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Consejos en Teresa

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CONSEJOS EVANGÉLICOS Y SEGUIMIENTO DE CRISTO.

LOS CONSEJOS EVANGÉLICOS

Teresa no hace un uso abundante de la palabra “votos”, pero tampoco de “consejo”.


Sin embargo, y es lo que vamos a tratar de ver ahora, cuando usa el término “consejo” lo hace
generalmente en un contexto en el que la palabra adquiere una importancia capital en la vida
y en el proyecto fundacional teresiano.

A nadie se le escapa que en la vida de Teresa un momento de capital importancia es


cuando se plantea su propia vida religiosa y el sentido que quiere darle a la misma. A este
punto ella llega después de todo un proceso de crecimiento humano y espiritual que culmina y
arranca con la conversión en 1554, con casi 40 años de edad (V 9, 1). Hasta entonces ella
reconoce repetidas veces que su vida religiosa no había sido auténtica y “que prometí no
guardar cosa de lo que os había prometido, aunque entonces no era esa mi intención” (V 4, 3).

El llegar a descubrirse en la verdad pasará en Teresa por el modo de oración al que


comenzó a acostumbrarse (“traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente” V
4, 7), que la irá llevando a forjar una auténtica amistad con Cristo, que será el camino para
retomar conscientemente su profesión religiosa.

El proceso de amistad, que Teresa plasma en Vida con el símbolo de las cuatro formas
de regar el huerto, nos dirá que es fundamental comprenderlo “porque así se entienda mejor
lo que está por venir” (V 23, 1). Y lo que está por venir no es otra cosa sino todo el proceso que
culminará con la visión-experiencia del infierno y sus deseos grandes de hacer algo por el
Señor, que le llevará a la fundación de San José.

Así nos dice Teresa como conclusión de todo este proceso de amistad y de las diversas
gracias místicas experimentadas: “Pensaba qué podría hacer por Dios. Y pensé que lo primero
era seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con
la mayor perfección que pudiese” (V 32, 9) Según el P. Tomás Álvarez (en nota a pie de página
en relación con este texto) piensa que esa “perfección” hace referencia a un posible voto que
ella hizo por esas fechas, y que reaparece en otros textos, pero bajo la palabra “consejos” (V
36, 5. 12. 27; Rel 1, 9; C 1, 2).

Es más que curioso que de las pocas veces que Teresa hace uso del término
“consejos”, esta alusión ocupa un lugar central en lo que consideramos el inicio de su obra
fundacional. Y ella sí lo manifiesta, tanto en el libro de la Vida como al inicio del Camino de
Perfección.
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En Vida, precisamente en los capítulos 35 y 36 que es donde nos plasma el germen


delos valores esenciales de la fundación de San José 1, encontramos en varias ocasiones la
alusión a vivir y guardar los consejos de Cristo: “ me era gran regalo pensar de guardar los
consejos de Cristo” (V 35, 2); “los consejos de Cristo con toda perfección” (V 35, 4);

En este mismo tono comenzará el Camino de perfección, pero haciendo aún más
hincapié en cuál ha de ser el contenido central de su vida y de la vida del Carmelo Teresiano:
“determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con
toda perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo
mismo, confiada en la gran bondad de Dios, que nunca falta de ayudar a quien por Él se
determina a dejarlo todo…, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor” (C 1, 2).

De este texto se deduce algo fundamental para comprender la visión que Teresa tiene
de la vida religiosa, y más concretamente de la vida del Carmelo: “seguir los consejos
evangélicos” y “ayudar al Señor”. Ambas afirmaciones remiten claramente a la persona de
Cristo. El proyecto teresiano es un proyecto claramente “apostólico”, y centrado en vivir al
estilo de Jesucristo. Esto es lo que, en el desarrollo de la obra, pondrá en evidencia Teresa.

Cierto es que prácticamente luego se olvida de hablar de votos y de consejos, o mejor


dicho, olvida hacer uso de los términos. A Teresa lo que verdaderamente le interesa en Camino
es fundamentar la vida del Carmelo en clave de seguimiento y servicio de Cristo. Por eso
presentará lo que para ella son los elementos esenciales en ese camino o proyecto de vida,
claramente ligado a la vida de los discípulos de Cristo. Teresa pretende fundamentar su vida –
incluso en el número (sólo 13)-, en los valores fomentados por Cristo en el grupo de sus
discípulos.

Comienza hablando de pobreza en el capítulo 2. Pero en seguida abandona el tema,


Casi como que por un lado prevalece la preocupación por la forma externa de la pobreza, pero
enseguida desaparece para centrar la mirada en algo más esencial. Lo mismo ocurre, por
ejemplo, en el libro de las Fundaciones, donde se observa el proceso de comprensión de la
pobreza (externa) en Teresa, y como no es un tema nunca acabado, que exigirá –según las
circunstancias- respuestas en una u otra dirección. Pero de esa cuestión ahora no nos
ocupamos.

En San José se plasma un ideal de vida concreto: -continuidad con el Carmelo (35, 2-3; 36, 12.
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27); -la oración al centro (36, 6; 32, 19; 36, 30);-vida en pobreza (33, 12-13; 35, 2. 3-4; 36, 27);
-en comunidad (32, 11; 35, 12; 36, 26); sólo 13 (36, 19. 30); -espíritu de alegría y suavidad (35,
12; 36, 30)
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Siguiendo la misma mentalidad de Teresa, vamos a acercarnos a su comprensión de los


votos como consejos evangélicos, y por lo tanto, como “virtudes” en su sentido más positivo,
configurantes con la misma vida del Cristo. Cuando en el capítulo 4 retoma el discurso inicial,
ya plantea directamente de lo que va a tratar y del por qué: “No penséis, amigas y hermanas
mías, que serán muchas las cosas que os encargaré, porque plega al Señor hagamos las que
nuestros santos Padres ordenaron y guardaron, que por este camino merecieron este nombre.
Yerro sería buscar otro ni deprenderle de nadie. Solas tres me extenderé en declarar, que son
de la misma Constitución, porque importa mucho entendamos lo muy mucho que nos va en
guardarlas para tener la paz que tanto nos encomendó el Señor, interior y exteriormente: la
una es amor unas con otras; otra, desasimiento de todo lo criado; la otra, verdadera humildad,
que aunque la digo a la postre, es la principal y las abraza todas.” (C 4, 4)

Ya tenemos acá en síntesis los fundamentos del proyecto de vida que pretende
inculcar Teresa para forjar a sus monjas como verdaderas orantes y como seguidores-
servidoras de Cristo. Estoy convencido, y lo iremos analizando, de que Teresa asume en estos
tres principios los valores y contenidos centrales de los consejos evangélicos, si bien usa otra
terminología.

Otra de las afirmaciones teresianas que subrayan la importancia que ella da a la


vivencia delos consejos evangélicos la encontramos en las 6 Moradas. Ya casi a las puertas del
matrimonio espiritual la Santa insiste: “Pues sabemos el camino como hemos de contentar a
Dios por los mandamientos y consejos, en esto andemos muy diligentes… lo demás venga
cuando el Señor quisiere” (6M 7, 9). Eso es lo que en definitiva se propone en el Camino de
Perfección. Pero con una peculiaridad: que en Camino piensa directamente en ese grupito de
monjas que está comenzando la vida del Carmelo de San José, y la dinámica pedagógica que
usa la Santa: no insistir tanto en las cuestiones formales que configuran ese estilo de vida, sino
centrar la mirada en la virtud. Y las virtudes por excelencia son, para Teresa, los consejos
evangélicos, aunque en una perspectiva nueva y original en el planteamiento que hace la
Santa.

Creo que su manera de proceder nos da pautas muy importantes en lo que sería el
camino de la formación de los candidatos a la vida del Carmelo: hacerles comprender la
importancia de esas “virtudes” y sus valores de vida, antes que recalcar demasiado la
dimensión formal. Y cómo el todo del camino de la oración está en la vivencia de estos valores
evangélicos.

CLAVES DEL SEGUIMIENTO DE CRISTO

- La respuesta a ese servicio: “seguir a Cristo”. ¿Qué implica ese seguimiento de


Cristo?
-Superación del dualismo o la división (fe y vida): En Teresa de Jesús hay una
lucha constante por superar todo dualismo y armonizar la acción y la contemplación:
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Marta y María… La clave la encontraba Teresa en el único concepto válido para el


seguimiento de Cristo: amor y/o servicio. Es lo que da valor a una u otra perspectiva o
dinámica de vida.
- No deja de ser más que curioso que antes de mostrar el camino de la
contemplación, Teresa se detenga durante más de la mitad de los capítulos del Camino a
hablar de las virtudes que han de caracterizar la vida del orante…
- Santa Teresa aunque está hablando explícitamente a sus hijas en el libro, no
deja de pensar en todo cristiano, indicando el camino para “servir a Cristo y a su
Iglesia”, la razón por la cual han sido llamadas a juntarse aquí, en el convento de San
José. En el fondo la opción que las ha traído a este estilo de vida es Cristo. Luchar
porque todos los hombres se salven, es entrar en la dinámica de los discípulos de Cristo.
Esta clave ofrece, al mismo tiempo, la comprensión apostólica de la oración, de la
contemplación.
-Si nos acercásemos al primer tratado de oración escrito por Santa Teresa
(en el Libro de la Vida), ya descubrimos cómo lo que verdaderamente le interesa a
Teresa es subrayar la vida de oración como la de “los que comienzan a ser siervos del
amor”… (V 11); o la disyuntiva que nos plantea en la Exclamación 5:
A lo largo de la Historia de la Iglesia el texto evangélico de Marta y María
(Lc 10, 38 ss.), ha servido para tratar o explicar el tema de la relación acción-
contemplación. Santa Teresa recurre en varias ocasiones a este episodio para reflexionar
sobre el tema, aunque normalmente lo hace para explicar la unidad de las dos cualidades
en una misma persona (cfr. V 17, 4 y C 31).

En esta ocasión, concretamente en la Exclamación 5, recurre al episodio


evangélico para ir al fondo de la cuestión, es decir, para tratar de ofrecer unos criterios
de valor en torno a la vida activa:
-el amor como criterio: es el fundamento del apostolado (5, 2; cfr. 15, 3)
-lo único necesario es el amor, la comunión con Dios (cfr. F 5, 16)
-unificar todo el ser y el obrar en el amor.

Los capítulos primeros del Camino de Perfección son una invitación a la


vida. Orar es optar por una relación que va a marcar profundamente la existencia de la
persona humana. Ello conlleva hacer unas opciones, y al mismo tiempo, implicará un
cambio, una transformación. No como un requisito previo, sino como un inicio, camino
y meta. Todos estos valores, o virtudes que Teresa nos ofrece vienen a significar que el
“trato de amistad” va a ir transformando a la persona: resultado de un aprender a
conocerse y un querer conocer a Cristo… En el fondo, Teresa llega al punto de la
genialidad cuando descubre que no se trata de orar o no, de hacer o no hacer, sino de
amar y servir.

En el fondo Teresa quiere reproducir en su vida y en su fundación el estilo


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de vida de los discípulos de Jesús. Por eso en su reflexión doctrinal descubrimos estas
características:
-evangélico: radicalidad (C 1, 1)
-cristocéntrico: el Maestro en el centro (C 25)
-apostólico: dedicadas a la causa de Cristo (C 3)

En este sentido, Teresa ya demuestra una comprensión teológica y


profunda de lo que implica el seguimiento de Cristo, que tiene una dimensión de gran
actualidad. Ella ve que este proyecto de vida centrado en las “virtudes o consejos
evangélicos” encierra en sí mismo una dimensión que tiene un carácter:
- evangélico, (seguir el consejo de Jesús e imitarle)
- comunitario (construir la comunidad en la armonía y la paz)
- y eclesial (Testimonio de los ideales cristianos)

Y esas virtudes en las que ella se detiene son:


-la pobreza evangélica (C 2) personal y comunitaria (confianza en Dios,
libertad) – (que luego continuará desarrollando como desasimiento en vistas a forjar en
la persona la auténtica pobreza de espíritu)
-el mandamiento del amor (C 4, 11)
-como Cristo (C 6, 9) (el capitán del amor)
-garantiza su presencia (C 7, 10)
-señal cierta del amor de Dios (C 4-7)
-la abnegación evangélica: como clara y determinada opción por Cristo
-“daros todas al todo: (C 8, 1)
-”se abrace el alma con el buen Jesús (C 9, 5)
-”morir por Cristo (C 10, 5)
-la humildad (C 12-15) Como Cristo hacerse pequeños (cfr. C 15, 4)

Estas virtudes podríamos verlas a la luz de cuanto son e implican los


consejos evangélicos. No en vano comienza esta obra Teresa, haciendo alusión a la
necesidad de vivir los consejos evangélicos de la manera más perfecta: esa es la vía para
seguir a Cristo. Es decir, ella implícitamente piensa más en esos valores evangélicos
originarios al hablarnos de estos temas en estos capítulos señalados.
Sin alejarnos del espíritu teresiano, sí que podríamos completar su
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reflexión con algunas notas características de cuanto implica cada uno de los consejos…

Genialidades teresianas:

-presentar los consejos evangélicos como forma de vida, característica del


seguidor de Cristo: y por lo tanto válido para todo cristiano;
-ver el seguimiento y la oración en clave relacional: los consejos como
valores que fomentan y caracterizan el modo de ser y relacionarse:
-su vivencia evidencia el carácter profundamente apostólico de su obra:
servir a Cristo

A. Una castidad fecunda:


amor de unas con otras – valor apostólico y testimonial

a. Cristo modelo: “Oh precioso amor, que va imitando al capitán del amor,
Jesús nuestro bien” (C 6, 9)

La vida de Cristo, COMO SIEMPRE INSISTIRÁ TERESA, es término de referencia


obligado para comprender nuestro estilo de vida: Teresa nos invita a que no prescindamos de
tan buen amigo y maestro. Y que mientras vivamos en este mundo le traigamos siempre
presente en su condición humana. Y esa invitación que nos hace Teresa es la que va a presidir
nuestro adentrarnos en el significado y contenido vital de cada uno de los consejos evangélicos,
tratando de iluminarlos desde la propia experiencia teresiana.

En primer lugar nos preguntamos sobre el significado auténtico de la virginidad de


Cristo, si queremos poner en luz los fundamentos de su vivencia espiritual. La raíz de su
virginidad hay que encontrarla en el propio ser de Jesucristo. Él pertenece al Padre desde la
eternidad: y hace de su vida y misión una entrega absoluta a Dios. En Cristo la castidad-
celibato no es un medio para alcanzar un fin, sino que expresa el fin mismo de su misión: el
absoluto de Dios, la unión y entrega total a Él. Aquí tenemos la sustancia de lo que significa la
virginidad de Cristo: no es renuncia, sino realización de la plenitud del amor, del fin al que todo
hombre ha sido llamado. Abarca todo su ser que está realizado en la permanente comunión de
amor con el Padre y el Espíritu Santo. Valor que Teresa siempre subraya como central en la
vida de la carmelita y que se expresa en el mandamiento del amor. EN este sentido la insistencia
de Teresa en el silencio y la soledad van orientadas a favorecer el crecimiento en la amistad con
Dios, en la oración (cf. C. 4, 9).

Del mismo modo sería inexplicable el que Jesús se entregase en exclusividad a un sólo
ser humano: su ser-para-todos quedaría limitado y no tendría esa expresión universal de un
amor entregado a todos y por todos sin ninguna distinción. AL igual que el consagrado/a, que
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entrega su corazón indiviso a Dios. Para Teresa termina siendo esto el principio y fin dela vida
del carmelo: “para lo que aquí nos juntó el Señor”, “la gran empresa que tenemos que ganar” (C
4, 1) . Y aquí adquiere un mayor sentido la insistencia de Teresa en evitar las “amistades
particulares”.

En Cristo la virginidad encuentra la expresión perfecta del amor a Dios y al prójimo: es


el resumen vital del único y principal de los mandamientos. Es la plenitud de su modo de amar a
todos. Un amor que alcanza su plenitud en la muerte de cruz: expresión sublime de la castidad,
que pone todo el ser a disposición de los otros por amor. Esta expresión plena del amor casto de
Cristo es la realización de la redención de toda la humanidad. No ha sido con los milagros, o
con la predicación que ha salvado el mundo, sino manifestando la plenitud del amor-don. Una
castidad-virginidad que no ha renunciado a nada de lo esencial, y mucho menos al sentido
primero de la vocación del hombre y en virtud de la cual ha de entenderse la sexualidad: la
paternidad-maternidad. Cristo siendo Virgen ha manifestado al mundo la auténtica
paternidad-maternidad: engendrar vida eterna. Es el gesto más alto de la fecundidad,
ciertamente comprendida en una dimensión que va mucho más allá de lo simplemente
biológico. Jesucristo es el signo más claro de la fecundidad espiritual, de la virginidad
apostólica. No es exclusión, sino inclusión de todos. Y es, pienso, en esta perspectiva que
debemos entender la insistencia de Teresa en invitarnos a un amor comunitario sin fisuras: aquí
todas se han de amar…

La predicación de Cristo en esta línea aparece también clarificante, y completa el


sentido de su opción fundamental por la virginidad. No aparece una invitación que podamos
tomar con una suma claridad. Pero sus enseñanzas, vistas a la luz de su vida y ejemplo, ofrecen
una seguridad más que suficiente para la comprensión de la virginidad.

La gran mayoría de los textos de llamada al seguimiento, manifiestan de un modo


implícito la invitación a la castidad, al celibato por el Reino. La invitación a dejarlo todo no
admite excepciones y es contundente: “Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su
madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede
ser discípulo mío. “ (Lc 14, 26; cfr. Mt 10, 37-39)¿No se refeire a esto la santa al hablarnos del
amor espiritual auténtico y de que su actitud es “no se les da más ser queridas que no” (C 6, 7).

La enseñanza de Cristo insiste en que la dedicación al Reino implica a la persona en su


totalidad, y que su corazón no ha de estar dividido, si realmente quiere darse por entero a la
predicación del Reino: “no se puede servir a dos señores”(Mt 6, 24; Lc 16, 13). Para Teresa la
carmelita ha venido al convento para “servir a Cristo”… y esta es la única motivación válida de
su vocación: “¿qué provecho les puede venir de ser amados?” (C 6, 6).

El amor de Cristo también centra la mirada en la persona. Su único interés es que la


persona alcance su plenitud. Y eso lo observamos a cada paso en el evangelio. Jesús con su vida
testimonia lo que implica ese verdadero amor al prójimo, al buscarle por lo que la persona
misma es. Teresa concibe igualmente ese amor en esa perspectiva: “éstos, si aman, pasan por
los cuerpos y ponen los ojos en las almas y miran si hay qué amar; y si no la hay y ven algún
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principio o disposición para que, si cavan, hallarán oro en esta mina, si la tienen amor, no les
duele el trabajo; ninguna cosa se les pone por delante que de buena gana no la hiciesen por el
bien de aquel alma…” (C 6, 8)

b. Realización de la persona humana

Teresa en ningún momento parece congeniar con la visión, muchas veces negativa, que
se ha dado a los votos, ni insiste demasiado en la renuncia al matrimonio que implica el voto.
No entramos ahora a teorizar sobre las posibles causas o razones de ello..

No vamos a entrar en detalles de aquello que implica el voto de castidad en la vida del
hombre (sobre el desarrollo armónico de su sexualidad y afectividad, si bien es una de las
cuestiones que parece preocuparle fuertemente a Teresa al orientarnos hacia un auténtico amor
espiritual- Ella sufrió mucho personalmente su “debilidad afectiva- de la cual tuvo que ser
liberada por gracia especial (cf. V 24). Simplemente queremos subrayar la profunda unión
existente entre la realidad de este consejo y la vocación originaria del hombre. Por tanto, nuestra
atención es sobre todo antropológico-teológica. Sólo desde una comprensión teologal del ser
humano se puede comprender el valor y sentido de la castidad como camino de humanización.

Decimos que Cristo es el prototipo del ser humano. Ello implica necesariamente que el
“primer ser humano”, al que creemos perfecto en sus inicios, encerraba en sí la realización de
los valores que Cristo vino a ofrecernos. La reflexión bíblica sobre el origen del hombre la
descubrimos fundamentalmente en el libro del Génesis, aunque a lo largo de los diferentes
libros se va perfilando una visión y concepción unitaria del hombre.

El valor de la castidad aparentemente se ve siempre respetado y valorado, aunque, en


casi todos los casos, en virtud de lo que significa el matrimonio: la mujer tiene que llegar virgen
al matrimonio; en la vida matrimonial se valora la castidad- fidelidad hasta tal punto, que una
mujer sorprendida en adulterio venía lapidada; en algunos momentos de carácter penitencial
también se observaba la abstinencia sexual dentro del matrimonio... Pero en ningún caso, la
virginidad venía considerada como un valor en sí.

Dentro de esta concepción “bíblica” del hombre parece que no hay lugar para hablar de
la virginidad como un valor. El mismo relato del origen del hombre nos estaría hablando en
contra de esta realidad. Como algo contrario a la naturaleza humana, y contrario al proyecto
creador de Dios: “Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: Sed fecundos y multiplicaos” (Gen 1, 28;
cfr. también Gen 2, 24). Esta es la vocación natural de todo ser humano en el orden de la
creación.

Sin embargo, la castidad como valor está muy presente, aunque todavía no comprendida
en clave de virginidad, sino en clave relacional. Nos lo dice claramente: “Por eso deja el hombre
a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gen 2, 24). Una
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castidad que implica, como valor, una unión de amor tan profunda que llega a realizar la unión
de dos en uno. Observamos en esta afirmación del Génesis un cierto parecido con las llamadas
vocacionales de Cristo (“quien no deja padre y madre...” Lc 14, 26). Observamos que en ambos
casos se exige un “abandono“ de lo anterior para que la entrega después pueda ser total y
radical. Ya descubrimos un valor que observa uno de los contenidos esenciales en la realización
del hombre maduro: un dejar para plenificarse en un amor total.

En el Génesis descubrimos más aspectos del contenido de la castidad: “Estaban


desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban el uno del otro” (Gen 2, 25). Castidad
como pureza de mirada, como contemplación del otro y de sí mismo, no como objeto
simplemente de deseo, sino desde su realidad, grande y hermosa, positiva, llena de valor.

Podemos afirmar, entonces, que la castidad como valor, es algo inherente a la vocación
primera del hombre, cuyo fin no se ve reducido a lo “sexual”, sino que aparece ampliado, sí a la
procreación, pero sobre todo a la “unidad” de amor.

Ciertamente que la virginidad como valor sólo se comprende en su amplitud desde


Cristo, desde Dios. Pero el que la encontremos realizada en Cristo -arquetipo y prototipo del
hombre original o del hombre salvado-, significa que ese valor no estaba ausente del primer
hombre y de la primera mujer. Quizás desde esta realidad paralela haya que seguir
profundizando en el sentido de plenitud humana que quiere significar. La visión de Teresa
puede quedar expresada en esta afirmación: “Oh, qué bueno y verdadero amor será el de la
hermana que puede aprovechar a todas, dejado su provecho por las otras…” (C 7, 8)

Tenemos que añadir que el valor de la paternidad y maternidad espiritual, que implica el
voto de castidad, se observa, en cierto sentido, preanunciado en el Génesis: cuando Eva es
llamada “madre de todos los vivientes” (Gen 3, 20) o cuando el Señor promete a Abraham una
descendencia incontable y “que será padre de una muchedumbre de pueblos” (Gen 17, 3-6).
Más sugestivo puede ser el texto de condena sobre la serpiente después del pecado: como si se
tratase de un nuevo cometido “vocacional” que Dios confía a raíz del pecado, y que muy bien
puede entenderse en la dinámica de lo que es la maternidad-paternidad espiritual a partir de
Cristo: “Enemistad pondré ente ti y la mujer y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza
mientras acechas tú su calcañar” (Gen 3, 15).

Cristo en su virginidad recupera y reafirma el valor absoluto de la vocación original del


hombre. Sólo Él podía hacerlo y sólo él puede pedir a los suyos, con el don de su gracia, que
sigan realizando en el mundo la más auténtica vocación del hombre: su ser original y su destino
final.

Para Teresa es evidente la dimensión fecunda y apostólica del amor: “Torno otra vez a
decir, que se parece y va imitando este amor al que nos tuvo el buen amador Jesús; y así
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aprovechan tanto, porque no querrían ellos sino abrazar todos los trabajos y que los otros sin
trabajar se aprovechasen de ellos…” (C 7, 4)

c. Vida en plenitud:
El camino de la humanización-divinización del hombre es el mismo para todos: el
seguimiento de Cristo, porque él es el único que nos conduce al Padre y porque él es el modelo
de la perfección humana. En él tenemos nuestro origen, él es nuestra meta y, finalmente, él es
nuestro camino. Ahí radica la comprensión y realización de la espiritualidad cristiana, y también
de la espiritualidad del consagrado.

Teniendo siempre presente que la vocación a la VC es un don, la misma vivencia de los


votos como ideal, como meta, como proyecto de vida, son también resultado de un actuarse de
la salvación de Dios en el llamado, de un transformarse por obra de la gracia y de su
colaboración en un signo vivo de los valores del Reino. Esa es la esencia de todo consagrado.

Todo cristiano está llamado a vivir los consejos evangélicos dentro de su estado
vocacional, sea el que fuere. Por eso cuanto podemos reflexionar ahora, aunque con sus matices
de radicalidad y de estado particular de vida, es válido para todo cristiano.

Quien opta por seguir al Cristo-virgen, está poniendo toda su vida al servicio de
Cristo, buscando imitarle en su vida y configurarse plenamente con él. Veíamos antes lo que
significaba el celibato de Cristo: amor y entrega total a Dios, ser-para-todos, y fecundidad
espiritual. En el fondo, y a la luz de la vocación original del hombre, veíamos cómo son los
valores esenciales de una de sus dimensiones vocacionales. Valores que en la medida en que se
realizan, plenifican la humanidad: el amor, la entrega a los otros y la fecundidad. En este sentido
la castidad consagrada se entiende como camino de realización del propio ser.

El Cristo virgen, decíamos, realiza en su estado celibatario el absoluto de su entrega y


amor a Dios. Esto significa que la castidad consagrada es en primer lugar, la opción amorosa
por sólo Dios. La auténtica castidad se realiza, no como renuncia, sino como don total a aquel
que llama. El amor de Dios es algo más que un simple mandamiento, es la llamada a vivir la
plenitud del amor en un diálogo ininterrumpido que es vida. Un hombre que se descubre amado
por Dios y que ama a Dios. Un amor que abarca todo el ser y da sentido en sí mismo, a toda la
vida. Aquí podríamos prolongar el discurso sobre la importancia y el papel central que ocuparía
la oración en la vida consagrada. Una oración que no va entendida como culto, sino
esencialmente como encuentro amoroso. Por eso toda VC que prescinda de este elemento, está
prescindiendo de su ser más esencial: ser de Dios para Dios. En cierto sentido, toda VC es una
vida también contemplativa.
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Aquí radica también, la comprensión del carácter esponsal de toda vida consagrada.
No se anula la entrega hacia la unidad que surge de la vocación natural del hombre, sino que se
supera y realiza en su contenido más esencial: la comunión trinitaria.

Por lo mismo, la vida consagrada es signo visible de la esencia más íntima de la


Iglesia que ha de vivir entregada totalmente a Dios. Simboliza también la unión de Cristo con
su Iglesia. Una unidad que se manifiesta en la continuación de su estilo de vida en algunos de
sus miembros, que reproducen y proclaman los valores del Reino.

El Cristo Pascual es el signo más claro de lo que en sí significa el don total de sí a Dios:
entrega incondicional a la humanidad completa, sin división, ni particularismos. La castidad
consagrada se entiende desde esta misma perspectiva: una permanente disponibilidad hacia toda
la humanidad. Un amor que está allí por todos y para todos, dispuesto a la donación de la propia
vida, en favor de “todos”. Un amor que no se ata a nadie, que libera a la persona para dejarla
abierta a todos, especialmente a Dios.

El amor de Dios, con quien se configura la vida del religioso, es un amor que se abre
continuamente: es un amor fecundo. Cristo y su redención son el ejemplo más absoluto de lo
que significa este amor. Y de ese amor participa el religioso. Por eso tampoco renuncia a su
vocación paternal o maternal. Antes bien, tiene la oportunidad de realizarla de un modo siempre
nuevo y universal. Aquí, y no en las actividades, radica la eficacia apostólica del religioso. Es
llamado a realizar esa paternidad o maternidad espiritual desde el origen de la misma: el amor
de Dios manifestado en la muerte y resurrección de Cristo. La virginidad consagrada tiene, por
eso, un carácter pascual insustituible. La comunión con Dios es comunión con su obra de
redención -signo de su amor-. Y la redención de la humanidad se realiza en la cruz de Cristo:
sólo será redentivo el amor que nazca de esa comunión con el Crucificado. Desde aquí parte la
misión y el apostolado de cualquier forma de VC.

Un amor que se convierte en testimonio, sin el cual toda vida religiosa carece de
sentido. Por eso la misma Teresa se preocupa de dejar las cosas bien claras a sus monjas y a
todos. La falta de amor es sinónimo del mayor de los desastres: “… cuando esto hubiese, dense
por perdidas. Piensen y crean han echado a su esposo de casa….”.(C 7, 10).
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B. Una pobreza en libertad y compromiso:


desasimiento - libertad

a. Cristo modelo:(CE 48,3; C 2,9; F 3,13; 14,6)


“Ahora vengamos al desasimiento que hemos de tener, porque en esto está el todo si va con
perfección. Aquí digo que está el todo, porque abrazándonos con solo el Criador y no se nos
dando nada por todo lo criado…” (C 8, 1).

La vida de Jesucristo se distingue también por la pobreza. Una pobreza que es material
(-aunque nunca miseria-), pero que sobre todo se comprende como una gran pobreza espiritual,
en el sentido que siéndolo todo, siendo Dios, se anonadó a sí mismo y se hizo hombre. Cristo
haciéndose hombre, encarnándose, nos muestra el primer y fundamental sentido de la pobreza:
entrega sin reservas, disponibilidad a dejarlo y darlo todo para compartir la condición de
“pobreza” de los que ama. Cristo asume la naturaleza humana en su pobreza: en la fragilidad, en
la debilidad y en la limitación. Pero también porque su única riqueza es el Padre.

Cristo también vivió en la sencillez de la pobreza. No fue un hombre que poseyese


bienes de los cuales disponer a su antojo. Quiso solidarizarse con todos, especialmente con los
pobres de espíritu “porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3). Esta solemne
proclamación en el sermón de la montaña desconcierta a muchos, y a otros los llena del gozo de
la esperanza.

Su vida entera es un cántico a la pobreza. Desde su nacimiento en Belén (Lc 2, 7), su


vida escondida en Nazaret donde trabaja para ganarse su sustento (cfr Mt 13, 55), hasta su
dedicación al anuncio del Evangelio: no tiene “donde reclinar la cabeza” (cfr Mt 8, 20), ni un
salario mensual. Sino que se lanza por los caminos con la seguridad de que nunca le faltará lo
necesario: la Providencia de Dios nunca le abandona (cfr. Mt 6, 25-34 y Lc 12, 22-31). Nunca le
faltará qué comer, o qué vestir, o dónde descansar. Tampoco le falta al grupo la bolsa con su
dinero. Condiciones de vida a las que en diversas ocasiones recurre Teresa para justificar la
opción por la pobreza.

Pero hay una cuestión que a Teresa el preocupa más a fondo en relación con la vivencia
de la pobreza y que ella denomina como “desasimiento”, y que encuentra un respaldo
evangélico fundamental, si bien Teresa no siempre se hace eco explícito de ello. La predicación
de Jesús privilegia, también, el tema de la pobreza, donde subraya fundamentalmente la
necesidad de no apegar el corazón a los bienes materiales, para poder vivir libres y abiertos al
Reino (cfr. el joven rico en Mt 19, 16-22; el peligro de las riquezas en Mt 19, 23-26; el rico
insensato en Lc 12, 13-21; o la parábola del rico malo y de Lázaro en Lc 16, 19-31; o el
sugestivo gesto de la limosna de la viuda en el óbolo del templo en Mc 12, 41-44). Hay que
anotar, sin embargo, que Jesús no pide una renuncia total de los bienes a todos sus seguidores;
13

es cierto que invita a todos a no apegarse y a compartir (cfr. la conversión de Zaqueo; la


relación con Marta, María y Lázaro,...), pero sólo a quienes invita a un seguimiento radical, a
una misión especial, les exige una renuncia total (cfr. Lc 14, 28-33; y todos los relatos
vocacionales). Para que vivan despreocupados y centrados en su misión, y para que sean
testigos del amor providente del Padre (cfr. el texto sobre los pájaros y los lirios en Mt 6, 25-
34). Pero la pobreza no es sólo camino para la entrega: es el resultado mismo de la opción por
Cristo que se convierte en la única posesión del seguidor. “Darnos todas al Todo sin hacernos
partes” (C 8, 1).

Pero donde con mayor fuerza se observa la “pobreza” de Cristo, es en la realización de


sus misterios de encarnación y de muerte y resurrección. Con frecuencia se subraya más el
aspecto negativo de estos dos misterios, cuando en realidad la esencia de los mismos es
talmente positiva que supera toda posible comprensión. La Encarnación y el Misterio Pascual
son realidad en el amor y desde el amor. No es renuncia, sino opción por lo único esencial. Sólo
podía realizarlo el Hijo de Dios, porque sólo Dios es amor y libertad total. Sólo puede darse en
plenitud aquel que se posee totalmente, aquel que es enteramente libre. La realización de la
“pobreza” en los misterios de Cristo es manifestación de la “pobreza” de la Trinidad,
comprendida como absoluto desprendimiento y libertad total. Por eso para el hombre la pobreza
no es sólo medio para ser disponible y alcanzar su libertad, sino que es también meta de su
perfección: posesión plena de su ser para poderse hacer don total.

Teresa implícitamente se hace eco de esta realidad subrayando la centralidad de la


humanidad de Cristo (V 22)

b. Libertad de los hijos de Dios

La actitud de Cristo fue sin duda revolucionara en este aspecto: un hombre que no se
preocupa de almacenar bienes, sino que critica esa actitud (cfr. Lc 12, 13-21), y que se acerca a
los pecadores y enfermos, a todos los discriminados por el sistema. Con todo, su actitud ya
venía proclamada y exaltada en los cánticos del “siervo de Yahwé” de Isaías. La misma
percepción tiene Teresa dela pobreza como libertad, especialmente cuando toca los temas de la
honra y de los deudos, que tantos dolores de cabeza le produjo a Teresa y a la vida religiosa de
entonces. Quizás a la luz del valor de la “Pobreza como consejo de Cristo” se pueda entender
también lo que implicó realmente el proyecto fundador de Teresa, que se salía de todos los
arquetipos característicos de la época. NOrmalemnte no se inicabanucna un proyecto
fundacional si antes no estaba todo organizado: los bienhechores, el terreno, y el convento
prácticamente construido. Teres funda a la “buena de Dios”, y se conforma con una casa que
poder acomodar, eso sí con huerta… y si no para comenzar le sirve cualquier cosa, aunque
luego busque el cambio….

Puede resultar interesante acercarnos nuevamente al concepto que del hombre primero,
el hombre que aún no había caído en el pecado, manifiesta la Escritura, principalmente en los
relatos de la Creación.
14

La pobreza entendida como un rechazo de los bienes naturales es una idea, no sólo
contraria a la más pura doctrina evangélica, sino totalmente en oposición con la obra de la
creación. Cristo es el primero que lucha contra la pobreza que degrada al hombre: la falta de lo
necesario para vivir, la falta de libertad personal o de medios para ser curados, la falta de amor,
etc... Pero también rechaza la riqueza como egoísmo, avaricia, esclavitud material,
endiosamiento del dinero. La pobreza evangélica que Cristo predica con su vida ataca los dos
extremos, porque deshumanizan al ser humano.

Si miramos el modo de actuar en este campo por parte de Teresa nos sorprende su
actitud y el cambio que se irá gestando a lo largo de las Fundaciones. Ciertamente Teresa ama la
sobriedad, y ni busca casas grandes, ni recargadas. NO obstante ella opta por un camino que,
visto en el contexto en que ella vive, ciertamente no se asemeja ni a la vida de los “pobres de
solemnidad”, pero tampoco a los extremos de la clase acomodada (la minoría). Incluso se puede
afirmar que la sobriedad teresiana generalmente está por encima de la media de cómo vivían los
ciudadanos de entonces. Teres reconoce, además, que era poco amiga de extremos y de
penitencias, y que su objetivo es “apretar y exigir” en la virtud: desasimiento de sí mismo C 10,
1; libres de la honra y de los afectos V 31, 18; C 12, 5; libres del propio cuerpo y de la propia
salud C 10, 5; 11, 5; libres de las cosas “espirituales” F 6, 22.

Por otro lado Teresa se preocupará siempre de que sus monasterios vivan sin la
preocupación de tener que angustiarse por el comer. Ahí entrarán los diversos debates sobre la
renta necesaria, especialmente en los lugares en los que ella preveía que difícilmente se podrían
sustentar con limosnas, práctica habitual en la sociedad de entonces. Por eso su gran
preocupación en este tema se orienta a la vivencia de la virtud del desasimiento, más en la línea
de favorecer el crecimiento en la libertad y en el testimonio de fe en la Providencia de Dios.

Sabemos que todo lo que Dios ha creado es bueno. La bondad de la creación es un valor
presente en ella desde los inicios, primer resultado de la imagen plasmada en ella por su
Creador: “y vio Dios que estaba bien” (cfr. Gen 1). Es más, Dios pone a disposición del hombre
todo lo creado:

“Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: ‘Sed fecundos y multiplicaos y


henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las
aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra.’ Dijo
Dios: ‘Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz
de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; para
vosotros será de alimento.” (Gen 1, 28-29)

Todo lo creado lo pone Dios en manos del hombre: un hombre que había nacido sin
nada y que desde el momento de su aparición es señor de todo lo creado. Es otra de las
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vocaciones que el hombre recibe de la mano de Dios: “henchid la tierra y sometedla”. Una
posesión que es dominio, pero no en el sentido de posesión exclusiva, sino comprendida como
don, como servicio, como libertad frente a lo creado que está ahí para el hombre, y éste no
necesita ‘atarse’ a ello. El hombre original es pobre, no porque no posee, sino porque sabe que
todo lo que tiene es don de Dios a su servicio. Dios, que le ha creado, pone en sus manos todo lo
necesario para que pueda vivir sin preocupaciones: aquí contemplamos el verdadero sentido de
la Providencia: Dios no abandona a su criatura si ésta confía en él.

(Esta misma dimensión parece subrayarla Teresa cuando invita a sus hijas a “confiar en Dios”,
cuya Providencia nunca nos falla si andamos preocupados de servirle.)

La situación cambia después de la caída. El hombre ya no posee en libertad la


naturaleza, por eso tiene que trabajarla, y busca adueñarse de ella para que le sirva: es el inicio
de la esclavitud de lo material (Gen 3, 17-19). La libertad frente a los bienes se convierte ahora
en necesidad de dominio material. La naturaleza, a la que ha traicionado con su pecado, ya no
está a su servicio de un modo normal: por eso con el afán de querer controlarla se pervierte la
relación original entre el hombre y lo creado. En este sentido la pobreza predicada por Jesús es
un recuperar esa situación original: armonía con la creación, que está al servicio del hombre,
siempre que el hombre viva en una actitud de libertad frente a ésta.

Desde aquí se puede comprender la evolución en el pensamiento del Antiguo


Testamento, cuando se afirma que la bendición de Dios para los suyos son los bienes de la tierra
(cfr. Dt 6, 10-11). No en el sentido de retribución, sino en el sentido de que el verdadero Señor
de lo creado es Dios. Y que todo lo pone en las manos del hombre que vive la armonía con él,
para que sea feliz desde la despreocupación por lo que tendrá que comer mañana. Teresa
testimonia igualmente este valor.

El hombre es feliz en la medida en que vive la libertad de la pobreza de Dios, es decir,


en la medida en que su preocupación existencial no se ve enturbiada por la necesidad de
adquirir bienes que le distraen de su sentido esencial, y que le ofuscan en su búsqueda de la
auténtica felicidad. Por eso no podemos comprender la pobreza evangélica, la pobreza querida
por Dios, como un carecer de bienes, sino como un vivir despreocupado, desapegado,
compartiendo,... Una actitud que sólo es posible desde el convencimiento de saber que todo es
don de Dios para los hombres, y de que Dios es Padre Providente.

Teresa no se cansa de hablarnos, especialmente en el libro de las Fundaciones, de la


gran alegría que les proporcionaba a ella y a sus monjas el sentirse pobres, el saberse en las
manos de Dios, en ir constatando cada día como Dios proveía todo lo necesario, generalmente
por vías inesperadas. Pero también de atender las necesidades (de salud, de comida, de confesor,
etc…, pero sin que supongan una preocupación o atadura constante- todo desde un corazón
desapegado, libre).

c. Libertad y solidaridad: condición de hijos y hermanos


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Indirectamente han ido quedando subrayados los aspectos esenciales de lo que significa
ser pobres en sentido evangélico y en sentido teresiano: libertad, confianza en Dios, entrega sin
reservas, compartir. Toda pobreza será auténtica si realiza estos tres valores: como meta y como
camino de conquista. Acentuar estos aspectos no significa olvidar la dimensión “material” de la
pobreza que viene exigida por el voto.

Necesariamente quien vive desde la libertad de espíritu frente a los bienes, y quien
comprende que todo es don para la humanidad, se empeñará en el compartir, y en el olvidarse
de todo aquello que no le es necesario para realizar la misión que Dios le encomienda y así
solidarizarse con los menos favorecidos o con los discriminados de la sociedad.

La pobreza no es sólo algo material, sino que es una realidad, -en su sentido negativo-,
que afecta en el fondo a todo hombre: necesitado de amor, de comprensión, de perdón... La
pobreza evangélica es todo lo contrario: es reconocer la propia realidad, pero viviéndola desde
la dimensión de un Dios que cubre todas las necesidades del ser humano. Ahí radica el
testimonio de la pobreza consagrada. Sí, comunión y solidaridad, pero sobre todo testimonio de
la dicha de ser los pobres de Yahwéh, a quienes no les falta nada porque poseen a Dios.

La pobreza de Cristo es libertad frente a todo. Frente a la naturaleza, frente al poder,


frente al dinero, frente a las tradiciones, frente a las leyes, frente a los condicionamientos
humanos,... No se deja atar ni encasillar. Tampoco vive la preocupación por el mañana. Y, sin
embargo, no deja de ser dueño de todo: se sirve de todo para el bien propio y de los demás. No
pide ayunos, ni despide a los que le siguen sin antes darles de comer. No se preocupa, pero sabe
valorar las necesidades de los hombres: alimento, casa, vestido, medicina, perdón, amor... No
tiene nada y ofrece todo lo que tiene, principalmente su vida. Y eso porque sabe que todo está al
servicio y provecho de todos.

La raíz de este modo de vivir radica en su confianza profunda en Dios, en la


Providencia del Padre, que es posible desde el momento en que él vive enteramente entregado al
proyecto del Padre. Él tiene que llevar adelante esa obra. De lo demás Dios se preocupa.

Jesús pide a los que le siguen de cerca que abandonen todo, precisamente para que
vivan esa misma libertad, para que experimenten el gozo de tenerlo todo, no apegando el
corazón a nada. Pobreza que es camino de liberación, de confianza en Dios, de don de la propia
vida. Es saber que se ha encontrado el mayor de los tesoros y que todo lo demás estorba si se
quiere adquirir. Claramente lo expresa en las parábolas del tesoro escondido y de la perla
preciosa.

Decíamos que la suma pobreza de Cristo se realiza en sus misterios de unión con el
género humano y de redención. En ellos aparece la kénosis como una de las claves de lectura.
17

La pobreza de Cristo consistió en que poseyendo todo y siendo Dios, no hizo alarde de esa
condición, sino que por el amor se olvidó de sí mismo para entregarse por todos.

Cristo haciéndose pobre asume la “pobreza” de toda la humanidad, una pobreza que
viene a compartir para darla sentido. Es otro de los aspectos que han de cultivarse en la vivencia
de la pobreza religiosa. No se trata, como venimos diciendo, de una simple renuncia, sino de
una renuncia-conversión continua a la propia realidad. Es “cargar con la propia cruz”, sin la cual
no se puede ser discípulo de Jesús (cfr. Mt 16, 25-27, Mc 8, 35-38, Lc 9, 23-26); es decir,
aceptar la propia realidad de “pobreza” para comprender y asumir la “pobreza del otro”. Es
ofrecer a Dios esa pobreza para que él la transforme en riqueza: en la debilidad Dios manifiesta
su amor poderoso. Por eso él elige lo pobre y despreciable del mundo. No cabe duda que esta
idea subyace en el contenido de la pobreza evangélica.

Conocer y reconocerse “pecadores”, necesitados de la gracia y del perdón. Desde este


profundizar y conquistar un sentido auténtico de “pobreza espiritual”, el llamado se capacita
para ser instrumento y para darse sin reservas al servicio de los demás. Reconociendo su
“verdad”, desde un continuo estado de “kénosis”, de conversión, es capaz de descubrir que sólo
Cristo, sólo Dios, es su riqueza. Una riqueza que quiere compartir y llevar a todo hombre desde
su “humildad” -no es un privilegiado, sino un instrumento escogido-, y que no tiene miedo de
acercarse al pecador, porque él mismo se sabe pecador y conoce la acción de la gracia en el
hombre. EN este tema cabría mucho que reflexionar a la luz de Teresa y de su insistencia en el
conocimiento de sí, y en el acentuar su condición de pecadora.

La pobreza se hace realmente auténtica y radical en la medida en que surge como


conquista del “tesoro escondido”. Nuevamente aparece evidente la necesidad de “vivir
contemplativamente”, de mantener la experiencia de Dios para que el Cristo-Dios se convierta
realmente en el absoluto del consagrado, y de este modo la “pobreza” no sea un voto de
renuncia, sino una virtud que configura la vida. La renuncia a los bienes no es más que un
medio que favorece la libertad de espíritu, la confianza en Dios y la entrega total.
18

C. Realizar el proyecto de Dios:


obediencia (humildad)

a. Único deseo de Cristo: cumplir la voluntad del Padre


Aunque a la postre, no significa que sea el menos importante de los tres votos.
Seguramente en cuanto expresa es el más importante, porque define y ratifica la realización de
los otros dos. Con todo, a lo largo de la historia de la VC, ha sido el más desafortunado y el
menos comprendido. Incluso hoy en día se descubren muchos ambientes eclesiales y de
comunidades religiosas, en los que no hay una auténtica comprensión de la obediencia teologal,
ni siquiera de la obediencia de Cristo, que tendría que ser el auténtico y único modelo. Creo
intuir que Teresa supo muy bien descifrar lo verdaderamente importante en relación con la
obediencia y que se plasma en su “obsesión” por cumplir la voluntad de Dios.

De la comprensión y realización de la auténtica obediencia dependen tanto la


realización del hombre como persona, como la realización del proyecto de Dios para cada
individuo y para la humanidad. Es algo demasiado serio como para reducirlo aún, a una simple
obediencia jurídica, o a un ejercicio mal entendido de la autoridad. Expresiones como
“obediencia ciega”, “es la voluntad de Dios”, “Dios habla por los superiores”, que han llegado a
absolutizarse, han destruido la auténtica obediencia a Dios.

Vamos a seguir el mismo esquema que en los votos de castidad y pobreza, para tratar de
clarificar el sentido teológico y espiritual de la obediencia como consejo evangélico y como
voto, y ver en qué medida es posible vivirlo desde el crecimiento en la humildad, tal como
Teresa lo entiende en comprende.

Si algo define en su conjunto la vida de Cristo, es el contenido de la misma: hacer la


voluntad del Padre (cfr. Jn 4, 34; 5, 19; 5, 30; 6,38; 8, 29). En él no descubrimos otro anhelo,
sino el de que se haga actualidad la salvación universal, la presencia del Reino, que es el
contenido fundamental de la voluntad de Dios. ¿No es este el gran deseo y anhelo apostólico de
Teresa desde los inicios de su reforma?

Normalmente Jesús no se manifiesta como un rebelde contra las autoridades de su


época, sobre todo cuando se trata de las autoridades políticas (el imperio Romano). Parece ser
que es un hombre que acata las leyes: “dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de
Dios”.Sin embargo, cuando está en juego la voluntad de Dios, no tiene miedo en oponerse
abiertamente. Así sucede cuando “sus padres” lo creen perdido en el templo y lo reprenden:
“¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi padre?” (Lc 2, 49). Pero su oposición se hace
incluso violenta cuando bajo “autoridad religiosa” algunos pretenden imponer la “voluntad de
Dios” a los hombres. Es el caso de los escribas y fariseos, y de las leyes que esclavizan al
19

hombre, como la observancia estricta del sábado, de los ayunos, etc... Jesús rechaza la actitud de
esos hombres que creen conocer cuál es la voluntad de Dios.

Incluso en medio del sufrimiento más profundo, del abandono de Dios, sigue siendo la
voluntad del Padre, el único contenido que él pretende realizar: “que no se haga mi voluntad,
sino la tuya”. “Determinaos, hermanas, que venís a morir por Cristo y no a regalaros por Cristo”
(C 10, 5).

En cierto sentido, en la obediencia de Cristo se manifiesta, según San Pablo, la redención de la


humanidad: “Como por la desobediencia de uno, muchos fueron hechos pecadores; así también
por la obediencia de uno, muchos serán justificados.” (Rom 5, 19).

La voluntad de Dios es tan esencial en la predicación de Jesús, que él considerará como


su familia auténtica a aquellos que estén dispuestos a aceptar y cumplir esta voluntad del Padre
(Mt 12, 47-50; Mc 3, 33-35; Lc 7, 36-37), pues sólo éstos serán dignos herederos del Reino de
los cielos (Mt 7, 21-23; Lc 6, 46). ¿No fundamenta Teresa su comunidad en este único fin de
vida de todos los que la componen?

Obedecer a Cristo, obedecer y escuchar su Palabra, es adentrarse por el único camino


que conduce a la verdad y a la libertad: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente
mis discípulos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-32).

Son muchos más los textos evangélicos donde Jesús da constancia de la realidad de la
obediencia, como indispensable en su seguimiento, y como necesaria para la realización del
Reino de Dios.

b. Santidad y plenitud humana

“Esta casa es un cielo, si le puede haber en la tierra, para quién se contenta solo de contentar a
Dios y no hace caso de contentos suyo…” (V 13, 7)

La obediencia a Dios, o la obediencia en sentido teologal, es muy distinta a la


obediencia humana, que en cierto sentido esclaviza. La obediencia a Dios, cuanto más perfecta
es, más libera al hombre de toda esclavitud, y mejor realiza su felicidad.

Una clave fundamental para comprender el sentido de la obediencia la encontramos de


nuevo en el relato de la Creación del hombre. Señalábamos como la castidad y la pobreza
hacían relación a la vocación original del hombre antes de la caída. Esto se observa todavía más
20

claramente en relación con la obediencia.

La vocación más excelsa que ha recibido toda la humanidad es la de ser imagen de


Dios: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creo” (Gen 1, 17).
Contemplamos en esta afirmación la vocación esencial-existencial del hombre, su ser: imagen
de Dios. Ahí radica no sólo su dignidad, sino su capacidad de entrar en diálogo con Dios, de ser
parte activa de Su Proyecto.

El primer hombre se realizaba en plenitud y felicidad porque vivía naturalmente su


imagen de Dios, evidente y connatural a su ser. Una imagen de Dios que se entiende como
realización de aquello para lo que Dios le ha creado: su ser andaba de acuerdo con su origen y
con su modo de obrar. La voluntad de Dios no era algo que tenía que buscar el hombre, sino que
era algo evidente y connatural a su vida. Desde aquí se puede entender el por qué los profetas
suspirarán después por la creación de un corazón de carne en el que aparezca inscrita la ley de
Dios (cfr. Jer 31, 31-36 y Ez 36, 25-28), como la necesidad de que la “voluntad de Dios” se
convierta en parte natural del pensar y obrar del hombre.

Sin duda, hablar de imagen de Dios en el hombre, es hablar de voluntad de Dios en el


hombre. Ello ofrece además, la convicción de que la voluntad divina no es algo extraño al ser de
la persona, o algo que haya que buscar fuera de uno mismo. El pecado original ha enturbiado
esa imagen-voluntad, y ha provocado la incapacidad en el hombre para conquistarla fácilmente.
No podemos olvidar que el pecado original, es fundamentalmente un pecado de desobediencia,
de no aceptación de cuanto Dios había señalado al hombre, y la pretensión de éste, de ir más
allá de esa imagen que le había sido imprimida y regalada por el mismo Dios.

Como afirma San Pablo, sólo por el camino de la obediencia se podía restaurar el
pecado de la “desobediencia”. ¿enque consistirá pues, desde un punto de vista teológico-
antropológico la obediencia? Fundamentalmente en el intento por reconquistar la imagen
original que Dios ha plasmado en el hombre; dejar que se haga efectiva en cada uno lo que la
“voluntad de Dios” ha querido que el hombre fuese. Y sólo hay un camino, el del seguimiento
de Cristo, porque sólo él reproduce la imagen perfecta del hombre, y porque sólo en él
descubrimos cuál es la voluntad de Dios, y como permanecer en ella. Por eso “obedecer a Dios”
es el camino único para conquistar el propio ser, para humanizarse en plenitud, y es el camino
para alcanzar la comunión perfecta con Dios. El hombre obediente es, por eso mismo, el
hombre perfecto y libre.

EN el proyecto teresiano de crecimiento juega un papel central esta dimensión, si bien


donde lo plasma con mayor amplitud es en las Moradas. Allí concentra en las primeras páginas
el fundamento clave de este proceso de rescate y conocimiento de nuestro ser imagen y
semejanza de Dios… “un castillo todo de diamante… en cuyo centro habita Dios”.(1 M 1, 1).
La imagen teresiana del castillo y de su descubrimiento concuerda perfectamente con la visión
de una obediencia-humildad que quiere favorecer en la persona la realización del proyecto de
Dios: ser santo.
21

c. Realizar el proyecto de Dios: Ser santos

En gran parte alguno de los aspectos centrales han quedado subrayados: la obediencia
como camino de humanización y como camino de cristificación (véase el proceso de Moradas,
principalmente a la luz de la imagen del gusano de seda y de las implicaciones que conlleva la 7
M.). Sólo estas dos realidades nos hacen ver la importancia que tiene este tema, y que no puede
resolverse con una simple comprensión de la obediencia a nivel jurídico.

La obediencia no es sólo cosa de la “autoridad”; es algo muy personal, y que tiene que
ver con la libertad y responsabilidad del individuo (valores a los que hoy la sociedad y la
juventud parecen ser más sensibles). Por eso es fundamental que la persona se empeñe
seriamente en buscar cuál es esa voluntad de Dios. Y nadie puede suplirle en esa tarea. El que
quiera crecer como cristiano, como persona, como religioso, ha de imitar realmente a Cristo:
hacer de la voluntad de Dios el contenido, el proyecto de su vida. “Porque si quiere imitar al
Señor, ¿en qué mejor puede que en esto? Que aquí no son menester fuerzas corporales ni ayuda
de nadie, sino de Dios” (C 15, 2)

Antes se afirmaba que la voluntad de Dios se identifica con la “imagen” que él ha


plasmado en la persona. Ciertamente no la podrá descubrir sin la ayuda de la gracia, pero es
desde su libertad personal que la persona ha de buscarse, porque sólo desde la comprensión de
su ser, “de su verdad”, puede llevar a la práctica lo que la voluntad de Dios es para él. Sólo
desde esta dinámica es posible una asimilación activa de cuanto es la voluntad de Dios para el
individuo. Y sólo desde aquí se puede comprender lo que significa obedecer a Dios y a Cristo:
no es algo ajeno a nosotros lo que Dios nos pide, sino la plenitud de nuestro ser, nuestra
salvación.(cfr. La invitación de Teresa a conocerse, a saber de las riquezas que nos habitan 1M
1, 2)

De aquí tendríamos otra consecuencia importante: cumplir con la voluntad de Dios es


buscar la salvación personal y la salvación de los otros. Es el contenido que no presenta ninguna
duda. Si algo sabemos con seguridad sobre lo que implica la voluntad de Dios, es la realidad de
la redención. Participar en ella, es adentrarse por el camino de la obediencia a Dios. Y
nuevamente, como sucedía con los otros votos, también aquí, quizás con mucha más fuerza,
aparece la necesidad de vivir los votos desde una profunda vida espiritual, que exige de todo
consagrado un seguir profundizando en el propio ser para conocerse más y conocer a Dios. Y el
camino, todos lo sabemos, es el de la oración. Sin pretenderlo, queda subrayada la importancia
del ser contemplativos; de ser dóciles, al mismo tiempo, a cuanto el Espíritu Santo va
suscitando. Se es auténtico signo del Reino, no en virtud de lo que se hace, sino en virtud de lo
que se representa: el hombre original y escatológico, capaz de vivir el gozo de cumplir en cada
instante la voluntad de Dios, como algo que lo realiza y no lo esclaviza.

La obediencia es también camino de liberación, entendiendo por libertad la capacidad


22

de obrar siempre y espontáneamente lo mejor y más perfecto. Esta capacidad que suponemos
poseía el primer hombre antes de la caída, no la posee ya el hombre después del pecado. Sólo a
través de la gracia puede conquistar esta libertad, y sólo en la configuración con la voluntad de
Dios se alcanza esa capacidad.

Obedecer, pues, es, ante todo, búsqueda continua de lo que Dios quiere de mí y del otro.
Sólo quien está dispuesto a aceptar la voluntad de Dios en todas sus consecuencias, será capaz
de obedecer y de ser un buen superior, que tratará de ayudar y orientar al hermano a seguir
buscando lo que Dios le pide.

La VC a través del voto de obediencia, podrá manifestar al mundo que Dios es grande,
que Dios ama a cada uno de un modo particular, y que Dios lo único que quiere, en definitiva,
es la salvación y la felicidad del hombre. Y que este camino lo podemos realizar en la medida
en que nos dejemos guiar por Aquel que sabe, qué es lo que nos conviene.

¿No es este el dinamismo que vivió Teresa y que plasma en todas sus obras? Teresa está
convencida de que solo en la verdad se llega a la unión de amor. Humildad es andar en
verdad. Para Teresa la humildad se vuelve virtud y fundamenta la obediencia porque es
el camino en el conocimiento de sí mismo y de Dios. Quién no se conoce –según
Teresa- nunca será verdaderamente obediente en el sentido evangélico del término.

Conclusión Teresiana: el seguidor ideal de Cristo


-opción totalitaria por el Señor (Cfr. C 16, 5. 6. 9; 28, 12)
-unidad de vida en el amor (C 17, 6)
-servidores por amor como Cristo (18, 4)
-padecer por amor (C 18, 5. 7-10)

Fco. Javier Sancho Fermín, ocd

CITeS, Ávila 2013

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