Lo Teologal X Lo Institucional
Lo Teologal X Lo Institucional
Lo Teologal X Lo Institucional
(REFLEXIONES ÍNTIMAS)
Autor: Antonio Ruíz Retegui, teólogo,
sacerdote numerario del Opus Dei
ÍNDICE
6. Espíritu o "estilo"
7. La absolutización de lo "institucional"
- In memoriam
Semblanza de Antonio Ruiz Retegui
Muy joven tomó contacto con el Opus Dei, institución a la que dedicó su vida
primero como miembro numerario, y después, tras concluir en Roma y Pamplona
sus estudios de teología con el grado de doctor, como sacerdote.
Pero esto se cumple con todo su alcance solamente con aquellas acciones que
son propiamente humanas en sentido pleno. Hay, en efecto, otras muchas
acciones que sólo relativamente pertenecen a la persona y que sí se pueden
explicar por influencias anteriores.
Por eso es decisivo entender que no todas las acciones que realiza una persona
le pertenecen de igual manera. Las acciones de la persona humana, son
propiamente suyas cuando esas acciones no son realizadas de manera inducida
o "causada" desde una instancia exterior a la persona, sino que tienen su origen
en la forma de causalidad que denominamos libertad. A este respecto decía
conocida por ella. En cambio, la persona no es libre cuando no alcanza la
realidad sino que recibe la orientación de su acción desde una instancia externa
a ella. En este sentido la acción no libre es semejante a la de un ciego que no
puede percibir la realidad y es conducido por otro.
Esta visión de la acción humana libre, es esencial para poder juzgar la actuación
de las personas y el grado de "propiedad" que tienen sus acciones. Ciertamente
no son excesivamente frecuentes los casos en que las personas actúan con una
libertad tan plena, pero es importante tener en cuenta que las realidades y las
situaciones imperfectas, deben ser conocidas desde lo que es su perfección y,
por eso, sólo cuando se entiende cómo debe ser la acción humana "cumplida" de
la persona, se pueden entender adecuadamente las acciones humanas menos
plenas.
Es difícil definir cómo son los componentes de estos ámbitos de libertad, pues no
es estrictamente algo concreto que pueda añadirse como un ingrediente más a
un ambiente ya dado. Son ámbitos en que las capacidades de acción y de vida
se ven estimuladas y favorecidas. Un ejemplo de ese tipo de ambiente es el, que
se suele encontrar en algunas de las grandes universidades. Allan Bloom
describió expresivamente lo que encontró cuando llegó a la Universidad de
Chicago:
"Se respiraba una atmósfera de libre investigación, y por eso, se excluía lo que
no la ayudaba o lo que le era hostil. Allí se podía distinguir lo que es importante
de lo que no lo es. La universidad protegía la tradición, pero no en cuanto tal,
sino en cuanto que ésta proporcionaba ejemplos de debates de nivel
exclusivamente elevado. Contenía maravillas y hacía posibles amistades basadas
sobre la experiencia común de tales maravillas. Sobre todo había allí algunos
pensadores verdaderamente grandes, pruebas vivientes de la existencia de la
vida especulativa, y cuyas motivaciones no podían ser precipitadamente
reducidas a ninguna de aquellas que la gente gusta de considerar universales.
Éstos tenían una autoridad que no se basaba sobre el poder, el dinero o la
familia, sino sobre una cualidades naturales que, con toda justicia, imponían
respeto. Las relaciones entre ellos, y entre ellos y los estudiantes, eran la
revelación - de una comunión en la que hay un verdadero bien común. ( ... ) Los
años me han hecho ver que gran parte de todo esto existía solamente en mi
imaginación entusiasta y juvenil, pero no tanto como se podría suponer. Las
instituciones eran mucho más ambiguas de cuanto hubiera podido sospechar y
ante el embate de vientos contrarios se han mostrado mucho más frágiles de lo
que parecían. Pero vi allí auténticos pensadores que me abrieron mundos
nuevos. La sustancia de mi ser ha sido plasmada por libros que he aprendido a
amar. Me acompañan cada minuto de cada día de mi vida, haciéndome ver y ser
mucho más de lo que habría podido ver y ser si la suerte no me hubiese
colocado en una gran universidad en uno de sus momentos más grandes. He
tenido maestros y discípulos de esos con los que se sueña. Y, sobre todo, tengo
amigos con los cuales compartir pensamientos sobre lo que es la amistad, con
los que hay una comunión de almas y en los cuales está activo el bien común del
que acabo de hablar. Todo esto, naturalmente, mezclado con las debilidades y
las fealdades que la vida conlleva. Nada de todo esto borra las bajezas que hay
en el hombre. Pero también sobre ésas deja su impronta. Ninguna de las
desilusiones que he padecido en la universidad (...) me ha hecho dudar jamás
de que la vida que me ha permitido ha sido la mejor que hubiera podido vivir.
Nunca pensé que la universidad debiera depender de la sociedad que la rodea.
En todo caso he pensado y pienso que es la sociedad la que depende de la
universidad, y bendigo la sociedad que permite para unos cuantos una especie
de eterna infancia, una infancia cuya alegría y fecundidad puede ser a su vez
una bendición para la sociedad. Enamorarse de la idea de la universidad no es
ninguna locura, porque sólo con ella se puede vislumbrar lo que uno puede
llegar a ser. Sin ella todos los espléndidos resultados de la vida especulativa se
deslizan hacia el barro primordial, sin poder volver a salir. Las desmitificaciones
fáciles de nuestro tiempo no puede destruir su imprescriptible belleza. Pero
puede oscurecerla, y de hecho la ha oscurecido" (The Closíng of the Amerícan
Mínd)
Como decía, la criatura humana tiene una dinámica interna propia que hace que
si sus acciones no son conformes a su naturaleza libre, su misma naturaleza
orgánica puede llegar a resentirse gravemente. Aunque los elementos de la
naturaleza como principio de operaciones sea compleja, constituyen una unidad,
y si se estimulan o se imperan separadamente, la unidad activa de la persona se
distorsiona, y la fuerza vital de la naturaleza decae. Puede asegurarse que buena
parte de las depresiones que abundan en ciertos ambientes tienen su origen en
estas "violaciones" de los principios activos de las personas.
El ser humano no es un espíritu separado, necesariamente vive en un "mundo",
en una historia, y, por eso, este ambiente de libertad es condición indispensable
para que se desarrolle la vida en toda su riqueza. Esto se insinúa ya incluso en la
vida infrahumana. Hay muchas especies animales que cuando viven en
cautividad casi nunca se reproducen. Las funciones más complejas se paralizan
cuando se advierte la falta de libertad. En la cautividad esos animales pueden
tener una seguridad mayor, y pueden tener cubiertas más plenamente las
necesidades puramente biológicas de alimentación y salud, pero perciben "algo"
que les anula las funciones vitales más delicadas. Esto es una muestra de que la
libertad no es solamente una cualidad que radique en el espíritu separado, sino
que tiene su incidencia en las dimensiones inferiores de la existencia, hasta en la
mera biología.
Además los actos que se inducen en los niños tiene la misión de hacerlos
sintonizar con las acciones buenas y con las realidades nobles y bellas. El ser
humano tiene una sorprendente capacidad de aprender que hace que cuando
realiza acciones grandes y buenas o se pone en relación con cosas grandes y
nobles, no solamente alcanza la concreción de esa acción o de esas realidades,
sino que es capaz de alcanzar una cierta afinidad con el bien y con la verdad y
con la belleza. En esta afinidad consiste la virtud.
Por eso, una buena educación no debe encerrar a las personas en frases hechas
y en actitudes estereotipadas. Eso sería forzar a las personas a un formalismo
rígido. Más bien deberá encaminarse a dar paso a una situación en que esa
persona pueda actuar con madurez según el modelo que hemos expuesto en el
párrafo anterior. Esto es semejante a la educación que recibe un estudiante de
piano. En las primeras lecciones se deberá enseñar el solfeo y el uso adecuado
de ese instrumento musical. Pero esa educación se encamina a que, llegado
determinado momento, el sujeto sea capaz de interpretar personalmente las
partituras e incluso componer piezas nuevas.
Para vencer estos equívocos se debe tener presente que "la finalidad inmediata
que se debe buscar en la vida, no debe ser la felicidad sino, como intuitivamente
afirmaba Isak Dinesen, la fidelidad al propio ser, es decir, el cumplimiento del
sentido de la vida. La felicidad es una recompensa que, en esta vida, a veces se
da pero que muchas veces no se alcanza. Seria un error muy grave pensar que
las buenas acciones han de tener como consecuencia inmediata la felicidad.
"Cuando me encuentro en circunstancias difíciles, pido a Dios que me ayude.
Pero mi deber es servir al Señor, y no el Suyo servirme a mí. En cuanto
recuerdo esto, mi carga se aligera" (Tolstoí)
La fe cristiana nos dice que Dios premiará a los que hayan realizado el sentido
de su existencia. Pero también nos enseña que esa recompensa tendrá lugar en
la "otra vida", es decir, no en el mismo ámbito de existencia en que realizamos
nuestras acciones. Esa felicidad futura debe ser conocida y debe ser objeto de
esperanza, pero no debe ser orientación concreta de la conducta. Las teorías
morales consecuencialistas adolecen precisamente del error que aquí estamos
tratando.
Se puede llegar a juzgar que esas personas viven mal la unidad con los demás,
especialmente porque son muy capaces de establecer relaciones muy personales
y libres con algunas personas y hablan libremente con ellas de las cosas más
importantes, como es propio de las amistades profundas. Estas relaciones no
son controlables por los que gobiernan y, por eso, suelen ver esas amistades con
sospecha de sedición. En realidad, la unidad que viven o pueden vivir es la
unidad que no las disuelva en un conjunto. Ésta es la unidad más perfecta, la
que no disuelve las personas en la unidad superior. En efecto, la unidad de Dios
la debemos confesar "neque confundentes personas, neque substantíam
separantes" (Símbolo "Quicumque").
Las personas bien formadas, las que son auténticas y dueñas en verdad de sus
propios actos, resultan evidentemente algo incómodas para quien pretende un
gobierno inmediato, de tipo técnico, pero son las que viven la vida de verdad y
pueden colaborar de verdad a la realización de los grandes fines. Sus opiniones
sobre la realidad que ven es una opinión que merece confianza, y no se remite a
lugares comunes o una mera servidumbre a las dimensiones más superficiales
de su existencia.
Por esto es tan importante que las personas crezcan de forma armónica y en
fidelidad a si mismas. Sólo así cuando pasa el tiempo y maduran pueden ser
personas capaces de confiar en sus opiniones formadas en conciencia. A veces
se dice que las personas de conciencia recta y tranquila son temibles porque
hablan desde la seguridad de su propia rectitud. Si crecieran en servidumbre a
sus debilidades se verían siempre inseguras, dudando de si sus opiniones son
rectas o se deben más bien a la debilidad de sus pasiones. Quien claudica ante
las tentaciones del orgullo o de la sensualidad tenderá a refugiarse en los
dictámenes de la autoridad, porque en el fondo se sabe débil y poco de fiar.
Esta actitud conduce a soportar de mala gana la exigencia del sigilo sacramental
que, en consecuencia, se trata de reducir al mínimo. De esta forma se insiste a
los sacerdotes para que exijan a los penitentes que no se refugien en esa
protección de su conciencia, sino que comuniquen todo a los directores. Se ha
llegado a indicar a los confesores que nieguen la absolución a aquellas personas
que no se comprometan gravemente a manifestar todos sus pecados fuera de la
confesión. De ese modo, los que gobiernan se sienten en posesión de un
conocimiento profundo y seguro de las personas. Pero esto es un error. Es muy
distinto conocer todos los datos sobre la conciencia de las personas o conocerlas
verdaderamente como personas. Ciertamente estos dos ámbitos no son
completamente separados, pero el ser humano tiene dos dimensiones que no se
deben confundir. Uno es su dimensión de relación directa con Dios, es decir, su
dimensión teologal. Ésta es la dimensión de la conciencia. En esa dimensión hay
a veces rupturas radicales, como cuando se comente un pecado mortal y
reparaciones también radicales cuando se recupera la gracia en la penitencia.
Pero la persona tiene una dimensión de relación con los demás, que es la que
está en la base de su complejidad existencial. Por esa dimensión los hombres
tienen, a diferencia de los ángeles, una historia, y en consecuencia una dotación
propia adecuada a su ser histórico. En esa dotación personal encontramos la
propia historia de la persona, que es lo que define su identidad. Encontramos
también sus cualidades para su acción en el mundo y en la relación con los
demás, su temperamento, su carácter, sus virtudes y sus limitaciones, sus
inclinaciones y preferencias, sus opiniones y su capacidad para tratar a los
demás y para conocer y formarse juicios maduros sobre la realidad. Esta
dimensión de la persona enlaza ciertamente con la dimensión teologal, pero no
se identifica totalmente con ella.
Cuando se afirma que los directores conocen mejor a las personas porque tienen
más datos, la referencia que se considera segura, la "información privilegiada",
suelen ser los datos sobre la conciencia. Así se menosprecia de hecho el
conocimiento que se alcanza a través del trato personal, de la vida ordinaria,
que es accesible a casi todos los que están en el mundo de esa persona.
No es raro, efectivamente, que algunas veces alguien diga que quiere hacer
algo, que sabe que se considera indeseable, pero lo hace para reclamar que la
autoridad se prodigue especialmente con ella. Si entonces quien detenta la
autoridad trata a esa persona como una persona madura y dueña de sus actos,
y respeta lo que ha decidido, ésta fácilmente alza la protesta de que es tratada
con falta de solicitud y de cariño, y con indiferencia. Por ejemplo, cuando alguien
dice que quiere abandonar su camino, lo hace con frecuencia para reclamar más
atenciones, y se sentiría defraudado si se le indica objetivamente el proceso que
debe seguir para alcanzar su objetivo. En realidad no quiere abandonar su
camino, quiere simplemente que se atienda más. Por eso, estas personas
pueden llegar a forzar a la autoridad hasta tenerla postrada a su servicio. Parece
que la caridad consiste en tratar a las personas como si fueran menores de
edad, reclamadores insaciable de mimos.
Pero esto no sucede solamente con los que son gobernados. Los mismos que
gobiernan se limitan a transmitir lo que reciben desde arriba. Tampoco los que
gobiernan son auténticos dueños de sus actos, y al gobernar se remiten
directamente a unas indicaciones tan concretas y externas como las que
transmiten.
En este caso, los medios de formación "maltratan" los grandes textos que
expresan el espíritu, pues no se sabe deducir consecuencia libres de esos
principios de amplio alcance, sino que únicamente se consideran en cuanto que
imperan actos concretos. Las charlas y meditaciones se convierten en una
especie de serie de textos sin profundidad, todos del mismo calado, que poco a
poco se van convirtiendo en "convencionales".
Los libros que se ofrecen para la lectura espiritual son entonces aquellos que
apoyan las decisiones ocasionales, y proliferan así libros muy coyunturales, de
vigencia efímera. Aparecen también las "autoridades oficiales" que son aquellos
autores que se prestan a escribir siempre sobre lo que es conveniente en cada
momento. Se pierde entonces el cultivo de la inteligencia para ver las cosas en
su profundidad y riqueza. Esto asegura que los medios de formación no
dependan de la inteligencia y de la personalidad de quien los da, y sean más
bien unívocos exponentes de lo que la institución propugna en cada momento.
Hay que tener en cuenta que para calar a fondo en los grandes principios se
requiere una inteligencia muy cultivada y un espíritu muy despierto. La verdades
de la fe y del espíritu no son afirmaciones de tipo informático o matemático, sino
que admiten muy diversas profundidades de calado. Cuando estas verdades se
entienden más hondamente dan lugar a conexiones con muchos aspectos de la
vida, y entonces se puede dar una meditación o una charla comentando y
derivando consecuencia de un sólo pasaje del Evangelio o de una sola frase
importante. Pero si esta hondura no se alcanza, el discurso se limitará a
enfatizar lo ya sabido o en buscar modos efectistas de exponerlo.
A veces se pueden hacer discursos sobre las virtudes con razonamientos muy
poco rigurosos, basándose en que las personas dan ya por supuesto que hay
que vivir ciertas cosas como manifestación de las virtudes. Esto es muy
importante porque estamos en un terreno en que se trata de que las personas
entiendan lo que están viviendo. Cuando se afirma, por ejemplo, que quien tiene
una entrega a Dios en el celibato sabe mucho más del amor que los que viven
un amor de enamoramiento intenso, se entra en un terreno peligroso. En efecto,
muchas veces quien vive bien un amor humano tiene la afectividad más
equilibrada que quien tiene que luchar violentamente con sentimientos o afectos
que se le presentan con una riqueza vehemente y experimenta en sí mismo que
ha de sacrificar inclinaciones muy profundas y naturales. Especialmente cuando
esa entrega en el celibato ha sido fruto no de un enamoramiento efectivo del
Señor, sino de un proceso mucho más ambiguo.
6. ESPÍRITU O "ESTILO"
Las personas formadas según ese modelo, para que puedan responder a lo que
se les dice, han sido despojadas previamente de sus capacidades propias de
advertir la realidad y de darle una respuesta personal. Los sentimientos, que son
el lugar del entronque del ser humano con la realidad del mundo en que vive,
son vistos con desconfianza de manera que, más que formarlos, se pretende
anularlos. De ese modo ya se puede confiar toda la orientación para actuar a las
indicaciones de la autoridad, que entonces podrán seguirse sin trabas. Esto es lo
que está en el fondo de unas valoraciones curiosas que consideran como detalles
heroicos lo que cualquier persona honrada hace sin ningún sentido de hacer algo
extraordinario. Es que cuando se ha perdido el sentido de la realidad y se mira
exclusivamente a las indicaciones vigentes, todo recibe la calificación también a
partir de esas indicaciones, que son las que establecen qué es lo heroico y qué
es lo meritorio. Así se aplican a las actuaciones de ciertas personas que son los
ejemplos convencionales unos calificativos de heroísmo o de caridad
extraordinaria o de piedad sorprendente lo que en realidad son comportamientos
normales honrados.
Al mismo tiempo, los que han de impartir la dirección espiritual se ven forzados
a abdicar de su conciencia para ser simplemente transmisores de las
indicaciones de los que gobiernan. A quienes tiene el encargo de la dirección
espiritual se les advierte que su misión no es tanto comprender a las personas,
cuanto transmitirles enérgicamente las indicaciones que viene "de arriba". Si
alguien adujera que ha dado consejos según las normas morales generales y su
propia conciencia, será advertido de que las respuestas "correctas" a las
personas en cualesquiera situaciones están ya perfectamente determinadas por
la propia institución a través de ciertas normas que han de considerarse
universalmente válidas, y de las indicaciones de los que gobiernan.
Esto supone sin duda una confusión peligrosa entre el fuero interno, propio de la
dirección espiritual, y el fuero externo, que corresponde al gobierno. Así, en no
pocas ocasiones quienes han de dar la dirección espiritual se sienten violentados
en su conciencia y no se encuentran capaces de secundar las determinaciones
que reciben.
En todo este asunto es esencial reconocer que cada persona tiene la capacidad
propia para formar un juicio recto sobre el fondo de las cosas que vive, aunque
no tenga conocimiento de todos los detalles. Lo decisivo está a la vista de todos,
y nos solamente a la vista de los que gobiernan, especialmente si éstos forman
sus juicios desde unas informaciones que son indirectas y se refieren a detalles
muy concretos. Por ejemplo, las consideraciones que se hacen en este escrito no
se apoyan en especiales informaciones confidenciales, pero no por eso están
más débilmente fundamentadas.
En esas ocasiones se pone todo el interés en insistir a todos que vivan las
indicaciones concretas recibidas, pero apenas aparecen los fines amplios que son
los que deberían justificar todas esas indicaciones. Por eso muchas veces esos
medios colectivos resultan un tanto estrechos. Los temas de más alcance, que
son los que podrían mover a las personas a poner todos sus talentos en juego
para mejorar, son confiados a clases y charlas rutinarias y aburridas, sin
ninguna incidencia práctica, que se confían a personas con poca o ninguna
preparación. Luego, al hacer una valoración de esos medios, se atiende casi
exclusivamente a mirar si se vivieron las indicaciones ascéticas y disciplinares
que se dieron, sin considerar si se han logrado los objetivos de formación de
más amplio y profundo alcance.
Una de las consecuencias más extrañas de esta situación es que los criterios
morales cambian. Ya no es sobre todo la persona la que debe ser respetada.
Ahora la institución se alza como referencia absoluta y suprema. Cualquier
opinión sobre las limitaciones o defectos de la institución es considerada como
falta grave, merecedora de los más severos castigos. Se renueva al viejo delito
de "lesa majestad" del antiguo régimen que era considerado gravemente
disolvente de la comunidad humana. Se ignora que esas opiniones pueden
nacer, y de hecho nacen muchas veces, del deseo de superar los aspectos más
superficiales o administrativos, y de vivir los objetivos más de fondo que son los
que justifican su existencia.
Se olvida que éstas son cosas que han ocurrido en toda la historia, y que
siempre resulta presuntuoso, por no decir ridículo, considerar que "no soy como
los demás hombres", que nuestra institución puede incurrir en lo que ha
sucedido a todas las demás instituciones humanas. Es necesario tratar de evitar
que esto ocurra, pero es igualmente importante saber que estas cosas suceden y
que hay que estar prontos para reconocerlas y para corregirlas. Como se predica
frecuentemente, la agilidad para corregir y ser corregido es más importante que
la presunta inerrancia.
Esto significa que son personas que han abdicado casi completamente de su
condición personal y se han convertido en meras piezas de un conjunto. En la
primera formación parece que se pretende que las personas tomen como pauta
de acción solamente las indicaciones y los llamados "criterios" determinantes de
detalles, sin que respondan a las indicaciones del sentido común, es decir, de las
interpelaciones de la realidad. Los juicios que se emiten sobre la actuación de los
demás, se basan sobre todos en esas indicaciones y, entonces, perciben con
más intensidad los pequeños defectos en al cumplir las instrucciones internas de
funcionamiento, que las violaciones más flagrantes del sentido común. Por
ejemplo, en lo referente a la sobriedad cuenta más el cuidar la puntualidad en el
control de las aportaciones, que no gastar cantidades desorbitadas en el vestido.
El resultado es que las personas que están sumidas en ese ámbito se ven
imperadas a las cosas más coyunturales y cambiantes con una presión que
pretende vincular la conciencia. Para algunas personas, esto resulta un tanto
angustioso pues no se puede evitar que en algunos casos la razón natural
muestre las limitaciones de esos juicios y dictámenes autoritarios. La auto
revelación de Dios en la Biblia como "el Dios Altísimo" era una liberación del
peligro de divinizar las instancias humanas, pues suponía que Dios está por
encima de ellas.
De hecho resulta poco eficaz hablar abiertamente con las personas que
gobiernan, pues ellas mismas siempre hablan desde las indicaciones recibidas y
son poco aptas para un diálogo real. Por una parte se sitúan siempre en una
posición de superioridad, y por otra carecen de la capacidad de admitir que lo
que dice el inferior pueda ser acertado. Y en la antigüedad se advirtió que la
presencia de la autoridad es un obstáculo para el conocimiento de la realidad.
Platón ha mostrado -más que con declaraciones explícitas con el orden según el
cual se desarrollan las conversaciones en "La República" y en "Las Leyes"- hasta
qué punto es indispensable poner en duda la autoridad, o liberarse de ella para
descubrir el derecho natural.
La naturaleza del ser humano le da a cada uno una manera de relacionarse con
las demás criaturas, especialmente con los demás hombres. En efecto, los
hombres se relacionan entre sí de manera diversa a como, por ejemplo, se
relacionan entre sí los ángeles, que tienen cada uno una naturaleza distinta. En
particular, Dios ha dado al ser humano la capacidad de conocer a las demás
criaturas, y de sentirse interpelada por la naturaleza de cada una de ellas. La
llamada "ley natural" o la luz de la "recta razón" no es una ley al modo de los
códigos humanos, sino precisamente esa capacidad de percibir las exigencia del
modo de ser de cada criatura.
Esta ley natural ha sido siempre defendida por la enseñanza de la Iglesia como
la primera expresión de la voluntad de Dios. Por eso, la fidelidad al ser de las
cosas, a su naturaleza teleológica, es al mismo tiempo y en última instancia
fidelidad a Dios. Vemos así que la acción humana en el mundo tiene dos
dimensiones: la que se refiere a las cosas creadas, y la que se refiere a la
relación con Dios. A través de la relación con las criaturas el hombre entre
también en relación con Dios. Esta relación con Dios puede ser de fidelidad o de
infidelidad, pero es una relación que pasa a través de la relación con las
criaturas: la manera de obedecer a Dios es ser fiel a la naturaleza de las cosas, y
de modo especial a las personas humanas.
Por esto, lo ámbitos muy dominados por las reglamentaciones externas, y en los
que se atiende poco a la naturaleza de las cosas, se consideran a veces más
"sobrenaturales". En realidad ese juicio se apoya solamente en que esos
ambientes son menos "naturales" y en el presupuesto de que lo sobrenatural
substituye a lo natural. Por eso, no es raro que haya quienes califiquen de más
sobrenaturales aquellos ámbitos que son solamente menos naturales y más
violentamente dominados por la reglamentación institucional.
Cuando se habla solamente desde las exigencia del amor de Dios, lo malo no es
ciertamente hablar del amor de Dios, sino el no hacer mención de que Dios
quiere ser amado por cada persona de acuerdo con la naturaleza específica e
individual que le ha concedido. No ama menos a Dios quien se siente llamado a
vivir en el amor humano, o a mantenerse en medio del mundo. La renuncia a
esas inclinaciones no es solamente cuestión de generosidad. Depende, y debe
depender de las inclinaciones naturales. Por eso, si en el discurso ascético y
espiritual no hay referencias decisivas a la naturaleza, puede parecer que todo
es cuestión de amor de Dios o de generosidad. En consecuencia, las referencias
al amor de Dios y a la entrega, aparecen inquietantes. Más aún si se afirma una
y otra vez que es señal de que Dios pide algo precisamente el hecho de sentir
cierta inquietud ante esas posibilidades. Hay una diferencia abismal entre la
inquietud que engendra el vislumbrar el amor, y la inquietud que nace de una
forma de presentar las cosas que no contiene la necesaria referencia a la
naturaleza. También ahí parece que es más sobrenatural lo que es menos
natural.
Cuando la voluntad de Dios tiene como referencia casi exclusiva la ley externa o
los mandatos de la autoridad, se elude la fuente primera de manifestación del
querer divino que es la naturaleza de las cosas tal como es captada por la razón
natural. En este modo de ver, se esconde un menosprecio de la naturaleza y de
sus facultades propias, como la razón y los sentimientos, sobre la base de que
están heridas por el pecado original. Esto supone olvidar que la razón natural
está capacitada para conocer decisivamente también en el ámbito de las cosas
más importantes. Ese menosprecio de la naturaleza también tiene su raíz en el
miedo a las diferencias entre las capacidades de las personas, y se pretende una
nivelación completa de todos por el procedimiento de anular la naturaleza y
substituirla por los mandatos de la autoridad, haciendo que las personas se
orienten en sus juicios y en su conducta exclusivamente por lo que les es
indicado.
De todas formas, hay que distinguir lo que es una respuesta a una llamada
explícita de Dios, al modo de la llamada de Moisés, o de los Apóstoles, o de San
Pablo, por una parte, y lo que en sentido ordinario se denomina con la palabra
"vocación" que suele significar acoger un modo de vida en una "institución
vocacional".
En primer lugar puede significar, como decíamos, que una persona advierta que
es llamada a realizar una "misión" singular por vocación divina. Esto marca la
personalidad con extraordinaria fuerza. Es lo que se ve, por ejemplo, cuando se
lee la vida de algunos santos singulares. En la conciencia de tener una misión
encargada directamente por Dios aparece con fuerza la singularidad de la
relación de esa persona con su Creador y Redentor. En este sentido, la vocación
divina se presenta como una manifestación decisiva de la singularidad personal.
Esta forma de lo que significa una vocación divina no es universalizable, no
puede ser común a muchas personas. Es única y tan propia corno su propio
nombre.
Ésta es la noción de vocación que puede resultar más delicada desde el punto de
vista que aquí estamos tratando. En efecto, si es considerada una llamada
personal divina parece ser el más fuerte acento de la propia afirmación de la
persona en cuanto tal, no confundible con ninguna otra. Pero por ser una
llamada a entrar en una institución vocacional resulta que la persona que se ve
reafirmada en su condición personal por esa vocación, ve también, por eso
mismo, que ella o, al menos, su personalidad-en-el mundo, queda disuelta en la
institución. Lógicamente esta disolución no es física, es decir, la persona
conserva su individualidad corporal, y por tanto su salud, su temperamento, etc.
y estos componentes de su modo de ser modularán su manera de responder a
esa vocación institucional. Pero en la medida en que esa "vocación" le pide que
renuncie a sus proyectos públicos, que renuncie al matrimonio y a la familia, que
renuncie a su casa, a sus "posesiones"... en esa medida, la vocación divina al
mismo tiempo que subrayaría la condición personal "ante Dios", disuelve o al
menos reduce y condiciona la "aparición" personal "ante los hombres".
La cuestión sería si es posible una vocación que sea llamada a entrar en una
institución vocacional y, el mismo tiempo, sea verdaderamente "secular", es
decir, una vocación institucional que no suponga la disolución de la persona en la
institución, sino que la "deje" en "el saeculo", en el mundo o, si se me permite
un anacronismo en el "ágora", es decir, en el entramado de relaciones entre
hombres libres, en el espacio de su aparición ante los demás. El problema que
aquí se plantea es si esto puede darse "sin compromiso", es decir, sin rebajar la
intensidad de la entrega.
Para que la respuesta a esta cuestión sea afirmativa debe cumplirse la condición
de que la entrega, aunque pueda ser plena a Dios, no signifique que la persona
se integre tan completamente en la institución que ya su "mundo" se reduzca al
ámbito vital de lo institucional. Ésa es la clave: la mutua implicación de la
entrega a Dios y a la institución. Especialmente es necesitar lo que las personas
no abdiquen de su conciencia, ni de su capacidad de ver la realidad con sus
propios ojos, ni que funcionalicen sus relaciones humanas de amistad con otras
personas por intereses más o menos institucionales.
Entonces la respuesta a nuestra pregunta debe ser que sí es posible una entrega
plena a Dios pero que la secularidad implica de suyo, por definición, un dejar
ámbitos de la existencia personal al margen de la inclusión en la institución. Más
aún, se debe decir que hay una correspondencia casi exacta entre secularidad y
ámbito no incluido en la institucional.
Las ataduras naturales del hombre en el mundo, pueden tomar formas diversas.
Pero, en la medida en que esas articulaciones derivan de la propia condición
humana, son constantes y, a la vez, son la medida de si una organización social
es más o menos humana y si hay realmente un "mundo", un "ámbito público",
en el que las personas puedan manifestar su apertura radical hacia los demás.
Por esta razón una vocación que sea a la vez plena y secular, tendrá la
preocupación constante de subrayar que la acción de las personas "en el mundo"
no es propia de la institución sino responsabilidad exclusiva de las personas
concretas. En el ámbito de esas acciones la vocación influirá únicamente por la
vía de las virtudes, porque, en su materialidad, quedarán fuera del dominio de la
institución vocacional. Es posible que se dejen fuera de la entrega ámbito muy
marginales y que se acentúen los que expresan la inmersión en la institución.
Estos ámbitos que incluyen la entrega y que se acentúan son los que dan su
fisonomía a esa institución vocacional. Los demás, que quedan fuera, son los
que marcan la realidad, o la apariencia, de secularidad. Las personas
comprometidas en ese ámbito vocacional tendrían como dos ámbitos en su
existencia, un ámbito propio de cada uno, donde la realidad de la entrega
vendría expresada por el ejercicio de las virtudes; y otro, propio de la
institución, común. Una cosa es lo que "interesa" a la institución, y otra cosa es
lo propio, lo de cada uno. Por esto es esencial que el enfoque primero de la
entrega como pertenencia a la institución expresada a través de los votos, se
cambie en actitud interior basada en las virtudes.
La exigencia de evitar esa decisión no es una exigencia moral absoluta. Más bien
es la exigencia que procede del deber natural de mantener el significado
"institucional" y "social" de la propia vida. La vida de la persona es una historia
que acontece "en el mundo", y esa historia ha de ser unitaria y coherente para
que la persona no se sienta rota. Pero la unidad profunda de la vida humana no
se apoya exclusivamente en las relaciones institucionales o con otras personas,
sino en la unidad con Dios eterno.
Todo eso nos dice que la perseverancia no está normada "directamente" por la
relación teologal con Dios. Estará vinculado con Dios en la medida en que la
relación con las personas compromete también con Dios. De todas formas, la
persona con su coherencia interna, su salud psíquica, su serenidad espiritual y,
sobre todo, su conciencia, no puede considerarse nunca solamente en función de
los demás, aún de los más próximos. Por eso, la perseverancia se resella con
vínculos jurídicos de diverso tipo. Estos vínculos muestran que, de suyo, es
decir, por sí misma, la entrega no establece un compromiso indisoluble con Dios.
Por supuesto, si el abandono del proyecto de entrega procede del apartamiento
de la generosidad originaria y de una opción posterior por la comodidad, en la
medida en que supusiera una elección del egoísmo o la sensualidad, estaría
afectada de una cualificación moral negativa.
Los mártires de los primeros tiempos no vieron en las persecuciones del Imperio
Romano un mero absurdo, o una simple manifestación brutal de la maldad
humana. Ellos supieron ver una providencia especial de Dios, que actuaba
incluso a través de los errores y pecados de los hombres. Y lo mismo puede
decirse de grandes instituciones eclesiales que sufrieron ataques muy
difícilmente justificables de la misma autoridad suprema de la Iglesia. Es que el
amor a las instituciones eclesiásticas, aunque sean de origen muy
garantizadamente divino, debe ser no tan "entusiasta" y más "teológico".
"Ya he referido las palabras del Lateranense IV que citaba el cardenal Gousset,
que "el que actúa contra su conciencia, pierde su alma". Este díctum es citado
con singular amplitud y fuerza en los tratado morales de los teólogos. La famosa
escuela conocida como los Salmanticenses, o Carmelitas de Salamanca,
establecen la liberal proposición de que la conciencia ha de ser obedecida
siempre, ya dictamine verdadera o erróneamente, y esto es así sea o no sea el
error culpa de la persona que yerra (OAliqui opinantur quod conscíentia erronea
non oblígat; secundam sententiam, et certam, asserentein esse peccatum
discordare a conscientia erronea, invincibili aut vincibili, tenet D. Thomas quem
sequuntur omnes Scholastici"- Algunos son de la opinión que la conciencia
errónea no obliga. Santo Tomás tiene una opinión diferente, y es la cierta, a
saber, que actuar de modo contrario a la conciencia errónea, vencible o
invencible, es pecado. En esto, Santo Tomás es seguido por todos los autores
Escolásticos - Theol. Moral., t. v. p. 12, ed. 1728). Dicen que esta opinión es
cierta y refieren, como coincidentes con ellos, a Santo Tomás, San
Buenaventura, Cayetano, Vázquez, Durando, Navarro, Córdoba, Layman,
Escobar, y otros catorce. Dos de ellos dicen incluso que esta opinión es de fide.
Por supuesto, si un hombre es culpable de estar en el error que podría haber
evitado si hubiera sido más diligente, tendrá que dar cuenta ante Dios por ese
error, pero aún así el deberá actuar de acuerdo con ese error mientras se
encuentre en él, puesto que esa persona, con plena sinceridad, piensa que ese
error es la verdad.
"Si, por ejemplo, el Papa dijera a los obispos ingleses que manden a sus
sacerdotes que se movilicen enérgicamente en favor del abstencionismo, y un
sacerdote concreto estuviera absolutamente persuadido de que la abstinencia
del vino, etc. fuera prácticamente un error gnóstico, y que por tanto él no podía
empeñarse en eso sin pecar; o supongamos que existiera una orden Papal de
organizar loterías en cada misión para objetivos religiosos, y un sacerdote dijera
en la presencia de Dios que él creía que las loterías son moralmente
inaceptables. Ese sacerdote, en uno u otro caso, cometería un pecado "híc et
nunc" si obedeciera al Papa, esté él acertado o equivocado en su opinión, y, caso
de que esté equivocado, aunque él no se haya tomado las molestias necesarias
para alcanzar la verdad en el asunto de que se trate.
"Antonio Córdoba, franciscano español, expone esta doctrina con más detalle
aún, porque hace mención de los superiores. "De ningún modo es lícito actuar
contra conciencia, incluso aunque una Ley o un Superior lo ordene".- "De
Conscíent"., p. 138.
Madrid, 2000
IN MEMORIAM
Javier Hernández-Pacheco, Universidad de Sevilla. Texto publicado en "Espíritu".
Cuadernos del Instituto de Balmesiana. Año XLIX-2000-nº 121. pp.169-171
Pienso que en toda semblanza que pueda hacerse de Retegui es preciso resaltar
este doble aspecto -de su acción pública, pastoral y docente, por un lado; y de
su trabajo intelectual teórico, por otro-. Pero no como dos facetas
independientes, sino como algo que en ambos casos surge de la misma raíz, que
hay que buscar en un compromiso vital cristiano, que, lejos de toda beatería, de
toda irracionalidad gregaria, se expande en el ámbito dialógico de lo razonable,
de lo que a él le parecía tanto más discutible cuanto más radical y trascendente.
Si había algo digno de discusión, eso era para él la fe en Jesucristo. Así se
rompían, hablando con él y en su docencia, los límites -supuestamente
definitivos en el ámbito en el que se movía- entre lo opinable y lo dogmático.
Nada había para él más digno de su apasionada opinión que un dogma. Y así la
teología no era un frío marco de definiciones, a "defender" frente a enemigos y
fuente de condenas para los extraños, sino la expansión intelectual de la fe en el
ámbito de la discusión amistosa y académica. Ser cristiano en medio de la
Universidad, en el marco de una discusión abierta en la que uno está obligado a
expresar con argumentos -no con ordenes o condenas, ni siquiera con
"exhortaciones"- la propia convicción: ése era el punto de partida de su "teología
para universitarios", que no era, por lo demás, un "determinado tipo de
teología", sino teología sin más: discusión razonada sobre las cosas de Dios.
De igual modo, tiene que ver con esa influencia la sensibilidad de Retegui por
todo lo que podríamos llamar "virtudes humanas". Ser cristiano era para él la
expansión de lo humano en el ámbito dialógico de la gracia, en la amistad con
Dios; y por tanto algo que ocurre en continuidad con lo característicamente
humano. Eso característico del hombre es el "logos", ciertamente en el sentido
aristotélico de la definición de humanidad, pero que él fácilmente interpretaba en
un contexto antropológico más rico, en el que "logos" y "razón" significan la
capacidad -específicamente humana, pero también divina- para la comunicación
para la vida compartida en definitiva para la amistad.