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Sofística y Educación de Marrou

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EL APORTE INNOVADOR DE LA PRIMERA SOFÍSTICA

Cap. V. en Marrou, Henri-Irénée: Historia de la educación en la Antigüedad (Buenos


Aires: EUDEBA, 1976).

Así, pues, las atenienses nacidos hacia el 490 (y se llamaban Pericles, Sófocles,
Fidias...), que elevaron la cultura clásica a tan alto grado de madurez en todos los campos –
en la política, en las letras, en las artes -, solo habían recibida una educación muy elemental
cuyo nivel, desde el punto de vista de la instrucción, no sobrepasaba prácticamente el de
nuestra actual enseñanza primaria.1 He ahí un ejemplo brillante del inevitable
escalonamiento cronológico entre cultura y educación. Pero aunque este retraso sea con
frecuencia exagerado por la rutina (el campo pedagógico es un terreno de primera para el
espíritu conservador), toda civilización verdaderamente activa concluye tarde o temprano
por tomar conciencia de ello y por completar el proceso. De hecho, cada nueva conquista
del genio griego iba seguida muy pronto, como es fácil comprobarlo, de un esfuerzo
correlativo para crear una enseñanza encargada de su difusión. (...)

Primeras escuelas de filosofía

Es en este campo de la filosofía donde con más nitidez se refleja este esfuerzo de
creación pedagógica: los primeros físicos de la escuela de Mileto son sabios puros, que no
tienen todavía tiempo disponible para convertirse en educadores; se hallan absorbidos
totalmente por el esfuerzo creador que los aísla y los singulariza. Sus contemporáneos los
miran con asombro, no exento a veces de escándalo y muy a menudo matizado de ironía
que, en la amable Jonia, no excluye cierta secreta benevolencia (recuérdese, entre otras, la
anécdota que presenta a Tales, caído en un pozo, contemplando los astros).
Pero ya Anaximandro, y tras él Anaxímenes, se preocupan por redactar una
exposición de su doctrina. Una generación después, Jenófanes de Colofón ya no escribe en
prosa, como ellos, a la manera de los legisladores, sino en verso, rivalizando así
directamente con los poetas educadores, Homero o los gnómicos. Jenófanes confiesa esta
ambición: se dirige al público culto de los banquetes aristocráticos, critica ásperamente la
inmoralidad de Homero, el ideal deportivo tradicional, al que opone audazmente, no sin
orgullo, el ideal nuevo de su buena sabiduría.
El pitagorismo, finalmente, colma esa ambición pedagógica con una institución
adecuada: la escuela filosófica. Ésta, tal como aparece en Metaponto o en Crotona, no es ya
una simple hetairía de tipo antiguo, que agrupa a un maestro con sus discípulos sobre la
base de relaciones personales; es una verdadera escuela que toma al hombre como tal y le
impone un estilo de vida; es una institución organizada, con su local, sus reglamentos, sus
reuniones regulares, que asume la forma de una cofradía religiosa consagrada al culto de las
Musas y, una vez muerto su fundador, al culto de Pitágoras, convertido en héroe.
Institución característica que será imitada después por la Academia de Platón, el Liceo de

1
Carácter elemental de la educación ática en tiempos de Pericles: O. Navarre, Essai sur la rhétorique grecque
avant Aristote, Paris, 1900, págs. 25-26; M. Delcourt, Périclès, Paris, 1939, págs.65-69.
Aristóteles y la escuela de Epicuro, y que persistirá como la forma tipo de la escuela
filosófica griega.2

El nuevo ideal político

Con todo, no surgirá de estos ambientes de especialistas la gran revolución


pedagógica con la que la educación helénica habrá dado un paso decisivo hacia su madurez:
de ello se encargaría, en la segunda parte del siglo V, ese grupo de innovadores que se ha
convenido en designar con el nombre de sofistas.
El problema que éstos procuraron y lograron resolver era el problema, muy general
por cierto, de la formación del hombre político. Tal era, en ese momento, el problema más
urgente. Después de la crisis de la tiranía, en el siglo VI, la mayor parte de las ciudades
griegas, y sobre todo la democrática Atenas, se entregan a una intensa vida política: el
ejercicio del poder y la dirección de los negocios públicos se convierten en la ocupación
esencial, la actividad más noble y más preciada del hombre griego, supremo objetivo
propuesto a su ambición. En todos los casos se busca prevalecer, ser superior y eficiente;
pero ya no se trata de afirmar el “valor”, areté, en los dominios del deporte y de la vida
elegante; en adelante, ese “valor” se encarna en la acción política. Los sofistas centran su
enseñanza en este nuevo ideal de la areté política: equipar el espíritu para la carrera del
hombre de Estado, formar la personalidad del futuro líder de la ciudad, he ahí su programa.
Resultaría inexacto asociar demasiado íntimamente tal empresa con los progresos de
la democracia, o imaginar que esta enseñanza se proponía suplir en los hombres públicos de
extracción popular aquello que la herencia familiar aseguraba a sus rivales aristocráticos.
En primer término, porque la antigua democracia continuó durante mucho tiempo
reclutando sus jefes en la nobleza más auténtica (recuérdese, por ejemplo, el papel que cupo
a los Alcmeónidas en Atenas); en segundo lugar, porque no ha podido comprobarse en los
sofistas del siglo V una orientación política determinada (como la tendrán en Roma los
rhetores Latini de la época de Mario): su clientela era rica, y en ella podían tener cabida
nuevos ricos en procura de una ejecutoria nobiliaria, como el Estrepsíades de Aristófanes, a
quienes la vieja aristocracia, lejos de rechazarlos, los atendía solícitamente, como lo
muestran los cuadros de Platón.
Los sofistas se dirigen a todo el que desee adquirir la superioridad requerida para
triunfar en la arena política. Permítame el lector que lo remita de nuevo al Laques:
Lisímaco, hijo de Arístides, y Melesias, hijo de Tucídides, tratan de dar a sus propios hijos
una formación que los capacite para llegar a ser jefes; no cabe duda de que el día en que los
sofistas les propusieron algo más eficaz que la inútil esgrima, siguieron con toda diligencia
el consejo.
Por lo tanto, la revolución pedagógica que la sofística representa parece más bien de
inspiración técnica antes que política: apoyados en una cultura ya madura, estos nuevos
educadores elaboran una técnica nueva, una enseñanza más completa, más ambiciosa y más
eficaz que la conocida hasta entonces.

2
Ninguna “escuela” propiamente dicha entre los viejos físicos de Mileto: A.J. Festugière, Contemplation et
Vie contemplative selon Platon, Paris, 1936, págs. 32-33
Los sofistas como educadores

Los sofistas despliegan su acción en la segunda mitad del siglo V. Me parece un


tanto artificiosa la tentativa de distribuirlos en dos generaciones, como suele hacerse a
veces; en realidad, sus actuaciones se superponen, de suerte, que Platón, sin caer en
anacronismo, pudo reunir los más célebres de ellos en casa del rico Calias, acompañados
por Sócrates y Alcibíades, en una escena famosa de su Protágoras. No había mucha
diferencia de edad entre los más viejos y los más jóvenes: el mayor de todos, Protágoras de
Abdera, debió nacer hacia el 485; Gorgias de Leontini, el ateniense Antifón (del demos de
Ramnunte), apenas más jóvenes, hacia el 480. Los de menor edad, como Pródico de Ceos,
Hipias de Elis, tenían unos diez años menos y parecían de la misma edad de Sócrates, el
cual vivió, como se sabe, desde 470-469 hasta el año 399. De origen diverso, y de vida
trashumante por razones de orden profesional, todos se radicaron durante más o menos
tiempo en Atenas. Con ellos, Atenas aparece como el crisol en que se elabora la cultura
griega.
No hay historia de la filosofía, o de las ciencias, que no se sienta obligada a
consagrar un capítulo a los sofistas, pero este capítulo, muy difícil de escribir, rara vez
resulta satisfactorio3.
No basta con decir que los conocemos poco: apenas nos quedan de ellos como fuente
directa unos cuantos fragmentos y algunas escuetas noticias doxográficas, elementos éstos
de muy frágil consistencia para oponer al engañoso prestigio de los retratos satíricos y de
los pastiches de Platón, cuyas páginas consagradas a los sofistas figuran entre las más
ambiguas de su obra, que exigen siempre una delicada interpretación: ¿dónde comienzan y
dónde acaban la ficción y la deformación caricaturesca y calumniosa Por otra parte, bajo la
máscara de la lucha entre Sócrates y los sofistas, ¿no evoca en realidad Platón su propia
lucha contra algunos de sus contemporáneos, Antístenes en particular
En rigor de verdad, los sofistas no resultan muy significativos para la historia de la
filosofía o de las ciencias. Agitaron muchas ideas, unas de inspiración ajena (por ejemplo
de Heráclito en el caso de Protágoras; de los eleáticos o Empédocles en el caso de
Gorgias); otras personales, mas no eran, propiamente hablando, ni pensadores ni
investigadores de la verdad. Eran pedagogos: “Educar a los hombres”, paidéuein
anthropous, tal la definición que, según Platón, el propio Protágoras aplica a su arte.
Éste es, también, el único rasgo que todos ellos compartían: a fuer de inseguras y
diversas, sus ideas son demasiado huidizas como para que se las pueda referir a una escuela
en el sentido filosófico del vocablo. Solo tenían en común el oficio de profesores.
Saludemos en aquellos grandes antepasados a los primeros profesores de enseñanza
superior, en una época en que Grecia no había conocido más que entrenadores deportivos,
jefes de talleres y, en el plano escolar, humildes maestros de escuela. Pese a los sarcasmos
de los socráticos, imbuidos de prejuicios conservadores, yo respeto en ellos, ante todo, su
condición profesional, ese carácter de hombres que hacen de la enseñanza una profesión,
cuyo éxito comercial atestigua su valor intrínseco y su eficacia social.

3
Véase Gomperz Th., Pensadores Griegos, Bs.As. Para la cuestión de la educación , Jaeger, W., Paideia,
México, FCE.
El oficio de profesor

Por consiguiente, resulta interesante estudiar, con cierto detalle, de qué modo ejercían su
profesión. No abrieron escuelas, en el sentido institucional de la palabra; su método, muy
próximo aún al de los orígenes, puede definirse como un preceptorado colectivo.
Agrupaban a su derredor a los jóvenes que les eran confiados y se hacían cargo de su
formación completa; ésta demandaba, según se conjetura, tres o cuatro años. Este servicio
se abonaba a destajo: Protágoras, por ejemplo, exigía la respetable suma de diez mil
dracmas (el dracma, aproximadamente un franco oro, representaba el jornal de un obrero
calificado). Su ejemplo servirá largo tiempo de modelo, pero los precios bajarán
rápidamente: en el siglo posterior (entre el 393 y el 338), Isócrates solo pedirá mil dracmas
e inclusive deplorará que algunos competidores desleales acepten un precio rebajado a
cuatrocientos o trescientos dracmas.
Protágoras fue el primero en ofrecer un tipo de enseñanza remunerada;
anteriormente no existía ninguna institución semejante, de modo que los sofistas no
hallaron la clientela ya hecha. Tuvieron que crearla, persuadir al público para que recurriese
a sus servicios, de ahí toda una serie de procedimientos publicitarios. El sofista va de
ciudad en ciudad en procura de alumnos, llevando consigo a los ya reclutados. Para darse a
conocer, demostrar la calidad de su enseñanza y dar algunas muestras de su habilidad, los
sofistas ofrecen de buen grado una exhibición, epídeixis, ya en las ciudades que figuran en
su itinerario, ya en un santuario panhelénico como el de Olimpia, por ejemplo, donde
aprovechan la panégyris que les brinda el público internacional reunido en ocasión de los
juegos: puede ser un discurso cuidadosamente meditado o, por el contrario, una brillante
improvisación acerca de un tema propuesto, una discusión libremente entablada de omni re
scibili, a gusto del público. Con ello inauguraron el género literario de la conferencia,
destinado ya desde la antigüedad a tener una asombrosa fortuna.
De estas conferencias, unas son públicas: Hipias, al perorar en el ágora junto a la
mesa de los cambistas, nos hace pensar en los oradores populares de Hyde-Park; otras están
reservadas, en cambio, a un público selecto que paga su entrada. Y si la ironía socrática no
nos engaña, existían muchas categorías de conferencias, con precios también distintos:
conversaciones de propaganda por el precio reclamado de un solo dracma, y lecciones
técnicas en que el maestro trataba a fondo tal o cual tema científico por el precio de
cincuenta dracmas la entrada.
Esta publicidad honesta, desde luego, no excluye cierta dosis de charlatanería: estamos en
Grecia y en la antigüedad. Para impresionar al auditorio, el sofista no vacila en apelar a la
omnisciencia y a la infalibilidad. Adopta un tono doctoral y un aire solemne o inspirado, y
lanza sus sentencias desde lo alto de un trono encumbrado, vistiendo alguna vez inclusive,
por lo que parece, la indumentaria triunfal del rapsoda con su gran manto purpúreo.
Esta escenografía era de buena ley: las críticas sarcásticas de que es objeto por parte
de Sócrates, en Platón, no logran contrabalancear el testimonio que la misma fuente de
información suministra sobre el éxito extraordinario logrado por esta propaganda sobre el
apasionamiento que los sofistas despertaron en la juventud. Recuérdese el comienzo del
Protágoras, cuando el joven Hipócrates se precipita, antes del alba, a casa de Sócrates;
Protágoras ha llegado a Atenas en la víspera, e Hipócrates desea ser presentado, sin
tardanza, al gran hombre, y que éste lo admita como discípulo eventual. Este favor, cuyos
rastros percibimos en la influencia profunda que los grandes sofistas ejercieron sobre los
mejores espíritus de su tiempo (Tucídides, Eurípides, Esquines...), no obedecía
exclusivamente a una moda encandilada por la escenografía: la eficacia real de esa
enseñanza la justificaba.

La técnica política

¿Cuál era el contenido de esta enseñanza? Se trataba de armar para la lucha política
a la personalidad poderosa que habría de imponerse como jefe de la ciudad. Tal era en
particular, según parece, el programa de Protágoras, que quería hacer de sus discípulos
buenos ciudadanos, capaces de conducir con acierto su propia casa y de manejar con
máxima eficacia los asuntos del Estado: su ambición, en una palabra, era enseñar “el arte de
la política”, politiké techne.
Ambición de orden eminentemente práctico: la “sabiduría”, el “valor”, que
Protágoras y sus colegas procuran para sus discípulos, son de carácter utilitario y
pragmático; Se los juzga y se los mide por su eficacia concreta. Ya no se perderá el tiempo
en especular, como los viejos físicos jónicos, acerca de la naturaleza del mundo o de los
dioses: “Yo no sé si éstos existen o no, dirá Protágoras: la cuestión es oscura y la vida
humana demasiado breve”. La cuestión es vivir, y en la vida, sobre todo política, alcanzar
la verdad no importa tanto como lograr que un público determinado admita, hic et nunc,
esta o aquella tesis como verosímil
Por lo tanto, esta pedagogía se desenvuelve dentro de una perspectiva de humanismo
relativista: no expresa otra cosa, al parecer, uno de los escasos fragmentos auténticos del
propio Protágoras que han legado hasta nosotros: . “El hombre es la medida de todas las
cosas”. Muchos dolores de cabeza ha demandado la evaluación metafísica de esta fórmula
famosa, que hace de su autor el fundador del empirismo fenomenista y un precursor del
subjetivismo moderno. De igual modo, meditando sobre los pocos pasajes conservados del
Tratado del No Ser de Gorgias, se ha llegado a hablar, inclusive, del nihilismo filosófico de
este autor.
Esto es magnificar deliberadamente el alcance de los textos, los cuales, por el contrario,
deben ser interpretados en su sentido más superficial: ni Protágoras ni Gorgias pretenden
explicar una doctrina, sino simplemente formular reglas prácticas; no enseñan a sus
alumnos ninguna verdad sobre el ser o sobre el hombre, sino lisa y llanamente el arte de
tener siempre razón, en cualquier coyuntura.

La dialéctica

Protágoras, se dice, fue el primero en enseñar que en cualquier cuestión podía


siempre sostenerse tanto el pro como el contra. Toda su enseñanza descansaba sobre esta
base. La antilogía. De sus Discursos demoledores solo conocemos la primera y famosa
frase antes citada, pero encontramos el eco de aquéllos en los Dissói logoi, monótono
repertorio de opiniones contrapuestas de dos en dos, compilado por alguno de sus
discípulos hacia el año 400.
He aquí el primer aspecto de la formación sofística: aprender a triunfar en cualquier
discusión posible. Protágoras toma de Zenón de Elea, no sin despojarlos de su profunda
seriedad, sus procedimientos polémicos y su dialéctica rigurosa: de ellos solo conserva el
esqueleto formal y, mediante su aplicación sistemática, infiere los principios de una
“erística”, de un método de discusión que tiende a confundir al adversario, quienquiera sea,
utilizando como hipótesis de partida las concesiones que éste admita.
Las Nubes de Aristófanes y la Historia de Tucídides son, cada cual en su orden,
testimonios notables del efecto prodigioso que sobre los contemporáneos ejerció esta
enseñanza, tan atrevida en su pragmatismo cínico como asombrosa por la eficacia de sus
resultados. Y no se vea en ello ninguna exageración de su importancia histórica: la
tradición inaugurada por Protágoras explica el auge de la dialéctica que, tanta para bien
como para mal, habrá de caracterizar a la filosofía, la ciencia y la cultura griegas; el empleo
a veces intemperante, que los antiguos hicieron de la discusión concebida como método de
descubrimiento o de verificación; la confianza, propensa al exceso que le dispensaron; el
virtuosismo de que hicieron gala a este respecto: todo ello es una herencia dejada por los
sofistas.
Estos no se conformaron con tomar prestada su herramienta de trabajo a los
eleáticos: mucho hicieron para perfeccionarla, para afinar los procedimientos dialécticos y
allanar su estructura lógica. Progreso tumultuoso sin duda, pues no todo es acero fino en el
arsenal sofístico. Y como solamente el fin justifica los medios, para ellos es bueno todo
cuanto acredite eficacia: su erística, por no ser sino el arte práctico de la discusión, coloca
en el mismo plano la argumentación racional, la que apremia de verdad, con las añagazas
tácticas que a veces (estamos en la patria de Ulises) pueden llegar muy lejos por la vía de lo
capcioso. El razonamiento propiamente dicho cede el lugar a los paralogismos audaces que
el público de los sofistas, aún novicio e ingenuo, no sabe distinguir de los argumentos
lógicamente irrecusables, aunque no menos paradojales, de Zenón. Será menester que
Aristóteles recorra este camino y enseñe a distinguir los “sofismas” ilegítimos de las
inferencias válidas. El juego no está todavía concluido, pero los Tópicos y las Refutaciones
sofísticas del Organon no serán más que una clasificación, una actualización de un
material abundante cuya creación, en buena parte, corresponde a Protágoras y a su grupo.

La retórica

Paralelamente al arte de persuadir los sofistas enseñaban el arte de hablar, y esta


segunda fase de su pedagogía no era por cierto menos importante que la primera. También
aquí los orienta el afán de eficacia. Entre los modernos, la palabra ha sido destronada por la
escritura todopoderosa, la cual continúa prevaleciendo aún en nuestros días, no obstante los
progresos alcanzados por la radiotelefonía y por las grabaciones fonoeléctricas. En la
antigua Grecia, por el contrario, especialmente en la vida política, reinaba la palabra.
La costumbre de pronunciar un discurso solemne en los pomposos funerales de los
soldados caídos en el campo del honor, instituida en Atenas mucho antes del año 431,
consagra oficialmente, en cierta medida, esa preeminencia. Pero ésta no era solo decorativa:
la democracia antigua, que conoce únicamente el gobierno directo, acuerda primacía al
hombre político capaz de imponer su opinión a la asamblea de ciudadanos, o a los diversos
consejos, por medio de la palabra. La elocuencia forense no es menos importante; mucho se
litiga en Atenas, así en privado como en público: procesos políticos, procedimientos
parlamentarios relacionados con la conducta moral, rendición de cuentas, etcétera. Y
también en esto el hombre eficaz es aquél que sabe imponerse a su adversario ante un
jurado o ante los jueces: los oradores hábiles, hará decir un día Platón al sofista Polos de
Agrigento, pueden lograr, al igual que los tiranos, condenas de muerte, de confiscación o de
exilio contra quienes les disgusten
También en esta materia los sofistas descubrieron la posibilidad de elaborar y
enseñar una técnica adecuada que transmitiese, en forma sintética y perfecta, las mejores
lecciones de una vastísima experiencia; esa técnica fue la retórica.
El maestro cuya importancia histórica se equipara con la de Protágoras, es Gorgias
de Leontini. La retórica, en efecto, no echa sus raíces en Elea, en la magna Grecia, sino en
Sicilia. Aristóteles vinculaba el nacimiento de esta disciplina con los innumerables procesos
de reivindicación de bienes que provocó la expulsión de los tiranos de la dinastía de Teron
en Agrigento (471) y de Hierón (463) en Siracusa, y la anulación de las confiscaciones
impuestas por ellos. El desarrollo paralelo de la elocuencia política y forense en la
democracia siciliana habría conducido al despejado genio griego a reflexionar sobre el
problema de la palabra eficaz: de la observación empírica se dedujeron poco a poco reglas
generales que, codificadas en un cuerpo de doctrina, sirvieron de base al aprendizaje
sistemático del arte oratorio. De hecho, en Siracusa aparecen, seguramente desde el 460, los
primeros profesores de retórica: Corax y su discípulo Tisias, aunque suele considerarse que
el gran iniciador fue Empédocles de Agrigento, maestro de Gorgias.
Con este último la técnica retórica se manifiesta a plena luz, provista ya de su
método, sus principios y sus procedimientos o fórmulas, elaborados hasta el más minucioso
detalle. Toda la antigüedad vivirá desde entonces aprovechando esta adquisición: aun los
escritores de la decadencia más tardía engalanan todavía su elocución con el oropel de
aquellas tres “figuras gorgiánicas”, cuya receta había suministrado el gran sofista: la
antítesis, el paralelismo entre los miembros de frases iguales, isókola, y la asonancia final
de estos miembros, homoiotéluton.
Más adelante tendremos ocasión de estudiar en detalle esta técnica que, una vez
fijada de ese modo, no evolucionará mucho más, excepto en el sentido de una mayor
precisión y sistematización. En consecuencia, por ahora bastará definir en qué consistía,
desde los tiempos de Gorgias, la enseñanza de la retórica. Presentaba dos aspectos: teoría y
práctica. El sofista inculcaba en primer término a sus discípulos las reglas del arte, lo que
constituía su techne (Tisias, o tal vez ya Córax, había redactado un tratado teórico de esta
clase; del de Gorgias subsisten algunos fragmentos): en lo esencial (el plan tipo de los
discursos forenses, por ejemplo) los elementos de la teoría clásica aparecen ya fijados desde
la época de los sofistas, aun cuando no alcanzasen todavía el grado de minuciosidad a que
llegarán los tratados de las épocas helenística y romana. En el siglo V la enseñanza no es
todavía tan formal: los preceptos son aún muy generales y se pasa muy rápidamente a los
ejercicios prácticos.
El maestro presentaba a sus alumnos un modelo de composición que debía ser
imitado: como en el caso de la epídeixis o conferencia “de muestra”, el discurso podía
versar sobre un tema de orden poético, moral o político. Gorgias prosificaba en estilo
pomposo los temas, tan caros a los líricos Simónides o Píndaro, del elogio mitológico: el
elogio de Helena o la apología de Palamedes. Jenófanes nos ha dejado el análisis de un
discurso de Pródico sobre el tema siguiente: Heracles entre el vicio y la virtud. Platón, en
su Protágoras, hace que éste, a propósito del mito de Prometeo y Epimeteo, improvise
sobre el tema de la justicia; o bien, en otro lugar, hace que Hipias anuncie un discurso
educativo de Néstor a Neoptolemo. También de Gorgias se menciona un elogio de la
ciudad de Élide. Algunas veces se daba rienda suelta al virtuosismo puro en un tema
fantástico o paradójico: el elogio del pavo real o de los ratones. Otros maestros preferían
orientar sus trabajos con un sentido más directamente utilitario: tal el caso de Antifón, que
solo deseaba ser profesor de elocuencia forense. Sus Tetralogías suministran la serie
completa de los cuatro discursos que integraban los debates de una causa determinada:
acusación, defensa, réplica y dúplica; por supuesto, se trata aquí de causas ficticias, pero,
según parece, Antifón publicó también algunos alegatos reales, compuestos por él mismo
en calidad de logógrafo, para que pudieran servir como tema de estudio en su escuela.
De todos modos, los sofistas no solo pronunciaban discursos-tipo ante su auditorio,
sino que también los redactaban por escrito para que los alumnos pudiesen estudiarlos con
comodidad; los alumnos debían luego imitarlos en composiciones de factura propia, y con
ellas iniciaban el aprendizaje de la creación oratoria.
Pero un discurso eficaz supone algo más que este arte formal: es preciso saber
acomodar el contenido, las ideas, los argumentos que el caso requiera. Toda una sección de
la retórica estaba consagrada a la invención: dónde y cómo hallar ideas. También a este
respecto el análisis de la experiencia había sugerido a los sofistas una gran cantidad de
preceptos ingeniosos, y elaboraron todo un método para extraer de una causa todos los
temas aprovechables contenidos en ésta. En este método la retórica marchaba
estrechamente asociada a la crítica, cuyo aporte utilizaba exhaustivamente.
En particular, los sofistas no habían dejado de hacer notar que una cantidad de
desarrollos podían reproducirse en múltiples oportunidades: de ahí esos recursos de
circunstancias: adulaciones a los jueces, crítica de los testimonios arrancados por medio de
torturas (Antifón había compuesto una especie de colección de Exordios para todo uso); o
mejor aún, las consabidas consideraciones generales sobre tópicos de interés universal: lo
justo y lo injusto, la justicia natural y las leyes convencionales. Cualquier causa podía
encuadrarse mediante la amplificación, en aquellas ideas sencillas que todo discípulo de los
sofistas había trabajado una y otra vez de antemano: tales son los “lugares comunes”,
koinói topoi, cuya existencia y fecundidad la sofística fue la primera en revelar. Ésta se
lanzó de lleno a la exploración y explotación sistemática de esos grandes temas: de ella
recibió la educación antigua, y por tanto toda la literatura clásica; griega y romana, ese
gusto tan obstinado por las “ideas generales”, por los grandes temas morales de alcance
eterno que constituyen, para bien y para mal, uno de sus rasgos predominantes, que les
confiere una monotonía y una trivialidad mortificantes, es cierto, pero también su rico valor
humano.

La cultura general

Sin embargo, empobreceríamos singularmente el cuadro de la enseñanza sofística si


insistiéramos solo en el aspecto formal y general de la retórica y de la erística. El perfecto
sofista, como se vanagloriaban de hacerlo Gorgias o Hipias, en Platón, debe ser capaz de
hablar de todo y de enfrentar a cualquiera sobre cualquier tema: semejante ambición
presupone una competencia universal, un saber que abarca todas las especialidades
técnicas, o, para decirlo en griego, una “polimatía”.
Con relación a este aspecto de la cultura, la actitud de los distintos sofistas no era idéntica
(ya he dejado entrever tales divergencias): unos parecen haber desdeñado los oficios y las
artes para complacerse, por pura erística, en oponer objeciones a quienes pretendían
conocerlos; otros, por el contrario, demostraban una curiosidad universal, una aspiración
sincera o falaz hacia todo género de conocimientos: Hipias de Elide simboliza
acabadamente este aspecto de la sofística. Platón nos lo presenta vanagloriándose, ante los
mirones de Olimpia, de no llevar nada consigo que no fuese obra de sus propias manos: él
mismo había cincelado el anillo que llevaba en el dedo y grabado su sello; había fabricado
su equipo de masaje, tejido su túnica y su manteo, y bordado su rico cinturón de estilo
persa... Los modernos discuten sobre la extensión real de esta “polimatía”: ¿erudición de
escaparate?, ¿ciencia de verdad?
Como por otra parte es sabido que Hipias enseñaba también la mnemotécnica,
algunos piensan que todo ese saber ambicioso se limitaba a proveer al orador del mínimo
de conocimientos indispensables para que aparentase ser un entendido sin dejarse
sorprender nunca en descubierto. Acaso este juicio sea muy severo. Es preciso no confundir
mnemotécnica con polimatía. La primera, que será conservada por la retórica clásica, como
que constituye una de sus cinco partes, solo tiene un objeto práctico: ayudar al orador en la
tarea de aprender su discurso de memoria. En cuanto a la erudición propiamente dicha,
nada podemos saber, sin duda, sobre el nivel de tecnicismo logrado por Hipias en el
dominio de las artes mecánicas (así como tampoco puede precisarse el grado de interés que
Pródico parece haber dedicado a la medicina); pero por lo menos no puede dudarse de su
competencia en materia de disciplinas científicas.
Platón lo atestigua con referencia a las matemáticas. Mejor aún: el Hipias que nos
muestra Platón, a diferencia de Protágoras de miras más estrechas, más utilitario, aparece
decididamente inclinado a exigir que los jóvenes confiados a su dirección estudien con
seriedad las cuatro ciencias ya elaboradas por los pitagóricos, las que constituirán el
quadrivium medieval: aritmética, geometría, astronomía y acústica 4. Es preciso subrayar
una cosa: lo importante no estriba en saber si los sofistas contribuyeron o no al progreso de
las matemáticas (ya que no era Hipias el único que se interesaba por ellas: Antifón
trabajaba sobre la cuadratura del círculo), sino en comprobar que fueron los primeros en
reconocer el valor eminentemente formativo de estas ciencias y en incluirlas dentro de un
ciclo normal de estudios. El ejemplo ya no será olvidado en adelante.
El interés de Hipias por la erudición literaria no era menos vivo. Nos es posible
evaluar sus trabajos personales, repertorios geográficos (nombres de pueblos),
“arqueológicos” (mitología, biografía, genealogía) y sobre todo históricos: pienso en su
catálogo de los vencedores olímpicos, que constituye el origen de toda una serie de
investigaciones análogas y representa el punto de partida de la cronología erudita de la
historia griega de la historia científica en el sentido moderno del vocablo. Su erudición, en
fin, abordaba el dominio propiamente literario, pero aquí ya no se hallaba solo: el lector del
Protágoras sentiría la tentación de considerar que el especialista en la materia era Pródico,
tan enamorado de la sinonimia y tan competente en la exégesis de Simónides; pero, en
realidad, todos los demás sofistas no lo eran menos.
Es éste un hecho tan pródigo en consecuencias, que resulta importante analizar
cómo pudieron internarse los sofistas por semejante vía. Con frecuencia los sorprendemos
al provocar una discusión que, explotando una observación sobre tal o cual detalle de
idioma o de pensamiento, deriva rápidamente hacia la sutileza capciosa: así, por ejemplo,
cuando Protágoras destaca que Homero emplea el imperativo donde cabría esperar un
optativo, o cuando en algún otro lugar señala una contradicción entre dos versos de
Simónides. Entonces uno se pregunta si el estudio de los poetas no fue, sobre todo para los
sofistas, un pretexto para enredar esos debates en que ellos podían desplegar su virtuosismo
dialéctico. Es preciso hacerse cargo, en efecto, de que junto con el dominio, rápidamente
4
Acústica: traduzco así, para abreviar, la mousikén de Prot., 318 e. Relacionado con los logismói (problemas
aritméticos), con la astronomía y la geometría, el término ya no designa la “cosa de las Musas”, la cultura
intelectual tomada en conjunto sino más bien la ciencia matemática iniciada por Pitágoras, el estudio de la
estructura numérica de los intervalos y del ritmo
explorado, de las grandes ideas generales, la poesía era el único punto de apoyo que la
erística podía encontrar en la cultura de los contemporáneos.
Pero aunque admitamos semejante comienzo, lo cierto es que los sofistas no tardaron en
profundizar el método y en hacer de la crítica de los poetas el instrumento privilegiado de
un “ejercicio” formal del espíritu, el medio de afinar el estudio de las relaciones entre el
pensamiento y el lenguaje: esa crítica convirtióse en sus manos, según se lo hace decir
Platón a Protágoras, en “una parte preponderante de toda educación”, de modo que
también en esto aparecen como iniciadores: la educación clásica, como veremos, penetrará
de lleno por esta senda que abrieron los sofistas y que ha perdurado luego como propia de
toda cultura literaria. Cuando Hipias aparece ante nuestros ojos esbozando un paralelo entre
los caracteres de Aquiles y Ulises, tenemos la sensación de asistir a una de nuestras clases
de literatura ¡con los infatigables paralelismos que los jóvenes franceses, desde los días de
Madame de Sevigné o de Vauvenargues, suelen establecer entre Corneille y Racine!
Y aun cuando muchas de las cuestiones suscitadas de tal modo, al margen de los
textos, no hayan sido en un principio más que meros pretextos para el torneo dialéctico, no
tardaron sin embargo en inducir a los sofistas y a sus discípulos a estudiar seriamente la
estructura y las leyes del lenguaje: Protágoras compone un tratado De la Corrección,
Orthoépeia; Pródico estudia la etimología, la sinonimia y la precisión del lenguaje; Hipias
escribe acerca de los sonidos, la cantidad de las sílabas, los ritmos y la métrica. Con ello los
sofistas echan los cimientos de otro pilar de la educación literaria: la ciencia gramatical.5

El humanismo de los sofistas

Esta rápida reseña basta para sugerir la riqueza de las innovaciones que los sofistas
introdujeron en la educación griega: abrieron múltiples sendas divergentes que no todos
ellos exploraron de igual modo y que ninguno recorrió hasta el fin. Aquellos iniciadores
descubrieron y esbozaron una serie de tendencias pedagógicas diversas, y aunque solo
dieron unos pocos pasos en cada ruta, el rumbo quedó desde entonces señalado y otros lo
siguieron después de ellos. Por lo demás, su utilitarismo esencial les hubiera impedido tocar
fondo en parte alguna.
No es el caso de apresurarse a censurarlos por ello, pues en su recelo por toda
técnica excesiva se manifiesta uno de los rasgos más constantes y más nobles del genio
griego: el sentido de los límites razonables, de la naturaleza humana, en una palabra, del
humanismo; conviene que el niño y el adolescente estudien “no para convertirse en
técnicos, sino para educarse”, ouk epi techne, all’epi paidéia. Tucídides y Eurípides, ambos
perfectos discípulos de los sofistas, coinciden con Gorgias en decir que está muy bien
filosofar, pero en la medida y hasta el límite en que ello pueda servir para la formación del
espíritu, para la buena educación.
Esto equivalía a tomar partido atrevidamente en un problema difícil: entre la
investigación científica y la educación existe, de por sí, una antinomia intrínseca. Si el
joven es sometido a la ciencia, si se lo trata como a un obrero colocado al servicio de los
progresos de aquélla, su educación se resiente, se torna estrecha y corta de miras. Pero si,
por otra parte, se exagera la preocupación por darle una formación modelada sobre la vida,
organizada en función de su finalidad humana, la cultura resultante ¿ no será superficial y

5
En cuanto a los estudios literarios de los sofistas, cf. siempre Navarre, Essai sur la Rhétorique grecque,
pags. 40-44
vana apariencia? El debate, a este respecto, sigue abierto en nuestros propios días, y claro
está que no había sido resuelto en el siglo V antes de Cristo: a la orientación elegida por los
sofistas se oponía la obstinada propaganda de Sócrates.

La reacción socrática

Una evocación del movimiento pedagógico del siglo V sería cruelmente incompleta,
por cierto, si omitiera asignar el sitio que ocupa aquel otro iniciador cuyo pensamiento no
fue menos fecundo. Es verdad que la naturaleza de este pensamiento resulta
paradójicamente difícil de precisar. Las fuentes de que disponemos son muy abundantes y
subrayan unánimemente la importancia de este pensamiento, pero al mismo tiempo hacen
todo lo posible para desnaturalizarlo y tornarlo incomprensible, tanto a través de las
caricaturas que de él ofrecen los cómicos coetáneos, Aristófanes, Eupolis o Amipsias,
cuanto en la transposición alternativamente hagiográfica y seudonímica de Platón (única
fuente, acaso, sobre la cual trabajó Aristóteles). La misma honestidad de Jenofonte, opaca y
de pedestre apariencia, no siempre ha sido juzgada por la crítica como una garantía de
exactitud.
Séame permitido, por tanto, no afrontar aquí el problema en su terrible complejidad; bastará
al efecto, y esto es relativamente más viable, consignar en unos pocos rasgos la
contribución de Sócrates al debate abierto por los sofistas en torno al problema de la
educación. He aquí, ciertamente, un problema de su generación, pues también Sócrates fue,
a su modo, un educador.
Personalmente, no me atrevo a formarme una idea precisa de su enseñanza; y me
inquieta la intrepidez de algún historiador que, corrigiendo atrevidamente la perspectiva
deformadora de Las Nubes, sobre la base de lo que entrevemos acerca de la escuela cínica
de Antístenes, llega a describir la escuela socrática como una comunidad de ascetas y
sabios. Pero, a falta de semejante cuadro, por lo menos cabe anticipar que, en lo esencial,
Sócrates debió adoptar la actitud de crítico y rival de estos grandes sofistas que Platón
insistió en oponerle. Tomadas las cosas en general (no podríamos entrar en detalles sin
perdernos muy pronto en una polémica inextricable) parecería que esta oposición puede
remitirse a dos principios.
Sócrates, ante todo, se nos presenta como el portavoz de la vieja tradición
aristocrática. Juzgado desde el punto de vista político, da la impresión de ser algo así como
el “centro de una hetairía antidemocrática”: repárese en quienes lo rodean, Alcibíades,
Critias, Carmides. Si Sócrates se opone a los sofistas, demasiado preocupados
exclusivamente por la virtú política, por la acción, por la eficacia, y por tantos propensos a
caer en el amoralismo cínico, es en nombre de la posición tradicional en materia educativa
que coloca en primer plano al elemento ético, a la “virtud”, en el sentido estrictamente
moral que el término ha tomado hoy día (bajo la influencia, precisamente, de la prédica de
los socráticos).
Por otra parte, a los sofistas confiados con exceso en el valor de su enseñanza y muy
propensos a garantizar su eficacia, Sócrates, menos comercial, les opone la vieja doctrina
de sus mayores, para quienes la educación era sobre todo una cuestión de dones naturales, y
un simple método para desarrollarlos: concepción más natural y más seria, a la vez, de la
pedagogía. El famoso problema debatido en el Protágoras: “¿Puede enseñarse la
virtud?” ,ya había sido discutido antes, según hemos visto, por los grandes poetas
aristocráticos, Teognis y Píndaro; la solución reservada, la de menos colorido que Platón
propone en nombre de Sócrates, es la misma solución que aquellos poetas ya habían
propuesto en nombre de la tradición nobiliaria que representaban.
En segundo lugar, frente al utilitarismo fundamental de la sofística, a ese humanismo
estricto que solo veía en toda materia de enseñanza un mero instrumento, un medio de dotar
al espíritu de eficacia y poder, Sócrates sostiene la trascendencia del imperativo de la
verdad. Y con ello resulta el heredero de aquellos grandes filósofos jónicos o itálicos, de
aquel poderoso esfuerzo del pensamiento que apuntaba, con tanta seriedad y gravedad, a la
dilucidación del misterio de las cosas, de la naturaleza del mundo o del ser. Sócrates
transfiere ahora ese esfuerzo, desde las cosas al hombre, sin hacerle perder nada de su rigor.
Por medio de la verdad, no ya por la técnica del poder, desear él formar a su discípulo en la
areté, en la perfección espiritual, en la “virtud”: la finalidad humana de la educación se
cumple sometiéndose a las exigencias de lo absoluto.
Sin duda alguna, no habría que exagerar esta doble oposición: en realidad, no era tan
explícita como para que, mirando las cosas a bulto, no pudiera confundirse la actitud de
Sócrates con la de los sofistas, según lo indica el testimonio de Aristófanes y lo demuestra
de manera más trágica el proceso del año 399. Los sofistas y Sócrates aparecían en un pie
de igualdad como innovadores audaces, como conductores de la juventud ateniense por
nuevas sendas. Más aún, los sofistas agitaron ideas tan diversas y cada cual asumió
actitudes tan distintas, que Sócrates no se opuso en la misma medida a todos y cada uno de
ellos. Su grave moralidad, y su agudo sentido de la vida interior, lo aproximaban a Pródico
(como lo advirtieron muy bien sus contemporáneos); y si la polimatía de Hipias se oponía,
por su pretensión abstrusa, a la “insciencia” socrática, no es menos cierto que su
investigación de las fuentes vivas de la ciencia ubicaba a Sócrates en la misma búsqueda,
siempre reiniciada y proseguida un poco más adelante, de la auténtica verdad.
Es que los senderos se entrecruzan y confunden: la nota característica de la
generación a que pertenecen igualmente Sócrates y los sofistas consiste en haber lanzado
gran cantidad de ideas, algunas de ellas contradictorias, y en haber sembrado en el seno de
la tradición griega numerosas semillas que prometían muchos fecundos desarrollos. Por el
momento hay plétora y confusión: a la generación venidera le tocaría seleccionar y extraer
los sobrios lineamientos de una institución definitiva.
No es desmesurado afirmar que los sofistas produjeron una revolución en los
dominios de la educación griega. (...)

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