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El Sueño Del Guerrero

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EL SUEÑO DEL GUERRERO

Desaparecía el sol; apenas doraba con sus últimos rayos las cimas de las altas montañas del Jatibonico, el
alborotoso pájaro negro, escondiéndose en el ramaje de las altísimas palmas y de los corpulentos árboles, puso
término a su atormentadora algarabía de todo el día.

El toque de desensillar las caballerías indica la hora de la muerte del día. Los oficiales se reparten, y ordenan el
servicio nocturno. El General recibe los partes oficiales de los destacamentos avanzados, y esta parte del mundo
queda envuelta en la negra sombra de una noche sin luna y de primavera; bajo un cielo sin luz, surcado de
negros nubarrones del mes de junio, seguro indicio de próxima tormenta.

Todos nos preparamos al descanso colgando nuestras armas y diciéndose cada cual "hoy es un día menos, y un
triunfo más".

La hora que media entre la muerte del día y la entrada de la noche, es solemne para los espíritus superiores; en
todas partes siempre rodeada de cierto tinte de augusta melancolía, del cual se aperciben –sin contemplarlo–
hasta los espíritus superficiales, así se encuentren en donde la luz eléctrica sustituya inmediatamente la del Astro
Rey, y el humano y eterno ruido no deja lugar a las místicas contemplaciones frente a la naturaleza que se echa
a dormir.

¡Cuánto sentimos, los que tendemos bajo estos grandes árboles nuestras tiendas, el peso abrumador de estas
horas solitarias, alejados del trato humano, separados de la familia, del bogar abandonado, y solamente
asediados por los recuerdos!

Al fin el Corneta de Órdenes tocó silencio; los demás lo repitieron y apenas se extinguió el eco prolongado de
esta consigna, cuando quedó todo el campamento sumergido en el más profundo silencio y oscuridad. Y yo me
tendí cuan largo soy, en mi hamaca de campaña.

Pasado un momento, un hombre, un anciano de aspecto venerable, con blando paso que apenas se siente, se
acerca a mi tienda, y, como quien no desea ser oído de otro, pide permiso para hablarme, entra y se sienta.
Quedéme un tanto sorprendido al apercibirme de aquel extraño desconocido que así se atrevía a faltar a esas
horas a la consigna; pero al fin accedí a su súplica, y le permití que hablase, lo que hizo de la manera siguiente:

-Mi nombre poco te importa saberlo; y la mansión de donde vengo tampoco es del caso que lo sepas; es inútil
que me lo preguntes, pues no te lo diría; lo que quiero que sepas, y es lo que importa, es mi historia:

-Nací pobre, mi alumbramiento costó la vida a mi madre; apenas fui amparado por la fortuna, pronto el destino
me dejó huérfano, y quedé solo vagando entre los hombres como el fragmento, en el espacio, de un planeta
muerto. Para mi mayor tortura, puso Dios una idea en mi mente que, a medida que el tiempo pasaba y los años
maduraban mis juicios, quemaba mi cerebro como lava ardiente, comprimida en el fondo de apagado volcán, y
me devoraba el corazón, como el apasionado de una belleza ideal que huyese al contacto de su ardiente mirada.

-¡Ah!, cuánto he sufrido antes, y cuánto he padecido después... Cuántas veces he maldecido mi existencia,
pesándome hasta haber nacido...

Al mismo tiempo que aquel anciano proseguía en su narración, su semblante lo iluminaba una aureola casi
divina y mi espíritu se sentía sobrecogido por una especie de religioso temor. Después de una breve pausa,
continuó, y yo escuchaba asombrado.
-Sometido a varias torturas y contrariedades, víctima de infamias, y desprecios, por entre peligros y escollos,
solo, pedido y desamparado, sin más amparo que Dios, pude al fin realizar mi empresa, y arranqué al mundo
–para el mundo mismo– un portentoso secreto. Entonces el universo entero me saludó entusiasmado, y me
apellidó El Glorioso. Las naciones todas me rindieron adoración y respeto, y reyes hubo que se sintieron
humillados y empequeñecidos ante la majestad y grandeza de mi gloria. Los más pequeños me creyeron un dios
y besaban de rodillas mis vestiduras.

-Rodeado de tanto agasajo y ovaciones humanas, colocado de pie encima de pedestal tan alto como el sol;
alumbrando los rayos de mi gloria dos mundos a la vez, no sintió mi corazón –-por fortuna mía– el tormento de
la vanidad y la soberbia; antes por el contrario, yo sentía en mi alma un secreto dolor que me consumía sin
podérmelo explicar. Sobre mi corazón y mi conciencia pesaba un insoportable remordimiento que en vano
trataba de averiguar la causa que lo había puesto allí. Era la tortura del criminal a solas temblando ante la
presencia de su interno y se vero juez.

-Inútilmente interrogaba mi pasado, y me fijaba a escudriñar mi presente; ningún acto mío acusaba mi alma de
maldad. La blanca túnica de mi inocencia no estaba manchada con ningún crimen mundanal; yo no había hecho
más que obras de bien, yo no había amado nunca sobre la tierra más que a dos deidades; la ciencia y la virtud,
que eso es amar a Dios. Yo no había hecho, en fin, derramar una lágrima, sino más bien provocar sonrisas y
alegrías. ¿Por qué, pues, tan tremendo castigo de la inquietud tan acerba y constante que acosaba mi espíritu y
que no me dejaba gozar de las delicias que proporcionan la gloria y la fama?

-Loco me fui adonde el cóndor hace su nido y desde allí -en la soledad del desierto- llamé a los espíritus para
que dijeran la causa de mi secreta angustia; y ni el desierto ni los espíritus me contestaron; tan solo el silencio y
el vacío me circundaban. No pudiendo resistir más mi existencia pesada como un fardo, en un impulso
irresistible de desesperación, quise arrojarme al torrente y una mano invisible me separó del peligro.

-Crucé entonces el océano y suplicante interrogué al mar y a la tempestad, y el trueno ahogó mi voz.
Desesperado me precipité a los abismos para concluir con el dolor de mi existencia, desapareciendo en sus
insondables misterios; pero una mano invisible me salvó medio muerto y me arrojó -como el despojo de un
naufragio- sobre la arena de la playa. Incorporado apenas, sentí de nuevo en mi pecho el diente que me mordía y
me devoraba… ¿por qué, ¡oh, cielos!, tan cruel tortura? Decídmelo... ¿Cuál ha sido mi gran culpa?

-Los cielos guardaron silencio. No contento el destino con el suplicio a que eternamente me había condenado,
preparó la envidia y la calumnia que armadas me asaltaron el camino, y los hombres se hicieron mis enemigos y
me vejaron y me despreciaron. Largo tiempo -como un mendigo- vagué entre ellos cual un desconocido y
apestado. Y cuando creí curarme de mis dolores, porque se cumplió el plazo y abandoné la envoltura que aquí
me retenía, me elevé a la mansión en donde termina el misterio de la vida. Yo aparecí entonces manchado en
sangre.

- ¿Y tú quién eres, asesino? -exclamé indignado, sin poderme contener y borrándose de improviso en mi ánimo
la impresión de compasión y de ternura que aquel ente singular y desconocido me había inspirado, con la
narración de sus desdichas.

-Aguarda -me dijo con calma y gravedad aterradoras-, aún no he terminado, no me juzgues sin haber antes
acabado de oírme. En vez de condenarme, con tu alma grande me tendrás lástima.

-Demasiado desgraciado he sido --dijo, y continuó-: si en la tierra fui un paria desheredado, sin asilo, y sin
fortuna, en la mansión de los justos me está prohibido entrar sin el perdón de dos razas; porque ha caído sobre
mí --como lava ardiente de encendido volcán-- la sangre toda de una raza inocente extinguida, y desde aquella
terrible hecatombe quedó marcado sobre mi nombre y mi conciencia, como un hierro candente, el crimen de
haberla descubierto y el de haberla entregado a la barbarie y la usurpación.

-Recogieron los hijos de los nuevos pobladores la desgraciada herencia de tormentos y martirios que les legó la
raza desaparecida al furor de los conquistadores bárbaros y estúpidos. Y tú, insigne, ilustre guerrero, que ya está
en vísperas de terminar la gran obra de la redención de esta tierra, por mí descubierta, vengo aquí -postrado a
sus pies- a suplicarte me consigas el perdón de todos los tuyos y quede cumplida la eterna sentencia... Soy
Colón -dijo, y calló...

Un sonido estridente me sacó de aquel estado; el Corneta tocó diana. Era un sueño.

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