CHARLE
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CHARLE
Los historiadores han jugado desde hace largo tiempo –por lo menos desde la
Revolución- en estos dos escenarios. Por un lado, apoyados en las reglas de la profesión
poco a poco elaboradas desde el siglo XVII, han procurado criticar y destruir las leyendas
piadosas producidas en forma permanente por las instituciones o la memoria colectiva de
los grupos; por el otro, les ha sido preciso responder, bien o mal, a la necesidad que la
sociedad tiene de contar con un género literario que ponga en escena las pasiones políticas
y humanas y se esfuerce por otorgar sentido al presente. La contradicción contenida en este
doble juego ha sido resuelta de maneras diversas en el transcurso del tiempo, pero
permanece todavía en el centro del trabajo histórico en Francia. Ella fue incluso agravada
por los traumatismos que sufrió la sociedad francesa en los años cuarenta, por los dramas
de la descolonización y, más solapadamente, en los años que van de 1950 a 1970, por el
1
cambio rápido de una sociedad que estaba todavía marcada por sus raíces rurales del siglo
XIX.
El historiador debe ser el más capacitado para saber que el uso de las mismas
palabras aplicadas a períodos históricos diferentes induce a ilusiones nominalistas y a
anacronismos. ¿ A qué alude la palabra “historiador” a principios del período considerado
en este trabajo, alrededor de 1950? Excluimos por comodidad, ya que en el fondo este es
el sector que menos cambió durante el período, a todos los historiadores no universitarios,
no académicos, vulgarizadores o proveedores de pequeños relatos o ensayos históricos,
modelos de los que encontramos antecedentes ya desde la Restauración y cuya prosperidad
no se ha puesto en duda.
1
Esta definición estatutaria es asimismo aproximativa, ya que existen algunos buenos historiadores fuera de
la enseñanza secundaria y superior. A diferencia de los escritores de historia citados precedentemente, ellos
aplican en realidad las reglas consagradas por la corporación oficial y algunas veces obtienen incluso,
después de un recorrido atípico, el reconocimiento parcial del Alma Mater de la profesión: así Philippe Ariès,
“historiador de domingo”, elegido por la École des hautes études en sciences sociales después de una carrera
en el estudio de asuntos sociales y algunos libros destacados (Ariès, 1980).
2
El más ilustre de este grupo es Jean Maitron, más tarde profesor-asistente en la Sorbonne luego de su clásica
tesis sobre el movimiento anarquista.
2
investigadores de CNRS* o de los grandes organismos y escuelas eruditas, eran menos de
3000. En 1967, fecha para la que se dispone de datos más detallados, esta cifra es más del
doble (alrededor de 8000), luego de la expansión de la enseñanza secundaria y, más
adelante, de la universitaria3. A comienzos de los años 1990, tras una coyuntura difícil
(estancamiento del reclutamiento en la segunda mitad de la década abierta en 1970 y en la
primera parte de los años ochenta), se retornó a la expansión, hasta renovar un cuerpo
donde las partidas por jubilaciones masivas de miembros de las generaciones de la década
de 1960 habían abierto huecos, al mismo tiempo que la extensión de los estudios
secundarios y superiores promovía una ampliación del reclutamiento.
3
Obtuve esta cifra sumando a los 7173 docentes de historia en secundarios (públicos), los 527 docentes en
nivel superior (todos los niveles jerárquicos) y los aproximadamente 200 investigadores o docentes de las
IVe, Ve y VIe secciones de la EPHE, en la Escuela Nacional de Archiveros Paleográficos y en las dos
comisiones de historia de la CNRS (Tableaux de l’Education nationale 1968; Roche 1986: 9; CNRS 1967).
4
Aproximación injusta puesto que numerosos investigadores en formación, a falta de puestos en la enseñanza
superior, han debido redactar sus trabajos (especialmente en los años 1970 y 1980) enseñando paralelamente
en el secundario. Desgraciadamente, las estadísticas disponibles no permiten distinguir, dentro de la
enseñanza secundaria, los diversos tipos de docentes.
* Nota del Traductor: Centro Nacional de Investigación Científica.
3
investigación, por una parte, y un sector volcado a la enseñanza y al entrenamiento inicial
de los estudiantes, por otra, entre los cuales la comunicación se establece mal.
Contra lo que indican los estatutos oficiales, los historiadores actuales no tienen en
Francia dos misiones (enseñanza e investigación): tienen al menos tres, en verdad cuatro,
que intentan equilibrar con dificultad.
En segundo lugar, una función antigua e insoslayable en razón del peso de los
concursos para obtener empleo en nuestro país: los historiadores universitarios forman a los
futuros docentes de secundario en su especialidad.
En tercer lugar, se cuenta función nueva que no existía en los comienzos del período
bajo la forma organizada que reviste ahora con la creación de DEA** y de las escuelas
5
DEUG: Diploma de estudios universitarios generales, marca el final del primer ciclo universitario (dos
años).
* N. del T.: Instituto de Segunda Enseñanza.
** N. del T.: Diploma de Estudios y Aptitudes.
4
doctorales; los historiadores se encargan de hacer florecer y afirmar las vocaciones de
docentes-investigadores, para asegurar su propia reproducción en tanto grupo.
Por último, deben comunicarse con una “academia invisible”, constituida por sus
pares en la especialidad, que son cada vez en menor medida sus colegas inmediatos. Esa
comunicación asume la forma de seminarios de investigación, coloquios, congresos,
grupos de trabajo, redes y conferencias.
Las grandes tendencias visibles para la historia de Francia tienen todas las
posibilidades de ser válidas para las otras especialidades no recogidas en la fuente utilizada.
6
Cf., infra, la contribución de Rémy Rieffel.
5
Para los años 1953 y 1954, la obra citada incluye 16063 referencias, es decir 8031 artículos
de revistas o libros por año. Diez años más tarde, la producción sobre la historia de Francia
no ha aumentado más del 10%, alcanzando las 8909 referencias. Será necesario esperar a
las décadas siguientes para que la expansión del cuerpo universitario se refleje en el
aumento de las obras. En 1992, último año disponible, se llega a 15486 referencias, casi el
doble del primer año considerado (aunque debe tenerse en cuenta que el grupo de autores
potenciales se ha triplicado). Más significativo aún de la especialización creciente de los
historiadores franceses es la cantidad de periódicos revisados para obtener estas cifras. De
alrededor de 1200 en los comienzos del período se ha pasado a 2151, a los cuales se deben
añadir 400 volúmenes de compilaciones (actas de coloquio, obras colectivas), lo que refleja
el cambio de los soportes de transmisión de conocimientos.
Como en todas las disciplinas científicas, el libro, obra de un autor único, deviene
minoritario en relación a los artículos y a las recopilaciones colectivas. Cuando publica, el
historiador es cada vez menos una persona sola, y debe pensarse en relación a un campo
especializado o, en cambio, a una problemática más amplia. Se notará así que el ritmo de
crecimiento de la población de autores potenciales –que no se limitará aquí a aquellos en
ejercicio en la universidad o la investigación- es mucho más elevado que el de la
producción científica ya citada. Refuerza esa impresión el hecho de que en tal producción
están incluidos los trabajos de los “amateurs” publicados en las revistas locales y los
trabajos extranjeros, que son por cierto menos de un tercio del total. Esta indicación
confirma bien la disociación de las diversas funciones de los historiadores enunciada más
arriba; en este caso, ella se da entre una minoría que publica regularmente y una mayoría
que no publica más que esporádicamente o no publica, ocupada en sus múltiples y diversas
tareas.
Para esta circunstancia se puede ofrecer otra explicación. Una parte creciente de la
producción científica escapa al examen, a pesar del excelente trabajo realizado por los
bibliógrafos. Se trata de todas las obras inéditas, tesis de maestría –algunas de las cuales
llegan a transformarse en artículos-, memorias de DEA, tesis de tercer ciclo, tesis llamadas
de nuevo régimen y una parte no desdeñable de las actas de coloquios, dada la expansión de
6
esa práctica en los años recientes. El aumento de los créditos de ayuda a la publicación
(subvenciones a revistas, subvenciones a editores y a editoriales universitarias) no
acompaña en efecto la multiplicación de las tesis defendidas y de los encuentros
organizados. La competencia por la visibilidad, incluso mínima, se encuentra en aumento.
Los malthusianos verían allí un factor positivo de selección de los mejores trabajos. Pero
los pesimistas los corregirían recordando que lo que es vendible para un editor no se
relaciona solamente con la calidad del trabajo científico, sino también con el período y con
el tema tratados, como lo muestran hasta la caricatura los años de conmemoración del
Bicentenario de la Revolución.
7
La lectura de los trabajos de coyuntura del CNRS producidos en los años sesenta
arroja luz sobre algunas elecciones intelectuales de la comunidad historiográfica que
presentan una cierta continuidad en el tiempo hasta hoy. A lo largo de toda la década, los
informantes deploraban la polarización excesiva de las investigaciones sobre la historia de
Francia, que representaba las tres cuartas partes del total (CNRS 1960: 373). Los estudios
sobre varios países extranjeros estaban abandonados y más particularmente los Estados
Unidos, Gran Bretaña, la Europa danubiana y balcánica, Polonia y el Extremo Oriente; sólo
Rusia era estudiada en un número significativo de tesis (ibid.: 375). Este leitmotiv que
alude al francocentrismo es retomado en los informes siguientes (CNRS 1963 y 1969). Más
de treinta años después, a pesar del enorme crecimiento de los recursos y de la desaparición
de la tesis como marco obligatorio, debemos constatar que esta concentración sobre el
territorio francés no ha declinado. En 1985, sobre 102 investigadores de la comisión de
historia moderna y contemporánea del CNRS, teóricamente los mejor ubicados para hacer
opciones audaces puesto que están liberados de la mayoría de las coacciones geográficas
ligadas a la enseñanza universitaria, 53, o sea un poco más de la mitad, trabajan únicamente
sobre la historia de Francia (Roche 1986: 10). La proporción se aproxima al 55% en las
noticias del Répertoire des historiens de l’époque moderne et contemporaine , tanto en
1982 como en 1991 (Charle 1992).
8
implantación de institutos franceses en el extranjero que por la proximidad objetiva o la
importancia intrínseca del país en cuestión.
TABLA I
Las zonas geográficas de estudio elegidas por los historiadores de la época moderna
y contemporánea
Europa, e inclusive la pequeña Europa del tratado de Roma, pesa por sí misma, en las
elecciones de los historiadores, más que todas las otras partes del mundo reunidas. En el
9
interior de Europa, los historiadores franceses son más bien “continentales”: pasan el Rhin
o los Alpes como máximo, pero el Canal de la Mancha es todavía más que un obstáculo
geográfico. La hermana latina va a la cabeza: la existencia de la École de Rome contribuye
a ello (Italia: 158 menciones); Alemania la sigue de cerca (150); las islas Británicas se
encuentran ya lejos del grupo (98), seguidas por los países ibéricos –España especialmente,
gracias a la Casa Velázquez. Los países del Benelux atraen todavía un poco (83). Pasada la
línea Oder-Neisse y los contrafuertes de los montes de Bohême, ya estamos en territorio de
misioneros (53 menciones para el mundo eslavo, pero en primer lugar la ex-URSS; 29 para
las países balcánicos), mientras que las tierras heladas del Norte paralizan a los audaces (los
países escandinavos no son citados más que 19 veces, menos que Asia del Sud-Este o las
Antillas y Guayana).
10
Si se restringe el análisis al espacio nacional, pueden hallarse inclinaciones de larga
duración análogas a las anteriores en las elecciones de las regiones de estudio realizadas por
los historiadores franceses. La centralidad de la parte del territorio en cuestión, pero
también la desigualdad del equipamiento universitario, así como la presencia de equipos de
investigación, permanecen como los factores esenciales de las elecciones intelectuales. La
dominación parisina perdura como en los tiempos de la Tercera República (Dumoulin 1983
y Charle 1994), ya que la mayoría de los historiadores registrados residen o trabajan en Ile-
de-France; París y su región ( tanto en las investigaciones referidas a la época
contemporánea como a la época moderna) son las zonas de Francia más estudiadas. El
fenómeno se acentúa en último período, puesto que la Ile-de-France, región ubicada en
quinto lugar en 1982 en las elecciones de los modernistas, alcanza el segundo puesto nueve
años más tarde.
11
las investigaciones: de lo rural a lo urbano, de lo económico a lo social y cultural, de lo
popular a lo burgués. En efecto, las regiones del Sur estaban mucho mejor ubicadas en
1982. Ile-de-France, segunda en 1991, estaba quinta en 1982. Es necesario en esto ver el
efecto de la multiplicación de los trabajos sobre la periferia parisina, particularmente sobre
los alrededores. En cambio, las regiones meridionales han perdido terreno con respecto a
los comienzos de la década. El Languedoc-Roussillon y la Provence-Côte d’Azur, situadas
en el grupo principal a comienzos de los años 1980, retroceden al quinto y octavo lugares
respectivamente. ¿No será esto el efecto de la caída del “occitanismo” como motor de las
elecciones intelectuales en los historiadores y una ilustración de la ley de los rendimientos
decrecientes? Una vez explorada la vida política, la vida rural, las mentalidades
tradicionales y los movimientos populares, las investigaciones han reorientado sus estudios
hacia otros terrenos u otros recortes, a menos que algunos, atraídos hacia el norte por
universidades situadas más alto en la jerarquía académica, hayan cambiado por este hecho
sus zonas de exploración. Tenemos allí la primera manifestación de un fenómeno con el
que habremos de reencontrarnos: el de la ósmosis entre las elecciones intelectuales de los
historiadores franceses y las características dominantes de sus objetos, ya sean geográficas,
cronológicas o temáticas.
TABLA II
La lentitud de los deslizamientos temáticos
12
Sub-temas: Historia social 1982 1991
(grupos sociales)
Clero 76 78
Nobleza 73 77
Burguesía 78 113
Mundo obrero 101 62
Artesanado 26 32
Sindicalismo 48 56
Campesinado 98 91
13
una confirmación indirecta7. Pero el área dominante sigue siendo la historia social,
entendida en su acepción más amplia, esto es, no solamente como la historia de diversos
grupos sociales y de sus relaciones, sino también como una que incluye todos los
acercamientos temáticos que se vienen multiplicando desde hace tres décadas: historia
urbana, demografía histórica, historia de la familia, historia de las relaciones entre los
sexos, etc8.
TABLA III
El declive de las mentalidades
7
Albert-Samuel 1988: X (+ 354,3% exactamente en relación a 1958).
8
Según la fuente citada en la nota precedente, la cantidad de referencias a la historia social ha crecido 318,8%
en relación a 1958 en la BAHF.
9
Cf. mi ensayo de balance: Charle 1991.
14
Filosofía 34 25
Prensa, imprenta 104 90
Lingüística, literatura 65 46
Teatro, danza 24 20
Cine, audiovisual 22 22
Musicología 23 16
Otro reflujo temático constatado es el de las mentalidades, que resulta relativo y más
paradojal. Cuestión principal dentro de la categroría “historia de la civilización”, las
mentalidades han perdido partidarios con el debilitamiento de la moda, y principalmente
con la duda creciente sobre la pertinencia del propio término. Hoy, son muchos, quizás
inlcuso más numerosos que antes, los historiadores que practican aquello que llamábamos
generosamente “historia de las mentalidades”, pero lo pregonan menos. Esta es, al menos,
la hipótesis más compatible con lo que se ve en el conjunto de la producción impresa.
Conforme a sus orígenes, esta temática encuentra la mayor parte de sus practicantes entre
los investigadores de la historia moderna, que la han inventado: 205 menciones en historia
moderna contra 150 en historia contemporánea. El retroceso de la moda “mentalidades” no
ha engrosado sin embargo la historia religiosa, cuyas posiciones tienen mayor tendencia a
desmoronarse, particularmente en lo que concierne al mundo católico, mientras que el
estudio del protestantismo se encuentra netamente sobrerepresentado en relación a su peso
demográfico objetivo.
15
este hecho es reflejo de la dificultad de incentivar las vocaciones cuando la especificidad de
los documentos reclama un tecnicismo mayor en el trabajo en los archivos. El efecto
bicentenario actúa también para la primera mitad del siglo XIX, ya que la época romántica
parece reencontrar una audiencia tras la atracción privilegiada ejercida por el fin de siglo
XIX en los comienzos de la década de 1980. ¿Fervor efímero alentado por las tendencias
celebratorias que se desborda más allá de Brumario o reconversión progresiva de los
modernistas tardíos hacia el período posterior a la Revolución? El estancamiento global de
las menciones a la Tercera República –hasta 1914- y el descenso de los especialistas en el
siglo XX, nos inclinan hacia la segunda hipótesis, así como el registro del importante
porcentaje del universo total (27 %) que trabaja sobre los dos grandes períodos
convencionales10.
Por otra parte, si bien los historiadores analizados se han alejado progresivamente de
los dos ídolos que denunciaba Simiand a comienzos del siglo XX, el ídolo político y el
ídolo del período, han retornado al ídolo biográfico. La moda biográfica crece después de
un largo purgatorio: 109 menciones en 1991 contra 75 en 1982, y esto de manera
equilibrada tanto en los estudios sobre historia moderna como en los dedicados a historia
contemporánea. Dos interpretaciones son posibles. Una pesimista: los historiadores-
investigadores son arrastrados por la corriente de la edición destinada al gran público. Otra,
optimista: la moda etnográfica y el éxito de las historias de vida, de la historia oral y de la
prosopografía devuelven sus letras de nobleza a este género en otro tiempo deshonrado por
la escuela de Annales.
El deseo de historia
La demanda social
Así, entre los historiadores universitarios especialistas en los períodos temporalmente más
próximos, se pueden localizar, durante la última década, cambios temáticos que evidencian
10
El detalle de las informaciones enumeradas se encuentra en Charle 1992.
16
su enlace con los interrogantes sociales de nuestro tiempo. La demostración sería aún más
convincente si se dispusiese de una muestra comparable de mayor antiguedad. Para dar
cuenta de esta presión social indirecta que se ejerce sobre la historia en Francia, se recurre
en general a explicaciones simples que aluden a la acción de los medios, al encargo de los
editores o a la demanda política. Esas explicaciones tan generales tienen el defecto de
trabajar a un plazo demasiado largo o a uno demasiado corto. Y, sobre todo, ellas acaban en
una visión excesivamente maquiavélica de la organización del éxito de la historia (Coutau
– Bégarie 1983). Un puñado de quienes toman las decisiones (directores de coleción,
periodistas, hombres políticos, “estrellas” de la historia) tendrían programado el éxito de la
“nouvelle histoire” como se fabrica un best-seller para el verano. La explicación sólo puede
ser valedera una vez que se abrió la primera brecha, cuando se producen remakes o
imitaciones de los primeros libros que tuvieron éxito. El punto de desencadenamiento
procede, como en el viejo análisis labrousiano de las revoluciones, del entrelazamiento de
causalidades parcialmente independientes11.
El momento de cambio se sitúa en los años cercanos a 1970, con algunos signos
premonitorios alrededor de 1968 (Ory 1983). Antes de esa fecha, la historia-ciencia y la
historia-relato destinada al “gran público” estaban claramente divididas. Los dos grupos de
practicantes se encontraban diferenciados, las redes de difusión y de edición estaban
separadas, los temas y las problemáticas no tenían gran relación. En el transcurso de la
década de 1970, todo cambió: relativa confusión de los roles y de los públicos,
mediatización de la historia universitaria, modificación de la jerarquía de las temáticas. Esta
recomposición, habirualmente atribuida al fin de ciertas interdicciones entre los
historiadores universitarios que habría sido promovido, en parte, por la impugnación de
mayo de 1968, se explica sobre todo, según mi opinión –aquí sólo se pueden arriesgar
hipótesis por analogía- por una recomposición del público de la historia.
11
Si varias nuevas historias colectivas de Francia fueron programadas en los años ochentas por las grandes
editoriales, ello animó la competencia y el marketing. Que la primera lanzada con un formato temático
(Histoire de la France rurale) haya resultado un éxito –70.000 ejemplares para el primer tomo- que
sorprendió al mismo editor, remite a una coyuntura y a un público específico, en cruce con una generación de
historiadores que ha llegado al momento de la síntesis. Cf. La entrevista de Michel Winock en Préfaces,
número 6, 1988: 76-79)
17
La producción histórica ocupa desde hace mucho tiempo una posición envidiable en la
jerarquía de los géneros literarios (en general la segunda, detrás de la literatura con la cual
se confunde parcialmente, dando lugar a géneros mixtos como las memorias, la novela
histórica o la historia novelada) (Carbonell 1976). Por esta razón, dispone desde hace
tiempo de un público de masas como el de las novelas. La novedad no es pues el fenómeno
del best-seller histórico, del cual se pueden citar buenos ejemplos en el siglo XIX o en el
período de entreguerras. Lo que cambia en de los años que van de 1960 a 1970, es la
intelectualización de ese público de masas. Ese público masivo lee, a partir de esos años, lo
que en otro tiempo estaba reservado a un público erudito o cautivo de las universidades
(Pinto 1985; Dosse 1987). La masificación del público universitario, a corto y mediano
plazo, es el primer motor de esta transformación de la audiencia de ciertos trabajos, antes
reservados a los happy few. En el otro extremo de la escala generacional, hay que recordar
también el crecimiento del número de los jubilados, cuyo nivel de vida mejoró
considerablemente y del cual conocemos su gusto particular por la historia, como lectores o
como investigadores (por ejemplo, la fiebre genealogista) (Les pratiques culturelles des
Francais 1990: 128 – 130).
Si se deja de lado el orgullo de los “nuevos historiadores”, debe reconocerse que tal vez
no fueron ellos quienes tuvieron las primeras señales de existencia de este nuevo “horizonte
de expectativas”. Los primeros best-sellers inesperados de esas décadas agitadas no fueron
Les dimanches de Bouvines de Georges Duby (1973) ni Montaillou, village occitane (1975)
de Emmanuel Le Roy Ladurie, sino más bien Tristes tropiques de Claude Lévi-Strauss
(1955, edición de bolsillo en los años sesenta) o Les mots et les choses de Michel Foucault
(1966). Ahora bien: esos libros, englobados en la época por el periodismo bajo el rótulo de
“estructuralismo”, pusieron en cuestión las convenciones del relato clásico, impugnadas a
partir de la etnología y de la filosofía, así como la relación del autor con su objeto histórico
o científico, y lo hicieron de manera más radical aún que las teorías de Braudel y
Labrousse sobre la temporalidad histórica12, que tenían por entonces una circulación muy
estrecha.
12
Los Écrites sur l´histoire de Braudel, con el famoso artículo sobre la larga duración, no se reeditó como
libro de bolsillo hasta 1977 (Braudel 1977); las reflexiones teóricas de Labrousse no pasaron jamás el circulo
de las publicaciones eruditas o la reproducción de cursos dictados, inhallables en bibliotecas (Labrousse 1980)
18
Una vez producida esta brecha en las representaciones tradicionales de la historia, los
historiadores que habían promovido una ruptura semejante frente sus pares podían, gracias
a los nuevos medios a su disposición (nuevas colecciones, libros de bolsillo, radio,
televisión, etc.), proponerla más allá del círculo de los especialistas. No sólo podían hacerlo
sino que debían hacerlo, pues la “moda estructuralista” había pretendido poner nuevamente
a prueba la función central de la historia en el seno de las ciencias humanas (Dosse 1991 –
1992). La retracción de aquella moda y el eclipse relativamente rápido de sus promotores
más notorios ayudaron incontestablemente a los “nuevos historiadores”, tanto como el
cambio de horizonte histórico con el fin de la gesta gaullista y de los pretendidos “treinta
años gloriosos”.
Esta hipótesis de la existencia de un nuevo público específico que, por sus aspiraciones
sociales y culturales, quiebra los antiguos recortes de audiencias propios de los años que
van de 1920 a 1960, resulta confirmada por el éxito de una revista como L´Histoire en una
empresa que había sido siempre difícil: la de la divulgación. Lanzada en 1978 por Editions
du Seuil tomando como modelo La Recherche –una revista de alta divulgación científica-,
esta publicación mensual apelaba no a las viejas celebridades de la historia que cautivaba al
19
gran público en la etapa previa sino más bien a los universitarios, para dirigirse un público
amplio pero más ilustrado que el de las antiguas revistas como Historia.13
Demanda política
La recomposición que mencionamos no habría exhibido, sin embargo, tales
características sin un segundo orden de transformaciones, que para abreviar llamaremos la
diversificación de la función política de la historia en Francia. Este dato no parece
conducirnos hacia lo nuevo, sino hacia el arcaísmo – término que jugó un cierto rol en el
debate político de la época -. Sin acceder a un cierto número de conocimientos históricos, el
ciudadano francés no puede, en rigor, participar en el debate político tal como se lo libra.
En efecto, ese debate aparece sobrecargado permanentemente de alusiones, de referencias,
de ecos o de analogías históricas14. Periódicamente, los analistas anuncian que se trata de
una peculiar inclinación francesa, en vías de desaparición, pero perjudicial para la
renovación y también para la buena marcha de la democracia.
Sin ser exageradamente parcial a favor de la historia, es menester constatar que la mayor
parte de esas predicciones fallaron. Las críticas a la “historiomanía francesa”, como las
críticas de quienes interpretan el éxito de la “nouvelle histoire” como una maniobra
maquiavélica, no tienen razón al plantear que este culto a la referencia histórica sólo es un
reflejo del elitismo intelectual de la “clase política”. Sin duda, los distintos regímenes
políticos plantean a la historia una demanda de legitimación, pero esto no es específico de
Francia (Ferro 1985). Por otra parte, es en Frnacia mucho más llamativa la necesidad que
tienen las fuerzas contestarias de elaborar un contra-discurso histórico, y de compartirlo
con los electores, con los grupos a los cuales dicen pertenecer o con aquellos que quieren
sumar a su causa. El período de fuerte crecimiento de la demanda social hacia la historia no
correspondió a una desaparición de esos discursos históricos partidistas, sino a su
reformulación en función de los cambios culturales y de la modificación de las relaciones
de fuerza políticas (por un lado, el ascenso de la unión de la izquierda; por otro, el
13
Según Pascal Ory (1983: 145), las tiradas de ambas se mantienen notoriamente diferenciadas, lo que indica
las características socioculturales distintas de esos públicos de historia: 154.000 para Historia en 1980,
alrededor de 50.000 para L´Histoire
14
Lo revela la vivacidad de las polémicas sostenidas por los políticos alrededor de la cuestión de la enseñanza
de la historia (Cf. Infra, la contribución de P. Joutard).
20
debilitamiento del discurso jacobino y revolucionario; finalmente, la resurrección de un
discurso contra-revolucionario) (Kaplan 1993).
Sin embargo, hay que reconocer que esas “nouvelles histoires” no tuvieron el impacto
social de la “nouvelle histoire”, en el sentido comercial del fenómeno –aunque quizás sea
éste el destino de todas las vanguardias–. Aquí, podemos invocar varias razones de desigual
importancia. En primer lugar, dado el desfase temporal entre el trabajo histórico y el trabajo
político, las investigaciones realizadas aparecieron durante la década siguiente, en el mismo
momento en que el declive de las luchas de las minorías estaba en función del nuevo clima
político y social (llegada de la izquierda al poder y profundizaicón de la crisis económica
que aceleró la declinación de estos movimientos sociales). Se agregó a ello el
envejecimiento social de una generación de historiadores, que fueron impulsados a la
prudencia académica por un clima universitario mucho menos dinámico y renovador que el
de los años sesenta y comienzos de la década de 1970 15. Finalmente, el escaso éxito de las
“historias alternativas” – quizás con excepción de la historia de las mujeres, que se
encuentra de todas formas en una posición frágil comparada con la que tiene en el mundo
anglosajón– procede sin duda de su situación de disidencia parcial frente al Estado, garante
de la mayor parte de las empresas culturales en Francia después de la guerra.
21
En cualquier caso, es necesario comprobar que esta nueva demanda política no dio
nacimiento a fenómenos intelectuales y sociales comparables a la Alltagsgeschichte en
Alemania, cercana al movimiento ecologista, o a los History workshops de Gran Bretaña,
ligados al mundo obrero y sindical. Sólo las fuerzas sociales más organizadas (grandes
confederaciones sindicales, grandes empresas) plantearon un reclamo de historia que
hiciera salir a la comunidad de los historiadores de su vínculo exclusivo con el Estado
central. Hay que reconocer que el tipo de historia que resulta de esos movimientos apenas
se diferencia de los géneros canónicos ya frecuentados por los propios cuerpos oficiales.
Hasta aquel momento, los docentes sólo dependían del sistema de educación nacional,
mientra que los historiadores-escritores dependían de las decisiones del mercado.
Actualmente, una administración especializada tiene a su cargo de manera mucho más
precisa toda una serie de dominios que influyen en la práctica de los historiadores: archivos
y bibliotecas –mejor administrados después de su liberación del ministro gigante de la
Educación-, estructuras de apoyo a la edición, animación cultural, festivales, excavaciones
15
Cf. La evolución de las temáticas analizadas y las intervenciones desatadas en Vintième Siècle por el
22
arqueológicas, conmemoraciones relanzadas espectacularmente por las oraciones fúnebres
de las figuras de referencia del régimen, pronunciadas por el mismo Malraux. Todo ocurre
como si ese régimen que se pretendía fundado en la ruptura con el arcaísmo político y
económico propio de la Tercera República, recuperara en profundidad la fiebre republicana
fundadora, pero también con los fastos históricos monárquicos. Un vocabulario, en otro
tiempo aislado a la gestión doméstica o a las fiestas de familia, fue así transformado en
léxico de Estado: patrimonio, memoria, aniversario.
Se ha criticado mucho este propósito de invención de una religión laica que podía
entenederse necesaria frente al desencantamiento del mundo y a la pérdida de las raíces. La
invención, en tal caso, no sería muy grande, ya que sólo retomaba los procedimientos
inaugurados por la Tercera República en su fase inaugural. Otros, lo han visto como una
ilusión simbólica imprescindible para enmascarar la decadencia relativa del mensaje
universal de la vieja “gran Francia” después de la descolonización. Esta interpretación
olvida los cambios notables sufridos por la política conmemorativa de acuerdo con quien
ocupara la presidencia de la República; hubo dos momentos intensos, bajo de Gaulle y bajo
Mitterrand, ambos jefes de Estados alimentados por la Historia, marcados y obsesionados
por las guerras, mientras que Pompidou y Giscard d´Estaing apostaban más bien al olvido.
Avanzaremos pues con una interpretación más política. Una nación desgarrada, una
nación problemática después de su azarosa fundación, vieja y siempre joven, Francia, para
sus dos presidentes historiadores, necesita de la historia y de la memoria para no ceder a
nuevas crisis mediante el recurso de hacerse cargo de sus crisis pasadas. Las ceremonias del
recuerdo, en principio, deben estar dentro de los factores de unidad y apaciguamiento; así
al menos las practican en otros países. Por el contrario, en Francia, más conmemoramos,
más multiplicamos las relaciones posibles con las luchas pasadas y con dolores aún vivos.
Como la solución propuesta por varios –planteada en ocasión del bicentenario de la
Revolución – de no conmemorar, llevaría a suprimir el espacio mismo de las referencias
políticas contemporáneas, es necesario para el Estado administrar esas contradicciones que
lo legitiman y al mismo tiempo lo ponen en peligro. Esto, evidentemente, confiere a los
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historiadores una función completamente distinta, que deben asumir por sí mismos, más
allá de su voluntad.
¿Podemos por ello hablar de una nueva función social, que vuelve a poner a prueba la
autonomía conquistada a lo largo del siglo XIX y el paradigma de la historia como ciencia
social propuesto por los fundadores de Annales? El ejemplo del bicentenario de la
Revolución francesa cuando, durante unos diez años, los historiadores de todo tipo y
dedicados a casi todos los períodos se vieron llamados, u obligados, a ingresar a la arena,
fuera la del gran público o la más restringida de las controversias entre especialistas,
muestra bien la profunda ambivalencia de los historiadores. Las “stars”, en este caso,
rejuvenecieron, con el riesgo de extinguirse en el camino; los menos conocidos, hallaron
una ocasión para salir del relativo anonimato.
Pero las leyes de la conmemoración y las que rigen los medios masivos de
comunicación que la acompañan son inexorables: ¿cómo no estar en una trampa ante
debates preconstruídos , donde cada uno debe jugar un rol ya determinado por el espacio
político global, más que por el campo de las problemáticas científicas? Los más proclives
a jugar este juego peligroso fueron finalmente los menos especializados, o los especialistas
en otras cosas que entraban de contrabando en la escena. Aquellos con posiciones más
matizadas debieron más bien interpretar el papel de gestores, y a veces, ocupar roles contra
unos adversarios sin deontología. El Estado mismo tuvo muchas dificultades para presentar
una demanda clara, dados los avatares sucesivos de la Misión del bicentenario, los roces
entre las autoridades y los combates políticos que se libraban alrededor de lo que estaba en
juego en la conmemoración. En la manifestación pública más espectacular – el desfile del
14 de julio-, exhibida al mundo entero como un mensaje de unidad de Francia, se
eliminaron en los hechos, y en la mayor medida posible, las referencias históricas, que
fueron desplazadas por una perspectiva humanista e internacional general donde el
acontecimiento fundador, la justificación de la ceremonia, desaparecía en un nuevo
carnaval planetario, rehistorizado a pesar de sí mismo por las revueltas en el Este. Fueron
finalmente las instituciones o los grupos más tradicionales quienes recurrieron a la
referencia histórica fechada para rendir homenaje a la Revolución o para denunciarla: el
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desfile de los Estados generales en Versailles, la reconstitución de Valmy por el ministro de
Defensa, diversas manifestaciones contra-revolucionarias en Vendée o en París (Kaplan
1993). En otras conmemoraciones, los historiadores lograban defender mejor su
especificidad, pero el ejemplo precedente muestra bien que la función conmemorativa tiene
el riesgo de instrumentalizar la historia, aun si al mismo tiempo ofrece a los historiadores
una ocasión para ejemplificar la utilidad social de su disciplina ante un público ampliado,
ocasión que se da en pocos países .
¿Renovación o restauración?
De ser precisos estos análisis, vemos pues que las transformaciones del oficio del
historiador en la segunda mitad del siglo XX ciertamente marcaron rupturas, pero que
paralelamente, tanto las demandas emanadas de la sociedad y del Estado como las
respuestas ambiguas de los historiadores ante ellas, contribuyeron en parte a hacerlos
retornar a comportamientos que nos remiten, mutatis mutandis, a períodos mucho más
antiguos, cuando los historiadores no había conquistado completamente su “territorio”.
Estas nuevas cadenas de dependencia, tan seductoras como peligrosas, sólo involucran a
una fracción menor del cuerpo de historiadores, del cual la mayor parte se mantiene fiel a la
deontología de la profesión, como en los otros países. Pero está claro que el público se ve
atraído hacia la historia por la lectura de la obra de los historiadores más visibles, y que las
nuevas generaciones desean practicarla en función de modelos actuales prestigiosos,
mediadores privilegiados entre un pasado resucitado y un presente angustiante.
Responsabilidad temible para los que tomaron esta carga. Si como dice Pierre Nora, hoy “el
historiador es el que impide que la historia sea sólo historia” (Nora 1984: XXXIV), él
puede ser también quien, al influenciar el imaginario colectivo, haga – voluntariamente o
no – que ocurra una historia en desmedro de otra.
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