Bonet - Crítica Del Opus Dei
Bonet - Crítica Del Opus Dei
Bonet - Crítica Del Opus Dei
La primera es aquella que concibe el trabajo como una bendición. Según esta
interpretación, el trabajo constituye una actividad humana fundamental instituida por
voluntad divina. De hecho, el Génesis, el relato bíblico de la Creación, retrata a Dios
desde el principio como un trabajador infatigable volcado hasta el séptimo día en su
actividad creadora. Este libro narra, además, que Dios colocó a Adán en el Jardín del
Edén “para que lo cultivase y guardase” (Gén 2, 15). Así, antes de cometer el pecado
original, el ser humano trabajaba felizmente en el Paraíso, sin cansancio, desánimo ni
nada que le pudiera hacer aborrecer su labor de “colaborador de Dios” (1 Co 3, 9; 2 Co
6, 9) o fiel guardián de la Creación. El trabajo, por tanto, concebido originariamente
como el esfuerzo físico y mental que el ser humano invierte en cumplir el precepto
divino de “sed prolíficos y multiplicados; poblad la tierra y sometedla” (Gén, 1, 28) se
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presenta bíblicamente como un rasgo constitutivo e inseparable de la personalidad
humana: ya desde su creación, el ser humano, además de ejercer su dominio sobre el
resto de animales y multiplicarse, también satisface la voluntad de Dios cuidando y
cultivando la tierra. Todo ser humano tiene, en consecuencia, el deber sagrado de
trabajar, no como un instrumento para el enriquecimiento personal, sino como el medio
privilegiado para servir a Dios. De esta idea se hace eco en sus epístolas Pablo de Tarso,
quien, estableciendo la regla según la cual “el que no trabaje, que no coma” (2 Ts 3, 10),
infunde a la comunidad de cristiana de Tesalónica la obligación de trabajar y condena
radicalmente la vida ociosa.
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Como ha señalado el historiador francés Jacques Le Goff (1983: 159), durante la Edad
Media, especialmente entre los siglos IV y XII, la visión positiva del trabajo presente en
la tradición religiosa judeocristiana quedó en un estado larvario a favor de la concepción
del trabajo como penitencia, inspirada en una lectura del Génesis que ponía el acento en
la caída humana. Y aunque la orden religiosa fundada por Benito de Nursia, precursora
del mandato ora et labora, introdujo una cierta valoración positiva del trabajo manual,
sobre todo de la actividad agraria realizada en los monasterios, se trataba, en realidad,
de una práctica con carácter mortificador.
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conjunto social y los laboratores, por último, un grupo social heterogéneo formado
básicamente por campesinos y artesanos, trabajaba manualmente para mantener a los
estamentos superiores. Estos últimos, encargados de la función económica y comercial,
ocupaban la posición más baja en la escala del prestigio social, a diferencia de quienes
desempeñaban la función religiosa o la militar.
Por lo general, las profesiones de los laboratores eran objeto del descrédito social y se
las percibía socialmente como trabajos serviles, propios de siervos, esclavos y criados,
porque se basaban en relaciones de dependencia y falta de libertad. En sus
investigaciones sobre la Edad Media, Le Goff (1983: 86-102) elabora un listado
exhaustivo de los oficios medievales considerados lícitos e ilícitos en relación con los
tabúes religiosos de sangre, dinero, impureza o sexo, entre otros, con los que se
asociaban. De este modo, durante el período medieval, los trabajos ejercidos en el
ámbito de la llamada vida activa, la perecedera, mundana y vinculada a la materialidad
del cuerpo, estuvieron completamente subordinados a las actividades ligadas a la vida
teórica. Es, en definitiva, el primado intelectualista de la contemplación sobre la acción
o, en términos filosóficos, el predominio cultural del ideal aristocrático del bios
theoretikós aristotélico, la “vida contemplativa” [2], tal y como tradujo la expresión
Agustín de Hipona. Se trata de la vida entregada a la búsqueda de la verdad y la virtud.
Este modo de vida, al ser extrapolado al ámbito religioso católico, se identificó con el
camino más excelente para acceder a Dios y la expresión más auténtica de vida
cristiana.
Todo este estado de cosas va a dar un giro total a partir de finales del XV en adelante,
con el advenimiento de la modernidad occidental. A lo largo de este período histórico se
consolidan algunos de los valores constitutivos y de los ideales hegemónicos de la
sociedad occidental moderna: individualismo atómico, predominio del conocimiento
científico, racionalidad instrumental, idea de progreso, proclamación y defensa de
valores universalistas y secularización, por señalar algunos. El pensamiento moderno,
guiado por los principios de la Ilustración europea, introdujo también cambios radicales
en la concepción del trabajo. En una época que hizo de la autonomía personal su
principal reclamo axiológico, el trabajo es ensalzado y mitificado como el medio más
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adecuado para alcanzarla, convirtiéndose, en consecuencia, en la principal actividad
articuladora de la vida individual y social, equivalente en importancia al valor que la
política, como fundamento de la vida comunitaria, tenía en la antigua Grecia.
Aunque la concepción moderna del trabajo instituyó nuevas categorías de análisis que
ocultaban jerarquías y clasificaciones sociales, como la distinción entre trabajo
productivo y trabajo improductivo establecida por la economía política desarrollada
durante la modernidad occidental, la nueva visión sirvió para derrumbar la vieja
división medieval entre trabajo religioso y trabajo profano, desacreditando, en
consecuencia, la distinción discriminatoria entre trabajo manual y trabajo intelectual,
trabajo servil y trabajo digno. Una muestra ejemplar de la nueva mentalidad respecto al
trabajo puede observarse con claridad en el Catecismo político de los industriales
(1823), donde el filósofo francés Saint-Simon establece una doble división social.
Distingue, por un lado, la clase industrial, formada por trabajadores que ponen al
alcance de la sociedad los medios materiales para la satisfacción de sus necesidades y
apetitos, tales como cultivadores, fabricantes y negociantes. Por otra parte, está la clase
ociosa, un grupo social parasitario formado por todos aquellos que aportan a la sociedad
una utilidad negativa, entre los que se encuentran la familia real, la aristocracia
nobiliaria, el cuerpo de funcionarios y el conjunto de clérigos.
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que uno tiene, es suficiente con que cada cual sepa cumplir rigurosamente la vocación
que Dios le ha reservado pues, quien no trabaja, no está prestando fidelidad al precepto
divino que ordena trabajar con esmero para la gloria de Dios.
Las transformaciones ideológicas introducidas por la ética calvinista del trabajo fueron
tan radicales que hasta las profesiones relacionadas con la esfera económica y el afán de
lucro, como el comercio o el prestamismo, censuradas durante siglos por tratarse de
actividades que la ética económica católica medieval [3] relacionaba con el pecado
capital de la codicia, quedaban ahora teológicamente legitimadas y socialmente
reconocidas como ocupaciones honorables en tanto que deseadas directamente por Dios.
Fue, no obstante, el Opus Dei, la más influyente manifestación del catolicismo romano
español durante el régimen franquista, la institución que, al pregonar la búsqueda de la
santidad personal a través del trabajo ordinario, introdujo con más fuerza en el orbe
católico el desarrollo de una espiritualidad laica similar a la fomentada por la ética
calvinista del trabajo. Con su llamada universal a la santidad “en medio del mundo, en
el ruido de la calle” (Es Cristo que pasa, 45), el Opus Dei rompió con la idea,
hondamente arraigada en el imaginario católico, según la cual monjas y sacerdotes, dada
su total e íntima entrega al estado de vida religiosa, reunían mayores méritos y
condiciones personales para alcanzar la perfección cristiana, hallándose, por tanto, en
una indiscutible posición privilegiada a la hora de ganarse un lugar en el Reino de Dios.
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una exposición crítica de los principales aspectos de la ética religiosa del trabajo del
Opus Dei, concretada en la doctrina de la santificación del trabajo, en el trabajo y por
medio del trabajo predicada por su fundador. Un análisis crítico de los textos
fundacionales escritos por el promotor del Opus Dei revela que tras su proyecto de
supuesta democratización de la santidad por medio del trabajo ordinario subyace una
ética ascética intramundana del trabajo que equipara el ideal de santidad y perfección
espiritual fundamentalmente con el éxito y el liderazgo profesional, dando lugar un
particular tipo de “catolicismo calvinista” o “calvinismo católico”. Este trabajo asume la
hipótesis según la cual la evangelización y la santidad cotidiana a las que, según el Opus
Dei, están llamados todos los católicos, acaban sirviendo para expandir socialmente una
ética aristocrática del éxito que, combinando un cuerpo doctrinal tradicionalista y
conservador con elementos modernizantes, legitima y reproduce un orden social
jerárquico, desigual y estratificado. Se trata, por tanto, de prestar atención a esta
peculiar espiritualidad católica del trabajo expresada en el lenguaje del éxito y la “santa
ambición” (Surco, 701).
“El trabajo no es una maldición, ni un castigo del pecado” (Amigos de Dios, 81). Esta
frase, escrita y pronunciada por uno de los hombres elevado a los altares por Juan Pablo
II [4] en el año 2002, significó un paso decisivo en el ámbito católico a la hora de
intentar conciliar la ética moderna del trabajo con las exigencias espirituales de la vida
religiosa. Su autor es el sacerdote aragonés José María Escrivá de Balaguer y Albás
(1902-1975), quien en 1928, creyéndose inspirado por Dios, fundó el Opus Dei, una
organización católica de fuerte rigidez dogmática que cuenta con una presencia
mayoritaria de laicos, aunque se encuentra bajo dirección clerical. El principal objetivo
de esta prelatura personal de la Iglesia católica, según declara en su página web oficial,
es el de extender por todo el mundo y en todos los ámbitos de la sociedad el mensaje
universal según el cual la santidad y el apostolado son accesibles por medio de la vida y
el trabajo ordinarios.
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cuestión. El primero es la propuesta de un ideal de “unidad de vida sencilla y fuerte” (Es
Cristo que pasa, 10) en el que confluyan la vida espiritual y la vida secular, la vida
pública y la privada, todas las acciones y dimensiones, en definitiva, de la vida humana.
Esta unidad pretende configurar una totalidad armónica, sin fisuras, que se considera
condición necesaria para establecer una relación adecuada con Dios.
En tercer lugar, la valoración de “lo pequeño”, de todas las obras y detalles cotidianos
por insignificantes que puedan parecer, porque en ellas se esconde un “algo divino”.
Así, en el punto 817 de Camino, la obra más emblemática del fundador del Opus Dei,
puede leerse: “La santidad ‘grande’ está en cumplir los ‘deberes pequeños’ de cada
uno”.
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culpa. La mortificación puede expresarse de diferentes maneras. En primer lugar, a
través de la mortificación de los sentidos: “No creo en tu mortificación interior si veo
que desprecias, que no practicas, la mortificación de los sentidos” (Camino, 181). En
segundo lugar, mediante la oración, uno de los pilares religiosos de la relación con
Dios: “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces.
La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los
mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”. (Forja, 439). Y en
tercer lugar, con la represión de las pasiones, particularmente de la sexualidad: “Entre
santa y santo, pared de cal y canto” (Forja, 414), afirma Escrivá parafraseando un refrán
español.
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Santidad, trabajo y ética del éxito
Además de estas instrucciones esenciales, la idea clave que sirvió a Escrivá de Balaguer
para llevar a cabo su propósito de hacer del trabajo ordinario un medio privilegiado de
virtud religiosa consistió en el desarrollo de una espiritualidad laica que concebía la
vida cotidiana de los seglares como el espacio privilegiado para poner en práctica la
voluntad de Dios e iniciar el camino hacia la santidad personal:
“Tienes obligación de santificarte. —Tú también—. ¿Quién piensa que ésta es labor
exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: ‘Sed
perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto’” (Camino, 291).
La idea es sencilla. Consiste en que cada uno se quede como y donde está, aceptando de
buena gana las circunstancias que le rodean: “¡Qué afán hay en el mundo por salirse de
su sitio! ¿Qué pasaría si cada hueso, cada músculo del cuerpo humano quisiera ocupar
puesto distinto del que le pertenece?” Y justo después añade: “No es otra la razón del
malestar del mundo. Persevera en tu lugar, hijo mío” (Camino, 832). La santidad que
Escrivá exige no consiste, por tanto, en cometer actos heroicos ni en lograr un cúmulo
de acciones extraordinarias, sino en hacer de manera extraordinaria las cosas ordinarias:
“Tu labor de santidad —propia y con los demás— depende de ese fervor, de esa alegría,
de ese trabajo tuyo, oscuro y cotidiano, normal y corriente” (Forja, 741).
Si por un lado estas afirmaciones parecen tener la intención de valorar y dignificar todas
las profesiones que el Opus Dei considera decentes, camuflan, por otra parte, un
mensaje profundamente conservador que promueve el conformismo, el inmovilismo
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social y al acomodamiento acrítico de dejarlo todo como está. Tal y como expresan las
citas anteriores, el deseo de conformidad social con lo que uno es y tiene recuerda a la
idea aristotélica del lugar natural, según la cual, en la comunidad política, vista por
Aristóteles como una unidad orgánica compuesta por partes naturalmente diferentes y,
en virtud de ello, desiguales, cada pieza o ser vivo desarrolla una función específica. No
se trata de ejercer una práctica social transformadora en el horizonte de la emancipación
humana, hacia la que apunta el movimiento popular de Jesús de Nazaret, sino que el
apostado en medio del mundo al que invita el Opus Dei acepta plenamente las
estructuras sociales de poder y dominación que generan y reproducen desigualdades
socioeconómicas y es desde ellas que cada uno debe ejercer su apostolado secular y
santificarse por medio de su trabajo. Su doctrina de la santidad por medio del trabajo
ordinario cumple, de este modo, la función ideológica el orden social establecido, sus
instituciones, jerarquías y múltiples formas de opresión: de clase, de género, étnicas y
de identidad sexual, entre otras.
Es, de hecho, “en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos
santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres” (Conversaciones con monseñor
Escrivá de Balaguer, 113). De este modo, para ser perfectos, según el mensaje de
Escrivá, es de obligado cumplimiento que cada uno sirva a los demás desde su puesto
de trabajo, ya sea el de un obrero, campesino, ingeniero, ministro, camionero, camarero,
juez, taxista o inversor en bolsa:
“Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida
humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra
universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el
inmenso panorama del trabajo” (Conversaciones, 114).
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medio de subsistencia para imbuirse de una dimensión trascendente y divina. En
palabras del fundador:
“Lo que he enseñado siempre —desde hace cuarenta años— es que todo trabajo
humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor
perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección
cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho
así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a
ordenar cristianamente las realidades temporales —a manifestar su dimensión divina—
y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del
mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de
Dios, operatio Dei, opus Dei”(Conversaciones, 10).
Este breve fragmento contiene el fermento ideológico del que se nutre la ética religiosa
del trabajo del Opus Dei: la defensa de la idea de la dignidad intrínseca de todo trabajo
humano, siempre que éste sea “honesto”. Esta idea, hoy en día nada sorprendente, tenía
una fuerza contestataria en el seno de la tradición católica, pues se trataba de una idea
religiosa aparentemente democratizadora que quería poner fin a la vieja jerarquía del
catolicismo medieval de las dos espiritualidades, la religiosa y la laica, identificando la
primera con la auténtica forma de vida cristiana. Ponía en cuestión, además, la creencia
judía, perpetuada durante siglos, que mantenía la existencia de trabajos religiosamente
despreciables y trabajos religiosamente honrosos [6].
A la luz de estos pasajes bíblicos, Escrivá extrae la conclusión según la cual el trabajo
es un componente esencial indisolublemente ligado al ser humano desde sus orígenes,
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pues “Dios creó al hombre para que trabajara” (Conversaciones, 114) o, en un tono más
poético: “El hombre nace para trabajar, como las aves para volar” (Amigos de Dios, 57).
Así, el trabajo es concebido como el medio dispuesto y legitimado por Dios para
dominar y transformar la naturaleza estableciendo relaciones de poder y control sobre el
entorno. He aquí el significado originario y positivo que Escrivá ve en el trabajo. En
virtud de ello, el trabajo no constituye ningún castigo o maldición divina derivada del
pecado original, sino un requerimiento divino, una práctica religiosa obligatoria y un
deber moral ineludible que todo buen cristiano debe ejercer de la mejor manera posible.
A través de esta actividad espiritual se está poniendo a prueba no sólo la
responsabilidad personal del creyente, sino también su voluntad de cooperar y participar
en la obra divina, ya que el trabajo simboliza, en última instancia, un acto humano de
amor a Dios y aprecio del plan divino:
“El trabajo es un don de Dios. [...] El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad
del hombre, de su domino sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia
personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener
a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y
al progreso de toda la Humanidad” (Es Cristo que pasa, 47).
Las consecuencias prácticas que se derivan de esta serie de ideas son importantes. En
efecto, si el trabajo es concebido como una llamada de Dios a la que el ser humano está
obligado a responder afirmativamente, la actividad profesional, por consiguiente,
adquiere un marcado carácter vocacional: “No lo dudes: tu vocación es la gracia mayor
que el Señor ha podido hacerte. —Agradécesela” (Camino, 913). Dicho en otros
términos: el ser humano no sólo es el principal beneficiario del don divino del trabajo,
sino que además, y en virtud de ello, debe dedicar todo su tiempo y poner todo su
empeño en realizarlo con la mayor entrega, diligencia y rendimiento, con un afán de
superación permanente. Así lo expresaba Escrivá:
“Para que Él reine en el mundo hace falta que haya quienes, con la vista en el cielo, se
dediquen prestigiosamente a todas las actividades humanas, y, desde ellas, ejerciten
calladamente —y eficazmente— un apostolado de carácter profesional” (Camino, 347).
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Voluntad de prestigio, discreción y actuación eficaz son las tres virtudes cardinales
destacadas por el fundador para la óptima búsqueda de la santidad en la vida
profesional. El prestigio laboral que el laico debe adquirir consiste en el reconocimiento
social de la excelencia puesta en el desempeño de su profesión y tiene como resultado la
consecución del éxito individual y social.
Siendo así, no resulta extraño que una de las mayores y más habituales acusaciones
hechas al Opus Dei es la de funcionar al modo de una secta religiosa, sociedad secreta o
“santa mafia” (Ynfante, 1970), caracterizada, entre otros aspectos, por la opacidad
informativa en lo que se refiere a sus ingresos patrimoniales y una cierta reticencia a la
hora de poner en conocimiento público la identidad de sus miembros y contribuyentes.
La publicación anónima Los estatutos secretos del Opus Dei (1986: 29) revela que el
artículo 191 de su primera Constitución (1950), suprimido por los estatutos posteriores
de 1982, ordenaba a sus asociados presentes y pasados “guardar siempre un prudente
silencio respecto a los nombres de los otros miembros; y que a nadie van a velar nunca
que ellos mismos pertenecen al Opus Dei, ni aun siquiera con el fin de la difusión de
dicho Instituto, sin licencia expresa del propio Director local”.
La eficacia, por último, es la energía o el poder constante para obrar. Está íntimamente
relacionada con la capacidad individual de persistir, luchar, aprovechar el tiempo, “que
no sólo es oro, ¡es gloria de Dios!” (Amigos de Dios, 81), evitar la tentación de rendirse
mediante el sacrificio y saber soportar el dolor y el sufrimiento humano, que Escrivá
interpreta como una oportunidad para la purificación y redención del creyente. La
eficacia es también la virtud contraria a la negligencia y la pereza, vicios vergonzosos
que infringen la voluntad de Dios, haciendo del ser humano un sujeto estéril y
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despreciable. La prohibición y condena del ocio, en consecuencia, resultan del todo
necesarias. Escrivá entiende el ocio en su acepción más negativa: aquella que implica
pasividad, distracción, pereza, abandono e improductividad. No sólo es visto por el
eclesiástico como el peor de los pecados y padre de todos los vicios —“Estar ocioso es
algo que no se comprende en un varón con alma de apóstol” (Camino, 358)—, sino
también como un atentado contra el progreso individual y social.
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religiosos de otras denominaciones. Sin embargo, las enseñanzas del fundador, lejos de
extender el ideal de la santidad a personas de toda clase y condición social, adquieren un
cariz elitista que establece una aristocracia espiritual y social laica: la de los hombres de
acción y voluntad enérgica, que tienen esperanza de éxito, sacrificados, que enfrentan y
soportan estoicamente las dificultades hasta vencerlas.
No menos importantes para abrazar la santidad terrena son la práctica de virtudes tan
preciadas como “la santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza”
(Camino, 387). De entre ellas, la más positivamente valorada por Escrivá es la santa
intransigencia, que consiste en mostrar firmeza de voluntad frente a todas aquellas ideas
y conductas que amenazan o son sospechosas de amenazar la carrera individual hacia la
santidad y el éxito. No podía expresarse Escrivá (1997: 34) con más contundencia y
claridad cuando en una de sus predicaciones ordinarias afirma: “Para ser santamente
intransigente hace falta una conducta muy limpia, un corazón puro y una seguridad
plena de estar defendiendo una verdad indiscutible”. Es más, según él: “La transigencia
es señal cierta de no tener la verdad” (Camino, 394). En este sentido: “Cuando un
hombre transige en cosas de ideal, de honra o de Fe, ese hombre es un... hombre sin
ideal, sin honra y sin Fe” (Camino, 394). Así, toda persona que no acata la santa
intransigencia en materia de ideal y fe, y que por tanto no se esfuerza en buscar la
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verdad absoluta, anda por el enredado camino del relativismo, que significa apartarse de
la verdad y dejarse llevar hacia la senda del mal.
La santa coacción, que según Escrivá no hay que confundir con la “violencia ciega o la
venganza” (Forja, 847), consiste en la posibilidad de recurrir a distintos métodos de
intimidación, incluyendo, si fuera necesario, el recurso a la fuerza física, vistos como un
instrumento legítimo más para salvaguardar la seguridad y la defensa de la misión
apostólica del seglar:
“Si, por salvar una vida terrena, con aplauso de todos, empleamos la fuerza para evitar
que un hombre se suicide..., ¿no vamos a poder emplear la misma coacción —la santa
coacción— para salvar la Vida (con mayúscula) de muchos que se obstinan en suicidar
idiotamente su alma?” (Camino, 399).
La santa desvergüenza, por último, aunque es descrita como una conducta muy típica de
la infancia, es una virtud que el cristiano adulto también debe saber incorporar en su
carácter: “Pon la amable excusa que la caridad cristiana y el trato social exigen. Y,
después, ¡camino arriba!, con santa desvergüenza, sin detenerte hasta que subas del todo
la cuesta del cumplimiento del deber” (Camino, 44). Y dado que el fin justifica los
medios, si el camino a la santidad así lo requiere, la santa desvergüenza permite recurrir
“en la oficina, en la universidad, en el quirófano, en el mundo” a prácticas como el
“apostolado de la mala lengua” (Camino, 850).
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propósitos religiosos, rechaza firmemente todo aquello que es considerado irracional en
las conductas personales: la sensualidad, el placer, el ocio y la intimidad propia y ajena,
entre otros aspectos, y adopta un modo de vida que impone sus rigores sobre las
costumbres del mundo, haciendo un uso utilitario y controlado de las actividades
ordinarias, especialmente del trabajo, concebido como vocación divina que exige servir
y glorificar a Dios.
Dada esta orientación ética, el asceta calvinista intramundano estaba preparado para ser
un científico deseoso de encontrar a Dios en las leyes naturales, un economista
partidario del laissez faire o un empresario metódico y calculador, entre otras
profesiones. De hecho, al aplicar la idea del trabajo como vocación profesional al
ámbito de las actividades económicas, Weber vio el protestantismo calvinista como un
agente modernizador, destacando la afinidad electiva entre los valores ético–religiosos
del protestantismo calvinista y los procesos de acumulación del capital característicos
del capitalismo moderno. Se trata, por tanto, de una moral funcional a los intereses y a
las clases sociales dominantes del modelo económico capitalista.
Haciendo del creyente un agente movido por una vocación religiosa que le impone un
“deber profesional” (Weber, 1973: 49), el calvinismo proporcionó una legitimación
teológica de la actividad profesional, conformando paulatinamente una moral del
trabajo y el éxito. Es el mismo objetivo al que aspira, estableciendo un paralelismo con
la ética del Opus Dei, el concepto de “santificación del trabajo ordinario”: “Pon un
motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo”
(Camino, 359). Así, pues, en términos weberianos de análisis, el Opus Dei canaliza
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creencias sus religiosas, particularmente la idea del trabajo como vocación divina,
mediante una ética racionalizante destinada a la formación de individuos
particularmente aptos y competentes en su actividad profesional, incluso la económica.
En virtud de la creencia religiosa que hace del trabajo un requerimiento divino, los
“santos” laicos, facultados por el ethos racional y metódico, obran movidos por un
utilitarismo de signo religioso que interpreta la actividad profesional como un medio
moral y religiosamente legítimo para alcanzar el éxito y la santidad personal. No
resultan extrañas, en este sentido, las declaraciones del obispo madrileño Javier
Echevarría, actual Prelado del Opus Dei, cuando en un periódico italiano afirmaba que
“a Dios también se le puede encontrar en Wall Street” [8].
La ética religiosa del trabajo del Opus Dei establece un nexo entre tres elementos: el
trabajo como “llamamiento” (Camino, 902-928), la búsqueda del mérito individual en
forma de prestigio social y excelencia profesional y, por último, la bendición de Dios.
Con la formación de “caudillos”, instrumentos terrenos del mensaje divino con la
misión de granjearse el triunfo en su lucha cotidiana por una causa santa, esta
orientación ética busca poner las bases morales y teológicas para la creación de una
aristocracia profesional, un conjunto de líderes cuyo imperativo religioso de eficacia,
prestigio y discreción apostólica les lleva a medir la santidad, no desde los parámetros
evangélicos de la solidaridad, servicio al prójimo y opción preferente por los pobres,
sino más bien con la vara del culto al éxito y el individualismo competitivo como forma
de progreso personal y social, características provistas de una significación religiosa que
las eleva a la categoría de virtud cristiana al servicio de Dios.
De hecho, una de las críticas comunes más directamente relacionada con la ética
religiosa del trabajo del Opus Dei es la que destaca su afán de poder, riqueza e
influencia social en la vida pública, logrando una notable penetración de sus miembros
en las esferas del poder económico, político, jurídico, religioso, mediático y cultural. La
doctrina de la santificación por medio del trabajo serviría, según ex miembros y
estudiosos críticos de la Obra, para justificar una espiritualidad ambiciosa, mercantilista
y lucrativa cuyo modelo de representación, más que Jesús de Nazaret, parece ser el
homo oeconomius de la economía política liberal clásica.
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En el ámbito económico, Ynfante (1970: 229-271) ha investigado con detalle el
protagonismo de la Obra en el entremado capitalista estudiando las conexiones que por
medio de testaferros la Obra tiene con importantes grupos financieros y económicos
como instituciones bancarias, fundaciones privadas, empresas y sociedades holding,
siendo uno de los agentes económicos más dinámicos e influyentes. Significativa es la
afirmación que el periodista e investigador Luis Carandell (1992) realiza en su biografía
del fundador del Opus Dei: “Con Escrivá, el dinero se hace católico y esto va a tener
consecuencias incalculables en el desarrollo del capitalismo español en nuestra época.”
En la nota 633 de Camino Escrivá de Balaguer apunta la dignidad religiosa y espiritual
del dinero: “Si eres hombre de Dios, pon en despreciar las riquezas el mismo empeño
que ponen los hombres del mundo en poseerlas.” El interés de la Obra por el mundo de
la empresa y los negocios le llevó a fundar institutos internacionales dedicados a la
formación profesional y ética de cuadros de empresarios de todo el mundo,
especialmente el IESE Business School, el Instituto de Estudios Superiores de la
Empresa, de la Universidad de Navarra.
En el ámbito de la política, su presencia estuvo y sigue estando a la orden del día. Como
relata el sociólogo Alberto Moncada (1987: 29), ex miembro de la Obra, “Escrivá no
tuvo la menor duda, a la hora de estallar la Guerra Civil, de que su lugar, y el de su
apostolado, estaba en la zona nacional”. Ello le llevó a entablar buenas relaciones con
algunos miembros del alzamiento militar, llegando a formar parte del grupo de
sacerdotes que dirigía los ejercicios espirituales del general Franco, quien en 1956 le
concedió la Gran Cruz de Isabel la Católica y entregó las carteras de Hacienda y
Comercio, entre otras, a destacados miembros de la Obra. La inclinación que Escrivá
sentía por la grandeza y el señorío, actitud que no parece muy coherente con la
enseñanza de “no salirse de su sitio”, le llevó a reunir una gran cantidad de títulos,
dignidades y honores mundanos. De hecho, él mismo presentó al Ministerio de Justicia
franquista la solicitud de rehabilitación del título nobiliario del marquesado de Peralta,
que le fue otorgado en 1968. En la actualidad, muchos miembros de la Obra han
encontrado en la política profesional el canal idóneo para llevar sus ideas a la sociedad
civil, asumiendo responsabilidades de gobierno o ejerciendo como militantes o
simpatizantes de partidos políticos de ideología conservadora, como el italiano Forza
Italia o el Partido Popular en España (Casas, 2002; Sánchez Soler, 2002).
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La educación y los medios de comunicación son otros de sus feudos más importantes.
El Opus Dei es poseedor de importantes agencias de prensa, editoriales, revistas y
periódicos. Además, la Obra está presente en la dirección de universidades, colegio
mayores universitarios, colegios de formación para las mujeres, centros de formación
profesional, hospitales, escuelas privadas y concertadas o clubes de ocio juvenil, entre
otras iniciativas pedagógicas. Al relatar sus experiencias durante su permanencia en la
Obra, algunos de sus ex miembros (Moncada, 1987: 39) han criticado que la finalidad
real de estas instituciones educativas no es tanto el servicio social ni el interés por la
actividad docente en sí misma como la propagación de sus ideas a través del
reclutamiento de nuevos miembros.
Notas
21
[2]: Para un análisis detallado de las nociones medievales de “vida activa” y “vida
contemplativa” desde un punto de vista teológico véase Aquino, T. (2001), Summa
Theol., II-II, q. 182, a. 1.
[3]: La ética económica que elabora la teología moral del catolicismo romano medieval
puede resumirse en tres enseñanzas fundamentales: el dinero es un medio para el
intercambio de bienes, es estéril e improductivo por naturaleza y, en consecuencia,
hacer de él un fin, utilizándolo para producir beneficios mediante una tasa de interés
sobre el préstamo, es ilegítimo y va contra la naturaleza.
[4]: Según refiere el teólogo Juan José Tamayo (2001: 160), el Opus Dei posó su mirada
en la figura de Karol Wojtyla cuando éste todavía ejercía como arzobispo de Cracovia,
invitándolo a giras mundiales y a participar en sus conferencias regulares en Roma. Una
vez que Wojtyla fue proclamado Juan Pablo II, dada la sintonía ideológica entre el
programa moral y teológicamente conservador del pontífice y el ideario de la Obra, la
relación inicial se consolidó mediante una política neoevangelizadora portadora de
principios conservadores: rechazo acérrimo de métodos anticonceptivos, abominación
del aborto y el divorcio, defensa de la familia nuclear, oposición frontal al matrimonio
entre personas del mismo sexo, negativa a la investigación con células madre con
finalidades terapéuticas y condena firme de la eutanasia, entre otros aspectos.
[5]: Llama la atención, a este respecto, que algunas crónicas periodísticas (cf. El País,
1992) coinciden en atribuir a Escrivá de Balaguer dos supuestos comentarios
condescendientes para con Hitler. El primero, sobre el genocidio judío, lo refiere el
sacerdote británico Vladimir Feltzman, ex miembro de la Obra, quien afirma que
Escrivá le espetó que Hitler “sólo mató a cuatro millones de judíos” en lugar de seis. La
segunda supuesta opinión favorable de Escrivá sobre Hitler la recoge el periodista
francés François Normand (2002: 74). Al parecer, Escrivá había vivido la Guerra Civil
española como un duelo a muerte entre católicos y rojos ateos, lo que le habría hecho
ver en la figura del canciller nazi, junto con la de Franco, a los dos grandes salvadores
contemporáneos de la fe católica, amenazada por el ateísmo marxista. En este contexto,
Feltzman le atribuye a Escrivá haber pronunciado: “Hitler contra los judíos, Hitler
contra los eslavos, significaba Hitler contra el comunismo”.
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[6]: Como ha observado el biblista judío-alemán Joachim Jeremias (1980: 315-323), la
ley religiosa del antiguo Israel señalaba una gran cantidad de trabajos socialmente
considerados deshonrosos, repugnantes y aborrecibles. Entre ellos pueden destacarse el
oficio de carnicero, joyero, vendedor ambulante, sastre, médico, pastor o recaudador de
impuestos, todos relacionados con actividades que transgredían, o eran sospechosas de
hacerlo, las prescripciones religiosas severamente proscritas por la Torah, como la
impureza, el robo, el fraude y la usura.
[7]: Sin embargo, en la Vulgata latina este versículo del Génesis que Escrivá altera dice:
“Tulit ergo Dominus Deus hominem, et posuit eum in Paradiso voluptatis, ut operaretur
et custodiret illum” (“Dios tomó al hombre y lo puso en el Jardín de Edén para que lo
cultivase y guardase”). Como ha observado el sociólogo de las religiones Joan Estruch
(1993: 337), la mayoría de las veces Escrivá de Balaguer se limitaba, probablemente por
estar emparentado con el sustantivo que da nombre a su organización, a citar tan sólo
uno de los dos verbos que aparecen en la Vulgata, ut operaretur, traduciéndolo
libremente por “trabajar” y no por “cultivar”.
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Resumen
Palabras clave
Ética religiosa del trabajo, santificación del trabajo ordinario, ascetismo intramundano,
catolicismo, Opus Dei.
Abstract
The objective of this paper is to critique the main contents of the religious ethics of
work of the Opus Dei. This ethic is based on the concept of work as a divine order and
the doctrine of personal sanctification through everyday professional activity. The
analysis reveals the existence of an ethics of virtuousness that equates holiness and
spiritual perfection with the social success and professional leadership. And it does so
by adopting, on behalf of holiness, instrumental action strategies that clash with the
practice and the principles of emancipatory Christianity.
Keywords
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