Hora Santa 15
Hora Santa 15
Hora Santa 15
Te bendecimos y glorificamos por todo lo que has realizado en nuestras vidas, por las gracias y
dones que nos has dado, te pedimos perdón si nos hemos intentado apartarnos de tu
presencia , por las cosas que en qie te hemos fallado. De damos gracias por Tu Amor,
Misericordia y Ternura que tienes con nosotros.
Adorado y alabado seas por siempre, porque hemos podido contemplarte, hemos podido
amar y servir a nuestros seres queridos; por todas las personas que has puesto en nuestro
camino(…), por las alegrías que hemos vivido y compartido , por los sufrimientos y penas que
nos han permitido valorar más Tu Amor y Tu dolorosa Pasión…
Espíritu Santo Consolador, concédeme el don de la fortaleza. Fortalece mi alma para superar
las dificultades de cada día, los tormentos de las persecuciones y las insidias del maligno.
Ayúdame a ser fuerte en medio de las debilidades espirituales, para que yo sea señal de Tu
amor y bondad.
Espíritu Santo Paráclito, concédeme el don del entendimiento, para que comprenda
correctamente la voluntad del Padre Celestial en mi vida. Ayúdame a entender al prójimo con
amor, misericordia y paz. Que comprenda, con todo mi ser, el amor de Cristo por mí y por la
humanidad.
Espíritu Santo, Abogado Celestial, concédeme el don de la ciencia. Que, iluminado por Tu luz
divina, comprenda correctamente los planes de Dios para mi vida, y sea obediente a las
enseñanzas divinas. Y sea así, una señal permanente de la misericordia del Maestro Jesús en el
mundo.
Espíritu Santo, Consejero Divino, concédeme el don del consejo. Ilumina mi entendimiento,
para que yo busque en Dios las respuestas a mis dudas e inquietudes humanas y espirituales.
Pon en mis labios palabras que restablezcan la paz en el mundo, y ayúdame a llevar siempre un
consejo que devuelva a las almas afligidas la serenidad en Dios.
Divino Espíritu Santo, concédeme el don de la piedad. Que mis oraciones sean puentes de
amor, que unan mi corazón al corazón de Dios Padre y de Cristo Señor. Que mi fervor espiritual
se renueve siempre, para que mi alma fructifique en la fe y la esperanza.
Espíritu Santo, Consolador de los afligidos, concédeme el don del temor de Dios, para que
tenga siempre frente e mis ojos, la bondad divina, y que mis pensamientos, palabras y
acciones, no sean una ofensa al amor misericordioso del Padre Celestial.
Señor Auméntanos la fe, fue la petición que le hicieron los apóstoles a Jesús. Que alegría me
da saludarte una vez más, estamos unidos para reflexionar la palabra que hoy el Señor nos
regala
Fíjate que cuando era pequeño, siempre escuché decir que fe es “creer lo que no se ve”.
Reflexionando esta frase, me hice la siguiente pregunta:
¿Cómo podían hablar los apóstoles de fe? ¿Cómo podían pedir a Jesús que les “aumentase la
fe”? Pues ellos ya lo veían, lo tenían delante.
La realidad es muy diferente. La fe verdadera consiste en “creer lo que no se puede ver”. Y
los apóstoles no veían más allá de un hombre que hacía cosas extraordinarias, algunas de las
cuales no eran capaces de entender.
La fe les invitaba a ir más allá, a experimentar la presencia de Dios en aquel hombre. Algo
similar sucede con las relaciones humanas. Podemos demostrar que dos mas dos son cuatro,
pero ¿cómo demostrar la amistad o el amor entre dos personas?
Ahí no nos podemos servir más que de indicios, de pistas, simplemente confiar.
Dicho con un ejemplo, cuando dos enamorados se miran a los ojos y se dicen que se quieren,
cada uno de ellos cree al otro porque la verdad es que no tienen una prueba fehaciente de que
esas palabras sean algo más que palabras.
Es lógico que al hablar de la fe, siendo esta una realidad espiritual, no se la puede medir con
algo material, como es un grano de mostaza. Se trata de una expresión analógica, para indicar
la mínima cantidad.
Auméntanos la fe Reflexión
Lo mismo se puede decir de la fe en Dios. No se trata de aceptar unas verdades imposibles
de comprender y decir “lo acepto”.
En la segunda parte del Evangelio, se habla de un siervo que, después de una jornada de
trabajo en el campo, vuelve a la casa y sirve la mesa de su amo.
Jesús pregunta: «¿Acaso el amo tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue
mandado?». Y agrega: «De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue
mandado, decid: ‘Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer’».
Siervo inútil soy significado: Aquí debemos comprender que el cumplimiento fiel de la ley de
Dios por parte nuestra, es también un don de Dios.
¿Cuántos de nosotros, cuando hemos hecho una obra de bien, esperamos una recompensa en
una forma u otra? Hoy se nos recuerda que al seguir las enseñanzas de Jesús en nuestras vidas,
lo hacemos sin condiciones.
Así como Pablo dice siervo inútil soy, así nosotros también debemos aceptarlo.
Hacemos lo que podemos para ayudar a otros cuando los encontramos en nuestro camino, por
ninguna razón, salvo ayudarlos.
En efecto, el resumen de todo lo que Dios nos manda es el precepto del amor, tal como lo dice
San Pablo: «El que ama al prójimo ha cumplido la ley.
Todos los preceptos se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a tí mismo.
Aquí Pablo habla sobre aquellos que juzgan a otros. El apóstol saca a relucir dos puntos sobre
esta gente: Primero, dice que esta gente sabe la diferencia entre el bien y el mal; de otro
forma no se atreverían a juzgar. El segundo punto que presenta Pablo sobre esta gente es que
son culpables porque están haciendo la misma cosa ellos mismos. Los jueces son tan culpables
como lo son las personas que tienen en juicio.
Cuando la gente moral, aquellos que toman orgullo en un grado de justicia y un estándar de
ética, leen una declaración como esta, les sorprende. “¿A qué te refieres? ¿Cómo puede ser
eso?”. Me uso a mí mismo como ejemplo, simplemente porque soy un ejemplo tan excelente
de lo que somos el resto de nosotros. Veo tres maneras en las que intento eludir el hecho de
que soy culpable de lo que acuso a otros de hacer:
Primero, soy congénitamente ciego hacia mis propias faltas. No veo que estoy haciendo las
mismas cosas que otros están haciendo, y, sin embargo, otras personas pueden ver lo que
estoy haciendo. Todos tenemos estos puntos ciegos. Una de las más grandes mentiras de
nuestra edad es la idea de que podemos conocernos a nosotros mismos. A menudo
argumentamos: “¿No crees que me conozco a mí mismo?”. La respuesta es: “No, no te
conoces a ti mismo. Estás ciego a grandes partes de tu vida”. Puede haber áreas que son muy
hirientes y pecaminosas, de las cuales no eres consciente.
Me pillé a mí mismo el otro día diciéndole a alguien: “¡Relájate! ¡Tómatelo con calma!”. Sólo
fue después que oí mi propia voz y me di cuenta de que no estaba relajado y no me lo estaba
tomando con calma yo mismo. ¿Alguna vez les has dado un sermón a tus hijos sobre el pecado
de la postergación? ¿Y después apenas entregaste tus impuestos a tiempo, o los entregaste
totalmente tarde? ¡Qué ciegos estamos! Estamos congénitamente ciegos hacia muchas de
nuestras propias faltas. Somos efectivamente culpables de hacer las mismas cosas que
acusamos a otros de hacer.
Una segunda forma en la que intentamos eludir el hecho de que somos culpables de las
mismas cosas que acusamos a otros de hacer es al cómodamente olvidar que lo que hemos
hecho estaba mal. Es posible que estuviéramos más al tanto de nuestro pecado en el
momento, pero, de alguna forma, simplemente asumimos que Dios lo va a olvidar. No
tenemos que reconocerlo de ninguna forma; Él simplemente se olvidará de ello. Al
desvanecerse el pecado de nuestra memoria, pensamos que se desvanece de la Suya así
mismo. Considera nuestros pensamientos. En el sermón del monte aprendemos que si
albergamos un sentimiento de animosidad y de odio hacia alguien, entonces somos culpables
de asesinato, tal y como si hubiéramos tomado un cuchillo y lo hubiéramos clavado en el
pecho de la persona. Pensamos que estas cosas pasarán desapercibidas, pero Dios las ve en
nuestro corazón. Él ve todas las acciones que hemos cómodamente olvidado. Nosotros, que
condenamos estas cosas en otros, nos encontramos culpables de las mismas cosas. No es
extraordinario que cuando otros nos maltratan siempre pensamos que es una cosa muy seria y
que requiere corrección inmediata. Pero cuando nosotros maltratamos a otros, les decimos:
“¡Estás haciendo una montaña de un grano de arena!”.
La tercera manera en la que tratamos de eludir el hecho de que somos culpables de las mismas
cosas de las que acusamos a otros es al ingeniosamente renombrar las cosas. Otra gente
miente y hace trampas; nosotros simplemente estiramos la verdad un poco. Otros traicionan;
nosotros simplemente estamos protegiendo nuestros derechos. Otros roban; nosotros
tomamos prestado. Otros tienen prejuicios; nosotros tenemos convicciones. Otros asesinan y
matan; nosotros explotamos y arruinamos. Otros violan; nosotros polucionamos. Clamamos:
“¡Esa gente debería ser apedreada!”. Jesús dice: “El que de vosotros esté sin pecado sea el
primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). Si, somos culpables de las mismas cosas
que acusamos a otros de hacer.
Padre, gracias porque eres el Dios de la verdad. Tú no engañas; Tú dices la verdad franca,
rigurosa, desnuda, para que pueda saber exactamente lo que soy y lo que puedo hacer sobre
ello. Sálvame, Señor, de la locura de intentar proteger y racionalizar y justificar estas áreas
de maldad en mi vida. Concédeme la gracia para confesar y ser perdonado.
Evangelio
Se trata de ser consecuente, siempre. Más, el que más sabe, el que más recibió. No andar,
como es nuestra costumbre, exigiendo a los demás, sobre todo a los más humildes, a los
menos favorecidos. Si queremos encaminar a alguien hacia Dios, hemos de dar ejemplo.
A este respecto tenemos que lamentar las declaraciones de Figari, fundador del Sodalicio de
Vida Cristiana, un movimiento reconocido por la Iglesia que se ha visto duramente golpeado
por el comportamiento abyecto denunciado de este sujeto.
Declararse inocente cuando existen tantas pruebas que lo incriminan, de jóvenes que han sido
víctimas de sus abusos y cuando la misma Dirección actual del movimiento se ha visto forzada
a reconocer todas sus culpas y a pedir perdón, es algo que pinta de cuerpo entero lo que aquí
nos reclama Jesús. Este es un fariseo.
¡Ay de ustedes también, porque imponen a los demás cargas insoportables, pero ustedes no las
tocan ni siquiera con un dedo!
Es que, lamentablemente, somos así. No siempre, pero muchas veces, actuamos con dobles. Es
decir, decimos una cosa y hacemos otra. O buscamos un doble fin en lo que hacemos:
aparentar y ganar. No purificamos nuestras intenciones.
Y aun cuando todo el mundo lo sabe y nos lo recrimina, no somos capaces de reconocer
nuestras faltas. Por el contrario, nos empecinamos en sostener tercamente lo que propusimos,
con el único motivo de no darnos por vencidos, de no dar nuestro brazo a torcer, de no ceder
en nuestro capricho. Queremos vencer siempre.
Como Herodes, queremos imponer nuestra voluntad y nuestra palabra, aun cuando para ello
tengamos que cometer el crimen más atroz. No podemos retroceder y reconocer nuestro
error, porque sería humillarnos y eso no lo admitimos a ningún precio. Pura soberbia.
¡Ay de ustedes también, porque imponen a los demás cargas insoportables, pero ustedes no las
tocan ni siquiera con un dedo!
Entonces, ¿qué hay de nuestra prédica? Solo es aplicable a los demás. No es para nosotros,
porque somos intocables, infalibles. Es por esta razón que Herodes mandó decapitar a Juan el
Bautista. Había empeñado su palabra y esta –para él-, estaba por encima de la vida de Juan.
Esto mismo hace ahora Figari declarándose inocente.
Ponemos cargas insostenibles en los hombros de los demás, con tal de no incomodarnos. No
somos capaces de mover un dedo por los demás, menos sin alguna compensación. Fácilmente
criticamos y reprochamos. ¿Hacemos algo más? ¡Qué fácil resulta destruir, en vez de construir!
¡Ay de ustedes también, porque imponen a los demás cargas insoportables, pero ustedes no las
tocan ni siquiera con un dedo!
El amor
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que
creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn. 3, 16-18).
Todos hemos experimentado a lo largo de nuestras vidas de una u otra manera el amor. El
amor de nuestros padres, esposa, hijos, hermanos y amigos. Y cuando nos sentimos amados y
amamos, nuestro corazón se rebosa de alegría.
¿Cuántas cosas no podríamos decir del amor humano?, pero ¿qué podríamos decir del amor
de Dios? Amar y ser amado es lo más maravilloso que nos puede pasar, pero sentir y creer en
el amor de Dios no tiene comparación.
Dios nos ama con un amor incondicional, no nos ama porque somos buenos, nos ama con un
amor puro, un amor que sólo se recibe y acepta, un amor por siempre y para siempre,
compasivo y misericordioso, no toma en cuenta nuestros pecados ya que Él nos perdona y nos
acoge.
En mi andar en estos caminos del Señor, he podido apreciar y sentir su gran amor en todo
cuanto me rodea, ya que todo lo ha creado para mí; Él ha penetrado mi corazón y lo he
aceptado y sobre todo pongo mi vida en sus manos para que dirija mis pasos y los de mi
familia. Ese amor sin límites siempre lo he dejado que actúe en mí, para de esta misma manera
le pueda corresponder a Él, amando a mis hermanos.
El amor
Hablar hoy de esperanza y de un Dios que es rico en amor y misericordia pudiera ser
contradictorio y chocante cuando lo que hemos percibido en los últimos días a nivel global es
que prima el caos, la angustia, la incertidumbre y la desolación.
¿Cómo puede ser cierto que Dios sea bueno y amoroso si es que está sucediendo todo
esto? Se cuestionan no pocas personas. ¿Cómo puede un Dios tan amoroso querer tanta
injusticia? Ante este contexto novedoso de sufrimiento en el mundo, puede resultar lógico
cuestionarnos por la presencia de Dios, por su acción e intervención.
Preguntas que han acompañado al ser humano desde toda su existencia, y es que una crisis
como la actual no ha sido la primera, ni será la última. A partir de esta realidad, quiero
compartir unas reflexiones sobre algunos aspectos que nos pueden ayudar a renovar nuestra
fe en Dios y nuestra esperanza en estos días.
¿Dónde está Dios? Pareciera que, ante un panorama tan sombrío, Dios está alejado y nos ha
dejado para ver cómo lo resolvemos. Y es que no pocas veces tenemos la experiencia que, a
pesar de nuestra fe, hay momentos en que Dios nos puede parecer abstracto, lejano y
desconocido.
Quizá nuestra creencia es en un Dios que existe y es real, pero que no se acerca a tener una
relación personal con nosotros. Nos viene bien profundizar nuevamente en quién es Dios, cuál
es su identidad y el rostro que se nos ha revelado en la fe.
Recordemos que la imagen de Dios se nos ha revelado por las palabras y las obras del Señor
Jesús. Cristo, Dios hecho hombre, nos ha mostrado el rostro de su Padre, de nuestro Padre. Es
por ello, que decimos que nuestra fe cristiana nos lleva a reconocer que el Dios en el cual
confiamos es un Padre. Por eso nosotros cristianos nos referimos a Él como Dios Padre:
«Padre nuestro».
Esta verdad es uno de los fundamentos más importantes de nuestra vida espiritual. Tener la
posibilidad de establecer una relación filial con Dios, sabernos hijos, una identidad que se nos
fue dada desde nuestro Bautismo, cuando hemos sido transformados de criaturas a hijos. ¡No
somos huérfanos, tenemos un Padre y uno que nos ama en sobreabundancia!
Puede suceder que en ocasiones nos cueste mantener viva esta relación. Por las imágenes
equivocadas de Dios (como un ser más justo que comprensivo y que quiere que simplemente
cumplamos con sus mandatos), así nuestra relación con Él puede ser muy distante y fría. Es
como un Dios jefe más que un Dios paternal.
¿Cuántos en su vida espiritual, en su oración, tienen una relación personal con Dios Padre?
Para algunos puede ser que influya mucho la concepción que han tenido o tienen de sus
padres, es el modelo de paternidad que han conocido y que les resulta más familiar. Quizá esa
experiencia en algunos casos, no haya sido muy positiva o rica afectivamente.
Lo que resulta muy consolador es que el Padre que nos ha mostrado el Señor Jesús es un
padre que ha estado y siempre estará para nosotros. Que no lleva en su cuenta nuestras
faltas, que conoce y comprende lo que necesitamos. Que desde que nos concibió, nos ha
amado con amor tierno.
Me gusta mucho un texto del papa Francisco en el que hablando a los jóvenes los alienta a
confiar en esta verdad: Dios es amor. Él les dice: «Puedes arrojarte seguro en los brazos de tu
Padre divino, de ese Dios que te dio la vida y que te la da a cada momento. Él te sostendrá con
firmeza, y al mismo tiempo sentirás que Él respeta hasta el fondo tu libertad».
Nos ayudará mucho recordar aquellos momentos en que Cristo nos expresa esta verdad de la
paternidad divina. Por ejemplo, las parábolas de la misericordia como la de la oveja perdida o
el hijo pródigo. También cuando nos habla de la Providencia de Dios, cuando contemplamos la
multiplicación de los panes y los peces, sus milagros de curación que son en relación con la
acción del Padre.
La lógica del Evangelio nos muestra a ese Padre que espera pacientemente a su hijo perdido.
Que está dispuesto a hacer fiesta, que lo perdona, lo comprende y consuela. Así es cómo Jesús
nos lo ha dicho, el amor de Dios es constante, no se cansa, es fiel.
El profeta Isaías dice: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo
de sus entrañas? Pues, aunque esas llegasen a olvidar yo no te olvido. Míralo, en las palmas de
mis manos te tengo tatuado».
No es tampoco una simple teoría, Jesús con su misma vida nos ha mostrado que es un amor
concreto, real y personalizado. Es decir que se ajusta a cada uno de nosotros. El santo padre
menciona a la juventud en el texto que ya les comenté:
«Dios te ama. Nunca lo dudes, más allá de lo que te suceda en la vida. En cualquier
circunstancia, eres infinitamente amado». Además dirá más adelante: «el amor del Señor sabe
más de levantadas que de caídas, de reconciliación que de prohibición, de dar nueva
oportunidad que de condenar, de futuro que de pasado».
De muchas maneras Jesús nos estaba recordando las palabras del amor de Dios previamente
anunciadas a través de sus profetas. Por ejemplo: «Eres precioso a mis ojos, eres estimado y
yo te amo» como también: «Tu Dios está en medio de ti, un poderoso salvador. Él grita de
alegría por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo».
Sin embargo muchas ideas y falsas creencias han empañado nuestra fe en estas palabras. Pues
nos predisponen al Dios antes de Cristo, como aquel ser incomprensivo o distante. Dios no ha
cambiado, no cambia y nunca cambiará. Pues no puede ir en contra de su identidad, la de ser
un Padre lleno en amor.
Es de esperar que, ante estos cambios repentinos con tanta cuota de sufrimiento, nos llegue la
angustia y temor. Especialmente cuando no tenemos cómo prever nuestro porvenir. ¿Qué
podemos esperar?, ¿cómo mantener viva una mirada de confianza y de fe cuando la realidad
no alienta a estos sentimientos?, ¿cómo tener una experiencia distinta cuando lo que hay en
mi interior son sentimientos de frustración y de tristeza?
No se trata que estos sentimientos no existan, dado que sí hay motivos para que nos duela y
nos entristezcamos. La cuestión es no permanecer en ellos ni dejarnos llevar de estas
sensaciones y actitudes negativas. Que lo que logran es que no veamos luz en medio de la
oscuridad, no permiten que veamos más allá de lo negativo, hace que nos olvidemos que no
estamos solos. Que Dios existe, que Dios está presente a pesar que nos cueste verlo.
La actitud que podemos asumir como cristianos, asumiendo las enseñanzas del Señor Jesús, es
la de una esperanza realista. Es decir que no nos ceguemos por un optimismo ingenuo («todo
estará bien») pero tampoco nos cerramos en un pesimismo que nos nos permita ver nada.
Si confiamos que Dios permanece fiel a quién es, confiamos que Él es fiel a su amor y a su
bondad. Nos alentará mucho tener la mirada puesta en Él, recordar las palabras de Jesús sobre
la Providencia del Padre.
Estos días que estamos viviendo serán muy fecundos espiritualmente, si además los
enmarcamos en el tiempo cuaresmal. Un tiempo propicio de preparación para contemplar el
misterio que da sentido a nuestra fe y nuestra esperanza. Que Jesús no solo muere, sino que
resucita para permanecer vivo y acompañándonos como Él nos prometió «Todos los días hasta
el fin del mundo» .
La vida cristiana tiene cuota de dolor y de sufrimiento, pero esto no es lo definitivo. Ya Cristo
nos lo demostró, y en esto se basa nuestra fe. Confiemos en que estamos llamados no a
permanecer en un viernes santo, sino que Dios nos invita a participar del domingo de
resurrección.
Para finalizar, creo que nuestra esperanza también se puede ver renovada y alentada por la
presencia de nuestra Madre, la Santísima Virgen, Madre de la esperanza. ¿Quién mejor que
ella que en su vida probó tanto dolor, tanta angustia e incertidumbre? Dejemos que su
corazón nos aliente y nos inspire, encendido con la llama del Espíritu Santo, ardiente en fe y en
esperanza.