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Carlos Huayhua - Universidad

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Universidad:

Especialización de la
muerte

Por Carlos Mayhua


Universidad: especialización de la muerte Carlos Huayhua

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Universidad: especialización de la muerte Carlos Huayhua

“Nuestra era de técnicos hace uso abundante del adjetivo sustantivado


profesional; parece creer que ha encontrado en él una suerte de garantía.
Evidentemente, si uno considera no mi remuneración sino sólo mis aptitudes,
no hay duda de que he sido un buen profesional.

¿Pero en qué? Ese habrá sido mi misterio, a la vista de un mundo


condenable.”

Guy Debord, Panegírico

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Universidad: especialización de la muerte Carlos Huayhua

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Universidad: especialización de la muerte Carlos Huayhua

LA OBSESIÓN POR SER PROFESIONAL

La sociedad del espectáculo prefiere las formalidades sobre las cuestiones de


fondo, la imagen sobre el contenido, los diplomas sobre la inteligencia o las
actividades que brinden bienestar social. Persigue al falso médico no por sus malos
resultados, sino por su carencia de título. Absuelve al médico que opera y mata a su
paciente debido a una complicación inesperada, o a una simple sobredosis de
anestesia, siempre y cuando esté correctamente titulado y colegiado.

La sociedad espectacular condena al charlatán que vende sus productos


curativos folklóricos -algunos de los cuales incluso pueden servir- en la vía
pública, pero alienta al que visita médicos para sugerir la introducción en el
mercado de un nuevo producto farmacéutico de conocidos efectos colaterales
dañinos, que serán aliviados por otros rentables productos ya previstos por la
industria. Escucha con placer y atención cualquier sandez proferida por
alguien que ha acumulado costosos doctorados, y que será capaz de explicar,
por ejemplo, de qué manera los grandes laboratorios no dañan la salud, o
cómo es permitido contaminar el ambiente hasta cierto límite, pero, le cuesta
seguir alguna sencilla verdad esbozada por un bachiller en trámite o por un
campesino autodidacta. La sociedad del espectáculo se rinde ante un cartón
sellado, y desprecia los oficios y actividades manuales aunque éstas sean
generalmente más útiles y menos perniciosas que las profesiones liberales. En
una sociedad así, todos quieren ser profesionales. Las universidades se
cubren de prestigio y de masivos concursos de admisión, y todo sigue un
curso aparentemente natural. Proliferan competencias, tráficos de influencias,
centros expendedores de diplomas de manera legal o ilegal, emporios
educativos, campos de práctica y adiestramiento, concursos a puestos, becas,
clases, categorizaciones. Bullen esperanzas, dineros, filas, poderes,
burocracias, discriminaciones, tarjetas de recomendación, examinaciones,
zancadillas, esfuerzos, mientras la inteligencia, la vida, se escapa por la puerta
de atrás y queda sólo el aparatoso armatoste de papeles de la nada
universitaria, la victoriosa ética monetaria de la sociedad.

La especialización, en tanto es un conocimiento encontrado por otros que sólo


ha de ser trasmitido y aprendido, y en tanto no es un momento posible dentro
de un proceso complejo y difícil de parcelar sino un final, una meta, es una
detención, una muerte, y sirve a la sociedad autoritaria y positivista que lo
promueve. Se presenta, en el ser humano, como un hecho que limita para
siempre la dirección y el alcance de su desarrollo.

Dice Paul Nash: “El peligro de la especialización creciente del hombre es de


que le convertirá en un mero técnico (por experto que sea) con una
imaginación que habrá quedado agostada por falta de estímulos que derivan

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de la interfertilización, de las analogías inesperadas y de las comparaciones


fructíferas, que son patrimonio del que no está especializado”.
El profesional está formado para funcionar en el mundo, para explicarlo. Es,
por regla general, incapaz de desarrollar una crítica que ataque una vena
importante del sistema de explotación y destrucción que empobrece la vida
sobre el planeta tierra; y muy naturalmente contribuirá a perpetuarlo. Ejemplar
es el caso referido por Eduardo Galeano, con ocasión del bombardeo de la
OTAN a Yugoslavia: “Estalló un escándalo en Gran Bretaña. Se reveló que las
universidades más prestigiosas, los institutos de caridad más piadosos y los
principales hospitales invierten los fondos de pensión de sus empleados en la
industria armamentista. Los responsables de la educación, la caridad y la
salud explicaron que colocan su dinero en las empresas que rinden mayores
ganancias y éstas son, precisamente, las empresas de la industria militar. Un
vocero de la Universidad de Glasgow lo dijo con todas las letras: No hacemos
distinciones morales. Nos preocupa que las inversiones sean rentables, no
que sean éticas. El mundo que forma profesionales a la medida es un círculo
vicioso y pernicioso. Las empresas fabricantes de antivirus, o alguna de sus
secretas ramificaciones, mantienen a un bien pagado cracker ocupado en
crear nuevos virus informáticos, para que la última versión de sus productos
pueda tener un lugar en el mercado. La obsesión por ser profesional es
profundamente negativa. La relación inversamente proporcional entre la
cantidad de personas que quieren ser profesionales y la cantidad y la calidad
de sus lecturas lo demuestra. Desear seguir estudios superiores poco tiene
que ver con un loable interés intelectual o con un ánimo de aprehender más
conocimientos, y mucho con un más bien desagradable afán de vanidad -la
categoría profesional como signo de status y con un ánimo de lucro -la
categoría profesional como arma para trepar en la pirámide social.

Lo grave es que esta obsesión permanece vigente e inconmovible a pesar de


las incontestables pruebas en contra que aporta la realidad (desempleo,
subempleo, explotación, escasez económica, miseria, discriminación) y se ha
convertido ya prácticamente en un ciego dogma de la existencia. Aunque sólo
los sectores A, B e incluso a veces el C puedan concretarlo, todos alimentan el
mito de tener que ser profesional, sea estudiando en los claustros
correspondientes, sea esforzándose más para lograrlo o para que lo logren los
hijos y sean mejores que uno. Miles de abogados, ingenieros, arquitectos,
médicos, contadores, administradores y afines que se ven obligados a colgar
el diploma en algún digno lugar de la casa y a buscar un subempleo, haciendo
taxi por ejemplo, son una prueba de la inutilidad general de la educación
superior. Lo sensato, ahora, ya, sería cerrar para siempre todas las facultades
sobrepobladas, como las de Derecho. La sociedad no necesita más abogados,
ni siquiera para sus propios intereses de conservación. Pero la sociedad no es
sensata, y pensando en el flujo de dinero y en la libertad de empresa dirá que
cada persona tiene el derecho de creer que hace con su vida lo que quiere,

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dentro de los estrechos límites de la ley, la moral, las buenas costumbres y las
profesiones rentables.

LA MISERIA PROFESIONAL
Arthur Schopenhauer, en el siglo XIX, escribía: “A la filosofía seriamente
cultivada le vienen muy estrechamente las universidades, como todo aquello
que en las ciencias estén bajo la tutela del Estado.” Cuando los imperativos de
rentabilidad económica no han decrecido sino que se han acentuado, y los
grandes intereses económicos dictan la política y el curso de las
investigaciones, no es de esperar que las palabras del pesimista alemán
hayan perdido vigencia. Hoy en día, destacados científicos que disienten de la
versión oficial del SIDA, de las campañas nacionales y los costosos
tratamientos afirmando que no es causado por un virus y que además no es
contagioso, viven en carne propia lo que es una práctica corriente en las
democracias capitalistas: la censura, ya sea de parte de los mass-media
-presionados por los consorcios de auspiciadores y por el Estado o de parte
de la institución oficial -en este caso la institución médica que no brindará ya ni
subvenciones ni espacios en sus revistas especializadas.
La devaluación del conocimiento al servicio del capital apenas queda
enmascarada detrás de la jerga o del argot profesional. Detrás de las palabras
que aprovechan la ignorancia inculcada para poder impresionar, se encuentra
un aprendizaje de manual de preguntas y respuestas, un cómodo
estancamiento explicatorio en un universo que nos exige, no tanto para ser
esencialmente conocido sino para actuar de forma no alienada en él, la
capacidad personal de relacionar datos y experiencias, la capacidad de sentir
incertidumbre y preguntar, la libertad de la no especialización. La
especialización, en tanto es un conocimiento encontrado por otros que sólo ha
de ser trasmitido y aprendido, y en tanto no es un momento posible dentro de
un proceso complejo y difícil de parcelar sino un final, una meta, es una
detención, una muerte, y sirve a la sociedad autoritaria y positivista que lo
promueve. Se presenta, en el ser humano, como un hecho que limita para
siempre la dirección y el alcance de sus secretas ramificaciones.
Parejamente, los jueces, policías, abogados, carceleros, los periodistas
policiales y los de espectáculos, los médicos forenses, todos los buenos
profesionales que viven de las causas penales precisan de la existencia de la
delincuencia para seguir cobrando cada fin de mes sus sueldos; así como los
psicólogos y psiquiatras necesitan del entorno social patógeno, las rutinas
devastadoras, el trabajo automatizado y el stress laboral para que sus vidas
no carezcan de sentido con el consultorio desierto. Un graffiti que fue visto en
la pared exterior de un hospital español esclarece la situación de esta
sociedad: “mientras la cantidad de personas que vive del cáncer sea mayor
que las que mueren, la cura jamás se hallará”. Tampoco se hallará mientras
existan cruzadas de caridad como Teleamor que, mediante el desfile grotesco
de los profesionales del arte y la política, y recurriendo a la manipulación

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emocional, recauda los millones que acabarán en los laboratorios médicos, en


los mass media, en la industria publicitaria, en los agradecimientos por los
servicios prestados.
Nadie preguntará nunca por las causas del cáncer, si los altos costos de los
tratamientos tienen sustento material o si se establecen a discreción
aprovechando la urgencia de la enfermedad. Nadie hará nunca las preguntas
importantes, pero frente a los Hospitales de Neoplásicas grandes paneles
publicitarios continuarán anunciando bebidas gaseosas de las que ningún
profesional podrá afirmar, con pruebas, que no son cancerígenas, lo que en el
lenguaje de los especialistas significa que sí lo son pero que la ley -realizada
por otros profesionales - está de su lado y protege el secreto de ciertas
fórmulas.

En el mundo regido por la mercancía todo engarza con una aparente


perfección. Los administradores de los locales de las multinacionales de la
comida rápida, por ejemplo, son esforzados profesionales dedicados a
satisfacer la urgente necesidad -creada por los profesionales de la publicidad-
que algunos sectores sociales tienen de comer hamburguesas, y ganarán un
buen sueldo sin enterarse que administran, también, la destrucción de las
selvas del planeta que son convertidas, a un ritmo vertiginoso, en papel para
los envases y en pastizales para el ganado. El mundo se mueve
profesionalmente según los dictados del dinero.

Alguien diseña el plan en nombre del progreso y el bienestar social. Uno lo


legaliza. Otro lo administra. Uno hace la contabilidad. Alguien se encarga de
hacer la publicidad en los medios. Algún capataz contrata a los peones
mientras los propietarios acumulan riquezas y esparcen cánceres, migajas,
perturbaciones mentales y ambientales. Nadie es capaz de ver más allá de
sus narices; todos son demasiado felices, ingenuos o resignados. La tarea de
los profesionales no es producir conocimiento, mejorar la vida, corregir errores
o denunciar mentiras. La tarea de los profesionales es, en algunos casos,
aceitar la maquinaria capitalista, y en otros casos, en el caso de los
intelectuales profesionales, es convencernos de que la mercancía es benigna,
y además bella. La miseria profesional se dirige, según las necesidades del
mercado, más y más hacia la especialización técnica. Hay antiguas cenecapes
que obtienen rango universitario gracias a grandes inversiones monetarias, y
a la construcción de edificios de diez pisos de los que sólo egresarán
generaciones apretadoras de botones; novedosos centros universitarios que
ofertan prometedoras carreras del futuro pero que todavía, por cierto
renacentista pudor, obligan en el primer año a sus postmodernos estudiantes
a leer lecciones de las grandes frases de la historia y resúmenes de las
biografías de los hombres más egregios, para que luego nadie discuta su
rango de universidad o afirme que no brinda una formación integral y
humanista. Hay exministros de economía que inauguran centros universitarios
técnicos de élite con el ideal de que cada estudiante al salir sea capaz de

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forjar su propio gran negocio, o que al menos sea capaz de administrar bien la
herencia familiar, en una sociedad cíclicamente sacudida por recesiones
económicas y que no tiende a dejar de ser una injusta pirámide.
Hay antiguas universidades que consideran secretamente la posibilidad de
eliminar -mediante alguna discreta y práctica fusión las escuelas y facultades
menos solicitadas, y por lo tanto menos rentables, como filosofía o historia; y
otras menos antiguas pero más prestigiosas que flexibilizan el nivel académico
exigido a sus ingresantes de manera que puedan ser cubiertas todas las
plazas disponibles, permitiendo el ingreso a quienes no aprueban el examen
de admisión siempre y cuando se atrevan a costear un ciclo “cero” donde
serán estafados estudiando cursos que podrían llamarse introducción a la
introducción al lenguaje. Si vivimos en un mundo donde los países miembros
del Consejo de Seguridad de la ONU son, sin crear escándalo, los mayores
proveedores de las armas que nutren todas las guerras y agresiones, no es
exagerado ya prever que pronto, dada la situación de la competencia y la
necesidad de conseguir mayores ingresos, y dada la pobreza de la
contestación y de la crítica, algún centro universitario peruano se sienta en la
confianza de ofertar dos carreras por el precio de una, o de instituir un ciclo “-
1” para reforzar, aún más, los conocimientos de los ingresantes y la propia
partida presupuestal.

En épocas en que la universidad sirve a las exigencias neoliberales de eficacia


y entrenamiento técnico, las humanidades sin inteligencia son simples
elementos decorativos que se presentan para provocar confusión, o
indulgencia.

En las aulas abundan los controles de lectura que se mueven entre la


capacidad memorística y la comprensión auténtica, pero serán desalentadas
todas las tentativas de desarrollar conclusiones abiertamente equivocadas, es
decir, capaces de poner en peligro los paradigmas de un sistema que se
siente tan seguro que se da el lujo de fingir que alienta el pensamiento y la
discusión. Existen, por otro lado, Departamentos de Estudios Humanísticos
que, con discursos hueros, solicitan la dación de títulos honoris causa según
los dictados de la política gubernamental; y facultades de Arte y Literatura que
siguen recibiendo ingresantes que serán impedidos de efectuar toda
aproximación no académica a la poesía, o toda aplicación rigurosa de la
poesía de César Moro (que la misma universidad editará en bellas ediciones
para el solaz general) al hecho de sus propias autoridades e instituciones,
porque sabe que terminarían siendo calificadas como dementes y paralíticas.
Las humanidades, controladas por la institución universitaria, aparecen como
cortinas de humo destinadas a evitar que la miseria general se revele ante los
ojos.

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En las manos contrahechas de las autoridades son un juego de imágenes que


provoca, incluso, aplausos de entusiasmo, ingenuos aplausos similares a los
provocados por el último fraude ideado por una universidad de rango medio.

Esta universidad ha resuelto obligar a sus ingresantes llevar cursos de inglés


tan básicos que rozan la onomatopeya, por lo que no servirán ni para fines
humanistas ni comerciales -el inglés es necesario porque es el idioma del
imperio - pero que serán pagados en cuotas extras a las pensiones
mensuales, como algo muy aparte y especial, lo que permitirá a la universidad
no sólo engrosar sus beneficios sino el gusto de venderse mejor ante los
cándidos ojos de los nuevos postulantes, anunciándose en los diarios como
“universidad bilingüe” en un gesto que resulta tan grotesco como el probable
inglés del Rector, o tan burdo como el futuro que se acerca. En tiempos en
que las nuevas generaciones se mueven, como nunca antes, en la seguridad
de un pensamiento circular y una práctica genuflexa que nada sabe de
riesgos, audacias, autodidactismo, investigaciones interdisciplinarias o poesía,
el futuro aparece, irrefutable, como una nube radioactiva con la forma de
computador de última generación.

CONTRAUNIVERSIDADES

Con frecuencia se contrapone la práctica universitaria a la práctica escolar,


como si fuera un gran salto hacia adelante y tuviera rasgos cualitativamente
diferentes. Incluso se presenta a la universidad como el recinto desde el cual
brotarán soluciones y alternativas a los grandes problemas de nuestro tiempo.
Se oculta así, con un optimismo necesariamente involucrado con la mentira
artera o con la idiocia, el hecho de que en las universidades, como en las
escuelas, persiste toda una concepción autoritaria de la vida, estrictos horarios
por cumplir, exámenes, notas aprobatorias y desaprobatorias, una mohosa
verticalidad que ninguna moderna aula naturalmente iluminada puede ocultar,
a veces incluso timbres de cambio de hora y control de la asistencia, y
profesores que si no protagonizan una miserable clase vertical que pretenden
magistral no tienen reparos en acudir a la vergüenza del dictado.

La universidad mantiene intacta la función represiva de la escuela, pero en un


estadio más avanzado. No siempre tiene que recurrir a tanquetas e
intervenciones militares; generalmente le basta mantener la ficción del
cogobierno, simulacro de democracia en el que participarán siempre dóciles
estudiantes que han adquirido el mal hábito de la política representativa, y que
mediante la formación de tercios estudiantiles harán posible no una
democracia directa y asamblearia, sino la creación de mafias y grupúsculos de
poder, la existencia del alto secreto burocrático y la perpetuación de un
régimen bajo el cual hay que pedir permiso hasta para pegar un cartel en una
pared, y donde con la fórmula legal que prohíben las actividades
extraacadémicas se censura o desalienta toda actividad independiente o

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autónoma capaz de producir algún conocimiento desmarcado del saber oficial.


David Cooper compara a la universidad con un hospital psiquiátrico: “El diseño
exterior es bastante parecido: el bloque administrativo y varios departamentos,
villas, laboratorios, terapia ocupacional y todo lo demás. Algunas
universidades tienen vallas y porteros para controlar a quienes entran y salen.
La ironía estriba en que probablemente nadie entra y, ciertamente, nunca sale
nadie. Las dos instituciones están repletas de fingida preocupación de los
“guardianes” sobre los “guardados”.

Las dos son almas buenas (alma mater) de cuyos pechos mana un antiguo
veneno, sedantes de todos los tipos imaginables, desde la píldora precisa para
el paciente preciso hasta el trabajo justo para el graduado exacto.” Las
universidades, apoyando esta comparación, se presentan a sí mismas en
costosos avisos televisivos como las guardianas de la Razón, como la
instancia decisiva y obligatoria para una buena vida, estancada por la
esclerosis de su pretenciosa y dogmática forma de concebir y producir un
conocimiento que quiere universalmente válido.

Así, ignora o menosprecia la sabiduría de disidentes como Feyerabend, quien


afirma que el progreso científico sólo es posible cuando ciertas reglas “obvias”
son violadas voluntaria o involuntariamente, y quien añade, ahí donde la razón
viene dictada por la norma, que “los científicos han de desarrollar y sostener
sus teorías irracionalmente; no hay normas generales por las que establecer
la verdad; todo vale”. Las universidades, muy razonablemente, tienen
importantes intereses monetarios, claros objetivos de sumisión social y actúan
según las exigencias dictadas por el mundo del trabajo asalariado. Teniendo
en cuenta esto, las universidades son importantes sólo por los a veces útiles
medios (bibliotecas, ambientes varios, salones de conferencia, clases
extraordinariamente valiosas, comedores, salas de cómputo, galerías) que con
fines contrarios a sus objetivos originales pueden ser intervenidos o
aprovechados por estudiantes y no estudiantes deseosos de explorar los
márgenes del conocimiento, el subsuelo de la versión oficial, sabedores con
Bachelard de que “pensar es siempre pensar en contra”. Sobre el
pensamiento, esa actividad tan desalentada por toda la práctica educativa,
incluyendo las universidades, dice Viviane Forrester: “No existe actividad más
subversiva ni temida. Y también más difamada, lo cual no es casual ni carece
de importancia: el pensamiento es político. Y no sólo el pensamiento político lo
es. El solo hecho de pensar es político. De ahí la lucha insidiosa, y por eso
más eficaz, y más intensa en nuestra época, contra el pensamiento. Contra la
capacidad de pensar.”

¿De qué manera provocar el pensamiento, la capacidad de leer entre líneas,


el ejercicio exultante de la lucidez y de la crítica? ¿De qué forma incentivar,
permitir, la innovación, el descubrimiento, la creación de un conocimiento que
sirva para vivir, cuando ya sólo hay vida fuera de la mercancía? Agustín

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García Calvo renuncia al título de filósofo por considerarlo desprestigiado y


absolutamente asimilado por el sistema y prefiere, si alguno, el título menos
profesional y manoseado, menos formado y definido y por tanto más libre de
pensador.

La creación de contrauniversidades, lugares autónomos donde coincidan


pensadores, estudiantes y profesores, interesados en quebrar la monotonía,
las rigideces y pobrezas académicas, donde el conocimiento deje de ser
“impartido” para ser una creación común o un descubrimiento individual a
partir de una posibilidad común, a menos que el mutuo acuerdo solicite una
intervención magistral en una cuestión de orden técnico, puede ser una
alternativa válida frente a la muerte universitaria. Dice D. Cooper: “Lo que yo
propongo es una estructura móvil, totalmente desjerarquizada y en revolución
continua, capaz por ello de generar revolución más allá de los límites de su
estructura. La universidad (o lo que en este estado de la historia debería
llamarse antiunivesidad, contrauniversidad, universidad libre o algo parecido)
sería una retícula muy amplia. Las células funcionarían dentro de una
universidad oficial como un antídoto del sistema, o de forma muy
independiente.”

Estas estructuras informales, desprovistas por completo de los lastres de la


izquierda que se somete a la dinámica y a la lógica de la política autoritaria, es
decir, despreciando por completo al poder, sin ninguna intención de
conquistarlo y con la organización mínima para funcionar, probablemente
serían consideradas sospechosas, o incluso ilegales, por las autoridades
académicas, lo que nos demuestra la buena salud del cadáver universitario, y
la necesidad de estas instancias de contestación y de crítica.

Si no es posible la creación de estos espacios liberados, ya sea debido a la


represión autoritaria o porque no han sucedido los encuentros felices con las
personas necesarias -dado los cada vez más estrechos y previsibles intereses
de las nuevas generaciones ingresantes; si ya no es viable ni siquiera las
intervenciones personales en clases con la intención de provocar algún debate
o alguna inquietud, debido al sopor general y a las represalias, y si la
perspectiva de un horizonte de exámenes y clases adocenadas ya es
insoportable, el único recurso para salvaguardar la integridad personal parece
ser abandonar formalmente el antro universitario, de manera solitaria y
silenciosa, protagonizando lo que a ojos del mundo sería un abandono
inexplicable

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SOBRE LA AUTOGESTIÓN ACADÉMICA

José Revueltas

1. La autogestión académica es, ante todo y esencialmente, una toma de


conciencia.

2. Conciencia de lo que es el estudiar y el conocer no como un ejercicio


abstracto y al margen del tiempo y la sociedad que los rodean, sino como
algo que se produce dentro de ellos y como parte de ellos, en relación y
condicionamiento recíprocos.

3. Esta relación y condicionamiento no obran en virtud de su solo y simple


presencia, sujetos a su mero impulso espontáneo. Requieren del impulso
de la parte que representa el factor consciente de la relación, o sea, del
que estudia y conoce, cuyo impulso no puede ser sino revolucionario,
cualesquiera que sean las características dominantes de la sociedad y de
su tiempo.

4. Una sociedad conservadora y reaccionaria, tanto como una sociedad


avanzada y progresista, deberán condicionar siempre y en todo caso, el
carácter revolucionario de la conciencia universitaria (entendida como de
la educación superior en general), esto es, la conciencia de quienes
estudian, aprenden, y conocen (en la Universidad y demás centros de
educación superior), deberá mantener siempre una relación crítica e
inconforme hacia la sociedad, cualquiera que sea la naturaleza de ésta.

5. Si la conciencia universitaria (la conciencia de universalidad) del


estudiantado se conforma acríticamente con la sociedad en que vive (se
trate de una sociedad burguesa o de una sociedad socialista), deja de ser
una conciencia activa, deja de tener el atributo que define a la conciencia
misma como movimiento y transformación revolucionarios, para convertirse
en un espejo inmóvil de la sociedad, en una negación de toda conciencia,
en el apéndice académico de la sociedad.

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6. La autogestión académica transforma los centros de educación superior en


la parte autocrítica de la sociedad. Es decir, si la educación superior
anteriormente sólo desempeñó un papel crítico, ahora, mediante la
autogestión, deberá desempeñar un papel transformador y revolucionario.
La crítica representa una acción paralela, dirigida desde fuera, hacia la
sociedad, sin compromiso alguno, como una simple definición, como una
clasificación inerte del mismo modo en que se define o clasifica un
fenómeno de la naturaleza. La autogestión, en cambio, cuestiona a la
sociedad desde adentro, como parte de ella que es, y que, en tal condición
asume la conciencia autocrítica de dicha sociedad.
Esta conciencia, como crítica, es la negación de la sociedad que sea
(burguesa o socialista), y como autocrítica es la negación de la negación:
subvierte dicha sociedad, representa lo nuevo e implacable lucha contra lo
viejo.

7. Para el concepto de autogestión el conocer es transformar. No se trata tan


sólo de adquirir una concepción determinada del mundo, sino de que tal
concepción, al mismo tiempo, actúe como desplazamiento revolucionario
de lo caduco, lo ya no vigente, lo obsoleto que se resiste a desaparecer. La
autogestión se plantea, así, como un conocimiento militante, en todo caso
inconforme con los valores establecidos.

8. La autogestión socializa y politiza al máximo de su capacidad a la


educación superior. Lo socializa en tanto que la compromete con todos los
problemas vitales de la sociedad en que vive y la politiza en tanto que tal
compromiso obliga de inmediato a la acción pública

9. La autogestión, basada en razones de principio, se pronuncia desde el


primer momento en contra del criterio de una educación superior
productora de valores de cambio. Este criterio pragmático y estrecho se
sustenta sobre la prioridad que se concede a la satisfacción de las
necesidades tecnológicas de la sociedad industrial (así en el capitalismo
como en la sociedad socialista estalinizada), con la consiguiente
desnaturalización y deshumanización del conocimiento. El valor de cambio
más cabalmente deshumanizado que crea la enseñanza tecnológica es el
especialista, destinado única y exclusivamente a formar una parte,
enajenada en absoluto de sí misma, dentro del engranaje industrial. La
autogestión presupone una enseñanza técnica integral, subordinada a los
valores humanos del conocimiento, en oposición a la destreza y eficacia
que constituyen el fin último y único del aprendizaje y adiestramiento
técnicos.

10.La autogestión se propone de inmediato una revisión profunda de todos los


planes de enseñanza en el campo de la educación superior, dentro del
concepto de una verdadera revolución de los sistemas vigentes

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Cd. Universitaria, 11 de septiembre 1968.

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