QUÉ ES EL HOMBRE - Antropología Teológica - J.L. Lorda
QUÉ ES EL HOMBRE - Antropología Teológica - J.L. Lorda
QUÉ ES EL HOMBRE - Antropología Teológica - J.L. Lorda
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Juan Luis Lorda - Artículo publicado en Scripta Theologica, 30 (1998/1), pp. 165-200.
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2. La caracterización del hombre como imagen de Dios
Al decir que el hombre es imagen de Dios, nos encontramos ante una de las definiciones más célebres de la
tradición cristiana, que tiene su fundamento en las primeras páginas de la Biblia, donde se relata la creación del
mundo (Gen 1). Pero es una metáfora y, como tal, abierta a la interpretación y con una capacidad de expresión
y evocación mucho mayor de la que pudiera
En primer lugar, el hecho mismo de la creación y la forma como nos es narrada quieren indicar la peculiar
relación que el hombre tiene con su Creador, la dependencia de Él, a la que libremente debe someterse. Todo
lo que el hombre tiene viene de Dios y las Escrituras Sagradas recuerdan constantemente que Dios es la fuente
de toda vida, en todos los estratos en que ésta se manifiesta, desde la animación del cuerpo hasta la luz del
espíritu. El hombre lleva en sí mismo impresa la relación con Dios9, de origen y de destino, es de Dios y para
Dios; la «imagen de Dios» y, en realidad, la única imagen de Dios, una imagen viva, porque, en Israel, todas las
demás imágenes y representaciones estaban prohibidas para impedir la idolatría.
Si acudimos al texto, podemos encontrar una primera interpretación de esta expresión tan célebre, con sólo
atenernos al marco en que se nos presenta y al relato de la bendición que el propio Dios pronuncia sobre el
hombre recién creado. El texto narra, con rápidas imágenes, la creación del mundo en siete días; al llegar al
sexto, se detiene y refiere el designio divino para la nueva criatura: «hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza», confirmado a continuación: «a imagen de Dios lo creó, varón y hembra los creó» (Gen 1, 26-27).
Si tenemos presente que es la última criatura creada y que en el séptimo día Dios descansa (clara alusión al
descanso sabático), se puede deducir que el hombre es el coronamiento de la creación.
La bendición que Dios pronuncia inmediatamente: «sed fecundos, y multiplicaos y dominad la tierra», con sus
distintos tipos de seres, permite deducir un doble aspecto del hombre en cuanto imagen. De un lado, la
capacidad de generar otros hombres transmitiendo su imagen, como señala más adelante el propio Génesis
(Gen 5, 1-3); de otro, la capacidad de dominar sobre la creación visible, de la que es constituido señor y, en
cierto modo, administrador de Dios. Frente a las demás criaturas, el hombre refleja la gloria de Dios, su
capacidad creadora, su dominio: «le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto bajo sus pies» (Sal
8, 7). Esto otorga a la vida humana un especial valor. Tanto la peculiar atención con que el hombre es creado
–tema en el que insiste el segundo relato–, como el hecho de ser «imagen de Dios», revelan una relación peculiar
con el Creador, que es distinta de las demás criaturas. El hombre es señalado por la atención divina entre los
seres del universo: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él te cuides?»
(Sal 8, 5).
Pero hay algo más, el hombre refleja a Dios, tiene algo de Dios: «Lo coronaste de gloria y de esplendor» (Sal 8,
6). Y en esto la tradición cristiana de modo casi unánime y desde muy tempranamente ha visto reflejado, sobre
todo, el uso de las facultades intelectuales que hacen al hombre capaz de ser interlocutor de Dios, de gobernarse
a sí mismo y de dominar a los demás seres de la naturaleza. Pues no es en la fuerza ni en la rapidez, sino en la
inteligencia, donde se reconoce la ventaja que permite al ser humano ejercer su señorío. Y esta cualidad es, sin
duda, un especial reflejo del Creador, de un Dios que es espíritu.
Hoy, en un contexto de alta sensibilidad democrática, se mira a veces con prevención la neta superioridad que
el pensamiento cristiano concede al hombre. Pero es un principio no negociable, aunque necesite ser bien
entendido. El hombre es una criatura superior, no sólo por el hecho de gozar de unas especiales cualidades,
sino más todavía por el motivo por el que las goza, que es estar llamado, desde su origen, a una peculiar relación
de diálogo con el Creador. Esto da a la vida humana una dimensión de trascendencia que no se encuentra en
ningún otro ser de la naturaleza. Y es el fundamento de la dignidad peculiar del hombre, como recuerda la
Constitución Gaudium et Spes (n. 19).
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De otra parte, en un clima de sensibilidad ecológica, se objeta que, con este principio, se ha querido justificar
las verdaderas o supuestas depredaciones que el hombre ha realizado en la naturaleza. Pero esto no se puede
recibir sin matices. Hay que conceder que, efectivamente, el pensamiento cristiano, en parte como deducción
de este texto, ha desacralizado el mundo. El cristiano piensa que en el mundo hay sólo fuerzas naturales (aunque
también pueden intervenir las potencias angélicas y Dios mismo) y no concede a ningún ser una categoría
superior a la suya. Está convencido de que todo le está sometido y lo puede someter a su utilidad. Aunque
también es cierto que su relación con el mundo no es la de dueño, sino sólo la de administrador; no debe ni
abusar, ni destruir el mundo, cuya belleza refleja la gloria del Creador. De todas formas, a la hora de valorar la
incidencia de este pensamiento en una explotación excesiva y descuidada de la naturaleza, no se pueden olvidar
otras causas mucho más prosaicas, como son la natural avidez humana (que la religión cristiana reprime) y, con
frecuencia, las perentorias necesidades de la supervivencia. Con todo, al ser más conscientes hoy que en otras
épocas de los daños que se pueden producir, la sensibilidad cristiana moderna ha desarrollado explícitamente
los deberes morales que el hombre tiene frente a la naturaleza.
La formidable expresión de que el hombre es imagen de Dios resulta ser también un camino de conocimiento,
pues permite trasladar al hombre lo que sabemos de Dios, y trasladar a Dios lo que sabemos del hombre. De
este trasvase se han beneficiado, como muestra claramente la historia, tanto la teología trinitaria como la
antropología teológica. Uno de los frutos más relevantes ha sido precisamente el concepto «persona», tan ligado
a la idea cristiana de lo que es el hombre. Esta palabra, cargada de sentido, expresa la particular dignidad del ser
humano, alude a lo peculiar de su condición espiritual y sugiere los derechos que le son innatos. Una parte
considerable de la reflexión cristiana sobre el hombre se ha realizado alrededor de este rico concepto tan
privilegiado en la historia del pensamiento. Se puede decir que la densidad de significado que la teología antigua,
especialmente patrística, reconocía en la expresión «imagen de Dios», ha sido asumido, repensado y desarrollado
por el pensamiento cristiano de estos últimos siglos a través del concepto «persona».
Como un aspecto muy concreto del «trasvase conceptual» entre la teología trinitaria y la antropología cristiana,
hay que señalar la dimensión interpersonal que encierra el concepto de persona. En efecto, tal como es definido
en la teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, cada Persona divina es una «relación subsistente»10. Aunque
la persona humana no pueda ser definida así, porque es constituida también por sus aspectos materiales, no
cabe duda de que la «relacionalidad» resulta ser un reflejo del ser divino y constituye una característica básica y
fundamental del espíritu humano. Esta reflexión permite reforzar, desde una nueva perspectiva, la idea de que
el hombre es un ser, por constitución y vocación, destinado al diálogo, en primer lugar, con Dios y, como
consecuencia, también con sus congéneres (cfr. GS 12). De este modo, se alcanza una nueva perspectiva para
iluminar la condición social del hombre y una idea más plena de lo que es su realización, que consiste
precisamente en la plenitud del darse (cfr. GS 24). Lo que, por otra parte, coincide con el doble mandato de la
caridad, expresión sintética de la moral cristiana.
Gracias a esta perspectiva, se consigue reunir la reflexión ontológica, que intenta describir la naturaleza del
hombre desde un punto de vista teológico, con la reflexión moral, que trata de encontrar el sentido de su vida
y de su acción. Así se explica también que el concepto «persona» se haya constituido de hecho en el centro de
la reflexión moral: origen de la peculiar consideración que el hombre merece y punto de referencia para definir,
desde un punto de vista cristiano, lo que es el bien común y entender el fin y el sentido de la vida social, que es
la base de la doctrina social cristiana.
CONCLUSIÓN
La antropología cristiana y las cuestiones interdisciplinares
Es el momento de hacer un breve balance. En contraste con el contexto del pensamiento filosófico y científico,
la antropología cristiana muestra unas importantes divergencias de método, de intereses y de enfoque.
Contempla al hombre desde la perspectiva de sus relaciones con Dios. Relaciones que son de origen, también
de destino, y que en la historia se expresan como una conjunción de naturaleza y libertad, pecado y gracia. No
proporciona elaboraciones de tipo filosófico; tampoco nos da una descripción de la fisiología humana, ni de su
psicología. La aportación más neta de la revelación se refiere a un modelo de vida –Jesucristo– y a unos
horizontes de sentido. Apunta más a cuestiones existenciales que ontológicas, e interpela, sobre todo, a la
capacidad libre del hombre de situarse y conducirse en este mundo, con respecto a Dios, a sus semejantes, a la
sociedad en su conjunto y a la naturaleza. No conviene perder de vista estas diferencias para evitar reducirlo a
las cuestiones más puntuales que directamente pueden entrar en diálogo o conflicto con otros saberes.
Con respecto a las diversas disciplinas y métodos filosóficos la antropología cristiana tiene muchos puntos de
contacto. Las cuestiones filosóficas le han obligado a crecer y a configurarse en la medida en que han
representado un reto o una ocasión para pensar. Es evidente también que la revelación cristiana ha tenido un
enorme impacto filosófico, de tal modo que caracteriza el clima cultural y espiritual de occidente: basta pensar
en nuestra concepción de Dios, del hombre y del mundo, de la vida y de la muerte, además de todos los temas
morales. Pero la filosofía se concentra en los pocos grandes maestros que la han construido, que aparecen en
su historia como hitos más o menos aislados, y en una tradición escolar que incesantemente los comenta,
siguiendo en eso también el imperativo de las modas. Hoy, en un momento de cansancio y descrédito de los
grandes discursos, y en ausencia de grandes maestros, el discurso filosófico se nos presenta muy fragmentado.
Se podría afirmar que actualmente el discurso de tipo global se desarrolla más en la teología que en la filosofía.
Por eso, fuera de las cuestiones permanentes planteadas a lo largo de la historia, el diálogo con la filosofía actual
se ha desplazado a cuestiones de tipo ético o a cuestiones de tipo crítico, como sucede con la filosofía analítica.
El interés por la antropología está más vivo en la teología que en la filosofía, que, en este campo, está abrumada
por el peso de los discursos de tipo deconstruccionista.
Con respecto a las ciencias positivas, los puntos más visibles de contacto y de diálogo, aparte de consideraciones
generales de sentido; siguen siendo las grandes cuestiones abiertas con la hipótesis evolucionista, donde se juega
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nuestra idea de lo que es el hombre, su puesto en el universo y, también, la consideración ética que merece.
Podemos resumirlas en tres:
a) la cuestión del origen; b) la cuestión del alma; y c) la cuestión del valor singular de la persona humana.
a) La cuestión del origen
La hipótesis de la evolución ha cambiado una parte importante de nuestra concepción del universo, con todas
las dificultades que esto lleva consigo: ha producido frecuentes perplejidades y ha sido objeto de debates con
diversa intención. Como tal hipótesis, se ha basado siempre en la interpretación de unos datos fragmentarios,
y ha sido una proyección o reconstrucción imaginada de lo sucedido, modificada a medida que aumentaban los
datos. Hoy se puede considerar prácticamente demostrada, por la fuerza de los indicios, aunque no se puedan
considerar establecidos los detalles, ni, con exactitud, los mecanismos por los que se produce; queda, por
ejemplo, pendiente aclarar la relación entre los factores internos (genéticos) y externos (ambientales) en la
aparición de los cambios.
La tradición cristiana se ha sentido afectada principalmente en dos puntos19. En primer lugar, afirma la
existencia de un Dios creador, a cuya causalidad, directa o indirecta, hay que remitir todo lo que sucede. En ese
sentido, no considera compatible una presentación de las cosas como si fueran fruto o de sólo una necesidad
ciega de la propia naturaleza o del puro azar. Pero ésta es una dificultad, en general, fácil de salvar, porque la
acción de Dios es trascendente y compatible con la existencia de leyes necesarias naturales y también con
sucesos fortuitos y, sin embargo, determinantes en la historia de la evolución del cosmos, porque pueden
considerarse como fruto de su Providencia.
En segundo lugar, precisamente porque afirma en el hombre una trascendencia, como imagen de Dios y como
destinado al diálogo con Él, concluye que, en el proceso de la evolución, ha de existir un «salto ontológico»
entre los animales y el hombre. Y esto requiere una intervención específica del Creador en el proceso evolutivo,
distinta del influjo de las fuerzas naturales que no pueden producir por sí solas algo que las trasciende. Cada
hombre es imagen de Dios y lleva en sí mismo un núcleo irreductible a la materia. Este es, en definitiva, el
problema del alma que después abordamos.
Cabe pensar que, precisamente, la introducción de ese plus espiritual es lo que ha condicionado la evolución
posterior de la especie humana, que, como es observable, emerge de las leyes de la evolución por su carácter
cultural, en concreto, al poder acumular conocimientos que le facilitan superar los condicionamientos
ambientales. Es evidente que el factor espiritual ha condicionado también morfológicamente su desarrollo, ya
que las capacidades intelectuales en sentido amplio (memoria, habla, gesto, manejo de la mano) llevan
aparejadas consecuencias orgánicas; pero no somos capaces de determinar en qué grado y en qué modo. Como
hemos señalado antes, quienes tienen un pensamiento materialista tienden a anteponer la evolución material al
ejercicio de las funciones que llamamos espirituales; quienes crean en la existencia del espíritu (por la fe cristiana
o por otros motivos) tienen derecho a pensar lo contrario, pero esto, naturalmente es una opinión de momento
indemostrable y que no está necesariamente vinculada a la fe.
Hay que recordar la diferencia de discurso, entre las deducciones de la fe, que se basan en la revelación, dada
como antes hemos dicho, y el modo de argumentar de la ciencia. La fe se basa en grandes principios expresados
generalmente de manera simbólica, la ciencia en pequeños datos y en la proyección de hipótesis de naturaleza
física. Por eso no es conveniente precipitarse a mezclar discursos tan heterogéneos, buscando un concordismo
fácil. Como la experiencia enseña, se necesita tiempo para percibir con claridad lo que está implicado en la
posición de cada parte; y no es bueno que, por el deseo de tener una solución «completa», se pierdan de vista
los límites y los apoyos limitados que tiene cada formulación, y se dé lugar a soluciones forzadas. La teología
no tiene porqué construir un modelo propio y alternativo de hipótesis científica. Tiene que desarrollar sus
propios datos con su método propio, aunque atenta a los datos de los otros saberes, en la medida en que están
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críticamente probados. Para eso, debe conocer el estado de la cuestión, saber en qué se fundamenta, y medir
su alcance, teniendo la confianza, basada en la fe, de que un correcto conocimiento científico no puede
contradecirla.
b) La cuestión del alma
Las tradiciones culturales ancestrales han vinculado el alma al misterio de la vida (principio vital) y al culto a los
muertos. La tradición filosófica, tanto la griega y escolástica como la de Descartes, ha enfocado el estudio de
su naturaleza desde la problemática de las funciones espirituales. Si exceptuamos el culto a los muertos, las otras
dos aproximaciones, aunque tienen una larguísima tradición, no están necesariamente ligadas a la fe y conviene
distinguir las argumentaciones. Por ejemplo, es evidente que todo lo que la antigüedad ha visto en el alma como
principio de animación vital, necesita ser presentado de otro modo cuando hemos adquirido unos
conocimientos de biología y bioquímica tan extensos. Pero esto influye sólo tangencialmente a la presentación
de la fe.
Para la tradición cristiana, el alma es un término no prescindible, pero no por argumentos de tipo filosófico o
psicológico, sino por su relación con los misterios de la creación y resurrección. La teología de este siglo, por
influjo de los autores de corte personalista, ha realizado un nuevo desarrollo de las implicaciones antropológicas
de estos misterios, destacando que el hombre es fruto de un designio divino que lo constituye como interlocutor
para siempre, y, por tanto, como un ser capaz de trascender su situación histórico-temporal, y también material.
Este enfoque refuerza la idea de la trascendencia del hombre, desde una argumentación genuinamente teológica.
Los intentos de distanciarse del dualismo platónico y de acercarse a puntos de vista científico-positivos, han
llevado a algunos teólogos a disminuir la identidad ontológica del alma y, como consecuencia, a poner en duda
la escatología intermedia, es decir, la pervivencia del alma en lo que media entre la muerte y la resurrección.
Conviene advertir, de entrada, que el dualismo alma/cuerpo o materia/espíritu no es del todo superable, porque
está vinculado a una experiencia inmediata –en cualquier persona– que se reconoce espontáneamente en dos
ámbitos diferentes (mi cuerpo y mi yo).
Desde el punto de vista de la fe, la realidad de la resurrección requiere afirmar una identidad que pervive tras la
muerte. Y, en el peculiar tiempo que media entre una y otra, la tradición cristiana reconoce actos, como son el
juicio particular, la contemplación de Dios y la mediación intercesora de los santos, que son creencias
fuertemente articuladas con otros misterios de los que no parece posible prescindir. Ciertamente no tiene
sentido pensar el alma como si fuera una cosa que está dentro de otra cosa (el cuerpo) y que, por eso mismo,
permanece tras la descomposición del cuerpo como si nada pasara; también es cierto que no se puede concebir
un tiempo tras la muerte con los criterios del tiempo físico que depende enteramente de la materia. Pero
teniendo en cuenta lo lejos de nuestra experiencia en que todo esto se realiza, lo más razonable parece
contentarse con afirmar con seguridad lo necesario y fijar bien sus límites, sin pretender ir más allá en lo que,
propiamente hablando, es un misterio.
La fe cristiana no tiene inconveniente, al contrario, en afirmar la existencia de realidades propiamente
espirituales como los ángeles y, sobre todo, Dios mismo. E interpreta la afirmación de que el hombre es imagen
de Dios, también en el sentido de que es reflejo de ese modo propio de ser de Dios, que es espiritual. En esto
fundamenta la vocación del hombre al diálogo con Dios, y su trascendencia y peculiar dignidad con respecto al
mundo material. Pero es bastante sobria a la hora de describir la naturaleza del alma: se conforma con afirmar
su trascendencia (su inmaterialidad con respecto a la definición clásica de materia) y su pervivencia tras la
muerte. No entra, por ejemplo, en detallar su relación con el cuerpo, aunque la fórmula de Santo Tomás de
Aquino, que presenta el alma como forma del cuerpo, goza de un particular prestigio y también ha sido usada
(aunque propiamente no definida) por el Magisterio solemne del Concilio de Vienne (1311-1312)21.
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c) La cuestión del valor singular de la persona humana
Se puede decir que el valor de la persona humana tiene modernamente una relevancia jurídica y social como no
lo ha tenido nunca, tanto por la aceptación casi universal de los derechos humanos fundamentales en las
legislaciones, como por la amplia recepción en la mentalidad de las gentes. Aunque este reconocimiento teórico
no ha sido capaz de evitar las abundantes y dramáticas violaciones que han tenido lugar durante el siglo XX. Y
tampoco es lo suficientemente fuerte como para fundamentar la inviolabilidad de la vida humana en todos los
casos, como se ha visto en los frecuentes debates de tipo bioético que han tenido lugar al final del siglo, donde
priman argumentos de carácter utilitarista, revestidos de forma sentimental, bajo la presión de una sociedad
demasiado cómoda.
A esto hay que añadir los naturalismos, formulados teóricamente o no, que reducen lo humano a categorías
inferiores como lo físico o lo biológico o lo conductual. La fuerte impregnación de una mentalidad positivista
incide en el modo de afrontar las cuestiones bioéticas, aunque más desde un punto de vista pragmático que
teórico. Pocos, en efecto, son los que hoy se atreven a argumentar que, puesto que el hombre no es más que
un poco de materia, se le puede tratar de la misma manera que a cualquier otra realidad material. No falta quien
lo piensa o incluso lo declara indirectamente, pero la sensibilidad social no admite sacar conclusiones prácticas
de esa argumentación. La mentalidad positivista influye más bien indirectamente en la medida en que una
civilización acostumbrada a someter la materia tiende a ver en ello siempre un triunfo. Esto lleva a pensar que
todo lo que técnicamente es posible, y mucho más si representa un avance técnico, es bueno. Esto ha llevado
a una manipulación creciente, sobre todo, en el ámbito de la procreación humana.
La fe cristiana confiesa que la vida humana es sagrada e inviolable: que sólo a Dios le pertenece y que en sus
manos está el dar la vida y el quitarla. La fe basa la peculiar dignidad del hombre en su trascendencia y en su
destino, ya que ha sido hecho por Dios y llamado al diálogo con Él. Afirma que es el culmen del universo
material, que este universo le está ordenado y que tiene derechos sobre él, aunque no ilimitados. Esta
consideración, de tipo ontológico, se completa con otra que se deduce de las expresiones reveladas de la ley
moral, y que afirma que la vida humana es inviolable, e induce a respetarla con una amplia gama de
prescripciones. Desde el punto de vista cristiano, el valor de la persona humana es uno de los fundamentos
principales del orden moral, aunque no el único, pues Dios también tiene un valor y los seres del universo otro,
aunque sea de diferente orden. En definitiva, la escala de los valores morales remite, cuando se quiere
fundamentar, a la escala de los seres, ya que la actitud moral fundamental es el respeto, el reconocimiento del
valor real. La fe cristiana ve en este orden la expresión del querer divino.
Sin embargo, es importante percibir la distinción entre los dos campos (ontológico y moral) porque, aunque en
la reflexión cristiana vayan unidos, dan lugar a dos géneros distintos de argumentación. La reflexión de tipo
ontológico bien sea basada en la filosofía o en la fe, sostiene la dignidad humana en la peculiar condición del
ser humano. La reflexión de tipo moral se fundamenta también en la percepción inmediata del valor moral.
Muchas personas que teóricamente no tendrían inconveniente en afirmar que, desde un punto de vista teórico,
un hombre es, en definitiva, un paquete de células o un puñado de materia mejor organizada, mantienen, sin
embargo, su sensibilidad moral. Y se sienten interpelados, por ejemplo, por las necesidades del prójimo; o por
los deberes de amistad, de familia, de trabajo o de fidelidad a la palabra dada. Perciben el universo de los valores
morales, con el valor singular de la persona, aunque no reconozcan la diferencia ontológica, porque están
ofuscados, generalmente, por representaciones teóricas reductivas.
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