El Origen de La Etica Mary Midgley
El Origen de La Etica Mary Midgley
El Origen de La Etica Mary Midgley
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EL ORIGEN DE LA ÉTICA
Mary Midgley
1. La búsqueda de justificación
¿De dónde proviene la ética? En esta interrogación se unen dos cuestiones muy
diferentes, una sobre un hecho histórico y la otra sobre la autoridad. La inquietud que
han suscitado ambas cuestiones ha influido en la configuración de muchos mitos
tradicionales acerca del origen del universo. Estos mitos describen no sólo cómo
comenzó la vida humana, sino también por qué es tan dura, tan penosa, tan confusa y
cargada de conflictos. Los enfrentamientos y catástrofes primitivas que éstos narran
tienen por objeto —quizás por objeto principal— explicar por qué los seres humanos
han de someterse a normas que pueden frustrar sus deseos. Ambas cuestiones siguen
siendo apremiantes, y en los últimos siglos numerosos teóricos se han esforzado por
responderlas de forma más literal y sistemática.
Esta es la razón por la que resulta tan compleja nuestra pregunta inicial. Preguntar
de dónde proviene la ética no es como preguntar lo mismo acerca de los meteoritos. Es
preguntar por qué actualmente hemos de obedecer sus normas (de hecho, las normas
no agotan la moralidad, pero por el momento vamos a centrarnos en ellas, porque son
a menudo el elemento donde surgen los conflictos). Para responder a esta cuestión es
preciso imaginarse cómo habría sido la vida sin normas, e inevitablemente esto suscita
interrogantes acerca del origen. La gente tiende a mirar hacia atrás, preguntándose si
existió en alguna ocasión un estado «inocente» y libre de conflictos en el que se
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En un mundo confuso, siempre se acepta de buen grado la simplicidad, por lo cual
no resulta sorprendente la popularidad de estos dos relatos. Pero en realidad los
relatos sencillos no pueden explicar hechos complejos, y ya ha quedado claro que
ninguna de estas dos ambiciosas fórmulas puede responder a nuestros interrogantes.
El relato cristiano, en vez de resolver el problema lo desplaza, pues aún tenemos que
saber por qué hemos de obedecer a Dios. Por supuesto la doctrina cristiana ha dicho
mucho sobre esto, pero lo que ha dicho es complejo y no puede mantener su atractiva
simplicidad tan pronto como se plantea la cuestión relativa a la autoridad. No puedo
examinar aquí con más detalle las muy importantes relaciones entre ética y religión
(véase el artículo 46, «¿Cómo puede depender la ética de la religión?»). Lo importante
es que esta respuesta cristiana no deduce simplemente de forma ingenua nuestra
obligación de obedecer a Dios de su posición como ser omnipotente que nos ha creado
-una deducción que no le conferiría autoridad moral. Si nos hubiese creado un ser malo
para malos fines, no pensaríamos que tenemos el deber de obedecer a ese ser, dictase
lo que dictase la prudencia. La idea de Dios no es simplemente la idea de un ser
semejante, sino que cristaliza toda una masa de ideales y normas muy comple~as
subyacentes a las normas morales y que le dan su significado. Pero precisamente nos
interrogamos por la autoridad de estos ideales y normas, con lo que la cuestión sigue
abierta.
Pero esto no puede significar que la moralidad, tal y cual existe realmente por doquier,
sólo deriva de este autointerés calculador. Son varias las razones por las cuales esto
no es posible, pero sólo voy a citar dos (para la consideración más detallada de la
cuestión véase el artículo 16, «El egoísmo»).
1) La primera se basa en un defecto obvio del ser humano. Las personas simplemente
no son tan prudentes ni congruentes como implicaría esta narración. Incluso la misma
moderada dosis de conducta deliberadamente decente que encontramos realmente en
la vida humana no sería posible si se basase exclusivamente en estos rasgos.
En ocasiones, los teóricos del egoísmo como Hobbes explican esto diciendo que estos
supuestos motivos no son reales, sino sólo nombres vacíos. Pero es difícil comprender
cómo pudieron haberse inventado estos nombres, y ganar curso, por motivos
inexistentes. Y aún resulta más intrigante cómo pudo haber pretendido alguien
conseguir sentirse animado por ellos.
1) Es esencial distinguir el simple hecho de tener que «competir» de los complejos
motivos humanos que la ideología actual considera idóneos para los competidores.
Puede decirse que dos organismos cualesquiera están «en competencia» si ambos
necesitan o desean algo que no pueden obtener simultáneamente. Pero no actúan
competitivamente a menos que ambos lo sepan y respondan intentando
deliberadamente derrotar al otro. Como la abrumadora mayoría de los organismos son
vegetales, bacterias, etc.. que no son siquiera conscientes, la posibilidad misma de una
competencia deliberada y hostil es extremadamente rara en la naturaleza. Además,
tanto a nivel consciente como inconsciente, todos los procesos vitales dependen de
una base inmensa de cooperación armoniosa, necesaria para elaborar el sistema
complejo en el que resulta posible cl fenómeno mucho más raro de la competencia. La
competencia existe realmente, pero es necesariamente limitada. Por ejemplo, los
vegetales de un ecosistema particular existen normalmente en interdependencia tanto
entre sí como con los animales que se los comen, y estos animales son igualmente
interdependientes entre sí y con respecto a sus predadores. Si en realidad hubiese
habido una «guerra de todos contra todos» natural, nunca hubiese llegado a formarse
la biosfera. Por ello no es sorprendente que la vida consciente, que ha surgido en un
contexto semejante, opere de hecho de forma mucho más cooperante que competitiva.
Y cuando dentro de poco consideremos la motivación de los seres sociales, veremos
claramente que las motivaciones de cooperación proporcionan la estructura principal de
su conducta.
seguir desarrollándolo hasta un lejano «punto omega» que glorificará más los ideales
humanos contemporáneos de Occidente. Esta idea carece de base en la verdadera
teoría biológica actual (Midgley, 1985). La biología actual describe de manera bastante
diferente las formas de vida, unas formas que se difunden, según el modelo esbozado
por Darwin en el Origen de las especies, a modo de arbustos, a partir de un origen
común hasta llenar los nichos existentes, sin una especial dirección «ascendente». La
imagen de la pirámide fue propuesta por J.B. Lamarck y desarrollada por Teilhard de
Chardin y no pertenece a la ciencia moderna sino a la metafísica tradicional. Lo cual
por supuesto no la refuta. Pero como las Ideas de la naturaleza humana asociadas a
ella se han considerado por lo general científicas», esta cuestión tiene importancia para
nuestra valoración de estas concepciones, y su relación con nuestros interrogantes
acerca del origen de la ética.
Estas cuestiones han empezado a parecer más difíciles desde que se acepto. de forma
general que nuestra especie surgió de otras a las que clasificamos de meros
«animales». En nuestra cultura comúnmente se ha considerado la barrera de la
especie también como el límite del ámbito moral, y se han construido doctrinas
metafísicas para proteger este límite. Al contrario que los budistas, los cristianos han
creído que sólo los seres humanos tienen alma, la sede de todas las facultades que
honramos. Se consideré así degradante para nosotros cualquier insistencia en la
relación entre nuestra especie y otras, lo que parecía sugerir que nuestra espiritualidad
«realmente» sólo era un conjunto de reacciones animales. Esta idea de animalidad
como principio foráneo ajeno al espíritu es muy antigua, y a menudo se ha utilizado
para dramatizar los conflictos psicológicos como la lucha entre las virtudes y «la bestia
interior». El alma humana se concibe entonces como un intruso aislado en el cosmos
físico, un extraño lejos de su hogar.
Este dualismo tajante y sencillo fue importante para Platón y también para el
pensamiento cristiano primitivo. Probablemente hoy tiene mucha menos influencia. Su
actitud despectiva hacia los motivos naturales no ha superado la prueba del tiempo, y
además su formulación teórica se enfrenta a enormes dificultades para explicar la
relación entre el alma y el cuerpo. Sin embargo, parece seguir utilizándose el dualismo
como marco de base para determinadas cuestiones, en especial nuestras ideas acerca
de los demás animales. Frente a Platón, Aristóteles propuso una metafísica mucho
menos divisoria y más reconciliadora para reunir los diversos aspectos tanto de la
individualidad humana como del mundo exterior. Santo Tomás siguió este camino, y el
pensamiento reciente ha seguido en general por él. Pero este enfoque más monista ha
encontrado grandes dificultades para concebir cómo pudieron desarrollarse realmente
los seres humanos a partir de animales no humanos. El problema era que estos
animales se concebían como símbolos de fuerzas antihumanas, y en realidad a
menudo como vicios encarnados (lobo, cerdo, cuervo). Hasta que se puso en cuestión
esta idea, sólo parecían abiertas dos alternativas: o bien una concepción depresiva y
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devaluadora de los seres humanos como unos seres «no mejores que los demás
animales» o bien una concepción puramente ultramundana de los hombres como
espíritus insertados durante el proceso evolutivo en unos cuerpos apenas relacionados
con ellos (véase Midgley, 4979, cap. 2).
Aquí surgen las dos sencillas ideas acerca del origen de la ética antes citadas. Según
el modelo del contrato social todos los seres animados eran por igual egoístas, y los
seres humanos sólo se distinguían en su inteligencia de cálculo: fueron meramente los
primeros egoístas ilustrados. En cambio, según la concepción religiosa, la inserción del
alma introdujo, de golpe, no sólo la inteligencia sino también una amplia gama de
nuevas motivaciones, muchas de ellas altruistas. Para desazón de Darwin, su
colaborador A. R. Wallace adoptó esta segunda concepción, afirmando que Dios debió
de haber añadido el alma a cuerpos de primates incipientes por intervención milagrosa
durante el curso de la evolución. Y en la actualidad, incluso pensadores no religiosos
ensalzan las facultades humanas tratándolas como algo de especie totalmente
diferente a las de los demás animales, de una forma que parece reclamar un origen
diferente y no terrestre. Incluso en ocasiones se invocan con aparente seriedad relatos
de ciencia ficción acerca de una derivación de algún lejano planeta, al objeto de cubrir
esta supuesta necesidad.
Sin embargo, hoy día podemos evitar ambas alternativas malas simplemente
adoptando una concepción mas realista y menos mítica de los animales no humanos.
Finalmente en nuestra época se ha estudiado sistemáticamente su conducta, con lo
que se ha divulgado considerablemente la compleja naturaleza de la vida social de
muchos pájaros y mamíferos. En realidad mucha gente la conocía desde antiguo,
aunque no utilizaron ese conocimiento al considerar a los animales como
encarnaciones del mal. Así, hace dos siglos Kant escribió lo siguiente: «cuanto más
nos relacionamos con los animales más los queremos, al constatar lo mucho que
cuidan de sus crías. Entonces nos resulta difícil ser crueles imaginariamente incluso
con un lobo».
6. Dos objeciones
1) Creo que la tesis conductista siempre fue una exageración obvia. La idea de un
infante puramente pasivo y carente de motivaciones nunca tuvo sentido. Esta
exageración tenía un impulso moral serio: a saber, rechazar ciertas ideas peligrosas
sobre la naturaleza de estas tendencias innatas, ideas que se utilizaron para justificar
instituciones como la guerra, el racismo y la esclavitud. Pero éstas eran
representaciones erróneas e ideológicas de la herencia humana. Ha resultado mucho
mejor atacarías en su propio terreno, sin las incapacitantes dificultades que supone
adoptar un relato tan poco convincente como el de la teoría del papel en blanco.
desempeñen esta labor, lo cual es verdad. Sin embargo, al utilizar el lenguaje del
«egoísmo» inevitablemente vinculan esta inocua idea con el mito pseudo-darwiniano
egoísta y aun poderoso, pues el término egoísta constituye totalmente una descripción
de motivos -y no sólo de consecuencias- con el significado central negativo de alguien
que no se preocupa de los demás. En ocasiones los sociobiólogos señalan que éste es
un uso técnico del término, pero casi todos ellos se ven influidos por su significado
normal y empiezan a predicar el egoísmo de forma tan fervorosa como Hobbes (véase
Wilson, 1975, Midgley, 1979-véase Wilson en el índice- y Midgley, 1985, cap. 14).
Una vez dicho algo en respuesta a las objeciones a la idea de que los seres humanos
tienen disposiciones sociales naturales, nos preguntamos a continuación ¿qué relación
tienen estas disposiciones con la moralidad? Estas disposiciones no la constituyen,
pero ciertamente aportan algo esencial para hacerla posible. ¿Proporcionan quizás, por
así decirlo, la materia prima de la vida moral -las motivaciones generales que conducen
hacia ella y la orientan mas o menos- precisando además la labor de la inteligencia y
en especial del lenguaje para organizarla, para darle forma? Darwin esbozó una
sugerencia semejante, en un pasaje notable que utiliza ideas básicas de Aristóteles,
Hume y Kant (Darwin, 1859, vol. 1, Primera parte, cap. 3). Hasta la fecha se ha
prestado poca atención a este pasaje al aceptarse de forma generalizada las versiones
del ruidoso mito pseudo-darwiniano como el único enfoque evolutivo de la ética).
Según esta explicación, la relación de los motivos sociales naturales con la moralidad
sería semejante a la de la curiosidad natural con la ciencia, o entre el asombro natural y
la admiración del arte. Los afectos naturales no crean por sí solos normas; puede
pensarse que, en realidad, en un estado inocente no serían necesarias las normas.
Pero en nuestro imperfecto estado real, estos afectos a menudo chocan entre si, o bien
con otros motivos fuertes e importantes. En los animales no humanos, estos conflictos
pueden zanjarse sencillamente mediante disposiciones naturales de segundo orden.
Pero unos seres que reflexionamos tanto sobre nuestra vida y sobre la de los demás,
como hacemos los humanos, tenemos que arbitrar de algún modo estos conflictos para
obtener un sentido de la vida razonablemente coherente y continuo. Para ello
establecemos prioridades entre diferentes metas, y esto significa aceptar principios o
normas duraderas (por supuesto no está nada claro que los demás animales sociales
sean totalmente irreflexivos, pues gran parte de nuestra propia reflexión es no verbal,
pero no podemos examinar aquí su situación). (Sobre la muy compleja situación de los
primates, véase Desmond, 1979.)
diferencia muy interesante entre los dos motivos implicados. Un impulso que es
violento pero temporal -en este caso emigrar- se opone a un sentimiento habitual,
mucho más débil en cualquier momento pero más fuerte por cuanto es mucho más
persistente y está más profundamente arraigado en el carácter. Darwin pensó que las
normas elegidas tenderían a arbitrar en favor de los motivos más leves pero más
persistentes, porque su violación produciría más tarde un remordimiento mucho más
duradero e inquietante.
Así pues, al indagar la especial fuerza que posee «la imperiosa palabra debe» (pág.
92) apuntó al choque entre estos afectos sociales y los motivos fuertes pero temporales
que a menudo se oponen a ellos. Llegó así a la conclusión de que los seres inteligentes
intentarían naturalmente crear normas que protegiesen la prioridad del primer grupo.
Por ello consideró extraordinariamente probable que «un animal cualquiera, dotado de
acusados instintos sociales, inevitablemente se formaría un sentido o conciencia moral
tan pronto como sus facultades intelectuales se hubiesen desarrollado tan bien, o casi,
como en el hombre» (pág. 72). Así pues, «los instintos sociales -el primer principio de
la constitución moral del hombre- condujeron naturalmente, con la ayuda de facultades
intelectuales activas y de los efectos del hábito, a la Regla de Oro, "no hagas a los
demás lo que no quieres que te hagan a ti", que constituye el fundamento de la
moralidad» (pág. 106).
8. El problema de la parcialidad
Pero es importante señalar que este sesgo no se extingue, que ni siquiera se vuelve
acusadamente más débil, con el desarrollo de la civilización. En nuestra propia cultura
está totalmente activo. Si unos padres modernos no prestasen más cuidado y afecto a
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sus propios hijos que a todos los demás, serian considerados monstruos. De forma
bastante natural invertimos libremente nuestros recursos en satisfacer incluso las
necesidades menores de nuestros familiares cercanos y amigos antes de considerar
incluso las necesidades graves de los de fuera. Nos resulta normal que los padres
gasten más dinero en juguetes para sus hijos de lo que dedican anualmente en ayudar
a los necesitados. Cierto es que la sociedad humana dedica algunos recursos a los que
están fuera, pero al hacerlo parte del mismo fuerte sesgo hacia la parentela que impera
en las sociedades animales.
Esta misma consideración vale para otra objeción paralela que a menudo se opone a
concebir a la sociabilidad animal como posible origen de la moralidad, a saber el sesgo
hacia la reciprocidad. Cierto es que si estuviéramos tratando de egoístas calculadores,
la mera devolución de beneficios a aquellos que anteriormente los habían otorgado
podría no ser otra cosa que un trato prudente. Pero una vez más en todas las
moralidades humanas existentes esta transacción se manifiesta de forma bastante
diferente, no tanto como un seguro de futuro sino como un agradecimiento justo por la
amabilidad mostrada en el pasado, y como algo que se sigue naturalmente del afecto
asociado. No hay razones por las que esto no pueda ser igualmente cierto respecto a
otros animales sociales.
Sin embargo puede parecer menos claro cuál es el tipo de prioridades que estas
normas tienen que expresar. ¿Tiene Darwin razón al esperar que éstas favorezcan en
conjunto los afectos sociales, y confirmen la Regla de Oro? ¿O bien éste es sólo un
prejuicio cultural? ¿Podría encontrarse una moralidad que fuese la imagen invertida de
la nuestra, y que tuviese nuestras virtudes como vicio y nuestros vicios como virtudes y
que exigiese en general que hagamos a los demás lo que menos nos gustaría que nos
hiciesen a nosotros (una idea a la que también Nietzsche en ocasiones quiso dar
cabida)?
Por supuesto es verdad que las culturas varían enormemente, y desde la época de
Darwin hemos cobrado mayor conciencia de esa variación. Pero los antropólogos, que
prestaron un gran servicio al mundo al demostrar esa variabilidad, hoy día señalan que
no debe exagerarse (Konner, 1982; Mead, 1956). Diferentes sociedades humanas
tienen muchos elementos estructurales profundos en común. De no ser así, no sería
posible la comprensión mutua, y apenas hubiese resultado posible la antropología.
Entre estos elementos, el tipo de consideración y simpatía hacia los demás que se
generaliza en la Regla de Oro desempeña un papel básico, y si nos preguntamos si
puede existir una cultura sin esta actitud tendríamos verdaderas dificultades para
imaginar como podría considerarse una cultura semejante. Ciertamente el mero terror
mutuo de solitarios egoístas en coexistencia que invocó Hobbes para su contrato social
nunca podría crear una cultura. Las normas, ideales, gustos y prioridades comunes que
hacen posible una moralidad común se basan en goces y penas compartidos y todos
requieren una simpatía activa. La moralidad no sólo necesita conflictos sino la
disposición y la capacidad a buscar soluciones compartidas a éstos. Al igual que el
lenguaje, parece ser algo que sólo pudo darse entre seres naturalmente sociales (para
un examen más detallado de los elementos comunes de la cultura humana, véase el
artículo 2, «La ética de las sociedades pequeñas»).
10. Conclusión
Esta presentación del origen de la ética pretende evitar, por una parte, las
abstracciones no realistas y reduccionistas de las teorías egoístas, y por otra parte la
jactancia irreal y moralizante que tiende a hacer que parezca incomprensible el origen
de los seres humanos como especie terrenal de primates, y que desvincula la
moralidad humana de todo lo característico de OtroS animales sociales. Siempre es
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falaz (la «falacia genética») identificar cualquier producto con su origen, por ejemplo
decir «que en realidad la flor no es más que lodo organizado». La moralidad, que surge
de este núcleo, es lo que es.