Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Mauricio Murillo - Sombras de Hiroshima

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 208

SOMBRAS DE HIROSHIMA

M a u r i c i o
M u r i l l o

editorial
Sombras de Hiroshima

Mauricio Murillo
Sombras de Hiroshima
Mauricio Murillo
Primera edición

© Mauricio Murillo
© Editorial 3600

Edición y producción
Editorial 3600
Télefono 2421084
editorial3600@gmail.com
www.editorial3600.com

Director de colección
Willy Camacho

Diseño cubierta
Camila Jaimes Ascarrunz

Diagramación interior
Evelio Gutiérrez

Depósito Legal: 4-1-1836-17


ISBN: 978-99974-932-9-3

Impreso en Bolivia
2017
a Camila Jaimes Ascarrunz
En cada ser está el infierno y el cielo.
El infierno se ve más claramente.
Silvina Ocampo, La promesa

– Me gusta leer acerca de los hornos –dijo Taft.


– ¿Qué quieres decir con los hornos? ¿Hablas en serio?
– Atrocidades. Me gusta leer sobre atrocidades, no puedo
evitarlo. Me gusta leer sobre los hornos, las duchas, los
experimentos, los dientes, las pantallas de lámparas, el
jabón. Debo haber leído treinta o cuarenta libros sobre
el tema. Pero los que más me gustan son los de niños.
Gente que le prende fuego a ellos y a sus mamás. Que les
revienta los dientes con la culata de un rifle. Que arrasa
aldeas llenas de niños. Que dispara a zanjas llenas de
niños, infantes, bebés, todo eso. Ese es mi interés particu-
lar. Atrocidades en general, con especial énfasis en niños.
– No puedo soportar leer sobre niños.
– Yo tampoco, Gary.
Don DeLillo, End Zone

Es un mundo extraño, ¿no es así?


David Lynch, Blue Velvet
Primera Parte

MUTACIONES
1.

Antes de cumplir diez años encontré un álbum con fotos


de animales mutantes. Las fotos eran de criaturas defor-
madas por haber quedado expuestas a la radiación. La
primera vez me quedé mirando la imagen de un perro, un
cocker spaniel beige que dirigía sus ojos vidriosos y bue-
nos directamente a la cámara. Supe que en el momento
en que le tomaron la fotografía estaba muerto. Del cuello
para abajo su cuerpo se derretía o se ramificaba en una
estaca hecha de tejidos enredados, carne apretada y patas
atrofiadas. La cabeza se formaba completa, intacta y sin
imperfecciones. Al bajar la vista encontré en el cuerpo
del perro lo que nos espera en este territorio ambiguo al
que llamamos vida, una maraña asquerosa de huesos, piel
y deformidades.
Otra fotografía era de la cría de un chancho. Parecía
el feto seco de una llama. La cabeza era pequeña. A pri-
mera vista no se podía reconocer de qué tipo de animal
se trataba. Apenas se lograba distinguir su hocico y sus
colmillos pequeños y filudos. Las orejas parecían trapos
viejos. El cuerpo tenía seis o más miembros. Se duplicaba
creando dos torsos que compartían una cabeza que lo
asemejaban a una araña pisoteada. Ahí estaba la cabeza
de ese bicho que se podía confundir con la de cualquier

11
otro animal podrido. La colección estaba formada por
fotografías como las dos que les acabo de describir.
Era de mi abuelo. El álbum del que les hablo era
de esos que uno encuentra en las casas de familias del
siglo pasado. Las tapas arenosas con imágenes de pai-
sajes ingleses, de flores o de cachorros metidos en una
canasta. A diferencia de los retratos que se conservan en
los hogares llenos de gente y de ruido, en la casa de mi
abuelo uno podía toparse con ese tipo de recopilaciones
fotográficas. En el álbum donde hallé las del cocker y del
chancho, estaba pegado un papel al reverso de la tapa.
Era una frase que mi abuelo había transcrito. “Ahora me
he convertido en El Tiempo, destructor de mundos”. No
fue mucho después que tropecé con la colección de som-
bras sin cuerpos.
Si les interesa saber, tendría que empezar contán-
doles que crecí en una casona grande en un pueblo cerca
de la ciudad. Nunca conocí a mis padres y estuve a cargo
de mi abuelo desde que me acuerdo. Me crió un cuerpo
que siempre fue viejo en una casa desgastada. Mi hogar
estuvo marcado por el deterioro. Las paredes de nues-
tra casa eran blancas, pero entre el polvo y enredaderas
oscuras y secas, yo recuerdo su color como de una tona-
lidad que solo se logra con el paso del tiempo. Estaban
manchadas, con marcas de humedad, percudidas. Como
un cliché, el jardín tenía el pasto crecido hasta mis rodi-
llas. A un costado de la construcción había una piscina
vacía con una capa de agua estancada en el fondo con
sapos que nadaban entre sapos muertos. También tenía-
mos un columpio averiado que cada tanto reparaba mi
abuelo y que todo el tiempo terminaba inclinado hacia

12
un lado. Atrás de la casa, todavía dentro de los límites de
la propiedad, se levantaba un bosque con árboles altos
al que casi nadie iba. En el centro de ese bosque había
un pantano donde iba a botar piedras o juguetes de los
que me aburría.
Varias veces sospeché que la presencia de una casa
espaciosa que se desintegraba poco a poco tenía que ver
con el organismo de mi abuelo, que se avejentaba de ma-
nera perceptible y bastante rápida. De eso nunca tuve
duda. Mi abuelo, desde que tengo memoria, iba dete-
riorándose y yo era testigo de eso.
Se inspiró en algún libro que leyó o en una película
que vio y le puso un nombre al territorio que habitába-
mos. Hizo colgar una placa en la reja de entrada donde
se leía el nombre del caserón, del bosque, del pantano y
de todo lo que cabía entre los muros que delimitaban la
propiedad. La bautizó Yubarta.
Mi abuelo también guardaba volúmenes grandes
que contenían tratados que sostenían la posibilidad de
una guerra nuclear y profetizaban lo que esta le haría a
la humanidad. No sé por qué los leía, pero los disfrutaba
y pasaba tardes revisando lo que otras personas habían
escrito años atrás. A veces me obligaba a imaginar cómo
sería que veinte millones de personas desaparecieran de
la faz de la Tierra en cuestión de segundos. O cuarenta
millones. Cómo el planeta quedaría semivacío y en rui-
nas. Le gustaba hablar de la caída de edificios enormes y
de tormentas de fuego.
Volví a recordar todo esto –los animales mutantes,
la piscina, el pantano, a mi abuelo y a Yubarta– cuando
varias noticias de mi pueblo me llegaron de golpe y me

13
obligaron a recordar y a recrear el pasado. Así me enteré
del asesinato de Alicia Villanueva y de la existencia de
Mirko Maidana. Con él llegaron el daño y mi desgracia.

14
2.

Lo vi por primera vez desde lejos. Hablaba con algunas


personas al otro lado de la oficina. Sonreía mientras asen-
tía con la cabeza. Al principio no me había dado cuenta
de su presencia. Yo miraba la pantalla de mi computa-
dora. Empecé a sentir un escozor sobre la cabeza, en el
cuero cabelludo, como si de repente hiciera más calor o
si algún tipo de peso extraño comenzara a incomodar-
me. Levanté la vista y ahí estaba Maidana. Me miraba fijo
desde el otro lado del cuarto. Ahora entiendo que esa
distancia que nos separaba era mucho mayor de lo que
entonces llegué a sospechar.
Noté la fijeza de sus ojos, me miraba directamente,
noté también una palidez que hasta hoy no he podido
definir. No quisiera decir que su piel era transparente,
porque sería dotarla de una cualidad sobrenatural, pero
reconocí la blancura de su cara que contrastaba con su
ropa negra.
Apenas desvié la vista empezó a moverse. Noté de
reojo que se acercaba. Cuando se paró frente a mí vi sus
piernas detrás de la pantalla. Estuvo un momento sin ha-
cer nada. Yo no había levantado la cabeza. Al oír su voz
tuve que hacerlo.
–Te he buscado toda la mañana. Quería saludarte.

15
No lo conocía, nunca antes lo había visto. Dudé,
no sabía qué hacer. Lo miré de cerca. No respondí. Era
pálido y llevaba el cabello lamido hacia atrás. Sus cejas
apenas se notaban, parecían trazos borroneados. Volvió
a hablar.
–Desde hoy estoy trabajando en el Canal. Te he
buscado para saludarte.
Yo trabajaba desde principio de año en un canal
local de televisión. Los ejecutivos me contrataron cuan-
do les presenté la idea de una serie. Leyeron el guión del
primer episodio que escribí y les interesó, así que deci-
dieron encargarme una temporada. En ese momento, el
de la aparición de Maidana, la estábamos produciendo.
Yo escribía todos los guiones. Habían salido al aire tres
de los seis episodios planificados para la primera tem-
porada. Cuando el piloto se estrenó, ninguno de los que
trabajamos en él pensábamos que su repercusión iba a
ser tan contundente. Alcanzó un altísimo número de es-
pectadores y al día siguiente todo el mundo estaba ha-
blando de la serie. Durante la proyección de los primeros
tres capítulos, la crítica, la inexistente crítica de este puto
país, estuvo polarizada. Algunos dijeron que era lo mejor
en la historia de la tele nacional. Otros la destrozaron. Se-
gún estos se podían reconocer muchos lugares comunes
y predecibles y la trama estaba muy alejada de la coyun-
tura nacional actual. A ellos, todo les parecía muy arti-
ficial. Decían que me faltaba ver más series –lo cual no
era cierto– y que debía leer. Claro que yo había leído los
libros a los que hacían referencia y que conocía más cosas
que ellos. Igual decían que la trama era muy enrevesada
y que se dejaban sin cerrar muchas líneas argumentales.

16
Además me imagino que querían que hubiera una perso-
naje que representara cada región del país para mostrar
nuestra cojuda y desequilibrada diversidad. Querían res-
petar todo. No querían una obra de ficción, querían tran-
quilidad, un reflejo de lo que ellos pensaban que era la
realidad, algo alejadísimo de lo que en verdad era lo real.
Además, me dieron palo por haber nacido en una casona
en las afueras de la ciudad. Nadie habló de los homenajes
a otras series o al cine, de los guiños a distintos géneros
o de las reflexiones filosóficas profundas. Aunque mu-
chos la vieron, nadie la entendió de verdad. Recuerdo a
un periodista en específico que escribió sobre la serie en
un suplemento cultural. Al principio hablaba de lo eté-
reo y luego hacía bromas que no eran chistosas sobre la
televisión como la caja boba y sobre mí y mi formación.
No comprendí el artículo, estaba mal redactado. Luego
de que salió la nota impresa, el periodista había hecho
una cadena de correos electrónicos y le había mandado
la crítica a varios escritores y artistas. Luego me enteré
que siempre hacía eso. Sin que nadie le pidiera, le pasaba
a gente reconocida sus escritos y sus ideas. Patético.
El hombre seguía delante de mí. Me mantuve calla-
do, haciendo más incómodo el encuentro.
–Me llamo Mirko Maidana.
Había nacido en el mismo pueblo que yo, me ex-
plicó. Habíamos crecido en el mismo espacio. Hice un
esfuerzo para recordar su nombre, su cara o su apellido,
pero no pude asociarlo absolutamente con nada de mi
pasado. Lo saludé y le dije mi nombre. Él ya lo sabía.
–Me han contratado. Desde hoy voy a trabajar en
la producción. Quería preguntarte si más rato quieres ir

17
a tomar algo para charlar. Podemos hablar de los viejos
tiempos.
Había algo forzado en su voz, algo artificial, como
si estuviera siguiendo un libreto. Estaba seguro de que
nunca antes en mi vida lo había visto. No supe cómo evi-
tar encontrarlo a solas. Quedamos en vernos por la tarde
en la cafetería del canal. Mientras se iba lo seguí con la
vista. Si bien su físico era extraño, no fue a causa de sus
exterioridades que presentí momentos oscuros. Decidí
en ese instante que esa persona no debía entrar de nin-
guna manera en mi vida, porque si lo hacía, me causaría
un daño irreparable del que me costaría mucho recupe-
rarme. No sé en qué momento bajé la guardia. Pasó de
un momento a otro, sin siquiera pensarlo. Pese a esto,
Maidana llegó a ser algo parecido a un amigo.
En la cafetería esperé más de veinte minutos. Llegó
sonriendo y buscó una silla. No se disculpó ni explicó
nada. Luego de pedir un café se inclinó hacia mí, apo-
yándose sobre los codos, y comenzó a hablar como si se
estuviera confesando.
–He conseguido este trabajo bien rápido. No pensé
que iba a ser tan fácil.
Yo tomaba sorbos de un café frío y ralo que apenas
podía tragar. Lo miraba esperando que dijera algo más.
Me daba un poco de asco.
–Me gusta harto la serie. También el canal. Igual no
entiendo bien qué es lo que tengo que hacer.
Siguió con esa mueca cojuda de satisfacción, como
de animal feliz, y se recostó en la silla. Me contó que ya
no vivía en nuestro pueblo hacía cinco años. Se esforzaba
mucho en no olvidar repetir la palabra nuestro. Por esos

18
días alquilaba un cuarto pequeño y barato. Yo lo escucha-
ba casi sin atender sus palabras, fijándome en sus gestos
y su cara. En la comisura de los labios se formaba una
masa blanca de saliva. Seguía pensando que nunca antes
lo había visto. Trataba de quitarle veinte años, pero no
podía, su voz me distraía a cada rato. Desde ese momen-
to, obligado por la presencia de Maidana y todo lo que
hablaba, volví a pensar mucho en Yubarta y en mi abuelo
y en las fotos. Ustedes tal vez noten que lo hacía a pro-
pósito, pero les puedo asegurar que no me daba cuenta.
Terminó su café.
–Me voy.
Me dijo que volviéramos a salir juntos para almor-
zar o tomar unas cervezas. Se levantó bruscamente y se
fue sin pagar. En los días que siguieron lo vi seguido.
Durante un periodo se pegó a mí, siguiéndome a todo
lado, a veces a mi lado o a veces detrás de mí, respirando
mi aire. Al principio no era incómodo y lo dejé pasar. De
ninguna manera hubiera podido anticipar todo lo que me
esperaba.

19
3.

En la noche fui a tomar. Elena y David me recogieron de


la puerta del canal. Me esperaban al otro lado de la calle
con el auto parqueado. Elena pasó al asiento de atrás y yo
me senté de copiloto. El auto olía a mota y cerveza. Elena
me alcanzó una lata fría. La abrí. Con el chasquido comen-
cé a olvidarme de todo, algo empezó a abandonarme. Sin
problemas, me dejé llevar por esa levedad. Querían ir a una
fiesta. Era día de semana y a la mañana siguiente tenía que
levantarme temprano para trabajar, pero no importó.
Llegamos a una casa grande en la que ya no vivía
nadie, aunque esa noche estaba llena de gente. Casi no
había muebles. Las paredes estaban desnudas y los pisos
sin alfombras. El dueño era un chango pelotudo que se
hacía llamar Cámeron. Me daba pena. Ustedes me en-
tienden, uno de esos fracasados con plata que siempre
quieren mostrarse interesantes, alternativos y guapos, y
demostrar que reciben mucha menos ayuda de sus papás
de la que en realidad tienen. Esa gente pelotuda que todo
el día quiere hablar de películas independientes o de lo
convencional que es la sociedad, pero que todo el rato
reproducen esa convencionalidad. Cámeron organizaba
happenings, lecturas de mala poesía o exposiciones de
arte en esa cochina casa. David me contó que la iban a

21
derrumbar pronto para construir un edificio. Mejor, la
casa era horrenda.
En todos los cuartos había gente tomando o fu-
mando. Los baños estaban mugres. En una esquina del
living vi una mesa de plástico con botellas y latas vacías,
debajo se amontonaba una pila de basura que hedía. Ha-
bía ruido en todo lado.
Estábamos chispeados. Seguimos tomando de las
latas que sacamos del auto. Encontramos un sofá y nos
sentamos, Elena al medio. Desde que Maidana se me ha-
bía acercado esa mañana no había dejado de pensar en
Yubarta. Quise meter el tema de mi pasado, quería hablar
de mí o de algo que tuviera que ver conmigo. De mi pue-
blo, de Maidana, de lo que sentía. Comencé a contarles
sobre los álbumes que mi abuelo guardaba en un cuarto
de la vieja casona. Les hablé de fotos tomadas por otras
personas, no por él, de los animales mutantes, de freaks
de feria y de las sombras sin cuerpos.
–¿Sombras sin cuerpos? –dijo David.
–Fotos de las sombras que quedaron después de
que la bomba cayó en Hiroshima. Luego de la explosión,
los cuerpos de las personas cerca de la zona cero desa-
parecieron. Lo único que quedó fue una mancha en la
pared, como una sombra. Una mancha del tamaño del
cuerpo real que la onda expansiva borró del planeta. No
quedó nada más.
Esa fue la primera vez que hablé con ellos de las
colecciones y de las sombras de Hiroshima.
–¿Son hartas?
–No tantas. Serán unas quince, más o menos. Me
acuerdo de algunas. La de un hombre sentado. Una de dos

22
amantes abrazados, o dos personas desconocidas sobre-
puestas. También la de una llave de paso que se proyecta
sobre un tanque de gas que no se ha desintegrado. Hace
años que no veo las fotos, están en la casa de mi abuelo.
–¿Yubarta?
David había escuchado varias veces mi relato sobre
el pasado.
–Yubarta.
Vaciamos las latas de cerveza y pasamos al singani.
Las botellas vacías que había visto sobre la mesa de plás-
tico eran de tragos baratos y asquerosos. Le dije a David
que escondiera nuestra botella para que los cabrones que
estaban borrachos por ahí no quisieran manguearnos un
trago. Nos pusimos a hablar de la fiesta y de la casa de
Cámeron. La borrachera había empezado en la tarde y
todos estaban bastante hechos mierda, mucho más que
nosotros, que comenzábamos a estar cada vez más como
ellos. Nos dimos cuenta también de que la mayoría de la
gente era joven, mucho más que nosotros. Los tres senti-
mos envidia al mismo tiempo. Una envidia real y cruda. A
los demás les quedaba más tiempo. Se veían más felices.
Para llegar a donde estábamos nosotros tenían que vivir
por lo menos cinco años. Cinco años es un mundo, ya sa-
ben. La diferencia era sutil, pero existía. Se divertían más
que nosotros. Era claro que estábamos fuera de lugar.
Mientras charlábamos y tomábamos, uno de los
pelotudos se me acercó medio inclinado y me pidió un
cigarro.
–¿Tienes un pucho?
Le dije que no y seguí hablando con Elena y David.
Volvió a hablarme acercando su cara a la mía.

23
–¿Tienes un pucho?
Ya no le respondí y le di la espalda. Me tocó el hom-
bro volviéndome a pedir un cigarro.
–No, carajo.
Le di una patada para alejarlo. El tipo cayó. Se le-
vantó trastabillando y se alejó caminando encorvado, con
los brazos un poco levantados y las manos colgándole a
la altura del pecho.
Volví a escuchar lo que decían. Yo quería hablarles
de los animales mutantes, pero no prestaban atención.
En vez de eso, comenzaron a interesarse de verdad en las
sombras en las paredes. Traté de explicarles algo. Unía
ideas y frases, pero no lograba elaborar algo interesan-
te. Luego les conté sobre el cocker spaniel y el chancho,
pero se pusieron a discutir sobre la proyección de una
imagen en la pared. Entre los dos, como gemelos, discu-
tieron sobre la restauración de una experiencia a partir de
una imagen, de una foto o de un video.
Siguieron por varios minutos. Frente a la destruc-
ción de las personas de Hiroshima, y con ella la desapa-
rición del referente, quedaba la sombra, que era como
una reconstrucción. ¿Cómo se lidia con la destrucción?
¿Cómo se enfrenta uno al caos creado por otro? Siguieron
charlando mientras yo oía a medias. Miré a una mujer que
reía junto a otras. De rato en rato, un hombre igual de jo-
ven se acercaba para darle besos y abrazarla de la cintura.
En un momento de la noche, uno de los changos
borrachos entró zigzagueando a la sala donde estábamos.
Se acercó al centro del living mientras tambaleaba, apo-
yándose con una mano sobre una baranda imaginaria.
Miró el piso y se aplastó la boca con la mano. Al princi-

24
pio pensé que le sangraba. Lo que pasaba era que trataba
de retener el vómito. Había dejado una estela detrás de
él. Alguien vino corriendo desde atrás y le reventó una
botella en la cabeza. Elena y David callaron. El borracho
cayó y entraron en la sala otros tipos que había obser-
vado durante la noche. La confusión desapareció rápi-
damente. Algunos cargaron al que vomitaba y sangraba
de la cabeza y otros al que había entrado con la botella.
Yo estaba borracho y aburrido. Me paré. Elena agarró
mi mano, seguía sentada. Me pidió que no me fuera, que
me quedara una hora más. Les dije que tenía que desper-
tarme temprano, que ya estaba muy borracho, que tenía
que irme. Deslicé mi mano de la de Elena. Dejé el vaso
de plástico. No tenía ganas de quedarme. Para quedarte a
tomar en una fiesta como esa tienes que estar con ganas.
En la calle hacía viento.
En el ascensor de mi edificio, me quedé mirando
mi cara, mis ojeras. Empecé a abrir y cerrar mi boca.
Siempre que estoy borracho y me miro en el espejo hay
algo de ese reflejo que me parece lejano, separado de mí,
extraño.
Entré a mi departamento. Perro esperaba sentado
justo frente a la puerta. Al abrirla fue lo primero que vi.
Noté que había esperado harto tiempo. Se acercó y subió
sus patas a mi pecho. Le di comida y fui a mi cuarto sin
esperar a que terminara. Me boté en la cama.
Quise dormir ese rato, pero no pude. Sentí el peso
caliente de Perro que subía despacio a la cama y se aco-
modaba entre mis piernas. Cambiando canales encontré
una película que había visto hace unos años. Era la adap-
tación de una novela bastante conocida. La nueva versión

25
no me había gustado pese a que los directores de la cinta
sí me gustaban mucho. La primera vez que la vi pensé
que era muy inferior al original. En ese momento, tirado
en cama, borracho, me entusiasme y terminé de ver toda
la película. Casi amanecía cuando acabó. Quise levantar-
me para mirar por la ventana. No lo hice. Hace años,
cuando recién me había mudado a este departamento,
que es el segundo en el que vivo en la ciudad, veía a un
hombre parado frente a mi edificio, al otro lado de la
calle. La figura era alta. A veces fumaba. Vestía abrigos
largos o sacos con hombreras. Alguna vez llevó un som-
brero de alas. Durante muchas noches pasó lo mismo y
me preguntaba si esa presencia tenía algo que ver conmi-
go. Lo observaba por varios minutos hasta que me can-
saba. Alguna noche dejó de aparecer ese hombre. No lo
volví a ver. A veces me acerco a la ventana, pero la figura
nunca aparece.

26
4.

Lo más difícil es despertarse. Saber que no hay nada por


lo que uno quiera salir de la cama. Ahí está todo ese peso
inmaterial que a veces es impuesto nomás.
Al día siguiente desperté por el dolor de cabeza. En
mis pies, antes de ordenar cualquier pensamiento, sentí el
cuerpo tibio de Perro. Apenas abrí los ojos me topé con
los suyos fijos en mí. No sé cómo sabe que ya no estoy
durmiendo. Ni me muevo, apenas respiro distinto, pero
cuando veo, ahí está él, atento.
Estaba de chaqui. La cabeza me dolía, ya se los dije,
y no tenía ganas de nada. No me duché. Llegué una hora
tarde al trabajo, con tufo y con el pelo revuelto. Sabía que
abusaba de mi importancia en la producción del programa,
pero no lo podía evitar. La mayoría de las veces llegaba tar-
de, no iba a las reuniones, trataba mal a todos, no le lamía
las bolas al jefe ni hacía las huevadas que tienes que hacer
cuando sabes que hay una cola de pelotudos esperando para
ocupar tu miserable puesto, cuando no eres imprescindible.
Al principio no fue así. Antes de comenzar la preproduc-
ción estuve emocionado. Luego vino la apatía y cada vez
me interesé menos. Me dejé llevar por los días y su máquina.
Entré en medio de la reunión. Estaban los produc-
tores, el director de la serie, el presidente del canal y el

27
equipo de escritores que giraba alrededor de mí. Ningu-
no me dijo nada. Me senté sin quitarme los lentes oscu-
ros. Tenía en la mano un vaso desechable lleno de café.
Como les dije, estaba consciente de que abusaba. Al fin
y al cabo, era el creador de la serie y el escritor princi-
pal. Qué me importaba. Podía darme esos lujos. Igual,
la gente con talento no sobra en un país como este. Acá,
la mayoría de las personas que trabaja en la televisión lo
hace por plata y no tiene ni siquiera intención de hacer
algo que valga la pena. Y toda la manada de personas que
está haciendo otras cosas con supuesto criterio genera
productos de mierda e intrascendentes, pero a la hora
de mostrártelos te los presentan como lo más artístico y
profundo del mundo, el último vaso de agua mugre del
desierto para salvar a la puta humanidad sedienta.
En la sala hablaban como si nada, como si yo no
hubiera interrumpido la reunión. Planeaban la produc-
ción del quinto capítulo, el penúltimo de la temporada.
Desde que había presentado la serie, antes de saber si el
canal la produciría, tenía muy claro hacia dónde iría la
historia. Luego de que la eligieron y firmé contrato por
seis capítulos, entregué un cartapacio completo con la
descripción de los personajes, la trama general y lo que
cada episodio iría revelando, menos el último. A los pro-
ductores les pasé los borradores de los primeros cinco
capítulos. Usé esta estrategia para protegerme. Nunca
pensé que la serie iba a ser tan exitosa. Si lo hubiera sos-
pechado, habría tomado otras precauciones. De todos
modos, con la trama abierta y conociendo el grupo de
personas que me rodeaba, pensé que eso garantizaba que
me aguantaran y me tomaran en cuenta hasta filmar el

28
episodio final. Tampoco hablaba de la segunda tempo-
rada o de las líneas narrativas que quería desarrollar o las
que quería concluir.
El presidente del canal estaba apoyado en la silla
más grande. Se hacía al que atendía las descripciones y
planteamientos, pero de vez en cuando me miraba de
reojo, por unos segundos posaba su atención en mí y
luego se distendía y dirigía la vista a quien estuviera ha-
blando. Sabía que me odiaba, eso me hacía feliz. Mientras
proponían ideas y planeaban cómo filmarlas, yo miraba
por la ventana, me acomodaba en la silla, sorbía mi café
ruidosamente. Todavía no había decidido si esa vez acom-
pañaría al rodaje al equipo de producción. El set estaba
a dos horas, en un pueblo pequeño a orillas del Titicaca.
Ya habíamos producido cuatro capítulos y yo solo había
ido a la filmación del piloto. Hacía frío, se tardaba mucho
en rodar cualquier cosa y a cada rato uno se topaba con
gente de mierda. Los empleados trabajaban y se creían
parte de algo, cuando en realidad me lo debían todo a mí.
El canal estaba lleno de cojudos. En serio. Los que hacían
la serie eran unos tarados. El día que filmamos el piloto
me peleé con el director. Obviamente le hicieron caso a
él y como lo amenacé con darle una paliza con el trípode
que blandía en el aire, los productores me pidieron que
no fuera a la filmación del siguiente ni del subsiguiente
capítulo. Seguramente la paliza la recibiría yo. De todos
modos me pagaban un buen sueldo y producían una serie
que, les juro, nunca pensé ver en televisión. Su calidad
no era la de Carnival o Les Revenants, en realidad estaba
muy lejos de serlo, pero no podía quejarme y me con-
formaba con haber creado el producto más interesante y

29
ambicioso en la historia de nuestra mediocre y repetitiva
televisión nacional.
En una esquina de la sala vi a Maidana sentado en
un banco de madera. Tomaba notas en una libreta. Exa-
geraba los movimientos y la atención que le prestaba a
los ejecutivos. Celebraba cada broma. Giraba rápido la
cabeza de un lado a otro siguiendo al que hablaba. Ano-
taba todo y pasaba rápidamente las hojas de su libreta
barata, esas que tienen forros rojos o azules que parecen
piel de jaguar.
Me aburrí y salí antes de que la reunión acabara.
En muy pocos momentos habían hecho referencia a mi
presencia. Sospecho que les bastaba con los planes de-
tallados que les mandaba, con las anotaciones sobre los
personajes y las escenas y con el guión que tenía pegados
muchos post-its con aclaraciones y guías. Unas semanas
antes habíamos hecho las paces con el director, así que
ya no me importaba qué carajos cambiaría, podía hacer
lo que le diera la gana. Igual lo supe desde el primer epi-
sodio que se emitió, el producto real siempre se apartaría
de lo que yo me había imaginado. En algún momento
decidí calmarme, dejar de prestarle importancia y apro-
vechar todo eso que estaba sucediendo, porque sabía que
duraría poco.
Me puse a navegar en internet. Escuché aplausos
dentro de la sala. Desde lejos vi salir de la reunión a los
ejecutivos y escritores. Tendrían que haber visto sus caras
satisfechas. En la puerta el presidente del canal despedía
a todos con un fuerte apretón de manos y una sonrisa.
Qué asco. Todo estaba resuelto y al día siguiente tras-
ladarían el centro de operaciones al pueblo a orillas del

30
Lago, donde había sets ya preparados, pequeños y escue-
tos. Filmarían las escenas durante algunos días y luego
las completarían acá en la ciudad. Después de salir de la
sala Maidana avanzó hacia mi escritorio. Se acercó con la
libreta en la mano.
Saludó y comenzó a hablar de lo fascinante que era
laburar en el canal y de cuán bien se ensamblaba el traba-
jo en equipo. Elogió al grupo de escritores que comple-
taban mis ideas originales.
–Esto no pasaría sin vos. Me entiendes, ¿no? Me
tienes que contar algún rato cómo se te ocurrió todo.
Le di las gracias sin sentirlo, me produjo repulsión.
Volví a concentrarme en la pantalla para que entendiera que
no charlaría. Sin aviso previo, sin que yo lo hubiera espera-
do, me pidió que almorzáramos juntos. No supe qué decir.
Acepté. Dije de mala gana que esa vez no iba a invitar.
–Esta vez no voy a pagar todo yo.
Maidana se despidió.
–Nos vemos a la una. Te recojo.

Caminamos dos cuadras y llegamos a una pensión


donde comían muchos trabajadores del canal. Yo nunca
llegaba antes de las cuatro y las veces que iba solo pedía
trago. Encontramos una mesa al medio del salón y nos
sentamos.
–Anoche volví a ver el primer episodio de la serie.
Es muy bueno. Hasta ahorita es el que más me gusta.
No tenía interés en las macanas de Maidana. Su
voz venía de lejos, desde lugares planos y poco relevan-
tes. Esto cambió cuando habló de un tema confidencial,
algo familiar.

31
–¿Qué extrañas del pueblo?
La pregunta era personal, quería hablar de algo ín-
timo. Tardé en responderle. Me puse a pensar de verdad
buscando una respuesta.
–No sé. A mi abuelo, supongo. O a Yubarta. Nunca
fui muy apegado a lo que quedaba fuera de la casa.
–¿Nada más? A mí me costó harto venirme a la
ciudad y quedarme acá. ¿Por qué te has ido?
–Porque no tenía nada allá. Porque era el paso na-
tural. Porque no sabía qué hacer. No sé. Fue una decisión
que no pensé mucho. ¿Vos?
–Por plata, como todos.
No distinguí nostalgia en su voz ni en sus gestos.
En ese momento me dije que era verdad, nunca había
encontrado una razón para irme de Yubarta, ni siquiera la
muerte de mi abuelo, pero había partido de ahí hacía diez
años y no había vuelto ni una vez. En algún momento
quise dejar de pensar en el pasado, pero la presencia de
Maidana me llevaba de retorno de una manera brusca.
–Sé que no te acuerdas de mí, ¿pero recuerdas a
alguien más que viviera en el pueblo?
–No.
–¿Ni siquiera a Alicia Villanueva?
En ese momento todo se detuvo dentro de la pen-
sión. Como un efecto de película de los más trillados, bajó
el volumen del comedor y por algunos segundos solo es-
cuché mi respiración. Puede parecerles forzado o gastado,
pero algo muy parecido a lo que les acabo de describir fue
lo que sentí. La recordaba, sí, aunque no había pensado
en ella los últimos años, se los aseguro. De niños fuimos
amigos y pasamos muchas tardes juntos. Supongo que me

32
gustaba. No recuerdo por qué nos dejamos de ver. Algún
día solo dejamos de hacerlo y ya, luego pasó el tiempo.
–Sí, me acuerdo de ella, era mi amiga. Ella venía
harto a Yubarta, pero han pasado hartos años.
–Tu amiga –hizo una pausa para tomar un trago–.
A Alicia Villanueva la asesinaron hace diez años.
Me lo dijo sin calcular lo que me haría saberlo. Se
notaba en su forma de hablar que no le importaba. De
nuevo el efecto gastado. Primero la quietud, la cámara
lenta y luego el sonido que disminuye, mi respiración, el
vaso de cerveza frente a mí. Después los planos detalla-
dos. Mi dedo acariciando el salero. La mirada de Maida-
na. Sus manos apoyadas en la mesa con las palmas hacia
abajo. Sus ojos fijos en mí. Toda esa mierda y la manera
en que reaccionamos.
No pude moverme. Era como si en ese instante
estuviera frente a algo con lo que nunca debería haberme
topado, y que eso, eso que se abría hacia mí en una oleada
de noticias raras, estaba todo arruinado. Traté de disimu-
lar, de no trasmitir nada.
El mesero trajo los platos. Miré la comida. Una mi-
lanesa grasosa con un arroz demasiado blanco. Maidana
puso una servilleta en su cuello y empezó a comer sin
esperarme. No supe qué decirle en ese momento. Agarré
los cubiertos y también comencé a comer.
–No sabía.
–Sí, fue una cagada. Una mierda para el pueblo.
Además, la forma en que murió fue horrible.
Seguí llevando comida a mi boca, esperando que
Maidana continuara hablando, sin querer preguntarle
nada. Algo quería decirme entre líneas.

33
–La encontraron envuelta en un plástico al lado del
río. Pero no la han matado ahí. La han matado en otro
lado, en el cuarto donde vivía. Investigaron, pero no han
encontrado al asesino. Ni una pista. Nunca apareció na-
die. Su velorio y su entierro estuvieron repletos de la gen-
te del pueblo. Si hubieras visto su cadáver. Estaba hecha
mierda.
Maidana tenía los labios brillosos de grasa. Se em-
butía pedazos grandes de milanesa y tomaba la cerveza
de su vaso todavía con comida en la boca. No paraba de
hablar mientras comía. Todo esto lo decía con la boca
llena de pedazos de carne y de arroz. Escupía.
–Muchas personas nunca llegaron a convencerse de
que Alicia se había muerto de verdad. Menos de que la
habían matado. Se quedó como si se hubiera dormido en
la mente de los vecinos y de su familia, como soñando
pesadillas horribles, pero sin vivirlas. Alicia se llevó un
secreto, el de quién había sido su asesino. Nunca se lo
agarró y está libre, dicen que está en esta ciudad, tal vez
sabiendo que lo siguen buscando o viviendo sin que le
importe.
Pese a lo forzado y cojudo de su tono, quería saber
más. Seguía esperando que Maidana dijera más cosas, pero
no lo hizo. Tampoco pregunté algo que lo hiciera hablar.
Nos quedamos callados unos minutos hasta que se
puso a hablar de alguna huevada. Terminamos nuestros
platos y la cerveza. Le pedí su parte de la cuenta y me la
dio. En la puerta del local me despedí. Tomé la dirección
contraria a la de él. Pensé en Alicia. En los días que si-
guieron fue algo que hice con frecuencia. Uno tiene que
aprender a vivir en un mundo extraño.

34
5.

El primer episodio de la serie comenzaba con la ima-


gen de un tren que avanzaba por el Altiplano. En algunas
tomas se podía ver el Lago, el tren bordeaba su orilla.
Luego se veía el funcionamiento rápido, calculado e in-
cansable de las máquinas, las ruedas y las chimeneas. En
los vagones la cámara seguía sobre todo a dos pasajeros.
Uno de los personajes tenía tres tajos en la cara y se veía
nervioso. El estaba bien vestido, pulcro. Revisaba una li-
breta. Sobre el asiento se podía ver un maletín con una
insignia policial.
En ese momento se mostraba el montaje de aper-
tura de la serie, que se repetiría al inicio de cada episodio,
un montaje de distintas imágenes. Se veía primero el Lago,
con los cerros lejos, el agua quieta y una brisa que apenas
movía las totoras y las pajas en la orilla. Sobre el agua apa-
recía la palabra Ballenas, el título de la serie. Luego se mos-
traba en primer plano un pájaro, escondido entre ramas,
que movía la cabeza. La gente del pueblo caminaba por
una calle, gente que después se desvanecía mientras se ma-
terializaban otras personas. Anochecía y de frente se podía
ver un hotel. Las luces del interior empezaban a encen-
derse una por una. Los faros de un auto brillaban en una
noche con neblina. Se mostraba una comisaría y dentro de

35
ella una celda vacía, con un brillo debajo del camastro. Un
ojo pestañeaba y se movía de lado a lado. Un recorte de
periódico informaba sobre un accidente automovilístico
grave. Un ferri avanzaba lento sobre el agua mientras la
gente esperaba en un puerto. Ahora el pueblo se veía de le-
jos, a la vera del Lago, y también los cerros, los picos de los
cerros y algunas nubes. Una boca vieja hablando, las co-
misuras arrugadas y los labios ásperos y pálidos. Al final,
diferentes tomas cenitales cortadas mostraban un tren que
avanzaba como una víbora por las rieles, a veces pegado a
los cerros o a veces pegado al Lago.
La siguiente secuencia abría con la imagen de una
nuca ensangrentada con un orificio grande en medio. La
cámara se acercaba y se metía por el túnel abierto por
el boquete. Cruzaba esa caverna que chorreaba fluidos y
sangre espesa y salía por el otro lado del hueco. El tren
llegaba a la estación y se detenía haciendo ruido y botan-
do vapor. El hombre con la cicatriz en la cara, que pare-
cía el rasguño de un animal, descendía. Aunque para la
emisión tuve que ponerle nombre, en mi guión siempre
estuvo anotado como el Forastero. El Forastero observa-
ba la calle, como si no la reconociera, como intentando
recordarla, sin éxito. Mascaba un mondadientes con los
ojos entrecerrados.
El otro personaje también bajaba del vagón. Lleva-
ba un abrigo largo y era gordo. Lo recibía un policía y le
agradecía que hubiera llegado con tanta prisa. Lo llamaba
por su apellido y por su cargo. “Bienvenido a Agua Oscu-
ra, detective Armenteros”. Ese era el nombre del pueblo.
Le decía que su cuarto en el Hotel ya estaba prepa-
rado, que una vez que se acomodara podría comenzar la

36
investigación en cuanto quisiera. Armenteros no respon-
día. Con los ojos hacía un barrido del lugar. Descubría el
cuerpo. Le advertía al agente local que no era una buena
idea dejar tanto tiempo un cadáver en las calles. El policía
explicaba que no pudieron mover el cuerpo porque los
del pueblo, y sobre todo la hija del muerto, no quisieron
que se tocara nada hasta que llegara él. Habían anuncia-
do desde la ciudad que estaban mandando a alguien. El
detective le daba las maletas, le ordenaba que las llevara
a su cuarto. Decía que iba a encargarse del asunto desde
ese momento.
El Forastero llegaba al Hotel. En la puerta había
un cartel de neón apagado donde se leía Hotel Roca del
Este. Ingresaba con lentitud, abriendo la puerta con cui-
dado, como si en cualquier momento pudiera romperse.
El lobby de la recepción, en el mismo gran ambiente en
L con el comedor y el bar, estaba mal iluminado. En este
claroscuro, un polvillo que se elevaba volvía visibles los
haces de luz. En la barra, que a la vez era la recepción,
una mujer secaba unos vasos. El Forastero se sentaba en
un taburete frente a ella.
“Un vaso de agua”.
La mujer le servía y luego volvía a secar los vasos.
El Forastero bebía, y pedía una habitación.
“¿Cuál es su nombre?”, preguntaba la mujer.
Él no respondía.
En ese momento se cortaba a un flashback. El Fo-
rastero despierta en un cuarto exiguo y vacío en el que
solo hay una cama y un velador viejo. Las paredes están
descascaradas y una cortina mugre tapa una ventana pe-
queña. Se sienta en la cama agarrándose la cabeza con las

37
dos manos. Toca su cara. Pasa los dedos por la cicatriz.
Mueve los ojos buscando algo, pero sin detener en nada
su mirada. Sobre el velador encuentra un papel donde
está anotado el nombre del pueblo y hay un croquis di-
bujado para llegar al Hotel.
De regreso a la barra, el Forastero le mostraba a
la mujer esa nota y le decía que no recordaba nada de
antes de haberse despertado. Lo único que hizo, seguía,
fue seguir las instrucciones que detallaba ese pedazo de
papel. La mujer no parecía interesarse. Dejaba en blanco
el espacio en su registro de huéspedes. Le daba un cuarto
pidiéndole el pago por adelantado.
“En los siguientes días habrá mucho movimiento
en el pueblo”, explicaba. “Primero por un velorio y des-
pués por una festividad que se celebra todos los años
en estas fechas. Hay una entrada folclórica y luego es la
fiesta”.
“¿Quién murió?”, preguntaba el Forastero.
“Asesinaron a mi padre”, respondía ella.
La siguiente escena era una toma saturada por el
sol luminoso del Altiplano. El detective estaba frente al
hombre asesinado. Tenía los brazos en jarra. A su lado
estaba otro policía. Los rodeaba una pequeña multitud.
Armenteros se acuclillaba y revisaba los bolsillos de la
ropa del cadáver. En uno del chaleco encontraba algo,
un zapato blanco en miniatura. Lo daba vueltas cerca de
sus ojos.
“Lléveme a ver al asesino”, decía. “Y muevan al oc-
ciso, lo deben querer enterrar”.
Caminaban. El policía local hablaba de cosas bana-
les. Armenteros respondía con monosílabos y dirigía su

38
vista hacia la gente que los rodeaba y también hacia las
calles y casas del pueblo.
Desde el interior de un recinto oscuro se veía una
puerta de madera que se abría sobre una sala con paredes
de adobe. Era la Comisaría. No se hallaba por completo
en penumbras, pero apenas se colaba la luz entre las ren-
dijas de la puerta. Al fondo había una celda que tenía una
pequeña ventana con barrotes. De ahí entraba también
algo de luz. Sentado sobre una cama, un hombre espe-
raba dentro de la celda. El detective se acercaba. Luego
formulaba varias preguntas que el preso no respondía.
Llegaba a la más importante.
“¿Por qué lo mataste?”.
El hombre no respondía.
“¿Para qué te has entregado? Sabes que te podemos
cagar”.
Era el asesino, de eso no quedaba duda. Muchos
testigos habían presenciado cómo había ejecutado al
dueño del hotel, pero desde que había jalado el gatillo no
había vuelto a hablar. Después del disparo se dejó apre-
hender, haciéndose encerrar sin oponer resistencia.
El detective no sacaba nada en limpio de ese en-
cuentro y caminaba renegando hacia el Hotel. El policía
que lo había recibido en la estación de trenes iba a su
lado. Durante el trayecto le hablaba de la festividad que
se celebraría en el pueblo.
“Es usted muy afortunado al poder atestiguar un
evento tan especial”, decía el agente local.
Trataba de describirle la fiesta, pero se enredaba. Se
trataba de una celebración anual con una entrada de baile
relacionada al Lago y a los peces. Empezaba a anochecer

39
cuando Armenteros registraba su nombre en el Roca del
Este. Le daba los pésames a la mujer, que agradecía en
voz baja, indiferente.
La siguiente secuencia se desarrollaba en plena no-
che. Un auto con los faros prendidos iluminaba direc-
tamente a la cámara. Toda la escena estaba rodeada de
niebla o polvo. Se veía un árbol enorme al lado del ca-
rro. De los asientos delanteros salían dos personas, solo
se veían sus contornos. Tenían sombreros de ala ancha.
El árbol comenzaba a incendiarse y la imagen temblaba,
como si la estuvieran sacudiendo o como si al espectador
le estuviera pasando algo. En ese momento el Foraste-
ro despertaba. Este sueño sería recurrente en la primera
temporada, se repetiría unas cuantas veces más.
Era de madrugada, estaba a punto de aclarar. El
Forastero bajaba al primer piso. El bar o restaurante es-
taba vacío. La Dueña del Hotel limpiaba y trapeaba. El
Forastero permanecía quieto al verla. Por unos segundos
no hacía nada hasta que ella advertía su presencia.
“¿Qué hace despierto?”
“No puedo dormir. Tuve un sueño raro”.
Se sentaba en uno de los taburetes de la barra. La
mujer dejaba el trapeador y con un brazo se limpiaba el
sudor de la frente.
“¿Quieres algo caliente?”, preguntaba, tuteándolo.
Ella preparaba un café. Hablaban de algo trivial, de
la fiesta que venía, del pueblo, del Hotel. De repente la
mujer preguntaba algo sobre la amnesia del Forastero.
“¿De verdad no recuerdas nada?”.
“Nada”, decía él. “No sé si alguna vez estuve en
Agua Oscura. Tampoco sé qué hago acá”.

40
Empezaban a sonar cantos de ballenas que lo pa-
ralizaban. Los cantos se escuchaban claramente y él do-
blaba el cuello dirigiendo su cabeza y su mirada en direc-
ción al Lago. Dejaba su cuerpo en esa posición. Luego
la cámara enfocaba el Lago mismo. En él se veían los
lomos de ballenas que nadaban y sobresalían por poco
sobre el agua. La imagen volvía al rostro asombrado del
Forastero. Ahí acababa el primer capítulo. Aparecían los
créditos. Mi nombre figuraba dos veces, como creador de
la serie y como guionista del capítulo.

41
6.

El jardín de la casa de mi abuelo estaba lleno de enreda-


deras y de plantas trepadoras. La vegetación se pegaba a
todo lo que estaba construido y a cualquier objeto que
quedaba a la intemperie. El pasto largo se extendía por
todo el terreno.
Mi abuelo nunca me habló de mis padres. No tengo
ningún recuerdo de ellos y jamás vi una foto de noso-
tros tres juntos. En nuestra cotidianidad esto fue algo
que nunca nos jodió, no afectó nuestra convivencia. Ha-
blábamos harto de varias cosas, pero no de eso. Sabía que
mi abuelo me quería, pero era algo más, como si yo fuera
su única compañía posible, la única persona con la que
él era él mismo. No sé si me entienden, pero viéndolo en
perspectiva, y teniendo en cuenta todas las cosas que le
interesaban, nuestra relación no era normal. Siempre me
contaba en qué andaba.
En el cuarto donde guardaba las colecciones de
fotos también archivaba otras cosas. Era su escritorio y
lo había instaurado como un museo personal, o por lo
menos como una despensa para sus intereses. Por ejem-
plo, de la pared colgaba una reproducción de un boceto
de Vesalio, el del hombre sostenido por una cuerda que
está cayendo de forma dramática y que deja ver el cuerpo

43
humano debajo de la piel, los músculos, los tejidos, sólo
falta la sangre. También colgaba una reproducción del
Hombre de Vitruvio y otros dibujos de algunos anato-
mistas, de los primeros, esos que revelaron cómo carajos
era por dentro el cuerpo humano. Para hacerlo, Vesalio,
Da Vinci y compañía tuvieron que manipular cadáveres
y estudiarlos. Solo luego de conocerlos bien, de hurgar-
los, armarlos y desarmarlos, los pudieron retratar. Solo a
partir de esos restos pudieron entender y explicarnos el
mecanismo del ser humano vivo.
Al acordarme de Yubarta no pude evitar acordar-
me de Alicia. Recordé algunos momentos juntos. Paseá-
bamos harto por la propiedad, dando vueltas por el bos-
quecillo sin hacer nada específico. Lo que no recuerdo
bien es su cara. Aunque no me crean, nunca la vi de ma-
yor, cuando era una mujer, así que reconstruyo a la niña.
La última vez que tengo memoria de haber estado
con ella pasó algo extraño. Creo que fue la última vez.
Ustedes entienden lo que sucede con el pasado y la me-
moria.
Estaba anocheciendo y jugábamos cerca de la casa.
Nos metimos entre una maraña de árboles a descansar y
a hablar las cosas de las que hablan los niños. Por el cami-
no de entrada apareció un automóvil negro. En ese mo-
mento dejamos de empujarnos y de jugar y ella se pegó a
mí. Se sentó en mis faldas. El automóvil paró frente a la
puerta principal de la casona. Primero bajó el chofer, que
vestía un terno negro. Del asiento del copiloto se bajó
otro hombre también de negro. Esperaron un rato, cada
uno a un costado del auto. De la casa salieron mi abuelo
y un empleado. Entre los cuatro sacaron de la maletera

44
un bulto envuelto en una bolsa negra. Al principio pensé
que era un saco de papas, pero no tardé mucho en darme
cuenta de que cargaban a una persona muerta. Alicia ob-
servaba fijamente, callada. Temblaba encima de mí. No
me acuerdo si teníamos miedo, pero seguimos mirando
sin decir nada lo que pasaba hasta que mi abuelo y los
otros tres hombres metieron dentro de la casa el bulto
pesado. Empezamos a movernos cuando habían cerrado
la puerta. Nos pusimos de pie y Alicia se marchó. Nunca
volvimos a hablar y tampoco la volví a ver, ni siquiera de
lejos.
Tardé mucho tiempo en entrar a la casa. Entré des-
pacio. Afuera oscurecía sin estrellas y no tenía ganas de
quedarme en la penumbra. Fui a la cocina a buscar algo
de comer. Intenté hacer lo mínimo de ruido para que
no me escuchara mi abuelo. Pero al cruzar por el pasillo
sonó su voz que me llamaba.
–Quiero mostrarte algo.
Siempre le hacía caso, pero ese día no quería. El
sentido de obligación pudo más que el temor y caminé
hasta el cuarto desde donde me llamaba. Antes de entrar
imaginé la escena con la que me toparía. Tal vez un cadá-
ver enorme y torturado o sangre en las paredes y marcas
de uñas o varias partes de un cuerpo botadas en la alfom-
bra. Dudé, pero hay cosas que uno no puede eludir.
Sobre la cama había un mono. Estaba tendido con
las manos abiertas y la cabeza ladeada. Estaba desnudo
y marcaba su peso en el colchón. Era un chimpancé. Mi
abuelo lo había comprado a un circo que estaba de paso
por la ciudad.
–¿Está muerto?

45
–Sí, se murió de frío.
Me acerqué y acaricié su pelaje. Sus ojos vidriosos
proyectaban una mirada vacía y húmeda. Le toqué la cara
y luego el pecho. Alcé uno de los brazos y probé las po-
sibilidades y alcances de su elasticidad. Apoyé la extre-
midad en la cama y retrocedí hasta quedar delante de mi
abuelo. Posó sus manos en mis hombros y estuvimos mi-
rando el cadáver del mono durante largo tiempo.
Mi abuelo mandó a disecar al chimpancé y lo colo-
có en su estudio. Le puso nombre y siempre lo mostra-
ba a las visitas, que reaccionaban de distintas maneras,
a veces con alegría, otras con jocosidad o asco, también
con extrañeza y miedo. Yo prefería evitar estar cerca del
mono de noche, pero con el tiempo me acostumbré y no
puedo concebir Yubarta sin su presencia.
Como les dije párrafos arriba –ya no me acuerdo
para qué–, nunca conocí a mis padres y no sé qué pasó
con ellos. Si viven o no. Mi única familia siempre fue mi
abuelo y esa casona que sigue en pie. Si bien el mono no
llegó a convertirse en algo así como un hermano o un
primo, fue una presencia. Siempre estaba ahí, quieto y
con un halo de tristeza todo el rato.

46
7.

Al llegar una noche a mi edificio vi parqueado al frente


un auto con vidrios oscuros. No le di mucha importan-
cia. Subí en el ascensor y entré a mi departamento. No
pasaron ni tres minutos y alguien tocó a la puerta. No
me buscaban por el intercomunicador de la calle. Dudé
un momento, como si fueran producto de mi imagina-
ción, pero los golpes volvieron a sonar más fuertes, con
insistencia.
Dos hombres estaban parados en el umbral. Me
quedé callado, observándolos. Uno de ellos tenía un ci-
garro prendido en la boca y fue el que habló, me llamó
por mi nombre.
–¿No quieres saber qué queremos?
Seguí mirándolos. No les pregunté qué querían.
–Somos policías. Venimos a preguntarte unas co-
sas. Movete.
Entraron sin que los invitara y ojearon el interior
del departamento.
–¿No tienes plata para contratar a una empleada
que te ayude a limpiar? Esto está asqueroso.
La mesa del comedor estaba cubierta de papeles,
paquetes y libros. Se veía desordenada. A mí no me mo-
lestaba. El del cigarro se sentó en el sillón y el otro se

47
quedó parado, dando pequeños paseos y hurgando todo
lo que había en las repisas.
–No entiendo.
De verdad no entendía. No estaba seguro de lo que
buscaban.
–Claro que no entiendes. Los sospechosos nunca
entienden.
Empecé a preocuparme. Recapitulé mis últimas bo-
rracheras o algo que hubiera hecho en la oficina. Si bien
no soy un modelo a seguir, trato siempre de mantenerme
alejado de los problemas, no tanto por un dilema moral,
sino porque eso significa estar alejado de los policías, que
te pueden cagar cuando les da la gana y lo único que bus-
can siempre es plata fácil, no importa la mierda que hagas
o las consecuencias.
–Se han debido equivocar.
Mi voz sonaba intranquila. Pese a que intentaba
parecer sereno, era muy claro que no lo estaba. El que
estaba parado desordenaba unos adornos que yo había
traído de un viaje.
–Todavía no hay nada contra vos, pero pensamos
que eres un hijo de puta y no te vamos a dejar de joder
hasta que confieses.
El que estaba sentado se reclinó, subió los pies so-
bre la mesa y prendió otro cigarro. Habló pausadamente
y explicó varias cosas. Yo me quedé parado cerca de la
puerta, paranoico, asustado. Sabía de lo que los canas de
acá son capaces.
–Hace varios años nos habían encargado un caso
que pasó en las afueras de la ciudad. Alguien había mata-
do a una chica. La torturaron y luego la botaron cerca del

48
río. Nunca hemos sabido quién lo ha hecho. Ni siquiera
hemos estado cerca. Casi ni empezamos la investigación.
Al final mandamos todo al carajo y archivamos el asun-
to. A nadie le importó. Hace poco hemos desempolvado
este caso de mierda. Nos han obligado. Estamos con la
búsqueda de nuevo. Hemos recolectado lo que teníamos
y hemos vuelto sobre algunas pistas. Ahí has aparecido.
Vos vivías en ese pueblo donde la han matado y la cono-
cías a la chica muerta. Dicen que era tu mina.
No pude entender por qué después de tantos años
venían a buscarme. Por qué justo en esa época en que me
estaba yendo bien y era reconocido. Preferí no especular
más. Las casualidades eran muchas y pasé de estar con
miedo a sentirme sorprendido. Igual seguía con miedo.
–Sí, conocí a Alicia Villanueva. Pero hace diez años
o más que no la he visto.
–No te adelantes, no te hagas al pendejo. Vos res-
pondes cuando te preguntemos –dijo el del cigarro.
–Ves. Hasta sabes su nombre. ¿Raro, no? –dijo el
otro.
–Raro.
El que estaba parado manoteó una estatuilla china
de piedra verde, un caballo salvaje con las patas delan-
teras en el aire y la crin levantada, que al caer al suelo se
hizo añicos.
Quise decirles algo, preguntar por algún permiso o
sus credenciales, pero no me animé. En este país, cuan-
do la policía te busca es como agarrar una enfermedad,
no puedes huir de ella, solo te queda encontrar la mejor
manera de sanarte, y por lo general la cura es plata. Estos
no eran como esos policías simplones, que los puedes

49
sobornar con un refresco, eran más peligrosos. Mantuve
silencio mirando los pedazos del adorno deshecho espar-
cidos en el suelo. El del sillón me pidió algo de tomar.
–Ofrecenos algo. ¿Acaso eres pobre?
Estaba harto, así que decidí no jugar ese juego.
–No tengo nada, me olvidé ir al supermercado.
Por unos segundos nadie dijo nada. De nuevo ha-
bló el que estaba sentado.
–Esa actitud no te va a durar mucho. En serio.
Miró a su compañero, que se acercó a mí. La situa-
ción era intolerable, pero no sabía qué hacer. El del sillón se
paró y también se acercó a mí. Escupió la colilla a mis pies.
–Te vamos a estar observando. Vas a saber de nue-
vo de nosotros. Vamos a seguir investigando y te prome-
to que tu nombre va a seguir apareciendo.
Me dio un papel con el número de su celular y me
dijo que los llamara si recordaba algún tipo de informa-
ción relacionada con el caso.
–Te conviene ser un cobarde.
Pasó por mi costado golpeándome el hombro
como si fuéramos chicos de colegio. El otro lo siguió,
pero no me tocó.
–No salgas de la ciudad y comprá café o trago para
la próxima, eso capaz nos calma un ratito.
Abrieron la puerta y caminaron directo hacia el as-
censor.
Estaba enojado, pero hay cosas con las que no pue-
des pelear. La especie humana es asquerosa, pensé en
ese momento, era algo que venía pensando desde hacía
mucho tiempo. Sabía que los volvería a ver. No entendía
por qué justo ahora mi nombre había aparecido vincula-

50
do al de Alicia Villanueva. Comí sin ganas mi cena fría y
me boté en la cama a ver televisión. Cambié los canales
sin mirar nada. Fue una noche difícil para conciliar el
sueño. Repítanlo como un mantra: la especie humana es
asquerosa.

51
8.

Elena y David me buscaron a mediodía. Estaba en mi


trabajo. No los esperaba y fue raro verlos. Querían pre-
guntarme varias cosas. Quedamos en vernos en la noche.
Nos encontramos en la puerta del bar al que siem-
pre íbamos. Estaba lleno. Tenía flojera, así que no pro-
puse movernos a otro lugar. Caminamos hacia una mesa
chica y nos sentamos. Pedimos algo de comida y unas
cervezas. Elena y David me preguntaron sobre las som-
bras. Desde la fiesta no habían dejado de pensar en eso y
no hablaban de otra cosa. Me escribieron mails y manda-
ron mensajes a los que yo nunca había respondido. Esta-
ban planeando algo, siempre lo hacían. No estaba seguro
de querer saber qué era.
Me contaron cómo terminó la fiesta de la otra no-
che. El borracho al que le habían roto la cabeza se recu-
peró tranquilo y empezó a bailar tambaleándose mientras
bebía a sorbos de una lata. Al que le había reventado la bo-
tella no lo vieron más, pero un amigo de David le dijo que
después de la primera pelea los amigos del borracho que
había vomitado lo encontraron y le dieron una paliza afue-
ra. Lo dejaron sangrando en el jardín, tendido en el pasto.
Les conté de la aparición de Maidana, de lo extraño
de esa aparición, pero no quise mencionar el asesinato

53
de Alicia y menos lo de los canas. Mencioné algo sobre
Yubarta a la rápida y cambiamos de tema.
Cuando el mesero trajo las botellas, preguntaron
sobre las fotografías y todo lo que las rodeaba. No habla-
ba hace tanto de Yubarta que no tuve problemas en po-
nerme ceremonioso y elaborar sobre el tema. Las foto-
grafías de las que les había hablado eran reproducciones
de originales tomadas en Japón luego de que la bomba
atómica cayera en Hiroshima. Durante mucho tiempo mi
abuelo fue reuniendo una colección. Gracias a amigos
que viajaban o que vivían en el exterior conseguía copias.
Siempre quiso tener al menos un negativo o una foto ori-
ginal, no una reproducción, pero nunca lo logró.
Las fotos son solo imágenes de sombras que se ex-
tienden en una superficie. Aunque esto no es del todo
cierto. Al momento del estallido, este fue tan devastador
que lo único que quedó de los ciudadanos cercanos al
lugar del impacto fueron sus manchas y el movimiento
que realizaban en ese instante. La bomba fue diseñada
para eliminar cuerpos y no construcciones. Varios edi-
ficios quedaron en pie. Los cuerpos se imprimieron en
forma de sombras sobre cualquier superficie cercana que
funcionara como resistencia. De las que están en la co-
lección de mi abuelo, pude encontrar pocas en internet,
donde están las más conocidas. Algunas ya se las había
descrito a Elena y David. La de la mancha sobre unas
gradas. La de la baranda del puente que proyecta sus ba-
laustres sobre el suelo. La de un albañil sobre una escalera
mientras moja su brocha en una lata de pintura.
Mi abuelo se fijó en estas sombras por varias razo-
nes o por lo menos eso era lo que decía. Explicaba que a

54
diferencia de las nuestras, que son un capricho de la fuente
de luz, estas sombras eran permanentes y nunca se iban
a borrar. Eran las marcas indelebles de alguien y de algo
que había sucedido. Sombras sin cuerpo, eso era lo raro.
Se habían grabado en distintas superficies por obra de la
radiación que generó la explosión de la bomba. Eran una
suerte de fotografía imposible del vacío de un cuerpo.
Les conté todo esto. Les dije además que en la co-
lección habían varias fotos y que algunas eran muy extra-
ñas. Muchas de las fotos que mi abuelo tenía, y que yo
había conocido desde que era chico, no las había vuelto a
ver nunca, ni en internet ni en películas ni en documen-
tales.
Elena y David escucharon mientras comían y to-
maban. Mi plato estaba intacto.
–Queremos ver las fotos.
Elena fue la primera que habló, pero yo sabía, o por
lo menos lo creía, que el más interesado era David.
–No las tengo.
–¿Cómo no me enteré antes de ellas? Es como si
me las hubieras escondido a propósito.
Comenzaron a hablar de la Segunda Guerra Mun-
dial y de lo que dejó, como si fuera tan fácil sintetizar
los efectos de una guerra. Luego hablaron de la bomba
atómica y cómo después de Nagasaki jamás se volvió a
usar contra un ser humano. Elena me miró para incluir-
me en la charla.
–Es rarísimo. Lo más seguro era que volviera a pa-
sar algo así y no pasó. ¿Han visto toda la paranoia que ha
dejado? Me sorprende que hasta ahora no nos hayamos
extinguido como especie –dijo Elena.

55
En ese momento parecía totalmente anacrónico re-
flexionar sobre los peligros de la bomba. Como alguna
película gringa de la época, como Dr. Strangelove, o un jue-
go de video ambientado en la era atómica, como BioShock
o Fallout. Me dieron ganas de hablar.
–Qué cojudez –dije.
–Pero ese es un conflicto que ya está vencido. Es
como si discutiéramos sobre los efectos de los morteros
en el Chaco –dijo David.
Sonaba melodramático. Siempre sonaba melodra-
mático. Era un impostor.
De cualquier modo, el obsesionado con todo esto
había sido mi abuelo, así que para él no fue tan anacró-
nico. Los que sí estaban desplazados, como nadando en
el tiempo, eran Elena y David. No me sorprendió verlos
tan desconectados de todo, tan apurados, planeando va-
rias cosas a la vez y queriendo averiguar la totalidad de lo
existente sobre un tema.
Por un momento quise desviar la conversación ha-
cia otro lado. Esos días David había creado un blog sobre
Lost. Había foros de discusión, teorías conspirativas que
trataban de explicar los hilos sueltos de la serie y unas
cuantas narraciones muy malas de fan fiction. El nombre
del blog era “Los árboles” y hacía referencia a la escena
final del primer capítulo, cuando a lo lejos los sobrevi-
vientes ven moverse las copas de los árboles y empiezan
a darse cuenta de que hay algo más y que la isla no es un
lugar cualquiera. El título era lo único bueno del blog. En
la fiesta del otro día habíamos hablado de este proyecto.
En el restaurante era una buena excusa para charlar de
otras cosas. No me hicieron caso.

56
Quería irme. No me dejaban. Seguimos tomando
cerveza. Preguntaron qué más sabía sobre las sombras.
–No mucho. El álbum debe seguir en el estudio de
mi abuelo. No lo saqué de ahí –dije.
–Esas sombras son jodidas –dijo David.
Le hablaba a Elena, no se dirigía a mí. Era como si
solo me estuviera usando para conseguir lo que quería.
Yo también le respondía feo.
–Entre miles de cosas que pasaron por esa época.
Luego les hablé de los hibakusha. Les confieso a us-
tedes que no sé si las palabras en japonés se escriben en
plural. Así se llamó, y se sigue llamando, a los sobrevi-
vientes de la explosión atómica. Había averiguado que
significaba “persona bombardeada”. La palabra se inven-
tó luego de la caída de la bomba, luego del estallido. Ese
ataque destruyó muchas cosas, pero produjo lenguaje.
Igual, no existe una palabra que por sí sola exprese en
un solo golpe la totalidad de la destrucción –que como
palabra es mesurada– o del conjunto de víctimas. Ha-
bría que encontrar una que en un golpe de voz dijera lo
mismo que muchas dicen progresivamente, aunque por
lo general no hay tiempo ni lugar donde buscar palabras
que describan mejor lo que sucede. No hay lenguaje que
pueda expresar esto en su integridad. Una palabra no al-
canza para describir lo que vieron los sobreviviente. Y sí,
ya sé que soy repetitivo, pero hasta ustedes se pueden dar
cuenta de estos límites. Tampoco hay una palabra nueva
que denomine a esas sombras permanentes sin cuerpo.
Debido a los ataques con armas monstruosas estamos
reclutados a reinventar el lenguaje. Lo mismo sucede con
Tsutomo Yamaguchi, que fue el único ciudadano japonés

57
que estuvo en los dos bombardeos atómicos que Estados
Unidos realizó sobre Japón, primero en Hiroshima y lue-
go en Nagasaki. El único ser humano que experimentó
en carne propia los únicos dos lanzamientos de bombas
atómicas sobre ciudades. No existe una palabra que resu-
ma la idea de un doble hibakusha.
Antes de irme, hilé lo que había dicho con algo más
actual para distraerlos de su obsesión con las sombras.
También buscaba su aprobación.
–Kodokushi significa muerte solitaria. Es otra palabra
que el idioma japonés tuvo que inventar. Los kodokushi
son los ciudadanos que mueren en su diminuto departa-
mento, rodeados del caos doméstico, luego de no haber
salido durante harto tiempo. Sus departamentos están lle-
nos de basura y de cosas que han reunido. Los emplea-
dos de las compañías de mudanzas encargadas de limpiar
departamentos se topan con estos cadáveres de personas
que se han estado pudriendo por semanas o meses. Por
lo general, mueren tiradas en las alfombras. Luego de le-
vantar el cadáver, debajo queda una mancha formada por
el proceso de descomposición. Los departamentos asfi-
xiantes y pequeños están desordenadísimos y mugres. Al
medio queda la mancha de lo que esa persona fue.
Gracias Wikipedia. Todo esto lo había averiguado
para contárselo a ellos dos. Para contárselo a Elena. En
algún momento habían perdido el interés en lo que decía.
No habían escuchado esto último. Si les recordaba las
fotografías de las sombras volvería a tener su atención y
la charla giraría en torno a mí. Preferí callarme. Les dije
que iba al baño y me fui.

58
9.

Me olvidé contarles. Mi abuelo se casó cuando yo tenía


más o menos once años. Me parece que en lo que les he
venido relatando mi abuelo parece un viejo solitario, casi
un ermitaño loco, no lo era tanto, pero en lo que viene
van a entender que nunca pudo tener una vida de pareja,
al menos desde que yo me fui a vivir con él. Mi abuelastra
se llamaba Norma y era mucho menor que mi abuelo. No
sé cómo se conocieron ni dónde la vio por primera vez.
Un día llegó con su maleta y entró a la casa. Jalándola del
brazo mi abuelo le mostró cada rincón de la casa y final-
mente el cuarto que compartirían. Nunca nos presentó.
Solo días después supe su nombre.
No vivieron felices mucho tiempo. No porque no
quisieran, sino por esas cosas que siempre pasan y que nos
desvían y nos cagan. Una noche, cuando volvían muy tarde
de la ciudad, en una curva el auto que manejaba mi abuelo
agarró mal el asfalto y una llanta se metió a la cuneta. El
carro dio dos vuelcos. Mi abuelo salió con la ceja partida,
pero casi ileso, Norma había quedado atrapada sin poder
moverse en el asiento del copiloto. Cuando lograron sacar-
la entre varias personas que vivían por ahí, ella no paraba
de chillar. Luego la llevaron al hospital más cercano, donde
tampoco pudo moverse. Había quedado tetrapléjica.

59
Al principio mi abuelo tuvo esperanzas, pero a las se-
manas se convenció de que era inútil, de que Norma nunca
más podría moverse. Él le hablaba, la alimentaba y la ba-
ñaba, todas esas cosas, y lo hacía convencido de que era su
obligación. Yo pocas veces ayudé. Si antes había cruzado
pocas palabras con ella, desde ese día ya nunca más oí su
voz y tampoco volví a decirle algo. Estábamos seguros de
que escuchaba y de que entendía todo. Movía los ojos, tra-
gaba los alimentos y dirigía su mirada hacia quien le decía
algo. En el hospital hizo muchas preguntas para saber si mi
abuelo estaba bien, si ella estaba drogada, si algo le pasaba
y otras cosas que tenían que ver con el accidente. Desde
el momento que cruzó el umbral de la casa y subieron su
cuerpo quebrado al segundo piso, donde la depositaron
sobre una cama enorme con una cantidad asombrosa de
palancas, calló. Mi abuelo primero la entendió, luego la in-
crepó y por fin se acostumbró a ese mutismo.
Norma había elegido el silencio. No podía mover
nada aparte de sus ojos, pero todos sabíamos que podía
hablar. No pude comprender. Podría haber entendido
que quisiera matarse. En algún momento de nuestras vi-
das todos pensamos en el suicidio, aunque generalmente
reservamos la ocasión para más adelante. Lo que no pude
comprender jamás es que alguien quisiera dejar de hablar
para siempre. Habitamos el mundo, que no es un lugar
lindo, a partir de lo que podemos nombrar. Y ahora us-
tedes se preguntarán por qué esta reflexión, pero es algo
que pienso desde hace algunos años unido con el recuer-
do de Norma. No tendría que disculparme por lo que
escribo o por la forma en que lo hago y creo que ustedes
tampoco deberían juzgarme.

60
Ahí se quedó Norma, tendida, esperando salir de
esa especie de eternidad y locura, en esa cama enorme en
la que nunca dormía mi abuelo. Los primeros meses él
trató de adaptar una mecedora para que ella pudiera estar
en el jardín o en la cocina. Compró una silla ortopédica
de esas muy caras, pero de inmediato supo que ella la
detestaba. De Norma casi no hablábamos, él pedía poca
ayuda. Un día, cuando desayunábamos una mañana –yo
ya no era un niño–, me habló de un plan para animarla.
Había diseñado un conjunto de poleas para hacerla bai-
lar. El plan era descabellado, pero no se lo dije. Desde ese
punto, poco a poco, advertí que mi abuelo estaba per-
diendo su lucidez. Pensé que abandonaría esa idea para
encapricharse con otra nueva. Lo hacía todo el rato.
No sé si la amó a Norma hasta el día en que él mu-
rió, pero sí fui testigo de todo el tiempo que le dedicaba
y del interés que le brindaba. En algún momento creí que
hacia el final de su vida lo hacía como una obligación,
como algo que no podía ni sabría eludir. Cuando estaba
junto a ella le hablaba en voz alta, las palabras eran una
forma de tocarla. Nunca recibió siquiera un intento de
respuesta.
La última vez que la vi, o que intuí su presencia, fue
en el entierro de mi abuelo. Cuando ya vivía en la ciudad
me enteré de su muerte. Todo el funaral había sido paga-
do con la plata de mi abuelo, dinero que también la man-
tuvo hasta que murió. Norma pasó sus últimos años en la
misma cama del mismo cuarto de la casona donde crecí.
En mi departamento, cuando volví del bar, busqué
alguna foto o algún rastro de ella. No encontré nada, sa-
bía que no lo haría. Igual busqué. Lo único que hallé fue

61
la carta donde me avisaban de su muerte. No sufrió, me
informaban, estaba tranquila y todas esas huevadas que
te meten cuando alguien se muere. La primera vez que
leí esa carta sentí una mezcla asquerosa de alegría y pena.
Cansado y preocupado, sorprendido y emputado
por volver tanto al pasado en tan pocos días, me boté a
ver tele. Harto además de una vida de trago y diálogos
repetidos. Una vida que en ese momento habría querido
cambiar. Habría dado cualquier cosa por cambiar, para
volver a empezar.
En la televisión no había nada para ver, así que me
paré y fui a la computadora. Pensé en Elena y comencé
a buscar cosas sobre Hiroshima, algo para contarle, para
tener que decirle cuando hablara con ella.
Me puse a ver videos de explosiones atómicas, de
misiles y otras armas de destrucción masiva. Bajé varios.
La mayoría no pasaba de treinta segundos. Con el Mo-
vie Maker colé los videos para que formaran una sola
secuencia. Me quedé atento a la pantalla sin pensar en
nada. Luego edité el video para que se reprodujera al re-
vés, hacia atrás. Cuando lo tuve listo lo dejé correr y lo
miré en cámara lenta. Veía los hongos explosivos dismi-
nuir y cerrarse sobre sí mismos, volver a enterrarse en la
tierra. El suelo chupaba el polvo y la onda expansiva se
consumía a sí misma, como si se tragara la destrucción.
La implosión parecía inofensiva. Después de que todo
pasaba solo quedaba la imagen de un campo o de una
ciudad corriente, como una postal cualquiera que escu-
pía su cotidianidad. Si uno miraba detenidamente, en el
cielo, encima de estos lugares, se podían ver pequeños
puntos negros que subían. En una de las tomas, al final

62
de todo el video editado, se registraba la implosión desde
arriba. El pequeño punto aparecía encima de una ciudad
y se acercaba cada vez más grande. Se metía dentro del
avión. Las compuertas se cerraban y la imagen se fundía
a negro. Así acababa la secuencia. Pensé en lo que habría
estado pasando en el suelo, lo que la cámara habría re-
gistrado si hubiera podido hacer un zoom. El momento
en que las sombras salían de la pared para convertirse en
una persona completa que continuaría con su burda vida
diaria pero esta vez hacia atrás, hasta que su muerte fuera
su nacimiento.

63
10.

Unas noches después busqué, también en internet, algo


sobre el asesinato de Alicia Villanueva. No encontré mu-
cho. Apenas unas notas escuetas acerca de un crimen en
las afueras de la ciudad, la foto colorida pero borrosa
de un desfile patético clamando por justicia que, desde
luego, no tuvo ninguna respuesta por parte de las auto-
ridades. Durante la preproducción del quinto capítulo,
aprovechaba cualquier rato para escaparme de mi oficina.
Iba a la hemeroteca de la Biblioteca Municipal. Esperaba
media hora para que una bibliotecaria vieja e inútil en-
contrara los periódicos de diez años atrás. Revisé los de
mi pueblo y los de acá. No tardé mucho en encontrar las
verdaderas noticias sobre el crimen.
Alicia había muerto en su cuarto, pero su cadáver
había aparecido dentro de una bolsa al lado del río. En-
contré una fotografía de la habitación. La imagen que me
describió Maidana era acertada. El cuarto donde la asesi-
naron estaba lleno de sangre. Una de las fotos mostraba
una pared como baldeada de pintura. Reconocí marcas
de uñas y la palma de una mano que había quedado como
impresa. Pese a que no había cadáver, los lugares sobre la
cama donde había quedado marcada su forma eran per-
ceptibles. Todo era inexplicable. Ahora no lo recuerdo,

65
pero creo que Alicia siempre fue buena conmigo, como
un subalterno que trata bien a su jefe o como alguien que
admira a otra persona y trata de que nada le falte. Iba a mi
casa y siempre hacíamos lo que yo quería. ¿Cómo pude
olvidar su cara?
Me pregunto, y no les queda más que seguirme, si
Alicia conoció los lugares oscuros. Tal vez los canse es-
cribiendo de esta forma, pero no me importa. Les decía,
esos lugares oscuros y sucios donde uno se encuentra
solo, envuelto en un silencio aterrador. Quizá Alicia no
los conociera todos, pero es posible que supiera lo sufi-
ciente. Alicia conoció el mal antes de morir, la mayor par-
te del tiempo que duró la agresión, eso dicen las notas,
ella estaba consciente. La gente tal vez no haya reparado
en eso, en la proyección del mal, pero sabemos lo sufi-
ciente, sus efectos están ahí, visibles, no ocultos.
Mientras miraba las pocas fotos y leía las notas re-
dactadas a la mierda, quería sentir pena y empatía, pero
no pude. La piel es incontrolable. Lo que veía en esas
fotografías, que sabía que eran reales, no significaba nada
más que el asesinato. Sin moraleja y sin proyección. En
realidad, lo que veía ponía en movimiento algo más que
hasta ahora no puedo entender. La sangre estilizada man-
chaba las paredes y parecía elaborar un simbolismo es-
túpido y cercano. Pero era solo eso, la sangre y todo lo
que puede instaurar una pared manchada de rojo. Nada
de metáforas ni analogías, no había sentido. No hay con-
secuencias lógicas para el horror, una prueba es la bolsa
donde encontraron el cuerpo de Alicia. Sospecho que ella
vivía en los extremos, pero quiero creer que su muerte no
fue una consecuencia de eso.

66
Días después de que dejé de ir a la hemeroteca, Mai-
dana me pasó otros recortes que yo no había encontrado.
–Miralos.
No le pregunté por qué los tenía, por qué los había
guardado.
–Tal vez no los has visto.
Los tomé y empecé a revisarlos. Eran tres. Mientras
los leía sabía que Maidana no me quitaba la vista de enci-
ma, que me miraba con atención, tratando de descubrir
alguna reacción. Al mismo tiempo, sopaba su pan en un
caldo de pollo y se lo metía en la boca haciendo harto
ruido. Traté de no hacer ningún gesto, de no transmitir
nada, intentando que él no percibiera en mí lo que de
verdad iba sintiendo. No lo logré.

67
11.

El segundo episodio comenzaba en la cárcel. Por los ba-


rrotes de la ventana se veía la madrugada, el cielo que
empezaba a aclarar. Inquieto como animal enjaulado, el
Asesino daba vueltas. Se agachaba y miraba bajo el ca-
tre. Volvía a pararse y se acercaba de nuevo a la ventana.
Cerraba los puños alrededor de los barrotes. Respiraba
pesado. Aparecía el montaje de apertura.
Dentro del Hotel, los empleados preparaban todo
para el velorio. Varios huéspedes desayunaban, entre ellos
Armenteros y el Forastero, algunas personas movían me-
sas y arreglaban los muebles, haciendo campo para el
ataúd. El Forastero sostenía una taza en las manos y to-
maba café a sorbos, sin importarle los empleados que se
movían a su alrededor, a veces lo golpeaban, y apoyaban
cosas sobre su mesa. Armenteros dejaba su desayuno a
medias. Subía a su cuarto y anotaba algo en una libreta.
Luego hablaba por su celular con el departamento de po-
licía de la ciudad.
“No he podido avanzar”.
Atendía lo que decían al otro lado de la línea.
“El asesino ya está encerrado, pero todavía no he
averiguado el móvil”, continuaba.
Esperaba lo que la otra persona tenía que decir.

69
“Hoy me quedaré más tiempo con él”, decía, “jus-
to van a hacer el velorio acá en el hotel donde estoy y
después va haber una fiesta en el pueblo, un festival con
entrada de baile y trago. Tengo que irme rápido de aquí”.
Mientras hablaba, su mirada se había detenido en
algo específico. La persona con la que hablaba lo llamaba
por su nombre, pero Armenteros no respondía.
“Te llamo luego”, decía y colgaba.
Había una máquina de escribir sobre el mueble de-
bajo de la ventana que daba a la calle. El detective llama-
ba a recepción. Preguntaba varias cosas para saber quién
había entrado a su cuarto y había dejado la máquina. Se
veía a la Dueña del Hotel que le explicaba, luego de con-
sultar con algunos empleados, que nadie del Hotel había
entrado a su habitación y que todavía no habían hecho la
limpieza. Armenteros insistía.
“Alguien tuvo que entrar y dejar esto acá. Ayer no
estaba”.
La mujer le aseguraba que nadie sabía de qué estaba
hablando.
Armenteros colgaba. Observaba la máquina de es-
cribir. Tenía un papel insertado en el rodillo, una página
en blanco lista para mecanografiar sobre ella. Incómodo,
con el ceño fruncido, entraba al baño y abría el grifo de
la ducha, que pronto empezaba a soltar vapor.
La hija del muerto, para ese momento ya la legítima
dueña del Roca del Este, se movía sin descanso mientras
con pocas palabras daba órdenes a sus empleados, que
también eran pocos, para que realizaran distintas tareas.
Aparecía otra mujer con un bebé en brazos. Se llamaba
Ana, el nombre lo mencionaba la Dueña del Hotel. Ana

70
explicaba que su hijo estaba con mucha fiebre. La mujer
la tranquilizaba, decía que era normal y luego de nuevo
se dedicaba a reordenar el lugar. El Forastero se acercaba
y acariciaba al bebé.
“Es muy lindo”, decía.
“Está mal, está con fiebre, algo le pasa”.
Ana no dejaba de hablar de sus miedos. Él pregun-
taba si alguna vez lo había visto, si lo conocía, y ella res-
pondía que no. Trataba de tranquilizarla y salía a la calle.
Caminaba hacia un almacén donde saludaba y compraba
cigarros. De nuevo preguntaba si alguien lo reconocía
de algún lado, si alguna vez lo habían visto. Todos le res-
pondían que no. Salía, prendía un cigarrillo. Caminaba
sin rumbo. De repente quedaba frente al Lago que se
mostraba varios metros delante de él. Dejaba de cami-
nar y miraba la masa de agua, como recordando, como
si por un momento los cantos que había escuchado en
la madrugada hubieran quedado en el olvido. Se dirigía
hacia la orilla.
La mujer con el niño seguía preocupada. Iba por
todo lado desesperada, preguntándole o contándole a
cualquier persona con la que se cruzaba de la fiebre del
niño y de lo que este no despertaba. Respiraba, pero no
había abierto los ojos desde la noche anterior. Al final,
la convencían y le daban plata para que fuera donde el
doctor del pueblo.
En eso, el Detective regresaba a la celda. Entraba
sin detenerse y metía una silla. Apoyaba su espalda en ella
y quedaba frente al Asesino, que estaba sentado en el ca-
tre. Lo miraba por un rato en silencio. Luego preguntaba
por qué lo había matado.

71
“¿Por qué lo has matado?”.
El Asesino no hablaba. Armenteros explicaba que
quería volver a la ciudad lo antes posible. Que era mejor
que hablara en ese momento. Que, sobre todo, no lo hi-
ciera enojar, porque estaba a punto de perder la cabeza.
“No puedo irme sin que me des algunas respuestas”.
El Asesino seguía callado.
Volvían a quedarse en silencio. Aparecía un policía
de bajo rango con la comida del preso.
“Yo se la paso”, decía Armenteros.
Se quedaba parado sosteniendo el plato y espera-
ba a que el oficial desapareciera. Cuando ya no lo veía,
lanzaba el plato contra la pared, que se rompía en varios
pedazos y la comida se desparramaba. Salía de la celda.
El Forastero llegaba a la orilla del Lago. Caminaba
sobre un muelle de maderos viejos y húmedos. A algunos
metros, lo saludaba un pescador en una balsa de totora.
El Forastero le hacía señas para que se acercara.
“He escuchado algo que no sé si es real. He escu-
chado unos cantos”, le decía el Forastero.
El pescador respondía que no era una ilusión, que
los cantos eran reales. El Forastero le hacía varias pre-
guntas y el barquero le respondía con seguridad, exten-
diendo las respuestas, tratando de transmitir todo lo que
sabía. Luego le pedía que se quedaran quietos.
“Quedémonos quietos”.
En el agua despuntaba el lomo de una ballena y el
soplido de su espiráculo. El pescador recitaba un monó-
logo acerca de las cosas sobre las que es difícil hablar.
De lo que existe pero que es difícil ver. A veces hay res-
puestas fáciles de responder y a veces es muy complicado

72
hacerlo. Decía que él había crecido a orillas del Lago y no
conocía otro lugar, que por eso lo entendía, pero no po-
día explicarlo. Emergía otra ballena. El Forastero se acu-
clillaba y sonreía. Al girar la cabeza para seguir hablando
con el pescador, no encontraba a nadie.
Era el momento de un flashback. El Asesino está
parado frente al padre de la Dueña del Hotel, que todavía
no ha muerto. Está en el suelo, tendido, sujetándose con
una mano el vientre, del que sale sangre por un agujero.
El Asesino apunta un arma directamente a la cabeza del
herido. Este no se mueve, respira con dificultad. Mira al
Asesino desde abajo, con la cara mojada de sudor y el
cabello despeinado y polvoriento. Se miran por un mo-
mento. Los rodean varias personas que no hacen nada,
que lucen asustadas. El Asesino se ve impasible. Luego
de un momento de quietud –la cámara muestra las olas
del Lago, una bandada de pájaros que sale volando de un
árbol, la hierba agitada por la brisa–, se escucha la deto-
nación.
Mientras tanto, en el pueblo anochecía. El Foras-
tero se cruzaba con la comitiva del funeral que salía por
la puerta del Hotel. Cinco hombres cargaban el ataúd.
Atrás caminaba un pequeño grupo de personas. Toda la
gente vestía prendas moradas o negras.
Armenteros observaba la procesión desde lejos y
prefería mantenerse apartado. Esperaba que se perdie-
ran. Antes de que esto pasara, a su lado aparecía un hom-
bre pequeño, viejo y sin el ojo derecho.
“¿Estás hospedado en el Roca del Este?”, pregun-
taba el hombrecillo. Al principio Armenteros no le pres-
taba atención. El viejo no dejaba de mirarlo.

73
“Sí”.
“Y, ¿has firmado el acta de registro?”.
“Sí”, contestaba Armenteros.
“A lo mejor no será”. Esta vez parecía que el tuerto
hablaba para sí mismo, ya que había desviado la mirada.
Armenteros se daba cuenta de que el viejo estaba
muy borracho, tambaleaba. Lo dejaba sin decirle nada y
caminaba en dirección al Hotel.
Todo el ambiente cambiaba al silencio y la oscuri-
dad de la celda. El Asesino estaba en pie, alerta, mirando
la noche por la ventana. La cámara se quedaba con él, que
se mantenía estático, por varios segundos. Luego empe-
zaba a moverse. Se hincaba y agachaba la cabeza hasta
tocar el piso con la oreja. Dirigía su mirada al espacio que
quedaba debajo de la cama. Empezaba a hablar.
“Armenteros no se va a ir. Yo no voy a hablar, pero
el detective va a molestar. Hay que pensar también en la
llegada del otro. No sé cómo se ha podido enterar. Llegó
en el mismo tren que Armenteros”.
La cámara se quedaba con la oscuridad que había
debajo de la cama. Se comenzaban a escuchar ruidos ex-
traños, como de alguien rascando una pizarra o como
el chirrido de fierros que se raspan entre sí. Acababa el
episodio.

74
12.

Muchas personas asumen que lo más violento para no-


sotros es la muerte. El duelo que llevamos por la pérdida
es de una desesperanza sin medida. Que asusta. El show
que acompaña al cadáver hasta su tumba roza lo grotes-
co y lo ridículo. Es cuando podemos darnos cuenta de
que nuestras vidas están regidas por lugares comunes
irrisorios y por clichés. Todos sollozando y hablando
en voz bajita, mientras el muerto no deja de pudrirse.
Al final, nada, nada de nada, impedirá que terminemos
consumiéndonos. Vivir es dirigirse a la tumba. Les ase-
guro que el cuerpo de ustedes va a estar más desgastado
al terminar esto que les cuento que al empezar, no hay
mucha ciencia en esto. La muerte hace nuestro ese cuer-
po que se pudre y se desgasta y se destruye. Eso lo habrá
intuido mi abuelo y murió, tranquilo. Tranquilo consigo
mismo, con su materia en fuga, aunque un poco preocu-
pado por Norma, su silencio y su quietud. Imagino que
no por mí.
Antes de morir, mi abuelo me dijo que su organis-
mo se estaba consumiendo. Fui testigo. Su interior se lo
chupaba, lo hacía más delgado y más arrugado, le empe-
zaba a sobrar piel por todo lado. Una tarde lo vi salir del
baño con el torso desnudo y una toalla atada a la cintura.

75
Yo estaba echado en su cama, leyendo. Encima de su teti-
lla izquierda tenía una herida abierta, como una pequeña
boca sin labios, que mostraba carne roja. Era rectangular,
del tamaño de un pulgar. Alrededor estaba dibujado un
círculo, como trazado con lápiz. Mi abuelo caminó como
si nada por el cuarto y luego comenzó a vestirse. Ahora
que termino la descripción, pienso que la herida era una
línea. No lo recuerdo bien.
Murió. Tuvimos que velarlo y hacer todas esas ca-
gadas que acompañan un funeral. Colocar el féretro, ves-
tir el cadáver, avisarles a un montón de extraños, publicar
una necrológica imitando el estilo, las palabras de otras.
Todos esos actos que se abren campo con la muerte y
que se acentúan al momento del duelo. La muerte es sue-
lo fértil para los clichés. Me vi repitiendo frases huecas
de consuelo, frases cojudas como era su hora, vivió feliz,
murió tranquilo y demás, pese a que no sabía qué carajos
sintió mi abuelo al irse de este puto mundo o si había
sido feliz en él. Yo era otro actor en esa farsa, un farsante
más. Igual que el resto, yo negaba el silencio, ese barranco
que se abre con la muerte. El comedor estaba reordena-
do. Pusimos el ataúd en el medio, rodeado de flores, y las
sillas pegadas a las paredes. Mucha gente llegó a Yubarta
para despedirse de eso que ya no era mi abuelo. No pude
reconocer a casi ninguna de las personas de negro. Pobre
tu abuelo, me dijo una vieja. Pobre de nosotros, quise
responderle, pobre de usted, vieja cojuda.
Antes de que la casa se infestara de ancianos desco-
nocidos y hediondos y de viejas que lloran con ganas por
la sola gana de llorar, me acerqué al ataúd, que los de la
funeraria habían dejado abierto. No supe muy bien qué

76
pensar ni qué sentir ante ese cuerpo que había conocido
durante años, pero que en ese momento parecía distinto.
Ni maniquí ni estatua de cera parecía. Se asemejaba más
bien a la persona que horas antes todavía estaba viva.
Había una diferencia sutil y, a la vez, abisal. Supongo que
esa diferencia, esa contradicción, es donde podríamos
encontrar respuestas si quisiéramos encontrarlas.
Cuando empezaron los discursos de despedida, la
misa y las huevadas protocolares me escabullí. Cada vez
se me hace más difícil aguantar las poses formales y ar-
tificiales que hacen las palabras en homenajes póstumos
o en otros actos insulsos. Detesto los brindis y discursos.
Lo único interesante es descubrir los moldes burdos que
repiten sin desvío. No sé si a ustedes les parece chistoso
o enervante notar que quienes elaboran esos discursos,
despedidas, brindis y demás se dan muy poca cuenta de
qué falsos suenan. O tal vez sí se dan cuenta y eso es lo
que buscan. En el fondo lo que quieren es hablar de ellos
mismos, es un ensimismamiento. Una prueba de que el
ser humano, pese a no poder evitarlo, tiene mucho miedo
de estar solo. El que brinda trata de caerle bien a todos,
de reflexionarlos, de hacerse su semejante desde la supe-
rioridad moral, quiere que todos lo miren, trata de tender
puentes que unan a todas las existencias presentes en un
cuarto, aunque eso sea imposible. El discurso de un po-
lítico al asumir la presidencia de una República o de un
Estado es el mismo que el de un familiar que felicita a
otro familiar. Es como si las palabras se vaciaran al lími-
te. Yo escucho solamente un discurso repetitivo. Tal vez
piensan que exagero o que hablo sin fundamento. Puede
parecer que en realidad sea yo el equivocado, pero no.

77
La gente anda por ahí hablando a diestra y siniestra de
sí misma y le valen un carajo el cadáver, el festejado o el
mandato que asumen.
Como les contaba, me escapé del velorio. Me puse
a dar vueltas por la casa, esperando el momento en que
nos tocara sacar el ataúd y cargarlo en nuestros hom-
bros, como si tuviéramos la culpa de algo. Quería que
toda la mierda se acabara de una vez. Terminé en el es-
critorio de mi abuelo, mirando de nuevo las fotos de los
animales mutantes. También me quedé mirando las de
las sombras y las de siameses, gallinas y bosquejos anató-
micos. Esperé en ese cuarto a que oscureciera, a un lado
de todo el espectáculo. Ni siquiera acompañé a la masa
de gente al cementerio. Pensé que ni me extrañarían ni
notarían que faltaba. Me quedé revisando las cosas de mi
abuelo. Traté de ordenar el desorden que reinaba, pero
me rendí al rato de haber empezado. De todos modos,
ese cuarto jamás sería mío. Me senté en el sillón y miré
por varios minutos la habitación, intentando captar con
un golpe de vista todo lo que contenía, pretendiendo
absorber lo que ese espacio había significado para mi
abuelo. Ahí supe que mi tiempo en Yubarta había termi-
nado y que yo tenía que irme.
Pasó el entierro. Caminé hasta el cementerio para
ver la tumba. No había gente alrededor y todavía los se-
pultureros no habían tapado el sepulcro. En la oscuridad
de esa tumba abierta, apenas logré atisbar la forma del
ataúd. No me quedé mucho tiempo. Volví a casa. No
me acuerdo si comí algo o si estuve haciendo algo más
importante, pero no tardé mucho en ordenar mi ropa y
elegir las pocas cosas que quería llevar.

78
–Cuando se acabe todo, o sea, la vida de una perso-
na, o sea, la mía, que es la única vida, se van a parar todos
los relojes a la misma hora. La edad del mundo, de lo que
existe, es la edad de uno mismo y es en ese momento en
que llega el fin.
Algo como esto me había dicho mi abuelo pocos
días antes de morir. Andaba por la casa revisando relo-
jes, cambiando las pilas que apenas se habían gastado.
Revisaba que todas las manecillas coincidieran con las de
su reloj de pulsera. Me pidió que en el momento de su
deceso les sacara las pilas a todos los relojes y que inmo-
vilizara los péndulos. No le hice caso y todo siguió como
si nada. El tiempo no se detuvo.
En sus últimos meses, mi abuelo fue muy claro y
directo con que se iba a morir. Todo el rato hablaba de
eso. En varias ocasiones se iba durante un día entero de
Yubarta. Venía a la ciudad. Cuando volvía y nos sentá-
bamos en la mesa frente a la televisión, me contaba que
su cuerpo se lo estaba comiendo. No me decía qué tenía.
No hablaba de su enfermedad. A veces lo veía tomar pas-
tillas o usar un catéter, pero no le preguntaba nada. Yo
sabía que era cáncer. No sé por qué no me lo dijo, con el
tiempo creí saber cuál fue la razón, también me imagino
que ustedes sacarán sus propias conclusiones. No si es
jodido o no, pero no tengo prueba ni refutación de mis
conjeturas. Tampoco las tendrán ustedes.
Cuando yo ya estaba viviendo en la ciudad, me
llamó un doctor. Me dijo que él había sido quien aten-
dió a mi abuelo desde que se puso enfermo hasta su
muerte. Había estado buscándome durante un tiempo
hasta que finalmente pudo ubicarme. Me invitó a que

79
lo visitara en su consultorio para hablar de mi abuelo y
darme algo.
Al día siguiente fui. Los primeros minutos fueron
incómodos y silenciosos. Yo esperaba que pasara algo.
Me había pedido que me sentara en una silla de cuero y
ahí estaba, sin decir nada. Luego comenzó a hablar y se
detuvo pocas veces. Fue él, sobre todo, el que dijo cosas.
Me advirtió que el único juramento que le había hecho a
mi abuelo fue el de no revelarle a nadie el diagnóstico. No
le dije que sabía. Después revolvió un cajón y sacó una
fotografía vieja. Me la alcanzó. Al principio tuve miedo,
porque en la imagen estaba yo vestido de soldado y con el
pelo raso. En realidad, el de la foto era mi abuelo. Nunca
lo había visto tan joven. No tenía barba y debajo de su
quepí crecía apenas el cabello corto y ridículo.
–Es en el Chaco. Tu abuelo me la dio. No sé por
qué. Nunca dijo nada de no regalarla, así que te la doy,
llevátela.
El doctor no sabía por qué mi abuelo le había dado
justo esa foto, justo a él. Yo tampoco.
–A tu abuelo le gustaba hablar de todo. A veces
hablaba de la Guerra. A veces exageraba. Me dijo que
de la Guerra nadie pudo volver. Ni siquiera los soldados
con suerte, como él, que nunca estuvieron en un encuen-
tro de fuego cruzado, ni fueron prisioneros ni fueron da-
ñados. Me contaba de los muertos, los disentéricos, los
sedientos. Él llegó al frente de batalla casi al final de la
Guerra, así que de estos no supo gran cosa. A compara-
ción de los demás, estuvo poco tiempo en el frente. Su
escuadrón fue de los últimos en llegar. Era todavía estu-
diante de colegio. Por alguna razón, la Guerra dominaba

80
muchos de sus recuerdos, harto de lo que me contaba
trataba sobre eso. Nunca me contó un recuerdo feliz. Le
gustaba hablar de los que huyen y se esconden, como él.
Mi abuelo nunca me había hablado de la Guerra.
Yo sabía que había estado en el Chaco, nada más. Me
quedé con la fotografía entre el pulgar y el índice, sin
bajar la mano. Tal vez algo le había sucedido en el Chaco.
Algo que hiizo, y que guardó oculto para siempre. Co-
noció el mal o se abismó en alguna duda. Algo de lo que
se arrepintió toda su vida. Se acobardó o traicionó a sus
camaradas. Capaz inventó la historia para poder charlar
de algo importante en su vida, que es también como una
traición. Tal vez nunca le pasó nada. Habló de esto antes
de morir con la persona que tenía a mano.
–¿Sabes por qué tu abuelo me dio esta foto?
Negué con la cabeza. Era verdad, no tenía ni puta
idea. Hasta hoy no la tengo. Como les dije, capaz nada le
pasó en la Guerra.
El organismo de mi abuelo se comió a sí mismo,
esto es lo que pensé desde que lo vi ponerse mal hasta
que murió. Creo que lo he dicho tres veces. Sé que a ratos
soy repetitivo, pero es porque no sé si me entienden bien.
–¿No se acuerda de más cosas? –le pregunté.
El doctor divagó sobre su amistad y sobre la forta-
leza de mi abuelo. Pensé que mentía y que no recordaba
mucho de esa época.
–Un gusto conocerlo –le dije cuando me despedí.
No había sido ningún gusto.
Pese a la buena voluntad del doctor, nunca lo vol-
ví a buscar y ese día fue el último en el que hablé de
mi abuelo, hasta tocar con Elena y David el tema de las

81
fotos. El día que salí del consultorio me obligué a ser so-
lemne mientras acariciaba la fotografía en mi bolsillo. La
imagen de un soldado raso que, en realidad, no ha sufrido
mucho, pero a quien, según él o según el doctor, le es im-
posible volver del territorio de la Guerra. Un soldado que
no ha sufrido y que más bien ha hecho sufrir. Ahí estaba
lo cursi, el soldado que ha sido marcado por una Guerra
que no le ha hecho nada, pero que él usa para hablar de sí
mismo. Y de su dolor que, inventado, o no, viene de otro
lado. O la foto de un soldado adolescente que tiene algo
guardado, algo que lo ha cambiado para siempre, algo
que lo dañó, algo que no puede sacar.
En el final de Hiroshima, mon amour, el film de Alain
Resnais, la mujer francesa le dice al hombre japonés: “Tu
nombre es Hiroshima”. Él le responde: “Es mi nombre,
sí. Tu nombre es Nevers”. Pueden pensar que es exagera-
do, pero nos llamamos como las agresiones y ataques de
los otros. Tu nombre es la violencia que te mata, te llamas
como lo que te daña. El cuerpo y el nombre. El nombre
cambia, pero al final es casi el mismo. Me dirán ustedes
que no es lo mismo hacer un berrinche porque no eres
famoso que llorar de verdad porque te cae una bomba. Y
puede que tengan razón. Yo no lo sé.
En un documental que se llama White light/Black
rain, que se pueden bajar de internet, se entrevista a va-
rios sobrevivientes de los ataques atómicos al Japón. Uno
dice: “La bomba todavía está conmigo”. Ustedes saben,
o deberían saberlo, a la bomba la llevamos dentro. En
otra parte del documental, otro sobreviviente dice: “La
muerte y la destrucción fueron horribles, pero a veces
más difícil es sobrevivir”. La mayoría de las víctimas en-

82
trevistadas se ven bien por fuera, pero por dentro han
tenido que vivir con la bomba todos los días. Se pregun-
tarán qué carajos tiene que ver Hiroshima con la historia
de este huevón que les cuenta todo esto, tiene pues que
ver por varias cosas que ya les he dicho.
Estos últimos párrafos están enredados porque ha-
blar del daño no es fácil y es complicado hacerlo llana-
mente. Todos lo intentamos. Si la violencia fuera lógica se
podría describirla o hablar de ella o relatarla, o se podría
anticipar, profetizar, pero no se puede.
Acabo de leer lo que escribí sobre Hiroshima, mon
amour. Creo que es superficial y que tal vez suene un poco
forzado. Como si estuviera susurrando. Por qué carajos
hablar en susurros, sobre todo si el sonido de la bomba
fue tan fuerte. Cuando se trata de lo que hizo la bomba,
Marguerite Duras, la guionista de esa película, nos habla
en voz baja, como en un velorio, como si ese volumen de
voz fuera el apropiado para nombrar el desastre. Volvien-
do a hablar de la película, yo preferiría mucho más com-
prar jabón, que es algo que se puede comprar y tocar, que
paz, que de verdad no sé qué carajo es. La voz en off pre-
fiere la paz. Probablemente no debería decir esto porque
muchos de ustedes deben pensar diferente. Al principio,
lo que escribí sobre Hiroshima, mon amour me parecía una
reflexión auténtica, ahora dudo un poco. Igual lo dejo.
Vuelvo al día del entierro de mi abuelo. A la maña-
na siguiente partí temprano. Antes de irme me acerqué al
cuarto de Norma y apoyé la oreja para intentar oír algo.
No escuché nada. No quise entrar, no encontré ningún
motivo para hacerlo. Intuí su presencia al otro lado de
la puerta. Tendida, respirando con dificultad. Aburrida

83
y frustrada. Repleta de ira. Con los ojos puestos en el
techo, sin mirarlo, tratando de ver más allá de él. Con una
paciencia inhumana. Clamando en silencio por venganza
o redención en alguna parte.
Mientras salía de Yubarta, di la vuelta para ver por
última vez desde fuera el cuarto de Norma. Miré su ven-
tana. Imaginé su figura recortada detrás de la persiana.
Observándome, usando lentes oscuros antiguos y una
pañoleta en la cabeza, fumando sin decir nada, mirando
estrellas que no envejecen a través de esos espejos opa-
cos. Ella seguía en su cama muriéndose. No tuve pena.
Estamos hechos para morirnos. A unos les va muy mal
y sufren. A otros les va bien o más o menos bien. Algu-
nos exageran todo y pasan su vida contándoles a los que
conocen, y a los que no, sus sufrimientos, para que los
consideren mártires y los mimen, pero terminan como
pelotudos. Este no es mi caso, si lo piensan así, están
equivocados.
Hibakusha significa persona bombardeada, ya se
los dije. Al final, todos somos hibakushas. Todos tene-
mos que lidiar con la bomba atómica que nos ha toca-
do, una explosión que al final nos alcanza siempre. La
detonación se te queda. Para algunos esa explosión es la
de un fuego artificial, para los menos afortunados es un
Big Bang particular.

84
Segunda Parte

LLUVIA NEGRA
1.

En la semana empezamos a planificar la producción del


episodio final de la primera temporada. Como les con-
té, la serie había sido un éxito comercial. Luego de una
vacación de un mes iniciaríamos los preparativos para
la segunda temporada. La oficina era un desorden y los
tiempos, cada vez más cortos. Decidí que no me dejaría
contaminar por ese estrés. Me perdía entre los pasillos
del edificio o iba a ver las grabaciones de otros progra-
mas que sí se filmaban en estudio. También salía mucho.
Trataba de evitar a los ejecutivos o empleados que ne-
cesitaran algo de mí. Todo estaba escrito y anotado. Lo
único que no les pasé fue la última parte del episodio
final, unos veinte minutos de filmación, para que nadie
la hiciera pública antes de tiempo, pero les indiqué todo
lo que iban a necesitar para el rodaje. Tenía pensado ha-
blar con el director antes de filmar estas escenas y recién
después de esa conversación se le repartiría al equipo el
guión original. Ese era el plan.
Una noche Maidana pasó por mi departamento.
Me había invitado al estadio a ver el Clásico. Yo estaba
aburrido y no tenía nada que hacer esa noche. Tomamos
un taxi que nos acercó hasta donde estaban cortadas las
calles. Era la noche de un día de semana, así que más o

87
menos por ese momento empecé a arrepentirme de ha-
ber aceptado la invitación. No supe qué excusa inventar
cuando me invitó y tampoco ahora se me ocurría qué
decir para zafarme.
La muchedumbre se movía de manera uniforme y
a cada rato alguien me golpeaba los codos o me empuja-
ba. La marea se dirigía hacia el estadio. Maidana trató de
charlar mientras caminábamos, pero por suerte era difí-
cil mantenernos lado a lado, así que no escuchaba nada.
Apenas cruzamos algunas palabras. Al llegar a la puerta
por la que nos tocaba entrar chocamos contra una fila
larga y desordenada. Nos pusimos al final, yo delante
de Maidana. Ahí era más fácil para él, así que mientras
avanzábamos, lentamente, con pasitos ridículos, pegado
al hombre que estaba delante de mí, comenzó a hablarme
sobre no sé qué cosas del trabajo. Hablaba sin parar, pe-
gando su boca cada vez más cerca de mi oreja.
Tardamos en entrar. Como un embudo cojudo, la
fila se hizo más angosta y tuvimos que empujar y mano-
tear para no salirnos de la fila. Había demasiada gente.
Supe que había sido un error ir a ese partido.
Encontramos nuestros asientos. Faltaba por lo me-
nos media hora para que entraran los equipos. Maidana
compró cafés y empanadas. Sorbíamos y masticábamos
mientras mirábamos el pasto verde iluminado. Era raro
estar con Maidana sentados lado a lado sin ningún co-
nocido cerca. Me resultaba todavía más extraño que no
fuera la primera vez que sucedía. No sé en qué momento
había comenzado a pasar más tiempo con él, en la oficina
y también afuera. Sabía que muchos empleados del Canal
hacían bromas sobre nosotros. Siempre se habían burla-

88
do de mí, pese a que me debían todo. No me lo merecía,
ni siquiera por mis atrasos o el poco esfuerzo con el que
trabajaba. Me merecía todo el reconocimiento y la admi-
ración de mis compañeros. Para ellos era alguien alejado
de su puerilidad, alguien muchos niveles encima, al que
no podían ni alcanzar ni tocar.
Cuando los equipos salieron de los túneles, el rugido
del público fue ensordecedor y el cielo se cubrió de papel
picado, fuegos artificiales y humo. Nos sentamos cuando
se calmaron el ruido y el ajetreo en las tribunas. Después
del pitazo del árbitro, estábamos quietos y mudos, movien-
do apenas la cabeza, siguiendo con los ojos el juego.
De rato en rato Maidana comentaba sobre el equi-
po o sobre su vida. Yo no iba a prestarle atención. Ha-
blaba macanas, como siempre, cosas huecas, que en ese
momento, o en cualquier otro momento, la verdad, yo no
quería escuchar. Lo que me interesaba era ver el partido
y que mi equipo ganara. Pasaban los minutos y el juego
seguía empatado. Para bloquear la presencia de Maidana,
que cada vez se me hacía más insoportable, empecé a
abstraerme en lo que sucedía en la cancha. En lo circular
de la pelota, que funciona como una síntesis de todo el
planeta. Lo circular de nuestras vidas, lo insulso de ese
círculo. Quise explicarle algo a Maidana. En vez de ha-
cerlo me quedé callado.
El primer tiempo acabó sin que ningún equipo
marcara. Los jugadores salieron de la cancha hacia los
camerinos y nosotros fuimos a comprar algo para comer.
Habían pasado muchos años desde la última vez
que yo había ido al estadio. Sobre todo por toda la in-
comodidad que implicaba. Vivía una confusión de sen-

89
timientos, entre las inquietudes de tener que compartir
esa experiencia con Maidana, la flojera de la vuelta a mi
departamento y la adrenalina por estar de nuevo en el
estadio, especialmente de noche.
El segundo tiempo comenzó y volvimos al ritual
que instaura la mirada y la pelota.
El esférico se veía claro y blanco sobre el pasto que
relucía de rocío. Parecía más grande de lo que era en rea-
lidad. Algo más pasaba en la cancha, algo difícil de intuir.
Detrás o debajo o en alguna otra parte del campo había
algo más que podíamos comprender de ese partido. Si
ustedes han estado en el estadio de noche no tendrán
problemas para entender esto. La pelota se movía, los
pies la golpeaban y los jugadores se extendían sobre la
superficie del campo, pero en un partido siempre pasa
algo más, algo que no podemos describir, algo salvaje
e increíble. Tal vez por eso volvemos siempre al fútbol,
porque siempre hay algo más, nunca se acaba en lo que
vemos. Hay partidos en los que esto es más notorio. En
los problemas del fútbol, la batalla se libra entre un ju-
gador y otro, o entre una alineación y la rival, pero sobre
todo en las aperturas engañosas, en las fallas, en los luga-
res que se dejan olvidados.
Maidana habló. Preguntó algo sobre los jugadores
y respondí. En realidad, Maidana no sabía casi nada de
los equipos ni del campeonato. Solo estaba atraído por
el espectáculo.
Yo cada vez estaba más nervioso. El marcador se-
guía en cero y el tiempo se acababa. A Maidana no pare-
cía importarle mucho quién anotara. No se daba cuenta
de las alineaciones, las estrategias y todo lo que entraba

90
en juego, menos todavía podría darse cuenta de que la
pelota funcionaba como una sinopsis del mundo, su ro-
tación y su movimiento, ni de que las líneas de la cancha,
las de afuera que marcan los laterales y las de adentro que
ordenan y codifican el territorio, sean espejo de la orga-
nización del universo. En ese momento entró el gol. La
gente estalló y casi abrazo a Maidana, pero me contuve.
Él me miraba sonriendo, como si disfrutara mi alegría.
Faltaban cinco minutos para que acabara el partido
y algunas personas empezaron a salir. Preferí esperar a la
multitud para que la ola nos impidiera charlar. Maidana se
puso de pie. Miró hacia un costado.
–Algo está pasando.
Una muchedumbre formaba un círculo alrededor
de algo que no pude distinguir. Algunos policías cami-
naron hacia ese lugar. Seguimos atentos un rato, pero
no entendimos qué había pasado. Las personas parecían
asustadas. Maidana se quedó mirando lo que sucedía.
Acabó el partido. Yo estaba contento. Hacía mucho
que no sentía algo así. Buscamos una puerta de salida
y caminamos en esa dirección. Salir del estadio fue más
difícil que entrar. La gente empujaba y tuvimos que de-
jarnos llevar por la masa que avanzaba como un torrente
cargado contra el que era imposible luchar. En algún mo-
mento perdí de vista a Maidana. Lo busqué un rato, pero
no lo vi por ningún lado. Pensé que nos volveríamos a
topar afuera del estadio, donde las personas se dispersan
y ya no tienes que estar pegado a nadie.
En la calle tampoco encontré a Maidana. Lo esperé
cerca de la puerta, pensando que la masa de gente lo ha-
bía llevado hacia atrás o detenido en algún lugar. No apa-

91
reció. Cuando todo parecía más calmado, llamé a su celu-
lar. Me mandó directo al buzón de voz. Probé de nuevo.
Volví a escuchar el mismo mensaje. Esperé unos minutos
más y luego decidí caminar. Revisé los puestos de comida
que iba encontrando para ver si estaba en alguno, viendo
de rato en rato mi celular por si me llamaba. Esa noche
no nos volvimos a ver.

92
2.

Durante mucho tiempo tuve miedo y asco a las gallinas.


Todavía me producen incomodidad. No es lo que sienten
muchos de ustedes con las arañas o los ratones. No se
los he dicho, pero soy distinto, pienso distinto. No me da
asco el pollo como comida, en todo caso lo prefiero frito,
pero sí las gallinas caminando, ese paso asqueroso con
el que menean su cuerpo sobre esas garras arrugadas y
ásperas. No solo les tuve miedo por su repugnante forma
exterior, sino por lo que representaban para mí.
Cuando tenía doce años, creo, mi abuelo comen-
zó a obsesionarse con las gallinas. Leyó un artículo de
Stephen Jay Gould donde se hablaba sobre el atavismo.
Por si alguno de ustedes quiere saberlo, el atavismo es la
reversión a estados evolutivos anteriores. Mi abuelo com-
pró unas cuantas gallinas y las puso en un corral. No las
tocaba, ni para analizarlas ni para comerlas. Se quedaba
mirándolas apoyado sobre la madera de la cerca. En el
artículo, Gould habla de la posibilidad latente de que a las
gallinas les crezcan dientes. Esto sucede ya que su cuerpo
lleva grabada en el ADN la posibilidad de hacer crecer
dientes que tuvieron sus antepasados. Mi abuelo pensaba
mucho en esto, especulando si de verdad era posible, si
esas piezas calcificados podían aparecer extendiéndose

93
desde el pico. Las aves que daban vueltas en el corral
jamás tuvieron dientes, pero su sola presencia mantenía a
mi abuelo meditando e imaginando.
Tal vez por la incomodidad que me producían esas
gallinas, uno de los libros que me llevé del escritorio de
mi abuelo al irme de Yubarta fue el de Gould. Las pá-
ginas del artículo estaban subrayadas y en los márgenes
había anotaciones. Es un libro que sigue en mi estante.
Recuerdo que a veces mi abuelo leía en voz alta algunos
fragmentos.
–Los atavismos nos dan una importante lección
acerca de los resultados potenciales de pequeños cam-
bios genéticos y sugieren un enfoque nada convencional
al problema de las grandes transiciones en la evolución.
Desde el punto de vista tradicional, las grandes transicio-
nes son el resultado de la suma de pequeños cambios que
las poblaciones adaptan, cada vez, más exquisitamente, a
su ambiente local.
Como todos, mi abuelo se fue poniendo más cho-
cho y senil, y sus fijaciones se hicieron más raras. Esto
último no era lo más grave, lo más jodido eran sus reac-
ciones y su forma de relacionarse con el mundo, como
si la impaciencia, la extrañeza y la negación de la realidad
triunfaran en su nueva personalidad. Tenía que quedar-
me con él hasta que terminara de leer los fragmentos
que le interesaban y me obligaba, la mayoría de las veces
mediante un chantaje emocional, a mirar a las gallinas
y a imaginármelas con dientes. Algunas noches desper-
taba sobresaltado por la imagen de una gallina que me
miraba de reojo mientras sonreía. Luego era difícil con-
ciliar el sueño.

94
–Los esquemas de desarrollo del pasado de un or-
ganismo persisten en forma latente.
Gould relata el experimento que alimentó mi mie-
do y mi asco. El 29 de febrero de 1980, día único de un
año bisiesto, dos científicos publicaron la noticia de que
habían encontrado una ingeniosa técnica para animar a
las gallinas a revelar su sorprendente flexibilidad genética
conservada desde tiempos remotos. La idea básica con-
sistía en que los científicos tomaron tejido de embriones
de pollo y lo combinaron con tejido de embriones de
ratón. Descubrieron así que con tales cambios ese cuer-
po de pollo en gestación era capaz de producir dientes.
Lograron hacer crecer algo que no tiene derecho a existir.
–En otras palabras, el diente parece normal, pero
no tiene la forma de un molar de ratón. La extraña forma
puede, por supuesto, no ser más que el resultado de la
peculiar interacción de dos sistemas que jamás se hubie-
ran unido en la naturaleza. Pero es posible que estemos
viendo, en parte, la forma real de un diente de ave latente:
la estructura potencial codificada en el epitelio de pollo
durante sesenta millones de años, pero no expresada por
la ausencia de la dentina necesaria para inducirla.
A veces uno carga entre sus posesiones cosas que
le repugnaron, pero de las que no puede deshacerse. Lo
mismo sucede con la gente o con algunas actividades.
Cuando llegué a la ciudad, hasta encontrar este aparta-
mento, siempre llevé conmigo en las mudanzas el volu-
men que habla de las gallinas con dientes, de la posibili-
dad de que esas cosas puedan sonreír.
–Los atavismos están rodeados de un aura de cier-
to embarazo, como si el proceso progresivo de la evolu-

95
ción prefiriera que no le recordaran tan palpablemente
sus anteriores imperfecciones. Cuando se les ha otorgado
alguna significación general, los atavismos han sido con-
siderados prueba de la limitación, indicadores de que el
pasado de un organismo se esconde directamente debajo
de su superficie actual y puede retrasar su futuro avance.
En sí mismas, las gallinas no son tan repulsivas. La
posibilidad de eso latente es lo que me espantaba y me
espanta. Mi abuelo, con su chochera repetitiva, logró que
en mi mente se formara la imagen de una gallina real
con dientes filosos saliendo de su pico. Con el tiempo,
mi abuelo ya se había aprendido de memoria los pasajes
del libro de Gould y podía recitarlos sin consultar el vo-
lumen. Alguna vez le pregunté sobre lo que iba a hacer
con las gallinas.
–¿Qué vas a hacer con las gallinas?
No lo dije, pero también quería saber si de algo le
serviría eso que leía sobre atavismo. Me dio una respues-
ta que luego cambió por otra.

96
3.

La primera escena del tercer episodio mostraba los pre-


parativos para el Festival de la Ballena. Los pobladores
adornaban las fachadas de las casas, armaban un escena-
rio y trasladaban cajas de cerveza y sillas. Las calles del
pueblo lucían decoraciones hechas con papeles o telas.
Entre los colores predominaba el morado. Las grade-
rías improvisadas que se elevaban cercaban las calles por
donde pasaría la entrada folclórica. Al medio de Agua
Oscura estaba la plaza principal. En su centro había un
monumento raro. Parecía una ballena boca abajo, pero
no se podía notar bien la figura, sus formas eran deli-
rantes. Estaba envuelto con serpentinas. La cámara se
quedaba con la estatua y después lentamente se acercaba
hacia ella, mientras sonaba una música que mantenía una
sola nota grave. Cuando el monumento raro y gigantesco
cubría la pantalla aparecía el montaje donde se leía el
título de la serie.
Sentado en el borde de la cama de su cuarto, el De-
tective tomaba notas en su libreta. Escribía sin detenerse.
Sonaba su celular, pero él no prestaba atención. Cuan-
do el repiqueteo se repetía insistente, alargaba el brazo
y revisaba el identificador. Se podía ver quién llamaba,
era un nombre de mujer. Armenteros dejaba sonar el te-

97
léfono mientras seguía escribiendo. Finalmente, atendía
enojado, discutía con la persona al otro lado de la línea.
Colgaba y salía de la habitación.
En la barra del bar del lobby encontraba al Foras-
tero. Por unos segundos lo miraba directo a los ojos y le
preguntaba quién era. El Forastero titubeaba. Respondía
que no lo sabía y a grandes rasgos contaba la historia que
los espectadores ya conocían. Armenteros trataba de ave-
riguar más cosas. Por ejemplo, dónde se había despertado
la mañana de su amnesia, dónde estaba el cuarto en el
que encontró el papel con instrucciones.
“En la ciudad”.
Armenteros preguntaba si reconocía a alguien del
pueblo.
“No. Tampoco nadie me reconoce”.
“Eso es raro”.
El Forastero no expresaba incomodidad alguna, lo
que hacía que Armenteros renegara y se intranquilizara él.
“Sí, qué raro”, repetía el Forastero.
El detective salía. El Forastero preguntaba por la
Dueña del Hotel.
“Salió”, le respondía el hombre que en ese momen-
to atendía la barra.
La imagen siguiente era un primer plano de la cara
de la Dueña del Hotel. Movía nerviosamente los labios,
restregaba el de arriba contra el de abajo. La mujer esta-
ba ante la Comisaría. Cruzaba al frente y entraba. En la
celda, se veía al Asesino detrás las rejas, echado sobre el
catre. Cuando la veía, se sentaba. La mujer saludaba al
oficial al otro lado del escritorio y preguntaba si podía
hablar con el preso. El policía abría la reja.

98
“Estaré cerca si me necesitas”.
La mujer se sentaba al lado del Asesino, muy cerca
de él. No demostraba ningún sentimiento. La cámara los
filmaba de frente, de modo que solo entraban en el cua-
dro sus cabezas y parte de los torsos. Cada uno estaba a
un costado de la toma, al borde de los márgenes. El hom-
bre miraba hacia delante y la ella lo miraba fijamente. Ha-
blaba en voz baja, solo se movían sus labios. Los cuerpos
estaban estáticos, apenas era perceptible la respiración
del hombre que le inflaba y desinflaba el pecho. Detrás
de los dos estaba la pared vieja y enmohecida. De uno de
los costados llegaba la luz desde la pequeña ventana.
“Tengo hartas preguntas y quiero saber las respues-
tas. No voy a parar. Voy a averiguar todo. No has pagado
todo lo que vas a pagar. Pero lo vas a hacer. Cuando no
sirvas para nada, vas a saber lo que es sufrir. Tengo hartas
ganas de verte sufrir”.
La mujer se ponía de pie y salía de la celda. El poli-
cía cerraba la reja. El Asesino no cambiaba de posición.
Empezaba a sonar de nuevo el ruido debajo del catre.
Los productores de la serie me obligaron a poner
un flashback en cada capítulo. El del segundo les había
parecido intrascendente. Entonces, para el tercero tuve
que exagerar las cosas. La escena del pasado que tenía que
ver con la Dueña del Hotel relataba una historia anterior
y que, a primera vista, parecía alejada de la trama. La cosa
es que esto funcionaba con la segunda temporada.
En el flashback se sigue, a grandes rasgos, la rela-
ción que en ese momento tiene la Dueña con un hom-
bre que, en última instancia, deja el pueblo. Están discu-
tiendo. La discusión gira en torno a que su pareja no ha

99
podido acostumbrarse a vivir en Agua Oscura. Se siente
incómodo.
“No duermo bien. Pienso que todos me observan
todo el rato. El otro día abrí la puerta del cuarto y ahí
estaba parada esa mujer que no me gusta”.
El hombre habla de que hay algo raro en el pueblo,
en las personas que viven ahí y que han nacido ahí.
“No entiendo”, dice, “vámonos a otro lado. Los
dos solos”.
La mujer no acepta.
“No puedo irme”.
Las razones por las que no puede irse no tienen que
ver ni con su padre ni con el Hotel. De todos modos no
quedan claras.
“El tren va a partir. Tienes que irte”.
Se despiden en la estación. Ella no muestra ningún
gesto de tristeza o arrepentimiento. El hombre sube al
vagón que luego se pierde sobre las rieles en dirección
del Altiplano.
La trama regresaba al presente de la serie. El con-
sultorio del doctor parecía sacado de los años 50. Era
precario. Sobre una repisa se veían varios fetos de llama.
Algunos frascos de vidrio grueso conservaban partes de
animales o de humanos en un líquido espeso y verdoso.
Los recipientes que guardaban píldoras y medicinas eran
grandes y opacos, alternaban con pinzas y gasas. Ana
entraba empujando la puerta y lo llamaba al doctor casi
gritando. Del fondo del cuarto respondía un viejo. Ella
explicaba que hace rato su niño no despertaba y ardía
de fiebre. El doctor examinaba al bebé. Tomaba la tem-
peratura, con una linterna alumbraba sus pupilas y con

100
un estetoscopio auscultaba su corazón. Por un momento
observaba el pequeño cuerpo.
Mientras la madre vestía a su hijo, el doctor prepa-
raba un líquido que vaciaba en un gotero y se lo alcanza-
ba a la mujer.
“No sé qué tendrá tu hijo, pero no es grave”.
La Dueña del Hotel estaba en el cementerio del
pueblo, parada, con los brazos cruzados frente a una
tumba. La cámara revelaba que la tierra había sido remo-
vida y mostraba el hueco vacío de la sepultura. El Foras-
tero llegaba subiendo una pequeña colina.
“Robaron el ataúd”, decía la mujer.
Al principio él no entendía.
“Sacaron el ataúd de mi padre. Ya no está”.
El Forastero preguntaba si habían sido los del ce-
menterio.
“No, no fueron ellos”.
“¿Para qué quiere alguien un ataúd?”.
“No buscaban el ataúd”, decía ella.
Acuclillándose, empezaba a jugar con la tierra en
una mano.
Los dos permanecían un rato mirando el hueco sin
hacer ni decir nada más. Luego la Dueña del Hotel mira-
ba hacia el cielo y hablaba.
“No tiene buen aspecto. Empiezo a pensar que
alguien le tiene una manía a este maldito pueblo. ¿Eres
religioso?”.
“No”, respondía el Forastero. “Supongo que todo
sucede por algo. No sé lo que me trajo acá, pero parece
planeado. Quisiera pensar que en el mundo no existen
preguntas sin respuestas”.

101
“Todos buscamos responder muchas preguntas.
Algunos en el Libro y otros en vasos de trago”.
En algún momento se alejaban de la tumba y salían
del cementerio rumbo al Hotel. Entraban y el Forastero
se sentaba en un taburete. La mujer rodeaba la barra y
se ponía del lado de servicio. Tomaba dos vasos y servía
whisky. Se la veía agotada y ojerosa. Decía que quería
descansar. Él la acompañaba hasta la puerta de su dor-
mitorio, que estaba junto a los dormitorios de los hués-
pedes. En el umbral, ella lo invitaba a entrar. Entraban.
Sobre una mesa, rodeada por dos sillones, colocaba una
botella y de nuevo servía dos tragos. Se sentaban.
“¿A quién se le ocurre robar un cadáver?”
“No quiero hablar”.
El Forastero trataba de averiguar algo sobre las ba-
llenas, pero ella lo cortaba.
“En serio, no tengo ganas de hablar. Tal vez ma-
ñana te cuente varias cosas y responda a tus preguntas”.
La imagen cambiaba a otra en el pasillo. Con una
rodilla en el piso, por la cerradura de la puerta espiaba
Armenteros.

102
4.

Elena quiso verme para ir a tomar algo. David no podía,


así que fuimos los dos. Nos emborrachamos rápido. Pese
a que trabajábamos al día siguiente, seguimos en el bar
hasta que cerró. Eran más o menos las cuatro de la ma-
drugada. Fuimos a su casa y me quedé a dormir.
El departamento de Elena es chico. Lo único gran-
de es su cama y ocupa casi todo el dormitorio principal.
Sigue viviendo en el mismo lugar, en un barrio alejado
del centro y siempre que yo pasaba la noche ahí aprove-
chaba el silencio de la calle.
En un momento de esa madrugada, cuando ya es-
tábamos acostados, sonó el teléfono. Elena levantó el
auricular y pregunto quién era, pero al otro lado nadie
respondió. Seguimos hablando y a la media hora volvió
timbrar. Elena me pasó el aparato. Alcé el auricular so-
bresaltado por el ruido agudo y contesté rápido. Al otro
lado no oí nada. Luego de unos segundos la llamada se
cortó. Esperamos un buen rato a que volviera a sonar,
pero no timbró más.
Antes de dormir, Elena me habló sobre los planes
que tenían con David. La mayoría eran proyectos exa-
gerados que apuntaban a la toma de las calles de la ciu-
dad. Buscaban hacer una declaración para cambiar cómo

103
estaban las cosas en la sociedad. Así hablaban. Querían
que se reconociera al grupo y su lucha anarquista. A ve-
ces usaban esta palabra, a veces otra. Hace unos años los
arrestaron por pinchar las llantas de todos los coches en
un parqueo del centro. Fue un acto sin sentido. Me pare-
cía que carecía de objetivo. Era como si les gustara que
los agarraran por algo que no generaba efectos. Elena de-
cía que no todo debía tener sentido y que la mayor parte
de los actos no lo tiene. Escuché con los ojos cerrados
hasta que calló. Había caído dormida en pleno relato.
En la mañana nos costó despertar. Los dos estába-
mos de chaqui. No desayunamos nada y salimos juntos
para ir a nuestros trabajos. La acompañé hasta la puerta
de su oficina y me dio un beso largo antes de meterse al
edificio. El sol estaba asqueroso, picaba la cara, dema-
siado brillante. No iría a trabajar. Llamé al Canal dando
una excusa tonta, una huevada ambigua. En realidad, no
importaba qué sonsera dijera para excusarme. Más que
pedir permiso era un aviso de que no iba a estar esa ma-
ñana si me buscaban, cosa que casi nunca hacían. Fui a
mi departamento a dormir.
Cuando llegué a la ciudad tras la muerte de mi abue-
lo, decidí que no entraría a la Universidad, no estudiaría
nada. Igual no sabía qué carajos iba a hacer ni a qué que-
ría dedicarme. No quería trabajar, se pueden imaginar,
pero tenía que hacerlo, así que busqué algo cómodo que
no me exigiera mucho. Conseguí un puesto de portero
nocturno en un edificio de oficinas y con eso cubrí lo
poco que gastaba. No podía comprarme casi nada y co-
mía muy mal, pero por lo menos no trabajaba en una
oficina. Durante muchos meses vagué por la ciudad, sin

104
plan, pero sin apuro. Con el tiempo me dieron un unifor-
me y una macana. Los propietarios eran unos paranoicos,
así que también fui su guardia de seguridad. Además de
estar en la recepción, tenía que dar algunas vueltas por el
edificio vacío y oscuro. Estaba despierto toda la noche. Al
finalizar el turno, me iba a dormir al cuartucho mínimo
que alquilaba. Si no podía dormir, me quedaba viendo
tele en un aparato antiguo. En su pantalla el color rosado
predominaba entre los demás tonos. Miraba la televisión
de cerca, cambiando canales con los botones del aparato,
porque no tenía control remoto. Así pasaba el día.
Luego sucedió algo en mi laburo. Desaparecieron
unas computadoras y me botaron. De nuevo empecé a
buscar trabajo y en poco tiempo encontré otro parecido.
Me contrató el Canal que después terminaría producien-
do mi serie.
Lo mismo. Portero nocturno y guardia de seguri-
dad. Lo malo era que tenía que trabajar fines de sema-
na. Igual no conocía a nadie en la ciudad y nunca tenía
planes. Lo bueno era que en la recepción colgaban tres
televisores grandes y todos tenían cable.
De la puerta de la oficina de Elena caminé directo
a mi departamento. Cuando llegué y abrí la puerta todo
estaba en silencio. Perro esperaba como siempre. Le di de
comer. Luego fuimos a mi cama.
Recordé algo inquietante que había dicho Maidana
cuando me contó más cosas sobre el asesinato de Alicia.
Me dijo que ella contaba pesadillas que tenía cada noche.
Sueños oscuros y vastos. La atormentaba el hecho de que
fuera tan fácil que ella les gustara a los hombres. No por-
que lo buscara, pero pasaba siempre, ellos terminaban

105
atraídos o enamorados. Alicia se preguntaba por qué para
algunas mujeres era tan natural conquistar a los hombres.
Cuando recordé esto, me pregunté varias cosas que antes
no se me habían ocurrido. ¿Maidana conoció a Alicia?
¿Esto lo escuchó de boca de ella o se lo inventó? ¿Se lo
contó otro vecino? ¿Lo leyó en alguna crónica roja? Puse
mi alarma para las tres de la tarde y cerré los ojos. No
tardé nada en dormirme.

106
5.

Estábamos listos para filmar el episodio final. Solo falta-


ban algunos detalles, pero el cronograma ya estaba defi-
nido. Confirmé que no iba a ir al campamento a orillas
del Lago. A nadie pareció importarle. Quería aprovechar
esos días. Descansar, alejarme de la borrachera y de la
gente, ya saben, estar sin que nadie me jodiera. De todas
formas, yo sabía que era muy probable que no lo lograra.
La reclusión era una hermosa posibilidad.
Igual lo que quería era mantenerme ocupado para
dejar de pensar y recordar. Si bien Maidana iría con
el equipo de grabación, su presencia quedaba conmi-
go. Puede que les parezca medio exagerado, pero era
algo así, algo seguía incomodándome. Esa presencia me
convertía en un extraño en la ciudad y en el presente,
me obligaba a regresar cada vez con más frecuencia a
eso que fui, a ese territorio donde crecí y que ahora me
hacía pensar tanto. Su cercanía, la de Maidana, había
incendiado mi memoria como un fuego y era inútil in-
tentar no recordar.
–La memoria no es solo un proceso –decía mi
abuelo.
Como podrán imaginar, otro tema recurrente en las
charlas de mi abuelo era justo ese, la memoria.

107
–La memoria no es solo un proceso. La memoria
no es pues una mera función de nuestro cerebro. A la
memoria la llevamos en la sangre. Tiene un río marcado,
el flujo de la sangre. Esa es la dirección.
Si esto es verdad, nuestro pasado fluye por nuestro
organismo y no hay manera de deshacernos de él. Mi
abuelo decía que recordar es pensar con la sangre. No la
de nuestros antepasados, como tal vez están imaginando,
para él eso eran boludeces, sino con ese torrente espeso
que hace que nuestro corazón bombee y funcione. Según
mi abuelo, codificamos y evocamos el pasado desde ese
líquido y no desde la cabeza, o su facultad de abstracción.
Lejos de ser algo mental, la memoria de todo lo vivido
está transitando nuestro organismo todo el rato.
–La memoria y los recuerdos están en la sangre.
De nuevo, si esto es cierto, las sombras de Hiroshi-
ma son algo raro, porque no dejaron nada interior. Lo que
quiero decir es que obviaron el pasado y se hicieron per-
manentes el momento que su sangre llegó a tal punto de
ebullición que se evaporó. La bomba borró la dimensión
material de esos cuerpos. No crean que eso es poca cosa.
A propósito de esto, busqué más información so-
bre las sombras, ustedes también la pueden encontrar
colgada en internet. Elena y David me habían presiona-
do para que les contara más cosas. Yo ya les había dicho
todo, pero encontré otra historia. En la Segunda Guerra
Mundial hubo un escuadrón japonés llamado 731 que
no se dedicaba al ataque bélico o a la defensa, más bien
era un destacamento científico. En las instalaciones que
ocupaba, y que se llamaban igual, el objetivo de este gru-
po era experimentar en los cuerpos de los prisioneros de

108
guerra. Si bien se conoció oficialmente como Laborato-
rio de Investigación y Prevención Epidémica del Minis-
terio Político Kempeitai al edificio que ocupaba y en lo
que trabajaba, en realidad fue un centro de investigación
implantado por la policía militar japonesa. En este, los
científicos japoneses, protegidos por soldados y milita-
res, realizaban muchos experimentos que son difíciles de
describir. Por ejemplo, los médicos trataban de encontrar
soluciones y curas para algunas enfermedades, pero tam-
bién probaban armas biológicas. A algunos pacientes, o
prisioneros, como quieran llamarlos, les amputaban los
brazos sin anestesia y les abrían el cuerpo con bisturís. A
veces los miembros removidos eran cosidos sin éxito en
el muñón de la otra extremidad. Los brazos en las piernas
y viceversa. Otro de los experimentos fue inyectar san-
gre de animales en prisioneros. Pueden tratar de imaginar
la escena. Científicos metiéndoles la sangre de monos,
caballos y ratas a personas que no saben qué mierda les
está pasando. En algún lugar de Japón desaparecían los
cuerpos de muchas personas a causa de una explosión y
en otro ocupado por su ejército, ya que el Escuadron 731
se encontraba en China, varios cuerpos estaban siendo
manejados como monigotes. Las correspondencias de la
violencia. La cadena histórica. Todo comienza de nuevo.
Me parece que deberíamos mirar con más frecuencia ha-
cia arriba, porque en cualquier momento vuelve a pasar.
En Hiroshima, mon amour, el largometraje del que ya les
hablé, la narradora en off dice algunas cosas como que
todo volverá a empezar, que ella sabe, que hay que es-
cucharla. Presenta cifras. Repite que volverá a empezar.
Dice que gobernará el desorden y que una ciudad ente-

109
ra será destruida. Más allá del tono lacónico, monótono
hasta el cansancio y de lo aburrida que es esta narrado-
ra en su postura forzada, capaz que ustedes piensan un
poco en lo que dice. En todo caso, para no sonar falso y
posero, yo diría más bien que todo vuelve, sobre todo si
hablamos de la historia de la humanidad. La sangre siem-
pre da vueltas y vueltas en el mismo lugar. No hay salida.
Hay otra película que se llama Man behind the sun. Es
japonesa y de género gore. En ella se narran los experi-
mentos realizados por el Escuadrón 731 y el sufrimiento
de los pacientes. Es exagerada y más bien juega con la
violencia visual. No denuncia nada, solo muestra.
Si ustedes quieren, en las instalaciones del Escua-
drón 731 se puede entender el mal como un entorno,
pero también como posibilidad y como fuerza. En la pe-
lícula, y no podemos dejar de pensar que también en el
lugar histórico, los que dirigen los experimentos se han
entregado a una maldad más grande que ningún otro in-
dividuo, su hacer va más allá del resultado científico. No
sé si la gente se identifica con los villanos de la historia
humana, pero sí sé que son atractivos. Piensen en alguno
que los haya seducido. No por mitificarlos, sino porque
con lo que hacen están diagnosticando y diseccionando
el mal. En tantas películas o libros nos muestran cómo
el que se deja llevar por la oscuridad es producto de un
trauma infantil, un abuso sexual o un problema físico,
pero la mayoría de las veces las personas que hacen daño,
me refiero en gran escala, no salen de hogares tortuo-
sos, sino que se les ocurre algo y parten de ahí. Los que
cagaron la historia de la humanidad no siempre fueron
unos dementes, muchas veces fueron tipos racionales y

110
corrientes. La cosa es que el mal los domina. Como si
fuera demasiado vivo y repulsivo a la vez y no se lo pu-
diera mirar fijamente. La gente puede ser buena o mala,
los actos simplemente son actos. La oscuridad ya está
presente en todo, todo el tiempo, no está esperando, es-
condida o encogida, ni mucho menos acechando desde
algún horizonte. El mal está aquí, ahora mismo. Igual que
la luz, el amor, la redención. Por eso es tan jodido mi-
rar a esas figuras históricas, los doctores del Escuadrón
731, porque en el fondo sabemos que algo los manipula
e impulsa en ese daño, algo irracional e incontrolable. Y
también vemos en ellos algo de nosotros, como en los
pilotos del avión que soltó la bomba.

111
6.

Los ejecutivos del Canal habían decidido desde el inicio


que la primera temporada durara seis episodios, así que
desde el cuarto las historias empezaban a cerrar. Este
capítulo empezaba con la imagen del sueño del Foras-
tero. El auto con los faros encendidos hacia la cámara
delante del fondo negro. Luego las personas que salen
del auto y las llamas que devoran el árbol. Cuando la
imagen empezaba a temblar, justo ahí, irrumpía el llanto
fuerte del bebé enfermo. Y la presentación de los cré-
ditos de la serie.
Los hospedados en el Roca del Este se despertaban
sobresaltados. El Forastero había pasado la noche en el
sillón del cuarto de la Dueña, que dormía en el otro. El
Detective era el primero en salir al pasillo. El niño be-
rreaba. Sus chillidos eran tétricos, parecían maullidos. Al
salir del cuarto, el Forastero y la mujer se topaban con
Armenteros, pero nadie decía nada.
Ana estaba histérica en el hall, cerca de la barra.
La rodeaban varios alojados que intentaban tranquilizar-
la. Ella daba vueltas acercando a su hijo a cada persona
para que lo mirara de cerca, sin escuchar lo que decían.
No pestañeaba y la mayoría de sus oraciones quedaban
incompletas. El Forastero se abría campo entre la gente y

113
le decía que de nuevo los acompañaría a ella y a su hijo al
médico. La calle estaba oscura y en silencio. Todavía no
amanecía. Armenteros se vestía y también salía.
Las luces del consultorio estaban apagadas. Desde
la ventana se podía ver el interior en penumbras. El Fo-
rastero golpeaba la puerta, después las ventanas. Al rato,
adentro se prendía una luz tenue. En el fondo se veía al
doctor cargando una vela. Tenía un camisón y un gorro
con una borla que colgaba. Se acercaba a la pared, ac-
cionaba los interruptores y el consultorio se iluminaba.
Abría la puerta. Bostezaba y los miraba con los ojos achi-
nados. Nerviosa, la mujer trataba de explicar algo, y des-
ordenaba las palabras, lanzaba ideas incompletas. Estaba
desesperada, no paraba de hablar, se atropellaba, cortaba
sus frases, en medio de un llanto incontrolable. El doctor
alzaba al niño y lo llevaba hacia una camilla. El Forastero
los seguía. Esta vez más apurado, también él nervioso, el
doctor nuevamente revisaba al niño. El bebé no paraba
de llorar. El doctor revolvía frascos sin encontrar lo que
buscaba. En ese momento se oían los cantos de las ba-
llenas y, poco a poco, el hijo de Ana dejaba de llorar. El
doctor lo revisaba más tranquilo y debajo de sus brazos,
en las axilas, encontraba unas manchas con tonos verdes
y morados, como las manchas de humedad que quedan
en algunas paredes.
Armenteros iba directo a la cárcel. El Asesino es-
taba sentado en el catre. Cuando el Detective entraba,
dirigía bruscamente la mirada hacia él. Armenteros pedía
la llave de la celda. Un policía de bajo rango no sabía qué
hacer, se quedaba quieto.
“La llave, carajo”, gritaba el Detective.

114
La arrebataba de la mano del oficial y abría la reja
golpeándola. Sin detenerse se acercaba al preso y le daba
un sopapo. Luego lo agarraba del cuello de la camisa
mientras gritaba.
“Vas a hablar. Vas a explicar. Tienes que hablar.
Me han mandado hasta acá para que investigue y voy a
investigar”.
Al Asesino se lo veía asustado, pero seguía sin ha-
blar. Armenteros continuaba gritando y volvía a golpear-
lo. Le daba otro sopapo y lo botaba al suelo. El Asesino
caía de espaldas y Armenteros se subía sobre él y le aga-
rraba la cara.
“Conmigo no vas a joder. En la ciudad hay órde-
nes, hay orden y leyes, pero acá puedo hacer lo que me
da la gana. No hay ley en este cochino pueblo. Yo soy
la ley. Yo soy quien decide qué está bien o qué está mal.
Yo soy la ley”.
En ese momento dejaba de hablar. Miraba de reojo
debajo del catre. La celda estaba oscura. La única ilumi-
nación llegaba desde la ventana que proyectaba la luz de
la luna llena. Debajo de la cama no se veía nada, solo
oscuridad. Armenteros quedaba con la vista fija mientras
jadeaba. Miraba la oscuridad. No soltaba la camisa del
Asesino y abría lo ojos de manera exagerada. Traspiraba.
El Asesino se quedaba en el suelo con las manos cubrien-
do su rostro mientras gimoteaba. El detective se incorpo-
raba. Arreglaba su abrigo y salía de la celda.
“No le vas a dar comida a este mierda hasta que yo
diga”, le decía al oficial.
Cerraba la reja.

115
El flashback en el que participaban Ana y el bebé
era distinto a todos los otros, por lo menos en estilo. El
filtro de la cámara cambiaba y las imágenes eran más lu-
minosas, con harto brillo. Al verlas quedaba la duda de si
lo que sucedía había sido real o parte de un sueño. Do-
minaban los tonos amarillos. La madre está con su hijo a
orillas del Lago. Es de mañana o mediodía. Suena “Olas
gigantes” de Dënver. La mujer sonríe y juega con su
bebé. Le habla, pese a que los espectadores no escucha-
mos sus palabras. Pela mandarinas que luego va comien-
do mientras deja dormir al niño. Observa el agua. Alza a
su hijo y lo moja en la orilla. Moja primero los piecitos y
luego frota los muslos y las piernas con el agua. Al prin-
cipio imperceptible, de lejos se ve a contraluz la figura de
una persona. Luego de estar parada, la persona se acerca,
aunque nunca sabemos quién es. La mujer sigue como si
nada hasta que también ella advierte esta presencia. Le
cambia la cara. Se le deforma de manera exagerada. La
iluminación se vuelve lúgubre, oscura. Alza a su bebé y lo
aprieta contra ella. Acá terminaba el flashback.
En el presente de Agua Oscura la luz era más real
y los escenarios más lóbregos. El bebé estaba tranquilo.
El médico no sabía qué hacer, así que otra vez los des-
pachaba.
“Tienes que llevarlo a la ciudad luego de la fiesta”,
le decía a la mamá. “No vas a poder ir ahora. No va a
haber ni tren ni ferri hasta pasado mañana”.
El Forastero aprovechaba para robar un frasco de
píldoras sin que ninguno de los otros dos lo notara. Se
separaba de Ana, que iba en dirección al Hotel. Camina-
ba hacia la orilla del Lago. Sacaba tres pastillas y las metía

116
en su boca. Empezaba a escuchar el canto de las ballenas.
No veía casi nada por la oscuridad, pero podía oír el mo-
vimiento en el agua y las respiraciones de los espiráculos.
Desde ese momento el estilo de la serie cambiaba
un poco. Se volvía más violenta en trama y en ritmo. Lo
que parecía una serie de suspenso, un thriller policiaco,
se iba convirtiendo en algo bizarro y fantasmagórico. En
el Hotel, la Dueña limpiaba la barra. Esperaba. No había
nadie más en el hall. Su piel parecía más blanca. Cuando
entraba el Forastero el ambiente estaba en silencio. Ca-
minaba hacia la barra. Antes de que pudiera decir algo,
ella le pasaba una fotografía. El Forastero la observaba.
En la imagen estaba él mismo abrazando, pasando un
brazo por sobre los hombros, al que fuera dueño del
Roca del Este. El hombre que había sido enterrado y
desenterrado hacía poco.

117
7.

Los canas no tardaron en joderme otra vez. Aparecieron


a la salida de mi oficina cuando iba para mi casa. Espera-
ban sentados en un auto en la acerca del frente. Cuando
me miró el que manejaba, que había tirado la colilla la
primera vez que los vi, hizo un gesto para que me acerca-
ra. Dudé por un momento, no era su empleado. Al final
cedí. Crucé la calle y acerqué mi cara a la ventana abierta.
–Subite, vamos a dar una vuelta.
–No puedo, tengo que ir a darle comida a mi perro.
–Metete al auto. Cuidado después le pase algo a tu
perro y en vano vas a comprar comida. No nos hagas
perder tiempo.
Quise luchar o decir algo duro contra su orden,
pero sabía, ellos también, y asumo que ustedes igual, que
terminaría entrando. Di vuelta al auto. El copiloto bajó y
recorrió el asiento delantero para que yo me metiera en
los de atrás.
No tenía idea hacia dónde íbamos. Preguntar no
me serviría de nada. Antes de subir al coche, como un
reflejo, busqué a alguien conocido, a algún colega. En la
puerta vi al portero y moví la mano haciendo un gesto
de despedida, asegurándome de que me estaba viendo
entrar al carro con esos dos hombres.

119
El auto avanzaba velozmente y comenzó a esquivar
otras movilidades, no paraba en las esquinas y apenas res-
petaba los semáforos.
–¿Qué has visto en las noticias viejas?
El copiloto me sorprendió con la pregunta. Me ha-
bían advertido que me vigilarían, pero no les creí. Nunca
pensé que podrían hacer su trabajo de manera responsa-
ble. Nunca pensé que trabajaran. Estaban obsesionados
conmigo.
–Quería saber bien qué había pasado y por qué la
habían matado.
–Vos sabes bien qué pasó y cómo fue.
No hablé por unos segundos.
–Un amigo que llegó de mi pueblo me contó sobre
el crimen de Alicia. Aunque tampoco me dijo mucho.
–Así que Maidana es tu amigo.
Otra vez me sorprendí. ¿Cómo podían saber de mi
relación con él? ¿Cómo podían saber tanto?
–No es mi amigo, es un conocido. Era mi vecino,
creo.
El auto siguió moviéndose. El copiloto habló mien-
tras miraba por el retrovisor.
–¿Crees? Las cosas se están poniendo fregadas para
vos. Tienes que andar con cuidado. Empezá a planear
qué vas a hacer.
Miré las casas que pasaban y quedaban atrás. Miré a
la gente que caminaba ignorándonos a los tres, sin prestar
atención a lo que pasaba dentro del auto. Ellos dos no
tenían nada contra mí, estaban alardeando, pero no podía
probarlo. A la policía no se le puede ganar con razones.
No dije nada más. Empezaron a charlar sobre otro caso,

120
me querían decir algo, pero se expresaban tan enrevesa-
damente que no los podía entender.
–¿Te acuerdas de ese tipo al que metimos en la cár-
cel? ¿El que todavía no tiene sentencia? ¿Que ya está en-
cerrado más de un año?
–Qué huevón. Ya podía haber zafado. Se lo tiran
adentro, dice.
Su estrategia era patética, me daban pena.
Había anochecido. Estábamos lejos. Recorríamos
barrios mal alumbrados y sin asfalto. No podía preguntar
nada y menos pedirles algo. Estaba sentado en el asiento
trasero y no tenía salida.
–Puedes salir fácil de esto. ¿Cuánta plata tienes?
–Ahorita nada.
–No pues ahorita, cojudo. Ahorrada. Vas a necesi-
tar más de lo que puedes meter en tu billetera.
No quería responder. No quería hablar con ellos.
–No sé. Serán unos mil.
Los policías se miraron. El copiloto dobló todo el
cuerpo para estar frente a frente conmigo.
–¿Crees que somos boludos? No sabes en qué
mierda estás metido. No sabes lo que te puede pasar.
¿Con quién crees que estás hablando?
Detestaba a los hijos de puta como ellos. Siempre los
odié. Seguros y alevosos en un momento, pero frente a un
oficial de mayor rango o alguien con poder agachan sus as-
querosas cabezas y hablan con sus voces de lacayos. Esbirros.
–Tienes que conseguir más plata. Dejá de chupar
tanto y dormí nomás en tu casa. Trabajá más en vez de
huevear. Igual no es guapa esa mina a la que te la tiras.
Además, parece que no le gusta bañarse.

121
El copiloto buscó en el bolsillo de su gabardina.
Sacó una grabadora antigua, de las que usan casete. Me
miró con una mueca rara que no pude descifrar. Hizo
funcionar el aparato.
–La idea es poner un ojo grande en la plaza que vea
directo a los autos que pasan por ahí.
–¿Para qué?
–¿Cómo pues para qué? No te voy a explicar.
–Y vas a sacar permisos o lo vas a poner en la noche.
–Lo voy a poner sin decirle nada a nadie. Y no de
noche. Quiero que me vean ponerlo.
–No sé.
–Siempre es lo mismo. No sé para qué te cuento.
–Perdón. Seguí.
–No importa. Hablemos de otra cosa.
Éramos Elena y yo. Esa conversación la habíamos
tenido en su cama.
Pararon el auto de golpe.
–Bajate.
Me bajé. No había muchas casas alrededor. En la
oscuridad noté sobre todo terrenos baldíos. A un costa-
do de la calle había una quebrada llena de basura.
–Ahí capaz algún día lo encuentres a tu perro –dijo
el copiloto.
No dijeron nada más. Las llantas traseras patinaron
sobre la tierra y el auto avanzó. El copiloto sacó la mano
para despedirse. Se perdieron en la calle oscura que baja-
ba inclinada.

122
8.

Estaba emputado. No sé cómo explicarles. Hablé con


Elena y con David. Los dos tenían cosas que hacer. Igual
decidí ir a un bar a tomar algo. Mientras caminaba bus-
cando alguna movilidad que me llevara, recibí una lla-
mada de Maidana. Preguntaba qué estaba haciendo. Lo
invité a tomar unas cervezas.
Las primeras botellas las tomé solo. Después apare-
ció. Saludó agradeciendo la invitación varias veces. Yo no
quería hablar, así que nos quedamos en silencio. Luego
comenzó con las preguntas personales.
–¿Hace cuánto vives en la ciudad?
Le respondí.
–¿Has vuelto al pueblo?
También le respondí.
–Yo regresé algunas veces. Tampoco es que viva
mucho tiempo acá. Me vine buscando trabajo. Allá ha-
blan de vos, se acuerdan de vos. Acá encontré puestos
malos hasta que vi la serie y vi tu nombre en los créditos
y fui al Canal para rogar por un puesto, de lo que fuese,
aunque la paga fuera mala. En realidad, quería trabajar en
la serie para trabajar contigo, para estar cerca de vos. Sigo
la serie desde que salió. Admiro tu trabajo.

123
Ese día no tenía ganas de ser cortés. No lo miraba.
Desviaba la vista a cada rato. No respondí nada. No ha-
bía nada que responder.
–Lo que has hecho es muy bueno. Es algo nuevo. A
harta gente le gusta. A mí me gusta.
Yo sabía que era cierto, la serie era muy buena,
pero él lo decía para halagarme. Sus palabras sonaban
huecas, falsas.
–Yo también tengo ideas para otras series.
Continué callado. Podía ser que mi silencio lo em-
pezara a incomodar. O capaz eso era lo que lo alentaba
a decir cosas. A mí no me molestaba en lo más mínimo.
Dejé que siguiera hablando.
–Siempre quise ahorrar plata para viajar a Estados
Unidos y proponerle a alguna compañía desarrolladora
de videojuegos la idea para uno nuevo. O, si no, escribir
un guión y mostrárselo a un productor famoso.
Maidana era una mezcla entre el tipo más inge-
nuo del mundo y el más indescifrable, más bien, el más
artificial. Era un pelotudo. Antes yo le había hablado
de videojuegos. Era como si hablara únicamente de lo
que me interesaba. Copiaba mis gustos y elaboraba ver-
siones inferiores de mis ideas. Por un rato me animé a
seguirle la corriente. Quería darle una lección.
–Creo que se podría articular un buen videojue-
go basando la historia en El lugar, de Levrero. Hacer
como una adaptación de la novela. Manejar al perso-
naje principal y hacerlo desplazarse por lo que pasa en
el libro –dije.
Sabía que Maidana no tenía idea de quién era Le-
vrero. No sabía nada. Me preguntó si podía usar esa idea.

124
En esta ciudad nadie podría hacer nada con un concepto
como ese, menos él.
Maidana empezó a contarme el guión que tenía
pensado escribir y que en algún momento trataría de fil-
mar. Era una historia ininteligible que no esquivaba ni
un solo lugar común. Una película mal escrita para que
le guste a mucha gente. La trama era desorganizada y ni
siquiera tenía un final pensado.
–Las series y los videojuegos son el futuro de la
ficción –dije.
Lo había cortado para enseñarle algo. Quería mos-
trarle lo que sabía y lo que pensaba. En ese momento
me dio la gana de hablar de mí mismo, de las cosas que
tenía en la cabeza. Cosas que estaban a años luz de lo que
él formulaba sin matices con su voz estúpida. Miré una
mesa en la esquina y sequé mi vaso de cerveza.
–Además son productos masivos –dijo.
–Es una buena reflexión –dije–. Una perfecta y
acertada reflexión, Maidana. Te das cuenta, ¿no?
Era una idea pelotuda. General y trillada y pelotuda.
Empecé a aburrirme del tema y en ese momento dejé de
interesarme por averiguar si había algo relevante en su ca-
beza común y corriente. Maidana siempre sonaba falso y
forzado, pero nunca anticipé que fuera a caer en la pose del
creador propositivo y en búsqueda, que le cuenta a todo el
puto mundo en qué está trabajando, o dice que está traba-
jando. En ese momento ya no quería seguir callado. Hablé
largo sobre una idea que me rondaba la cabeza. Quería de-
cirle algo que lo deslumbrara, que le cambiara la forma de
pensar. Quería que me escuchara. Esta vez me importaba
marcar mi superioridad intelectual, que siempre fue clara.

125
–Más bien, el nuevo modelo de ficción debería ser
el de Los Simpson. Y no pues por su humor o lo que hace
crítica social o lo que está añadas en el aire. Tampoco por
sus parodias o referencias a la cultura pop. Lo que impor-
ta es su capacidad de rehacerse. Más o menos cómo pue-
de cagarse en su propio pasado, en lo que han hecho sus
escritores. Pocos pueden hacer eso con lo que han dejado
ya terminado. Lo que te quiero decir, es que es incohe-
rente y rompe su lógica. El pasado de sus personajes está
en continuo movimiento, no se queda quieto, se adapta
dependiendo de la trama de cada episodio.
–Y ya son varias temporadas, aunque las últimas no
son tan buenas.
–Por ejemplo, en relación a la boda de Homero y
Marge, cuando se casan, la ceremonia. Alguna vez tu-
vieron una fiesta y otra vez se casaron en Las Vegas. Lo
mismo con su compromiso. La cosa no es que funciona
para toda la continuidad de la serie. El pasado no es es-
tático y didáctico.
–Como lo que nos acordamos. La vida igual es una
suerte de narración.
–Lo mismo pasa con las construcciones. Las edifi-
caciones se mueven. La arquitectura de la serie es cam-
biante. A veces la ventana de la habitación de Homero y
Marge da a la avenida Siempreviva y otras veces da a la
casa de los Flanders. Todo depende del episodio. Habría
que conseguir esa falta de lógica. O falta de coherencia.
No sé. Por buscar lo correcto de la historia perdemos
de vista lo que importa al narrar, o para un juego o para
cualquier huevada. Igual solo te estoy dando ejemplos
con Homero y Marge. Hay miles más.

126
Maidana me miraba sin pestañar. Estaba quieto y
atento. Lo había deslumbrado. No soportaba más, cam-
bié de tema sin esperar que dijera nada sobre mi teoría.
–¿Cuándo fuiste al pueblo por última vez?
Me respondió. Cuando se calló, aproveché para ir
a mear.
En el baño miré el espejo. Capaz estaba más borra-
cho de lo que recuerdo. Mientras me observaba supe que
ese día no iba a parar. Había llegado a un estado en el que
se hacía evidente que lo que antes había pensado como
un viaje nostálgico al pasado y a la memoria era, en ver-
dad, un trance horroroso, que me hacía girar en una es-
piral imposible de detener. En la oficina, todos viajarían
temprano al Lago, no habría nadie. Presentarme hubiera
sido una pérdida de tiempo.
En el baño, las luces se apagaron por unos segundos.
Todo quedó quieto y en oscuridad. Era como si la línea
temporal de las cosas que pasan se hubiera suspendido
por un momento. Como si de repente el CD de la realidad
hubiera saltado debido a una raya en su superficie. O, más
bien, para pensar en mi infancia, como si el mundo fuera
una cinta de video y la única manera de ordenar lo que es-
taba viviendo, la única manera de calibrar ese momento en
el baño del bar, hubiera sido encontrar el botón de trac-
king y ajustarlo para que todo volviera a la normalidad.
Cuando salí del baño vi de lejos a Maidana. No ha-
bía pasado nada. Le pregunté si la luz se había cortado y
me dijo que no. Seguí tomando.
–Quiero mostrarte algo.
Maidana acercó su silla a la mía y sacó su celular.
Buscó entre los menús de archivos almacenados hasta

127
que encontró un video. Lo reprodujo. La calidad de la
imagen era mala. En la pantalla se proyectaba un cuarto
pequeño con las paredes manchadas y la cama desten-
dida. La persona que filmaba, que supuse era Maidana,
hacía un barrido de costado a costado intentando cap-
turar toda la habitación. En el fondo había un aparador
viejo con un espejo que no lograba reflejar a quien fil-
maba, pero sí creaba un doble del cuarto. Sobre el apara-
dor había cremas, perfumes y lociones. En medio de los
frascos divisé un caballo chino verde. No sé si fue por
la borrachera, pero tardé en reconocer la imagen. Era la
habitación donde habían matado a Alicia Villanueva. No
puedo explicarles exactamente qué pasó. Era como un
déjà vu o un mal viaje. Como una premonición, como si
a la vez estuviera mirando algo que pasaría en el futuro
pese a que ya había pasado, y ese futuro se veía de verdad
hecho mierda. Era como si estuviera mirando un hueco
y mientras más miraba la grabación, el hueco se abría y
me chupaba hacia su centro de nada. El video acabó y no
dejé de mirar la pantalla, que estaba en negro. Traté de
descubrir algo más, pero no había nada más. La sangre,
las sábanas revueltas, la ausencia del cadáver. Antes de
levantar la vista tomé un sorbo de mi vaso. No quería mi-
rarlo. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué le iba a preguntar? Opté
por lo cobarde y me hice al loco.
–No entiendo, Maidana.
–¿Qué no entiendes?
Afuera, en algún lugar cercano o lejano, sonó una
alarma de auto. El ruido del bar era el de siempre. No sa-
bía si volver sobre la grabación o retroceder para seguir
discutiendo cojudeces sobre juegos de video y guiones

128
que nunca se harían. Si hablar de lo jodido o de lo banal,
como si la diferencia fuera tan fácil de notar. Por suerte
habló él.
–Necesito un favor. Quería preguntarte si me po-
drías prestar plata.
Le dije que yo iba a invitar las cervezas, pero insis-
tió. Me pidió cien pesos. Le di cincuenta.
Había tomado mucho y Maidana se veía comple-
tamente sobrio. Ahora que lo pienso, no recuerdo haber
servido más de un par de vasos para él. No sabía si se
quedaría en la oficina o acompañaría a la producción.
–¿Mañana viajas con el equipo al Lago?
–Sí, estoy yendo. Salimos tempranito y filmamos
tres días. ¿No estás emocionado? Es el último capítulo
de la temporada. Igual tu cabeza debe estar con miles de
nuevas ideas para la segunda temporada.
No estaba emocionado. Además, tenía pocas ideas,
algunas líneas argumentales que pensaba plantear y con-
tinuar. Si quería que me siguieran pagando, tenía que la-
burar un poco en ello.
–No puedo esperar por saber qué va a pasar.
Había sinceridad en esa afirmación, no sé por
qué. Como les digo, estaba totalmente borracho. En ese
momento sentí por Maidana algo parecido al cariño, la
nostalgia de lo que uno deja atrás. Lo miré como a un
verdadero compatriota, como a alguien que me enten-
día. Acerqué mi cara a la suya, tratando de enfocar mis
ojos en los suyos. Necesitaba imponer mi presencia, ne-
cesitaba que supiera que yo era mucho más importante
y talentoso que él. La serie era mi creación y él, solo un
admirador, un seguidor. Le conté la trama del último ca-

129
pítulo. Le conté qué pasaba y qué tenía planeado. Le con-
té lo que tenía guardado. Le conté lo que para mí era una
genialidad, quería que él lo supiera.
En algún momento de la noche Maidana me dijo
que me acompañaría a mi casa. Casi me llevó cargado a
la puerta de mi edificio. Le agradecí y lo abracé antes de
entrar al lobby. Apenas podía caminar. Disqué el número
de Elena, pero no contestó. Me boté vestido en la cama
y cambié canales en la televisión. Tenía varias lagunas de
la noche y no podía llenarlas con recuerdos reales. Dormí
con ropa y con Perro muriéndose de hambre sobre mis
piernas.

130
9.

En un artículo de internet leí que los jugadores de video-


juegos tienen más posibilidad de recordar sus sueños y
que estos son más lúcidos. Por esa época yo tenía sueños
raros y recordaba casi todos. Solo les relataré uno para no
cansarlos. No estoy seguro de qué significa, o si verdade-
ramente tiene que significar algo, pero igual lo transcribo
para que lo lean.
El sueño comienza conmigo durmiendo en la cama
de mi departamento, aunque el cuarto tiene el techo más
alto y las paredes son oscuras. Estoy sin colchas y lo que
me despierta es el frío. La cama es suave, casi que me
hundo en ella. También más amplia que la real. Al fon-
do del cuarto reconozco unas cortinas rojas que cubren
la pared. Salgo de la cama y voy a tocarlas. Antes doy
la vuelta. Miro la cama. Al centro hay solamente el hilo
blanco de una mecha de vela, pero sé que es una mecha a
medio quemar que está apagada sobre el colchón. Abro
las cortinas, detrás no está la pared.
Salgo a un bosquecillo nocturno. Es parecido al de
Yubarta, pero es como si fuera artificial, no orgánico. Pa-
rece un bosque del norte de Estados Unidos o de Canadá
mezclado con uno de las afueras de la ciudad. Camino
entre troncos aserrados en el suelo. Luego comprendo

131
que no son troncos de árboles, sino torsos calcinados
de personas. Sin brazos, sin piernas y sin cabezas. Puedo
distinguir una gran cantidad de ellos. Trato de no rozar
ninguno. Siento una mezcla de asco y de miedo. A lo
lejos brilla una laguna, iluminada desde abajo como una
piscina con focos en las paredes. Al otro lado de la masa
líquida, reconozco una casa de arquitectura delirante, que
abunda en inútiles simetrías y repeticiones maniáticas.
Las ventanas no son cuadradas. Cada una está duplicada
por otra, exacta, idéntica. Hay dos puertas de entrada. En
la decoración de la fachada los motivos se duplican, no
tengo ni tiempo ni vista para contarlos. El camino largo
que lleva a la casa está limitado por barandas a cada lado,
cada una sostenida por balaustres con espinas que salen
de sus costados. Todo parece haber sido abandonado y
no veo a nadie alrededor. Los árboles parecen esculturas,
la naturaleza parece sustituida por imitaciones.
En la orilla de la laguna veo la silueta de algo o
alguien en cuclillas. La criatura mete su mano en el agua
y la lleva a su boca. Parece beber. Primero pienso que es
un mono sentado o un híbrido de oveja y de hombre. No
quiero que me vea, me escondo entre unas totoras altas.
Al meterme en ellas algo corta mi mano. Sangro. Las to-
toras están envueltas en alambre de púas. Me chupo la
palma, el gusto ferroso de la sangre invade mi boca, y
la seca. Levanto la mirada y la silueta ahora toma forma
humana, el cabello largo flota en el agua y va dibujando
una estela negra. La criatura es un hombre. Ya no bebe
más, se lava la boca que mancha un líquido negro y pega-
joso, como alquitrán, que chorrea y le ensucia la quijada y
el cuello. A un costado tiene una canasta. No sé qué hay

132
dentro, pero sé que ahí hay algo que me interesa. Quiero
salir de las totoras que me tienen rodeado. Creo que quie-
ro hablarle. Para no lastimarme más, miro con cuidado
dónde pongo el pie y dónde pongo la mano. Las totoras
son más altas y más gruesas. Cuando logro salir, la laguna
ya es muy pequeña y el hombre o la criatura ya no está.
La laguna es un charco con agua luminosa, que empieza
a hervir, en la superficie brotan a borbotones unas bur-
bujas grandes. Escucho el ruido que hacen al emerger
y reventar. Empiezo a oír otras explosiones que se van
acercando desde atrás de los árboles. A los pocos metros,
los árboles estallan en astillas que cubren el piso y todo
lo que me rodea. La casa, que ahora es un edificio de
varios pisos, se derrumba. El charco ya no tiene agua, lo
rellenan unos huesos pequeños. De pollo parecen. Corro
alejándome de lo que fue el bosquecillo. Busco la cortina,
pero donde estaba mi cuarto hay ahora un sembradío tu-
pido. Las plantas son altas y moradas. No sé si meterme
en él. Las explosiones se acercan. Me da miedo. Corro
hacia el sembradío y decido que no tengo otra, así que
me meto. Las plantas son mucho más altas que yo.
En ese instante despertaba.

133
10.

A diferencia de todos los demás, el quinto episodio al em-


pezar enganchaba exactamente con la última escena del
anterior. La Dueña del Hotel y el Forastero sentados fren-
te a frente, sin hablar, con la barra del lobby por medio.
Él miraba la fotografía y ella lo miraba a él. El Forastero
alzaba la vista y explicaba que no recordaba nada.
“No recuerdo nada de esto”.
No se acordaba del pueblo ni nada que tuviera que
ver con la foto, menos todavía haber conocido al padre
de la Dueña.
“Ni cuándo sacaron la foto, ni si lo conocí o no a
tu padre”.
Le pedía a la mujer algo escrito con la letra de su
padre. Ella traía el registro de los huéspedes, un cuader-
no grande. Él sacaba del bolsillo trasero de su pantalón
el papel con la dirección del Hotel. Comparaban las es-
crituras. Era la misma letra. Comenzaba el montaje de
apertura.
“Si la nota que he encontrado es de tu padre, ¿por
qué quería que viniera al pueblo? ¿De dónde me conocía
si acá nadie me ha reconocido?”.
La mujer decía que no sabía. Al rato decidía que era
tarde, que estaban cansados. Él la acompañaba hasta la

135
puerta de su cuarto. Ella lo invitaba a entrar. El Forastero
entraba y cerraba la puerta.
En la mañana comenzaba la celebración de la fies-
ta. Un platillazo daba pie a una secuencia que mostraba
la entrada de los bailarines, las autoridades en el palco,
la música, las cajas de cerveza y los puestos de comi-
da que humeaban. Los bailes típicos se fusionaban con
otros más nuevos. La mayoría de los trajes de los baila-
rines tenían figuras acuáticas o terminaban en colas de
ballena, algunos bailarines usaban grandes máscaras de
peces. También las matracas tenían forma cetácea. Las
calles estaban llenas de gentes. De los personajes de la
serie conocidos hasta ese momento, todos estaban en la
fiesta menos el Asesino, que seguía encerrado, y Ana, que
cuidaba a su bebé en el cuarto. Le frotaba con torpeza las
manchas utilizando una pomada.
Sin separarse el uno de la otra, el Forastero y la
Dueña del Hotel se mezclaban con la gente. Armenteros
decidía ir a descansar a un bar. No podía continuar con la
investigación. El Asesino miraba todo desde su ventana.
El flashback de este episodio trataba sobre el ase-
sinado, el Dueño del Hotel. Está escribiendo una carta.
Se mueve con prisa y mira todo el rato sobre sus hom-
bros. Escribe sin parar. Al terminar coloca la carta en
un sobre. Luego saca unos papeles de la caja fuerte que
está en la pared del fondo. Ordena todo en ese cuarto,
que es el suyo. Mientras tanto, abajo su hija atiende a los
clientes. Se escabullé al cuarto de ella. Entra y entre sus
pertenencias esconde la fotografía donde aparece con el
Forastero. Vuelve a su dormitorio y la llama. Le enseña la
combinación de la caja fuerte. Le explica cosas de la plata

136
y de su testamento en caso de que se muera. Ella le dice
que no hable sonseras. Le muestra dónde están los docu-
mentos importantes. La mujer no presta mucha atención
y sale apurada. Baja las gradas para seguir atendiendo en
la barra y la recepción. El hombre cierra la caja fuerte.
Otra vez en el día de la fiesta, el detective bebía vaso
tras vaso de un líquido, turbio como la chicha. Cuando
estaba chispeado aparecía el viejo tuerto que había visto
afuera del Hotel. El anciano se sentaba al lado de Armen-
teros. Le costaba mucho subirse al taburete. Estaba más
borracho que el detective.
“Invitame un trago”, le decía. Armenteros no se
movía y tampoco lo miraba. “Invitame. No seas así. Uno
nomás. Invitame”.
El cantinero le servía un vaso. El viejo estiraba la
mano para alzarlo, pero Armenteros lo tapaba con su
palma. No decía nada. El viejo fruncía el ceño y empeza-
ba a forcejear para llevarse el vaso. Armenteros lo empu-
jaba, alzaba el vaso y acababa el líquido de un sorbo. El
cantinero volvía a servirle un vaso al viejo. El detective,
actuando maquinalmente, sin cambiar el semblante, le
daba un manotazo al vaso, que caía al suelo donde todo el
contenido se chorreaba. En ese momento, todos los que
estaban tomando en el bar se enfrascaban en una pelea.
Llegaban varios policías, pero no arrestaban a Armente-
ros. Entre dos lo cargaban hasta el Hotel. Lo metían a su
cuarto. Se dormía apenas se acostaba.
El Forastero se mostraba sorprendido y seducido
por todo lo que pasaba. Llevaba de la mano a la Dueña
del Hotel, jalándola sin cuidado. En algún momento de la
festividad, a través de los bailarines divisaba al otro lado

137
de la avenida a una vieja que los miraba con atención. La
escena bajaba de velocidad y avanzaba en cámara lenta.
Él se daba cuenta de que la mujer susurraba algo. En
primer plano se veía que sus labios, que escupían saliva
y dejaban ver unos dientes amarillentos, se movían sin
producir sonido. La música de la banda subía de volumen
y todo retornaba a la velocidad normal. La vieja dejaba
de fijarse en él y se alejaba. El Forastero quería llegar
hasta ella, pero la entrada no lo dejaba cruzar la avenida.
Esquivando a los bailarines alcanzaba la otra acera y se
metía en la calle por donde la vieja se había perdido. No
la encontraba. La Dueña del Hotel aparecía corriendo y
preguntaba qué había sucedido. Él describía a la ancia-
na. A ella no le sonaba a nadie conocido que viviera en
el pueblo. Quedaban frente a una vitrina, era una tienda
de libros antiguos, manuscritos e impresos. A través del
cristal él reconocía un fajo de papeles, como el borrador
de un guión, o una novela o un diario.
“Ese es mi nombre”.
“¿Tu nombre? ¿Cómo sabes?”.
“Acabo de acordarme. Es mi nombre. Así me llamo”.
Arriba del nombre estaba el título, El agua en el uni-
verso. La tienda estaba cerrada.
“Hay que esperar hasta mañana, cuando se acabe la
fiesta”, decía la mujer. “Vamos a volver mañana”.
El Forastero miraba el legajo a través del cristal.
Ella lo agarraba de la mano y lo llevaba de vuelta hacia
la entrada, donde los bailarines seguían con su danza y la
banda con su música.
El festival pasaba y la celebración se iba apagando.
Las danzas habían acabado pero la gente continuaba con

138
su festejo. Las calles se veían mugres. Restos de decora-
ción, basura, botellas vacías o rotas, latas sucias. Lámpa-
ras y faroles iluminaban la decadencia de la noche. Agua
Oscura se tranquilizaba. A lo lejos, una música de banda
seguía sonando.
Armenteros despertaba. El cuarto estaba a oscuras
pero no en silencio, se oían trompetas y un bombo lejano.
Era noche cerrada. Agarraba su cabeza con las manos.
Bebía agua de una jarra que tenía en la mesa al lado de la
cama. La máquina de escribir seguía en el mismo lugar,
intacta. El detective la miraba. Luego revisaba su libreta.
En ese instante se oían unos quejidos lastimeros, un la-
mento desgarrador, bajito. Ana lloraba en el piso de un
baño. Abrazaba el cadáver de su bebé, que había muerto
en el transcurso del día de fiesta. Se mecía y nunca dejaba
de sollozar mientras sostenía y besaba a su hijo. El llanto
se elevaba más fuerte y ronco. Los lamentos alternaban
con gritos y aullidos. Un llanto patético, difícil de tolerar.
Sobre negro, se seguían escuchando los gemidos y las
lamentaciones.

139
11.

Al día siguiente volví a emborracharme sin pensar en las


consecuencias. No quise parar. No era el momento. Seguí
así unos días y me perdí de todo. Sabía que no tenía que
tomar de la manera en que lo estaba haciendo. No con-
testé el teléfono ni revisé mi correo. En algún momento,
no recuerdo cuándo, porque ese tiempo fue muy difuso,
quise mandar el guión del capítulo final. En el Canal me
dijeron que no había problema, que estaba todo solucio-
nado. No supe cómo responder o qué decir. Me dijeron
que habían encontrado el archivo del guión en mi com-
putadora de la oficina. Uno de los técnicos de sistemas
había accedido sin necesidad de utilizar mi contraseña. A
esa versión que yo tenía ahí le faltaban notas y aclaracio-
nes. No me importó.
La mayor parte de ese tiempo me acompañaron
Elena y David. Todavía estaban obsesionados por el
tema de las sombras y con tal de tener a alguien cerca yo
les seguía la corriente.
Junto con otras personas, que yo conocía por el
nombre, hicieron estallar unos cuantos cajeros automá-
ticos y los marcaron con spray para que se reconociera
como un acto del grupo. Explosiones que casi todas de-
jaron inservibles los aparatos. Los vi luego de que pasó.

141
Tenían las uñas manchadas de pintura y reían como si
fueran niños divirtiéndose. Me hacían a un lado.
–Tenemos más planes –dijo Elena.
Cuando le pregunté por qué lo habían hecho, le
sonrió a David, que fue el que habló.
–Ahí entras vos.
No sabía de qué mierda hablaba. Tampoco le pre-
gunté. Igual no paró y siguió con sus huevadas.
–Desde que nos hablaste de las sombras hemos ido
ideando varios planes, pero tenemos que verlas para sa-
ber qué hacer.
–No las tengo.
Anticipé lo que iban a proponerme y en ese mo-
mento no sabía si estaba de acuerdo o no.
–Ya nos has dicho. Lo único que tienes que hacer
es llevarnos para que las veamos. En internet no hay mu-
chas –dijo Elena.
No fue tan directa como David, pero igual notaba
en su voz un interés exagerado, un interés que deno-
taba que en su búsqueda no importaba para nada qué
pensaba yo del asunto. Me soné la nariz. Volví a hacer-
lo, más fuerte.
–No sé –dije.
Habían pasado tantos años.
–Lo único que necesitamos con Elena es que nos
abras y nos digas justo dónde están.
Traté de llevar la conversación hacia otro lado. Es-
taba seguro de que volveríamos a lo mismo.
–¿Para qué quieren ver las fotos?
–Queremos verlas y que nos las des. Queremos en-
contrar la imagen perfecta, una sombra que no se pueda

142
encontrar fácil, que no se conozca mucho. Pero que se
vea clara, que uno pueda imaginarse la persona a la que
perteneció –dijo Elena.
No dije nada. Se turnaban para hablar. Para no abu-
rrirme, actué como si lo que decían me importara. Mis
reacciones eran exageradas. Mis gestos eran los de una
actriz de novela mexicana.
–Cuando consigamos una así, vamos a ampliarla a
tamaño real y vamos a pintar el esténcil en alguna pared
del Centro –dijo David.
–Igual no sabemos bien qué vamos a hacer. Por eso
queremos ver las fotos –dijo Elena.
Antes ya habían grafiteado otras paredes con otros
mensajes. Recuerdo uno de los grafitis. Pintaron sola-
mente el marco de una pared. Lo único pintado eran los
bordes. Creo que fue en el muro de la Alcaldía.
–Hemos averiguado algo sobre las sombras, pero
queremos saber más –dijo David.
–Son como recuerdos marcados, recuerdos hechos
materia. Es como si la memoria se hubiera trepado al
muro –dijo Elena.
Les hablé del Escuadrón 731.
–Unos tipos les querían meter a los prisioneros
sangre de animales.
No escuchaban. Siguieron hablando por turnos.
–Hay varias cosas que quedan de la bomba, pero las
sombras son lo más raro. Tomá más despacio, te acabas
de chorrear.
No me molestó que Elena me riñera. Seguí toman-
do de mi vaso.
–¿No les da asco la especie humana? –dije.

143
No contestaron. Elena me pasó una servilleta y
continuó hablando como si me importara.
–En el museo de Hiroshima hay hierros quemados
y quebrados, derretidos, como carne. También hay pieles
humanas que flotan en frascos, mostrando heridas, pero
no son lo mismo que las sombras. Hay también piedras
que ardieron y reventaron.
Había escuchado antes ese discurso, parecía que
Elena se lo sabía de memoria. David hablaba como un
profeta que se queja del mundo.
–En documentales y en internet pasan imágenes
repetidas de las espaldas ampolladas. O una del niño que
muestra los dientes con la boca hecha mierda, sin labios,
como sonriendo. Un doctor o doctora protegido por un
barbijo lo cura con pinzas y algodón. ¿Las viste o no?
Con Elena las vimos. También la filmación de bebés con
pelo chamuscado. O extremidades dobladas y malforma-
das. Todo en blanco y negro, nunca en colores.
Tenía razón. Ahora hablaban solo ellos. Los dejé.
No tenía nada que decir. No me daba ganas de hablar.
Estaban enajenados mientras decían todo esto. Casi no
tocaban sus vasos. Sospeché que era un tema del que ha-
bían charlado antes, que habían dicho las mismas cosas,
pero ahora las repetían para expresarlas. Nadie las dis-
frutaba más que ellos dos. David era el más efusivo. Solo
él disfrutaba las cojudeces que decía, era el que más se
regocijaba al escucharse. Ya les he dicho qué tipo de per-
sona era David.
–Siempre miramos lo obvio de la guerra. Con suer-
te vemos luego el conteo de muertes, pero es imprescin-
dible pensar en el periodo después de la bomba.

144
Desconfíen de las personas que en una charla usan
la palabra imprescindible.
–Como te decía, el periodo que vino después de
la explosión de Hiroshima se llamó lluvia negra
–Lluvia negra. Yo sé. Te dije, creo –dije.
–Fue lo que le siguió a la explosión y les pegó a
los japoneses casi tan feo como el estallido. Los cagó.
Era polvo radioactivo, ceniza radiactiva. Y los efectos los
vemos en los cuerpos maltrechos y cancerosos. Se cae
el cabello, las hemorragias no se detienen, salen puntos
morados en la piel. Es la enfermedad atómica. Un mal
que dura toda la vida.
Lo que decía era muy obvio. David hablaba tam-
bién para las otras mesas, para que las personas sentadas
en las otras mesas lo escucharan. A los demás les im-
portaba poco, pero David gesticulaba y levantaba la voz.
Sonreía y reía. Tomaba de su vaso sin borrar ese gesto de
autosuficiencia.
Sé que muchas de estas charlas suenan artificiales
y tal vez a ustedes les choquen. Esto puede ser porque
las reconstruyo a partir de lo que me acuerdo, no son
naturales, no es una grabación, no las estoy transcri-
biendo. Pero también puede ser que estén escritas fiel-
mente y que lo artificial sean la charla y las opiniones
mismas de David.
Elena lo miraba atenta. Tomó un sorbo luego de
mucho tiempo de no hacerlo.
–No me embutas el trago. Estoy tomando a mi rit-
mo –dijo Elena. Exageraba. No le estaba embutiendo
nada. Solo brindaba con ella–. También hemos hablado
con David de las mutaciones que produce una bomba.

145
O cualquier explosión. La cosa es que eso creado por el
humano ha permitido otras formas. ¿Te acuerdas de los
animales mutantes de los que nos hablaste?
Me hablaba a mí. Le dije que sí, que me acordaba.
Pero me detuve. No completé su reflexión. No quería
que hablara de mutaciones. No quería que hablara de lo
que cambia.
–Por esto queremos ver las sombras.
Estaba muy borracho, como muchos de esos días.
Ni se imaginan cuán borracho estaba. Estaba hecho
mierda. Me sentía mal.
–Somos mutantes viviendo entre mutantes. Gente
horrible. Todos. Rodeados de asquerosos –dije.
No me respondieron. Ni sé si se dieron cuenta de
mi estado. Ni sé si entendían lo que decía.
Somos más deformes, más modificados, más feos
de lo que creemos. Todos experimentamos algún tipo de
radiación cuando el mundo nos da de golpe al salir de la
panza. Nacer es eso. Vivir es deformarse, luchar contra
las secuelas radiactivas. Lo que les acabo de decir también
suena forzado, pero es así como funcionaba mi cabeza en
ese momento. Seguí. Si pudiéramos ver, me refiero a ver
de verdad, nos descubriríamos malformados, con protu-
berancias o quemaduras, nos daríamos asco. Encontra-
ríamos ese asomo de cabeza que nos crece como joroba
en la espalda y que tal vez es nuestro hermano siamés
desaparecido que se fundió a nuestro cuerpo o tal vez es
un tumor. Podríamos darnos cuenta de la piel que se nos
va cayendo a pedazos.
Elena y David siguieron hablando de la bomba y de
la guerra y de las sombras. Yo por suerte estaba ido y ape-

146
nas entendía la conversación, me costaba seguirla. De rato
en rato decía alguna huevada y luego tomaba. Pensé en
la bomba. Gracias a ellos estaba nostálgico. Ojalá ustedes
entiendan el objetivo de usar esta última palabra tan bolu-
da. Todos vivimos un parteaguas, algo que cambia nuestra
vida y la manera en que concebimos el mundo drástica-
mente. No nos toca a todos en el mismo momento. Una
cicatriz que es una metamorfosis. Y todos nuestros par-
teaguas se remontan a la cicatriz que dejó la bomba en
Hiroshima y que la fuerza expansiva del estallido atómico
expandió hacia adelante y hacia atrás, hacia el pasado y el
futuro. La ceniza cubrió para siempre el tiempo y el mun-
do. La bomba llegó hasta acá. Impacta en lo que les escribo
y ese día había impactado en el bar y en nuestras palabras.
Así es, la historia siempre se mete por la ventana, siempre.
Acepté de mala gana volver a Yubarta sin saber bien
lo que hacía. La cojuda expedición partiría muy pronto,
demasiado pronto, y además de Elena y David vendrían
también unos cuantos de esos inservibles que los seguían
y ayudaban en todas sus conspiraciones. En los días que
siguieron, los dos se juntarían cada vez más entre ellos
y su grupo y actuarían como una secta o una comuna
clandestina, aunque no fueran ni una cosa ni otra. Los
vi menos y cuando lo hice no me incluían en la charla. A
menudo susurraban o se iban abruptamente, dejándome
parado y solo en donde estuviéramos. No reparaban en
nada. Desaparecieron por un tiempo y sólo nos volvimos
a encontrar para viajar a Yubarta. Después de eso tam-
bién se perdieron durante varios días.

147
12.

Después de un periodo autodestructivo, paré. Unos días


antes había tratado de hablar con los ejecutivos del Canal,
pero solo me atendió una de las secretarias. Me dijo que
todo andaba bien. Aunque yo no estaba seguro, me dio
flojera insistir.
La noche del estreno del episodio final me quedé
todo el día botado en cama cambiando canales. Apagué
mi celular. No quería saber nada de nadie. Capaz ustedes
deben estar pensando que de todas maneras nadie me
llamaría, y es verdad, nadie llamó. No sabía cómo les ha-
bía ido en la grabación, si hubo problemas o si lograron
lo que querían. En ese momento, el chaqui me jugaba
una mala pasada. Estaba arrepentido de no haber viajado
para la filmación, de no haber estado más presente en la
revisión de los episodios, de no haber sido mejor.
Perro se quedó a mi lado todo el tiempo. Solo él
comió, porque en el refrigerador yo no tenía nada. Me
inquietaba salir a la calle y si pedía algo habría tenido
que cruzar alguna palabra con la persona que trajera
la comida.
El episodio empezó puntual. Mi cuarto estaba a os-
curas y Perro dormía. Quise despertarlo para que viera la
tele, pero lo dejé.

149
El Detective hablaba directamente a la cámara. De-
cía que al revisar su libreta, cuando se despertó de noche,
el día de la festividad, pudo deducir varias cosas.
“El camino se estrecha, pero los últimos pasos son
siempre los más oscuros y difíciles”.
No se sabía con quién estaba hablando. Aparecía la
presentación de la serie.
Varias tomas filmaban lo que quedaba después de
la fiesta. La basura, borrachos en el suelo, la tarima de las
autoridades vacía, con sillas volteadas, graderías desier-
tas, el piso lleno de desechos, mistura y serpentina.
Amanecía y la mañana transcurría. Los del pueblo
se enteraban de la muerte del bebé. La consternación,
las preguntas, el morbo. Intentaban sacar del baño a
Ana y al cadáver de su hijo, pero no lo lograban. No
se volvía a saber nada del Detective hasta casi el final
del episodio.
El Forastero estaba empecinado en averiguar algo
sobre la anciana que el día anterior había visto en el Fes-
tival. Salía del Hotel y, de manera extraña y como teledi-
rigida, llegaba hasta una cabaña al borde del pueblo. La
puerta se abría y en el umbral aparecía la anciana.
“Entrá”.
El Forastero entraba. La cabaña era de madera. A
diferencia del exterior, adentro estaba oscuro. Al centro
de la sala, sobre una mesa, humeaba algo dentro de un
recipiente hondo y pequeño. El Forastero se sentaba en
un sofá roto. La vieja se le acercaba y se acomodaba a
su lado. Le hablaba de algo monstruoso y hermoso que
tenía que ver con las ballenas. Le repetía eso mismo, lo de
monstruoso y hermoso, del Lago.

150
“Desde hace unos años algo le está pasando al
Lago. Yo nací acá, en este pueblo, pero ya no es lo mis-
mo. Algo ha cambiado y el cambio está tocándolo todo”.
El Forastero quería saber más. Preguntaba más cosas.
La anciana metía los dedos en la vasija humeante.
“Me ha dado mucha pena lo que se ha muerto ese
bebé”.
Volvía a hablar de Agua Oscura, del Lago y del
bebé. También decía algo sobre las ballenas.
“Váyase nomás”, le decía al final.
El Forastero se ponía de pie y caminaba hacia la
puerta. Afuera, la cámara filmaba la cabaña de frente. Él
salía y por un momento permanecía en el umbral. Una
luz roja brillaba en el interior, que se veía a través de la
puerta abierta. De esa oscuridad roja salía el Forastero. A
sus espaldas, la puerta se cerraba lentamente.
El Forastero volvía al Hotel. Se echaba vestido so-
bre la cama en su dormitorio y trataba de dormir para
pasar el chaqui. Soñaba su sueño recurrente. El auto, los
faros, el árbol en llamas. Desde ese momento, el episodio
se volvía misterioso, críptico, con algunos rasgos de una
película de terror.
El siguiente flashback era el que tenía que ver
con Armenteros. El ambiente natural es diferente al
de Agua Oscura. Hay más vegetación, todo está nu-
blado y se nota que hay mucha humedad. Al borde de
un pantano hay varias patrullas. Armenteros mira una
grúa que saca un auto del agua turbia. De la ventana
del pasajero cuelgan el torso y los brazos de un cadá-
ver. El vehículo se desprende del gancho de la máquina
y cae al agua.

151
“Cuidado, carajo. No sean pelotudos”, grita Ar-
menteros.
Un suboficial le pasa un folder, que lo ojea. Fasti-
diado, bota los papeles al interior de su auto. Aparece un
oficial de mayor rango y lo increpa.
“No sé si puedas salir bien parado de esta”.
Armenteros mira a su superior con rabia, pero ni
hace ni dice nada.
El oficial de mayor rango se aleja. A medio camino
da la vuelta.
“Estás fuera”, le dice. “Te voy a asignar a otro caso.
Lejos. Te va a hacer bien cambiar de aires”.
Armenteros reclama y amenaza que va a dejar la
fuerza policial.
“Allá vos. Mañana te paso los detalles. Si no quieres,
avisas con tiempo. Luego de esto, te vas a acostumbrar a
viajar seguido”.
Armenteros patea furioso la puerta de una patrulla.
De nuevo en el presente de la trama, el Forastero
despertaba sobresaltado y decidía bajar para encontrar a
la Dueña del Hotel. Cuando llegaba al pasillo en todo
el pueblo se cortaba la luz. Bajaba las gradas a tientas.
Daba vueltas por el hall pronunciando el nombre de la
mujer, pero no la encontraba. Cuando trataba de volver a
su habitación, sentada al borde de las escaleras descubría
a una niña de camisón blanco, que le hacía un gesto de
silencio poniendo su dedo índice sobre los labios. Con
otra seña le indicaba al Forastero que se aproximara. Él
se acercaba.
“Se ha ido con las ballenas”, le decía.
El Forastero se quedaba quieto. No sabía qué hacer.

152
La siguiente imagen era la del Detective entre las
sombras de la Comisaría. No había ningún policía y él
miraba el interior de la celda. La luna iluminaba una fran-
ja delimitada del cuarto a través de la ventana. Como mu-
chas veces en la serie, el Asesino estaba sentado al borde
de la cama. Esta vez con la cabeza gacha.
“Pase, detective”.
Por primera vez en toda la temporada hablaba con
Armenteros. En ese momento me puse nervioso. Perro
dormía tranquilo, pero yo empecé a sentirme cada vez
más incómodo. Todo el capítulo seguía mi plan y mis
ideas, pero en mi guión el Asesino nunca le hablaba a
Armenteros.
Él entraba a la celda, callado, caminando tranqui-
lamente. Se sentaba en un banco que había arrastrado al
interior. El Asesino buscaba debajo de la cama y sacaba
un celular.
Yo ya no entendía nada. Eso no tenía que pasar. Me
había incorporado y estaba sentado con las colchas hasta
la cintura, sin apoyar en nada la espalda.
Armenteros agarraba el celular y miraba la pantalla
que brillaba. Luego levantaba la vista.
“Lo sabía”, decía con un tono pesado. Sonreía. Yo
no lo podía creer, sonreía.
En ese momento sonaban los ruidos de debajo
del catre.
Yo no entendía qué mierda pasaba. Quieto, con
el control en la mano sobre la colcha, miraba lo que
sucedía en el televisor. No podía reaccionar. Era muy
mala la respuesta de Armenteros. Yo nunca hubiera
pensado algo así.

153
En la siguiente escena, el Forastero salía corriendo
del Roca del Este y se dirigía al Lago. En la orilla encon-
traba a la Dueña del Hotel parada frente al agua. La luna
llena iluminaba la noche. Ella estaba de espaldas. Inmó-
vil. Esto sí estaba en mi guión. El hedor del aliento de las
ballenas era inaguantable. Es obvio que el espectador no
podía sentirlo ni olerlo, pero esto era lo que pasaba y el
Forastero lo sentía. Él la llamaba, pero ella no se daba la
vuelta. De pronto se oían los cantos de las ballenas que
de a poco crecían en intensidad y volumen. Él quedaba
algunos metros detrás de ella, que no se alejaba de la ori-
lla. Solo se veía su espalda y su cabello suelto. Los cantos
seguían subiendo de volumen y cada vez más distorsio-
nados, ahora sonaban como una sierra o una lijadora. La
pantalla se ponía negra. Se oía a la Dueña del Hotel.
“No es un lago, es un océano”.
Cuando se mostraron los créditos no lo pude
creer. En lugar del mío, aparecía el nombre de Maidana
como guionista del capítulo. Mi nombre no estaba. Él
había metido la escena del celular. Había robado y ma-
nipulado mi idea.
Perro me miraba echado. Lo primero que hice fue
tratar de encontrar a Maidana. No sabía qué le iba decir.
Su teléfono estaba apagado. Escuché completo el mensa-
je que me mandaba al buzón de voz. Traté dos veces más,
pero nada cambió.
Golpeé la cama con una mano. Perro bajó despacio
y salió del cuarto. Luego intenté con el Canal. Nadie con-
testó. Probé con los números que tenía a mano, el de un
ejecutivo, que no contestó, el de uno de los productores
y el del Director. Me di cuenta que no tenía casi ningún

154
teléfono de referencia de la gente relacionada a la pro-
ducción de la serie.
Luego de intentar harto tiempo pude hablar con el
productor que me había contactado para firmar el con-
trato. Entre gritos nerviosos y balbuceos le pregunté qué
carajos había pasado, por qué me habían cagado. La idea
era mía, no de Maidana. Me explicó con calma que me
buscaron esos días y no me encontraron. Sabía que men-
tía. En algún momento, Maidana ofreció el guión con el
final. A los ejecutivos la idea les gustó. Además estaban
hartos de mí. No me dijo esto último, pero lo sugirió.
Maidana había explicado que fue difícil superar mis ideas,
pero que había pensado en ese final desde que vio el pri-
mer episodio de la serie. El productor me dijo que para
él la temporada terminaba muy bien y que lo del celular
era algo genial. Si de verdad el episodio era mi idea y no
de Maidana, me dijo, le parecía que todo encajaba y que
el Asesino le hablara por fin a Armenteros era una gran
idea. Colgué. No había nada que hacer. Llamé al Canal y
esta vez contestó la secretaria. Cuando le pregunté, me
contó que Maidana había ido a la oficina ese día a recoger
un cheque, que luego no lo volvió a ver y que no sabía
nada de él. Me dio el mismo celular que yo tenía. Sabía
que era inútil, pero volví a probar con ese número. Nada.
Apagado.
Apoyé la espalda en el respaldo de la cama, lleno
de rabia.
Durante la noche traté de conciliar el sueño o pen-
sar en otra cosa, pero no lo logré. El cuarto estaba oscuro
y Perro dormía a mis pies. El resplandor del televisor
rebotaba en las paredes, en el techo y en mi cara.

155
Tercera parte

SOMBRAS DE HIROSHIMA
1.

Estaba frente a la casa. Había pasado una década desde


la última vez y en mí nada se despertaba. Estaba más
sucia, vieja y percudida, pero era la misma casa. Hace
años que nadie la habitaba. En mi departamento de la
ciudad, una noche antes de regresar, imaginé mi cara
llena de lágrimas, a mí de rodillas, agarrando los pastos
como si fueran cabellos. No sé, todas esas huevadas
que aparecen en las películas. Pero nada de eso pasó.
Supongo que lo pueden imaginar. Llegué, abrí la reja y
entramos.
Estaba frente a la casa. Era como si nada hubiera
cambiado. La mayoría de ustedes reaccionarían igual en
un caso como este.
La propiedad estaba a media hora de la ciudad. An-
tes el viaje era más largo. Una carretera asfaltada acortó
el trayecto. La ciudad se había comido el espacio natural
que la separaba del pueblo, que ahora era un barrio más.
Sería inútil que ustedes encontraran en esto una metáfora
cojuda o una reflexión llorona sobre el progreso y el re-
greso o sobre la periferia y el centro. Estas cosas pasan y
listo, ya lo saben bien ustedes.
Le di la llave a Elena. Les expliqué dónde quedaba
el escritorio. Yo entraría por atrás.

159
Rodeé la casa mientras por las ventanas miraba los
cuartos abandonados. Tapados con sábanas, los muebles
seguían en la misma posición. El jardín estaba descuidado
como siempre. A través de los vidrios vi entrar al grupo
entero y recorrer los pasillos. Se veían emocionados. Ele-
na los guiaba. Ella y David me habían preguntado algo
sobre la serie. No les conté nada. Les dije que había sido
mi culpa y cambié de tema. Los distraje con la propuesta
de abrirles las puertas de Yubarta.
En ese momento no me parecía real que después
de tantos años si yo regresaba a esta casa fuera para reco-
ger fotos de animales mutantes y de sombras sin cuerpo.
Había dejado que las cosas pasaran, no solo ese retorno
a Yubarta, y el torrente que se había formado era im-
posible de detener. Todo el lugar parecía engañado con
una parálisis progresiva, fuera de ritmo con el resto del
mundo, derruyéndose en cámara lenta. No sabía por qué
mierdas volvía aquí para revisar la colección de un abuelo
muerto medio loco o, si no loco, algo desplazado de la
lógica de este mundo. Un expulsado.
Llegué a la parte trasera de la casa. Antes de entrar
me quedé un rato frente a la piscina vacía. Caminé hasta
el borde. Las paredes estaban manchadas y el piso des-
cascarillado. En una porción de la parte más honda había
agua estancada, verdosa. Si uno miraba con un poco más
de atención, veía que pequeños movimientos agitaban
esa masa mugrosa. El cadáver de un sapo flotaba boca
abajo con los brazos extendidos.
Estuve parado en el borde con los ojos quietos y
perdidos, como si en realidad mirara otra cosa y no solo
el agua turbia del fondo. No logré mantenerme así por

160
mucho tiempo. Pensé en lo que en ese pedazo de líquido
se puede encontrar del mar o de un lago. Imaginé que ese
segmento de agua podrida reflejaba todos los lagos del
mundo y todo lo que se guarda en sus fondos. Entonces,
el resumen de todo lo mayor es nomás un pedazo podrido
de eso, la sinopsis muestra que al final todo se sintetiza en
sus fragmentos más horribles, que son lo esencial. Nada
es hermoso, todo es asqueroso. Pensé en simbolismos
que había leído, pensé aplicarlos a la breve parte honda
de esa piscina vacía, esa piscina mugrienta, abandonada y
vieja. Recordé mi serie y el Lago lleno de ballenas. Opuse
las ballenas a los insignificantes renacuajos en el fondo de
esa piscina. No sabía si significaban lo mismo.
Atrás había un bosquecillo de eucaliptos. De niño
pensaba que había algo siniestro en ese pequeño bosque,
algún tipo de fuerza maligna o sobrenatural que tomaba
distintas formas, que se me treparía en cualquier momen-
to mientras dormía y que después ya no me dejarían nun-
ca. Algo así como una presencia oscura, una especie de
alienígena, pero de acá, de la tierra, de sus profundidades.
De niño había visto en otra película algo parecido. Una
casa con telarañas, con puertas desquiciadas, con fantas-
mas y, detrás, en la oscuridad, un bosque que se elevaba
en árboles puntiagudos donde pasaban cosas terroríficas.
En todo caso, la realidad no era esa. Pero así era como yo
la veía. Siempre fue de ese modo. Igual ahora.
Tardé un tiempo en abrir la puerta trasera. La cha-
pa estaba oxidada y la llave giraba con dificultad. Los del
grupo ya estaban en el estudio hurgando y revolviendo
todo. Varias grullas de origami colgaban del techo. An-
tes eran más. Algunas, en el suelo, pisoteadas, parecían

161
palomas aplastadas y viejas. Elena, con David detrás de
ella, preguntó por el álbum de las sombras. Lo encontré
en un cajón en el que también estaba el de los animales
mutantes. Se lo pasé. Lo tomó en sus manos como algo
precioso y delicado. David intentó mirar por encima de
su hombro, pero Elena protegía la colección con los dos
brazos. Los demás estaban inmóviles, muy atentos a lo
que pasaba entre nosotros tres.
Revisé algunas repisas y otros cajones. No buscaba
nada en especial. Elena y David pasaban las páginas. Avi-
sé que iba a salir un rato al pueblo. No tardaría.
–Vuelvo en un rato.
Antes de irme les dije a todos que, si querían, po-
dían llevarse lo que les diera la gana. En realidad les hablé
a los demás, Elena no separaba la vista de la colección
de fotos, parecía que analizaba diez veces cada imagen.
Era un gesto exagerado y falso. Se podían llevar lo que
quisieran, menos la colección de los animales. Esa me la
iba a quedar.

162
2.

Al salir de la casa no vi ningún auto. La avenida estaba


vacía, era la principal y cruzaba todo el pueblo. Reconocí
más construcciones de las que recordaba. Había un cam-
bio cortante en relación al espacio que guardaba mi me-
moria. No pude recordar cómo era todo eso en el pasa-
do. Caminé hacia la tienda. Alicia era la hija de la tendera.
Mientras caminaba me topé con varias personas
extrañas. Me miraban fijo, siguiendo con su cabeza mis
movimientos. La calle estaba semivacía, pero las perso-
nas que cruzaba no me quitaban la vista. Una persona me
observaba desde el segundo piso de una casa de ladrillos.
Detrás de la cortina de una ventana, una mujer estudia-
ba mi recorrido. Pensé en las películas clase B donde un
grupo de personas que está de paso va a un pequeño pue-
blo en busca de un mecánico o de un teléfono. En algún
momento, los lugareños, que son caníbales o ritualistas o
ancianos en busca de la eternidad o familias endogámicas,
atacan a los jóvenes para torturarlos y al final matarlos.
Me entienden, esas películas donde los extranjeros o los
forasteros son perseguidos por seres expulsados de lo que
creemos que es normal. El pueblo ya no era el mismo,
por lo menos lo creí en ese momento. Para mí ya no era el
mismo y me fue imposible acordarme de cómo era antes.

163
Tardé en ubicar la tienda. Me acerqué a la puerta.
Una pequeña cerca de madera evitaba que entrara cual-
quier persona y cubría el umbral. Adentro, una mujer
gorda y vieja miraba un televisor. Tenía un delantal man-
chado y raído. Estaba sentada sobre un banco de madera
y no quitaba su atención de la pantalla, que proyectaba
una imagen borrosa. La televisión era pequeña y antigua.
La tienda estaba oscura, no tenía ventanas. El piso era
de cemento y los estantes, de madera astillada. La tienda
era pobre y no tenía muchas cosas para vender, no había
refrigeradores ni heladeras. Pregunté si tenía cerveza fría.
–Hay.
Pedí dos.
La mujer tardó en levantarse del banco. El esfuerzo
que hacía parecía exagerado. Alzó dos latas de un estante.
No estaban frías, pero las agarré igual. Pagué. Abrí una.
Desde afuera yo miraba la pantalla de la televisión, sin
poder entender si era un noticiero local, un reality show o
una película doblada. Empecé a preguntar cosas.
–¿Usted vive hace tiempo acá?
–Siempre.
Hablaba dentro de su boca. Me costaba entender
lo que decía. El aparato estaba en la parte de arriba de
un mueble, por eso la señora tenía la cabeza tirada hacia
atrás, apretándole el cuello, hundida entre sus hombros.
–Yo viví acá hasta mis dieciocho años.
La tendera seguía mirando la televisión con los
ojos entrecerrados, moviendo los labios pegados entre sí
como si estuviera masticando algo.
–Mi abuelo era dueño de Yubarta. La propiedad
grande a la entrada del pueblo.

164
No me escuchaba o, si lo hacía, no mostraba nin-
gún signo de que estuviera interesada en las huevadas que
decía.
–¿Vive sola?
–Sí. Mi hija se murió, mi esposo se murió.
Por un momento largo nadie habló. No era buena
idea preguntarle algo sobre Alicia o sobre Maidana.
La puerta que estaba al fondo del cuarto se abrió.
En el umbral se recortó la figura de una persona. Alto,
delgado, jorobado, apareció en el fondo un hombre vie-
jo que caminaba dando pasos cortos y repetidos que lo
hacían avanzar lento. La mujer ni se inmutó. El hombre
cerró la puerta desde adentro. Al otro lado un perro em-
pezó a ladrar y a rascar la puerta, golpeándola con furia.
El viejo avanzó sin detenerse, con esos pasos cortos y
repetitivos, y se perdió por un pasillo que estaba a un
costado. El perro no dejó de hacer ruido. La señora mi-
raba la televisión sin pestañear y con la mandíbula hacia
adelante. Terminé de un sorbo lo que quedaba de la lata.
Le agradecí en voz alta y me alejé. Escuché un portazo
que podía venir del interior de la tienda o de otra casa.
Abrí la otra lata. Caminé un rato por el pueblo mientras
tomaba la cerveza.
En lo que parecía el establo de una casa, pero que
era un simple jardín rodeado de una cerca de madera
podrida, dos caballos frotaban sus cabezas. Las costillas
se les marcaban en el cuerpo y las patas parecían ramas
mojadas. Los costados del pelaje estaban chamuscados.
Golpeaban sus cuellos en un movimiento maquinal y
despojado de agresividad. Parecían enfermos. En todo el
pueblo no encontré otro animal.

165
No me tranquilizó para nada acabar con la segunda
cerveza. Seguí buscando indicios o rastros de Maidana.
Nadie parecía reconocerme. De algún modo eso me po-
nía contento. No puedes confiar en la gente que te vio
crecer y sabe lo vergonzoso que fuiste, que conoce aque-
lla versión reducida, en pinta y actitudes, de tu actualidad
adulta.
Un taller de cerrajería estaba abierto y me acer-
qué. El sonido de la lijadora se escuchaba desde lejos,
como un zumbido artificial. Hice las mismas preguntas.
El hombre que trabajaba en una reja me respondió sin
alejarse de su faena.
–¿Hace cuánto vive acá?
–Hace harto. Varios años.
–Yo viví durante mucho tiempo en la propiedad
grande, la de la casa blanca.
Paró de trabajar y me miró. Sonrió por primera vez.
–Mi jefe hizo la reja de tu casa. Él colocó la placa
con el nombre. Siempre me cuenta la misma historia.
–¿Se acuerda del señor que vivía ahí?
–No, nada.
Siguió lijando la reja. Me quedé parado frente a él,
observándolo trabajar.
–¿Conoció a Mirko Maidana?
–No.
–¿Alguien con ese apellido?
–Tampoco. Igual no he vivido siempre acá. Hay va-
rios nombres que no conozco.
Mi búsqueda era inútil.
–Pregunte en el restaurante.
–¿Qué?

166
–En el restaurante. En ese de allá. Capaz alguien
recuerda. Harta gente pasa el tiempo ahí.
Miré hacia donde señalaba el hombre. El restauran-
te estaba en una construcción de un piso con ventanas
grandes. La puerta daba justo en plena esquina. Sin des-
pedirme del cerrajero caminé en esa dirección. Empujé
las puertas de vaivén y entré. Solamente dos mesas esta-
ban ocupadas. En una, dos hombres tomaban cerveza
y en otra una anciana leía el periódico. Me senté en la
barra. Una mujer joven me preguntó qué quería. Pedí un
sándwich de lomito.
–¿Algo para tomar?
–Una cerveza.
La mujer anotó la orden en una libreta y se metió
a la cocina.
Ninguna de las otras tres personas que estaban en
el salón dirigió su vista hacia mí. Era como si ni me hu-
bieran escuchado llegar.
La mujer trajo la botella de cerveza. Me alcanzó
un vaso. Mientras yo bebía del vaso, ella hacía cuentas
o anotaba algo en un cuaderno grande al lado de la caja.
Terminé la botella. La llamé.
–Ando buscando a alguien que sepa algo de Mirko
Maidana.
–No me suena.
–¿Y el apellido?
–¿Cuál?
–Maidana.
–Tampoco.
Estaba a punto de preguntarle por Alicia, pero jus-
to sonó un timbre que venía de la cocina. Entró y regresó

167
con el sándwich encima de un plato azul de plástico. Lo
puso sobre la barra y al lado colocó un vaso con serville-
tas de papel seda.
–Hace años hubo un asesinato acá en el pueblo –
dije.
Hablaba mientras le daba mordiscos al sándwich.
–Sí. La mataron a una amiga –dijo.
Le pregunté sobre los sospechosos.
–Nunca hemos sabido nada. La policía creo que ni
investigó. La enterraron nomás.
–Pero los vecinos sospechaban de alguien. ¿O no?
Capaz sabían qué había pasado.
–No, no creo. Pasó todo bien rápido. No nos he-
mos olvidado nosotros, pero no sabíamos qué hacer ese
rato. Hasta sin misa la han querido enterrar sus papás.
Dice que no teníamos que haber hecho eso. Algo se ha
quedado.
Maidana me había mentido. Le pregunté algo más.
–Mejor no hablemos de eso. Acá nadie habla de ese
asesinato.
Quiso hablar de otras cosas, de la ciudad, del pue-
blo, no sé. No le presté atención y terminé mi sándwich.
Salí del restaurante. Las puertas rebotaron unas cuan-
tas veces y de ahí se quedaron quietas. Sentí algo de frío.

168
3.

Durante mucho tiempo mi abuelo estuvo obsesionado


con conseguir una foto original de Chang y Eng Bunker.
Alguien que volvió de un viaje le trajo una. Costó mucha
plata, pero él estaba seguro de que había valido la pena.
Siempre la mostraba y decía que era una fotografía origi-
nal que había pertenecido al Museo Barnum.
Con la imagen delante de nosotros, yo todavía era un
niño, me contó que esos hermanos habían nacido pegados
y que nunca los habían podido separar. El de la derecha
había muerto mientras los dos dormían. Cuando el de la
izquierda se despertó y vio a su hermano, que invariable-
mente había estado a su lado, ido para siempre, se horro-
rizó al extremo de que murió de espanto. Tal vez no pudo
aguantar ver que la mitad de ese ser que él era se había que-
brado sin posibilidad de arreglo. Mientras mi abuelo aba-
nicaba la fotografía o la dejaba sobre la mesa, discutíamos
muchas veces si los siameses Bunker eran una persona con
dos cuerpos o un cuerpo con dos personas.
En varios libros o películas ustedes han debido leer
o ver eso de las personalidades múltiples o del doble. Me
parece que esas son artificialidades que uno se pone a
imaginar mientras se queja y busca cariño. Otra cosa es la
materialidad de esas nociones. Chang y Eng las encarna-

169
ban. Materializaron la esquizofrenia. Fueron la repetición
de sí mismos en imágenes superpuestas. El choque de
dos universos paralelos. Como el chancho con cuerpo de
araña del que les hablé. Era como si Chang y Eng fueran
una muñeca rusa abierta, cada uno se contenía a sí mis-
mo. En el anverso de uno se hallaba el espejo del otro.
La otra noche encontré en internet una enferme-
dad que exagera todavía más esta idea, se llama dipygus
y es monstruosa como su nombre. Se trata de un mal
congénito. Las extremidades inferiores se duplican. Se
podría describir como una condición en la que la parte
inferior del cuerpo, digamos desde el coxis, se duplica.
Traten de imaginarlo. Una persona tiene cuatro piernas y
todas pueden moverse, aunque uno de los pares es más
pequeño. Esta condición es más radical que la de los her-
manos Bunker. Mirar fotos de las personas con dipygus
me afectó y las recuerdo claramente. Háganme caso. Bus-
quen en internet fotos de Myrtle Corbin o de Frank Len-
tini y verán cuán inexplicable es la naturaleza. Otro caso
es el de Jean Libbera, que es otro tipo de siamés. Libbera
compartía la caja torácica con un gemelo que nunca se
desarrolló y que se llamaba Jaques. El gemelo tenía dos
manos y dos piernas, además de una cabeza vestigial, que
es como se denomina a los órganos que han perdido su
función, todo esto encajado en el cuerpo de Jean. En las
fotografías de Libbera, o sea de Jean, se puede ver de
manera clara las formas de ese otro cuerpo que está fi-
jado. Se ve el esqueleto recubierto de piel que sale de
debajo del pecho de Jean. Se ven las piernas dobladas y
los brazos con las manos como patas de pájaro, pero no
la cabeza. Jean decía que podía sentir a Jaques moverse.

170
También pueden buscar estas fotos, aunque no son tan-
tas como las de Chang y Eng.
Luego de ver esos cuerpos con ese excedente, las
reflexiones y las teorías se vuelven inofensivas. Estamos
fragmentados por una bomba atómica anterior a nuestro
alumbramiento. A algunos no nos ha tocado deformar-
nos todavía, pero el estallido está ahí. El estallido tiene
distintas formas de manifestarse. El tamaño del ruido
varía, a veces sale de una pantalla de cine y otras son so-
nidos gigantescos, que vibran dentro de nosotros, en el
vientre, y se mueven las cosas y las piedras. Todo vibra,
afuera y adentro.
Mientras regresaba del pueblo a Yubarta, decidí
que al llegar buscaría la foto de los hermanos Bunker
para quedármela, si es que todavía no la había reclamado
algún imbécil del grupo de Elena y David. En el trayecto
de venida al pueblo, ella me había dicho que yo tendía a
banalizar ciertos sucesos para hacerlos generales, como
la bomba, las sombras, los siameses. Elena no sabía si al
quitarles su particularidad –por ejemplo, que un hibakus-
ha no sea exclusivamente un sobreviviente de la bomba
atómica– volvía todo muy relativo y superficial. No me
importaba. Sabía que el mundo no podía resumirse ni
simplificarse. Además, sabía que yo tenía razón.

171
4.

Antes de volver a entrar a la casa me detuve un par de


segundos para mirar cómo se iba quemando el día. Los
eucaliptos. Las nubes. El viento. La casa. La ciudad a lo
lejos. La piscina vacía.
Atrás, los árboles apenas se mecían. El viento
soplaba y a la vez no soplaba. En apariencia todo estaba
quieto. Sentí la brisa y miré una vez más el bosquecillo.
Me daba la impresión de que entre los troncos, las ra-
mas y el barro algo o alguien me observaba, y susurraba
palabras ininteligibles. Pero no pasaba nada. Casi nunca
pasaba algo. Yo me lo inventaba y me lo creía. El día se
iba apagando. Pasé por el costado de la piscina. El agua
estancada seguía igual. Pensé en los miles que mueren
cada día, en las muertes violentas, en las enfermedades
espantosas, en los ahogados. Pensé en los hombres y en
las mujeres a quienes les metieron sangre de animales
sólo para ver qué pasaba. Pensé en las sombras y en los
tullidos. Pensé en que todo el tiempo charlaba en vano
conmigo, como si de verdad nos pasáramos así por el
mundo. Pensé en lo que se nos pega al cuerpo. Pensé en
el cuerpo de Alicia, primero tibio y luego frío.
Antes de desaparecer, un día Maidana me entregó
un paquete en la oficina, una caja de cartón forrada con

173
papel madera. Me pidió que se la guardara, porque él no
tenía privacidad ni seguridad en el cuarto que alquilaba.
–¿Qué hay en la caja? –preguntó Elena al verla.
–No sé.
No lo sabía. Al llegar a mi departamento dejé el pa-
quete debajo de mi escritorio y traté de olvidarme de él.
El estudio de mi abuelo estaba desordenado y re-
vuelto. Seguían buscando en cajones y en los estantes.
Elena no soltaba el álbum, lo tenía aferrado con un brazo.
–¿Han encontrado algo más?
–Algo, pero nada como el álbum –dijo Elena.
Miraba a los demás como si estuviera supervisán-
dolos.
–Igual no sabemos todo lo que hay –dijo David–.
Deberíamos volver otro día con más tiempo o pasar unos
días acá.
Era una idea imbécil. Empecé a cerrar cajones y
gavetas. Les dije que esa iba a ser la única vez que estarían
en ese cuarto hurgándolo todo.
–Nos tenemos que ir –dije–. Ya es de noche y la
vuelta es medio fregada. Por ahí llueve.
Salí del cuarto. Al cabo de unos minutos me siguie-
ron. Llevaban una bolsa llena de cosas que habían sacado
del estudio.
–Te estás olvidando esto.
Elena me pasó el álbum de los animales mutantes.
Toda la casa estaba en penumbras. El brillo de las
luces de la calle nos sirvió para orientarnos. a tientas por
las paredes o el barandal. El servicio eléctrico había sido
suspendido mucho tiempo atrás. Volví a pensar en Mai-
dana y a preguntarme dónde carajo estaría. Su presencia

174
me había incomodado desde la primera vez que lo había
visto. Más allá de lo que me había hecho, seguía sintiendo
curiosidad por él y por su paradero. Unas cuantas veces
traté de topármelo en lugares a los que habíamos ido jun-
tos, pero nunca lo volví a encontrar.
Elena me gritó si iba a ir con ellos.

175
5.

Una actriz de la serie me gustaba. La que hacía de la Due-


ña del Hotel. Fue así desde que la conocí. Era de noche
y todos los encargados del casting estábamos cansados.
Habíamos encontrado actores para los roles importantes,
menos para ese. Apareció de repente. De la oscuridad.
Las oficinas estaban apagadas y el pasillo, en penumbras.
El único cuarto iluminado era el que usábamos para las
entrevistas.
Era baja y morena. Tenía el cabello amarrado en un
moño y los ojos grandes. Leyó su parlamento. La oímos,
y todos concordamos en que sería perfecta para ese pa-
pel. Esto no era tan cierto, pero si no regresaba al Canal a
filmar la serie, nunca la volvería a ver, estaba seguro.
Jamás le hablé, pero en el set trataba de estar cerca
de ella. Nunca me interesó tener contacto. Ella no era
una persona, sino el acto, la facultad de mirar, y lo mi-
rado. Era también la habitación en la que estaba, la luz
amarilla, los demás actores, era el punto de referencia en
el set, las confirmaciones de una certidumbre. En la es-
cenografía que era el bar del Hotel, unos neones le ilu-
minaban la espalda. Esa imagen llegó a condensar toda la
serie. O toda la primera temporada, por lo menos. Suena
exagerado, pero la cosa es que ustedes no la vieron, yo sí.

177
Uno de los productores decía que la actriz tenía una
belleza fragmentada que le iba bien al personaje que ella
representaba, que era muy poco simple. No sé bien qué
quiso decir con eso. Supongo que solo quería decir algo.
Mi objetivo había sido quitarle las complejidades gratui-
tas de todos los personajes de la serie y de todas sus ac-
ciones. No quería un producto lleno de vericuetos y enre-
dos artificiales. Era un programa para televisión abierta,
no una puta obra de arte. Si bien la serie respondía a
un público que se interesaba por el suspenso y por el
final del capítulo que dejaba a todos con la boca abierta,
tampoco quería que terminara con decisiones cerradas o
argumentos acabados.
Al principio la actriz me recordó a otra mujer que
conocí antes, la primera con la que entablé algo. Nada pa-
recido al amor o al sexo, por lo menos de su lado, pero yo
sabía que algo había. Las dos mujeres de las que les hablo
no se parecían en nada, ni en apariencia ni en actitud. Lo
que las acercaba era cómo me había sentido yo cerca de
ellas. La mujer que conocí al mudarme a la ciudad era la
pareja de un vecino con el que me llevaba muy bien. Se
llamaba Juan Carlos, el vecino. La primera vez que hablé
con él fue en las gradas del edificio donde vivíamos los
dos. Mi departamento de un cuarto estaba justo sobre el
de él. Siempre vestía de blanco. Una vez que él cargaba
una alfombra por las escaleras, le ofrecí ayuda. Luego nos
saludábamos cada vez que nos cruzábamos y charlábamos
un poco. Yo le contaba algo de mi vida y él algo de la suya.
Había estado en una institución, usó esa palabra.
Nunca supe si fue por drogas o porque estaba loco o por
qué. Cuando salió fue directo a vivir al edificio. Un día

178
me dijo que tenía miedo porque se sentía amenazado.
Trataba de no estar de noche por la calle y caminaba rá-
pido por los pasillos del edificio. Me pasó unos folletos
que resumían la doctrina de un grupo religioso al que
pertenecía. Leí la información y las promesas. El grupo
se llamaba Los Talleristas. Juan Carlos aseguraba que es-
taba siendo perseguido por alguien y que la razón tenía
que ver con el hecho de pertenecer a Los Talleristas.
Según él, todo el tiempo lo vigilaban. Nunca me explicó
bien quién. Algunas veces parecía que no hablaba de una
persona. Un día apareció con una mujer. Es la mujer que
les digo. Ahora éramos un trío que charlábamos en el
pasillo o en las escaleras. Unas cuantas noches me invi-
taron a comer. Yo aceptaba porque no tenía mucha plata
y también para verla. Juan Carlos trató de convencerme
para que asistiera a alguna reunión de Los Talleristas.
Nunca fui. Me regalaba más folletos ilustrados con esce-
nas rarísimas en las portadas, donde cóndores, llamas y
perros compartían la comida con humanos. Los bordes
del papel estaban adornados con motivos de tejidos an-
dinos. Del cuello le colgaba un collar con un pedazo de
alga seca entre dos vidrios que me señalaba con el dedo
para predicarme algo. Hablaba del poder del lodo y la
totora.
Nunca supe si eran pareja. Con el tiempo ella se
mudó a su departamento. Andaban todo el rato juntos,
cargando cajas o bolsas con comida. Siempre me regala-
ban esa folletería que llevaban en los bolsillos. Ella tam-
bién trató de que me uniera a su culto. Intentó varias
veces. No eran insistentes ni pesados. Descreían de cómo
estaban ordenadas las cosas y lo hacían saber a cada rato.

179
Desde mi apartamento escuchaba el ruido de sus
charlas, que llegaba ininteligible a través del suelo. Un
día dejé de verlos. Me enteré de que habían abandona-
do el departamento sin avisarle a nadie. Debían cinco
meses de renta.
Cuando pasé más tiempo con la actriz, pude dife-
renciarla de mi anterior vecina. Nunca llegué a saber qué
fue de ella y de Juan Carlos. Nunca oí, aparte de lo que
decían ellos mismos, de Los Talleristas. Cada vez que in-
tenté averiguar algo sobre el grupo, nadie me pudo dar
información. Tampoco pude encontrar algún dato en in-
ternet. Llegué a dos conclusiones, las dos poco creíbles.
La primera es que el grupo nunca existió. Quiero decir
que era una invención de Juan Carlos y su pareja, y los
únicos miembros del culto eran ellos dos. La segunda
conclusión es que Los Talleristas son una secta muy se-
creta y que no se revelan ante cualquiera. Vieron algo en
mí y trataron de hacerme un correligionario, me vieron
como un iniciado. Debido a que no lograron convertir-
me, desaparecieron sin dejar rastro.
Al escribir el personaje, no concebí a la Dueña del
Hotel como una mujer atractiva. Todo cambió cuando la
vi en pantalla. Ella también era un doble, era la actriz y
era el personaje. Para la segunda temporada tenía planes
con el personaje que respondían más a mi capricho que a
lo que requería la serie.

180
6.

La carretera estaba oscura. El auto iluminaba el asfalto


que se escapaba veloz debajo de nosotros. A los costados
del camino no se veía nada. La ciudad aparecía lejos, las
luces titilaban apagándose y prendiéndose. Nadie habla-
ba. Al cruzarnos de rato en rato con otras movilidades
por unos segundos se iluminaba el interior del auto.
–¿Qué habrán sentido las personas en Hiroshima
justo antes de desaparecer? –preguntó David.
Estaban chinos o se habían metido algo. Le habían
dicho a una de sus amigas que se subiera al auto, una bo-
luda que solo hablaba boludeces. Nadie respondió en ese
instante. Luego de un momento habló Elena.
–No sé si han tenido tiempo de pensar algo o de
sentir algo. Muchos de los sobrevivientes relatan que no
se dieron cuenta de la bomba hasta varios minutos des-
pués de ser sacudidos.
–Y si hubieran podido sentir algo, ¿qué habrían
sentido? ¿Cómo será perderte mientras sabes que te estás
perdiendo?
David no buscaba una respuesta, quería nomás
decir lo que pensaba, elaborar frases profundas. Aman-
da le seguía el juego. Amanda era la amiga. Ella fue la
que habló.

181
–No sé, será como una herida fuerte. Igual no sa-
bemos.
Yo estaba callado, mirando cómo se iba la carrete-
ra. No quería seguir escuchándolos, pero no me quedaba
otra. Estaba encerrado con esos pelotudos que hablaban
cualquier cosa sintiéndose importantes.
David reflexionaba en voz alta sobre la Segunda
Guerra Mundial y sobre otras guerras. Casi todo el puto
mundo ha reflexionado con ínfulas de sobreviviente o
familiar de sobreviviente sobre la Segunda Guerra Mun-
dial. A veces Elena decía algo o parecía interesada, igual
que Amanda, la boluda. A mí no me importó demostrar
interés. Cerré los ojos y me arrellané en el asiento. David
preguntaba huevadas que él mismo se respondía o inte-
rrumpía a Elena si ella quería responder.
–Díganme, ¿de verdad creen que estamos yendo
hacia la Tercera Guerra Mundial? ¿Creen en la Tercera
Guerra Mundial?
No me hablaban, pero igual me metí en la charla
igual. Eran unos imbéciles.
–La Tercera Guerra Mundial no es algo en lo que
crees o no. Si pasa, pasa nomás –dije.
–En realidad, la Tercera Guerra Mundial ya llegó
hace rato –dijo Amanda–, solo que es tan sutil que no
nos hemos dado cuenta. Somos hijos de la Tercera Gue-
rra Mundial.
Cada vez lo soportaba menos. No tenía sentido lo
que decían. Me arrepentí de haber respondido la pregun-
ta de David. No me interesaba hablar imbecilidades en
plena noche en una carretera rodeado de tres drogados.
Lo que quería era llegar de una vez a la ciudad y botarme

182
a ver tele. David siguió con sus mierdas. Que qué pasaría
si la humanidad se comenzaba a eliminar a sí misma en
una guerra. Que qué habrá pasado con la naturaleza en
Hiroshima. Que cómo se extinguirá la humanidad. Lo
peor de todo es que yo me había puesto en esa situación.
–¿Están listos para la Tercera Guerra Mundial?
No escuchaba, carajo, David no escuchaba a nadie.
–No creo que llegue –respondió Elena.
Otra vez volvíamos a lo mismo. Hay cosas que no
están hechas para creer en ellas o no, son nomás. Estaba
a punto de estallar, sin querer hacer una referencia a todo
lo de Hiroshima y sus muertos. Quería golpear mi cabeza
contra el vidrio. Puro puto lugar común. Me callé. Falta-
ba para llegar a la ciudad y si los mandaba a la mierda o
los callaba nos quedaríamos encerrados en ese espacio
incómodo y en movimiento. David y Elena parecían ni-
ños jugando, pero estaban lejos de serlo. Me aburrí del
silencio. Les pregunté si ya sabían qué iban a hacer con
las fotos.
Elena abrazaba el álbum. Me habían contado algo,
lo de los grafitis, pero ni ellos mismos la tenían clara.
–Las paredes de las ciudades son como espejos
–dijo Elena–. Si las sombras se proyectan en ellas, nos
pueden decir varias cosas del original. Son como negati-
vos de los rollos fotográficos.
–No entiendo.
–Lo que hicieron las sombras de Hiroshima fue
darle significado a esas paredes, le dieron algún tipo de
sentido al territorio donde explotó la bomba y que si hu-
biera sido otra la tecnología habría borrado todo, hasta
los edificios.

183
No sé si lo que me enojaba era el momento o si de
verdad ya empezaba a cansarme para siempre de Elena
y David. Algo de lo que decía Elena tenía sentido, no lo
sé. En el fondo, esto ya lo deben intuir, estaba cansado
de mí. En ese momento me hubiera encantado que un
camión nos embistiera y nos matara a todos, a los cuatro.
Esto es mentira, por supuesto. De lo que tenía ganas era
de bajarme del auto en medio de la nada y la oscuridad
y mandar todo a la mierda. Lo que quería era que el auto
frenase en seco y la boluda de Amanda se golpeara la
cabeza contra el vidrio.
Empecé a describir cosas asquerosas. Con detalle.
Heridos que se cagan de miedo o de dolor, la forma y
el color de su caca. También hablé de niños muertos
Violaciones. De los tonos de los gritos del dolor y de su
similitud con los quejidos de los animales. Del olor de
las fosas comunes. El vómito que bota la gente aterro-
rizada. El vómito de los enfermos con radiación. Los
efectos de la lluvia negra. Les hablé también de una no-
vela que había leído. En verdad les dije que era un guión
que estaba escribiendo. Un tipo mata a toda la familia
que vive en una choza. La familia se dedica a hacer que-
so. En algún momento el tipo mata a una de las hijas
hundiéndole una cuchara varias veces en el abdomen y
luego mete en la herida el puño entero. Traté de ser lo
más ofensivo posible. No seguía ningún hilo reflexivo,
solo hilvanaba imágenes decadentes. En medio de una
oración me callé de golpe.
Pensé, otra vuelta, hasta el desgaste, en las som-
bras de Hiroshima. Miré entre los brazos de Elena el ál-
bum que ya no sería mío y que tal vez no volvería a ver.

184
Me arrepentí. Ella había dicho que lo único que que-
daba de las víctimas de la bomba atómica era la pared.
Las personas pensamos el cuerpo como algo macizo,
compacto, pero olvidamos que a todo lo cubre un en-
voltorio que, en definitiva, es lo que vemos del otro. Fue
como si en las paredes de Hiroshima las víctimas hu-
bieran dejado su piel. Un cuerpo impreso en un muro.
La ciudad que recibe a ese cuerpo. En el Altiplano no
habría quedado nada. Tal vez no habría que llamarlas
sombras de Hiroshima, sino pieles de Hiroshima. El
cuerpo también es la envoltura que contiene lo que lue-
go se desenvuelve con el estallido. Es, como les dije,
un proceso. Si algún familiar de estas víctimas quisiera
acercarse a su ser amado, a ese que desapareció para
siempre en segundos, que verdaderamente desapareció,
me parece que tendría que ir a acariciar esas paredes
donde quedaron registradas las sombras. La pared es lo
único que le queda. Eso es lo que somos, gente tantean-
do paredes para ver si encontramos en ellas algo de la
piel del otro, buscando a pura intuición y suerte lo que
todo el tiempo extrañamos.
Llegamos a la ciudad. Cada vez me parecía más a
ellos. Sin serlo, me estaba convirtiendo en un pelotudo
más de su cojudo grupo. Era un expulsado hasta de su
cojuda secta. Disfrutaba ser un paria. La primera para-
da fue mi edificio. Salí sin despedirme y tiré la puerta
del auto. Me arrepentí al momento de hacerlo. No me
importaban Amanda ni David. Elena no se merecía eso.
No me disculpé ni me di la vuelta. Estaba harto de mí
y de la ciudad y de todo. Pobre Elena. Al cruzar la calle
casi me atropelló un auto. Era una grúa vieja que remol-

185
caba a una peta totalmente destruida. El capó delante-
ro estaba aplastado como papel arrugado. No me di la
vuelta para ver si se habían asustado.

186
7.

Entré al departamento. La luz de la calle alumbraba los


muebles. Perro estaba ahí cuando abrí la puerta, esperan-
do sentado. Movió la cola y quiso subir sus patas en mi
pecho. Lo esquivé y fui hacia la cocina. Puse comida en
su plato. Caminé hacia mi cuarto. Casi al instante apareció
Perro en el umbral de la puerta, mirándome desde lejos,
justo detrás de la línea que dividía mi habitación del pasi-
llo, analizando mi humor. No entró, sabía que algo pasaba.
Me dolía la panza. Tenía hambre. No había comido
nada desde el almuerzo. El refrigerador estaba vacío y ya
era tarde para pedir algo. Me metí en la cama luego de
apagar las luces y prender la tele. El hambre no solo eran
las ganas de comer, sino el empute. Envidiaba a mi yo de
hacía unas semanas, cuando estaba más tranquilo, sin ese
estúpido peso, impuesto tal vez, o imaginado. Había ido
quemando naves casi sin necesidad y ahora restablecer
las relaciones era demasiado difícil. Podría haber pasado
la noche en casa de Elena. Pensé en lo que quedaba de la
serie. En ese momento me hubiera gustado saber cómo
íbamos a estar en mi oficina o adivinar algo de la Segunda
Temporada, pero todo era incierto. O saber algo más, no
sé, no solo de la serie o de Maidana, encontrar soluciones
o respuestas, algo que me dirigiera.

187
Elena y David se enfrascarían en su proyecto cojudo
y me dejarían de lado. Eso lo sabía. No sé qué pretendían,
pero sé que todo era una mierda. Asumían que la som-
bra que dibujarían iba a funcionar y que la gente sufriría
algo así como una catarsis. No sabía. No lo entendía, me
parecía inútil, un proyecto fallido de ensimismamiento, y
sobrevalorado. Elena no logró explicar por qué lo hacía.
A veces daba una razón, al rato cambiaba a otra. Antes
de ir a Yubarta habló de Hiroshima y las sombras como
una metáfora de las relaciones humanas y de lo que per-
demos, pero en el camino de vuelta se contradijo. Creo
que eso primero lo dijo por mí. David interrumpió esa
charla para hablarnos de las marcas, las que se hacen en
el cuerpo. Luego Elena siguió y dijo que esas marcas eran
una suerte de escritura que codificó la bomba el día que
cayó. Las líneas que se proyectaron desde ese momento.
Las huellas en las paredes o los signos que genera la ex-
plosión. Los tres habíamos visto un breve documental
producido por el ejército estadounidense sobre las jorna-
das después del estallido. David nos hizo notar que todo
el tiempo el narrador hablaba de las huellas y las señales
dejadas por la bomba, de la escritura de la explosión. Da-
vid también explicó que en esta categoría entraban las
heridas, las quemaduras, las extremidades dobladas, los
patrones de la ropa traspasados a la piel. Las sombras.
No había nada en la televisión. Perro no se acercó,
fue a echarse a la alfombra del escritorio. Sabía que no era
momento para acercarse. A Perro no hay que decirle las
cosas, las entiende. Me gusta de él que sepa cuándo tiene
que actuar y de qué manera. Reacciona de acuerdo a lo
que interpreta de lo que lo rodea. Lee los movimientos,

188
los gestos, las actitudes y el tono de voz. Me refiero a que
uno no necesita indicarle las cosas o hablarle. Perro no
sabe qué son las palabras, igual puede comprender qué
sucede notando los cambios, aunque sean mínimos. Y
no es que solo entiende desde el olfato, también con los
ojos comprende y clasifica el mundo. Lee el cuerpo y los
cambios sutiles, la forma de las cejas, la postura de los
hombros, la curva de la espalda, el tono de voz, la veloci-
dad de los movimientos. Y otras cosas más.
Me arrepentí de ser tan cabrón. Si bien no podía
arreglar las otras cosas, por lo menos podía no chocarme
contra Perro. Él podría leer que estaba arrepentido, que
lo necesitaba y que no tenía la culpa de nada.
Salí de la cama para buscarlo. Lo encontré en mi
escritorio. Estaba echado con la cabeza apoyada en el
suelo, con la quijada entre sus patas. Me acuclillé. Acari-
cié su lomo varias veces. Perro leyó en mí que él no ha-
bía hecho nada malo, que era nomás un peso que venía
de afuera. Antes de levantarme y llevarlo a mi cama, vi
la caja que Maidana me había dado para que se la guar-
dara. Estaba debajo de mi escritorio, envuelta en papel,
asegurada con una pita. Nunca la abriría. Era incapaz de
deshacerme de ella, pero en ese momento me tranqui-
lizó el hecho de que no sentía nada de curiosidad por
saber qué había adentro.
Perro se durmió al lado de mis piernas. Yo seguí
cambiando canales. No había sacado nada en claro. Nun-
ca supe por qué apareció Maidana ni si era de mi pueblo,
ni qué querían los canas de mí luego de tantos años o si
de verdad sabían. Nunca logré armar una historia com-
pleta con todos esos fragmentos.

189
Al borde de la cama, la respiración de Perro me
calmaba, ese ruido monótono y constante que elimina-
ba el cambio y los sobresaltos. Su peso caliente era lo
único que me tranquilizaba. Su respiración y esa especie
de ronquido.

190
8.

Encontré esta historia en internet. En julio de 1982,


cuando se filmaba el remake de The Twilight Zone, sucedió
un accidente extraño y horroroso en el que murieron en
el mismo set dos niños y el actor Vic Morrow. En una
escena que recrea la Guerra de Vietnam, un viajero del
tiempo racista quiere redimirse consigo mismo al rescatar
a dos niños vietnamitas. En la escena hay varias explosio-
nes y un helicóptero que dispara contra los tres persona-
jes. De repente, y esto no era parte de la película, o no era
lo que se esperaba que pasara, debido a los estallidos y a
otros factores, el piloto, veterano de la verdadera Guerra
de Vietnam, pierde el control de la nave, que cae sobre
los tres actores. Morrow y uno de los niños son decapita-
dos con la hélice, mientras el otro muere aplastado.
En YouTube se puede encontrar un video del ac-
cidente. Vic Morrow carga a los dos niños, uno en cada
brazo, alejándose de una aldea vietnamita abandonada.
La aldea es un set, por supuesto. Morrow lucha contra
el viento que las hélices del helicóptero impulsan y se
agacha por las explosiones. Una emblanquece la pantalla.
Luego se ve a Morrow sumergido hasta las rodillas en
una especie de pantano. No suelta a los niños, los aferra
con todas sus fuerzas. Por el costado izquierdo de la pan-

191
talla aparece el helicóptero perdiendo estabilidad y, con
fuerza, como un chicotazo, se ladea y cae con la hélice en
dirección de los tres actores. Todo queda iluminado por
el incendio que empieza a intensificarse sobre el agua.
En la orilla, alrededor del esqueleto caído que ahora es la
máquina, se puede reconocer el helicóptero desplomado
sobre el pantano artificial.
Las muertes fueron filmadas y grabadas por tres cá-
maras desde diferentes ángulos, esto se ve en el video del
que les hablo. De los tres lugares desde donde se filma
el accidente, que se proyectan uno tras otro en el video
de YouTube, el segundo es el más inquietante. La cáma-
ra está lejos. Morrow y los niños corren de frente, en
dirección al lugar desde donde se filma. En la toma, Vic
Morrow está con un traje formal y su corbata se agita
bruscamente hacia arriba por el impulso de los ventilado-
res gigantes que crean la ilusión del viento y de la fuerza
amenazante del helicóptero. Este se pierde entre el humo
que hay en el set y en el brillo de la luz de una explosión
que enceguece todo, este estallido es el que lo daña. Lue-
go el helicóptero aparece tambaleando y cae. La hélice
golpea el agua y levanta una pequeña pared líquida. En
ese momento, en unos breves segundos de tranquilidad,
de asombro, más bien, la cámara retrocede lentamente.
Aparecen unas hojas que cubren el lente, como si el ca-
marógrafo estuviera escondido en una selva o como si
estuviera espiando lo que pasa desde la maleza, como un
observador excitado y clandestino.
Las tres muertes presentaron ciertos inconvenien-
tes. Vic Morrow era un actor bastante famoso. Los niños
habían sido contratados ilegalmente. Pese a esto, la pelí-

192
cula se estrenó en cines sin problemas. La escena se filmó
de madrugada, horario en que los menores de edad no
podían estar trabajando, ni siquiera en películas. Además,
los niños debían estar alejados de un set donde hubiera
explosiones. Esto no lo digo yo para hacerme al defen-
sor de infantes sin talento, sino que era una obligación
establecida por la ley. Según algunos artículos, el sueldo
de los niños estaba muy por debajo del salario mínimo.
Como era de esperar, los padres no dominaban el inglés,
que es una forma bonita de decir que ni lo hablaban. Uno
de los asistentes de dirección les ordenó que si un bom-
bero les preguntaba si ellos o sus hijos estaban actuando
en la película, respondieran que eran amigos del director
o de los productores, aunque me imagino que por sus
pintas esto sería poco creíble.
Todas las muertes son extrañas, es una de las cosas
más raras que le van a pasar a un cuerpo, apagarse, dejar
de funcionar. Pero lo extraño tiene sus distintas intensi-
dades. Los tres murieron en una guerra artificial, en un
Vietnam ficticio. Las tres muertes fueron filmadas por
cámaras profesionales y desde varios ángulos. Una de las
cámaras estaba escondida en la maleza, era como un re-
gistro clandestino, casi de película clase B. Lo que querían
en el set los realizadores era filmar la violencia. La cámara
oculta filma dos tipos de violencia, la real, la que mata a
tres personas, y la escenificada, planeada, controlada e
inofensiva. Pero ninguna violencia es inofensiva.
Las explosiones fueron la causa de que el helicóp-
tero se precipitara a tierra. En un documental corto ti-
tulado Chopper Down: Helicopter Deaths in the Movies, se ve
una entrevista con Landis. En esta, el director dice que

193
el concepto de un accidente es aterrorizante. Cuentan al-
gunos testigos que al momento de filmar la escena fatal,
Landis ordenaba extasiado al piloto del helicóptero que
volara más bajo. La película es un remake, recreación de
un original. La serie sobre la que se basa siempre mostra-
ba casos paranormales, fantásticos, siniestros.
Según “Death in the Twilight Zone”, un artículo
sobre el accidente publicado en la Rolling Stone, el padre
del niño decapitado fue testigo de la escena del helicóp-
tero. Estaba aterrorizado desde el principio, antes de que
este cayera, porque le recordaba todo lo que había vivido
en la verdadera Guerra de Vietnam, la real, si prefieren
este otro término. Cuando lo entrevistaron dijo que to-
dos los recuerdos volvieron a su mente, que empezó a
gritar, que tenía harto miedo. Entendió el peligro, no era
algo elaborado y ficticio, era peligro real.

194
9.

Contesté el intercomunicador de mi departamento y no


reconocí la voz que me decía que bajara en ese instante.
–Bajá. Te estamos esperando. De una vez.
Eran ellos. Los canas desaparecieron por un tiem-
po, pero ahora regresaban. No iba a bajar, así que colgué
el aparato y esperé a que algo sucediera. Pasaron algunos
minutos. No me moví del lugar, continué parado frente
al intercomunicador. Me sobresalté al escuchar los golpes
en mi puerta. No tenía otra. Abrí.
–Nos decepcionas, maricón.
–Vas a venir con nosotros. ¿Qué creías? ¿Qué te
ibas a zafar? ¿Que como no bajaste nos íbamos a ir? ¿Que
nos íbamos a olvidar?
Quise buscar una chamarra, pero no me dejaron.
Uno de ellos me jaló del brazo hacia el pasillo y el otro
cerró la puerta. Llamé el ascensor. En el lobby saludé a
un vecino que entraba y me despedí del portero mirándo-
lo con rabia, el cabrón los había dejado subir. Entramos
al auto. Era como si se estuviera repitiendo la última vez
que me habían buscado. El portero seguía mirándonos.
Acerqué mi nariz a la ventana y pegué mis palmas al vi-
drio, no le quité la vista.
–¿Tienes hambre?

195
–Sí –dije. Prefería estar en un lugar público.
–¿Quieres hamburguesa o pizza?
–Pizza.
–Bueno, entonces hamburguesas.
En el trayecto ni me tiraron bola. No giraron la ca-
beza ni me miraron por el retrovisor. De alguna manera,
esto me tranquilizaba. Paramos en la puerta de una ham-
burguesería.
–¿Ya tienes la plata?
Me hice al loco, como si no entendiera de qué ha-
blaban. Pasaba mi mirada de uno al otro.
–Te hemos dado harto tiempo. Ahora vamos a te-
ner que cagarte. Un maricón como vos no aguantaría ni
un día encerrado. Menos si no tienes plata.
–Cuando estés en la cárcel te vas a acordar de no-
sotros, pero ya va a ser tarde. Lo que te pase va a ser tu
culpa. Por cojudo. No te olvides que nosotros te quere-
mos ayudar.
–Por lo menos pagá las hamburguesas. Luego ve-
mos.
El que manejaba se quedó mirándome fijo por el
retrovisor. Salieron del auto y el copiloto me jaló de la
manga.
Mientras comíamos hablaron del asesinato, conta-
ron cosas que no había leído y que no me parecían reales.
Luego empezaron a especular sobre el motivo, el móvil,
dijeron. Me di cuenta en ese momento de que no sabían
casi nada. Me animé a preguntarles, pero no quisieron ex-
plicarme cómo habían dado con mi nombre, por qué me
habían buscado y cómo me habían encontrado. Solo me
dijeron que era uno de los sospechosos más importantes

196
y que sus superiores me querían encerrar hace rato, que
solo el hecho de que ellos intercedieron por mí me tenía
alejado de la cárcel.
Cuando terminaron las primeras hamburguesas me
dijeron que querían otras. En ese instante, solo en ese
instante, estuve convencido de que no me importaba si
me encanaban. Los miré tirando la cabeza hacia atrás,
moviendo la lengua sobre los dientes, sacando un pedazo
de pan mordido que había quedado ahí.
–Andá. Traenos dos más.
Me quedé quieto. El que siempre manejaba sacó
con cuidado una pistola que llevaba en una funda cerca
del corazón. La colocó sobre la mesa, cubriéndola con las
dos manos, con las palmas hacia abajo.
–Andá, mierda –no alzó la voz, pero parecía que no
respiraba–. Una sin mostaza.
Sabía que no tenía chance de defenderme, ni aun-
que me dieran un arma. No me moví. Lo miraba directa-
mente a los ojos. Me costaba mucho mantener la mirada.
Sentía que mi cuerpo temblaba. Desvió la mirada mien-
tras el otro revisaba algo en su celular. Me paré y fui hacia
el mostrador. Compré dos hamburguesas más. Cuando
se las llevé estaban charlando entre ellos. Recibieron la
comida sin decirme nada ni mirarme. Les dije que tenía
que ir a mear. El baño estaba vacío. Me mojé la cara, en
el espejo me reconocí, sin diferencias.
Para la segunda temporada de Ballenas no tenía la
historia global, o sea, no sabía cómo iba a seguir. Sabía
más o menos qué pasaría, pero me faltaba llenar varios
huecos argumentales, completar el destino de algunos
personajes y meter nuevos. Lo que sí tenía claro era una

197
escena, más bien una imagen. La Dueña del Hotel y el
Forastero están bajo el agua. Suena “Only you” de Ya-
zoo. Los dos se enredan, nadan alrededor del otro, pare-
cen dos serpientes. El agua está oscura, pero arriba, a tra-
vés de la superficie se puede ver una luz fuerte, como un
foco o un reflector. Afuera es de noche. Era eso. Los dos
personajes moviéndose y enredándose debajo del agua.
Están desnudos, o por lo menos se intuye que lo están,
ya que sabía que no podía mostrar nada por política del
Canal. Pequeñas burbujas los rodean. Intercambian de
lugar, nunca se tocan. Los dos actores tendrían que estar
desnudos al momento de filmar la escena para conseguir
el efecto ese que les he descrito. Es una imagen bastante
trillada, aunque no tanto. Ahora que lo pienso, no sé con
certeza si algún día se filmará esta escena o si se hará
como yo quiero que se haga. También pienso que capaz
la segunda temporada es todo lo contrario a lo que yo he
planeado. Lo peor es que si fuera así, estoy seguro de que
tendría más audiencia. Esto es posible. En todo caso, no
sería mejor que la primera.
Al salir del baño los vi de lejos, seguían hablando
y riendo mientras se embutían las papas que sobraban.
Tenían manchas de kétchup y mayonesa alrededor de la
boca. Los esquivé asegurándome de que no lo notaran y
salí de ahí. Me fui. Tomé un taxi hasta mi barrio. Conse-
guí una botella de singani en la tienda. Compré también
un pedazo grande de filete para Perro.

198
10.

Elena y David desaparecieron, metidos en sus planes y


conspiraciones. Yo traté de dejar de tomar por un tiempo.
Llamé unas cuantas veces más al celular de Maidana, pero
siempre me daba el mismo mensaje del buzón de voz.
En el Canal nos dieron vacaciones. No me emo-
cionaba empezar la segunda temporada, me sentía incó-
modo. Sería distinto. No sabía cómo me mirarían ahora
todos, de qué hablaría con ellos. Ya no podría mandarlos
a la mierda cuando me diera la gana. Tendría que res-
ponder como un sometido a todo lo que ordenaran. Po-
siblemente la temporada que filmaríamos saldría mal y
cancelarían la serie. Tendría que buscar trabajo otra vez.
Tenía que pensar de dónde carajos iba a sacar plata sin
pasar diez horas al día en una oficina. Tenía todavía cla-
rísimo el momento en que en el capítulo final el Asesino
le mostraba el video a Armenteros. Maidana me había
mandado un guiño. No olvidaba las letras blancas sobre
el fondo negro con su nombre.
Una mañana el portero del edificio tocó la puerta
de mi departamento para entregarme un sobre que había
llegado por correo. No tenía remitente y pesaba poco.
Dudé en abrirlo. Pensé que podían ser noticias del Canal,
la producción comenzaría en pocos días.

199
Dentro del sobre solo encontré una fotografía. La
saqué. Era el retrato de una mujer joven. En la imagen ella
miraba directamente a la cámara, sonreía. Trasmitía algo
que, supuse en ese momento, estaba ligado a la felicidad.
Detrás de ella, fuera de foco, se veía una casa grande. Pa-
recía como si ella misma hubiera sacado la foto. No había
nada escrito atrás. Estaba seguro de que el sobre lo había
mandado Maidana. No tenía ninguna forma de probarlo,
pero estaba convencido. Había enviado la fotografía para
que interpretara ahí algún secreto movimiento, para que
viera algún tipo de señal, o tal vez solo para joderme,
para cagarme la cabeza. Quizá lo único que quería era
que no dejara de pensar en ello.
Mi abuelo me traía acá a la ciudad para ver películas
en el cine. Una de esas veces vinimos a ver una antigua que
no entendí. Al salir me preguntó si tenía hambre. Le dije
que sí. Me dijo que me iba a invitar algo que a él le gus-
taba mucho y que me iba a volar la cabeza. Me llevó a un
snack donde, según él, servían la mejor sopa de maní. Yo
no había probado nunca sopa de maní, pero mi abuelo ha-
blaba siempre de ese plato. Entramos a un salón pequeño,
con ventanas que daban a la avenida. Había que subir unas
gradas, así que cuando nos sentamos en una mesa al lado
de una ventana, veíamos a la gente caminar un poco por
debajo de nosotros. El lugar era viejo. Las paredes poseían
una capa de grasa y las sillas de madera estaban descas-
caradas. Al fondo se veía una plancha donde un hombre
preparaba sándwiches de lomito. Detrás estaba la cocina,
que se veía cada vez que alguien empujaba las puertas de
vaivén. Mi abuelo me contó que cuando era chango iba
harto a ese lugar y que siempre pedía lo mismo.

200
Una mesera se acercó. Tenía un delantal y en la so-
lapa, un prendedor con la figura de un ave. Nos preguntó
qué queríamos de comer. Mi abuelo le pidió dos sopas de
maní. La mesera le respondió que hacía tiempo que ya no
servían eso, que la gente dejó de pedirla a esa hora. Du-
rante unos meses solo la servían en el almuerzo, después
la quitaron del menú. Pedimos cualquier cosa y comimos
en silencio. Antes de salir del snack le dije a mi abue-
lo que ese lugar estaba buenísimo y que quería volver
la próxima vez que fuéramos al cine. No me respondió.
Ya era de noche cuando nos subimos al auto. Mi abuelo
manejaba callado. La carretera oscura se extendía y no
podíamos ver dónde terminaba. No nos cruzábamos con
ningún auto.
–Gracias –me dijo.
Al principio no entendí. Lo vi encorvado y con los
ojos entrecerrados, concentrado con esfuerzo en el cami-
no, las manos aferradas al volante, con temor o con duda.
Me quedé callado y apoyé mi mano sobre su mano, la que
estaba encima de la palanca de cambios, como manejába-
mos cuando era niño.
Tomé el retrato que me había llegado en el sobre
y lo llevé a la cocina. Encendí una hornilla y sostuve la
fotografía encima de la llama de modo que el fuego la to-
cara justo en el centro hasta que comenzó a arder. La dejé
en el lavaplatos mientras el fuego avanzaba de adentro
hacia las puntas. La cara se oscureció y luego apareció un
pequeño hueco justo al medio, donde estaba la sonrisa.
El anillo de fuego se extendió hacia los costados, hacien-
do que la boca de la mujer se abriera lentamente, ensan-
chando la sonrisa con una mueca en la que esa misma

201
boca crecía y se hacía más grande que la cabeza, como si
quisiera tragarse al mundo, como si gritara, formando un
gesto monstruoso y agresivo. La imagen se quemó por
completo, solo quedaron las cenizas en el lavaplatos, pe-
queñas cintas negras que borré abriendo la pila. Regresé
a la nada y al silencio de mi departamento. Prendí la tele.

202
11.

Hay una escena en Videodrome, de David Cronenberg, que


me gusta mucho. Capaz ustedes la vieron y la recuerdan.
En ella, Max, interpretado por James Wood, está delante
de dos personas que forman parte de una conspiración
moral e ideológica que busca secretamente depurar Esta-
dos Unidos. Max es ejecutivo de un Canal pequeño. Los
conspiradores explican que Norteamérica se ha vuelto
blanda y que desde su Canal transmitirán una señal que
instalará tumores cerebrales. Los tumores, dice otro per-
sonaje en otra secuencia, son un nuevo órgano. Uno de
los antagonistas, el subalterno del ideólogo, encara a Max
y le dice que la estación para la que trabaja es una mierda.
Antes en la película, Max estaba obsesionado con con-
seguir los derechos de un programa llamado “Videodro-
me” que no tiene trama, solo imágenes de vejaciones a
distintas víctimas. ¿Por qué lo viste?, pregunta el subal-
terno, ¿por qué uno disfruta viendo tortura y asesinato?
En ese momento, el líder le muestra a Max una cin-
ta de video que sostiene en una mano. A Max se lo ve
incómodo y cada segundo la perturbación se intensifica.
El casete empieza a latir y su camisa se abre. En el estó-
mago tiene un tajo, una herida vertical que también late.
Es una ranura de carne. Quiero que te abras, Max, dice el

203
líder, quiero que te abras para mí. Luego acerca la cinta
de video y la inserta en el cuerpo, por la herida. El casete
entra. Max cae al suelo.
Esta escena se puede interpretar en relación con la
influencia de la televisión en la sociedad en los ochenta y
cuán fuerte era el poder de los medios de comunicación.
No sé, algo como eso.
Pero prefiero otra interpretación, que va por otro
lado. El cuerpo como un VHS, o un Betamax, un aparato
que graba y reproduce imágenes. Las posibilidades del
cuerpo y lo siniestro de estas posibilidades, lo oscuro de
proyectarnos frente a la realidad. La imagen que instaura
Cronenberg concibe nuestro cuerpo como un lugar que
se puede influir desde afuera, un territorio relacionado
con lo exterior desde la grabación. Todo el tiempo nos
meten cintas de video. Nuestra carne está sujeta a esas
cosas que nos insertan y que nosotros reproducimos. Las
versiones se hacen tejido a partir de ahí.
Una mujer dice en Videodrome que siempre es dolo-
roso sacarse el casete o cambiar de programa. Y no se re-
fiere a que, como humanidad, luego de eso somos capa-
ces de superar cualquier obstáculo o que la vida no sirve
sin tropezar ni todas esas mamadas que escuchamos que
boludos dicen a cada rato. Tampoco es el dolor abstracto
y melancólico del rechazo o la pérdida. Es el físico, el que
se genera cada que jalamos de esa herida que llevamos en
la barriga. El dolor del tejido y de la carne. Así es. Todo lo
que nos pasa, que en realidad son poquísimas cosas, son
cintas de video que metemos en nuestro cuerpo.

204
12.

Afuera llueve. Miro a través del vidrio la humedad que


envuelve a la ciudad. Tal vez sea esta la manera más con-
vencional de acabar lo que les he venido contando, pero
es lo que está pasando afuera. Se mete por mi ventana.
Las gotas caen pesadas como bombas diminutas, creando
una minidestrucción que no notamos. Igual me parece, y
esto se sabe, que no hay una manera óptima de cerrar las
cosas, de acabarlas, los finales siempre son un fracaso.
No voy a contarles todo lo que pasó estos días.
Todo lo que pasó con Elena. Hablé con ella hoy tem-
prano. No vendrá más rato. Me pidió que no habláramos
por un tiempo. Los del Canal me llamaron citándome a la
primera reunión de la nueva temporada. Primero quieren
hablar a solas conmigo. Eso me dijo uno de los produc-
tores. Me adelantó algo con relación a mi sueldo y a que
cada capítulo de la segunda temporada será escrito por
un guionista diferente. Vos puedes elegir el que quieras
escribir, me dijo. No me importa, le dije. Así que ellos
escogerán cuál escribiré.
Si bien suena poco creíble que justo en este mo-
mento llueva, es lo que pasa. Escucho una y otra vez el
tema introductorio de Twin Peaks mientras sigo mirando
por la ventana. Hay otras formas cercanas. Hoy la ciudad

205
amaneció cubierta de sombras de Hiroshima grafiteadas
en sus paredes. Al principio, el plan era llenar una cuadra
de stencils, pero al momento de ponerlo en práctica Elena
superó todos sus esfuerzos. Afuera, en la calle, en los
muros que rodean mi edificio, veo tantas sombras que no
las puedo contar. Tomaron a todos por sorpresa. En los
noticieros es de lo único que se habla.
Todo está mojado, húmedo, pero las sombras siguen,
están ahí. La lluvia moja los fragmentos de la ciudad, los
que se conectan y los que no pueden tocarse, los espacios
completos y los quebrados. Llueve acá y en otras partes
de la ciudad. Es posible que también llueva a kilómetros
de acá, que llueva en Yubarta, en el pantano y sobre la pis-
cina vacía, que llueva en el Lago, que llueva sobre la orilla
cubierta de piedras negras del río donde encontraron el
cadáver de Alicia, que llueva sobre la tumba de mi abuelo.
Llueve. El agua choca contra las paredes.
De una u otra manera estamos condenados. Nos
espera un lugar de tinieblas que siempre se avecina, que
se aproxima, tinieblas que se deslizarán a través de nues-
tros cuerpos y nos atravesarán los huesos y las venas y la
médula. A ustedes, a mí, a todos. Tinieblas que duran lo
que dura nuestra vida. Las sombras siguen afuera, más
espesas que nunca, en una ciudad que le importa un ca-
rajo a todo el mundo. Una ciudad que nadie mira. Una
ciudad hundida, subterránea.
Cuando nos muramos o nos acabemos o nos des-
integremos, llegaremos a un lugar donde nos volvere-
mos a juntar con nuestras sombras, con las reales. Se
marcarán en nuestra piel y podremos tenerlas en nuestra
sangre. Todo lo asqueroso que significa existir se podrá

206
leer en esas marcas, en ese encuentro. Y no podremos
escapar de eso que nos persigue desde siempre y que nos
genera, de eso que se nos pega desde que nacemos. De
esa pulsión que desde las explosiones y los estallidos nos
hace parte de un territorio que no para, que se refleja en
la velocidad del tiempo y en lo que no se queda, en lo
que pasa pero debería detenerse, en los muertos enterra-
dos que vivieron muy poco. No podremos escapar de lo
que nos preocupa. Ahí, en ese lugar indefinible al que
llegaremos todos, un lugar gris e impalpable, entende-
remos la extensión de nuestro organismo y su dirección
latente de deterioro y amargura. Sin nada que resistir,
permaneciendo como pieles, como cuerpos que se dilu-
yen en el daño y la violencia.

207
El creador de una serie de televisión que se ha hecho exitosa
ve interrumpida su cotidianidad con la llegada de un extraño
que le habla del asesinato de una amiga común de infancia
sucedido diez años atrás. Sombras de Hiroshima habla de la
violencia que se genera sobre los cuerpos y sobre el daño.
Entre la producción de los últimos capítulos y la presencia
sofocante del extraño, el personaje principal se ve enfrentado
a su pasado, en el que es central la presencia de su abuelo y
su obsesión por las sombras de Hiroshima, los animales
mutantes y los hermanos siameses Bunker.

SOMBRAS DE HIROSHIMA M a u r i c i o M u r i l l o

También podría gustarte