Paradigmas de La Ética
Paradigmas de La Ética
Paradigmas de La Ética
La naturalidad con la que Aristóteles sostiene en su Ética a Nicómaco que todas las
personas concordamos en considerar a la felicidad como la finalidad última de la
vida, podría sorprendernos si no fuese porque, a pesar de los siglos transcurridos,
también nosotros suscribiríamos seguramente esa tesis. El problema, claro está,
reside en que, tanto en tiempos de Aristóteles como en los nuestros, no le atribuimos
el mismo sentido a la palabra “felicidad” ni asociamos con ella una misma manera de
vivir. Pero el que estemos ya todos de acuerdo en identificar verbalmente la meta
final de nuestros empeños, no es una cosa de importancia menor. La discrepancia
sobre su definición hace precisamente de la felicidad el tema principal de la ética.
Para zanjar esa discrepancia, y para precisar el sentido de la felicidad, lo que
propone Aristóteles es analizar las aspiraciones que los seres humanos asociamos a
nuestras acciones cotidianas y descifrar el ideal de vida que se expresa por medio
de ellas. Buscamos todos, al parecer, la forma de vida más plena posible, en donde
plena quiere decir: aquella que realiza el bien más preciado (el sumo bien) o la
última razón de ser (el fin supremo) de nuestra existencia. Y el fin supremo, o el
sumo bien, consisten en realizar permanentemente los ideales de excelencia que la
propia comunidad ha establecido para el desempeño de todas nuestras actividades,
incluyendo la actividad comunitaria por excelencia, que es la actividad política. La
famosa sentencia de Aristóteles, según la cual “el hombre es un animal político”,
quiere decir, en efecto, que el hombre solo se realizará plenamente (solo alcanzará
la felicidad), si vive solidariamente con los otros los valores que los congregan y si
contribuye activamente a instaurar y mantener un orden institucional que los
preserve.
A todo sistema de valores, como el que caracteriza al Paradigma de la ética del bien
común, le corresponde un sistema de virtudes. Las virtudes representan el lado
subjetivo de la existencia de los valores. Con esto se quiere decir que, dada la
naturaleza de los valores, es decir, dado que son conductas ideales específicas, de
parte de los individuos no puede haber neutralidad ni, tampoco, liberalidad frente a
ellos, sino, muy por el contrario, el mayor compromiso posible. De los individuos se
espera una actitud de adhesión, de respaldo con convicción, de asimilación
comprometida de esos valores hasta convertirlos en rasgos del carácter o de la
personalidad. Y eso es precisamente lo que son las virtudes: hábitos de
comportamiento amoldados al perfil establecido por el sistema de valores. En la
actualidad, a diferencia de lo que ocurre con el uso del término “valores”, parece
haber mucha menos familiaridad con el uso del término “virtudes”, pero es solo una
cuestión de palabras. Lo que se suele exigir a través de las numerosas campañas a
favor de los valores es que las personas los hagan suyos y los incorporen a su modo
habitual de conducirse en la vida, es decir, que adopten ante ellos la misma actitud
personal y comprometida que se ha asociado tradicionalmente al concepto de virtud.
Por las razones expuestas, puede decirse igualmente, en términos metafóricos, que
la Ética del bien común es concebida y formulada desde la perspectiva de la primera
persona de la primera persona en plural. Que el bien, el ideal moral de vida, sea
común, significa justamente que es considerado por sus adherentes como el ideal de
un nosotros. Nosotros los cristianos, nosotros los atenienses, nosotros los peruanos.
Es la perspectiva del participante en la interacción, que emite sus juicios de valor
sobre la base de las creencias compartidas en su comunidad. Michael Walzer se
refiere a esta idea, con su habitual ingenio retórico, cuestionando la intención de la
alegoría de la caverna propuesta por Platón: en lugar de seguir al prisionero que se
libera de las cadenas para acceder a una visión del sol (a una comprensión de la
verdad de la vida), la ética debería construirse, en su opinión, en el interior de la
caverna, y en solidaridad con las creencias compartidas por todos los prisioneros,
pues ellas constituyen el único nosotros en el que podamos hallar las pautas de la
acción y el sentido de la cosas. La perspectiva de la primera persona representa,
naturalmente, una ventaja y un peligro a la vez, como veremos a continuación: ella
permite cohesionar a los involucrados en torno a un ideal común, comprometiendo
sus sentimientos de adhesión, pero ella puede traer consigo igualmente el
aislamiento de la comunidad o la tentación del fundamentalismo.
Dado que el nosotros es, por naturaleza, relativo siempre a la comunidad que lo
enuncia, y dado que existen muchas comunidades enunciantes, es preciso concluir
que en este Paradigma se expresa una ética de tipo contextualista. Recibe este
nombre la concepción moral que se origina en un determinado ethos, y que reclama
validez en su interior, en función de los valores compartidos. Pero como el ethos, la
cosmovisión valorativa, puede ser de muy diversa naturaleza –puede tratarse de una
nación, de una etnia, de una religión; puede estar territorialmente delimitada o
expandirse sin fronteras–, parece más adecuado denominarla contextual o
contextualista. Ello significa que el Paradigma plantea la cuestión moral, tanto en lo
que respecta a su origen como a su área de influencia, siempre en vinculación con el
contexto en el que se inscribe. Por cierto, la contextualidad de la ética no tiene por
qué implicar una relativización de sus expectativas de universalización; al respecto,
algunas concepciones son efectivamente expansivas, mientras que otras son
herméticas o excluyentes. Del contextualismo hay muchas variantes, como es fácil
de suponer, pero en todos los casos se trata de concepciones que cuestionan la
posibilidad de desligarse de los contextos para plantear las cuestiones morales.
Todos los rasgos que hemos venido enunciando hasta aquí, aun someramente, nos
permiten hacernos una idea de la naturaleza y los alcances del Paradigma de la
ética del bien común. Hemos visto, en primer lugar, por qué al ideal del respeto y el
cultivo del sistema de valores de la comunidad se le da el nombre de bien común o
de felicidad, y hemos comentado brevemente el modo en que Aristóteles concibe la
aspiración a una vida buena. Enumeramos luego algunos rasgos que son
constitutivos del Paradigma: el sustancialismo, la existencia en él de un sistema de
valores, la correspondiente exigencia de un sistema de virtudes, el involucramiento
de las emociones, la perspectiva de la primera persona, el contextualismo y la
referencia al ethos como criterio último de fundamentación. El resultado es un
cuadro coherente en el que vemos diseñado un ideal de consenso moral centrado
en la vivificación de la tradición valorativa de la comunidad. Quizás podría por ello
caracterizarse globalmente a esta visión como un consenso nostálgico.
Nos toca ahora pasar a exponer el siguiente paradigma, aquel que hemos vinculado
a la segunda respuesta a la pregunta por la mejor manera de vivir. Para facilitar la
comprensión de este nuevo modelo, y para percibir más claramente sus relaciones
con el primero, vamos a utilizar correlativamente la misma secuencia de rasgos que
hemos empleado en la caracterización del caso anterior.
La idea central que congrega a los defensores de este modelo es, como se
recuerda, que la mejor manera de vivir consiste en construir una sociedad justa para
todos los seres humanos; este es, para el modelo, el patrón de referencias
normativas de la conducta personal y social. Se le ha denominado el Paradigma de
la autonomía, evocando el modo en que Kant caracterizara el principio central de
esta interpretación de la ética, que es el principio de la libertad del individuo, pero de
una libertad que se afirma solo mediante el respeto de la libertad de todos. La
autonomía es la capacidad que posee idealmente el individuo de pensar y decidir
por sí mismo (de “darse a sí mismo su propia ley”, como indica la etimología de la
palabra), pero de hacerlo eligiendo al mismo tiempo un marco de referencias (una
ley) que haga posible el ejercicio simultáneo de la autonomía de todos, incluyendo
naturalmente la suya. De aquí se deriva el sentido más general de la palabra justicia,
que da igualmente nombre al Paradigma: una sociedad justa para todos los seres
humanos sería, en efecto, aquella que estuviera regida en todas sus instancias por
el principio de la autonomía y que permitiera, por tanto, que todos los individuos, sea
cual fuere su ethos, ejercieran su libertad sin perjudicar la de los demás. En lugar,
pues, de fijar su atención en los contenidos o los valores que pudieran defender los
individuos, el modelo se concentra en la regla general de la imparcialidad, cuya
función es la de hacer posible la coexistencia de concepciones valorativas rivales
entre sí.
Por lo dicho hasta aquí, se entenderá seguramente por qué el concepto de “valores”
es, al menos en primera instancia, un cuerpo extraño en el Paradigma de la ética de
la autonomía. Los valores están asociados a una manera homogénea de interpretar
el sentido de la vida y expresan, como hemos visto, el aprecio por conductas
reconocidas como ejemplares en un ethos determinado. Aquí, en cambio, dichas
conductas pasan a ser relativizadas e igualadas a muchas otras en el marco de un
pluralismo de opiniones que es considerado como un hecho rotundo y básico, sobre
cuyo reconocimiento debe recién iniciarse cualquier discusión moral. Son
precisamente los valores los que son ahora sometidos a examen: si pasan la prueba
del principio formal, entonces serán juzgados como buenos o justos – lo cual
equivale a sostener que se está introduciendo un parámetro más abarcador, más
abstracto, que llamaremos el concepto de “principios” o de “normas”. Estos últimos
términos expresan con mayor precisión el tipo de exigencia moral que se hace valer
en la concepción moderna: la aceptación voluntaria y consensuada de una regla de
conducta general que exhibe neutralidad valorativa. Por lo mismo, no encontramos
aquí, como en el caso anterior, una gran variedad de preceptos concretos ligados a
las esferas distintas de la vida, sino una sola norma, un solo principio, que hace las
veces de pauta continua de referencia para el enjuiciamiento de las situaciones
concretas. Ahora bien, decíamos que el concepto de “valores” es solo en principio un
cuerpo extraño, porque desde el Paradigma de la ética del bien común suele
hacerse la observación que la norma general que ahora comentamos es, en
realidad, igualmente un valor, solo que no debidamente reconocido como tal.
Por contraste con el modelo anterior, al que habíamos vinculado con la perspectiva
de la primera persona, debe decirse ahora que la Ética de la autonomía es
concebida y formulada desde la perspectiva de la tercera persona. La metáfora de la
tercera persona se suele emplear para designar un punto de vista neutral,
equidistante de la primera y la segunda persona; a él se refieren, por ejemplo, Jean
Piaget o Lawrence Kohlberg para caracterizar el estadio más avanzado de la
evolución intelectual o, respectivamente, el de la evolución moral del niño. Y Thomas
Nagel, un importante defensor de este modelo, da a uno de sus libros el revelador
título “Una visión de ningún lugar” (“The View from Nowhere”). Es la perspectiva del
observador, no la del participante, la que se quiere aquí resaltar, pues se considera
que el participante contempla las cosas siempre desde un nosotros centrado en el
propio ethos que le impide ser imparcial; lo que se demanda es, en sentido estricto,
que el participante haga suya la posición del observador. Quien mejor formula esta
exigencia ética es Adam Smith, profesor de Ética en la Universidad de Edimburgo:
quien quiera cerciorarse, nos dice, de que la acción que se propone realizar es
éticamente correcta, debe ponerse en la posición del “espectador imparcial”, es
decir, debe hacer el examen que es característico de este Paradigma, el cual obliga
a adoptar precisamente la perspectiva de la tercera persona respetuosa de la regla
general de neutralidad.
Una ética como esta no será tampoco contextualista, como decíamos del caso
anterior, sino será más bien universalista. Recordemos que la respuesta a la
pregunta por la mejor manera de vivir es aquí construir una sociedad justa para
todos los seres humanos. No para los pertenecientes a un ethos común, ni para
quienes se identifican con una determinada idiosincrasia cultural, sino para los seres
humanos en general, en la medida en que son considerados simplemente como
seres humanos. El modelo de la Ética de la imparcialidad aspira a tener una validez
universal. Apela por eso a diferentes recursos que permitan pensar en la condición
humana en términos igualitarios: la naturaleza común, la disposición racional, la
capacidad de diálogo, o hasta la constatación de que todos somos egoístas, para
sobre esa base construir un razonamiento que conduzca a la evidencia o a la
necesidad de adoptar el principio general del Paradigma. No se considera, por
supuesto, que la diversidad de culturas o de credos sea irrelevante ante el problema
moral; al contrario, se toma tan en serio su diferencia que no se pretende
universalizar las creencias, pues se respeta su autonomía, sino tan solo el modo en
que ellas puedan llegar a coexistir pacíficamente con las demás. Por eso
precisamente el acuerdo al que se aspira es una norma, no un valor.
Nos toca hacer también en este caso una síntesis de los rasgos que caracterizan al
Paradigma de la ética de la autonomía, con la idea de resumir lo que hemos
aprendido sobre su naturaleza y sus alcances. Vimos, en primer lugar, en qué
sentido se afirma que el ideal moral consiste en construir una sociedad justa para
todos los seres humanos: lo que se quiere poner en el primer plano es la posibilidad
de que la convivencia pacífica se funde en el respeto de la autonomía mediante la
constitución de un orden social de imparcialidad. Hemos ilustrado esta concepción
explicando el modo en que Kant concibe el principio del imperativo categórico, o
Adam Smith el criterio del “observador imparcial”. Y enumeramos igualmente los
rasgos constitutivos del Paradigma: el formalismo, la existencia de un sistema de
normas, la desconfianza frente a las emociones, la perspectiva de la tercera
persona, el universalismo y la referencia al contrato y el diálogo como criterios
últimos de fundamentación. El resultado es, también aquí, un cuadro coherente en el
que vemos diseñado un ideal de consenso moral centrado en la capacidad de los
seres humanos de imaginar una forma racional de regular sus conflictos. Podríamos
entonces caracterizar, correlativamente, a esta visión como la aspiración a obtener
un consenso utópico.
Volvamos a los casos ejemplares con los que dimos inicio a esta reflexión. La
impiedad de Aquiles frente a los reclamos de sus parientes y amigos puede
interpretarse, naturalmente, como un modo de transgredir el sistema de valores de
su comunidad; su desmesura es una falta de respeto del bien común y un
alejamiento de la actitud virtuosa que se espera de un combatiente. Pero su
conducta podría entenderse asimismo como un modo de quebrar el orden equitativo
e imparcial que aun en casos de guerra debería reinar entre los individuos; Aquiles
se está dejando llevar por sus emociones y está sobrepasando los límites del
ejercicio de su libertad personal. Otro tanto cabría decir sobre los casos que nos
transmite el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Las imágenes del
sufrimiento de esos compatriotas nuestros sacuden nuestra sensibilidad moral y nos
revelan el grado extremo de deterioro de los valores que sostienen nuestra vida en
común; ellas despiertan en nosotros la urgencia del compromiso con la solidaridad,
la justicia y la vida ciudadana. Pero es claro igualmente que en esas imágenes se
pone de manifiesto una flagrante ruptura del pacto que funda nuestra vida social; no
se ha respetado la vida, ni la libertad, ni la autonomía de las personas, y se ha
pretendido echar por tierra el entero tejido institucional que reposaba sobre la
democracia y el estado de derecho. Las dos formas de juzgar moralmente los
hechos nos remiten a los criterios que emplea cada uno de los paradigmas
analizados para valorar la mejor manera de vivir. A través de ellos se logra articular
conceptualmente la experiencia límite que habíamos comentado al inicio con las
expresiones “Basta ya” y “Nunca más”.
Las reflexiones presentadas aquí son, todas, de carácter filosófico. Es decir, forman
parte de lo que hemos convenido en llamar la dimensión teórica o conceptual de la
ética. Pero su finalidad última quiere ser, naturalmente, ayudarnos a todos a vivir
mejor, como era, según Aristóteles, la razón de ser de la ética. Pensaba el filósofo
griego que la mejor manera de vivir estaba siempre ligada a la filosofía, a la teoría,
en la medida en que ella nos permite deliberar sobre el sentido de las cosas y sobre
los cambios que va experimentando esta decisiva experiencia humana valorativa de
la vida. Interpretando su concepción ética a la luz de los problemas y los retos que
nos plantea la sociedad contemporánea, podríamos decir por eso que, para la
filosofía, la mejor manera de vivir consiste en buscar permanentemente la mejor
manera de vivir.