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Plan Lector Actividad 6 Cuento Con Jimmy en Paracas

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  LEEREMOS JUNTOS HISTORIAS FASCINANTES


“CON JIMMY EN PARACAS”
Grado: Tercero
¿Cuál es el propósito de la lectura?

o Fomentar el hábito lector a través de la lectura de cuentos cortos.


o Desarrollar la imaginación, la sensibilidad y la belleza estética.

Aquí, propongo algunas actividades para disfrutar de la lectura.


1. Conoce la biografía del autor del texto a través de:
https://www.youtube.com/watch?v=3mGAICHmOT0

2. Comprende las frases célebres de algunas de sus obras de Alfredo Bryce Echenique y coméntalo con algún miembro
de tu familia.
“Es curioso, normalmente “Creo que soy una
el tiempo recorta el “El escritor es un hombre persona de una sola
tamaño de los recuerdos sorprendido. El amor es motivo obsesión, que apuesta
y los hace menos de sorpresa y de humos, un por la amistad, por la
impresionantes en su paraíso vital.” lealtad, por la fidelidad:
alegría o en su tristeza. tengo todas las cartas a
un solo número

"Así como la arquitectura corrige las incomodidades de la naturaleza, la literatura


corrige las incomodidades de la realidad.".
LA NARRATIVA PERUANA Y LATINOAMERICANA DEL 50 AL 70
 A partir de los años 50, desarrollaron tres niveles narrativos:

 Narrativa Urbana:- Sus turnos tuvieron como referente la problemática que acompañó al desarrollo urbano
moderno de Lima.- Se produjo una transformación en la forma de relatar, lo que se evidencia principalmente el
lenguaje y la composición del cuento y novela.

 Neoindigenismo:- Su realización más plena coincidió con la última etapa de José Arguedas.- Se da el uso
de elementos proveniente del mundo de la realidad inmediata.- Tuvo que ver con la recuperación del sentido
social combativo del indigenismo.

 Se denominó el Boom de la Literatura Latinoamérica a la gran difusión y éxito internacional de la
narrativa latinoamericana a partir de los 60.- Se desarrolló diferentes tiempos narrativos. - Un lenguaje nuevo
y exótico, cuando el lector interpreta su propia manera de una obra.

3. ¡Ahora a leer el texto¡ Descubrirás la tremenda imaginación del autor. Sin


interrupciones.
   
CON JIMMY EN PARACAS
Cuento al padre

Alfredo Bryce Echenique

Solo con los años se puede aquilatar el verdadero valor de un padre. Mis confesiones
sobre lo que pasó en Paracas aquel verano de hace como un millón de años  

Lo estoy viendo realmente; es como si lo estuviera viendo; allí está sentado, en el amplio
comedor veraniego, de espalda a ese mar donde había rayas, tal vez tiburones. Yo estaba
sentado al frente suyo, en la misma mesa, y sin embargo, me parece que lo estuviera
observando desde la puerta de ese comedor, donde ya todos se habían marchado, ya solo
quedábamos él y yo, habíamos llegado los últimos, habíamos alcanzado con las justas el
almuerzo.
Esta vez me había traído; lo habían mandado sólo por el fin de semana, Paracas no estaba tan
lejos: estaría de regreso a tiempo para el colegio, el lunes. Mi madre no había podido venir; por
eso me había traído. Me llevaba siempre a sus viajes cuando ella no podía acompañarlo, y
cuando podía volver a tiempo para el colegio. Yo escuchaba cuando le decía a mamá que era
una pena que no pudiera venir, la compañía le pagaba la estadía, le pagaba el hotel de lujo para
dos personas. "Lo llevaré", decía, refiriéndose a mí. Creo que yo le gustaba para esos viajes.
Y a mí, ¡cómo me gustaban esos viajes! Esta vez era Paracas. Yo no conocía Paracas, y cuando
mi padre empezó a arreglar la maleta, el viernes por la noche, ya sabía que no dormiría muy
bien esa noche, y que me despertaría antes de sonar el despertador.
Partimos ese sábado muy temprano, pero tuvimos que perder mucho tiempo en la oficina, antes
de entrar en la carretera al sur. Parece que mi padre tenía todavía cosas que ver allí, tal vez
recibir las últimas instrucciones de su jefe. No sé; yo me quedé esperándolo afuera, en el auto, y
empecé a temer que llegaríamos mucho más tarde de lo que habíamos calculado.
Una vez en la carretera, eran otras mis preocupaciones. Mi padre manejaba, como siempre,
despacísimo; más despacio de lo que mamá le había pedido que manejara. Uno tras otro, los
automóviles nos iban dejando atrás, y yo no miraba a mi padre para que no se fuera a dar cuenta
de que eso me fastidiaba un poco, en realidad me avergonzaba bastante. Pero nada había que
hacer, y el viejo Pontiac, ya muy viejo el pobre, avanzaba lentísimo, anchísimo, negro e
inmenso, balanceándose como una lancha sobre la carretera recién asfaltada.
A eso de la mitad del camino, mi padre decidió encender la radio. Yo no sé que le pasó; bueno,
siempre sucedía lo mismo, pero sólo probó una estación, estaban tocando una guaracha, y apagó
inmediatamente sin hacer ningún comentario. Me hubiera gustado escuchar un poco de música,
pero no le dije nada. Creo que por eso le gustaba llevarme en sus viajes, yo no era un
muchachillo preguntón; me gustaba ser dócil, estaba consciente de mi docilidad. Pero eso sí, era
muy observador.
Y por eso lo miraba de reojo, y ahora lo estoy viendo manejar. Lo veo jalarse un poquito el
pantalón desde las rodillas, dejando aparecer las medias blancas, impecables, porque estamos
yendo a Paracas, hotel de lujo, lugar de veraneo, mucha plata y todas esas cosas. Su saco es el
mismo de todos los viajes fuera de Lima, gris, muy claro, sport; es norteamericano y le va a
durar toda la vida. El pantalón es gris, un poco más oscuro que el saco y la camisa es la camisa
vieja más nueva del mundo; a mí nunca me va a durar una camisa como le duran a mi padre.
Y la boina; la boina es vasca; él dice que es vasca de pura cepa. Es para los viajes; para el aire,
para la calvicie. Porque mi padre es calvo, calvísimo, y ahora que lo estoy viendo ya no es un
hombre alto. Yo aprendí que mi padre no es un hombre alto. , sino más bien bajo. Es bajo y
muy flaco. Bajo, calvo y flaco, pero yo entonces tal vez no lo veía aún así, ahora ya sé que es el
hombre más bueno de la tierra, dócil como yo, en realidad se muere de miedo de sus jefes; esos
jefes que lo quieren tanto porque hace siete millones de años que no llega tarde ni se enferma ni
falta a la oficina; esos jefes que yo he visto como le dan palmazos en la espalda y se pasan la
vida felicitándolo en la puerta de la iglesia los domingos; pero a mí hasta ahora no me saludan y
mis pares se pasan la vida diciéndole a mi madre, en la puerta de la iglesia los domingos, que
las mujeres de sus jefes son distraídas o no la han visto, porque a mi madre tampoco la saludan,
aunque a él, a mi padre no se olvidaron de mandarle sus saludos y felicitaciones cuando
cumplió un millón de años más sin enfermarse ni llegar tarde a la oficina, la vez aquella en que
trajo esas fotos en que estoy seguro, un jefe acababa de palmearle la espalda, y otro estaba a
punto de palmeársela; y esa otra foto en que ya los jefes se habían marchado del cocktail, pero
habían asistido, te decía mi padre, y volvía a mostrarte la primera fotografía.
Pero todo esto es ahora en que lo estoy viendo, no entonces en que lo estaba mirando mientras
llegábamos a Paracas en el Pontiac. Yo me había olvidado un poco del Pontiac, pero las paredes
blancas del hotel me hicieron verlo negro, ya muy viejo el pobre, y tan ancho. " Adónde va a
acabar esa mole", me preguntaba, y estoy seguro de que mi padre se moría de miedo al ver esos
carrazos, no lo digo por grandes, sino por la pinta. Si les daba un topetón, entonces habría que
ver de quién era ese carrazo, porque mi padre era muy señor, y entonces aparecería el dueño,
veraneando en Paracas con sus amigos, y tal vez conocía a los jefes de mi padre, había oído
hablar de él, "no ha pasado nada Juanito" (así se llamaba, se llama mi padre), y lo iban a llenar
de palmazos en la espalda, luego vendrían los aperitivos, y a mí no me iban a saludar, pero yo
actuaría de acuerdo a las circunstancias y de tal manera que mi padre no se diera cuenta de que
no me habían saludado. Era mejor que mi madre no hubiera venido.
Pero no pasó nada. Encontramos un sitio anchísimo para el Pontiac Negro, y al bajar, así sí que
lo vimos viejísimo. Ya estábamos en el hotel Paracas, hotel de lujo y todo lo demás. Un
muchacho vino hasta el carro por la maleta, fue la primera persona que saludamos. Nos llevó a
la recepción y allí mi padre firmó los papeles de reglamento, y luego preguntó si todavía
podíamos "almorzar algo" (recuerdo que así dijo). El hombre de la recepción, muy distinguido,
mucho más alto que mi padre, le respondió afirmativamente: "Claro que sí, señor. El muchacho
lo va a acompañar hasta su 'bungalow', para que usted pueda lavarse las manos, si lo desea,
tiene usted tiempo, señor, el comedor cierra dentro de unos minutos, y su 'bungalow' no está
muy alejado". No sé si mi papá, pero yo todo eso de "bungalow" lo entendí muy bien, porque
estudio en colegio inglés y eso no lo debo olvidar en mi vida y cada vez que mi papá estalla,
cada mil años, luego nos invita al cine, grita que hace siete millones de años trabaja enfermo y
sin llegar tarde para darle a sus hijos lo mejor, lo mismo que a los hijos de sus jefes.

El muchacho que nos llevó hasta el "bungalow" no se sonrió mucho cuando mi padre le dio la
propina, pero ya yo sabía que cuando se viaja con dinero de la compañía no se puede andar
derrochando, si no, pobres jefes, nunca ganarían un céntimo y la compañía quebraría en la
mente respetuosa de mi padre, que se estaba lavando las manos mientras yo abría la maleta y
sacaba alborotado mi ropa de baño. Fue entonces que me enteré, él me lo dijo que nada de
acercarme al mar, que estaba plagado de rayas, hasta había tiburones. Corrí a lavarme las
manos, por eso de que dentro de unos minutos cierran el comedor, y dejé mi ropa de baño tirada
sobre la cama. Cerramos la puerta del "bungalow" y fuimos avanzando hacia el comedor. Mi
padre también, aunque menos, creo que era observador; me señaló la piscina, tal vez por eso de
la ropa de baño. Era hermoso Paracas; tenía de desierto, de oasis, de balneario; arena, palmeras,
flores, veredas y caminos por donde chicas que yo no me atrevía a mirar, pocas ya, las últimas
las más atrasadas, se iban perezosas a dormir esa siesta de quien ya se acostumbró al hotel de
lujo. Tímidos y curiosos, mi padre y yo entramos al comedor.
Y allí, sentado de espaldas al mar, a las rayas y a los tiburones, es allí donde lo estoy viendo,
como si yo estuviera en la puerta del comedor, y es que en realidad yo también me estoy viendo
sentado allí, en la misma mesa, cara a cara a mi padre y esperando al mozo ese, que a duras
penas contestó a nuestro saludo, que había ido a traer el menú (mi padre pidió la carta y él dijo
que iba por el menú) y que según papá debería habernos cambiado de manteles, pero era mejor
no decir nada porque, a pesar de ése era un hotel de lujo, habíamos llegado con las justas para
almorzar.3D
Yo casi vuelvo a saludar al mozo cuando regresó y le entregó el menú a mi padre que entró en
dificultades y pidió, finalmente, corvina a la no sé cuantos, porque el mozo ya llevaba horas
esperando. Se largó con el pedido y mi padre, sonriéndome, puso la carta sobre la mesa, de tal
manera que yo podía leer los nombres de algunos platos, un montón de nombres franceses en
realidad, y entonces pensé, aliviándome, que algo terrible hubiera podido pasar, como aquella
vez en ese restaurante de tipo moderno, con un menú que parecía para norteamericanos, cuando
mi padre me pasó la carta para que yo pidiera, y empezó a contarle al mozo que él no sabía
inglés, pero que a su hijo lo estaba educando en colegio inglés, a sus otros hijos también,
costara lo que costara, y el mozo no le prestaba ninguna atención, y movía la pierna porque ya
se quería largar.
Fue entonces que mi padre estuvo realmente triunfal. Mientras el mozo venía con las corvinas a
lo no sé cuantos, mi padre empezó a hablar de darnos un lujo, de que el ambiente lo pedía, y de
que la compañía no iba a quebrar si él pedía una botellita de vino blanco para acompañar esas
corvinas. Decía que esa noche a las siete era la reunión con esos agricultores, y que le
comprarían los tractores que le habían encargado vender; él nunca le había fallado a la
compañía. En esas estaba cuando el mozo apareció complicándose la vida en cargar los platos
de la manera más difícil, eso parecía un circo, y mi padre lo miraba como si fuera a aplaudir,
pero gracias a Dios reaccionó y tomó una actitud bastante forzada, aunque digna, cuando el
mozo jugaba a casi tirarnos los platos por la cara, en realidad era que los estaba poniendo
elegantemente sobre la mesa y que nosotros no estábamos acostumbrados a tanta cosa. "Un
blanco no sé cuantos", dijo mi padre. Yo casi lo abrazo por esa palabra en francés que acababa a
pronunciar, esa marca de vino, ni siquiera había pedido la carta para consultar, no, nada de eso;
lo había pedido así no más, triunfal, conocedor, y el mozo no tuvo más remedio que tomar nota
largarse a buscar.
Todo marchaba perfecto. Nos habían traído el vino y ahora recuerdo ese momento de feliz
equilibrio: mi padre sentado de espaldas al mar, no era que el comedor estuviera al borde del
mar, pero el muro que sostenía esos ventanales me impedía ver la piscina y la playa, y ahora
que lo estoy viendo es la cabeza, la cara de mi padre, sus hombros, el mar allá atrás, azul en ese
día de sol, las palmeras por aquí y por allá, la mano delgada y fina de mi padre sobre la botella
fresca de vino, sirviéndome media copa, llenando la copa, "bebe despacio, hijo", ya algo
quemado por el sol, listo a acceder, extrañando a mi madre, buenísima, y yo ahí, casi
chorreándome con el jugo ese que bañaba la corvina, hasta que vi a Jimmy. Me choreé cuando
lo vi. Nunca sabrá por que me dió miedo verlo. Pronto supe.
Me sonreía desde la puerta del comedor, y yo lo saludé, mirando luego a mi padre para
explicarle quién era, que estaba en mi clase, etc.; pero mi padre, al escuchar su apellido, volteó
a mirarlo sonriente, me dijo que lo llamara, y mientras cruzaba el comedor, que conocía a su
padre, amigo de sus jefes, uno de los directores de la compañía, muchas tierras en esa región...
-Jimmy, papá. -Y se dieron la mano.
-Siéntate muchacho -dijo mi padre, y ahora recién me saludó a mí.
Era muy bello; Jimmy era de una belleza extraordinaria; rubio, el pelo en anillos de oro, los ojos
azules achinados, y esa piel bronceada, bronceada todo el año, invierno y verano, tal vez porque
venía siempre a Paracas. No bien se había sentado, noté algo que me pareció extraño: el mismo
mozo que nos odiaba a mi padre y a mí, se acercaba ahora sonriente, servicial, humilde y
saludaba a Jimmy con todo respeto; pero éste a duras penas le contestó con una mueca. Y el
mozo no se iba, seguía ahí, parado, esperando órdenes, buscándolas, yo casi le pido a Jimmy
que lo mandara matarse. De los cuatro que estábamos ahí, Jimmy era el único sereno.
Y ahí empezó la cosa. Estoy viendo a mi padre ofrecerle a Jimmy un poquito de vino en una
copa. Ahí empezó mi terror.
-No, gracias -dijo Jimmy-. Tomé vino con el almuerzo. -Y sin mirar al mozo, le pidió un
whisky.
Miré a mi padre: los ojos fijos en el plato, sonreía y se atragantaba un bocado de corvina que
podía tener millones de espinas. Mi padre no impidió que Jimmy pidiera ese whisky, y ahí venía
el mozo casi bailando con el vaso en una bandeja de plata, había que verle sonreír al hijo de
puta. Y luego Jimmy sacó un paquete de Chesterfield, lo puso sobre la mesa, encendió uno, y
sopló todo el humo sobre la calva de mi padre, claro que no lo hizo por mal, lo hizo
simplemente y luego continuó bellísimo, sonriente, mirando al mar, pero mi padre ni yo
queríamos ya postres.
-¿Desde cuándo fumas? -le preguntó mi padre, con voz temblorosa.
-No sé; no me acuerdo -dijo Jimmy, ofreciéndome un cigarrillo.
-No, no, Jimmy; no...
-Fuma no más hijito; no desprecies a tu amigo.
Estoy viendo a mi padre decir esas palabras, y luego recoger una servilleta que no se le había
caído, casi recoge el pie del mozo que seguía ahí parado. Jimmy y yo fumábamos, mientras mi
padre nos contaba que a él nunca le había atraído eso de fumar, y luego de una afección a los
bronquios que tuvo no sé cuándo, pero Jimmy empezó a hablar de automóviles, mientras yo
observaba la ropa que llevaba puesta, parecía toda de seda, y la camisa de mi padre empezó a
envejecer lastimosamente, ni su saco norteamericano le iba a durar toda la vida.
-¿Tú manejas, Jimmy? -preguntó mi padre.
-Hace tiempo. Ahora estoy en el carro de mi hermana; el otro día estrellé mi carro, pero ya le va
a llegar otro a mi papá. En la hacienda tenemos varios carros.
Y yo muero de

miedo, pensando en el Pontiac; tal vez Jimmy se iba a enterar que ése era el de mi padre, se iba
a burlar tal vez, lo iba a ver más viejo, más ancho, más feo que yo. "¿Para que vinimos aquí?"
Estaba recordando la compra del Pontiac, a mi padre convenciendo a mamá, "un pequeño
sacrificio", y luego también los sábados por la tarde, cuando lo lavábamos, asunto de familia,
todos los hermanos con latas de agua, mi padre con la manguera, mi madre en el balcón,
nosotros locos por subir, por coger el timón, y mi padre autoritario: "Cuando sean grandes,
cuando tengan brevete", y luego sentimental: "Me ha costado años de esfuerzo".
¿Tienes brevete, Jimmy?
-No; no importa; aquí todos me conocen.
Y entonces fue que mi padre le preguntó que cuántos años tenía y fingió creerle cuando dijo que
dieciséis, y yo también,, casi le digo que era un mentiroso, pero para qué, todo el mundo sabía
que Jimmy estaba en mi clase y que yo no había cumplido aún los catorce años.
-Manolo se va conmigo -dijo Jimmy-; vamos a pasear en el carro de mi hermana.
Y mi padre cedió una vez más, nuevamente sonrió y, le encargó a Jimmy saludar a su padre.
-Son casi las cuatro -dijo-, voy a descannsar un poco, porque a las siete tengo una reunión de
negocios. -Se despidió de Jimmy, y se marchó sin decirme a que hora debía regresar, yo casi le
digo que no se preocupara, que no nos íbamos a estrellar.
Jimmy no me preguntó cuál era mi carro. No tuve por qué decirle que el Pontiac, ese negro, el
único que había ahí, era el carro de mi padre. Ahora sí se lo diría y luego, cuando se riera
sarcásticamente le escupiría en la cara, aunque todos esos mozos que lo habían saludado
mientras salíamos, todos esos que a mí no me hacían caso, se me vinieran encima a matarme
por haber ensuciado esa maravillosa cara de monedita de oro, esas manos de primer enamorado
que estaban abriendo la puerta de un carro del jefe de mi padre.
A un millón de kilómetros por hora, estuvimos en Pisco, y allí Jimmy casi atropella a una mujer
en la Plaza de Armas; a no sé cuantos millones de kilómetros por hora, con una cuarta velocidad
especial, estuvimos en una de sus haciendas, y allí Jimmy tomó una Coca-Cola, le pellizcó la
nalga a una prima y no me presentó a sus hermanas; a no sé cuantos miles de millones de
kilómetros por hora, estuvimos camino de Ica, y por allí Jimmy, me mostró el lugar en que
había estrellado su carro, carro de mierda ese, dijo, no servía para nada.
Eran las nueve de la noche cuando regresamos a Paracas. No sé como, pero Jimmy me llevó
hasta una salita en que estaba mi padre bebiendo con un montón de hombres. Ahí estaba
sentado, la cara satisfecha, yo ya sabía que haría muy bien su trabajo. Todos esos hombres
conocían a Jimmy; eran agricultores de por ahí, y acababan de comprar los tractores de la
compañía. Algunos le tocaban el pelo a Jimmy y otros se dedicaban al whisky que mi padre
estaba invitando en nombre de la compañía. En ese momento mi padre empezó a contar un
chiste, pero Jimmy lo interrumpió para decirle que me invitaba a comer. "Bien, bien; dijo mi
padre. Vayan nomás".
Y esa noche bebí los primeros whiskies de mi vida, la primera copa llena de vino de mi vida, en
una mesa impecable, con un mozo que bailaba sonriente y constante alrededor de nosotros.
Todo el mundo andaba elegantísimo en ese comedor lleno de luces y de carcajadas de mujeres
muy bonitas, hombres grandes y colorados que deslizaban sus manos sobre los anillos de oro de
Jimmy, cuando pasaban hacia sus mesas. Fue entonces que me pareció escuchar el final del
chiste que había estado contando mi padre, le puse cara de malo, y como lo encerré en su salita
con esos burdos agricultores que venían a comprar su primer tractor.
Luego, esto sí que es extraño, me deslicé hasta muy adentro en el mar, y desde allí empecé a
verme navegando en un comedor en fiesta, mientras un mozo me servía arrodillado una copa de
champagne, bajo la mirada achinada y azul de Jimmy.
Yo no le entendía muy bien al principio; en realidad no sabía de que estaba hablando, ni qué
quería decir con todo eso de la ropa interior. Todavía lo estaba viendo firmar la cuenta;
garabatear su nombre sobre una cifra monstruosa y luego invitarme a pasear por la playa.
"Vamos", me había dicho, y yo lo estaba siguiendo a lo largo del malecón oscuro, sin entender
muy bien todo eso de la ropa interior. Pero Jimmy insistía, volvía a preguntarme qué calzoncillo
usaba yo, y añadía que los suyos eran así y asá, hasta que nos sentamos en esas escaleras que
daban a la arena y al mar. Las olas reventaban muy cerca y Jimmy estaba ahora hablando de
órganos genitales, órganos genitales masculinos solamente, y yo, sentado a su lado,
escuchándolo sin saber qué responder, tratando de ver las rayas y los tiburones de que hablaba
mi padre, y de pronto corriendo hacia ellos porque Jimmy acababa de ponerme una mano sobre
la pierna, "¿Cómo la tienes Manolo?" dijo, y salí disparado.
Estoy viendo a Jimmy alejarse tranquilamente; regresar hacia la luz del comedor y desaparecer
al cabo de unos instantes. Desde el borde del mar, con los pies húmedos, miraba hacia el hotel
lleno de luces y hacia la hilera de "bungalows", entre los cuales estaba el mío. Pensé en regresar
corriendo, pero luego me convencí de que era una tontería, de que ya nada pasaría esa noche.
Lo terrible sería que Jimmy continuara por allí, al día siguiente, pero por el momento, nada;
sólo volver a acostarme.
Me acercaba al "bungalow" y escuché una carcajada extraña. Mi padre estaba con alguien. Un
hombre inmenso y rubio zamaqueaba el brazo de mi padre, lo felicitaba, le decía algo de
eficiencia, y ¡zas! le dio el palmazo en el hombro. "Buenas noches, Juanito", le dijo. "Buenas
noches, don Jaime", y en ese instante me vio.
-Mírelo, ahí está. ¿Dónde está Jimmy, Manolo?
-Se fue hace un rato papá.
-Saluda al padre de Jimmy.
-¿Cómo estás muchacho? O sea que Jimmy se fue hace rato; bueno, ya aparecerá. Estaba
felicitando a tu padre; ojalá tú salgas a él, le he acompañado hasta su "bungalow".
-Don Jaime es muy amable.
-Bueno, Juanito, buenas noches. -Y se marchó, inmenso. Cerramos la puerta del "bungalow"
detrás nuestro. Los dos habíamos bebido, él más que yo, y estábamos listos para la cama. Ahí
estaba todavía mi ropa de baño, y mi padre me dijo que mañana por la mañana podría bañarme.
Luego me preguntó que si había pasado un buen día, que si Jimmy era mi amigo en el colegio, y
que si mañana lo iba a ver; y yo a todo: "Sí, papá, sí papá", hasta que apagó la luz y se metió en
la cama, mientras yo, ya acostado, buscaba un dolor de estómago para quedarme en cama
mañana, y pensé que ya se había dormido, pero no. Mi padre me dijo, en la oscuridad, que el
nombre de la compañía había quedado muy bien, que él había hecho un buen trabajo, estaba
contento mi padre. Más tarde volvió a hablarme; me dijo que Don Jaime había estado muy
amable en acompañarlo hasta la puerta del "bungalow" y que era todo un señor. Y como dos
horas más tarde, me preguntó: "Manolo, ¿Qué quiere decir "bungalow" en castellano?".

Después de ésta historia llena de tradición:

1. Puedes narrar una historia similar a partir de este fragmento anecdótico. Conversa con tus padres, abuelos o
bisabuelos.
Tienes otra opción

2. Realiza un comentario del fragmento: Con Jimmy en Paracas puedes considerar: el tema, el escenario, la
imaginación, los personajes, los hechos, el desenlace. Así como también tu opinión reflexiva del fragmento
etc.

COMENTARIO
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