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QUÉ ES EL HOMBRE - Antropología Teológica - J.L. Lorda

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¿QUÉ ES EL HOMBRE?

(UNA VEZ MÁS)


APROXIMACIÓN TEOLÓGICA A LA ANTROPOLOGÍA1

1. Lo que se puede decir desde la fe


La fe ciertamente es una fuente para el conocimiento humano. Así lo reconoce el creyente que confiesa que
Dios ha hablado e intervenido en la historia, que se ha revelado al hombre y que, sobre todo, le ha manifestado
unos designios de salvación. Pero es una fuente de conocimiento con un modo de ser peculiar, que necesita
una hermenéutica especial para ser leída. Los contenidos de la fe no se nos ofrecen como en una enciclopedia.
No existe tal enciclopedia y no es posible buscar la voz «Hombre» para saber lo que Dios ha querido decirnos
sobre nuestra naturaleza. La revelación es un peculiar proceso en el que hay que tener en cuenta dos elementos
fundamentales: la acción de Dios que se revela a lo largo de la historia; y la comprensión que alcanza el
destinatario de la revelación que, en definitiva, es primero Israel, y, después, la Iglesia. Tanto la misma
revelación, como la comprensión del interlocutor a quien va dirigida, sin que puedan separarse del todo, dejan
una huella en la historia que es, por un lado, las Escrituras Sagradas, y, por otro, los distintos modos en que
expresa autorizadamente la fe: la doctrina (el Magisterio), el culto, el derecho, las costumbres...; es decir, en
general, lo que se llama lugares teológicos donde se recoge la tradición. Como el interlocutor de la revelación
nunca consigue agotarla, siempre cabe un progreso en la comprensión de los contenidos, en los enfoques, en
las aplicaciones, que es fruto de la reflexión; eso es la teología. Y en la medida en que sus frutos son probados
y adquieren un reconocimiento universal pueden llegar a incorporarse a la doctrina.
Este intenso y delicado proceso hace que no sea sencillo exponer lineal y ordenadamente lo que la fe cristiana
sostiene acerca del hombre. Sí que se pueden enunciar algunos puntos fundamentales; sí que se pueden señalar
algunos aspectos que han sido destacados por la tradición; sí que se pueden dar algunas pistas acerca de los
intereses de la reflexión teológica; pero la exhaustividad es imposible; y tampoco se puede pedir una excesiva
precisión: ya que fuera de algunas cuestiones muy centrales y perfectamente establecidas, la fe se expresa casi
siempre mediante imágenes o expresiones metafóricas, que son muy ricas, pero no se dejan verter del todo en
un lenguaje más preciso. Además, está enfocada a intereses de tipo religioso y no de tipo científico o filosófico.
Todo esto da lugar a un modo de abordar los temas y de argumentar muy diferente. No podemos recoger lo
que la fe cristiana dice acerca del ser humano con los mismos criterios que sirven para las descripciones sobre
su cuerpo que encontramos en los tratados de anatomía o fisiología. El lenguaje de la fe es distinto del de la
filosofía y también distinto del de las ciencias naturales.
Intentaremos hacer una exposición teológica, sin pretender la exhaustividad de los elementos descriptivos, sino
centrándonos en unos pocos núcleos donde se expresa la relación del hombre con Dios, que es lo más
característico de la perspectiva teológica. Esta relación puede exponerse recurriendo a un esquema trinitario:
el ser humano es, constitutivamente, por el designio original del Creador, imagen de Dios;
está destinado a realizarse según un modelo expresado en la figura y la vida histórica de Cristo redentor; en
eso consiste su destino y plenitud; esa transformación se produce por la acción interior del Espíritu Santo,
con una doble dimensión, personal y social.
Además, entre el primer y segundo punto, introduciremos una reflexión sobre el pecado y sus secuelas, que
es también un aspecto importante de la revelación cristiana sobre la condición humana.

1
Juan Luis Lorda - Artículo publicado en Scripta Theologica, 30 (1998/1), pp. 165-200.

1
2. La caracterización del hombre como imagen de Dios
Al decir que el hombre es imagen de Dios, nos encontramos ante una de las definiciones más célebres de la
tradición cristiana, que tiene su fundamento en las primeras páginas de la Biblia, donde se relata la creación del
mundo (Gen 1). Pero es una metáfora y, como tal, abierta a la interpretación y con una capacidad de expresión
y evocación mucho mayor de la que pudiera
En primer lugar, el hecho mismo de la creación y la forma como nos es narrada quieren indicar la peculiar
relación que el hombre tiene con su Creador, la dependencia de Él, a la que libremente debe someterse. Todo
lo que el hombre tiene viene de Dios y las Escrituras Sagradas recuerdan constantemente que Dios es la fuente
de toda vida, en todos los estratos en que ésta se manifiesta, desde la animación del cuerpo hasta la luz del
espíritu. El hombre lleva en sí mismo impresa la relación con Dios9, de origen y de destino, es de Dios y para
Dios; la «imagen de Dios» y, en realidad, la única imagen de Dios, una imagen viva, porque, en Israel, todas las
demás imágenes y representaciones estaban prohibidas para impedir la idolatría.
Si acudimos al texto, podemos encontrar una primera interpretación de esta expresión tan célebre, con sólo
atenernos al marco en que se nos presenta y al relato de la bendición que el propio Dios pronuncia sobre el
hombre recién creado. El texto narra, con rápidas imágenes, la creación del mundo en siete días; al llegar al
sexto, se detiene y refiere el designio divino para la nueva criatura: «hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza», confirmado a continuación: «a imagen de Dios lo creó, varón y hembra los creó» (Gen 1, 26-27).
Si tenemos presente que es la última criatura creada y que en el séptimo día Dios descansa (clara alusión al
descanso sabático), se puede deducir que el hombre es el coronamiento de la creación.
La bendición que Dios pronuncia inmediatamente: «sed fecundos, y multiplicaos y dominad la tierra», con sus
distintos tipos de seres, permite deducir un doble aspecto del hombre en cuanto imagen. De un lado, la
capacidad de generar otros hombres transmitiendo su imagen, como señala más adelante el propio Génesis
(Gen 5, 1-3); de otro, la capacidad de dominar sobre la creación visible, de la que es constituido señor y, en
cierto modo, administrador de Dios. Frente a las demás criaturas, el hombre refleja la gloria de Dios, su
capacidad creadora, su dominio: «le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto bajo sus pies» (Sal
8, 7). Esto otorga a la vida humana un especial valor. Tanto la peculiar atención con que el hombre es creado
–tema en el que insiste el segundo relato–, como el hecho de ser «imagen de Dios», revelan una relación peculiar
con el Creador, que es distinta de las demás criaturas. El hombre es señalado por la atención divina entre los
seres del universo: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él te cuides?»
(Sal 8, 5).
Pero hay algo más, el hombre refleja a Dios, tiene algo de Dios: «Lo coronaste de gloria y de esplendor» (Sal 8,
6). Y en esto la tradición cristiana de modo casi unánime y desde muy tempranamente ha visto reflejado, sobre
todo, el uso de las facultades intelectuales que hacen al hombre capaz de ser interlocutor de Dios, de gobernarse
a sí mismo y de dominar a los demás seres de la naturaleza. Pues no es en la fuerza ni en la rapidez, sino en la
inteligencia, donde se reconoce la ventaja que permite al ser humano ejercer su señorío. Y esta cualidad es, sin
duda, un especial reflejo del Creador, de un Dios que es espíritu.
Hoy, en un contexto de alta sensibilidad democrática, se mira a veces con prevención la neta superioridad que
el pensamiento cristiano concede al hombre. Pero es un principio no negociable, aunque necesite ser bien
entendido. El hombre es una criatura superior, no sólo por el hecho de gozar de unas especiales cualidades,
sino más todavía por el motivo por el que las goza, que es estar llamado, desde su origen, a una peculiar relación
de diálogo con el Creador. Esto da a la vida humana una dimensión de trascendencia que no se encuentra en
ningún otro ser de la naturaleza. Y es el fundamento de la dignidad peculiar del hombre, como recuerda la
Constitución Gaudium et Spes (n. 19).

2
De otra parte, en un clima de sensibilidad ecológica, se objeta que, con este principio, se ha querido justificar
las verdaderas o supuestas depredaciones que el hombre ha realizado en la naturaleza. Pero esto no se puede
recibir sin matices. Hay que conceder que, efectivamente, el pensamiento cristiano, en parte como deducción
de este texto, ha desacralizado el mundo. El cristiano piensa que en el mundo hay sólo fuerzas naturales (aunque
también pueden intervenir las potencias angélicas y Dios mismo) y no concede a ningún ser una categoría
superior a la suya. Está convencido de que todo le está sometido y lo puede someter a su utilidad. Aunque
también es cierto que su relación con el mundo no es la de dueño, sino sólo la de administrador; no debe ni
abusar, ni destruir el mundo, cuya belleza refleja la gloria del Creador. De todas formas, a la hora de valorar la
incidencia de este pensamiento en una explotación excesiva y descuidada de la naturaleza, no se pueden olvidar
otras causas mucho más prosaicas, como son la natural avidez humana (que la religión cristiana reprime) y, con
frecuencia, las perentorias necesidades de la supervivencia. Con todo, al ser más conscientes hoy que en otras
épocas de los daños que se pueden producir, la sensibilidad cristiana moderna ha desarrollado explícitamente
los deberes morales que el hombre tiene frente a la naturaleza.
La formidable expresión de que el hombre es imagen de Dios resulta ser también un camino de conocimiento,
pues permite trasladar al hombre lo que sabemos de Dios, y trasladar a Dios lo que sabemos del hombre. De
este trasvase se han beneficiado, como muestra claramente la historia, tanto la teología trinitaria como la
antropología teológica. Uno de los frutos más relevantes ha sido precisamente el concepto «persona», tan ligado
a la idea cristiana de lo que es el hombre. Esta palabra, cargada de sentido, expresa la particular dignidad del ser
humano, alude a lo peculiar de su condición espiritual y sugiere los derechos que le son innatos. Una parte
considerable de la reflexión cristiana sobre el hombre se ha realizado alrededor de este rico concepto tan
privilegiado en la historia del pensamiento. Se puede decir que la densidad de significado que la teología antigua,
especialmente patrística, reconocía en la expresión «imagen de Dios», ha sido asumido, repensado y desarrollado
por el pensamiento cristiano de estos últimos siglos a través del concepto «persona».
Como un aspecto muy concreto del «trasvase conceptual» entre la teología trinitaria y la antropología cristiana,
hay que señalar la dimensión interpersonal que encierra el concepto de persona. En efecto, tal como es definido
en la teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, cada Persona divina es una «relación subsistente»10. Aunque
la persona humana no pueda ser definida así, porque es constituida también por sus aspectos materiales, no
cabe duda de que la «relacionalidad» resulta ser un reflejo del ser divino y constituye una característica básica y
fundamental del espíritu humano. Esta reflexión permite reforzar, desde una nueva perspectiva, la idea de que
el hombre es un ser, por constitución y vocación, destinado al diálogo, en primer lugar, con Dios y, como
consecuencia, también con sus congéneres (cfr. GS 12). De este modo, se alcanza una nueva perspectiva para
iluminar la condición social del hombre y una idea más plena de lo que es su realización, que consiste
precisamente en la plenitud del darse (cfr. GS 24). Lo que, por otra parte, coincide con el doble mandato de la
caridad, expresión sintética de la moral cristiana.
Gracias a esta perspectiva, se consigue reunir la reflexión ontológica, que intenta describir la naturaleza del
hombre desde un punto de vista teológico, con la reflexión moral, que trata de encontrar el sentido de su vida
y de su acción. Así se explica también que el concepto «persona» se haya constituido de hecho en el centro de
la reflexión moral: origen de la peculiar consideración que el hombre merece y punto de referencia para definir,
desde un punto de vista cristiano, lo que es el bien común y entender el fin y el sentido de la vida social, que es
la base de la doctrina social cristiana.

3. Cristo como hombre perfecto


Sin embargo, la reflexión cristiana sobre el hombre no puede limitarse a hablar de su constitución, a la
descripción de su naturaleza, ni tampoco a la experiencia de su vida moral. Y esto le da también un aspecto
novedoso. Mientras nuestra reflexión se centra sobre la constitución y comportamiento humanos, nos
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movemos en un terreno que, pese a las diferencias de fundamentación, de método y de perspectiva, puede
considerarse paralelo al de la antropología filosófica, con el que, por otra parte, tiene mucha relación.
Pero hay una novedad específicamente teológica que consiste en la referencia a una persona histórica real que
es Cristo, el hombre nuevo, como San Pablo señala. La definición cristiana de hombre resulta tener así dos
polos: uno de origen, compendiado en la expresión simbólica «imagen de Dios», donde se ilustran aspectos de
su constitución y condición; otro, de término, centrado en la figura de Cristo, que aparece como realización
plena de lo que el hombre está destinado a ser. Ambos polos forman parte del designio de Dios sobre el
hombre.
La teología de la segunda mitad del siglo XX ha redescubierto y destacado, a veces en términos bastante
abstractos, la relación que existe entre la Cristología –el estudio de la figura de Cristo– y la antropología11. Se
necesitan, sin embargo, unas claves de lectura para obtener algún fruto concreto de esta relación conceptual.
Por otra parte, hay que evitar también trivializarla: la referencia a Cristo como hombre nuevo, no es
simplemente la referencia a un modelo que imitar, que también lo es, sino mucho más.
En primer lugar, la figura de Cristo, en su singularidad, resulta ser imagen y, por tanto, nueva revelación de lo
que es la plenitud humana, porque todo hombre está llamado a identificarse con Él y adquirir, aunque a un
nivel distinto, los rasgos más importantes que le caracterizan: ser hijo de Dios, estar lleno del Espíritu Santo,
ejercer la condición de sacerdote, profeta y rey, adquirir la contemplación y el trato filial con el Padre y la
comunión del Espíritu.
En segundo lugar, los rasgos esenciales de la biografía real de Cristo resultan ser camino, itinerario vital, por el
que el cristiano tiene que pasar realmente: son actos que en cada cristiano se realizan, unos en forma invisible
y sacramental, como el renacer y ser ungido por el Espíritu Santo; otros, en forma visible, como el morir con
Cristo para resucitar con Él, por la acción del Espíritu Santo.
En tercer lugar, se puede hablar de una identificación interior, psicológica, de conciencia, de intereses, de
manera de pensar, de aspiraciones, de forma de reaccionar, de modo de vivir, que se produce en el cristiano
como fruto de la acción interior y transformante del Espíritu Santo. Ésta lleva a que cada cristiano obre
«a la manera de Cristo» y resulte ser, como le gustaba expresar al Beato Josemaría Escrivá, «Cristo que pasa»
entre los hombres. La experiencia ascética de la Iglesia reconoce en el espíritu de las bienaventuranzas que se
manifiesta en las personas santas, los rasgos de carácter de Cristo; sus actitudes, sus reacciones. Y, muy
especialmente, en el modo de vivir, impulsado por la caridad, que es
«el» mandato de Cristo, y que Él mismo formuló en términos comparativos: «Amaos como Yo os he amado».
Dentro de este
«ocupar el lugar de Cristo» debe incluirse también la relación filial con María, tan presente en la conciencia
cristiana: pues cada cristiano se identifica con la situación existencial del Cristo histórico, cuando
la recibe y siente como Madre, aplicándose las palabras del Señor al discípulo amado (cfr. Jn 19, 25-27).
Sólo en cuarto lugar, aunque también tenga su importancia, aparece la identificación intencional, voluntaria, del
cristiano que quiere vivir como Cristo y que, conscientemente, lo toma por modelo, imaginando su modo de
reaccionar a partir de lo que sabemos de Él por los Evangelios. Este aspecto, desde un punto de vista práctico,
no es realmente separable del anterior, pero interesa distinguirlos, para apreciar el componente «carismático»,
de impulso interior y espontáneo del Espíritu Santo, propio de la vida cristiana y que tanta parte tiene en lo que
es la santidad. De ese modo, se entiende que Cristo es modelo es un sentido mucho más profundo.
Por último, hay un aspecto profundo de la antropología directamente aludido en la figura de Cristo tal como
históricamente se nos presenta: es el misterio del sufrimiento y de la muerte. De un lado, aquí parecen invertirse
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los términos y es Dios quien imita al hombre, cuando quiere participar del sufrimiento humano y, muy en
particular, del sufrimiento injusto de los inocentes. La figura de Cristo sufriente se constituye así en el paradigma
del Justo que sufre y encierra en sí mismo toda la profundidad de esta paradoja y la solución de este misterio.
El dolor y el sufrimiento, al ser asumidos en la figura de Cristo, al ser aceptados libremente por Él, y al ser
ofrecidos con amor al Padre mientras perdona («porque no saben lo que hacen»), da un nuevo sentido al dolor
y sufrimiento humanos. Unido a Él, todo dolor y sufrimiento reciben un sentido redentor, según las llamativas
palabras de san Pablo: «cumplo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo» (Col 1,24). Así, el sufrimiento y
el dolor humano, además de sus anteriores referencias al pecado como castigo y como purificación, adquieren
una nueva, como redención.
Pero la mención del sufrimiento y muerte de Cristo, de su derrota, no puede separarse de la victoria de la
resurrección y la gloria, que son el núcleo de las promesas y el objeto de la esperanza cristiana. Es la apertura y
la aclaración de una esperanza cierta en un más allá que, finalmente y sólo a través de la figura gloriosa de Cristo,
se abre en este mundo no sólo como una conjetura más o menos probable o deseable, sino como una realidad
manifestada que la fe confiesa. Y en esa realización, la fe cristiana reconoce la respuesta a los anhelos de
salvación y trascendencia, de superación de la muerte y el sufrimiento, de resolución de la injusticia, de paz,
amor y realización, que, de un modo u otro, se manifiestan en el espíritu humano. Hay un más allá de plenitud
al que somos llamados en Cristo, que puede iluminar y colorear todo el vivir humano.

4. La revelación del pecado


El sufrimiento y la muerte de Cristo en la cruz es también una imagen viva, una parábola, de lo que es el pecado
como rechazo de Dios. El rechazo de los «suyos» ilustra, en definitiva, el rechazo de Dios que quiere ser acogido
por cada hombre. Pues desde el punto de vista religioso, el pecado no consiste en otra cosa que en apartarse
de Dios y rechazarlo.
La antropología cristiana tiene como uno de sus puntos más relevantes la revelación del pecado en sus
verdaderas dimensiones. Es fruto característico de la acción del Espíritu: «Cuando Él venga, convencerá al
mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio. En lo referente al pecado,
porque no creen en mí...» (Jn 16,7). Y ésta es también una de las principales novedades con que la revelación
ilustra el conocimiento humano.
El mensaje que la Biblia transmite sobre los orígenes habla de la creación de Dios e, indisolublemente, en el
segundo relato, del pecado. Y no lo relata únicamente con la intención de reflejar lo que sucedió en los orígenes,
una sola vez, sino que quiere aludir también, siguiendo el modo propio de significar de un texto primordial, a
una lacra permanente de la condición humana. El texto bíblico ilustra que el pecado es una desobediencia a
Dios, y, además, al relatar la condena de Dios a los primeros hombres, alude a los males que se deducen del
pecado. El texto quiere mostrar que todos los males y las quiebras de la condición humana están vinculados al
pecado.
Éste es, evidentemente, el marco que permite entender la estructura y el sentido de la salvación. Por eso, es
parte importante del mensaje cristiano mostrar las distintas manifestaciones del pecado y el mal del mundo para
anunciar las promesas de salvación que se encuentran en Cristo, aunque la salvación de Cristo trasciende el
daño del pecado, porque comunica una nueva vida. El contraste con el orgullo de una cultura que, en los países
más ricos, se siente adulta y emancipada, y en pleno uso de su libertad, tiende a deformar o a hacer antipático
este aspecto del mensaje e induce la tentación de ponerlo en sordina o de reducirlo a cuestiones de justicia
social.
Pero el análisis del mal no puede reducirse a los problemas visibles del subdesarrollo, por graves que sean. Por
un lado, no hay que olvidar el misterio, verdaderamente duro, del mal en la naturaleza. Debido a la pujanza de
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un naturalismo, que es una expresión renovada del mito de la Arcadia, se olvida, con frecuencia, hasta qué
punto la naturaleza puede ser inhóspita para el hombre. Es cierto que un triunfo relativo de la técnica ha
conseguido, en los países más desarrollados, un notable grado de bienestar. Pero este dominio, aunque nos
resulte tan beneficioso, es solamente epidérmico como han puesto de manifiesto, por ejemplo, las graves
consecuencias de los ligerísimos cambios climáticos que se han padecido en estos años; la humanidad sigue
constantemente expuesta, como lo ha estado siempre, a las desgracias más variadas. Por otra parte, a pesar de
tantos logros y bienestar logrados, de los que justamente se enorgullece el trabajo humano, la medicina no
puede evitar la radical vulnerabilidad de un organismo tan delicada y extraordinariamente complejo, ni extraer
al hombre de su condición mortal.
Al mensaje cristiano no le conviene presentarse como profecía de desgracias. Pero tampoco puede dejar que se
pierda el dramatismo de la condición humana, por versiones edulcoradas. Debe ayudar también al hombre
posmoderno a enfrentarse con el problema del mal y poner sus anhelos de salvación donde merecen, evitando
las ilusiones vanas o la evasión irracional ante el problema. Quienes, por una sucesión de coincidencias
afortunadas, han pasado su vida sin apenas enfrentarse personalmente con el dolor y el sufrimiento, pueden
inconscientemente considerar innecesaria esa salvación o, incluso, bromear con alguno de sus aspectos; como
sucede, por ejemplo, con la promesa de la resurrección. La promesa de una felicidad futura puede no resultar
atractiva, o incluso ser mirada con recelo, por quien ha hecho lo posible por vivir bien en el presente. Eso no
hace más que confirmar que quienes se sienten ricos difícilmente pueden entrar en el Reino prometido.
Con todo, el aspecto más radical de la salvación de Cristo apunta a algo mucho más personal y se refiere al
pecado en su manifestación en la conciencia. Ésa es la experiencia nuclear y más propia del pecado: el rechazo
al dictado de la conciencia, el error voluntario, la negación del deber, la violación de la ley, la realización del
egoísmo, de la incoherencia, de la inautenticidad. Y esta experiencia universal y constante está expresada
también en el relato del primer pecado, cuando los primeros hombres violan el mandato de Dios queriendo
«ser como dioses» y disponer a su antojo del bien y del mal14. La tradición cristiana sostiene que el aspecto más
sustantivo del pecado es precisamente esta ofensa de Dios, el rechazo de su voz y de sus designios, que se hacen
presentes en la conciencia. Por eso, no considera nunca el pecado como un asunto privado, aunque se haya
desarrollado en la conciencia: el orden de la conciencia está incluido en el orden del universo que Dios ha
creado. De esa ruptura del orden original de la obediencia a Dios, que provoca el alejamiento voluntario de la
criatura con respecto al creador, se deducen todas las demás quiebras: el desorden interior del hombre, el
deterioro de la vida social y la insatisfactoria relación con una naturaleza que se vuelve extraña y, muchas veces,
inhóspita para el hombre15.
La tradición cristiana ha reflexionado, a lo largo de los siglos, a partir de los contenidos de la revelación y de la
experiencia ascética, sobre las secuelas psicológicas, por así decir, del pecado. Santo Tomás, en un conocido
texto que ha quedado como emblemático en esta materia, las ha resumido en cuatro vulnera peccati: el
oscurecimiento de la inteligencia y la malicia, la concupiscencia, con la esclavitud al pecado que supone, y la
debilidad16. Todas estas lacras tienen su origen en la separación de Dios, fuente de vida y de verdad, y expresan
el desorden que el pecado –original y personal– imprime en la acción humana. Se puede considerar que la
moderna reflexión moral ha añadido a éstas una dimensión social, fijándose también en los condicionamientos
negativos que se extienden: concepciones, costumbres o, también, situaciones inmorales e injustas, que
condicionan las decisiones morales particulares. Esta dimensión social del pecado era englobada clásicamente
en «el mundo», al referirse a los tres grandes enemigos o tentadores del hombre, junto con el demonio y la
carne.
La experiencia cristiana señala la estrecha relación que el conocimiento humano tiene con las opciones de
conciencia, especialmente en lo que se refiere a los principios morales, y, en un sentido más amplio, a lo que
clásicamente se entiende por sabiduría, el saber profundo y experimentado sobre el modo humano de vivir. Las
opciones pecaminosas, en la medida en que contradicen la luz aparecida en la conciencia, provocan el
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oscurecimiento del espíritu y la aparición de fenómenos de perversión que suponen la alteración de las
inclinaciones morales y el desajuste de los delicados resortes de la acción humana. La complejidad de la
psicología humana impide hacer un juicio concreto de las distintas expresiones de la perversidad. Ya que, desde
fuera, generalmente, no es posible penetrar en la intimidad de la conciencia y discernir el peso que en ella tienen
patologías de tipo psicológico o incluso de naturaleza fisiológica. Pero, en líneas generales, es observable el
efecto degenerativo que la infidelidad reiterada y grave a los imperativos de la propia conciencia tiene en la
conducta humana.
Al estudiar los efectos del pecado, la reflexión cristiana ha prestado atención especialmente a lo que se puede
resumir bajo la palabra, hoy en desuso y que suena demasiado fuerte:
«concupiscencia». Se trata de las inclinaciones torcidas del corazón humano hacia el desorden moral, que es el
origen de los malos deseos, tantas veces difíciles de controlar y de vencer. No ha pasado inadvertida la leve
pero significativa alusión del Génesis a esta cuestión, cuando en el relato del pecado original, se menciona,
como de pasada, que antes del pecado, la primera pareja no sentía turbación y vergüenza estando desnudos, y
después del pecado, lo sienten y experimentan la necesidad de cubrirse (Gen 2,25; 3,17). En este detalle que se
relata, evidentemente, con toda intención, se ha reconocido la expresión de la ruptura del equilibrio interior del
hombre, como consecuencia del pecado, y el surgimiento de la concupiscencia.
El ser humano se siente incapaz de dominar plenamente la parte inferior de su psicología más o menos
instintiva: se manifiestan inclinaciones brutales, muchas veces también desviadas, que hostigan a la razón y
provocan la contradicción y la quiebra moral; se experimenta la duplicidad de deseos, la falta de autenticidad:
el no ser
–y hasta el no poder ser– como se desea. Todo esto, variadamente ilustrado, es lo que se ha entendido por
concupiscencia y tiene una amplia corroboración en la experiencia vivida de cualquier ser humano.
Sin que sea separable de lo anterior, una gran secuela del pecado es la pérdida de la libertad, o, por decirlo, en
sus términos tradicionales, que resultan mucho más duros: la esclavitud del pecado. Ciertamente, resulta fuerte
hablar de esclavitud en un clima totalmente impregnado por el naturalismo ilustrado, y que hace de la libertad
el máximo de sus ideales. Quizá la teología de nuestra época haya quedado en parte cautiva de esta impresión,
en contraste con la fuerte tradición agustiniana del pasado, y ha tendido a concentrar su sentido profético en
aspectos más impersonales. Aunque no se pueden desconocer los efectos estructurales y sociales del pecado,
muy difíciles de precisar, tampoco conviene olvidar los aspectos personales que están en la base de aquéllos y
en los que la sabiduría acumulada por una experiencia multisecular permite análisis mucho más ajustados.
La revelación del pecado pone de manifiesto la fragilidad humana, denuncia sus diversos disfraces, y señala la
vanidad de las aspiraciones de autorrealización y las pretensiones de madura autosuficiencia. Al presentar al
hombre como herido y moralmente roto, con incoherencias profundas en su conducta, el mensaje cristiano
impide la ilusión naturalista de exaltar e identificarse con las propias fuerzas vitales. Y revela la necesidad de
una ascética, de una negación, de una lucha por la coherencia, que necesita de la ayuda divina para ser eficaz.
Le invita a examinar su naturaleza herida y distanciarse de lo que hay en ella de desordenado. Eso le impide
también identificarse con su propia biografía. Tiene que trazar la línea divisoria entre lo bueno y lo malo, abrir
heridas que pueden haber pasado encubiertas, y reconocer la propia culpabilidad. La realización humana no
puede ser completa sin el reconocimiento del pecado y sin su purificación. Y, aún más, desde un punto de vista
cristiano, sin la confesión contrita ante Dios, con cuya luz se alcanza la claridad; y también, ante los hombres,
por lo menos en la medida en que han sido afectados por las vicisitudes de la propia conciencia.
5. La transformación que realiza el Espíritu
La antropología cristiana tiene, así como referencia la imagen de Dios creada en el origen, un modelo de
identificación que es Cristo, y una idea del pecado en cuanto destruye, en sus diversos aspectos, la imagen de
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Dios. Estos son tres puntos esenciales de la antropología cristiana. Falta el cuarto: la transformación que el
Espíritu realiza, que recompone las secuelas del pecado, renueva la imagen e identifica con Cristo. No se puede
hablar del hombre sin mencionar la inhabitación del Espíritu de Dios, la unción del Espíritu que, como reflejo
de Cristo, está destinado a recibir cada hombre. Esa inhabitación produce en el hombre una verdadera metanoia
o metamorfosis, que, durante su paso por esta tierra, afecta fundamentalmente a su espíritu, y, finalmente, tras
la muerte, también a su cuerpo, teniendo como modelo la imagen de Cristo glorioso.
La acción del Espíritu tiene un efecto transformante simétrico a la destrucción que ha producido el pecado, y
alcanza todas las dimensiones personales, sociales y cósmicas que el pecado deteriora. Cada persona debe pasar
de una condición natural, alterada por el pecado, a la identificación con Cristo, convirtiéndose en hijo de Dios.
Las sociedades humanas están destinadas, mediante la acción de la Iglesia que actúa como fermento de unidad,
a convertirse en la comunión de los santos, la sociedad de los hijos de Dios; y el conjunto de la realidad creada
está llamada a reconciliarse con el hombre y constituir el espacio físico de la Jerusalén celestial.
El pensamiento cristiano reconoce la presencia en este mundo de una verdadera y nueva «vida», que es fruto
de la acción interior del Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida. Una «vida» de la que hablan
constantemente los Evangelios y que no sólo se refiere a un renacimiento de la muerte del pecado, sino a un
auténtico y nuevo dinamismo operante en la psicología humana y que la tradición cristiana occidental llama
«gracia santificante». Muchas manifestaciones de la nueva vida, especialmente las que se refieren a la
transformación personal, son experimentables y pertenecen de hecho a la experiencia ascética cristiana. En
cierto modo, la fenomenología de la transformación interior está descrita cuando se habla, por ejemplo, de Las
tres edades de la vida interior, por recordar la obra del P. Garrigou Lagrange, o del Itinerarium mentis in Deum, por
citar el título de la famosa exposición de San Buenaventura.
Por un lado, la acción vivificante del Paráclito interviene en el ámbito de la acción humana, con intuiciones,
que son luces y descubrimientos que proporcionan una penetración en las verdades de la fe, y un juicio
penetrante sobre las situaciones y las personas, impregnado de fe, esperanza y caridad; también se manifiesta
en la conciencia como mociones concretas, que son impulsos para un obrar identificado con Cristo. Este ámbito
es el que la tradición teológica llama con el nombre de «gracia actual». Y en él se pone de manifiesto la delicada
conjunción de la acción divina y la correspondencia voluntaria del hombre.
Este obrar inspirado, por su propio dinamismo, produce la maduración interior de un ser, en cierto modo,
nuevo. Cuando llega a una cierta plenitud, la transformación interior del hombre se manifiesta en un modo de
ser adquirido, con características estables y comunes, que han sido, en términos generales, bien estudiadas: la
alegría interior, la libertad de espíritu, la penetración de la fe y el discernimiento de espíritus, la caridad heroica
que todo lo unge, el fervor de la piedad, el celo por las cosas de Dios; y, en general, el heroísmo en la práctica
de las distintas virtudes: la prudencia, la justicia, el desprendimiento, la fortaleza y tantas otras manifestaciones
bien conocidas. Aunque la complejidad del obrar humano impide establecer algo parecido a una medida, se
trata de expresiones tan constantes que se esperan de todo cristiano que haya llegado a la perfección y se exigen,
con aportación de pruebas, en los procesos en los que se reconoce oficialmente la santidad. Los santos son el
testimonio de una nueva vida sobre la tierra, más allá de la biológica y de la psicológica.
Todo esto supone la rectificación de la desintegración interior de las secuelas del pecado antes mencionadas: la
rectificación de la concupiscencia, la liberación de la psicología de los lazos impuestos por la presión interior y
exterior. Esto significa una cierta recuperación del estado inicial del hombre. Y se alcanza la verdadera libertad,
que tiene su plenitud en la capacidad de amar y de darse, expresando el amor de Cristo.
Desde el punto de vista social, la experiencia es menor y más difícil de constatar. Aunque también tiene
manifestaciones visibles. Además de otras influencias más generales de tipo cultural y educativo, hay que
recordar que la Iglesia ha realizado a través de tantas instituciones y en la vida real de cada cristiano, una inmensa
tarea de caridad, especialmente en relación con los más desfavorecidos, en todos los tiempos y en todos los
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lugares donde se ha predicado el mensaje cristiano. Esto también es un efecto sociológicamente comprobable.
La predicación cristiana va acompañada, en general, de un fortalecimiento de los lazos humanos; en primer
lugar, familiares; también de amistad social y, más en general, de solidaridad. La mente cristiana ve en esto un
signo da la comunión de los santos a la que está llamada a resolverse toda sociedad humana. Y percibe en ello
una expresión de otro orden más profundo y teológico, cuando se afirma que la Iglesia es a modo de sacramento
de comunión, de la unión de los hombres con Dios y de la unión de los hombres entre sí18. La unidad con
Dios fuente de toda vida y sentido reconstruye todas las destrucciones del pecado: personales, sociales y
cósmicas.
Desde el punto de vista cristiano, esa transformación es lo más significativo que sucede en el ámbito de la
acción humana, es lo más sustantivo de la biografía personal y colectiva, el argumento más profundo de la vida
y de la historia, aunque sólo pueda ser plenamente conocido en el análisis que supondrá el juicio universal. Y
aguarda a la Parusía para ser plena. Entonces, hasta los aspectos más recónditos de la naturaleza, alcanzados
también por los efectos del mal, serán transformados. Por eso, «la creación espera ansiosamente la
manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19).

CONCLUSIÓN
La antropología cristiana y las cuestiones interdisciplinares
Es el momento de hacer un breve balance. En contraste con el contexto del pensamiento filosófico y científico,
la antropología cristiana muestra unas importantes divergencias de método, de intereses y de enfoque.
Contempla al hombre desde la perspectiva de sus relaciones con Dios. Relaciones que son de origen, también
de destino, y que en la historia se expresan como una conjunción de naturaleza y libertad, pecado y gracia. No
proporciona elaboraciones de tipo filosófico; tampoco nos da una descripción de la fisiología humana, ni de su
psicología. La aportación más neta de la revelación se refiere a un modelo de vida –Jesucristo– y a unos
horizontes de sentido. Apunta más a cuestiones existenciales que ontológicas, e interpela, sobre todo, a la
capacidad libre del hombre de situarse y conducirse en este mundo, con respecto a Dios, a sus semejantes, a la
sociedad en su conjunto y a la naturaleza. No conviene perder de vista estas diferencias para evitar reducirlo a
las cuestiones más puntuales que directamente pueden entrar en diálogo o conflicto con otros saberes.
Con respecto a las diversas disciplinas y métodos filosóficos la antropología cristiana tiene muchos puntos de
contacto. Las cuestiones filosóficas le han obligado a crecer y a configurarse en la medida en que han
representado un reto o una ocasión para pensar. Es evidente también que la revelación cristiana ha tenido un
enorme impacto filosófico, de tal modo que caracteriza el clima cultural y espiritual de occidente: basta pensar
en nuestra concepción de Dios, del hombre y del mundo, de la vida y de la muerte, además de todos los temas
morales. Pero la filosofía se concentra en los pocos grandes maestros que la han construido, que aparecen en
su historia como hitos más o menos aislados, y en una tradición escolar que incesantemente los comenta,
siguiendo en eso también el imperativo de las modas. Hoy, en un momento de cansancio y descrédito de los
grandes discursos, y en ausencia de grandes maestros, el discurso filosófico se nos presenta muy fragmentado.
Se podría afirmar que actualmente el discurso de tipo global se desarrolla más en la teología que en la filosofía.
Por eso, fuera de las cuestiones permanentes planteadas a lo largo de la historia, el diálogo con la filosofía actual
se ha desplazado a cuestiones de tipo ético o a cuestiones de tipo crítico, como sucede con la filosofía analítica.
El interés por la antropología está más vivo en la teología que en la filosofía, que, en este campo, está abrumada
por el peso de los discursos de tipo deconstruccionista.
Con respecto a las ciencias positivas, los puntos más visibles de contacto y de diálogo, aparte de consideraciones
generales de sentido; siguen siendo las grandes cuestiones abiertas con la hipótesis evolucionista, donde se juega

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nuestra idea de lo que es el hombre, su puesto en el universo y, también, la consideración ética que merece.
Podemos resumirlas en tres:
a) la cuestión del origen; b) la cuestión del alma; y c) la cuestión del valor singular de la persona humana.
a) La cuestión del origen
La hipótesis de la evolución ha cambiado una parte importante de nuestra concepción del universo, con todas
las dificultades que esto lleva consigo: ha producido frecuentes perplejidades y ha sido objeto de debates con
diversa intención. Como tal hipótesis, se ha basado siempre en la interpretación de unos datos fragmentarios,
y ha sido una proyección o reconstrucción imaginada de lo sucedido, modificada a medida que aumentaban los
datos. Hoy se puede considerar prácticamente demostrada, por la fuerza de los indicios, aunque no se puedan
considerar establecidos los detalles, ni, con exactitud, los mecanismos por los que se produce; queda, por
ejemplo, pendiente aclarar la relación entre los factores internos (genéticos) y externos (ambientales) en la
aparición de los cambios.
La tradición cristiana se ha sentido afectada principalmente en dos puntos19. En primer lugar, afirma la
existencia de un Dios creador, a cuya causalidad, directa o indirecta, hay que remitir todo lo que sucede. En ese
sentido, no considera compatible una presentación de las cosas como si fueran fruto o de sólo una necesidad
ciega de la propia naturaleza o del puro azar. Pero ésta es una dificultad, en general, fácil de salvar, porque la
acción de Dios es trascendente y compatible con la existencia de leyes necesarias naturales y también con
sucesos fortuitos y, sin embargo, determinantes en la historia de la evolución del cosmos, porque pueden
considerarse como fruto de su Providencia.
En segundo lugar, precisamente porque afirma en el hombre una trascendencia, como imagen de Dios y como
destinado al diálogo con Él, concluye que, en el proceso de la evolución, ha de existir un «salto ontológico»
entre los animales y el hombre. Y esto requiere una intervención específica del Creador en el proceso evolutivo,
distinta del influjo de las fuerzas naturales que no pueden producir por sí solas algo que las trasciende. Cada
hombre es imagen de Dios y lleva en sí mismo un núcleo irreductible a la materia. Este es, en definitiva, el
problema del alma que después abordamos.
Cabe pensar que, precisamente, la introducción de ese plus espiritual es lo que ha condicionado la evolución
posterior de la especie humana, que, como es observable, emerge de las leyes de la evolución por su carácter
cultural, en concreto, al poder acumular conocimientos que le facilitan superar los condicionamientos
ambientales. Es evidente que el factor espiritual ha condicionado también morfológicamente su desarrollo, ya
que las capacidades intelectuales en sentido amplio (memoria, habla, gesto, manejo de la mano) llevan
aparejadas consecuencias orgánicas; pero no somos capaces de determinar en qué grado y en qué modo. Como
hemos señalado antes, quienes tienen un pensamiento materialista tienden a anteponer la evolución material al
ejercicio de las funciones que llamamos espirituales; quienes crean en la existencia del espíritu (por la fe cristiana
o por otros motivos) tienen derecho a pensar lo contrario, pero esto, naturalmente es una opinión de momento
indemostrable y que no está necesariamente vinculada a la fe.
Hay que recordar la diferencia de discurso, entre las deducciones de la fe, que se basan en la revelación, dada
como antes hemos dicho, y el modo de argumentar de la ciencia. La fe se basa en grandes principios expresados
generalmente de manera simbólica, la ciencia en pequeños datos y en la proyección de hipótesis de naturaleza
física. Por eso no es conveniente precipitarse a mezclar discursos tan heterogéneos, buscando un concordismo
fácil. Como la experiencia enseña, se necesita tiempo para percibir con claridad lo que está implicado en la
posición de cada parte; y no es bueno que, por el deseo de tener una solución «completa», se pierdan de vista
los límites y los apoyos limitados que tiene cada formulación, y se dé lugar a soluciones forzadas. La teología
no tiene porqué construir un modelo propio y alternativo de hipótesis científica. Tiene que desarrollar sus
propios datos con su método propio, aunque atenta a los datos de los otros saberes, en la medida en que están
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críticamente probados. Para eso, debe conocer el estado de la cuestión, saber en qué se fundamenta, y medir
su alcance, teniendo la confianza, basada en la fe, de que un correcto conocimiento científico no puede
contradecirla.
b) La cuestión del alma
Las tradiciones culturales ancestrales han vinculado el alma al misterio de la vida (principio vital) y al culto a los
muertos. La tradición filosófica, tanto la griega y escolástica como la de Descartes, ha enfocado el estudio de
su naturaleza desde la problemática de las funciones espirituales. Si exceptuamos el culto a los muertos, las otras
dos aproximaciones, aunque tienen una larguísima tradición, no están necesariamente ligadas a la fe y conviene
distinguir las argumentaciones. Por ejemplo, es evidente que todo lo que la antigüedad ha visto en el alma como
principio de animación vital, necesita ser presentado de otro modo cuando hemos adquirido unos
conocimientos de biología y bioquímica tan extensos. Pero esto influye sólo tangencialmente a la presentación
de la fe.
Para la tradición cristiana, el alma es un término no prescindible, pero no por argumentos de tipo filosófico o
psicológico, sino por su relación con los misterios de la creación y resurrección. La teología de este siglo, por
influjo de los autores de corte personalista, ha realizado un nuevo desarrollo de las implicaciones antropológicas
de estos misterios, destacando que el hombre es fruto de un designio divino que lo constituye como interlocutor
para siempre, y, por tanto, como un ser capaz de trascender su situación histórico-temporal, y también material.
Este enfoque refuerza la idea de la trascendencia del hombre, desde una argumentación genuinamente teológica.
Los intentos de distanciarse del dualismo platónico y de acercarse a puntos de vista científico-positivos, han
llevado a algunos teólogos a disminuir la identidad ontológica del alma y, como consecuencia, a poner en duda
la escatología intermedia, es decir, la pervivencia del alma en lo que media entre la muerte y la resurrección.
Conviene advertir, de entrada, que el dualismo alma/cuerpo o materia/espíritu no es del todo superable, porque
está vinculado a una experiencia inmediata –en cualquier persona– que se reconoce espontáneamente en dos
ámbitos diferentes (mi cuerpo y mi yo).
Desde el punto de vista de la fe, la realidad de la resurrección requiere afirmar una identidad que pervive tras la
muerte. Y, en el peculiar tiempo que media entre una y otra, la tradición cristiana reconoce actos, como son el
juicio particular, la contemplación de Dios y la mediación intercesora de los santos, que son creencias
fuertemente articuladas con otros misterios de los que no parece posible prescindir. Ciertamente no tiene
sentido pensar el alma como si fuera una cosa que está dentro de otra cosa (el cuerpo) y que, por eso mismo,
permanece tras la descomposición del cuerpo como si nada pasara; también es cierto que no se puede concebir
un tiempo tras la muerte con los criterios del tiempo físico que depende enteramente de la materia. Pero
teniendo en cuenta lo lejos de nuestra experiencia en que todo esto se realiza, lo más razonable parece
contentarse con afirmar con seguridad lo necesario y fijar bien sus límites, sin pretender ir más allá en lo que,
propiamente hablando, es un misterio.
La fe cristiana no tiene inconveniente, al contrario, en afirmar la existencia de realidades propiamente
espirituales como los ángeles y, sobre todo, Dios mismo. E interpreta la afirmación de que el hombre es imagen
de Dios, también en el sentido de que es reflejo de ese modo propio de ser de Dios, que es espiritual. En esto
fundamenta la vocación del hombre al diálogo con Dios, y su trascendencia y peculiar dignidad con respecto al
mundo material. Pero es bastante sobria a la hora de describir la naturaleza del alma: se conforma con afirmar
su trascendencia (su inmaterialidad con respecto a la definición clásica de materia) y su pervivencia tras la
muerte. No entra, por ejemplo, en detallar su relación con el cuerpo, aunque la fórmula de Santo Tomás de
Aquino, que presenta el alma como forma del cuerpo, goza de un particular prestigio y también ha sido usada
(aunque propiamente no definida) por el Magisterio solemne del Concilio de Vienne (1311-1312)21.

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c) La cuestión del valor singular de la persona humana
Se puede decir que el valor de la persona humana tiene modernamente una relevancia jurídica y social como no
lo ha tenido nunca, tanto por la aceptación casi universal de los derechos humanos fundamentales en las
legislaciones, como por la amplia recepción en la mentalidad de las gentes. Aunque este reconocimiento teórico
no ha sido capaz de evitar las abundantes y dramáticas violaciones que han tenido lugar durante el siglo XX. Y
tampoco es lo suficientemente fuerte como para fundamentar la inviolabilidad de la vida humana en todos los
casos, como se ha visto en los frecuentes debates de tipo bioético que han tenido lugar al final del siglo, donde
priman argumentos de carácter utilitarista, revestidos de forma sentimental, bajo la presión de una sociedad
demasiado cómoda.
A esto hay que añadir los naturalismos, formulados teóricamente o no, que reducen lo humano a categorías
inferiores como lo físico o lo biológico o lo conductual. La fuerte impregnación de una mentalidad positivista
incide en el modo de afrontar las cuestiones bioéticas, aunque más desde un punto de vista pragmático que
teórico. Pocos, en efecto, son los que hoy se atreven a argumentar que, puesto que el hombre no es más que
un poco de materia, se le puede tratar de la misma manera que a cualquier otra realidad material. No falta quien
lo piensa o incluso lo declara indirectamente, pero la sensibilidad social no admite sacar conclusiones prácticas
de esa argumentación. La mentalidad positivista influye más bien indirectamente en la medida en que una
civilización acostumbrada a someter la materia tiende a ver en ello siempre un triunfo. Esto lleva a pensar que
todo lo que técnicamente es posible, y mucho más si representa un avance técnico, es bueno. Esto ha llevado
a una manipulación creciente, sobre todo, en el ámbito de la procreación humana.
La fe cristiana confiesa que la vida humana es sagrada e inviolable: que sólo a Dios le pertenece y que en sus
manos está el dar la vida y el quitarla. La fe basa la peculiar dignidad del hombre en su trascendencia y en su
destino, ya que ha sido hecho por Dios y llamado al diálogo con Él. Afirma que es el culmen del universo
material, que este universo le está ordenado y que tiene derechos sobre él, aunque no ilimitados. Esta
consideración, de tipo ontológico, se completa con otra que se deduce de las expresiones reveladas de la ley
moral, y que afirma que la vida humana es inviolable, e induce a respetarla con una amplia gama de
prescripciones. Desde el punto de vista cristiano, el valor de la persona humana es uno de los fundamentos
principales del orden moral, aunque no el único, pues Dios también tiene un valor y los seres del universo otro,
aunque sea de diferente orden. En definitiva, la escala de los valores morales remite, cuando se quiere
fundamentar, a la escala de los seres, ya que la actitud moral fundamental es el respeto, el reconocimiento del
valor real. La fe cristiana ve en este orden la expresión del querer divino.
Sin embargo, es importante percibir la distinción entre los dos campos (ontológico y moral) porque, aunque en
la reflexión cristiana vayan unidos, dan lugar a dos géneros distintos de argumentación. La reflexión de tipo
ontológico bien sea basada en la filosofía o en la fe, sostiene la dignidad humana en la peculiar condición del
ser humano. La reflexión de tipo moral se fundamenta también en la percepción inmediata del valor moral.
Muchas personas que teóricamente no tendrían inconveniente en afirmar que, desde un punto de vista teórico,
un hombre es, en definitiva, un paquete de células o un puñado de materia mejor organizada, mantienen, sin
embargo, su sensibilidad moral. Y se sienten interpelados, por ejemplo, por las necesidades del prójimo; o por
los deberes de amistad, de familia, de trabajo o de fidelidad a la palabra dada. Perciben el universo de los valores
morales, con el valor singular de la persona, aunque no reconozcan la diferencia ontológica, porque están
ofuscados, generalmente, por representaciones teóricas reductivas.

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