
Historial de Guerra del Regimiento de Borbón 17º de Infantería, Los Reyes de
España (1915), Juan Soldado y Juan Obrero en la revista Nuestro Tiempo (1916),
Estudio geográfico militar de las posesiones españolas en Marruecos (1916), Com-
pendio histórico del Regimiento de Córdoba (1917), Flores de heroísmo, (Filipi-
nas Cuba, Marruecos) de ciento treinta y cinco páginas (1919), Condecoraciones
militares del siglo XIX (1919); cuatro obras en 1920: El Gran Capitán, Heroi-
cas ofrendas, Historial de Borbón XVII de Infantería (ciento cincuenta y ocho
páginas) e Historial del Regimiento de Infantería de Tarragona núm. 78 (ciento
once páginas); en 1921, Historial del regimiento de Extremadura núm. 15 (cien
páginas) y España en Marruecos; en 1922, Cervantes, soldado del regimiento de
Córdoba; dos obras en 1923: Fe y patriotismo en los campos de batalla y La Pa-
tria obra de la que se hicieron siete ediciones a lo largo de varios años, con un
prólogo de Gabriel Maura Gamazo (la primera de ochenta y seis páginas y a
partir de la quinta de ciento ochenta y dos páginas); Plumas y espadas en 1924;
Acción militar de España en África en 1925; Heroicos infantes de Marruecos en
1926, reeditada en 1927; Heroicos artilleros en 1927); y cinco títulos publica-
dos en 1928: Florilegio bélico, Gentilezas de la Reconquista, Heroicos infantes de
Marruecos, Marinos heroicos y Realeza y juventud. Finalmente, en 1930 apare-
cieron dos títulos: Miguel de Cervantes (cuarenta y tres páginas) y Patria y Ban-
dera (noventa y siete páginas).
d) A lo largo de ocho años, los que incluyen la II República y la Guerra Ci-
vil (1931-1939), no aparece en ninguna biblioteca o listado bibliográfico alguna
publicación de García Pérez. Es la dura época del alejamiento de la milicia, su
retiro obligado, la cárcel en Madrid y los tres años de Guerra Civil.
e) Terminada la guerra, reaparecen sus publicaciones y a partir de 1940
se encuentra la referencia de dieciocho títulos. En ellos rebosa la exaltación y
la glosa de carácter heroico y militar de los hechos de armas nacionalistas du-
rante y después de la Guerra Civil. En este periodo publica, entre otras obras:
Frases imperiales: Episodios de la Cruzada (ochenta y cuatro páginas), Ifni y el
Sahara español, La Marina en la Cruzada (ochenta y cuatro páginas), las tres
publicadas en 1940; en 1941, Jardines de España (ciento sesenta y tres páginas)
y Tánger; La bandera española (sesenta y cuatro páginas) en 1942; ¡Arriba Es-
paña! (cincuenta y nueve páginas) en 1943, conmemorando el centenario de
la bandera; en 1944 publicó en Ceuta Simancas glorioso, Banderas de España,
Cabos y soldados de la española infantería, Grandezas artilleras y un Historial del
Grupo de FRI de Infantería Alhucemas núm. 5 (ciento cincuenta y cinco pági-
nas). El año siguiente vuelve a ser fructífero en publicaciones: El Gran Capi-
tán, vencedor de Garellano (sesenta y cuatro páginas), Laureada Guardia Civil
en la Cruzada, Laureados heroísmos de regulares de Larache núm. 4, Laureados
infantes de la Cruzada, así como una segunda edición impresa en Canarias de
La Marina en la Cruzada. Finalmente, en 1946 publicó en Córdoba Vida Mili-
tar del Gran Capitán (ochenta y siete páginas) y en 1950 Ejemplos de moral mi-
litar (sesenta y siete páginas).
Escasamente conocido
La segunda década del siglo XIX registra un hecho insólito, escasamente co-
nocido por los historiadores españoles, que nunca han sabido reconocer el protago-
nismo de Xavier Mina en los inicios del liberalismo español. Sin reconocer el papel
de Xavier Mina resulta desafortunado explicar los inicios y el desarrollo de las gue-
rrillas en Navarra; las contradicciones y el desacierto de algunas decisiones france-
sas en la Guerra de Independencia; la trayectoria política de su tío Francisco Espoz,
errónea y desafortunadamente conocido como “Espoz y Mina” o “general Mina”;
el levantamiento o “pronunciamiento” de Pamplona de 1814 contra el absolutismo
fernandino; los primeros conflictos diplomáticos entre las coronas francesa y espa-
ñola de 1815; el egocentrismo personalista de Espoz entre 1816 y 1824; etc.
Xavier Mina, al final de su corta vida, protagonizó y lideró la primera inter-
vención liberal de carácter internacional ocurrida en el mundo contemporáneo, al
organizar, dirigir y desarrollar, con un final ciertamente desgraciado, una famosa
expedición que parafraseando a Lord Byron se llegó a titular “Los 300 de Mina”,
Preparación de la expedición
para convertir en realidad los sueños que habían elaborado desde varios meses
con el grupo de nobles mexicanos que vivían en Londres, los hermanos Fagoaga
y sus amigos Lucas Alamán, Fray Servando Teresa de Mier, etc. La llegada de
Mina a Londres a finales de abril de 1815 pareció providencial a todos los com-
ponentes de la “Logia Lautaro” y del “Cuartel general de los patriotas insurgen-
tes”, que venían pretendiendo infructuosamente el apoyo del gobierno británico.
Con Mina a la cabeza y el apoyo del general estadounidense Winfield Scott,
que apareció por esos días en Europa y se entrevistó con Mina en la “Holland
House”, la expedición se hizo a la mar el 15 de mayo de 1816, llevando a unos
treinta pasajeros a bordo del “Caledonia”, fuertemente pertrechado y armado.
Las gestiones del embajador español conde de Fernán Núñez frente a lord Cast-
lereagh no surtieron ningún efecto, pero gracias a su correspondencia se cono-
cen los nombres del grupo británico que apoyó a Mina.
Al llegar a Estados Unidos, sin embargo, Mina se encontró con varios he-
chos muy negativos: Se confirmó desde México el fusilamiento del general Mo-
relos, presidente del gobierno insurgente y la dispersión del Congreso nacional,
perseguido por las tropas realistas. Desertaron algunos de los oficiales que lo
habían acompañado en la travesía del Atlántico y trasladaron cuanto sabían al
embajador español en Filadelfia Luis de Onís. El propio Onís tenía montada
una perfecta red de espionaje en las ciudades más importantes, sobre todo en
Nueva Orleans, basada en la figura del cura Antonio Sedella, que había recon-
vertido al campo realista al viejo republicano Mariano Picornell y al exdiputado
liberal en Cádiz José Álvarez de Toledo, que se autotitulaba “general del ejército
mexicano” en Estados Unidos.
No obstante, gracias al apoyo del general Winfield Scott, amigo de Monroe y
de los hispanoamericanos residentes en Filadelfia y Baltimore, como Manuel To-
rres o Pedro Gual, Xavier Mina logró reclutar a casi doscientos oficiales y técni-
cos militares, con los que formó una llamada “División Auxiliar de la República
Mexicana”, organizada en cuerpos y brigadas especializadas, capaces de integrar,
una vez en suelo mexicano, a una fuerza superior a los cien mil soldados. Durante
varios meses Mina se dedicó a buscar apoyo económico, comprar barcos, reclutar
oficiales y establecer una estrategia militar perfectamente estructurada.
Haití y convivió durante casi un mes con Bolívar. Es una pena que García Pérez
desconociera este encuentro.
En la correspondencia del propio Bolívar aparecen sus dudas respecto del
futuro inmediato. Por aquellos días de octubre de 1816 lo tentó la idea de acom-
pañar a Mina hasta México, convencidos como estaban todos los “americanos”
de que si se lograba vencer al tirano rey Fernando en Nueva España, el resto de
América caería sin la menor dificultad. Hablaron, discutieron, surgió alguna di-
ficultad, quizá debido a la diferencia de edad entre los dos, y finalmente Mina
partió sin Bolívar, pero acompañado de varios de sus ayudantes, entre ellos Ma-
riano Montilla y Joaquín Infante que a partir de ese momento se convirtió en
secretario de Mina. Navegaron rumbo a Texas, donde en la bahía de Galveston
se encontraba una flotilla de barcos bajo bandera corsaria mexicana, mandada
por el comodoro Luis de Aury.
Se planea la intervención
Finalmente, la flota de Aury, ampliada con los buques adquiridos por Mina
en Estados Unidos y en Nueva Orleans, se hizo a la mar a principios de abril de
1817, con destino a la costa mexicana, para desembarcar en Soto la Marina, en los
meandros del río Santander, un lugar alejado del puerto de Tampico donde los es-
taban esperando las tropas del virrey. Como no encontró ninguna resistencia, de-
cidió establecer un fuerte al mando del coronel Sardá y después de algunas esca-
ramuzas y de intercambiar cartas con algunos jefes realistas que lo perseguían, al
ver que no le llegaba ningún emisario de los insurgentes, decidió internarse hasta
Guanajuato, donde esperaba conectar con los dirigentes del movimiento.
Al llegar a México, Mina sufrió una gran decepción. Morelos muerto, el Con-
greso disperso, el general Guadalupe Victoria —posteriormente primer presidente
de México— que le había prometido esperarlo, escondido en las montañas, los lí-
deres supervivientes encerrados en fortalezas dispersas, solo quedaba en el centro
del país un pequeño núcleo guerrillero al mando del Padre Torres y una llamada
Junta de Jaujilla, en un lugar de difícil acceso. Entusiasmados los insurgentes con
su llegada, pronto empezaron las envidias, los recelos y los enfrentamientos. Por
otra parte, no existían los efectivos que se tenían que encuadrar en la “División
Auxiliar”. Los insurgentes eran más bien cuadrillas de campesinos a pie o a ca-
ballo, sin el menor espíritu de disciplina o de organización, indispuestos al some-
timiento militar. Así empezó un largo calvario para Mina que duró siete meses.
De todos modos, pudo realizar una marcha ejemplar, con un cuerpo de ejér-
cito de trescientos oficiales y soldados, desde las playas del Atlántico hasta las al-
turas de Guanajuato, venciendo en acciones brillantes —Valle del Maíz, Peotillos,
Los Pinos— a los batallones realistas que habían salido en su persecución. Llegó
al Fuerte del Sombrero, en el que se encontró con algunos insurgentes destacados
como Pedro Moreno y en donde recibió al Padre Torres y a otros representantes
del gobierno de Jaujilla. Ganó algunas acciones más —San Juan de los Lagos, El
Jaral—, pero cometió el error de encerrarse en El Sombrero, donde quedó sitiado
por el ejército realista al mando del mariscal Liñán, recién llegado de España. Ese
fue el comienzo del fin. En el fuerte murieron algunos de sus mejores soldados
por lo que decidió salir al campo, para operar en terreno abierto, en apoyo de To-
rres, que por su parte le negaba toda clase de ayudas. La divisa de Mina, que apa-
rece en todos sus partes militares, decía: “Salud y Libertad”.
Quiso conquistar la ciudad de Guanajuato, para tener un espacio urbano en
el que instalar el gobierno y abrir negociaciones con Estados Unidos, pero fraca-
só y fue hecho prisionero a traición. Se le fusiló el 11 de noviembre de 1817. Jus-
to Sierra dijo de Mina que fue como un relámpago “que brilló en lo más oscu-
ro de la noche mexicana”. Sus oficiales murieron en acciones de guerra, cayeron
presos o sobrevivieron en los ejércitos de Iturbide, unos años más tarde. México
proclamó su independencia en 1821.
Como ocurre con cualquier otro personaje histórico, Xavier Mina está car-
gado de contradicciones, claroscuros e interrogantes que a la vez que lo huma-
nizan parecen exigir aclaraciones y respuestas. Su figura ha sido objeto de un
extraño menosprecio y de cierto olvido por parte de la historiografía española.
Cuando, con la excepción de Navarra y Euskadi, se comprueba la ausencia de
interés por el personaje surge en el observador una extraña sensación cercana al
sentimiento de injusticia.
Conocedor de la actuación de Mina “el Mozo” o “el Estudiante” en el curso
de las primeras escaramuzas guerrilleras, hace algunos años me emocionó en-
contrar en México a Francisco Javier Mina convertido en héroe nacional, al que
se homenajeaba en las formas más diversas: Ciudades con su nombre —Mina
en San Luis Potosí y Minatitlán en Veracruz, aparte de otra docena más—, ave-
nidas y calles, incluso en la propia Ciudad de México, parques y jardines —tam-
bién en Texas cerca de Galveston—, centros culturales, colegios e institutos, el
aeropuerto internacional de Tamaulipas que lleva su nombre, un barco de la Ar-
mada mexicana, pero sobre todo su presencia y muy notoria en el “Monumen-
to de la Independencia”, en el Paseo de la Reforma, con una enorme estatua en
mármol de tres toneladas de peso, junto al cura Hidalgo, acompañado de Mo-
relos, Guerrero y Bravo.
Mina fue proclamado héroe nacional en 1823, con el nacimiento de la nueva
República y sus restos se depositaron en 1827, junto con los otros siete “padres de
la patria”, en la cripta que se construyó a los pies del altar mayor de la Catedral
Metropolitana, en la plaza del Zócalo. Pero en 1910, al celebrarse el primer Cen-
tenario del “Grito de Independencia”, sus restos y los de sus compañeros se tras-
ladaron al monumento del Paseo de la Reforma. La aventura y las hazañas de
Mina figuran en los libros de historia, escritos a lo largo de dos siglos, que son
los que utilizan todos los escolares de México como libros de texto.
No se debe olvidar, por otra parte, que la emigración republicana que empe-
zó a llegar a México en 1937, con un grupo de intelectuales y varios centenares de
niños, a los que siguieron más de veinte mil exiliados al final de la guerra civil,
encontraron en la figura de Xavier Mina el arquetipo de aquellos pocos españo-
les “no gachupines” que, en los comienzos del siglo XIX, convencidos liberales y
movidos por un impulso moral y patriótico, cruzaron los mares en busca de la li-
bertad, dispuestos a luchar contra el absolutismo y en defensa de la Constitución.
Recientemente, la Universidad Pública de Navarra ha editado La Expedición
a Nueva España de Xavier Mina (Ortuño: 2006) en cuya obra se pueden encon-
trar numerosos testimonios de primera mano —sus cartas y proclamas, los partes
militares salidos de su pluma, pero también los relatos y crónicas de sus contem-
poráneos y acompañantes— que demuestran y confirman unos principios mora-
les y una actitud política nada comunes. El conocimiento directo de los escritos
de Xavier, sus proclamas y cartas, permiten constatar que Mina comprendió des-
los precios de suscripción, tanto para “militares” como para “no militares”. Se
añade que toda la correspondencia debe dirigirse a D. Casto Barbasán, Escuela
Superior de Guerra, Madrid.
En referencia a los trabajos publicados, se advierte que la revista se reserva
el derecho de publicación, y que, en caso de producirse esta, “se hará una impre-
sión separada, de la que se entregará (sic) gratis al autor 100 ejemplares”.
Referencias
Cuando el capitán García Pérez escribió y publicó esta obra, llevaba más de
una década dedicado a conocer, estudiar y comentar numerosos temas de carác-
ter militar y contenido americano. Pero además y en concreto había publicado
varios títulos dedicados a México, lo que entre otros méritos le había supuesto el
reconocimiento de una de las instituciones de estudios históricos más antiguas
y notables de México: la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, que lo
había nombrado socio honorario en 1906. Sus contactos con historiadores e in-
telectuales mexicanos, además de los que debió tener con oficiales del ejército
del país hermano, tuvieron que ser frecuentes. En algunas de sus obras aparecen
dedicatorias a diplomáticos americanos en general y mexicanos en particular.
Las fuentes de información que García Pérez tenía a su disposición en Ma-
drid en aquella época eran varias: La Biblioteca Nacional, que se inauguró en
1892, con motivo de la celebración del cuarto centenario del Descubrimiento; el
Archivo Histórico Nacional; la Academia de la Historia de España, de la que
era miembro correspondiente; y además la biblioteca —según mis noticias bien
repleta de materiales— del Círculo Militar de Madrid.
Cumplidos los treinta y cuatro años y en esa época profesor de la Academia
de Infantería de Toledo, en la que enseñaba diversas materias y formaba a varias
generaciones de cadetes y oficiales a lo largo de tres cursos, su experiencia como
investigador, “ratón de biblioteca”, buceador de archivos, conferenciante y escri-
tor era conocida y estaba bien acreditada.
Los materiales que pudieron servirle de referencia eran muy variados y con-
sistían fundamentalmente en obras de historia, tanto española como americana
y mexicana, disponibles en Madrid. Una de las referencias concretas, que el au-
tor cita en la página doce de la obra, es la del historiador Modesto Lafuente, que
comenta la preocupación de los generales franceses durante los meses que estu-
vieron dedicados a la persecución del guerrillero navarro y la forma como este
se desenvolvía de un pueblo a otro y de una comarca a otra, dentro del Reino
de Navarra. Lafuente, que en algunos casos confunde a Xavier Mina con su tío
Francisco Espoz Ilundáin, dedica amplio espacio a relatar las actividades gue-
rrilleras en la zona al norte del río Ebro.
Pero además de Lafuente, García Pérez contaba en ese momento con otras
obras de consulta. Me refiero a la Historia de Méjico del historiador mexicano Lu-
cas Alamán, cuyo tomo IV se había publicado en 1851 y en el que se dedican va-
rios capítulos a Francisco Javier Mina. Otras referencias accesibles a García Pé-
rez fueron Francisco de Paula Arrangoiz, Méjico desde 1808 hasta 1867, editada en
1871 en Madrid; la monumental Historia de Méjico desde sus tiempos más remo-
tos hasta nuestros días, de Niceto Zamacois, el historiador español que vivió largos
años en México, publicada en Barcelona en 1876; Compendio de Historia General
de México desde los tiempos prehistóricos hasta 1900, del historiador mexicano Nico-
lás León, publicada en Madrid en 1902; y desde luego el Diccionario Enciclopédico
Hispanoamericano, de la editorial Montaner y Simón, publicado en Barcelona en
1893, que dedica dos amplias páginas a la entrada “Javier Mina Larrea”.
Los autores que García Pérez cita expresamente y de los que recoge textos y
páginas de sus obras son en primer lugar William D. Robinson, al que cita seis
veces (Robinson: 1824b); el intelectual e historiador mexicano Riva Palacio, de
quien toma tres referencias (Riva Palacio: 1884); el historiador doctor Agustín
Rivera, de Lagos de Moreno (Jalisco), autor del Viaje a las ruinas del Fuerte del
Sombrero (Rivera: 1876) y Fray Servando Teresa de Mier, de quien reproduce
dos párrafos de una de sus cartas. Hay que hacer notar que, cuando García Pé-
rez se refiere a Riva Palacio, comete un error en el que se podía caer fácilmente.
Riva Palacio fue el director de la gran obra titulada México a través de los siglos,
cuyo tomo III, dedicado a la época de la Independencia redactó Julio Zárate. Se
puede atribuir a Riva Palacio la autoría general de la obra, pero los textos dedi-
cados a la expedición de Mina fueron escritos por el historiador Zárate.
Contenidos
canos que estaba al mando del coronel Perry, la composición de la fuerza expe-
dicionaria, integrada por varios regimientos —infantería, caballería, artillería,
guardia de honor, etc.— y los planes estratégicos tanto de Mina como del coro-
nel realista Armiñán, encargado de impedirlos.
Punto 14. “El 24 de mayo de 1817 da comienzo Mina a su corta y brillan-
te campaña”. A continuación se narran las vicisitudes de la expedición, el avan-
ce hacia el interior despistando a las tropas realistas y el encuentro con estas al
acercarse a la ciudad de Valle de Maíz. La primera acción militar se desarrolló
poco antes de llegar a esta ciudad, propinando los expedicionarios una rotunda
derrota a las fuerzas realistas muy superiores en número, “tras brillante persecu-
ción”. García Pérez se refiere a Mina y sus soldados de este modo: “entusiasmo
y fe”, “probado valor”, “avance triunfal”, “triunfo de Mina”, “talento de Mina”,
“orden y disciplina”, etc.
Punto 15. Tras descansar un día en Valle de Maíz los expedicionarios si-
guieron su marcha hacia el interior, pero, al llegar a la altura de la hacienda de
Peotillos y ser alcanzados por un nuevo y reforzado contingente militar realista,
les hicieron frente y tuvo lugar la acción militar más comentada y elogiada por
los historiadores: la batalla de Peotillos, el 15 de junio de 1817. El relato de Gar-
cía Pérez es muy completo. En uno de los párrafos dice:
La vanguardia realista cargó impetuosamente, y poco después la infantería ba-
rría con sus fuegos las denodadas fuerzas enemigas; Mina alentó de nuevo sus tropas,
formó con ellas el cuadro, y la segunda fase de la lucha fue un espectáculo hermoso:
los jinetes realistas arremetían con tanta furia como decisión, en tanto que los solda-
dos de Mina demostraban con heroico valor toda la fiereza y energía de su corazón.
El desenlace llegó enseguida, al dar Mina la voz de ataque:
Batida la caballería de Río Verde, emprendió pronta retirada, arrastrando así
mismo a gran parte de la infantería; la persecución hízose entonces general y pocos
momentos después las tropas realistas huían despavoridas en varias direcciones.
Armiñán, sin embargo, redactó un parte al virrey atribuyéndose la victo-
ria, pero García Pérez comenta: “fue más que triunfo para los independientes
el aliento más grande que recibiera su iniciada empresa”. Y concluye: “Mina
demostró una vez más su generosidad, recogiendo cuidadosamente los heri-
dos enemigos, y trasladándolos a la hacienda de Peotillos, donde fueron solí-
citamente atendidos”.
Punto 16. Continúa el avance de la expedición, pasando por el pueblo de La
Hedionda y la hacienda del Espíritu Santo, para llegar el 19 de junio frente al
pueblo minero del Real de Pinos, empeñado en ofrecer resistencia. La toma de
Pinos se produjo gracias a “un golpe de audacia”, el de un escuadrón de soldados
de la expedición, que penetró por las azoteas y tomó por sorpresa a los que resis-
tían junto a los cinco cañones de la plaza. “Mina desvirtuó con su noble conduc-
ta las especies propaladas por sus enemigos; los prisioneros puestos en libertad
publicaron noblemente la generosidad de Mina y sus adeptos”.
Punto 17. Entre Pinos y Fuerte del Sombrero, “recorrieron desoladas llanuras”
y al amanecer del día 24 de junio se reunieron con las guerrillas de Pedro Moreno.
Punto 18. Incluye el texto del primer oficio que Mina dirigió a la Junta de
Taujilla (sic por Jaujilla) el día 30 de junio, poniéndose a sus órdenes y avisan-
do que el coronel Ortiz de Zárate, que venía con él desde Galveston, salía hacia
Jaujilla, para informarles con más detalle de la situación. Se cierra el punto con
el comentario de que “los primeros triunfos de Mina causaron inmenso júbilo
entre los amantes de la independencia mexicana”. Y se incluye un largo párra-
fo, tomado de la obra México a través de los siglos, de Riva Palacio, según García
Pérez, todo un elogio hermosamente escrito, para destacar las virtudes y el va-
lor de Mina.
Capítulo segundo
Los puntos 1 a 9 están dedicados a narrar con todo detalle la llegada de las
fuerzas del brigadier Joaquín de Arredondo al fuerte de Soto la Marina, donde
había quedado una pequeña guarnición, al mando del coronel Josep Sardá, ca-
talán que en la expedición mandaba el primer regimiento de línea. Es un relato
detallado, bien documentado, que describe el asedio, la resistencia, los ataques
frustrados, la aceptación de una “honrosa capitulación”, la admiración por parte
de Arredondo de la “heroica resistencia” de los expedicionarios y finalmente la
negativa del virrey a aceptar los términos de la capitulación.
García Pérez relata los hechos y no ahorra adjetivos de admiración a unos y
otros contendientes: El 11 de junio, en el intercambio de fuego de artillería “pro-
bóse cuán grandes eran el valor y decisión que animaba a ambos combatientes”.
“Heróica resistencia”,”ardiente entusiasmo”, “puñado de valientes”. El día 14 “fue
fecundo en heroísmo por ambas partes”. Llama a los defensores del fuerte “deno-
dados admiradores de la independencia americana”, “almas grandes y corazones
generosos”. “Al grito de ¡viva el Rey! avanzaron los españoles…”. ¡Viva la libertad!,
¡viva Mina!, los detuvieron…”. En cuanto a los del interior “labraron hermosa le-
yenda” y “la tenacidad y abnegación de los defensores”. Sin embargo, “no menos
notable resulta el ímpetu y valor de los atacantes”.
Este tratamiento de los hechos, que denota la manera de ser y de compor-
tarse del autor, culmina con su opinión sobre el resultado final del combate:
Arredondo, militar generoso y caballero, al anunciar a Apodaca la toma del fuer-
te, dejó expresar su admiración a los enemigos de su patria, rindiendo culto a la justi-
cia y a la política de la guerra, pero Apodaca le amonestó por no haber pasado por las
armas a los capitulados (…) Arredondo, más generoso y compasivo que el virrey, no
quiere asociar su prestigioso nombre a una vil acción y para gloria de su vida militar
rechaza dignamente lo que podría empañar su alma y manchar su palabra.
Punto 10. Reanudando el relato del capítulo primero, describe la situación
del Fuerte del Sombrero al llegar Mina y las fuerzas y material de guerra de los
independientes.
Punto 11. Seis párrafos dedicados a narrar el enfrentamiento del coronel Or-
dóñez (cuatrocientos cincuenta jinetes y doscientos infantes) con las fuerzas de
Mina (doscientos cuarenta infantes y ciento cuarenta jinetes) el día 28 de junio,
cerca de la hacienda de San Juan de los Llanos:
Ocho minutos duró tan solo esta encarnizada refriega, en que el partido inde-
pendiente cosechó uno de sus más brillantes laureles. En esta acción quedó destro-
zada la división Ordóñez, muriendo éste con más de 300 hombres y quedando en
poder de Mina 152 prisioneros (…) Las bajas de los independientes ascendieron a
8 muertos y 25 heridos.
Punto 12. Refiere el ataque a la hacienda del Jaral, abandonada por su due-
ño, en la que Mina encontró un tesoro, “incautándose de 140.000 pesos”. Añade
que “los triunfos de Mina fueron aclamados con entusiasmo; el gobierno provi-
sional (…) nombróle para el mando superior de las guerrillas que operaban por
el sur de la sierra de Comanja y provincia de Valladolid”. Incluye una larga cita
tomada de la obra del estadounidense William D. Robinson sobre las reacciones
que esos triunfos provocaban entre los españoles del virreinato:
Y lo único que sentían era verlo al frente de un número tan reducido de solda-
dos, pues nada podían llevar a cabo para auxiliarlo, sometidos como se hallaban a
un Gobierno absoluto, sin exponer a sus familias a todos los horrores de la perse-
cución y de la venganza.
Punto 13. Explica la reacción del virrey Apodaca, que ordenó formar “un cuer-
po de ejército al mando del mariscal de campo D. Pascual de Liñán”. Y añade:
El 12 de julio, Apodaca lanzaba una proclama declarando a Mina traidor a la
Patria y al Rey, sacrílego malvado, enemigo de la religión y perturbador de la tran-
quilidad del reino, y bajo pena de muerte y confiscación de bienes exigía que na-
die le auxiliase.
Punto 14. Ataque de Mina a la ciudad de León, en Guanajuato, fracasado
tras un durísimo encuentro, que García Pérez describe como una “noche tan
memorable para españoles e independientes”.
Puntos 15 a 18. Despliegue de las tropas del ejército de Liñán alrededor del
Fuerte del Sombrero y narración de los sucesivos ataques y de la resistencia de
los sitiados. Incluye las cartas que Mina escribió al general y cura Torres, en so-
licitud de apoyo exterior. Dice de Mina que “llevó la resistencia al límite del he-
roísmo”. Para explicar su estrategia añade:
Mina, que no solamente poseía la ardiente sangre del guerrero, sino la inspi-
ración para los trances críticos, comprendió que lo inmediato era que las guerrillas
volantes impidiesen el abastecimiento del enemigo y dividiesen la atención de éste.
Puntos 19 y 20. Reunión de la junta de oficiales de Mina para decidir sobre
la situación. Y añade: “después de una discusión en la que brilló el patriotismo
más ardiente”, se acordó la salida de Mina en busca del general Torres y sus gue-
rrilleros. Al no encontrarlos ni disponer de fuerzas de apoyo “Mina ordenó al
capitán D. Pedro Moreno evacuase el fuerte”.
Análisis semántico
virtudes y valores del soldado español que, por una serie de circunstancias polí-
ticas y personales, se vio moralmente obligado a luchar por la libertad y por una
causa que siempre sintió la más justa.
El concepto más utilizado y repetido por el autor es el de “valor”, “valentía”
y “valeroso” que emplea dieciocho veces. Le siguen: “triunfo” y “victoria”, once
veces; “libertad” “gloria” y “gloriosa”, siete veces; “brillante”, “héroe” y “heroís-
mo”, cinco veces; “generoso”, cuatro veces; “disciplina”, “patria” “arrojo”, “res-
peto a la religión” y “patriotismo”, tres veces”; “audacia”, “inteligencia”, “nobles
sentimientos”, “fama”, “energía”, ”honor”, “independencia”, dos veces; así como
numerosas menciones de una sola vez referidas a “genio”, “dignidad”, “inspira-
ción”, “prudencia”, “grandeza”, firmeza”, “serenidad”, etc.
La lectura de la obra de García Pérez demuestra su interés y entusiasmo
ante la figura de un soldado español, revestido de todas esas características y vir-
tudes, lo que demostraba una línea ejemplar de conducta, que se podía apreciar
fuera cual fuese el campo en que se encontrara. Pero además y fundamental-
mente la persistencia de un modo de ser que se mantenía y resaltaba especial-
mente entre los americanos pertenecientes a “la estirpe española”.
Ausencias y erratas
viz: 1970); Mina y Fray Servando en Nuevo Santander, hoy Tamaulipas, de Juan
Fidel Zorrilla (Zorrilla: 1985); La Gran Bretaña y la Independencia de México,
de Guadalupe Jiménez Codinach (Jiménez: 1991) y Pedro Moreno, Francisco
Javier Mina y los fuertes del Sombrero y los Remedios, de Isauro Rionda (Rion-
da: 2000). Todos ellos publicados en México.
En España, aparte de algún artículo en revistas de Pamplona y Barcelona,
se publicó Espoz y Mina el guerrillero de José María Iribarren (Iribarren: 1965),
que contiene varios capítulos dedicados a Xavier Mina. En los últimos quince
años han aparecido El encuentro de Mina y Fray Servando en Alcañiz y Belchite
(Ortuño: 1995), más tarde reeditado en México (Ortuño: 1996), y la serie de pu-
blicaciones posteriores a la tesis doctoral que presenté en la Universidad Com-
plutense de Madrid en 1998 (Ortuño: 2000, 2003, 2006, 2008 y 2011).
Por citar tan solo las más importantes, entre las ausencias de personas y he-
chos en la obra de García Pérez, debo referirme a la influencia que ejercieron
sobre la vida y las actividades de Mina los españoles, como el coronel Carlos de
Aréizaga, en Navarra y Aragón; el general francés Lahorie, en el castillo de Vin-
cennes; los españoles y americanos residentes en Londres, entre ellos José María
Blanco White, Álvaro Flórez Estrada, Antoni Puigblanch y los hermanos Istú-
riz; los mexicanos Fagoaga y Fray Servando Teresa de Mier; los sudamericanos
López Méndez, Bello, Sarratea, Palacio Fajardo, etc; los ingleses lord Holland,
lord Russell y John Allen; y el norteamericano general Winfield Scott, a quien
volvería a encontrar en Nueva York.
En Estados Unidos resultó decisiva su convivencia con los hispanoamerica-
nos Pedro Gual, Mariano Montilla, Juan Germán Roscio, José Rafael Revenga,
Joaquín Infante y José Manuel Carrera. Tampoco aparece en las obra de García
Pérez el encuentro de Mina con Simón Bolívar, en la isla de Haití, donde con-
vivieron y discutieron sus planes a lo largo del mes de octubre de 1816. Una vez
en México fueron importantes sus encuentros con los insurgentes José María Li-
ceaga, miembro del triunvirato gobernante con Morelos, y con el miembro de la
Junta de Jaujilla, el obispo San Martín de Oaxaca, así como con su amigo Ma-
nuel Herrera, dueño del rancho del Venadito.
Las erratas que he reconocido en la obra son pocas y de escasa importan-
cia: “Taujilla” por “Jaujilla”, “Maifeller” por “Maylefer”, “Lilao” por “Silao” y
alguna más. Una errata grave aparece en el punto 18, al fechar un oficio a la
Junta de Jaujilla el 30 de junio de 1826, cuando el año exacto era 1817. Por se-
guir a los historiadores de que disponía en su época incluye el error de la fecha
y el lugar de nacimiento de Mina y la fecha del desembarco en Soto la Marina.
En cuanto al uso de Javier o de Francisco Javier en lugar de Xavier es bastan-
te normal en México y solo recientemente se está generalizando la grafía “x”
que fue la que Mina siempre utilizó al firmar sus escritos. Resulta grato que
al referirse a México no utilice en ningún caso la “j” habitual en los escrito-
res españoles.
Comentarios
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— Memorias de la Revolución de Méjico y de la expedición del General D. Francisco Javier
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Antonio García Pérez escribe a sus treinta y cinco años la obra Javier Mina
y la Independencia Mexicana; lo hace como capitán de infantería en el tiempo
que desempeña sus servicios militares entre las ciudades de Córdoba y Soria,
en España. Conocemos así el pensamiento de un hombre que habrá de obtener
los más grandes reconocimientos militares por acciones de campaña y de paz;
condecoraciones civiles, nacionales y extranjeras así como medallas conmemo-
rativas. Escribe sobre la historia de México próximo a iniciar la primera revolu-
ción social del siglo veinte, un país en que se habrá de dar actividad guerrillera
como la de Xavier Mina, quien dejó escuela en este tipo de acciones hacía casi
un siglo.
La obra de García Pérez cuenta con los suficientes elementos para seguir la
pista de Mina, tanto en la Guerra de Independencia de España como en la de
México; posteriores estudios incorporan una gran cantidad de información para
complementar la visión panorámica que hoy poseemos, valorando de manera
integral hechos, motivos y acciones de ese gran incomprendido, Xavier Mina,
el suelo mexicano no vamos a conquistar, sino a auxiliar a los defensores de los más
sagrados deberes del hombre en sociedad (García Pérez: 1909, 16).
A pesar de que, en su gran mayoría, la población hacia la que lanza este
manifiesto es analfabeta y poco sabe de los acontecimientos sucedidos en la
metrópoli, dirige una proclama a este pueblo novohispano:
El Ministro D. Manuel de Lardizábal, no conociendo los sentimientos de mi
corazón, me propuso el mando de una división contra México, como si la causa que
defienden los americanos fuese distinta de la que exaltó a la gloria al pueblo espa-
ñol... (García Pérez: 1909, 19).
Brinda la justificación por la que pretende quitar los medios económicos de
que dispone el tirano para su guerra en contra del pueblo: “De las provincias de
este lado del océano saca los medios de su dominación; en ellas se combate por
la libertad; así, desde el momento la causa de los americanos fue la mía” (García
Pérez: 1909, 20).
Encontramos en sus escritos la visión del hombre que supera las fronteras
por la hermandad de raza y sentimientos comunes:
La causa de los americanos es justa, es la causa de los hombres libres, es la de
los españoles no degenerados. La patria no está circunscrita al lugar en que hemos
nacido, sino más propiamente al que pone a cubierto nuestros derechos individua-
les (García Pérez: 1909, 21).
Esta proclama presagia el destino de la mayoría de los participantes de
aquella empresa que apenas iniciaba y contiene bellas líneas a manera de tes-
tamento de los hombres libres, en busca de redención, conscientes del tortuoso
pasado, aunque con visión desprendida y promisoria:
Entonces, en recompensa, decid a vuestros hijos: “Esta tierra fue dos veces
inundada en sangre; por españoles serviles, vasallos, abyectos de un Rey; pero hubo
también españoles liberales y patriotas que sacrificaron su reposo y su vida por
nuestro bien (García Pérez: 1909, 21).
A las tropas realistas dirige también una proclama que dispersa por las ve-
redas en que será seguido de cerca, a fin de que sea conocido por los soldados
a quienes trata de poner en sintonía con sus ideales: “Uníos a nosotros, que
venimos a libertaros, sin más fin que la gloria que resulta de las grandes accio-
nes. El suelo precioso que poseéis no debe ser eternamente el patrimonio del
despotismo y de la rapacidad” (García Pérez: 1909, 22).
Luego de desembarcar, Mina destaca una guarnición en Soto la Marina,
procediendo a internarse rumbo al centro de la Nueva España, iniciando ac-
ciones militares unos días después. La tropa expedicionaria está compuesta por
trescientos ocho hombres, por lo que serán llamados Los trescientos de Mina, en
recuerdo de aquellos bizarros espartanos que luchaban con más fe que recursos.
Joseph Davis Bradburn, citado por Manuel Ortuño, escribe:
El éxito de Mina fue el de una fuerza pequeña pero altamente eficiente, man-
dada con habilidad consumada y ayudada por la suerte, sobre efectivos diez veces
más numerosos y en parte sin valor y mandados por un inepto que parece planeó
su propia derrota... (Ortuño: 2003, 233).
Tiene un ligero encuentro con tropas realistas en la hacienda de Horcasitas,
en donde se hace de víveres y caballos para la tropa, partiendo rumbo a Valle del
Maíz, enfrentándose a tropas muy superiores en número que son totalmente
derrotadas; llama la atención la disciplina de esas tropas y el respeto hacia los
bienes de la población. Avanzarán luego sobre la hacienda de Peotillos en donde
triunfa ante las numerosas tropas de Armillán, logrando una de sus más sona-
das victorias, lo que hace escribir al virrey Apodaca la siguiente nota al calce de
un documento oficial dirigido a Orrantia:
... es un escándalo vergonzoso que un estudiante aventurero sin conocimientos mi-
litares, rodeado de pícaros sin crédito, sin dinero y sin recursos, con un puñado de
gente se esté paseando por las provincias de este reino haciendo la farsa del judío
errante... (López: 2005, 220).
En vez de ir sobre San Luis Potosí, se dirige rumbo al Bajío, corazón de
las conspiraciones e insurrección inicial, en busca de tropas insurgentes, por lo
que continúa hacia Real de Pinos, plaza que toma fácilmente dada su audaz
estrategia y débil defensa, siguiendo rumbo a los Altos de Ibarra, en donde hace
contacto ya con los primeros insurgentes que le hacen saber acerca del fuerte del
Sombrero, en donde se encuentra levantado en armas hace tres años don Pedro
Moreno, con quien unirá sus fuerzas.
El encuentro de Xavier Mina con Pedro Moreno se da la madrugada del 24
de junio ingresando las tropas expedicionarias al Sombrero; el abrazo y la rela-
ción entre ambos líderes será lazo indisoluble hasta la muerte que les aguarda
cuatro meses después, con pocos días de diferencia.
Para este momento, la guarnición de Soto la Marina había caído ya víctima
del asedio de las tropas realistas, con quienes firmaron una honrosa capitula-
ción ante los férreos defensores del sitio, a los que darían el trato de prisioneros
de guerra, con el pago correspondiente a cada grado, libertad bajo palabra de
honor a los oficiales y el respeto de propiedades particulares, pudiendo los no-
vohispanos volver a sus casas sin ser molestados y los extranjeros quedando en
libertad para regresar a los Estados Unidos de Norteamérica. La guarnición
saldría del lugar con todos los honores entregando luego sus armas —lo que sí
le sería concedido cuatro años más tarde al comandante José de la Cruz, quinto
y último intendente de Nueva Galicia, al capitular ante el Ejército Trigarante
a la consumación de la independencia de México. Saldrán así confiados los
treinta y siete sobrevivientes ante más de mil quinientos asombrados sitiadores
a quienes causaran más de seiscientas bajas. Diez días después serán encarce-
lados y conducidos a Veracruz por la contraorden del virrey Apodaca, quien
desaprueba la promesa del brigadier Joaquín Arredondo ordenándole pasarlos
por las armas, medida que este rechaza. Vemos en la figura de Antonio García
Pérez a un escrupuloso militar que ha leído la obra de William Davis Robinson,
manera urgente a la Junta de Jaujilla, que nunca llegarán. Liñán pone cerco
al fuerte del Sombrero rompiendo fuego el primero de agosto, lo que impide a
partir de este momento la entrada de víveres y agua al lugar.
Al siguiente día Mina escribía al padre Torres para pedirle que se incorpo-
rara a la resistencia por medio de ataques aislados: “este movimiento les hará
ver que procedemos con unión...” (García Pérez: 1909, 40). Todo sería inútil en
cuanto a contar con su auxilio.
Pasados tres días de iniciado el sitio, Mina, al pie de un muro de la fortaleza,
tiene una conferencia con Pedro Pasos, oficial de Zaragoza, quien evita acercarse
como lo pedía el primero, por lo que la comunicación se hace “a grito abierto”.
Pasos recordó a Mina que era español, le afeó el militar a favor de los insur-
gentes y lo invitó a pasar a sus banderas. Mina contestó que no defendía la causa de
los independientes, sino la causa liberal de España, y que su pensamiento era hos-
tilizar indirectamente a Fernando VII, añadiendo: “yo no amo a los americanos, ni
mucho ni poco”, e invitó a Pasos a pasarse a su bandera (Rivera, 1999, 53).
Este punto es fundamental para entender la brecha que separará a un Xa-
vier Mina incapaz de explicar el motivo de su lucha de unas tropas insurgentes
que tampoco lo comprenden: “La falta de simpatía y de confianza que le tenían
muchos se hicieron generales. Callaron, disimularon por entonces su enojo y
siguieron militando a sus órdenes” (Rivera, 1999, 53).
Las órdenes de Mina serán constantemente saboteadas por el padre José
Antonio Torres, quien recibe dinero y promete ayuda en cuanto a víveres, que
nunca llegarán. Mina tratará inútilmente de romper el cerco ante la desespera-
ción de los sitiados, quienes veían correr el agua desde las alturas, aunado esto a
que ese año las lluvias no llegaron en tiempo como se esperaba.
Por otra parte, expedicionarios y criollos conforman tropas ajenas en cuanto
a experiencia, destreza, movimientos y disciplina. Mientras muchos de los ex-
pedicionarios son combatientes veteranos de las guerras napoleónicas por parte
de diferentes ejércitos, los insurgentes no se han caracterizado hasta entonces
en acciones de guerra en conjunto sino por su valor individual durante las bata-
llas en que han actuado. Robinson, integrante de las fuerzas expedicionarias de
Mina, anota en su obra rasgos innatos incluso para ser trasladados a la estampa
del combatiente chinaco de la Guerra de Reforma o del charro que participa en
la Revolución Mexicana:
El mexicano, montado en su caballo, de cuya rapidez y agilidad puede depen-
der, tiene en él una confianza sin límites. Ni las lluvias de balas ni el número de
sus oponentes lo desaniman. Los oficiales se lanzan entre los enemigos y, sin pre-
ocuparse en lo más mínimo de cómo actúan sus hombres, parecen dedicados so-
lamente a darles ejemplo de valor. Cuando se ve obligado a retirarse ante fuerzas
superiores, el mexicano, en vez de agotar a su caballo favorito, adecúa su fuga a la
velocidad de sus perseguidores, y si ve a uno o dos enemigos separados del cuerpo
principal da la vuelta y les da batalla en presencia de los demás. En suma, por ha-
berlo observado con frecuencia, sabemos que ningún hombre posee más valor in-
nato que el criollo mexicano. Tiene todas las cualidades necesarias para ser solda-
do, y montado en su gallardo caballo, con su espada y su lanza, es un oponente tan
formidable como el mejor del mundo. Pero, por la falta de disciplina y de orden mi-
litar, los criollos no sirven de mucho cuando forman un cuerpo y pueden ser pues-
tos en fuga con facilidad. A esto se debe que los realistas, cuyas tropas se componen
de artillería e infantería entrenadas, además de caballería, han podido obtener ven-
tajas sobre ellos, sobre todo durante el periodo que tratamos aquí, cuando los des-
tinos de la república se hallaban en manos de hombres como el padre Torres y sus
comandantes (Davis: 2003, 222).
Es así que Mina debe combinar sus tropas expedicionarias, perfectamente
entrenadas, con estas que:
... habían sido escogidos por sus compañeros por su intrepidez personal y por su ac-
tividad, cualidades que consideraban de esencial importancia y que la mayoría de
ellos poseía en muy alto grado. Es, pues, obvio que entre semejantes soldados y ofi-
ciales no podía haber ni disciplina ni orden militar. Incapaces de alinearse con pre-
cisión, sin estar acostumbrados a ninguna uniformidad en el lenguaje de mando o
siquiera a práctica de reducir o formar una columna, no eran más que una masa
desordenada, desprovistos tanto del conocimiento de llegar a —y el sentido de la
importancia de— hallarse unidos y formados en la acción. La confianza que un sol-
dado disciplinado deposita en el apoyo de sus compañeros, que resulta de efectuar
un movimiento simultáneo al recibir órdenes, les era desconocida (Davis: 2003, 222).
Ratificando lo escrito por Davis, muestro por ejemplo al coronel Encarna-
ción Ortiz el Pachón, considerado uno de los mandos principales de la fortaleza
del Sombrero; integrante de aquellas valientes pero a la vez indisciplinadas tro-
pas insurgentes aquí descritas, es el autor de la última proeza que cierra los once
años de la guerra de independencia. Cuando se libre en la ciudad de México la
batalla de Azcapotzalco el 19 de agosto de 1821, ante la nutrida metralla con
que son repelidos los insurgentes por las fuerzas realistas, sale presto a inutilizar
un cañón que les hacía grandes estragos, lo que logró cabalgando de manera in-
trépida entre las balas lazándolo y derribándolo, para caer después, atravesado
por las balas enemigas. Este es el tipo de acciones que describía Robinson en
párrafos anteriores (Riva Palacio: Cumbre, 1973).
Volviendo al sitio del Sombrero, el hambre y la sed precipitan los acon-
tecimientos. Luego de una junta de oficiales, decide Mina salir junto con los
coroneles Borja y Ortiz para efectuar acciones de guerrilla alrededor del cerco
impuesto el día ocho de agosto. Sin embargo, fracasa todo lo planeado. El secre-
tario de Mina, Noboa, no se presentará con los refuerzos en el punto acordado;
el padre Torres no se ha podido acercar al fuerte con ayuda y el convoy con
víveres conducido por Borja y Ortiz cae en manos de los realistas.
Después de rechazar la exigencia de una rendición incondicional, tras
una acometida feroz en la que son rechazadas las tropas realistas, se decide el
rompimiento del sitio para la noche del día diecinueve. Muy pocos lograrán
atravesarlo. Los sentimientos humanos de Antonio García Pérez afloran en las
siguientes líneas:
Al amanecer del 20 de agosto, Liñán dirigió algunas fuerzas contra las posi-
ciones del Sombrero, de las que sin gran trabajo se hicieron dueños, acuchillando
antes a cuantos rezagados encontraban ocultos en aquel accidentado terreno. De
este modo, los españoles se posesionaron de tan temido fuerte.
El heroísmo de los defensores del fuerte del Sombrero debió merecer a Liñán
la humanidad del que va a sostener una causa basada en el cariño y en la justicia
más que en el horror y el exterminio, y si consideraciones políticas le impulsaron
a tomar cruel determinación, debió obrar subyugado por la grandeza de la defensa
(García Pérez: 1909, 43).
recurso de la espada, y con el arma que no supo blandir en el campo frente a él, le
pega. Mina, inmóvil, agigantando su dignidad ante el ultraje, dice:
“Siento haber caído prisionero; pero este infortunio me es mucho más amargo
por estar en manos de un hombre que no respeta el nombre español ni el carácter
de soldado” (Miquel: 1945, 184).
Por su parte, Martín Luis Guzmán escribe:
Ese mismo día Orrantia entró triunfalmente en Silao llevando preso a Mina
y la cabeza de Moreno en el hierro de una lanza. A Mina le echaron allí grillos.
Conforme se los ponían, dijo: “¡Bárbara costumbre española! Ninguna nación ci-
vilizada usa ya este género de prisiones. ¡Más horror me da verlas que cargarlas!”.
(Guzmán: 2010, 368).
Será entregado luego el prisionero a Pascual Liñán, quien le quita los gri-
llos de los pies y lo someterá por varios días a intensos interrogatorios. Gran
parte de esta historia se podrá reescribir cuando sean editadas las ciento sesenta
cartas transcritas ya por la doctora Begoña Cava, que revelan la comunicación
sostenida entre Pascual Liñán y José de la Cruz, intendente de la Nueva Galicia
—ambos peninsulares—, que escriben en tono reservado acerca de cuestiones
medulares: “... aquí tengo todavía a aquel picarón hasta recibir la contestación
del Virrey sobre lo que debo hacer con él...” (Gahete, Cava: 2012, 97). Esto lo
escribe Liñán a De la Cruz desde el campamento del Bellaco el seis de noviem-
bre. Luego recibirá la orden de proceder a “la muerte del traidor” (Miquel:
1945, 195), que será cumplida frente al fuerte de Los Remedios, sitiado por
Liñán, a fin de desmoralizar a sus defensores, entre quienes se encontraban
integrantes de las tropas expedicionarias de Mina.
Cinco años después que su maestro Victor Lahorie, morirá Xavier Mina,
fusilado también en aras de la libertad y sus ideales. Su ejecución se dispone
para el día once de noviembre, programando el espectáculo a la espera de que
asome el sol en plenitud, lo que sucede a las cuatro de la tarde.
En el crestón del cerro del Bellaco, a la vista de los defensores del fuerte de
Los Remedios, es conducido al patíbulo para ser fusilado como traidor: por la
espalda. El momento es solemne. El silencio de defensores y sitiadores sola-
mente es roto por los pasos del ajusticiado y las órdenes de quien dirige al pe-
lotón. Mina no pierde la voz de mando cuando ordena: “No me hagáis sufrir”,
petición que le es cumplida según el resultado de la certificación del cadáver.
Es así como: “¡El héroe navarro se desploma, con los brazos abiertos, como si
quisiera abrazar y fecundar con su sangre esta tierra mexicana que amó tanto!”
(Ramos: 1937, 59).
Sobre el cadáver de Pedro Moreno se envaneció la soldadesca miserable
que, escondiendo su impotencia, lo decapita. No será el caso de Mina, que es
respetado y sepultado en ese mismo lugar, frente al fuerte de Los Remedios,
que caería el primero de enero del siguiente año. El castigo a sus defensores,
según relata Robinson, será aún más despiadado que el llevado a cabo con los
del fuerte del Sombrero.
... los actos cometidos en El Sombrero, aunque tristes en extremo, no pueden com-
pararse con los de Los Remedios. Los enfermos y heridos del hospital esperaban
con tranquilidad la muerte, pero no en la forma tan espantosa en que se hallaban
destinados a encontrarla. Se prendió fuego al edificio donde estas infortunadas víc-
timas se encontraban apiñadas y cuando alguno de estos desgraciados infelices, a
quien le quedaban todavía fuerzas suficientes para intentar arrastrarse fuera de las
llamas, hacía su aparición, se le empujaba dentro o se le recibía a bayonetazos...
(Davis: 2003, 276).
Mientras tanto, el virrey Apodaca mandaba publicar en la Gaceta de México
un curioso texto que contiene una mentira por cada adjetivo y afirmación que
escribe:
La maldita revolución de independencia está vencida para siempre y que la
Nueva España pacificada borrará con su respeto y fidelidad al señor Fernando VII,
Rey por la gracia de Dios, los crímenes horrendos del traidor Mina y de sus infames
colaboradores. (Gaceta de México: 1817, 59).
Trascendencia
acatada antes que nadie por el propio rey. Luego de los levantamientos dados
en España en 1820 y posterior jura de la constitución, vemos que algo tenía de
razón Mina en su lucha e ideales.
Antonio Rivera de la Torre escribe para la conmemoración del centenario
de la muerte de Mina y Moreno una obra que contiene la siguiente reflexión en
torno al primero:
¿Traidor a España? Él no era español ni mexicano. Era un revolucionario
de carácter universal. Amaba la libertad y quería implantarla donde fuera. Como
Laffayette, como Garibaldi, como Bolívar, que fueron a otros países y lucharon
contra la tiranía que asolaba a su patria y a la de sus vecinos; está vindicado, sereno,
altivo, en depuración psicológica, ante la opinión de México, ante la opinión uni-
versal, libérrima y ante la Historia (Rivera: 1917, 229).
Con altura de miras debemos ascender para poder sancionar la conducta de
Mina en la Nueva España considerando que la soberanía popular radicaba en
el pueblo; que Fernando VII, al desconocer la Constitución de Cádiz, quedaba
al margen de la legalidad; que España estaba considerada como la unión de los
reinos de ambos hemisferios y que la nación era la reunión de todos los españo-
les nacidos y avecindados en las Españas.
Dado lo anterior, Mina no puede ser considerado ingrato con su patria,
ampliando nuestra visión hacia ambos hemisferios, como se le consideraba en
la Constitución de Cádiz bajo la que se ubicaba. Próximos a cumplir el bicente-
nario de los acontecimientos vividos por él y su grupo expedicionario, el mundo
globalizado del siglo XXI debe ponderar la visión de quienes no solamente
cruzan fronteras sino el mismo Atlántico para ponerse al servicio del ideal de
la libertad en favor de la humanidad. Como dignos alumnos de Victor Lahorie,
mientras Victor Hugo escribe conceptos universales, Mina cambia la figura de
héroe nacional, que tan bien ganada tenía, por la del hombre de talla interna-
cional, estableciendo el concepto de humanidad por encima del de patria. Re-
cordemos la proclama de Mina, citada inicialmente por García Pérez: “La pa-
tria no está circunscrita al lugar en que hemos nacido, sino más propiamente al
que pone a cubierto nuestros derechos individuales” (García Pérez: 1909, 21).
Escribe Rafael Estrada:
A Mina le cabe (...) el honor de haber encabezado la primera expedición de
la poco estudiada primera internacional liberal, movimiento mundial que lucha-
ba desde varios frentes contra el absolutismo en cualquiera de sus manifestaciones
(Estrada: 2004, 133).
Como afirma Rafael Ramos Pedrueza, Xavier Mina
anhela la ‘Patria Magna’, integrada por España, hermana de las colonias de Amé-
rica emancipada. Las valiosas afinidades de sangre, idioma, cultura y tradición de-
ben conjugarse con relaciones fraternas que han de madurar en una nacionalidad
fuerte y generosa. La aparente guerra habida entre México y España no era inter-
nacional sino fratricida (Ramos: 1937, 30).
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MÉXICO
Y LA
I N VA S I Ó N
NORTEAMERICANA
Reproducción de la portada original
llegó con la ladina apariencia del perdón en su rostro, las intenciones de Nor-
teamérica eran muy diferentes, porque solo a través del cuestionado general era
posible alcanzar sus aspiraciones de incorporar a los Estados Unidos el territorio
de Texas, circunstancia de la que se dieron cuenta demasiado tarde los buenos
hombres de la República mexicana. El gobierno de México exigió una restitu-
ción a los Estados Unidos por los continuos ultrajes y estos, sabiendo que eran
escasas entonces sus posibilidades de triunfo, concertaron un adventicio tratado
de paz, esperando pacientemente a que las guerras intestinas debilitasen al po-
deroso país vecino. Cuando comprendió Norteamérica que la situación era favo-
rable, recurrió a una estrategia engañosa para culpar a México de la inminente
contienda. El acuerdo que parecía resolver las diferencias no era más que una
cortina de humo para ocultar las verdaderas intenciones. Cuando la anexión de
Texas a los Estados Unidos era ya una realidad patente, el ministro mexicano en
Washington dio por terminada su misión diplomática, y las relaciones entre am-
bos países se rompieron. Norteamérica había conseguido lo que quería, culpar a
México de la guerra inevitable.
El general Zacarías Taylor, al frente del ejército norteamericano, estableció
un campamento en el fuerte Brown, al norte del río Bravo, perteneciente al esta-
do de Tamaulipas. Las escaramuzas entre soldados mexicanos y estadouniden-
ses se sucedieron hasta que, el 13 de mayo de 1846, el presidente James K. Polk,
ansioso por encontrar el pretexto más nimio, declaró la guerra a México, a lo
que el gobierno mexicano respondió de igual manera, enfrentándose a una con-
tienda para la que no estaba preparado ni militar ni económicamente, comen-
zando así la primera intervención estadounidense en México. El general Taylor
emprendió la campaña por oriente y avanzó hacia la ciudad de Monterrey que
capituló, tras valerosa resistencia, la noche del 24 de septiembre de 1846, hecho
descrito con todo lujo de detalles por el escritor (Vid. García Pérez: 1906, 78-87).
El 9 de marzo de 1947, el general Winfield Scott arribó en Veracruz con
una fuerza de trece mil efectivos. Al día siguiente, el cónsul de España se di-
rigía por escrito al general solicitando protección para las personas y propie-
dades de nacionalidad española, lo que Scott garantizaría en la medida de lo
posible. Tras incesantes bombardeos, el sábado, 27 de marzo, los aguerridos
defensores, extenuados y hambrientos, firmaban el acta de capitulación (Vid.
García Pérez: 1904, 89-104).
La ofensiva estadounidense siguió la ruta de Cortés hasta llegar a Ciudad
de México (Vid. García Pérez: 1906, 109-114), batiéndose sendas fuerzas mili-
tares en las batallas de Padierna, Churubusco, Molino del Rey y Chapultepec,
donde García Pérez destaca el valor de los cadetes (los llamados Niños Héroes)
del Colegio Militar. A las siete de la mañana del día 14 de septiembre de 1847 se
izaba en la Plaza de la Constitución, conocida popularmente como El Zócalo,
la bandera estadounidense, que ondearía durante nueve meses; y Scott tomaba
posesión de la antigua residencia de los virreyes de Nueva España. Los resulta-
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En 1915, había sido elegido director Pelayo Quintero de Atauri, a partir de ese
momento la figura más destacada del cuerpo académico. Humanista entusiasta y
arqueólogo de profesión —fue descubridor, entre otras cosas, del famoso sarcófago
púnico antropoide de Punta de Vaca—, era delegado en la Junta Superior de Ex-
cavaciones y gozaba de gran prestigio entre la intelectualidad española.
La especialización de Quintero en Bellas Artes, unida a su vocación ameri-
canista, motivará que el Ayuntamiento le encomiende la dirección y conservación
del Museo Iconográfico e Histórico de las Cortes y Sitio de Cádiz, oportunidad
que el director aprovechará para instalar allí el domicilio social de la Academia
y emprender la formación de un museo y de una biblioteca hispanoamericanos.
Con la toma de posesión de Pelayo Quintero, se abre una etapa que podría-
mos entender como de expansión de la Academia. Nacida de la sociedad civil, la
Academia se mueve con total independencia de la política exterior, pero no por
ello deja de prestar, con sus iniciativas de carácter cultural, una importante con-
tribución a la presencia de España en ultramar.
Por estas fechas existía en la Academia y en los institutos académicos ame-
ricanistas una gran preocupación por el avance que, desde el inicio de la Prime-
ra Guerra Mundial, estaban ejerciendo los norteamericanos en Centro América.
Esta inquietud era compartida por Francisco de Icaza, embajador de México en
Berlín quien, en 1916, en la velada hispanoamericana que la Academia organizó
en el gaditano Gran Teatro, manifestaba la inquietud existente en su país por el
avance norteamericano en aquella región. En su discurso, defendía la necesidad
del encuentro con la Madre Patria, ante los desafíos panamericanos de los Esta-
dos Unidos en Hispanoamérica.
Durante la Dictadura de Primo de Rivera, en septiembre de 1923, la Real
Academia Hispano Americana vivirá una época de esplendor. Como es sabido,
una de las preocupaciones de Primo de Rivera será impulsar la acción exterior
de España y, en particular, sus relaciones con las Repúblicas hispanoamericanas,
las cuales, aunque se habían venido intensificando desde la década anterior, aún
eran predominantemente retóricas. Con este fin, el Directorio dotará de recur-
sos adecuados a las embajadas, abrirá nuevos consulados y apoyará toda clase de
iniciativas públicas y privadas. Al servicio de esta idea, la Real Academia creó en
Madrid una Comisión de Honor bajo la Presidencia de la infanta doña Isabel,
académica de honor, en la que, entre otros miembros, figuraban como vocales
los embajadores y ministros de los países hispanoamericanos.
La estrecha colaboración que la Real Academia Hispano Americana pres-
tó al Gobierno no sería ajena a la cordial amistad de Primo de Rivera con José
María Pemán, ya a la sazón vicedirector primero. El Boletín de la Academia re-
gistra la importante e intensa actividad académica realizada en conferencias y
otros eventos culturales, que culminarían en la Exposición Iberoamericana de
Sevilla de 1929. En su inauguración, pronunciaría Pemán un resonante discur-
so acerca de las relaciones hispanoamericanas, que sería celebradísimo por el
cuerpo diplomático asistente al acto y traducido a varios idiomas por orden del
presidente del Consejo.
El apoyo institucional que la Real Academia recibió es evidente, hasta el
punto de tomar parte activa en las iniciativas del Gobierno, como por ejemplo
en el vuelo del Plus Ultra, en 1926, a través del Atlántico, hazaña realizada por
tres aviadores militares bajo el mando del capitán Ramón Franco. Enmarcado
en los actos conmemorativos de la Fiesta de la Raza, constituyó un éxito reso-
nante que realzó la imagen de España a uno y otro lado del océano, muy en la
línea de las vías de actuación de la Academia, que en el Palacio de Arte Antiguo
de la Plaza de América hizo entrega a los tripulantes del Plus Ultra de los títulos
de académico de mérito, en un acto presidido por el infante don Carlos.
La Academia estará presente en Europa, Estados Unidos, Asia, además de
Hispanoamérica, a través de sus académicos de honor, protectores, de mérito y
correspondientes. Todos ellos harán una labor de propaganda y difusión de la
cultura de España muy importante y, en muchos casos, auxiliaron a la corpora-
ción con sus recursos financieros, en unos años en los que la Academia solo con-
taba con recursos extrapresupuestarios.
La sección de México
dón, médico; Jesús Rivero Quijano, empresario español; además de Manuel Gar-
cía Manilla, Pedro Serrano Rodríguez Vélez, Francisco Ballina, Miguel Soberón,
Jacinto Benavente y Manuel Quiroga Herklootz.
La primera Junta de Gobierno estuvo compuesta por Modesto Álvarez Ri-
bas como presidente, Alejandro Quijano Sánchez como vicepresidente y Manuel
Quiroga Herklootz como secretario, siendo consiliarios Tomás Gutiérrez Pe-
rrín e Inocencio Cuesta Antuñano, y tesorero Miguel Soberón Valdés. La inau
guración, a juzgar por la información que nos proporciona el boletín, revistió
gran solemnidad. Se celebró el 12 de octubre, Fiesta de la Raza, en homenaje a
Isabel la Católica, en sesión pública celebrada en el Casino Español de México,
ante lo más selecto de la sociedad mexicana. Presidió el acto el presidente de la
República de México, general Álvaro Obregón, sentándose a su derecha el pre-
sidente de la sección, Alejandro Quijano, y a su izquierda el vicepresidente, To-
más Gutiérrez Perrín. En el estrado tomaron asiento, además de las autoridades,
los cónsules y otras personas prominentes, así como los académicos.
El programa de esta fiesta constó de numerosos musicales a cargo de la pia-
nista María Carreras, quién ejecutó, entre otros, el Nocturno en Fa sostenido, la
Mazurca en La menor y la Polonesa Triunfal de Chopin. Después de la recitación
del Romance de doña Isabel, del poeta José de Núñez Domínguez, el académico
Francisco Javier Gaxiola pronunció el discurso inaugural, en el que elogió a la
reina Isabel la Católica y a su empresa americana, a la vez que ponía de mani-
fiesto su rechazo a la leyenda negra.
Desde ese día, la academia mexicana continuó en la misma línea de impulsar
la aproximación efectiva entre los pueblos de habla hispana. Desplegó una gran
actividad, promoviendo la recepción de nuevos académicos de número de la sec-
ción y correspondientes de la central, organizando sesiones públicas y recepciones
solemnes para conmemorar los días de la Raza y del Idioma. Mención especial
merece la creación del Instituto Hispano Mexicano de intercambio universitario,
bajo la dirección del rector de la Universidad Nacional, con el apoyo de Alejandro
Quijano y Tomás Perrín, que destacarían por la inmensa labor que realizaron en
el Instituto para fomentar el intercambio universitario entre México y España.
Tomás Gutiérrez Perrín fue uno de los principales artífices en la consolida-
ción del acercamiento científico y cultural entre México y España. Vallisoletano
afincado en México, había estudiado la carrera de Medicina en Madrid, siendo
discípulo de Cajal y catedrático de Histología en la Escuela Nacional de Medi-
cina. Organizó numerosas actividades académicas tal como ha quedado recogi-
do en sus escritos.
La crisis de 1929 pondría fin a esta verdadera edad de oro de la Hispano
Americana, cuya financiación procedía de fuentes extrapresupuestarias. Acusa-
rá también la recesión económica mundial al padecerla sus protectores y, falta
de recursos, se verá obligada a reducir su actividad. Finalmente, la crisis daría al
traste con el régimen de Primo de Rivera, un año más tarde, abocando a la so-
ciedad española a una confrontación social sin precedentes que sacudiría los ci-
mientos de la vida académica.
La actividad académica de las secciones de América y Filipinas disminuye
entonces, hasta que prácticamente desaparece. La relación académica con Mé-
xico se pierde por completo, no volviéndose a recuperar hasta 1974, cuando el
entonces director, José María Pemán, se puso en contacto con Amerlinck, presi-
dente de la antigua sección mexicana, con la finalidad de retomarla.
La transición a la democracia en España y la entrada en vigor de la Consti-
tución de 1978 imprimieron nuevo impulso a la vida cultural española, haciendo
discurrir de nuevo las actividades académicas por cauces de libertad. De confor-
midad con los dichos estatutos, el 12 de febrero de 1980, su majestad el rey Juan
Carlos tuvo la deferencia de aceptar la presidencia de honor de la Real Acade-
mia, siguiendo con ello la tradición de la Corona que sus dos augustos antece-
sores habían establecido.
Al año siguiente, fallecía en su casa de la Plaza de San Antonio de Cádiz el
director perpetuo de la Real Academia, José Mª Pemán. Cumplidas las dispo-
siciones estatutarias, fue elegido director Antonio Orozco Acuaviva, catedrático
de Historia de la Medicina y académico de número de las Reales Academias de
Medicina y de Bellas Artes de Cádiz, con cuyo nombre entramos en la contem-
poraneidad que todos conocemos.
Epílogo
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Fronteras en expansión
Sentía tal ambición por Texas que desde el primer año de su administra-
ción puso a trabajar una doble máquina: negociar con una mano a fin de comprar
Texas; instigar con la otra mano al pueblo de aquella provincia para que hiciera
una revolución en contra del gobierno de México. Houston era su agente para la re-
belión… (Carreño: 1961, I, 183).
El gobierno de Washington había rechazado la posible anexión desde el
primer momento porque Texas, cuyas tierras codiciaba, era, como coloniza-
da por emigrantes de Luisiana, territorio esclavista —lo había sido incluso
cuando pertenecía a México, a pesar de ser esta nación antiesclavista—, y los
estados norteamericanos del norte no querían que se fortaleciese y aumenta-
se el número de estados esclavistas en el Senado. Por su parte, Inglaterra, se-
cundada en cierto modo por Francia, estaba interesada en el mantenimiento
de la república texana para tener libre abastecimiento del algodón que pro-
ducía este país para su pujante industria textil, y para que Texas constituyese
un límite a la expansión territorial de los Estados Unidos que todos preveían
(Price: 1974, 205-216). Pero Inglaterra tenía puestos sus ojos en otros dos te-
rritorios: Oregón y California. Mientras, México esperaba que Inglaterra se
pusiese de su parte en el asunto de Texas para defender sus pretensiones so-
bre Oregón.
Oregón en el noroeste
Oregón era la ancha franja costera occidental situada más al norte de Cali-
fornia, hasta enlazar con Alaska, a cuya posesión había renunciado España en
1794 al pactar con Inglaterra el Tratado de Nutka, conviniendo en que aquel te-
rritorio, al que también habían acudido embarcaciones rusas y norteamericanas,
fuese de libre navegación y comercio para todas las naciones sin que ninguna lo
ocupase. A principios del siglo XIX ese espacio inmediato al Pacífico vendría a
ser la última prolongación del gran territorio de Canadá que los ingleses habían
venido ocupando desde finales del siglo XVIII, expandiéndose muy lentamen-
te y con escasa población, pero estableciendo sucesivos puntos de apoyo hacia el
oeste; y junto a ellos aparecieron los comerciantes y tramperos norteamericanos
Hacia 1840, entre las posibles acciones que consideraba el gobierno nor-
teamericano, estaba la de anexionar la república de Texas, asegurar el dispu-
tado territorio de Oregón y, sobre todo, hacerse con el dominio de California.
Ya en 1835 el presidente Jackson había propuesto a México la compra de la ba-
hía de San Francisco, y en 1842 se produjo un desembarco de una escuadra
estadounidense en este puerto, lo que alarmó al gobierno mexicano ya alerta-
do por la experiencia habida en Texas. En Oregón el gobierno de Washington
tropezaba con Inglaterra, en California y en Texas tanto con Inglaterra como
con México. Pero las ideas del presidente James Polk eran claras, según cons-
tan en las instrucciones dadas el 10 de noviembre de 1845 al embajador Slidell
enviado a México:
La posesión de la bahía y puerto de San Francisco es muy importante para los
Estados Unidos. Las ventajas que para nosotros derivarían de su adquisición son
tan palpables que sería perder el tiempo en enumerarlas. Si todas estas se volvie-
ran contra nuestro país por virtud de la cesión de California a la Gran Bretaña, que
es nuestro principal rival mercantil, las consecuencias serían de lo más desastrosas
(Polk: 1948, II, 67).
Sería Texas, cuya incierta situación se arrastraba ya una década, el origen
del conflicto definitivo. México seguía sin reconocer su independencia, conside-
rándola un departamento insumiso, a sabiendas de la atracción mutua que sen-
tían Texas y los Estados Unidos. México hubiera querido contar con la alianza
de Inglaterra, motivada por la disputa de Oregón, frente a los norteamericanos,
pero Inglaterra, que deseaba la consolidación de la república texana, aconsejaba
a México reconocer su independencia a cambio de que no se uniese a los Esta-
dos Unidos. Estas fueron las negociaciones que se desarrollaron en 1845, pero,
aunque el presidente mexicano Herrera pareció conforme, los texanos rechaza-
ron la propuesta y aprobaron la anexión a la Unión. Ahora la decisión dependía
de Washington, donde inicialmente el Senado no la aceptó, pero sí la admitió
una sesión conjunta de ambas cámaras.
El presidente Polk, que había hecho de la incorporación de Oregón y Texas
el principal tema de su campaña electoral, se apresuró a enviar tropas desde
Nueva Orleans a la frontera del río Nueces, al tiempo que despachaba al em-
bajador Slidell para proponer a México la cancelación de las reclamaciones pe-
cuniarias —que se sabía que no podía satisfacer con dinero— a cambio de la
cesión de Nuevo México por cinco millones de dólares y la de California por
veinticinco millones más, buscando con esto anticiparse a las pretensiones de
Inglaterra. Preferiría evitar una guerra, si pudiera conseguir sus propósitos por
medio del soborno y la compra (Vázquez: 1998, 10). El rumor de esta negocia-
ción, que el gobierno mexicano se resistió a admitir, bastó como pretexto para
que el general Paredes, que se hallaba en San Luis de Potosí al frente del mejor
ejército mexicano, derrocase en diciembre de 1845 al presidente Herrera acusado
La guerra de 1847
Puesto Santa Anna al frente del ejército ahora concentrado en San Luis Po-
tosí, dispuso la partida en los últimos días de enero, de modo que el 22 de febre-
ro de 1847, después de una penosa marcha bajo lluvia y nieve a través de verda-
deros desiertos, que causó miles de bajas, se llegó al contacto con la fuerza de
Taylor en el lugar de la Angostura, que los norteamericanos llamaron Buena-
vista. Una terrible batalla de dos días concluyó en tablas, aunque los mexica-
nos se mostraron superiores: “hubo tres triunfos parciales, pero no una victoria
completa” (Alcaraz: 1974, 104). Fue la mejor oportunidad que tuvo Santa Anna,
pero la situación de la tropa exigía retroceder, y la retirada a San Luis Potosí se
hizo aún en peores condiciones, quedando aquel ejército reducido a la mitad. La
noticia de los disturbios ocurridos en esos días en México obligó a Santa Anna a
volver a la capital al tiempo que una escuadra norteamericana atacaba Veracruz.
Después de un duro asedio, Veracruz capituló ante el general Winfield Scott
el 27 de marzo de 1847. Cuando Santa Anna, con sus tropas mermadas y agota-
das, trató de detener la marcha de los invasores hacia el interior, sufrió un serio
descalabro en Cerro Gordo (18 de abril), perdiendo Puebla en mayo. La progre-
sión de Scott continúa con las batallas de Padierna y Churubusco (19 y 20 de
agosto), a las puertas de la capital, llegándose entonces a un armisticio y a las
primeras negociaciones de paz, que resultaron fallidas.
En dos días del mes siguiente realizó Scott el esfuerzo decisivo: batalla durí-
sima de Molino del Rey (8 de septiembre) y batalla de Chapultepec y ocupación
de la ciudad de México (13 y 14 de septiembre). El 16 de septiembre renunció
Santa Anna a la presidencia en la villa de Guadalupe, y el 12 de octubre el pre-
sidente interino Manuel Peña y Peña situó su gobierno en Querétaro. Siguieron
largas negociaciones de paz con el comisionado norteamericano Nicolás P. Trist
que culminarían el 2 de enero.
La conspiración monárquica
El premio de la agresión
del Pacífico más cómoda que la peligrosa travesía por tierra o la circunvalación
de América del Sur por el cabo de Hornos. Cruzar el continente por el istmo de
Tehuantepec podía ser una solución.
Los representantes mexicanos, sin embargo, rechazaron de plano esta de-
manda, así como la de la península de Baja California, aceptando en cambio
fijar el límite de Texas en el río Bravo y fijar el límite hacia el oeste en el río
Gila, cediendo los territorios de Nuevo México y la Alta California, unos dos
millones cuatrocientos mil kilómetros cuadrados. Los Estados Unidos abona-
rían a México una indemnización de quince millones de pesos. El Tratado,
que no podía satisfacer a Polk, se firmó el 2 de febrero de 1848, siendo después
ratificado por ambos Senados, con lo que las tropas angloamericanas invaso-
ras regresaron a su país. Pero se había hecho sensible el aislamiento del país
agredido: “México había logrado sobrevivir sin tener que agradecerlo al ampa-
ro británico” (Vázquez: 2002).
Con esta solución final, que después de todo salvaba una parte de los te-
rritorios amenazados, se arruinó en un instante toda la labor colonizadora de-
sarrollada por España en los siglos XVII y XVIII en el gran norte de México,
donde aquellas casi desérticas extensiones habían formado el coronamiento del
brillante virreinato, constituyendo unas enormes reservas de tierras que habían
dado poco fruto hasta el presente, pero de las que cabía esperar en el futuro
enormes riquezas que impulsasen el desarrollo de la joven nación, a la que —
hacia 1800— todos supusieron llamada a desempeñar un gran papel en la polí-
tica internacional. Como escribió la distinguida historiadora mexicana Josefina
Zoraida Vázquez, “México no solo perdió la mitad de su territorio, sino que vio
esfumarse el destino que parecía predecir la grandeza que había tenido la Nue-
va España dieciochesca” (Vázquez: 2005, 22).
Polk, en cambio, había alcanzado sus objetivos. Para ello, saltando sobre la
actitud prudente de sus antecesores en la Casa Blanca, que habían refrenado su
claro expansionismo para no poner en peligro la unidad de la nación, él dio vía
libre al apetito imperialista y con ello abrió la puerta al agravamiento de las ten-
siones entre el norte y el sur del país, regiones claramente diferenciadas por su
desarrollo económico y estructura social, lo que las llevaría al enfrentamiento
abierto en la Guerra Civil o de Secesión (1861-1865), en la que quedó zanjada
la posibilidad de que el esclavismo se propagara en los territorios arrebatados a
México (Velasco Márquez: 1998, 29).
diciembre de 1853, el presidente mexicano, que era una vez más Santa Anna,
regresado entonces del exilio de diez años en Venezuela y tras haber instaura-
do en México un gobierno de rasgos casi monárquicos atribuyéndose el título
de “alteza serenísima”, firmó un nuevo Tratado, llamado de La Mesilla o de
Gadsden (Gadsden Purchase, por el nombre del embajador norteamericano),
por el que, a cambio de una indemnización de quince millones de dólares, ce-
día una franja de terreno de setenta y ocho mil kilómetros cuadrados más al
sur del río Gila, comprendiendo partes de los estados de Chihuahua y Sonora,
con vistas al trazado de un ferrocarril que al cabo no se construyó. En virtud
de este acuerdo, una línea fronteriza quebrada uniría los ríos Bravo y Colora-
do dejando una franja en la desembocadura de este que permitiera el paso por
tierra de Sonora a Baja California.
Las tendencias expansionistas de los norteamericanos no se agotaron por
esto, y así en los años siguientes aún hubo otras tentativas de ocupar porciones
de Baja California o de Sonora. La más grave fue la dirigida por el “filibuste-
ro” William Walker, que desembarcó en la localidad californiana de La Paz en
1853, de donde sería expulsado. Después de otros intentos análogos hechos en
Cuba y Centroamérica, moriría fusilado en Honduras en 1860 (Vázquez Man-
tecón: 1986, 184-201).
El expansionismo norteamericano, de todos modos, aún se anotaría dos im-
portantes éxitos: la anexión de Alaska, por compra a Rusia, en 1867 y la del ar-
chipiélago de Hawaii en 1898. Ambos territorios, como los adquiridos en 1848,
se convertirían en estados de la Unión. Las adquisiciones derivadas de la guerra
con España —Cuba, Filipinas, Puerto Rico y las Marianas— han seguido un
curso distinto, así como la Zona del Canal de Panamá y las islas Vírgenes, obte-
nidas por otros medios.
nos han reconocido desde entonces —lo que por otra parte no ha servido para
que fueran devueltos a México los territorios violentamente anexionados—.
No debe carecer de significación el hecho de que los Estados Unidos no con-
memorasen de ningún modo en 1946-1948 el centenario de la invasión (Con-
nor & Faulk: 1975). El sesquicentenario de 1996-1998 dio lugar a algunas pu-
blicaciones de carácter histórico.
Pero no es extraña la hostilidad de García Pérez hacia los norteamericanos
teniendo en cuenta que, al escribir esta narración compendiada de la invasión
que llevaron a cabo contra México, aún no había transcurrido una década de
la intervención semejante realizada en 1898 en la española isla de Cuba, don-
de por cierto había nacido García Pérez, quien no guarda reservas al establecer
con toda crudeza la comparación: Washington había buscado “arrebatar a Mé-
xico glorias y provincias codiciadas, y lo que sucedió a los mexicanos ha ocurri-
do a España con el mismo enemigo de aquellos: las mismas causas produciendo
idénticos efectos” (García Pérez).
Pero la acusación de culpabilidad de los estadounidenses no impide que
al mismo tiempo se denuncie el desorden o desbarajuste de las autoridades
mexicanas que “vivían más de la política que del estudio y engrandecimiento
de su patria” (García Pérez). En un pasaje dice García Pérez que “México se
abisma en las miserias de la política y se debilita con las torpezas de sus go-
bernantes” (García Pérez), que conducen a la impreparación de su ejército así
descrito: “Urrea se encontró con una caballería sin caballos, con un infantería
descalza y con pingajos por uniforme, con una artillería incompleta, con los
armamentos destrozados” (García Pérez), etc., llegando a escribir que “desnu-
dos y muertos de hambre los soldados compartían su miseria con la de sus ofi-
ciales” (García Pérez). Información que confirma un investigador de finales
del siglo XX que asegura que el ejército mexicano estuvo formado por trein-
ta mil hombres, en su mayoría de leva, conducidos a veces encadenados (Váz-
quez: 1983), lo que, junto a las pésimas condiciones en que se vivía, explica las
frecuentes deserciones: “El gobierno mexicano no tenía recursos materiales ni
humanos; su artillería y armamento eran obsoletos; sus oficiales, poco profe-
sionales, y sus soldados, improvisados”, “ejército mal comido, mal armado y
sin salario” (Vázquez: 1998, 11).
Sin embargo, García Pérez no puede menos que recordar los vínculos his-
tóricos que unen a mexicanos y españoles y dice de aquellos que en una oca-
sión “se acordaron… de que por su sangre circulaba la de los que desdeñaron
y hundieron en Bailén y Vitoria la arrogancia del vencedor de Europa” (Gar-
cía Pérez); y algo después que “México unía al valor de la raza el espíritu agre-
sivo aún caliente de su independencia” (García Pérez), de modo que “la raza
latina pudo haber triunfado sobre la sajona y quizá esta sería hoy esclava de
aquella” (García Pérez), y elogia el comportamiento de los “niños héroes” del
Colegio Militar.
Ahí mismo dice que México perdió la guerra “por ineptitud de sus genera-
les, no por falta de valor del pueblo” (García Pérez), y en varios lugares acusa al
general Santa Anna de ineptitud y falta de patriotismo y de tener más apego a
la vida que al honor, por lo que no supo “morir como buen mexicano entre los
enemigos de su patria” (García Pérez), si bien al final recoge un juicio del mis-
mo Santa Anna que atribuye la derrota a “la desobediencia de unos, la cobardía
de otros y la inmoralidad general de nuestro ejército…” (García Pérez).
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Antecedentes
que México había ya perdido el territorio texano para siempre y que por medio
de negociaciones se podrían obtener mejores resultados, lo que dio lugar al pro-
nunciamiento del general Paredes Arrillaga quien recibió la administración del
país de forma interina. Así, el ejecutivo norteamericano ordenó formar una línea
defensiva a lo largo del río Bravo por considerar que esa era su frontera, desig-
nando como jefe de las fuerzas al general Zacarías Taylor. Al mismo tiempo se
formaron otros dos cuerpos de ejércitos: el del Centro a las órdenes del general
Wool, cuyo mando se estableció en San Antonio de Béjar, y el de Occidente a las
órdenes del general Kearnay, con su cuartel general en el fuerte Leavenworth en
Missouri, con el general Winfield Scott como comandante en jefe. Con meses
de anticipación ordenó a la Armada el bloqueo virtual de los puertos mexicanos
más importantes tanto del Océano Pacífico como del Golfo de México, lo que
permite considerar que todas estas medidas no pudieron ser producto de una
improvisación sino de una estrategia ampliamente estudiada en tiempo y forma,
ya que fue una movilización terrestre y marítima de muy grandes proporciones
en acopio de personal, pues se escribe que el número de integrantes del ejército
regular rondaba los cincuenta mil hombres y los voluntarios en torno a los se-
tenta mil con contratos de duración de un año, tres años o por la duración del
conflicto. La Armada, integrada por siete mil quinientos marinos, acrecentó su
número a diez mil. Lo mismo puede decirse del material y armamentos, estima-
dos tan solo para el Ejército del Centro en un tren con mil quinientos cincuenta
y seis carros de transporte y catorce mil novecientos cuatro reses para la subsis-
tencia, lo que forma una idea del empeño y seriedad con que esta potencia en
ciernes tomaba sus acciones, derivadas de una estrategia nacional que solamente
tomaba en consideración la obtención de su meta, sin tener en cuenta los perjui-
cios y desgracias de otras naciones y pueblos.
En México, en cambio, se continuaba con las indecisiones, el enfrentamiento
ideológico de los partidos, la falta de continuidad de forma de gobierno; pero, so-
bre todo, la falta de unidad, provocada por la ausencia de una doctrina nacional
que solo podía oponerse al aparato militar del país vecino, lo que significa un gran
valor y virtudes tales como el sacrificio y la heroicidad, pero que no son suficientes
para la defensa de la libertad y la integridad territorial, hecho que se observa du-
rante todo el desarrollo del desigual enfrentamiento entre los dos países.
A Mariano Paredes y Arrillaga, presidente interino de México del 31 de di-
ciembre de 1845 al 28 de julio de 1846, le correspondió dictar las medidas para
afrontar el inicio de las hostilidades, nombrando como general en jefe al gene-
ral Arista, que sustituía al general Ampudia en el mando del Ejército del Nor-
te. Arista toma como primera providencia reunir las tropas de diferentes Armas
en número aproximado de tres mil elementos, para ejecutar el plan que previa-
mente había concebido y consistía en cortar las comunicaciones entre el fuerte
Brown y el frontón de Santa Isabel, evitando el suministro de pertrechos de gue-
rra y alimentos al grueso de las fuerzas de Taylor. La falta de embarcaciones su-
ficientes para el paso del río por las tropas de Arista provocó lentitud en la ma-
niobra, perdiéndose la sorpresa y permitiendo el paso de las tropas enemigas al
frontón de Santa Isabel, que pudieron enfrentarse a las tropas de Arista en con-
diciones de superioridad al disponer de mayores elementos de combate.
En estas condiciones se efectúa la primera batalla formal entre los dos ejér-
citos, en un lugar denominado Palo Alto, posicionándose el ejército de Arista en
una prominencia y un llano pantanoso. En una maniobra sorpresiva, Taylor or-
dena prender fuego a la llanura que estaba provista de un pasto de altura consi-
derable, con la finalidad —se supone— de ocultar sus movimientos y crear con-
fusión y malestar en el enemigo. Se consuma así la primera derrota del ejército
mexicano, en la que destaca principalmente el fallo de la logística.
Arista se desplaza hacia el sur sin ninguna oposición, con la intención de
concentrarse en Matamoros. En el trayecto pasa por un lugar que juzga adecua-
do para un nuevo enfrentamiento, lugar conocido como Resaca de Guerrero y al
que los norteamericanos identifican como Resaca de la Palma; la característica
principal del lugar lo constituye una barranca profunda y boscosa. Arista decide
esperar en ese punto a Taylor que venía en su seguimiento, pero comete el error
de creer que no se atacaría esa misma tarde y aún menos por la noche, dispo-
niendo el desenganche de las mulas de las piezas de artillería. Taylor aplica el
principio de movilidad y con un sorpresivo ataque infringe otra derrota al ejérci-
to mexicano, superando tácticamente al comandante enemigo. Había dispuesto
Arista que una fracción de sus fuerzas permaneciera atacando el fuerte estable-
cido frente a Matamoros, con el río por medio, logrando en el bombardeo, como
hecho notable, la muerte del comandante del fuerte, el mayor Brown, razón por
la que lleva desde entonces su nombre.
Estas fuerzas y las que venían en retirada cruzaron el río Bravo nuevamen-
te, pereciendo una ingente cantidad de hombres a causa del desorden y la fal-
ta de los medios adecuados para efectuar el cruce. Concentrados en Matamoros
permanecieron los sobrevivientes de las batallas y las tropas que custodiaban el
puerto. Una junta de guerra determinó que saliera el general Requena a solicitar
a Taylor la suspensión de las armas, a lo que se negó, avisando que esa misma
tarde cruzaría el río para ocupar la plaza.
A consecuencia de esta declaración, los mexicanos procedieron de inmedia-
to a desalojar el lugar, lo que permitió a Taylor tomar Matamoros el 18 de mayo
de 1846. Como consecuencia, se relevó del mando al general Arista, ocupan-
do su cargo el general Francisco Mejía. Antes de su relevo, Arista, previendo el
avance de las fuerzas norteamericanas, destinó a Monterrey la sección de inge-
nieros al mando del coronel Zuloaga y al batallón de zapadores a fin de que hi-
cieran algunas obras de fortificación, siendo principales las de la catedral nueva
y la tenería dentro de la ciudad. Fuera de la ciudad también se edificaron algu-
nas al margen del río Santa Catarina y en la parte baja del Cerro del Obispado.
Cuando se efectuaban los preparativos para la defensa de la ciudad de Monte-
cano consigue llegar a corta distancia de Buena Vista por lo que Taylor envió toda
su caballería a impedir una mayor penetración; caballería que, a esas horas, debe-
ría estar ocupada en la defensa de Buena Vista si Miñón hubiera cumplido debi-
damente con su cometido, lo que no ocurrió por diversas circunstancias, tenien-
do que desandar su avance la caballería mexicana con sus acompañantes de otras
Armas. La batalla de ese día transcurrió con frenéticos enfrentamientos, avances y
retrocesos, tomas y desalojos de posiciones. Al caer la tarde Santa Anna determi-
na realizar un esfuerzo final lanzando vigorosos ataques sobre el frontal y el flan-
co izquierdo del enemigo, poniéndose él mismo al frente de sus tropas. El ataque,
realizado a bayoneta y con cargas de caballería, deja como resultado el desalojo de
las fuerzas norteamericanas de gran parte de sus posiciones. Este combate marca
el final de la batalla aunque continuaron intercambios de disparos de cañón has-
ta caída la noche, procediéndose de la forma siguiente: Taylor conservó su centro,
la fortificación levantada la noche del 21 en la Angostura y su tren de provisiones
en la hacienda de Buena Vista, o sea su retaguardia, no así el terreno comprendi-
do entre su centro y la cadena de montañas a su izquierda que fue el teatro prin-
cipal de la batalla.
Con esta victoria parcial de las fuerzas mexicanas cabe cuestionarse por qué
no se concluyó esta batalla para obtener la victoria completa, si ya se había lo-
grado lo más difícil. Se dan varias razones. Santa Anna lo atribuye a dos facto-
res: el primero es el incumplimiento de la misión encomendada a la caballería
comandada por el general Miñón, que consistía en atacar al enemigo por la re-
taguardia, ya que, de haberlo hecho, hubiera facilitado el paso del grueso de las
fuerzas por el costado derecho para tomar la base de operaciones, ignorando de
momento los emplazamientos centrales. El segundo fue la falta de provisiones y
el cansancio de la tropa al no haber tenido descanso al final de una larguísima
jornada y haber entrado a combate inmediatamente después. Se concluye que,
de haberse producido el ataque de la retaguardia, el día 24 se hubiera obtenido
la victoria total de contar con provisiones. Algunas expresiones de este hecho de
armas nos dan cuenta clara de la situación que se vivió. El general Pérez, co-
mandante de la caballería, dice que
la falta de ranchos y de leña motivó la orden de Santa Anna de retirar las tropas
extenuadas de hambre y sed; tiempo vendrá en que se reconozca el mérito de los
soldados que en el invierno, sin prest, sin más que carne algunos días, han comba-
tido con extraordinario denuedo, estando 48 horas sin rancho, por los sacrosantos
derechos de su patria.
Independientemente de la ayuda que el Ejército del Centro dio al Ejército
de Operaciones del río Bravo del general Taylor, otra facción marchó sobre Chi-
huahua, llegando a Paso del Norte a fines de diciembre de 1846, saliendo de esa
plaza en febrero de 1847, rumbo a la ciudad capital Chihuahua encontrando al-
guna resistencia en Bracitos y Sacramento, que no le impidieron el paso, ocu-
pando la plaza el primero de marzo.
En agosto de 1846, el Ejército del Oeste a su vez partió de Missouri con una
fuerza aproximada de dos mil elementos al mando del general Kearny rumbo a
Nuevo México, territorio que invadió declarándolo parte de la Unión Americana.
Una vez nombradas las autoridades, partió al frente de trescientos dragones rum-
bo a la Alta California. En el trayecto recibió información de que el coronel Fre-
mont ocupaba ya los principales lugares de la región por lo que regresó una parte
de su fuerza, continuando el resto para llegar a San Diego primero, Los Ánge-
les, posteriormente al puerto de Monterrey y finalmente a San Francisco. La ca-
racterística de esta campaña fue una rápida ocupación con maniobras encubier-
tas efectuadas antes de la declaración del estado de guerra entre los dos países y
la inmediata declaración de anexión a los Estados de la Unión Americana, con
una posterior reacción de patriotas que les permitió recuperar momentáneamen-
te lugares como Los Ángeles y San Diego, aunque finalmente fueron sometidos
no sin antes dejar asentada la oposición con acciones de gran valor que denotaron
la fidelidad a su país. Hay que anotar también que la población en esta zona era
aproximadamente de dieciocho mil habitantes. La marina de guerra estadouni-
dense desempeñó un papel preponderante al abastecer de personal combatiente y
material de guerra, manteniendo bloqueados además Mazatlán y La Paz, capital
de Baja California, para evitar cualquier envío de ayuda.
En la ciudad de México y con motivo de la amenaza del desembarco de tro-
pas invasoras en los puestos de Tuxpan y Veracruz, se constituyen dos cuerpos
de guardia nacional, integrados por obreros, empleados, comerciantes e indivi-
duos de estratos sociales medios y altos, que no comulgaban con las medidas
del gobierno en manos de Valentín Gómez Farías, por las requisas económicas
al comercio y al clero; además de que predominaban los partidarios del partido
conservador. Estas dos corporaciones se pronunciaron contra el gobierno, en el
momento de recibir órdenes de desplazamiento a Veracruz en cumplimiento del
objetivo de su creación; pronunciamiento que originó división en los cuerpos re-
gulares, ya que una parte apoyó a los polkos, denominación con la que se les co-
noció por la procedencia de los cabecillas, siempre de alta alcurnia, cuya princi-
pal ocupación era la asidua concurrencia a saraos donde se bailaba la polka. Este
pronunciamiento ocasiona que no se acuda en auxilio del puerto de Veracruz
bloqueado el mes de mayo de 1846 e intensificado su sitio en diciembre del mis-
mo año. A fines de febrero y principios de marzo, llegan tropas de desembarco y
material de guerra provenientes de Nuevo Orleans, Tampico e Isla de Lobos en
cantidades impresionantes. Se habla de ciento sesenta y tres buques de transpor-
tes; tan solo la solicitud de Scott habla de ochenta mil a cien mil bombas.
Veracruz cae después de una heroica resistencia de las autoridades civiles
y militares, pero sobre todo del pueblo, que soporta un bombardeo continúo
durante seis días hasta su capitulación ocurrida en el momento en que se ago-
tan los medios para seguir resistiendo. La descripción detallada de este hecho
de armas mostraría el patriotismo de una población con escasos medios de de-
co-Tlalpan, estrecha y pantanosa por estar rodeada de canales, y por esto muy
expuesta al quedar sin operación su artillería principalmente. Trastocados los
planes de defensa, se acuerda el regreso del Ejército del Norte a su cuartel situa-
do en Guadalupe y su posterior ubicación en San Ángel, situado al suroeste de
la ciudad. Reconocido el lugar por el comandante de la unidad, elabora su plan
de defensa, una vez enterado de la ubicación del enemigo en Tlalpan, inician-
do en esa dirección su desplazamiento. Eligió un paraje de nombre Padierna,
que se prestaba a sus consideraciones sobre un esperado ataque de Santa Anna
a Tlalpan y, en un momento comprometido, el auxilio de las fuerzas del general
Pérez. Ocurrió el ataque norteamericano el 19 de agosto de 1847, con una serie
de maniobras y enfrentamientos que requerían el auxilio de las reservas, auxilio
que le niega Santa Anna en respuesta a las controversias surgidas entre ambos.
En estas condiciones se pierde la batalla de Padierna.
Al iniciarse la ocupación de San Ángel por las tropas de Scott, Santa Anna
toma rumbo a Churubusco, perseguido por fuerzas norteamericanas que lo ba-
ten en retirada. A su paso por el puente de Churubusco, emplaza una batería de
artillería con apoyo de tropas y la orden de no permitir el paso. Una de las cor-
poraciones que presta apoyo es el batallón de San Patricio, compuesto de irlan-
deses-mexicanos que se habían distinguido por su bizarría, disciplina y prepa-
ración desde los combates acaecidos en la ciudad de Monterrey, la Angostura y
Cerro Gordo. Cae el puente de Churubusco, como también la hacienda de Por-
tales, y queda como único punto a defender al sur el convento de Churubusco,
lugar de una heroica acción, que hace merecedores de una recompensa honorí-
fica y la gratitud nacional a quienes participaron en ella al mando del general
Pedro María Anaya. El convento, por la solidez de su construcción, constituía
el lugar adecuado para retardar la ofensiva de los invasores, a fin de proporcio-
nar el tiempo necesario para la retirada del ejército en plena huida. No se trató
en ningún momento de una batalla con opción de éxito. Después de un fuer-
te asedio y el rechazo de varios embates, faltó el parque, pues el que les fue en-
viado no correspondía al calibre; solo el batallón de San Patricio resultó útil ya
que sus fusiles tenían el calibre correspondiente. Aunque sostuvieron por algún
tiempo el ataque con valor extraordinario, gran parte de ellos sucumbió. Los so-
brevivientes sufrieron tormentos y muerte cruel, salvándose únicamente los de-
sertores, huidos antes de la declaración de guerra, a quienes marcaron con hie-
rro candente con una D de desertores. Al preguntar el general Twiggs al general
Anaya por los pertrechos de guerra, sobre todo el parque, lacónicamente este
contestó: “si tuviera parque no estaría usted aquí”.
Con el objeto de iniciar negociaciones de paz, se establece un armisticio que
dura del 21 de agosto al 8 de septiembre de 1847. Negociaciones que no llegan a
buen fin, principalmente por las desmedidas condiciones del establecimiento de
límites entre ambos países con la pérdida de los estados de Nuevo México, una
parte importante de Tamaulipas, Coahuila, Chihuahua y Sonora, la Alta y Baja
escribió páginas gloriosas durante el avance de una de las columnas por la ram-
pa, al pie del cerro. En el asalto final, es inolvidable el sacrificio de seis cadetes
de la institución educativa Colegio Militar que, por su edad y entrega en el com-
bate, reciben la honrosa distinción de Niños Héroes.
Tomada la llave de la ciudad, el resto de lugares preparados para resistir
dentro ya de la ciudad, a los que llamaron garitas (San Cosme, Niño Perdido
Belén, San Antonio, San Lázaro y Vallejo), fortificadas de buena manera y ar-
madas regularmente, no resistieron el embate y cayeron una a una, sin que pu-
dieran impedirlo los esfuerzos de los defensores ni el pueblo que se alineó con
más entusiasmo que efectividad al no contar con medios ni preparación, solo un
gran amor a su patria. Los restos de ejército, encabezado por Santa Anna, se di-
vidieron en dos columnas y abandonaron la ciudad para refugiarse en Queré-
taro y Puebla. Finalmente se firmaron los tratados de Guadalupe Hidalgo, ra-
tificado por el Congreso de México radicado en Querétaro, y el de los Estados
Unidos de Norteamérica que determinan la pérdida aproximada de dos millo-
nes de kilómetros cuadrados, el cincuenta por ciento de la totalidad del país.
Conclusiones
enfrentar a costumbres diferentes, etnias disímbolas, pero sobre todo a una re-
ligión católica que abarcaba a liberales, conservadores y apolíticos, aunque con
marcadas diferencias en su práctica; panorama que no auguraba dividendos óp-
timos y quizás sí un desgaste que los debilitaría poniendo en peligro su estabili-
dad pues ya se vislumbraba una fuerte discrepancia ideológica en su propio país.
Una corriente de historiadores afirma que si el resultado de la batalla de la
Angostura hubiera sido totalmente positivo para los mexicanos, el curso de la
Historia hubiera sido otro. De los breves análisis que se realizaron de cada ba-
talla, se dedicó mayor tiempo a la Angostura, porque nos da una idea clara de
los hechos y nos ubica en la posición que en ese tiempo nos correspondía. Nos
muestra en primer lugar que, en igualdad de circunstancias y acatando las re-
comendaciones de los auxiliares del mando, nada remoto hubiera sido resultado
diferente; en segundo lugar, la falta de medios económicos se reflejó en el mal
funcionamiento de la orgánica y la logística. Situaciones que se repitieron de ba-
talla en batalla. En conclusión, no existía la preparación ni se contaba con los
medios para un enfrentamiento de esa envergadura. Así pues se cumplió al pie
de la letra la definición de la guerra expresada líneas arriba. Posiblemente esta-
bleciendo un sistema de guerra irregular a la llamada también guerra de gue-
rrillas, les hubiera causado mayores daños por algún tiempo, pero al final se lle-
garía al mismo punto. “El propósito de toda guerra es vencer la resistencia del
contrario hasta obligarlo a aceptar las condiciones que se le quieran imponer”.
Apéndices
Número 1
Número 2
Señor:
El bergatín de guerra Daring, que está a punto de zarpar para Nueva Orleáns,
con despachos del ministro inglés en México para el señor Packenham en Was
hington, me proporciona la oportunidad y me da tiempo para informar a usted que
el general Santa Anna y sus oficiales acaban de llegar a Veracruz en el vapor mer-
cante inglés Arab, procedente de la Habana. Le he permitido entrar sin molestias y
sin siquiera ponerme al habla con el barco, aunque estaba yo informado de su llega-
da por el oficial Naval Inglés en Jefe de aquí, Capitán Lambert; el barco no llevaba
carga ni debía permitírsele llevar ninguna de regreso. Habría yo podido fácilmen-
te abordar al Arab, pero creí más conveniente no hacerlo, permitiendo que apareciera
como si hubiese entrado sin mi permiso. Es ya casi seguro que todo el país —esto es,
las guarniciones de todas las ciudades y fortalezas— se han declarado en su favor.
Pero al menos que haya aprendido algo útil en la adversidad y se haya convertido en
otro hombre, lo único que hará es aumentar el desorden del país y será echado del poder
en menos de tres meses.
Por fin el esfuerzo está para llegar. No han llegado ningunos barcos con car-
bón. Se necesitan aquí barcos con carbón para abastecer a los pequeños vapores,
pues sin él serán de muy poca utilidad.
Respetuosamente, su obediente servidor,
D. Conner.
Comandante de la Escuadra Nacional.
Al H. George Bancroft.
Secretario de Marina.
n. del t. – La prensa de aquel entonces aseguraba que Santa Anna había bur-
lado el bloqueo naval.
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Alfonso Chávez Marín. Glosario onomástico del Dr. Michael W. Matches, Seminario de Cultura
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ANTECEDENTES
POLÍTICO-DIPLOMÁTICOS
DE LA EXPEDICIÓN
E S PA Ñ O L A
A MÉXICO (1836-62)
Reproducción de la portada original
Antecedentes político-diplomáticos
de la expedición española á México (1836-62)
inseparables: “El territorio donde labró inmortal fama Hernán Cortés, recibió
el nombre de Nueva España”; “Las pérdidas y quebrantos de algunos españoles
y la avaricia de otros, originaron constantes reclamaciones”; “Los productos del
fondo a que se refieren los artículos anteriores, no podrán distraerse de su objeto
con pretexto de ninguna clase”.
Aunque el libro no está dedicado a nadie en particular, el ejemplar que hemos
manejado para este estudio tiene una dedicatoria manuscrita que reza: “Al excelso
patriota, escritor don José María Salaverria, su devoto amigo // AGarcía Pérez (ru-
bricado) // Córdoba mayo 21/18”. Salaverría nació en la localidad castellonense de
Vinaroz el 8 de mayo de 1873, donde su padre trabajaba como farero. Cuando con-
taba cuatro años se trasladó a San Sebastián, ciudad de la que era oriunda su mo-
desta familia. Estudió sus primeras letras en las escuelas públicas que entonces ha-
bía en la calle Peñaflorida, pero su afán por la cultura lo llevó a leer cuanto caía en
sus manos. Siempre que podía visitaba la biblioteca municipal y allí pasaba horas y
horas. Hubiera querido acudir con más frecuencia, pero debía ayudar a su padre. A
los quince años empezó a escribir y, aunque intentó varias veces dedicarse exclusi-
vamente a la escritura, no lo logró y tuvo que trabajar como delineante y empleado
de la Diputación de Guipúzcoa. Expresó sus frustraciones por no poder dedicar-
se profesionalmente a lo que deseaba en un largo epistolario dirigido a Miguel de
Unamuno entre 1904 y 1908. Sus primeros artículos los publicó en Euskal Erria y
otras revistas del País Vasco. Publicista infatigable, colaboró en ABC, La Vanguar-
dia y Diario Vasco, y especialmente en La Voz de Guipúzcoa de San Sebastián. Fue-
ron sus temas preferidos la política desde un punto de vista liberal, pero también
escribió crónicas de guerra (México, Europa, Marruecos) y ejerció la crítica litera-
ria y la crónica viajera. Parte de su famoso libro Vieja España (1907), en la órbita
del Regeneracionismo, apareció en Los Lunes de El Imparcial (octubre-noviembre
de 1906). Fue, sobre todo, un infatigable viajero: España, Europa, América. Emi-
gró a Argentina en 1911, consiguiendo el puesto de redactor en La Nación de Bue-
nos Aires en 1912, logrando su sueño de dedicarse solamente a escribir. Estuvo allí
hasta 1913. La República argentina le inspiró libros como Tierra Argentina, El poe-
ma de la pampa y Paisajes Argentinos. El pensamiento de Friedrich Nietzsche influ-
yó poderosamente en la personalidad de este escritor regeneracionista y lo distanció
de muchos de los hombres del 98, con los que cronológicamente coincide, aunque
posteriormente su obra evolucionara hacia un discurso más conservador. El pesi-
mismo que dominaba su pensamiento devino con el paso del tiempo, sus constan-
tes lecturas y el conocimiento de países lejanos hacia un optimismo renovador. Fue
un hombre probo e indomable. Enamorado de la tierra de sus mayores, en cientos
de artículos cantó el paisaje cantábrico, sus gentes y costumbres. Durante los vera-
nos en San Sebastián solía pasear solitario, encerrado en la torre de su sordera, por
los lugares que le recordaban sus años de juventud. Aunque falleció en Madrid el
28 de marzo de 1940, su cuerpo fue enterrado en Polloe, el más célebre cementerio
de Guipúzcoa y de todo el Estado.
quilo frente a Prim, porque comprendió sin vacilación que nunca la hidalguía
española se halló a mayor altura, conteniendo las egoístas de la Francia y la cal-
culista indiferencia de la Gran Bretaña” (García Pérez: 1904, 98).
Es notable el conocimiento de García Pérez sobre aquellas lejanas tierras, lo
que demuestra en el preliminar de la obra que titula “Datos históricos de la Re-
pública mexicana”, recreando con ágil pluma los diferentes pueblos que poblaron
el territorio: Toltecas, chichimecas, xuchimilcas, tepanecas, texcocanos, tlahuicas,
tlaxcaltecas (olmecas y jicalancas), aztecas o mexicanos; y asimismo su admira-
ción por ellos, lo que demostrará en sucesivas ocasiones, tal vez motivado por ha-
ber sido Puerto Príncipe (Cuba) cuna de su nacimiento. Y siendo así, no es me-
nor el afecto demostrado por Córdoba. A las razones familiares se han unido las
encomiendas profesionales. Desde 1902 a 1905, a excepción de unos meses que
residió en Madrid para ejercer como defensor ante el Consejo Supremo de Gue-
rra y Marina (19 de octubre al 30 de diciembre de 1904), García Pérez permane-
cerá en Córdoba, cumpliendo con sus diferentes encomiendas, sin olvidarse de
sus aficiones históricas y literarias. El 1 de enero de 1905 es destinado al Batallón
2º Reserva de Córdoba núm. 22, siendo nombrado juez instructor de parte de los
procedimientos que tenían a su cargo los jueces eventuales. A los cuatro meses, el
30 de abril de 1905, se incorpora a la Zona de Reclutamiento y Reserva de Soria
núm. 42, pasando ese mismo día, por orden del coronel, a auxiliar los trabajos de
la Caja de Recluta. Unos meses más tarde, “según oficio de 4 de julio del Excmo.
Sr. General del 6º Cuerpo del Ejército fue destinado a prestar sus servicios como
Secretario interino del Gobierno Militar de Soria” (Hoja de Servicios), cargo en el
que cesó el 22 de agosto, al ser nombrado profesor de la Academia de Infantería de
Toledo (Real Orden de 14 de agosto de 1905), primero en comisión (desde el 1 de
septiembre) y, en diciembre, incorporado definitivamente a la plantilla.
En diferentes periódicos de la época se refleja esta poderosa atracción que lo
llevaba a regresar a Córdoba, donde su familia vivía. En La Correspondencia Mili-
tar del 29 de julio de 1908 se recoge la siguiente noticia: “El entusiasta y laureado
escritor, profesor de la Academia de Infantería, D. Antonio García Pérez, después
de descansar unos días en Córdoba, emprenderá un viaje por Granada”. Con el tí-
tulo “España en Marruecos”, García Pérez pronunciará una conferencia, el 11 de
agosto de 1909, en el círculo “La Peña” de Córdoba, cuya publicación se conserva
en la Biblioteca Nacional de España. En noviembre de 1916, la Real Academia de
Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba lo nombra académico corres-
pondiente. Durante un mes permanecerá en la ciudad, asistiendo a su madre tras
el penoso fallecimiento del padre de familia en 1915; y está documentado que sa-
tisfizo, el 6 de noviembre de 1917, en la depositaría del Ayuntamiento de la capital
cordobesa, la tarifa general del reglamento del ramo para dar cristiana sepultura
al cuerpo de su madre, Amalia Pérez Barrientos, en la bovedilla de adulto número
veinticuatro y fila quinta, propiedad perpetua de la familia, del departamento de
San Hipólito del Cementerio de la Salud. En 1940 regresa a Córdoba, donde vive
Bibliografía
García Pérez, A., Antecedentes político-diplomáticos de la expedición española á México [1836-
62] [Anales del Ejército de la Armada], Madrid, Imprenta a cargo de Eduardo Arias, 1904.
— “Militarismo y socialismo”. Conferencia pronunciada el 27 de enero de 1906 [Centro del
Ejército y de la Armada], Madrid, 1906, [s. n.] 63 páginas.
— “España en Marruecos”. Conferencia pronunciada en el círculo “La Peña” de Córdoba el
11 de agosto de 1909, Barcelona, imprenta de la Revista Científico-Militar, 1909.
Redacción, “En el Círculo de la Amistad: Conferencia de D. Antonio García Pérez”, Diario
de Córdoba, 23 de marzo de 1903.
— “Fuegos florales”, Diario de Córdoba, 28 de marzo de 1903.
Redacción, “Conferencia notable”, La Correspondencia Militar de Madrid, 1 de abril de 1903.
— “La vida militar”, La Correspondencia Militar, 29 de julio de 1908.
Redacción, “Militarismo y socialismo”, El Día de Madrid, 18 de mayo de 1906.
En 1926, Mario Méndez Bejarano, escritor sevillano y autor del muy conocido
y usado Diccionario de Escritores, Oradores y Maestros de Sevilla y su actual provin-
cia (Sevilla, 1922-25), que se trasladó a Madrid y fue nombrado consejero real de
Instrucción Pública, escribió lo siguiente: “Sevilla es una ciudad plenamente ame-
ricana sin dejar de ser la más típica española; de tal suerte que América no apare-
ce a primera vista una continuación de España, sino una prolongación de Andalu-
cía”. Esta cita del conocido regionalista e ilustre literato —que no ha sido tomada
al azar, que podría subrayar cualquiera que conozca distintos países del continente
hermano y que se ha repetido en numerosas ocasiones— es un hecho incontrover-
tible, resultado de la emigración de los primeros años. He querido comenzar con
ella porque contiene tres elementos que van a servir de base a estas líneas: uno que
aparece en la frase transcrita y dos inherentes a su autor. El primero de ellos es la
afirmación —de la que no hay duda— que Sevilla es una ciudad plenamente ame-
ricana; los otros dos se refieren a la personalidad de Méndez Bejarano que no solo
fue uno de los más brillantes mantenedores de los juegos florales del Ateneo sevi-
llano —en cuyos certámenes brilló con luz propia un americanismo bastante ac-
tivo— sino también académico de la Real Sevillana de Buenas Letras. Estos tres
elementos definen, de cierta manera, algunos de los perfiles de la figura de Antonio
García Pérez, al que este texto quiere rendir un pequeño homenaje por su obra mo-
numental sobre temas muy variados, preferentemente el de México.
Sevilla ha sido siempre una ciudad con vocación americanista. Desde que,
a principios del siglo XVI, se configurara como la cabecera del comercio con
las Indias al establecerse en ella la Casa de la Contratación, fundada en 1503,
numerosos hitos la han mantenido como la meca del americanismo, siendo el
más importante de todos el establecimiento del Archivo General de Indias, en
el siglo XVIII, en la antigua Casa Lonja, propiedad del Consulado sevillano.
A partir de entonces, los personajes más destacados de la historiografía ameri-
cana han trabajado entre sus muros que albergan el único archivo continental
del mundo. Y además la presencia de la América de los siglos XVI al XVIII se
refleja igualmente en la mayoría de los ricos archivos sevillanos: notarial, judi-
cial, municipal, arzobispal, parroquiales y, cómo no, en la riquísima Biblioteca
Capitular y Colombina.
No debe extrañar por tanto que, a partir de la celebración del IV Centena-
rio del Descubrimiento de América en 1892, se despertara en Sevilla el interés
por el estudio del pasado americano y comenzaran a aparecer en nuestra ciudad
instituciones públicas y privadas dedicadas a estos estudios tales como el Centro
de Estudios Americanistas, el Centro de Estudios de Historia de América, ins-
talado en la Universidad de Sevilla y dirigido por José María Ots Capdequí, o el
Instituto Hispano-Cubano, fundado por Rafael González Abreu. Porque, a par-
tir de este momento, el sentimiento de mantener conexiones profundas con los
países americanos, hondamente reforzado tras el desastre de 1898, fue avivado,
sin duda, con la celebración de una Exposición Iberoamericana que, aunque no
se inauguró hasta 1929, fue propuesta y diseñada en los primeros años del siglo.
Todo esto iba unido al fuerte espíritu regeneracionista que se iba gestando
en España en general, y en Sevilla en particular, alentado por hombres com-
prometidos con su futuro que se fueron aglutinando en dos instituciones se-
ñeras de esos años: el Ateneo y la Real Academia Sevillana de Buenas Letras.
Casi todos los que destacaron en el fuerte movimiento intelectual que se iba
generando en el primero fueron miembros numerarios de la segunda. Y en
ambas corporaciones, el americanismo como objeto de estudio y como senti-
miento patrio estuvo presente.
Fue precisamente la Real Academia, junto con la Universidad, la primera en
organizar, en 1880, unos juegos florales, especie de certamen literario y cultural,
que ya se venían celebrando en otras ciudades como Córdoba, Valencia o Bar-
celona entre otras, y que no tuvieron mucho eco popular, pero que a partir de
1896 se asentaron como primera actividad del Ateneo, que los organizó durante
más de veinte años. El primer mantenedor de estos juegos fue un gran ameri-
cano y americanista, Rafael María de Labra y Cadrana, cubano de nacimiento
pero formado en Madrid, destacado político y publicista, defensor acérrimo de la
abolición de la esclavitud. Con este comienzo no es de extrañar la categoría que
adquirieron los juegos en los que uno de los temas más destacados, como se ha
dicho, fue precisamente el americanismo.
Puede suponerse que lo que se intenta es crear una Universidad en que, es-
tudiando españoles y americanos, se apliquen conjuntamente a las diversas dis-
ciplinas. Esto en primer término. Cabe también que se haya pensado en que esta
convivencia y unidad de enseñanza, dé por resultado no solo una camaradería inol-
vidable, sino también una semejanza en el abordar y comprender las verdades cien-
tíficas y las cuestiones literarias
Y proponía que la Academia abriera un debate en que sus numerarios apor-
tasen sus puntos de vista y su criterio con relación al tema. Hecho indiscutible
que demuestra el interés de la Academia de Buenas Letras por la idea del ame-
ricanismo. Nada más fácil. Desde principios de siglo varios numerarios fueron
leyendo sus discursos de ingreso sobre temas americanistas: En 1907, el señor Ji-
ménez Placer y Cabral lo dedicó a “La Casa de la Contratación de Sevilla”; en
1916, el señor Abaurrea Cuadrado a “El cosmógrafo Rodríguez Zamorano”; en
1917, el señor Manjares y Pérez Junguito a “Los Ulloa y los Bucarellis”; en 1924,
el señor Torres Lanzas a la “Independencia de América”; en 1930, Fernando de
los Ríos Guzmán a “El idioma español nexo entre dos mundos”; en 1931, Cristó-
bal Bermúdez Plata, director del Archivo General de Indias a “Cartagena de In-
dias en el ataque de los ingleses, año 1741” y por último, para finalizar esta rela-
ción en los años antes de la contienda civil, el 26 de enero de 1936, José Gastalver
Gimeno —que había sido presidente del Ateneo y un notario que había puesto
todo su empeño en poner al servicio de los investigadores el riquísimo Archivo
de Protocolos, en el que se guardan numerosos papeles imprescindibles para la
historia del comercio americano— dedicó su discurso precisamente a describir
la importancia de este archivo. Como se puede ver, había entendidos para deba-
tir la importante proposición, nunca llevada a cabo, del señor Manjares.
Pues bien, en ese círculo y en esas instituciones aparece por estos años An-
tonio García Pérez. Militar ilustre y hombre de pluma brillante, como se ve in-
mediatamente leyendo sus obras, fue dado a participar en los certámenes de los
juegos florales. Ya en 1904 recibió dos premios en distintas ciudades: en los de
Sevilla, celebrados el 19 de mayo, por su trabajo “Determinación de las materias
que deben entrar en los programas de la enseñanza primaria y de las que deben
eliminarse por no estar en armonía con el desarrollo de las facultades del niño”;
en los de Córdoba, al día siguiente, por el tema “Reglamentación de la mendi-
cidad en Córdoba”. Dos materias bien distintas que dan idea de la diversidad de
temas que tocaba y de su capacidad literaria. Años más tarde, el 8 de abril de
1910 fue nombrado miembro correspondiente de la Real Academia Sevillana de
Buenas Letras, según consta en un certificado que presenta en su hoja de servi-
cios. Pero debo confesar que es el único dato que se conserva de este hecho. En
los archivos de la Real Academia Sevillana faltan, inexplicablemente, en el Libro
de Actas de esos años, las correspondientes a las celebradas entre 1910 y 1911; y,
en las carpetas de propuestas de correspondientes de esos años, tampoco aparece
la de Antonio García Pérez. Pero está claro que, si en su poder constaba el nom-
bramiento y la fecha expresa del día que se votó, desde luego tuvo que produ-
cirse. Y no puede extrañarnos la elección de una persona como él. La Academia
de Buenas Letras tiene una larga tradición y una amplia nómina de distingui-
dos miliares y, en 1910, plena época de efervescencia americanista como se ha
visto, don Antonio había escrito ya sus grandes obras histórico-militares sobre
Paragüay, Chile, campaña de Pacífico y las más conocidas sobre México; méri-
tos más que suficientes para haber sido admitido en aquel selecto cenáculo en el
que brillaría con luz propia, hecho del que desafortunadamente no quedan —o
al menos yo no he podido encontrarlos— vestigios documentales.
De todos los países hispanoamericanos ha sido México con el que las rela-
ciones han resultado más difíciles a pesar de que ha sido, sin duda, el que ha
dado más brillantes hispanistas y el primer virreinato establecido en América.
No en vano llevó el nombre de Nueva España. Fue el primero en alzar la voz
independentista en 1810, en plena Guerra de la Independencia española; y, aun-
que aquel primer conato de rebeldía fue prontamente abortado o precisamen-
te por eso, desde 1821 las relaciones entre México y España, y por tanto entre
México y Sevilla, se han desarrollado en medio de una serie de altibajos y des-
encuentros que son un capítulo muy interesante de la historia diplomática en-
tre ambos países, lo que queda recogido ampliamente en el trabajo de Antonio
García Pérez, Antecedentes políticos-diplomáticos de la expedición española á Mé-
xico(1836-1862), al que preceden estas líneas. No voy a detenerme en algo que,
con toda autoridad, relata el autor de este libro, pero sí deseo resaltar unos he-
chos posteriores que, no por conocidos, dejan de ser significativos para explicar
nuestra mirada reciente a una nación que todos consideramos la hermana más
destacada de una familia bien avenida y que debería serlo aún más.
A pesar de las tensiones anteriores, en los festejos organizados para la con-
memoración del IV Centenario del Descubrimiento, México contribuyó con la
delegación más numerosa de todos los países hispanoamericanos, encabezada
por el escritor y embajador Vicente Riva Palacios. La componían arqueólogos,
juristas, escritores, pintores, músicos, artistas, médicos, etc. Toda una serie de
intelectuales que mantuvieron un debate cultural con sus colegas españoles has-
ta demostrar que México se había convertido en un país fuerte y sólido, que ha-
bía dejado atrás los problemas políticos pasados. Se inician entonces unas flui-
das relaciones que fortalecen el incipiente panamericanismo y que enriquecen a
los estudiosos de ambas orillas. Sin embargo, el apoyo abierto prestado por Mé-
xico a la derrotada Segunda República y la acogida calurosa al gobierno republi-
cano en el exilio, así como a los gobiernos vasco y catalán, produjo una ruptura
diplomática que duró toda la dictadura y se hizo más profunda por la influencia
de los intelectuales exiliados que paradójicamente fueron los que pusieron los
cimientos de un hispanismo sólido y avanzado al reunirse todos en lo que hoy es
el Colegio de México, una de las instituciones más sólidas del mundo en el estu-
dio de humanidades y ciencias sociales en el ámbito hispanoamericano.
Patricia Galeana
Doctora en Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
rez, a la que califica como “hermosa epopeya”. Y también muestra simpatía por
Porfirio Díaz, al que llama uno de los “mandos supremos de América” (García
Pérez: 1904, 8-9).
En su recorrido por la historia mexicana omite hacer comentarios sobre los
once años de guerra insurgente; y también sobre los quince años que España
tardó para reconocer la independencia de México. Tampoco menciona el falli-
do intento de reconquista de 1829. Solo destaca la aprobación del tratado de paz
y amistad entre España y México de 1863, con el que finalmente la Corona es-
pañola reconoció a la “República mexicana como una nación libre” y “renuncia
(…) á toda pretensión de Gobierno, propiedad y derecho territorial” (García Pé-
rez: 1904, 11). Todo ello a cambio de que México reconociera su deuda con Es-
paña y de que se diera marcha atrás en la confiscación de bienes a españoles (Cf.
García Pérez: 1904, 12).
García Pérez destaca que se olvida lo pasado y se establecen relaciones co-
merciales, garantizándose el libre tránsito de los nacionales de ambos países.
En el segundo capítulo, el autor se adentra en la adversa situación econó-
mica de México, que vivió en bancarrota constante hasta finales del siglo XIX.
A las ya críticas finanzas de las postrimerías de la Nueva España, debidas a las
constantes demandas de la metrópoli, se añadieron los estragos de la guerra, que
paralizaron la economía. García Pérez destaca cómo la frágil hacienda mexica-
na beneficiaba a los prestamistas extranjeros, quienes acudían a sus represen-
tantes diplomáticos para exigir sus pagos, convirtiendo los asuntos particulares
en conflictos de Estado.
Pasarían muchos años antes de que se establecieran en el Derecho internacio-
nal las doctrinas Calvo (1868) y Drago (1902). La primera es una doctrina latinoa-
mericana sobre Derecho internacional de la autoría de Carlos Calvo, que proscribe
el uso de la fuerza para el cobro de deudas; establece que quienes viven en un país
extranjero deben realizar sus demandas, reclamaciones y quejas, sometiéndose a
la jurisdicción de los tribunales locales, evitando recurrir a las presiones diplomá-
ticas o intervenciones armadas de su propio Estado o gobierno. La segunda nos
remite a la doctrina de Luis María Drago, ministro argentino de Relaciones Exte-
riores, para que los extranjeros respetaran las leyes del país donde efectuaban sus
negocios; establece que ningún Estado extranjero puede utilizar la fuerza contra
una nación americana a fin de cobrar una deuda financiera.
El autor da cuenta de los diversos convenios que se negociaron para satisfa-
cer las reclamaciones de España. Entre ellas la de 1851, en la que se incluían las
deudas de la Nueva España. Refiere los conflictos que tales demandas genera-
ron y la oposición de la opinión pública mexicana a reconocer deudas injustas.
El autor también narra la tensión que se produjo por la suspensión del pago
de la deuda española para revisar los créditos contraídos. Con este pretexto el
representante español, Juan Antonio de Zayas, pidió la presencia de buques de
guerra para exhibir una demostración de fuerza.
cía Pérez añade que no consideraron que México podría derrotarlos igual que
había hecho España con el primero de los Bonaparte.
El conde de Reus vaticinó que la monarquía existiría en México el tiempo
que durara la ocupación. Decidió retirarse. Ante las críticas a su actuación, res-
pondió que “la historia juzgará” (García Pérez: 1904, 117). Como senador pudo
defenderse y demostrar que obró bien. Finalmente el gobierno español aprobó
su conducta. García Pérez refiere que en la corte se comentaba: “suponemos que
vendrás á felicitarnos por el gran acontecimiento de México. Prim se ha portado
como un hombre. (…) la Reina está loca de contento” (García Pérez: 1904, 118).
Nuestro autor concluye: “Prim dejó la tierra mexicana salvando el honor
español y evitando caer en las redes de la astuta política de las Tullerías” (Gar-
cía Pérez: 1904, 117). “Prim sin derramamiento de sangre, labró gloriosa página
para su historia patria” (García Pérez: 1904, 118). Califica a la invasión napoleó-
nica de injusta y criminal y a Prim como “la más bella figura militar del siglo
XIX” (García Pérez: 1904, 119).
A todo lo largo de la obra, destaca la simpatía que García Pérez tiene a Mé-
xico, al que llama “patria querida y venerada”, y “porta-estandarte de la raza la-
tina en el continente americano” (García Pérez: 1904, 65).
Coincidimos con el autor en su simpatía por Prim y por los liberales re-
publicanos mexicanos. Solo tenemos que aclarar que su afirmación de que la
mayoría del país era liberal no es exacta, la mayoría era conservadora y esta-
ba adoctrinada por una Iglesia ultramontana que tenía el monopolio religioso
y educativo de la sociedad, lo que hizo más admirable la acción de los liberales
republicanos.
En el apéndice documental, el autor transcribe documentos interesantes,
como los informes del embajador mexicano en España, José María Lafragua,
quien a su vez reproduce los comentarios de un diario de Madrid cuando esta-
ban tensas las relaciones con México, donde el periódico hace la terrible pregun-
ta: “¿como cuánta sangre se necesita para satisfacer á España?” (García Pérez:
1904, 129). Traslada también la respuesta de Estados Unidos a las tres potencias
aliadas, advirtiéndoles que no traten de obtener territorio ni otra ventaja de Mé-
xico sin la participación de Estados Unidos, que el pueblo mexicano debe deci-
dir libremente su forma de gobierno y que su país prefiere no contraer alianzas
con naciones extranjeras.
El autor incluye también el manifiesto del presidente Juárez al pueblo de
México, tras la ocupación española de Veracruz, donde hace un llamado para
defender la independencia de la nación. Asimismo, en el apéndice figuran los
preliminares de La Soledad.
Además del anexo documental, la obra cuenta con breves semblanzas bio-
gráficas. Lamentablemente el autor sufre una confusión con la biografía de Juan
Álvarez, da la semblanza de un homónimo, historiador argentino (1878-1954),
vicepresidente honorario del Instituto de África en Francia y socio corresponsal
Bibliografía
Bazant, J., Historia de la deuda exterior de México (1823-1946), México, El Colegio de Mé-
xico, 1968.
Diario de Avisos, Distrito Federal, 14 de febrero de 1857, núm. 87, p. 2.
El Monitor Republicano, 10 de octubre de 1856, núm. 3331, p. 1.
Galeana, P. (coord.), Juárez jurista, México, III – UNAM, 2007.
— México y el Mundo. Historia de sus relaciones exteriores, tomo III, Senado de la República,
Colegio de México, 1990.
— México y el Mundo. Historia de sus relaciones exteriores, tomo III, La disputa por la soberanía,
Colegio de México, 2010.
— Los Siglos de México, Editorial Nueva Imagen, México, 1991.
García Pérez, A., Antecedentes político-diplomáticos de la expedición española a México (1836-
62), [Anales del Ejército y de la Armada], Imprenta a cargo de Eduardo Arias, Madrid, 1904.
Noix, G., Expédition du Mexique. 1861-1867, Paris, Libraire Militaire de J. Dumaine, 1874.
Tamayo, J. L., (Selección y notas) Benito Juárez. Documentos, discursos y correspondencia, Edi-
ción digital coordinada por Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva. Versión electrónica para su
consulta: Aurelio López López, CD editado por la Universidad Autónoma Metropolitana, Azca-
potzalco, primera edición electrónica, México, 2006.
Antonio García-Abásolo
Catedrático de Historia de América de la Universidad de Córdoba
En la primera mitad del siglo XIX Europa se fue transformando desde la si-
tuación de equilibrio entre las potencias que había salido del Congreso de Viena
(1815), sobre todo, con motivo del avance de los nacionalismos, que dieron lugar
a las unificaciones de Italia y Alemania.
En los años treinta quedaron perfilados dos grupos de potencias en el es-
cenario europeo. Por un lado, Austria, Rusia y Prusia, representantes del orden
postulado en el Congreso de Viena y del espíritu de la Santa Alianza. Del otro,
Inglaterra y Francia, que conformaron una alianza tácita de buen entendimien-
to en la que Inglaterra dominaba el contexto mundial y Francia el europeo. El
equilibrio entre los dos grupos se rompió a causa de las revoluciones de 1848, la
caída del Segundo Imperio francés y la unificación de Alemania, dirigida por el
canciller Bismarck, una Alemania que acabó convirtiéndose en la potencia do-
minante en Europa hasta 1914.
Los enfrentamientos de mayores repercusiones entre los dos bandos fueron
la guerra de Crimea, los procesos de unificación de Italia y Alemania, la Guerra
de Secesión norteamericana —que es necesario tener presente aunque sucediera
en otro continente— y la guerra entre Francia y Prusia.
Este conflicto se produjo por el intento del zar Nicolás I de extender el Im-
perio ruso hacia el Mediterráneo mediante el dominio del estrecho del Bósforo,
que le permitiría extender su zona de influencia a Grecia y los Balcanes. Con
ello, continuaba una línea política que habían comenzado Pedro I, que consi-
guió una salida al mar Báltico, y Catalina II, que la obtuvo al mar Negro. En
ambos mares, Rusia había establecido su hegemonía naval, y Nicolás I veía la
oportunidad de llegar por los Dardanelos y el Bósforo a dominar también en el
Mediterráneo. Con una excusa menor, relacionada con la protección de los San-
tos Lugares, el zar declaró la guerra al Imperio otomano, derrotó con suma faci-
lidad a los ejércitos turcos y acabó con su armada en la batalla de Sinope.
El fracaso de las potencias que no habían entrado en el conflicto por solu-
cionar el asunto mediante la vía diplomática y la alteración de la situación que
implicaba el asentamiento ruso en el Mediterráneo hicieron que Francia e In-
glaterra entraran en la guerra. Austria se alineaba con Rusia, pero se mantuvo
neutral a pesar de que Rusia había acudido en su ayuda para sofocar las revolu-
ciones italianas en 1848. Aunque los aliados proporcionaron ayuda al Imperio
otomano para recuperar las posiciones que había perdido, la acción decisiva se
produjo con el asalto a la península rusa de Crimea por la flota francobritánica
y el sitio de Sebastopol, su capital, que fue entregada a fines de 1855 después de
un largo asedio. Nicolás I tuvo que renunciar a su salida al mar Mediterráneo y
los aliados consiguieron convertir los restos del Imperio otomano en un área de
influencia, pero el precio que pagaron fue muy alto: las bajas de los contendien-
tes, vencedores y derrotados, pasaron de doscientos mil.
Desde el punto de vista de la situación en Europa, Crimea marca el fin de
los postulados de Viena, de manera que el flanco que comprendían Austria,
Prusia y Rusia se deshizo y estas potencias comenzaron a recorrer un camino se-
parado. El emperador Francisco José de Austria se quedó políticamente aislado
por haber asumido una posición de neutralidad, en lugar de acudir en ayuda de
Nicolás I. Cinco años después tendría que afrontar en solitario las revueltas na-
cionalistas dirigidas por Víctor Manuel II de Piamonte, que avanzaron mucho
en el proceso de unificación italiana y fueron una muestra más del desmorona-
miento del Imperio austríaco.
El dominio internacional lo asumieron Inglaterra y Francia, con las que Es-
paña encontró un vínculo de entendimiento buscando la seguridad del mante-
nimiento de la españolidad del Caribe español. Se podría decir que mantener
Cuba fue la única cuestión claramente asumida por la política exterior españo-
la en estos años. Tanto Francia como Inglaterra presionaron a España para que
participara a su lado en Crimea, pero España mantuvo su neutralidad, proba-
blemente para la propia defensa de Cuba, porque Rusia negoció con los Estados
Unidos un ataque a la isla si España entraba en Crimea con los aliados. El mun-
do pudo tener información de los episodios de esta guerra, porque fue la prime-
por estas vías contribuyeran a hacerlo hombre de mente abierta y con unas com-
ponentes “progresistas” en su personalidad que contrastaban con las posiciones
políticas que en esos momentos defendía el Imperio.
En 1854 ocupó el cargo de comandante de la Marina imperial y en 1857
contrajo matrimonio con Carlota de Sajonia-Coburgo, hija de Leopoldo I de
Bélgica, miembro de la nobleza de Baviera, al que los belgas habían elegido
rey en 1831, tras independizarse de los Países Bajos. La habilidad de Leopol-
do I y los recursos de sus colonias africanas lo habían convertido en el rey más
rico de Europa y en uno de los consejeros obligados para las casas reales rei-
nantes en el continente. Después de su matrimonio, Maximiliano recibió el
gobierno de Lombardía y Venecia y se estableció con Carlota en Milán, mien-
tras se concluían las obras del Castillo de Miramar, en Trieste, donde habían
fijado su residencia definitiva.
Apenas había tenido tiempo de contactar con sus nuevos gobernados, cuan-
do comenzó a generarse el ambiente de revuelta nacionalista que llevó a la gue-
rra en 1859. Maximiliano y Carlota afrontaron la tarea de gobierno con un deci-
dido empeño de acercamiento a los italianos, mediante una política tolerante y
comprensiva que posibilitara la aproximación a los sectores más moderados en-
tre los nacionalistas. Giovanni Luigi Fontana enumera los valores renovadores
y liberales de Maximiliano como gobernador de Lombardía–Venecia de la si-
guiente forma: intentó cambiar la estructura del gobierno y la administrativa, el
ordenamiento fiscal, impulsó la instrucción pública y el desarrollo de la infraes-
tructura más moderna del periodo (ferrocarril). Era una política tan contraria
a los planes del emperador, que no es extraño que optara por destituirlo y dejar
el poder civil y el militar en manos del mariscal Gyulai, partidario de contener
a los milaneses sacando el ejército a la calle. Estima Fontana que la historiogra-
fía no ha valorado adecuadamente a Maximiliano, porque en la visión ideológi-
ca del resurgimiento italiano fue un personaje que representó un peligro y era
mejor marginarlo.
Al parecer, las relaciones entre Francisco José y Maximiliano nunca fueron
fáciles. Es posible que, en buena parte, el cargo de gobernador de Lombardía–
Venecia correspondiera a las presiones de Leopoldo I para conseguir que su hija
Carlota tuviera un marido con funciones administrativas dentro del Imperio.
De todas formas, teniendo en cuenta el ambiente hostil al dominio de Austria
en Italia, se debe entender que no fue un regalo demasiado apetecible. El pro-
pio Francisco José y la emperatriz Isabel habían podido experimentarlo a fines
de 1856 de manera muy real con ocasión de una visita a Milán. Asistieron en La
Scala a la representación de la ópera Nabucco, compuesta por Verdi con ingre-
dientes que reflejaban la situación de opresión; sobre todo el coro “Va, pensiero”,
del tercer acto, en el que los prisioneros piden la libertad y que, en esa ocasión,
los asistentes al teatro cantaron mirando al palco imperial, identificando las es-
peranzas del pueblo hebreo con sus aspiraciones nacionalistas.
derrotó a los ejércitos austríacos en Sadowa. Después de esta victoria, que mar-
có la pérdida del predominio de Austria en el Imperio en beneficio de Prusia,
se fundó la Confederación de Alemania del Norte, con Guillermo I de Prusia
como presidente. En esta guerra, Bismarck contó con la neutralidad de Francia
y la ayuda de Italia, que pudo completar su propia unificación con la cesión de
Venecia (1866).
Para incorporar los estados alemanes en poder de Francia, Bismarck apro-
vechó la oportunidad que le ofreció un motivo tan aparentemente poco bélico
como la candidatura de Leopoldo de Honhenzollern al trono de España, des-
pués del derrocamiento de Isabel II. Napoleón III se oponía a ese candidato
y pretendía que Guillermo I lo rechazara también formalmente, pero las ne-
gociaciones se llevaron de manera tal –pretendidamente por Bismarck– que
Napoleón III se vio abocado a declarar la guerra a Prusia. Fue el fin del Se-
gundo Imperio francés, porque de nuevo Von Moltke mostró la eficacia de la
máquina militar prusiana y derrotó por completo al ejército francés en Sedán,
en 1870.
rantismo, con los objetivos del mantenimiento del orden y el fortalecimiento del
poder real. El modelo se estableció en torno a la Constitución de 1837, un siste-
ma constitucional y parlamentario que ponía al día el contenido de la Constitu-
ción de 1812 y que era fruto del consenso entre los seguidores de las posiciones
moderada y progresista. Existía el convencimiento de partida de que era nece-
sario armonizar los derechos de la Corona con las aspiraciones de soberanía del
pueblo para conseguir la paz.
Entre las bases de la organización política había principios que se barajaron
también por los gobiernos mexicanos y que quedaron establecidos en la Consti-
tución de 1857, como la separación de las atribuciones de la autoridad espiritual
y temporal, de manera que terminaba la consideración del Derecho Canónico
como ley civil y anunciaba la tolerancia religiosa con la libertad de culto. Sin ob-
viar la modificación de la legislación penal para llegar de manera progresiva a la
abolición de la pena de muerte.
Las viejas fórmulas de los doceañistas ya no servían para dirigir la nación,
pero entendiendo que no renunciaron al liberalismo en nombre de la religión,
ni a la religión en nombre del liberalismo anticlerical. Tanto en España como en
México se aplicaron leyes desamortizadoras y se tomaron medidas para apartar
al clero de la acción política, pero se respetó el sentimiento religioso. En Méxi-
co, la capacidad de los gobiernos de legislar en materia religiosa y la adopción de
medidas como el control oficial sobre el matrimonio civil y el registro, o la secu-
larización de los cementerios fueron tomadas erróneamente como una persecu-
ción religiosa y provocaron notables alteraciones sociales.
El fin de la guerra carlista en 1839 generó unas expectativas de esperan-
za de orden en España, fundamentadas en la reconstrucción material del país
y de la administración y en el establecimiento del orden constitucional con la
aceptación de todos. Fue una vana ilusión porque la agitación política conti-
nuó con el pronunciamiento del general Baldomero Espartero y los ayacuchos,
aunque los moderados continuaron su labor de renovación, tomando mode-
los de sus partidos colegas de Inglaterra y Francia, en los que se destacaba la
tolerancia religiosa, la abolición de la pena de muerte por delitos políticos, la
posibilidad real, en último término, de hacer políticas reformadoras desde el
partido conservador, manteniendo la convivencia política dentro de los límites
de la ley y del orden constitucional.
En 1843, con la llegada de los moderados al poder, se pudo comprobar que
también en el sector de los moderados había elementos dispuestos a utilizar
prácticas no arregladas al orden político establecido —o a modificarlo— para
conseguir sus fines. De hecho, promovieron la Constitución de 1845 sobre la re-
forma de la anterior de 1837 y de acuerdo con unos criterios destinados a favore-
cer el poder de la Corona frente a la soberanía nacional, incuestionable para los
progresistas. Es decir, que cuestiones tan fundamentales como el marco consti-
tucional y las leyes —y también el panorama institucional y administrativo—
dependían al fin del partido que ocupara el poder. Otro tanto estaba sucedien-
do en México y, como en España, los disidentes terminaban en el destierro: los
mexicanos en Estados Unidos y en Europa y los españoles mediante exilios for-
zosos en Filipinas. En los dos países la fuerza se impuso a la política y tal vez
esa singularidad ayuda a entender que también en los dos países la política fue-
ra cosa de generales. Las consecuencias de vivir en condiciones de permanente
excepcionalidad y violencia fueron una Administración precaria y una Hacien-
da ruinosa.
En cierto modo, también se pueden encontrar algunos puntos de simili-
tud entre los objetivos del gobierno de Benito Juárez y los de la Unión Libe-
ral, porque ambos se enfrentaron a gestionar países castigados por guerras ci-
viles, ambos centraron sus esfuerzos políticos en conseguir el acatamiento de
todos a una Constitución y ambos lucharon por acabar sus conflictos median-
te la generación de leyes que depuraran tanto las tendencias radicales libera-
les como las reaccionarias. Aunque, como era obligado, para conseguir llevar
estos planes a un gobierno estable fue necesario otro general. En España fue
Leopoldo O’Donnell, buen conocedor del ámbito colonial español porque ha-
bía sido capitán general de Cuba entre 1843 y 1848; ocupó la presidencia del
gobierno por primera vez en 1856, por segunda en 1858 y por tercera en 1865.
Tal vez se pueda llevar el paralelismo entre las situaciones políticas en Espa-
ña y México, sin forzar demasiado las cosas, a la propia animadversión por
la monarquía, si se tiene en cuenta que, incluso el sustrato monárquico de la
Unión Liberal, bien expresado por la lealtad de O’Donnell a Isabel II, que-
dó completamente aniquilado por la preferencia posterior de la reina hacia los
moderados. Desde 1867, los unionistas fueron un elemento activo en las cons-
piraciones que terminaron con el destronamiento de Isabel II. En realidad, no
era tanto una posición contra la monarquía como contra la propia Isabel II,
porque en 1870, por la vía de la elección en el Parlamento —¡curioso procedi-
miento!—, se ofreció el trono de España a Amadeo de Saboya, hijo de Víctor
Manuel II. Hasta esta búsqueda de candidatos no Borbones para un trono en-
tre las casas reales europeas viene a añadir otro elemento común entre España
y México en esos años.
El gobierno largo de O’Donnell, entre 1858 y 1863, fue campo propicio para
llevar a la práctica las ideas de la Unión Liberal, aglutinando las fuerzas políti-
cas liberales con la colaboración de un valioso sector progresista, los puritanos,
del que formaba parte el general Juan Prim. Como resultado se produjo la mejor
época del reinado de Isabel II, con una economía en crecimiento, la generación
de infraestructuras modernas por el impulso del ferrocarril y el establecimiento
de un sistema financiero renovado y eficaz. Los datos no dejan lugar a dudas: se
La guerra de África
Fue un conflicto de España con Chile y Perú provocado por asuntos pen-
dientes. España había reconocido la independencia de Chile en 1844, pero no
había resuelto el reconocimiento de la independencia del Perú. Con todo, el
objetivo fundamental de la expedición fue el acompañamiento a la Comisión
Científica del Pacífico, con la que Isabel II continuaba la tradición de protección
de la actividad científica que sus predecesores habían realizado en América en
el siglo XVIII. Se destinaron dos de las nuevas fragatas de la Armada, blindadas
y de hélice, para el traslado de los expedicionarios y de paso también para hacer
una demostración del poder naval de España en la zona y resolver las reclama-
ciones pendientes mediante negociaciones con los países respectivos. La Comi-
sión Científica salió de Cádiz en 1862.
Las deficiencias diplomáticas de los negociadores españoles dieron lugar a
un enfrentamiento armado entre Perú y España, cuyos episodios fundamentales
fueron los ataques de Méndez Núñez a Valparaíso y El Callao. Esta interven-
ción de España se destacó igualmente por la falta de previsión y por lo reducido
de los objetivos: Méndez Núñez no pudo hacer más porque no tuvo el aprovisio-
namiento necesario. Antes de que se declararan las hostilidades, los científicos
españoles fueron amablemente recibidos en Chile y en Perú, y se trasladaron a
América Central, México y California para hacer un reconocimiento de las cos-
tas. Estaba previsto continuar el estudio adentrándose en Perú, pero cuando re-
gresaron a Perú se encontraron con el conflicto armado. Algunos regresaron a
España y cuatro permanecieron en Perú bajo la dirección de Marcos Jiménez de
la Espada para completar el programa de la Comisión hasta diciembre de 1865.
Esta expedición, y las anteriores en Cochinchina, África y Santo Domin-
go, no implicaron nuevas adquisiciones de territorio para España, y no siem-
pre procuraron el prestigio internacional que el gobierno de la Unión Liberal
buscó: todo se realizó según la línea de dependencia de Francia y de Inglate-
rra. Aunque algunas tuvieron el efecto de galvanizar la unidad nacional y el
sentimiento patriótico, tampoco puede decirse que el balance político fuera
positivo en cuanto al uso de las aventuras exteriores para desviar la atención
de los problemas internos. Al final del gobierno de O’Donnell, la diferencia
entre los recursos empleados en hombres, equipamiento y dinero sobrepasó en
mucho a los resultados.
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ESTUDIO
P O L Í T I C O M I L I TA R
D E L A C A M PA Ñ A
DE MÉJICO
(1861-1867)
Reproducción de la portada original
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Redacción, “Libro nuevo interesante y útil”, El Heraldo de Madrid, 30 de junio de 1901.
Redacción, “Merecida distinción”, El Día de Madrid, 22 de marzo de1906.
Años después, en 1922, en la página diez del periódico ABC del 30 de no-
viembre, aparece la concesión de la “Encomienda de la Orden Civil de Alfon-
so XII al coronel del Estado Mayor Central, Gentilhombre de Su Majestad, D.
Antonio García Pérez”. No era la primera vez que recibía una importante con-
decoración, sino que con anterioridad y en diferentes años había recibido otras
de no menos categoría.
Vivió en Córdoba de 1902 a 1905. Terminada la guerra civil española de
1936 a 1939, vivió de nuevo en Córdoba de 1940 a 1950, donde murió en este úl-
timo año. Parecería lógico que en esos años frecuentara la Real Academia y asis-
tiera a algunas de las sesiones, pero en las actas de ese decenio no figura en nin-
guna ocasión como asistente a las reuniones.
Sea lo que fuere, Antonio García Pérez merecería un estudio en profundidad
de su figura y de su obra como un enlace que fue entre lo español y lo americano.
Introducción
del partido conservador, que circuló solamente durante los años 1864 a 1867
(Ross: 1965, 362-363).
García Pérez revisó la correspondencia entre los principales actores de la
intervención francesa recopilada por el gobierno juarista y publicada, en 1870,
con el título Correspondencia durante la Intervención extranjera, 1860-1868. (Co-
rrespondencia…: 1870). Para la deuda externa de México —hizo una revisión de
la historiografía del siglo XIX—, de gran utilidad fue la obra de Manuel Pay-
no, México y sus cuestiones financieras con la Inglaterra, la España y la Francia
(Payno: 1862); para estudiar el papel de Estados Unidos durante la interven-
ción francesa consultó la obra de Matías Romero, Correspondencia de la Legación
Mexicana en Washington durante la intervención Extrajera. 1860-1868 (Romero:
1870-1892); y para los últimos días del Imperio acudió a la obra Últimas horas del
Imperio de Manuel Ramírez Arellano (Ramírez de Arellano: 1869).
En los dos primeros capítulos, García Pérez analizó las coordenadas inter-
nacionales del período estudiado. Su punto de partida fue la firma del Conve-
nio de Londres, donde Francia, Inglaterra y España se unieron para establecer
en México un gobierno estable que conservase las relaciones de paz y amistad
con las potencias extranjeras. La causa de este convenio se derivó cuando, el 17
de julio de 1861, el presidente Benito Juárez decretó la suspensión de pagos de
la deuda externa, como una acción temporal, que provocó el enfado de Francia,
España e Inglaterra. Estos países
fundándose en la conducta arbitraria y vejatoria de las autoridades de la Repú-
blica de Méjico, en la necesidad de exigir de esas autoridades una eficaz protec-
ción para las personas y propiedades de sus súbditos y en la obligación de hacer
cumplir con ellos los deberes contraídos por la República mejicana, acordaron un
convenio para unificar sus aspiraciones y lograr el propósito común (García Pé-
rez: 1900, 10).
La Convención de Londres fue firmada en octubre de 1861 por el general
Charles de Flahuat, embajador extraordinario de Francia; Francisco Javier de Is-
túriz y Montero, ministro plenipotenciario de España en las Cortes de Londres,
enviado extraordinario de la reina de España, Isabel II; y por lord John Rusell,
vizconde de Amberley y Artzalla, secretario de Estado para Negocios Extranje-
ros, como representante de la reina Victoria (Ramos: 1968). En esta convención se
tomó la decisión, entre los tres países, de emprender una acción militar para blo-
quear los puertos mexicanos, principal fuente de ingresos del gobierno mexicano.
Aunque Juárez derogó, el 23 de diciembre, el decreto de suspensión de pagos, esta
medida fue demasiado tardía, porque el 8 de diciembre llegó la flota española a
Veracruz y, a inicios de enero de 1862, arribaron las escuadras inglesa y francesa.
Inglaterra y Francia, afectadas por idéntica medida, decidieron tomar las
aduanas de Veracruz y Tampico para cobrarse la deuda con sus ingresos. Las
laba que no se incorporaría ningún territorio mexicano (García Pérez: 1900, 11).
Había razones por las que Napoleón III debía de preocuparse por la suerte de
la colonia francesa integrada por dos mil residentes repartidos entre Veracruz,
México y algunas otras ciudades de provincia. Sin embargo, como se revelaría
más tarde, exceptuando algunos casos aislados, los franceses no fueron particu-
larmente afectados por el ambiente de inseguridad que reinaba en México, des-
pués de la Guerra de Independencia.
Los años que estudia García Pérez fueron significativos en la historia de las
relaciones internacionales de México, como lo asevera el historiador Ernesto Qui-
rarte Villicaña quién comentó en el prólogo del libro México desde 1808 hasta 1867:
No puede comprenderse la historia de México de 1861 a 1867 si no se analiza
con perspectiva universal. Sin consultar los archivos de Estados Unidos, Francia,
Gran Bretaña, Bélgica, Italia, Austria y España, es imposible lograr un conoci-
miento pleno de la época. Precisa conocer además, por lo menos a grandes rasgos,
la historia social, política y económica de estos pueblos para explicar la influencia
que ejercieron en los destinos de México (Quirarte: 1969, V).
La zona elegida para acampar por las tropas invasoras, en el estado de Vera-
cruz, era insalubre y el llamado “vómito negro” empezó a hacer estragos en las
tropas. En el caso del ejército español, el 19 de enero de 1862 habían enferma-
do veintidós oficiales y seiscientos tres soldados (García Pérez: 1900, 20). El 2 de
febrero, el general Prim tuvo que enviar a ochocientos enfermos a La Habana,
y se vio en la necesidad de avanzar hacia Santa Fe, entre San Juan y Veracruz,
por ser un lugar más salubre, lo que motivó una enérgica protesta del general
Ignacio Zaragoza que lo consideró un acto de agresión (García Pérez: 1900, 24).
Las ventajas que ofrecía México eran fuertemente destacadas por tres de los
consejeros más próximos el emperador Luis Napoleón Bonaparte, Charles de Fla-
haut —presidente de la Asamblea—, Eugène Rouher —ministro de Comercio y
de Agricultura— y Alexandre Walewski —ministro de Relaciones Exteriores—,
quienes veían a México como un país con una gran capacidad agrícola para suplir
el algodón procedente de los Estados Unidos a causa de la Guerra de Secesión.
Desde la caída del régimen del general Miguel Miramón, Napoleón III fue
informado por su representante plenipotenciario en México, Alphonse Dubois
de Saligny, de las dificultades del gobierno liberal del licenciado Benito Juárez
para restablecer el orden del país. Por su simpatía con los conservadores, Sa
ligny apoyó sin reservas el proyecto de invasión. Sus informaciones transmitidas
al emperador, con quien mantenía correspondencia directa, fueron tendencio-
sas para orientar las decisiones del gobierno francés. Su insistencia acerca de los
riesgos de los súbditos franceses residentes en México tuvo sin duda alguna al-
gún efecto en la intervención.
El 9 de febrero respondió Juárez a los aliados, invitándolos a una conferen-
cia que debía celebrarse en Córdoba para discutir ampliamente las bases pro-
puestas. La reunión se celebró el día 19, en el cuartel de La Soledad, por lo que
lumna, compuesta del resto de la infantería, quedaba como reserva. Acerca del
ejército mexicano dice el autor:
El general Zaragoza, que desde los primeros momentos pudo observar cual
iba a ser el objetivo de los contrarios, apresuradamente reforzó los fuertes Gua-
dalupe y Loreto con las brigadas Berriozábal y el cuerpo de caballería respecti-
vamente; apoyó en su derecha en la iglesia de los Remedios —arrabal de la ciu-
dad— con la división [Porfirio] Díaz; la izquierda en cerro Guadalupe, con la
brigada [Francisco] Lamadrid y la caballería la sitió en el flanco derecho (García
Pérez: 1900, 58).
La estrategia del conde de Lorencez consistió en organizar su ejército de
la siguiente manera: el batallón de marinos, la infantería de marina, el pri-
mer batallón de zuavos y la batería de la montaña se resguardaron del fuego
del fuerte de Loreto; dos compañías del batallón de cazadores quedaron en la
llanura para contener la izquierda enemiga, mientras que dos batallones de la
columna de ataque cumplían su misión; cuatro compañías de cazadores ama-
garían por la izquierda de estos batallones con objeto de dividir la atención del
contrario. Cuando el primer batallón de zuavos inició su movimiento de avan-
ce, fue recibido por el fuego de los batallones mexicanos colocados entre los
fuertes de Loreto y Guadalupe, quedando aniquilados. Mientras, las dos com-
pañías de la llanura fueron arrolladas por la caballería mexicana. Los cazado-
res, en combinación con dos batallones de zuavos, hicieron el intento de apo-
derarse del fuerte Guadalupe, pero les fue imposible; a los que llegaron hasta
el foso este les sirvió de sepultura.
Las pérdidas de los franceses fueron de cuatrocientos setenta y seis hombres.
El segundo regimiento de zuavos fue el más dañado, fallecieron seis oficiales y
ochenta soldados, y resultaron heridos seis oficiales y ciento veintidós soldados.
El Ejército de Oriente perdió ochenta y tres hombres y doscientos cincuenta he-
ridos. Para colmo de desdichas la naturaleza estuvo en contra del ejército fran-
cés, un fuerte aguacero cayó sobre el campo reblandeciendo el terreno y las pen-
dientes se pusieron resbaladizas lo que impedía el ascenso de los soldados. A las
cuatro de la tarde terminó la batalla, con el retiro de las tropas francesas (García
Pérez: 1900, 59). Es importante señalar que, en la ciudad de Puebla, la mayo-
ría de la población era conservadora y partidaria de la intervención; una parte
se encerró en su casa y otra se mostró insolente con el ejército mexicano. Pese a
ello había que defender la ciudad:
Numerosas barricadas en las calles —trazadas a cordel, como todas las de
América— conventos fortificados sirviendo de apoyo, comunicaciones cubiertas
enlazando las líneas interiores de defensa, un reducto central y otros trabajos ac-
cesorios, formaban un serio obstáculo para el atacante; una fuerte guarnición, un
escogido y abundante material de guerra y una población dispuesta al sacrificio por
su patria, completaban el conjunto de la resistencia que denodadamente opondrían
los mejicanos a los franceses (García Pérez: 1900, 56-57).
García Pérez analiza la derrota de los franceses como un ejemplo de las cir-
cunstancias y estrategias militares. Según él se debió a la falta de preparación
del combate por la artillería, no porque sus fuegos estuvieran mal dirigidos sino
por la distancia, dos mil metros, que los cañones fueron disparados e impidie-
ron abrir brecha. Mientras, la mayor parte de los soldados mexicanos estuvieron
atrincherados en dos fuertes.
Cabe mencionar que el ejército mexicano no estaba en las condiciones ópti-
mas para ganar la batalla. Dos meses atrás, en la noche del 6 de marzo ocurrió
una explosión en el cuartel de San Andrés Chalchicomula de Puebla, en el que
perecieron mil trescientos veintidós soldados, veinticinco oficiales, cuatrocientas
sesenta soldaderas y más de quinientas víctimas civiles; además de un número
considerable de heridos. Los soldados fallecidos eran de los batallones Patria y el
1º y 2º de Oaxaca. Cuando el ejército francés desembarcó en Veracruz para im-
pedir que se apoderaran de los pertrechos de guerra, ubicados en la fortaleza de
San Carlos, estos fueron desalojados y trasladados al de San Andrés. Una chispa
saltó al depósito de pólvora y la explosión privó al ejército mexicano de un veinte
por ciento del contingente de hombres y de pertrechos que ya no participaron en
la batalla del 5 de mayo (Báez: 1907).
El día 6 de mayo, con los refuerzos de Guanajuato en los fortines, el gene-
ral Zaragoza esperaba un nuevo ataque de Lorencez, que desde luego no se dio,
retirándose dos días después a San Agustín del Palmar. El 12 de junio, después
de haber trasladado Zaragoza su campamento a Tecamalucán, dirigió a Salig-
ny un ofrecimiento de un armisticio. Haciendo caso omiso los franceses, en los
siguientes meses, de junio a agosto, se produjeron encuentros como el del Cerro
del Borrego y la garita de la Angostura. Mientras, Napoleón III enviaba refuer-
zos y al general Élie-Frédéric Forey para sustituir a Lorencez. El 5 de septiem-
bre el general Zaragoza contrajo fiebre tifoidea, falleciendo el día 8, dejando va-
cío el liderazgo de las Fuerzas Armadas de México, hasta que el general Jesús
González Ortega asumió el mando del Ejército de Oriente.
En Francia la derrota del 5 de mayo se vivió como una humillación; en Mé-
xico el júbilo fue relativo. El presidente Juárez, al no tener noticias de la bata-
lla de Puebla, dio al general Florencio Antillón la orden de salir de la ciudad al
mando de varios batallones de Guanajuato hacia Puebla, quedando en la capital
solamente dos mil hombres del Regimiento de Coraceros y algunos centenares
de militares pobremente armados.
Saligny defendió al ejército ante el emperador para continuar la campaña
hasta el fin y alcanzar la ciudad de México; mientras que Lorencez fue desti-
tuido de su puesto de jefe de expedición y reemplazado por el general Forey.
A partir de entonces, la expedición de México dio un giro diferente; lo que
al principio fue una acción militar limitada a recuperar un crédito, ahora se
convirtió en una operación de amplitud, donde se confundieron los objetivos
de conquista y la necesidad de desquite. Las instrucciones de Napoleón III al
dar forma al gobierno intervencionista que estaba apoyado por una considera-
ble, aunque no mayoritaria, parte de la población. En él se disponía que Méxi-
co adoptara una monarquía moderada y al mando de un emperador. Este títu-
lo, según se estipulaba, sería ofrecido al archiduque de Austria, Maximiliano de
Habsburgo. Mientras tanto se nombró un Poder Ejecutivo provisional que llevó
el nombre de Regencia.
El capítulo V concluye con el Convenio de Miramar. Eugenia de Montijo,
esposa española de Napoleón III, fue la mediadora entre los mexicanos conser-
vadores y Maximiliano de Habsburgo. El 3 de octubre de 1863, una delegación
ofreció la Corona de México al archiduque austríaco. Para convencerlo, esta ar-
gumentó que el pueblo de México, en general, estaba en desacuerdo con el go-
bierno de la República. Maximiliano mostró agrado en la empresa y, después de
obtener el beneplácito del emperador francés, se embarcó, el 14 de abril de 1864,
con su esposa, la emperatriz Carlota, en la fragata Novara escoltada por la fraga-
ta francesa Themis. Primero pasaron por Roma para visitar al papa Pío IX con
el fin de arreglar la cuestión religiosa de México. El 28 de mayo el Novara entra
en la rada de Veracruz, desembarcando sus tripulantes el 29, siendo recibidos en
medio de la mayor indiferencia; esa mañana, el emperador pronunció su primer
manifiesto al pueblo mexicano:
¡Mejicanos! El porvenir de nuestro hermoso país, en vuestras manos se en-
cuentra. Por mi parte os ofrezco una sincera voluntad, leal y firme intención de
respetar las leyes y hacerlas cumplir con autoridad inviolable. Mi poder reside en
la protección de Dios y en vuestra confianza; la bandera de la independencia es
mi símbolo; mi lema ya los conocéis: Equidad en la Justicia
(García Pérez: 1900, 126).
Ese mismo día la comitiva imperial abandonó Veracruz para dirigirse a la
capital, pasando por Córdoba. La recepción en la ciudad de México fue diferen-
te lo esperaban ovaciones, arcos de flores y aclamaciones.
ria. Sin embargo, no dio marcha atrás respecto a los bienes del clero que fueron
nacionalizados y sus rentas entregadas al gobierno; dispuso que los curas apli-
caran los sacramentos, pero no debían exigir remuneración alguna. Los matri-
monios, nacimientos y defunciones, así como los cementerios, quedarían bajo el
control del Estado. Una de sus primeras disposiciones fue conceder la libertad
de prensa, para que todos pudieran emitir sus opiniones, aventajando en este
derecho al propio Juárez. También emitió la primera ley de trabajo, ya que esta-
blecía, avanzadas para su tiempo, jornadas de doce horas con dos de descanso y
un día de descanso a la semana; se prohibía el castigo corporal y las cárceles pri-
vadas; se establecía la libertad para escoger dónde trabajar y el libre acceso de los
comerciantes a los centros de trabajo, así como la obligación de los patrones de
pagar en efectivo. Estas disposiciones no agradaron a los conservadores y mucho
menos a la Iglesia, que de inmediato presionó al emperador para que eliminara
todas las leyes reformistas.
Durante los años de 1865 y 1866, Maximiliano tuvo desacuerdos con los con-
servadores mexicanos y la Iglesia católica, que lo habían traído a México; las
amenazas por parte de Francia de retirar sus tropas finalmente se materializaron
a principios del año 1866, lo que inició el avance republicano hacía el centro del
país con ayuda de los Estados Unidos, puesto que el ejército imperial no contaba
con las tropas necesarias para contener su avance. Pese a ello, Maximiliano reor-
ganizó el ejército imperial, designando a los generales Miguel Miramón, Tomás
Mejía y Manuel Ramírez de Arellano para altos puestos militares. Al acercarse
las tropas republicanas a la ciudad de México, Maximiliano se refugió en la ciu-
dad de Querétaro. Todo esto facilitó la derrota definitiva de las tropas imperiales.
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rales, cuyo presidente era el indio zapoteco Benito Juárez, controlaban el puer-
to más importante de México, Veracruz, que les proporcionaba los ingresos que
producía la recaudación de los derechos aduaneros. Contaban con el favor de los
empresarios que apoyaban el libre comercio así como otros muchos que veían
la posibilidad de obtener beneficios de la venta forzosa de las propiedades de la
Iglesia y de los ejidos. Asimismo contaban con muchos hacendados de la peri-
feria del país tradicionalmente federalistas, los indígenas no enmarcados en co-
munidades y los mestizos (Scholes: 1972, 71 y ss.).
A fines de 1860, después de tres años de enfrentamientos, el conflicto pare-
cía haber terminado con la conquista por los liberales de Oaxaca, el último bas-
tión de los conservadores. El presidente liberal, Benito Juárez, se encontraba ce-
lebrando la Navidad en San Juan de Ulúa, junto a Veracruz, cuando recibió la
noticia. Entonces se interrumpió la cena y la orquesta interpretó La Marsellesa
que se había convertido en el himno de los liberales republicanos, aunque estu-
viera prohibida en Francia por Napoleón III (Ridley: 1994, 54).
Durante la guerra, el gobierno liberal había seguido aprobando decretos
que afectaban aún más a los intereses conservadores con lo que se agudizaron
las tensiones sociales. Por otra parte, en 1859, el ministro liberal Melchor Ocam-
po había llegado a negociar un acuerdo con el enviado norteamericano Robert
McLane para vender a Estados Unidos por dos millones de dólares una zona de
tránsito por el istmo de Tehuantepec y, aunque el senado norteamericano recha-
zó el tratado, los liberales fueron acusados de que, después de haber saqueado a
la Iglesia, estaban dispuestos a vender el país a los protestantes extranjeros. Pero
los conservadores también llegaron a acuerdos financieros con los extranjeros:
los banqueros europeos, entre ellos el suizo De Jecker, compraron con gran-
des descuentos los bonos del gobierno. Además, durante la guerra ambos ban-
dos impusieron préstamos forzosos a los extranjeros residentes en México. En
cualquier caso el fin de la guerra celebrado por Juárez en diciembre de 1860 no
significó que hubiesen acabado los problemas. Aunque el presidente conserva-
dor Miramón partió para Europa en un buque de guerra francés, los generales
conservadores Tomás Mejía y Leonardo Márquez se refugiaron en las monta-
ñas para llevar a cabo una guerra de guerrillas contra el gobierno liberal que se
instaló en la capital en enero de 1861. La inestabilidad continuaba en un México
profundamente dividido (Bushnell: 1989, 203).
El segundo elemento previo a la intervención francesa se desarrollaba
poco antes en el tablero de ajedrez de las relaciones internacionales y era fun-
damental para el posterior curso de los acontecimientos. El 20 de diciembre
de 1860, tres días antes de la victoria liberal en México, Carolina del Sur se
separaba de los Estados Unidos en vista de que Abraham Lincoln había sido
declarado presidente. Diez estados más acompañarían a Carolina del Sur para
formar los Estados Confederados de América y en aquellos momentos la po-
sibilidad de una próxima guerra civil norteamericana se daba por desconta-
da. Lejos de allí, el primer ministro británico Lord Palmerston se sentía com-
placido ante tal perspectiva. El 1 de enero envió una carta felicitando el Año
Nuevo a la reina Victoria y congratulándose de “la inminente y casi definiti-
va disolución en América de la Gran Federación del Norte”. Palmerston no
dudaba de que los Estados Unidos dejarían de existir como nación, lo que
era una buena noticia para él pero representaba un desastre para los liberales
mexicanos (Ridley: 1994, 54).
Pero quien más se alegraba de esta noticia era Napoleón III. Para el sobri-
no de Napoleón Bonaparte, la secesión de Carolina del Sur pero, sobre todo, el
inicio de la guerra civil en abril de 1861 con el primer ataque de los estados con-
federados anunciaba la caída del poderoso y agresivo país republicano del nor-
te, y es que Napoleón III concebía al gran país norteamericano como un riesgo
para las monarquías europeas. Por otra parte, en julio del mismo año 1861 el
Congreso mexicano, con el país asfixiado económicamente tras la guerra, deci-
dió suspender el pago de la deuda pública de México, una parte de la cual era
con Francia. Al mismo tiempo, los conservadores mexicanos, en el exilio tras la
guerra, reiteraban la oferta a Napoleón para que aceptara intervenir en México
y ocupar un trono en el país. Por todo ello, en el contexto de su política interna-
cional, con Inglaterra como aliada después de la guerra de Crimea y proyectan-
do su poder en Europa, a Napoleón parecía abrírsele la puerta para emprender
una gran operación imperial en América. Así podría detener la influencia de los
Estados Unidos y difundir monarquías en lugar de repúblicas. Era el Gran De-
signio americano de Napoleón III (Hanna: 1973, 13).
La ocasión la brindaba México. Había reclamaciones de deuda contra este
país, ¿por qué no exigirlas con las armas, pensaba Napoleón, y en lugar de resol-
verlo con un tratado, como otras veces, se aprovechaba para instalar allí el tro-
no de un nuevo imperio? No tendría que ser una operación costosa, aumentaría
el prestigio y la influencia de su gobierno, y contribuiría a regenerar la raza y la
cultura latinas en el Nuevo Mundo, creando una barrera a la raza anglosajona.
Pero ¿sobre qué frente se ceñiría la corona? La idea de aprovecharla para sí mis-
mo era tentadora pero quizá se trataba de una aventura muy arriesgada y, por el
contrario, conseguirla para otro y mejorar las relaciones internacionales podía
ser el máximo de la grandeza humana (Keratry: 1953, X).
El tercer componente de este cuadro sería, pues, el candidato al trono. Los
conservadores mexicanos siempre habían sido partidarios de la monarquía y,
por otra parte, desde fines del siglo XVIII también se mostraban hostiles a la in-
fluencia anglosajona. De hecho creían que la turbulencia que estaba cambian-
do a América de un continente satisfecho, dominado por España, a una región
desordenada llena de revolucionarios y extremistas había comenzado en Nueva
Inglaterra en 1775. Así, además de la experiencia de Agustín I, los conservado-
res habían ofrecido un trono en México a Austria por dos veces, a Inglaterra, a
España y repetidamente a Francia. Ya Napoleón III había declinado tal oferta,
mar a México. Con estos antecedentes y después de una guerra, en 1860 México
se encontraba económicamente arruinado y sin posibilidad de hacer frente a su
deuda. Por eso, no es sorprendente que, al final de la guerra, con las arcas fede-
rales vacías y con los acreedores europeos exigiendo la satisfacción de sus recla-
maciones, el Congreso mexicano declarase en junio de 1861 la suspensión del
pago de la deuda por un plazo de dos años (Scholes: 1972, 108).
En cuanto al monto de la deuda externa de México, existen cifras oficiales
aunque no siempre coincidentes en las distintas fuentes disponibles. En princi-
pio se puede aceptar que México debía a Gran Bretaña alrededor de sesenta y
siete millones de pesos en parte procedentes del primer préstamo de 1824; a Es-
paña, nueve millones cuatrocientos sesenta mil pesos y a Francia dos millones
cuatrocientos treinta mil pesos, todo ello incluyendo capital e intereses. Por otra
parte existían más de cincuenta y dos millones en bonos emitidos por los go-
biernos conservadores. En total, más de ciento treinta millones de pesos (Ridley:
1994, 95; Senado/6: s. f., 29; Torre: 1968, 83). Sin embargo, la realidad era más
compleja y, en cuanto a Gran Bretaña, el gobierno de Benito Juárez se tenía que
hacer cargo también de las deudas generadas por abusos sobre súbditos y sobre
la legación británicos cometidos por el gobierno de Miramón. Por lo que res-
pecta al caso de España, la deuda se había ido acumulando desde el año 1830 y
arrastraba una historia contable y diplomática ciertamente complicada. El mon-
to total tampoco estaba del todo cerrado porque, a lo que se puede considerar la
cifra base, había que añadir reclamaciones por daños reales o supuestos sufri-
dos por ciudadanos españoles en los sucesivos conflictos armados. España había
firmado varios convenios con los gobiernos mexicanos para asegurar el pago de
todo el monto de la deuda, de los cuales el más importante fue el de 1853, des-
pués del cual la deuda siguió creciendo.
El final de la Guerra de la Reforma había sorprendido a España alineada
con el gobierno conservador de México. En París el plenipotenciario español,
Alejandro Mon, y el destacado exiliado mexicano Juan N. Almonte habían fir-
mado en septiembre de 1859 el Tratado Mon-Almonte que tenía por objeto com-
prometer al gobierno de México al pago de la deuda que tenía con España. Pero
tras la victoria liberal, Juárez no solo no reconoció el tratado sino que en enero
de 1861 rompió las relaciones diplomáticas con España, si bien en los meses si-
guientes se mantuvieron conversaciones entre representantes de los dos países en
París (Pi-Suñer: 1999, 49).
cito francés en territorio mexicano. Ello sin perder de vista el desarrollo de los
acontecimientos en Europa antes de la partida de Maximiliano.
En octubre de 1861 representantes de los gobiernos de Inglaterra, España y
Francia comenzaron a negociar un acuerdo mediante el cual actuarían con-
juntamente para enviar tropas a México. La idea era intervenir la gestión de la
aduana del puerto de Veracruz y destinar parte de sus ingresos a la amortización
de la deuda que México tenía con cada uno de ellos. Durante las conversaciones
las relaciones diplomáticas fueron cautelosas, sobre todo por parte de Francia
que no quería desvelar de antemano sus intenciones de ocupar México e instalar
un emperador allí. Napoleón no quería que España e Inglaterra creyeran que su
interés por cobrar la deuda estaba vinculado con colocar un paniaguado en Mé-
xico, lo que era cierto (Ridley: 1994, 83).
Finalmente el 31 de octubre se firmó el convenio tripartito en Londres. Se
trataba de un acuerdo vago y ambiguo que encerraba una diversidad de objetivos
ocultos por parte de cada firmante, lo que quedaría en evidencia pocos meses des-
pués, cuando comenzaran las actuaciones en México. Frente a la decisión ya to-
mada, aunque no confesada, por Napoleón III de ocupar México, en España ha-
bía quienes también pensaban en la posibilidad de instalar un candidato Borbón
en un trono mexicano y quienes, como el general Francisco Serrano desde Cuba,
esperaban una actitud agresiva de España que compensara la presión norteameri-
cana sobre el Caribe español en las décadas anteriores (Sánchez: 1999, 113).
Antes de la firma del convenio, cuando en Estados Unidos se supo que los
tres países planeaban apoderarse de los ingresos de la aduana de Veracruz, el
nuevo secretario de Estado de Abraham Lincoln, William Seward, envió una
protesta y ofreció pagar todas las deudas que México tenía con los acreedores, lo
que México devolvería posteriormente hipotecando sus tierras públicas y minas
en el norte del país. Los tres países rechazaron la oferta y, en cambio, invitaron a
los Estados Unidos a que se uniese a la intervención de México. Pero, tanto por
interés propio como a petición de México, Estados Unidos rehusó tal propuesta.
Por otra parte, más adelante, a fines de noviembre de 1861 el Congreso de Méxi-
co llegó a derogar la ley de suspensión de pagos de la deuda, sin embargo los fir-
mantes del convenio tripartido no modificaron sus planes y siguieron adelante
con el proyecto de intervención en México (Senado/6: s. f., 30).
Desde España, el gobierno de Isabel II decidió nombrar como jefe de expe-
dición al general Juan Prim y Prats, conde de Reus, quien, debido a que tenía re-
laciones familiares e intereses económicos en México, era un buen conocedor del
problema de la deuda mexicana. Cuando Prim llegó a México se encontró con
que se había adelantado un contingente enviado por el general Francisco Serra-
no desde Cuba y ya había ocupado la aduana de Veracruz, situación que hubo
que modificar en virtud del convenio tripartito (Pi-Suñer: 1999, 50). Las tropas
españolas ocuparon el puerto en diciembre de 1861 y allí se les unieron al mes
siguiente las fuerzas expedicionarias británicas y francesas (Ridley: 1994, 78).
En conjunto se trataba de más de seis mil españoles, dos mil cuatrocientos fran-
ceses y setecientos británicos que comenzaron a sufrir bajas por el clima y las
enfermedades tropicales. En poco tiempo, Prim tuvo que enviar a ochocientos
soldados enfermos a Cuba y los franceses tenían trescientas treinta y cinco bajas.
De todas formas Benito Juárez no podía enfrentarse a una fuerza combi-
nada extranjera y autorizó el desplazamiento de las tropas a tierras más altas
del interior al mismo tiempo que aprobaba una ley estableciendo penas contra
quienes cometieran delitos armados contra la nación y a quienes colaborasen
con ellos. Era precisamente la ley por la que sería juzgado y ejecutado Maxi-
miliano en junio de 1867. Pero Juárez también declaró estar dispuesto a llegar
a arreglos sobre todas las reclamaciones de las potencias extranjeras. Sobre esta
base se firmaron en febrero los llamados acuerdos preliminares en La Soledad,
en los que México reconocía todas las demandas extranjeras, permitía a las tro-
pas ocupantes avanzar solo para evitar las enfermedades y se establecía que, si
se rompían las conversaciones, las tropas regresarían a la línea de las fortifica-
ciones de Veracruz (Scholes: 1972, 122).
Mientras se consideraba si ratificar o no dichos acuerdos, en marzo desem-
barcaban en México otros cuatro mil setecientos soldados franceses comanda-
dos por el conde de Lorencez, un destacado militar del ejército de Napoleón III.
Con ellos venía Juan Almonte, el representante conservador en Francia, y Juárez
protestó porque llegara bajo el amparo de la bandera francesa, lo que constituía
una flagrante violación de los acuerdos de La Soledad. Era evidente que Fran-
cia mantenía una actitud agresiva con México. El 9 de abril se reunieron los tres
representantes extranjeros. Gran Bretaña y España, que no estaban de acuerdo
con los planes de Napoleón III, decidieron retirarse del compromiso triparti-
to y negociar por separado con México. Francia, por su parte, consideró que los
acuerdos de La Soledad perjudicaban a sus intereses nacionales, no los ratificó y
continuó su operación de ocupación de México con sus efectivos ahora reforza-
dos (Ridley: 1994, 94). La decisión de Prim de retirar las tropas de México pro-
vocó un fuerte debate en la política española. Hubo quienes pensaron que había
sido precipitada y que debía haber llevado a cabo la retirada de forma escalo-
nada, pero también había quienes lo criticaron desde posiciones más interven-
cionistas, como algunos grupos militares y los más agresivos cubanos. En todo
caso, el presidente del Consejo de Ministros, Leopoldo O’Donnell, consideró
que Prim se había quedado sin margen de maniobra tras la ruptura de la uni-
dad del tripartito por parte de Francia, y apoyó su decisión frente a la oposición.
En Europa, Maximiliano se había instalado en Miramar, un palacio barro-
co construido en un promontorio cerca de Trieste dominando el Adriático, frus-
trado por su aventura política como gobernador de Lombardía-Venecia y dudan-
do de conseguir otra oportunidad (Hanna: 1973, 88). Apenas un mes después
de haber recibido la pregunta de si aceptaría un trono en México, en noviembre
de 1861 Napoleón III ya tenía previstos los pasos para llevar a cabo la operación
ver esta crisis enviando a su amigo el general Elie Frederic Forey a triunfar en
el mismo lugar donde el vicealmirante Jurien, el general Lorencez y el ministro
Dubois de Saligny habían fracasado. Ya no habría división de autoridad. Forey,
que había peleado contra los rusos en Crimea y los austriacos en Italia, llegó a
México el 25 de septiembre de 1862 con treinta mil hombres, con lo que la pre-
sencia militar francesa superaba los cuarenta mil efectivos. Entre las instruccio-
nes que recibió Forey al partir a México se decía que todos los mexicanos que se
unieran a los franceses serían bienvenidos y que las fuerzas auxiliares de México
serían pagadas, vestidas y alimentadas, así como que no se adoptaría la causa de
ningún partido (Keratry: 1953, 23).
El primer objetivo de Forey tras su llegada era la conquista de Puebla pero,
ante el temor de una segunda derrota que Napoleón no toleraría, permane-
ció en Orizaba varios meses preparando concienzudamente su expedición. En
marzo de 1863 finalmente Forey se dirigió a Puebla donde el general juarista
Jesús González Ortega resistió duramente hasta que el 17 de mayo entregó la
plaza a los franceses. A partir de la victoria en Puebla quedaba expedito el ca-
mino hacia la capital adonde se dirigieron las tropas de Forey. Desde entonces,
la expedición militar francesa vivió dos fases distintas relacionadas con los dos
generales en jefe que se sucedieron al frente de las tropas. La primera etapa cu-
brió el período en el que todavía el general Forey se mantuvo al mando, aun-
que con un protagonismo creciente del general Achille François Bazaine que
entró en primer lugar en la capital mexicana a comienzos de junio de 1863. La
segunda etapa comenzó cuando en el mes de octubre de 1863 Forey fue lla-
mado a Francia. Forey no había cumplido a satisfacción el papel que le había
reservado Napoleón, no solo en el aspecto militar, lo que contrastaba con su
brillantísima carrera anterior, sino también en el político. Entonces el mando
supremo pasó al general Bazaine que lo mantendría hasta el final de la ocupa-
ción (Keratry: 1953, 27).
Antes de llegar los franceses a México, Juárez había abandonado la ciudad
ante la imposibilidad de resistir militarmente el avance francés. Previamente a su
partida el Congreso le concedió facultades extraordinarias para todo el período
de la ocupación francesa y a continuación estableció su gobierno en San Luis Po-
tosí. Era la primera escala de una retirada gradual hacia el norte, provocada por
la creciente expansión de las tropas franco-mexicanas. El gobierno se desplazaba
en una caravana de carros con familiares y funcionarios, escoltados por militares,
que incluía además once carretas cargadas con todo el archivo nacional de México.
Para organizar la resistencia, Juárez necesitaba armamento y se dirigió de nuevo a
los Estados Unidos para conseguirlo, pero el gobierno norteamericano insistió en
su teórica neutralidad respecto a los asuntos de México, condicionado por la po-
lítica internacional en medio de la guerra civil. No obstante encontró el apoyo de
mexicanos residentes en San Francisco quienes ofrecieron enviar armas y personas
para ayudar a la República (Senado…/6: s. f., 174).
Pero el problema con el que ahora se enfrentaba Napoleón III y los fran-
ceses en México no era tanto militar sino político. Una vez llegados a la capital
los franceses tenían que afrontar la puesta en marcha de una estructura políti-
ca y tomar decisiones en este terreno, y esto comenzó a producir problemas más
graves y de más larga duración que cualquier enfrentamiento militar. En pri-
mer lugar Napoleón III había ordenado al general Forey que, cuando alcanza-
se la capital, organizara ante todo un gobierno y que, una vez que este estuviese
consolidado y gozase del apoyo popular, procediera a realizar una consulta en
la que el pueblo mexicano se pronunciara sobre su opción política. Lógicamen-
te se esperaba que esta opción fuera el imperio. Sin embargo Forey nombró en
junio de 1863 un comité de treinta y cinco notables para iniciar el gobierno pro-
visional. Acto seguido este comité nombró a un triunvirato de ejecutivos: Juan
Almonte, el general Mariano Salas y el arzobispo electo de México, P. A. Labas-
tida que estaba todavía en Europa. A su vez el comité se amplió más tarde hasta
doscientos cincuenta miembros que, después, se declararon asamblea constitu-
yente, la cual votó en julio el establecimiento de una monarquía. El triunvirato
inicial se constituyó en Consejo de Regencia y enseguida envió una delegación
a Europa para ofrecer oficialmente el trono de México a Maximiliano. Y todo
ello en apenas un mes. Napoleón III estaba indignado con el orden y la rapidez
de los acontecimientos básicamente porque quería evitar que Francia aparecie-
se como queriendo imponer al pueblo mexicano un tipo de gobierno y un can-
didato. Esta actuación de Forey tuvo que ver también con el hecho de que se le
ordenase regresar a Francia (Ridley: 1994, 146).
Por otro lado, se comenzaba a plantear ahora en la práctica el choque de po-
siciones políticas entre Napoleón III y los franceses, por una parte, y los conserva-
dores, sus socios en la operación que estaba en marcha, por otra. Napoleón había
ordenado a Forey que, para organizar el gobierno provisional, se rodeara de hom-
bres moderados de todos los partidos. Sin embargo, las personas en las que tenía
que apoyarse estaban lejos de encajar en tal tipo ideológico. Al margen de algunos
choques en el terreno personal, algunas actuaciones provocaron la apertura de di-
ferencias. Así, Forey autorizó la continuación de la venta de tierras expropiadas a
la Iglesia antes de la Guerra de la Reforma, algo que los conservadores, como el
padre Francisco Xavier Miranda, no aceptaban de ninguna manera. Sin embargo,
cediendo a las presiones clericales, Forey decretó al mismo tiempo la confiscación
de bienes de los partidarios liberales que no depusiesen las armas, una acción de
escaso tacto político que equivalía a dar a Juárez el derecho de represalia (Keratry:
1953, 90; Hanna: 1972, 81). Por otra parte, las tendencias clericales de Forey pro-
vocaron el distanciamiento de muchos liberales moderados, lo que impidió poder
abrir y enriquecer el arco político de las primeras instituciones que se organizaron.
Las cuestiones relacionadas con la Iglesia estaban en el centro de cualquier gestión
política, como tendrían ocasión de comprobar tanto los franceses como Maximi-
liano en los meses y los años siguientes.
sita de Jesús Terán, amigo de Benito Juárez y ministro plenipotenciario del go-
bierno republicano de México ante Inglaterra y España. Terán explicó al archi-
duque cuál era la situación de México, los objetivos de la revolución liberal y la
imposibilidad de que triunfara en México un gobierno como el que él pretendía
encabezar. Por todo ello le recomendó la renuncia. Sin embargo, Maximiliano
siguió adelante y, en primer lugar, fue a entrevistarse con Napoleón III. La re-
cepción en París fue ostentosa y el resultado de la visita supuso un triunfo mi-
litar pero una catástrofe financiera para el futuro emperador de México. Según
acordó con Napoleón, Maximiliano mantendría la ayuda militar francesa, aun-
que en disminución hasta veinte mil efectivos, hasta que se organizara un ejér-
cito imperial. Y si en algún momento hubieran de actuar conjuntamente tropas
mexicanas y francesas, el mando recaería en estas últimas. Además Napoleón
prometía no abandonar al nuevo Imperio fueran cuales fuesen las circunstan-
cias en Europa. Sin embargo el acuerdo financiero era más propio de un enemi-
go que de un aliado. Maximiliano aceptó rembolsar a Francia doscientos setenta
millones de francos (unos cincuenta y cuatro millones de pesos) por gastos hasta
el 1 de julio de 1864, más mil francos anuales por cada soldado francés que per-
maneciera en México. Todas las reclamaciones que se presentaron a México en
1862 también fueron aceptadas y el banquero suizo De Jecker recibió satisfac-
ción igualmente por su crédito al gobierno conservador. Por otro lado Maximi-
liano gestionó la obtención de algunos créditos de hasta doscientos veinte millo-
nes de los que la mayor parte se fue en pagar intereses de deudas, comisiones y
garantías de los propios préstamos (Hanna: 1973, 111). No es seguro que Maxi-
miliano se hiciese cargo de que la carga económica que había adquirido era im-
posible de abordar con la situación financiera por la que atravesaba México, pero
probablemente la respuesta es negativa.
No le fue mejor a Maximiliano en la reunión con su hermano el empera-
dor, antes de su partida. Básicamente Francisco José, al margen de ofrecerle al-
guna ayuda económica y militar, le planteó que, si aceptaba definitivamente el
trono de México, debía firmar la renuncia a sus derechos sucesorios al trono de
Austria y a sus derechos económicos como archiduque austriaco en caso de que
algún día dejase México y regresara a Europa. Maximiliano consideró intolera-
ble esta condición y estuvo a punto de dar marcha atrás a su aceptación a Méxi-
co. Su reacción provocó un problema por los compromisos adquiridos con Na-
poleón III, el Papa y los mexicanos pero, en el último momento, Maximiliano
aceptó las condiciones tras una agria conversación con su hermano que le causó
un fortísimo disgusto personal. Firmó el Pacto de Familia el 8 de abril de 1864
y el día 10, en Miramar, fue proclamado emperador de México. Maximiliano no
estaba en absoluto satisfecho. En fin, el 13 de abril se embarcó con destino a Mé-
xico (Ridley: 1994, 172 y ss).
Solo unos quince días antes, a fines de marzo de 1864 en vísperas de la últi-
ma ofensiva de las tropas del norte contra las confederadas, en un lujoso hotel de
Una vinculación especial era la que tuvo que mantener Maximiliano con el
jefe militar francés. Aunque había un ministro plenipotenciario nombrado des-
de Francia, Achille Bazaine era en cierto modo el máximo representante de Na-
poleón III en México. No se puede decir que las relaciones entre ambos fueran
malas al principio. En general Maximiliano tuvo gestos de deferencia con Ba-
zaine, algunos muy especiales, pero en el desarrollo de la política que el nuevo
emperador puso en práctica llegó a tomar decisiones contrarias a las que había
tomado Bazaine y llegaron a producirse importantes faltas de coordinación. Al-
gunas de ellas afectaban a la organización y el funcionamiento de las Fuerzas
Armadas francomexicanas, y otras tenían que ver con destituciones de personas
nombradas anteriormente por Bazaine, por lo que no fue extraño que circula-
ran rumores de un mal entendimiento entre ambos (Keratry: 1953, 40, 45, 54).
En todo caso, es cierto que sus relaciones empeoraron hacia 1866 cuando el Im-
perio se derrumbaba.
En el terreno económico Maximiliano tenía planes para México que no
pudo desarrollar plenamente tanto por dificultades financieras como por las
surgidas al organizar su nueva burocracia en la administración (Keratry:
1953, 77). Aun así, en una línea que ya se había iniciado antes de la invasión
francesa, se pudo expandir la red del telégrafo y, en cierta medida, también
el ferrocarril aunque con un gran obstáculo que se sumaba a los anteriores y
que constituían las guerrillas. En efecto, estas, que eran cada vez más nume-
rosas y activas, mataban obreros y volaban vías pese a lo cual, modestamente,
se avanzó en el trazado del ferrocarril. Y es que muchos miles de mexicanos
apoyaban a Maximiliano. Esto era lo que explicaba que, en el terreno de las
comunicaciones, los franceses pudieran mantener las líneas de comunicación
abiertas a través de territorios muy dilatados, prolongando las líneas telegrá-
ficas de Querétaro a Veracruz, construido el ferrocarril de Veracruz a Paso
Ancho, manteniendo los caminos y administrando un eficaz servicio pos-
tal. Otro aspecto en el que la economía mexicana creció, pese al ambiente de
guerra, fue el de la producción textil, con la creación de un número aprecia-
ble de nuevas empresas coincidiendo con la crisis del algodón provocada por
la guerra en los Estados Unidos (Cárdenas: 2003, 138). En realidad, mientras
que las tropas francesas avanzaron en la conquista del territorio, se alentaron
las inversiones tanto nacionales como extranjeras (Hanna: 1973, 118). Maxi-
miliano impulsó asimismo el establecimiento del sistema métrico y, en otro
sentido, trató de modernizar el ejército. En este último terreno, fueron de
nuevo problemas administrativos, de descoordinación a veces con el mando
militar francés, de costumbres nacionales y, sobre todo, financieros, los que
lo dificultaron. Sin embargo, Bazaine hizo grandes avances en la reorganiza-
ción del ejército mexicano, si bien no pudo eliminar ciertas costumbres arrai-
gadas como, por ejemplo, que las mujeres acompañaran a los soldados en las
operaciones.
Pero el mayor problema tanto en la cuestión militar como en los otros te-
mas referidos era el financiero. Durante el Segundo Imperio los ingresos tota-
les fiscales se redujeron drásticamente. El principal motivo era que el gobierno
de Maximiliano no tenía control sobre todas las aduanas pero, además, que no
existía una regular comunicación entre los diferentes territorios del país que se
encontraba todavía económicamente muy segmentado (Cárdenas: 2003, 135).
Por añadidura los técnicos de Hacienda que habían sido enviados desde París
estuvieron durante mucho tiempo inactivos por falta de instrucciones del go-
bierno de Maximiliano, lo que provocó las protestas de Bazaine y del propio
Napoleón en otoño de 1864. La falta de recursos comenzó a repercutir, pese a
los esfuerzos de Bazaine, en el retraso o la inexistencia de paga a la tropa mexi-
cana, lo que trajo como consecuencia una creciente resistencia al alistamiento y
la necesidad de recurrir a la leva obligatoria. Sin embargo esta forma de reclu-
tamiento además de impopular era arriesgada porque no garantizaba la fideli-
dad de los soldados a los mandos militares. Esta situación se hacía más difícil
cuando se sabía que Maximiliano estaba invirtiendo recursos no solo en refor-
mar el castillo de Chapultepec, que había adoptado como residencia real, sino
que también remitía fondos para mejoras en su palacio de Miramar, en Trieste
(Keratry: 1953, 54).
Del lado republicano, el presidente Benito Juárez lógicamente tenía tam-
bién preocupaciones por modernizar su país, pero si el gobierno de Maximi-
liano tenía dificultades, la situación financiera del gobierno de la República las
tenía mayores conforme fue perdiendo control sobre territorio nacional a un
ritmo acelerado durante 1864 y 1865. Las condiciones sociales y políticas, así
como la ocupación extranjera, le impedían por completo cualquier iniciativa
de promoción económica. Parte de sus problemas procedían de la propia ad-
ministración de la República y así Juárez seguía sufriendo presiones por parte
del general González Ortega para desalojarlo de la presidencia, aunque se se-
guía manteniendo firme en su puesto. Por otra parte, en diciembre de 1863 y
como consecuencia de la expansión militar francesa hacia el interior, el gobier-
no itinerante tuvo que abandonar San Luis Potosí. En enero de 1864 Juárez y
su gobierno se encontraban más al norte, en Saltillo, y posteriormente se des-
plazaron a Monterrey en un éxodo político que parecía no tener fin. Juárez se
movió entre Saltillo y Monterrey durante los meses de enero a agosto de 1864,
teniendo que afrontar allí otra seria dificultad: el enfrentamiento y los proble-
mas causados por el gobernador de Nuevo León y Coahuila, Santiago Vidaurri,
quien tenía un importante poder en la estratégica región del nordeste. Desde
allí se controlaban los puertos marítimos del norte, sobre todo el más impor-
tante, Matamoros, que tenía un comercio floreciente y por donde se exporta-
ban, entre otros productos, grandes cantidades de algodón de los confederados
norteamericanos durante la Guerra Civil. Vidaurri, que llegó a atentar contra
la vida de Juárez, fue finalmente declarado traidor y terminó pasándose al ban-
dría que pagar sus reclamaciones económicas. Las relaciones más complicadas
siguieron siendo con la Confederación y, sobre todo, con la Unión en el norte.
Con todo, la relación se mantuvo como al principio: ninguno de los dos go-
biernos norteamericanos reconoció a Maximiliano. Napoleón III siguió man-
teniendo el equilibrio con Washington jugando con el no reconocimiento de
Francia a la Confederación. En cuanto a España, los gobiernos que se sucedie-
ron entre 1863 y 1864 rehusaron reconocer tanto a la Regencia como a Maxi-
miliano. Y, cuando por fin en 1864 se decidió reconocer el Imperio, se tardó en
concretarlo oficialmente, lo que molestó a Maximiliano. Por ello, al establecer-
se las relaciones entre México y España, estas fueron durante un tiempo frías
aunque, a medida que la situación de Maximiliano se fue haciendo más débil,
el emperador manifestó más interés en mejorarlas. España envió en 1864 un
nuevo representante, Juan José Jiménez de Sandoval, para reactivar la reclama-
ción de la deuda pero, dadas las condiciones económicas y políticas de México,
así como la debilidad española, este asunto mantuvo un proceso largo y no muy
exitoso (Pi-Suñer: 1999, 58).
Un problema especial en las relaciones exteriores se produjo cuando el her-
mano de Maximiliano, el emperador Francisco José de Austria hizo público el
Pacto de Familia que habían firmado ambos antes de la partida del primero a
México, sin ni siquiera informarle. Maximiliano se puso furioso, denunció el
Pacto y dijo que lo había firmado bajo presión. Entonces se produjo una crisis
diplomática entre Austria, Francia y México, en la que Francisco José consideró
olvidarse de su protección a Maximiliano en caso de que tuviese que abandonar
México. El asunto se calmó pero fue perjudicial para Maximiliano porque los
mexicanos entendieron que se preocupaba más de sus derechos en Austria que
de su permanencia en México.
Después de su éxito desde Yucatán hasta San Luis Potosí y Guadalajara en
el norte antes de la llegada de Maximiliano, las tropas franco-mexicanas se si-
guieron desplegando por el país. Como ya se ha indicado, esto provocó en direc-
ción nordeste más presión y un nuevo desplazamiento del gobierno de Juárez,
esta vez hasta Chihuahua, setecientos veinte kilómetros más al norte, adonde
llegó el 12 de octubre de 1864 solo protegido por la guerrilla. Dada la gran dis-
tancia de este desplazamiento y los múltiples riesgos que implicaba, Juárez de-
cidió dejar depositados los once carros con la documentación de los archivos na-
cionales en una hacienda de propietarios de confianza. La documentación sería
recuperada intacta tres años después al finalizar la guerra. En el mismo mes de
octubre el avance de las tropas imperiales por tierra bajo el mando de general
Tomás Mejía, con dos mil soldados se combinó con otro por mar y la flota fran-
cesa tomó el puerto de Matamoros, con lo que en otoño la República perdía el
control de la importante región de Nueva León-Coahuila (Hanna: 1973, 142;
Ridley: 1994, 193). Casi al mismo tiempo, hacia diciembre, los soldados del Im-
perio dominaban las provincias centrales y, en el norte, los generales Armand
hua. Pero conforme las tropas alcanzaban puntos más distantes de la geogra-
fía mexicana, la cohesión y el auténtico control del territorio se hacía más dé-
bil. Cada vez era más cierta la frase de Prim de que “los franceses sólo eran
dueños del terreno que pisaban” (Senado…7: s. f., 189). Benito Juárez expresa-
ba la misma idea desde otra perspectiva cuando decía: “A mayor territorio que
cuidar [por los franceses], mejores condiciones para atacar”, y aquí la guerrilla
jugaba un papel decisivo (Saldaña: 1967, 404).
Pero la situación general comenzaba a cambiar; lo hacía lentamente y a fa-
vor de la República. En Estados Unidos, en abril de 1865 la guerra civil había
terminado. El norte industrial, la Unión, había vencido al sur agrario, la Confe-
deración, como era previsible y en contra de los cálculos iniciales de Napoleón
III. Es cierto que ni Abraham Lincoln hasta su asesinato ni su sucesor Andrew
Johnson eran entusiastas favorecedores de la causa de la República en México,
pero desde Washington se presionó cada vez más a Francia en contra del Impe-
rio, y, en noviembre de 1865, el Gobierno norteamericano nombró un ministro
representante ante el gobierno de Benito Juárez, lo que supuso un golpe político
para Francia y para el imperio de Maximiliano.
Por otro lado si, pese a la prohibición oficial, el gobierno de Juárez había es-
tado recibiendo armas desde los Estados Unidos incluso durante la Guerra de
Secesión, el abastecimiento y el apoyo aumentaron una vez concluido el conflic-
to. Hubo soldados licenciados sudistas pero también del norte que se unieron a
las tropas republicanas de manera creciente por distintas vías e iniciativas; hubo
ayudas privadas facilitando armas y hubo también importantes asistencias es-
tratégicas, como las que prestaron los generales Ulises Grant y Philip Sheridan,
simpatizantes con la causa de la República. Grant, el gran héroe y el general
más influyente tras la Guerra de Secesión, movilizó cuarenta y dos mil hombres
en el Río Grande a las órdenes de Sheridan aun a espaldas del presidente Jo-
hnson, para hacer creer a los franceses que los Estados Unidos invadirían Méxi-
co, teniendo así ocupadas a las tropas imperiales y permitiendo mayor movilidad
a las fuerzas del gobierno de Juárez. De hecho los franceses llegaron a creerlo
(Scholes: 1972, 150; Ridley: 1994, 234). Por eso, aunque la situación militar di-
fícilmente podría considerarse todavía favorable para la causa liberal en 1865, a
lo largo de 1866 fue el gobierno de Maximiliano el que se fue colocando poco a
poco en una posición perdedora.
Este cambio de coyuntura militar se agravó para Maximiliano cuando en
enero de 1866 Napoleón III decidió repatriar sus tropas de México que eran
más de cuarenta mil hombres. Oficialmente podía argumentar que los solda-
dos franceses habían expandido la presencia del imperio de Maximiliano por
todo México, pero en realidad las causas eran otras. En primer lugar la situación
política se complicaba en Europa entre Prusia y Austria, y Napoleón necesita-
ba reforzar su ejército en sus fronteras. Pero además, había perdido fe en que su
Gran Designio para América pudiera salir adelante dada la modificación de las
circunstancias, una de las cuales era que ahora los Estados Unidos reforzados le
exigían que las tropas francesas abandonaran México (Keratry: 1953, 108). Por
todo ello, Napoleón III ordenó a Bazaine que, de acuerdo con Maximiliano,
preparase la evacuación del ejército francés. El emperador se indignó y protestó
a Napoleón por lo que consideraba una violación de los acuerdos firmados en
Europa, pero Bazaine planeó comenzar una salida escalonada entre noviembre
de 1866 y otoño del año siguiente.
Maximiliano soportaba mal la presión que suponía esta evolución de los
acontecimientos y comenzó a tomar decisiones que reflejaban su falta de com-
prensión de la realidad y que contribuyeron a agravarla. En septiembre de 1865,
en línea con la veta liberal de su pensamiento, Maximiliano decretó la emancipa-
ción de los indios peones y anuló las deudas que los mantenían vinculados a una
gran diversidad de propietarios agrarios desde la época colonial española. Por
una parte esta medida, que tenía un fondo humanitario, era inútil porque no so-
lucionaba el problema de la propiedad de la tierra y dejaba a los indios desampa-
rados económicamente. Y, por otro lado, Maximiliano no disponía del poder real
para aplicar una medida tan radical, que afectaba gravemente a fuertes intereses
económicos en el contexto mexicano. El resultado fue un rechazo frontal y una
mayor oposición a la monarquía por parte de hacendados y del partido clerical.
El mes siguiente, basándose en unas informaciones infundadas, Maximi-
liano creyó que Juárez había pasado a los Estados Unidos desde El Paso. Pensó
que con ello la República estaba ya derrotada y que disminuirían las hostilida-
des por parte de los liberales. Sintiéndose generoso, ofreció a Juárez la presiden-
cia de la Suprema Corte de Justicia pero, al mismo tiempo, decretó fuera de la
ley a los guerrilleros que seguían combatiendo al Imperio y que todo hombre
sorprendido con armas sería remitido a las cortes marciales y ejecutado den-
tro de las veinticuatro horas posteriores a su captura. Esta decisión era del todo
ofensiva, imprudente e innecesaria. El presidente Juárez había tenido cuidado
de no pasar a los Estados Unidos y había rechazado anteriormente todos los in-
tentos de aproximación de Maximiliano, de manera que la oferta de este último
era una ofensa. Además, en el desarrollo de la guerra las ejecuciones sumarias
no eran del todo una novedad, pero explicitarlas en un decreto era una especie
de provocación. En suma, el efecto de tal medida en aquella coyuntura produjo
una agudización aún mayor de la lucha contra el Imperio.
Desde todos los frentes la situación se agravaba para Maximiliano a fines
de 1865 y daba inicio su larga agonía política a lo largo de 1866. Se producían
desafecciones políticas y deserciones en el ejército. Surgían insurrecciones en
distintos puntos del país. La situación financiera era desesperada y las arcas de
la Hacienda estaban vacías. Aumentaban los retrasos en la paga a las tropas y
hasta llegaba a faltar el forraje para los caballos. En estas circunstancias Bazai-
ne efectuó un préstamo al emperador, lo que le fue censurado desde París por
Napoleón III. Mientras tanto los liberales, cuyas tropas no cesaban de crecer en
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lado los movimientos intestinos durante la reforma y más adelante los levanta-
mientos de facciones en apoyo de personajes para hacerse con el poder.
Muy oportuno es también el trabajo, pues la organización binaria, usada
durante las guerras de la época como doctrina, habría durado solo hasta bien
adentrado el siglo XX con el inicio de la I Guerra Mundial.
El territorio nacional se instaura sobre una división territorial concebida
para mantener el orden interno en una época afectada por las secuelas de la in-
tervención francesa que hacían sentir la existencia de facciones, combatiendo a
favor de las fuerzas intervencionistas.
El ejército permanente, compuesto de plana mayor, cuerpos tácticos, téc-
nicos y servicios especiales, constituye la muestra de la existencia de un orga-
nismo cuya estructura es digna de reconocerse por su solidez y sus cuadros de
oficiales bien definidos. En cada arma, los grados, situaciones y procedencia
tanto para los jefes y oficiales como para las clases de tropa significan una de-
finición precisa para la estructuración de fuerzas armadas a la altura de las
existentes en la época.
Los reconocimientos en numerario se hacían de manera frecuente en el per-
sonal de tropa, adoptando diferentes modalidades: cumplidos, reenganchados
y sobresueldos. No obstante, las unidades tenían la flexibilidad de pasar con
facilidad de pie de paz al de guerra y, dado que ya se tenía un procedimiento
sistematizado, cada unidad contaba con los suficientes efectivos para confor-
mar diferentes unidades con capacidades superiores que le permitieran entrar
en combate de inmediato.
Los semovientes, como elemento motor durante todo ese siglo y gran par-
te del siglo XX, destacan e influyen directamente en todo tipo de organizacio-
nes. En los organismos de caballería, de artillería y de ingenieros, los caballos
junto con las mulas juegan un papel determinante en el arrastre y carga de la
impedimenta para la vida y operación de las unidades, tanto en la paz como
en la guerra.
Es un gran acierto del autor no dejar de lado los cuerpos técnicos que ope-
raban en el ejército mexicano. Así en el Estado Mayor, artilleros constructores e
ingenieros constructores conforman los grupos facultativos como bien se expre-
sa en el documento. Sin embargo, para pertenecer a alguno de ellos, era obliga-
torio permanecer bajo la observación de los superiores a fin de determinar las
capacidades, es decir, no era suficiente la calificación, mas la clasificación era
determinante.
Los cuerpos y servicios especiales incluyen el servicio de sanidad militar, sus
cuerpos auxiliares y la transición inevitable al pie de guerra. Es digno de men-
cionarse el cuerpo de inválidos que se encontraba en la capital del país y el dere-
cho que adquirían los militares para ingresar en este organismo. De vital impor-
tancia sería el Cuerpo de Administración, cuya constitución en tiempo de paz
no era diferente en tiempo de guerra.
Introducción
El ejército mexicano surge para guiar a los actuales guerreros que se ali-
mentan del conocimiento, capacitándolos para el desempeño de sus funciones
tácticas y estratégicas.
La obra de Antonio García Pérez consigna por escrito el valor de las tra-
diciones de aquellos tenaces y valerosos soldados que forjaron nuestra institu-
ción. Al escudriñar los orígenes y evolución de cada uno de los procesos des-
critos, nos alecciona con datos precisos sobre la orgánica de las unidades, su
vigencia y funcionamiento.
Su trabajo se remonta a la etapa post-revolucionaria que tiene sus bases en
el adiestramiento en las academias así como los conceptos doctrinales que dina-
mizan la organización de los recursos humanos, materiales y económicos; con
la aportación de conocimiento y sabiduría a los modernos militares, quienes ac-
túan conforme a los principios emanados por las misiones que nos señala nues-
tra Carta Magna.
Tratando de encontrar los orígenes y evolución del ejército mexicano a través
de la obra de Antonio García Pérez, es necesario acudir al origen de nuestra pro-
pia cultura; ya que conocer cuanto al ejército se refiere es saber más y entender
mejor a México. Escudriñar acerca de cómo hemos sido nos alecciona acerca de
cual es nuestro rumbo hacia el porvenir. Enfrentar los aciertos y errores cometi-
dos seguramente nos centra más en la realidad, es la vertiente que nutre nuestros
principios y esencia, y nos provee con su virtud inmanente: la lealtad institucional.
El desarrollo del ejército debió tener su momento de partida en la época
pre-colonial, donde se ubica la actual cultura indígena-mestiza, durante la épo-
ca denominada horizonte postclásico, a finales del milenio pasado, simultánea-
mente al desarrollo de las culturas tolteca y chinameca, en el área central de
nuestro país y de la maya en esa época, en el sureste, donde por primera vez en-
contramos manifestaciones de actividad bélica, sin embargo la carencia de obras
arquitectónicas con propósito de contienda nos da cuenta de un pacifismo ele-
mental y primitivo, con vestigios más bien de adoración.
La Federación del Anáhuac, lejos de ser un imperio mexicano, constituía
una hermandad o amistad de gobernantes, Tlahtoanis, en ejercicio de autoridad
suprema, que no gobernaban sin el beneplácito del Tlahtocan (Consejo Supre-
mo) ni tomaban decisión alguna sin contar con la Asamblea de Ancianos. En
esto consistía prácticamente el Gobierno Máximo de la Federación de Anáhuac,
y es aquí donde por primera vez aparece el ejército mexicatl, con la opción del
ejercicio del mando en empleo de operaciones bélicas.
Los calpulli (ahora escuadrones), o barrios, estaban constituidos por los
hombres más capacitados, variando el efectivo de la unidad con la importancia
del barrio, y bajo el mando de un Tepochtlato. Varios grupos de escuadrones
quedaban bajo la autoridad suprema del Tlacochcalcatl o Tlacatecuhtli; de tal
manera que el ejército mexicatl estaba constituido aproximadamente por unos
seis mil infantes, reforzados con mil flecheros y mil boteros que combatían en
Símbolo patrio
Este periodo se caracteriza por la participación del ejército en las luchas in-
ternas y externas por la estructura política del país, el Plan de Jalapa y la revo-
lución que acaudilló el General Guerrero, la revolución política de 1832, la re-
vuelta de Arista y Durán, la campaña contra los milicianos cívicos de Zacatecas
y la primera campaña de Texas. Es igualmente significativa la creación de varios
batallones cívicos en la capital de México, cuando se sembró el rumor de que se-
ría abolido el ejército y se produce la sublevación de las tropas por los desórde-
nes provocados que pretendían reformas trascendentales de carácter religioso.
En esta confrontación, los texanos celebraron una convención en Austin, don-
de, con fecha 3 de noviembre de 1835, se lanzó un manifiesto declarando que
Texas sostenía los principios de la Constitución Federal de 1824, que se separaba
de la Unión, que no reconocía ningún derecho a las autoridades nominales de la
República Mexicana para gobernar dentro de los límites de Texas y que no cesaría
de hacer la guerra a esas autoridades mientras sus tropas permanecieran en territo-
rio texano. Las ambiciones expansionistas de los Estados Unidos siempre presen-
tes implicaban al ejército mexicano en nuevas acciones bélicas.
Este periodo comprende la revuelta del Plan del Hospicio (1852), la revuelta
de Zacapoaxtla (1856) y la Guerra de Reforma (1858-1860).
El Ejército Conservador
El Ejército Constitucionalista
Esta etapa de la Historia del ejército mexicano, comprendida entre los go-
biernos del licenciado Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada (1867-1876) y
el gobierno del general Porfirio Díaz (1884-1911), no solo se dedica a la organi-
zación de la Administración de la Nación sino muy especialmente al Ejército,
cuyos efectivos —según lo expuesto por el Congreso— habían ascendido a la
cantidad de setenta mil hombres, cuyo licenciamiento se había ordenado con fe-
cha 23 de julio de 1867. En la misma sesión del Congreso se reconocieron como
beneméritos de la Patria a los generales Alejandro García, Vicente Riva Palacio,
Nicolás Regules, Ramón Corona, Mariano Escobedo y Porfirio Díaz, de quie-
nes se exaltó que jamás dudaron de las finalidades de la causa del Gobierno,
considerándolos un modelo de fidelidad a las instituciones y de obediencia al
presidente de la República. Habiendo cesado las graves y críticas circunstancias
por las que la Nación tuvo que atravesar para repeler la injusta invasión extran-
jera, en la que, para hacer eficaz defensa, se delegaron facultades discrecionales
a los generales en acción, con esta misma fecha quedaban derogadas.
La disolución del ejército fue vista por la opinión pública como una determina-
ción trascendente en el futuro de la Nación. A fin de moderar los efectos del licen-
ciamiento de tan numerosos elementos se ordenó a los gobiernos de los estados que
se abocaran al reclutamiento de estos en la organización de la Policía y la Guardia
Nacional. Se dedicó especial atención a la reorganización de las fuerzas que queda-
ron en activo, las que con verdadera lealtad se dedicaron a consolidar la paz.
Soldados de Méjico:
Estampas militares de España y América
Introducción
A partir del último tercio del XIX, Antonio García Pérez desarrolló una
extensa obra literaria, que comprende, entre otros muchos, ocho trabajos rela-
cionados con la historia de América y tres sobre la de Méjico. Una muestra de
la sensibilidad del autor, como puede comprobarse leyendo estos y otras de sus
publicaciones, es su interés por la figura del soldado y por su formación, moral y
bienestar. En sus publicaciones se aprecia su afán por proporcionar datos deta-
llados de las operaciones, las bajas, los enfermos y otras vicisitudes de los comba-
tientes. También se palpa esta inquietud en sus artículos que tratan de la mejora
de las condiciones de vida y moral del soldado, inquietud compartida con algu-
nos oficiales del ejército de fines del novecientos y otros tratadistas militares de la
época. Esta sensibilidad humana, social y cultural se aprecia también repasando
su trayectoria militar, y se demostraría especialmente durante sus años docentes
y su estancia en Cáceres ostentando el cargo de coronel jefe del Regimiento de
Infantería Segovia núm. 7.
Nuestro prolífico escritor publicó un estudio sobre la invasión norteamerica-
na de 1846 y la consiguiente guerra que ensangrentó el suelo mejicano durante dos
largos años. Así mismo, publicó un par de detallados estudios sobre la intervención
hispano-anglo-francesa de 1861, que desembocaría en la creación del fugaz impe-
rio de Maximiliano de Habsburgo. Uno de ellos trata en detalle de las operaciones
político militares desarrolladas por el general Prim y las tropas españolas desde su
desembarco en Veracruz hasta su retirada en 1862. Otro de sus trabajos, publicado
en forma de opúsculo o folleto, trató sobre la organización del ejército de finales del
siglo XIX, gracias a los datos que recogió del historiador mejicano Bernardo Reyes,
ministro de Guerra y Marina en 1902 y autor de El Ejército Mexicano.
Sin embargo, la obra de García Pérez relativa a Méjico carece completamen-
te de iconografía. En realidad, las imágenes de tipos militares de esa nación son
muy poco conocidas en Europa. Solo gracias a algunos modernos trabajos, como
los de Hefter o Chartrand, la del grupo de investigadores “Company of military
historians” o la más reciente de Báez, es posible contemplar el rostro y la apa-
riencia de aquellos sufridos soldados. Eran campesinos mestizos e indígenas en
su mayor parte, que lucharon, sufrieron y llevaron sobre sus hombros el peso de
los numerosos conflictos que durante el convulso siglo XIX configuraron lo que
hoy conocemos como los Estados Unidos Mexicanos. Muchos fueron, como ve-
remos, los puntos comunes tanto en la organización, como en el aspecto, de los
ejércitos de España y Méjico durante el siglo XIX.
El ejército virreinal
Los soldados presidiales son del país, más aptos que el Europeo para esa gue-
rra, siendo preocupación de estos últimos creer que a los Americanos les falta el es-
píritu y la generosidad para las armas, atendiendo a que en todas las épocas y na-
ciones la guerra ha hecho valientes, y la inacción cobardes….
Bernardo de Gálvez, Virrey de Nueva España, 1785.
Para aproximarnos a la imagen y la cultura material de aquel ejército es
preciso acercarnos también a sus orígenes. Y estos se encuentran indefectible-
mente unidos desde el siglo XVI a la presencia española. Durante más de tres
siglos, España primero exploró y conquistó, y administró y evangelizó después,
los inmensos dominios que constituían lo que se llamó el virreinato de Nueva
España. Con el declive del poder de la Corona, y la pujanza de otras potencias
europeas, las posesiones americanas fueron objeto cada vez de un mayor núme-
ro de incursiones de los enemigos de la monarquía hispánica. En el escenario
marítimo, estos fueron Holanda y principalmente Inglaterra, mientras que por
la frontera norte —la única amenazada por tierra— lo constituyeron, en un pri-
mer tiempo, Francia y, más tarde, los colonos angloamericanos. Mención aparte
merecen las tribus de indios hostiles que nomadeaban por aquellos lejanos terri-
torios y que mantuvieron en constante alerta a las tropas de la frontera, los pre-
sidiales, denominados así por vivir en la línea de fuertes o presidios que guarne-
cían la frontera y protegían rancherías y misiones.
La defensa de las Yndias —según lenguaje de la época— recayó inicial-
mente en pequeños destacamentos de hombres de armas que custodiaban las
primeras ciudades, puertos y establecimientos comerciales. Méjico, Veracruz,
Portobelo, Cartagena de Indias o La Habana contaban con reducidas guarni-
ciones y escasas defensas. Con el auge de los ataques de piratas y corsarios, la
Corona y sus representantes en ultramar —los virreyes— fueron profesiona-
lizando sus fuerzas militares. Desde mediados del siglo XVII hasta mediados
del XVIII tuvieron lugar graves ataques que produjeron la pérdida de algunas
de las plazas más importantes de las posesiones españolas en el Nuevo Mundo,
unas veces de forma definitiva, como la de Jamaica en 1665, o temporalmente
como el caso de La Habana en 1762. A partir de entonces, la Corona realizó un
gigantesco esfuerzo para organizar un sistema defensivo que pudiera evitar fu-
turas pérdidas territoriales y los saqueos y depredaciones de bucaneros y de los
corsarios británicos.
Este sistema defensivo constaba de tres pilares fundamentales: los navíos de
la Armada, las fortificaciones de las plazas importantes para el tráfico marítimo
—las denominadas Llaves de la América hispana— y las tropas del ejército. El
intenso programa de reformas borbónicas comprendió tanto la administración
civil como la militar. La parte política estuvo a cargo del ministro José de Gál-
vez, mientras que la defensiva se llevó a cabo por destacados militares, como los
generales O’Reilly en Cuba o Cisneros en Nueva España, quienes se ocuparon
de la reorganización de tropas y guarniciones y de dotarlas de reglamentos mo-
dernos. Por su parte los miembros del Real Cuerpo de Ingenieros Militares crea-
ron imponentes fortificaciones abaluartadas, que hoy día constituyen un impre-
sionante patrimonio cultural, único en el mundo.
En cuanto a las tropas del ejército, estaban constituidas por tres tipos di-
ferentes de unidades: Los cuerpos fijos o veteranos, las milicias y los cuerpos de
refuerzo que se enviaban desde la metrópoli periódicamente. Los efectivos de
los fijos eran todos profesionales. En un primer tiempo, europeos y enseguida
criollos, mientras que los oficiales y sargentos fueron mayoritariamente euro-
peos. En las milicias había oficiales criollos y europeos, muchos no profesiona-
les, mientras que la tropa era americana, incluyendo pardos (mestizos) o negros,
pero en unidades separadas, y que solo actuaban en caso de alarma para apoyar
a los fijos. Los cuerpos de refuerzo estaban constituidos por europeos, eran ba-
tallones o regimientos completos del Real Ejército, que se transportaban al otro
lado del océano a bordo de navíos mercantes o de la propia Real Armada, que
zarpaban generalmente del puerto de Cádiz.
Esta organización defensiva hubo de afrontar muchos problemas. Por su-
puesto, uno de los más importantes sería su financiación, tanto del personal
como de las armas y los equipamientos, siempre insuficientemente dotados.
Otro sería el relativo al enorme complejo burocrático que requería. Otro no
menos importante fue la escasa calidad de los soldados, pues las duras condi-
ciones de la vida militar nunca resultaron atractivas ni para europeos ni ame-
ricanos: Sueldos escasos y siempre atrasados, corrupción administrativa —
consustancial a todos los sectores de la administración de la época, pero más
acusada en Ultramar— equipo y vestuario inapropiado para el servicio, disci-
plina rígida, incomodidad de las guardias y destacamentos, y el omnipresente
riesgo de morir, o caer herido o enfermo en combate. A pesar de los beneficios
que otorgaba el fuero militar, que concedía a oficiales y soldados el derecho
a una justicia y a una serie de prerrogativas especiales, el reclutamiento fue
siempre insuficiente. Enseguida hubo de abrirse las puertas a todas las castas,
especialmente en las milicias, que habían cobrado un importante papel en la
protección de las extensas fronteras y de las múltiples plazas fuertes. En cuan-
to a la oficialidad, contaría cada vez con mayor número de criollos, pues tener
un grado militar traía aparejado un innegable prestigio en la sociedad esta-
mental europea del dieciocho y más en la americana, lo que lo hacía deseable
para muchos americanos.
No obstante todas las dificultades, el sistema se demostró eficaz pues, desde
su implantación hasta los conflictos independentistas, las posesiones de la Co-
rona no sufrieron pérdidas territoriales por la fuerza reseñables. Se rechazaron
ataques a Puerto Rico y Cuba. Se recuperaron a los ingleses las plazas de Flori-
da y Luisiana, y se les expulsó de las Bahamas y Centroamérica durante la Gue-
rra de Independencia de los EE.UU.
Mientras tanto, en la frontera norte, las tropas que guarnecían la línea de
presidios fronterizos, los soldados de cuera, llevaron con abnegación un combate
incesante contra los esquivos chichimecas, como llamaban los aztecas a los apa-
ches y comanches de la zona norte, así como contra los intentos de establecerse
en el territorio que llevaban a cabo aventureros norteamericanos. Estos soldados
y sus familias, junto con los indios y los misioneros, formaron la base social de
los estados mexicanos de Sonora, Coahuila, Nuevo León y los estadounidenses
de Nuevo México o Texas y son muchas las familias actuales que descienden de
ellos. En los manuscritos de relatos de los siglos pasados se pueden encontrar
apellidos como Ramón, Galán, Villarreal, Menchaca, Valdés, Garza, Múzquiz,
Maldonado, Rodríguez, Burciaga, Cadena, Fuentes, Orozco, Delgado, etc., muy
comunes en toda esta región.
Los soldados presidiales de las Provincias Internas -la frontera norte- ves-
tían con unas prendas muy características, diseñadas para facilitar la vida del
soldado y defenderlo de las lanzas y flechas de los apaches durante sus frecuen-
tes cabalgadas por aquellos territorios. Utilizaban la cuera y la adarga. La prime-
ra era una especie de chaleco largo confeccionado en cuero de vaca o de buey,
mientras que la segunda era un escudo que se construía prensando y cosiendo
varias capas también de cuero. Parece que el origen de ambas se debe a los ára-
bes, aunque fue adoptado por los guerreros cristianos peninsulares. Los coletos
o chaquetas de cuero y las adargas se llevaban por infantes y jinetes respectiva-
mente, aunque caerían en desuso a finales del siglo XVII, con el predominio de
las armas de fuego que acabó con el soldado renacentista. En aquellos hostiles
territorios de Nueva España se demostraría muy eficaz contra lo que fue el más
peligroso y más persistente enemigo indígena del Nuevo Mundo, que utilizaba
fundamentalmente armas blancas. De ahí surgió el nombre de estas tropas, sol-
dados de cuera, o simplemente los cuera. El reglamento de 1772 estableció como
uniforme de estas tropas una casaca corta de paño azul con cuello y bocaman-
gas encarnadas —el mismo colorido que las casacas de las milicias— que se
vestía para solemnidades o debajo de la cuera, y dio continuidad al uso de un
sombrero de ala ancha y copa corta, de uso tradicional en Méjico, que se venía
empleando tradicionalmente por ser muy práctico para defenderse de las incle-
mencias del tiempo. La cuera se iría acortando en longitud, entrando gradual-
mente en desuso a medida que entre los indios aumentó el uso de armas de fue-
go. Esta imagen sería la típica de muchas de las tropas de caballería mejicana
durante largos años, como puede verse en las estampas y pinturas realizadas en
Méjico durante la primera mitad del siglo XIX.
efectivos fueron creciendo hasta llegar entorno a los ochenta mil hombres a finales
de octubre, de los cuales apenas cuatro mil eran tropas regulares. El resto iba ar-
mado con machetes, piedras, palos y flechas. Avanzaron hacia la capital, saquean-
do e incendiando propiedades de criollos o gachupines indiscriminadamente. Esta
violencia desatada por los indígenas alertó y movilizó a una mayoría de los criollos
que cerrarían filas en torno a las autoridades realistas para oponerse a Hidalgo.
A pesar de batir a las unidades realistas que el virrey Venegas envió contra él,
la perspectiva de nuevos combates contra las unidades que defendían la capital
y las que se aproximaban a marchas forzadas hizo decidir la retirada a Hidalgo,
tras un combate indeciso en el Monte de las Cruces, cerca de México. Los subleva-
dos se retiraron hacia Valladolid y Guadalajara. El virrey envió entonces todas las
fuerzas disponibles bajo el mando de Félix María Calleja, un brigadier nacido en
la península y curtido en las campañas europeas, y en la lucha contra indios y fili-
busteros en Tejas. Calleja derrotó a Hidalgo primero en Aculco, en noviembre de
1810, a pesar de que su ejército se componía de solo unos ocho mil hombres, con
una mayoría de mestizos y criollos con apenas instrucción y experiencia. La mejor
disciplina, armamento, equipamiento y táctica, unida a la competencia militar de
algunos de sus mandos y el liderazgo de Calleja, proporcionaron al llamado “Ejér-
cito de operaciones del Centro” la superioridad en campo abierto ante los suble-
vados. Avanzando hacia Valladolid aplastó definitivamente al inmenso ejército de
Hidalgo y Allende —más de veinte mil jinetes y sesenta mil infantes con casi un
centenar de piezas de artillería— en Puente de Calderón, el 17 de enero de 1811.
Otro tanto ocurrió con su sucesor, el también sacerdote José María Morelos.
En unión de algunos líderes criollos, movilizó a gran número de indios, aprove-
chando su ascendiente religioso ante ellos, como había hecho también Hidalgo.
Supo atizar convenientemente el descontento de unas castas que sufrían desde ha-
cía años penurias causadas por las malas cosechas —sobre todo la de 1809—, las
arbitrariedades de administradores y hacendados, las privaciones de sus tierras y
el declive de la actividad minera y textil, prometiéndoles la abolición de la escla-
vitud y el aborrecido tributo indígena. Aprovechando que en el sur apenas había
tropas de milicias, durante los dos años siguientes deambuló por aquellas provin-
cias y Tierra Caliente, practicando la guerra irregular. A mediados de 1814, More-
los ocupó Acapulco y constituyó un congreso rebelde en Chipalcingo, que elabo-
ró una constitución. Pero las tropas realistas, ahora al mando del teniente coronel
criollo Agustín de Iturbide, combatirían sin tregua contra él y provocarían a larga
que lo fueran abandonando gran parte de sus seguidores, algunos de los cuales se
pasaron al bando realista. Fue derrotado finalmente en noviembre de 1815 y ajus-
ticiado, como había ocurrido con Hidalgo, Aldama y Allende cuatro años antes.
El siguiente intento serio de sublevación sería el protagonizado por Javier
Mina Larrea, guerrillero navarro, sobrino del famoso Espoz y Mina, y que había
creado el Corso Terrestre de Navarra bajo el mando del general Areizaga para
luchar contra los franceses, aunque fue prontamente tomado prisionero por es-
tos. Mina el Mozo, como era también conocido, llegó a nueva España en abril
de 1817, procedente de Inglaterra, con financiación británica y de comercian-
tes norteamericanos, desembarcando cerca de un lugar recurrente en la historia
mejicana, Tamaulipas, para combatir el absolutismo del repuesto Fernando VII.
Su campaña fue corta, pues sus exiguas fuerzas fueron aplastadas por el maris-
cal Liñán, mientras que Mina fue capturado por el coronel Orrantia y después
fusilado el 11 de noviembre de 1817.
Guerrero, uno de los seguidores de Morelos, recogió a la muerte de este el tes-
tigo de la sublevación y, fiel a los principios del congreso de Chipalcingo, desarro-
lló una guerra de guerrillas que siempre se había demostrado más eficaz que unos
combates a campo abierto librados con tropas sin apenas preparación y equipa-
miento. Desde 1816 hasta 1821 mantuvo la resistencia en las montañas del sur, de-
rrotando en varias ocasiones a los realistas, pero sin conseguir resultados decisivos.
Pero la situación daría un vuelco inesperado en 1821, cuando como conse-
cuencia del levantamiento en la Península de Riego y del ejército preparado para
ser enviado a combatir las insurrecciones suramericanas, se instauró un régimen
liberal que restauró la Constitución de 1812. Las élites criollas y europeas de Nue-
va España se movilizaron una vez más, ahora decididos a lograr un autogobier-
no independiente de la metrópoli que les permitiera conservar sus privilegios, esta
vez amenazados por el liberalismo. De nuevo entró en escena Iturbide, converti-
do en el principal líder militar nombrado por el virrey Apodaca. Tras una serie de
movimientos por ambos bandos, Iturbide convenció a Guerrero para que firmara
el 24 de febrero de 1821 un tratado de paz, el Plan de Iguala, cuyo trasfondo era
conseguir el control de todas las fuerzas militares y avanzar hacia el autogobier-
no, teóricamente bajo la monarquía de Fernando VII o un príncipe de la dinas-
tía. Continuando con un doble juego, Iturbide consiguió el refrendo del virrey. De
esta manera obtuvo el mando de todas las fuerzas militares insurrectas y realis-
tas, denominadas ahora el Ejército de las tres garantías —religión, independencia y
unión— salvo un puñado de unidades del ejército de refuerzo que se hallaban en
torno a la capital. Poco después llegaba desde Cádiz como nuevo virrey el general
O’Donojú, partidario del liberalismo, quién apenas traía un puñado de soldados y
que ni por ideología ni en la práctica podía cambiar demasiado la situación. Con
las últimas tropas realistas en franca desmoralización, O’Donojú aceptó el Plan
de Iguala, y el Ejército Trigarante entró en la capital el 27 de julio de 1821. Ter-
minaba así oficialmente el dominio de España y comenzaba la existencia del Mé-
jico independiente. Su primer mandatario sería el propio Iturbide, coronado em-
perador de México. Como todos los movimientos independentistas americanos, la
independencia en realidad supuso el ascenso de una élite social, los criollos, para
sustituir a la élite anterior, los españoles.
Pero la situación social y política distaba mucho de estabilizarse, producién-
dose el primer sobresalto en marzo de 1823, cuando el general Antonio López
de Santa Anna se levantaba en Veracruz proclamando la república.
nes, refundiéndose en ellos los de la milicia activa, que dejaron de existir momen-
táneamente. En 1843 pasó a haber tres regimientos ligeros y doce de línea, más
los batallones fijo de México y fijo de California. Entre 1840 y 1842 se reorganizó
de nuevo la milicia activa, en seis regimientos y veintisiete batallones independien-
tes. En 1845 la caballería permanente estaba compuesta por nueve regimientos, un
escuadrón de húsares y otro de coraceros. La activa por veinticuatro escuadrones,
situados en las ciudades más importantes. Además subsistían las compañías pre-
sidiales. Al menos hasta 1833 continuaron en vigor las ordenanzas militares y los
reglamentos de táctica del ejército virreinal español.
En los años 1825 y 1832 se adquirieron miles de fusiles, carabinas, rifles, pis-
tolas, espadas y uniformes a Gran Bretaña (Chartrand: 2004, 7). Tanto el soldado
de los regimientos permanentes como el de los de la milicia activa o cívica debían
vestir teóricamente el mismo uniforme: casaca azul con bocamangas y cuello en-
carnados, pantalón blanco y chacó. Las dificultades económicas y el hecho de que
los cívicos debían costearse sus propias prendas, hicieron que muchas unidades de
activos y otras auxiliares jamás vistieran uniforme. Para clima cálido se utiliza-
ban también casaquillas de lienzo blanco, que a veces llevaban también las boca-
mangas encarnadas. Este uniforme, con apenas ligeras variaciones, de inspiración
hispano-francesa, pero con singularidades mejicanas, fue el que daría su aspecto
característico a la infantería mejicana desde el reglamento del 20 de septiembre de
1821, hasta las reformas de los años 1839-40. Curiosamente, los españoles de Ba-
rradas llevaban un uniforme muy similar durante su intento de invasión en 1829.
No existen apenas imágenes coetáneas del soldado mejicano de estos años.
Aparte de las acuarelas litografiadas de Linati ya comentadas, que muestran la
uniformidad de unos años antes, pero que sin muchos cambios aún continuaba en
vigor, tenemos los retratos de los presidentes conservados en el Museo Nacional.
El óleo del francés Carlos París, Batalla de Tampico realizado en 1830, hoy des-
aparecido, pero del que se conserva un boceto en el Museo de Chapultepec, es una
excelente fuente iconográfica sobre ese hecho histórico. Presenta una muestra de
los uniformes verdes y rojos vestidos por los jinetes de los regimientos permanentes
y los de milicia. A la derecha puede observarse un grupo de soldados de infantería
con casaquillas azules y vueltas rojas, que se cubren con chacós o bien con gorros
de cuartel. Se aprecia entre ellos un tambor que, como era costumbre en la época,
lleva los colores trocados respecto de sus compañeros, esto es, casaca roja con bo-
camangas azules. Este mismo artista realizó también un retrato del general Ló-
pez de Santa Anna en un óleo que se conserva en el Museo Nacional de Historia.
No hemos encontrado datos fidedignos sobre los uniformes que vestían los es-
pañoles. En el Estado Militar de América del año 1829, consta que el Regimien-
to de la Albuera, 7º ligero, que llegó a Cuba con Barradas desde las islas Cana-
rias para formar el grueso de la expedición, vestía casaca azul con cuello, vueltas
y portezuela de bocamanga color limón. La mayoría de los regimientos de línea y
ligeros vestían de esa forma. Por otros documentos del Archivo Nacional de Cuba
(Ruiz de Gordejuela: 2011, 80) sabemos que en el día del desembarco en Méjico,
llevaban casaquillas de lienzo y chacós, dándoles un aspecto muy similar al de sus
oponentes mejicanos uniformados. Existen imágenes de los soldados peninsulares
españoles de 1829 en unas láminas conservadas en el Archivo General Militar de
Madrid, con la signatura Ejército de Fernando VII, donde se aprecian las casacas
azules de la infantería de línea o las color verde oscuro de la ligera.
Para Méjico, los años comprendidos entre las décadas de los cuarenta y sesen-
ta del siglo XIX continuaron siendo de gran agitación interna. Varias potencias
extranjeras intentaron pescar en aquel río revuelto de inestabilidad política. Pri-
mero llegó la anexión de Texas por los EE. UU., intentada ya en 1836 y culminada
en 1845, seguida de la invasión del país por el ejército de aquella nación, que causó
un conflicto armado cuyo desarrollo se extendió hasta 1847, y cuya consecuencia
fue la sustracción de una enorme parte del territorio del norte de Méjico.
En 1839 se produjo un ataque armado de una fuerza naval francesa contra
la aduana de Veracruz, cuya defensa militar hizo de nuevo a Santa Anna en-
trar en la escena pública. El general accedería a la presidencia sucesivamente en
1839, 1841 y 1844, viéndose forzado a renunciar este último año ante el descré-
dito en que se encontraba por su errática gestión, que incluía el fiasco de la ane-
xión norteamericana de Tejas.
En diciembre de 1844, el Congreso nombró presidente interino a José Joaquín
de Herrera, antiguo oficial del regimiento de la Corona, que se había unido al
Ejército Trigarante y había sido ministro de la guerra en dos ocasiones. Su gabine-
te impulsó una serie de reformas militares. En un esfuerzo por agrupar las guar-
niciones y puestos aislados que favorecían los cuartelazos, se sustituyeron las vein-
tidós comandancias generales por cinco divisiones militares y cinco comandancias
generales (los estados del norte y sur en conflicto con los indios). Se intentó así
mejorar también la instrucción y reducir el papel policial que ejercía mayoritaria-
mente el ejército. Ante la amenaza constante del vecino del norte, se creó la Guar-
dia Nacional, en 1845, que se formó con voluntarios sin derecho a paga, a quienes
podía movilizarse por orden federal, en caso de emergencia nacional. Se moderni-
zaron los estudios en el Colegio Militar y se reformó el Estado Mayor. Pero las re-
formas no pudieron culminar ante la resistencia de los caciques regionales, la crisis
económica, y sobre todo debido a la invasión norteamericana.
La figura de López de Santa Anna cobró nuevamente un papel destacado en
la guerra contra los EE. UU. Santa Anna volvió de su exilio en Cuba engañan-
do a los estadounidenses sobre sus verdaderas intenciones en septiembre de 1846.
Tras reunir todas las tropas disponibles, se dirigió contra los invasores, atacándo-
los el 23 de febrero de 1847, en lo que se denominó la batalla de Buena Vista o de
Angostura. En el Museo Nacional de Chapultepec se conserva una bandera cap-
turada a los yanquis, que pudiera tal vez corresponder al Regimiento de Volunta-
rios de Indiana, unidad derrotada en los primeros momentos de esta batalla. Sin
embargo, Santa Anna no sabría aprovechar el éxito alcanzado, retirándose inexpli-
cablemente del campo de batalla. Tampoco tuvo éxito en la defensa de la capital.
La superioridad en artillería ligera de los yanquis fue decisiva en la mayo-
ría de los enfrentamientos de la guerra. Además, muchos de los oficiales de EE.
UU. llevaban años de lucha contra los indios de las praderas y poseían una for-
mación y una iniciativa en el mando de pequeñas unidades en combate, de la
que carecían la mayor parte de sus contrarios mejicanos. Sin embargo, el solda-
do indígena fue capaz de comportarse con coraje en aquellas ocasiones en que
fue mandado correctamente. Pero las décadas en las que los caudillos militares
y civiles se habían servido del ejército para sus luchas políticas y la poca motiva-
ción de unos soldados reclutados por la fuerza, mal instruidos y a los que se les
privaba de las necesidades básicas, se demostraron insalvables. Faltaba la cohe-
sión; el armamento y equipo eran obsoletos; no existía logística ni apenas capa-
cidad de combate para enfrentarse con éxito ante una nación de gobierno estable
y con grandes recursos económicos.
Tras la guerra, Herrera volvió a su programa de reformas, nombrando al di-
námico general Mariano Arista para llevarlas a cabo. En noviembre de 1848 la
fuerza militar quedó establecida en unos efectivos de diez mil hombres y, en un
esfuerzo por atraer a voluntarios, se abolió la leva universal, se incrementaron
los salarios y mejoraron las condiciones de vida en los cuarteles. Sin embargo,
en 1850 la fuerza efectiva era de tan solo cinco mil seiscientos cuarenta y nueve
hombres (De Palo: 2004, 148), pero su calidad y su motivación como soldados
había experimentado una apreciable mejoría. Se mejoró el plan de estudios de
los oficiales cuya academia, que había empezado a mudarse en 1841, se insta-
ló definitivamente en el Castillo de Chapultepec, una vez restaurados los daños
sufridos durante la guerra. Se tomó como ejemplo al ejército francés para la tác-
tica, uniformidad y armamento. La Guardia Nacional se reorganizó en unida-
des de milicia local y milicia móvil. Compuestas por ciudadanos de todas clases
sociales reclutados por sorteo, unas estaban al mando de los gobernadores de los
Estados, y otras a las del Gobierno Federal. Para continuar la lucha contra las
incesantes incursiones de los indios en la frontera norte, se crearon treinta y cua-
tro compañías de milicias móviles. Aunque ya existía un precedente en los años
cuarenta, el 5 de mayo de 1861 se creó el cuerpo de rurales, con unos efectivos de
dos mil doscientos hombres y misiones de policía. Este cuerpo aumentaría en
efectivos e importancia durante la guerra contra la Intervención Francesa, lle-
gando a cobrar un importante papel como fuerza político-militar en las décadas
siguientes. Pero este esfuerzo reformista por profesionalizar la institución se ve-
ría de nuevo truncado por las rivalidades entre conservadores y moderados, y un
rosario de nuevas insurrecciones y pronunciamientos, que provocarían la caída
de Herrera, primero, y de su sucesor Arista, en abril de 1853.
Entre 1853 y 1855 rigió de nuevo Santa Anna como presidente conservador,
aunque sería la última vez que el caudillo ejercería la presidencia. El carácter dic-
tatorial de su mandato fue una de las causas que favorecieron el triunfo en todo
el país del movimiento liberal originado por el Plan de Ayutla. Por vez primera
accedió al gobierno el movimiento reformista entre cuyos líderes se encontraba el
exseminarista y abogado de origen indio zapoteca Benito Juárez, que había sido
capitán de la milicia cívica. Instaurándose en 1856 el primer gabinete liberal con
Juárez como presidente de la suprema corte de justicia, se iniciaría una reorgani-
zación del Estado y del ejército mejicano, que no pudo culminarse debido al es-
tallido de la llamada Guerra de Reforma (1857-1861), entre los conservadores y los
liberales o reformistas. Dimitido el presidente, Juárez ocupó interinamente el si-
llón presidencial, pero hubo de refugiarse en Veracruz, mientras los conservado-
res ocupaban la capital. El ejército y la población mejicanos continuaron divididos
ideológicamente. La inestabilidad aumentó con las luchas internas entre facciones
de los partidos estatales y federales. Un hecho determinante para el fin del conflic-
to llegaría en 1860, cuando el Gobierno de los Estados Unidos reconoció oficial-
mente como legítimo el gobierno de Juárez, lo que proporcionaría a este los me-
dios para lograr la derrota de los conservadores en diciembre de dicho año.
En enero de 1861 Juárez hizo su entrada en México, pero la situación aún dis-
taba mucho de estar bajo control y las medidas secularizadoras y reformistas de su
gabinete provocaron nuevos levantamientos conservadores. Agobiado por la falta
de fondos para financiar la lucha contra estos, el Gobierno decretó la cancelación
de la deuda externa y las obligaciones extranjeras en julio de 1861. Ello provocó la
intervención de Francia, donde el emperador Napoleón III llevaba largo tiempo
acariciando la idea de anexionarse el país azteca. Tras conseguir el apoyo de Es-
paña y Gran Bretaña, una flotilla naval de las tres potencias aparecería frente al
puerto de Veracruz entre los primeros días de diciembre de 1861 y enero de 1862.
Pero incluso, con el corto lapso de tiempo que las reformas militares estuvieron
en vigor, los soldados y los oficiales del ejército republicano de Méjico ya no eran
las huestes carentes de instrucción que habían sido derrotadas por los estadouni-
denses en 1847. Su equipo y armamento también habían mejorado tímidamente,
y se había creado la base para una movilización rápida. Durante las fases finales
de la guerra civil norteamericana, miles de armas y equipamiento fluyeron desde
los EE. UU. hacia los republicanos, haciendo que en ocasiones estuvieran mejor
armados que sus oponentes del ejército imperial de Maximiliano de Habsburgo.
va o provincial las siguientes: una casaca de paño, otra de lienzo, dos pantalones
de lienzo, dos chaquetas o guácaros de lienzo, un capote o levita una manta de
jerga, una mochila de piel y una cantimplora, dos pares de zapatos, dos camisas
de lienzo y un moral de lienzo para las raciones. Para la caballería: dos camisas
de lienzo, dos pares de pantalones de paño gris y azul, vestido de lienzo para
cuartel, una casaca de paño, un capote, una manta para el caballo, dos pares de
zapatos, una maleta, un morral, un par de guantes, una cantimplora y diversos
útiles de limpieza. De este modo se dotaba al soldado mejicano de un vestuario
muy sobrio, anulándose toda la diversidad de prendas que se habían utilizado
anteriormente, incluida la levita azul con que se había dotado a algunas unida-
des a finales de los años cuarenta.
Un Decreto Federal, fechado el 29 de abril de 1856, estableció un uniforme de
diario y otro para guarnición y campaña para el ejército. El primero se componía
de una guerrera corta con botones dorados y un pantalón azul oscuro con cuello y
bocamangas rojos, y un képi (quepis o quepí), de estilo francés. El de campaña lo
componían una blusa y pantalón de algodón blanco con vivos azules y botones do-
rados, con el quepis cubierto con una funda blanca. La caballería llevaba guerre-
ras y pantalones grises con cuellos verdes y quepis. Los rurales vestían chaquetas
grises con cuello rojo, sombrero de ala ancha con una cinta blanca con el número
del escuadrón de policía. Estas sencillas prendas fueron las más comunes que el
soldado mejicano vestiría hasta los años ochenta del siglo XIX.
Toda esta reglamentación era teórica y en la realidad, se utilizaban pren-
das del país mezcladas con las de cualquier tipo de uniformes. Los soldados lle-
vaban frecuentemente los uniformes hechos jirones como consecuencia de los
meses continuos de campaña y la imposibilidad de su reposición, problema que
solo comenzó a mitigarse a partir de 1863. Muchas unidades de la Guardia Na-
cional y de la milicia llevaron uniformes muy simples, en algunos casos —como
el batallón de Morelia en 1863— blusas encarnadas; y muy frecuentemente,
ninguna uniformidad. Las prendas de lienzo eran las más comunes.
Así describía el historiador Niceto Zamacois (Zamacois: 1855) el vestuario
de los soldados de las montañas del sur, dibujado por el mejicano Casimiro Cas-
tro a su entrada en la capital tras la caída del gobierno de Santa Anna en 1855:
Calzoncillo ancho de tela ordinaria de algodón, que denominan manta; ca-
misa de lo mismo; sombrero de petate o paja ordinaria y zapatos de un cuero ex-
quisito, fino y particular (…) el arma favorita de tales hombres es el machete (…)
encima de la camisa llevan una fornitura, al hombro el fusil, y en el sombrero un
letrero [con el nombre de la localidad].
El notable artista Primitivo Miranda fue autor de El Libro Rojo, álbum edita-
do con textos de Riva Palacio en forma de entregas entre 1869 y 1870. Dicho tra-
bajo está dedicado a los patriotas que lucharon por la independencia y la Cons-
titución de 1857. En él encontramos una abundante iconografía militar de este
periodo, especialmente interesante en aquellas estampas correspondientes a la
tuado a unos veinticinco kilómetros junto a la desembocadura del Río Jamapa. Los
franceses se ubicaron en Tejería. Pero lo malsano del clima de la costa mejicana si-
guió causando bajas; el día 2 de febrero eran evacuados a La Habana ochocientos
enfermos españoles. Por ello, Prim dio orden a sus tropas de avanzar hacia el inte-
rior, ocupando Santa Fe. Los mejicanos consideraron este movimiento un acto de
agresión, no obstante abrieron conversaciones en un intento de ganar tiempo.
El día 19 de febrero se firmaba la Convención de La Soledad, por la cual Juá-
rez se veía obligado a permitir a los aliados la ocupación de posiciones más salu-
bres y en mejores condiciones estratégicas: españoles e ingleses en las ciudades de
Córdoba y Orizaba, y los franceses en Tehuacán. Las tropas españolas, pocos días
después de partir las francesas, se ponían en marcha. Divididas en dos columnas,
avanzaron por caminos intransitables, con elevadas temperaturas y alta humedad,
en una zona endémica del llamado vómito negro —la fiebre amarilla— cargan-
do el peso de las municiones y cuatro días de raciones. Tras varios días de penosa
marcha por la zona de las Tierras Calientes, de exuberante vegetación, la prime-
ra columna llegaba el día 7 de marzo a Córdoba, mientras la segunda columna
lo hacía a Orizaba dos días después. En Veracruz quedaron un centenar de hom-
bres de cada nación. Las enfermedades diezmaron esta guarnición, que a finales
de febrero tenía ya veintinueve muertos y ciento cincuenta y nueve convalecientes.
Tras varios días de negociaciones infructuosas, y juzgando las pretensiones
francesas como exageradas, el general Prim decidió evacuar a las tropas españo-
las. Los ingleses también decidieron hacer lo propio. El 18 de abril se desalojó
Orizaba, a la par que la ocupaban las tropas mejicanas del general Zaragoza.
El 24 de abril de 1862, los últimos destacamentos españoles abandonan la Repú-
blica de Méjico. Prim fue despedido con todos los honores por las autoridades,
como consecuencia de la conducta digna y respetuosa que los soldados españoles
mostraron con el pueblo mejicano.
Francia quedaba sola y a sus anchas en el país. Comenzaba La Aventura
Mejicana, que le costaría cinco largos años de cruenta guerra, y terminaría trá-
gicamente en 1867 con el fusilamiento del frustrado emperador Maximiliano.
dos pares de pantalones de lienzo, una gorra de cuartel, un corbatín, dos pares de
zapatos abotinados y un morral. El aspecto que presentaban estos soldados tam-
poco distaba mucho del de sus homólogos mejicanos. En 1860, justo antes de la
expedición de Prim, se estableció un traje de campaña, compuesto por blusa, pan-
talón y polainas de coleta azul, como se denominaba en la isla una tela de algodón
azul con listas blancas, separadas un ancho de dos hilos. Como cubrecabezas se
reglamentó en 1855 el sombrero de jipijapa o de palma, con escarapela encarnada.
El soldado llevaba una cantimplora de hojalata barnizada de negro, una fiambre-
ra y un morral de lona. En 1854 se cambiaron los viejos fusiles de chispa por los de
percusión, como solía ocurrir, con varios años de retraso respecto de la Península.
En España, en el período que nos ocupa, estaba en vigor el reclutamiento
de Quintos, que incluía el sistema de Redención, es decir, pagar para librarse de
entrar en las filas del ejército. De esta forma se recaudaron fondos para pagar los
casi cincuenta mil hombres que se alistaron como voluntarios entre 1852 y 1868,
que cobraban ocho mil reales de enganche. La mayoría de ellos decían ser labra-
dores y jornaleros y tenían una edad media de veinte años. Junto con sus com-
pañeros forzosos, formaron las filas de las unidades españolas que participaron
en las expediciones ultramarinas de la época. La sangría producida en estas fue
causa del descontento de las clases populares contra el sistema que, junto con
otros factores sociales y políticos, produciría numerosas algaradas e insurreccio-
nes en España. Sin embargo, ajenos a todo ello, y como escribía el corresponsal
del Times de Londres refiriéndose al soldado de 1859:
No ha faltado nunca a la disciplina, hallándose siempre obediente, satisfecho
y de buen humor, en medio de duras circunstancias; satisfecho con poco, y duro
para la fatiga, tiene un fondo de indiferencia y buen humor que le sostiene allí don-
de muchos murmurarían y proferirían quejas; la embriaguez es desconocida en el
campamento, y por lo tanto, el crimen raro en él...
Por su parte, un general de Maximiliano dejaría escrito lo siguiente sobre
los soldados mejicanos del ejército republicano que se enfrentaron a la interven-
ción imperialista francesa:
Hemos combatido en Rusia, en Italia, en África; no conocemos soldados más
sobrios, más modestos y más valientes que los vuestros. Cuando la generalidad de
vuestros oficiales se instruya y sepa conducirlos al combate, tendréis un hermoso y
temible ejército…
Y así despedazados por nuestras luchas intestinas, nos agobia la invasión an-
glosajona, y luego, más tarde, viene el galo a nuestro festín sangriento; pero nada
nos agota: ruedan instituciones envejecidas, ruedan cabezas con coronas, y al fin,
tras tanto padecer, tras brega tanta, se alza nuestra República gloriosa; se yergue al
cielo, por nuestro Ejército sostenida, la nacional bandera mexicana…
Bernardo R eyes, El Ejército Mexicano, México, 1901
Tras los últimos gobiernos liberales de Juárez y su sucesor, Sebastián Lerdo
de Tejada, que realizaron diversas reformas para profesionalizar el ejército, llegó
al poder en 1876 el general Porfirio Díaz mediante una nueva asonada armada,
la Revuelta de Tuxtepec. Díaz había labrado su reputación en algunas de las accio-
nes militares de la guerra contra la intervención de 1861-1867. Su largo mandato
de carácter dictatorial redujo la autonomía militar que tenían los estados, desmo-
vilizó la Guardia Nacional y dividió el territorio en doce zonas militares y treinta
comandancias, todo ello en un esfuerzo para conseguir el control efectivo y cen-
tralizado de las Fuerzas Armadas. El cuerpo de rurales cobró gran importancia en
la lucha contra el bandolerismo, pero fue utilizado también ampliamente como
brazo armado del régimen para reprimir a sus enemigos políticos.
Las fuerzas se dividieron en tres bloques: ejército permanente, reserva del
ejército permanente y reserva general. El porfiriato optó por desarrollar un Ejér-
cito Federal centralizado, profesionalizado y reducido en efectivos. De forma
paralela se procedió a una serie de reformas con el objetivo de pacificar el país
y estabilizarlo, y conseguir el reconocimiento de las potencias occidentales eu-
ropeas y atraer inversiones internacionales para mejorar la maltrecha econo-
mía. Se refundió el Cuerpo de Estado Mayor en 1879, se creó la Gendarme-
ría Militar, se reformaron los estudios militares tomando ejemplo en Francia
y Alemania y se crearon academias militares de especialidades y fábricas de
armas. Ningún militar tuvo acceso a cargos políticos y se fortaleció la forma-
ción moral y técnica de los oficiales, a veces en detrimento de la táctica. Pero
la reducción de efectivos, en torno a un veinticinco por ciento, y de oficiales
subalternos, en torno al cincuenta por ciento, impediría a largo plazo la movi-
lización al surgir una emergencia nacional, y facilitaría la derrota del Ejército
Federal ante las fuerzas revolucionarias.
A pesar de que el régimen de Porfirio Díaz consiguió notables avances en
la industria y las comunicaciones —se instalaron miles de kilómetros de líneas
férreas y telegráficas— y mejoró la enseñanza superior, por el contrario toleró la
creación de extensos latifundios, dejó importantes sectores comerciales y econó-
micos en manos extranjeras y, sobre todo, permitió la explotación del campesi-
nado y de la clase trabajadora, que fue reprimida por la fuerza cuando exigió sus
derechos. De este modo, pasadas las convulsas décadas entorno a la mitad del si-
glo XIX, a pesar de entrar en una época de relativa estabilidad política, los mu-
chos conflictos sin solucionar y la injusticia social ante la arbitrariedad y prác-
ticas extra institucionales del régimen mostraron de nuevo la cara más amarga
de la realidad nacional. En las primeras décadas del siglo XX se entraría en un
nuevo ciclo de inestabilidad con la llegada de un nuevo movimiento revolucio-
nario y otra intervención norteamericana.
Anexo
de España y América
Con este diseño y colores fueron diseñados los uniformes de las tropas
del ejército de George Washington
Edita
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Créditos fotográficos
Cubierta: © Archivo Oronoz.
Pág. 17: Cortesía del Fondo Antonio García Pérez. Pág. 78: Cortesía de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.
Pág. 379: © Archivo General de Indias, Sevilla. Pág. 380: © Archivo General de Indias, Sevilla. Pág. 383: © Archivo General de Indias,
Sevilla. Pág. 384: Imagen extraída del libro: Costumes civils, militaires et religieux du Méxique / dessinés d’après nature par C. Linati;
Bruxelles : Ch. Sattanino, [1828]. Pág. 386: © Archivo Histórico de la Nación - INAH, México. Pág. 387: © Archivo Histórico de la Nación
- INAH, México. Pág. 389: © Archivo Histórico de la Nación - INAH, México. Págs. 390,393, 394,395, 396 y 397: Imágenes extraídas del
libro: México y sus alrededores: colección de monumentos, trajes y paisajes dibujados al natural y litografiados / por los artistas mexicanos C.
Castro, J. Campillo, L. Auda y G. Rodríquez ; bajo la dirección de Decaen; los artículos descriptivos son de los señores Arroniz Márcos... [et
al.], 1855. Pág. 398: © Archivo General Militar de Madrid (IHCM). Pág. 400: © Museo Nacional de Historia - Castillo de Chapultepec,
México. Págs. 402 y 403: Imagen extraída del libro: Costumes civils, militaires et religieux du Méxique / dessinés d’après nature par C.
Linati; Bruxelles : Ch. Sattanino, [1828]. Pág. 405: © Museo Nacional de Historia - Castillo de Chapultepec, México. Pág. 405: © Museo
del Ejército de Toledo. Pág. 406: © Museo Nacional de las Intervenciones, Churubusco, México. Pág. 409: Imagen extraída del libro: Los
mexicanos pintados por sí mismos / Niceto de Zamacois. [México, D.F.] : M. Murguía, [1855]. Págs. 410 a 415: Imágenes extraídas de la
publicación El Ejército, 1908. Pág. 416: © Museo Nacional de Historia – Castillo de Chapultepec, México. Pág. 418: © Museo Nacional
de Historia – Castillo de Chapultepec, México. Pág. 421: © R. W. Norton Art Foundation, EE.UU. Pág. 422: Imagen extraída de la
publicación Harper’s New Montly Magazine (mayo, 1892). Pág. 425: Imagen extraída de la publicación Harper’s New Montly Magazine
(diciembre, 1893). Pág. 426: © Milwaukee Museum, EE. UU. Pág. 428: © Museo Nacional de Historia – Castillo de Chapultepec, México.
Págs. 430, 432, 433 y 435: Imágenes extraídas de la publicación Harper’s New Montly Magazine (número 474, noviembre 1889).
Contraportada: Cortesía del Fondo Antonio García Pérez.
El 11 de marzo de 2015 se cumple el centenario de la entrada en Ciudad de México,
asolada por una severa hambruna, de las tropas convencionistas encabezadas por el general Emiliano Zapata.
Pasados diez años, el 25 de marzo de 1925, se instala la Suprema Corte de Justicia de la Nación
de acuerdo al título quinto de la Constitución Federal de 1824, que integra plenamente
los Poderes de la Unión. Y diez años más tarde, el 3 de marzo de 1935,
se funda la Universidad Autónoma de Guadalajara,
primera universidad privada de México.
Manuel Gahete Jurado
(Fuente Obejuna —Córdoba— 1957) Doctor en Historia Moderna,
Contemporánea y de América (UCO). Licenciado en Filología Románica
(UGR). Catedrático de Lengua y Literatura. Miembro numerario y
director del Instituto de Estudios Gongorinos de la Real Academia de
Córdoba. Cronista oficial de Fuente Obejuna. Miembro numerario y
bibliotecario de la Ilustre Sociedad de Estudios Histórico-Jurídicos.
Adjunto a la Presidencia de la Junta Directiva de la Asociación
Andaluza de Escritores y Críticos Literarios (AAEC). Presidente de
la Asociación Colegial de Escritores de España, sección de Andalucía
(ACE-A). Obras de investigación histórica: La cofradía de la Santa
Caridad de Jesucristo y la hermandad del Santísimo Cristo de la Misericordia
de Fuente Obejuna: Tradición y actualidad (1997); Alonso Muñoz,
el Santo. Un franciscano de Fuente Obejuna 1512-1572 (1999);
Córdoba en el siglo xx (1929-2002): Poder económico y humanismo ético.
Comunión y controversia (2005); Miguel Castillejo: La acción y la
palabra (2006); Madrid del Cacho: Más allá del Derecho (2009).
Antonio García Pérez
retratado en Toledo, mayo de 1910.
© Archivo Martínez-Simancas.