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Paradigmas de La Ética

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PARADIGMAS DE LA ÉTICA

En la historia de la ética, al igual que en la historia de la cultura, ha habido, como es


fácil de imaginar, muchas concepciones éticas. Un muestrario de esa diversidad la
hallamos en la presentación de los diferentes problemas éticos a los que se hace
alusión en los capítulos siguientes de este libro. La diversidad se expresa de muchas
maneras y puede estudiarse desde diferentes perspectivas: puede analizarse desde
un punto de vista histórico o desde un punto de vista sistemático; puede abordarse
en vinculación con las concepciones religiosas o con las cosmovisiones culturales;
puede asociarse a las obras de los filósofos, a las formas de vida o a los proyectos
revolucionarios en la sociedad. Y, no obstante, pese a esta gran diversidad, es
posible constatar en la historia, a grandes rasgos, una curiosa y persistente
tendencia a responder de dos formas principales a la pregunta por la mejor manera
de vivir. En algunos casos, estas dos respuestas

son consideradas como paradigmas de la ética, entendiendo por ello visiones


valorativas globales, internamente coherentes pero recíprocamente excluyentes. En
otros casos, las respuestas son tratadas simplemente como temas de la ética, dando
a entender así que cada una de ellas se refiere a un ámbito de los problemas
morales y que, por consiguiente, no tendrían por qué ser excluyentes entre sí. Esto
es lo que debemos analizar a continuación, empezando por preguntarnos cuáles son
esas respuestas. La primera respuesta nos dice que la mejor manera de vivir es
respetar y cultivar el sistema de valores (el ethos) de la propia comunidad. De
acuerdo a esta concepción ética, el criterio valorativo central que ha de orientar la
conducta de las personas y la marcha de la sociedad debe buscarse en el seno de la
propia tradición; es allí donde se hallará el ideal moral que dé sentido a la vida y que
aglutine a los miembros de la comunidad. Como precisaremos más adelante, este es
el contexto adecuado para hablar, en la ética, de valores. Entre los especialistas en
moral se ha convenido en denominar a este primer modelo de respuesta el
Paradigma de la ética del bien común o el Paradigma de la felicidad, aunque hay
también otras variantes de esos mismos nombres. Veremos enseguida por qué. La
segunda respuesta global a la pregunta decisiva de la ética nos dice que la mejor
manera de vivir es construir una sociedad justa para todos los seres humanos. De
acuerdo a esta concepción, el criterio normativo orientador de la conducta de las
personas y la marcha de la sociedad debe buscarse en un ideal imaginario de
convivencia que promueva el respeto de la libertad de cada individuo, sin distinción
de culturas ni de religiones, y la práctica sistemática de la democracia y la tolerancia;
un ideal así, que es crítico de las tradiciones, solo podrá encontrarse en la
representación de una utopía racional. Más que de valores, convendrá hablar en
este caso de normas o de principios de acción. A este segundo modelo ético se le
conoce como el Paradigma de la ética de la autonomía o el Paradigma de la justicia,
aunque también de él hay otras denominaciones que prefieren destacar rasgos
como la imparcialidad o la consensualidad. Es preciso, sin embargo, que
expliquemos mejor en qué consiste cada uno de estos paradigmas, y en qué sentido
ellos pueden ser excluyentes o complementarios
El Paradigma de la ética del bien común La idea central que congrega a los
defensores de un modelo ético como este es, decíamos, que, para ellos, el patrón de
referencias normativas de la conducta personal y social debería ser el respeto y el
cultivo del sistema de valores de la propia comunidad. Se le llama un bien común, en
alusión a la denominación tradicional entre los griegos, porque con ella se designa
un modelo de forma de vida que es considerado ejemplar por la entera comunidad, y
con el cual sus miembros se identifican de manera explícita o implícita. Se trata de
un conjunto de creencias morales compartidas, mantenidas por la tradición,
transmitidas por la educación, subyacentes a la vida social y al orden legal, y
permanentemente vivificadas por rituales de reconocimiento y celebración. Se le
llama también el Paradigma de la felicidad porque se quiere así rendir tributo a
Aristóteles, autor que constituye una de las fuentes filosóficas principales de esta
concepción ética, quien sostuviera en sus libros que el fin último de la vida, al que
todos siempre aspiramos, es precisamente la felicidad (la “eudaimonía”).

La naturalidad con la que Aristóteles sostiene en su Ética a Nicómaco que todas las
personas concordamos en considerar a la felicidad como la finalidad última de la
vida, podría sorprendernos si no fuese porque, a pesar de los siglos transcurridos,
también nosotros suscribiríamos seguramente esa tesis. El problema, claro está,
reside en que, tanto en tiempos de Aristóteles como en los nuestros, no le atribuimos
el mismo sentido a la palabra “felicidad” ni asociamos con ella una misma manera de
vivir. Pero el que estemos ya todos de acuerdo en identificar verbalmente la meta
final de nuestros empeños, no es una cosa de importancia menor. La discrepancia
sobre su definición hace precisamente de la felicidad el tema principal de la ética.
Para zanjar esa discrepancia, y para precisar el sentido de la felicidad, lo que
propone Aristóteles es analizar las aspiraciones que los seres humanos asociamos a
nuestras acciones cotidianas y descifrar el ideal de vida que se expresa por medio
de ellas. Buscamos todos, al parecer, la forma de vida más plena posible, en donde
plena quiere decir: aquella que realiza el bien más preciado (el sumo bien) o la
última razón de ser (el fin supremo) de nuestra existencia. Y el fin supremo, o el
sumo bien, consisten en realizar permanentemente los ideales de excelencia que la
propia comunidad ha establecido para el desempeño de todas nuestras actividades,
incluyendo la actividad comunitaria por excelencia, que es la actividad política. La
famosa sentencia de Aristóteles, según la cual “el hombre es un animal político”,
quiere decir, en efecto, que el hombre solo se realizará plenamente (solo alcanzará
la felicidad), si vive solidariamente con los otros los valores que los congregan y si
contribuye activamente a instaurar y mantener un orden institucional que los
preserve.

La ética de Aristóteles es un ejemplo particularmente ilustrativo de este paradigma


porque nos ofrece una elaboración teórica muy acabada, pero ella es solo uno entre
muchos casos de autores, o de sociedades, que conciben explícita o implícitamente
la vida moral en torno al ideal del respeto y el cultivo del sistema de valores de la
comunidad. Por vincularse la ética, en todos estos casos, a la forma concreta en que
la comunidad organiza sus relaciones o modela sus costumbres, suele decirse que
uno de los rasgos distintivos del Paradigma es el sustancialismo. También de origen
griego, el término alude a la consistencia, la materialidad y la uniformidad del ethos
que sirve de punto de referencia para la articulación de la concepción ética. Este
rasgo se comprenderá mejor cuando lo contrastemos enseguida con el que
caracteriza al Paradigma de la autonomía, a saber, con el formalismo. Se dice, en
todo caso, que una ética es sustancialista cuando define la mejor manera de vivir en
relación con el tramado específico de costumbres e instituciones propio de la
comunidad en cuestión. Ello explica que las éticas sustancialistas comprendan, por
lo general, un conjunto vasto de preceptos y de ritos, ligados precisamente a los
diferentes modos y prácticas en los que se realiza el ideal de vida comunitario: la
vida familiar, el ejercicio profesional, la economía, la actividad política, la relación
con los demás, y así sucesivamente, pues para cada uno de estos modos existe un
perfil específico de cumplimiento de la excelencia moral.

Ha llegado el momento de explicar por qué es este el contexto al que pertenece, en


sentido estricto, el lenguaje sobre los “valores”. Aunque el uso de este término es
hoy muy impreciso y puede referirse a una variedad de aspectos de la valoración
moral, lo que originariamente designa es precisamente el conjunto de conductas
ejemplares concretas, aquellos perfiles de excelencia moral relativos al ideal de vida
de una comunidad, pero estilizados en forma de un catálogo de conceptos
normativos. La valentía, la honestidad, la generosidad son “valores”, en el sentido en
que expresan ideales de conducta reconocidos por nuestra comunidad, a los que
asociamos situaciones y modos específicos de comportamiento. El lenguaje sobre
los valores solo cobra sentido, en realidad, cuando lo remitimos al sistema normativo
de una comunidad. Quien se refiere a una “crisis de valores”, está dando a entender
justamente que se han puesto en cuestión los parámetros normativos tradicionales,
aquellos que sostenían la jerarquía de las conductas en la sociedad. Y quien aboga
a favor de una “educación en valores”, se está imaginando que los niños deben
aprender a hacer suyos los ideales de conducta que la comunidad considera como
sus pautas tradicionales de orientación.

A todo sistema de valores, como el que caracteriza al Paradigma de la ética del bien
común, le corresponde un sistema de virtudes. Las virtudes representan el lado
subjetivo de la existencia de los valores. Con esto se quiere decir que, dada la
naturaleza de los valores, es decir, dado que son conductas ideales específicas, de
parte de los individuos no puede haber neutralidad ni, tampoco, liberalidad frente a
ellos, sino, muy por el contrario, el mayor compromiso posible. De los individuos se
espera una actitud de adhesión, de respaldo con convicción, de asimilación
comprometida de esos valores hasta convertirlos en rasgos del carácter o de la
personalidad. Y eso es precisamente lo que son las virtudes: hábitos de
comportamiento amoldados al perfil establecido por el sistema de valores. En la
actualidad, a diferencia de lo que ocurre con el uso del término “valores”, parece
haber mucha menos familiaridad con el uso del término “virtudes”, pero es solo una
cuestión de palabras. Lo que se suele exigir a través de las numerosas campañas a
favor de los valores es que las personas los hagan suyos y los incorporen a su modo
habitual de conducirse en la vida, es decir, que adopten ante ellos la misma actitud
personal y comprometida que se ha asociado tradicionalmente al concepto de virtud.

Otro rasgo constitutivo de esta forma de concebir la ética es que en ella se


involucran plenamente los sentimientos y las emociones. Ya en el ejemplo
inicialmente citado de la Ilíada, podemos apreciar que los juicios morales que
expresan la conciencia de la desmesura son todos juicios emocionales que
manifiestan un sentimiento de indignación: la impiedad de Aquiles, el pedido de
compasión de Príamo, la solidaridad de los dioses, el arrepentimiento tardío del
propio héroe. La mejor manera de vivir no es excluir las emociones de nuestra
conducta, sino expresarlas claramente, pero en su justa medida. Dice por eso
Aristóteles que las virtudes son un modo inteligente, mesurado, de procesar las
emociones. Quien actúa moralmente, lo hace comprometiendo sus afectos y
adhiriéndose a los valores con el empeño de su entera personalidad. Si al observar
una imagen de un campesino maltratado por la violencia, o al ver una filmación de
un acto de corrupción, reaccionamos casi instintivamente con sentimientos de
compasión o de indignación, es precisamente porque nuestra sensibilidad moral ha
sido educada durante años en el respeto de los valores.

Por las razones expuestas, puede decirse igualmente, en términos metafóricos, que
la Ética del bien común es concebida y formulada desde la perspectiva de la primera
persona de la primera persona en plural. Que el bien, el ideal moral de vida, sea
común, significa justamente que es considerado por sus adherentes como el ideal de
un nosotros. Nosotros los cristianos, nosotros los atenienses, nosotros los peruanos.
Es la perspectiva del participante en la interacción, que emite sus juicios de valor
sobre la base de las creencias compartidas en su comunidad. Michael Walzer se
refiere a esta idea, con su habitual ingenio retórico, cuestionando la intención de la
alegoría de la caverna propuesta por Platón: en lugar de seguir al prisionero que se
libera de las cadenas para acceder a una visión del sol (a una comprensión de la
verdad de la vida), la ética debería construirse, en su opinión, en el interior de la
caverna, y en solidaridad con las creencias compartidas por todos los prisioneros,
pues ellas constituyen el único nosotros en el que podamos hallar las pautas de la
acción y el sentido de la cosas. La perspectiva de la primera persona representa,
naturalmente, una ventaja y un peligro a la vez, como veremos a continuación: ella
permite cohesionar a los involucrados en torno a un ideal común, comprometiendo
sus sentimientos de adhesión, pero ella puede traer consigo igualmente el
aislamiento de la comunidad o la tentación del fundamentalismo.

Dado que el nosotros es, por naturaleza, relativo siempre a la comunidad que lo
enuncia, y dado que existen muchas comunidades enunciantes, es preciso concluir
que en este Paradigma se expresa una ética de tipo contextualista. Recibe este
nombre la concepción moral que se origina en un determinado ethos, y que reclama
validez en su interior, en función de los valores compartidos. Pero como el ethos, la
cosmovisión valorativa, puede ser de muy diversa naturaleza –puede tratarse de una
nación, de una etnia, de una religión; puede estar territorialmente delimitada o
expandirse sin fronteras–, parece más adecuado denominarla contextual o
contextualista. Ello significa que el Paradigma plantea la cuestión moral, tanto en lo
que respecta a su origen como a su área de influencia, siempre en vinculación con el
contexto en el que se inscribe. Por cierto, la contextualidad de la ética no tiene por
qué implicar una relativización de sus expectativas de universalización; al respecto,
algunas concepciones son efectivamente expansivas, mientras que otras son
herméticas o excluyentes. Del contextualismo hay muchas variantes, como es fácil
de suponer, pero en todos los casos se trata de concepciones que cuestionan la
posibilidad de desligarse de los contextos para plantear las cuestiones morales.

Si nos preguntáramos, en fin, cuál es la fuente última de legitimación de este


Paradigma, es decir, por qué debiera considerarse vinculante el sistema de valores
que proclama, habría que decir que ella reside en el propio ethos de la comunidad.
Esta cuestión es conocida en la ética como el problema de la fundamentación de las
normas o de su justificación epistemológica. Es una cuestión de primera importancia,
pues tiene consecuencias directas sobre el modo de concebir la validez del bien
común, así como sobre el modo de entender la libertad del individuo, pero es
también una cuestión de difícil solución. La forma en que este Paradigma la aborda
muestra cierta circularidad, ya que la validez del ideal moral es hecha reposar sobre
el ideal moral mismo, pero lo hace con la certeza de que no hay otra posibilidad más
convincente de resolver dicha cuestión. Para ilustrar esta manera de proceder,
Michael Walzer se vale de dos metáforas, y de dos figuras, que son interesantes e
ilustrativas. La primera es la metáfora del “descubrimiento”, a la que le corresponde
la figura de Moisés. El ideal moral se descubre (es descubierto) en el sentido en que,
precediéndonos y poseyendo una autoridad indiscutible, nosotros simplemente lo
hallamos o lo acogemos; un ejemplo de ello es precisamente Moisés, quien acude al
Monte del Sinaí a recibir de manos de Dios las Tablas de la Ley, y las transmite
luego al pueblo. La segunda metáfora es la de la “interpretación”, a la que le
corresponde la figura del profeta. El ideal moral, en este caso, se interpreta en el
sentido en que, siempre precediéndonos, es materia de continua revisión y crítica; el
profeta es, en efecto, un líder religioso perteneciente a la comunidad de valores,
pero es también un crítico social que apela a la conciencia de sus miembros para
actualizar valores tradicionales que están siendo descuidados por la comunidad.
Con ayuda de estas metáforas de Walzer podremos seguramente entender mejor el
sentido de la circularidad en la fundamentación del Paradigma.

Todos los rasgos que hemos venido enunciando hasta aquí, aun someramente, nos
permiten hacernos una idea de la naturaleza y los alcances del Paradigma de la
ética del bien común. Hemos visto, en primer lugar, por qué al ideal del respeto y el
cultivo del sistema de valores de la comunidad se le da el nombre de bien común o
de felicidad, y hemos comentado brevemente el modo en que Aristóteles concibe la
aspiración a una vida buena. Enumeramos luego algunos rasgos que son
constitutivos del Paradigma: el sustancialismo, la existencia en él de un sistema de
valores, la correspondiente exigencia de un sistema de virtudes, el involucramiento
de las emociones, la perspectiva de la primera persona, el contextualismo y la
referencia al ethos como criterio último de fundamentación. El resultado es un
cuadro coherente en el que vemos diseñado un ideal de consenso moral centrado
en la vivificación de la tradición valorativa de la comunidad. Quizás podría por ello
caracterizarse globalmente a esta visión como un consenso nostálgico.

Nos toca ahora pasar a exponer el siguiente paradigma, aquel que hemos vinculado
a la segunda respuesta a la pregunta por la mejor manera de vivir. Para facilitar la
comprensión de este nuevo modelo, y para percibir más claramente sus relaciones
con el primero, vamos a utilizar correlativamente la misma secuencia de rasgos que
hemos empleado en la caracterización del caso anterior.

El Paradigma de la ética de la autonomía

La idea central que congrega a los defensores de este modelo es, como se
recuerda, que la mejor manera de vivir consiste en construir una sociedad justa para
todos los seres humanos; este es, para el modelo, el patrón de referencias
normativas de la conducta personal y social. Se le ha denominado el Paradigma de
la autonomía, evocando el modo en que Kant caracterizara el principio central de
esta interpretación de la ética, que es el principio de la libertad del individuo, pero de
una libertad que se afirma solo mediante el respeto de la libertad de todos. La
autonomía es la capacidad que posee idealmente el individuo de pensar y decidir
por sí mismo (de “darse a sí mismo su propia ley”, como indica la etimología de la
palabra), pero de hacerlo eligiendo al mismo tiempo un marco de referencias (una
ley) que haga posible el ejercicio simultáneo de la autonomía de todos, incluyendo
naturalmente la suya. De aquí se deriva el sentido más general de la palabra justicia,
que da igualmente nombre al Paradigma: una sociedad justa para todos los seres
humanos sería, en efecto, aquella que estuviera regida en todas sus instancias por
el principio de la autonomía y que permitiera, por tanto, que todos los individuos, sea
cual fuere su ethos, ejercieran su libertad sin perjudicar la de los demás. En lugar,
pues, de fijar su atención en los contenidos o los valores que pudieran defender los
individuos, el modelo se concentra en la regla general de la imparcialidad, cuya
función es la de hacer posible la coexistencia de concepciones valorativas rivales
entre sí.

El Paradigma de la ética de la autonomía surgió en la historia en los inicios de la


Edad Moderna con el propósito de ofrecer una alternativa de solución a lo que se
consideraba una limitación estructural del Paradigma de la ética del bien común. El
acontecimiento emblemático de semejante cambio de paradigma fue la llamada
Guerra de las Religiones, que cubrió de sangre y violencia las tierras europeas
durante casi treinta años del siglo XVII. Para muchos filósofos de la época, aquella
guerra fue interpretada como el síntoma más claro de la crisis a la que habría
conducido el conflicto entre las concepciones ético-religiosas, cada una de las
cuales reclamaba para sí la verdad de su propio ideal moral.Siendo evidente que
ninguna de ellas tenía más derechos de veracidad que las otras, y siendo
igualmente obvio que la guerra solo perpetuaba sangrientamente la ausencia de una
solución, imaginaron una concepción que redefiniera los objetivos de la moral y que
replanteara las cosas en una dimensión diferente. La solución debía ser buscada no
solo para poner fin al enfrentamiento entre las naciones, sino también al
enfrentamiento entre los individuos, pues la rivalidad entre las concepciones
valorativas de la vida, la guerra de todos contra todos, parecía extenderse a
cualquier forma de asociación humana. Fue, sin duda, Kant el filósofo que logró
conceptualizar, con la mayor genialidad y riqueza, esta intención moderna.
Construyó por eso primero una ética sobre la base del principio de la autonomía, por
medio de la cual fuese posible fundamentar la conciliación entre la libertad individual
y la constitución de un consenso universal. La pieza central de esa construcción es
la idea de un principio general, regulador de todas nuestras relaciones valorativas,
que nos obligue a actuar siempre cuidando que el ejercicio de nuestra libertad no
entre en conflicto con el orden imparcial que permite el ejercicio de la libertad de
todos. Kant llamó a ese principio el imperativo categórico, pero de él hay muchos
otros nombres en la filosofía moderna y en la contemporánea. Y elaboró luego una
Filosofía del derecho (la Doctrina del derecho, en la Metafísica de las costumbres)
con la finalidad de hacer también operativo dicho principio en la regulación de la
amplia red de relaciones que se establecen dentro de la sociedad. La ética parecía
así proponerse una meta más modesta, o desplazar acaso la atención hacia una
dimensión distinta del problema moral, es decir, se proponía dejar en suspenso la
cuestión de la veracidad de las concepciones éticas y buscar un acuerdo que
consistiese en tolerar deliberada y consensualmente la coexistencia de opiniones
plurales.

A diferencia del anterior, al que caracterizamos como un paradigma sustancialista,


este es más bien un paradigma formalista o procedimental. Lo es, porque considera
que la ética, más que darnos contenidos valorativos concretos sobre la mejor
manera de vivir, lo que debe ofrecernos es una forma o un procedimiento que nos
permita discriminar entre los contenidos, de acuerdo a si son conciliables con el libre
ejercicio de la libertad de todos. Un buen ejemplo de este formalismo es el principio
que rige al sistema democrático: de acuerdo a él, cualquier decisión que se adopte
deberá ser respaldada por la mayoría de los involucrados; no se nos dice, pues, qué
decisión (con qué contenido) debemos adoptar, sino tan solo que, cualquiera que
esta sea, deberá respetar el principio de verse respaldada por el consenso
mayoritario. Otro ejemplo muy ilustrativo es el del principio que sostiene al ejercicio
de las libertades fundamentales: la libertad de opinión, pongamos por caso, indica
que todos los individuos tienen derecho a expresar su parecer a condición de
permitir el que otros hagan lo propio; no se nos dice, tampoco en este caso, qué
opinión debemos defender, sino solo que ella debe ser compatible con el ejercicio de
la libertad de todos a opinar. Como se ve, el criterio o la pauta que aquí se proponen
tienen la forma de un examen, de un test. Así concibió también Kant al imperativo
categórico, pues este nos impele a examinar siempre si las acciones que queremos
realizar, sean estas las que fueren, podrían ser compatibles con un sistema
imparcial de reglas de convivencia en el que todos tienen derecho a actuar sin
perjudicar a los demás. Si nuestras decisiones o nuestras acciones aprueban este
examen, entonces ellas serán buenas (en sentido moral) o justas (en sentido
jurídico), ya que en ambos casos habrán respetado el principio (formal) ordenador
del Paradigma, que es el de hacer respetar la autonomía en el marco de un orden
regido por la justicia.

Por lo dicho hasta aquí, se entenderá seguramente por qué el concepto de “valores”
es, al menos en primera instancia, un cuerpo extraño en el Paradigma de la ética de
la autonomía. Los valores están asociados a una manera homogénea de interpretar
el sentido de la vida y expresan, como hemos visto, el aprecio por conductas
reconocidas como ejemplares en un ethos determinado. Aquí, en cambio, dichas
conductas pasan a ser relativizadas e igualadas a muchas otras en el marco de un
pluralismo de opiniones que es considerado como un hecho rotundo y básico, sobre
cuyo reconocimiento debe recién iniciarse cualquier discusión moral. Son
precisamente los valores los que son ahora sometidos a examen: si pasan la prueba
del principio formal, entonces serán juzgados como buenos o justos – lo cual
equivale a sostener que se está introduciendo un parámetro más abarcador, más
abstracto, que llamaremos el concepto de “principios” o de “normas”. Estos últimos
términos expresan con mayor precisión el tipo de exigencia moral que se hace valer
en la concepción moderna: la aceptación voluntaria y consensuada de una regla de
conducta general que exhibe neutralidad valorativa. Por lo mismo, no encontramos
aquí, como en el caso anterior, una gran variedad de preceptos concretos ligados a
las esferas distintas de la vida, sino una sola norma, un solo principio, que hace las
veces de pauta continua de referencia para el enjuiciamiento de las situaciones
concretas. Ahora bien, decíamos que el concepto de “valores” es solo en principio un
cuerpo extraño, porque desde el Paradigma de la ética del bien común suele
hacerse la observación que la norma general que ahora comentamos es, en
realidad, igualmente un valor, solo que no debidamente reconocido como tal.

Un sistema de principios no exige tampoco que nos adhiramos a él con la


convicción o el compromiso emocional que requerían los valores. Lo que aquí se
exige es por sobre todo el acatamiento racional del gran pacto de imparcialidad, y,
como existen fundadas reservas de que todos lo vayan a cumplir espontáneamente,
el propio pacto dispone medidas específicas de fiscalización recíproca. Se trata,
pues, de acatar la norma y de hacerlo racionalmente, es decir, de convencerse de su
evidencia, su necesidad y su conveniencia, aunque no fuese sino por un cálculo de
costo-beneficio. Es interesante, y reveladora, esta doble cara de la racionalidad
política moderna: ella puede significar el respeto deliberado de la igualdad de los
seres humanos, pero ella puede ser también una estrategia de supervivencia con
propósitos egoístas; para cada versión hay autores importantes que sirven de
respaldo. Esto no quiere decir, sin embargo, que no pueda existir una fe, una
creencia firme, en la democracia o en sus principios, sino solo que esa fe no es
necesaria, en sentido estricto, para la legitimación ni para el mantenimiento de la
vigencia del principio general. El propio Kant nos ofrece las dos versiones
comentadas de la racionalidad: el deber moral de todo ser humano es, nos dice,
elegir deliberadamente un orden igualitario y tolerante, respetando la dignidad de las
personas, pero, si esto no llegara a serle convincente, al menos debiera comprender
que el respeto de la ley es lo que más le conviene para vivir en paz y prosperidad.
“Hasta un pueblo de demonios”, dice Kant en un pasaje famoso, se dejaría persuadir
por la idea de que el contrato social es la forma más razonable de vivir, aun cuando
lo que los demonios buscaran fuese satisfacer sus intereses egoístas.

Ante los sentimientos y las emociones, el Paradigma de la ética de la autonomía


expresa una cautelosa, pero firme, desconfianza. Una presencia excesiva de las
emociones en la defensa de los valores puede conducir al fundamentalismo, al
dogmatismo y hasta al fanatismo, como fue el caso en la mencionada Guerra de las
Religiones. Para sortear este peligro de intolerancia que las emociones suelen llevar
consigo, el modelo solicita precisamente que se tome una decisión racional,
entendiendo por ello una decisión que sea fruto de un razonamiento sobre las
causas y las consecuencias del libre accionar de todos los involucrados. Como es
natural, no se puede pretender que desaparezcan las emociones; lo que se
demanda es más bien que ellas sean encauzadas o reorientadas en función de un
bien mayor. Puede adoptarse también una posición más diferenciada al respecto,
como lo hacen algunos autores, y sugerir que las emociones tienen un espacio
propio, por ejemplo el ámbito privado o el ámbito estrictamente moral, y que ellas
deberían ser relativizadas solo en el ámbito público o en el estrictamente jurídico o
político. En cualquier caso, por más importancia que se conceda al compromiso de
nuestras emociones en la vida cotidiana, está claro que ellas pierden legitimidad y
capacidad de validación en el contexto de este Paradigma.

Por contraste con el modelo anterior, al que habíamos vinculado con la perspectiva
de la primera persona, debe decirse ahora que la Ética de la autonomía es
concebida y formulada desde la perspectiva de la tercera persona. La metáfora de la
tercera persona se suele emplear para designar un punto de vista neutral,
equidistante de la primera y la segunda persona; a él se refieren, por ejemplo, Jean
Piaget o Lawrence Kohlberg para caracterizar el estadio más avanzado de la
evolución intelectual o, respectivamente, el de la evolución moral del niño. Y Thomas
Nagel, un importante defensor de este modelo, da a uno de sus libros el revelador
título “Una visión de ningún lugar” (“The View from Nowhere”). Es la perspectiva del
observador, no la del participante, la que se quiere aquí resaltar, pues se considera
que el participante contempla las cosas siempre desde un nosotros centrado en el
propio ethos que le impide ser imparcial; lo que se demanda es, en sentido estricto,
que el participante haga suya la posición del observador. Quien mejor formula esta
exigencia ética es Adam Smith, profesor de Ética en la Universidad de Edimburgo:
quien quiera cerciorarse, nos dice, de que la acción que se propone realizar es
éticamente correcta, debe ponerse en la posición del “espectador imparcial”, es
decir, debe hacer el examen que es característico de este Paradigma, el cual obliga
a adoptar precisamente la perspectiva de la tercera persona respetuosa de la regla
general de neutralidad.

Una ética como esta no será tampoco contextualista, como decíamos del caso
anterior, sino será más bien universalista. Recordemos que la respuesta a la
pregunta por la mejor manera de vivir es aquí construir una sociedad justa para
todos los seres humanos. No para los pertenecientes a un ethos común, ni para
quienes se identifican con una determinada idiosincrasia cultural, sino para los seres
humanos en general, en la medida en que son considerados simplemente como
seres humanos. El modelo de la Ética de la imparcialidad aspira a tener una validez
universal. Apela por eso a diferentes recursos que permitan pensar en la condición
humana en términos igualitarios: la naturaleza común, la disposición racional, la
capacidad de diálogo, o hasta la constatación de que todos somos egoístas, para
sobre esa base construir un razonamiento que conduzca a la evidencia o a la
necesidad de adoptar el principio general del Paradigma. No se considera, por
supuesto, que la diversidad de culturas o de credos sea irrelevante ante el problema
moral; al contrario, se toma tan en serio su diferencia que no se pretende
universalizar las creencias, pues se respeta su autonomía, sino tan solo el modo en
que ellas puedan llegar a coexistir pacíficamente con las demás. Por eso
precisamente el acuerdo al que se aspira es una norma, no un valor.

Si nos preguntamos, en fin, como en el caso anterior, cuál es la fuente última de


legitimación de este Paradigma, es decir, por qué deberíamos aceptar que el
principio de la imparcialidad es válido o vinculante, habría que responder que ello es
así en razón de un contrato o de un diálogo imaginario en el que todos nos hallamos
necesariamente involucrados. Debemos respetar el principio de la imparcialidad
porque nosotros mismos nos hemos comprometido a hacerlo valer por medio de
nuestra decisión de celebrar un pacto social. O debemos hacerlo porque estamos
convencidos de que es la condición sine qua non de nuestra posibilidad de dialogar
respetuosamente entre todos sobre nuestras maneras de vivir. La fuente última de
validez del modelo es la propia decisión libre de los involucrados; por eso, la mejor
respuesta a la pregunta “¿por qué debo aceptar este orden moral?”, es: “porque tú
mismo lo has legitimado con tu propia decisión”. Ya hemos comentado que esta
decisión puede oscilar entre el altruismo y el egoísmo, entre la búsqueda deliberada
de la imparcialidad y el cálculo de costo- beneficio. Pero en ambos casos se trata de
una decisión libre, que compromete a los concernidos a respetar un sistema de
normas igualitarias de convivencia. Para ilustrar esta manera de concebir la moral,
Michael Walzer emplea la metáfora de la “invención”. En este modelo, la moral se
inventa; son los seres humanos los que, reunidos imaginariamente en una
convención, deciden construir o acordar juntos cuáles serán las reglas que les
permitirán coexistir ejerciendo cada cual su libertad.

Nos toca hacer también en este caso una síntesis de los rasgos que caracterizan al
Paradigma de la ética de la autonomía, con la idea de resumir lo que hemos
aprendido sobre su naturaleza y sus alcances. Vimos, en primer lugar, en qué
sentido se afirma que el ideal moral consiste en construir una sociedad justa para
todos los seres humanos: lo que se quiere poner en el primer plano es la posibilidad
de que la convivencia pacífica se funde en el respeto de la autonomía mediante la
constitución de un orden social de imparcialidad. Hemos ilustrado esta concepción
explicando el modo en que Kant concibe el principio del imperativo categórico, o
Adam Smith el criterio del “observador imparcial”. Y enumeramos igualmente los
rasgos constitutivos del Paradigma: el formalismo, la existencia de un sistema de
normas, la desconfianza frente a las emociones, la perspectiva de la tercera
persona, el universalismo y la referencia al contrato y el diálogo como criterios
últimos de fundamentación. El resultado es, también aquí, un cuadro coherente en el
que vemos diseñado un ideal de consenso moral centrado en la capacidad de los
seres humanos de imaginar una forma racional de regular sus conflictos. Podríamos
entonces caracterizar, correlativamente, a esta visión como la aspiración a obtener
un consenso utópico.

6. Reflexión final La existencia de dos grandes paradigmas en la historia de la ética


es un hecho importante y aleccionador. Alguna razón profunda debe existir para que
los seres humanos vuelvan una y otra vez a formular sus aspiraciones morales
recurriendo a semejantes modelos. Cada uno de ellos expresa, como hemos visto,
una forma coherente y convincente de explicar cuál debería ser la mejor manera de
vivir. En la presentación de sus posiciones, o de sus argumentos, hemos acentuado
deliberadamente la lógica interna que los anima o articula, con plena conciencia de
que podríamos así estar extremando la oposición al modelo alternativo. Por eso,
precisamente, dijimos que los trataríamos como paradigmas, y no simplemente
como temas de la ética. Pero es obvio que podrían buscarse, y encontrarse, muchas
formas de conciliar las pretensiones de ambos modelos. Esto ha ocurrido con
frecuencia en la historia de la disciplina, y ocurrirá seguramente también entre los
lectores del presente ensayo, que hallarán más de una forma de vincular los rasgos
éticos que aquí aparecen contrapuestos. Hasta podría decirse que en la ética
contemporánea predominan las propuestas de conciliación entre los paradigmas,
pues se admite explícitamente que hace falta reconocer la legitimidad de algunas de
las reivindicaciones esgrimidas en ambos casos, a fin de buscar una nueva síntesis
en el planteamiento de las cuestiones morales. No obstante, aun en las propuestas
de reconciliación, suele reiterarse la tendencia a privilegiar una de las perspectivas
en disputa.

Volvamos a los casos ejemplares con los que dimos inicio a esta reflexión. La
impiedad de Aquiles frente a los reclamos de sus parientes y amigos puede
interpretarse, naturalmente, como un modo de transgredir el sistema de valores de
su comunidad; su desmesura es una falta de respeto del bien común y un
alejamiento de la actitud virtuosa que se espera de un combatiente. Pero su
conducta podría entenderse asimismo como un modo de quebrar el orden equitativo
e imparcial que aun en casos de guerra debería reinar entre los individuos; Aquiles
se está dejando llevar por sus emociones y está sobrepasando los límites del
ejercicio de su libertad personal. Otro tanto cabría decir sobre los casos que nos
transmite el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Las imágenes del
sufrimiento de esos compatriotas nuestros sacuden nuestra sensibilidad moral y nos
revelan el grado extremo de deterioro de los valores que sostienen nuestra vida en
común; ellas despiertan en nosotros la urgencia del compromiso con la solidaridad,
la justicia y la vida ciudadana. Pero es claro igualmente que en esas imágenes se
pone de manifiesto una flagrante ruptura del pacto que funda nuestra vida social; no
se ha respetado la vida, ni la libertad, ni la autonomía de las personas, y se ha
pretendido echar por tierra el entero tejido institucional que reposaba sobre la
democracia y el estado de derecho. Las dos formas de juzgar moralmente los
hechos nos remiten a los criterios que emplea cada uno de los paradigmas
analizados para valorar la mejor manera de vivir. A través de ellos se logra articular
conceptualmente la experiencia límite que habíamos comentado al inicio con las
expresiones “Basta ya” y “Nunca más”.

Las reflexiones presentadas aquí son, todas, de carácter filosófico. Es decir, forman
parte de lo que hemos convenido en llamar la dimensión teórica o conceptual de la
ética. Pero su finalidad última quiere ser, naturalmente, ayudarnos a todos a vivir
mejor, como era, según Aristóteles, la razón de ser de la ética. Pensaba el filósofo
griego que la mejor manera de vivir estaba siempre ligada a la filosofía, a la teoría,
en la medida en que ella nos permite deliberar sobre el sentido de las cosas y sobre
los cambios que va experimentando esta decisiva experiencia humana valorativa de
la vida. Interpretando su concepción ética a la luz de los problemas y los retos que
nos plantea la sociedad contemporánea, podríamos decir por eso que, para la
filosofía, la mejor manera de vivir consiste en buscar permanentemente la mejor
manera de vivir.

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