Sofística y Educación de Marrou
Sofística y Educación de Marrou
Sofística y Educación de Marrou
Así, pues, las atenienses nacidos hacia el 490 (y se llamaban Pericles, Sófocles,
Fidias...), que elevaron la cultura clásica a tan alto grado de madurez en todos los campos –
en la política, en las letras, en las artes -, solo habían recibida una educación muy elemental
cuyo nivel, desde el punto de vista de la instrucción, no sobrepasaba prácticamente el de
nuestra actual enseñanza primaria.1 He ahí un ejemplo brillante del inevitable
escalonamiento cronológico entre cultura y educación. Pero aunque este retraso sea con
frecuencia exagerado por la rutina (el campo pedagógico es un terreno de primera para el
espíritu conservador), toda civilización verdaderamente activa concluye tarde o temprano
por tomar conciencia de ello y por completar el proceso. De hecho, cada nueva conquista
del genio griego iba seguida muy pronto, como es fácil comprobarlo, de un esfuerzo
correlativo para crear una enseñanza encargada de su difusión. (...)
Es en este campo de la filosofía donde con más nitidez se refleja este esfuerzo de
creación pedagógica: los primeros físicos de la escuela de Mileto son sabios puros, que no
tienen todavía tiempo disponible para convertirse en educadores; se hallan absorbidos
totalmente por el esfuerzo creador que los aísla y los singulariza. Sus contemporáneos los
miran con asombro, no exento a veces de escándalo y muy a menudo matizado de ironía
que, en la amable Jonia, no excluye cierta secreta benevolencia (recuérdese, entre otras, la
anécdota que presenta a Tales, caído en un pozo, contemplando los astros).
Pero ya Anaximandro, y tras él Anaxímenes, se preocupan por redactar una
exposición de su doctrina. Una generación después, Jenófanes de Colofón ya no escribe en
prosa, como ellos, a la manera de los legisladores, sino en verso, rivalizando así
directamente con los poetas educadores, Homero o los gnómicos. Jenófanes confiesa esta
ambición: se dirige al público culto de los banquetes aristocráticos, critica ásperamente la
inmoralidad de Homero, el ideal deportivo tradicional, al que opone audazmente, no sin
orgullo, el ideal nuevo de su buena sabiduría.
El pitagorismo, finalmente, colma esa ambición pedagógica con una institución
adecuada: la escuela filosófica. Ésta, tal como aparece en Metaponto o en Crotona, no es ya
una simple hetairía de tipo antiguo, que agrupa a un maestro con sus discípulos sobre la
base de relaciones personales; es una verdadera escuela que toma al hombre como tal y le
impone un estilo de vida; es una institución organizada, con su local, sus reglamentos, sus
reuniones regulares, que asume la forma de una cofradía religiosa consagrada al culto de las
Musas y, una vez muerto su fundador, al culto de Pitágoras, convertido en héroe.
Institución característica que será imitada después por la Academia de Platón, el Liceo de
1
Carácter elemental de la educación ática en tiempos de Pericles: O. Navarre, Essai sur la rhétorique grecque
avant Aristote, Paris, 1900, págs. 25-26; M. Delcourt, Périclès, Paris, 1939, págs.65-69.
Aristóteles y la escuela de Epicuro, y que persistirá como la forma tipo de la escuela
filosófica griega.2
2
Ninguna “escuela” propiamente dicha entre los viejos físicos de Mileto: A.J. Festugière, Contemplation et
Vie contemplative selon Platon, Paris, 1936, págs. 32-33
Los sofistas como educadores
3
Véase Gomperz Th., Pensadores Griegos, Bs.As. Para la cuestión de la educación , Jaeger, W., Paideia,
México, FCE.
El oficio de profesor
Por consiguiente, resulta interesante estudiar, con cierto detalle, de qué modo ejercían su
profesión. No abrieron escuelas, en el sentido institucional de la palabra; su método, muy
próximo aún al de los orígenes, puede definirse como un preceptorado colectivo.
Agrupaban a su derredor a los jóvenes que les eran confiados y se hacían cargo de su
formación completa; ésta demandaba, según se conjetura, tres o cuatro años. Este servicio
se abonaba a destajo: Protágoras, por ejemplo, exigía la respetable suma de diez mil
dracmas (el dracma, aproximadamente un franco oro, representaba el jornal de un obrero
calificado). Su ejemplo servirá largo tiempo de modelo, pero los precios bajarán
rápidamente: en el siglo posterior (entre el 393 y el 338), Isócrates solo pedirá mil dracmas
e inclusive deplorará que algunos competidores desleales acepten un precio rebajado a
cuatrocientos o trescientos dracmas.
Protágoras fue el primero en ofrecer un tipo de enseñanza remunerada;
anteriormente no existía ninguna institución semejante, de modo que los sofistas no
hallaron la clientela ya hecha. Tuvieron que crearla, persuadir al público para que recurriese
a sus servicios, de ahí toda una serie de procedimientos publicitarios. El sofista va de
ciudad en ciudad en procura de alumnos, llevando consigo a los ya reclutados. Para darse a
conocer, demostrar la calidad de su enseñanza y dar algunas muestras de su habilidad, los
sofistas ofrecen de buen grado una exhibición, epídeixis, ya en las ciudades que figuran en
su itinerario, ya en un santuario panhelénico como el de Olimpia, por ejemplo, donde
aprovechan la panégyris que les brinda el público internacional reunido en ocasión de los
juegos: puede ser un discurso cuidadosamente meditado o, por el contrario, una brillante
improvisación acerca de un tema propuesto, una discusión libremente entablada de omni re
scibili, a gusto del público. Con ello inauguraron el género literario de la conferencia,
destinado ya desde la antigüedad a tener una asombrosa fortuna.
De estas conferencias, unas son públicas: Hipias, al perorar en el ágora junto a la
mesa de los cambistas, nos hace pensar en los oradores populares de Hyde-Park; otras están
reservadas, en cambio, a un público selecto que paga su entrada. Y si la ironía socrática no
nos engaña, existían muchas categorías de conferencias, con precios también distintos:
conversaciones de propaganda por el precio reclamado de un solo dracma, y lecciones
técnicas en que el maestro trataba a fondo tal o cual tema científico por el precio de
cincuenta dracmas la entrada.
Esta publicidad honesta, desde luego, no excluye cierta dosis de charlatanería: estamos en
Grecia y en la antigüedad. Para impresionar al auditorio, el sofista no vacila en apelar a la
omnisciencia y a la infalibilidad. Adopta un tono doctoral y un aire solemne o inspirado, y
lanza sus sentencias desde lo alto de un trono encumbrado, vistiendo alguna vez inclusive,
por lo que parece, la indumentaria triunfal del rapsoda con su gran manto purpúreo.
Esta escenografía era de buena ley: las críticas sarcásticas de que es objeto por parte
de Sócrates, en Platón, no logran contrabalancear el testimonio que la misma fuente de
información suministra sobre el éxito extraordinario logrado por esta propaganda sobre el
apasionamiento que los sofistas despertaron en la juventud. Recuérdese el comienzo del
Protágoras, cuando el joven Hipócrates se precipita, antes del alba, a casa de Sócrates;
Protágoras ha llegado a Atenas en la víspera, e Hipócrates desea ser presentado, sin
tardanza, al gran hombre, y que éste lo admita como discípulo eventual. Este favor, cuyos
rastros percibimos en la influencia profunda que los grandes sofistas ejercieron sobre los
mejores espíritus de su tiempo (Tucídides, Eurípides, Esquines...), no obedecía
exclusivamente a una moda encandilada por la escenografía: la eficacia real de esa
enseñanza la justificaba.
La técnica política
¿Cuál era el contenido de esta enseñanza? Se trataba de armar para la lucha política
a la personalidad poderosa que habría de imponerse como jefe de la ciudad. Tal era en
particular, según parece, el programa de Protágoras, que quería hacer de sus discípulos
buenos ciudadanos, capaces de conducir con acierto su propia casa y de manejar con
máxima eficacia los asuntos del Estado: su ambición, en una palabra, era enseñar “el arte de
la política”, politiké techne.
Ambición de orden eminentemente práctico: la “sabiduría”, el “valor”, que
Protágoras y sus colegas procuran para sus discípulos, son de carácter utilitario y
pragmático; Se los juzga y se los mide por su eficacia concreta. Ya no se perderá el tiempo
en especular, como los viejos físicos jónicos, acerca de la naturaleza del mundo o de los
dioses: “Yo no sé si éstos existen o no, dirá Protágoras: la cuestión es oscura y la vida
humana demasiado breve”. La cuestión es vivir, y en la vida, sobre todo política, alcanzar
la verdad no importa tanto como lograr que un público determinado admita, hic et nunc,
esta o aquella tesis como verosímil
Por lo tanto, esta pedagogía se desenvuelve dentro de una perspectiva de humanismo
relativista: no expresa otra cosa, al parecer, uno de los escasos fragmentos auténticos del
propio Protágoras que han legado hasta nosotros: . “El hombre es la medida de todas las
cosas”. Muchos dolores de cabeza ha demandado la evaluación metafísica de esta fórmula
famosa, que hace de su autor el fundador del empirismo fenomenista y un precursor del
subjetivismo moderno. De igual modo, meditando sobre los pocos pasajes conservados del
Tratado del No Ser de Gorgias, se ha llegado a hablar, inclusive, del nihilismo filosófico de
este autor.
Esto es magnificar deliberadamente el alcance de los textos, los cuales, por el contrario,
deben ser interpretados en su sentido más superficial: ni Protágoras ni Gorgias pretenden
explicar una doctrina, sino simplemente formular reglas prácticas; no enseñan a sus
alumnos ninguna verdad sobre el ser o sobre el hombre, sino lisa y llanamente el arte de
tener siempre razón, en cualquier coyuntura.
La dialéctica
La retórica
La cultura general
Esta rápida reseña basta para sugerir la riqueza de las innovaciones que los sofistas
introdujeron en la educación griega: abrieron múltiples sendas divergentes que no todos
ellos exploraron de igual modo y que ninguno recorrió hasta el fin. Aquellos iniciadores
descubrieron y esbozaron una serie de tendencias pedagógicas diversas, y aunque solo
dieron unos pocos pasos en cada ruta, el rumbo quedó desde entonces señalado y otros lo
siguieron después de ellos. Por lo demás, su utilitarismo esencial les hubiera impedido tocar
fondo en parte alguna.
No es el caso de apresurarse a censurarlos por ello, pues en su recelo por toda
técnica excesiva se manifiesta uno de los rasgos más constantes y más nobles del genio
griego: el sentido de los límites razonables, de la naturaleza humana, en una palabra, del
humanismo; conviene que el niño y el adolescente estudien “no para convertirse en
técnicos, sino para educarse”, ouk epi techne, all’epi paidéia. Tucídides y Eurípides, ambos
perfectos discípulos de los sofistas, coinciden con Gorgias en decir que está muy bien
filosofar, pero en la medida y hasta el límite en que ello pueda servir para la formación del
espíritu, para la buena educación.
Esto equivalía a tomar partido atrevidamente en un problema difícil: entre la
investigación científica y la educación existe, de por sí, una antinomia intrínseca. Si el
joven es sometido a la ciencia, si se lo trata como a un obrero colocado al servicio de los
progresos de aquélla, su educación se resiente, se torna estrecha y corta de miras. Pero si,
por otra parte, se exagera la preocupación por darle una formación modelada sobre la vida,
organizada en función de su finalidad humana, la cultura resultante ¿ no será superficial y
5
En cuanto a los estudios literarios de los sofistas, cf. siempre Navarre, Essai sur la Rhétorique grecque,
pags. 40-44
vana apariencia? El debate, a este respecto, sigue abierto en nuestros propios días, y claro
está que no había sido resuelto en el siglo V antes de Cristo: a la orientación elegida por los
sofistas se oponía la obstinada propaganda de Sócrates.
La reacción socrática
Una evocación del movimiento pedagógico del siglo V sería cruelmente incompleta,
por cierto, si omitiera asignar el sitio que ocupa aquel otro iniciador cuyo pensamiento no
fue menos fecundo. Es verdad que la naturaleza de este pensamiento resulta
paradójicamente difícil de precisar. Las fuentes de que disponemos son muy abundantes y
subrayan unánimemente la importancia de este pensamiento, pero al mismo tiempo hacen
todo lo posible para desnaturalizarlo y tornarlo incomprensible, tanto a través de las
caricaturas que de él ofrecen los cómicos coetáneos, Aristófanes, Eupolis o Amipsias,
cuanto en la transposición alternativamente hagiográfica y seudonímica de Platón (única
fuente, acaso, sobre la cual trabajó Aristóteles). La misma honestidad de Jenofonte, opaca y
de pedestre apariencia, no siempre ha sido juzgada por la crítica como una garantía de
exactitud.
Séame permitido, por tanto, no afrontar aquí el problema en su terrible complejidad; bastará
al efecto, y esto es relativamente más viable, consignar en unos pocos rasgos la
contribución de Sócrates al debate abierto por los sofistas en torno al problema de la
educación. He aquí, ciertamente, un problema de su generación, pues también Sócrates fue,
a su modo, un educador.
Personalmente, no me atrevo a formarme una idea precisa de su enseñanza; y me
inquieta la intrepidez de algún historiador que, corrigiendo atrevidamente la perspectiva
deformadora de Las Nubes, sobre la base de lo que entrevemos acerca de la escuela cínica
de Antístenes, llega a describir la escuela socrática como una comunidad de ascetas y
sabios. Pero, a falta de semejante cuadro, por lo menos cabe anticipar que, en lo esencial,
Sócrates debió adoptar la actitud de crítico y rival de estos grandes sofistas que Platón
insistió en oponerle. Tomadas las cosas en general (no podríamos entrar en detalles sin
perdernos muy pronto en una polémica inextricable) parecería que esta oposición puede
remitirse a dos principios.
Sócrates, ante todo, se nos presenta como el portavoz de la vieja tradición
aristocrática. Juzgado desde el punto de vista político, da la impresión de ser algo así como
el “centro de una hetairía antidemocrática”: repárese en quienes lo rodean, Alcibíades,
Critias, Carmides. Si Sócrates se opone a los sofistas, demasiado preocupados
exclusivamente por la virtú política, por la acción, por la eficacia, y por tantos propensos a
caer en el amoralismo cínico, es en nombre de la posición tradicional en materia educativa
que coloca en primer plano al elemento ético, a la “virtud”, en el sentido estrictamente
moral que el término ha tomado hoy día (bajo la influencia, precisamente, de la prédica de
los socráticos).
Por otra parte, a los sofistas confiados con exceso en el valor de su enseñanza y muy
propensos a garantizar su eficacia, Sócrates, menos comercial, les opone la vieja doctrina
de sus mayores, para quienes la educación era sobre todo una cuestión de dones naturales, y
un simple método para desarrollarlos: concepción más natural y más seria, a la vez, de la
pedagogía. El famoso problema debatido en el Protágoras: “¿Puede enseñarse la
virtud?” ,ya había sido discutido antes, según hemos visto, por los grandes poetas
aristocráticos, Teognis y Píndaro; la solución reservada, la de menos colorido que Platón
propone en nombre de Sócrates, es la misma solución que aquellos poetas ya habían
propuesto en nombre de la tradición nobiliaria que representaban.
En segundo lugar, frente al utilitarismo fundamental de la sofística, a ese humanismo
estricto que solo veía en toda materia de enseñanza un mero instrumento, un medio de dotar
al espíritu de eficacia y poder, Sócrates sostiene la trascendencia del imperativo de la
verdad. Y con ello resulta el heredero de aquellos grandes filósofos jónicos o itálicos, de
aquel poderoso esfuerzo del pensamiento que apuntaba, con tanta seriedad y gravedad, a la
dilucidación del misterio de las cosas, de la naturaleza del mundo o del ser. Sócrates
transfiere ahora ese esfuerzo, desde las cosas al hombre, sin hacerle perder nada de su rigor.
Por medio de la verdad, no ya por la técnica del poder, desear él formar a su discípulo en la
areté, en la perfección espiritual, en la “virtud”: la finalidad humana de la educación se
cumple sometiéndose a las exigencias de lo absoluto.
Sin duda alguna, no habría que exagerar esta doble oposición: en realidad, no era tan
explícita como para que, mirando las cosas a bulto, no pudiera confundirse la actitud de
Sócrates con la de los sofistas, según lo indica el testimonio de Aristófanes y lo demuestra
de manera más trágica el proceso del año 399. Los sofistas y Sócrates aparecían en un pie
de igualdad como innovadores audaces, como conductores de la juventud ateniense por
nuevas sendas. Más aún, los sofistas agitaron ideas tan diversas y cada cual asumió
actitudes tan distintas, que Sócrates no se opuso en la misma medida a todos y cada uno de
ellos. Su grave moralidad, y su agudo sentido de la vida interior, lo aproximaban a Pródico
(como lo advirtieron muy bien sus contemporáneos); y si la polimatía de Hipias se oponía,
por su pretensión abstrusa, a la “insciencia” socrática, no es menos cierto que su
investigación de las fuentes vivas de la ciencia ubicaba a Sócrates en la misma búsqueda,
siempre reiniciada y proseguida un poco más adelante, de la auténtica verdad.
Es que los senderos se entrecruzan y confunden: la nota característica de la
generación a que pertenecen igualmente Sócrates y los sofistas consiste en haber lanzado
gran cantidad de ideas, algunas de ellas contradictorias, y en haber sembrado en el seno de
la tradición griega numerosas semillas que prometían muchos fecundos desarrollos. Por el
momento hay plétora y confusión: a la generación venidera le tocaría seleccionar y extraer
los sobrios lineamientos de una institución definitiva.
No es desmesurado afirmar que los sofistas produjeron una revolución en los
dominios de la educación griega. (...)