La Hybris Del Punto Cero
La Hybris Del Punto Cero
La Hybris Del Punto Cero
LA HYBRIS
DEL PUNTO CERO
Ciencia, raza e ilustración
en la Nueva Granada
(1750-1816)
Corrección de estilo:
Claudia Susana R.
Coordinación de autoedición:
Fernando Serna Jurado
Diagramación:
Oscar J. Arcos
Diseño de la carátula:
Ana Lucía Chaves Barrera
I
Lugares de la ilustración
Discurso colonial y geopolíticas del
conocimiento en el Siglo de las Luces
20
II
Purus ab omnia macula sanguinis
El dispositivo de blancura en la Nueva Granada
66
III
Biopolíticas imperiales
Salud y enfermedad en el marco de las reformas borbónicas
140
IV
Conocimientos ilegítimos
La Ilustración como dispositivo de expropiación epistémica
184
Epílogo
304
Bibliografía
312
Anexo
Siglo xviii: el nacimiento de la biopolítica
336
Índice temático
350
1
La obra de Pallas fue publicada en 1789 con el título Linguarium totius orbis vocabulario comparativa,
augustissimae cura collecta, scilicet primae lenguas Europae, et Asiae complexae.
Accediendo a la petición de la emperatriz rusa, el rey Carlos iii ordenó a sus virre-
yes de América la búsqueda, recolección y envío a España de todos los documentos
existentes sobre el tema. En el Virreinato de la Nueva Granada, el virrey Antonio
Caballero y Góngora designó al médico y matemático español don José Celestino
Mutis como encargado de la tarea. Desde su llegada a la Nueva Granada en 1761,
Mutis había dedicado parte de su tiempo a buscar manuscritos relativos a las lenguas
indígenas. En realidad, Mutis no se interesaba por los indios, sino en el adelanto de
la nueva ciencia de las lenguas humanas (la lingüística), por lo que recibe con alegría
el encargo y reúne un equipo para empezar la búsqueda. Luego de un año de pesquisa
por colegios, conventos y bibliotecas, Mutis logra reunir 21 manuscritos, entre los que
se encontraban algunas de las más importantes obras de la lengua muisca redactadas
por misioneros de la Nueva Granada.2 El valioso material fue enviado a España en el
equipaje del propio virrey Caballero y Góngora, quien lo entregó personalmente a la
biblioteca de Palacio en el año de 1789.3
Casi veinte años antes, el mismo rey Carlos iii había expedido un decreto en el
que prohibía terminantemente el uso de lenguas indígenas en sus colonias ameri-
canas. Entre las prerrogativas de la dinastía de los Borbones no se encontraba ya la
evangelización de los indios en sus propias lenguas, sino la unificación lingüística
del Imperio con el fin de facilitar el comercio, desterrar la ignorancia y asegurar
la incorporación de los vasallos americanos a un mismo modo de producción. Las
lenguas vernáculas aparecían así como un obstáculo para la integración del Imperio
español al mercado mundial y el castellano se convirtió en la única lengua que podía
ser hablada y enseñada en América (Triana y Antorveza, 1987: 499-511). El edicto
real de 1770 ordena entonces
2
De forma análoga a lo ocurrido en México con el nahuatl o en Perú con el quechua, el muisca (o chib-
cha) fue considerado en los siglos xvi y xvii como la “lengua general de los indios” de la Nueva Granada,
por lo cual se abrieron cátedras de esta lengua en las universidades para que fuera aprendida por los
misioneros y se redactaron diccionarios, gramáticas y vocabularios. Entre las obras encontradas por Mutis
se encontraban las célebres gramáticas del dominico Bernardo de Lugo (“Gramática de la lengua general
del Nuevo Reino llamada mosca”) y del jesuita José Dadey (“Gramática, vocabulario y confesionario de
la lengua mosca-chibcha”). Para un estudio de las obras sobre lengua chibcha producidas antes de 1810,
véase: González de Pérez, 1980.
3
Sabemos que el material enviado por Mutis jamás llegó a Rusia (Ortega Ricaurte, 1978: 101). El estallido
de la revolución francesa y la muerte del rey Carlos iii pudieron haber disuadido a la Corona española
para no cumplir el encargo de la emperatriz.
12
único y universal en los mismos Dominios, por ser el propio de los Monarcas y
Conquistadores, para facilitar la administración y pasto espiritual a los naturales,
y que estos puedan ser entendidos de los Superiores, tomen amor a la Nación
Conquistadora, destierren la idolatría, se civilicen para el trato y Comercio; y
con mucha diversidad de lenguas, no se confundan los hombres, como en la
Torre de Babel.4
La pregunta es: ¿por qué razón el mismo rey que decreta la extinción de las len-
guas indígenas ordena pocos años después recoger todos los estudios existentes sobre
ellas? ¿Cuál es la relación entre el edicto de 1770 y la petición de la emperatriz rusa
en 1787? ¿Qué tiene que ver la ciencia ilustrada de la lengua con la política ilustrada
de la lengua? Este trabajo buscará resolver estas preguntas tomando como base la
perspectiva abierta por los estudios culturales en general, y por la teoría poscolonial
en particular.5 Las teorías poscoloniales gozaron de especial recepción en los depar-
tamentos de letras y humanidades, sobre todo en algunas universidades europeas y
de los Estados Unidos durante los años ochenta, y esto por una buena razón: poco a
poco fue imponiéndose la idea de que la difusión mundial de lenguas como el español,
el inglés, el francés y el portugués no podía seguir siendo vista como un fenómeno
independiente del colonialismo europeo. En otras palabras, los teóricos poscoloniales
empezaron a enfatizar en la idea de que la expansión colonial de la Europa moderna
supuso necesariamente el diseño e imposición de una política imperial del lenguaje.
Los fenómenos lingüísticos empiezan a ser vistos, de este modo, como parte integral
de la colonización del mundo, y el lenguaje mismo es considerado como un instru-
mento de dominio y/o emancipación. La historia de las lenguas modernas europeas
y sus transformaciones se convierte para los teóricos poscoloniales en una especie de
arqueología del colonialismo.
Ahora bien, y como lo ha mostrado Foucault (1984), el proyecto ilustrado de la
“Gramática general” se funda en el supuesto de que la estructura de la ciencia posee
4
“Real cédula para que en los reinos de las Indias se extingan los diferentes idiomas de que se usa y sólo
se hable el castellano”. En: Tanck de Estrada, 1985: 37.
5
Estos nuevos campos del saber emergieron en diferentes universidades de Inglaterra y los Estados Unidos
hacia finales de los años setenta, muy influenciados por el posestructuralismo de Foucault y Derrida, pero
también por la obra de filósofos marxistas como Gramsci y Althusser. Del posestructuralismo tomaron
la crítica a las nociones clásicas de representación, conocimiento y realidad, que han sido básicas para la
formación de “occidente” como proyecto cultural; del marxismo tomaron la sospecha de que los discursos
etnocéntricos y las representaciones sobre el “otro” sirvieron como herramienta para la constitución de
hegemonías políticas y culturales tanto en Europa como en sus colonias de ultramar (Moore-Gilbert,
1997; Loomba, 1998; Gandhi, 1998).
13
una analogía con la estructura del lenguaje, y que ambas son un reflejo de la estruc-
tura universal de la razón. Sin embargo, en el marco de este proyecto, la ciencia tiene
prerrogativa sobre el lenguaje. La ciencia no es otra cosa que un lenguaje bien hecho
y los lenguajes particulares son una ciencia imperfecta, en tanto que son incapaces de
reflexionar sobre su propia estructura. Por eso, durante el siglo xviii la Ilustración eleva la
pretensión de crear un metalenguaje universal capaz de superar las deficiencias de todos
los lenguajes particulares. El lenguaje de la ciencia permitiría generar un conocimiento
exacto sobre el mundo natural y social, evitando de este modo la indeterminación
que caracteriza a todos los demás lenguajes. El ideal del científico ilustrado es tomar
distancia epistemológica frente al lenguaje cotidiano –considerado como fuente de
error y confusión– para ubicarse en lo que en este trabajo he denominado el punto cero.
A diferencia de los demás lenguajes humanos, el lenguaje universal de la ciencia no
tiene un lugar específico en el mapa, sino que es una plataforma neutra de observación
a partir de la cual el mundo puede ser nombrado en su esencialidad. Producido ya no
desde la cotidianidad (Lebenswelt) sino desde un punto cero de observación, el len-
guaje científico es visto por la Ilustración como el más perfecto de todos los lenguajes
humanos, en tanto que refleja de forma más pura la estructura universal de la razón.
La pregunta general que plantea este trabajo es si el lenguaje de la ciencia puede ser
visto análogamente al modo en que las teorías poscoloniales analizan el desarrollo de
las lenguas modernas europeas. ¿Puede decirse también en este caso que el desarrollo
del lenguaje científico –y en particular de las categorías de análisis desarrolladas por
las ciencias humanas– corre paralelo y en estrecha relación con la expansión europea
por el mundo? ¿Puede hablarse de una política imperial de la ciencia que funcionó de
forma semejante a la política colonial del lenguaje? (Reinhard, 1982). ¿Puede ser vista
la ciencia como “discurso colonial” producido al interior de una estructura imperial de
selección y distribución de conocimientos? En el presente trabajo intentaré responder
afirmativamente a estas preguntas, mostrando que la política del “no lugar” asumida
por las ciencias humanas en el siglo xviii tenía un lugar específico en el mapa de la so-
ciedad colonial y fungió como estrategia de control sobre las poblaciones subalternas.
Este trabajo busca examinar entonces la Ilustración como un ensemble de discursos
enunciados tanto en el centro como en la periferia colonial americana. Aquí partiré de
la siguiente hipótesis de trabajo: al creerse en posesión de un lenguaje capaz de revelar
el “en-sí” de las cosas, los pensadores ilustrados (tanto en Europa como en América)
asumen que la ciencia puede traducir y documentar con fidelidad las características de
una naturaleza y una cultura exótica. El discurso ilustrado adquiere de este modo un
carácter etnográfico. Las ciencias humanas se convierten así en una especie de “Nueva
Crónica” del mundo americano, y el científico ilustrado asume un papel similar al
de los cronistas del siglo xvi. En esta perspectiva, mi interés radica en examinar el
modo en que “América”, en tanto que objeto de conocimiento, se halla en el centro
14
del discurso ilustrado. Pensadores europeos como Locke, Hume, Kant, Rousseau,
Turgot y Condorcet estuvieron permanentemente informados sobre América y sobre
la vida de sus habitantes a través, sobre todo, de las crónicas españolas del siglo xvi y
de la literatura de viajes. En el primer capítulo mostraré que la traducción que hicie-
ron estos filósofos de sus “lecturas americanas” fue uno de los factores que estimuló
el nacimiento de las ciencias humanas en el siglo xviii. América fue leída y traducida
desde la hegemonía geopolítica y cultural adquirida por Francia, Holanda, Inglaterra
y Prusia, que en ese momento fungían como centros productores e irradiadores de
conocimiento.
Pero el énfasis de mi trabajo se colocará desde luego en el proceso contrario: ¿cómo
fue leida y enunciada la ilustración en las colonias españolas, y particularmente en el
Nuevo Reino de Granada? Es por eso que mi interés no es preguntarme si los pensa-
dores ilustrados neogranadinos leyeron bien o mal a Rousseau, Montesquieu, Locke
y Buffon, o si la Ilustración en Colombia fue algo más que la expresión simiesca de
una “modernidad postergada”. La Ilustración europea –como tendré oportunidad de
argumentar en el primer capítulo– no es considerada en este trabajo como un texto
“original” que es copiado por otros, o como un fenómeno intraeuropeo que se “di-
funde” por todo el mundo y frente al cual solo cabe hablar de una buena o de una
mala “recepción”. Mi interés radica, más bien, en preguntarme por el lugar desde
el cual la Ilustración fue leída, traducida y enunciada en Colombia. En tanto que
toda traducción cultural conlleva la idea de dislocación, relocación y desplazamiento
(Translatio, Über-setzung), mi pregunta tiene que ver con la especificidad de la Ilus-
tración neogranadina, es decir, con el lugar particular en el que los discursos de la
nueva ciencia fueron re-localizados y adquirieron sentido en esta región del mundo,
a mediados del siglo xviii.
Para analizar las características de este locus enuntiationis me serviré de tres concep-
tos tomados de las ciencias sociales. El primero es la noción de habitus desarrollada
por Pierre Bourdieu y que en este trabajo será considerada en relación directa con su
noción de capital cultural. Defenderé la hipótesis de que la limpieza de sangre, es decir,
la creencia en la superioridad étnica de los criollos sobre los demás grupos poblacionales
de la Nueva Granada, actuó como habitus desde el cual la Ilustración europea fue tra-
ducida y enunciada en Colombia. Para los criollos ilustrados, la blancura era su capital
cultural más valioso y apreciado, pues ella les garantizaba el acceso al conocimiento
científico y literario de la época, así como la distancia social frente al “otro colonial”
que sirvió como objeto de sus investigaciones. En su caracterología de la población
neogranadina, los ilustrados criollos proyectaron su propio habitus de distanciamiento
étnico (su “sociología espontánea”) en el discurso científico, pero ocultándolo bajo una
pretensión de verdad, objetividad y neutralidad. Con todo esto quiero resaltar que
la Ilustración en Colombia no fue una simple transposición de significados realizada
15
desde un lugar neutro (el “punto cero”) y tomando como fuente un texto “original”
(los escritos de Rousseau, Smith, Buffon, etc.), sino una estrategia de posicionamiento
social por parte de los letrados criollos frente a los grupos subalternos.
El concepto de biopolítica, desarrollado por Michel Foucault, me servirá para
estudiar un segundo aspecto de la Ilustración en la Nueva Granada. Me refiero a los
esfuerzos del imperio español por implementar una política de control sobre la vida en
las colonias hacia mediados del siglo xviii. En un intento ya tardío por mantener su he-
gemonía geopolítica frente a potencias como Francia, Holanda e Inglaterra, la Corona
española quiso aprovechar los discursos de la ciencia moderna para ejercer un control
racional sobre la población y el territorio. Lo que buscaba el Estado borbón era tomar
una serie de diagnósticos ilustrados sobre procesos vitales de la población colonial
(estado de salud, trabajo, alimentación, natalidad, influencia del clima, fecundidad)
y convertirlos en políticas de gobierno (“gubernamentalidad”). Se esperaba que ello
contribuiría a racionalizar la administración del Estado, a mejorar las costumbres
económicas de los súbditos y a aumentar la producción de riquezas, lo cual redundaría
en un fortalecimiento del imperio español en su lucha por recuperar la hegemonía del
mercado mundial. La Ilustración es leída y traducida desde (bio)políticas imperiales y
esto marcará la forma en que los criollos de la Nueva Granada se posicionarán frente
al tema. Aunque las reformas borbónicas fueron bien acogidas por un sector de la
elite local, ellas amenazaban el habitus criollo de la limpieza de sangre, por lo que la
enunciación que hacen los pensadores criollos de la Ilustración no coincide vis-a-vis
con la del Estado español. Mientras que el Estado enuncia la Ilustración europea desde
un interés imperial, los criollos neogranadinos lo hacen desde un interés “nacional”.
Estamos pues frente a la escenificación de un protonacionalismo criollo, marcado por
el dispositivo de blancura, que sólo hasta mediados del siglo xix encontraría su propia
forma de expresión biopolítica.
El tercer concepto del que me serviré para aproximarme a la Ilustración en la
Nueva Granada es el de colonialidad del poder, desarrollado por teóricos latinoameri-
canos como Aníbal Quijano, Walter Mignolo y Enrique Dussel. Este concepto hace
referencia a la forma en que las relaciones coloniales de poder tienen una dimensión
cognitiva, esto es, que se ven reflejadas en la producción, circulación y asimilación de
conocimientos. La colonialidad del poder tiene dos dimensiones que serán exploradas
en este trabajo: de un lado veremos cómo en las manos del Estado metropolitano y de
las elites criollas neogranadinas, la ilustración fue vista como un mecanismo idóneo
para eliminar las “muchas formas de conocer” vigentes todavía en las poblaciones
nativas y sustituirlas por una sola forma única y verdadera de conocer el mundo: la
suministrada por la racionalidad científico-técnica de la modernidad. Este intento
caracterizará también la actitud misionera de las elites políticas criollas durante todo
el siglo xix en América Latina.
16
La otra dimensión de la colonialidad que abordará este trabajo tiene que ver con la
constitución de las ciencias del hombre en el siglo xviii. Este es un tema que merece una
investigación aparte, pero que aquí tiene su lugar por dos razones básicas. En primer
lugar, y como ya lo han mostrado los trabajos de Said (en especial Orientalism), las
ciencias humanas encuentran su sentido último y su condición de posibilidad en la
experiencia colonial europea. El contraluz que establecen los filósofos iluministas entre
la barbarie de los pueblos americanos, asiáticos o africanos (“tradición”) y la civilización
de los pueblos europeos (“modernidad”) no sólo provee a futuras disciplinas como la
sociología y la antropología de categorías básicas de análisis; también sirve como ins-
trumento para la consolidación de un proyecto imperial y civilizatorio (“Occidente”)
que se siente llamado a imponer sobre otros pueblos sus propios valores culturales por
considerarlos esencialmente superiores. Este factor es importante para entender el
modo en que los filósofos ilustrados del siglo xviii en Europa “traducen” los informes
sobre otras formas de vida y los incorporan a una visión teleológica de la historia, en
donde “Occidente” aparece como la vanguardia del progreso de la humanidad.
Sin embargo, la idea de que las ciencias humanas y la colonialidad son fenómenos
estrechamente relacionados, no resulta evidente para muchos académicos y estudiosos de
la historia latinoamericana. Buena parte de la teoría social de los siglos xix y xx, tributaria
de la idea moderna del progreso, nos acostumbró a pensar en la colonialidad como el
pasado de la modernidad, bajo el supuesto de que para “entrar” en la modernidad, una
sociedad debe necesariamente “salir” de la colonialidad. Hasta importantes teóricos de
los estudios culturales como José Joaquín Brunner argumentan que antes de los años
cincuenta del siglo xx, Latinoamérica toda vivía en un desencuentro radical con la mo-
dernidad, ya que no existía el “piso” social, tecnológico y profesional sobre el que ésta
pudiera sostenerse. Apenas con el surgimiento de circuitos especializados de producción,
transmisión y consumo de bienes simbólicos empieza la modernidad propiamente dicha
en América Latina y con ella el surgimiento de las ciencias humanas como disciplinas
académicas. Los discursos ilustrados y humanistas de épocas anteriores eran, en opinión
de Brunner, tan solo una “trizadura ideológica” de las elites en medio de una cultura
fundamentalmente colonial y premoderna (Brunner, 1992: 50-63).
En el capítulo primero veremos, sin embargo, que los discursos científicos de la elite
criolla neogranadina no fueron simples “trizaduras ideológicas” que operaban sólo “en las
cabezas” de un pequeño grupo desconectado de su propio mundo y conectado exclusi-
vamente con Europa, sino que se anclaban en un habitus colonial formado durante los
siglos xvi y xvii: el dispositivo de blancura. Es justo, desde estas prácticas coloniales,
que la ilustración es leída, traducida, enunciada y producida entre nosotros. Por ello
no tiene sentido hablar de un “desencuentro radical” con la modernidad en América
Latina, ya que modernidad y colonialidad no son fenómenos sucesivos en el tiempo,
17
18
19
Lugares de la ilustración
Discurso colonial y geopolíticas del conocimiento en el Siglo de las Luces
capaz de ilustrarse, porque todos habitan una tierra húmeda y estéril. Tan solo cinco
años después, una coalición de criollos, indios y mestizos, nacidos todos en la Nueva
Granada, se levanta contra las autoridades ilustradas con el fin de protestar contra
el aumento de impuestos ordenado por la dinastía de los borbones para financiar su
guerra imperialista contra los ingleses.
¿Cómo explicar esta serie de acontecimientos simultáneos y en apariencia contra-
dictorios? Un optimista filósofo prusiano, que jamás salió de su pueblo natal, se atreve
a tomar la palabra en nombre de la humanidad entera para anunciar la llegada de una
“época de ilustración” en la que todos podrán utilizar su entendimiento sin servirse
de autoridades exteriores. No muy lejos de allí, un sacerdote ilustrado afirma que
los habitantes de América son incapaces de “servirse de su propio entendimiento”,
mientras que al otro lado del Atlántico, una “autoridad exterior” americana hace
suyo el programa de la ilustración y ordena la creación de una universidad pública.
Órdenes que, sin embargo, son resistidas por un sector de la elite criolla local, que
veía la Ilustración como una amenaza directa a sus privilegios tradicionales. Al mismo
tiempo, una coalición de personajes nativos de América, actuando con indepen-
dencia de autoridades exteriores, apelan a conocimientos y certezas locales para
organizar la oposición tanto a la élite blanca contrailustrada, como al despotismo
ilustrado de los virreyes.
¿Qué es entonces la Ilustración? ¿Por quiénes y contra quiénes es enunciada, en qué
lugares y con qué propósitos? La tesis que quisiera defender es que la Ilustración no
es un fenómeno europeo que se “difunde” luego por todo el mundo, sino que es, ante
todo, un conjunto de discursos con diferentes lugares de producción y enunciación
que gozaban ya en el siglo xviii de una circulación mundial. Me propongo relacionar
entre sí algunos de estos lugares y discursos, con el fín de mostrar que eventos apa-
rentemente contradictorios como los arriba señalados, formaban parte en realidad de
una misma y compleja red planetaria de ideas científicas, de sentimientos libertarios,
de actitudes raciales y de ambiciones imperialistas. En este capítulo en particular me
interesa investigar la relación entre el proyecto científico de la Ilustración y el pro-
yecto colonial europeo, teniendo en cuenta que la pretensión central manifiesta por
el discurso ilustrado era que la ciencia carecía de un lugar empírico de enunciación.
Mostraré que lo que permite invisibilizar el lugar de enunciación del conocimiento
es el modo en que la ciencia y las ambiciones geopolíticas empiezan a quedar arti-
culadas en el sistema-mundo moderno/colonial a partir del siglo xvi. Mi hipótesis
de lectura es que el escenario de la Ilustración fue la lucha imperial por el control de
los territorios claves para la expansión del naciente capitalismo y de la población que
habitaba esos territorios.
Para investigar la relación entre ciencia y geopolítica en el siglo xviii, tomaré como
punto de partida el proyecto de una “ciencia del hombre” formulado inicialmente
22
por Hume en 1734, a fin de plantear el problema que en este libro he denominado
La hybris del punto cero. Luego intentaré reconstruir de forma inmanente los vínculos
estructurales de este programa con el capitalismo y el colonialismo, utilizando para
ello algunos escritos de Kant, Rousseau, Turgot y Condorcet. Finalmente buscaré in-
tegrar estos dos aspectos en una mirada de conjunto, utilizando el marco de la teoría
poscolonial de Edward Said, pero atendiendo especialmente a la relación entre ciencia
y colonialidad, tal como ha sido pensada desde Latinoamérica por autores como Walter
Mignolo, Enrique Dussel y Aníbal Quijano. Con ello me propongo adquirir algunas
herramientas teóricas que me permitirán, en los capítulos siguientes, reconstruir el
discurso ilustrado criollo en la Nueva Granada.
6
El conocimiento, como dirían Hardt y Negri (2001: 104-107), estaba firmemente comprometido con
el plano de la inmanencia.
23
a. La lógica y la retórica, que hasta entonces habían sido vistas como campos legítimos
de la ciencia –pues tenían un fin práctico ligado a la transmisión oral de saberes–,
son consideradas ahora como irrelevantes. En lugar de la argumentación oral se
instaura la prueba escrita, formulada en lenguaje matemático y comprendida sólo
por expertos, como forma única de validación y transmisión de conocimientos.
b. La teoría jurídica y moral, enfocada en el entendimiento y resolución de casos
particulares, es reemplazada por la ética como especulación orientada al estudio de
principios universales de comportamiento (el bien, el mal, la justicia). Los “estudios
de caso” quedan por fuera de la reflexión ética.
c. Las fuentes empíricas de conocimiento utilizadas por los humanistas (documentos
antiguos, cartas geográficas, literatura de viajes, material etnográfico, prácticas
esotéricas) son vistas ahora como causas de error y confusión. La única fuente
confiable de conocimiento son las operaciones internas del entendimiento, es decir,
las representaciones “claras y distintas” de la mente humana.
d. El tiempo y el espacio, variables esenciales en la reflexión de los pensadores renacen-
tistas, son descartados como objetos dignos de la especulación filosofica. El papel
del filósofo es tomar distancia de los condicionamientos espacio-temporales en que
se desenvuelve su vida, para desentrañar las estructuras permanentes que subyacen a
todos los fenómenos, sean estos naturales o sociales.
24
todas las opiniones ancladas en el sentido común. Hay que eliminar todas las fuentes
posibles de incertidumbre, ya que la causa principal de los errores en la ciencia proviene
de la excesiva familiaridad que tiene el observador con su medio ambiente social y
cultural.7 Por eso, Descartes recomienda que las “viejas y ordinarias” opiniones de
la vida cotidiana deben ser suspendidas, con el fin de encontrar un punto sólido de
partida desde el cual sea posible construir de nuevo todo el edificio del conocimiento
(Descartes, 1984: 115). Este punto absoluto de partida, en donde el observador hace
tabula rasa de todos los conocimientos aprendidos previamente, es lo que en este
trabajo llamaremos la hybris del punto cero.
Comenzar todo de nuevo significa tener el poder de nombrar por primera vez
el mundo; de trazar fronteras para establecer cuáles conocimientos son legítimos y
cuáles son ilegítimos, definiendo además cuáles comportamientos son normales
y cuáles patológicos. Por ello, el punto cero es el del comienzo epistemológico
absoluto, pero también el del control económico y social sobre el mundo. Ubicarse
en el punto cero equivale a tener el poder de instituir, de representar, de construir
una visión sobre el mundo social y natural reconocida como legítima y avalada por el
Estado. Se trata de una representación en la que los “varones ilustrados” se definen a sí
mismos como observadores neutrales e imparciales de la realidad. La construcción de
Cosmópolis no solo se convierte en una utopía para los reformadores sociales durante
todo el siglo xviii, sino también en una obsesión para los imperios europeos que en ese
momento se disputaban el control del mundo.
7
“Esas viejas y ordinarias opiniones tornan a menudo a ocupar mi pensamiento, pues el trato familiar
y continuado que han tenido conmigo les da derecho a penetrar en mi espíritu sin mi permiso y casi
adueñarse de mi creencia” (Descartes, 1984: 119).
25
Es evidente que todas las ciencias se relacionan en mayor o menor grado con la
naturaleza humana, y que aunque algunas parezcan desenvolverse a gran distan-
cia de ésta, regresan finalmente a ella por una u otra vía. Incluso las matemáticas,
la filosofía natural y la religión natural dependen de algún modo de la ciencia
del hombre, pues están bajo comprensión de los hombres y son juzgadas según
las capacidades y facultades de estos [...] No hay problema de importancia cuya
decisión no esté comprendida en la ciencia del hombre; y nada puede decidirse
con certeza antes de que nos hayamos familiarizado con dicha ciencia [...] Y
como la ciencia del hombre es la única fundamentación sólida de todas las demás,
es claro que la única fundamentación sólida que podemos dar a esta misma
ciencia deberá estar en la experiencia y la observación (Hume, 1981: 79; 81).9
8
De hecho, el subtítulo mismo del libro indica con claridad el propósito de Hume: “Attempt to introduce
the Experimental Method of Reasoning into Moral Subjects”.
9
El resaltado es del autor.
26
miento humano sin tomar como punto de partida una idea preconcebida y metafísica
del hombre, sino utilizando solamente los datos empíricos proporcionados por la
experiencia y la observación.10 Así como Newton logró despegarse de una concepción
metafísica de la naturaleza, heredada de Aristóteles, para formular las leyes que rigen
el movimiento de los cuerpos celestes, así también el científico de la sociedad (el
Newton de las ciencias humanas) debe distanciarse de todo tipo de preconcepciones
mitológicas sobre el hombre, con el fin de formular las leyes que rigen la naturaleza
humana. En otras palabras: del mismo modo como la física logró establecer las leyes
que gobiernan el mundo celeste, la ciencia del hombre debe aplicar el mismo método
para establecer las leyes que gobiernan el mundo terrestre de la vida social. Y como estas
leyes, según Hume, se encuentran ancladas en la naturaleza humana, la nueva ciencia
tomará como objeto de estudio las facultades cognitivas y perceptivas del hombre,
con el fin de explicar, a través de la observación y la experiencia, las estructuras básicas
que rigen su comportamiento social y moral.
Nótese que la pretensión de Hume, como la de Descartes, es ubicar a la ciencia del
hombre en un punto cero de observación, capaz de garantizar su objetividad. Sólo que,
a diferencia de aquel, ese punto cero es alcanzado mediante la aplicación del método
experimental, con el fin de establecer una analogía entre el universo newtoniano
y el universo político-moral. Pero la pretensión de ambos pensadores es la misma:
convertir a la ciencia en una plataforma inobservada de observación a partir de la
cual un observador imparcial se encuentre en la capacidad de establecer las leyes que
gobiernan tanto al cosmos como a la polis. Alcanzar el punto cero implica, por tanto,
que ese hipotético observador se desprenda de cualquier observación precientífica y
metafísica que pueda empañar la transparencia de su mirada. La primera regla para
llegar al punto cero es entonces la siguiente: cualquier otro conocimiento que no
responda a las exigencias del método analitico-experimental, debe ser radicalmente
desechado. Para Hume, el cumplimiento estricto de esta regla permitirá que la ciencia
del hombre mire a su objeto de estudio tal como es y no tal como debiera ser. Observar
la naturaleza humana desde el punto cero equivale a poner entre paréntesis cualquier
consideración moral, religiosa o metafísica sobre el hombre, para verlo en su facticidad
pura. La ciencia del hombre no es normativa, sino descriptiva.
¿Pero cuál es la facticidad de la naturaleza humana que la ciencia del hombre des-
cubre? Las acciones humanas, afirma Hume, no son movidas por la razón sino por
10
Sobre este tema, consúltese el ya clásico estudio del filósofo italiano Alberto Moravia La Scienza dell’Uomo
nel Settecento, donde analiza con detalle la constitución de la “Societé des Observateurs de l’homme” en
Francia y el nacimiento de la etnología en el siglo xviii (Moravia, 1989).
27
11
Véase: Hume, 1981: 707.
12
El resaltado es del autor.
13
“En general” –afirma Hume– “puede afirmarse que en la mente de los hombres no existe una pasión
tal como el amor a la humanidad, considerada simplemente como en cuanto tal y con independencia
de las cualidades de las personas, de los favores que nos hagan o de la relación que tengan con nosotros”
(Hume, 1981: 704).
28
cocés, lo que les llevó a establecer tal acuerdo no fue la inseguridad resultante de la
guerra de todos contra todos, como suponía Hobbes, sino la necesidad de satisfacer
una pasión fundamental: “el impulso natural de adquirir bienes y posesiones para
nosotros y nuestros amigos más cercanos” (Hume, 1981: 717). Como la naturaleza,
sin embargo, no ha provisto a todos los hombres por igual de las capacidades y los
medios para satisfacer este impulso, se hizo necesario recurrir a un artificio: la creación
de leyes que regulen el comercio y la propiedad.14 Si bien es cierto que este artificio
reprime los impulsos egoístas de unos individuos en favor de las necesidades de otros,
considerado globalmente se trata de un arreglo benéfico para todos. Si el deseo insa-
ciable de propiedad se dejara a su propio arbitrio, la guerra por los recursos se haría
inevitable, el comercio se tornaría imposible y ningún individuo podría satisfacer
su propio interés. En suma: la ciencia del hombre establece que en el origen de la
sociedad humana se encuentra la creación de un mecanismo regulador de la economía,
cuya función es permitir que los individuos satisfagan sus necesidades naturales, pero
sólo hasta el punto de no perjudicar lo que todos valoran como interés público: la
autoconservación. La ley del Estado debe dar prioridad a lo remoto, con el fin de que
todos puedan optar por lo cercano.
Ahora bien, este “gran descubrimiento” de la ciencia del hombre proclamado por
Hume en la primera mitad del siglo xviii, fue recogido y desarrollado por uno de sus
discípulos más brillantes: el pensador escocés Adam Smith. Al igual que Hume, Smith
está convencido de que la ciencia del hombre debe sustentarse en el modelo de la
física señalado por Newton. El orden social, al igual que el orden natural, se encuentra
regido por una suerte de mecanismo que actúa con independencia de las intenciones
humanas. La sociedad (polis) debe ser entendida como un universo regido por leyes
impersonales, análogas a las que gobiernan el mundo físico (cosmos): la gravitación, la
atracción y el equilibrio. Y como Hume, Smith piensa que las actividades económicas
de los hombres son el ámbito ideal para observar imparcialmente el modo como operan
estas leyes de la naturaleza humana. Así, en The Wealth of Nations Smith establece que
The Division of labor, from which so many advantages are derived, is not
originally the effect of any human wisdom, which foresees and intends that
general opulence to which it gives occasion. It is the necessary, through very slow
and gradual consequence of a certain propensity in human nature which has
in view no such extensive utility; the propensity to truck, barter, and exchange
one thing for another (Smith, 1993: 21).
14
Locke, en el segundo Ensayo sobre el gobierno civil, había dicho que la propiedad privada era un “derecho
natural”, presente ya en el estado de naturaleza, y que su preservación y regulación había sido una de las
causas que motivó la creación del Estado civil (Locke, 1983: 42).
29
15
“Give me that which I want, and I shall have this which you want, is the meaning of every such offer;
and it is in this manner that we obtain from one another the far greater part of those good offices which
we stand in need of. It is not from the benevolence of the butcher, the brewer, or the baker, that we expect
our dinner, but from their regard to their own interest. We address ourselves, not to their humanity but to
their self-love, and never talk to them of our own necessities but of their advantages” (Smith, 1993: 22).
30
16
El resaltado es del autor.
17
Como un botón para la muestra, baste recordar el profundo análisis que hace Lukács sobre las “anti-
nomias del pensamiento burgués” en su ya clásico libro Historia y conciencia de clase. Pero a esta tradición
pertenecen también Hardt y Negri, cuando afirman que “con Descartes estamos en el comienzo de la
historia del Iluminismo, o mejor dicho, de la ideología burguesa. El aparato trascendental que él propone
es la marca distintiva del Iluminismo europeo” (Hardt y Negri, 2001: 112).
31
Esto explica por qué razón Smith debe incluir no sólo a las naciones europeas sino
también a las colonias de Europa en su teoría del mercado mundial. Las poblaciones
de unas y de otras se encuentran ubicadas en el lugar exacto que les corresponde por
naturaleza, esto es, que su función como productores, comercializadores o procesado-
res de materias primas no puede ser alterada, pues ello equivaldría a intervenir en las
dinámicas propias del mercado, es decir, a querer cambiar las leyes de la naturaleza.
Por esta razón, una de las tareas centrales de la ciencia del hombre es mostrar, como
veremos enseguida, que no todas las poblaciones del planeta se encuentran en el
mismo nivel de la evolución humana y que esta asimetría obedece a un plan maestro
de la naturaleza. La ciencia del hombre procurará dar cuenta no sólo del origen de
la sociedad humana, sino que intentará reconstruir racionalmente su evolución his-
tórica, con el fin de mostrar en qué consiste la lógica inexorable del progreso. Una
lógica que permitirá a Europa la construcción ex negativo de su identidad económica
y política frente a las colonias, y que ayudará a los criollos de las colonias a fortalecer
su identidad racial frente a las castas.
32
Durante la segunda mitad del siglo xviii, con los escritos de Turgot, Bossuet y
Condorcet, el proyecto ilustrado de una ciencia del hombre buscó reconstruir la
evolución histórica de la sociedad humana. Pero el proyecto enfrentaba un serio pro-
blema metodológico: ¿cómo realizar observaciones empíricas del pasado? Si lo que
caracteriza una observación científica es precisamente el “metodo experimental de
razonamiento” que le garantiza ubicarse en el punto cero, ¿cómo tener experiencias
de sociedades que vivieron en tiempos pasados? La solución a este dilema se apoyaba
en un razonamiento simple: ciertamente no es posible tener observaciones científicas
sino de sociedades que viven en el presente; pero sí es posible defender racional-
mente la hipótesis de que algunas de esas sociedades han permanecido estancadas
en su evolución histórica, mientras que otras han realizado progresos ulteriores.
La hipótesis de fondo es entonces la siguiente: como la naturaleza humana es una
sola, la historia de todas las sociedades humanas puede ser reconstruida a posteriori
como siguiendo un mismo patrón evolutivo en el tiempo. 18 De modo que aunque en
el presente tengamos experiencias de una gran cantidad de sociedades simultáneas
en el espacio, no todas estas sociedades son simultáneas en el tiempo. Bastará con
observar comparativamente, siguiendo el método analítico, para determinar cuáles
de esas sociedades pertenecen a un estadio inferior (o anterior en el tiempo) y cuáles
a uno superior de la escala evolutiva.
Este procedimiento analítico había sido ya ensayado por autores como John Locke
y Thomas Hobbes en el siglo xvii, cuando intentaban explicar el origen histórico del
Estado.19 En su segundo Ensayo sobre el gobierno civil, Locke investiga el tránsito de
18
Arthur Lovejoy ha mostrado que durante el siglo xviii, la hipótesis de la “gran cadena del ser”, que
operaba hasta ese momento como principio organizador del conocimiento en la ciencia occidental, em-
pieza a temporalizarse. Esto significa que la plenitud ontológica de todos los seres empieza a ser concebida
como un “plan de la naturaleza” que se despliega paulatinamente en el tiempo (Lovejoy, 2001: 242-287).
19
Quiero recordar aquí el excelente comentario de Rousseau en el Segundo discurso con respecto al pro-
cedimiento realizado por teóricos como Hobbes y Locke. Rousseau afirma que no es posible estudiar
científicamente al hombre en su estado puro de naturaleza, pues todos los hombres empíricamente
observables han sido afectados ya por procesos civilizatorios. Lo que hace la ciencia es aislar, de forma
puramente analítica, al individuo de la civilización, para descubrir las leyes que rigen la “naturaleza
humana”. Establecida así la estructura básica de la naturaleza humana, será posible entonces aplicar este
modelo para estudiar el “comienzo” de la historia, pero teniendo en cuenta que se trata solamente de la
aplicación de un modelo tomado de la física y no de la determinación de una verdad histórica. En palabras
de Rousseau: “No se deben tomar las investigaciones que se pueden hacer sobre este tema como verdades
históricas, sino tan sólo como razonamientos puramente hipotéticos y condicionales, mucho más ade-
cuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para mostrar su verdadero origen, y semejantes a las
que en nuestros días elaboran los físicos sobre la formación del mundo” (Rousseau, 1977: 152).
33
la sociedad humana desde el estado de naturaleza hacia el estado civil, para lo cual
parte de la siguiente hipótesis: en los comienzos de la humanidad no había necesidad
todavía de una división organizada del trabajo, ya que la economía era solamente de
subsistencia y el valor de los productos sacados de la naturaleza estaba marcado por el
uso que los hombres le daban para cubrir sus necesidades básicas (Locke, 1983: 45).
Pero este “estadio primitivo” de la sociedad humana empieza a quedar atrás cuando
la densidad poblacional crece y aparece la competencia de unos pueblos con otros
por la apropiación de los recursos, estableciéndose así la necesidad del comercio y
la división racional del trabajo. Para Locke, la salida del estado de naturaleza viene
marcada por la invención del dinero y la aparición del valor de cambio.
El punto es que para establecer el modo en que se organizaban las “sociedades
primitivas” –sin dinero y sin economía de mercado–, Locke apela a la observación
de las comunidades indígenas en América, tal como éstas habían sido descritas por
viajeros, cronistas y aventureros europeos. A diferencia de lo que ocurre en Europa,
las sociedades de épocas anteriores vivían en escasez permanente, a pesar de la gran
abundancia ofrecida por la naturaleza. No existía el mercado (elemento generador de
riquezas) ya que los hombres se contentaban con trabajar lo suficiente para obtener
aquello que necesitaban para sobrevivir:
20
El resaltado es del autor.
34
21
En el Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano escribe Turgot: “Los mismos senti-
dos, los mismos órganos, el espectáculo del universo mismo han dado en todas partes las mismas
ideas a los hombres, así como iguales necesidades e inclinaciones les han enseñado en todas partes
las mismas artes” (Turgot, 1991: 38). Y en el Plan de dos discursos acerca de la historia universal agrega:
“Revelar la influencia de las causas generales y necesarias, la de las causas particulares y de las acciones
libres de los grandes hombres, así como la relación de todo esto con la constitución propia del hombre;
mostrar las motivaciones y la mecánica de las causas morales por sus efectos: he aquí lo que es la historia a
juicio de un filósofo” (Turgot, 1998: 166). El resaltado es del autor.
35
Una ojeada a la tierra nos muestra hasta hoy día, la historia entera del género
humano, al exponer los vestigios de su tránsito y los monumentos de los
diversos grados por los que ha pasado, desde la barbarie, aún subsistente en
los pueblos americanos, hasta la civilización de las naciones más ilustradas de
Europa. ¡Ay de mí!, ¡nuestros antepasados y los pelasgos que precedieron a los
griegos se asemejaron a los salvajes de América! (Turgot, 1998: 200-201).
36
criterio a partir del cual es posible medir el desarrollo temporal de todas las demás
sociedades. El conocimiento habría pasado, entonces, por “diversos grados”, medidos
en una escala lineal, de la mentalidad primitiva al pensamiento abstracto, y lo mismo
puede decirse de los modos de producción de riqueza, que progresan de la economía
de subsistencia a la economía capitalista de mercado. Nada en esta escala de progreso
ocurre por casualidad y ninguno de los eslabones puede ser visto como innecesario.
Todo el conjunto revela la perfección y exactitud de un mecanismo racional, de tal
modo que Turgot puede decir con toda confianza:
Lo que no explica el entusiasta Turgot es por qué razón, si todos los hombres son
iguales en cuanto a sus facultades naturales, el pensamiento científico y la economía
de mercado surgieron precisamente en Europa y no se desarrollaron primero en Asia,
África o América. ¿Qué causas naturales explican la no simultaneidad temporal entre
las distintas formas de producción de conocimientos y riquezas? ¿Quizá la influencia
del clima y la geografía sobre las facultades humanas, como afirmaba Montesquieu?
¿Quizá los cambios abruptos en las condiciones medioambientales, como suponía
Rousseau? ¿O tal vez tenga que ver la superioridad natural de la raza blanca, como
sostenían pensadores alemanes como Blumenbach y Kant?
37
22
Hay que recordar que a lo largo de su carrera como profesor universitario, Kant dictó más cursos
de antropología y geografía física que de metafísica y filosofía moral, enseñando estos cursos de forma
contínua durante más de cuarenta años. También es preciso tener en cuenta que hacia la década de 1760,
Kant era conocido en Alemania precisamente por sus disertaciones sobre temas de historia, antropología
y geografía (Zammito, 2002: 292).
38
23
Esto explica por qué los ilustrados otorgaban preeminencia a la astronomía sobre la astrología. Mientras que
la astrología atribuye al objeto observado una influencia especial sobre el mundo, dependiendo de la posición
relativa de ese objeto y de la situación particular del observador, la astronomía se distancia por completo tanto del
objeto como del observador particular para ubicarse en una plataforma neutra de observación. Tal neutralidad
es la que otorga a la astronomía un estatuto de cientificidad, mientras que la astrología, que sigue observando
desde puntos no neutrales (punto uno, dos, tres, etc.) queda relegada al ámbito de lo “precientífico” y es vista
como un conocimiento perteneciente al “pasado” o a la “infancia” de la humanidad.
39
Creo que sólo es necesario presuponer cuatro razas para poder derivar de ellas
todas las diferencias reconocibles que se perpetúan [en los pueblos]. 1) la raza
blanca, 2) la raza negra, 3) la raza de los hunos (mongólica o kalmúnica), 4) la
raza hindú o hindustánica [...] De estas cuatro razas creo que pueden derivarse
todas las características hereditarias de los pueblos, sea como [formas] mestizas
o puras (Kant, 1996: 14-15).24
Diez años después, en Bestimmung des Begriffs einer Menschenrasse, Kant distingue
las cuatro razas según la geografía y el color de la piel, introduciendo una variante con
respecto a su taxonomía anterior: los indios americanos, que antes eran tenidos como
una variante de la raza mongólica, aparecen ahora como una de las Grundrassen debi-
do al color rojo de su piel.25 Las cuatro razas fundamentales serían entonces la blanca
(Europa), la amarilla (Asia), la negra (África) y la roja (América) (Kant, 1996: 67).
No obstante, la tesis básica de Kant continúa siendo la misma: las cuatro razas no
sólo corresponden a diferencias entre grupos humanos marcadas por determinaciones
externas (clima y geografía), sino que también, y sobre todo, corresponden a diferencias
en cuanto al carácter moral de los pueblos, es decir, a diferencias internas marcadas por
la capacidad que tienen esos grupos o individuos para superar el determinismo de la
naturaleza. En otras palabras, Kant está diciendo que la raza, y en particular el color
de la piel, debe ser vista como un indicativo de la capacidad o incapacidad que tiene
un pueblo para “educar” (Bilden) la naturaleza moral inherente a todos los hombres
(1996: 68).
24
Traducción del autor.
25
La clasificación de las razas según el color de la piel revela con claridad la influencia de Johann Friedrich
Blumenbach, quien en su libro De generis humani varietati nativa había distinguido cinco razas: caucásica
(blanca), mongólica (amarilla), etiópica (negra), americana (roja) y malásica (cobrizo). (Véase: Vögelin,
1989: 74). Pero hay sin duda otro factor que explica el cambio hecho por Kant en su taxonomía. Entre
1775 y 1785, período de tiempo que marca la redacción de los dos ensayos aquí considerados, Kant
se había familiarizado con la literatura de viajes, y particularmente con las crónicas que informaban al
público europeo sobre los usos y costumbres de los indígenas americanos. De hecho, Kant comienza
su ensayo de 1785 con la siguiente frase: “Los conocimientos sobre la inmensa variedad de la especie
humana que son difundidos por los nuevos viajes, han contribuído más a estimular el deseo por la
investigación de este tema, que a satisfacerlo” (Kant, 1996: 65, traducción mía).
40
La ciencia del hombre defendida por Kant plantea entonces la existencia de una
jerarquía moral entre los hombres basada en el clima y el color de la piel. Así como
Turgot y Condorcet negaban la simultaneidad de los conocimientos y las formas de
producción al establecer una jerarquía temporal en donde la nueva ciencia y la eco-
nomía de mercado aparecen como instituciones vanguardistas del progreso humano,
Kant niega la simultaneidad de las formas culturales al establecer una jeraquía moral
que privilegia los usos y costumbres de la raza blanca como modelo único de “huma-
nidad”. Por eso, así como Locke y Hobbes observaban a las sociedades americanas de
forma similar al modo en que un palenteólogo observa los restos de un dinosaurio,
es decir como un testimonio (congelado en el tiempo) de lo que fue la vida humana
en el pasado, Kant ubica a la “raza roja” en el estadio más primitivo del desarrollo
moral, estableciendo así el contraste entre el ayer de la Unmündigkeit y el hoy de la
Aufklärung.
Michel Foucault tenía razón: la pregunta kantiana Was ist Aufklärung? es una pre-
gunta por el estatuto ontológico del presente. Pero lo que Foucault no logró ver es que
la observación de ese “presente” se funda en el contraluz, establecido por el discurso
colonial de las ciencias humanas, entre Europa y sus colonias de ultramar. Es aquí,
precisamente, donde cobra sentido la categoría analítica de la colonialidad del poder,
desarrollada por la teoría crítica latinoamericana.
26
Traducción del autor.
41
27
Para un estudio detallado de la obra de otros teóricos poscoloniales, remito al lector a dos antologías
publicadas en ingles y dos en español, en las que se recogen algunos de los textos más importantes de
esta corriente de pensamiento: Williams / Chrisman, 1994; Ashcroft / Griffiths / Tiffin, 1995; Rivera
Cusicanqui / Barragán, (SF); Dube, 1999. Igualmente pueden consultarse los siguientes estudios:
42
Ashcroft / Griffiths / Tiffin, 1989; Young, 1990; Moore-Gilbert, 1997; Dirlik, 1997; Castro-Gómez /
Mendieta, 1998; Loomba, 1998; Gandhi, 1998; Berverley, 1999; Ashcroft / Ahluwalia, 2000.
28
El resaltado es del autor.
43
29
Lo mismo puede decirse del desarrollo de otras disciplinas como la arqueología, que impulsada por el
estudio de la antigua civilización egipcia, fue hecho posible gracias a las invasiones napoleónicas (Said,
1995: 87).
44
30
De hecho, Said reconoce explícitamente su deuda con el pensamiento de Foucault: “Para definir el
Orientalismo me parece útil emplear la noción de discurso que Michel Foucault describe en La arqueología
del saber y en Vigilar y castigar. Creo que si no se examina el orientalismo como un discurso, posiblemente
no se comprenda esta disciplina tan sistemática a través de la cual la cultura europea ha sido capaz de
manipular –e incluso dirigir– Oriente desde un punto de vista político, sociológico, militar, ideológico,
científico e imaginario a partir del periodo posterior a la ilustración” (Said, 1990: 21).
45
Para Said, el nexo geopolítico entre conocimiento y poder que ha creado al oriental
es el mismo que sostiene la hegemonía cultural, económica y política de Eu-
ropa sobre el resto del mundo a partir del Siglo de las Luces. De hecho, uno de los
argumentos más interesantes de Said es que la colonialidad es un elemento cons-
titutivo de la modernidad, ya que ésta se representa a sí misma, desde un punto de
vista discursivo, sobre la creencia de que la división geopolítica del mundo (centros
y periferias) se funda en una división ontológica. De un lado está la cultura occidental
(the West), presentada como la parte activa, creadora y donadora de conocimientos,
cuya misión es llevar o “difundir” la modernidad por todo el mundo; del otro lado
están todas las demás culturas (the Rest), presentadas como elementos pasivos y
receptores de conocimiento, cuya misión es “acoger” el progreso y la civilización
que vienen desde Europa. Lo característico de Occidente sería entonces la disciplina,
la creatividad, el pensamiento abstracto y la posibilidad de instalarse cognitivamente
en el punto cero, mientras que el resto de las culturas son vistas como preracionales,
espontáneas, imitativas, empíricas y dominadas por el mito.
El gran mérito de Said es haber visto que los discursos de las ciencias humanas
se sostienen sobre una maquinaria geopolítica de saber/poder que ha subalternizado
las otras voces de la humanidad desde un punto de vista cognitivo, es decir, que ha
31
El resaltado es del autor.
46
32
El antropólogo colombiano Cristóbal Gnecco lo formula de este modo: “La tradición occidental,
sobre todo desde el siglo xix, ha construido espacios de exclusión que le han permitido demarcar como
singular, como necesaria y como inevitable la forma de conocer que ha ido pacientemente construyendo
la ciencia, y oponerla a otras formas de conocer [...]. El pensamiento primitivo fue considerado como una
suerte de abstracción inicial mal desarrollada y fue colocado al principio de una escala de la condición
humana que empezaría con la abstracción elemental, la primitiva, y terminaría con la abstracción total,
la científica. Es claro, entonces, que el evidente hegemonismo evolucionista es el punto de partida de la
antropología, no su resultado, puesto que adoptar un punto de vista sobre las relaciones entre sociedades
–entre Nosotros y la alteridad– es también un acto político” (Gnecco, 1999: 20-21).
47
48
Gráfico 1
El mito eurocéntrico de la modernidad
Frente a este modelo, Dussel propone uno alternativo que denomina el “paradigma
planetario” y que formula de la siguiente forma: la modernidad es un fenómeno del
sistema-mundo que surge como resultado de la administración que diferentes imperios
europeos (España primero, luego Francia, Holanda e Inglaterra) realizan de la centra-
lidad que ocupan en este sistema. Esto significa que eventos como la Ilustración, el
Renacimiento italiano, la Revolución Científica y la Revolución Francesa no son fenóme-
nos europeos sino mundiales y, por lo tanto, no pueden ser pensados con independencia
de la relación asimétrica entre Europa y su periferia colonial. En palabras de Dussel:
49
50
Gráfico 2
El paradigma planetario de Dussel
33
Esto no significa que antes de 1492 no se estuvieran gestando ya procesos de modernización cultural
autocentrados en Europa. Dussel es claro al respecto: “De acuerdo a mi tesis central, 1492 es la fecha del
“nacimiento” de la modernidad, si bien su gestación envuelve un proceso de crecimiento “intrauterino”
que lo precede. La posibilidad de la modernidad se originó en las ciudades libres de la Europa Medieval, que
eran centros de enorme creatividad. Pero la modernidad como tal “nació” cuando Europa estaba en una
posición tal como para plantearse a sí misma contra un otro; cuando en otras palabras, Europa pudo
autoconstituirse como un ego unificado, explorando, conquistando, colonizando una alteridad que le
devolvía una imagen sobre sí misma” (Dussel, 2001: 58). El resaltado es del autor.
51
34
Dussel ha escrito bastante sobre este tema. Su argumento central es que, en su polémica con Ginés de
Sepúlveda hacia mediados del siglo xvi, Las Casas descubre por primera vez la irracionalidad del mito de la
Modernidad, si bien utilizando las herramientas filosóficas de un paradigma anterior. La propuesta de Las
Casas era “modernizar” al otro sin destruir su alteridad; asumir la Modernidad pero sin legitimar su mito.
Modernización desde la alteridad y no desde la “mismidad” del sistema (Dussel, 1992: 110-117).
35
“El conquistador es el primer hombre moderno activo, práctico, que impone su “individualidad”
violenta a otras personas” (Dussel 1992: 56; 59).
52
y que esta coincidencia no debe verse como algo anormal o “híbrido”, como piensan
los que establecen la ecuación Ilustración = burguesía, sino como un fenómeno propio
de la modernidad en la periferia colonial hispánica.
36
Vale la pena recordar aquí la famosa frase de Hegel: “Las tres partes del mundo mantienen entre sí una
relación esencial y constituyen una totalidad [...] El mar Mediterráneo es el elemento de unión de estas
tres partes del mundo, y ello lo convierte en el centro (Mittelpunkt) de toda la historia universal [...] Sin
el Mediterráneo no cabría imaginar la historia universal” (Hegel, 1980: 178).
53
segunda modernidad (siglos xviii y xix) es la modernidad por excelencia (2000: 56-57).
La geocultura de la primera modernidad permanece invisible desde esta perspectiva.
En su libro Local Histories / Global Designs, Mignolo afirma que la conquista
de América significó no sólo la creación de una nueva “economía-mundo” (con la
apertura del circuito comercial que unía el Mediterráneo con el Atlántico), sino
también la formación del primer gran “discurso” (en términos de Said / Foucault)
del mundo moderno. En polémica con Wallerstein, Mignolo argumenta que los dis-
cursos universalistas que legitimaban la expansión mundial del capital no surgieron
durante los siglos xviii y xix sobre la base de la revolución burguesa en Europa, sino
que aparecieron ya desde mucho antes, en el “largo siglo xvi” y coincidiendo con la
formación del sistema mundo moderno/colonial (Mignolo 2000: 23). El primer dis-
curso universalista de los tiempos modernos no se vincula entonces con la mentalidad
burguesa liberal sino, paradógicamente, con la mentalidad aristocrática cristiana. Se
trata, según Mignolo, del discurso de la limpieza de sangre. Este discurso operó en el
siglo xvi como el primer esquema de clasificación de la población mundial. Aunque no
surgió en el siglo xvi sino que se gestó durante la Edad Media cristiana, el discurso de
la limpieza de sangre se tornó “mundial” gracias a la expansión comercial de España
hacia el Atlántico y el comienzo de la colonización europea. Esto significa que una
matriz clasificatoria perteneciente a una historia local (la cultura cristiana medieval
europea), se convirtió, en virtud de la hegemonía mundial adquirida por España
durante los siglos xvi y xvii, en un diseño global que sirvió para clasificar a las pobla-
ciones de acuerdo a su posición en la división internacional del trabajo.
En tanto que esquema cognitivo de clasificación poblacional, el discurso de la
limpieza de sangre no es producto del siglo xvi. Echa sus raíces en la división tripartita
del mundo sugerida por Herodoto y aceptada por algunos de los más importantes
pensadores de la antigüedad: Eratóstenes, Hiparco, Polibio, Estrabón, Plinio,
Marino y Tolomeo. El mundo era visto como una gran isla (el orbis terrarum) dividida
en tres grandes regiones: Europa, Asia y África.37 Aunque algunos suponían que en
las antípodas, al sur del orbis terrarum, podían existir otras islas habitadas quizá por
una especie distinta de hombres, el interés de los historiadores y geógrafos antiguos
se centró en el mundo por ellos conocido y en el tipo de población que albergaban sus
tres regiones principales. Así, la división territorial del mundo se convirtió en una
división poblacional de índole jerárquica y cualitativa. En esa jerarquía, Europa ocu-
37
Para la caracterización del orbis terrarum y de su influencia en la división poblacional del mundo, seguiré
básicamente los argumentos desarrollados por el filósofo e historiador mexicano Edmundo O`Gorman en
su libro La invención de América. Mignolo apoya expresamente su argumento en el texto de O`Gorman
(Mignolo, 1995: 17)
54
paba el lugar más eminente, ya que sus habitantes eran considerados más civilizados
y cultos que los de Asia y África, tenidos por griegos y romanos como “bárbaros”
(O`Gorman, 1991: 147).
Los intelectuales cristianos de la Edad Media se apropiaron de este esquema de
clasificación poblacional, no sin introducir en él algunas modificaciones. Así por
ejemplo, el dogma cristiano de la unidad fundamental de la especie humana (todos
los hombres descienden de Adán) obligó a San Agustín a reconocer que si llegasen a
existir otras islas diferentes al orbis terratum, sus habitantes, en caso de haberlos, no
podrían ser catalogados como “hombres”, ya que los potenciales habitantes de la “Ciu-
dad de Dios” sólo podían hallarse en Europa, Asia o África (O´Gorman, 1991: 148).
Asimismo, el cristianismo reinterpretó la antigua división jerárquica del mundo. Por
razones ahora teológicas, Europa seguía ocupando un lugar de privilegio por encima
de África y Asia.38 Las tres regiones geográficas eran vistas como el lugar donde se
asentaron los tres hijos de Noé después del diluvio y, por tanto, como habitadas por
tres tipos completamente distintos de gente. Los hijos de Sem poblaron Asia, los de
Cam se establecieron en África y los de Jafet se asentaron en Europa. Esto quiere decir
que las tres partes del mundo conocido fueron ordenadas jerárquicamente según un
criterio de diferenciación étnica: los asiáticos y los africanos, descendientes de aquellos
hijos que según el relato bíblico cayeron en desgracia frente a su padre, eran tenidos
como racial y culturalmente inferiores a los europeos, descendientes directos de Jafet,
el hijo amado de Noé.39
38
Aunque ciertamente Europa no encarnaba la civilización más perfecta desde el punto de vista técnico,
económico, científico y militar – se trataba, más bien, de una región pobre y “periférica” con respecto a
Asia y el norte de África -, sí era vista por muchos como la sede de la única sociedad del mundo fundada
en la fe verdadera. Esto la convertía en representante del destino inmanente y trascendente de la huma-
nidad. La civilización cristiana occidental era portadora de la norma a partir de la cual era posible juzgar
y valorar todas las demás formas culturales del planeta (O´Gorman, 1991: 148).
39
El relato bíblico muestra que fue Noé mismo quien estableció la jerarquía entre sus tres hijos. El
episodio que desencadenó esta jerarquización es narrado en el capítulo 9 del libro del Génesis: una vez
finalizado el diluvio, Noé se embriagó con vino y quedó desnudo en medio de su tienda. Cam, el hijo
más joven, entró y vio la desnudez de su padre sin hacer nada para cubrirla, mientras que Sem y Jafet,
andando hacia atrás, tomaron una manta y cubrieron el cuerpo de Noé. Al despertar de su embriaguez,
Noé se enteró de lo sucedido y pronunció el siguiente juicio: “Maldito sea Canaán [el hijo de Cam];
siervo de siervos será a sus hermanos. Bendito por Jehová mi Dios sea Sem, y sea Canaán su siervo.
Engrandezca Dios a Jafet y habite en las tiendas de Sem y sea Canaán su siervo” (Genesis 9: 25-27). De
acuerdo a este relato, la jerarquía queda establecida del siguiente modo: primero Jafet, el hijo mayor
de Noé y padre de los europeos, luego Sem, padre de los asiáticos y por último Cam, el hijo maldito,
padre de las naciones africanas.
55
40
Mignolo hace referencia explícita el famoso mapa T-O de Isidoro de Sevilla. Este mapa, usado por
vez primera para ilustrar el libro Etimologiae de Isidoro de Sevilla (560-636 E.C.), representa un círculo
dividido en tres partes por dos líneas que forman una T. La parte de arriba, que ocupa la mitad del círculo,
representa el continente asiático (Oriente) poblado por Sem, mientras que la otra mitad del círculo, la de
abajo, está dividida en dos partes: la de la izquierda representa el continente europeo poblado por Jafet,
y la derecha representa el continente africano poblado por Cam (Mignolo, 1995: 231).
41
La traducción y el resaltado son del autor.
56
42
“Intento enfatizar la necesidad de realizar una intervención política y cultural al inscribir la teorización
poscolonial al interior de legados coloniales particulares: la necesidad, en otras palabras, de inscribir el
“lado oscuro del Renacimiento” en el espacio silenciado de las contribuciones latinoamericanas
y amerindias [...] a la teorización poscolonial (Mignolo, 1995: xi). La traducción es del autor.
57
Con todo, y a pesar de sus diferencias, si en algo se identifican los proyectos teóri-
cos de Mignolo y Said es en la importancia que otorgan al ámbito de la colonialidad
para explicar el fenómeno del colonialismo. Tanto el orientalismo de Said como el
occidentalismo de Mignolo son vistos ante todo como imaginarios culturales, como
discursos que se objetivan no sólo en “aparatos” disciplinarios (leyes, instituciones,
burocracias coloniales), sino que se traducen en formas concretas de subjetividad. El
orientalismo y el occidentalismo son ante todo modos de vida, estructuras de pen-
samiento y acción incorporadas al habitus de los actores sociales.
Mignolo refuerza de este modo el argumento de Dussel: la subjetividad de la
Modernidad primera no tiene nada que ver con la emergencia de la burguesía, sino que
está relacionada con el dispositivo de blancura. Es la identidad fundada en la distinción
étnica frente al otro, aquello que caracteriza la primera geocultura del sistema-mundo
moderno/colonial. Una distinción que no sólo planteaba la superioridad de unos
hombres sobre otros, sino también la superioridad de unas formas de conocimiento sobre
otras. Por esta razón, el discurso ilustrado de la elite criolla, con su énfasis en la obje-
tividad del conocimiento, no entra en contradicción sino que refuerza el dispositivo
de blancura, como veremos en los capítulos siguientes. Imaginando estar ubicados
43
La traducción y el resaltado son del autor.
58
59
44
De hecho, la “hybris del punto cero” tiene una clara impronta aristocrática –y no burguesa– como
lo ha demostrado Bourdieu. Supone un divorcio entre el intelecto, considerado superior, y el cuerpo,
considerado inferior. Afirma, además, el mundo como espectáculo, como escenario de contemplación
desde las alturas (Bourdieu, 1999: 37). De este modo, al negar sus propias condiciones materiales de
posibilidad, la “hybris del punto cero” legitima una separación ideológica entre el universo económico
(del cual puede “abstraerse” tranquilamente el observador, por tenerlo ya garantizado) y el universo de
la producción simbólica (que es el mundo “verdadero”, el que debe ser conquistado por medio del genio
y la inteligencia).
60
por la creencia de que las diferencias podían ser medidas en valores, y los valores
medidos en términos de una evolución cronológica. La escritura alfabética, la
historiografía y la cartografía [del siglo xvi] empezaron a crear un marco más
amplio de pensamiento en el que lo regional [Europa] podía ser universalizado
y tomado como criterio único para evaluar el grado de desarrollo del resto de
la humanidad (Mignolo, 1995: 256-257).45
Junto con Dussel y Mignolo, es preciso estudiar los aportes del sociólogo Aníbal
Quijano en la construcción de una teoría crítica de la colonialidad. Ya desde sus estudios
en los años setenta sobre la emergencia de la identidad chola en el Perú, así como en
sus trabajos de los ochenta sobre la relación entre identidad cultural y modernidad,
Quijano había planteado que las tensiones culturales del continente debían ser estu-
diadas tomando como horizonte las relaciones coloniales de dominación establecidas
entre Europa y América. Sin embargo, durante los años noventa Quijano amplía su
perspectiva y afirma que el poder colonial no se reduce a la dominación económica,
45
La traducción y el resaltado son míos. También el antropólogo español José Alcina Franch ha mostrado
en varios trabajos cómo la idea ilustrada de “progreso” fue generándose ya desde el siglo xvi, y puede ser
reconstruida en los escritos de Acosta y Las Casas (Alcina Franch, 1988: 207-211).
61
política y militar del mundo por parte de Europa, sino que envuelve también, y
principalmente, los fundamentos epistémicos que sustentaron la hegemonía de los
modelos europeos de producción de conocimientos. Para Quijano, la crítica del poder
colonial debe pasar necesariamente por un cuestionamiento de su núcleo epistémico,
es decir por una crítica del tipo de conocimientos que legitimaron el dominio colonial
europeo y de sus pretensiones universales de validez.
Al igual que Mignolo, Quijano afirma que el colonialismo hunde sus raíces epis-
témicas en la clasificación jerárquica de las poblaciones realizada ya desde el siglo xvi,
pero encontró su mayor legitimación con el uso de modelos naturalistas en el siglo
xvii y biologicistas en el siglo xix. Se trata de aquellas taxonomías que dividían a la
población mundial en diversas “razas”, asignándole a cada una de ellas un lugar fijo e
inamovible al interior de la jerarquía social. Aunque la idea de “raza” venía gestándose
ya durante las guerras de reconquista en la península ibérica, es apenas con la formación
del sistema-mundo en el siglo xvi que se convierte en la base epistémica del poder
colonial (Quijano, 1999: 197). La idea de que “por naturaleza” existen razas superiores
y razas inferiores, actuó como uno de los pilares sobre los que España consolidó su
dominio en América durante los siglos xvi y xvii, y sirvió como legitimación científica
del poder colonial europeo en los siglos posteriores. Para dar cuenta de este fenómeno,
Quijano desarrolla su noción de colonialidad del poder.
La colonialidad del poder es una categoría de análisis que hace referencia a la
estructura específica de dominación implementada en las colonias americanas desde
1492. Según Quijano, los colonizadores españoles entablaron con los colonizados
una relación de poder fundada en la superioridad étnica y cognitiva de los primeros
sobre los segundos. En esta matriz de poder, no se trataba sólo de someter mili-
tarmente a los indígenas y dominarlos por la fuerza, sino de lograr que cambiaran
radicalmente sus formas tradicionales de conocer el mundo, adoptando como propio
el horizonte cognitivo del dominador. Quijano describe la colonialidad del poder en
los siguientes términos:
62
46
El resaltado es del autor.
63
64
Purus ab omnia
macula sanguinis1
El dispositivo de blancura en la Nueva Granada
1
Esta leyenda, por la cual se certificaba la limpieza de sangre del egresado, aparecía impresa en todos los
diplomas de grado expedidos por la Universidad Tomística de Bogotá en el siglo xviii.
2
Todos los datos aquí presentados sobre Olalla y su familia son tomados de la investigación realizada
por el historiador colombiano Jairo Gutiérrez Ramos (1998: 16-26).
68
a importantes cargos políticos. En 1544 fue nombrado Teniente del gobernador del
Nuevo Reino de Granada, y entre 1557 y 1573 fue alcalde ordinario de Bogotá en
cuatro ocasiones.
Una vez muerto Olalla, sus descendientes iniciaron una muy bien calculada serie
de alianzas matrimoniales, destinadas a consolidar e incrementar el patrimonio fami-
liar heredado. La hija de Olalla, doña Jerónima de Orrego, contrajo nupcias con el
almirante Francisco Maldonado de Mendoza, un hidalgo español recién llegado a la
Nueva Granada. Éste tomó posesión oficial como nuevo encomendero de Bogotá en
1596 y procuró diversificar las actividades productivas de sus tierras.3 Aprovechando el
“servicio personal” de los indios encomendados, dedicó la vida a incrementar su fortuna
y multiplicar sus empresas. Trabajó en el comercio de víveres y se inició en el negocio
de la minería, adquiriendo una cuadrilla de esclavos negros. Antes de morir en 1631,
Maldonado de Mendoza fundó el Mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, mediante
el cual garantizaba que solamente los miembros de su linaje podrían tener acceso a
sus bienes, obligándolos a usar su apellido.4 Las cuatro generaciones posteriores de
descendientes, que cubren todo el siglo xvii , constituyeron un clan endogámico com-
puesto por las más prestigiosas familias santafereñas, clan que acaparó encomiendas,
tierras, minas y además consiguió monopolizar el poder municipal y provincial en el
Nuevo Reino de Granada.
El ejemplo de Olalla y sus descendientes me permite plantear la hipótesis que quiero
defender en esta sección: desde el comienzo mismo de la acción colonizadora en el
territorio neogranadino, el fenotipo de los individuos (blanco, negro, indio, mestizo)
determinó su posición en el espacio social y, por lo tanto, su capacidad de acceso a
aquellos bienes culturales y políticos que podían ser traducidos en términos de distin-
ción. El caso de Olalla es interesante porque nos muestra que la construcción de una
entramada red de parentescos y la adquisición de títulos de nobleza o su transmisión
hereditaria, fueron las dos estrategias fundamentales que utilizó la elite colonial para
perpetuar su linaje y poder. No obstante, estas dos estrategias compartían un mismo
3
Gutiérrez Ramos calcula que las tierras de don Francisco Maldonado al finalizar el siglo xvi alcanzaban
las 20.000 hectáreas. La cantidad de ganado vacuno que mantenía en sus tierras oscilaba entre 5.000 y
8.000 cabezas y solamente en su finca “El Novillero” se podían sostener hasta 12.000 ovejas (Gutiérrez
Ramos, 1998: 37-40).
4
Vale la pena transcribir parte del testamento, tal como es reproducido por Gutiérrez Ramos: “con
tanto que las personas que se casaren con las hijas sucesoras de este mayorazgo, sin embargo, de tener
otros apellidos hayan de tener el mío y el de dicha mi mujer, llamándose y nombrándose Maldonado de
Mendoza sin mezclarlo con otros apellidos y tomando las armas de estos dos apellidos trayéndolas en sus
escudos, sellos, divisas y poniéndolas en las casas y obras que hicieran sin mezclarlas con otras ningunas,
so pena del que lo contrario hiciera pierda el mayorazgo” (Gutiérrez Ramos, 1998: 46).
69
5
El resaltado es del autor.
6
En un estudio referente a la nobleza quiteña, Christian Büschges (1997: 51) destaca que en todo el
periodo colonial no existió ninguna solicitud de comprobación de nobleza dirigida por las elites locales a
las Reales cancillerías de Granada y Valladolid, instancias encargadas por la Corona española para dirimir
estos casos. Esto prueba, según Büschges, que el concepto de nobleza tenía en la Nueva Granada un
carácter altamente “informal”, puesto que se consideraba noble simple y llanamente a quien reclamaba
serlo y era reconocido como tal por la elite criolla. Pilar Ponce de Leiva (1998: 43-44 ) habla en este
sentido de una aristocracia de facto pero no de iure, y la compara con la baja nobleza castellana. Una
cosa era, por tanto, alegar que se era noble –con el fin de asegurar un determinado prestigio social– y
otra muy distinta era poseer un título de nobleza (es decir, ser noble “en propiedad”), que sólo podía ser
expedido por cancillerías españolas.
70
Por esta razón, la blancura no tenía que ver estrictamente con el color de la piel, sino
que designaba, por encima de todo, el tipo de riqueza y encumbramiento social de
una persona. La blancura, como diría Bourdieu, era un capital cultural que permitía
a las elites criollas diferenciarse socialmente de otros grupos y legitimar su dominio
sobre ellos en términos de distinción. La blancura era, pues, primordialmente un
estilo de vida demostrado públicamente por los estratos más altos de la sociedad y
deseado por todos los demás grupos sociales.
El ejemplo citado de Olalla nos deja ver con precisión en qué consistía este capital
cultural de la blancura. Como ya se dijo, en la segunda generación después de Olalla se
creó el Mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, lo cual indica la formación de una nueva
aristocracia colonial, empeñada en defenderse de cualquier intromisión de “escala-
dores sociales” y personajes ajenos al clan original. La pertenencia a este clan exigía el
cumplimiento de por lo menos uno de dos requisitos: el primero era tener “sangre de
conquistadores”, esto es, acreditar que se era descendiente directo de los “primeros
pobladores” de la Nueva Granada (en nuestro ejemplo, los descendientes de Olalla);
el segundo era tener “sangre noble”, es decir, acreditar que se era descendiente directo
de un hidalgo (en nuestro ejemplo, los descendientes de Maldonado de Mendoza).
Dicho de otra manera, la elite neogranadina construyó a su alrededor una fortaleza
social cimentada en dos concepciones de “honor”: de un lado, la nobleza de sangre o
hidalguía, que se adquiría por ser hijo de padre noble y era transmitida legalmente a
los descendientes; de otro lado, la nobleza de privilegio, que se adquiría por ser hijo de
“beneméritos” –aunque no lo fuera por linaje–, pero que no tenía la misma validez
que la nobleza de sangre.
Mi punto es que la piedra angular de esta fortaleza social, construida por las elites
coloniales, era su carácter fundamentalmente étnico. Esto se hace claro si recordamos
que el requisito para la obtención u ostentación de cualquier título de nobleza era
la limpieza de sangre. Sabemos que en España la condición sine qua non para recibir
un título de nobleza era que el pretendiente fuera “cristiano viejo” y no estuviera
mezclado con “malas razas”, es decir con sangre de morisco, guineo, judío o gitano.
En América tal discriminación étnica fue todavía más fuerte debido a la existencia
de dos repúblicas, la de blancos y la de indios, haciendo que el estatuto legal de una
persona se relacionara directamente con su pertenencia a un grupo étnico. Esto hizo
que las desigualdades sociales no se basaran sólo en los distintos niveles de vida material
(ricos o pobres) sino, ante todo, en las diferencias provenientes de la sangre, la herencia
y la adscripción a un linaje. Lo que significa que mientras en España la limpieza de
sangre –solicitada, por ejemplo, a los españoles que deseaban “pasar a las Indias” –era
primariamente una exigencia de carácter religioso, en América se convierte en una
71
7
Véase por ejemplo la documentación del archivo del cabildo de Medellín entre 1674 y 1812 recopi-
lada por William Jaramillo Mejía (2000).
8
Para colocar tan solo un ejemplo: cuando un blanco era encarcelado, estaba prohibido aplicarle cier-
to tipo de sanciones reservadas a los “pardos”, como el aseguramiento con grillos o cadenas y el castigo
en el cepo. Tampoco se podía colocar a un blanco en la misma cárcel que un negro. Cuando estas leyes
eran violadas, la víctima blanca podía quejarse abiertamente y solicitar una sanción ejemplar para la
autoridad responsable del delito, por no haber tenido en cuenta su distinción y privilegios (Gutiérrez
de Pineda,Pineda Giraldo 1999: 426).
72
9
Althusser (1985: 35) acuñó el término “filosofía espontánea” para referirse al modo en que las “ideo-
logías prácticas” se introducen soterradamente en la práctica teórica de los científicos. Estas ideologías o
Weltanshauungen son vistas por Althusser como “instrumentos ideológicos de la hegemonía de la clase
dominante”, que se filtran en la enseñanza y en la práctica de las ciencias sociales. Varios años más tarde,
Pierre Bourdieu habló de “sociología espontánea” para ilustrar la manera en que el lenguaje sociológico
corre el peligro de filtrar toda una serie de prenociones encerradas en el lenguaje común, que contienen
una “filosofía petrificada de lo social” (Bourdieu, 2000: 37).
73
10
Véanse en: http://www.emory.edu/COLLEGE/CULPEPER/BAKEWELL/thinksheets/castas.html
74
Aunque varios de los nombres puedan parecernos algo pintorescos, estos no deben
ser vistos como arbitrarios. Por el contrario, los nombres designaban el lugar exacto
que correspondía a cada persona en el proceso de movilización social. A partir de los
tres tipos básicos (español, indio, negro) se construía una serie de subtipos a los que
correspondía un nivel más o menos alto de discriminación étnica. Las categorías “salta
atrás” y “torna atrás”, por ejemplo, hacían referencia a que un mestizo descendiente
de negros si se casaba con una india, retrocedía en el proceso de blanqueamiento (Ro-
senblat, 1954: 174). La categoría “tente en el aire” significaba que no había adelanto
posible, ya que la unión se hacía entre dos personas (calpamulato y cambuja) cuya
sangre estaba ya completamente mezclada de las tres razas y, por tanto, se encontraban
a igual distancia relativa del blanco y del indio. En otros casos, la categoría designaba
alguna característica física o lingüística del individuo. El “chino” era aquel que, sin
ser negro, llevaba el cabello rizado, mientras que el “no te entiendo” era resultado de
la mezcla entre descendientes de personas (tal vez esclavos bozales) que no hablaban
bien el castellano. Algunas categorías como “lobo”, “albarazado”, “barcino” y “cam-
bujo” eran tomadas, despectivamente, de la nomenclatura usada comúnmente en el
cruce entre animales.
Como puede verse, tanto la denominación como la progresión de los cuadros
revelan una “sociología espontánea”: a mayor mezcla de sangre, menor posibilidad de
movilización social. Lo cual significaba que entre menos “pura” fuera la sangre que
corría por las venas de una persona, menor sería también su posibilidad de ascenso
social. Nótese, por ejemplo, que el estigma de la mezcla racial podía desaparecer en
la tercera generación sólo porque el varón mestizo era visto como hijo de dos razas
“puras” (español e india) y tenía, por tanto, la oportunidad de “redimir” su prole si
engendraba hijos legítimos con una mujer blanca. A su vez, el fruto de esta unión
(el castizo) podía tener hijos legítimos considerados ya como españoles, pero sólo si
75
seguía fielmente el ejemplo de su padre, es decir, si se casaba con una mujer blanca.
En cambio, en el momento en que la sangre se “contaminaba” con elementos negros,
la posibilidad de redención se tornaba imposible. El mulato, fruto de la unión entre
español y negra, ya no podía blanquear su sangre, aunque él, sus hijos (moriscos) y sus
nietos (chinos) tuvieran hijos legítimos con mujeres blancas. El principio es claro: la
sangre negra no puede ser redimida. Por el contrario, entre mayor sea el porcentaje
de sangre negra, mayor será también la degeneración racial y social. El uso de categorías
zoológicas (lobo,11 coyote12) indica que los individuos pertenecientes a estas castas en
poco o nada se diferencian de las bestias.
Aunque en la Nueva Granada los cuadros de castas no tuvieron mayor arraigo
entre los artistas, las elites criollas utilizaron el mismo principio clasificatorio para la
elaboración de sus taxonomías étnicas. Considérese, por ejemplo, el siguiente pasaje
del fraile capuchino Joaquín de Finestrad:
Semejantes a los árabes y africanos que habitan los pueblos meridionales, tales
son los indios, los mulatos, los negros, los zambos, los saltoatrás, los tente en
el aire, los tercerones, los cuarterones, los quinterones y cholos o mestizos.
Los que tienen sangre de negro y blanco se apellidan mulatos; los de mulato y
negro, zambos; los de zambo y negro, saltoatrás; los de zambo y zamba, tente
en el aire; los de mulato y mulata, lo mismo; los de mulato y blanca, tercerón;
los de tercerón y mulata, saltoatrás; los de tercerón y tercerona, tente en el aire;
los de tercerón y blanca, cuarterón; los de cuarterón y blanca, quinterón; los
de quinterón y blanca, español, que ya se reputa fuera de toda raza de negro
(Finestrad, 2000 [1789]: 135).
Nótese que para Finestrad, todas las castas de la Nueva Granada son “semejantes
a los árabes y africanos”, es decir que son “hijos de la maldición” por estar mezcladas
con los descendientes de Sem y de Cam.13 De otro lado, utiliza nombres usados por
los pintores mexicanos (“tente en el aire”, “saltoatrás”) pero adaptándolos a la particular
situación racial de la Nueva Granada. No obstante, las categorías taxonómicas de
Finestrad son algo más precisas que las utilizadas en México. Nombres como “terce-
rón”, “cuarterón” y “quinterón” hacían referencia a la cercanía o lejanía temporal frente
al modelo racial de la pureza. Así, el tercerón era el que durante tres generaciones
11
http://www.artnet.com/magazine/features/ramirez/ram12-06.asp
12
http://www.artnet.com/magazine/features/ramirez/ram12-01.asp
13
Este punto se ampliará en el capítulo cuarto.
76
sucesivas había emparentado con blancos, el cuarterón lo había hecho por cuatro, y el
quinterón era el que ya había limpiado su “mala sangre” durante cinco generaciones,
por lo que podía engendrar hijos considerados ya como criollos.
En un magnífico ensayo, Ilona Katzew (1997) afirma que los sistemas de clasifica-
ción étnica expresan la necesidad de las élites dieciochescas de crear un orden y un control
en medio del caos que representaba para ellas el creciente proceso de mestizaje. Esta
obsesión por el orden reflejaba también el espíritu de la Ilustración, con su interés por
aquel tipo de clasificaciones sistemáticas que Michel Foucault denomina Tableaux.
De hecho, muchos de los cuadros de castas fueron enviados a las colecciones de historia
natural que por esos días empezaban a ser populares en la España de los Borbones:
In 1776, the same year the Gabinete [Real Gabinete de Historia Natural en
Madrid] opened its doors to the public, an official decree was issued requesting
viceroys and other functionaries to send natural products and artistic curiosi-
ties. Casta paintings were displayed with a host of archeological objects, rocks,
minerals, fossils, and other “ethnographic” items. By entering the space of the
Gabinete, casta paintings acquired a specific meaning related to their assumed
“ethnographic” value. The Gabinete provided the ideal forum from which
colonial difference could be contained and articulated as a category of nature.
Thus, the inclusion of objects such as casta paintings, in addition to satisfying
Europeans´ curiosity for the exotic, points to their need to classify the peoples
of the Americas as a way of gaining control to the unknown (Katzew, 1997: 16).
Katzew señala con acierto la relación intrínseca entre los sistemas de clasificación
étnica y la llamada historia natural, problema que tendré oportunidad de trabajar
en el capítulo quinto. Por el momento me interesa resaltar el modo en que estos
sistemas de clasificación se hallaban anclados en una sociología espontánea y for-
maban parte de un dipositivo de blancura. Recordemos que los cuadros de castas
no fueron creados por científicos europeos sino por artistas criollos de la elite, que
respondían sin duda a una necesidad de su grupo social. Se diría pues que, además
de lo señalado por Katzew, la importancia de estas clasificaciones radica en el hecho de
que a través de ellas, y a contraluz, la étnia dominante definía “sociológicamente”
lo que significaba ser blanco. Una vez se establecía una taxonomía de todas las posi-
bles mezclas de sangre, entonces era posible determinar ex negativo de qué privilegios
sociales quedaban excluidas las personas que entraban en alguna de las castas o,
lo que es lo mismo, qué privilegios eran exclusivos de aquellos que establecían las
77
14
Con estas taxonomías ocurre lo mismo que señalaba Mignolo para el caso de las cartografías del Nuevo
Mundo en el siglo xvi: el sujeto que taxonomiza –como el que dibuja los mapas– se encuentra “fuera de
la representación” (Mignolo, 1995: 219-313).
78
Es de advertir que las provincias interiores de aquella parte de América, que son
las que están en las serranías, son asimismo las más dilatadas y pobladas de gente
que hay en todas ellas: en estas abunda mucho la casta de los mestizos, y estos
son de muy corta ó ninguna utilidad en aquellos payses, porque la abundancia
de frutos que hay en ellos, y la inaplicación que es común en estos al trabajo,
los tiene reducidos á vida ociosa y perezosa; hechos depósitos de todos los
vicios, la mayor parte de esta gente no se casan nunca, y viven escandalosamente,
aunque allí no es extraña esta irregularidad de vida por ser muy común (Juan
y Ulloa, 1983 [1826]: 164).
En cuanto a los negros, el estudio hecho por los antropólogos Virginia Gutiérrez de
Pineda y Roberto Pineda (1999: 12-18), de los documentos de venta de esclavos en la
Nueva Granada, así como de los juicios hechos en su contra, revela qué tipo de valora-
ción social recibían estas personas. Si el principal vicio atribuido al indio era la pereza,
el que más caracterizaba al negro era la soberbia.15 Este estereotipo sobre la personalidad
“altanera” y “rebelde” del negro estaba tan arraigado, que el precio exigido por los
comerciantes variaba según el lugar de donde proviniera el esclavo, pues los compradores
pensaban que los que venían del Congo eran “fatuos” –y por tanto debían ser más
baratos–, mientras que los que venían de Angola eran “dóciles” y “comedidos”.16 Por lo
general, los negros también eran acusados de ser mentirosos, de tener una “malignidad
propensa a la calumnia” y de ser proclives a todo tipo de costumbres licenciosas. Entre
éstas se destaca la promiscuidad sexual, por lo que las mujeres negras eran tenidas por
“fáciles y deslenguadas”, inclinadas a la prostitución y el amancebamiento, mientras que
los hombres negros tenían fama de ser “inquietos en amores”.
Debido a que llevaban “sangre de la tierra” en sus venas, los pardos en todas sus
combinaciones (mestizos, mulatos, zambos, tercerones, etc.) eran vistos como racial-
mente inferiores a los españoles. Es decir, que no sólo llevaban en la sangre los vicios
propios de la raza primaria –india o negra– de la que descendían, sino que además
heredaban vicios nuevos, propios de la combinación racial. El zambo era tenido
15
Nótese que ambos vicios se encuentran relacionados con el status laboral del indio y el negro. La
valoración peyorativa se refiere, en un caso, a la resistencia del indio frente al trabajo corporal, mientras
que en el otro a la resistencia del negro para obedecer las órdenes del capataz. Así mismo, los dos vicios
eran considerados como “pecados capitales” por la doctrina católica. Pero en el indio y en el negro eran
vistos como “defectos naturales”, propios de su constitución racial, lo cual hacía difícil –o imposible– su
corrección mediante la penitencia y el arrepentimiento.
16
La procedencia geográfica del esclavo negro era inocultable para los comerciantes, puesto que todos
traían en su cuerpo unas marcas llamadas “sajaduras” que identificaba a las distintas regiones de África
(Díaz, 2001: 37).
79
como la casta más despreciada de todas por ser resultado de la mezcla entre indios y
negros.17 Además de ser “sumamente iracundos, crueles, traidores y, en suma, gente
cuyo trato debe rehuirse”,18 el zambo era considerado como “taciturno, de mirada
torva o maliciosa y de índole tan perversa que lo lleva fácilmente al mal”.19 Por el
contrario, el hombre mulato era tenido como racialmente superior al zambo y se le
reconocía su gran habilidad para el aprendizaje de las letras, por lo cual era temido
por los blancos.20 Sin embargo, era visto como “escandaloso y petulante”, cualidades
recibidas de su ascendencia negra, por lo que frecuentemente se le acusaba de robos
y otros delitos contra la propiedad (Gutiérrez de Pineda y Pineda Giraldo, 1999:
63). La mujer mulata era muy apreciada por su belleza, pero tenida como heredera
de la tendencia a la promiscuidad sexual propia de sus ancestros negros, por lo que la
caracterización más difundida era su “irrefrenable sexualidad”. Pero no sólo la mujer
mulata, sino en general todas las mujeres de las castas eran vistas por la elite blanca
como inclinadas “por naturaleza” a la fornicación y el amancebamiento. Jorge Juan
y Antonio de Ulloa escriben que
17
El ilustrado criollo Jorge Tadeo Lozano escribe: “Últimamente del indio y del africano resulta una casta
mixta, cuyos individuos se llaman Sambos. Esta casta, la peor de todas, es por su apariencia externa algo más
análoga á la del negro, pero horriblemente desfigurada con algunas facciones del indio. Su característica
moral se compone de todas las malas qualidades de las razas de su origen” (Tadeo Lozano, 1809: 366).
18
Citado por Rosenblat, 1954: 167.
19
Citado por Gutiérrez de Pineda y Pineda Giraldo, 1999a: 361.
20
Rosenblat (1954: 162) cita el caso de un mulato de Cajamarca que fue castigado con 25 azotes en la
plaza pública por haberse descubierto que sabía leer y escribir.
80
Además de las tablas de clasificación étnica y moral, a las que he hecho referencia,
la elite colonial neogranadina echó mano de otras estrategias para afirmar su identidad
como grupo social dominante. Me refiero a la utilización pública de distintivos de rango.
Pierre Bourdieu ha desarrollado la noción de habitus para conceptualizar el modo en
que los individuos incorporan en su estructura psicológica toda una serie de valores
culturales pertinentes a su “condición de clase” y que le identifican, de forma indefec-
tible, como miembro de un determinado grupo social.21 La profesión, la vestimenta,
el uso del lenguaje, el tipo y lugar de la vivienda, el modelo de relación familiar, son
una especie de “huella digital” que indica el lugar que ocupan los agentes en el espacio
social y el modo en que se posicionan estratégicamente frente a otros agentes (Bour-
dieu, 1996: 134-135; 1998: 172). Utilizaré esta noción de habitus para mostrar que
la ostentación de insignias culturales por parte de la elite neogranadina operaba como
una estrategia de construcción social de la subjetividad.
Como signo de status y poder, la familia católica fue una de las insignias culturales
utilizadas por la elite para demostrar sus prerrogativas étnicas. El modelo de la familia
española, sancionado institucionalmente por la Iglesia y el Estado, funcionó como un
dispositivo social que permitía distinguir las relaciones familiares legítimas de las ilegí-
21
Para Bourdieu las diferencias de clase no tienen que ver únicamente con la posesión o no posesión de
riquezas materiales, tal como pensaba Marx, sino que se explican también por la existencia de diferentes
esquemas grupales de clasificación de las prácticas. Tales esquemas establecen diferencias entre lo “verda-
dero” y lo “falso”, entre lo “bueno” y lo “malo”, entre lo que es “distinguido” y lo que es “vulgar”. De este
modo, las diferencias en las prácticas, en los bienes poseídos y en las opiniones expresadas, constituyen
un auténtico “lenguaje” o “código de comunicación” que comparten los individuos pertenecientes a una
misma clase (Bourdieu, 1997a: 20).
81
timas. La familia tenida socialmente por legítima era aquella que cumplía formalmente
con las normas del matrimonio in facie eclesiae, es decir, del matrimonio católico. Por
estar revestido de un carácter sacramental, el rito católico del matrimonio suponía una serie
de requerimientos legales y morales, cuyo cumplimiento formal hacía parte del habitus de
la clase dominante: indisolubilidad, monogamia, honor familiar, fidelidad sexual por
parte de la mujer y responsabilidad del padre hacia la prole. La familia legítima era
el lugar donde se establecía el consenso acerca del “orden natural” de las cosas, esto
es, sobre el “sentido común” aceptado por todos sus miembros como apropiado a su
condición social. Utilizando los términos de Bourdieu (1997a: 129; 136), diría que
la adquisición del habitus primario, en el seno de la familia católica, significa que era
allí donde los miembros de la etnia dominante aprendían el conocimiento práctico
(sens pratique) que regía el sentido de su “lugar” en el espacio social.
Pero las normas que definen qué es la familia legítima son las mismas que exclu-
yen cualquier otro modelo de relación familiar como “ilegítimo”. Y es precisamente
esto lo que explica porqué razón la familia católica operó en la Nueva Granada
como un mecanismo de construcción social de la blancura. Las uniones casuales o
permanentes entre los miembros de las castas se daban casi siempre al margen del
matrimonio católico. Para los indios, negros y mestizos –debido en parte a que sus
propias tradiciones culturales privilegiaban otros patrones familiares– resultaba difícil
identificarse con el modelo hegemónico de la familia católica. Hasta bien entrado el
siglo xviii, el paradigma matrimonial hispánico no formaba parte de su habitus porque
desde el comienzo de la conquista, las relaciones entre los hombres españoles y las
mujeres indias, negras o mestizas no configuraban un núcleo familiar legítimamente
sancionado. Las mujeres que entraban en tales relaciones eran vistas como concubinas
y los hijos habidos se consideraban no sólo ilegítimos sino bastardos. Estos hijos, ya
contaminados con la “sangre de la tierra”, adquirían automáticamente una condición
de inferioridad social con respecto a la del progenitor español, lo cual les predisponía
a entablar relaciones de mancebía y concubinato con miembros de otras castas.
Por el contrario, el español se veía compelido –por su habitus– a entablar matrimonio
legítimo con una mujer de su misma calidad social para llenar las exigencias de su
status. Puede decirse entonces que entre los miembros de la nobleza neogranadina,
la matrimonialidad –y su consecuencia legal más inmediata, la legitimidad de los
hijos–, funcionó como un mecanismo de diferenciación étnica frente al “amance-
bamiento” que predominaba en las castas (Dueñas Vargas, 1997).
La familia, según Bourdieu, es el lugar donde los agentes se apropian del patri-
monio acumulado por generaciones anteriores y lo utilizan como punto de partida
para la acumulación ulterior de capital. Este patrimonio heredado será, entonces,
82
el instrumento a través del cual unos agentes se diferenciarán de otros según sea
su posición en la jerarquía del espacio social. Por esta razón, el matrimonio “entre
iguales” fue una de las estrategias más utilizadas por la elite colonial neogranadina
para consolidar su distancia étnica frente a los demás estamentos sociales. Recorde-
mos el caso citado de la hija del encomendero Olalla, doña Jerónima de Orrego. Su
matrimonio con el noble español don Francisco Maldonado de Mendoza constituyó
el inicio de una gran dinastía familiar que dominó el escenario político y social de
la Nueva Granada durante todo el siglo xviii. Este tipo de alianzas fue muy frecuente
entre los miembros de la elite dominante como medio para la transmisión, gestión y
reconversión de capitales.22 A través de ellas se aseguraba que esa herencia inmaterial,
denominada limpieza de sangre, pudiera transmitirse a las generaciones siguientes,
evitando así que el patrimonio acumulado pudiera ser amenazado por las aspiraciones
de cualquier “advenedizo”. En una sociedad donde el concepto de honor estaba ligado
directamente con el de legitimidad, cualquier hijo tenido por fuera del matrimonio
era considerado como una interrupción del linaje y como una grave ofensa contra la
dignidad de la familia. Mediante un cerrado sistema de alianzas era posible entonces
protegerse de que algún miembro de las castas pudiera ingresar en el ámbito familiar
de las elites, poniendo en peligro el honor, el prestigio y el buen nombre, es decir, el
capital simbólico acumulado por linaje.
El habitus primario que adquirían las elites criollas implicaba entonces lo que
Nietzsche llamara el pathos de la distancia, es decir, la necesidad de manifestar, en
forma latente o abierta, la diferencia inconmensurable de los “señores” frente a sus
inferiores.23 Por supuesto que este distanciamiento no fue posible del mismo modo
para todos los miembros de la etnia dominante, ya que muchos de ellos no poseían la
riqueza necesaria. La acumulación de capital económico, es cierto, no constituía para
las elites el fin último y declarado de sus estrategias de posicionamiento en el espacio
social, pero sin la riqueza material era difícil mantener por mucho tiempo la distancia
frente a las castas. Así por ejemplo, muchos de los blancos pobres –o “vergonzantes”,
como se les llamaba en la época– se vieron forzados a mezclarse, para mejorar su
situación económica, con hijas de comerciantes mestizos enriquecidos. Del mismo
22
Pilar Ponce de Leiva (1998: 273) muestra que en el caso concreto del cabildo de Quito, de los 94
miembros que ejercían voz y voto entre 1593 y 1701, 78 pertenecían a las familias más prominentes
de la ciudad.
23
Para ejemplificar este pathos de separatismo étnico cabe citar el caso de un criollo santafereño de nombre
Francisco Javier Bautista, que al ser invitado a participar en la fiesta de San Juan Bautista, patrono de
la llamada ‘Cofradía de Pardos’, rechazó indignado el convite con el argumento de que tal situación era
incompatible con su limpieza de sangre, y que la invitación obedecía sin duda a la “depravada intención de
algunos que han pretendido molestar[me] atribuyéndome ser de su estirpe” (citado por Díaz 2001: 184).
83
24
A partir de datos y estadísticas, la historiadora Giomar Dueñas Vargas muestra cómo el desbalance
étnico y sexual era una de las características de Santafe de Bogotá en el siglo xviii. El “mercado matrimonial”
era desventajoso tanto para las mujeres blancas como para las mestizas. Las blancas tenían que buscar
parejo entre los hombres ya “blanqueados” de las castas, o bien optar por la vida monacal y la soltería.
Las mestizas optaban por lo general por las relaciones informales, lo cual generó una gran proliferación
de hijos ilegítimos (Dueñas Vargas, 1997: 82).
25
Un buen ejemplo de esto es el “pleito por ofensas al honor” que entablaron dos individuos de la elite
antioqueña ante la Real Audiencia de Medellín. Uno de los testigos afirma que la hija del acusado llevaba
“color rojo en sus vestidos”, por lo que le parecía que era “cuarterona de mestizos”. Otro testigo declara
84
que no tuvo a esa misma persona por mulata o blanca sino por mestiza “porque gastaba saya y pañito”
(Jaramillo Uribe 1989: 190). En otro caso, también documentado por Jaramillo Uribe, un señor de la Villa
de San Gil acude a la Real Audiencia para quejarse de que el alcalde de la Villa de Ocaña le había prohibido
utilizar el sombrero blanco, distintivo de los nobles. El ofendido afirma que el alcalde le había hecho sufrir
“el sonrojo público de despojarme del birrete o gorro blanco que traía puesto, mandándome no usar
más este abrigo en la cabeza por ser un distintivo de que sólo podían usar los nobles y no los plebeyos y
gente de mala raza, hallándome presente en buena reputación y en la posición de hombre blanco y de
sangre limpia” (Ibid).
26
Büschger (1997: 51) afirma que en España se daba este calificativo sobre todo a los caballeros de hábito,
agregando que en América jamás se desarrolló un estamento nobiliario que pudiera exhibir el título oficial
de “caballero”, otorgado por la Corona española a oficiales destacados por sus servicios militares. Hasta
hoy día, tanto el nombre de “don” como el de “caballero” son utilizados en Colombia como signos de
cortesía y/o reconocimiento social.
85
económicas a las que se dedicaba. Wallerstein (1998: 76) afirma que la división
internacional del trabajo estaba revestida de un carácter fundamentalmente étnico.27
La etnización de la fuerza de trabajo de la que habla Wallerstein se manifestaba no
sólo en el reclutamiento de la mano de obra para las haciendas, plantaciones y minas,
sino también en el valor cultural que se imputaba al tipo de actividad ejecutado por las
personas que allí laboraban. En la Nueva Granada, el trabajo manual era visto por
la elite criolla como un ejercicio de “vileza” porque era realizado por esclavos negros,
por indios encomendados o por campesinos mestizos (también llamados “peones”).
La demostración simbólica de la blancura exigía entonces que una persona tenida
como tal debía ocuparse de “oficios nobles” y no de “oficios viles y mecánicos” (Juan
y Ulloa, 1983 [1826]: 422). Además de las faenas propias del trabajo en el campo y
las minas (agricultores, mazamorreros, cargueros, arrieros, etc.), estos oficios “ple-
beyos” incluían el ser maestro de escuela, sastre, zapatero, comerciante, platero,
boticario, expendedor de chicha, panadero e incluso cirujano.28 Por oficios “nobles”
eran tenidos, en cambio, el ejercicio de cargos públicos (alcalde, militar, oidor,
procurador, escribano, notario, fiscal), así como el trabajo intelectual, la práctica de
la jurisprudencia y el sacerdocio. Más que riqueza, para la adquisición de estos cargos
y profesiones se requería tener un buen apellido y mantenerlo “limpio”, es decir, libre
de toda contaminación étnica con los miembros de las castas.
Esta jerarquía de artes y oficios actuaba como un mecanismo de selección que
calificaba o descalificaba a un individuo para formar parte de la elite blanca. El mante-
nimiento de tal jerarquía estaba asegurado por el estatuto legal concedido a los gremios,
organismos urbanos de carácter corporativo que agrupaban a trabajadores de distintos
27
Esto significa que a determinados grupos étnicos se le reservaban determinados roles económicos, de
tal manera que los individuos pertenecientes a esos grupos “nacían”, por así decirlo, para ocupar una
posición específica en el sistema de producción. Particularmente durante la época de constitución del
sistema-mundo moderno – que Wallerstein identifica con “el largo siglo xvi” –, el contingente de actores
sociales que formaba la fuerza básica de trabajo en las regiones periféricas no se agrupaba en “clases” sino
en “étnias”. Su función económica venía determinada por su “cultura”, es decir, por su lengua, religión,
costumbres, procedencia geográfica y patrones de comportamiento. El argumento de Wallerstein es que
la “acumulación originaria de capital” que hizo posible las tres grandes revoluciones mundiales de la
modernidad – la científica en el siglo xvii, la política en el siglo xvii y la industrial en el siglo xix– tuvo
lugar en el siglo xvi, precisamente en el momento en que, gracias a la división étnica del trabajo interna-
cional, España pudo extraer de sus colonias aquellas riquezas que generaron el fenómeno de la inflación
sostenida en otras regiones de Europa (Wolf, 1997:139).
28
Jaramillo Uribe cita el caso del hijo de un cirujano de Cartagena que fue rechazado por el Colegio
Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Santafé porque el oficio de cirujano era considerado mecánico
e indigno de una persona noble (1989: 189). Renán Silva menciona dos casos similares: un candidato
de Cartagena fue rechazado para “vestir la beca” porque su padre era comerciante (compraba y vendía
ceras), mientras que otro fue rechazado por ser “plebeyo hijo de un panadero” (Silva, 1992a: 214-215).
86
29
En la práctica, el criterio de discriminación social con base en el oficio no era estrictamente aplicado
por la Corona. Sabemos que los cargos públicos podían venderse a hijos de personas cuyo oficio tenía
relación directa con el trabajo manual. Sin embargo, me estoy refiriendo a la importancia que este tipo
de discriminación étnica y laboral jugaba en el dispositivo de blancura.
87
30
Octavio Paz hace la siguiente descripción del convento de las Jerónimas en México, a donde ingresó
Sor Juana Inés de la Cruz, pero que puede ser aplicable a conventos como el de Santa Clara en Bogotá
o de las conceptas en Cuenca: “La población de los conventos estaba compuesta por las monjas, su ser-
vidumbre (criadas y esclavas), las “niñas” y las “donadas” [...] Las monjas llevaban al convento a sus
criadas y esclavas. La proporción entre unas y otras es reveladora: había tres criadas por cada monja; en
algunos conventos la proporción era todavía mayor: cinco criadas por monja” (Paz, 1982: 168).
31
La investigación de Rafael Díaz revela que de 2.044 propietarios de esclavos en la ciudad de Santafe de
Bogotá entre 1700 y 1775, 680 eran presbíteros, 452 eran militares, 301 eran funcionarios del Estado,
131 eran abogados y 108 eran monjas o religiosos regulares (Díaz, 2001: 141).
88
32
Utilizo aquí la distinción que hace el pensador francés Michel de Certeau entre “estrategias” y
“tácticas”. La categoría de “estrategia” se refiere a la “manipulación de las relaciones de fuerzas que
se hace posible desde que un sujeto de voluntad y de poder (una empresa, un ejército, una ciudad,
una institución científica) [...] postula un lugar susceptible de ser circunscrito como algo propio y
de ser la base [desde] dónde administrar las relaciones con una exterioridad de metas o de amenazas
(los clientes o los competidores, los enemigos, el campo alrededor de la ciudad, los objetivos y los
objetos de investigación, etc.) Como en la administración gerencial, toda racionalización estratégica
se ocupa primero de distinguir en un “medio ambiente” lo que es “propio”, es decir, el lugar del poder
y de la voluntad propios” (De Certeau 1996: 42). Con otras palabras, las estrategias son prácticas
calculadas, conscientes e interesadas, hechas desde una posición de poder (social, científico, político,
militar), que permiten delimitar un campo de acción propio frente al subalterno, por medio de la
coacción física o de la persuasión ideológica. Las “tácticas”, por el contrario, son prácticas realizadas
desde una posición desventajosa en las relaciones de poder. Son acciones de resistencia por parte del
subalterno que buscan convertir en favorable una situación desfavorable, pero jugando con las mismas
reglas establecidas por el poder hegemónico. “La táctica” –afirma De Certeau– “no tiene más lugar que
el del otro. Además debe actuar [en] el terreno que le impone y organiza la ley de una fuerza extraña.
No tiene el medio de mantenerse en sí misma, a distancia, en una posición de retirada, de previsión y
de recogimiento de sí: es movimiento “en el interior del campo de visión del enemigo”, como decía
Von Bülow, y está dentro del espacio controlado por éste [...] Necesita utilizar, vigilante, las fallas
que las coyunturas particulares abren en la vigilancia del poder propietario. Caza furtivamente. Crea
89
En efecto, con el avance de la mezcla racial en los siglos xvii y xviii, era cada vez
mayor el número de personas que aspiraban a los signos culturales de distinción
privativos del estamento blanco. A esta situación contribuyeron básicamente dos
factores, ambos contenidos en la observación de Vargas: el uno de carácter fenotípico
y el otro de carácter económico. En primer lugar, la intensidad de la mezcla hizo
cada vez más difícil diferenciar al blanco del mestizo por sus características externas.
Muchos tercerones podían hacerse pasar fácilmente por blancos, como lo demuestran
sorpresas. Le resulta posible estar allí donde no se le espera. Es astuta. En suma, la táctica es un arte
del débil” (1996: 43).
90
33
Los datos recogidos por Guiomar Dueñas en las parroquias de Bogotá hacia finales de la Colonia de-
muestran que la cifra de niños bautizados y clasificados como blancos excede con mucho a la población
“real” de hijos de españoles. Ya en 1779 la proporción de blancos era de 49.8% según el censo de aquel
año, y hacia 1810 la proporción de niños blancos bautizados fue de 61.2% en relación con las castas. Estas
cifras revelan con claridad que el grado de mestizaje era ya demasiado alto y que los mestizos luchaban
con éxito por ser clasificados oficialmente como blancos (Dueñas Vargas, 1997: 90-91).
91
remitiera hasta los primeros pobladores de la región. Por eso el alegato de Muñoz
se realiza en estos términos:
Don Gabriel Ignacio Muñoz, vecino del sitio de Nuestra Señora de Copacabana,
jurisdicción de esta Villa [de Nuestra Señora de La Candelaria de Medellín],
ante vuestra merced parezco, y como más haya lugar en derecho digo, que para
efectos que al mío convienen, se le ha de servir admitirse información de testigos
que serán examinados al tenor de las preguntas siguientes: [...] si saben estoy
en la reputación de hombre blanco y de sangre limpia [...] si saben que soy hijo
natural de don Francisco Muñoz de Rojas y de una señora principal de esta Villa,
descendiente de sus primeros fundadores, y habido bajo la palabra de casamiento
[...] digan si por ambas líneas soy de limpia sangre, sin mezcla de moros, judíos,
zambo, mulato, ni de otra alguna mala raza [...]. En la cual verá vuestra señoría
corroborado mi aserto en un todo, con más ventajas de las que llevo insinuadas,
dejándose ver quiénes han sido mis padres, qué fueros y circunstancias han
gozado, de que sacará vuestra señoría, señor Visitador, que no pudo ni debió
el señor teniente negarme la cortesía del “don”, sin grave injuria de mi honor.
Por ser constante que en esta provincia es esta cortesía la que distingue a los
blancos de la demás gente de baja esfera, de suerte que al que se niega, por el
mismo hecho no le guarda el común los debidos fueros.34
34
“Autos obrados por Don Gabriel Ignacio Muñoz, contra el teniente Gobernador Don Pedro Elejalde
por haberle negado el “don” [1786]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 213; 217.
92
35
“Información que pretendía el procurador general de esta villa contra la calidad de los Muñoces”
[1787]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 431.
36
En: Jaramillo Mejía, 2000: 461-462.
37
Esta fue exactamente la expresión utilizada por el abogado de los Muñoz para referirse con ironía al
agravio del Procurador. En: Jaramillo Mejía, 2000: 461.
93
reconvertir el capital económico obtenido, en capital cultural deseado. Con ello espe-
raban blanquearse culturalmente, es decir, obtener la legitimación simbólica que hasta
el momento era propiedad de los blancos para “igualarse” socialmente con ellos. Así
por ejemplo, los mestizos enriquecidos buscaban afanosamente casar a sus hijas con
blancos (aunque fueran pobres) para mejorar su status, ya que esto permitiría elevar
su posición social y la de sus descendientes.38 A medida que mejoraba la capacidad
económica de los mestizos, estos procuraban costearse los trajes y adornos que eran
privativos del estamento blanco y exigían el tratamiento de “don” o de “doña”, como
se vio en el caso de los Muñoz. Muchos mestizos hicieron todo lo posible por “lavar” el
linaje de sangre de sus antepasados con el fin de que sus hijos pudieran ser aceptados
para ocupar cargos públicos o para ingresar en seminarios, conventos o universidades,
ámbitos tradicionalmente reservados a la etnia dominante. Algunos mestizos y mulatos
libertos se daban incluso el lujo de comprar esclavos negros y utilizarlos para su servicio
personal, queriendo demostrar con ello una mayor dignidad social.39
Un ejemplo de blanqueamiento cultural muy cercano al tema de esta investigación
es el de Salvador Rizo, un negro liberto oriundo de Mompox que trabajaba como
dibujante en la expedición botánica. Sabemos que sus habilidades eran muy apreciadas
por Mutis y que incluso fue honrado por éste al consagrarle el nombre de una nueva
planta, la Rizoa. Su don de gentes le permitió ganar la confianza del científico gaditano,
hasta el punto de ser nombrado mayordomo general de la expedición, encargado como
tal de manejar todos los dineros de la institución. Entre sus responsabilidades se en-
contraba la de contratar “esclavos obedientes y de buena raza” en Cartagena para que
trabajaran en las fincas de tierra caliente donde tenía su sede la expedición botánica
(Ortega Ricaurte, 2002: 125). Posteriormente, Rizo militó en el ejército libertador
de Bolívar y fue finalmente arrestado y condenado a muerte por Pablo Morillo. Su
proceso de blanqueamiento tuvo incidencia hasta en la misma forma de morir, ya
que fue fusilado “honrosamente” en la Plaza de San Francisco en Bogotá, corriendo
la misma suerte de sus compañeros de la expedición botánica, los “sabios” criollos
Francisco José de Caldas y Jorge Tadeo Lozano, quienes, como veremos más adelante,
no escondían su profundo escepticismo frente a la capacidad intelectual y moral de
38
Esto ocurría también con otros sectores de la población, como entre los mulatos, por ejemplo, quienes
preferían que sus hijas no se casaran con negros, ya que ello reforzaría la mácula de su origen. En general
puede decirse que el matrimonio con un “inferior racial” era repudiado por todas las castas, pues ello
significaba un retroceso en la posición social que se tenía.
39
Rafael Díaz menciona el caso de Joseph Perea, un mulato liberto que se enriqueció con el negocio
de la minería empleando mano de obra esclava y que en 1739 donó al convento de la Concepción en
Santafé la no despreciable suma de tres mil pesos, afirmando que tal donación no afectaría para nada sus
“bienes cuantiosísimos” (Díaz, 2001: 178).
94
los negros. Hoy la historia recuerda el “martirio por la patria” de Caldas y Lozano,
cuyos nombres se han otorgado a universidades y centros de apoyo a la investigación
científica, pero ignora la suerte de personajes como Salvador Rizo.
El caso de Rizo es, sin embargo, sintomático de lo que estaba ocurriendo a nivel
de toda la sociedad neogranadina. En la antesala de las guerras de independencia, la
línea divisoria entre los distintos estamentos sociales, basada tradicionalmente en la ads-
cripción étnica de los individuos, se estaba desdibujando paulatinamente. De acuerdo
a los censos de 1778-80, la población de la Nueva Granada había cambiado su perfil
racial de manera sorprendente, convirtiéndose en una sociedad mestiza y altamente
hispanizada, muy distinta de las sociedades coloniales ubicadas en Mesoamérica y los
Andes del sur.40 Los mestizos eran ya el 47% de la población de la Nueva Granada,
mientras que los blancos constituían apenas el 26%, los indios el 20% y los esclavos
negros el 8%. (McFarlane, 1997: 65). En una sociedad con cerca del 50% de mes-
tizos y en una coyuntura económica que favorecía el enriquecimiento de muchos
de ellos, el proceso de blanqueamiento cultural resultaba inevitable. La blancura se
convirtió en el objeto más deseado por todos los estratos sociales, en particular por los
mestizos, porque apropiarse de él significaba empoderarse frente al estamento criollo
dominante. Blanquearse equivalía, entonces, a “igualarse” con el dominador emplean-
do las mismas prácticas que le permitieron a éste construir su hegemonía cultural,
para utilizarlas como táctica de resistencia y movilización. La nueva dinastía de los
Borbones reconoció en su momento la necesidad de elaborar unas políticas raciales y
poblacionales que se ajustaran a las nuevas realidades demográficas y económicas del
continente, siguiendo el imperativo racionalista de la gubernamentalidad. Políticas
que, como mostraré enseguida, generaron una intensificación de la “guerra de las
razas” en la Nueva Granada.
La topografía que describí en la sección anterior demuestra que las luchas sociales
en esta región del mundo fueron significadas como un enfrentamiento de clases, sino
de etnias y razas. El grupo dominante – los criollos – no se definía tanto por tener en
40
En palabras de McFarlane, “la Nueva Granada tenía poco parecido con las sociedades coloniales de
sus vecinos andinos, con sus grandes poblaciones quechua y aymara. Vista en conjunto, también difería
marcadamente de la sociedad de la vecina provincia de Caracas, donde los plantadores criollos dominaban
una sociedad basada en la esclavitud africana” (McFarlane, 1997: 72).
95
sus manos los medios de producción económica y por valores culturales asociados con
el rendimiento y la productividad, sino por haber sido subjetivados como “blancos”
por el dispositivo de blancura. La limpieza de sangre se constituye en el discurso hege-
mónico de subjetivación que atraviesa tanto a dominadores como a dominados en la
Nueva Granada. Pero viene ahora la pregunta: ¿de qué modo fue alterada esta estructura
de poder por las reformas borbónicas del siglo xviii? El fomento de la ciencia moderna,
propugnado por los Borbones, ¿se constituyó en una ruptura frente a los modos tra-
dicionales de conocimiento y socialización vigentes en la sociedad neogranadina, o
fue simplemente una prolongación de los mismos?
Esta sección mostrará que los nuevos diseños poblacionales del siglo xviii, lejos
de transformar al mundo social en la dirección esperada por el Estado borbón, fueron
asimilados por la gramática de la “colonialidad del poder” que se encontraba firmemente
anclada en la sociedad neogranadina. Para ponerlo en otras palabras: la dinámica estatal
del biopoder fue fagocitada por la dinámica de la colonialidad del poder. Lo que se
pretende resaltar aquí son las “consecuencias perversas” –por así decirlo– de las políticas
de modernización borbónica, esto es, la intensificación de la guerra de las razas en la
Nueva Granada.
Michel Foucault señala que hacia mediados del siglo xviii empieza a cambiar el “arte
del buen gobierno” en Europa. Un buen gobernante no se definía ya por su habili-
dad de velar por las almas de sus súbditos (el modelo del “buen pastor”), sino por su
capacidad de hacerse cargo de las relaciones sociales entre los hombres, dirigiéndolas
sabiamente hacia una meta muy precisa: la optimización de los recursos materiales
y humanos presentes en el territorio. En una palabra, el arte del buen gobierno empieza
a regirse por un modelo económico. Gobernar “bien” a un Estado significaba ejercer
un control económico, es decir, una administración racionalmente fundada sobre los
habitantes, las riquezas, las costumbres, el territorio y la producción de conocimien-
tos. Aumentar las riquezas y crear un tipo de sujeto productivo mediante el control
racional de los procesos vitales de la población (natalidad, mortalidad, alimentación,
lugar de residencia, salud y trabajo), tales eran las características del buen gobierno
en el siglo xviii. Esta nueva “ciencia de gobierno” centrada en la vida de la población es
denominada por Foucault la “biopolítica” (Foucault, 1999c: 195):
96
En el siglo xviii una de las grandes novedades en las técnicas de poder fue
el surgimiento, como problema económico y político, de la “población”: la
población-riqueza, la población-mano de obra, la población en equilibrio entre
su propio crecimiento y los recursos de que dispone. Los gobiernos advierten
que no tienen que vérselas con individuos simplemente ni siquiera con un
“pueblo”, sino con una “población” y sus fenómenos específicos, sus variables
propias: natalidad, morbilidad, duración de la vida, fecundidad, estado de
salud, frecuencia de enfermedades, formas de alimentación y de vivienda
(Foucault, 1987: 35).
Quizá en ninguna otra parte del mundo occidental se hacía tan necesario el proyecto
ilustrado de la biopolítica como en las colonias españolas de ultramar. Hacia comienzos
del siglo xvii, cuando la dinastía de los Borbones ocupó el trono de los Habsburgos en
España, la relación geopolítica de fuerzas había empezado a cambiar en toda Europa.
A lo largo del siglo xvi, y gracias a un estricto monopolio comercial, España había
establecido un dominio absoluto sobre el circuito del Atlántico, lo cual le permitió
captar una gran cantidad de recursos provenientes de sus colonias americanas. A través
de la Casa de Contratación de Sevilla, los Habsburgo habían logrado canalizar todo
el comercio con América hacia un único puerto de ingreso (Sevilla primero, luego
Cádiz), colocando el tráfico transoceánico en manos de comerciantes españoles auto-
rizados. Los extranjeros se hallaban excluidos de cualquier vínculo comercial directo
con las colonias españolas. Paradójicamente, los grandes beneficiarios de este tráfico
no fueron los españoles mismos, sino mercaderes, banqueros y constructores navales
extranjeros, en especial ingleses y holandeses. Ya desde finales del siglo xvi se venía
configurando en Holanda, Francia e Inglaterra una oligarquía comercial que tenía
gran interés en expandirse hacia el Atlántico, respaldada por un gran poder naval y
por la formación de compañías estatutarias. Durante todo el siglo xvii y sobre todo
después de la firma del tratado de Westfalia, que dio fin en 1648 a la guerra de los
treinta años, España empezó a perder el control sobre el circuito comercial del Atlántico
(Arrighi, 1999: 60-62). Los comerciantes ingleses, franceses y holandeses, ayudados
por corruptos funcionarios locales, consiguieron montar una extensa red de piratería
y contrabando en el Caribe, de tal modo que hacia comienzos del siglo xviii los
extranjeros se llevaban la mejor parte del mercado americano. Amsterdam reemplazó
a Sevilla como nuevo punto neurálgico del comercio con América y el centro de la
economía internacional se desplazó desde la costa sur hacia la costa noroccidental de
Europa (Wallerstein, 1980: 37). Sabiéndose en franca desventaja comercial, técnica y
militar frente a sus poderosos vecinos, la dinastía de los Borbones se propuso recuperar
97
para España la hegemonía perdida. Los Borbones sabían muy bien que el control del
comercio mundial lo obtendría aquella nación que lograra modernizar con mayor
rapidez sus instituciones políticas, económicas y militares, pero, sobre todo, aquella
que lograra ejercer un control racional sobre la población.
Sin embargo, cuando Jorge Juan y Antonio de Ulloa viajaron por América del
Sur hacia mediados del siglo xviii como observadores secretos al servicio del Estado
borbón, describían un panorama desolador. La inoperancia de las leyes, la rapacidad
sin límites de los empleados públicos, el contrabando, la corrupción del clero y, por
encima de todo, las costumbres económicas de la población, se constituían en un obstá-
culo para convertir a España en un serio competidor por el control de los mercados
mundiales, frente a Inglaterra y Francia. Se hacía necesario pues un paquete de políticas
tendientes a cambiar radicalmente esos hábitos ancestrales. Estas políticas, basadas
en un conocimiento exacto sobre la población a ser gobernada, los recursos naturales
disponibles y las “leyes naturales” del comercio, serían suficientes para crear un nuevo
tipo de hombre: el homo oeconomicus que necesitaba con urgencia el imperio español.
En el año de 1789 uno de los más eminentes economistas españoles de la época,
don José del Campillo y Cossío, ministro del rey borbón Felipe v, hacía un balance
crítico de la gestión española en América en los siguientes términos:
Tras las conquistas entró la codicia de las minas, las que por una temporada
dieron grandes utilidades a España, mientras eran suyos los géneros con que
rescataban el oro y la plata, pero en lo sucesivo, cuando debiéramos haber
proporcionado nuestra conducta a las circunstancias y aplicarnos al cultivo
y ocupaciones que emplean últimamente a los hombres, hemos continuado
sacando infinito tesoro que pasó y enriqueció a otras naciones; y el verda-
dero tesoro del Estado, que son los hombres, con esta cruel tarea se nos ha ido
extinguiendo (citado por Arcila Farias, 1955: 10).41
41
El resaltado es del autor. La cita es tomada de José del Campillo y Cossío, Nuevo sistema de gobierno
económico para la América. Mérida: Universidad de los Andes 1971.
98
99
La instrumentalización, por su parte, tiene que ver con el modo como estas reglas
favorecían la utilización de una serie de instrumentos de carácter técnico, educativo,
político y científico, para alcanzar determinados fines establecidos de antemano.
La acción colectiva debía ser guiada hacia la consecución de fines “útiles para toda la
sociedad” a través del cálculo de los medios más adecuados. Esto quiere decir que
la acción humana ya no quedaba ligada a postulados axiológicos vigentes al interior
de grupos particulares, sino que debía asumir un carácter decididamente técnico.
Finalmente, la burocratización se refiere al hecho de que el Estado –y ya no la
Iglesia ni la aristocracia– era la instancia encargada de establecer los fines últimos de
la vida social y de implementar los medios técnicos para lograrlos. Esto demandaba la
concentración del poder en manos de una elite de tecnócratas y funcionarios espe-
cializados, leales únicamente al Estado y no a intereses particulares, cuya labor era
diseñar y ejecutar políticas públicas de control sobre la población.
El objetivo de todas estas reformas, como queda dicho, era el aprovechamiento
racional de los recursos humanos disponibles en todo el territorio español, y prin-
cipalmente de la población concentrada en los reinos de Indias. Antes que guerreros
y conquistadores, el Estado necesitaba de sujetos económicos que fueran capaces de
producir riquezas y estimular actividades tales como el comercio y la industria. Pues
tal como lo expresaba Campillo, de nada sirve el dominio por las armas sobre un te-
rritorio, si las riquezas de ese territorio y la capacidad productiva de sus pobladores no
redundan en el beneficio universal de todos los estamentos del Imperio.42 La política
indiana de los Borbones se orienta entonces hacia el fomento de la producción agrícola
(en desmedro de la producción aurífera) y la ampliación del comercio entre las colo-
nias mismas, liberándolo de su antigua reglamentación y de los excesivos impuestos,
de tal manera que los productos españoles pudieran competir favorablemente con
los del contrabando. Todo esto exigía, por supuesto, una modernización del sistema
fiscal y un régimen de protección a las industrias regionales, así como un reparto
más equitativo de las cargas fiscales. Se necesitaba entonces una administración
más estricta y eficiente, que recuperara el control de la metrópoli sobre las audiencias
locales de ultramar, con el fin de unificar las finanzas y rechazar la agresión comercial
de los rivales europeos (McFarlane, 1997: 289).
42
“No se hacían cargo nuestros españoles guerreros que el comercio de un país, teniéndole privativo, vale
mucho más que su posesión y dominio, porque se saca el fruto y no se gasta en su defensa y gobierno”
(citado por Arcila Farias, 1955: 9).
100
101
43
Esto implicaba, por ejemplo, suprimir la venta de cargos públicos, evitando de este modo que los criollos
tuvieran acceso a las audiencias e inclinando la balanza del poder a favor de los funcionarios nombrados
directamente por España (Phelan, 1980: 25). John Lynch afirma que en el periodo de 1647-1750, es decir
antes del ascenso de los Borbones, el 44% de los miembros de las Audiencias americanas eran criollos.
Y todavía en la década de 1760 la mayoría de los oidores de las Audiencias de Lima, Santiago y México
eran criollos. Sin embargo, en los años de 1751 a 1808, tan solo el 23% de los nombramientos que hubo
en las audiencias americanas recayeron sobre criollos. Para 1808 de los 99 individuos que ocupaban los
tribunales coloniales, tal solo 6 eran criollos (Lynch, 1991: 21).
44
McFarlane (1997: 173) señala que el criterio de buen gobierno vigente entre los virreyes antes de 1778
era el de conservar la “armonía” entre los intereses de las elites y los intereses del Estado, implementando
ciertas políticas de la Corona pero omitiendo otras, por considerar que no se adaptaban a la situación local.
45
Utilizo aquí el concepto de “reconversión de capitales” introducido por Pierre Bourdieu (1997a: 55).
102
46
Al parecer, uno de los objetivos centrales de esta medida era desmontar el clan de la familia criolla
de los Álvarez, que controlaba buena parte la administración de la tesorería. Los funcionarios de esta
dependencia estaban casi todos emparentados por sus matrimonios con miembros de aquella familia,
que tenía fuertes intereses en el negocio del tabaco. Como una de las prioridades del Estado era crear un
monopolio sobre la producción, distribución y exportación del tabaco, se hacía necesario debilitar los
vínculos que ligaban a los propietarios de grandes fincas tabacaleras con las instancias de decisión política
(McFarlane, 1997: 317-318). La estrategia de Gutiérrez de Piñeres fue exitosa, puesto que al cabo de tres
años tan solo tres miembros de la familia Álvarez conservaban cargos fiscales en Bogotá (Phelan, 1980: 31).
47
Recordemos, por ejemplo, que ya en 1523 el emperador Carlos v había establecido que los indígenas
(varones útiles entre 18 y 50 años de edad) debían pagar un tributo al Estado español, como recono-
cimiento a la autoridad del Rey. Posteriormente se estableció que los descendientes directos de indios
mezclados, es decir, los zambos (hijos de india y negro) y los mestizos (hijos de india y blanco), también
debían pagar este tributo como lo hacían los indios. Pero con el crecimiento del mestizaje en el siglo
103
xviii, no resultaba claro quién debía pagar el tributo y quién no. Cada vez se hacía más difícil establecer
en los empadronamientos quién era mestizo, mulato, indio o zambo.
48
Citado por Arcila Farias, 1955: 11.
49
Es claro que la solicitud de “gracias al sacar” solo la podían hacer los mestizos enriquecidos, ya que los
aranceles que debían pagarse por ella eran bastante elevados. Por cédula real del 10 de febrero de 1795
se ordenaba que la dispensa de la calidad de pardo se obtenía por la suma de 500 reales y la dispensa
de la calidad de quinterón (la más cercana a la categoría de blanco) se obtenía por 800 reales. En otra
cédula del 3 de agosto de 1801 se establecía que la dispensa de la calidad de pardo costaba 700 reales y
la de quinterón 1100 (Rosenblat, 1954: 180).
104
50
Con el objeto de estimular la producción industrial en las colonias, los Borbones ofrecieron ennoble-
cer a cualquier persona que hubiera mantenido y mantuviera trabajadores en los telares por dos o tres
generaciones (Jaramillo Mejía, 1996: 63).
51
Recordemos que ya en 1738 Jorge Juan y Antonio de Ulloa recomendaban encarecidamente al Estado
borbón degradar a los oficiales criollos y permitir que los mestizos fueran incorporados a cargos de respon-
sabilidad en el ejército. “Ellos –escriben– se reconocen vasallos del rey de España, y aunque mestizos se
honran con ser españoles y salir de indios, de tal como que no obstante participar tanto de uno como
de otro, son acérrimos enemigos de los indios, que son su propia sangre [...] La tropa formada con esta gente
aunque en el color no fuese toda igual, y alguna pareciese más morena que los españoles, no dejaría de ser
tan lúcida y buena como la mejor de Europa, porque los mestizos son regularmente bien hechos, fornidos
y altos, algunos son de tan buena estatura que exceden á los hombres regularmente altos; y son propios
para la guerra porque se crían en sus payses acostumbrados á traginar de unas partes á otras, hechos á andar
descalzos, desabrigados por lo común y mal comidos, por lo que ningún trabajo se les haría extraño en la
guerra, y la falta de inconveniencias no será para ellos incomodidad” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 177).
52
Hasta el siglo xvii el empleo del caballo y el uso de armas habían sido privativos del estamento blanco
en la Nueva Granada. En particular los negros y los mulatos recibían fuertes castigos por andar a caballo.
105
Mas no será extraño dejar caer aquí los más tiernos sollozos de los españoles
americanos. ¿Dé qué, Señor, nos sirven en estas partes los méritos y servicios?
¿Dé qué la sangre gloriosamente vertida por nuestros antepasados en servicio
de Dios Nuestro Señor y de Vuestra Majestad? ¿De qué los afanes, trabajos y
miserias que pasaron en la conquista de estas Indias? ¿De qué el continuo afán
sobre ostentar nuestro amor a Vuestro Real servicio y gloriosas ocupaciones
que nos enseñó la fidelidad de nuestros predecesores? ¿De qué aquellas eficaces
recomendaciones y preferente atención que nos conceden Vuestras leyes de
Indias y particulares Reales Cédulas? De que aquí los Virreyes, sus familiares
y respectivos Superiores nos atropellen, mofen, desnuden y opriman [...] En
53
Se trata del pago de los derechos de medias anatas y lanzas, vinculados a los títulos de nobleza. Durante
el siglo xviii, y debido a la crisis del sistema de haciendas, muchas familias de la nobleza titulada pasaron
por grandes dificultades económicas, lo que en algunos casos originó la pérdida de sus títulos, por no
estar en condiciones de pagar al Estado las deudas acumuladas por años.
106
fin señor, los tristes españoles americanos, cuanto más distinguidos tanto más
padecen. Ya les han destruido la hacienda, ahora asestan a su honor y fama,
maculándolos, por excluirlos de todo oficio honorífico que pueda juzgarse de
utilidad (Lozano de Peralta, 1996 [1785]: 281).
107
Las políticas borbónicas pretendían instaurar en las colonias una nueva raciona-
lidad que integrara en un sólo proyecto a grupos sociales que durante 200 años se
habían formado en medio del conflicto étnico. No se intentaba desmontar los prin-
cipios de estratificación social heredados del pasado, sino conseguir la homogeneidad
legal, económica y cultural que permitiera que el poder absoluto del monarca actuara
con eficacia. Los Borbones creían que sería suficiente con diseñar una política more
geométrico para poner a trabajar juntos a los diferentes estamentos de la sociedad colo-
nial. Se tenía confianza en que bastaría con desembarazarse de los vicios burocráticos
del pasado para que la acción humana, sabiamente conducida por el Estado, se pusiese
en sintonía con el funcionamiento de las leyes naturales y el imperio español se enca-
minara, por fin, hacia un inevitable progreso material y espiritual. Pero el optimismo
ilustrado de los Borbones chocaría frontalmente con la lucha étnica prevaleciente en
las colonias. Antes que activar la “armonía preestablecida” de las leyes naturales de la
sociedad, las políticas de expropiación incrementaron las tensiones raciales en América.
Acosados por el ascenso social, demográfico y fenotípico de los mestizos y presio-
nados por las políticas liberales del Estado, los criollos se colocaron a la defensiva y
buscaron atrincherarse en su ya debilitada fortaleza étnica. Celosos de una pureza de
sangre cada vez más ilusoria, procuraron cerrar a los mestizos cualquier posibilidad
de ingresar al mundo de los privilegios por la vía del emparentamiento. Según hemos
visto anteriormente, el honor era considerado por los estamentos más altos como un
patrimonio que debía mantenerse y defenderse a toda costa, pues este garantizaba la
supremacía y distancia social de los criollos ennoblecidos con respecto de las capas
sociales inferiores. Por tal razón, el hecho de que algún miembro de la familia pu-
diera entablar “matrimonio desigual” con un mestizo o una mestiza, era visto como
108
54
Así por ejemplo, el 6 de octubre de 1788 el cabildo de Caracas dirigía una súplica al rey en los siguien-
tes términos: “Teme este cabildo que si los pardos son admitidos al estado eclesiástico, decaerá mucho
del alto rango en que hoy está un clero tan distinguido como el de esta provincia. Los pardos son vistos
aquí con sumo desprecio, ya por su origen, ya por los pechos que vuestras reales leyes les imponen. Ellos
descienden de esclavos, su filiación es ilegítima y tienen su origen en la unión de los blancos con las ne-
gras [...] No serían menores los perjuicios en el estado secular si se concediera a los pardos permiso para
contraer matrimonio con personas blancas del estado llano. Porque dentro de pocos años de permitidos
estos matrimonios habría tal confusión entre la familia, que no se podría discernir las que están mezcladas
de las que no lo están. Se dificultarían los matrimonios de los europeos, que no querrán casarse sino con
blancas, y en lugar de aumentarse el número de vecinos que tengan las calidades que piden las leyes para
los empleos mayores, se disminuirían, con mengua notable del Estado [...] Finalmente, la abundancia
de pardos que hay en esta provincia, su genio orgulloso y altanero, el empeño que se nota en ellos por
igualarse con los blancos, exigen, como medida política, que Su majestad los mantenga en la dependencia
como hasta aquí; de otra manera se harán insufribles por su altanería, y al poco tiempo querrán dominar
a los que en su principio han sido sus señores” (citado por Rosenblat, 1954: 183).
109
55
“Pragmática sanción para evitar el abuso de contraer matrimonios desiguales” [1776]. En: Jaramillo
Mejía, 2000: 764.
56
“Disenso puesto por don Lucas y don Miguel Jerónimo Mejía al matrimonio que con Lorenzo Parra
intenta contraer doña Salvadora Mejía” [1793]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 548.
110
nalmente sus privilegios económicos y sociales.57 Los padres podían ahora entablar
los llamados “juicios de disenso”, en los que hacían valer su derecho de evitar que
sus hijos se casaran con gente de “inferior condición”, manteniendo de este modo
la homogeneidad racial de la familia. A pesar de los esfuerzos estatales por favorecer la
movilidad de “las castas de la tierra”, los sectores más tradicionales de la sociedad
colonial encontraron en los juicios de disenso el mecanismo idóneo para evitar los
matrimonios interraciales. Ahora podían echar mano del viejo derecho de hidalguía
y argumentar que la movilidad social de las castas era un peligro para la estabilidad
social del imperio, ya que la obligación del Estado era trazar una barrera jurídica de
separación étnica que protegiera el ideal del hombre blanco, noble, católico y leal al
soberano. No es casualidad que en la mayor parte de los juicios de disenso, entablados
en la Nueva Granada a finales del siglo xviii, la oposición a los matrimonios desiguales
se fundara no tanto en argumentos de tipo económico y social, como de tipo racial.
Se esperaba de este modo contrarrestar la tendencia de muchas familias nobles pero
empobrecidas –sin más recursos que su capital de la blancura– a emparentarse con
mestizos ricos para mejorar su situación económica.
Es el caso, por ejemplo, del juicio interpuesto ante un tribunal de Medellín en 1793
por don José Ignacio Callejas, vecino de la ciudad de Rionegro en la provincia de An-
tioquia, con el objetivo de impedir el casamiento de su sobrina con un comerciante
mestizo, a pesar de que el padre mismo de la joven había dado ya su consentimiento
al matrimonio:
57
Hacia finales del siglo xviii el enclaustramiento étnico de los criollos había llegado a un grado tal, que
hasta en las escuelas rurales se aplicaba un verdadero sistema de apartheid racial. Jaime Jaramillo Uribe
documenta el caso de una licencia para organizar una escuela pública solicitada al virrey por el párroco
de Girón en el año de 1789. Entre los reglamentos de la escuela propuestos por el clérigo se encontraban
rígidas disposiciones de discriminación étnica y social, matizadas por la benevolencia propia de la “moral
cristiana”: “En el aula escolar los alumnos quedarían separados por una distancia de media vara entre
los blancos superiores e inferiores. Los niños blancos ocuparían los primeros, y los plebeyos y castas
bajas los de abajo”. Para atenuar los efectos de la discriminación, que preocupaban al párroco autor de
la iniciativa, “se cuidaría especialmente que los niños de buena estirpe no fueran osados de injuriar con
mofas y malas palabras a los de baja extracción, ni se mezclen con ellos sino para enseñarles aquello
que ignoren, o auxiliarles en lo que necesiten por efecto de la generosidad que debe ser propia de la gente
noble” (Jaramillo Uribe, 1982: 253).
111
dando por esposa una de sus hijas, nombrada María Josefa, a Miguel Parra [...]
Suplico a vuestra merced no permita semejante casamiento, hasta que el citado
Parra haga constar ser su calidad igual a la que pretende por consorte, pues por
parte de ésta estoy pronto a satisfacer el juzgado que los Orrego, Velásquez y
Noreña, no son de la calidad y mala raza que el Parra. Pues por documentos
judiciales haré patente que son descendientes de personas nobles, blancas y es-
pañolas, por cuya virtud y en fuerza del derecho que me asiste y por el nuestro
propio honor (ya que el padre de la contrayente no hace caso de esta, la más
estimable joya), me opongo al expresado casamiento, valiéndome para ello de
la real pragmática de Su Majestad el señor don Carlos iii.58
58
“Sobre el pleito (porque) Miguel Mejía quiere casar a su hija” [1793]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 531.
El resaltado es del autor.
59
“Disentimiento interpuesto para impedir el matrimonio entre Miguel Lorenzo Parra y Doña María
Josefa Salvadora Mejía” [1793]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 526. En el imaginario hegemónico de blan-
cura, como mostraré más adelante, los oficios mecánicos –como la herrería– eran tenidos como propios
de las castas ya que la división étnica de la sociedad era también, y por encima de todo, una división
étnica del trabajo.
60
“Sobre el pleito (porque) Miguel Mejía quiere casar a su hija” [1793]. En: Jaramillo Mejía, 2000:
541. En este caso resulta interesante ver cómo Miguel Parra intenta utilizar los mismos elementos
jurídicos que su acusador para lograr la nulidad del juicio de disenso. En primer lugar, acude a la Real
112
Citaré un caso más, documentado esta vez por Virginia Gutiérrez de Pineda y
Roberto Pineda Giraldo, para demostrar que no sólo el color de la piel sino en general
el fenotipo de una persona jugaba un papel fundamental en el discurso de la limpieza
de sangre que los criollos buscaban a toda costa defender. En el año de 1783, doña
Tomasa Salazar decide interponer juicio de disenso contra las pretensiones matrimo-
niales de su hija Graciela Varelas con un sastre de nombre Domingo Gómez. En el
expediente judicial, doña Tomasa consigna que todos sus parientes “son españoles
blancos de público y notorio, limpios de toda mala raza”, mientras que el novio de su
hija es “un mulato puro, viejo, sin dientes, de color canela oscura, nariz chata y pelo
de paza enroscado”.61 Este caso muestra con claridad el modo en que los juicios de
disenso fueron el arma principal utilizada por la elite criolla para defender el capital
cultural heredado de la blancura, sobre todo cuando éste era amenazado por indivi-
duos de raza negra.
Los valores de la etnia criolla dominante, sancionados por la Iglesia y expresados
en el discurso de la limpieza de sangre, tenían que ser defendidos frente al modo en
que el Estado borbón pretendía legitimar el ascenso social de las castas. La batalla
entre los grupos que aspiraban al blanqueamiento racial como medio de movilidad
social y el estamento criollo dominante que buscaba contener este proceso, se tornó
cada vez más dramática con el transcurrir del siglo xviii. La “guerra de las razas”, ma-
nifiesta ya desde los primeros años de la Conquista, se intensificó en la medida en
que aumentaba el porcentaje de la población mestiza. Las reformas borbónicas, por su
parte, contribuyeron a la exacerbación del conflicto étnico entre los diferentes grupos
sociales. El efecto impensado, perverso, de la biopolítica borbona, fue el incremento
de la distancia entre las elites criollas y el pueblo llano. Antes que lograr un consenso
multiétnico en torno al proyecto racionalista de la modernidad imperial, las reformas
se convirtieron en un factor que contribuiría a fortalecer el enclaustramiento étnico
de las elites. Enclaustramiento que encontraría en aparatos ideológicos como la uni-
versidad colonial, una de sus expresiones más fehacientes.
Pragmática para argumentar que la demanda de José Callejas no es procedente, debido a que la novia
tiene ya el consentimiento de su padre. Ante el fracaso de esta tentativa, el acusado apela ante la corte
con el argumento de que los ascendientes de la familia de su prometida son también mulatos y que, por
tanto, los Parra no son de inferior calidad racial que los Mejía (2000: 542). Este es un ejemplo del modo
como los subalternos intentan apropiarse de los mismos aparatos de dominio utilizados por las elites para
devolverlos en su contra (“against the Grain”). Sin embargo, en este caso pesó mucho más el prestigio
social de la familia Callejas.
61
Citado por Gutiérrez de Pineda y Pineda Giraldo, 1999: 475.
113
114
115
62
Hans-Albert Steger (1974: 228) menciona el caso del indio Antonio López, quien fue designado
por la Universidad de Guatemala como catedrático de la lengua Cakchiquel. Pero esto alarmó tanto a
las elites tradicionales, que lograron anular la designación de López acusándole de supuesta ebriedad
mientras dictaba sus clases.
63
En tono con su política modernizadora, Carlos iii procuraba homogeneizar al imperio español con
el fin de que su administración pudiera ser más eficiente. Para ello se requería, además de un rey, una
religión y una ley, una sola lengua y un solo sistema de pesos y medidas. Su real cédula de 1770 afirma-
ba que las muchas lenguas desfavorecen el comercio y hace que los súbditos se confundan como en la
torre de Babel, por lo que ordena que todos los indios sean catequizados en lengua castellana. Al mismo
tiempo, ordena que “se extingan los diferentes idiomas que se usa en los mismos dominios, y sólo se
hable el castellano”. “Real cédula para que en los reinos de Indias se extingan los diferentes idiomas de
que se usa y sólo se hable el castellano”. En: Tanck de Estrada, 1985: 37-45.
116
trabajar como escribanos, pero, con contadas excepciones, ninguno de ellos podía
ingresar al templo donde se formaban los cuadros de la alta vida intelectual: las uni-
versidades y colegios mayores.
En efecto, desde comienzos de la Colonia las universidades de la Nueva Granada
habían funcionado como plataformas que legitimaban el monopolio de los más
altos cargos administrativos y eclesiásticos por parte de la etnia blanca dominante. La
población universitaria constituía una sociedad aparte, limitada al grupo de las elites
selectas, compuesta por individuos que aspiraban a ejercer posiciones de liderazgo
político y espiritual en las colonias. Nadie que no perteneciera por raza y linaje a estos
grupos sociales podía ingresar a la universidad. Así lo expresan con claridad las actas
de fundación del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, redactadas en 1653
por el arzobispo fray Cristóbal de Torres:
Este texto muestra que los aspirantes a ingresar en la universidad tenían que cum-
plir varias condiciones de tipo religioso, étnico, social y económico. A nivel religioso,
los candidatos debían ser “limpios de sangre”, es decir cristianos viejos, sin ninguna
contaminación con etnias de moros, gitanos o judíos, so pena de ser denunciados
ante el tribunal de la Inquisición. Ya vimos cómo esto formaba parte de un disposi-
tivo que buscaba mantener la pureza de la fe católica en las colonias. Sin embargo, el
64
“Constituciones para el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario” [1654]. Título iii, Constitución
iii. El resaltado es del autor.
117
65
Estas exigencias no eran exclusivas del Colegio Mayor del Rosario. También el Colegio de San Bar-
tolomé, regenteado por los padres jesuitas, demandaba que sus alumnos fueran “españoles”, es decir, de
raza blanca. En el acta de fundación del Colegio Seminario, firmada el 18 de octubre de 1605, se estipulaba
lo siguiente: “mandamos que las personas que entraren en el dicho seminario sean pobres, españoles y de
legítimo matrimonio, y de hedad de por lo menos doce años; y que sepan leer y screvir; de buenas cos-
tumbres y avilidad; y serán preferidos con yguales partes de las dichas, los descendientes de conquistadores”
(citado por Jaramillo Mejía, 1996: 23).
118
Después de que por el señor rector y los nueve consiliarios que están señalados
para investigar la nobleza del pretendiente, se le mande al secretario tomar las
declaraciones, pasará a la secretaría con los dos consiliarios anuales, y ejecutar
lo siguiente: Primeramente hará que los testigos, que son personas nobles,
juren por Nuestro Señor y una señal de la cruz. Luego que se finalice se leerá al
testigo y se hará que el dicho lo firme (citado por Jaramillo Mejía, 1996: 55).
66
A los colegios se ingresaba usualmente pagando una matrícula (convictores) o mediante la obtención
de una beca (becarios). El Colegio Mayor del Rosario ofrecía normalmente unas 15 becas por periodo
académico, mientras que el Colegio de San Bartolomé ofrecía usualmente unas 10 o 12. También existían
las becas reales para los hijos de funcionarios de la Corona (Silva, 1992a: 178).
67
Esta comparación la tomo de Bourdieu (1997a: 35), quien la utiliza para referirse a las ceremonias de
grado. Pero la metáfora de Bourdieu es exacta también para el caso de la Nueva Granada. La Universidad
Tomística de Santafé, única institución acreditada para expedir títulos de estudios superiores en la Nueva
Granada, incluía en sus certificados de grado una cláusula que rezaba lo siguiente: vir purus ab omni
macula sanguinis atque legitimus et natalibus descendens. Esta certificación de legitimidad de nacimiento
y limpieza de sangre actuaba como un reconocimiento a la “blancura” del graduado y, por tanto, como
un rito de iniciación en el mundo de las responsabilidades públicas.
119
68
Por supuesto que los títulos académicos no eran condición necesaria ni suficiente para el acceso a los
más altos cargos burocráticos. El ejemplo más claro de esto es el don Jorge Miguel Lozano de Peralta, el
Marqués de San Jorge, quien a pesar de no haber concluido sus estudios de jurisprudencia en el Colegio
Mayor del Rosario, fue regidor del cabildo de Santafe, alcalde ordinario de la ciudad y sargento mayor de
milicias (Gutiérrez Ramos, 1998: 122; 131). Ni al final de la Colonia ni durante todo el siglo xix y buena
parte del xx nos encontramos todavía frente a una profesionalización de los cargos públicos en Colombia.
69
Renán Silva ha demostrado el modo en que cuatro familias, procedentes de distintas regiones del reino,
acapararon las becas del Colegio Mayor del Rosario durante la mayor parte del siglo xviiiI. La familia
Flórez de Santafé obtuvo 16 becas entre 1662 y 1776; la familia Díaz-Granados de Santa Marta obtuvo
12 entre 1772 y 1800; la familia Caicedo de Cali obtuvo 11 entre 1777 y 1811, mientras que la familia
Camacho de Tunja obtuvo 10 becas entre 1773 y 1819 (Silva, 1992a: 197). En el mismo estudio, Silva
ha mostrado también que el 20.8 % de las becas ofrecidas por el Colegio Mayor del Rosario entre 1660
y 1830 fueron obtenidas por hijos de conquistadores y pobladores, el 18.2% por hijos de funcionarios
reales y el 9.5% por hijos de encomenderos. Durante este largo período, tan solo una beca fue otorgada
al hijo de un comerciante.
120
Restrepo, Frutos Joaquín Gutiérrez, Eloy Valenzuela, Camilo Torres, Diego Martín
Tanco, José María Salazar, Pedro Fermín de Vargas, Jorge Tadeo Lozano, José Ignacio
de Pombo, y otros muchos.
Existía, sin embargo, un grupo de candidatos que no debían presentar las infor-
maciones para ingresar al colegio y que no pertenecían, por lo tanto, a la categoría de
“blancos limpios”. Se trata de los llamados “manteos”, “manteístas” o “capistas”, hijos
por lo general de mestizos enriquecidos, que eran reclutados con el fin de cubrir la
inmensa necesidad de clérigos. Ya dije que los mestizos eran admitidos al sacerdocio
y a la educación solamente después de un escudriñamiento individualizado y exhaus-
tivo. Una vez admitidos al colegio, los manteos constituían un grupo étnico aparte.
No podían tener mucho contacto con los estudiantes blancos, por lo que debían vivir
fuera de las instalaciones del claustro, a pesar de que sus familiares pagaban todo el
sostenimiento. Finalizados sus estudios, los manteos no podían aspirar a los altos cargos
directivos, sino que eran destinados para ocupar cargos intermedios y subordinados
(párrocos o escribanos), necesarios, sin embargo, en una sociedad mayoritariamente
analfabeta. Sobre los manteos no es mucho lo que se sabe actualmente debido a la
carencia de fuentes documentales. Renán Silva los describe como un grupo que tenía
constantes problemas disciplinarios con las autoridades del colegio y supone que de
allí salieron algunos de los capitanes y demás próceres que lucharon en las guerras
de independencia (Silva 1992a: 223).
Es necesario agregar que también los profesores debían acreditar plenamente su
condición de blancos para poder enseñar en los colegios. Aunque los catedráticos
eran por lo general reclutados de entre los contingentes de graduados por el mismo
colegio, lo cual aseguraba ya un previo proceso de selección étnica, éste no se conside-
raba suficiente. En muchas ocasiones, y para despejar cualquier tipo de dudas frente
a la calidad racial del profesor, el proceso de las informaciones era exigido cuando la
universidad convocaba a la “oposición a cátedras”. Jaime Jaramillo Uribe documenta
el caso de un clérigo de nombre Pedro Carracedo, bachiller del Colegio de San Barto-
lomé y doctor de la Universidad Tomística, quien se presentó a una oposición para la
cátedra vacante de filosofía en el Colegio Seminario de San Carlos en Cartagena. Don
Juan José Sotomayor, oponente también a la cátedra, alegaba que, pese a sus títulos
académicos y recomendaciones, el señor Carracedo no calificaba como candidato
porque era mulato, ya que su madre era hija ilegítima de una negra:
121
De otro lado, la exigencia de limpieza de sangre estaba dirigida también a los fa-
miliares que acompañaban a los colegiales. Los reglamentos de los colegios mayores
estipulaban que los estudiantes –que en su mayoría ingresaban al colegio a una edad
muy temprana– podían ser asistidos permanentemente por familiares dedicados a
servir de “acudientes”. Estos familiares podían incluso trabajar en el colegio haciendo
la función de sacristanes o secretarios, pero debían someterse a una estricta disciplina.
Sin importar su edad usarían uniforme sin escudo, comerían en el refectorio la misma
comida que todos los demás y estarían subordinados al rector del claustro. A su vez,
los estudiantes y sus familiares podían ser acompañados de sirvientes encargados de
realizar “oficios menores”. Sin embargo, las reglas eran muy claras: “No queremos
que los colegiales [ni sus familiares] tengan criados indios particulares de cada uno,
por ser esto materia ocasionada de grandes disturbios y de infidelidades”.70 Esta regla,
que buscaba evitar el servicio privado por miembros de las castas, no se aplicaba sin
embargo para el caso de las dotes que traía consigo el estudiante. Era costumbre que
los padres de familia “donaran” a la institución una cantidad moderada de sirvientes
indios, peones mestizos o esclavos negros, destinados a labores agrícolas en las ha-
ciendas de los colegios.71
70
“Constituciones para el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario” [1654]. Título iii, Consti-
tución x.
71
En el momento de su fundación, los colegios debían garantizar la posesión de rentas suficientes para
cubrir sus necesidades. La posesión y administración de grandes haciendas, compradas o donadas,
incluyendo los indios, mestizos y negros que allí trabajaban, era el medio para obtener esas rentas. En
el inventario de las haciendas que conformarían el “capital inicial” del Colegio Mayor del Rosario, el
arzobispo fray Cristóbal de Torres incluye la donación de mano de obra esclava: “Hay en estas haciendas
cuarenta esclavos, conforme al número que nos han traído de ellos, hombres mujeres y niños. Teniendo
122
los achaguas [una etnia indígena de la región], que su Excelencia nos hizo merced, no serán necesarios,
pues antes de los achaguas, como nos certifican, son de mejor y mayor servicio. Será pues gobierno
vender los dichos esclavos, por lo menos hasta treinta, dejando precisamente los demás, y echar en renta
lo que montonaren estos esclavos, que serán como de ocho a nueve mil pesos, y rentarán cuatrocientos”
(Constituciones para el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Título i, Punto i).
72
Germán Colmenares (1998: 57-66) afirma que la preferencia por los esclavos negros podría deberse
a que las leyes españolas prohibían otorgar encomiendas a los eclesiásticos y también al deterioro pro-
gresivo que esta forma de organización económica sufrió durante el siglo xvii. Sin embargo, muestra
también que los jesuitas gozaron con largueza del “servicio personal” indígena y que algunas haciendas
contaban con más de 120 indígenas trabajadores.
123
73
Como procuraré mostrar en los próximos capítulos, el letrado neogranadino – y en particular los pen-
sadores ilustrados de la segunda mitad del siglo xviii – reintroducen en su práctica científica los supuestos
inconscientes de su primera experiencia de lo social. Lo cual significa que las clasificaciones poblacio-
nales y territoriales en las que trabajaron se encontraban atravesadas por lo que aquí he denominado la
“sociología espontánea” de las elites.
124
74
La disciplina al interior de los colegios era verdaderamente conventual. El padre Juan Manuel Pacheco,
historiador de la Compañía de Jesús en Colombia, describe así la rutina diaria de los estudiantes en el
Colegio de San Bartolomé: “El colegial bartolino era despertado del sueño por un toque de campana
que se daba a las cinco de la mañana. Disponía de media hora para vestirse y arreglarse, pues a las cinco
y media debía hallarse en la capilla para hacer oración mental o vocal durante un cuarto de hora. Pasaba
luego al estudio para consagrarse a él durante hora y cuarto. Seguía el almuerzo o desayuno a las siete.
Iba luego al colegio de la Compañía, calle en medio, para asistir a la misa y a clases. Volvía luego a la
sede del colegio a las diez y media para tener allí media hora de estudio. A las once se tocaba a comer.
Se dirigían todos en fila al comedor, y aguardaban de pie, junto a su puesto, a que el padre Rector
bendijera la mesa y se sentara. Durante la comida se leía algún libro instructivo, que servía no sólo para
aumentar los conocimientos de los colegiales, sino para hacer mejor guardar el silencio. Terminada la
comida se les permitía un rato de recreación, a la que asistían todos juntos en un sitio señalado para el
efecto. A la una, una hora de estudio, y a las dos volvían de nuevo al colegio para ir a las clases hasta las
cinco. De nuevo en el seminario se les dejaba merendar y descansar hasta las seis. Venía luego una hora
de estudio, y a las siete repetición de las lecciones oídas durante el día. A las siete y tres cuartos cena, y
un corto recreo a continuación. Antes de acostarse iban a la capilla a rezar las letanías y a examinar sus
conciencias. A las nueve la campana daba la señal para acostarse, y un cuarto de hora después las luces
debían estar apagadas” (Pacheco, 1989: 130-131).
125
cada semana, cuya misión era informar a los maestros de cualquier falta observada en
sus compañeros (Bertrán-Quera, 1984: 26). A los estudiantes se les prohibía asistir
a cualquier tipo de espectáculo público y a tener contacto directo con mujeres en el
interior del claustro y en la calle.75
En cuanto a la formación académica, los estudiantes de los colegios jesuitas debían
adelantar sus estudios en tres etapas progresivas: gramática, filosofía y teología. Las
clases de gramática –también llamadas de “humanidades”– se concentraban en el
aprendizaje y manejo de la lengua latina. Se usaban textos o fragmentos de Cicerón,
Virgilio, Erasmo y Vives para ejercitar la lectura, interpretación, redacción y traduc-
ción de los clásicos latinos. Por su parte, los estudios de filosofía duraban cuatro años
e incluían clases de lógica, filosofía natural, filosofía moral y metafísica. Aristóteles era
visto como la autoridad más eminente en todas estas materias, aunque también se
leían textos de Scoto, Porfirio, Molina y Suárez. En teología la formación se centraba
en el aprendizaje de Santo Tomás, con dos lecciones diarias, antes y después de las
comidas, pero también se hacía énfasis en las clases de sagrada escritura y en la teología
moral. El método de enseñanza empleado era la repetición, la recitación y la disputa.
La clase era dividida en “decurias”, esto es, en grupos de diez estudiantes bajo la vigi-
lancia de un “decurión”, cuya función era hacer recitar la lección a sus compañeros y
luego dar cuenta al maestro de los resultados (Bertrán-Quera, 1984: 42). También se
acostumbraba dividir la clase en dos bandos, que escenificaban el enfrentamiento entre
una tesis a ser defendida y otra tesis a ser atacada. Aquí lo más importante no era
tanto el discernimiento sino el ejercicio de la memoria, cuyo objetivo era estimular la
interiorización de las lecciones escuchadas.
Como puede verse, y con excepción de algunos cursos que dictaban los jesuitas de
astronomía, matemáticas y cosmografía,76 y otros de medicina que se dictaban en el
colegio del Rosario de Bogotá y en la Universidad Santo Tomás de Quito, la educación
neogranadina se centraba en el aprendizaje cuasi memorístico de textos escritos en
lenguas griega o latina. El canon de los estudios era fijado enteramente por las ordenes
religiosas, sin intervención alguna del Estado. Los adelantos que habían mostrado
las ciencias europeas desde el siglo xvii eran prácticamente desconocidos en la Nueva
Granada un siglo después. No eran Newton, Galileo ni Copérnico sino Aristóteles y
75
En las Constituciones del Colegio de San Bartolomé (1605) se estipulaba lo siguiente: “No entrará
mujer alguna en el Colegio, por principal que sea, ni por respecto alguno, ni a coloquio o fiesta alguna,
so pena de excomunión mayor ipso facto incurrenda” (citado por Jaramillo Mejía, 1996: 23).
76
“Se enseñará –dice la Ratio–, empezando por Euclides, la aritmética práctica, geometría, principios de
astronomía, cosmografía. Más adelante se pasa al estudio de la geometría más ampliada, agrimensura,
teoría de los planetas. Se estudia a Ptolomeo, las cartas de Juan Monterregio, las tablas alfonsíes, etc. Sin
olvidarse del tratado sobre la música” (Bertrán-Quera, 1984: 23).
126
Ordenamos que ninguno pueda en el colegio oír otra Facultad alguna, sin haber
oído primero las Artes de Santo Tomás, por muchas razones: la primera, porque
no es justo que oigan Teología de Santo Tomás sin estar primero fundamentados
en las Artes de Santo Tomás; lo segundo, porque también la medicina necesita
de este fundamento; lo tercero, porque las leyes y cánones no se pueden conseguir
consumadamente sin esta prevención, como nos enseñan las verdades logicales;
y sin estos fundamentos no son consumadamente canonistas ni legistas.77
Pero esta situación empezaría a cambiar una vez consolidada la expulsión de los
jesuitas. En el año de 1768, el rey Carlos iii ordenó hacer un inventario completo de
sus bienes (haciendas, iglesias, bibliotecas y colegios) con el fin de colocarlos al servicio
del “bien público” (Soto, 1993: 5). En ese mismo año, el fiscal protector de indios
en el Nuevo Reino de Granada, don Francisco Antonio Moreno y Escandón, fue
comisionado por el virrey para elaborar un informe sobre el estado de la educación.
Su misión era evaluar las condiciones a partir de las cuales sería posible instaurar
y financiar una universidad pública en la Nueva Granada. La intención del Estado
borbón era desmontar el modelo privado del convento y declarar la educación como
objeto de “utilidad pública”. A partir de entonces, el sistema de enseñanza debía estar
subordinado a las políticas económicas del Estado, en donde los valores dominantes
se orquestaban en nombre de la utilidad, la prosperidad material y la felicidad pública.
En este nuevo contexto ilustrado, la educación científica era vista por el Estado como
un requisito indispensable para la puesta en marcha de su proyecto económico.
Moreno y Escandón denuncia el monopolio de las ordenes religiosas sobre las
universidades coloniales, criticando la inutilidad de unos estudios centrados en la for-
mación privada de sus propios miembros. La consecuencia de esto era que las ordenes
religiosas impartían un tipo de enseñanza destinada a formar curas, teólogos y
metafísicos, impidiendo además que el Estado tuviera injerencia en los contenidos
de la educación. La biopolítica imperial necesitaba, en cambio, la formación pú-
blica y secular de jueces, médicos y científicos fieles a los propósitos modernizadores
77
“Constituciones para el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario” [1654]. Título v, Consti-
tución v.
127
del Estado, por lo que el control estatal sobre los procesos académicos se hacía cada vez
más urgente. La reforma del plan de estudios comprendía entonces la sustitución de
las “humanidades” (gramática, retórica) por las “ciencias útiles” (matemáticas, física):78
78
Pierre Bourdieu ha mostrado que la oposición entre estas dos áreas del conocimiento obedece a la lucha
entre dos principios de legitimación del saber. Uno de ellos, representado en la defensa de las humanidades,
vincula el conocimiento con la moral (ámbito privado) y con su administración por parte de la Iglesia.
El otro, representado en las ciencias útiles, vincula el conocimiento con la economía (ámbito público)
y con su administración por parte del Estado. Escribe Bourdieu en Homo Academicus: “A support for
science which is confined with the hostile relationship which the Roman Catholic bourgeosie has always
had with science. It has long tended to channel its children into private education, which upholds the
moral order” (Bourdieu, 1988: 51).
128
sino las matemáticas. Durante el primer año de filosofía se deberán estudiar elementos
básicos de aritmética, álgebra, geometría y trigonometría. Para el segundo año, el fiscal
considera indispensable introducir al estudiante en los elementos básicos de la física
moderna, de acuerdo al método newtoniano:
129
79
Sobre esta disputa entre los bartolinos y los rosaristas, véase: Silva, 1992a: 41-44. Para el caso de la
disputa entre jesuitas y dominicos en la ciudad de Quito, véase: Vargas, 1983.
130
influencias en Madrid y Bogotá para, finalmente, lograr el fracaso del plan de reformas
propuesto por Moreno y Escandón (Soto, 1993: 53-57).80 La oposición encabezada
por los dominicos, a la que se unió un sector mayoritario de la elite criolla, era prue-
ba de que la política de expropiación implementada “desde arriba” por los Borbones
chocaba directamente contra el dispositivo de blancura, forjado durante tres siglos
de colonización. La irrupción violenta sobre el habitus de los criollos determinaría,
finalmente, el fracaso de las reformas borbónicas en la Nueva Granada.
La biopolítica metropolitana dividió a la elite criolla en dos bandos, los ortodoxos
y los ilustrados, que asumían actitudes opuestas frente al proyecto reformista del
Estado. Los ilustrados se identifican con el pathos de la novedad pues estaban conven-
cidos de que toda la sociedad debía ser renovada en su conjunto, de que era necesario
romper con las formas tradicionales de producir y transmitir conocimientos, y de que
la ciencia moderna proporcionaría las herramientas para inventarlo todo arrancando
desde cero. Los ortodoxos, en cambio, consideraban que esta actitud era peligrosa para
el status quo y miraban a los ilustrados como la encarnación de todos los males, asu-
miendo frente a ellos una actitud agresiva. Gonzalo Hernández de Alba relata cómo
algunos colegiales del ala ortodoxa encendieron una hoguera en la plaza mayor de
Bogotá para quemar un retrato del ilustrado criollo Frutos Joaquín Gutiérrez, junto
con una gran cantidad de libros y manuscritos científicos, al mismo tiempo que en la
Catedral se tocaban las campanas a excomunión (Hernández de Alba, 1996: 142). El
partido de los ortodoxos ganaría finalmente la batalla por el control del conocimiento
en las universidades y los ilustrados tendrían que conformarse con la conquista de
espacios fuera de las aulas (Silva 2002: 155-211). Pero, como tendremos oportunidad
de ver en el capítulo cuarto, ambos partidos, enfrentados por el control de las aulas y
los cargos, se encontraban unidos en la batalla frente a un enemigo común y mucho
más peligroso: el conocimiento tradicional de las castas. El “pathos de la distancia”
con respecto a negros, indios y mestizos se reflejará también en una “ruptura episte-
80
Durante su estadía en Bogotá, el científico alemán Alexander von Humboldt fue testigo privilegiado
de esta pugna por el control del saber universitario entre el Estado y los padres dominicos, aunque su
impenitente “optimismo ilustrado” frente al resultado de esa lucha resultó frustrado: “Mutis, quien ha
tenido una influencia tan grande en la ilustración de esta región, fue el primero que se atrevió, en Santafé
1763, a demostrar, en un programa, las ventajas de la filosofía newtoniana sobre los peripatéticos y enseñó
la primera públicamente como catedrático de matemáticas del Colegio del Rosario. Los dominicos, que
juran sobre los escritos de Santo Tomás, quisieron acusarlo de hereje y denunciarlo a la Inquisición,
pero sin éxito [...] El Padre Rosas, un afable monje del convento de San Agustín, con el cual viví en
gran amistad, quiso defender públicamente en el convento el sistema copernicano. Los dominicos se
alarmaron y el fiscal Blaja se opuso al sistema copernicano a causa del decreto de la Junta. El Virrey dejó
la decisión del asunto a dos clérigos, entre los cuales uno era Mutis [...] El monje agustiniano defendió
su tesis, para disgusto de los dominicos” (Humboldt, 1982 [1801a]: 46).
131
81
En un documento de 1789, el fraile betlemita José del Rosario afirma que María Catalina Aldaz era
reputada “por mestiza o mulata, de quien procedió Eugenio en calidad de naturaleza de cholo o zambaygo,
respecto de haber sido su padre y abuelo indios” (citado por Astuto, 1981: 454).
82
Citado por Roig, 1984b: 29.
132
133
tradicional, los regentes de la vida universitaria que no veían con buenos ojos las nuevas
políticas borbónicas. Aquí es cuando Espejo tendría que enfrentarse de nuevo al desa-
fío de superar el obstáculo de la limpieza de sangre, ya que solamente podían recibir
títulos aquellos estudiantes que cumplían con las exigencias del “paseo”. Recordemos
que para la ocasión del paseo, los graduandos tenían que exhibir públicamente los
escudos de su familia, esto es, las credenciales de su condición de nobles y blancos.83
Roig supone que Espejo consiguió sortear este nuevo obstáculo echando mano de los
títulos de nobleza de sus antepasados por línea materna y utilizando inteligentemente
el apellido de su padre (Santa Cruz), exhibiendo una cruz recortada sobre un paño de
tafetán rojo (Roig, 1984b: 38).
Sin embargo, las cosas no iban a resultar siempre tan fáciles para el flamante médico
y abogado mestizo. Para obtener la licencia que le permitía ejercer su profesión, el
cabildo de Quito le exigió probar su limpieza de sangre. Ante la acusación de tener
la “mancha de la tierra”, Espejo quiso “olvidar” la sangre india de su padre, resal-
tando en cambio el carácter noble de sus abuelos maternos. No obstante, Espejo
fue humillado públicamente y tuvo que esperar ocho años para obtener la licencia.
Sus colegas, la mayoría de ellos pertenecientes a la encopetada nobleza quiteña,
no estaban dispuestos a tolerar la presencia de un “cholo” en su gremio. No es de
extrañar, entonces, la actitud combativa que Espejo empieza a adoptar frente a las
costumbres de la sociedad de la época, que se refleja plenamente en el estilo punzante
y satírico de sus obras.
En el año de 1779 Espejo escribe una obra titulada El Nuevo Luciano de Quito en
la que critica de forma radical el sistema educativo vigente en la ciudad hacia finales
del siglo xviii. Queriendo ridiculizar a la oligarquía que impedía su entrada en los
círculos influyentes, Espejo dirige sus ataques contra la “ciudad letrada” en la que se
educaban sus miembros, y particularmente contra el tipo de Homo Academicus que
producía la universidad colonial. Para ejemplificar la pésima calidad de los profesio-
nales egresados, el médico escogió un famoso sermón –“Los dolores de la Santísima
Virgen”– pronunciado en la catedral de Quito por un tal Sancho Escobar y Mendoza,
83
En medio de gran pompa, el graduando era acompañado desde su domicilio hasta la puerta de la uni-
versidad por una comitiva integrada por el decano, profesores de la facultad, amigos, familiares y músicos.
Después de recorrer las principales calles de la ciudad, el graduando ingresaba al recinto universitario, en
donde recibía su título, y posteriormente reiniciaba la procesión de vuelta hasta su casa, donde le esperaba
un festejo privado. De acuerdo con Steger (1974: 195), los estatutos de la universidad señalaban que
durante el paseo, el graduando debía exhibir las insignias correspondientes a su rango (escudos familiares,
banderas, armas), que certificaban su condición de “blanco” y legitimaban públicamente el otorgamiento
del grado. De este modo, la universidad presentaba en sociedad al nuevo doctor, consagrando su nueva
función de “hombre público”.
134
quien había estudiado en el colegio de los jesuitas y se preciaba de ser un gran orador.
Como lo deja claro en la dedicatoria del libro, Espejo presenta a Escobar (a quien se
refiere bajo el pseudónimo de “Murillo”) como “el retrato fiel del pedante, del semisa-
bio, del hombre sin educación” (Espejo, 1981 [1779]: 6). Lo que producía en realidad
la universidad colonial, tan orgullosa de su nobleza y abolengo, era gente mediocre
como Escobar, carente de buen gusto, ignorante de la nueva ciencia, preocupada por
inútiles cuestiones metafísicas y envanecida por un saber (la Escolástica) que tan solo
servía para discutir sutilezas incomprensibles.
Semejante ataque contra los fundamentos mismos de la educación colonial no
fue perdonado jamás por sus enemigos, quienes no descansarían hasta deshacerse por
completo del incómodo médico mestizo. En venganza por las acusaciones recibidas en
El Nuevo Luciano, don Sancho Escobar aprovecha la muerte de un paciente de Espejo
para acusarle de incompetencia profesional e incluso de asesinato. El enfermo no era
otro que su propio sobrino, don Manuel de Escobar, diácono del pueblo de Zámbiza,
a quien Espejo había atendido por espacio de dos meses, pese a lo cual murió como
consecuencia de una recaída. Enfurecido ante el fatal desenlace, don Sancho asegura
que Espejo dejó morir deliberadamente al paciente y que su perversión moral se había
hecho evidente con la redacción de “papeles satíricos contra las personas de mayor
respeto”. El punto que quiero resaltar aquí es que los argumentos de incompetencia
profesional y degradación moral, esgrimidos por Escobar, se fundaban en el origen
étnico de Espejo:
Digo que lo que antes repara es que el Doctor Eugenio apellidado Espejo para
presentarse ante el Señor Provisor no haya sido con reproducción del Señor
Protector General de los naturales del distrito de esta Real Audiencia respecto
de ser indio natural del lugar de Cajamarca; pues es constante que su padre
Luis Chúsig por apellido, y mudado en el de Espejo, fue indio oriundo y nativo
de dicho Cajamarca, que vino sirviendo de paje de cámaras al padre Fray Josef
del Rosario, descalzo de pie y pierna, abrigado con un cotón de bayeta azul, y
un calzón de la misma tela, y por parte de su madre fulana Aldaz, aunque es
dudosa su naturaleza, pero toda la duda solo recae en si es india o mulata [...].
Porque conocía el declarante prácticamente la insuficiencia de dicho Eugenio
en mucho tiempo que se le metió en su casa; añadiéndose el mismo práctico
conocimiento que tenía el declarante del defecto de aplicación al estudio
de la medicina, para emplearlo solamente en registrar elencos de otros
libros de distintas facultades, y en tener todo su anhelo en formar papeles
satíricos contra las personas de mayor respeto, creyendo por este medio apa-
rentarse persona instruida en muchas facultades [... y] porque le pareció, no
135
médico que curaba, sino aceite corrupto que ocasionaba un mortal contagio
en el alma, además del sonrojo inevitable en el comercio con individuo de tan
baja extracción y origen (citado por Freile, 2001: 13).
84
Se trata de un pasquín titulado “Retrato de Golilla” dirigido contra las autoridades españolas en Quito.
“Golillas” era el apodo despectivo que recibían los funcionarios españoles (“chapetones”) que ocupaban
cargos públicos en Indias, pero que no pertenecían al grupo de los colegiales o egresados de los Colegios
Mayores. El pasquín, atribuido falsamente a Espejo, hacía una burla del ministro de Indias, don José de
Galvez, y apoyaba expresamente el levantamiento indígena de Túpac Amaru.
85
Véase: “Compendio de los puntos vertidos por el Presbítero Don Juan Pablo Espejo en dos conver-
saciones tenidas en la havitación de Doña Francisca Navarrete, que van en los mismos términos y voces
que las profirió según que así se halla sentado con juramento en el gobierno de esta Real Audiencia”
[1795]. En: Freile, 2001: 62-64.
136
y, en caso de ser así, si su hermano Eugenio compartía estas ideas. Lo cierto es que los
enemigos del médico vieron llegar la oportunidad que estaban esperando para des-
hacerse definitivamente de él. Aún sin tener pruebas que le vinculasen directamente
con los planes de su hermano, Espejo fue encarcelado y condenado a dos años de
cárcel en el monasterio franciscano de Popayán. En la cárcel contrae la disentería y
cae gravemente enfermo, pese a lo cual es encadenado y tratado como un reo vulgar.
A pesar de la dramática petición por su liberación, que hace desde la cárcel al virrey
Ezpeleta,86 Espejo continúa preso y muere el 27 de diciembre de 1795.
Su partida de defunción, fechada el 28 de diciembre de 1795, se encuentra regis-
trada en el libro donde se asientan los mestizos, indios, negros y mulatos. El registro
habla del “cadáver del Dr. Eugenio”, eliminando todos sus apellidos, según la prác-
tica que los amos solían tener con sus siervos y esclavos (Roig 1984b: 32). Las elites
blancas castigaron con la muerte y el oprobio el ataque realizado por un “cholo” en
contra de la ciudad letrada y sus guardianes. Paradójicamente, el mismo Espejo se
constituyó en uno de los mayores impulsores de la medicina ilustrada en la ciudad de
Quito. La paradoja radica, como se verá en el capítulo siguiente, en que la medicina
moderna se constituye a partir de una expropiación epistémica de los conocimientos
tradicionales. La práctica médica no sólo jugaba en concordancia con la biopolítica
estatal –que Espejo afirmó siempre obedecer y respetar–, sino que actuaba como
un mecanismo de dominación social frente a las castas.87 De este modo, la violencia
política y social que Espejo sufrió por causa de su origen étnico, tiene equivalencia
86
Vale la pena transcribir algunos apartes de esta petición: “A pesar de una centinela de vista armada,
de muchas espías vigilantísimas que me custodiaban, de un calabozo oscuro y húmedo en que moría
encerrado; a pesar de todo esto y mucho más que hacía violentísima la opresión, yo hubiera meditado
y hallado arbitrio de usar del remedio natural de postrarme a los pies de Vuestra Excelencia con mis
representaciones, y aún volverle no solo accesible sino amabilísimo a mi dolor. Pero en los primeros
momentos de éste, y de la escandalosísima vejación que se me ha irrogado, esperaba el pronto alivio
emanado de un generoso sentimiento del error; y por otra parte mi corazón, siempre y profundamente
sacrificado al culto del Soberano, ofrecía en obsequio de su Majestad el cruel tratamiento que se me
daba, y el más alto silencio de este mismo tratamiento. Pasados dos meses de éste, en la dura prisión de
un cuartel, ya resolví elevar mis quejas a los pies de esa misma sagrada Majestad, a quien se suponía falsa
y calumniosamente había ofendido yo con la más sacrílega infidelidad [...] Soy hasta ahora tratado con
todo el aparato de reo de Estado. En las vistas fiscales, en los autos interlocutores, en todo un proceso
monstruoso no llevo otro dictado” (Espejo, 2001 [1795]: 72).
87
He aquí tan solo un botón para la muestra (en próximos capítulos traeré más ejemplos): en su
obra conocida como La ciencia blancardina, Espejo fustiga duramente a todos aquellos individuos
que practicaban la medicina sin acreditar los debidos títulos universitarios, acusándolos de empíricos
y legos (Espejo, 1981 [1780]: 323). Ya mostraré cómo la práctica de la medicina empírica, anclada en
tradiciones culturales indígenas o africanas y practicada sobre todo por curanderos mestizos, es vista por
los ilustrados como el pasado de la ciencia médica y como un peligro inminente para toda la sociedad.
137
directa con la violencia simbólica que él mismo ejerció, en tanto médico ilustrado,
sobre los conocimientos tradicionales de los negros, indios y mestizos. La “sociología
espontánea” que condena a Espejo, es la misma que Espejo reproduce con su defensa
del conocimiento ilustrado. Mi argumento será entonces que la colonialidad del po-
der extiende sus redes hacia un dominio que los pensadores ilustrados creían puro e
incontaminado por las prácticas sociales: el discurso de la ciencia moderna.
138
Biopolíticas imperiales
Salud y enfermedad en el marco de las reformas borbónicas
Francisco Gil
que los “expertos” –en nuestro caso, los criollos ilustrados del siglo xviii– se definen a sí
mismos como observadores neutrales e imparciales del mundo. Así lo entendía perfecta-
mente el pensador criollo Francisco Antonio Zea en un famoso discurso del año 1791:1
Nadie ignora que los sabios son en las repúblicas lo que el alma en el hombre.
Ellos son los que animan y ponen en movimiento este vasto cuerpo de mil
brazos, que ejecuta cuanto le sugieren; pero que no sabe obrar por sí mismo, ni
salir un punto más en los planes que le trazan. En efecto, el artista, el labrador,
el artesano jamás saldrán de lo que vieron hacer a su padre o a su maestro, si
los depositarios de los conocimientos humanos y de los progresos del entendi-
miento, o no quieren llevar sus luces filosóficas al taller, al campo, a la oficina
(Zea, 1982 [1791]: 93-94).
1
Concuerdo con Renán Silva en su apreciación de que el famoso artículo “Avisos de Hebephilo”, pu-
blicado por Zea en el número 8 del Papel periódico de Santa Fe de Bogotá, se inscribe plenamente en el
imaginario colonial del absolutismo español, que fue el que asumieron los criollos ilustrados de la Nueva
Granada (Silva, 2002: 159).
142
una institución de caridad cuya función era beneficiar a los pobres.2 La palabra “hos-
pital” estaba asociada con la virtud cristiana de la “hospitalidad” y por eso la asistencia
médica y espiritual de los enfermos estaba a cargo de las ordenes religiosas, quienes
la veían como parte esencial de su apostolado. El hospital era un lugar administrado
por religiosos –y no por el Estado– en el que no era tanto el cuerpo el que se buscaba
curar como el alma. Allí acudían para encontrar cobijo temporal, los huérfanos, los
mendigos, los ancianos, los inválidos, es decir, todos aquellos que por su incapacidad
física o por su extrema pobreza, no podían valerse de la fuerza física para sustentarse
mediante el trabajo (Quevedo, 1993: 51). Hasta la época de las reformas borbónicas,
la institución hospitalaria fue vista en las colonias americanas como una institución de
socorro, enmarcada dentro de la función evangelizadora de las ordenes religiosas. La
práctica médica al interior del hospital era ejercida como un servicio a los individuos
más desfavorecidos de la sociedad, y por eso no era el médico sino el cura quien se
encargaba de administrar los cuidados al enfermo.
Obviamente, la gente también acudía a los hospitales para ser curada de la enfer-
medad corporal. Particularmente durante los primeros años de la Conquista, muchos
soldados españoles llegaban heridos al hospital por causa de flechas envenenadas,
picaduras de mosquitos o afectados de alguna enfermedad contagiosa.3 Sabemos que
en esa época eran frecuentes las epidemias de fiebre y disentería, y que incluso la
gripe fue causa de gran mortandad durante la Conquista. Esta situación llevó al rey
Fernando el Católico a ordenar en 1513 la fundación del primer hospital del Nuevo
Reino de Granada en la ciudad de Santa María la Antigua del Darién, financiado
con fondos reales y administrado por los padres franciscanos (Soriano Lleras, 1966:
38-39). No obstante, y a pesar de que las ordenes religiosas se ocupaban de atender
médicamente la enfermedad corporal, la gestión de la enfermedad era un ejercicio
filantrópico y no terapéutico. La enfermedad era vista como un problema individual
que tenía que ver más con el bienestar espiritual del paciente que con el bienestar
material de la sociedad.
2
En este contexto, el sostenimiento de los hospitales dependía, en buena parte, de la caridad de los
aristócratas pudientes, quienes demostraban públicamente sus virtudes cristianas mediante generosas
donaciones. El médico e historiador Emilio Quevedo cita textualmente un acta de donación hecha en
1564 por Fray Juan de los Barrios, en la que se destinan recursos privados para el establecimiento en
Bogotá de “un hospital en el cual vivan y se recojan, e curen los pobres que a esta ciudad ocurrieren y
en ella hubieren, así españoles como naturales [y de esta] forma y manera que de derecho puedo y debo,
otorgo y conozco que hago gracia y donación, cesión y traspaso puro, perfecto, acabado e irrevocable,
que es dicha entre vivos, de las casas de nuestra morada, que son en esta ciudad de Santa Fe [...] para
que agora y para siempre jamás sean y en ellas se funde un hospital” (citado por Quevedo, 1993: 70-71).
3
Soriano Lleras (1966: 31) comenta que probablemente los insectos de las regiones cálidas ocasionaron
más víctimas entre los soldados y colonos españoles que todas las flechas envenenadas de los indios.
143
El caso del hospital Real de San Lázaro en Cartagena de Indias puede resultar
ilustrativo a este respecto. El hospital fue creado en 1608 para albergar a los leprosos
de todo el Nuevo Reino de Granada, en un tiempo en que la lepra era vista todavía
como una “enfermedad bíblica”, esto es, como un castigo divino por el pecado (Obre-
gón 1997: 35). Se trataba, en suma, de una dolencia del alma que debía ser tratada
“espiritualmente” por los sacerdotes. Ello demandaba la práctica de la caridad cristiana,
de acuerdo a la famosa parábola del rico y Lázaro contada por Jesús.4 De este modo,
el leproso no era objeto de tratamiento médico sino de misericordia y su reclusión
en el hospital obedecía fundamentalmente a este propósito.5
El hospital era entonces un lugar donde se “dispensaba” la gracia divina, y esto no
sólo era válido para los lazaretos. También el hospital de San Pedro en Bogotá fue creado
en 1564 como un “albergue para pobres” administrado por el patronato de los obispos
de la ciudad. En 1630 el rey Felipe iii dispuso que la institución fuera manejada por
la orden de los Hermanos de San Juan de Dios, quienes la convirtieron en hospital-
convento bajo el nombre de Hospital de Jesús, José y María6 y, posteriormente, de San
Juan de Dios.7 Ni los nombres asignados al hospital ni su organización conventual,
y ni siquiera su ubicación geográfica eran fruto de la casualidad. El hospital tenía
una manifiesta finalidad evangélica: confortar espiritualmente a los enfermos leves,
mostrándoles la necesidad de practicar la caridad cristiana; y a los enfermos graves,
prepararlos para la muerte, ayudándolos a concluir su existencia en paz con Dios.8
Otra modalidad utilizada en la Colonia fue la del hospital-colegio. Se trataba de
instituciones que combinaban la instrucción moral y religiosa con la asistencia mé-
dica. Fue el caso, por ejemplo, de las monjas de la Encarnación en Popayán, quienes
regentaban un centro dedicado a la atención de “doncellas pobres” (Paz Otero, 1964).
4
Según esta parábola, Lázaro era un mendigo leproso que ansiaba saciarse de las migajas que caían de
la mesa del hombre rico, sin encontrar compasión por parte de éste. Muertos los dos, el hombre rico
fue enviado al Hades, mientras que Lázaro fue consolado en el seno de Abraham (Lucas 16: 19-25).
5
Es bien conocida la actividad del sacerdote jesuita Pedro Claver –también conocido como el “apóstol
de los negros”–, quien dedicó su vida a trabajar por los enfermos del hospital. Soriano Lleras dice que
“San Pedro Claver conseguía ropas y medicinas que enviaba diariamente a los enfermos con un men-
sajero. Cuando había fiestas religiosas los obsequiaba con una comida mejor y más abundante que le
preparaban en casas amigas y que era amenizada con una banda de música de los intérpretes el colegio
de los jesuitas” (Soriano Lleras, 1966: 66).
6
Véase: Soriano Lleras, 1966: 89.
7
Curiosamente, aunque el hospital era visto como una extensión de la misión sacramental de la Iglesia,
fueron malos manejos económicos los que motivaron la decisión del Rey. Según Soriano Lleras, las
rentas del hospital estaban siendo mal administradas por los obispos, escaseaba el agua y la comida,
las limosnas de la feligresía eran cada vez menores, había personas intrusas ocupando habitaciones en la
casa y los sacerdotes no visitaban oportunamente a los enfermos (Soriano Lleras, 1966: 64).
8
Véase: Restrepo Zea, 1997: 81.
144
También en Popayán funcionaba una institución de este tipo administrada por los
llamados “Hermanos Camilos de la buena muerte”. Como su nombre lo indica, el
trabajo de estos padres se concentraba en la asistencia a enfermos moribundos, velando
también por la enseñanza y cuidado de los pobres. Los padres Camilos no solamente
visitaban a los enfermos y administraban el sacramento de la extrema unción, sino que
también dictaban clases de cristiandad y practicaban operaciones cesáreas.
Nótese que las tres formas de organización hospitalaria, el convento, el colegio y
el lazareto, comparten un mismo tipo de orientación: su carácter privado. Es decir, se
trataba de instituciones administradas por organizaciones paraestatales –las órdenes
religiosas–, cuyas políticas de gobierno escapaban al control del Estado. Pero con
la introducción de las reformas borbónicas, esta situación cambiaría radicalmente.
Los Borbones hacen de la utilidad, la riqueza y “felicidad pública” sus pilares de
gobierno. Esto suponía convertir al Estado en el eje ordenador de todos y cada uno
de los factores que intervenían en la vida social. El Estado borbón se coloca, como
decía antes, en “la perspectiva del Todo”, es decir, asume la tarea de ejercer un control
racionalmente fundado sobre las riquezas, el territorio y la población a su cargo, con
el fin de fomentar el desarrollo económico del imperio. Semejante tarea suponía, por
supuesto, la estatalización de ámbitos que hasta ese momento habían estado bajo el
control de intereses particulares. Era necesario expropiar a estos sujetos, del control
sobre los flujos sociales de capital simbólico y económico, centralizando este control en
manos de una instancia única y absoluta: el Estado. En una palabra, el proyecto de
gubernamentalidad implementado por los Borbones exigía la desterritorialización
de aquellos ámbitos que resultaban claves para el incremento de la productividad
económica. Y uno de esos ámbitos claves era el de la salud pública.
Pero la expropiación jurídica y política que se empieza a llevar a cabo en el siglo
xviii corría paralela a la expropiación epistémica. El establecimiento del Estado como
único centro administrador de la vida social, representa un ataque a la idea de Dios
como fundamento y garantía de la efectividad del campo instrumental de la sociedad
(economía, política, derecho). La política borbona ya no parte de Dios como garante
de un orden cósmico eterno, sino de la actividad humana (el trabajo productivo)
como único medio para ordenar la naturaleza y someterla a los dictados inmanentes
de la razón. La enfermedad y la pobreza dejan de ser un destino que se acepta con
resignación, para ser vistas ahora como disfunciones que pueden ser domesticadas por
la racionalidad científico-técnica. Esto explica porqué razón el Estado borbón intentó
quitar a la Iglesia el control sobre la dispensación del sentido de la salud y la enfermedad.
Tales fenómenos debían recibir ahora una nueva significación legitimada por el Estado
absolutista y su organum cognitivo: la ciencia moderna.
Bajo el gobierno de los Borbones, la enfermedad ya no era vista como un mal de
orden espiritual que atacaba al individuo por sus pecados, y por tanto era un castigo
145
de Dios, sino como un mal que ataca al conjunto entero de la sociedad y que posee
causas materiales. No es el cuerpo del individuo sino el cuerpo social el portador de la
enfermedad. Por esta razón, el diagnóstico de la enfermedad está ligado a tecnologías
poblacionales como los cálculos demográficos, las estimaciones sobre tasas de mor-
talidad y esperanza de vida, el estudio racionalmente fundado sobre el papel de la
educación, así como el conocimiento científico sobre la geografía y sobre las “leyes
naturales” que rigen el comercio. Lo que una enfermedad “significa” ya no depende
de instancias privadas dispensadoras de sentido, como la Iglesia, sino de políticas pú-
blicas orientadas bajo un modelo económico. El “buen gobierno” al que aspiraban los
Borbones tenía que ver directamente con el éxito de su gestión económica, por lo que
la gestión de la salud pública es capaz de asegurar el incremento de la productividad.
Desde este punto de vista, la enfermedad empieza a tener una significación “económi-
ca” otorgada por los aparatos ideológicos del Estado, a expensas de una significación
“teológica” dispensada por la Iglesia.
La intervención sobre la salud pública se convirtió por ello en una de las prioridades del
gobierno ilustrado. Elevar el nivel de salud de la población, particularmente de aquellos
sectores que se encontraban en edad productiva, significaba mejorar las posibilidades de
crecimiento económico en las colonias y, de este modo, asegurar la competitividad
de España por el control del mercado mundial. Ya no se trataba sólo de conservar la
salud de los aristócratas criollos –únicos que podían gozar de un tratamiento médico
personalizado–, sino también de la creciente población mestiza, que para esa época
se había convertido en el principal motor de la producción de riquezas en la Nueva
Granada. El proyecto borbónico de la biopolítica demandaba el impulso de acciones
tendiente a fortalecer el aumento de la población laboralmente activa, lo cual exigía un
combate sin cuartel a los dos grandes enemigos del trabajo productivo: la enfermedad
y la mendicidad. Se hacía necesaria, entonces, una reforma de la política hospitalaria,
que hasta entonces había entendido la enfermedad como un problema individual y la
mendicidad como un problema de caridad cristiana. Ambos problemas, la enfermedad
y la mendicidad, dejarían de ser asuntos privados para convertirse desde ahora en
asuntos públicos, administrados por la racionalidad científico-técnica y burocrática
del Estado.
Este cambio de significación es evidente en el plan para la construcción del hospital
de San Pedro en la ciudad de Zipaquirá, plan presentado al virrey de la Nueva Granada
por Pedro Fermín de Vargas. El ilustrado criollo comienza destacando la “saludable
instrucción” que representa la caridad cristiana para el cumplimiento de los deberes
morales que exige la vida en sociedad. Imbuidos de este espíritu cristiano, los reyes
de España fundaron hospitales para brindar asilo al pobre y al necesitado durante el
tiempo que estuvieran enfermos. Sin embargo, la mayor parte de estos hospitales,
146
147
Si por derecho los bienes de la iglesia son de los pobres, y los eclesiásticos
unos meros Administradores, ningunos con más justicia les pertenecen que
el producto dicho de las quartas [...] y que a éstas no puede darse un destino
más propio que el Hospicio en que se recogerán una parte considerable de los
verdaderos pobres del Obispado, y en que por consiguiente disfrutarán todos
de su beneficio [...] El producto de las dispensas no puede tener mejor ni más
propio destino, que el del Hospicio. El no es renta eclesiástica, ni pertenece al
Obispo; y [no] es obligación de éste emplearlo en objetos piadosos? Y qual lo es
más, ni más urgente, que el socorro y alivio de dichos pobres? (Pombo, 1965
[1810]: 175).
Dios es reconocido entonces como árbitro de la vida, pero qué tanto pueda ser
preservada esa vida y elevada a un nivel de calidad humana en términos de salud física,
no es algo que compete a Dios sino a la ciencia. Así lo presenta el científico criollo
Jorge Tadeo Lozano, quien en su disertación sobre la brevedad de la vida –un tema
148
149
esos suelen ser por lo común unos medios puramente humanos y poco eficaces
para conseguir que el Dios de las iras y venganzas tan merecidas por los pecados
y escándalos públicos se convierta y manifieste hacia nosotros como Dios de
salud y misericordias [...] Con mayor actividad y más confiadamente que en
los auxilios humanos debemos solicitar de la Divina clemencia la suavidad del
azote en la benignidad del contagio, si fuere del agrado del Sr. que persevere su
soberano aviso con la propagación de la epidemia [...] A este fin señalamos el
día Domingo veinticuatro del presente mes, para celebrar una misa votiva con
Smo. Patente a que seguirán las Preces dispuestas por la Iglesia para el tiempo
de enfermedad [...] Debemos esperar de la fervorosa devoción de nuestros
Diocesanos, que advertidos del común peligro, procurarán suspirar, gemir y
clamar a Dios con sinceridad y un verdadero arrepentimiento de sus culpas [...]
Por lo cual exhortamos y persuadimos a todos y cada uno de nuestros amados
Diocesanos que se preparen y dispongan para rogar al Sr. con una verdadera
confesión y penitencia de sus pecados; y concedemos, en virtud de las faculta-
des Pontificias que tenemos, una Indulgencia plenaria a todas las personas que
verdaderamente arrepentidas y confesadas, recibieren la comunión en este día.9
He citado in extenso el edicto virreinal de 1782 porque allí se encuentran los mo-
tivos centrales de lo que he denominado la significación teológica de la enfermedad
dispensada por aparatos eclesiásticos. En el marco de esta tenología de significación, la
epidemia de viruelas no tiene causas naturales, sino que es la expresión visible de algo
invisible, sobrenatural, y en este caso, de la ira de Dios por “los pecados y escándalos
públicos” del pueblo neogranadino.10 Por eso la epidemia no debiera ser vista como
9
“Edicto del virrey Antonio Caballero y Góngora, Santa Fe, 20 de noviembre de 1782” (Frías Nuñez,
1992: 240-241).
10
Los “escándalos públicos” a los que se refiere Caballero y Góngora tienen que ver con el levantamiento
de los Comuneros frente a la autoridad virreinal ocurrido un año antes de la epidemia. Resulta intere-
sante señalar a este respecto que Caballero y Góngora realizó varias visitas pastorales a las regiones que
se habían rebelado, con el fin conseguir su “pacificación”. En algunas de estas visitas fue acompañado
por el fraile capuchino Joaquín de Finestrad, de quien tendré oportunidad de referirme en otros luga-
res de esta investigación. El interés de este dato radica en que en su libro El vasallo ilustrado de 1789,
Finestrad –un decidido opositor de las ideas ilustradas– atribuía a la epidemia la misma significación
punitiva que le había dado el ilustrado Caballero y Góngora siete años antes en su Edicto. Para Finestrad
el levantamiento de los Comuneros no fue provocado por el mal gobierno de los Borbones sino por la
decadencia moral del pueblo neogranadino, cuya rebelión fue castigada luego por Dios con la epidemia.
“El principio que levantó la inquietud pasada y formidable tormenta de perturbación tumultuada que
sufrimos en el año de ochenta y uno con riesgo próximo a un lamentable naufragio es el desenfreno de
libertad con que se vive en la abominación tan frecuente que se observa en este Reino. La anatomía
que tengo formada de estas gentes no me permite referir la general conmoción al mal gobierno de los
sabios Ministros del Rey, como sin reflexión cristiana lo pregonaba el vulgo tumultuado [...] Todas las
150
calamidades públicas, las pestes, las hambres y las guerras son penas de los pecados de la República”
(Finestrad, 2000 [1789]: 265).
11
Este tipo de significación teológica de la enfermedad se encontraba bien arraigado en la religiosidad
popular. Renán Silva menciona el caso de la epidemia de viruelas de 1587 en Tunja, cuando una junta de
vecinos se dirigió al cura de Chiquinquirá para solicitar en calidad de préstamo la imagen milagrosa
de la Virgen con el fin de sacarla en procesión por la ciudad. Lo mismo ocurrió durante la hambruna que
soportó el Valle de Tenza en 1696, cuando los vecinos organizaron una procesión por toda la comarca,
portando la imagen del santo Eccehomo y clamando por el perdón de sus pecados (Silva, 1992b: 22).
12
Este desplazamiento de la voz –de la voz del virrey hacia la voz del arzobispo– no se debe a que Caballero
y Góngora ignorara o cuestionara los lineamientos de la biopolítica borbónica en cuanto a la necesidad
de la inoculación, sino más bien a una cuestión de estratégica política. La prueba de esto es que en 1783
Caballero y Góngora comisionó a Mutis para la redacción de un informe al ministro de Indias José de
Galves en el que se le pone al tanto sobre los progresos del combate a la epidemia, refiriéndose a las cerca
de 1700 personas inoculadas oficialmente (Silva, 1992b: 41; Alzate, 1999: 49). Además, su propio sobri-
no había sido objeto de la práctica inoculadora (Frías Nuñez, 1992: 83). Lo que ocurre es que, estando
todavía muy fresco en la memoria colectiva el levantamiento comunero, Caballero y Góngora prefiere
activar la voz del pastor que exhorta al pueblo por sus pecados, y no la voz del gobernante ilustrado
que organiza una cruzada racional contra la epidemia. No era conveniente en ese momento estimular
la confianza en la razón humana, sino, por el contrario, estimular el sentimiento de dependencia de los
vasallos frente a Dios y frente al rey. Sobre la gran habilidad política de Caballero y Góngora para manejar
su doble condición de virrey y arzobispo; véase: Tisnés 1984.
151
y cada uno de nuestros amados diocesanos que se preparen y dispongan para rogar al
Señor”) y al arrepentimiento individual de los feligreses.
Pero algo muy diferente ocurre con la epidemia de 1802. La significación de la
enfermedad ha cambiado radicalmente, pues ya no son los aparatos de la Iglesia sino
los del Estado quienes definen qué “es” la enfermedad y cómo combatirla. Veinte años
después de la primera epidemia de viruelas, el gobierno ha fortalecido su posición
frente a las instancias locales de poder, y la salud pública se ha convertido finalmente
en una política de Estado. Cuando se declara el estallido de la nueva epidemia en
1802, el virrey Pedro Mendinueta toma un conjunto de medidas basadas ya no en la
teología sino en el conocimiento científico. En un bando escrito por el oidor decano
Juan Hernández de Alba en ausencia obligada del virrey, el gobierno central estipula
lo siguiente:
Que ninguno, por su propio dictamen, haga la inoculación sin consultar pre-
viamente o tomar consejo del Médico que sea de su satisfacción; entendiéndose
por tales médicos los que están admitidos y reconocidos por la autoridad pública,
con exclusión de todos los demás [...] A mayor abundamiento se encarga a los
Curas párrocos, Prelados de las Casas Religiosas, Predicadores y Confesores que
exhorten al pueblo a prestarse con docilidad a las benéficas ideas y piadosos
deseos del Superior Gobierno, desvaneciendo los errores y preocupaciones del
vulgo [...] Para disminuir la malignidad de la epidemia se repite también la
prevención del bando anterior acerca de la limpieza de las calles, prohibiendo
seriamente se arrojen a ellas las basuras, escombros, inmundicias y animales
muertos, y encargando a cada vecino tenga barrido el frente respectivo a su
Casa o Tienda, pues de lo contrario se les impondrán las penas establecidas
sin la mayor dispensación [...] Habiéndose permitido la inoculación como un
medio para disminuir el riesgo de la vida en las viruelas naturales, y estándose
practicando de orden de este Superior Gobierno las diligencias más activas y
eficaces para solicitar la Vaccina o materia contenida en las viruelas que padecen
las vacas, con la cual una vez inoculada se preserva absolutamente de las viruelas
comunes, se declara y advierte que este permiso de inoculación de dichas viruelas
cesará inmediatamente que se encuentre la Vaccina y se experimente su virtud
[...] Finalmente, deseoso este Superior Gobierno de proporcionar no sólo a este
vecindario, sino también a los lugares inmediatos y a todo el Reyno el importante
beneficio del referido preservativo de la Vaccina, ofrece el premio de doscientos
pesos al que tenga la felicidad de hallarla.13
13
“Bando del oidor decano Juan Hernández de Alba, Santa Fe, 9 de julio de 1802”. (Frías Nuñez, 1992:
253-256).
152
Como puede verse, las diferencias entre el edicto virreinal de 1782 y el bando de
1802 con respecto al significado de la epidemia son evidentes. Las medidas para evitar
el contagio ya no pasan por las rogativas públicas y el arrepentimiento individual,
sino por la inspección médica y la higiene.14 El Estado recomienda el método de la
inoculación, enfrentándose así con los sectores ideológicamente más conservadores de
la Iglesia, quienes veían en esta práctica un punto de conflicto con la revelación divina.15
Qué es la viruela y cómo debe combatirse ya no es un asunto que le compete definir
a la Iglesia sino al Estado, pues éste dispone del conocimiento experto –la nueva
ciencia– necesario para determinar su verdad. Todos los demás conocimientos quedan
relegados a la ignorancia y la superstición. Por eso el bando exhorta sutilmente a los
curas para que eviten alimentar “los errores y preocupaciones del vulgo”, sometiéndose
“con docilidad a las benéficas ideas y piadosos deseos del Superior Gobierno”.16 El
médico, en tanto que recipiente del nuevo conocimiento experto, reemplaza al sacer-
dote en la tarea de diagnosticar la enfermedad. Pero el médico, a su vez, y gracias a la
institución del Protomedicato, opera como un funcionario del Estado. El bando es
claro en que sólamente los médicos “admitidos y reconocidos por la autoridad pública,
con exclusión de todos los demás”, pueden realizar las inspecciones oficiales del caso.17
14
En su Disertación físico-médica para la preservación de los pueblos de las viruelas, texto de obligada con-
sulta en las colonias según decreto real de 1784, el médico ilustrado Francisco Gil afirma que el mayor
obstáculo para vencer la enfermedad es “el lastimoso engaño en que viven la mayor parte de los hombres,
de que es preciso pasar casi todos por esta enfermedad, y de que en vano es huir de ella, porque al fin
todo es lo que Dios quiere” (Gil, 1983 [1784]: 91). Gil intenta contrarrestar este “lastimoso engaño”
mostrando que aunque las dolencias corporales entraron al mundo por causa del pecado humano, éstas
no son inevitables, pues Dios ha dado al hombre los medios para combatirlas. En opinión de Gil,
“Dios no ha criado enfermedad alguna, sino que todas ellas deben su origen a causas naturales; y si estas
las evitamos, nos libertamos de aquellas. Esta es una verdad constante y muy conforme a las soberanas
y benéficas intenciones del Criador” (Gil, 1983 [1784]: 122).
15
Marcelo Frías Núñez resume muy bien el conflicto ideológico de este modo: “[La inoculación] pro-
duce una modificación de la idea de Naturaleza: esta deja de verse como algo inmutable y aparece cada
vez más como algo activo que puede ser modificado por la aplicación de la técnica. Esta idea, al mismo
tiempo, removía los cimientos de una sociedad con una moral basada en una concepción teológica: Dios
es el único dueño de nuestros destinos. Toda técnica de prevención contra el futuro aparece entonces
como un enfrentamiento a la voluntad de Dios” (Frías Núñez, 1992: 49-50). El médico Francisco Gil
reconocía que la práctica inoculadora tenía muchos enemigos en los reinos de España, y que en el año
de 1724 algunos curas predicaban contra ella desde el púlpito de la Iglesia de San Andrés, afirmando que
se trataba de un “invento diabólico” y de un “don de Satanás” (Gil, 1983 [1784]: 36).
16
Aquí es preciso diferenciar la actitud de diferentes sectores de la Iglesia, frente a las medidas biopo-
líticas del Estado. (Renán Silva, 1992b: 42-44; 98-99) ha mostrado, por ejemplo, que la práctica de la
inoculación, aunque criticada por el alto clero, fue aceptada e incluso promovida por muchos curas y
párrocos locales.
17
Esta medida se debe, en parte, a las reservas expresadas por Francisco Gil con respecto a la efectividad
de la inoculación. El médico español afirmaba que aunque la inoculación puede debilitar la fuerza de
153
Resulta claro cómo el Estado borbón aspira a tener no sólo el monopolio de la violencia
sino también el monopolio de la significación cultural de la sociedad, deslegitimando
y sustituyendo en esta función a cualquier instancia privada (la Iglesia, la aristocracia
criolla, la medicina tradicional). Sólo creyéndose en posesión de tal monopolio es que
el Estado puede prohibir, bajo pena de multa, que se arrojen basuras en la calle y
ofrecer recompensas en metal a quien descubra el antídoto contra la viruela.18
¿Qué es lo que ha ocurrido entonces entre la epidemia de viruelas de 1782 y la de
1802? Podría resumírselo de la siguiente forma: se dio el paso de una significación
teológica a una significación económica de la salud y la enfermedad. Para el Estado
resultaba prioritario impedir que la epidemia se cobrara demasiadas víctimas entre la
población, ya no por un simple acto de caridad cristiana, sino porque ello disminuiría
la fuerza laboral disponible y, por consiguiente, la producción de riquezas. El combate a
la enfermedad ya no era sólo un problema de orden moral o religioso, sino un problema
de cálculo económico. La higiene pública y el estímulo a la investigación científica
fueron acciones promovidas estatalmente porque se creía que con ello podría evitarse
una disminución de la población laboralmente activa. La obligación del Estado era
proteger sus recursos humanos y velar por el aumento de la población, por lo cual
la salud pública pasa a ser objeto de una estricta regulación estatal. La erradicación
de la viruela se convierte, entonces, en un asunto de biopolítica, como bien lo expresó el
médico quiteño Eugenio Espejo en sus Reflexiones acerca de un método para preservar
a los pueblos de las viruelas:
La felicidad del Estado consiste en que éste se vea (si puedo explicarme así)
cargado de una numerosísima población, porque el esplendor, fuerza y poder de
los pueblos, y por consiguiente de todo reino, están pendientes de la innume-
rable muchedumbre de individuos racionales que le sirvan con utilidad y que
(por una consecuencia inevitable) el promover los recursos de la propagación
la epidemia, su práctica incontrolada podría causar una mayor difusión de la enfermedad, por lo cual
recomienda su estricta supervisión por parte de un médico avalado oficialmente por el Estado (Gil, 1983
[1784]: 38-40). También José Celestino Mutis afirmaba que sin “todas las precauciones y recursos que
ofrece la ciencia de los profesores”, la práctica de la inoculación puede llevar a “errores cometidos por la
inadvertencia o positiva ignorancia de los pueblos” (Mutis, 1983 [1796]: 223).
18
En realidad, la vacuna ya había sido descubierta en Inglaterra por el doctor Edward Jenner en 1796.
Sin embargo, y teniendo en cuenta la gravedad de la epidemia, no era posible esperar a que la vacuna
fuera traída desde España, por lo que el gobierno procura conseguir la materia – presente en las ubres
de la vacas – en haciendas ganaderas locales. Para ello crea una comisión médica encargada de buscar
las vacas adecuadas y extraer la materia vacuna. José Celestino Mutis escribe a este respecto un pequeño
tratado en el que da instrucciones de cómo reconocer, extraer, transportar y conservar la materia virulenta.
Véase: Mutis, 1983 [1802]: 234-236.
154
del género humano, con los auxilios de su permanencia ilesa, es y debe ser el
objeto de todo patriota (Espejo, 1985 [1785]: 27-28).
Desde esta perspectiva, la inoculación era vista por el pensamiento ilustrado como
una acción humanitaria y patriótica, porque a través de ella podría ser contenido el
despoblamiento del Virreinato. Lo que en primera mirada podría parecer una acción
cruel, temeraria e inhumana (introducir artificialmente la enfermedad en un cuerpo
sano), en manos del Estado se convertía en la clave para obtener el progreso y la
felicidad de los pueblos. Por eso Mutis no duda en recomendar que los recién naci-
dos sean los primeros que deban ser inoculados, ya que “acelerar artificialmente el
paso inevitable de las viruelas desde los tres hasta los seis meses en los niños, sería dar
con el secreto de aumentar la población y de ahorrar lágrimas á las familias” (Mutis,
1993 [1801a]: 132).19 Y es por eso también que la expedición Real que introdujo en
la Nueva Granada la vacuna de Jenner20 es saludada por el criollo Miguel de Pombo
como un signo inequívoco del humanitarismo y “ternura paternal” del rey Carlos iv,
quien “conmovido de los estragos que causaban en sus colonias las viruelas, a pesar
de las escaceses de su erario, de los apuros y cuidados de una larga guerra, medita y
ejecuta una costosa expedición cuyo destino ha sido fijar entre nosotros la vacuna”
(Pombo, 1942 [1808]: 198).21
Para los criollos ilustrados como Espejo, Mutis y Pombo, la sabiduría del Es-
tado se deja ver en el modo como son combatidos racionalmente los obstáculos al
crecimiento de la población trabajadora, convencidos de que el “buen gobierno” es
aquel que utiliza el conocimiento científico como medio para conseguir la prosperidad
19
En su informe al ministro de Estado José Gálvez sobre la epidemia de viruelas de 1782, Mutis afirma que
si los niños reciben artificialmente el virus, “se hallará entonces la mayor parte de los habitantes útiles libre
de las viruelas, por haberlas pasado en sus tiernos años” (Mutis, 1983 [1783a]: 208). El resaltado es mío.
20
Se trata de la Real Expedición Filantrópica que fue enviada a América por el rey Carlos iv en 1803
con el objetivo de difundir la vacunación antivariólica. En la Nueva Granada esta expedición –co-
nocida como la “expedición Salvani”– logró realizar, de acuerdo a informes oficiales, más de 56.000
vacunaciones (Ramírez Martín, 1999: 385-389).
21
No son menos entusiastas los elogios de Pombo a Jenner, descubridor de la vacuna, a quien coloca
a la altura de Harvey, Galileo y Newton: “Mientras los hombres sepan apreciar la vida, y mientras la
miren como el primero de todos los bienes, no se acordarán de Jenner sin bendecir su memoria, reco-
mendándola a sus últimos nietos. Sea en buena hora Colón descubridor de un nuevo mundo, Galileo el
primero que mide el tiempo por los péndulos, Harvey el primero que conoce la circulación de la sangre,
y Newton el primero que desenvuelve y explica las leyes de la naturaleza [...]. Pero para ti, ilustre Jenner,
para ti estaba reservada la gloria incomparable de haber descubierto el primero y comunicado de la vaca
al hombre un fluido que le preserva de la enfermedad más terrible, de una enfermedad que ha desolado
los campos, arruinado las ciudades y despoblado la tierra. Esta va a cubrirse de nuevos habitantes y tú
serás el restaurador y el conservador de la especie humana” (Pombo, 1942 [1808]: 199).
155
22
En el número cuatro del Correo Curioso, el día martes 10 de marzo de 1801, apareció un aviso publi-
citario que rezaba lo siguiente: “Ventas. En la Real Casa de Hospicios se halla un esclavo mozo de buen
servicio, aparente para trabajo recio; es casado con una Yndia, también moza. Quien quisiere comprarlo
hable con D. Antonio Caxigas, administrador de dicha casa. Se vende á beneficio de los pobres”.
156
La finalidad del hospicio es, entonces, clasificar y resocializar a los mendigos para
distinguir quiénes eran pobres “verdaderos” y quiénes simples holgazanes que viven del
trabajo de los demás. Esto permitiría desarraigar del virreinato el vicio más peligroso
para los intereses económicos del Estado: la ociosidad. Cierto que la caridad hacia el
pobre es una virtud exigida por Dios en los evangelios, pero cuando bajo el pretexto de
la caridad se estimulan el vicio y la holgazanería de otras personas, se está cometiendo
en realidad un “abuso del precepto de Jesu Christo”.23 El editor del Semanario pro-
pugna entonces por una “caridad ilustrada y patriótica”, en donde el amor al prójimo
sea reconvertido por el Estado en utilidad pública. Esto permitiría que las limosnas
de la gente, en lugar de fomentar la ociosidad, pudieran ser canalizadas hacia “una
gran reforma de las costumbres, pues por este medio se harán vecinos útiles los que
baxo el fingido hábito de pobres eran verdaderos holgazanes y polillas destructoras de
la República” (Rodríguez, 1978 [1792]: 327).24
Los pobres tenían que ser “recogidos” no sólo para evitar la propagación de vicios
y enfermedades, sino también para clasificarlos y saber quiénes eran “rehabilitables” y
23
Las palabras de Rodríguez son duras contra los que piensan que la limosna es una obligación cristiana,
sin importar quién la solicita: “He aquí, señores, la familia de Jesuchristo tan recomendada en su ley;
pero he aquí una gente que ya no fuera infeliz, si vosotros los miraseis con una compasión más racional,
con una Caridad más ilustrada y generosa. Vosotros tenéis la culpa de que permanezcan en esa miserable
suerte, porque no les queréis hacer una limosna más digna de la Religión, más laudable para vuestro
Zelo, más gloriosa para la patria, y más útil para ellos mismos. Es decir, una limosna que los redima de
una vez de pedir limosna” (Rodríguez, 1978 [1791]: 105).
24
El resaltado es del autor.
157
quiénes no; quiénes podían trabajar y quiénes necesitaban de una verdadera asistencia
médica. Solamente el médico, después de someter a los mendigos a un riguroso examen
físico, tenía autoridad para decidir quiénes podían excusarse del trabajo productivo.
Rodríguez piensa que los cojos, los mancos y los ciegos, aunque ya sean ancianos,
no deben ser vistos como “cadáveres civiles” o “espectros errantes de la sociedad”,
pues todavía pueden aprender algún oficio útil.25 Todos, incluyendo las mujeres y los
niños, pueden y deben trabajar para su propio sostenimiento y para beneficio de la
colectividad. La función del Real Hospicio es, precisamente, ayudar a que estas per-
sonas aprendan todo tipo de manufacturas útiles para el comercio: hilado, lencería,
desmote de algodón, labrado de velas de cera (Rodríguez, 1978 [1791]: 142).
Ningún mendigo recogido debe quedarse sin trabajar, a menos que su incapacidad
física, certificada por el médico, exija un periodo de curación y rehabilitación, para lo cual
también debe estar preparado el Real Hospicio. Justamente es este modelo de hospicio-
taller el que propone José Ignacio de Pombo para el ya citado proyecto de Cartagena:
Omitimos hablar de las fábricas respectivas a las primeras materias que produce
la provincia, como son fique, pita, algodón, etc., y con especialidad de las más
ordinarias fáciles y comunes, que son más interesantes por su consumo, y la
ocupación que dan a un mayor número de manos, porque su establecimiento
va unido a la propuesta hecha del Hospicio, donde deben ponerse los necesarios
maestros que las dirijan, como las máquinas e instrumentos correspondientes
al intento. De estos talleres saldrán hombres inteligentes que establezcan otras
en toda la provincia (Pombo, 1965 [1810]: 188).
25
“Los mancos, esa clase de hombres que miramos como absolutamente inútiles, si no es para caminar,
bien pueden tener unas ocupaciones en que exercitar la escasa potencia con que se hallan; bien que
como el número de estos es tan corto que quizá no pasará de seis en el resinto de la Capital, viéndose
que de nada pueden servir, harto se hará en quitarlos de las calles, exercitando á un mismo tiempo dos
obras dignas de la Religión y de la Política. Primera, proporcionarles un descanso que nunca podrían
disfrutar en la miserable carrera de mendigos; y segunda, separarlos del riesgo del vicio en que no solo
pueden caer ellos, sino los incautos jovenes con su exemplo. Tampoco se han de considerar los ciegos
como unos espectros y sombras errantes de la sociedad. Ellos son unos hombres que pueden servirla de
algún modo, pagando con el trabajo de sus manos el alimento que se les suministra. La falta de vista no
es falta de potencia que los incapacita para alguna especie de ocupación: ellos pueden servir al torno;
pueden texer empleita, desmotar algodón; y exercitarse en otras manufacturas según su respectiva havi-
lidad” (Rodríguez, 1978 [1791]: 143).
158
los vicios resquebrajan la salud del cuerpo–, sino que también estimularía la reproduc-
ción de cuerpos sanos y “útiles al Estado”. No es extraño, entonces, que en el mismo
número en el que diserta sobre la función económica del Real Hospicio (viernes 6 de
mayo de 1791), el editor del Papel Periódico anuncie un premio de cincuenta pesos
para el discurso que mejores soluciones proponga al problema de la despoblación de
la Nueva Granada.26 El criollo Diego Martín Tanco, ganador del anunciado concurso,
explicaba en su Discurso sobre la Población que la mejor forma de lograr este objetivo
era “ocupar a los habitantes sin excepción de sexo, edad y facultades, [para] que de
todo [ello] resulte la opulencia, el poder del Estado, su numerosa población, y un bien
extensivo a toda suerte de Gerarquías” (Tanco, 1978 [1792]: 130). En su Discurso,
Tanco coincide punto por punto con Rodríguez al afirmar que el problema de la
Nueva Granada no es tanto el escaso número de habitantes, cuanto la insalubridad e
inmoralidad de los que ya tiene:
26
“Un sugeto natural y vecino de esta Capital, conociendo que jamás podrá conseguirse la verdadera
felicidad del Reyno mientras no se logre el aumento de su población; y hecho cargo de que un buen
patriota no solo debe trabajar para el tiempo de su existencia, sino para los posteriores, así como lo
hicieron nuestros padres, ofrece la cantidad de cinquenta pesos al que produxere un Discurso haciendo
ver con sólidas y bien fundadas razones el modo de aumentarse la población, en términos que de aquí
a quarenta ó cincuenta años pueda probablemente esperarse una considerable mutación en orden á las
artes, industria, y demás objetos que forman el buen estado de una República. Dicha Disertación debe
formarse con la mayor claridad, brillando en ella toda la elegancia de un raciocinio nervioso y demos-
trativo. Los medios que se propongan deberán ser los más obvios y sencillos, sin que de dicho proyecto
resulten costos al Real Erario, ni gravamen al público”.
27
El resaltado es del autor.
159
cuerpo y la del alma se condicionan mutuamente. Por eso, la “gran reforma de las
costumbres” anunciada por Rodríguez y Tanco se centra en una ética del trabajo y del
rendimiento impulsada por aparatos del Estado como el Real Hospicio. El hospital,
que hasta entonces era un campo separado de la medicina, se convierte ahora en un
centro de rehabilitación física y moral, pues su función es intervenir sobre el cuerpo
del enfermo para restaurar su energía productiva mediante la aplicación de un cono-
cimiento experto. La medicalización de la pobreza empieza sólo cuando la salud y la
enfermedad devienen variables económicas, es decir, cuando el hospicio se convierte
en un mecanismo de curación al servicio del aparato productivo.
También el fraile capuchino Joaquín de Finestrad entiende la ociosidad y la pobreza
como graves obstáculos para la prosperidad del Virreinato. Si lo que el gobierno busca
es “formar un nuevo edificio político” que coloque a España en una posición “capaz
de hacerla respetable en toda Europa”, entonces es necesario empezar con una reforma
profunda de los hábitos de la población (Finestrad, 2000 [1789]: 148). De nada sirve
reformar las estructuras administrativas y políticas si no se transforma primero la moral
de los gobernados. Por ello la atención del gobierno debe concentrarse en desterrar
para siempre la vagancia y la ociosidad, que son las principales “dolencias espirituales”
de la Nueva Granada. Finestrad considera que la ociosidad es una enfermedad, esto
es, una desviación de la conducta normal fijada por la naturaleza humana, porque
incluso a los animales salvajes “les es forastera la desidia, la ociosidad, y les es natural
la continua ocupación” (148). Por eso, la misión del gobierno debe ser recoger a los
vagos y encerrarlos, separándolos así del resto de la sociedad:
Tenemos entonces que la pobreza recibe un estatuto muy diferente al que tenía
en los siglos xvi y xvii: ahora es equiparada con la inutilidad pública y debe recibir un
tratamiento médico-policial. De hecho, las metáforas médicas utilizadas por Finestrad
(“miembro corrompido”) son bastante claras a este respecto: el pobre debe ser tratado
como un ser enfermo que requiere de atención médica y espiritual. Siendo el propósito
de las reformas borbónicas colocar a España en la dinámica de la modernidad segunda
que recorría como un fantasma a toda Europa, no resulta extraño que la ociosidad
160
fuera percibida como una conducta antipatriótica e incluso antinatural. Para el pensa-
miento ilustrado, lo “natural” era que el trabajo productivo fuera el instrumento que
permitiera la superación definitiva de la escasez. Lo que constituía la humanidad del
hombre era precisamente su capacidad de aniquilar y expulsar el caos de la naturaleza,
convirtiéndola, a través del trabajo y la tecnología, en un ente ordenado. Así las cosas,
el vago y el menesteroso son tenidos como seres enfermos, por no decir infrahumanos
–monstruos de la República–, ya que su actitud no es la de transformar activamente
la naturaleza, sino defenderse de ella, resignándose pasivamente a vivir en dependencia
de otros. La obligación del Estado es pues resocializar a estas personas mediante su
confinamiento en hospicios, con el fin de convertirlas en sujetos productivos.
161
162
28
La ciencia de la época respaldaba la opinión del conde de Combie-Blanche, que en el número 57 del
Papel Periódico (viernes 16 de marzo de 1792) afirmaba lo siguiente: “Las observaciones de todos los
siglos y de todas las Naciones concurren á probar de un modo indisputable, que el ayre mefítico es la
causa inmediata de todos los contagios pestilentes, ya sean epidémicos o endémicos”.
29
Resulta interesante observar que no sólo el hospital sino también las escuelas debían ser construidas
de acuerdo a modelos racionales a priori. Este diseño debía garantizar que el viento pudiera llevarse de la
escuela todos los “vapores mefíticos” y también facilitar la vigilancia constante del maestro. En su Discurso
sobre la educación, el criollo Diego Martín Tanco afirmaba: “El edificio que haya de servir para una escuela
debe estar, no precisamente en el centro de la ciudad o barrio, sino en lo más retirado de él, lejos del
bullicio que pueda llamar la atención de los niños y distraerlos de sus obligaciones. Si puede ser alto, se
preferirá el bajo, por más saludable, mejor ventilado y de más agradables vistas. Sobre la puerta principal
de la calle se colocará, en una tarjeta con hermosas letras de oro: ESCUELA DE LA PATRIA, para que
sea conocida y respetada del público. La pieza para la enseñanza de los niños debe ser grande y muy clara;
y en ella tendrá también el director su asiento, para que de una vea lo que cada uno hace, y nada se le oculte,
sin necesidad de valerse del cuidado de otros” (Tanco, 1942 [1808b]: 86-87). El resaltado es del autor.
163
Este diseño a priori del médico Francisco Gil fue trasladado a la realidad em-
pírica en la Nueva Granada cuando sobrevino la epidemia de viruelas en 1802.30
Inmediatamente, el virrey Mendinueta ordenó que se estableciera en las afueras de
la capital un pequeño hospital con el fin de atender a los primeros contagiados.
Sin embargo, y ante la magnitud de la epidemia, el gobierno resolvió aislar com-
pletamente a Bogotá mediante la creación de zonas higiénicas –también llamadas
“degredos”– por las que debía pasar obligatoriamente cualquier persona que en-
trara a la ciudad. Además de su función curatoria, los degredos operaban como un
riguroso mecanismo de control sanitario. Todo viajero era visto como sospechoso
de llevar la enfermedad y, por tanto, era sometido a un riguroso interrogatorio en
el que las autoridades indagaban por su proveniencia geográfica,31 por las personas
que habían estado en contacto con él, así como por el tipo de ropa y mercancías que
transportaba.32 Cada persona debía desvestirse y sacar sus ropas al aire para ventilarlas
por algún tiempo, siendo también examinada por un médico que determinaba si esa
persona debía permanecer en cuarentena (Silva, 1992b: 15). El degredo se convierte
así en la concreción empírica de un modelo ideal que, como he dicho, buscaba la
instauración social del orden.
Se sabe, en efecto, que a raíz de la epidemia de 1802, la construcción de los degredos
estuvo acompañada de rigurosas medidas policiales en la ciudad de Bogotá. Con el
fin de identificar rápidamente y aislar a los contagiados, el Cabildo dispuso la creación
de una junta de sanidad encargada de coordinar inspecciones sistemáticas en los ocho
barrios de la ciudad (Rodríguez González, 1999: 38). La junta, compuesta por dos
médicos, además de los comisarios y vecinos principales de cada barrio, se impuso la
tarea de inspeccionar la ciudad manzana por manzana y calle por calle para descubrir
en dónde estaban los contagiados y determinar a qué grupo poblacional pertenecían.
Frías Núñez (1992: 136) afirma que en las casas de los “vecinos principales”, los inspec-
tores se limitaban a tocar la puerta y preguntar si había algún enfermo, mientras que
en las casas donde vivían “gentes de color” se realizaba un cateo minucioso. Una vez
identificados por la policía sanitaria, los sospechosos de portar la enfermedad debían
ser forzosamente recluidos en uno de los cuatro degredos hospitalarios erigidos para
30
El ministro de Indias José Gálvez había remitido a todas las colonias la obra de Gil para que las res-
pectivas autoridades siguieran sus prescripciones (Frías Núñez, 1992: 113). Se sabe que el cabildo de
Quito convocó a un grupo de médicos para que estudiaran el tratado de Gil y colocaran por escrito sus
comentarios. Uno de los textos entregados al cabildo fue Reflexiones de Eugenio Espejo.
31
La opinión común era que las epidemias provenían casi siempre de los puertos en el mar Caribe (sobre
todo de Cartagena) y que de ahí “bajaban” por el Río Magdalena, pasando por Mompox, hacia el interior
del Reino (Silva, 1992b: 13).
32
El control se dirigía, sobre todo, hacia las prendas de lana y algodón, pues la Disertación de Francisco
Gil establecía que estos materiales transportaban la materia de los contagios (Gil, 1983 [1784]: 62).
164
este efecto. Allí eran examinados por el médico, depositario del conocimiento experto
a partir del cual se determinaba quién estaba enfermo y cuál era el tratamiento a través
del cual podría reintegrarse a la vida pública.
Pero la concreción empírica del “sueño ilustrado” parecía ser algo que sobrepasaba
con mucho las posibilidades financieras y administrativas de la Corona. La construcción
y mantenimiento de los hospitales, así diseñados, no sólo requería de competencias
específicas a nivel cognitivo (saberes expertos de carácter formal, y sujetos profesio-
nales que encarnaran esos saberes) sino también de un alto grado de racionalización
a nivel burocrático y político. Era necesario crear nuevos impuestos, reorganizar los
ya existentes y canalizar esos recursos hacia el nuevo ámbito de la “salud pública”.
También era preciso crear un mecanismo de control de precios para evitar que los
especuladores aprovecharan los momentos de crisis sanitaria para su propio benefi-
cio (Silva, 1992b: 75). A esto se agrega la necesidad de coordinar censos sistemáticos
de la población, procesar la información obtenida, reorganizar administrativamente
las ciudades y pueblos de acuerdo a esta información, crear nuevas leyes sanitarias e
implementar multas para los infractores, etc. En fin, la biopolítica estatal demandaba
la puesta en marcha de un tipo de racionalidad tendiente a establecer objetivos técni-
camente realizables, maximizar recursos, ahorrar costos y aprovechar la mano de obra
existente con el mayor grado posible de eficiencia. La condición de posibilidad para
la realización del sueño ilustrado era, a su vez, otro sueño más de la razón.
Un ejemplo de esto lo encontramos en el proyecto de una política hospitalaria para
el Estado español elaborado por Jorge Juan y Antonio de Ulloa. Los dos funcionarios
borbones critican duramente el modo irracional (la “mala providencia”) con que ha
sido manejado hasta ahora el tema de la salud. La razón de esta mala política es que
el Estado ha permitido que los hacendados criollos miren a los negros y a los indios
como si fueran propiedad privada, es decir, como si su fuerza de trabajo les perteneciera
a ellos exclusivamente y no al “bienestar público”. Por eso, cuando estas personas son
atacadas por epidemias, el Estado se desentiende de su cuidado, dejándolo en manos
privadas,33 en lugar de implementar hospitales públicos en cada pueblo, donde tales
personas puedan ser curadas y restablecidas prontamente a sus labores:
33
Abandonados a la piedad de sus amos blancos, los indios y negros mueren por millares cuando so-
brevienen las epidemias, “pues como se ha dicho en la primera parte de la Historia, su alojamiento está
reducido á una pobre choza sin muebles algunos [...] La enfermedad los ataca en este estado, y haciendo
su curso regular, concluye fatal para sus vidas. Allí no hay otras personas que los asistan sino las Indias sus
mujeres, ni más medicamentos que la naturaleza, ni otro regalo para su alimento que las yerbas, camcha
ó mote, la mascha y la chicha; así pues no solo las viruelas, mas qualquiera otra enfermedad grave es
mortal para ellos desde que empieza” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 321).
165
¿En qué consiste, pues, el diseño racional elaborado por Juan y Ulloa? Primero,
en señalar que la función del Estado es optimizar la mano de obra disponible en sus
territorios y canalizarla hacia actividades útiles para toda la colectividad. Esto implica,
en segundo lugar, darle un nuevo estatuto a los indios y a los negros. En lugar de
verles como esclavos destinados al “servicio personal” de individuos privados, el
Estado debe verles como trabajadores que producen riquezas para la sociedad entera.
La racionalidad de la política, en el modelo de Juan y Ulloa, se mide por criterios
estrictamente económicos. A mayor cantidad de individuos sanos, mayor será la tasa
de crecimiento poblacional y “mayores serán las ganancias que deriven de su trabajo”.
Y si el segmento de la población que sostiene la economía es el de los indios, negros y
mestizos, entonces el deber del Estado es velar por su salud y proporcionar los medios
adecuados para curarlos cuando enferman.
En tercer lugar, Juan y Ulloa proponen la creación de hospitales públicos en cada
pueblo, financiados con impuestos provenientes de la producción de caña de azúcar
y aguardiente. De la obligación tributaria –o “derecho de hospitalidad”– no ha de
quedar exenta ninguna persona o entidad privada, ni siquiera la Iglesia Católica, que
es dueña de los trapiches más grandes. Igualmente, los encomenderos deberían ser
obligados por ley a construir enfermerías en sus haciendas para que los indios puedan
recibir atención médica gratuita. Sin embargo, como el beneficio del cuidado médico
lo reciben los mismos indios, estos deberían ser gravados “en uno ó dos reales más
sobre el tributo annual que pagan”.
Finalmente, Juan y Ulloa piensan que la administración de estos nuevos hospita-
les no debería ser otorgada a los frailes de San Juan de Dios, pues ello sería “agregar
riquezas á las comunidades sobre las muchas que allí tienen sin beneficio del público,
34
El resaltado es del autor.
166
35
“A la religión de la Compañía habia de pertenecer el recibir inmediatamente todo lo asignado á hos-
pitales sin que entrase en las caxas reales, ni que tuviesen intervención en ello los Oficiales de la Real
Hacienda [...] Así mismo se debería conceder á la religión de la Compañía, que por si, y con intervención
del Protector Fiscal, pudiese nombrar los administradores y guardas necesarios para que estos percibiesen
los derechos de los hospitales” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 330).
36
“Antes de ser una realidad de calles, casas o plazas, las que sólo pueden existir y aún así gradualmente,
a lo largo del tiempo histórico, las ciudades emergían ya completas por un parto de la inteligencia en las
normas que las teorizaban, en las actas fundacionales que las estatuían, en los planos que las diseñaban
idealmente, con esa fatal regularidad que acecha a los sueños de la razón [...]. De los sueños de los arqui-
tectos (Alberti, Filarete, Vitruvio) o de los utopistas (More, Campanella) poco encarnó en la realidad,
pero en cambio fortificó el orden de los signos, su peculiar capacidad rectora, cuando fue asumido por
el poder absoluto como el instrumento adecuado a la conducción jerárquica de imperios desmesurados.
Aunque se trató de una circunscrita y epocal forma de cultura, su influencia desbordaría esos límites
temporales por algunos rasgos privativos de su funcionamiento: el orden de los signos imprimió su
potencialidad sobre lo real, fijando marcas, si no perennes, al menos tan vigorosas como para que todavía
hoy subsistan y las encontremos en nuestras ciudades” (Rama, 1984: 12).
167
37
Se sabe que ya desde 1740 los colegios de la Compañía de Jesús en Quito y Bogotá promovían la
enseñanza de autores como Newton, Copérnico y Descartes. Los Elementos de Matemáticas de Christian
Wolff fue un texto ampliamente difundido en la Nueva Granada, como lo demuestra su reiterada aparición
en los inventarios de las bibliotecas de la elite criolla y en las de las universidades coloniales (Quintero,
1999; Ortiz Rodríguez, 2003: 28-30).
38
La confianza inquebrantable en el hombre y en el poder de la razón para dominar las fuerzas de la
naturaleza a través del conocimiento, era parte importante del imaginario ilustrado. El criollo José Félix
de Restrepo, en un discurso pronunciado en 1791 frente a sus estudiantes del Real Seminario de San
Francisco de Asís en Popayán, afirmaba con respecto al hombre que “no hay cosa que pueda resistir su
pensamiento, único origen de su autoridad soberana [...] Para auxiliar los esfuerzos de sus ojos, fabrica,
según las leyes de una sabia teoría, instrumentos cuyo útil concurso, dando más extensión a la imagen
de un objeto, le acerca e ilumina. Con la ayuda del microscopio penetra hasta el interior de los cuer-
pos, distingue las partes imperceptibles y contempla con asombro las maravillas de su composición [..]
Aunque su estatura no excede de seis pies, se anima a perfeccionar una obra que un gigante armado
de mil brazos no tendría el atrevimiento de intentar; los vientos vienen a ser sus vasallos y servidores,
pasándolo a la otra parte de los más espaciosos mares; doma las fieras que habitan el centro de los bos-
ques. Construye navíos que servirían a sus nietos y descendientes. Señala la dirección al rayo, fenómeno
el más terrible que conocemos, y echa al Ródano un puente de que espantada la posteridad le atribuye a
particular inspiración del Espíritu Santo” (Restrepo, 2002 [1791]: 416).
168
cuerpo humano cuyos movimientos están ajustados a las leyes de la mecánica, sin las
cuales es imposible entender la física del cuerpo humano” (42).
Pero la utilidad de las matemáticas para la medicina no radicaba sólo en el enten-
dimiento de las leyes del cuerpo, sino también en la fabricación de instrumentos que
permitieran medir la frecuencia de las enfermedades. Es aquí donde cobran impor-
tancia las estadísticas poblacionales. Los censos de población se fundaban en la idea
de que los hechos empíricos –y en este caso los hechos sociales– podían ser abstraídos
y convertidos en cantidades susceptibles de ser analizadas, comparadas y procesadas
con un altísimo grado de certeza. Los “datos” así obtenidos podrían entonces ser utili-
zados por el Estado para elaborar políticas de gobierno sobre la población, destinadas
a fomentar la “felicidad pública”. El Estado necesitaba ciertamente de una población
sana, que pudiera trabajar con eficacia, pero para ello le era menester saber cuántos
trabajadores actuales o potenciales había en el territorio, el número de nacimientos
y de muertes, quiénes eran estas personas, dónde vivían, cuál era su “esperanza de
vida”, cuántos de ellos ingresaban enfermos a los hospitales, de qué tipo de males eran
aquejados, cuál era el porcentaje de enfermos rehabilitados, etc. Nace así el interés
por la aplicación de las matemáticas a la “ciencia del buen gobierno”, en tanto que
instrumento biopolítico que permitiría al Estado conocer y administrar eficazmente
los recursos humanos disponibles.
Desde este punto de vista, el ya citado Joaquín de Finestrad propone al gobierno
la realización periódica de censos poblacionales con el siguiente argumento:
Pero los censos no sólo servían para ejercer un estricto control policial sobre la pobla-
ción, como quería Finestrad, sino también para calcular su tasa de crecimiento y estado
de salud. En el informe sobre el primer censo general de la población de Bogotá, publi-
cado en los números cinco y seis del Correo Curioso, Francisco José de Caldas afirma que
el clima benigno de la capital, la salubridad de su atmósfera “que rara vez se infesta
de vapores pestilenciales” y la “grande fecundidad de las mugeres”, permiten esperar
que la población crezca de forma rápida y que Bogotá se convierta con el tiempo en
169
“una de las mejores y más bien pobladas ciudades del mundo” (Caldas, 1993 [1801]:
38). La ciudad tiene 20.081 habitantes, de los cuales 11.890 son mujeres y solamente
8.191 son hombres, situación que parece no preocupar al sabio neogranadino; la
abundancia de mujeres resulta, más bien, prometedora, ya que el número de “brazos
útiles a la patria” iría potencialmente en aumento, como lo demuestra el hecho de que
el número de los nacidos excedió al de los muertos en 247 personas durante el año de
1800. Más importante todavía era cuantificar el número de personas que ingresaba
a los hospitales y saber cuántas de ellas habían muerto o habían sido rehabilitadas.
Caldas informa que en el Hospital San Juan de Dios entraron 1.723 personas en el
año de 1800, de las cuales solamente 274 murieron y 1.449 fueron curadas. Alentador
resultaba saber que de estas 1.723 personas, 1.522 eran pobres o mendigos (es decir
el 88 %), de los cuales murieron únicamente 268 (el 15 %). El informe podía sugerir
con orgullo que la política real de recolección de pobres estaba funcionando, aunque
había todavía mucho trabajo por hacer, ya que el número de mendigos y vagos “que
no tenían casa fixa” era de unos 500 en toda la ciudad. También era importante saber
dónde vivían las personas y cómo se distribuían sus viviendas, con el fin de ejercer un
control sanitario más eficaz en caso de epidemias. Caldas dice que en Bogotá existen
ocho barrios con 195 manzanas y 4.517 puertas, siendo el barrio periférico de Las
Nieves (habitado sobre todo por artesanos mestizos) el más poblado de todos.
El entusiasmo por las estadísticas contagió también a varios párrocos rurales,
quienes registraban meticulosamente el número de nacimientos, muertes y matri-
monios por cada año y los enviaban a los periódicos de la época. Esto permitía a
las autoridades calcular el aumento de la población en cada zona del virreinato. Los
curas que recolectaban datos eran destacados públicamente como “celosos por el bien
público” y colocados como ejemplo a los demás. Es el caso del sacerdote Francisco
Mosquera, cuya labor es destacada por Caldas, para entonces editor del Semanario
del Nuevo Reino de Granada. Mosquera se tomó el trabajo de elaborar una estadística
de nacimientos y muertes en la ciudad de Popayán entre 1800 y 1804, tomando
como base los registros parroquiales de esa ciudad. “Si todos los párrocos” –escribe
Caldas– “estuviesen animados del celo del de Popayán, harían al Estado el servicio
más importante, dándole luces sobre la población. Este es el verdadero termómetro
político: por aquí se conoce la salubridad del clima, la facilidad de la subsistencia,
la fecundidad de los matrimonios, y cien otras nociones preciosas a los que tienen
el cuidado de gobernarnos, y a los que meditan sobre la economía y felicidad de su
patria” (Caldas, 1942 [1809b]: 195).
Las estadísticas poblacionales eran utilizadas, como dice Caldas, para conocer
“la salubridad del clima” y prevenir de este modo la propagación de epidemias.
Es el caso de la estadística de enfermos y muertos entre 1802 y 1807 en el Hospital
de Popayán, publicada también en el Semanario. La estadística mostraba que de
170
4.975 enfermos habían muerto 305, y que la mayor parte de estos decesos habían
ocurrido entre 1805 y 1806. De ello concluye Caldas que muy posiblemente en esa
época la atmósfera de la ciudad se encontraba cargada de “vapores pestilenciales”, y
que sería importante dotar a los hospitales de instrumentos de medición con el fin de
registrar las variaciones climáticas:
Para conocer cuán cortos son los recursos de esta población y lo poco que debe
esperarse de ella, no hay más que calcular el número de nacidos en cada año,
suponiendo, como dije, que el número de habitantes del Reino sea de 2.000.000;
171
El dato estadístico es utilizado aquí por Fermín de Vargas como una forma de
raciocinio que cuantifica lo humano con fines utilitarios de control social. Las tablas
secuenciales permiten al Estado hacer un inventario de los seres humanos y sus hábitos
con la finalidad de imponer contribuciones, explotar los recursos naturales y “ordenar la
sociedad” de acuerdo a parámetros racionales establecidos a priori. Se buscaba conocer
el azar para someterlo a una aritmética del orden; pero por encima de todo, a través
del conocimiento matemático se pretendía controlar los factores desviados –en
este caso la enfermedad y la pobreza– para encauzarlos e integrarlos a un proyecto de
gubernamentalidad diseñado por el Estado y sus tecnócratas ilustrados.
39
Para la historia de la reglamentación de la práctica médica en la España medieval, véase: Ruiz Moreno,
1946.
172
tuvieran la debida “licencia para curar”. Entre las más importantes atribuciones del
tribunal se encontraban las siguientes:40
40
Todos los datos son tomados de Tate Lanning, 1997.
173
médica de estas características en la Nueva Granada. Todo lo que se sabe es que hubo
personas que desempeñaron ocasionalmente la función de protomédicos, pero de esto
no se deduce la presencia de una institución capaz de ejercer las tareas normativas y
punitivas arriba señaladas.41 Sin embargo, un examen del conflicto que se dio en los
albores del siglo xix entre las políticas sanitarias del Estado y los intereses del patri-
ciado criollo, a propósito del Protomedicato, puede resultar útil para entender el
conflicto entre la biopolítica imperial y la colonialidad del poder, que ya mencioné
en el capítulo anterior.
Me referiré, en primer lugar, al pleito que se presentó en Cartagena por el cargo
de protomédico que había quedado vacante a raíz de la muerte de su titular, el doctor
Francisco Javier Pérez. Para ocupar esta plaza se candidatizaron dos personas: el doctor
Alejandro Gastelbondo, médico criollo, discípulo de Vicente Román Cancino, quien
estudió en el Colegio Mayor del Rosario en Bogotá, y el doctor Juan de Arias, médico
español graduado en Cádiz y discípulo del cirujano Pedro Virgili (maestro también de
Mutis). Aunque Gastelbondo poseía una larga experiencia como médico en el Hospital
de San Juan de Dios en Bogotá y en el Hospital Militar de San Carlos en Cartagena, y
Arias había llegado a la Nueva Granada apenas en 1784, la plaza es adjudicada a éste
último y de forma irrevocable, por el virrey Mendinueta en 1797. La razón: Gastel-
bondo, aunque graduado, no había ejercido como catedrático en anatomía y cirugía
y, por encima de todo, era de color pardo (Quevedo, 1993: 125-127).
Para poder ejercer su profesión, la ley española exigía que todos los médicos “lati-
nos” –es decir que habían obtenido un grado universitario de medicina– fueran hijos
legítimos. Ya vimos en el capítulo anterior que la legitimidad operaba como un meca-
nismo de diferenciación étnica en la sociedad colonial. Pero en el caso de Gastelbondo,
41
Resumiendo los avances de la medicina en los primeros 162 años de la Colonia en Colombia, el doctor
Pedro María Ibáñez menciona “la llegada a Santa Fe del primer médico y la creación del Protomedicato”
(Ibáñez, 1968 [1884]: 15). Ibáñez se refiere, según sus propios datos, a la llegada en 1639 del médico
español Diego Hernández, nombrado por el rey para ejercer las funciones de protomédico, a quien el
arzobispo fray Cristóbal de Torres le otorgó un sueldo anual de $ 350. Sin embargo, más adelante informa
que “la plaza de Protomédico estaba vacante desde la muerte del doctor Diego Hernández, y para llenarla
nombró el virrey Solís en 1758 a don Vicente Román Cancino”. Por su parte, Emilio Quevedo (1993:
55; 59), recurriendo a documentos publicados por el historiador Guillermo Hernández de Alba, resalta
el hecho de que el tal doctor Hernández tan solo permaneció 10 años en Bogotá, es decir, hasta 1649,
debido en parte a que la cátedra de medicina del Colegio Mayor del Rosario tuvo que ser cerrada por
falta de alumnos. Además, Quevedo muestra que todo lo que se sabe de Vicente Román Cancino es que
dictó la cátedra de medicina en el Colegio del Rosario una vez reabierta en 1753, pero no que haya sido
cabeza de un Protomedicato capaz de actuar como policía médica. Todo esto significa que, descontando
las pocas actividades individuales de Hernández y de Cancino, el Real Tribunal del Protomedicato jamás
existió en Bogotá. En cuanto a las actividades del Protomedicato de Cartagena tampoco es mucho lo que
sabemos, aparte de que fue ocupado por distintos médicos (Solano Alonso, 1998).
174
el argumento legal esgrimido para impugnar su candidatura no era que fuera bastardo,
sino que tenía la sangre mezclada y que, por tanto, pertenecía a alguna de las castas.
Su “infamia” de nacimiento le excluía del ejercicio de la medicina, de acuerdo con los
estatutos de la universidad que, según vimos, impedían el ingreso a los claustros de
todo aquel que no pudiese demostrar su pureza de sangre. La pregunta es: ¿por qué
razón la “impureza” del doctor Gastelbondo fue ignorada o no fue registrada nunca en
los expedientes del Colegio Mayor del Rosario? ¿Por qué se le permitió matricularse,
graduarse y ejercer la medicina durante tantos años sin que nada ocurriera?
Una respuesta posible es que las necesidades locales impedían que la ley fuera apli-
cada de manera estricta. Las epidemias de viruela atacaban con fuerza en áreas rurales,
donde la única posibilidad de tratamiento médico era el ofrecido por teguas, curanderos
y sobanderos. En algunos casos los enfermos eran atendidos por barberos o cirujanos
“romancistas”, que a diferencia de los médicos “latinos” no eran graduados en la uni-
versidad, sino que habían aprendido de forma autodidacta la medicina occidental.
La gran mayoría de estos cirujanos eran mestizos y no estaban en condiciones
de presentar un examen frente al Protomedicato y obtener una licencia, ya que no
podían comprobar su pureza de sangre. Los médicos legítimos eran únicamente los
egresados de la universidad, médicos que en la Nueva Granada, según datos ofrecidos
por Quevedo, fueron solamente dos entre 1636 y 1800, siendo Gastelbondo uno
de ellos (Quevedo, 1993: 119).42 Ante esta situación angustiosa, no resulta extraño
que el Colegio Mayor del Rosario haya pasado por alto la “inferior calidad” étnica del
candidato. En otras palabras: ante la alternativa de dejar a todo el reino sin atención
médica, las autoridades virreinales prefirieron interpretar la ley con realismo y permitir
no sólo el grado de mestizos –como Alejandro Gastelbondo en Bogotá y Eugenio
Espejo en Quito–, sino el ejercicio ilegal de curanderos y empíricos en las provincias.
Si la intención de la biopolítica era promover la salud de la población, el Estado debía
actuar con pragmatismo. Tenía que reformar –o por lo menos “relajar”– los estatutos
universitarios que impedían la graduación de los mestizos y, al mismo tiempo, tolerar
el ejercicio no profesional de algunos barberos y cirujanos romancistas.
42
Sólo a manera de comparación: entre 1607 y 1738 la universidad de México confirió cuatrocientos
treinta y ocho grados en medicina, es decir, que graduaba un promedio de tres médicos por año. La
universidad de San Carlos de Guatemala otorgó treinta grados entre 1700 y 1821, lo que da un pro-
medio de un médico latino egresado cada cuatro años (Tate Lanning, 1997: 205-206). Nótese que la
situación en Guatemala –que hacia comienzos del siglo xix tenía un promedio de 18 médicos graduados
para un millón de habitantes– era muy superior a la de la Nueva Granada por esa misma época. Si a
esto agregamos que el salario de un médico graduado escasamente superaba el de un portero, resulta
fácil imaginar por qué razón las cátedras de medicina permanecieron cerradas durante tanto tiempo en
la Nueva Granada. Para los hijos de la aristocracia local era mucho más rentable –y de mayor prestigio
social– estudiar leyes o teología.
175
43
Tal era su celo por el capital de la blancura que repudió públicamente a una de sus hermanas por haber
mancillado el nombre de la familia, casándose con un negro. Pilar Gardeta Sabater (1996: 15) afirma,
sin embargo, que el padre de López Ruiz casó en segundas nupcias con una mulata, cuestión que levantó
sospechas en torno a la “calidad étnica” del médico panameño. En algunos círculos gubernamentales
de Bogotá corría el rumor de que López Ruiz era hijo de mulato y mulata, cosa que fue desmentida
categóricamente por el médico, quien en repetidas ocasiones demostró ser hijo legítimo de españoles,
cristianos viejos y descendientes directo de conquistadores.
176
López Ruiz inicia su informe de forma bastante inusual, pidiendo al virrey “se
sirva indagar si los otros nombrados conmigo para informar somos con legítimos
requisitos legales, verdaderos médicos” (López Ruiz, 1996 [1799]: 73). Es decir, pide
que los otros dos informantes comisionados, Honorato de Vila y José Celestino Mutis,
demuestren la legitimidad de sus conocimientos, presentando los títulos universitarios
que les acreditan como médicos. ¿Qué es lo que está detrás de esta petición? Se trata,
a mi juicio, de una movida estratégica de las elites criollas más tradicionales en contra
de la biopolítica estatal.44 Lo que buscaban estas elites era reforzar el control sobre la
frontera legal que impedía el ascenso social a personas de inferior calidad étnica. Y una
de las estrategias para lograrlo –además de los ya mencionados “juicios de disenso”–
era poner freno a la práctica ilegal de la medicina.45 Bien sabido era que un personaje
como Mutis, interesado más en el progreso económico y científico del virreinato que
en las formalidades de la ley, estimulaba a personas que no reunían los requisitos legales
para que practicaran la medicina. Uno de ellos era el sacerdote criollo Miguel de Isla,
quien a pesar de no haber estudiado formalmente, era un autodidacta ilustrado que se
formó bajo la tutela de Mutis y tenía mucha experiencia como médico en el hospital
de San Juan de Dios.46 Con su ataque directo a la pretensión “ilegal” de Mutis de
formar médicos por fuera de los claustros, López Ruiz intentaba desarticular uno
de los pilares más fuertes de la biopolítica borbona en la Nueva Granada.
La estrategia de López Ruiz era desacreditar la autoridad de Mutis para ejercer
como profesor ad hoc de medicina. Para ello afirma en su Informe sobre los profesores
de Santa Fe que hasta el momento “nadie ha visto” los títulos que acreditan a Mutis
como médico graduado y sospecha que tales títulos no existen, pues el Real Colegio
de Cirugía en Cádiz, donde estudió Mutis, únicamente forma cirujanos latinos pero
no médicos (López Ruiz, 1996 [1801]: 91). Sugiere incluso que el nombramiento de
Mutis como catedrático de matemáticas en el Colegio Mayor del Rosario en 1762
fue completamente ilegal, porque se hizo “sin oposición, sin ejercicios literarios y sin
gracia previa de Su Magestad” y testimonia que “hace mas de 26 años que vine a esta
44
Me alejo aquí de la interpretación que pretende ver en este incidente una disputa puramente personal
entre López y Mutis por la cuestión de las Quinas –problema del que me ocuparé más adelante– o el
simple enfrentamiento entre dos grupos de intelectuales neogranadinos, los ilustrados y los ortodoxos.
45
Tengamos en cuenta que la mayor parte de los curanderos y cirujanos romancistas eran mestizos.
46
Ciertamente, Isla estudió filosofía con los jesuitas en la Universidad Javeriana de Bogotá y luego ingresó
a la orden de San Juan de Dios. Sin embargo, la licencia para ejercer como médico no la obtuvo de la
universidad sino del superior de su orden, padre Francisco Tello de Guzmán. Sus amplios conocimientos
en farmacia, botánica, anatomía y fisiología fueron reconocidos incluso por el virrey Caballero y Góngora,
quien le nombró médico del hospital militar de Santa Fe (Quevedo, 1993: 131). Durante la segunda
epidemia de viruelas en Bogotá fue uno de los médicos más activos (Rodríguez González, 1999: 40).
177
capital, y jamás he visto que este catedrático haya enseñado, ni presidido acto público
alguno de matemáticas”. Mutis es presentado entonces como un “intruso” favorecido
arbitrariamente por el Estado borbón, que ponía en peligro el capital simbólico de las
elites (blancura, nobleza y distinción) al fomentar con su mal ejemplo la promoción
de médicos sin título universitario. Por esta razón, el informe de López Ruiz es en
realidad una crítica a las políticas del Estado, que desconocen las leyes que reglamentan
la profesión médica47 y atentan contra los privilegios tradicionales de la nobleza criolla:
Veo sujetos que sin los requisitos al principio expresados, y lo más es, sin haber
tenido esta capital Aula, ni Tribunal de Medicina donde cursarla legítimamente,
ni quien con autoridad competente los examine, revalida y les expida títulos,
ejercen impunemente las referidas facultades en toda su extensión civil y
forense, y que se les da tratamiento de Doctores [...] Como la Medicina y la
Cirugía han estado siempre en un estado de abatimiento, ningún joven decente
se dedicará a su estudio hasta verlas brillantes y con el honor con que su Magestad
condecora, distingue y protege a sus alumnos (López Ruiz, 1996 [1799]: 83; 87).
47
López Ruiz hace referencia a las Leyes de Castilla del siglo xvi, en las que se habla de severas penas
contra las personas que ejerzan la medicina o la cirugía sin tener los grados y licencia para ello. Los
castigos prescritos por la ley oscilaban entre una multa de seis mil a doce mil maravedíes y el destierro
(López Ruiz, 1996 [1799]: 80-81).
178
están llenas de “hiel y acrimonia”, sino que buscan defender más sus propios intereses
que los intereses del Estado:
La crítica de Mutis apunta hacia el hecho de que personas como López Ruiz, que
utilizan la profesión médica como medio para consolidar un ethos señorial y aristo-
crático, desinteresado por la felicidad pública, son las que favorecen la presencia de
curanderos e intrusos en el Nuevo Reino de Granada.48 Estos llenan el inmenso vacío
que deja la falta de atención profesional y atienden a los que no pueden darse el lujo
de “llegar a la puerta” de un aristócrata como López Ruiz. Precisamente por esto,
Mutis afirma que la solución al problema de salud pública no consiste en prohibir
ipso facto la presencia de curanderos sin licencia, pues esto dejaría definitivamente a
la población sin ningún tipo de ayuda médica. La solución es, más bien, discriminar
entre aquellos empíricos que no pasan de ser “charlatanes advenedizos”, de aquellos que
“por su instrucción, caridad y buena conducta” podrían ser utilizados legítimamente
como auxiliares en actividades subalternas (barberos, cirujanos, sangradores, parteras,
boticarios) o incluso ser promovidos como médicos. Mutis se refiere específicamente
a los barberos y sangradores, diciendo que ninguna población culta puede gloriarse
48
Recordar lo dicho anteriormente en el sentido de que la medicina no era vista en esa época como
una carrera lucrativa, sino ante todo, como un compromiso cristiano con los pobres. Cuando prestaba
juramento, el médico se obligaba a atender y asistir a los pobres sin cobrar aranceles ni esperar salarios.
La piedad y la caridad eran entonces las dos principales virtudes del médico. Los Borbones consiguen
reconvertir el deber médico de “amar al prójimo” en la obligación patriótica por la salud pública, motivo
suficiente para inducir al médico a atender a los pobres sin cobrarles. Este es precisamente el argumento
de Mutis contra López Ruiz.
179
49
Mutis afirma que “durante la época en medio siglo han existido los que hallé acreditados y después he
conocido innumerables de habilidad mediana y muchos de superior destreza, a quien van sucesivamente
reemplazando otros jóvenes sus discípulos por la inclinación con que desde luego se aplican a esta práctica
los mancebos de las barberías; de donde podrían salir muy buenos cirujanos romancistas, admitidos en
la correspondiente clase de la enseñanza pública” (Mutis, 1983 [1801a]: 42).
50
López Ruiz consideraba que ni fray José Bohórquez ni el padre Miguel de Isla, ambos religiosos con
amplia experiencia en la atención de conventos y hospitales de caridad, tenían las capacidades para
ejercer como boticarios o médicos. Al respecto escribe de forma maliciosa: “Si no fuera tan odiosa la
puntual especificación de personas, podría formar aquí una copiosa lista de sujetos Seculares y Regulares
intrusos en la Medicina, Cirugía y demás facultades subalternas; que no contentos con ejercerlas entre
el público, se atreven hasta introducirse dentro de los claustros, y celdas de los Conventos de monjas,
acompañados de otras religiosas para visitar a las enfermas y aplicarlas” (López Ruiz, 1996 [1799]: 74).
Acerca de Miguel de Isla escribe específicamente: “El Padre fray Miguel de Isla, poco antes religioso
hospitalario de San Juan de Dios desde su tierna juventud, ya secularizado con hábitos clericales, y desde
luego Don Miguel no ha tenido más estudios, ni práctica de Medicina que la que él mismo se propuso
adquirir, como muchos de estos religiosos hospitalarios. El año de 1792 después de haber sido Prior en
varios conventos de esta que fue su provincia, regresó a esta capital: entonces ganó título de médico que
dicen le libró el Excelentísimo Señor Virrey Don José de Ezpeleta, precediendo examen que le hizo, con
aprobación, Don José [Celestino] Mutis su maestro según dice; pero ¿dónde se graduó de Bachiller en
Medicina y practicó?” (López Ruiz, 1996 [1801]: 95).
51
“Mucho más debe admirar la horrorosa pintura que del cuadro ideal concebido en su acalorada imagi-
nación trasladó a su informe don Sebastián López, sepultando en el profundo abismo de la ignorancia a
cuantos médicos existieron y existen hoy en Santafé y con tan renegridos colores, que no sabría pintar mejor
la infeliz suerte de nuestros confinantes indios bárbaros, chimilas y guajiros” (Mutis, 1983 [1801a]: 39).
180
siglo y sin la más mínima noticia de aquella erudición teórica y práctica, que eleva al
médico cuando no a la esfera de sobresaliente, por lo menos a la clase de un mediano
profesor de su carrera” (Mutis, 1983 [1801a]: 57). Por eso propone la creación de ocho
cátedras fijas que giren alrededor de los tres ejes de la medicina ilustrada de su tiempo
(Newton, Linneo y Boerhaave), es decir, que incluyan el aprendizaje de “ciencias
básicas” como la física, la química y las matemáticas, así como los últimos avances en
materia de botánica, historia natural, medicina clínica, fisiología y patología.52 Mutis
también propone candidatos para ocupar esas cátedras, entre los que se encuentran
el controvertido padre Miguel de Isla y el joven asistente de la Expedición Botánica,
don Francisco Antonio Zea, quien jamás estudió medicina.
El plan de Mutis fue aprobado por la Corona y firmado definitivamente el 6 de
agosto de 1805 (Quevedo, 1993: 149). Se sabe también que a pesar de la gran opo-
sición de la elite criolla más conservadora, el padre Isla recibió su título de médico
sin necesidad de haber cursado estudios en la universidad, por lo que pudo recibir su
nombramiento como catedrático de medicina en el Colegio Mayor del Rosario. En esta
ocasión parecía triunfar la biopolítica del Estado sobre los defensores de una estructura
social que defendía los privilegios asociados con la limpieza de sangre. Desde luego,
no es que Mutis y el Estado borbón promulgasen la igualdad social entre blancos y
mestizos.53 Lo que sucede es que por razones pragmáticas –“razones de Estado” –se
hacía necesario relajar un tanto la frontera jurídica que separaba a los blancos de las
castas, debido a que la población mestiza, hacia finales del siglo xviii, era ya la principal
fuerza de trabajo de la Nueva Granada. Por eso, el Estado no tiene reparos en promover
y estimular la movilidad social de los estratos subalternos, esperando castigar con ello
a los sectores más improductivos de la sociedad (terratenientes y criollos aristócratas).
Lo que importaba al Estado tecnocrático no era tanto “quién” realizaba una labor
pública (como la de cirujano, boticario o profesor en medicina) sino con qué eficacia
52
El pensum que propone Mutis es de carácter radicalmente antiescolástico, siguiendo la línea reformista
del Estado borbón encarnada unos años antes por el fiscal Moreno y Escandón. Recordemos que ya en
1768, el fiscal criollo había propuesto sacar la carrera de medicina de su tradicional orientación aristotélico-
galénica para convertirla en una actividad verdaderamente científica, basada en la observación sistemática,
la experimentación y la formulación de leyes a partir del método newtoniano analítico-sintético.
53
El desprecio visceral de Mutis por los pardos se refleja en esta frase, donde comenta la situación del
Real Protomedicato en la ciudad de Cartagena: “¿Y no sería convenientísima la erección y nombramiento
[como Protomédico] de un sujeto instruido, incorruptible y demás prendas necesarias para el desempeño
de sus funciones, a imitación de los reinos ilustrados y mucho más necesaria en aquella ciudad, donde
por desgracia se halla la noble profesión de medicina envilecida y ejercitada por Pardos y gente de baja
extracción, a excepción de tal o cual cirujano español de la marina real o comerciante?” (Mutis, 1983
[1801a]: 56).
181
la realizaba para cumplir los objetivos generales diseñados por el gobierno central.
Pero, como se verá enseguida, en la mentalidad de los criollos ilustrados, el “quién”
continuó primando sobre el “cómo” y la biopolítica terminó siendo para ellos una
prolongación de su sociología espontánea.
182
Conocimientos ilegítimos
La Ilustración como dispositivo de expropiación epistémica
1
En el capítulo primero, y siguendo de cerca las tesis de pensadores latinoamericanos como Quijano,
Dussel y Mignolo, he argumentado largamente por qué esta contradicción es tan solo aparente.
186
jesuitas del siglo xviii en la Nueva Granada y veré de qué modo esa representación
ideológica pasa, sin solución de continuidad, a las observaciones científicas de los
criollos ilustrados.
El jesuita español José Gumilla en su libro de 1741, conocido como El Orinoco
ilustrado, se pregunta por el origen histórico de los indígenas de la Nueva Granada.
Su respuesta corresponde a lo que en el capítulo primero definí como el discurso de
la pureza de sangre: aunque los europeos y los indígenas son descendientes de Noé
–y por tanto, son hijos de Dios gracias a la línea ascendente que de Noé conduce a
Adán–, no por ello se encuentran en una posición de igualdad. Los indios americanos
son descendientes de Cam, el segundo hijo de Noé, a quien Dios maldijo por haberse
burlado de la desnudez de su padre, mientras que los europeos son descendientes de
Jafet, el primogénito de Noé, a quien Dios bendijo después el diluvio:
Digo lo primero, que los indios son hijos de Cam, segundo hijo de Noé y que
descienden de él, al modo que nosotros descendemos de Jafet por medio de
Tubal, fundador o poblador de España, que fue su hijo y nieto de Noé y vino a
España [en el] año 131 después del Diluvio Universal, [año] 1788 de la creación
del mundo (Gumilla, 1994 [1741]: 55).
2
Gumilla sustenta su especulación en el caso de un barco que en el año de 1731 zarpó de las islas Ca-
narias y, llevado por la furia del mar y la corriente, llegó a la desembocadura del río Orinoco: “Quién
podrá negar, que lo que sucedió en nuestros días, no sucediese en los tiempos y siglos pasados? ¿Y más
atestiguándolo autores clásicos, como luego veremos? Ni hay repugnancia en que de las costas de España,
África y otras, después de la confusión de las lenguas y separación de aquellas gentes, fuesen arrebatados
de los vientos muchos barcos, en varios tiempos, hacia el poniente, al modo que le sucedió al referido
barco canario” (Gumilla, 1994 [1741]: 200).
187
Respondo que proceden así para que se verifique al pie de la letra la maldición,
que cuando Noé despertó de su sueño a su hijo Cam, diciéndole: Que había de
ser siervo y criado de los esclavos de sus hermanos [...] Y estos son puntualmente
los indios, no por fuerza, sino de su propia inclinación, verificando la maldición
que Noé echó a Cam. Añado más: Todos los europeos que han estado y están
en ambas Américas, saben que el vicio más embebido en las médulas de los
indios es la embriaguez: es el tropiezo más fatal y común de aquellos naturales;
y también echo yo a Cam la culpa de esta universal flaqueza de los indios,
como la desnudez, que de su propio genio han gastado y aún gastan los gentiles
americanos (Gumilla, 1994 [1741]: 55).
188
compañeros jesuitas en la Nueva Granada3 y por la elite criolla del siglo xviii que se
educaba en sus colegios.
Ahora bien, como lo ha señalado Mignolo (1995), esta jerarquización étnica y
moral fue trasladada al terreno de la epistemología: al orden jerárquico de los pueblos
sobre la base de su origen étnico y su actitud frente al evangelio, corresponde también
un orden jerárquico en sus sistemas de conocimiento. De este modo, el conocimiento
producido por los pueblos europeos (los hijos de Jafet) era visto como superior al que
habían producido los indios de México y Perú (los hijos de Cam ya cristianizados),
y el de estos, a su vez, resultaba “más avanzado” que el de los indios de la región ama-
zónica (los hijos de Cam rebeldes a la evangelización). De acuerdo a los jesuitas del
siglo xviii, activos en la Nueva Granada, tal limitación cognitiva de los hijos de Cam
se debe a la pobreza de sus lenguajes, fruto de la confusión de lenguas ocurrida en
Babel 6000 años después de la creación del mundo. El padre Pablo Maroni, jesuita
misionero en el Amazonas, escribía que las lenguas de los indios del Marañón son
denotativas, pues sólo sirven para expresar objetos concretos como plantas, frutas o
animales, mas no para expresar nociones abstractas como Dios, el alma o el pecado.
Es por eso que los jesuitas tuvieron que introducir en el Amazonas el uso de “la
lengua del inga” (el quechua), pues según Maroni, “es la más copiosa y expresiva de
cuantas se usan en esta América meridional” (Maroni, 1988 [1738]: 168). El padre
Gumilla, por su parte, cerraba el círculo diciendo que la pobreza lingüística de los
indios era producto del castigo divino después de la división de lenguas en Babel, ya
que los hijos de Cam fueron dotados por Dios de lenguajes menos expresivos (Gumilla,
1994 [1741]: 197-198).
Tenemos entonces que la “sociología espontánea de las elites”, que atribuía a las
lenguas indígenas –y por tanto a sus sistemas de conocimiento– una menor capaci-
dad de abstracción que la manifestada por las lenguas europeas, era legitimada por
una teoría según la cual, la diversidad lingüística del mundo tuvo lugar 6000 años
después de la creación con el hebreo como Ursprache (idioma en el que se expresó el
conocimiento más perfecto de todos: el de la ley divina) y las otras como derivaciones
de él mediante un proceso de degeneración. Por esta razón, los jesuitas del siglo xviii
afirmaban que la capacidad de abstracción de la lengua quechua no era ni siquiera
producto de la inteligencia de los incas –como afirmaba, por ejemplo, Garcilaso–,
sino del contacto originario que esa lengua tuvo con el idioma hebreo. Los jesuitas
3
El jesuita criollo Juan de Velasco escribía en su Historia del Reino de Quito de 1789 que los indios llevan
“marcada en el cuerpo” la maldición de Cam: “Todos, o casi todos nacen con una mancha roja en la
extremidad de las nalgas, sobre la rabilla, la cual, según van entrando en edad, se va poniendo más y más
obscura, de color verdinegro. ¿Quién sabe, si la maldición de Noé marcó con aquel sello a la descendencia
de Can, por el atentar contra su desnudez? (Velasco, 1998 [1789]: 330).
189
Gumilla y Velasco coinciden en señalar que una parte de las diez tribus de Israel estuvo
en los Andes americanos después de su dispersión en tiempos de Salmanasar, rey de
Asiria, es decir, mucho antes de la época de los incas. Esto explicaría porqué se han
hallado voces hebraicas en la lengua quechua (Gumilla, 1994 [1741]: 199; Velasco,
1998 [1789]: 299). Y esto también explicaría porqué razón los incas poseen todavía
“reminicencias” de ideas abstractas como la del Dios creador, que seguramente fueron
reforzadas con la presencia en América de los apóstoles Santo Tomás y San Bartolomé
(Velasco, 1998 [1789]: 298; Maroni, 1988 [1738]: 171; 282).
A pesar de que en algunos círculos europeos del siglo xviii se empezaba a manejar la
tesis de que el sánscrito constituía el tronco común de todas las lenguas indoeuropeas,
pensadores ilustrados como el francés La Condamine, de quien ya tendré oportunidad
de referirme con amplitud, permanecían aferrados a la visión de una jerarquía de los
conocimientos y los lenguajes sobre la base de su mayor o menor capacidad de abstrac-
ción.4 Después de visitar las misiones jesuitas en el Amazonas, La Condamine escribe
que a pesar de que existen “palabras hebreas comunes en muchas lenguas de América”,
Todas las lenguas de la América Meridional de las que tengo alguna noción son
muy pobres; muchas son enérgicas y susceptibles de elegancia, singularmente
la antigua lengua del Perú; pero a todas les faltan vocablos para expresar las
ideas abstractas y universales, prueba evidente del poco progreso realizado por
el espíritu de estos pueblos. Tiempo, duración, espacio, ser, substancia, materia,
cuerpo, todas estas palabras y muchas más no tienen equivalentes en sus lenguas;
4
Esta concepción se diferencia, sin embargo, de la teoría del lenguaje desarrollada en la misma época
por otros pensadores europeos como Jean-Jacques Rousseau. En su Ensayo sobre el origen de las lenguas,
Rousseau coincide con La Condamine en un solo punto: en términos de desarrollo histórico, el len-
guaje denotativo precede ciertamente al lenguaje abstracto. A diferencia de los pueblos civilizados, las
comunidades primitivas utilizan un lenguaje elemental, desprovisto de medios lógicos y de funciones
gramaticales diferenciadas. Es, en suma, un lenguaje que impide la abstracción del pensamiento. Sin
embargo, Rousseau no ve esto como un síntoma de la inferioridad del hombre primitivo sobre el hombre
civilizado, sino todo lo contrario. La evolución del lenguaje desde lo particular hasta lo universal, desde
lo concreto hasta lo abstracto, es para él una señal de que el lenguaje se desnaturaliza y se corrompe en la
misma medida en que el hombre se civiliza. La decadencia social y la abstracción lingüística son
entonces fenómenos concomitantes. En palabras de Rousseau: “A medida que crecen las necesidades, que
se complican los negocios, que se expanden las luces, el lenguaje cambia de carácter; llega a ser más justo
y menos apasionado; sustituye los sentimientos por las ideas, y ya no habla al corazón sino a la razón [...]
La lengua se torna más exacta, más clara, pero también más lánguida, más sorda y más fría” (Rousseau
1993: 24). Y en otro lugar: “Todas las lenguas que poseen escritura cambian de carácter y pierden fuerza
al ganar claridad; que entre más se dediquen la gramática y la lógica a perfeccionarla, más se acelera este
progreso, y que para lograr pronto que una lengua sea fría y monótona, basta con establecer academias
en el pueblo que la habla” (Rousseau, 1993: 39).
190
no solamente los nombres de los seres metafísicos, sino de los seres morales, no
pueden expresarse entre ellos más que imperfectamente y por largas perífrasis
(La Condamine, 1992 [1745]: 58-59).
En efecto, muchos teóricos europeos del siglo xviii pensaban que el paso decisivo
que marca la salida de la barbarie y el ingreso a la civilización, es la formación de un
lenguaje abstracto. Mientras que el salvaje permanece sumido en un lenguaje “senso-
rial” que le capacita únicamente para conocer objetos empíricos, el hombre civilizado
ha logrado desarrollar un lenguaje que le permite conocer universales. Es por ello
que sólo los pueblos civilizados han desarrollado la ciencia, porque el conocimiento
científico, como lo dijera Platón, es un conocimiento de universales. Y es por eso
también que para los filósofos ilustrados, los pueblos más adelantados son aquellos
que han logrado elaborar códigos jurídicos basados en principios generales y no sólo
en normas particulares (Pagden, 1997: 131-134).5
No sobra decir que esta incapacidad que los pensadores ilustrados atribuyen a
los “salvajes” para elaborar nociones abstractas, tiene correspondencia directa con la
tesis de que estos pueblos adolecen de la imposibilidad de generar una escritura alfa-
bética. Mignolo señala que aunque los aztecas tenían calendarios y los incas quipus
para narrar su historia, el hecho de que no poseyeran registros escritos de la misma
era entendido por los españoles como una prueba de su inferioridad cognitiva frente
a los pueblos europeos (Mignolo, 1995: 125-169). En esta perspectiva, la escritura
alfabética es vista como una prueba de la superioridad de aquellos pueblos que la han
desarrollado, sobre los pueblos que poseen otros sistemas de notación no alfabética
(jeroglíficos, pictóricos, e incluso verbales). Sólo la posesión de la escritura alfabética
garantizaría la posibilidad de generar un pensamiento analítico y, por tanto, de pro-
ducir conocimientos. Los indios son vistos entonces como seres bárbaros, dotados de
una “mentalidad primitiva” e incapaces por ello de generar conocimientos abstractos.
Esta, precisamente, era la opinión del padre Gumilla sobre los indios del Amazonas:
5
Resulta sorprendente que un pensador del siglo xx afiliado a la “teoría crítica” como Jürgen Haber-
mas, defienda una tesis análoga a la defendida por los ilustrados del siglo xviii. En la Teoría de la acción
comunicativa, Habermas sostiene que las estructuras lingüísticas, cognitivas y morales del “hombre pri-
mitivo” solamente posibilitan un “pensamiento concreto” que es, por tanto, estructuralmente inferior al
pensamiento universalista elaborado por el hombre occidental (Habermas, 1987: 77).
191
6
“Recetario franciscano del siglo xviii” (Díaz Piedrahita y Mantilla, 2002: 84).
192
Recetas como ésta, muy típicas de los curanderos indios, fueron conocidas y uti-
lizadas en Bogotá por sacerdotes como fray Diego García, quien fue amigo personal
de Mutis y participó activamente en la Expedición Botánica. Y hasta el mismo Mutis,
como bien señala Díaz Piedrahita, a pesar de su formación académica, prescribía reme-
dios que tomaban como base el conocimiento botánico y zoológico de los indígenas
(Díaz Piedrahita, Mantilla, 2002: 50). De hecho, el Recetario franciscano es ya una
mezcla de los conocimientos médicos europeos de la Edad Media con la tradición
indígena precolombina. La pregunta es entonces, ¿por qué razón la elite criolla estaba
dispuesta a tolerar esta mezcla cuando los remedios eran formulados por curanderos
franciscanos, pero la rechazaba horrorizada cuando los remedios provenían de cu-
randeros indígenas? Una posible respuesta es que, para la mentalidad de los criollos,
aunque el conocimiento médico de los indios carecía de validez por sí mismo, quedaba
sin embargo “redimido de su mancha” cuando entraba en contacto con la tradición
de la medicina occidental y era formulado por médicos “blancos”.
Todas estas enfermedades como también la muerte que de allí se sigue, las
atribuyen de ordinario no ya á causas naturales, menos á sus desórdenes ó dis-
posiciones del cielo, sinó á la fuerza y eficacia de los hechizos, á que les haría
daño este ó aquel indio que tiene fama de brujo. Decirles que tal enfermedad
provino de este ó aquel desorden ó mudanza del tiempo, que la muerte es de ley,
193
todo eso es hablarles en geringonza y ni aun atienden a lo que se les dice. Todo
su discurso en que están dando y cavando día y noche hombres y mujeres, es
que aquel indio que entró en su casa ó pasó cerca della, que el otro á quien
negaron alguna cosa que había pedido, le soplaría y haría aquel daño; que
aquella enfermedad mucho ha la dejaría sembrada fulana y que ahora por fin
anda brotando; y otros desatinos semejantes que tienen ellos por artículos de
fe (Maroni, 1988 [1738]: 192).
194
7
Cuando el remedio provenía, en cambio, de un científico europeo, las alabanzas no se dirigían a la
bondad de la naturaleza sino al genio del descubridor. Tal es el caso, ya mencionado, de la alabanza de
Pombo a Jenner por el descubrimiento de la vacuna contra la viruela.
8
“Ingenio nostrum est usuque parare magistro Quod docuit natura feras ratione carentes”.
195
La “docta incredulidad” de Vargas había dado sus frutos: el género humano podía
regocijarse ahora de tener un nuevo remedio, cuyos descubridores, sin embargo, debían
ser sistemáticamente invisibilizados. Acorde con los lineamientos de la nueva política
imperial, la función del Estado era expropiar a todos los vasallos de su capital privado
con el fin de centralizarlo y redistribuirlo para beneficio público, en especial cuando
este capital se manifestaba en forma de conocimientos útiles. En poder de un antídoto
contra la mordedura de serpientes venenosas, el Estado podía obtener beneficios
económicos similares a los obtenidos con la exportación de la quina. Por eso Vargas
recomienda convertir la planta del guaco en “un objeto de comercio para surtimiento
196
de las boticas Europeas” (Vargas, 1978 [1791]: 291). De ello se beneficiarían, por
supuesto, los criollos dueños de grandes fincas en Mariquita, Vélez, Guaduas, Honda
y Girón, lugares donde la planta crecía en abundancia. Pero del beneficio que podrían
obtener los habitantes negros del Chocó con este comercio, jamás dijo nada Vargas
en su relación.
En otras ocasiones, la efectividad de los antídotos que preparaban los indios era
atribuida por los criollos a la “feliz casualidad” que premió la persistencia de estos
“rústicos” en el arte de la experimentación. Francisco José de Caldas cuenta la anéc-
dota de un indio Noánama, célebre en el arte de curar a los mordidos de serpientes,
que le acompañó en 1803 a recorrer las selvas de Mira en busca de plantas exóticas.
Entablando amistad con el indio, Caldas le convenció para que le revelara el secreto
de sus remedios. Así, cuando el indio le indicaba qué plantas eran efectivas contra
diversas mordeduras, el “sabio” notó que todas ellas pertenecían a la familia de las
Beslerias, según la taxonomía universal fijada por Linneo. Asombrado por la coinci-
dencia, Caldas se preguntaba:
¿Cómo este rústico jamás equivocaba el género, éste género tan vario y capri-
choso? La experiencia, un uso dilatado, una casualidad feliz, han enseñado
seguramente a los moradores de los países en que abundan las serpientes que
tal planta es un remedio poderoso [...] Un hombre que no ha oído jamás los
nombres de Lineo, de familias, de géneros, de especies; un hombre que no ha
oído otras lecciones que las de la necesidad y el suceso, no podía reunir nueve o diez
especies bajo de un género que el llama Contra y los botánicos Besleria, sin que
tuviese un fondo de conocimientos y de experiencias felices en la curación de los
desgraciados a quienes habían mordido las serpientes. No pretendo que se crea
su palabra; pero estos hechos deben llamar nuestra atención y estimularnos a que
hagamos experiencias con todas las Beslerias (Caldas, 1942 [1808b]: 165-166).
197
lenguaje universal. En tales condiciones, los remedios recetados por el indio Noánama
carecen de estatuto científico, por lo que Caldas recomienda no creer en su palabra.9
Otro ejemplo sobre el modo en que la sociología espontánea de las elites se filtra
en el conocimiento ilustrado es el de la insalubridad de los indígenas como causa de
la despoblación del virreinato. En su crónica de 1741 el padre Gumilla dice que son
cuatro las razones que explican la dramática disminución de la población indígena
durante el último siglo: “la ninguna piedad que tienen con sus enfermos”, “la voracidad
con que comen cuando hallan ocasión”, “su desnudez y desabrigo” y “el arrojarse al
río a lavarse, aunque estén sudando” (Gumilla, 1994 [1741]: 210). Esto significa que
no fueron las matanzas sufridas durante la conquista ni la crueldad de los tributos
impuestos por los españoles ni, tampoco, las enfermedades importadas de Europa,
los factores que explican la crisis demográfica de los indígenas en la Nueva Granada.
También los esclavos negros, argumenta Gumilla, trabajan muy duro en las minas y
padecen enfermedades provenientes de Europa, pero su número aumenta en lugar
de disminuir. Son, más bien, los “usos contra su salud” los que han contribuido a
despoblar de indios el Virreinato. Por causa de su desidia e ignorancia, los indios van
a trabajar “mal vestidos y casi sin abrigo” y el salario de toda la semana lo dilapidan
“en comer, beber y bailar sin son ni ton”, lo cual deteriora gravemente su salud física.
A ello se agregan ciertas prácticas antinaturales de las mujeres, tales como esterilizarse
voluntariamente10 y matar a sus hijas hembras después del parto.11
Esta idea de que las costumbres insalubres de las castas explican en buena parte
la despoblación del virreinato, formaba parte del habitus de la elite criolla. En sus
9
De hecho, como todos los demás ilustrados, Caldas pensaba que las formas de vida y de conocimiento
de los indígenas eran cosas del pasado. Se sabe, por ejemplo, que Caldas se interesaba en estudiar y conservar
las estatuas de San Agustín, ya que las consideraba como valiosas antigüedades (Pineda Camacho, 2000:
26). Es decir, Caldas adopta una actitud ilustrada que ya no ve en la producción artística y cognitiva de los
indios la manifestación del demonio y de la idolatría, que es preciso destruir, sino la expresión de formas
de vida y pensamiento que pertenecen al pasado y deben ser “monumentalizadas”.
10
“Más acertado medio tomaron las mujeres americanas, oprimidas de su melancolía, o sofocadas al ver
gentes forasteras en sus tierras; o como algunas dijeron: por no parir criados y criadas para los advenedi-
zos, se resolvieron muchas a esterilizarse con yerbas y bebidas, que tomaron para su intento [...] Digo
muchas porque tengo prueba eficaz de ello; y de la prueba del hecho, en unas provincias o islas se puede,
sin temeridad, inferir los mismo en otras, donde subsistió el mismo motivo y ciega barbaridad de las
americanas” (Gumilla, 1994 [1741]: 313).
11
“[...] luego que siente los primeros dolores, la india se va con disimulo a la vega del río o arroyo más
cercano, para lograr a sus solas el lance; si sale a luz varón, se lava y le lava lindamente y muy alegre [...];
pero si sale hembra, le quiebra el pescuezo, o sin hacerle daño (como ellas dicen) la entierra viva; luego
se lava largamente y vuelve a su casa, como si nada hubiera sucedido [...] Y aunque el parto sea en su
casa delante del marido y de la parentela, si la criatura sale con algún defecto [...], sea hembra o varón,
nadie se opone, todos consienten en que muera luego y así se ejecuta” (Gumilla, 1994 [1741]: 209).
198
Reflexiones sobre el origen de las comunes enfermedades que despueblan este Reyno, el
ilustrado criollo Manuel del Socorro Rodríguez –que se cuidaba mucho de ocultar sus
raíces africanas12 –, afirma que el uso generalizado de la chicha es la causa principal
de las enfermedades que azotan a la población neogranadina:
Como se puede ver en el texto de Rodríguez, las elites criollas atribuían el “sin
número de enfermedades” que asolaban al pueblo, a la oscuridad cognitiva en que vi-
vían los indígenas. El conocimiento producido por ellos no era “racional”, ya que sus
experimentos no se dirigían a entender científicamente los procesos de la naturaleza,
sino a satisfacer sus propias pasiones. Es decir, que los indios nunca lograron colocarse
en el punto cero que les garantizara la objetividad en su comprensión del origen de la
enfermedad, sino que todos sus conocimientos estaban anclados en el ámbito irreflexivo
de la subjetividad. Curiosamente, la objeción de Rodríguez incurre en aquello mismo
que critica: la incapacidad del observador para establecer una “ruptura epistemológica”
frente a su propio habitus. Como lo he venido mostrando, al observar “científicamente”
las prácticas médicas de indios y negros, los ilustrados criollos estaban proyectando,
en realidad, su propia “sociología espontánea” sobre el objeto observado. La ciencia
neogranadina de finales del xviii actua, de este modo, como una tecnología a partir de
12
Según el historiador José Torres Revello, Rodríguez “era oriundo de Bayamo, en Cuba, donde nació en
1754. Sus padres Manuel Rodríguez y Antonia de la Victoria eran considerados españoles, o sea blancos,
pero se tachaba a Manuel del Socorro de mulato” (citado por Ortega Ricaurte, 2002: 128).
199
200
África es, entonces, la cuna de las más horribles enfermedades que han asolado
a la humanidad durante toda su historia. ¿En qué se sustenta esta afirmación? Sin
duda no en argumentos científicos –Gil se apoya en “textos” y no en “el oráculo de
la experiencia”–, sino en lo que aquí he denominado una representación habitual. En
el habitus de los grupos dominantes –formado y decantado durante más de 200 años
de dominio colonial– se anclaba la idea de que África es un lugar de castigo para el
mundo, porque allí habitaban los “hijos de la maldición”. De Europa, en cambio,
vendría la redención para ese castigo, pues sus habitantes habían sido comisionados
por Dios para mostrar a las otras naciones el camino de la civilización. Una enferme-
dad como la viruela no pudo haberse originado en Europa sino que, por el contrario,
del conocimiento occidental vendrían el diagnóstico correcto y el antídoto contra
la enfermedad.
Ni siquiera el hecho de que la inoculación fue descubierta por los chinos y adoptada
luego por los turcos, es reconocido por Gil. En su opinión, tal descubrimiento no estuvo
impulsado por una genuina racionalidad científica, como la que se conoce en Europa,
sino por la vanidad. Los chinos, amantes de la belleza física, no querían ver desfigurados
sus rostros por la enfermedad cuando llegaban a la edad adulta y por eso inoculaban a
los niños. Los Circasianos también adoptaron esta práctica debido a que comerciaban
con mujeres esclavas y necesitaban conservarlas hermosas: “Á esta invención se dice
que deben las mugeres de la Circasia y Georgia el ser las más hermosas de todo el
mundo”. Y también esto explica, añade Gil, “los muchos adornos, afeytes y ungüentos
con que se aderezan; de cuyo abuso, por más que los padres Capuchinos Misioneros
las han predicado, no han podido apartarlas” (Gil, 1983 [1784]: 33).
El médico quiteño Francisco Javier de Santa Cruz y Espejo también afirma que
el silencio de los autores clásicos frente a la enfermedad y el hecho de que hayan sido
los árabes los primeros en describirla, es una prueba irrefutable de que las viruelas han
ejercido su tiránico imperio sobre el cuerpo humano solamente por el espacio de seis
siglos.13 Agrega que son tres las razones por las cuales se piensa que las viruelas tuvieron
su origen en África: “su clima muy ardiente, su suelo muy lleno de suciedades y sus
moradores, quizá los más negligentes y ociosos de toda la tierra” (Espejo, 1985 [1785]:
41).14 De otro lado, el hecho de que los soberanos de toda Europa hayan implemen-
tado la inoculación como antídoto contra la viruela es una prueba de que “la Europa
se ve limpia de ella por sus costumbres y policía, y que quizá no se vería en alguna
13
Hoy sabemos que la viruela es una de las enfermedades más antiguas de la humanidad, conocida y
documentada desde hace más de 3.500 años.
14
El resaltado es del autor.
201
15
El resaltado es del autor.
16
Espejo argumenta largamente que no es el aire el foco de la enfermedad, sino tan sólo su vehículo
transmisor: “.toda la masa de aire, no es más que un vehículo apto para transmitir hacia diversos pun-
tos la heterogeneidad de que está recargado [...] Véase aquí cómo la infección que adquiere el aire con
las partículas extrañas que fluctúan dentro de él, causa todos los estragos que se advierten en todas las
epidemias” (Espejo, 1985 [1785]: 49).
202
De todas estas personas el mayor número era de la ínfima plebe; gente misera-
ble, indigente, mal gobernada y peor dispuesta por la inclinación a las bebidas
fermentadas [...] Todas estas gentes del bajo pueblo, a quienes no gobierna el uso
recto de la razón y del consejo, se han dirigido por sí mismas con una especie
de indiferencia y abandono, que no se haría creíble entre personas racionales.
Todo les interesa más que la salud propia, a quien miran con descuido y des-
precio. No han bastado consejos para que se abstengan anteriormente y en la
misma enfermedad, de las bebidas fermentadas, que antes miran como antídoto
universal para todas sus dolencias. Por desgracia, tales gentes serán para siempre
víctimas de su capricho en cualquiera epidemia general: aunque no sé si diga
que poco pierde en ellas el Estado (Mutis, 1983 [1783a]: 205-206).17
Una vez más vemos que las observaciones científicas se encuentran atravesadas por
el filtro habitual de la sociología espontánea: si nueve mil negros, indios y mestizos
rechazan la inoculación, esto no se debe a que poseen otro tipo de conocimientos y
17
El resaltado es del autor.
203
En el capítulo quinto de Las palabras y las cosas, Michel Foucault afirma que la
historia natural abre en el siglo xviii un “nuevo espacio de visibilidad” para la ciencia,
debido a que, por vez primera, los seres vivientes empiezan a ser clasificados de acuer-
do a un orden matemáticamente construido (1984: 132-133). Hacer la historia de
una planta o de un animal ya no equivalía simplemente a enumerar sus elementos,
a señalar sus semejanzas con otros vivientes o a describir lo que viajeros modernos y
sabios de la antigüedad habían escrito sobre ellos, sino que equivalía a establecer un
orden more geométrico en el que la botánica y la zoología pudieran tratar sus objetos
del mismo modo en que lo hacían las matemáticas, el álgebra o la geometría. La gran
variedad de seres vivos debía ser reducida a un lenguaje universal que permitiera a
cualquier individuo, en cualquier parte del mundo, observar de un mismo modo cosas
empíricamente diferentes. Los elefantes y los caballos, por ejemplo, pueden ser observa-
dos ahora mediante un lenguaje que establece semejanzas formales entre ellos (ambos
son mamíferos, cuadrúpedos, vertebrados, etc.), y lo mismo ocurre con las plantas,
que son clasificadas de acuerdo a categorías abstractas como género, clase y especie.
En esta sección analizaré el modo como este proceso de unificación de la mirada
señalado por Foucault, corre paralelo, de un lado, a la economía política del Estado
borbón en su esfuerzo por centralizar el conocimiento sobre la naturaleza y, del otro,
a la expropiación epistémica de las castas por parte de los criollos. Se verá cómo el
lenguaje en el que estaba envuelta la significación sobre la salud y la enfermedad,
antes del siglo xviii, es visto por los ilustrados como fuente de todos los errores y am-
bigüedades del conocimiento tradicional, debiendo ser reemplazado por el lenguaje
preciso y matemático de la ciencia.
204
Mencioné antes un punto que resulta fundamental para los propósitos de esta
investigación: hasta el siglo xviii, el trabajo era sobre todo una estrategia para defender
la existencia humana frente al dominio de la naturaleza, tenida siempre como ajena y
hostil. De lo que se trataba era de crear un ámbito siempre frágil de protección frente
a la omnipotencia del mundo exterior. El conocimiento y la tecnología disponibles
parecían reconocer que la escasez era una maldición sine que non de la realidad
humana, por lo que el trabajo venía asociado con la idea de supervivencia. Sin embargo,
el nacimiento de la nueva ciencia, la creación del Estado moderno y el desarrollo de
nuevas tecnologías permitieron cambiar esta perspectiva: de estar acosado y sometido
por una naturaleza hostil y arbitraria, el hombre comienza a pensarse a sí mismo como
“dueño y señor” de la tierra. Aparece entonces una idea (¿una obsesión?) que ya
no abandonaría más al hombre moderno: que la abundancia sustituya a la escasez en
calidad de situación originaria y experiencia fundante de la existencia humana sobre
la tierra. A partir del siglo xviii el trabajo no se orienta más hacia la pura supervivencia,
sino hacia la creación y acumulación de riquezas con el fin de realizar la gran utopía
moderna: la superación definitiva de la escasez (Echeverría, 2001: 151).
El siglo xviii es en este sentido, y tal como lo señala Foucault, un momento de corte
en la historia europea y mundial. Es el momento en que el Estado asume la tarea de
eliminar la escasez mediante la producción racionalizada de riquezas, lo que desen-
cadenó una feroz lucha entre las potencias dominantes (Francia, Inglaterra y España)
por el control de los mercados. La dinastía francesa de los Borbones, que dominó en
España desde comienzos del xviii, introduce una serie de reformas tendientes a con-
vertir la ciencia y la tecnología en pilares del crecimiento económico. El control y la
apropiación de la naturaleza debían ser implementados en las colonias mediante la
institucionalización de un conjunto de ciencias que permitieran al Estado reconocer,
evaluar, nombrar, clasificar, exportar y comercializar aquellos recursos naturales que
considerara útiles para el proyecto de acumulación de riqueza. En este sentido, la
historia natural, y en particular la botánica, fue una de las ciencias más apreciadas
y promovidas por el Estado español para la realización de sus propósitos.
Michel Foucault atribuye a la botánica una preeminencia epistemológica sobre
ciencias afines a la historia natural como la mineralogía y la zoología. De acuerdo
al filósofo francés, el estudio de las plantas –y no tanto el de los animales o el de los
minerales– permitía “visibilizar” mejor la correspondencia (sin intermediarios) entre el
orden del discurso y el orden de la naturaleza; entre las palabras y las cosas (Foucault,
1984: 138). Sin embargo, y aún coincidiendo con Foucault en su tesis de una pre-
eminencia de la botánica sobre otras disciplinas de la historia natural, considero que
205
18
Podríamos añadir una razón apenas obvia: para las elites europeas - lugar social donde se centralizaba y
producía el conocimiento científico de la época - era más fácil coleccionar plantas exóticas que coleccionar
animales traídos de las colonias. Es decir, era mucho más fácil y económico tener herbarios que tener
zoológicos. El interés por los fósiles animales no había aparecido todavía en el siglo xviii, pues vendrá
de la mano con el nacimiento de la biología. De otro lado, como ya tendré oportunidad de argumentar
en el próximo capítulo, el interés científico por los minerales era muy poco debido a la influencia de las
teorías fisiocráticas en el ámbito de la economía.
206
19
Las palabras de Linneo son claras al respecto: “He reorganizado en lo fundamental el campo entero
de la historia natural, elevándola a la altura que ahora tiene. Dudo que alguien pueda hacer hoy en día
algún adelanto en este dominio sin mi ayuda y dirección” (citado por Beltrán, 1997: 33).
20
La sexualidad de las plantas es la piedra angular sobre la que reposa todo el edificio clasificatorio de
Linné. El tipo de órganos sexuales (estambres y pistilos) sirven para identificar y diferenciar las clases,
las especies y, finalmente, los géneros.
21
El resaltado es del autor.
207
Después de haber sido pionera de los grandes viajes de exploración en el siglo xvi,
España permaneció al margen de este tipo de empresas durante casi todo el xvii. Ahora
eran Francia, Inglaterra y Holanda quienes invertían gran cantidad de recursos en el
desarrollo de campañas exploradoras en ultramar. La razón de estos esfuerzos ya
no era tanto el descubrimiento de tierras incógnitas y de nuevas rutas comerciales,
22
En realidad, este ideal de un lenguaje puro (apolítico y metacultural) jamás se cumplió, como lo muestra
bien Mauricio Nieto a propósito de los nombres otorgados a las plantas por los científicos ilustrados. En
muchos casos, estos nombres hacían referencia a figuras influyentes de la historia y la política española,
como por ejemplo los géneros Carludovica (que corresponde al matrimonio entre Carlos iii y la reina
Ludovica) , Floridablanca (al conde de Floridablanca), Godoya (al ministro Manuel Godoy) y Juan Ulloa
(a la unión de los nombres de los oficiales Jorge Juan y Antonio Ulloa). No faltó, por supuesto, el género
llamado Bonapartea en honor a la gran figura política de la época (Nieto Olarte, 2000: 120-121).
208
23
José Alcina Franch (1988: 195-198) menciona 19 expediciones científicas españolas emprendidas
durante los reinados de Fernando vi (1746-1759), Carlos iii (1759-1788) y Carlos iv (1788-1808), sin
contar todavía las innumerables expediciones que se llevaron a cabo en los propios virreinatos americanos
durante todo el siglo xviii.
209
24
Ya en el próximo capítulo se verá cómo este tipo de expediciones forma parte de las nuevas prácticas
económicas y políticas de finales del siglo xviii.
210
económico: explorar las rutas fluviales del Orinoco, catalogar las plantas económi-
camente útiles de la región, establecer nuevos poblados y reducir a las poblaciones
indígenas que obstaculizaban el comercio. Ya para ese momento, el territorio de la
Guayana era vista por el Imperio como una especie de “Dorado natural”; una fábrica
de recursos naturales capaz de dar a España una ventaja económica y comercial sobre
sus competidores europeos. La expedición se proponía, entonces, poner las bases
para la definitiva integración de la Guayana al territorio español, contrarrestando así la
presencia de ingleses, franceses y holandeses en el área (Lucena Giraldo, 1998: 25-38).
Entre los miembros de la expedición de límites se encontraba el botánico sueco
Pehr Löfling, discípulo predilecto de Linneo, quien fue contratado por el Estado
español para encabezar el equipo científico encargado de explorar el mundo vegetal
del Amazonas. La presencia de Löfling obedecía al mutuo beneficio económico que
esperaban recibir las autoridades suecas y españolas. Suecia, en ese momento un país
periférico de Europa, luchaba por ocupar un lugar en el comercio internacional y veía
en la expedición al Orinoco la oportunidad de connaturalizar en su territorio algunas
plantas medicinales americanas. El mismo Linneo había convencido a la Academia de
Ciencias de Estocolmo para que patrocinara el viaje de Löfling, con el argumento de que
productos americanos como la quina y la canela podrían generar jugosas ganancias
a la economía sueca (Nieto Olarte, 2000: 45). España, por su parte, estaba interesada
en aprovechar el nuevo sistema botánico linneano, que Löfling conocía de primera
mano. Al fin y al cabo, la naturaleza americana era vista por los tecnócratas ilustra-
dos como un inmenso “caos” que había que ordenar con base en una nomenclatura
precisa, con el fin de someterla a los dictados de la racionalidad económica.
Löfling partió de Cádiz hacia la parte nororiental de la Nueva Granada, hoy
territorio de Venezuela, creyendo ser una especie de mensajero ilustrado y sin saber
prácticamente nada de España y sus colonias. En su equipaje llevaba una traducción
francesa de El Orinoco ilustrado, y puedo suponer que fue a través del padre Gumilla
que el botánico sueco adquirió su primera “mirada” sobre el Amazonas. Los dos años
que permaneció en la región estuvieron marcados por continuas enfermedades, difi-
cultades de comunicación (no hablaba español y sus colegas españoles no hablaban
francés) y restricciones para escribir sus notas en sueco, porque las autoridades
españolas temían que pudiera estar enviando información secreta. Finalmente, lejos
de su patria y sin poder completar su ilustrada misión, Löfling murió de fiebres
malignas en febrero de 1756 (Amodio, 1998: 63-71).
Pero el imperio español no desistiría fácilmente de su propósito exploratorio en
territorios del Nuevo Mundo. La Expedición Botánica de la Nueva Granada (1783-
1817) se enmarca también dentro de esta voluntad de saber emprendida por el Estado
borbón en el siglo xviii. Tras la guerra de los siete años con Inglaterra, España se ve
obligada a convertir sus colonias en gigantescas áreas de trabajo y producción de
211
212
El nombre y uso común que las gentes de la región pudieran tener de los ejemplares
recogidos no eran datos relevantes para los propósitos universales del botánico, ya
que todo conocimiento local debía ser legitimado mediante su comparecencia ante
el tribunal de la razón botánica; a lo sumo, los indios y campesinos eran consultados
a la manera de “informantes nativos” para que dieran pistas sobre la localización de
ciertas plantas y animales.25 Y aunque el nombre vernáculo de la muestra era un dato
que aparecía con frecuencia en las relatorías del botánico y en las pinturas del dibu-
jante, tal información tenía un interés más policial que científico, pues facilitaba que
las autoridades hallaran de forma rápida la especie buscada.
Por su parte, el dibujante representaba las muestras recogidas siguiendo estricta-
mente las indicaciones del botánico. Como las ilustraciones no apelaban al sentimiento
estético del observador sino a la racionalidad analítica del científico, la función del
dibujante era destacar solo aquellos elementos de la muestra (forma y color de las
hojas, estructura de flores y frutos, tipo de semillas, etc.) que pudieran facilitar su
inclusión en la taxonomía universal de Linneo, es decir, que pudieran ser presentadas
en la corte y frente a la comunidad científica internacional como el descubrimiento de
nuevos géneros y especies.26 Podría decirse que estos dibujos equivalían a las crónicas
españolas del siglo xvi: ambos tipos de documentos eran testimonio del ingreso en
una universalidad definida por y desde Europa. En el primer caso, una nueva especie
de hombres hacía su entrada en el escenario de la “Historia Universal” –tal como lo
planteara Hegel–, mientras que en el segundo ya no son hombres sino plantas los
objetos exóticos que ingresan en la “Historia Natural”. La entrada en el mundo de
lo universal adquiere por ello el carácter de un des-cubrimiento, y los dibujantes
son los cronistas que testimonian fielmente las hazañas del nuevo conquistador: el
botánico. Por ello, la autoridad del dibujo, como la de las crónicas, radica en el rea-
lismo de su testimonio. El dibujante tenía que “copiar la naturaleza con exactitud,
25
Se sabe que algunos indígenas fueron utilizados en la expedición como “herbolarios”, es decir, como
personas conocedoras de la flora y fauna de la región, capaces de encontrar y traer cualquier clase de
muestra, por difícil que fuera su localización.
26
Mauricio Nieto anota muy bien que los dibujos tenían la función de “acercar” y hacer inteligible para
el observador europeo el hábitat “salvaje” del Nuevo Mundo: “Los especimenes tenían que ser empacados
y disecados no solamente para que permanecieran inalterados en largas travesías, sino también para ser
presentados en Europa como nuevos descubrimientos. La selva, el trópico y el Nuevo Mundo eran lugares
donde proliferaban las plantas y los animales, pero no el conocimiento. Éste era producido y aprobado
en instituciones europeas: laboratorios, museos, jardines e imprentas. Los objetos de la naturaleza debían
ser removidos y acumulados dentro de esas instituciones donde el naturalista, el hombre de ciencia,
podía trabajar en un ambiente idóneo y familiar. Dentro del gabinete, herbario o museo, el botánico
[europeo] asumiría una posición central y privilegiada que le permitiría tener una “experiencia directa”
de un número de objetos que nadie podría haber examinado en el campo” (Nieto Olarte, 2000: 69-70).
213
especialmente las plantas, sin procurar adornar o aumentar algo con su imaginación”
(Nieto Olarte, 2000: 70).27
Desde este punto de vista, la Expedición Botánica de la Nueva Granada es un
Entdeckungsreise, una especie de “segunda conquista” organizada y ejecutada ya
no directamente por los europeos sino por sus descendientes americanos, los bo-
tánicos criollos.28 Estos se dan a la tarea de encontrar, distinguir y nombrar cada una
de las especies y géneros, poniendo de manifiesto el orden inmanente de la creación.
Además de “descubrir” objetos que supuestamente nadie antes de ellos había conocido,
los adanes criollos se apropian de esos objetos a partir de un lenguaje universal que
puede ser entendido únicamente por la comunidad a la que ellos mismos pertenecen:
la de aquellos hombres ilustrados que hacen uso legítimo de la razón. El conocimiento
sobre el mundo vegetal anclado en prácticas y tradiciones locales es tenido entonces
como la “prehistoria” de la botánica, como un conjunto de supersticiones frente a las
cuales el científico debe establecer un pathos de la distancia lingüístico y epistemoló-
gico. En el Diario de la expedición, el relator Eloy Valenzuela describe de este modo
el hallazgo de una planta:
27
Resulta interesante a este respecto la afirmación de Michel Foucault según la cual, “en el siglo xviii el
ciego puede muy bien ser geómetra, pero no el naturalista” (1984: 133). Foucault se refiere al privilegio
que la observación científica hace de la vista sobre el tacto, el oído y el gusto, en su afán de eliminar toda
posibilidad de incertidumbre. Se trata de una visibilidad técnicamente controlada y “pintada además
de gris”: “Las representaciones visuales, desplegadas en sí mismas, vacías de toda semejanza, limpias
hasta de sus colores, va por fin a dar a la historia natural lo que constituye su objeto propio” (Foucault,
1984: 134; el resaltado es mío). Esta afirmación de Foucault contrasta fuertemente con los vívidos
colores de las más de cinco mil láminas enviadas por el sobrino de Mutis a España en 1817. Para los
criollos neogranadinos el color de los dibujos sí era muy importante, ya que en algunos casos –como
por ejemplo el de la quina–, este detalle podría definir a quién pertenecía el monopolio comercial
de un nuevo producto. Como se verá luego, Mutis –que reclamaba ser el descubridor de una nueva
especie en la Nueva Granada– distingue cuatro tipos de quina de acuerdo al color y tamaño de las hojas.
28
A diferencia de todas las demás expediciones americanas del siglo xviii, que tuvieron una rígida tutela
peninsular, la Expedición Botánica de la Nueva Granada fue una empresa local, criolla, surgida de la
iniciativa de Mutis y concretizada gracias a su amistad con el virrey Caballero y Góngora. Todos los
científicos y dibujantes que tomaron parte en ella, a excepción de Mutis –quien por demás llevaba cerca
de 30 años viviendo en la Nueva Granada– eran criollos (Puerto Sarmiento, 1988: 115-118). Entre los
más destacados científicos que participaron en la expedición botánica se encontraban: Francisco José de
Caldas, Jorge Tadeo Lozano, Francisco Antonio Zea, José Joaquín Camacho, Miguel Pombo, José María
Carbonell, Sinforoso Mutis y Eloy Valenzuela.
214
el ápice oblicuamente y reflexos hacia el pedicelo, blancos, dos o tres veces más
largos que el germen y prendidos interiormente en el borde que queda sobre él.
Á la raíz de ellos se prenden los estambres en número de 24 o más 3 para cada
pétalo y uno en cada claro, filiformes, algo quebrados, de la misma longitud que
el pétalo. Estilo cilíndrico, derecho, más largo que los estambres. Fruto: baya
redonda, atro-purpúrea, lustrosísima, salpicada de menudos átomos de polvo,
excavada en el ápice por el receptáculo de la flor, jugosa, de 6 loculamentos
formados por la carne, y 6 receptáculos de muchas semillitas anidadas larguchas
y algo compresas. Pedúnculos solitarios, terminales, los subalternos, alternati-
vamente opuestos, subdivididos en 3 trifloros: bajo las axilas de cada decusación
nace otro trifloro y sencillo (Valenzuela, 1983 [1783-1784]: 210-211).
29
Citado por Díaz Piedrahita, 1997: 75.
215
ese velo y alcanzar la certeza es la ruptura con los olores, los colores, los sabores y con las
demás formas “bárbaras” de ver el mundo. La instalación en el ámbito aséptico de lo
universal permitirá entonces que el científico criollo vea con “claridad y distinción”
lo que todos los demás habitantes de la Colonia no pueden ver; des-cubriendo lo
que para el resto de los mortales forma parte integral de su vida cotidiana. Los co-
nocimientos locales, las prácticas tradicionales mediante las cuales el mundo natural
es visto, nombrado y apropiado, quedan relegadas al pasado. Para el científico criollo
sólo existe el presente de un territorio que revela sus secretos por primera vez a la
mirada del hombre, y el futuro de una política que promete el establecimiento del
Regnum Hominis sobre la tierra.
Quizá el ejemplo más claro del modo como el conocimiento científico, el poder
colonial y el discurso de la pureza de sangre se encontraban estrechamente vinculados
en la Nueva Granada, sea el de la famosa disputa entre José Celestino Mutis y Sebastián
López Ruiz por la paternidad del descubrimiento de la quina. Ya hice una breve men-
ción de esta disputa en el capítulo anterior, a propósito de la división interna de la elite
criolla frente a los designios estatales de la biopolítica (escolásticos vs. ilustrados). Pero
es necesario ampliar esta reflexión con el ejemplo de la quina, pues ello me permitirá
ilustrar el vínculo entre la hybris del punto cero, la expropiación epistemológica de
los saberes tradicionales y los intereses económicos de la elite criolla.
El interés económico por la corteza de la quina no era nuevo en el siglo xviii.
Ya desde el siglo xvi se sabía que las quinas provenientes de la región de Loja en
la Audiencia de Quito, resultaban muy eficientes para curar todo tipo de fiebres (o
“calenturas”, como se les llamaba en esa época).30 La leyenda dice que hacia 1630 el
cacique Pedro de Leiva de la tribu de los Malacatos en la provincia de Loja, le dio a
beber una infusión de la corteza de quina a un misionero jesuita enfermo de calen-
turas. El misionero, curado casi como por milagro, proporcionó a su vez el remedio
al corregidor de Loja, y éste, restablecido también de sus males, lo dio a conocer a la
30
El médico quiteño Eugenio Espejo sintetiza de este modo el interés económico y medicinal por la
quina en el siglo xviii: “La cascarilla es de indispensable necesidad para las calenturas intermitentes y,
aún en sentir de buenos físicos, para toda especie de fiebres; para curar la hidropesía; para desterrar los
efectos escorbúticos; para precaver de las gangrenas y el cáncer, y en fin para muchísimos y más fáciles
usos [...] La quina es como una moneda precisa y preciosa con que se compra la salud humana” (Espejo,
1985 [1786]: 31).
216
virreina del Perú, quien lo repartió entre los enfermos pobres de Lima, pasando a co-
nocerse el remedio como los “polvos de la condesa”. (Jaramillo Arango, 1951: 247).
La recuperación casi milagrosa del virrey pronto hizo eco en las cortes europeas. Los
polvos de la virreina, más conocidos como los polvos de los jesuitas –por ser ellos
quienes iniciaron la comercialización del producto– empezaron a ser solicitados por
las boticas del viejo continente. La “cascarilla de Loja” se hizo famosa en el centro
por sus comprobadas propiedades curativas y, en la periferia (virreinatos del Perú y la
Nueva Granada), por las jugosas ganancias que dejaba su exportación.
Lo nuevo en el siglo xviii no era, entonces, la comercialización de la quina, sino
la legitimación que ese comercio obtenía por parte del conocimiento científico y de
las biopolíticas estatales. La disputa por el monopolio comercial de la quina y la am-
pliación del dominio colonial por parte de Inglaterra y Francia (con la consecuente
necesidad de poseer antídotos contra las terribles fiebres tropicales) desencadenaron
un debate científico sobre las reales propiedades medicinales de la quina, sobre el
suministro de dosis adecuadas, así como sobre las diferentes variedades del árbol que
la producía. El Estado español, deseoso de controlar el contrabando del producto y
de monopolizar su comercialización en Europa, acude a la botánica y a la medicina
para establecer “a ciencia cierta” qué tipos de quina eran utilizables para curar qué
tipo de enfermedades. La unificación de criterios respecto a estos puntos se hacía
necesaria teniendo en cuenta dos factores: primero, la creciente pretensión de poseer
“el mejor” tipo de quinas por parte de diferentes exportadores en las colonias. Segun-
do, el elevado costo que implicaba la recolección, transporte y comercialización del
producto. El Estado español no se podía permitir el lujo de invertir tanto dinero en
la exportación de un producto de mala calidad, exponiéndose al rechazo del exigente
mercado europeo. El conocimiento experto de la ciencia permitiría al Estado decidir
cuál tipo de quina era el mejor, dónde se ubicaba y cómo ejecutar la recolección y el
transporte sin afectar las propiedades medicinales de la corteza.
Es en este contexto geopolítico en el que se ubica la disputa de Mutis y López Ruiz
en la Nueva Granada. Ya desde su llegada a Bogotá, Mutis sabía que el descubrimiento
del mejor tipo de quina era razón más que suficiente para que el Estado financiara
una expedición botánica en territorio neogranadino. En la representación dirigida al
rey Carlos iii en 1763, Mutis afirmaba que
217
31
Hernández de Alba (1993: 173-175) dice que el descubrimiento fue presentado oficialmente a la
Corona por medio del virrey de la Nueva Granada Manuel Antonio Flórez, y que las pruebas de tal
descubrimiento (cuatro cajones que contenían muestras de la nueva variedad) fueron debidamente
remitidas a la Real Botica de Madrid.
218
Casimiro Gómez Ortega y Antonio Pallau, catedráticos del Real Jardín Botánico,
examinaron cuidadosamente las pruebas y concluyeron que la quina neogranadina
descubierta por López Ruiz era de mejor calidad que la producida en Loja. Con este
aval de la comunidad científica metropolitana, López Ruiz fue invitado a Europa,
se hizo miembro de la Real Sociedad Médica de París y fue nombrado por la Corona
española Botánico de Real Orden, con la comisión de encabezar el estanco y expor-
tación de la nueva quina por él descubierta (Hernández de Alba, 1996: 175).
Ante la aparición inesperada del criollo López Ruiz, Mutis reacciona enfurecido.
Sentía que un “intruso” estaba usurpando su derecho de ser la persona encargada de
realizar un descubrimiento tan importante en el campo de la botánica, de recibir
los honores correspondientes por parte de la comunidad científica internacional y de
supervisar el establecimiento del estanco de la quina en la Nueva Granada. ¿Quién
otro sino José Celestino Mutis, médico personal del virrey Messía de la Cerda,
catedrático de matemáticas del Colegio Mayor del Rosario, amigo del “inmortal
Linneo”,32 médico graduado en el Real Colegio de Cádiz y discípulo del famoso
cirujano Pedro Virgili, podría recibir el reconocimiento oficial para encabezar la
exploración científica de la Nueva Granada? Para Mutis, resultaba intolerable que un
“aparecido” como López Ruiz, que ni siquiera había estudiado medicina en Europa
sino en la provinciana universidad peruana de San Marcos, pudiera llevarse el crédito
por el descubrimiento de una nueva variedad de quina. Si el conocimiento científico
32
Sabemos que desde la lejana Suecia, Linneo mantenía correspondencia frecuente con Mutis, ala-
bando su labor científica en la Nueva Granada, prometiendo hacerle miembro de la Academia de Ciencias
de Upsala y consagrando a su nombre el descubrimiento de nuevas especies de plantas. No es difícil
imaginar el efecto que produjeron las alabanzas del sabio escandinavo en el ego del médico gaditano.
A la muerte de Linneo, Mutis envía una carta de pésame a su hijo en los siguientes términos: “me
acabé de enterar con bastante pena [...] que falleció tu amado padre, cuya fiel amistad tuve el honor de
cultivar por muchos años, venciendo la grande distancia que media entre los habitantes del polo y
del Ecuador [...] Sabrás pues que desde el año de 1761 [...] tuve yo la singular complacencia de recibir
su primera carta, hallándome tan distante, besando por la primera vez sus letras tan apreciables para los
sabios de la Europa. En ellas, como siempre acostumbraba este grande hombre, vi sus dulces expresiones
con que me amonestaba, siendo yo joven entonces, para inflamarme más en el estudio de la naturaleza.
Desde entonces me di el parabién por verme ya estrechado en la amistad de tu padre; y desde ese
tiempo cultivé con mucha fidelidad su amistad, continuando nuestra correspondencia por el dilatado
espacio de diez y ocho años [...] Ciertamente no hallo yo en los siglos más remotos genio semejante
dedicado a la contemplación de las obras de la naturaleza, si en mí hay algún conocimiento de estas cosas,
que pueda justamente compararlo al grande Linneo, el mayor príncipe de la historia natural. Sólo hallo
esta comparación: cuanto alcanzó el gran Newton en asuntos filosóficos y matemáticos, tanto adelantó el
inmortal Linneo en asuntos de botánica y de historia natural [...]. Espero, oh varón humanísimo, que no
ofenderé tu modestia, ni llevarás a mal estas debidas alabanzas; porque si a ti te tocó la suerte de heredar
la mayor parte el derecho de la sangre, no me cabe a mí la menor parte por el derecho de la amistad”
(Mutis, 1983 [1778]: 77; 79).
219
era la instancia legitimadora de lo que podía ser tenido por “verdadero”, ¿quién era un
pobre desconocido y además mulato como López Ruiz frente al prestigio internacional
del “sabio Mutis”? Así lo expresa con amargura en una carta personal escrita desde su
casa de Mariquita en 1790:
33
El resaltado es del autor.
34
La profunda desconfianza y hasta desprecio que sentía Mutis no sólo por López Ruiz sino por todos
los científicos criollos a su alrededor, es testimoniada por Caldas, quien se queja del modo en que fue
tratado por el gaditano cuando prefirió colocar a alguien de inferiores calidades científicas pero de
entera confianza, su propio sobrino Sinforoso Mutis (criollo pero de su misma sangre), al frente de la
expedición botánica: “Este sabio [Mutis] siempre me alimentó con esperanzas y ofertas que no supo
cumplir mientras vivió. Yo no pude conseguir que pusiera un solo oficio a mi favor, que cumpliese con
lo que solemnemente ofreció en mi presencia al Excmo Señor que nos manda, ni que diese el menor
paso a mi colocación [...] Muchas veces me dijo de palabra y por escrito que yo sería su digno sucesor,
220
que yo sería su confesor político y el depositario de todos sus conocimientos, de todos sus manuscritos,
de todos sus libros y de todas sus riquezas. ¡Cuántas veces me lisonjeó llamándome el afortunado Caldas!
Pero su carácter misterioso y desconfiado, de que no podía prescindir, lo mantuvieron siempre en el
silencio de su retiro. Jamás comenzó la confesión prometida, jamás levantó el velo, ni me introdujo en su
santuario. Siempre me mantuvo en la ignorancia del estado de sus cosas, y solo las he venido a conocer
superficialmente después de su muerte” (Caldas, 1942 [1808b]: 143).
221
35
“Sería demasiado atrevimiento mío abusar del tiempo y paciencia de vuestra excelencia, repitiéndole
en esta ocasión con individualidad mis descubrimientos [... Pero] para no desatenderme de la obligación
que vuestra excelencia me impone en su superior oficio, satisfaré por boca del caballero Linneo, con su
mismo estilo familiar y corriente: datas a te 6 Junii 1773 his diebus rite accepi, nec umquam gratius per
totam vitam, cum ditissimae erant tot raris plantis, avibus &c. Ut plane obstupesceban, indicio cierto de
mis innumerables hallazgos (Mutis, 1983 [1783b]: 142).
36
Sabemos que uno de los argumentos utilizados por Caballero y Góngora para desacreditar a López
Ruiz frente al Consejo de Indias fue su condición de ser “hijo de mulato y mulata, [pues] su padre casó
en segundas nupcias con una negra, y tuvo de ella otros hijos de color zambo que vivían allí” (citado
por Gardeta Sabater, 1996: 15).
222
falibles tribunales humanos sino ante el tribunal superior de la razón. Desde enton-
ces, prefiere ser fiel a su “letargo filosófico” y trabajar en la obra que, según pensaba,
colocaría su nombre entre los más grandes de la historia de la ciencia: El arcano de la
quina revelado a beneficio de la humanidad.37
Publicada por entregas en el Papel Periódico, la obra de Mutis es un ejemplo pa-
tético de lo que en este trabajo hemos denominado la hybris del punto cero. La idea
misma del “arcano revelado” muestra cuáles son las pretensiones ilustradas de Mutis:
des-cubrir, quitar de una vez por todas el velo que durante siglos ha impedido a los
hombres obtener el verdadero conocimiento sobre las propiedades medicinales de la
quina. En su opinión, ninguno de los botánicos europeos o americanos ha conseguido
todavía descorrer ese velo. La prueba de esto es la gran confusión que reina entre la
comunidad científica respecto a los nombres, especies y variedades de la quina (Mutis,
1978 [1793]: 304).38 Mutis se refiere a esta planta como “el segundo árbol de la vida”
y pretende haber descubierto el secreto de sus propiedades medicinales, así como la
receta para elaborar con ella un “bálsamo de la vida” contra todo tipo de fiebres:
37
Para un estudio de la tan anunciada obra de Mutis en el marco de sus relaciones con la comunidad
científica española, véase: Amaya, 2000: 103-159.
38
Vale la pena reproducir en este lugar apartes de un texto poco conocido de Mutis –una carta personal
al médico quiteño Eugenio Espejo–, en el que resume el propósito de su Arcano y da detalles de los planes
para el estanco de la quina: “El asunto de la quina ha sido un misterio en siglo y medio y ha llegado el
momento de revelarlo en beneficio de la humanidad. Se ha creído en Europa y también en América,
que toda quina es una y general su virtud febrífuga, pero de mayor o menor eficacia según las circuns-
tancias de clima, suelo, estación, edad y beneficio [...]. [Yo] me esfuerzo a convencer que siendo varias
las especies de quina realmente distintas en todo rigor botánico, solamente la Primitiva es directamente
febrífuga [...]. La Qiuna Primitiva se ha hecho rara por haberla agotado la ambición del comercio; se
llegó a desconocer y confundir con la Sucedánea y la Sustituída, llegando a tal punto la inculpable igno-
rancia de los Profesores, que ninguno podrá en Europa discernir y separar una caña de quina primitiva
si va mezclada entre las otras, ni podrá dar señales que la distinguen [...]. Mi empeño del día es acopiar
toda la quina primitiva que quedaría inutilizada fuera de los límites de esta Real Factoría. Me extenderé
también a recoger toda la de esa provincia de Popayán, y haré ver a los que quieran interesarse en esta
negociación que les puede tener mucha cuenta [...]. Para proceder con cierto, debo descubrir a vuesa-
merced que la Divina Providencia no ha prodigado el precioso árbol de la primitiva. Según mi dilatada
experiencia y repetidos cálculos, apenas corresponde un árbol por mil de las tres restantes especies juntas.
Se agotó en su suelo nativo, se han ido aprovechando los pocos renuevos, o los árboles de posteriores
descubrimientos que también se agotarán en breve. Queda todavía el recurso de recoger la que quedaría
para siempre inutilizada y últimamente el recurso poderosísimo y digno de la majestad del Rey y de su
poder de entablar los plantíos, que se me encargan en la Real Comisión (Mutis, 1993 [1788]: 141-143).
223
Este “elixir mágico” del que habla Mutis con tanto entusiasmo no era otra cosa
que una cerveza preparada mediante la fermentación de la quina. Gonzalo Her-
nández de Alba dice que la fórmula de preparación era más o menos la siguiente:
“se disuelven en agua treinta y dos libras de panela; se evapora por ebullición hasta
lograr la consistencia de un almíbar que se diluye con clara de huevo. Se le mezclan
quince botellas de agua y se le agregan entre media y tres cuartos de libra de quina
pulverizada, preferentemente de la blanca. Se deja fermentar la mezcla y se obtiene
una cerveza” (Hernández de Alba, 1996: 238). Después de todo, el misterio que la
humanidad enferma había esperado conocer por tantos siglos y que ni siquiera los
mejores cerebros europeos habían logrado descubrir, era sencillo y estaba al alcance
de la mano: agua de panela con huevos y polvo de quina. Según Hernández de Alba,
hasta el sabio Alexander von Humboldt probó en Bogotá la bebida mágica de Mutis
y después de destacar sus propiedades febrífugas y reconstituyentes, exclamó que ni
siquiera los mismos alemanes preparaban una cerveza más fina.
Pero aunque Mutis estaba convencido de que su cerveza era un aporte inédito a
la historia de la medicina occidental, reconoce que fueron los indígenas americanos
quienes primero vislumbraron el gran descubrimiento.39 No que los indígenas cono-
cieran las propiedades medicinales de la quina y su forma adecuada de preparación, ya
que la rusticidad y salvajismo de su forma de vida lo impedían. Pero como la “astucia
de la razón” juega siempre en beneficio de la humanidad, fue este mismo salvajismo el
que, curiosamente, permitió que los indígenas realizaran el primer gran experimento
con la cerveza mágica. Debido a su tendencia natural a la embriaguez, Mutis conjetura
39
“Los favorables efectos de esta preparación nos encantan más cada día, obligándonos finalmente a
propagar el beneficio que años ha hemos anunciado a la Humanidad; y sin salir de los límites de una
honesta ambición de gloria, juzgamos también original este descubrimiento. Lo diremos con franqueza:
no hemos hallado ciertamente en todos los fastos de la medicina desde la época feliz de la introducción
de la quina en Europa hasta el presente entre las diversas preparaciones inventadas, vestigio alguno
que nos pudiera haber conducido á este dichoso puerto. Aunque podamos asegurar que de nadie más
hayamos aprendido estas ideas, pretendemos apoyarlas al principio en algunas prácticas empíricas, y en
otras combinaciones de lo que tal vez harían los indios con esta corteza” (Mutis, 1978 [1793]: 463).
224
que tal vez estos pueblos habrían utilizado la corteza de la quina para preparar sus
bebidas fermentadas:
225
selección de las plantas con la taxonomía universal desarrollada por Linneo, tomada
sin más como criterio universal de verdad. Si Caldas reconocía “vestigios de verdad”
en el conocimiento empírico de los indígenas, era tan solo porque tal conocimiento
podía ser legitimado desde las teorías de Linneo y considerado como su “prehistoria”.
Igualmente, Mutis jamás puso en cuestión la universalidad de la clasificación de
Linneo, a pesar de ser evidente que tal sistema fue construido desde la experiencia de
la naturaleza europea y difícilmente podía extenderse para el análisis de la naturaleza
tropical americana. Sin plantearse siquiera la pregunta sobre cómo podía hacerse
“encajar” una naturaleza tan completamente diferente en los estrechos moldes creados
por Linneo, Mutis prefiere legitimar sus propios descubrimientos desde la sabiduría
incuestionada del “príncipe de la botánica”. Era tal la reverencia que Mutis profesaba a
su colega sueco que se ufanaba públicamente de sostener correspondencia con él y, en
algunos casos, se permitía incluso citar apartes de tal correspondencia en documentos
públicos. Así por ejemplo, en una carta dirigida al arzobispo Caballero y Góngora,
Mutis afirma:
226
227
Espacios estriados
Geografía, políticas del territorio y control poblacional
Deleuze y Guattari
Cuando Alexander von Humboldt llegó a Bogotá en julio de 1801, traía en sus
cajones un regalo para el virrey Pedro Mendinueta: ocho pliegos de cartografía que
incluían planos de las ciudades de Bogotá y Cartagena, y mapas exactos de los ríos
Magdalena y Orinoco. Se trataba de algo más que una simple deferencia personal:
para el imperio español, la geografía ocupaba un lugar privilegiado en sus ambiciones
geopolíticas, pues ella permitía no sólo conocer y medir los territorios sometidos, sino
levantar un mapa general de la población y de los recursos naturales en las colonias.
El presente de Humboldt era un símbolo de la nueva alianza entre la ciencia y la polí-
tica: a mayor conocimiento científico, mayor control sobre la población y su fuerza
de trabajo; y a mayor prosperidad en el territorio, mayor libertad para la producción de
conocimiento científico. Por eso, tanto el barón como el virrey se sentían mutuamente
beneficiados: el científico porque podía realizar con libertad sus observaciones, y el
político porque reconocía el nuevo poder que generaban esas observaciones.
Desde luego que los Virreyes no tuvieron que esperar hasta la llegada de Humboldt
para reconocer el poder de la geografía. Setenta años antes, la expedición geodésica
de los franceses había levantado una gran expectativa en la Nueva Granada por la
utilidad de los conocimientos geográficos. En 1768 el fiscal Francisco Moreno y
Escandón informaba al virrey Messía de la Cerda que la geografía, la historia natural
y la agricultura requerían de una cátedra especial en los currículos universitarios.
De igual forma, entre las razones que daba Mutis al virrey Caballero y Góngora, en
1783, para la realización de la Expedición Botánica estaba la posibilidad de adelantar
“un plan de observaciones astronómicas, geográficas y físicas”, ya que “careciendo
su magestad de un plan geográfico y puntual de todos sus dilatados dominios, a ex-
cepción de las costas y puertos, se podrá formar en el curso de nuestro viaje un mapa
exacto, sin los inmensos gastos que produciría una expedición de esta clase” (Mutis,
1983 [1783b]: 143).1
Este interés virreinal por medir el espacio y representarlo entrecruzado por meri-
dianos, paralelos, longitudes y latitudes, obedece a lo que Deleuze y Guattari (2000:
487) han denominado el estriaje de la tierra. Con ello se refieren a la imposición de un
modelo de organización y control estatal sobre el espacio que permitiera convertirlo
en territorio, es decir, en un espacio sujeto al imperio del logos y la gubernamenta-
lidad. Las políticas del territorio implementadas por el imperio español buscaban
precisamente convertir el espacio de las colonias y sus pobladores en una cualidad
objetiva, mensurable y, por ello mismo, controlable. A continuación se verá cómo la
geografía del siglo xviii se convierte en una “ciencia real del espacio estriado” (Deleuze
y Guattari, 2000: 493) y cuáles fueron la consecuencias sociales y epistémicas de este
movimiento. Mi hipótesis es que, vistas las cosas desde la metrópolis, la territoriali-
zación del espacio venía ligada con el interés de la dinastía borbona por introducir
a sus colonias en la naciente lógica de la producción capitalista; pero vistas desde la
periferia americana, esa misma territorialización obedecía al interés de la elite criolla
por controlar el nomadismo de las castas y someterlas a su indiscutida superioridad
étnica. Explorar desde otro ángulo la articulación entre el dispositivo biopolítico y el
dispositivo de blancura es, entonces, el propósito del presente capítulo.
1
El resaltado es del autor.
230
231
Mapa 1
Liber chronicarum de Hermann Schedel (1493)
Pero aún después de que el imaginario antiguo del orbis terrarum se hizo insostenible
gracias al descubrimiento de América, los cartógrafos europeos de los siglos xvi y xvii
continuaban leyendo la información procedente de las colonias desde el imaginario
del orbis universalis christianus. Un ejemplo de ello son las cosmografías que circulaban
ampliamente por diversos círculos estatales e intelectuales en la Europa de la época. Las
cosmografías eran una colección de informes sobre territorios lejanos, acompañadas
generalmente de un mapa, cuyo fín era servir como “fuente de conocimientos” útiles al
Estado, que fueran más allá de la simple crónica. Desde este punto de vista, las cosmo-
grafías utilizan fuentes empíricas y nuevas técnicas de medición para la elaboración de
los mapas, haciendo menos énfasis en la representación bíblica de la historia. A pesar
de ello, los cosmógrafos no logran desprenderse todavía de la imago mundi cristiana, y
en particular de la idea según la cual, la geografía física y la geografía moral se hallan en
relación de correspondencia. Es el caso del mapa mundi elaborado por el cosmógrafo
Simon Grynaeus en el año 1532, acompañado de una colección de informes de viajes
al Oriente y el nuevo mundo, publicado bajo el título Novus Orbis Regionum (mapa 2).
232
Mapa 2
Novus Orbis Regionum de Simon Grynaeus (1532)
233
las longitudes terrestres. Para ello preparó un cuestionario –el origen de las llamadas
Relaciones Geográficas2– que debía ser diligenciado por gobernadores y navegantes,
en el que se buscaba determinar astronómicamente la longitud de los territorios de
Indias mediante observaciones que incluían la posición del sol a mediodía, la posi-
ción de eclipses solares y lunares, así como la distancia entre diversas poblaciones
(Millán de Benavides, 2001: 80).3 Además de estos detalles, el cuestionario –que en
1573 incluía ya 135 preguntas– indagaba por las costumbres de los habitantes, las
características de la flora y la fauna, así como por detalles de interés económico para la
Corona tales como la localización de minas de oro y plata, la ubicación de los puertos,
la profundidad de las aguas, etc. La delimitación exacta de los territorios aparecía como
una necesidad apremiante para España, debido no sólo a su competencia económica
con Portugal (recordemos la muy vaga delimitación de las jurisdicciones entre am-
bos imperios, establecida por el Papa Alejandro vi en el Tratado de Tordesillas), sino
también a las exigencias de los mismos conquistadores y encomenderos españoles,
quienes insistían en hacer valer ante la Corona los límites precisos de territorios por
ellos descubiertos o administrados.
Un examen de las Relaciones Geográficas de la Audiencia de Quito en el siglo xvii
revela que el mandato de la Corona era dividir en por lo menos dos partes la informa-
ción solicitada por cuestionario: una parte hacía referencia al ámbito de lo “natural”,
mientras que la otra se concentraba en el ámbito de lo “moral”.4 Así por ejemplo, el
corregidor de la ciudad de Jaen, perteneciente a la provincia de Quito, incluye en la
parte “natural” datos sobre la localización de la ciudad, clima, ríos que pasan cerca, tipo
de árboles y frutos que crecen en la vecindad, montañas, animales y minas de oro. En
la parte “moral”, en cambio, incluye datos sobre la población, en los que se informa el
número exacto de vecinos, extranjeros, mujeres, viudas, muchachos, encomenderos,
indios, negros, mulatos y zambos.5 No obstante, la información consignada en las
2
Las Relaciones eran en realidad las respuestas al cuestionario que venía incluido en las Ordenanzas Reales,
y que debía ser diligenciado por las autoridades responsables de cada provincia.
3
La primera gran compilación de toda la información contenida en las Relaciones fue realizada en 1574
por el Cronista Mayor de la Corona, don Juan López de Velasco. En su Descripción y demarcación de las
Indias Occidentales, López de Velasco presenta una especie de enciclopedia que incluye material histórico,
etnográfico, científico y geográfico, acompañada de 14 mapas de todas las posesiones españolas en Indias
(Mignolo, 1995: 283-284).
4
En algunos casos se añadían dos partes más a la Relación: una “militar” que incluía datos sobre el número
de tropas estacionadas, y otra “eclesiástica” que incluía datos sobre el número de parroquias, sacerdotes
y encomiendas.
5
“Descripción de la ciudad de Jaen y su distrito en la provincia de Quito, sacada de las relaciones hechas
el de 1606 por Guillermo de Martos, corregidor” [1606]. En: Pilar Ponce de Leyva (comp.). Relaciones
histórico-geográficas de la Audiencia de Quito (siglos xvi-xix). Quito: Marka / Abya Yala 1994
234
Relaciones era todavía muy vaga en el siglo xvii. La descripción de la población no hace
énfasis en el tipo de actividad económica que desempeña sino en su capacidad para
pagar tributos o recibir instrucción religiosa. La naturaleza es descrita desde el punto
de vista de su belleza o exotismo, resaltando su carácter “salvaje”: “Hay pavas, pauxies,
faisanes, papagayos, guacamayas, patos, puercos monteses, venados, conejos, perdi-
ces, monos, armadillos y dantas. Hay víboras, culebras, arañas, alacranes y hormigas,
todas venenosas y murciélagos que matan las criaturas. Árboles cuyas manzanas son
mortíferas” (1994 [1606]: 72).6 Además, la localización exacta de las poblaciones se
hacía tomando como base la distancia relativa con las poblaciones vecinas, sin hacer
uso de una medida universal. De acuerdo al corregidor de Jaen,
Dicen que no se sabe allí en qué grados de latitud esté la ciudad, más de que
parece estará en la graduación al sur que tiene Paita, que hay de allí a Lima 170
leguas, a Quito (a cuya Audiencia esta sujeta) 160, a la ciudad de Chachapoyas
30, la villa de Sana 70, la de Santiago de Neiva 40 (1994 [1606]: 72).7
6
Ibid.
7
Ibid.
8
“Razón sobre el estado y gobernación política y militar de las provincias, ciudades, villas y lugares que
contiene la jurisdicción de la Real Audiencia de Quito. Por Juan Pío Montufar y Fraso” [1754]. En: Pilar
Ponce de Leyva (comp.). Relaciones histórico-geográficas de la Audiencia de Quito (siglos xvi-xix). Quito:
Marka / Abya Yala 1994.
9
“El más establecido destino de sus habitantes, es de los tejidos de paños, bayetas, lienzos de algodón,
pabellones y alfombras, que en 12 obrajes se labran, dirigiendo los interesados estas fábricas por el rio de
Guayaquil, y navegación de aquel puerto o tráfico de sus costas al Perú [...] Gran número de indios
de su jurisdicción se ocupan en las labores del campo, cultivando en algunos sitios fertilísimas tierras,
cuyas producciones en abundantes granos y hermosos pastos para los ganados hacen subsistir el abasto
de esta villa” (1994 [1754]: 328)
235
10
Ibid.
236
guiarse ahora por la hybris del punto cero, es decir, por la idea de que la geografía sólo
es posible como “ciencia rigurosa”, en tanto que sea capaz de generar una observación
estrictamente matemática sobre el territorio. Ello exigía dejar atrás cualquier tipo de
sensualismo que pudiera interferir, a la manera de “obstáculo epistemológico”, con
la objetividad de la representación. Las ilustraciones debían ser sobrias y ajustadas a
estrictas reglas de medición, que no dejaban lugar alguno para el mito, la fantasía y la
imaginación. Los mapas ya no son vistos como “signos” de una historia sagrada que,
previamente a la intervención del Estado, demarcan el significado del territorio y la
población. Ahora es el Estado el que, con ayuda de los mapas y bajo el imperativo
de una política económica, determina lo que un territorio y su población significan.
Desde el punto cero de observación, el territorio aparece como si fuera “tabula rasa”,
despojado de toda significación trascendental y listo, por tanto, para ser llenado de
sentido por la acción gubernamental. La representación científica del espacio y el
control estatal de la población son entonces fenómenos que corren paralelos, en la
medida en que las técnicas de objetivación se convierten en instrumentos de poder
económico.
La hybris del punto cero exigía que una representación científica del espacio no
podía ser “lisa”, es decir, que debía desligarse de las representaciones “afectivas” que
de ese espacio hacían sus pobladores.11 Era necesario por ello encontrar una medida
universal que ayudara a determinar las coordenadas del territorio, permitiendo que un
científico proveniente de cualquier parte del mundo, y en independencia completa de
sus representaciones culturales, pudiera interpretar los datos y comunicarlos a sus pares
con objetividad. El espacio que se buscaba observar no era entonces aquel donde los
actores sociales formaban su identidad personal o colectiva, sino uno que estuviera fuera
de la escala de percepción humana; un espacio abstracto determinado por la precisión
matemática de grados, minutos, segundos, ángulos, latitudes, longitudes, y que ningún
mortal fuera capaz de observar con sus propios ojos. Se trataba de un espacio estriado
y, por ello, intraducible a los esquemas de percepción cotidiana de los actores sociales,
pero que era de inmensa utilidad para los propósitos gubernamentales del Estado.
11
“El espacio liso está formado por acontecimientos o haecceidades mucho más que por cosas formadas
o percibidas. Es un espacio de afectos, más que de propiedades [...] Es un espacio intensivo más que
extensivo, de distancias y no de medidas. Spatium intenso en lugar de Extensio. Cuerpo sin órganos en
lugar de organismo y organización” (Deleuze y Guattari, 2000: 487).
237
Un paso importante hacia la obtención de tan anhelada medida universal fue la ex-
pedición geodésica a la Audiencia de Quito organizada por el Estado francés en 1734.
Desde un punto de vista científico, la expedición nace de la necesidad de comprobar
experimentalmente cuál de las dos teorías que competían en torno al problema de la
“figura de la tierra” era verdadera. Una tesis decía que la tierra era un globo achatado
en los polos y ensanchado en la parte ecuatorial, mientras que la otra argumentaba que
el achatamiento se encontraba en el Ecuador y no en los polos (Lafuente & Mazuecos,
1992: 29-37). Para dilucidar este interrogante, el gobierno francés resolvió enviar dos
expediciones científicas simultáneas, una hacia las cercanías del Polo Norte (Laponia)
y otra hacia el Ecuador, con el fin de realizar las mediciones pertinentes. Si después de
comparar las dos mediciones, el arco del meridiano polar resultaba mayor que el ecua-
torial, entonces se comprobaría que la tierra es achatada en los polos. Esto tendría, por
supuesto, consecuencias inmediatas en el levantamiento de las cartas geográficas, ya que
permitiría un grado de precisión nunca antes alcanzado en la delimitación del territorio.
Pero justamente por este motivo, la expedición geodésica no solo tenía un interés
científico sino también geopolítico. Francia, que competía con España, Holanda e
Inglaterra por el control de importantes zonas de influencia en todo el planeta, sabía
muy bien que la precisión de los mapas era una herramienta fundamental para sus
pretensiones militares y comerciales. Ya con la triangulación del territorio francés,
ordenada por el ministro Colbert a comienzos del siglo xviii, se había mostrado que
el ordenamiento del espacio resultaba de gran utilidad para la recolección sistemática
de impuestos y el levantamiento de una red de comunicaciones que impulsara el co-
mercio, así como para realizar un inventario completo de los recursos naturales. Por
eso el gobierno francés decide financiar las costosísimas expediciones, y encomienda
a la Academia de Ciencias de París la organización de las mismas. A la cabeza de la
expedición enviada al virreinato del Perú12 fue designado el astrónomo Louis Godin,
acompañado, entre otros, por el hidrógrafo Pierre Bourguer, el botánico Joseph Jussieu
y el geómetra Carl Marie de La Condamine. La petición al gobierno español para per-
mitir y facilitar la misión de los científicos mencionados en su territorio, fue realizada
oficialmente por el rey Luis xv de Francia a su pariente borbón Felipe v de España.
No obstante, y aunque el rey de España se encontraba obligado con su línea dinás-
tica por el pacto de familia firmado en 1733, desde un comienzo se hizo claro que el
gobierno español sospechaba de los verdaderos motivos que rodeaban la expedición.
12
El territorio de la Real Audiencia de Quito, lugar a donde llegó la expedición geodésica en 1736, estuvo
integrado hasta 1739 al Virreinato del Perú, año en que fue incorporado al recién creado Virreinato de
la Nueva Granada. Esto significa que parte de las labores realizadas por la expedición, que tardaron más
diez años, se realizaron oficialmente en el territorio de la Nueva Granada.
238
España sabía que un exacto conocimiento geográfico de sus posesiones coloniales por
parte de Francia, podría colocar en peligro su soberanía comercial sobre estos territo-
rios. El contrabando marítimo de productos franceses era ya un dolor de cabeza para
las autoridades españolas, y a ello se sumaba la vecindad de posesiones francesas en
el Caribe y la Guayana. Por esta razón, el gobierno español acepta la petición oficial
francesa, pero con la condición de que los científicos de París estén acompañados
todo el tiempo por científicos españoles. Con este encargo son nombrados dos oficiales
de la marina: Jorge Juan y Santacilia, experto en astronomía y matemáticas, y Antonio de
Ulloa y de la Torre-Guiral, experto en geografía e historia natural.13 A los escritos de ambos
científicos me he referido ampliamente en capítulos anteriores. Además de vigilar de cerca
las actividades de sus colegas franceses, los dos oficiales españoles llevaban instrucciones
específicas del gobierno:
Al igual que sus hermanos de Francia, los Borbones españoles empezaban a mirar a
la ciencia ya no como una actividad reservada para las elites aristocráticas, sino como
una utilísima herramienta de gobierno. Por eso la expedición geodésica obedecía en
realidad a una geopolítica del conocimiento en la que se vieron involucrados los intere-
ses de dos potencias económicas y militares. La geografía, tal como afirma Harvey, se
había convertido en un valioso instrumento para los estados europeos que competían
por el control del todavía naciente mercado mundial. La acumulación de poder,
riqueza y capital dependía en parte del conocimiento exacto que un Estado tuviera
sobre las ciudades, selvas, montañas, ríos, flora, fauna y, por encima de todo, sobre la
fuerza de trabajo disponible en territorios bajo su control (Harvey, 1990: 232). Esto
explica por qué la expedición estuvo marcada todo el tiempo por fricciones de tipo
ideológico y político.
13
Recordemos que en la España del siglo xviii, la astronomía y la geografía eran cultivadas enla Academia
de Guardias Marinas de Cádiz, como ciencias auxiliares de la náutica. Como parte del plan de estudios de
esa institución, los oficiales de la armada española leían el Compendio de navegación de Jorge Juan y el
Compendio de matemáticas de Louis Godin, ambos miembros de la expedición geodésica (Capel, 1995:
507-509).
239
Quizá el ejemplo más claro de esto sea el controvertido episodio de las pirámides.
Para determinar el meridiano ecuatorial, los científicos franceses y españoles debían
realizar complicadas observaciones astronómicas. Con este fin decidieron edificar
observatorios piramidales en las localidades de Caraburo y Oyambaro, situadas en las
llanuras de Puembo y Yaruqui respectivamente, no muy lejos de la ciudad de Cuenca.
Al parecer los franceses, aprovechando un viaje temporal de Juan y Ulloa a Guayaquil,
hicieron grabar inscripciones conmemorativas sobre las pirámides en las que omitie-
ron sus nombres y excluyeron el escudo español.14 Ante la enérgica protesta de los
dos científicos españoles, el gobierno central decretó la inmediata demolición de las
pirámides y la destrucción de las placas recordatorias. A pesar de que La Condamine
expuso ampliamente ante las autoridades el motivo por el cual excluyó el nombre de
los españoles y se comprometió solemnemente a grabar el escudo, las placas fueron
destruidas, aunque no se procedió a derribar las pirámides (Villacrés Moscoso, 1986:
89-90). Los restos de las placas originales de mármol fueron recogidos por un sacerdote
de Cuenca y encontrados posteriormente por Francisco José de Caldas en 1804,15
quien los depositó en el Observatorio Astronómico de Bogotá, lo cual daría lugar a un
molesto incidente diplomático entre Colombia y Ecuador a mediados del siglo xix.16
14
La inscripción decía lo siguiente: “Auspicus Philippi v Hispaniarum, El Indiar, Regia Catholici,
Promovente Regia scientiarium Academia Paris Emin Herc De Fleury, Sacrae Rom, Eccl, Cardinal
Supremo (Europa Plaudente) Galliar, Administro Cels, Joan, Fred, Phelipeaux Com de Maurepas Regis
Fr. A. Rebus Maritimis Et Omnigenae Eruditiones Mecaenate; Lud Godin, Pet Bourger, Car Maria de la
Condamine Ejusdem Acad, socii, Ludovici xv Francor, Regis Christianissimmi Jussu Et munificentia in
Peruviam missi Ad Metiendos In Aequinotiali plag terrestres gradus, quo genuina telluris figura tamdem
innatescat” (Villacrés Moscoso, 1986: 24). El resaltado es del autor.
15
Caldas reporta su experiencia en Cuenca de la siguiente forma: “Aquí dejó Mr. de la Condamine una
lápida de mármol blanco de que abundan en las inmediaciones. Pero los nuevos dueños [de la hacienda] la
arrancaron de su lugar y le dieron un destino bien diferente del que tuvo en su origen. En lugar de perpe-
tuar la memoria y los resultados de unas observaciones que decidieron la figura de la tierra [...] servía de
puente sobre una acequia, cubierta de tierra y sepultada. ¡Qué destino! ¿Existe acaso algún genio enemigo
de este viaje célebre? Todo perece, todo se arruina por los bárbaros [...] En este estado se hallaban las
cosas cuando llegué a Cuenca. Todo mi cuidado fue el averiguar por el paradero de esta lápida preciosa,
y por el destino que le habían dado esos bárbaros [...] Pensé en pedir amistosamente se restituyese esta
alhaja a los astrónomos a quien pertenecía; pensé también en representarlo al gobierno a fin de que se
liberase del destino que se le intentaba dar y se le conservase. Pero el conocimiento que he adquirido del
carácter pleitista de estas gentes, que hacen un proceso por el ala de una mosca, el reflexionar sobre que
nada avanzaba, aún vencido este pleito astronómico, pues volvía a quedar en unas manos poco ilustradas,
y que a la vuelta de 10 años se destinaría a usos miserables y bárbaros, me hizo tomar la determinación
de apoderarme de ella y trasladarla a Bogotá” (Caldas, 1942 [1809a]: 118-119).
16
Vale la pena relatar este incidente, porque nos da un ejemplo de las complejas relaciones entre ciencia
y política. En el año de 1836, siendo presidente de la nueva República del Ecuador el señor Vicente
Rocafuerte, se resolvió rescatar las pirámides del olvido en que habían estado por casi cien años. El
interés de Rocafuerte era sin duda tratar de fortalecer los lazos comerciales con Francia, convertida en
240
Pero no sólo fueron asuntos mayores de geopolítica los que causaron fricciones
en torno a la expedición geodésica, sino también las luchas intestinas al interior de la
sociedad colonial. Cuando los franceses llegaron a Quito en 1736, el gobernador de
la provincia era don Dionisio de Alcedo y Herrera, un funcionario borbón muy culto
y de vasta erudición, quien recibió con honores a los ilustres visitantes. Sin embargo,
ese mismo año fue sustituido por un criollo procedente de la nobleza limeña, don
José de Araujo y Río, quien desde el comienzo vio con desconfianza la presencia de
los extranjeros en su territorio. Quizá debido al enfrentamiento que ya se perfilaba
por esa época entre criollos y chapetones, o tal vez por el creciente recelo con que
la nobleza criolla miraba los avatares de la política borbónica, el nuevo gobernador
mandó arrestar al científico español Antonio de Ulloa simplemente porque éste le
llamó “Vuesa Merced” en lugar de llamarle “Señoría” (Lafuente & Mazuecos, 1992:
114-115). No contento con esto, el gobernador criollo informó al virrey del Perú que
los científicos franceses, con la complicidad manifiesta de Alcedo y Herrera, habían
introducido mercancías de contrabando en sus equipajes, que ahora vendían públi-
camente en las calles de Quito. A causa de esto en Madrid hubo un juicio contra
Alcedo y Herrera por contrabando, y otro en Quito contra La Condamine por venta
ilegal de mercancías; y aunque éste último finalmente no prosperó, sí generó un clima
de hostilidad pública contra los expedicionarios. A ello contribuyó, sin duda, que a los
ese momento, junto con Inglaterra, en la potencia europea en quien tenían puestos sus ojos las elites
republicanas. Además de ordenar la restitución de las pirámides y hacer grabar en ellas una loza con-
memorativa, Rocafuerte pronuncia un discurso en el que resalta la labor científica de Francia y afirma
que la destrucción de las lozas fue producto de la “política sombría de los reyes de España”, enemigos de
la libertad y de la ciencia. Por fortuna, la gloria científica de Francia, dice Rocafuerte, ha sido restituída
por un país que escapó finalmente del “despotismo de la inquisición” y de la esclavitud colonial. La
restitución de las pirámides es símbolo entonces de la amistad que une al Ecuador con “la parte más
ilustrada del continente europeo” (Villacrés Moscoso, 1986: 123). Sin embargo, en 1856 el gobernador
de la provincia ecuatoriana del Azuay se quejó amargamente de que las pirámides habían sido “profa-
nadas por una mano atrevida”, pues los restos de la placa original fueron “sustraidos” del Ecuador en
1804 “para satisfacer la vanidad de un viajero”. Por ello, el gobernador exige al gobierno de Colombia la
pronta devolución de la pieza, que en ese momento reposaba todavía en el Observatorio Astronómico de
Bogotá. Enterado del incidente, el entonces ministro de Relaciones Exteriores de Colombia, don Lino
de Pombo, escribe una nota de protesta en la que solicita explicaciones al gobierno ecuatoriano por estas
palabras, a lo cual se responde que el gobernador de Azuay había actuado ciertamente con precipitud,
pero que en todo caso el gobierno del Ecuador solicita la devolución de la placa original. El ministro
Pombo presenta entonces un proyecto de ley al Congreso, en el que el gobierno de Colombia hace
entrega al gobierno ecuatoriano, en calidad de “donación”, de la loza original que fue “salvada” por
el “ilustre sabio granadino Francisco José de Caldas”. La ley fue finalmente aprobada en 1857 pero la
devolución de la lápida sólo tuvo lugar en 1886, año en fue llevada a la ciudad de Cuenca donde hoy
reposa (Villacrés Moscoso, 1986: 129-131).
241
ojos de la rancia nobleza quiteña, La Condamine y sus compañeros no eran más que
unos “franceses libertinos”.
Pero volvamos al punto de la relación entre ciencia y geopolítica. Hacia mediados
del siglo xviii, la frontera de los territorios pertenecientes a Francia, Portugal y España
en la región amazónica no se encontraba claramente definida. De acuerdo a la bula
de Alejandro vi en 1493, el límite entre los territorios conquistados por las coronas de
Castilla y Portugal se había fijado de acuerdo a una línea imaginaria de polo a polo que
distaba 22 grados al oeste de las islas de Cabo Verde. Todo lo que estuviera al occidente
de esa línea pertenecía a España, y lo que estuviera al oriente pertenecía a Portugal.
Sin embargo, frente a una delimitación tan imprecisa, los conflictos jurisdiccionales
entre las dos coronas se hicieron permanentes, especialmente en regiones tan poco
exploradas como el Amazonas. El asunto se complicó todavía más cuando el Tratado
de Utrecht de 1713 estableció una frontera que debía separar la Guayana francesa de
la Guayana portuguesa. Francia, como es natural, deseaba expandir sus fronteras hasta
las márgenes del río Amazonas (en esa época llamado “Marañón”), pues ello le daría
oportunidad de capturar una parte de la navegación fluvial y el comercio de esclavos.
De otro lado, las incursiones permanentes de los portugueses por el río Orinoco co-
locaban en peligro la soberanía española en las tierras que le correspondían. Así pues,
el conocimiento geográfico de la región, y en particular el conocimiento exacto de las
redes fluviales que comunicaban al Orinoco con el Amazonas y sus desembocaduras
en el Atlántico, se convirtió en una prioridad geopolítica. Y es aquí donde entra nue-
vamente en escena la figura de La Condamine.
Una vez concluidas sus labores de medición en el Ecuador, La Condamine recibe
instrucciones del gobierno francés para que emprenda el viaje de regreso a Europa
utilizando ya no la ruta habitual (Quito-Popayán-Bogotá-Cartagena), sino cruzando
por el Amazonas hasta llegar al Atlántico por el puerto de Cayena. Lo que buscaba
Francia era aprovechar la presencia de un científico como La Condamine para obtener
informaciones de primera mano sobre los recursos naturales de la región. Desde luego
que un viaje de esas características por la selva amazónica no era cosa fácil en aquellos
tiempos. Para recibir asistencia, La Condamine decide viajar acompañado por un
científico criollo, el geógrafo y matemático riobambeño Pedro Vicente Maldonado,
cuyo Mapa de la Provincia de Quito se había hecho célebre entre los especialistas de
su tiempo. Además, Maldonado era muy buen amigo de los misioneros jesuitas del
río Marañón, lo cual permitió a La Condamine tener acceso a valiosa información
geográfica y antropológica para el viaje. No sólo tuvo la oportunidad de conocer las
obras de los padres Gumilla (El Orinoco ilustrado) y Maroni (Noticias auténticas del
famoso Río Marañón), mencionadas en el capítulo anterior, sino que obtuvo de manos
242
del propio superior de las misiones el mapa original del río Amazonas trazado por el
jesuita alemán Samuel Fritz (mapa 3). Aunque el mapa databa de 1691, La Conda-
mine decidió entregarlo a las autoridades francesas en 1752, quienes se sorprendieron
de la multitud de datos aportados sobre la conexión del Amazonas con otros sistemas
hidrográficos, hasta entonces desconocidos en Europa. De hecho, fueron los detalles
suministrados por el mapa del padre Fritz –quien en su momento carecía de instru-
mentos precisos de medición– los que hicieron posible la travesía de Maldonado y La
Condamine por el Amazonas.
Mapa 3
Curso del Río Maranón de Samuel Fritz, S.J. (1691)
243
244
245
Un indio de San Joaquín de Omaguas nos dijo que tal vez encontrásemos aún
en Coari un viejo cuyo padre había visto a las amazonas. En Coari supimos que
el indio que nos indicaron había muerto, pero hablamos con su hijo, hombre de
unos setenta años de edad, que ejercía el mando de los otros indios del mismo
pueblo. Este nos aseguró que su abuelo había visto pasar, efectivamente, a di-
chas mujeres por la entrada del río Cuchivara, que venían del río Cayamé, que
desemboca en el Amazonas por el sur [...] Un indio que residía en Mortigura,
misión cercana a Pará, me ofreció enseñarme un río por donde podía llegarse,
según él decía, a poca distancia del país habitado actualmente por las amazonas
(La Condamine, 1992 [1745]: 81-82).
246
Este canal (el Orinoco), dice, será con el transcurso de los tiempos el que unirá
las partes más remotas de nuestra América con la capital de este Reino, y sus
orillas se verán seguramente algún día pobladas de ricas factorías y ciudades
comerciantes, en donde las producciones de Asia y de la Europa se reunirán
con las que de todo este Reino pueden ir por el Mamo, el Apure, el Meta y el
Guaviare al Orinoco; y las del Perú, Brasil y Paraguay por las distintas ramas
que forman el Amazonas (Caldas, 1942 [1808a]: 50).
La geografía como “ciencia rigurosa” continuaba siendo algo más que un ejercicio
de gabinete manejado por expertos. Era una ficha clave en el tablero de ajedrez sobre el
que las potencias europeas se disputaban el control del mundo. La agregación a la Nueva
Granada de las provincias aledañas al río Orinoco buscaba poner freno a la expansión
que ingleses y holandeses venían realizando en el área, utilizando los territorios de
la Guayana como cabeza de playa. Se esperaba también que esta zona selvática pudiera
convertirse en un polo de desarrollo económico para el virreinato, e incluso en una
especie de “Guantanamo Bay” o lugar de reclusión para “vagabundos, facinerosos e
incorregibles” de la madre Patria. Recordemos que en su famoso Proyecto Económico,
Bernardo Ward propuso a la Corona española el destierro definitivo de los gitanos de
la península ibérica y su desplazamiento hacia las riberas del Orinoco.17
17
El texto de Ward es el siguiente: “Para quitar de delante el mal ejemplo y evitar los prejuicios que
causan los gitanos, lo más acertado parece limpiar de una vez el Reino de toda esta casa de hombres y
mujeres, grandes y chicos, lo que se puede hacer de un modo muy piadoso y útil a España, señalando el
Rey algún paraje en América, lejos de los demás vasallos españoles, donde se podría formar una Colonia
de ellos, con esperanza de que diera bastante utilidad. Esto podría ser en las riberas del río Orinoco [...]
Igual providencia se podría tomar con los demás vagabundos, facinerosos e incorregibles, no pudiendo
hacer carrera con ellos en los Hospicios, y amenazando peligros de causar alborotos o de corromper a
los demás con su mal ejemplo” (citado por Varela y Álvarez, 1991: 101)
247
En el primer número del Semanario del Nuevo Reino de Granada, Caldas mani-
festaba que “los conocimientos geográficos son el termómetro con que se mide la
ilustración, el comercio, la agricultura y la prosperidad de un pueblo” (Caldas, 1942
[1808a]: 15). El gran proyecto de Caldas era, de hecho, convertir a la geografía en “la
base fundamental de toda especulación política” mediante la construcción de un gran
Atlas económico del Virreinato. Él imaginaba “una carta económica que, presentando de
una ojeada nuestras producciones, nuestros campos, nuestros bosques, las montañas,
la población, la riqueza y la miseria de todas las partes que la componen, pusiera al
político, al magistrado, al ministro, en estado de juzgar las cosas, de su valor y de sus
relaciones verdaderas: es lo que nos hace falta para ser felices”.19
18
Marc Augé dice que el lugar antropológico es uno de los mitos fundacionales de la etnología moderna.
De aquí surge la noción espacial de cultura, que constituirá posteriormente el objeto de estudio de una
nueva disciplina: la antropología. Es la idea de que “nacer es nacer en un lugar y tener destinado un
sitio de residencia. En este sentido, el lugar de nacimiento es constitutivo de la identidad individual”
(Augé, 2001: 59).
19
Citado por Díaz Piedrahita, 1997: 141. El resaltado es del autor.
248
20
El resaltado es del autor.
21
El estado absolutista español descansaba sobre la pretensión de que todos los habitantes del Imperio,
sin importar su sexo, raza o distinción social, eran por igual vasallos del monarca. El “pacto social” del
que se hablaba en España nada tenía que ver con el “contrato social” del que hablaban Locke y Rousseau.
La concepción absolutista del Estado estimaba que el pacto social regula solamente las obligaciones del
vasallo con su monarca y de éste con sus vasallos. Desde este punto de vista todos los vasallos, incluida
también la Iglesia, deben someterse a lo que el monarca considera pertinente a la “utilidad pública”, de
acuerdo a sus “superiores luces”. Las reformas introducidas por los Borbones no buscarán entonces des-
hacer las jerarquías sociales, sino armonizar esas jerarquías desde las políticas gubernamentales del Estado.
249
22
A pesar de que el comercio era visto tradicionalmente como un “oficio mecánico”, muchos personajes
de la nobleza criolla se inclinaron hacia este tipo de actividad para combatir la pobreza en que habían
caído. Al respecto, véase el estudio de caso que hace Renán Silva sobre el ideario comercial de la familia
de Camilo Torres en Popayán. Silva, 2002: 408-449.
250
comercio” (Vargas, 1944 [1789c]: 95). Y utilizando también una metáfora orgánica,
el abogado criollo José María Salazar compara la agricultura y el comercio con “los
dos pechos que crían y alimentan al Estado” (Salazar, 1942 [1809]: 220).
La agricultura, entendida ahora como el fundamento sobre el que se sostiene la
economía, se convierte así en objeto de estudio y reflexión filosófica por parte de la
elite criolla neogranadina. El entonces gobernador de la provincia de Santa Marta,
don Antonio de Narváez, recomienda utilizar los inmensos recursos agropecuarios de
la costa Atlántica con el argumento de que “no puede haber comercio sin agricultura
que le de frutos y materias, principalmente aquí donde no hay artes, ni fábricas que
las beneficien” (Narváez, 1965 [1778]: 20). Una política económica “científicamente
fundada” no puede comenzar por el final (ramas, hojas y frutos), sino que debe con-
centrarse en los cimientos (raíces). Por eso, antes que ocuparse de seguir extrayendo
minerales para el comercio, el gobierno debería fomentar los cultivos de trigo, cacao,
algodón y tabaco, pues ello no sólo generaría nuevas fuentes de trabajo a la población
nativa, sino que promovería la “sustitución de importaciones”.23 Como la población es
el tronco que fortalece todo el árbol, Narváez afirma que el Estado debe formular una
política poblacional que permita que cientos de potenciales trabajadores, concentrados
hasta ahora en regiones improductivas, puedan desplazarse en condiciones favorables
hacia zonas de cultivo. Las tierras, por muy ricas y fértiles que puedan ser, de nada valen
si no hay brazos suficientes que las cultiven. Al igual que Vargas, Narváez plantea la
“conexión natural” que existe entre agricultura, comercio y población, pero utilizando
ahora la metáfora de la cadena:
Pero si como queda sentado, sin agricultura no puede haber comercio, tampoco
sin población puede haber agricultura. El comercio, la agricultura y la población
son como tres eslavones, o anillos de una cadena que para formarla es necesario
que se unan y enlazen, o como los tres lados de un triángulo que con cualquiera
de ellos que falte, queda solo un ángulo o espacio abierto, que no llega a formar
figura (Narváez, 1965 [1778]: 41-42).
23
José Ignacio de Pombo escribía al respecto: “Recibimos de otras partes, y es vergonzoso el decirlo, la
azúcar, el cacao y el tabaco que consumimos, que nos llevan sumas inmensas todos los años, quando
podríamos proveer de dichos frutos a una parte considerable de la tierra si los cultivásemos, y atraernos
por ellos grandes riquezas por el comercio” (Pombo, 1965 [1810]: 194).
251
texto muy influenciado por los fisiócratas, Pombo hace referencia a los estorbos políti-
cos, morales y físicos que enfrenta el progreso de la agricultura en la Nueva Granada.
Entre los “obstaculos políticos” Pombo menciona los abusivos gravámenes fiscales del
Estado frente a productos como el tabaco, la caña y el añil, así como la falta de una
política poblacional del Estado, tal como señalara su colega Narváez. Pero entre los
muchos obstáculos que identifica Pombo, me interesa particularmente uno que hace
relación con el ya mencionado proyecto de un Atlas económico: la ausencia de una
carta geográfica de la provincia. En opinión de Pombo, resulta inútil fomentar el
poblamiento de las regiones productivas, sin antes educar al labrador en los diversos
tipos de tierras aptas para el cultivo, así como en los diferentes frutos que crecen de
acuerdo a la elevación y temperatura del terreno. Pombo afirma por ello que el
levantamiento de una carta geográfica no es algo tangencial sino fundamental para la
economía de la provincia de Cartagena (Pombo, 1965 [1810]: 139).
La carta geográfica de Pombo y el Atlas económico de Caldas son entonces proyec-
tos coincidentes. Ambos parten del mismo supuesto utilizado por los fisiócratas con
sus metáforas del árbol, los dos pechos y la cadena: la naturaleza física y la sociedad
humana no son dos ordenes diferentes sino que están gobernados por las mismas leyes
eternas, de tal modo que ciencias como la economía y la geografía distan mucho de
ser saberes marginales o inútiles para la vida pública. Por el contrario, ambas pueden
ofrecerle al Estado una información tan valiosa sobre el “en-sí” de las cosas como las
que proporciona la física. Tanto Pombo como Caldas piensan que el orden de la polis
debe reproducir con fidelidad el orden del cosmos, y que la ciencia es la clave para rea-
lizar este proyecto (cosmópolis). Por eso ambos procuran ofrecer elementos de juicio
al estadista para que éste diseñe una política económica sobre bases estrictamente
científicas. De hecho, Caldas y Pombo están convencidos de que sin un conocimiento
científico sobre la geografía de las regiones, las poblaciones y las plantas, el estadista
no podrá generar una política económica coherente y el Estado quedará condenado
a dar “palos de ciego”.
La enciclopedia geográfica intenta generar un cuadro (tableau) en el que aparezcan
todos los elementos señalados por los fisiócratas: agricultura, comercio, industria y
población. El vínculo entre estos elementos no se ofrece por sí mismo al sentido común
del político, quien tiende a considerarlos como fenómenos separados, sino que debe
ser desentrañado por la razón analítico-sintética del científico. Caldas afirma que la
relación entre ellos está dada por las leyes de la naturaleza y varía de acuerdo a la zona
climática de la que estemos hablando. Su tesis, muy semejante a la de Humboldt, es
que las variaciones de altitud conllevan cambios de temperatura que afectan el tipo
de vegetación, la fertilidad de las tierras, e incluso la calidad moral de la población
en una región determinada. La tarea del geógrafo será determinar cuáles son los
252
diferentes niveles o “pisos” ambientales (Caldas afirmaba que eran doce)24 y establecer
un sistema de clasificación en el que cada uno de ellos aparezca diferenciado de los
demás en términos de altura, humedad, temperatura, luminosidad, presión atmosférica
y composición química del suelo (mapa 4). De este modo, las variables topográficas y
climáticas establecen las fronteras del cuadro al interior del cual se dibuja el triángulo
agricultura-población-comercio.
Mapa 4
Nivelación de una montaña de Ibarra de Francisco José de Caldas
24
Escribe Caldas: “¿No sería nuevo y al mismo tiempo hermoso dividir en doce zonas, de una pulgada
en el barómetro de ancho cada una, toda la parte de la tierra que es capaz de vegetar? ¿No sería nuevo
asignar a cada planta sus límites y de un modo lacónico y exacto decir: “habita en la zona primera”, “habita
desde la tercera hasta la quinta”, y así de las demás? Yo he proyectado unas nivelaciones barométrico-
botánicas semejantes a las que el señor barón de Humboldt ha construido, con el solo objeto de dar idea
de las diversas alturas del terreno. Las divido en doce zonas que no serán iguales en anchura, porque las
superiores irán gradualmente aumentando su elevación, y coloco en cada una las plantas que vegetan en
ella” (Caldas, 1942 [1810b]: 190).
253
Sin embargo, el dedo que señala con exactitud el lugar que debe ocupar la agricultu-
ra en relación con la población y el comercio, no es el del político sino el del científico.
Caldas hace memoria del esfuerzo hecho por el virrey Flórez en 1777 para promover
el cultivo de la cochinilla en la Nueva Granada, intento que no encontró recepción
alguna entre propietarios y agricultores. Esto prueba que por muy buenas intencio-
nes que tenga un gobernante, por muy ilustrada que sea su política económica, será
incapaz de desterrar las antiguas prácticas agrícolas con el sólo poder de los decretos.
Para lograrlo se requiere una educación sistemática de los campesinos, que debe ser
llevada a cabo por un “cuerpo de patriotas sabios”. Caldas se refiere concretamente a
25
Aunque Caldas no lo menciona explícitamente, este principio se aplica también para la importación
de grupos poblacionales “aptos” para el desarrollo industrial y comercial del país, que vendrían a sustituir
a las poblaciones negras, indígenas o mestizas, tal como ocurriría durante el siglo xix en varias regiones
de América Latina.
254
la fundación de una Sociedad de Amigos del País, semejante a las que ya florecían en
España, cuya tarea sería establecer y difundir los ramos del comercio, la agricultura y
la industria. La política económica del virreinato debe ser entonces un proyecto con-
junto en el que trabajen tanto el científico como el político, cada uno asumiendo su
propia función: “los sabios deben aliviar al gobierno en esta parte, y el gobierno debe
prestarles sus auxilios y toda su protección” (Caldas, 1942 [1810a]: 162).26
Pero el artículo publicado por Caldas en 1810, es decir 25 años después de haber
sido fundada la primera Sociedad Económica en Madrid por Campomanes, es una
prueba de que ese proyecto había fracasado definitivamente en la Nueva Granada.
Mientras que en España, para 1791 existían ya por lo menos 68 Sociedades, y por
esa misma época en ciudades coloniales como México, La Habana y Buenos Aires
también funcionaban algunas, en la Nueva Granada las Sociedades no pasaron de ser
otra cosa que “un bello pensamiento” (Caldas, 1942 [1810a]: 163). Ya desde 1784
algunas personas interesadas, en su mayoría militares y hacendados, habían querido
fundar una Sociedad Económica en la ciudad intermedia de Mompox y solicitaron al
gobierno central una licencia de funcionamiento, pero sin recibir apoyo alguno. Luego
en 1801 el virrey Pedro Mendinueta, instigado por personajes influyentes como Mutis
y Tadeo Lozano, expidió finalmente la licencia que aprobaba el funcionamiento de
una Sociedad Económica en la ciudad de Bogotá. La primera junta, realizada en la casa
del propio Mutis, designó a un comité de miembros prominentes para que redactara
los estatutos de la Sociedad, conforme al modelo de las Sociedades peninsulares. Pero
aunque los estatutos fueron aprobados por Mendinueta en 1802, la Sociedad nunca
fue operativa, debido quizás a los temores expresados por Mutis de que pudiera
convertirse en un foco de inconformidad y resistencia criolla frente a las políticas
económicas del imperio (Jones Shafer, 1958: 237-238).
Vale la pena, sin embargo, recoger aquí las opiniones de aquellos pensadores que
apoyaron la fundación de una Sociedad Económica de amigos del país en Bogotá,
puesto que este proyecto representaba, por así decirlo, la institucionalización de las ideas
geográficas de Caldas. En el capítulo tres veíamos como ya desde 1791, don Manuel
del Socorro Rodríguez se había convertido en un ardiente defensor de la creación de
un hospicio de pobres y de una Sociedad Económica en Bogotá, como medios para
superar la decadencia moral en que había caído la ciudad. Para Rodríguez, una de
26
Caldas está pensando en una autonomía relativa de las sociedades económicas que jamás se llevó a
cabo en el Imperio español. Las sociedades de amigos del país fundadas en España durante el siglo xviii
estuvieron siempre bajo control directo del gobierno y sometidas a los imperativos económicos de su
política exterior (Jones Shafer, 1958). La no participación de los criollos en la política económica
del Estado, también reclamada por Camilo Torres en su Memorial de Agravios, fue una de las causas del
malestar que se generó en las colonias contra España hacia comienzos del siglo xix.
255
las funciones centrales de la Sociedad debía ser ocuparse de estudiar los medios para
desterrar la pobreza, el ocio y la mendicidad de la Nueva Granada. Actuando a la
manera de una “junta de policía”, la Sociedad debía organizar censos para establecer
el número de vagos que recorrían la ciudad, debía implementar los medios adecuados
para “recogerlos” y ocuparse del montaje de talleres donde pudieran aprender un ofi-
cio “útil a la patria” (Rodríguez, 1978 [1791]: 97). También el criollo Diego Martín
Tanco afirmaba que una Sociedad de Amigos del País debe poner toda su atención
en la extirpación de la ociosidad y el fomento de la población económicamente activa
del Reino, ya que “un país de vagamundos lo será siempre de pobres” (Tanco, 1978
[1792]: 185). Para lograr este objetivo, la Sociedad Económica debe excluir “toda
idea de nobleza, elevado nacimiento, descendencias ilustres y honoríficos empleos”,
y en su lugar debe preferir “el talento, la aplicación, el juicio y la providad” (194). En
otras palabras, Tanco piensa que la sociedad no debe estar compuesta de aristócratas,
con su desprecio del trabajo manual y del comercio, sino de individuos capaces de
estimular los tres ramos centrales de la vida económica: la agricultura, las artes y el
comercio, sin otorgar prioridad a ninguno de ellos.27
En esta misma dirección, aunque dejando de lado cualquier referencia a la función
policial de las Sociedades Económicas, avanza la opinión del corregidor de Zipaquirá,
don Pedro Fermín de Vargas. En sus Pensamientos políticos sobre la agricultura, comercio
y minas del Virreinato de Santafé de Bogotá, el pensador criollo afirma que “el primer
medio que se presenta para el adelantamiento de la agricultura y el único que debe
emplearse desde luego, es el establecimiento de una Sociedad Económica de Amigos
del País, a imitación de las muchas que hay en España” (Vargas, 1986 [1789b]: 29-30).
Esta Sociedad debe estar compuesta de un “cuerpo patriótico” encargado de viajar
a Europa y comprar máquinas indispensables para el fomento de la agricultura, así
como de estimular a través de concursos la redacción de tratados científicos sobre el
mejor modo de cultivar el trigo, el añil, el cacao, el algodón y otros muchos produc-
tos agropecuarios. Vargas, al igual que Tanco, piensa, sin embargo, que la Sociedad
27
Tanco está polemizando con aquellos aristócratas criollos que, en la línea de Mirabeau, soñaban con
una economía estrictamente agrícola, e incluso afirmaban, de forma casi rousseauniana, que el comercio
era la causa de la decadencia moral de la sociedad. Tanco parece referirse en concreto a la ya mencionada
Disertación sobre la agricultura, publicada unos meses antes en el Papel periódico por don Luis de Asti-
garraza, en donde aparecían frases como ésta: “La verdura de los campos, el canto y la sencillez de los
páxaros, la recompensa de la tierra al trabajo del labrador, y todo aquel natural modo de vivir, la infunden
amor ácia el Criador y caridad ácia los hombres. En el campo es donde mas desocupado está nuestro
entendimiento para conocer y álabar la suprema omnipotencia de Dios: allí es donde se pasa el tiempo
con utilidad [...] Al contrario sucede en las Ciudades y Cortes. En ellas está el entendimiento distraído
en inútiles diversiones, y aflixido con objetos mundanos; está olvidado regularmente de su Criador, y se
acuerda muy poco de su último fin” (Astigárraza, 1978 [1792]: 34-35).
256
Económica no debe descuidar el fomento del comercio, porque “un país compuesto
de labradores y destituido de tráfico será el más pobre de cuantos se conocen” (35).
Pero quizá la opinión mejor sustentada sobre la conveniencia de fundar una Socie-
dad Económica de Amigos del País fue la del aristócrata criollo Jorge Tadeo Lozano,
uno de los mayores impulsores del proyecto. Bajo el curioso seudónimo de “el indio de
Bogotá”, Lozano expone sus ideas en varios números de su propio periódico, el Correo
curioso, erudito, económico y mercantil de la ciudad de Santafé de Bogotá. Aunque toma
de los fisiócratas la tesis de que la agricultura es “la primera y más noble de todas las
artes”, Lozano concuerda con Vargas y Tanco en que el fomento de la agricultura debe
ir acompañado por el desarrollo del comercio. Con este fin propone la creación
de una “Compañía patriótica de comercio” cuya función sería hacer del comerciante
algo más que un simple mercader, elevándolo a la categoría de “profesional” (Lozano,
1993 [1801b]: 107).28 Por ello, uno de los objetivos centrales de la sociedad económica
debe ser la dignificación de los oficios considerados “viles” por la nobleza, buscando
modificar la escala de valores derivada de la sociedad hispano-colonial y encaminarla
hacia una estimación positiva del trabajo productivo:
28
Para Lozano, el comercio no es una actividad despreciable, propia de los estratos bajos de la sociedad,
sino que es “un arte práctico comprehensivo de muchas reglas y combinaciones” (Lozano, 1993 [1801a]:
107). El comercio, antes que un oficio, es una ciencia.
29
El resaltado es del autor.
257
Pero aunque el proyecto de la sociedad económica de amigos del país nunca fue rea-
lidad en la Nueva Granada, sí lo fueron en cambio las políticas poblacionales diseñadas
por el gobierno borbón. Durante la administración del rey Carlos iii (1759-1789) se
dio inicio a una política de reorganización espacial, cuyos primeros pasos habían sido
30
Los editores del Correo curioso ofrecieron un premio de una onza de oro al autor de este calendario rural
y el ganador, al parecer, fue Caldas, quien lo presentó bajo el sinónimo de “Silvio” (Pacheco 1984: 84).
258
ya dados con la creación del Virreinato de la Nueva Granada en 1739. Con esta re-
organización territorial y político-administrativa se buscaba lograr un objetivo doble:
en primer lugar, garantizar la defensa militar del imperio ante las contínuas amenazas
del exterior (ataques ingleses) y del interior (ataques de indígenas y cimarrones); y en
segundo lugar, ejercer control sobre los pobladores dispersos, aquellos que habitaban
“zonas vacías” y poco productivas, con el fin de reubicarlos en centros de producción
agrícola. Asesorados por su equipo de fisiócratas y tecnócratas, los Borbones querían
aprovechar al máximo la fuerza de trabajo de la población económicamente activa,
concentrándola en áreas donde pudieran laborar como agricultores o artesanos.
Combatir el “sedentarismo y trashumancia” de la población era entonces uno de los
objetivos centrales de la política territorial borbona (Herrera Ángel, 2002: 66).
En la Nueva Granada, sin embargo, aunque tales políticas fueron acogidas con en-
tusiasmo por un sector de la elite criolla, también se veía con pesimismo la posibilidad
de llevarlas a cabo con el tipo de población existente. La tesis ambientalista prevaleciente
entre los ilustrados criollos sostenía que entre el lugar geográfico y el lugar antropológico
existía una relación de correspondencia directa. Como en el caso de las plantas y los
animales, también la caracterología de las poblaciones variaba según la humedad, altura,
presión atmosférica y condiciones climáticas del territorio que habitan. Desde este
punto de vista, varios pensadores insistieron en la necesidad de realizar una especie de
“transfusión de sangres” en el hábitat poblacional de la Nueva Granada.
Ya veíamos cómo el economista criollo Antonio de Narváez afirmaba que sin una
política poblacional no sería posible desarrollar la agricultura y el comercio en las pro-
vincias de Santa Marta y Riohacha. El aumento de la población en áreas especialmente
ricas para la agricultura era pues un imperativo de primer orden, pero Narváez advierte
que no cualquier tipo de gentes resulta útil para llevar a cabo esta política. Teniendo
en cuenta la influencia del clima en los hábitos laborales y hasta en las capacidades
mentales de los hombres, Narváez piensa que la población existente en la provincia
no es apta para desarrollar la economía de la región:
259
más templados, benignos y secos, no pueden resistir tanto los trabajos penosos
y fuertes de la labranza en este clima ardiente y al mismo tiempo húmedo
(Narváez, 1965 [1778]: 45-46).
260
étnicas y geográficas, los indios son completamente inadecuados para el trabajo dis-
ciplinado y productivo que exigen los nuevos tiempos. En opinión de Pedro Fermín de
Vargas, la estrategia para deshacerse de estas “poblaciones indeseadas” no es sustituirlas
por otras más aptas provenientes del extranjero, como sugería Narváez, o desterrarlas a
un lugar lejano en el espacio, como quería Bernardo Ward, sino “cruzarlas” con una
raza superior con el fin de eliminar para siempre todas sus características negativas:
31
El resaltado es del autor.
261
mestizaje, al cual hice alusión en el capítulo segundo, pero también, y sobre todo, por
la importancia que empezó a adquirir la economía de la hacienda.
En efecto, con el acelerado proceso de mestizaje y el paulatino despoblamiento de
los resguardos indígenas, sumado esto a la crisis de la economía minera (producto
de cambios geopolíticos y económicos a nivel internacional), la hacienda empezó
a convertirse en el centro de las actividades comerciales de la Nueva Granada en
el siglo xviii. Muchos indígenas, buscando escapar del tributo, se hacían pasar por
campesinos mestizos con el fin de poder ser contratados en las haciendas. De hecho,
el mestizo gozaba de muchas prerrogativas que no tenían los indios: podía movi-
lizarse libremente, comprar, vender y trabajar como “peón” en las fincas, ya que no
había ninguna legislación que especificara sus funciones. Si a ello se agrega el apoyo
del Estado a las actividades económicas del sector agropecuario (a través de las
ideas fisiocráticas) y la liberación que hizo de la mano de obra mestiza con el
fin de poder ser absorbida por la hacienda, vemos entonces que la tesis de Pedro
Fermín de Vargas sobre la extinción de la población indígena fue algo más que una
proposición filosófica. La liquidación de los resguardos (vistos ahora como terrenos
“improductivos”) y el creciente proceso de mestizaje trajeron consigo la crisis de un
sistema económico en el que, por lo menos, el indígena podía conservar legalmente
sus formas de organización comunitaria. En nombre de la Ilustración y el progreso,
la indeseada población indígena no sólo perdió sus vínculos tradicionales con la
tierra, sino también la protección jurídica que hasta entonces le otorgaba la Corona
(González, 1992: 115-124). Hasta los ilustrados españoles Jorge Juan y Antonio de
Ulloa, al ver la miserable situación laboral en que habían quedado los indios con
la crisis de los resguardos, prefieren moderar un poco su juicio respecto de la supuesta
incapacidad natural de estas poblaciones para el trabajo:
Es innegable que en los tiempos presentes demuestran los indios muy poca
afición al trabajo, porque naturalmente son lentos, dejados y espaciosos; pero
también es cierto que quando conocen utilidad propia, su pereza no les sirve de
estorbo. Las reglas de gobierno y economía de aquellos payses están instituidas
sobre un pie tan malo para los indios, que siendo igual la utilidad que les resulta
de trabajar, ó de no hacer nada, no es extraño el que su flaqueza se incline más
al lado de la pereza que al de la actividad. Este no es un vicio exclusivamente
índico, es connatural á todos los hombres; examinense las naciones mas cultas
del mundo y no se hallará entre todas una que se esfuerze en los trabajos é
industria sin el incentivo de algún adelantamiento; y todas aquellas que vemos
mas laboriosas, son las que mas se estimulan de la utilidad. Para los indios es
lo mismo ganar dinero á costa de su sudor y fatiga que no ganarlo, porque el
interés que resulta de ello es tan pasagero en sus manos que nunca llega el caso
262
263
32
A este respecto, Humboldt escribe lo siguiente: “La extensión de la agricultura, sus objetos diversificados
según el carácter, según las costumbres, y frecuentemente según las imaginaciones supersticiosas de los
pueblos, la influencia del alimento más o menos estimulante sobre la energía de las pasiones, la historia
de las navegaciones y las guerras emprendidas para conseguir producciones del reino vegetal, son otras
tantas consideraciones que ligan la Geografía de las plantas con la historia política y moral del hombre”
(Humboldt, 1942 [1808]: 49).
264
los productos de la tierra según sea la relación de esos productos con el medio físico.
Por el contrario, Caldas expresa desde el comienzo que su enciclopedia geográfica no
sólo abarca la influencia del clima sobre los reinos animal y vegetal, sino sobre todos
los “seres organizados” en general, incluyendo con ello a las distintas razas humanas.
En efecto, Caldas establece una correspondencia directa entre la geografía de
un territorio y el carácter moral de sus habitantes. Las diferencias de altura, presión
atmosférica, tempertura del aire y composición química de la atmósfera, tienen con-
secuencias directas para la moral de las personas, por lo tanto para la economía de
una región, pues ello afecta los hábitos de trabajo, la inteligencia y la práctica de la
virtud. Sin embargo, Caldas deja muy claro que aunque su posición es ambientalista,
no es determinista ni mucho menos materialista, porque no mira al hombre sólo como
cuerpo y tampoco le concede a la geografía un imperio ilimitado sobre la voluntad.
Acepta, como Descartes, el postulado cristiano según el cual, el ser humano es un
compuesto de dos sustancias, el cuerpo y el alma, lo cual significa que “el cuerpo del
hombre, como el de todos los animales, está sujeto a todas las leyes de la materia”
(Caldas, 1942 [1808b]: 139). Pero en tanto que alma, existe en el hombre una di-
mensión que no responde a la lógica de una máquina, escapando por ello al imperio
de la naturaleza y convirtiéndole en un ser libre. La conclusión de Caldas es que “el
clima influye, es verdad, pero aumentando o disminuyendo solamente los estímulos
de la máquina [el cuerpo], quedando siempre nuestra voluntad libre para abrazar el
bien o el mal. La virtud y el vicio siempre serán el resultado de nuestra elección en
todas las temperaturas y en todas las latitudes” (140).
No obstante, la lectura del texto de Caldas deja la impresión de que su concesión
al influjo del medio ambiente sobre la inteligencia y la moral es mucho mayor de lo
que él mismo quisiera reconocer, sobre todo cuando esa influencia tiene que ver con la
constitución biológica y racial de las personas. Considérese por ejemplo el siguiente pasaje:
265
Simple, sin talentos, solo se ocupa de los objetos presentes. Las imperiosas
necesidades de la naturaleza son seguidas sin moderación y sin freno. Lascivo
hasta la brutalidad, se entrega sin reserva al comercio de las mujeres. Estas, tal
vez más licenciosas, hacen de rameras sin rubor y sin remordimientos. Ocioso,
apenas conoce las comodidades de la vida, a pesar de poseer un país fértil [...]
Vengativo, cruel, celoso con sus compatriotas, permite al Europeo el uso de su
mujer y de sus hijas. Ñame, plátano, maíz, he aquí el objeto de sus trabajos y
el producto de su miserable agricultura (Caldas, 1942 [1808b]: 147).
266
Acerca de la horrenda esclavitud impuesta sobre los negros por sus amos europeos,
del cruel abuso que han hecho estos de sus mujeres y de los prejuicios étnicos que
atraviesan sus propias palabras, nada nos dice el “sabio Caldas”. La observación y la
experiencia, elementos centrales del método de la ciencia moderna, le han permitido
colocarse en un punto cero de observación y elevarse por encima de su propia doxa.
Por eso, y de forma paradójica, Caldas cree estar describiendo una situación objetiva,
que nada tiene que ver con las decisiones de los hombres. De muy poco serviría que
el gobierno implementara programas de educación para los negros en las costas o que
decidiera instruirlos sobre las nuevas técnicas de la agricultura. Los condicionamien-
tos fisiológicos y climáticos pesarían demasiado sobre su capacidad de aprendizaje.
La sugerencia latente de Caldas es que las políticas educativas del Estado deberían
concentrarse en las poblaciones que habitan las zonas más templadas del Virreinato,
es decir en los Andes, pues allí existe una mayor posibilidad de superar el deter-
minismo de la naturaleza. En este sentido, el historiador Alfonso Múnera tiene razón
cuando afirma que el texto de Caldas favorece un imaginario centralista y “cachaco” de
nación, en el que la civilización y el progreso son posibles únicamente en la serenidad
de las montañas andinas (Múnera, 1998: 54).
En efecto, la cordillera de los Andes, con su alternancia entre los tiempos húmedos
y secos, su abundancia de pastos y sus montañas apacibles, resulta mucho más favora-
ble para el desarrollo de las capacidades intelectuales y morales de la población. “Los
pueblos que la habitan son agricultores, industriosos y sagaces [...] Aquí el hombre,
bajo de un clima sereno y con ocupaciones más análogas a su constitución, se ha
multiplicado maravillosamente”. “Hombres robustos, mujeres hermosas de bellos
colores, son el patrimonio de este suelo feliz” (Caldas, 1942 [1808a]: 29; 20). Nótese
que Caldas está incluyendo en esta descripción a la población indígena y mestiza,
lo cual confirma lo anotado más arriba para el caso de los negros: los indios no son
una raza inmoral por naturaleza, sino que el desarrollo de sus facultades depende en
buena parte de su hábitat geográfico. Por eso Caldas introduce una distinción entre
los indios que viven en los Andes y los que viven en zonas cálidas o selváticas. Mien-
tras que estos son “salvajes” que viven de la caza y la pesca, aquellos son “civilizados”
porque practican la agricultura y “viven bajo las leyes suaves y humanas del monarca
español”. Incluso Caldas afirma que los indios de los Andes son “más blancos”
que los indios de la costa, porque la cordillera los protege del viento continuo del
oriente y “pasan sus días en un país donde reina una calma perfecta, que el menor
soplo jamás ha interrumpido” (1942 [1808b]:156). Cita como ejemplo el caso de
las comunidades indígenas de Otavalo, al pie del nevado Cotacache, que ocupan
sus días en actividades industriosas y tienen la piel blanca, a diferencia de los otros
indios del virreinato que la tienen rojiza (157).
267
Que los Andes son una zona más propicia para la humanización de las castas, lo
prueba el hecho de que aún los mulatos que viven allí son mucho más mesurados en
sus costumbres (y ¡más blancos!) que sus similares de las costas. Según Caldas,
Estos [los mulatos] son más blancos y de carácter más dulce. Las mujeres tienen
belleza, y se vuelven a ver los rasgos y los perfiles delicados de este sexo. El pudor,
el recato, el vestido, las ocupaciones domésticas, recobran todos sus derechos.
Aquí no hay intrepidez, no se lucha con las ondas y con las fieras. Los campos,
las mieses, los rebaños, la dulce paz, los frutos de la tierra, los bienes de una vida
sedentaria y laboriosa están derramados sobre los Andes [...] El amor, esta zona
tórrida del corazón humano, no tiene esos furores, esas crueldades, ese carácter
sanguinario y feroz del mulato de la costa. Aquí se ha puesto en equilibrio con
el clima, aquí las perfidias se lloran, se cantan, y toman el idioma sublime y
patético de la poesía [...] Las castas todas han cedido a la benigna influencia del
clima, y el morador de nuestra cordillera se distingue del que está a sus pies por
caracteres brillantes y decididos (Caldas, 1942 [1808b]: 166-167).
Pero no fue Caldas el único que defendía la tesis ambientalista y sus consecuen-
cias andinistas. También el pensador criollo Francisco Antonio Ulloa sostenía que la
geografía de los Andes ejercía una influencia positiva sobre el desarrollo moral de
las personas.33 En su Ensayo sobre el influxo del clima en la educación física y moral del
hombre del Nuevo Reyno de Granada, escrito en 1808, Ulloa confirma la tesis de Caldas
en el sentido de que el clima frío de la cordillera estimula más el desarrollo de la
inteligencia que el clima ardiente de las costas. A medida que se va subiendo desde
el nivel del mar hasta la cordillera, también aumenta el grado de perfección física
y moral de los habitantes. Al nivel del mar encontramos “unos hombres colosales,
pálidos, descarnados y lánguidos, teñidos con el color del cobre, sin energía ni viveza
en sus movimientos, y que apenas parecen estar animados [...] Jamás saldrán de esas
regiones de fuego un poeta, un orador, un músico, un pintor, ni ningún genio atrevido,
capaz de honrar a su país” (Ulloa, 1808: 294). En cambio, en las alturas de los Andes
todo parece ser diferente. Allí hasta los animales són más esforzados y corpulentos,
los árboles más majestuosos y la vegetación más pródiga que en las regiones cálidas.
La parte media de los Andes parece ser una zona semejante a la que describía Virgilio
en sus poemas: “la más oportuna habitación para el hombre”:
33
Ulloa da el crédito a Caldas de haber sido el primero que reflexionó sistemáticamente sobre este tema:
“Sin embargo de que otra pluma há trazado ya quadros valientes sobre el influxo del clima en los seres
organizados de nuestro Reyno, yo voy á tirar mis pinceladas sobre estos mismos objetos, en cuanto
convienen con el fin que me hé propuesto” (Ulloa, 1942 [1808]: 292-293).
268
269
!Quantas veces he visto yo á un niño tomando el pecho de una fiera que tem-
plaba de cólera! ¡Quantas veces he visto que una nodriza enferma, o cargada
de embriaguez, alimentaba con su leche nociva á un niño que nació hermoso
como un amor [...] Es verdad que en los primeros momentos no se advierten las
funestas consequencias que causa en la máquina de los niños una leche morbo-
sa. Pero el tiempo descubre todas estas semillas y les prepara una vida llena de
enfermedades [...] El gérmen de las enfermedades que lleva la leche perniciosa
se mantiene escondido por largo tiempo, como sucede con el de las enfer-
medades hereditarias o con ciertas sustancias venenosas, que introducidas
en el cuerpo humano, quedan ociosas y dormidas por algún tiempo hasta
que se despiertan y resucitan quando menos se piensan (Ulloa, 1808: 315).34
34
Este argumento de Ulloa contra las castas es el mismo que utilizaban los españoles contra los criollos,
quienes reclamaban superioridad sobre estos porque eran amamantados por mujeres indias o negras, lo
cual les dejaba proclives a “heredar” todos sus defectos raciales: “el que mama leche mentirosa, saldrá
mentiroso” (Lavallé 1990: 123). Como se verá luego, el argumento era utilizado también por de Paw,
Robertson y otros filósofos europeos para mostrar la inferioridad de todos los habitantes de América.
270
deberían comer pescado (alimento preferido por el “pueblo bajo”) ya que refuerza las
tendencias naturales del organismo en esas regiones ardientes: arruina la imaginación
y desordena los nervios. Más bien deberían adoptar el régimen que impuso Licurgo
a los espartanos: comer muchos vegetales para estimular la disciplina. Además de
tener que dormir poco y volverse casi vegetarianos, los niños de tierra caliente no
deberían comer tanto, pues esto aumenta su tendencia natural a la transpiración.
Deberían más bien seguir el ejemplo de los jovenes soldados romanos, que sólo comían
una vez al día y sin embargo permanecían fuertes y corajudos (Ulloa, 1808: 333-335).
No obstante, para evitar que la transpiración y el calor debilite sus cuerpos y les haga
desfallecer, Ulloa recomienda que en las escuelas se les de a beber mucha leche o, en
su lugar, “un poco de vino aguado, que vivifica y reanima” (346).
Las políticas educativas del Estado tendrán que basarse también en las diferentes
disposiciones naturales de los niños, según la variación climática. Ya que las personas
de climas temperados como los Andes poseen mayor sensibilidad para las artes, el
Estado debería crear allí escuelas donde se impartieran clases de arquitectura, pintura
y dibujo.35 Y como nada es mejor que combinar las bellas artes con el aprendizaje de
la historia natural, Ulloa recomienda que las escuelas andinas incorporen en su pen-
sum los métodos de diseño elaborados por el holandés Camper. Este maestro europeo
hacía que sus dibujantes y escultores tomaran como modelo las cabezas de animales
y hombres de distintas razas, con el fin de apreciar las diferencias y semejanzas entre
sus fisonomías. Ulloa se atreve incluso a reproducir el siguiente fragmento de Camper
porque lo considera “muy útil”:
35
Ulloa se queja de que en Bogotá no exista todavía una escuela pública de bellas artes, y que las pocas
clases de dibujo se dicten sólo a las mujeres que estudian en el colegio de la Enseñanza. Sin embargo,
afirma que el talento natural de “cierto joven muy recomendable de esta capital”, cuyo nombre omite,
“es una prueba de que se puede progresar en el dibujo aun cuando no tengamos maestros” (Ulloa, 1806:
353). El clima frío, por naturaleza, produce genios en potencia para las artes.
271
No sobra decir que más allá de las connotaciones abiertamente racistas de este
fragmento, se revela también una concepción “blanca” y helenocéntrica de lo que
significa la belleza. Ulloa que, como todos los criollos ilustrados, tenía incorporado
en su habitus el discurso de la limpieza de sangre, pensaba que el ideal de belleza física
lo habían establecido para siempre los escultores grecolatinos y por eso afirma que
Camper, al igual que Winkelman, toma el modelo griego como fundamento de la
estética (Ulloa, 1806: 355).
Finalizaré esta sección diciendo que tanto Caldas como Ulloa pensaban que el cli-
ma ejercía una influencia, positiva o negativa, sobre el carácter moral de las personas,
pero también creían que las influencias negativas podrían corregirse y las positivas
potenciarse a través de una política científicamente dirigida. En este sentido, ambos
quieren desmarcarse de la sospecha de “determinismo geográfico” levantada por su
colega Diego Martín Tanco, quien en una carta dirigida al editor del Semanario del
Nuevo Reino de Granada, y en polémica directa contra Caldas, sostenía que no eran
el clima y la raza los factores a tener en cuenta en la moral de la población neogra-
nadina, sino la falta de educación y la carencia de una buena política (Tanco, 1942
[1808a]: 61-68).36 Pero si en algo coincidían Tanco, Caldas y Ulloa era precisamente
en la necesidad de dar a la política un fundamento científico, y en su aspiración de
colocar al “sabio criollo” en una posición de autoridad moral e intelectual por encima
del político español.
Decíamos que la construcción del lugar antropológico fue una de las estrategias
de mapeo poblacional más difundidas en el Siglo de las Luces. Asignar a determi-
nados grupos humanos una identidad colectiva estrechamente ligada con el territorio,
coadyuvaba en últimas a las pretensiones imperiales de organizar o “estriar” el espacio
de las colonias. Pero no sólo era España la interesada en este tipo de mapeo, sino
36
Tanco resume su postura de este modo: “que no es el clima el que forma la moral de los hombres,
sino la opinión y la educación, y tal es su poder, que ellas triunfarán siempre en las latitudes, y aun
del temperamento de cada individuo [...] En una palabra: el clima, los alimentos, la nación, la familia,
el temperamento, no determinan absolutamente al hombre a abrazar el vicio o la virtud; todos y en todas
partes son libres en hacer la elección. Esta es mi opinión y la de aquellos a quienes sigo: mi razón me
persuade que la contraria es inductiva de un error moral; porque dándole al clima y a los alimentos una
influencia tan absoluta como poderosa, ni el vicio ni la virtud serían en el hombre unas acciones por las
cuales merecería castigo ni premio” (Tanco, 1941 [1808a]: 67-68).
272
La tesis de que la geografía tiene una influencia decisiva sobre la moral y la inte-
ligencia no proviene de la “modernidad segunda” (siglo xviii) sino de la “modernidad
primera” (siglos xvi y xvii).37 Recordemos que uno de los argumentos de fray Bartolomé
de las Casas a favor de los indios americanos, en su polémica con Sepúlveda, era que la
“habilidad natural de buenos entendimientos” depende en parte de “la disposición y
calidad de la región” y de “la clemencia y suavidad de los tiempos”. Vale la pena citar
el pasaje donde Las Casas describe las seis causas naturales que favorecen el desarrollo
de la racionalidad y la moral:
37
Véanse las reflexiones que se han hecho sobre estas dos categorías en el capítulo primero.
273
Las Casas concluye de esto que la naturaleza americana es capaz de producir seres
racionales y no simplemente “homúnculos” como sostenía Sepúlveda. La tesis de éste,
recordémoslo también, era que los indios pueden ser legítimamente esclavizados debido
a que son seres manifiestamente inferiores a los europeos en cuanto a su capacidad
física, moral e intelectual. De la polémica entre los dos pensadores españoles podemos
concluir que colonialismo y ambientalismo se encontraban hermanados desde el siglo
xvi, por lo que cuando Buffon y sus colegas esgrimían el argumento de la inferioridad
del hombre americano, se encontraban pisando un territorio epistémico ya conocido.
La diferencia es que mientras que Las Casas y Sepúlveda pensaban la superioridad o
inferioridad de las razas en términos sincrónicos, los ilustrados del siglo xviii la pensaban
en términos diacrónicos, introduciendo la variable del tiempo como criterio de juicio.
En este caso, la inferioridad de América no se funda en una diferencia ontológica sino
en una diferencia histórica que permite eliminar la coexistencia espacial de sociedades
diferentes en nombre de una linealidad temporal y progresiva, en cuya vanguardia se
encontraba la Europa moderna. El hombre americano puede y debe ser colonizado
porque se halla en una etapa evolutiva inferior a la experimentada actualmente por
el hombre europeo. Este, por su parte, tiene la misión y la responsabilidad moral de
llevar la civilización a todos los rincones del planeta, favoreciendo así la paulatina
“humanización de la humanidad”. Lo que hará Buffon será pensar la superioridad
europea en términos de una historia de la tierra, en donde la influencia geográfica se
constituye en el eje de la argumentación.
En efecto, fue Buffon quien por primera vez elaboró una teoría de la tierra que
buscaba explicar los sucesivos cambios geológicos y climáticos sufridos por el planeta
desde su formación hasta el presente, y fue el primero en concluir, sobre esta base, que
la naturaleza americana es abiertamente hostil al desarrollo de la civilización. Cuando
Buffon escribe en 1779 Las épocas de la naturaleza, llevaba ya varios años trabajando en
una enciclopédica teoría natural de la tierra (nueve volúmenes) que le había colocado
en serias dificultades con los teólogos de La Sorbona. Las explicaciones científicas
del Conde no concordaban con los siete días bíblicos en los que supuestamente Dios
había creado el universo. Para Buffon, la historia geológica y climática de la tierra
había comenzado hacía unos 76 mil años –y no en el año 4004 antes de Cristo, como
274
se creía en los círculos teológicos– y había pasado por siete épocas que iban desde la
formación de su figura actual, hasta el surgimiento de la civilización. Su tesis es que
no es posible entender la civilización humana sin entender antes la historia de las con-
diciones geológicas que le han servido como condición de posibilidad. Buffon supone
que la civilización es resultado de un largo proceso que comienza cuando la tierra,
al igual que los otros planetas, se encontraba en un estado primitivo de licuefacción
(Buffon, 1997 [1779]: 272). Durante esa primera época, y como consecuencia de
su mayor proximidad al sol, la tierra giraba más rápido sobre su eje que los planetas
exteriores y adquirió por ello la figura recién descubierta por La Condamine y sus
colegas de la expedición geodésica: un globo achatado en los polos e hinchado en el
Ecuador. Este primer hecho determinará el sucesivo desarrollo climático del planeta,
incluyendo el nacimiento de la civilización.
Transcurridos, según los modestos cálculos de Buffon, dos mil novecientos treinta
y seis años, se dio inicio a una segunda época, marcada por la progresiva solidificación
del globo y la formación de las primeras cadenas montañosas. Puesto que el globo no
es una esfera perfecta y que la acción del sol es mayor en el Ecuador que en los polos,
cabe suponer que las regiones septentrionales se enfriaron antes que las meridionales,
por lo que fue allí que se crearon las mejores condiciones para el florecimiento de la
vida y de su medio natural: el agua. Un vasto mar formado alrededor de los polos se
fue extendiendo hasta invadir toda la superficie del planeta, colocando a la tierra entera
bajo el imperio del mar, dando inicio a la tercera época. Prueba de este diluvio universal
son las conchas marinas que se han encontrado en las cimas de las montañas más altas
y que, sin duda, “pueden ser considerados como los primeros habitantes del globo”
(Buffon, 1997 [1779]: 215). Me interesa particularmente la cuarta época, porque es
allí cuando, según Buffon, se dieron las condiciones para la emergencia de la fauna
terrestre y, particularmente, de los animales gigantescos. Su tesis es que las aguas no se
retiraron de la superficie terrestre de forma homogénea, sino que lo hicieron primero
en las regiones del norte: las altas montañas de Siberia, todo el territorio de Europa y
vastos sectores de Asia. Por eso fueron estas tierras secas del norte las primeras en ser
fecundadas por la vida, lo cual explica su inmensa superioridad vital sobre las tierras
húmedas del sur:
“Todas estas consideraciones nos llevan a creer que las regiones de nuestro norte,
tanto en el mar como en la tierra, no sólo fueron las primeras fecundadas, sino
que fue también allí donde la naturaleza viva alcanzó sus mayores dimensio-
nes. ¿Cómo se explica esta superioridad de fuerza y la prioridad de formación
concedida exclusivamente a la región del norte frente a las demás partes de
la tierra? Porque por el ejemplo de América meridional en cuyas tierras solo
275
Como la cantidad de materia orgánica es mayor en el norte que en el sur, fue allí
donde aparecieron los animales más grandes y fuertes.39 Nunca hubo en América
meridional animales semejantes en tamaño al rinoceronte, al mamut, al elefante, a la
jirafa, al camello, al hipopótamo o a la ballena. Todos los animales que se encuentran
en América son más débiles y pequeños. Cuando la vida rebosaba de fuerza en el
norte, América era una región pantanosa y estéril, donde sólo habitaban mosquitos
y reptiles. La conclusión de Buffon es que la vida en América “nació tarde y no tuvo
jamás la misma fuerza y la misma potencia activa que en las regiones septentrionales”
(Buffon, 1997 [1779]: 277).
Pero si América es un continente que permaneció sumergido mucho más tiempo
bajo las aguas, ¿qué tipo de civilización puede surgir de allí comparada con la de
Europa? La respuesta de Buffon es inequívoca: la naturaleza de América no sólo es
desfavorable al desarrollo de los animales, sino también al desarrollo de la civilización.
Allí la vida es todavía joven e indomable, por lo que las poblaciones humanas tienden
a resignarse frente al poder avasallador de la naturaleza salvaje. Las personas que viven
en América son pasivas e indolentes, incapaces de establecer algún tipo de dominio
racional sobre las fuerzas de la naturaleza. Al igual que los animales superiores, los
hombres de América son pequeños en tamaño y tienden a achicarse, son infértiles y
poco activos sexualmente, son temerosos o cobardes, y carecen de toda fuerza moral
(Buffon, 1997 [1779]: 275). Incluso los colonos europeos, al establecerse en América,
sufren la inevitable degradación orgánica proveniente de la atmósfera y se convierten en
europoides. Como se verá, fue precisamente esta tesis –la degeneración de los europeos en
América– la que provocó no sólo la reacción apologética de los criollos neogranadinos,
sino también la indignación de la elite ilustrada en los Estados Unidos.40
38
El resaltado es del autor.
39
Gerbi atribuye la fascinación que tenía Buffon por los elefantes, rinocerontes, mamuts, hipopótamos y
demás animales gigantescos, a su propio e imponente tamaño personal. Era un hombre grande y corpu-
lento, que parecía más bien un mariscal que un hombre de ciencia. De otro lado, el desprecio que sentía
Buffon por los insectos y otros animales pequeños lo atribuye Gerbi a otra de sus cualidades fisiológicas:
la miopía, que le impedía utilizar el microscopio (Gerbi,1993: 23; 26).
40
Sabemos que una vez obtenida la independencia, Thomas Jefferson y Benjamin Franklin viajaron a
Francia para lograr que Buffon se retractara de sus afirmaciones injuriosas, pero aunque el conde pro-
metió corregir “algunos errores”, ni una sola enmienda salió de su pluma en los últimos volúmenes de
su Historia Natural.
276
Resuenan aquí los ecos de Buffon, en el sentido de que las regiones meridionales
se enfriaron más tarde que las septentrionales y que las aguas del diluvio universal
tardaron allí mucho más tiempo en retirarse. De todo esto se concluye que la naturaleza
americana, por su carácter selvático y pantanoso, retrasa cualquier intento de civiliza-
ción. Pero también es por eso que los indios, en el momento de la conquista, cayeron
enfermos y desaparecieron al menor contacto con los europeos. Su débil constitución
física les impidió crear resistencia contra las enfermedades venéreas. Además, el carácter
agreste de la geografía impidió el contacto entre ellos y desfavoreció el aumento de la
población, así como el desarrollo de la agricultura (de Paw, 1991 [1776]: 10). Todas
las especies de ganado doméstico traídas de Europa se degeneran en América, lo cual
explica por qué las mujeres americanas producen una leche tan débil. Pareciera como si
todos los alimentos que se consumen allí, en lugar de producir seres vigorosos, generara
personas con inclinación a la pereza, la fiesta y la borrachera. “Se sospecha” –afirma de
41
Para esa época de Paw había publicado ya sus Investigaciones filosóficas sobre los americanos (1768) y
sus Investigaciones filosóficas referentes a los Egipcios y a los Chinos (1774), textos muy apreciados por los
editores de la Enciclopedia.
42
Como bien lo dice Abel Orlando Pugliese, “Las “recherches” de C. de Paw son precisamente “philo-
sophiques”, no empíricas, ni siquiera históricas, es decir reflexiones de gabinete (sin supuestos, por así
decir) sobre experiencias y reflexiones hechas por otros” (Pugliese, 1994: 1362).
277
Paw– “que el temperamento frío y flemático de los americanos les lleva a estos excesos
más que a los otros hombres, lo que se podría denominar, como dijo Montesquieu,
una borrachera de nación” (20). De modo que lo que explica la falta de civilización
en América no es tanto la inferioridad técnica de los indios frente a los europeos, ni
tampoco el atraso económico del Imperio español frente a otras potencias europeas,
sino la degeneración natural que produce el clima de América. No solo los seres vivos
nativos de América, sino también los que son injertados en América desde Europa, se
convierten en seres degenerados:
La conclusión de este razonamiento no puede ser más que una: “no queda sino
suponer que los criollos han sufrido alguna alteración debido a la naturaleza del clima”
(de Paw, 1991 [1776]: 22). En efecto, las condiciones geográficas y de salubridad son
tan malas en América, que ninguna persona o animal proveniente de Europa pueden
mantener allí sus facultades intactas. Ni siquiera los criollos, que se enorgullecen de ser
superiores a los nativos salvajes, pueden escapar de esta degeneración medioambiental.
De Paw afirma que los criollos comparten el mismo vicio de los nativos: “todo lo
esperan de la naturaleza y nada de su propia mano”. En lugar de transformar el agres-
te clima mediante la tala de bosques y el desecamiento de los pantanos, los criollos
prefieren vanagloriarse de su inactividad y servirse del trabajo de los indios. El abate
se burla de que sean escritores españoles como Feijoo los que asuman la defensa de los
criollos americanos: “Si los criollos hubiesen escrito obras capaces de inmortalizar su
nombre en el mundo de las letras, no hubiésemos tenido necesidad de la pluma y del
estilo ampuloso de Jerónimo de Feijoo para hacer su apología, que solo ellos podían
y solo ellos debían hacer” (23).44
Más favorable a la distinción cualitativa entre criollos y nativos es la opinión
de William Robertson, párroco en Edimburgo y capellán del rey de Escocia en la
43
El resaltado es del autor.
44
Como bien lo anota Gerbi, el padre Feijoo había expresado su admiración por la cultura criolla de los
virreinatos americanos, afirmando incluso que las letras florecían allí más que en España y que las personas
nacidas en América tienen mayor viveza intelectual que las que produce Europa (Gerbi, 1993: 233).
278
época de Hume, autor de una muy conocida Historia de América publicada en 1777.
La razón para esta distinción entre criollos y nativos es de carácter metodológico. Al
contrario de Buffon y de Paw, Robertson considera que es un error establecer una
diferencia tajante entre el clima de los dos hemisferios terrestres, atribuyendo a la
geografía un efecto tan absoluto sobre el desarrollo de la inteligencia y de la moral:
45
La referencia a los escritos de Buffon y de Paw es directa, como puede verse mejor en este pasaje:
“ Impresionados por la apariencia de degradación de la especie humana en toda la amplitud del nuevo
mundo, y asombrados por ver que todo ese gran continente estaba habitado por una raza de hombres
desnudos, débiles e ignorantes, algunos escritores famosos afirmaron que esta parte del globo había que-
dado más tiempo cubierta por el agua, y se había convertido en lugar adecuado para el asentamiento
humano solamente desde hace poco. Afirmaban que todo allá tenía marcas de origen reciente, que
sus habitantes recién llamados a la existencia y en el mero comienzo de su carrera, no podían compa-
rarse con los habitantes de una tierra más antigua y ya perfeccionada” (Robertson, 1991 [1777]: 126).
279
Si se quiere comprender la historia del espíritu humano [...], hay que observar sus
progresos en los diferentes estadios de sociabilidad por los cuales pasa avanzando
por grados desde la infancia de la vida hasta la madurez y luego la declinación
del estado social; hay que examinar cada período para ver cómo los poderes de
su entendimiento van desarrollándose, y observar los esfuerzos de sus facultades
activas, espiar los movimientos de sus afectos según van naciendo en su alma, ver
el propósito al cual apuntan y la fuerza con que actúan [...] El descubrimiento
del nuevo mundo ensanchó la esfera de las especulaciones, y ofreció a nuestra
observación unas naciones en un estado social mucho menos avanzado del que
se pudo observar en los distintos pueblos de nuestro continente. Es en América
que el hombre se muestra en su forma más simple, en la más sencilla que
podamos concebir. Vemos allá unas sociedades que recién comienzan a formarse,
y podemos observar los sentimientos y el comportamiento del hombre en la
infancia de la vida social (Robertson, 1991 [1777]: 121-122).
280
281
tan raramente, que las facultades del razonamiento casi nunca tienen ocasión
de entrenarse [...] Así los habitantes de varias partes de América pasan su
vida en una indolencia e inactividad total: toda la felicidad a que aspiran
es poder dejar de trabajar. Permanecen días enteros tumbados en su hamaca
o sentados en el suelo, en una inactividad perfecta, sin cambiar de posición, sin
levantar los ojos del suelo, sin decir una sola palabra [...] El aguijón del hambre
los pone en movimiento, pero como devoran casi indiscriminadamente todo lo
que puede calmar esta necesidad instintiva, los esfuerzos tienen escasa duración
(Robertson, 1991 [1777]: 148; 150).
La inactividad del cuerpo tiene que ver entonces con la inmadurez del espíritu, y no
tanto con la influencia del clima. Desde luego que el clima es una variable para tener
en cuenta, puesto que en las zonas tropicales la comida es más abundante que en las
zonas frías, donde la necesidad de recoger alimentos en invierno hace que las facultades
intelectivas se desarrollen más. Por eso, afirma Robertson, “los nativos de Chile y
Norteamérica, que viven en las zonas templadas de dos grandes regiones de este
continente, son pueblos de espíritu cultivado y amplio, si los comparamos con los
que viven en las islas o las orillas del Marañón y el Orinoco” (Robertson 1991 [1777]:
149). Incluso el pastor presbiteriano está dispuesto a dividir a los indios americanos
en dos grandes grupos, de acuerdo a la zona geográfica que habitan: uno es el que
vive en la América septentrional, entre el río San Lorenzo y el golfo de México, por
un lado, y entre el rio de la Plata y la Tierra del Fuego, por el otro; el otro grupo está
compuesto por los indios que viven en la América meridional o tropical, que incluye
a las poblaciones indígenas de la Nueva Granada. En la primera categoría, “la especie
humana se manifiesta visiblemente más perfecta: los nativos son más inteligentes,
más valientes”. En la segunda, en cambio, los indios “tienen menos fuerza espiritual,
su carácter es dulce pero tímido, y se abandonan más a los placeres de la indolencia
y de los goces” (170).
Sin embargo, y a pesar de esta concesión a la variable climática, Robertson piensa
que la inferioridad del americano frente al europeo se explica mejor en términos de
evolución cognitiva. Basta mirar el tipo de lenguaje que hablan los nativos de América
para darse cuenta de que su capacidad de reflexión es bastante limitada. Citando
expresamente a La Condamine, Robertson dice que el indio americano
282
46
Opiniones como esta respecto a la indiferencia sexual de los indios llevaron a Hegel a escribir:
“Recuerdo haber leído que, a media noche, un fraile tocaba la campana para recordar a los indígenas sus
deberes conyugales” (Hegel, 1980: 172).
283
“El día 15 de julio de 1767 se nos ha comunicado a todos los jesuitas una
cédula de su majestad con la cual nos destierra de los dominios de España, y aunque
al presente no sé de cierto para dónde vamos, en regular vamos a la Italia”.47 Estas
palabras, citadas por el historiador Juan Manuel Pacheco, fueron escritas desde Mom-
pox por el padre Juan de Valdivieso en vísperas de su forzado destierro italiano. Fueron
ciertamente los jesuitas de Mompox y Cartagena los primeros en salir expulsados de
la Nueva Granada, y por Mompox tuvieron que pasar todos los discípulos de San
Ignacio que misionaban en el virreinato. Entre ellos se encontraba el sacerdote
riobambeño Juan de Velasco, quien regentaba la cátedra de filosofía en el colegio
jesuita de Popayán, a quien Gerbi señala como uno de los escritores que “desenmas-
caró” las doctrinas de Robertson, Buffon y De Paw (Gerbi, 1993: 273).48 En efecto,
Velasco dejó para siempre la Nueva Granada en noviembre de 1767, sin saber que
su Historia del Reino de Quito se convertiría en uno de los documentos centrales de
“la disputa del Nuevo Mundo”.
Al llegar a Italia, Velasco y sus compañeros de orden se encontraron sumidos en
una inesperada polémica intelectual. En 1768, un año después de su destierro,
apareció el primer volumen de las Investigaciones filosóficas sobre los americanos publi-
cado en francés por Cornelius de Paw. Dos años más tarde, la obra del abate holandés
fue criticada abiertamente por el sacerdote benedictino Joseph Pernetty en su libro
Sobre América y los americanos. Luego vino la publicación de History of América de
William Robertson en 1777, texto que se difundió rápidamente por Europa y le dio
47
Citado por Pacheco, 1989: 513. A los jesuitas del Nuevo Reino de Granada, según informa Pacheco,
se les asignó la legación de Urbino (Italia) como lugar de residencia. Otros estaban repartidos en las
pequeñas ciudades de Fano, Pergola, Fossombrone y Senigallia.
48
Velasco nació en el seno de una prestigiosa familia de la aristocracia riobambeña. Su padre, don Juan
de Velasco y López de Moncayo, era sargento mayor del ejército, y su madrina de bautismo, doña Teresa
Maldonado, era hermana del geógrafo e intelectual ilustrado don Pedro Vicente Maldonado, a quien
ya me he referido en este trabajo.
284
49
El texto de Clavijero Historia Antigua de México fue publicado en italiano en 1781. Velasco, por su
parte, terminó la Historia del Reino de Quito en 1789, pero a pesar de sus esfuerzos por encontrar apoyo
en España, el manuscrito (incompleto) no fue publicado sino hacia mediados del siglo xix. Sobre la
polémica levantada en Ecuador alrededor del manuscrito, véase: Roig, 1984a: 93-96.
285
ser doctores de la Iglesia. Es el caso de un indio apodado Lunarejo, tenido por santo,
que ingresó en la orden de los dominicos y llegó a ser rector de la Universidad de San
Antonio Abad del Cuzco:
Nada tiene que ver entonces el clima con la fuerza o la inteligencia. Clavijero dice
que aunque “los suizos son más fuertes que los italianos, no por eso creemos que los
italianos se han degenerado, ni menos acusamos al clima de Italia” (Clavijero, 1958
[1781]: 203). Y Velasco, por su parte, afirma que en Quito no se ven en todo un año
tantos ebrios en las calles como los que se ven en una sola semana en las principales
ciudades de Europa, sin que ello signifique que el clima de Europa genere borrachera
(Velasco, 1998 [1789]: 341). No tenemos ninguna razón, entonces, para pensar que
el clima de América, a diferencia del de Europa, es perjudicial para el desarrollo de
la moral y la inteligencia. De lo contrario, comenta irónicamente Clavijero, “si Paw
hubiera escrito sus Investigaciones filosóficas en América, podríamos sospechar la dege-
neración de la especie humana bajo el clima americano” (Clavijero, 1958 [1781]: 190).
En cuanto a la tesis de la degeneración de los criollos, Velasco y Clavijero se posi-
cionan con firmeza. Tanto en Quito como en México han florecido las bellas artes y
existen universidades de donde han surgido prestigiosos doctores nacidos en América,
cuyas obras son reconocidas en toda Europa. Velasco dice que nada impresionó más al
sabio La Condamine durante su estancia en Quito que el magnífico esplendor de los
templos, y cita el caso de un médico francés de nombre Gaudé que decidió abandonar
París y venir a Quito, atraído por la refinada cultura y piedad de las familias criollas
(Velasco, 1998 [1789]: 355-356). Hablando nuevamente desde su propia experiencia,
el jesuita relata el siguiente episodio, ocurrido ya no en Quito ni en Bogotá sino en la
propia Italia:
286
50
También resulta curioso este argumento, puesto que el padre José de Acosta, a quien Clavijero
tanto admira, decía que la Compañía de Jesús debía tomar precauciones al ordenar sacerdotes criollos,
“por los resabios que les quedan de haber mamado leche india y haberse criado entre indios”
(citado por Lavallé, 1990: 326).
287
América que no ven sus mismos habitantes, habrá tal vez encontrado en algún autor
francés el modo de saber lo que nosotros ni podemos ni queremos averiguar” (202).
De lo que sí pueden “dar noticia” Velasco y Clavijero es que las lenguas indígenas
son tan expresivas como cualquier lengua europea. Ambos aprendieron el quichua
y el náhuatl, respectivamente, como parte de su entrenamiento misionero. Baste
citar el comentario, siempre irónico, de Clavijero:
Paw, sin salir de su gabinete de Berlín, sabe las cosas de América mejor que
los mismos americanos, y en el conocimiento de aquellas lenguas excede a los
que las hablan. Yo aprendí la lengua mexicana y la oí hablar a los mexicanos
muchos años y, sin embargo, no sabía que fuera tan escasa de voces numerales
y de términos significativos de ideas universales, hasta que vino Paw a ilustrarme
[...] Yo sabía, finalmente, que los mexicanos tenían voces numerales para sig-
nificar cuantos millares y millones querían; pero Paw sabe todo lo contrario y
no hay duda de que lo sabrá mejor que yo, porque tuve la desgracia de nacer
bajo un clima menos favorable a las operaciones intelectuales (Clavijero, 1958
[1781]: 283).
Si las lenguas indígenas podían articular ideas abstractas, esto significa que los
indios eran capaces de generar conocimientos científicos. Contradiciendo a Robert-
son, Velasco dice que los antiguos peruanos inventaron relojes de sol, construyeron
observatorios astronómicos y desarrollaron complicados métodos para medir el
tiempo, lo cual demuestra que “en la ciencia gnómica eran muy peritos” (Velasco,
1998 [1789]: 355-391). Clavijero, por su parte, afirma que aunque ninguna nación
de América conocía el arte de escribir, algunas desarrollaron métodos para conservar
la memoria histórica: “¿Qué eran las pinturas históricas de los mexicanos sino sig-
nos duraderos para transmitir la memoria de los acontecimientos, así a los lugares
como a los siglos remotos?” (Clavijero, 1958 [1781]: 252). Pero a pesar de este
reconocimiento, los argumentos de los jesuitas a favor de los indios tienen que ver,
sobre todo, con su capacidad para aprender y asimilar el conocimiento Occidental. La
tesis ambientalista de Buffon no es refutada mostrando que los indios producen una
ciencia diferente a la de Occidente, sino enfatizando que han civilizado sus costumbres
morales y políticas a través del cristianismo, que han logrado estudiar en prestigiosas
universidades y llegado incluso a ser doctores de la Iglesia. Para los dos exiliados
criollos, el conocimiento de Occidente continúa siendo el “canon” a partir del cual
se juzga la madurez intelectual y moral de los indígenas. La pregunta es entonces: ¿en
qué consiste realmente la “vindicación” jesuita?
288
Arturo Roig afirma que aunque Velasco y Clavijero eran miembros de la clase
terrateniente criolla, ambos formaban parte del sector más progresista e inteligente
de esa clase, pues utilizaban la figura del indio como recurso ideológico para combatir
los excesos de la política colonial española (Roig, 1984a: 242). Yo agregaría que la
defensa del indio, llevada adelante por los dos jesuitas, es en realidad una defensa de
la misión de la Compañía de Jesús en América (y en el mundo), que en su opi-
nión había sido mal tratada con la expulsión decretada por los Borbones. Estos
actuaron injustamente, porque ahora quieren aprovechar a los indios como mano de
obra productiva, después de que fueron los jesuitas (y no las bondades del gobierno ni
las condiciones favorables del clima) los encargados de civilizarlos. Los jesuitas de la
Nueva Granada, como ya se dijo antes, tenían bajo su jurisdicción pastoral una gran
cantidad de territorios destinados a las misiones en el Orinoco, Amazonas y los Llanos
Orientales. Eran además propietarios de inmensas haciendas y dueños de los colegios
donde se educaba lo más granado de la elite criolla, con la que guardaban estrechos
lazos políticos, sociales y de sangre. Por tanto, la vindicación jesuita del indio actúa
como un “recurso ideológico” para mostrar dos cosas: primera, que con su obra
misionera en América los jesuitas (y ninguna otra orden religiosa) fueron los encargados
de ofrecer a Occidente la oportunidad de unificar a todas las culturas humanas;51 y
segunda, que eran los criollos, educados en sus colegios, los más aptos para gobernar
los destinos de las colonias americanas, y no la dinastía de los Borbones, corrompida
por un insaciable deseo modernizador.52
51
En este sentido tiene razón el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría, cuando dice que el proyecto de
universalización jesuita constituía una forma de modernidad alternativa (que él llama “modernidad
barroca”) frente al proyecto hegemónico de la modernidad capitalista. A pesar de ser una orden de la iglesia
católica, los jesuitas no eran una orden medieval (como los franciscanos y los dominicos) sino una orden
moderna. Por eso, la unificación cultural del mundo que proponían no debe confundirse sin más con el
proyecto medieval del “Orbe cristiano”. Se trataba, más bien, de un gigantesco proyecto de “sincretismo
cultural” montado sobre la base material del sistema-mundo moderno, que buscaba en el pasado de todas
las culturas humanas prefiguraciones y signos del cristianismo. Echeverría dice que este proyecto, “vién-
dolo a la luz de este fin de siglo posmoderno, no parece ser pura y propiamente conservador y retrógrado;
su defensa de la tradición no es una invitación a volver al pasado o a premodernizar lo moderno. Es un
proyecto que se inscribe también, aunque a su manera, en la afirmación de la modernidad” (Echeverría,
2000: 65). Por su parte, Octavio Paz comenta que “el núcleo espiritual e intelectual de esta estrategia
era una visión de la historia del mundo como el paulatino desenvolvimiento de una verdad universal y
sobrenatural [...] Los instrumentos de esta universalización fueron las antiguas creencias y prácticas de
India, China y México” (Paz, 1988: 56).
52
A este respecto afirma Octavio Paz: “El despertar del espíritu criollo coincidió con el ascenso de los
jesuitas, que desplazaron a los franciscanos y a los dominicos y se convirtieron en la orden más poderosa
e influyente. Los jesuitas no sólo fueron los maestros de los criollos; fueron sus voceros y su conciencia
[...] El sincretismo jesuita, unido al naciente patriotismo criollo, no sólo modificó la actitud tradicio-
nal frente a la civilización india sino que provocó una suerte de resurrección de ese pasado [...] Otros
289
teólogos, entre ellos la mayoría de los jesuitas, sostuvieron que en las creencias antiguas de los indios ya
había vislumbres de la verdadera fe, sea por gracia natural o porque el Evangelio había sido predicado
en América antes de la llegada de los españoles, y los indios aún conservaban memorias confusas de
la doctrina” (Paz, 1988: 57-58).
53
Por el contrario, cuando Velasco habla de la ociosidad de los indios, sus palabras adquieren otro tono.
Si los indios no trabajan, esto no ha de ser reputado como un vicio sino como una virtud cristiana,
porque ellos se contentan “con un trapo para cubrirse, lo preciso para alimentarse y no aspiran a más ni
quieren más. En esto son dignos de alabanza, y sin advertirlo ni saberlo, se conforman con el dictamen
del apóstol: habentes alimenta el quibus tegamur, his contenti sumus” (Velasco 1998 [1789]: 340-341).
290
En la Nueva Granada resonaban también los ecos de la “disputa del Nuevo Mundo”
que se llevaba a cabo en Europa. No fueron únicamente los jesuitas del exilio quienes
reaccionaron a la denigración de los filósofos europeos, sino también los miembros
más prominentes de la elite neogranadina. Los libros de Buffon, Robertson, Raynal y
de Paw circulaban en sus idiomas originales entre la comunidad ilustrada santafereña,
291
como lo deja ver el catálogo de la biblioteca de don Antonio Nariño,54 de modo que
los criollos tuvieron acceso de primera mano a los textos centrales del debate.55 Y al
igual que los jesuitas en Bolonia, también los ilustrados en Bogotá sentían con molestia
que esos textos proclamaban una “igualdad por lo bajo” entre los criollos y las castas.
Una igualdad que les recordaba mucho el arsenal de argumentos que los peninsulares
habían esgrimido en su contra durante las décadas pasadas. Baste considerar, a manera
de ejemplo, que entre las razones aducidas para negar a los criollos la perpetuidad de las
encomiendas, estaba la de ser de “menor calidad” que sus padres españoles por haber
nacido en territorio americano. Muchos españoles de los siglos xvi y xvii sostenían
que la influencia del clima tropical provocaba una especie de “mutación” corporal y
espiritual en todos los europeos nacidos en ultramar. A pesar de ser hijos de españoles,
los criollos no sólo nacían con cualidades corporales inferiores a las de sus padres, sino
también con una mudanza negativa en cuanto a su temple y su moral (Lavallé, 1990:
16-21). De este modo, para los peninsulares más ortodoxos no existía diferencia alguna
entre un criollo y un mestizo, porque ambos estaban contaminados por igual con “la
mancha de la tierra”. No es de extrañar, entonces, que los criollos decidan contraatacar
y rebatir los argumentos de Buffon, Robertson y de Paw, buscando con ello eliminar
toda sospecha de igualación con las castas.
Como bien lo ha mostrado Andrea Cadelo Buitrago, el Semanario del Nuevo
Reino de Granada, periódico fundado por Caldas en 1808, se convirtió en el esce-
nario de la reacción criolla en contra de sus impugnadores extranjeros. Fue allí donde
aparecieron publicados los artículos de Francisco Antonio Ulloa, José María Salazar,
Joaquín Camacho, Jorge Tadeo Lozano y del propio Francisco José de Caldas, en los
que, según Cadelo, “la refutación criolla de una presunta inferioridad americana se
hacía también desde una posición climista que reproducía las tesis de los naturalistas
europeos” (Cadelo Buitrago, 2004: 107). Esta “posición climista” o ambientalista
como la he llamado aquí, se muestra con mayor evidencia en los artículos de Caldas.
Particularmente en su texto Del influjo del clima sobre los seres organizados, el científico
54
El historiador Juan Manuel Pacheco informa que “Nariño, al ser apresado por la publicación de Los
derechos del hombre, oculta apresuradamente varios libros comprometedores: El espíritu de las leyes y
las Cartas persas de Montesquieu, La Historia de Carlos V y la Historia de América del escocés William
Robertson; la antiespañola Historie philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens
dans les deux Indes de Guillermo Tomás Raynal; la denigrante obra contra los americanos de Corneille de
Paw, Recherches philosophiques sur les Américains, y el libro La morale universelle ou les devoirs de l”homme
fondée sur la nature del materialista barón de Holbach. Y aún quedan en su biblioteca, entre otros, la
Logica de Condillac, la Historia Natural de Buffon en 36 tomos, y las obras matemáticas de Christian
Wolf ” (Pacheco, 1984: 14).
55
De hecho, casi todas las obras centrales de la ilustración europea se encontraban en las bibliotecas de
los ilustrados neogranadinos, como lo deja ver el magnífico estudio de Renán Silva (2002: 279-311).
292
payanés habla en términos elogiosos de Buffon, a quien no duda en señalar como “el
Plinio de Francia” y elevar a la categoría de aquellos “genios extraordinarios” “a quienes
se han abierto las puertas del santuario” (Caldas, 1942 [1808b]: 157). De Buffon toma
Caldas la tesis de que el clima de América no resulta particularmente favorable para el
desarrollo de animales gigantescos, lo cual explica por qué la llama, el lobo, el puma
y la vicuña son seres enanos, malformados y débiles comparados con los animales
del viejo continente.56 De hecho, Caldas opina que el hallazgo en Soacha de algunos
“huesos de elefantes carnívoros”, antes que contradecir a Buffon, como podría espe-
rarse, confirmaría su hipótesis de un gran diluvio universal que cambió para siempre
el clima del planeta. Lo que había en la Sabana de Bogotá no eran elefantes vivos,
sino cadáveres de elefantes arrastrados allí como fruto de la catástrofe que sumergió,
tardíamente, bajo el agua los territorios de América meridional:
Sin embargo, Caldas no está dispuesto a llegar tan lejos como el naturalista fran-
cés con la hipótesis del diluvio universal. La eterna humedad de América, que para
Buffon es prueba de que allí no pueden crecer sino insectos, reptiles y animalejos
inferiores, sólo es reconocida por Caldas para las regiones cercanas al nivel del mar,
pero no para las regiones altas. Como ya se dijo en la sección anterior, Caldas piensa
que el clima de los Andes resulta bueno para el desarrollo de la vida y de las facultades
superiores, y ello porque esta zona se secó más rápido después del diluvio –aunque
comparativamente más tarde con respecto a Europa– que las zonas de la costa. De
manera que aunque Buffon sostenga que el clima de América meridional resulta nocivo
56
“El lobo, que en nuestra zona templada es quizá el animal más feroz, no es ni con mucho tan cruel
como el tigre, la pantera y el león de la zona tórrida, ni como el oso blanco, el lobo cerval (lince) y la
hiena de la zona helada” (Caldas, 1942 [1808b]: 157).
293
para la vida, esta afirmación es sólo una verdad a medias, porque el conde sólo toma
en cuenta la latitud pero no la altura. Si se miran la flora, la fauna y la vida humana de
América desde el punto de vista de la altura y no sólo de la latitud, entonces las tesis
de Buffon tendrían que ser matizadas:
57
Como dato curioso, uno de los argumentos utilizados por Salazar para contradecir a Leblond es la gran
belleza del Salto del Tequendama y la ¡pureza de las aguas del río Bogotá! Con acentos casi románticos
escribe: “El canto de la aves, el ruido o susurro de las hojas anima este risueño aspecto, que a cada paso
mueve la atención del viajero exaltando su curiosidad. Entre tanto se oye a lo lejos el ruido de la gran
cascada, el agradable estruendo que forma el río al precipitarse, el cual se redobla por grados insensibles
llegando a ser demasiado intenso en su proximidad. Aquí en los días serenos se observa el más bello espec-
táculo que puede presentarse a la vista, y la imaginación se siente exaltada, o llena de aquellas ideas que
nos inspiran siempre las grandes obras de la naturaleza. La parte alta del río es deliciosa por la amenidad
de sus orillas, la diafanidad de sus aguas, la elevación de aquellas peñas coronadas de bosques, y la rápida
formación de la niebla o su disolución momentánea” (Salazar, 1942 [1809]: 213-214).
294
que es “el primer templo dedicado a Urania en América” (Salazar, 1942 [1809]: 218).
En cuanto al temperamento de sus pobladores, Salazar afirma que
Bogotá se distingue entonces por ser “una de las ciudades más cultas de América”,
lo cual desmiente las acusaciones de Leblond y los demás naturalistas europeos, que
pretendieron igualar al salvaje con el criollo. Para Salazar, la cultura de la ciudad está
representada por “la clase ilustre de los ciudadanos”, aquellos que saben hablar el espa-
ñol puro, sin “mezcla de voces indianas”, pero con un acento diferente al que se habla
en la península. Es la clase que se educa en la universidad y asiste al teatro, que
puede utilizar las bibliotecas, enviar a sus hijas al convento y cultivar las bellas artes
de Occidente. A ella pertenecen pintores como Gregorio Vásquez, “de quien nos han
quedado pinturas llenas de vida y movimiento”, y jóvenes músicos que “no contentos
con repetir las admirables piezas de Hayden, Pleyel, etc., inventan de su propio fondo
bellas composiciones” (Salazar, 1942 [1809]: 223). Es, en suma, la vigorosa clase
de los criollos, que Salazar cuida mucho de distinguir del “bajo pueblo de Santa Fe,
que es el más abatido del Reino, aborrece el trabajo, no gusta del aseo, y casi toca
en la estupidez” (219).
Pero a pesar de manifestar su más profundo desprecio por la “clase ínfima de las
gentes”, pues ésta “no representa papel importante en la mayor parte de las sociedades”
(Salazar, 1942 [1809]: 228), el abogado criollo se ve obligado a efectuar una defensa
de los indios y del pasado precolombino. Esto debido a que, por razones argumenta-
tivas, derivadas de haber aceptado los presupuestos básicos del ambientalismo, no le
era posible desligar su apología de la alta cultura criolla de la influencia benévola
del clima bogotano. Si Salazar afirmaba que los bogotanos han desarrollado un gran
nivel cultural gracias a la salubridad del clima sabanero, entonces debía sostener lo
mismo con respecto a los muiscas, antiguos habitantes de esta región. Sobre todo
porque uno de los argumentos de Leblond era que el inestable clima de la Sabana
de Bogotá, con sus cambios inesperados de frío y calor, de sol y de lluvia, muchas
295
58
“Se empeña el escritor francés en degradar esta comarca antes del arribo de los españoles, y forma
una triste pintura de la infelicidad en que yacía hasta aquella época memorable. Era el país, dice, el más
miserable y el más desprovisto del mundo, en donde el indio desgraciado no tenía otro bien ni otra
subsistencia que ríos sin peces, pájaros en pequeño número, uno o dos cuadrúpedos y pocas legumbres.
Los campos sin cultivo ofrecían únicamente algunas plantas, algunas miserables raíces, la quinoa, la papa,
y el maíz que engañaba tal vez la esperanza a causa de la inestabilidad del clima. Lo que habría podido
conseguirse de los países vecinos no se lograba por falta de objetos de cambio, y era menester la fuerza
armada para procurárselo. Las casas parecían más bien hechas para animales y no para hombres, etc.”
(Salazar, 1942 [1809]: 201).
59
Lo más curioso en esta apología es que Salazar utiliza como fuente de información la History of
America de Robertson (!), autor a quien considera “más digno que Leblond de nuestro respeto y más
amigo que él de la verdad” (Salazar, 1942 [1809]: 203).
296
propia, proclamar que jamás hemos tenido más fuerza que cuando contemplábamos
las bellezas y la magnificencia que ofrece aquí la naturaleza” (Humboldt, 1989 [1803]:
95). Los cinco años de su estadía en América (entre 1799 y 1804), en los que reco-
rrió selvas, montañas, desiertos, ríos, mares y planicies, atravesando todas las zonas
climáticas y realizando duras labores físicas e intelectuales, serían la prueba de que la
supuesta insalubridad del clima americano no es otra cosa que un mito.60 Ni siquiera
su estadía en la húmeda región del Orinoco, donde las fiebres y el paludismo suelen
ser endémicos, consiguió debilitar su salud de hierro.61 Sin embargo, reflexionando
sobre las razones que explican el mayor adelanto de la civilización en unos pueblos
con respecto a otros, Humboldt escribe lo siguiente:
Este pasaje, tomado del artículo que publicó Humboldt en el Semanario de Nuevo
Reino de Granada, es una muestra de su opinión con respecto al tema de la evolución
60
También es un mito, según Humboldt, la idea de que las tierras de América son de una humedad
endémica debido a que estuvieron sumergidas durante más tiempo bajo las aguas: “Examinando aten-
tamente la constitución geológica de América, reflexionando sobre el equilibrio de los fluidos esparcidos
sobre la superficie de la tierra, no se puede admitir que el nuevo continente haya salido de las aguas más
tarde que el viejo. Se observa la misma sucesión de capas de piedra que en nuestro hemisferio, y es probable
que en las montañas de Perú, los granitos, los esquistos de mica, o las diferentes formaciones de yeso y
de arcilla, hayan nacido en las mismas épocas que las rocas análogas de los Alpes de Suiza” (citado por
Castrillón Aldana, 2000: 20).
61
En otra carta, escrita a su hermano Wilhelm desde La Habana en 1801, comenta sobre el mismo
tema: “Mi salud y mi alegría han aumentado visiblemente desde que salí de España, a pesar del eterno
cambio de humedad, calor y frío de las montañas. He nacido para los trópicos, jamás he estado tan
constantemente saludable como en estos dos años” (Humboldt, 1989 [1801b]: 66).
297
de la especie humana. El Barón sabía muy bien de qué estaba hablando: había sido
discípulo de Blumenbach en Jena (1797) y conocía los textos de su hermano Wilhelm
con respecto a este tema (Plan d’une Anthropologie comparée y Le xviii siécle), publicados
entre 1795 y 1797. Tanto Blumenbach como Wilhelm seguían básicamente las tesis
antropológicas defendidas por Kant, que mencioné en el capítulo primero: el tronco
único de la humanidad se encuentra dividido en diferentes razas, y cada una de ellas,
de acuerdo a su peculiar temperamento psicológico, consigue alcanzar un mayor o
menor progreso moral e intelectual. Los americanos, los africanos y los asiáticos son
razas incapaces de liderar el movimiento ascendente de la civilización, mientras que
sólo la raza blanca europea puede conducir a la humanidad hacia la realización de
su propia naturaleza moral. Discrepando de esta opinión, Alexander piensa que el
progreso de la humanidad se observa en todos los pueblos de la tierra, y que la dife-
rencia de civilización entre unos y otros tiene poco que ver con la raza.62 Es, más bien,
el grado de dificultad que ofrece la naturaleza el factor que explica por qué razón la
civilización progresa más en las zonas boreales que en las tropicales. Allí donde los
frutos de la naturaleza se encuentran al alcance de la mano durante todo el año, las
facultades morales e intelectuales del hombre se despliegan con menor intensidad.
La vida simplemente se disfruta sin mayores sobresaltos, y no es necesario compensar
aquello que la naturaleza niega mediante el desarrollo de la ciencia y la técnica. Pero en
las zonas boreales, donde las estaciones obligan al trabajo metódico y a la planificación
de la economía, dichas facultades alcanzan un despliegue mucho mayor:
62
Esto no significa que Humboldt se encontrara libre de los prejuicios raciales que caracterizaban a los
europeos ilustrados de su tiempo. Creía firmemente en la superioridad de la raza blanca y en la “misión
civilizadora” de Europa, pero criticaba la idea de que la raza fuera el factor central que explicara científica-
mente la evolución de la cultura. Aunque el color blanco de la piel contribuye químicamente al desarrollo
de la inteligencia (como también pensaba Kant), el detonante de su evolución es el grado de dificultad
que ésta debe afrontar en su lucha contra la naturaleza. En su Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo
Continente, el barón escribe: “Si la variedad y la movilidad de las facciones embellecen el dominio de la
naturaleza animada, hay también que convenir en que uno y otro, sin ser el único producto de la civi-
lización, se acrecientan con ella. En la gran familia de los pueblos ninguno otro reúne esas ventajas en
mayor grado que la raza del Cáucaso o raza europea. Tan sólo en los hombres blancos puede efectuarse
esa penetración instantánea de la sangre en el sistema dérmico, esa ligera mutación del color de la piel
que tan poderosamente ayuda a la expresión de los movimientos del alma (Humboldt, 1941[1834]:
169). Un pasaje como éste sirve para desmitificar un poco la figura de Humboldt – de cuya beatificación
se han encargado en buena parte los propios historiadores latinoamericanos -, y confirma la opinión de
Abel Orlando Pugliese, en el sentido de que “con él la disputa [del Nuevo Mundo] no se concluye, sino
que alcanza su culminación, dejando translucir antinomias fundamentales de las posiciones en juego.
Su paradigma de objetivación y tematización de América sigue siendo tan europeo, acaso más aún, que
el de los [demás] controversistas” (Pugliese, 1994: 1364).
298
Así el habitante de las regiones equinocciales conoce todas las formas vegetales
que la naturaleza ha colocado en su país favorecido, y la tierra ostenta a sus ojos
un espectáculo tan variado como el que le presenta la bóveda azul del cielo, en
la cual no hay constelación que se le oculte. De tales ventajas no disfrutan los
pueblos de la Europa, porque las plantas lánguidas y enfermizas que el amor
de las ciencias o los caprichos de un lujo refinado hace que se cultiven en las
estufas, apenas les presentan la sombra de la majestad de las plantas equinoc-
ciales, y aún muchas de sus formas permanecen para ellos desconocidas; pero
la cultura y riqueza de sus idiomas, la imaginación y sensibilidad de sus poetas y
pintores, les ofrecen un manantial inagotable de compensaciones (Humboldt, 1942
[1808]: 44-45).63
Humboldt rechaza entonces la idea de que la raza y el clima son factores que permi-
ten condenar sin más a los pueblos precolombinos. Tomando algunos de argumentos
de Rousseau, el científico alemán piensa que aunque la civilización sea preferible a la
barbarie, la vida simple de los nativos tenía sus ventajas. No tenían que trabajar para
obtener alimentos ni debían preocuparse demasiado por la planificación del futuro,
pudiendo disfrutar de una “vida natural” y en armonía con el medio ambiente. En
cambio, “los caprichos de un lujo refinado” como el que se observa en Europa tiene
muchas desventajas de orden moral. Los progresos de la civilización, a pesar de ofrecer
compensación por las carencias naturales, generan también una serie de desgracias para
la especie humana. Humboldt trae como ejemplo el desarrollo de la agricultura, y en
particular de aquellos ramos que los criollos miraban como la gran esperanza para el
virreinato: el café, el añil y la caña de azúcar. En lugar de contentarse con el cultivo de
frutos naturales, los europeos prefirieron aclimatar en suelo americano estos productos,
creyendo estar contribuyendo al progreso de la civilización. “Pero estos nuevos ramos
de la agricultura” –afirma Humboldt– “lejos de haber sido ventajosos para la huma-
nidad, han aumentado la inmoralidad y las desgracias de la especie humana: la
introducción de esclavos africanos en América, ha sido un motivo de devastación para
el antiguo continente, y el origen de discordias sin fin y de sangrientas venganzas en el
nuevo” (Humboldt, 1942 [1808]: 133).
Tenemos entonces que a pesar de que los argumentos de Humboldt podían servir
como apoyo a la apología de los criollos y su defensa del clima americano y del pasado
precolombino, sus opiniones no resultaban del todo bienvenidas. Su crítica a la introduc-
ción de esclavos africanos para sostener la economía de la hacienda, su reserva frente a la
creencia de que la civilización europea solamente ha traído beneficios a la humanidad
y, principalmente, su tesis de que la raza no es un factor que explique científicamente
63
El resaltado es del autor.
299
la superioridad de unos hombres sobre otros, debieron ser vistas con gran reserva por
la elite criolla ilustrada. Se sabe de la desconfianza que frente a su obra y su persona
manifestaba Caldas. Y aunque mucho se ha hablado del incidente que levantó rumores
sobre la supuesta homosexualidad de Humboldt y originó su ruptura con el científico
payanés,64 no resulta descabellado afirmar que tal desconfianza obedecía también a
la distancia que el Barón guardaba frente al habitus de la elite criolla. Orgulloso de
su europeidad y de su estirpe, Humboldt se burlaba de la muy tropical “psicología
criolla”, con su pasión por la compra de falsos títulos nobiliarios y su ridícula creencia
de que el oscurecimiento en el color de la piel suponía una degradación moral y social
(Minguet, 1985: 258-269).65
Pero a diferencia de Humboldt, los científicos más nobles y preeminentes de la elite
local (como Caldas y Lozano) sí tenían interés en resaltar la superioridad del criollo
sobre las castas, como medio para refutar la “calumnia de América”. En el fragmento
de su obra Fauna Cundinamarquesa publicado en el número 48 del Semanario, Jorge
Tadeo Lozano distingue tres razas que componen la población de la Nueva Grana-
da: americana, africana y árabe-europea. Las tres razas, reconoce Lozano, se hallan
afectadas por el clima de América, pero no en la misma proporción. Así por ejemplo,
la raza americana, compuesta por los aborígenes del nuevo mundo, es aquella que
experimenta con mayor fuerza la influencia del clima por ser la raza nativa de estas
tierras: “su carácter moral parece que proviene de las circunstancias que los rodean,
64
Ocurrió que a comienzos de 1802, Caldas solicitó a Humboldt que le permitiera acompañarle en su
viaje de exploración por los Andes ecuatorianos, pero el barón se negó rotundamente, al parecer porque
deseaba escalar el Chimborazo en compañía del joven criollo Carlos Montúfar. Profundamente herido
por el rechazo, Caldas escribió a Mutis diciéndole que Humboldt había respirado el “aire envenenado”
de Quito, dejándose corromper por jóvenes “obscenos y disolutos” que le arrastraron “hasta las casas
donde reina el amor impuro”. El resentimiento de Caldas llegó hasta el punto de afirmar que la debilidad
moral de Humboldt afectaba directamente su competencia como científico y confirmaba el hecho de
que los protestantes son unos herejes. Véase: Castrillón Aldana, 2000: 33-37.
65
Considérense, a manera de ejemplo, estas dos citas tomadas respectivamente del Ensayo político sobre la
Nueva España y de la Relación histórica, reproducidas ambas por Charles Minguet, donde Humboldt
se refiere con ironía a la sociedad colonial hispanoamericana: “En un país gobernado por los blancos,
las familias a las que se considera mezcladas con el mínimo de sangre negra o mulata son, naturalmente
también, las menos honorables. En España constituye un título de nobleza, por decir así, el no descender
ni de judíos ni de moros. En América, el tono más o menos blanco de la piel decide el rango que ocupará
un hombre en la sociedad. Un blanco que cabalgue descalzo se imaginará pertenecer a la nobleza del país”
(citado por Minguet, 1985: 263). “En las colonias, el verdadero sello visible de esta nobleza es el color de
la piel. Tanto en México como en el Perú, tanto en Caracas como en la isla de Cuba, se escucha a diario
decirle a un hombre que camina descalzo: ¿y este blanco tan rico acaso se creerá más blanco que yo? Siendo
tan numerosa la población que se desplaza de Europa hacia América, bien se comprende que el axioma
“todo blanco es caballero” contraríe de una manera singular las pretensiones de las familias europeas, cuya
notabilidad y nombradía datan de muy antiguo” (259-260).
300
mas bien que de su propia naturaleza” (Lozano, 1809: 357). La raza negra, en cambio,
ha sido trasplantada desde otro continente, pero no ha logrado acomodarse sino a los
climas ardientes de América, por lo que conserva intacto el carácter moral asociado
con su medio ambiente de origen: “Muchos naturalistas han observado que todas las
producciones africanas manifiestan en su habito y aspecto la aspereza del clima en que
han nacido. Los negros son una prueba palpable de esta aserción: su carácter moral se
compone de todas aquellas pasiones que hacen al hombre duro y poco sociable” (365).
Por el contrario, la raza árabe-europea se diferencia cualitativamente de las otras
dos porque ha podido ejercer dominio racional sobre el clima de América, en lugar de
ser afectada por él. Aunque, como los negros, sea una raza trasplantada, el cambio
de clima no ha afectado para nada su capacidad física, moral e intelectual. Antes bien,
afirma Lozano, el trasplante a nuevos climas ha contribuído a incrementar notable-
mente sus facultades:
301
y las artes, pero no pasará mucho tiempo antes que los criollos “hagan ver a sus de-
tractores que la América, que ha sabido enriquecer á la Europa con sus producciones
naturales, sabrá también imitarla produciendo ingenios comparables á los mejores
de aquella parte del mundo” (362).
Este último argumento de Lozano era en realidad uno de los favoritos de la elite
criolla. Si se acepta el presupuesto ilustrado de que todas las sociedades humanas pro-
gresan con el tiempo, entonces el duro juicio de los filósofos europeos sobre América
debería tener en cuenta su diversa composición racial y el estado actual de su evolución
temporal de acuerdo a esta composición. La raza blanca, representada por los criollos,
es ciertamente la más evolucionada de todas las que componen la población americana
(en el aspecto físico, moral e intelectual), pero todavía no tan evolucionada culturalmente
como lo está la raza blanca europea. Sin embargo, este retraso comparativo nada tiene
que ver con una inferioridad de facultades con respecto a las del hombre blanco del
viejo continente. Se trata, más bien, de un retraso temporal (y no ontológico) puesto que,
debido a las particulares circunstancias históricas que han debido enfrentar los criollos
en América, esas facultades han tenido que aplicarse más al dominio sobre la naturaleza
que al cultivo de las letras y las ciencias. José María Salazar presenta el argumento de la
siguiente forma, hablando de la cultura alta en Bogotá:
Aunque las letras han tenido un suceso más lisonjero, pudiendo llamarse esta
ciudad una de las más cultas de América, no hay que pensar que nos hallemos
todavía en aquel grado de esplendor a que la época actual deba aspirarse. No salen
tan rápidamente las naciones de su primer estado de abatimiento para colocarse
al nivel de aquellas que están en posesión de ilustrarlas, y sólo toca a la acción del
tiempo disipar sus tinieblas cuando es ayudada por el influjo de las circunstancias.
La sociedad, lo mismo que el hombre, tiene sus edades respectivas, los pueblos
más sabios del universo han pasado por ellas, y la sucesión de los siglos, capaz de
obrar los mayores prodigios, ha podido únicamente elevarlos al grado de gloria
en que los vemos. Santa Fe es actualmente un ejemplo de esta verdad funesta, y si
la aurora de la filosofía ha rayado sobre su horizonte, aún no acaban de disiparse
las tinieblas que nos rodean (Salazar, 1942 [1809]: 223-224).66
66
El resaltado es del autor.
302
303
1
Duquesne pensaba que la lengua chibcha debe ser vista desde la lógica de la escritura ideográfica, y
afirmaba incluso haber descifrado algunos jeroglíficos chibchas de carecer astronómico grabados en una
piedra. Sus teorías lingüísticas fueron muy apreciadas por Humboldt. Véase: Langebaek, 2001: 23-24;
González de Pérez, 1980: 151-153; Ortega Ricaurte, 1978: 110-111.
306
2
Véase mi libro Crítica de la razón latinoamericana (1996).
307
la nación empezó a ser imaginada (o inventada simbólicamente) por los criollos desde
mucho antes de la formación de los estados nacionales. Sin embargo, y aún estando
básicamente de acuerdo con esta tesis, el trabajo ha querido mostrar que la formación
de la “conciencia criolla” (que aquí hemos preferido denominar el habitus criollo) no
echa sus raíces únicamente en procesos intelectuales (viajes a Europa, circulación de
libros e ideas, emergencia del periodismo, crítica a la filosofía escolástica, etc.) como
afirma Anderson, sino en la acumulación de un determinado tipo de capital que
se remonta hasta el siglo xvi: me refiero al capital simbólico de la blancura. Fue su
sentido de superioridad racial sobre las “castas” lo que generó el impetus para que los
criollos imaginaran la nación en América Latina y su posición tutelar en ella. Desde
luego que el contacto intelectual con los artefactos de la cultura ilustrada europea del
siglo xviii (Aufklärung) es un factor importante para entender la formación del habitus
criollo, pero ello nos cuenta solamente una parte de la historia. Pero la otra parte, la
que tiene que ver con el vínculo interno entre nación y colonialidad, queda por fuera
de consideraciones como las de Anderson. Por ello, la tesis principal de este trabajo es
que la “limpieza de sangre” marca el lugar desde el cual los criollos traducen y enun-
cian la ilustración en la Nueva Granada. Afirmo con ello que la ilustración puede ser
considerada entre nosotros como un conjunto de prácticas singulares (y no solo como
una “recepción tardía” o una “copia mal hecha” de la ilustración europea), porque su
locus enuntiationis y su locus traductionis estuvieron marcados por una historia local de
saber/poder. Tratar de entender la especificidad de este fenómeno ha sido el propósito
central de este trabajo.3
De otro lado, Anderson tiene razón al señalar que la ampliación de la experiencia
espacio-temporal es un factor importante para explicar el nacimiento del habitus
criollo, pero no nos ofrece muchas herramientas teóricas para entender el problema.
Se limita a resaltar el papel que cumplió la circulación de ideas a través de la prensa
ilustrada, posición que recuerda un tanto la de Jürgen Habermas y su concepto de
Öffentlichkeit. Esta investigación, por el contrario, ha procurado mostrar que la
ampliación de la experiencia espacio-temporal de los criollos va de la mano con la
expansión colonial de Europa y con la lucha por el control geopolítico del mundo.
Es la formación de lo que Wallerstein llama el “sistema-mundo moderno”, con su
asimetría fundamental entre centros y periferias, lo que genera el escenario de la ilus-
tración en el siglo xviii. Este punto, frecuentemente ignorado por filósofos y cientificos
sociales, abre una perspectiva de análisis poscolonial en la que ya no es posible separar
3
Parto del supuesto de que procesos similares a los manifestados en la Nueva Granada tuvieron lugar en
todos los demás virreinatos del Imperio español en el siglo xviii, de tal manera que un estudio de caso
concentrado en uno de ellos podría dar luces para la consideración de otros casos particulares. Valdría la
pena, sin embargo, realizar un estudio comparado para validar o refutar esta hipótesis.
308
4
Aunque este no es un trabajo de “Historia”, me he beneficiado mucho del trabajo realizado por varios
historiadores. Son muchos los libros publicados sobre la segunda mitad del siglo xviii, algunos de ellos
escritos por los “padres” de la historiografía moderna en el país (Jaime Jaramillo Uribe, Germán Col-
menares, Gonzalo Hernández de Alba) y por prestigiosos historiadores extranjeros (John Leddy Phelan,
Hans-Joachim König, Frank Safford, Anthony McFarlane), pero para los objetivos de esta investigación
han sido más importantes los trabajos interdisciplinarios, sobre todo aquellos que se mueven a caballo
entre la historia, la sociología de la ciencia y la sociología de la cultura. En este sentido debo destacar
muy especialmente los trabajos de Renán Silva, y de investigadores como Diana Obregón, Mauricio
Nieto, Luis Carlos Arboleda y Olga Restrepo.
309
310
Finalmente, sea esta la ocasión para agradecer a todas las personas e instituciones
que contribuyeron a la realización de este trabajo. En primer lugar a la profesora Birgit
Scharlau del Institut für Romanische Sprachen und Literaturen de la Universidad
de Frankfurt, por la sabia dirección de mi tesis doctoral. Igualmente a la Facultad
de Ciencias Sociales y al Instituto de Estudios Sociales y Culturales PENSAR de la
Universidad Javeriana, en cabeza de su director Guillermo Hoyos Vásquez, por el
apoyo incondicional recibido. Esta investigación se benefició mucho de las visitas de
consulta a las bibliotecas de Duke University, University of Pittsburgh, El Colegio
de México y la Universidad Andina Simón Bolívar de Quito. Agradezco a Walter
Mignolo, John Beverley, Mabel Moraña y Catherine Walsh por haberme facilitado
las cosas para viajar desde Colombia y realizar estas consultas. También agradezco a
la DAAD y a Colciencias por la beca de investigación en Alemania que me permitió
culminar con éxito la investigación.
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Algunas de estas ideas fueron presentadas en Bogotá el 6 de mayo de 2009 en las Jornadas Internacionales
“Siglo XVIII: rupturas y continuidades”, organizadas por el Ministerio de Cultura, el Museo Iglesia de
Santa Clara y el Museo de Arte Colonial.
338
Borbones vieron con horror el modo en que España estaba siendo desplazada de su
antigua influencia mundial por otros Estados europeos y se dieron cuenta de que el
problema de tal decadencia se encontraba en sus propias entrañas. No solo las viejas
estructuras burocráticas y administrativas de los Habsburgo debían ser reformadas,
sino también los hábitos de la población y el gobierno sobre las colonias. La única
forma de lograr esto era centralizar todo el poder en manos del Estado a expensas de
los poderes locales. Por eso el mayor interés de los Borbones fue convertir al Estado
en una máquina que no buscaba establecer alianzas con los poderes territoriales esta-
blecidos (la Iglesia, la nobleza, las cortes y cabildos municipales, etc.), sino despojar
estos poderes de sus codificaciones tradicionales2 en nombre de una única y absoluta
“razón de Estado”.
Debo decir, a propósito de esto, que en el capítulo dos de La hybris del punto cero
se hace referencia al dispositivo de blancura vinculado a un particular sistema de
alianzas entre las élites criollas, que buscaban de este modo perpetuar su dominio
sobre el espacio social neogranadino y evitar la centralización del poder. Se trata, pues,
de un dispositivo orientado hacia la “expulsión del Estado” mediante la constitución de
poderes de carácter familiar y patrimonial. Por el contrario, el dispositivo biopolítico
que emerge en el siglo XVIII se orienta, precisamente, a desmontar ese sistema de
alianzas para favorecer la construcción del Estado central. Tenemos, entonces, dos
tecnologías de poder enfrentadas en la segunda mitad del siglo XVIII: una que pro-
pugna por la expulsión del Estado en nombre de intereses particulares (codificación
etno-racial) y otra que propugna por la expulsión de esos intereses en nombre de
un único centro de poder (sobrecodificación estatal). Una pugna tecnológica que,
asumiendo diferentes formas, ya no abandonaría más la historia de este país.
Quisiera repasar brevemente y de forma esquemática el modo en que se quiso
implementar la biopolítica absolutista de los Borbones, tomando como ejemplo tres
áreas de intervención: demografía, pobreza y enfermedad. Se mencionará cómo tales
políticas fueron implementadas en España y replicadas en el Nuevo Reino de Granada.
Debo aclarar que las reflexiones que vienen no buscan sugerir una ruptura completa,
una discontinuidad radical entre la política de los Habsburgo y la de los Borbones, sino
tan sólo visibilizar conceptualmente las diferencias de acento entre las dos dinastías
con respecto a las áreas de intervención ya mencionadas.3
2
En La hybris del punto cero me referí al fenómeno de la desterritorialización de los códigos utilizando
el concepto “expropiación de capitales” acuñado por Pierre Bourdieu.
3
En realidad, el gobierno de los borbones se encontraba atravesado por múltiples “juegos de verdad” que
algunas veces colisionaban y otras veces se articulaban de forma precaria: 1) Tensión entre el principio
trascendente de la “República cristiana” (teopolítica) y el principio inmanente de la “Razón de Estado”
(biopolítica); 2) Tensión entre el gobierno de las almas (poder pastoral) y el gobierno de los hombres
(poder gubernamental); 3) Tensión entre la economía-mundo territorial (estatismo) y la economía-
339
Digamos primero que el gobierno de la población empezó a ser visto por el Estado
español del siglo XVIII como un elemento clave para incrementar la potencia del
soberano. Con ello me refiero al descubrimiento de que la vida de la población es una
instancia inmanente al Estado, cuyos procesos biológicos pueden ser intervenidos
y regulados a partir del conocimiento científico-técnico. Cuánta gente hay en un
territorio, qué tipo de enfermedades les aquejan, su tasa de mortalidad y natalidad,
etc., ya no son simples “datos de la naturaleza” sino variables que pueden ser alteradas
por el Estado en su propio beneficio. Son recursos que el soberano debe administrar y
gestionar con ayuda del conocimiento científico.
Con todo, ya desde el siglo XVII, aún bajo el gobierno de los Habsburgo, se habían
escuchado voces que identificaban la despoblación como uno de los principales proble-
mas del Imperio español. Se creía que las causas principales de esta despoblación eran
la corrupción de las costumbres morales, sobre todo la prostitución, que alejaba a los
jóvenes del lecho conyugal; la alta cantidad de curas y monjas, que reducía el número
de procreaciones; además de la elevada tasa de emigración hacia las Indias. Una Prag-
mática de 1623 sancionada por Felipe IV quiso contener estos problemas y elevar
el número de vasallos creando nuevos estímulos para el matrimonio, prohibiendo la
prostitución, liberando de impuestos a quienes tuvieran seis o más hijos varones y
elevando la edad de acceso al sacerdocio (Vásquez García 2009: 27-30). Sin embargo,
la biopolítica de los Borbones funcionaba de un modo completamente diferente.
Pensadores ilustrados de mediados del siglo XVIII, como Ward, Jovellanos, Olavide
y Camponanes, señalaron que la “población” no hace referencia tanto al número de
súbditos cuanto a su calidad. Lo que se buscaba no era necesariamente que hubiera
más gente, sino gente más cualificada, capaz de hacerse cargo de las labores agrícolas
e industriales que requería el Estado. Por eso, no se trataba solo de incrementar el
número de nacimientos sino de “hacer útiles” a los vasallos existentes. Con otras
palabras, podríamos decir que el proyecto biopolítico borbón no tenía como meta
el incremento numérico de la población sino la producción de nuevas subjetividades.
Con este objetivo el Imperio español llevó adelante algunos “experimentos demo-
gráficos”, siendo la colonización de la Sierra Morena quizás el más importante de ellos.
Se trató de un proyecto concebido por Olavide y Campomanes durante el gobierno
de Carlos III, que buscaba poblar esta región de España con sujetos capaces de hacer
suyo el hábito del trabajo productivo y de operar con las técnicas agrícolas más avan-
zadas del momento. Esta sociedad de colonos debía estar vigilada muy de cerca por
inspectores encargados de controlar minuciosamente la producción diaria de cada
mundo no territorial (capitalismo); 4) Tensión entre las tecnologías disciplinarias (mercantilismo) y las
tecnologías securitarias (fisiocracia y liberalismo).
340
familia, asegurando así el cumplimiento de las metas trazadas por el Estado (Vásquez
García 2009: 44-45). Sujetos que se forman mediante la desterritorilización de sus
hábitos previos y la reterritorialización en ambientes controlados. Y aunque no tenemos
noticia de que en la Nueva Granada se hayan producido experimentos semejantes, sí
sabemos que la despoblación del reino fue uno de los temas preferidos por virreyes,
hombres de letras y miembros de la comunidad ilustrada. En el año de 1791 el editor
del Papel Periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá, Manuel del Socorro Rodríguez,
anuncia un premio de cincuenta pesos para el trabajo que proponga una mejor solución
al despoblamiento de la Nueva Granada. El pensador criollo Diego Martín Tanco,
administrador de Correos de Bogotá y ganador del mencionado concurso, empieza su
Discurso afirmando que “un reyno no se debe llamar bien poblado aunque rebose
de habitantes, si estos no son laboriosos y se emplean útilmente en aquellas tareas
que producen para el hombre el alimento, el vestido, el adorno y otras cosas propias
para la conveniencia de la vida” (Tanco 1978 [1792]: 132). Calidad y no cantidad de
población. Tanco recurre a los trabajos de Ward y Campomanes para mostrar que la
calidad de la población es un asunto de control y planificación que debe ser abordado
por una nueva ciencia: la economía política. De este tema me ocuparé más adelante.
Digamos por lo pronto que el Discurso de Tanco aborda otro de los problemas que
en ese momento era percibido como una de las causas principales de despoblación:
la pobreza. Si se quiere asegurar la calidad de la población, entonces habrá que ase-
gurarse de que el trabajo productivo reemplace al ocio y la ‘vagamundería’, pues “un
país de vagamundos lo será siempre de pobres” (Tanco 1978 [1782]: 185). Aquí
Tanco se hace eco de la biopolítica imperial de los Borbones, empeñada en el control
de la mendicidad y el encierro correccional de los pobres. Y aunque este no era un
problema nuevo en la España del siglo XVIII, sí lo era su solución. Ya desde el siglo
XVI, autores erasmistas como José Luis Vives habían impugnado la idea cristiana
de que la pobreza era en sí misma una prueba de santidad (el pobre como símbolo
de Cristo) y distinguió claramente entre el pauper verecundus (“pobre vergonzante”)
y el pauper superbus (“pobre fingido”).4 Estos últimos eran vistos por Vives como
un peligro moral para el Estado, por lo cual propone la creación de una policía de
mendigos encargada de separar los vergonzantes de los fingidos, obligando a estos
últimos a trabajar o, en su defecto, encerrarlos (Vásquez García 2009: 56-57). Estas
reflexiones sobre el gobierno de la pobreza quedaron enmarcadas en la teopolítica de
los Habsburgo –reforzada por el Concilio de Trento– que asociaba la mendicidad con
la inmoralidad. Si se quería encerrar o encauzar al “pobre fingido” era para evitar la
generalización del pecado y promover la recristianización de los descarriados.
4
Consúltese el tratado de Vives De Subventione Pauperum de 1526.
341
Una cosa muy diferente es la que proponen los Borbones del siglo XVIII. Los
reformadores ilustrados vinculados a la Corona ya no dan al problema de la pobreza
un enfoque teológico sino económico. Los pobres y mendigos no son vistos como un
obstáculo para la salvación –problema que debe ser atendido por la Iglesia– sino
como un obstáculo para la “felicidad pública” cuya resolución está en manos del
Estado. Pero no se trataba simplemente de que trabajaran en cualquier cosa, o en las
mismas cosas que ya sabían antes, sino de ocuparlos en aquellas labores susceptibles
de aumentar las riquezas del Estado, utilizando para ello nuevas técnicas y modos de
hacer. Sacarlos de la calle para internarlos en talleres y hospicios donde se converti-
rían en “sujetos nuevos”. Tenemos, de nuevo, dos movimientos simultáneos, ambos
coordinados por el Estado: desterritorialización con respecto a las “viejas” formas de
vivir y trabajar, reterritorialización en nuevos ambientes laborales. Así, la legislación
de pobres dictada en 1775 por Carlos III establecía que los “pobres útiles” debían ser
internados en hospicios donde aprenderían un oficio bajo la supervisión del Estado,
mientras que los “pobres inútiles” (enfermos, por ejemplo) serían internados en casas
de misericordia administradas también por el Estado y ya no por la Iglesia. Desacra-
lización de la pobreza y estatalización de su gobierno.
En la Nueva Granada del siglo XVIII se quiso implementar el encierro discipli-
nario como medio para combatir la holgazanería y la pobreza. Con la fundación del
Real Hospicio de Santafé se implementaron finalmente las medidas esperadas por la
Corona para el destierro definitivo de la ociosidad. Manuel del Socorro Rodríguez
decía en 1791 que todas las personas internadas en el hospicio, incluyendo mujeres
y niños, debían aprender a trabajar en aquellos ramos útiles para el comercio: hilado,
lencería, desmote de algodón, labrado de velas de cera, etc. (Rodríguez 1978 [1791]:
142). Clasificar y resocializar a los mendigos, transformándolos en mano de obra
barata, potenciar los sectores productivos de la economía y aumentar el número
de la población “útil” al Estado. Tales eran las funciones del Real Hospicio, que en
opinión de José Ignacio de Pombo debía convertirse en una escuela-taller equipada
con modernos instrumentos y maquinaria, de tal modo que de allí salieran maestros
capaces de establecer nuevos hospicios en otras regiones de la Nueva Granada (Pombo
1965 [1810]: 188).
La enfermedad también se convirtió en un área de intervención clave para la
biopolítica de los Borbones, estrechamente relacionada con las dos consideradas
anteriormente, la demografía y la pobreza. Si la riqueza de un Estado no consistía
solamente en el número de sus moradores sino en su utilidad como fuerza laboral,
entonces era claro que esa población trabajadora debía ser protegida del peligro repre-
sentado por las enfermedades. Si la población no se mantenía sana, difícilmente podría
estar capacitada para trabajar. De ahí que las autoridades españolas favorecieran la
342
343
5
Recordemos aquí que Foucault establece una diferencia entre salud y salubridad. La salud hace referencia
al estado del cuerpo individual, mientras que la salubridad es un asunto biopolítico que debe manejarse
a través de una técnica específica: la higiene (Foucault 1999: 379).
344
No es posible hablar del siglo XVIII sin mencionar la importancia que adquirió en
esta época el conocimiento científico, no solo como instrumento para la generación
de una visión del mundo emancipada casi por entero de la teología, sino también
como instrumento para el gobierno inmanente de ese mundo. Los científicos naturales
suelen hablar de los impresionantes avances registrados por la física y la astronomía,
mientras que los historiadores y sociólogos prefieren hablar de ciencias como la botá-
nica, la medicina y la geografía. Este fue el camino que yo mismo seguí en La hybris
del punto cero. Sin embargo, quisiera concentrarme ahora en una ciencia que tuvo
tremenda importancia para la formulación de políticas de gobierno en aquella época:
la economía política. No entenderemos en qué consiste la entrada de la vida en el
escenario de la política durante el siglo XVIII sin tomar en cuenta el modo en que los
discursos de la economía política contribuyeron a generar la “razón gubernamen-
tal” que tomó precisamente como objetivo la gestión de esa vida.6 A continuación
reconstruiré brevemente el transcurrir de la economía política durante el siglo
XVIII, concentrándome sólo en el mercantilismo y la fisiocracia, dejando por fuera
de consideración el liberalismo por tratarse de una escuela de pensamiento económico
que en España y en América tuvo su mayor impacto apenas en el siglo XIX.
El mercantilismo, entendido como un conjunto de doctrinas, técnicas de gobierno
y gestión de la economía, dominó en Europa desde comienzos del siglo XVII hasta
mediados del siglo XVIII. Los mercantilistas creían que para aumentar las riquezas
de la nación, el Estado debía asumir el control absoluto de todas las actividades
económicas, particularmente del comercio. Al comercio internacional se le signó
un papel central en el enriquecimiento de las naciones y se consideró que la balanza
6
Aquí vale la pena recordar que el propio Foucault reconoció que el concepto de biopolítica perma-
necía oscuro mientras no se considerase que el “marco general” en el que esta se inscribe es lo que él
denominaba la “razón gubernamental”. Fue precisamente la economía política, el saber experto, que
más contribuyó a delinear los límites de esa “razón gubernamental” (Foucault 2007: 40-41).
345
7
Esta política se conocerá luego en economía como el modelo de “sustitución de importaciones”.
8
Debe hacerse una distinción conceptual entre los “mecanismos disciplinarios” mencionados por Foucault
en relación con el ejercicio político-económico de la “razón de Estado” y las “disciplinas” sobre las que
reflexiona la segunda parte de Vigilar y castigar.
9
Véase su texto Theórica y Práctica de Comercio y de Marina (1724).
346
347
348
intentos se hicieron por someter los flujos sociales bajo el control único del Estado,
más se reveló la increíble dificultad de esta empresa. Todo el siglo XIX será testigo de
la lucha entre la estatalización de los poderes patrimoniales y la patrimonialización
del poder estatal. La biopolítica se reveló de este modo como un espejismo, como un
sueño de la razón capaz de producir monstruos.
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107, 108, 109, 111, 112, 113, 116, 93, 118, 126, 133, 158, 166, 180,
118, 119, 122, 124, 131, 132, 137, 181, 204, 212, 213, 230, 257, 289,
141, 175, 176, 181, 186, 194, 198, 290, 295
200, 202, 203, 204, 210, 215, 230, clasificación 38, 40, 54, 62, 77, 81, 186,
259, 261, 268, 269, 270, 273, 283, 195, 206, 207, 210, 212, 225, 226,
290, 291, 292, 300, 303 244, 253, 264
Catalina II 11, 305 axiológica 78
caucho 244 poblacional 54, 55, 231
cédulas de gracias al sacar 104 Clavijero, Francisco Xavier 285, 286, 287,
censos de población 169 288, 289, 290, 291
ceremonias 119 clima 16, 37, 40, 41, 149, 169, 170, 201,
chibcha 12, 116, 305 223, 234, 241, 249, 259, 260, 263,
chicha 86, 165, 199, 203, 225 265, 267, 268, 269, 270, 271, 272,
ciencia 12, 13, 14, 18, 22, 23, 24, 25, 26, 277, 278, 279, 280, 281, 282, 285,
27, 28, 31, 33, 35, 36, 38, 39, 47, 286, 287, 288, 289, 292, 293, 294,
50, 99, 125, 129, 135, 137, 142, 295, 296, 299, 300, 301
147, 148, 153, 154, 162, 163, 168, salubridad del 170, 295, 297
169, 186, 191, 192, 197, 199, 204, codicia 98
205, 210, 213, 217, 220, 223, 225, Colegio de San Bartolomé 118, 119, 121,
226, 229, 230, 231, 237, 239, 240, 125, 126
242, 243, 247, 249, 250, 252, 257, Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosa-
263, 276, 288, 298 rio 86, 117, 122, 123, 127
de gobierno 96 Colmenares, Germán 123, 309
del hombre 22, 26, 27, 28, 29, 30, 32, Colón, Cristóbal 56, 155, 187, 243
33, 38, 41, 42, 43, 50, 264 colonial 13
moderna 16, 18, 47, 64, 96, 131, 138, colonialidad del poder 16, 41, 61, 62, 63,
142, 145, 208, 218, 225, 244, 267, 73, 89, 96, 108, 114, 138, 174,
285 176, 306, 337
cimarrones 259, 260 colonialismo 13, 23, 42, 43, 44, 45, 47,
circuito del Atlántico 31, 53, 60, 97, 248 50, 53, 57, 58, 62, 114, 274, 347
cirujano 86, 107, 174, 181, 219 color de la piel 18, 40, 41, 64, 68, 71, 113,
ciudad 244, 298, 300
fundación 21, 25, 31, 32, 117, 118, 122, comercio 12, 29, 30, 32, 34, 35, 37, 69,
143, 255, 342 91, 97, 98, 99, 100, 116, 129, 136,
civilidad 225 146, 157, 158, 171, 172, 196, 209,
civilización 17, 33, 36, 43, 44, 45, 46, 48, 210, 211, 212, 217, 218, 223, 236,
55, 191, 201, 202, 206, 267, 274, 238, 242, 246, 248, 249, 250, 251,
275, 276, 277, 278, 289, 296, 297, 252, 254, 256, 257, 258, 259, 263,
298, 299, 301 266
civilizado 190, 191, 288 comparación 119, 175, 219, 276
clan 69, 71, 103, 120 conciencia étnica 110
353
354
de la pureza de sangre 68, 185, 186, 187, 299, 338, 339, 341, 342, 345, 346,
188, 216 347
de la pureza epistémica 185 Edad Media 25, 48, 54, 55, 59, 193
de las ciencias humanas 46 élite blanca 22, 80, 86
ilustrado 14, 15, 18, 22, 186 encomienda 63, 68, 106, 238
ilustrado criollo 18, 23, 53, 58, 67 enfermedad 120, 143, 144, 145, 146, 148,
limpieza de sangre 15, 16, 53, 54, 59, 67, 149, 150, 151, 152, 153, 154, 155,
68, 70, 71, 73, 78, 83, 84, 85, 88, 156, 159, 160, 162, 163, 164, 165,
89, 96, 110, 113, 114, 118, 119, 167, 168, 171, 172, 173, 186, 193,
120, 122, 133, 134, 136, 141, 173, 199, 200, 201, 202, 203, 204, 283,
181, 185, 272, 284, 290, 306, 307, 339, 342, 343
308, 310, 337, 348 enseñar 116, 121, 197
diseños globales 125 epistemológica 306
dispositivo 16, 17, 18, 44, 45, 57, 58, 59, escasez 34, 35, 36, 84, 156, 161, 180, 205,
63, 64, 66, 68, 70, 78, 80, 81, 87, 206, 209, 277
89, 90, 96, 107, 110, 117, 118, esclavitud 95, 241, 267
124, 131, 141, 142, 176, 184, 185, escritura
210, 230, 290, 306, 337, 339, 348 de la historia 17, 31, 33, 35, 36, 45, 50,
distancia 15, 24, 26, 39, 75, 81, 83, 89, 53, 115, 205, 207, 208, 218, 219,
108, 111, 113, 118, 128, 131, 208, 223, 232, 271, 280, 281, 289
210, 215, 219, 234, 235, 246, 249, fundacional 186
261, 300 escritura alfabética 61, 191
epistemológica 14, 225 espacio 17, 18, 24, 33, 36, 39, 57, 59, 60,
étnica 83, 85 61, 69, 81, 82, 83, 89, 90, 101,
distinción 43, 46, 58, 59, 69, 71, 72, 84, 123, 135, 142, 161, 162, 187, 190,
200, 201, 204, 219, 229, 230, 236,
89, 90, 92, 102, 112, 178, 179,
237, 238, 248, 251, 261, 272, 273,
216, 249, 250, 267, 278, 279, 290
283
división del trabajo 30, 147
abstracto 237
dominicos 115, 127, 130, 131, 133, 286,
estriado 230, 237, 247
289
espacios 47, 131, 162, 207, 229
doxa 36, 115, 186, 225, 267, 306, 309
España 11, 12, 49, 50, 52, 54, 57, 58, 61,
Dussel, Enrique 16, 23, 42, 47, 48, 49,
62, 70, 71, 77, 84, 85, 86, 97, 98,
50, 51, 52, 53, 57, 58, 60, 61, 64,
102, 105, 106, 107, 115, 146, 153,
67, 185
154, 160, 172, 187, 188, 205, 208,
E 209, 210, 211, 212, 214, 218, 230,
234, 236, 238, 239, 241, 242, 247,
Echeverría, Bolívar 205, 289 248, 249, 255, 256, 272, 278, 284,
economía 23, 29, 30, 31, 34, 35, 36, 37, 285, 286, 287, 291, 297, 300, 301,
41, 42, 54, 91, 97, 128, 145, 156, 338, 339, 340, 341, 344, 345, 346,
166, 170, 172, 204, 206, 209, 211, 347, 348, 349
212, 248, 250, 251, 252, 256, 258, españoles 48, 62, 67, 71, 73, 75, 78, 79,
259, 261, 262, 263, 265, 269, 298, 82, 88, 91, 93, 97, 98, 100, 101,
355
102, 104, 105, 106, 107, 113, 118, Expedición Geodésica 229, 238, 239, 241,
122, 136, 143, 176, 188, 191, 198, 275, 310
199, 211, 225, 234, 239, 240, 247, Expedición Salvani 310, 344
248, 261, 262, 270, 274, 278, 281, exploraciones científicas 208
283, 287, 290, 291, 292, 296, 343, expropiación 47, 101, 102, 103, 106, 108,
346 131, 137, 145, 204, 339
estadísticas 84, 169, 170, 171, 172 epistémica 8, 18, 47, 184, 186
Estado español 16, 60, 63, 99, 103, 165, epistemológica 216
205, 211, 217, 221, 340 Eze, Emmanuel 38
estatuto 39, 41, 56, 71, 72, 86, 104, 114,
115, 118, 128, 156, 160, 166, 198, F
236, 343 fantasía 237
epistemológico 39 Federico II 277
estilo 43, 48, 71, 134, 149, 172, 222, 226, felicidad pública 127, 129, 145, 169, 178,
278 179, 342
estrategias 69, 80, 81, 83, 85, 87, 88, 89, Felipe II 233
90, 93, 99, 102, 118, 177, 202, 272 fenotipo 40, 69, 113
etnología 27, 45, 248, 281 Fermín de Vargas, Pedro 90, 121, 146,
eurocentrismo 48 161, 171, 172, 195, 250, 256, 261,
Europa 13, 14, 17, 21, 23, 32, 34, 36, 37, 262
40, 41, 42, 43, 44, 45, 46, 47, 48, filología 44, 45
49, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 57, filosofía natural 26, 126
58, 59, 60, 61, 85, 86, 96, 97, 105, Finestrad, Joaquín de 76, 150, 151, 160,
160, 187, 193, 197, 198, 200, 201, 161, 169
202, 211, 213, 217, 218, 219, 221, fisiocracia 249, 340, 345, 347, 348
223, 224, 225, 226, 227, 230, 231, formas de conocer 16, 45, 46, 47, 63, 186
232, 236, 240, 242, 243, 244, 245, Foucault, Michel 11, 13, 16, 41, 45, 52,
247, 254, 256, 263, 273, 274, 275, 54, 64, 77, 96, 97, 98, 114, 204,
276, 277, 278, 281, 284, 285, 286, 205, 207, 214, 337, 338, 343, 344,
287, 291, 293, 296, 298, 299, 300, 345, 346, 347
301, 302, 303, 345 franciscanos 115, 143, 147, 192, 193, 289
europeización 63, 90 Fritz, Samuel 243
evangelización 12, 57, 63, 115, 142, 189, frontera étnica 70, 132, 176, 186, 309
296, 306 fuentes 24, 25, 32, 50, 121, 232, 251, 277,
evolución 30, 32, 33, 36, 61, 167, 190, 294, 309, 338
279, 280, 297, 298, 302, 303, 306
cognitiva 42, 282 G
expedición 68, 94, 155, 180, 210, 211, género 36, 37, 39, 74, 80, 148, 149, 155,
212, 213, 214, 217, 218, 220, 221, 196, 197, 199, 204, 207, 208, 212,
229, 238, 239, 241, 275 218, 266
Expedición Botánica 94, 181, 193, 196, geobiopolítica
211, 212, 214, 221, 230, 310 imperial 18
356
geocultura 51, 53, 58, 60 78, 81, 82, 83, 101, 103, 118, 123,
geografía 18, 37, 38, 39, 40, 41, 45, 60, 124, 131, 141, 161, 185, 186, 198,
61, 129, 130, 146, 229, 230, 231, 199, 201, 272, 284, 290, 291, 300,
232, 236, 237, 239, 244, 247, 248, 306, 308, 309, 310
249, 252, 263, 264, 265, 268, 273, Hardt, Michael 21, 23, 25, 31, 32
277, 279, 345 Harvey, David 155, 239
de las razas 263 Hegel, G.W.F. 45, 53, 58, 213, 283
geopolíticas del conocimiento 7, 20, 46, hegemonía 15, 16, 50, 51, 57, 62, 73, 90,
61, 309 98, 186, 206, 209, 247, 273, 309,
Gerbi, Antonello 273, 276, 278, 284, 291 348
Gil, Francisco 85, 141, 153, 154, 163, cognitiva 18
164, 200, 201, 202 cultural 15, 46, 95, 167
Ginés de Sepúlveda 52 Hernández de Alba, Gonzalo 131, 152,
gobierno 16, 29, 33, 93, 96, 98, 100, 101, 174, 210, 218, 219, 220, 221, 224
102, 103, 109, 123, 124, 128, 136, higiene 153, 154, 203, 269, 343, 344
145, 146, 147, 150, 152, 153, 154, hijos de Noé 55, 56
155, 160, 163, 164, 167, 169, 178, historia 13, 17, 31, 33, 35, 36, 38, 42, 45,
182, 203, 221, 226, 238, 239, 240, 53, 95, 115, 172, 191, 201, 205,
241, 242, 249, 251, 255, 258, 260, 207, 208, 214, 218, 219, 224, 225,
262, 263, 267, 269, 289, 291, 309, 232, 245, 264, 269, 273, 274, 280,
337, 338, 339, 340, 341, 342, 343, 287, 289, 294
345, 346, 347, 348 de la ciencia 223, 225, 226
Godin, Louis 238, 239, 240 de la humanidad 280
Gómez Ortega, Casimiro 219 de la salvación 35
Guayana 211, 239, 242, 246, 247 del hombre 281
gubernamentalidad 16, 95, 97, 125, 129, local 54, 61, 114, 308
145, 146, 172, 230, 236, 338
mundial 50, 53
guerra 22, 29, 68, 95, 96, 97, 101, 105,
natural 38, 77, 129, 130, 149, 181, 204,
113, 115, 155, 211, 246, 338
205, 207, 209, 213, 214, 219, 229,
guerra de las razas 95, 96, 113, 115
239, 245, 263, 264, 271, 276, 292
Gumilla, José 187, 188, 189, 190, 191,
sagrada 93, 231, 236, 237
192, 193, 194, 198, 211, 242, 277,
universal 213
283
Hobbes, Thomas 28, 29, 33, 41, 50
Gutiérrez de Pineda, Virginia 72, 79, 80,
homo 128
85, 87, 113
academicus 128, 134
Gutiérrez de Piñeres, Francisco 102, 103,
faber 35
106
Gutiérrez, Frutos Joaquín 121, 131 oeconomicus 98
Horacio 269
H hospital 142, 143, 144, 146, 147, 160,
161, 163, 164, 167, 169, 171, 172
Habermas, Jurgen 191, 308 como diseño racional 161
habitus 15, 16, 17, 43, 44, 57, 58, 73, como máquina de vigilancia 163
357
358
359
moraleja 197, 269 Newton, Isaac 23, 24, 26, 27, 29, 35, 38,
mordedura de serpiente 194, 195, 196 126, 155, 168, 181, 197, 219, 265,
Moreno y Escandón, Francisco Antonio 266
21, 127, 128, 129, 130, 131, 181, nobleza de sangre 71
229 Noé 55, 187, 188, 189
muiscas 68, 295, 296 novelas 43
mulato 74, 76, 80, 92, 94, 104, 113, 121, Nueva España 115, 212, 300, 306
176, 199, 220, 221, 222, 225, 268 Nueva Granada 4, 5, 12, 15, 16, 18, 19,
Mutis, José Celestino 12, 94, 131, 148, 21, 22, 23, 35, 63, 64, 66, 68, 69,
151, 154, 155, 168, 174, 176, 177, 70, 71, 74, 76, 78, 79, 82, 83, 84,
178, 179, 180, 181, 185, 193, 196, 86, 89, 90, 95, 96, 101, 102, 103,
203, 204, 212, 214, 216, 217, 218, 105, 108, 111, 114, 116, 117, 119,
219, 220, 221, 222, 223, 224, 225, 123, 125, 126, 127, 131, 136, 141,
226, 227, 230, 244, 255, 300 142, 146, 149, 151, 155, 156, 159,
160, 164, 168, 174, 175, 176, 177,
N 178, 180, 181, 185, 186, 187, 188,
189, 192, 193, 194, 198, 211, 212,
Nariño, Antonio 136, 292 214, 215, 216, 217, 218, 219, 221,
Narváez, Antonio de 251, 252, 259, 260, 222, 229, 238, 247, 250, 252, 254,
261, 263 255, 256, 257, 258, 259, 260, 262,
naturaleza 14, 21, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 263, 266, 282, 283, 284, 289, 291,
29, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 38, 39, 294, 296, 300, 337, 341, 342, 348,
40, 41, 42, 48, 56, 62, 63, 78, 80, 349
93, 127, 128, 129, 132, 135, 145,
148, 149, 155, 156, 160, 161, 162, O
165, 168, 195, 199, 204, 205, 206,
207, 208, 211, 213, 215, 219, 226, objetividad 15, 26, 27, 58, 60, 142, 199,
233, 235, 236, 252, 258, 260, 263, 208, 237
265, 266, 267, 269, 271, 273, 274, observatorio astronómico 162, 163, 240,
275, 276, 277, 278, 279, 280, 281, 241, 294
285, 294, 297, 298, 299, 301, 302, obstáculo epistemológico 215, 237
303, 340 occidentalismo 43, 56, 57, 58
humana 25, 27, 28, 31 ociocidad 259
moral 38, 40, 266 oficios nobles 86
Negri, Antonio 21, 23, 25, 31, 32 orientalismo 43, 44, 45, 46, 57, 58
negros 21, 32, 41, 52, 59, 69, 70, 72, 75, origen 11, 28, 29, 32, 33, 37, 49, 52, 80,
76, 79, 80, 81, 82, 86, 87, 88, 90, 87, 92, 93, 94, 108, 109, 114, 129,
91, 94, 95, 103, 105, 116, 118, 132, 135, 136, 137, 153, 161, 168,
122, 123, 124, 131, 137, 144, 156, 187, 188, 189, 190, 192, 193, 199,
165, 166, 186, 188, 192, 194, 195, 200, 201, 234, 240, 260, 278, 279,
196, 197, 198, 199, 203, 221, 231, 299, 301, 306
234, 248, 259, 260, 261, 267, 283, origen étnico 87, 114, 135, 137, 188, 189,
285, 290, 301, 310, 348 192, 200
360
oro 84, 98, 163, 192, 212, 234, 236, 250, política 13, 16, 25, 30, 31, 32, 33, 46, 57,
258 61, 62, 86, 98, 99, 100, 101, 102,
103, 106, 107, 108, 109, 116, 129,
P 130, 131, 137, 142, 145, 146, 147,
149, 151, 152, 165, 166, 167, 170,
paganos 188
172, 176, 178, 180, 202, 204, 208,
panches 68
216, 229, 235, 236, 237, 240, 241,
paradigmas 47 248, 249, 251, 252, 254, 255, 258,
pardos 70, 72, 79, 83, 104, 105, 109, 181 260, 264, 269, 272, 289, 295, 305,
pathos de la distancia 81, 83, 118, 131, 309, 310, 337, 338, 339, 341, 344,
176, 208, 214 345, 346
Paw, Cornelius de 21, 270, 273, 277, 278, del orden 171
279, 281, 284, 285, 286, 287, 288, imperial 14, 102, 196
290, 291, 292, 294, 296, 301 linguística 13
Paz, Octavio 88, 289, 291 poblacional 95, 251, 252, 258, 259, 261,
pereza 78, 79, 188, 262, 270, 277 263, 270
periferia colonial 14, 49, 53, 68 Pombo, José Ignacio de 121, 147, 148,
persuasión 89 158, 162, 251, 252, 258, 348
Perú 12, 61, 166, 173, 188, 189, 190, 212, Pombo, Miguel 155, 214
217, 218, 235, 238, 241, 247, 294, precientífico 28, 39, 61
296, 297, 300, 306 predicación 296
poblaciones 14, 16, 18, 32, 48, 54, 57, prehistoria 225, 226, 306
62, 63, 67, 95, 167, 211, 231, 234, de la botánica 214
235, 252, 254, 259, 261, 262, 263, de la medicina 186
264, 267, 276, 282, 337, 338 primitivo 34, 41, 47, 190, 191, 275, 280
población indígena 78, 116, 198, 260, prodigios 302
262, 267, 306 producción 12, 16, 17, 22, 36, 41, 47, 60,
62, 67, 86, 96, 99, 100, 103, 105,
pobreza 143, 145, 156, 158, 160, 172,
114, 115, 123, 124, 166, 171, 198,
189, 250, 256, 339, 341, 342
206, 211, 227, 230, 236, 249, 250,
poder 11, 16, 18, 24, 25, 30, 31, 40, 41,
254, 259, 340, 346, 347
43, 44, 45, 46, 50, 61, 62, 63, 64,
de conocimiento 14, 16, 61, 62, 96, 114,
69, 73, 81, 88, 89, 90, 91, 96, 97, 229
100, 101, 102, 105, 107, 108, 114, de riquezas 36, 37, 100, 146, 154, 180,
115, 121, 125, 130, 138, 141, 152, 205
154, 159, 167, 168, 174, 185, 192, de subjetividades 44, 99, 141
196, 208, 210, 211, 215, 216, 218, progreso 17, 21, 32, 35, 36, 37, 41, 46,
221, 223, 229, 236, 237, 239, 249, 60, 61, 108, 155, 177, 190, 252,
254, 262, 263, 272, 273, 276, 279, 262, 267, 298, 299
282, 293, 337, 338, 339, 343, 348, pueblo 22, 32, 34, 40, 97, 110, 113, 125,
349 135, 147, 149, 150, 151, 152, 165,
policía 164, 173, 174, 201, 202, 256, 341 166, 185, 190, 199, 203, 246, 248,
policía sanitaria 164 258, 269, 271, 295, 296
361
punto cero 4, 14, 16, 18, 23, 25, 27, 31, botánica 204, 210, 213
33, 35, 36, 37, 39, 40, 42, 46, 47, ordenadora 115
59, 60, 61, 67, 68, 114, 141, 161, Real Audiencia 72, 84, 85, 110, 135, 136,
185, 186, 199, 200, 208, 216, 223, 235, 238
231, 237, 267, 307, 309, 310, 337, real pragmática 112
338, 339, 345, 348 Real Pragmática 107, 109, 110, 112, 113
pureza racial 81 reconversión de capitales 83, 102
recursos humanos 99, 100, 154, 169, 172
Q reformas borbónicas 16, 96, 99, 101, 113,
114, 129, 131, 141, 143, 145, 160,
quechua 12, 95, 132, 189, 190
309, 338
quina 196, 211, 214, 216, 217, 218, 219, régimen de verdad 192
220, 221, 222, 223, 224, 225, 236, relaciones 16, 28, 30, 45, 47, 61, 73, 81,
244 82, 84, 89, 96, 223, 230, 234, 235,
236, 240, 248, 249, 250, 265, 337,
R
338
racionalidad 45, 99, 101, 108, 123, 128, relato 55
129, 156, 165, 166, 200, 201, 211, representación 13, 25, 43, 46, 48, 59, 60,
213, 273, 344, 348 74, 78, 99, 187, 193, 201, 217,
burocrática 146, 151 232, 233, 237, 249
científico-técnica 16, 45, 48, 145, 146, resguardos 91, 261, 262
186, 206 Restrepo, José Félix de 121, 168, 263
ordenadora 161 río 187, 198, 239, 242, 244, 246, 247,
rama 133, 264 282, 294
Rama, Ángel 114, 115, 132, 167, 307 Amazonas 189, 190, 211, 242, 244, 246,
raza 37, 38, 39, 40, 41, 43, 62, 74, 76, 78, 247, 254, 289
79, 80, 85, 90, 92, 94, 110, 112, Magdalena 164, 221, 229, 293
113, 117, 118, 120, 122, 176, 215, Orinoco 194, 210, 211, 229, 242, 246,
220, 249, 261, 263, 266, 267, 272, 247, 254, 289, 294
279, 287, 290, 298, 299, 300, 301, riqueza 32, 37, 68, 70, 71, 83, 84, 86, 88,
302, 303, 348 91, 92, 97, 99, 103, 104, 145, 205,
inferior 175, 176 239, 248, 250, 299, 342, 346, 347,
maldita 187 348
razón 13, 14, 21, 24, 27, 32, 37, 38, 41, Rizo, Salvador 94, 95, 246
56, 57, 58, 67, 71, 82, 83, 88, 108, Robertson, William 278, 279, 280, 281,
112, 119, 125, 130, 145, 146, 148, 282, 283
151, 156, 161, 165, 167, 168, 172, Rodríguez, Manuel del Socorro 156, 157,
158, 159, 199, 255, 293, 305, 341,
174, 175, 176, 178, 185, 188, 189,
342
190, 193, 196, 202, 203, 204, 206,
208, 214, 217, 220, 221, 223, 224, Roig, Arturo Andrés 132, 133, 134, 137,
236, 239, 247, 252, 261, 263, 266, 285, 289
267, 272, 279, 286, 289, 290, 297, Rousseau, Jean-Jacques 15, 16, 23, 33, 34,
298, 301, 302 37, 42, 50, 190, 249, 299
362
ruptura epistemológica 35, 132, 186, 199 sociología espontánea 15, 73, 74, 75, 77,
78, 124, 138, 182, 186, 188, 189,
S 193, 194, 198, 199, 202, 203, 263,
sacrificio 84, 148 290
Said, Edward 17, 23, 42, 43, 44, 45, 46, Spivak, Gayatri 42, 307
47, 54, 57, 58, 64, 67, 307 subjetividad 18, 44, 52, 53, 58, 63, 64, 67,
Salazar, José María 113, 121, 251, 263, 68, 73, 78, 81, 114, 124, 199
292, 294, 295, 296, 302, 303, 348 sujeto 32, 48, 78, 89, 96, 99, 103, 124,
salud pública 145, 146, 152, 154, 161, 147, 181, 220, 230, 236, 265, 307
165, 176, 179, 180, 202, 343 superioridad 18, 37, 43, 48, 49, 58, 129,
salvación 35, 233, 342 186, 191, 218, 270, 274, 275, 281,
salvaje 191, 213, 235, 276, 280, 281, 295, 298, 300, 308
296 étnica 15, 56, 62, 67, 230, 283, 291
salvajes 36, 160, 191, 225, 267, 273, 278,
282, 283 T
San Agustín 55, 131, 198 Tadeo Lozano, Jorge 80, 94, 121, 148,
sangre de la tierra 79, 82, 117, 118 194, 214, 255, 257, 264, 292, 300
San Juan 83, 144, 162, 166, 170, 174, Tanco, Diego Martín 121, 159, 160, 163,
177, 180 250, 256, 257, 272, 279, 341, 348
San Lorenzo 282 taxonomías 62, 73, 74, 76, 78
Santa Cruz y Espejo, Eugenio de 132, 201 tecnología
Santa Marta (ciudad) 120, 251, 259 de control 171
Santiago 102, 235 tecnologías 205, 260, 337, 339, 340, 343,
Santo Tomás 118, 126, 127, 131, 133, 345
190, 286 poblacionales 146
Sem 55, 56, 57, 76, 187, 231 telos 35, 42, 45
Sepúlveda, Ginés de 52, 273, 274 templo 117, 295
sermón 134 teología 116, 126, 127, 128, 149, 152,
Sevilla, Isidoro de 56, 60, 61
175, 345
significación cultural 154, 156
teólogos 127, 274, 290
Silva, Renán 86, 119, 120, 121, 130, 131,
teoría poscolonial 13, 23, 42, 57, 307, 310
142, 151, 153, 164, 165, 292, 309,
territorio 16, 18, 34, 56, 57, 69, 88, 96,
348
99, 100, 145, 169, 171, 187, 200,
símbolo 85, 229, 233, 241, 341
211, 215, 216, 217, 228, 229, 230,
similitudes 207, 215
231, 233, 236, 237, 238, 241, 244,
sistema-mundo 22, 49, 50, 52, 53, 56, 57,
246, 247, 249, 259, 265, 272, 274,
58, 61, 62, 64, 86, 209, 226, 273,
289, 308, 309 275, 280, 283, 291, 292, 296, 337,
sistemas de conocimiento 189 338, 340, 348
Smith, Adam 16, 29, 30, 31, 32, 36, 42, tesis ambientalista 245, 259, 268, 285,
50 288, 291
sobrenatural 150, 289 testimonio 41, 88, 132, 133, 200, 213,
Sociedad de Amigos del País 255, 256 222, 287
363
tirano 136 V
Tocaima 91
topografía 95 Valenzuela, Eloy 121, 214, 215
Torres, Camilo 121, 250, 255 valor 34, 78, 80, 86, 88, 99, 115, 207,
Torre y Miranda, Antonio de la 246 209, 244, 248
Toulmin, Stephen 23, 24 valor de cambio 34, 209
trabajo 13, 14, 15, 16, 18, 25, 30, 31, 34, Velasco, Juan de 189, 190, 284, 285, 286,
35, 36, 43, 50, 54, 57, 60, 63, 64, 287, 288, 289, 290
78, 79, 86, 87, 96, 99, 103, 105, Venezuela 211
verosímil 225
107, 112, 123, 124, 129, 141, 143,
vicios 79, 108, 157, 158, 159, 265, 290
145, 147, 149, 156, 157, 158, 159,
violencia 18, 63, 137, 154
165, 166, 167, 170, 181, 202, 205,
epistemológica 63
211, 222, 223, 229, 239, 244, 245,
simbólica 138, 186
248, 251, 256, 259, 260, 261, 262,
Virgen 134, 151, 243
263, 265, 278, 281, 284, 285, 290,
virtud 54, 112, 116, 143, 150, 151, 152,
295, 296, 297, 298, 301
157, 203, 223, 231, 265, 266, 272,
intelectual 86, 116, 220
290
productivo 32, 78, 145, 146, 158, 161,
viruela 149, 153, 154, 163, 175, 195, 196,
257, 261, 281, 348
200, 201, 202, 343, 344
traducción cultural 15, 307, 310 Vitoria 23
tribunal de la razón 195, 196, 213, 225
Turgot, Anne-Robert-Jacques 15, 23, 35, W
36, 37, 41, 42, 50, 249
Wallerstein, Immanuel 32, 50, 52, 53, 54,
U 86, 97, 308
Ward, Bernardo 247, 261, 340, 341
Ulloa, Antonio de 70, 78, 79, 80, 86, 98, Wolf, Eric 32, 86
105, 165, 166, 167, 208, 239, 240,
241, 262, 263, 268, 269, 270, 271, Z
272
Universidad Santo Tomás 126 zambo 76, 79, 80, 92, 104, 222
utilidad 28, 39, 79, 99, 107, 127, 145, Zea, Francisco Antonio 120, 136, 142,
154, 157, 163, 169, 179, 180, 206, 181, 214
208, 212, 229, 235, 237, 238, 244,
247, 249, 250, 256, 262, 342
364