5 Regreso A La Edad de Piedra
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Edgar Rice Burroughs
ePub r1.0
Titivillus 09.04.16
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Título original: Back to the Stone Age
Edgar Rice Burroughs, 1937
Traducción: Desconocido
Ilustración cubierta: Frank Frazetta
Ilustración interior: John Coleman Burroughs
Retoque de cubierta: Pipatapalo
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Presentación
La llegada del racionalismo, al rasgar el velo de la certeza religiosa de nuestros
orígenes, obligó al hombre a intentar rellenar de nuevo las casillas del desconocido
camino que había recorrido el ser humano. Para descifrar este enigma hemos seguido
dos pautas que para el aprendizaje nos marca nuestra herencia cultural: el cuerpo y el
alma.
El cuerpo lo estudiamos con la Paleontología y sobre todo con una de sus ramas,
la Paleoantropología. En este sentido, es en el siglo XIX cuando empezamos a saber
leer los restos de información que nos devuelve la Tierra, normalmente a través de
sus heridas —fallas geológicas, minas— y que, en lo relativo a Europa, parecen por
ahora detenerse en Atapuerca y su Homo Antecessor.
En cuanto al alma, es en 1877 cuando un antropólogo, Lewis H. Morgan, publica
La Sociedad Primitiva (Ancient Society, or Researches in the lines of Human
Progress from Savagery thorugh Barbarism to Civilization). En esta obra, editada en
España por Editorial Ayuso en 1971, Morgan nos habla de las sociedades humanas
existentes en aquel momento y situadas en estadios primitivos —recolectores,
pastores—, que nuestra civilización ya había superado, pero por los que,
inevitablemente, habíamos tenido que pasar. De esta fuente, surgida después de los
trabajos de Darwin y con conocimientos ya, gracias a las excavaciones y los trabajos
de los paleontólogos, de restos humanoides reconocidos y estudiados, es de donde
beben tanto Engels para su trabajo El origen de la familia, la propiedad privada y el
estado como J. H. Rosny para toda la colección de textos prehistóricos con los que
nos va a deleitar en ese fin de siglo. Hoy en día tenemos importantes obras que nos
hablan de estas épocas primitivas, como pueden ser los libros de Jean M. Auel,
Michael y Kathleen Gear y demás epígonos, si bien estos, al narrar un tiempo
cerrado, ajeno al hombre moderno, podríamos considerarlos como novelas históricas
referidas a tiempos protohistóricos, siguiendo la pauta de Rosny en la serie de En
busca del fuego (La Guerre du Feu, Le Fèlin Gèant, Vamireh, Eyrimah, Helgvor du
Fleuve Bleu).
Los mundos prehistóricos de Edgar Rice Burroughs pertenecen más bien al
campo de la invención, y aun cuando es innegable que sigue las pautas de Morgan
para los tipos de comportamiento de sus pellucidaros —utilizando los niveles inferior
y medio del estadio al que Morgan denomina «barbarie»— no es menos cierto que se
encuentra más cerca de Jules Verne en su Viaje al centro de la Tierra (Voyage au
Centre de la Terre, 1864) y de Arthur Conan Doyle en El Mundo Perdido (The Lost
World, 1912) que de los autores que anteriormente hemos mencionado. Sin embargo,
es en estas obras donde, con absoluta falta de respecto a la verdad histórica, pero con
gran alegría para nosotros, los lectores, nos podemos encontrar a nuestros ancestros
haciendo frente a criaturas con las que nunca coexistieron, los famosos dinosaurios, a
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los cuales, gracias a una nueva vuelta de tuerca científica —ADN y clones—, podemos
hallar de nuevo en el mercado de la actualidad con Michael Crichton y su Parque
Jurásico.
Los autores distinguen dos grandes bloques para dividir estos encuentros de
hombres «actuales» con los de otros tiempos, bloques que podemos denominar como
«diacrónicos» y «sincrónicos». Es obligado, no obstante, hacer antes mención de la
brillante idea de Philip J. Farmer en su Serie del Mundo-río, en la que toda la
humanidad, desde el primer humanoide hasta el último ser humano antes del fin de la
vida en la Tierra tal y como hoy la entendemos, así como unos cuantos extraterrestres
que nos invadieron justo antes del cataclismo final, coinciden en un nuevo espacio y
tiempo, con lo que el resultado es tanto sincrónico como diacrónico.
1. Diacrónicos: campo dentro del que entrarían los viajes a través del tiempo,
viajes que a su vez pueden tener lugar por diversos motivos, desde la utilización
de drogas (un buen ejemplo de ello son las obras de Rider Haggard El niño de
marfil, Allan en Egipto y Allan y los dioses del hielo), la hipnosis (Edward
Bellamy en 1888 con El año 2000), la pérdida de conocimiento (Mark Twain en
1899 con Un yanqui en la Corte del Rey Arturo o Robert E. Howard en 1934
con El Valle del Gusano y demás relatos que componen el Ciclo de la Memoria
Racial), el sueño (William Morris en 1891 y sus Noticias de ninguna parte) y,
sobre todo, las máquinas que juegan con la dimensión Tiempo, donde citaremos
a H. G. Wells y La Máquina del Tiempo de 1895 y un precursor español, poco o
nada conocido, E. Gaspar y su Anacronópete, quien es, en realidad, el autor de la
primera máquina viajera en el tiempo —Anacronópete— al publicar su obra en
1887.
2. Sincrónicos: Aquí, a su vez, podemos distinguir dos grandes bloques. En primer
lugar, los lugares de la superficie terrestre, desconocidos para el hombre
occidental, y en los que la evolución parece haber seguido un curso diferente,
como ocurre en la anteriormente citada obra de Conan Doyle, El Mundo
Perdido, en El tesoro en la nieve (Le trésor dans la neige) de Rosny y, también,
con uno de los mitos de la imaginería del siglo XX, King Kong de Edgar Wallace,
heredero en su escena fundamental —Kong con la mujer en lo alto del Empire
State Building— de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift y el momento en
que un Gulliver enano es sostenido por un mono. En segundo lugar, lo que
podríamos denominar como «Otros mundos», dentro de los que entrarían tanto
los nuevos planetas en los que se diera una vida humana (primitiva o más
adelantada) y de los que la ciencia ficción narrativa puede poner tantos
ejemplos, como los nuevos mundos existentes dentro del nuestro.
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que estáis a punto de leer, Regreso a la Edad de Piedra (Back to the Stone Age),
publicada originalmente por entregas en la revista Argosy Magazine del 9 de enero al
13 de febrero de 1937 y editada posteriormente en forma de libro en ese mismo año.
Os dejamos con ella, esperando que este breve recorrido por la narrativa fantástica de
otros mundos y de otras épocas haya avivado vuestro interés por su lectura, pues, al
fin y al cabo, de eso es de lo que se trata.
EL RASTRO EDICIONES
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Capítulo I
Muerte en vida
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escape.
—Todavía hay una abertura delante de nosotros, bwana —señaló Muviro, el jefe
negro de los waziris.
—Tendremos que correr hacia ella —dijo Gridley—. Las bestias ahora miran en
nuestra dirección. Haremos una descarga cerrada y las empujaremos hacia los
árboles. Si embisten contra nosotros, que cada cual busque su propia salvación.
La descarga les hizo retroceder por un instante; pero cuando las bestias vieron a
los grandes felinos que se hallaban a su espalda, se giraron de nuevo hacia los
humanos.
—¡Aquí vienen! —gritó von Horst.
Los hombres empezaron a correr, tratando de alcanzar los árboles que ahora
ofrecían el único refugio posible.
Gridley fue derribado por un enorme gamo, pero consiguió levantarse de un salto,
justo a tiempo para apartarse del paso de un veloz mastodonte y conseguir alcanzar
un árbol en el preciso instante en que el grueso de la estampida se cernía sobre él. Un
momento más tarde, ya temporalmente a salvo entre las ramas del árbol, buscó con la
mirada a sus compañeros; pero ninguno de ellos se hallaba a la vista. Ningún ser tan
frágil como el hombre podía haber sobrevivido ante aquella avalancha de saltarinas,
enloquecidas y aterrorizadas bestias. Estaba convencido de que algunos de sus
camaradas debían de haber conseguido llegar a salvo hasta la selva, pero temía por la
suerte de von Horst, que se encontraba bastante más retrasado que los waziris. Sin
embargo, el teniente Wilhelm von Horst había logrado escapar. De hecho, había
logrado introducirse a la carrera en plena selva sin necesidad de subirse a los árboles.
Se había dirigido hacia la derecha de los fugitivos animales, mientras que estos, al
penetrar en la foresta, habían virado a la izquierda. Podía oírles tronar en la distancia,
chillando, barritando, gruñendo, bramando.
Sin respiración, prácticamente exhausto, se sentó al pie de un árbol para recuperar
el aliento y descansar. Se hallaba muy fatigado y cerró los ojos por un instante. En
ese momento el sol se encontraba directamente encima de su cabeza. Cuando los
volvió a abrir, el sol seguía en el mismo lugar. Comprendió que se había quedado
dormido, aunque pensaba que solo había transcurrido un momento, cuando en
realidad había pasado mucho más tiempo. Cuánto, quién lo puede saber, pues no
existe forma de medir el transcurso del tiempo en un mundo en el que este no existe,
en un mundo en el que un sol estacionario cuelga eternamente en su cénit.
La selva se encontraba extrañamente silenciosa. Ya no se oía el barritar ni el
chillar de los herbívoros, ni tampoco los rugidos y los gruñidos de los felinos. Llamó
en voz alta a sus amigos para atraer su atención; pero no obtuvo ninguna respuesta.
Decidió entonces emprender su busca, tomando lo que creyó ser una ruta directa
hacia el campamento principal, en el que se hallaba estacionado el dirigible, y hacia
donde estaba seguro de que ellos se acabarían dirigiendo. Sin embargo, en lugar de
encaminar sus pasos hacia el norte, como debería haber hecho, lo hizo hacia el oeste.
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No obstante, quizás fue afortunado al hacerlo así, pues enseguida percibió unas
voces. Se detuvo y escuchó con atención. Se trataba de hombres que se aproximaban.
Les oía con claridad, pero no lograba identificar su idioma. Existía la posibilidad de
que fueran amigos, si bien, en aquel mundo salvaje, lo dudaba. Avanzó por el sendero
que había estado siguiendo y se ocultó detrás de unos arbustos. Un momento más
tarde, los hombres a los que había oído aparecieron ante su vista. Se trataba de
Muviro y sus guerreros que hablaban en el dialecto de su propia tribu. Al verles, von
Horst salió a su encuentro. Se hallaban tan alegres de haberle encontrado, como él de
haberles encontrado a ellos. Ahora, si conseguían dar con Gridley, la felicidad sería
completa. Sin embargo, no lo encontraron a pesar de que le buscaron durante mucho
tiempo.
Muviro no sabía mucho mejor que von Horst la dirección en que se hallaba el
campamento. Tanto él como sus guerreros se veían mortificados por el hecho de
pensar que ellos, los waziris, pudieran haberse perdido en una selva. Tras
intercambiar opiniones, les pareció evidente que cada uno había recorrido un amplio
círculo, en direcciones opuestas, desde el momento en que se habían separado. Solo
de ese modo podían explicarse que hubieran venido a encontrarse frente a frente, toda
vez que todos insistían en que en ninguna ocasión habían retrocedido sobre sus pasos.
Los waziris no habían dormido y estaban agotados. Von Horst, por el contrario, sí
lo había hecho y se hallaba más descansado. Por tanto, cuando encontraron una
caverna capaz de albergarles a todos, los waziris se adentraron en su interior y se
tendieron a dormir, mientras que von Horst se sentaba a la entrada e intentaba hacer
planes para el futuro. Estaba tranquilamente sentado, cuando un enorme jabalí pasó
ante él. Consciente de que necesitaban comida, se levantó de un salto y partió en su
persecución. Había desaparecido tras un recodo del sendero, pero, sin embargo,
aunque sabía que debía hallarse a su lado, muy cerca de él, no fue capaz de volver a
echarle la vista encima. Había tal cantidad de senderos cruzando y entrecruzándose
que al poco tiempo se sintió confundido y decidió regresar a la caverna.
Caminó una distancia considerable antes de darse cuenta de que se había perdido.
Llamó en voz alta a Muviro pero no obtuvo respuesta alguna. Entonces se detuvo y,
cuidadosamente, intentó deducir la dirección en que se encontraba la cueva. De forma
instintiva miró al sol, como si este fuera capaz de ayudarle. Seguía colgando en su
cénit. ¿Cómo demonios iba a poder trazar una ruta en un lugar en el que no había
estrellas, sino tan solo un sol que permanecía eternamente inmóvil sobre su cabeza?
Juró en voz baja y echó a andar de nuevo. Lo único que se podía hacer era tratar de
hacerlo lo mejor posible.
Durante lo que le pareció un largo periodo de tiempo se esforzó en su tarea, pero
no pareció sacar nada en claro. A menudo, de manera instintiva, volvía a mirar de
reojo hacia el sol; aquel sol que no le proporcionaba ninguna orientación ni tampoco
señal alguna del transcurso del tiempo. Finalmente llegó a odiar a aquel brillante orbe
que parecía estar burlándose de él.
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La jungla y la selva rebosaban de vida. Flores, frutos y nueces crecían con
profusión, lo que le hacía no temer por la variedad de alimento, si bien apenas podía
saber cuáles podía comer con seguridad y cuáles no. Estaba hambriento y sediento.
Esto último era lo que más le preocupaba. Disponía de una pistola y de abundante
munición. En aquel copioso terreno, abundante de caza, siempre podría proveerse de
carne, pero necesariamente tenía que encontrar agua. Siguió avanzando. Ahora, más
que a sus compañeros o el campamento, lo que buscaba era agua. Comenzaba a sufrir
los efectos de la sed y de nuevo se sentía soñoliento y cansado. Consiguió matar de
un disparo a un enorme roedor y se bebió su sangre. Luego hizo un fuego y cocinó la
pieza. Bajo la superficie estaba a medio hacer, e incluso en algunas partes
simplemente chamuscada. El teniente Wilhelm von Horst era un hombre
acostumbrado a la buena comida, preparada de manera adecuada y correctamente
servida. Pero en aquella ocasión devoró el cuerpo de su insípida presa como un lobo
famélico; incluso llegó a pensar que ningún otro alimento le había parecido jamás tan
sabroso. Desconocía cuánto tiempo llevaba sin comer. De nuevo volvió a dormir, esta
vez sobre un árbol, pues a través del follaje había divisado una enorme bestia; un
animal de poderosos colmillos y ojos llameantes.
Una vez más, cuando despertó, fue incapaz de saber cuánto había dormido,
aunque el hecho de que se sintiera completamente descansado le sugirió que debía
haber pasado mucho tiempo. Pensó en la posibilidad de que en un mundo en el que
no existía el tiempo, un hombre pudiera ser capaz de dormir tanto un día como una
semana. ¿Cómo iba alguien a saberlo? La idea le intrigó. Comenzó a preguntarse
cuánto tiempo habría transcurrido desde el momento de su partida del dirigible.
Únicamente el hecho de que no hubiera satisfecho su sed desde que se había separado
de sus compañeros, le indicaba que no podía haber transcurrido más de un par de
días. Pero ahora sí que sufría de verdad por la falta de agua. No podía pensar en otra
cosa. Y se puso a buscarla. ¡Tenía que encontrar agua! Si no lo hacía, moriría; moriría
allí, solo, en aquella terrible selva, su último lugar de descanso, eternamente
desconocido para cualquier otro ser humano. Von Horst era un ser social y semejante
idea le repugnaba. No tenía ningún miedo a morir, pero aquel le parecía un final
demasiado inútil. Además era muy joven; ni siquiera había llegado a los treinta.
En aquel momento se hallaba siguiendo un sendero de caza. Allí había muchos
que se cruzaban y se entrecruzaban a través de toda la selva. Alguno de ellos debía
conducir a donde hubiera agua; ¿pero cuál? Había optado por el que estaba siguiendo
porque era el más amplio y se veía más claramente marcado que los demás. Muchas
bestias debían haberlo surcado y, posiblemente, dada su profundidad, durante un
tiempo incalculable, así que von Horst dedujo que la mayoría de animales seguirían
una senda que llevase hasta un lugar en el que hubiera agua, que otra que no lo
hiciera. Y estaba en lo cierto. Cuando por fin llegó a un pequeño río, lanzó una
exclamación de alegría y echó a correr hacia él, arrojándose de cabeza sobre la orilla.
Bebió a grandes tragos. Tal vez debió de haberle sentado mal, pero no lo hizo. Era un
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arroyo pequeño y cristalino que corría entre peñascos sobre un lecho arenoso; una
verdadera preciosidad de río que transportaba en su seno, a través de la selva y de las
tierras más bajas, la serenidad y la belleza de las montañas que lo habían visto nacer.
Von Horst enterró su rostro en el agua y dejó que esta se arremolinase sobre sus
brazos desnudos; ahuecó sus manos, las hundió en el agua y las sacó para verter el
líquido elemento sobre su cabeza. Se deleitó en ella. Sintió que nunca antes había
conocido una lujuria tan extraña, tan deseable. Sus problemas se habían desvanecido.
Ahora todo estaba solucionado. ¡Tenía agua! ¡Se había salvado!
Al levantar la mirada, vio que sobre la orilla opuesta del pequeño río se hallaba
agazapada una criatura como jamás había visto en ningún libro; una criatura cuyos
huesos sin duda jamás habían visitado ningún museo. Parecía un gigantesco canguro
alado con cabeza de reptil; una cabeza similar a la del pterodáctilo en su longitud y en
su poderosa mandíbula repleta de colmillos. Observaba a von Horst de forma intensa,
con sus fríos y reptilianos ojos carentes de párpados mirándole inexpresivamente.
Había algo terriblemente amenazador en aquella mirada fija. El hombre comenzó a
levantarse lentamente y, en ese momento, la espantosa criatura cobró vida. Con un
siseante chillido salvó el pequeño riachuelo de un único y poderoso salto. Von Horst
se giró para correr mientras tiraba de la funda de su pistola; pero antes de que
consiguiera desenfundarla, antes de que pudiera hacer cualquier intento por escapar,
la criatura se abalanzó sobre él y le derribó al suelo. A continuación le agarró con sus
zarpas, similares a garras, y le alzó en el aire, observándole. Sentado erecto sobre su
amplia cola mediría unos quince pies de altura y, de cerca, sus fauces daban la
sensación de ser lo suficientemente grandes como para engullir de un solo bocado a
la diminuta cosa-hombre que miraba con pavor hacia ellas.
Von Horst creyó que había llegado su fin. Se hallaba indefenso ante la firme presa
de aquellas poderosas garras, bajo una de las cuales, la mano que trataba de alcanzar
su pistola permanecía pegada a su costado. La criatura parecía recrearse en la
contemplación de von Horst, aparentemente planteándose donde lanzar el primer
bocado; o al menos así se lo parecía a von Horst.
En el punto donde el arroyo se cruzaba con el sendero se distinguía una abertura
en el dosel que formaban las hojas de la masa selvática. A través de ella, el eterno sol
de mediodía vertía sus brillantes rayos sobre el ondulante río, sobre el verde césped,
sobre la monstruosa criatura y sobre su, en comparación, diminuto cautivo. El reptil,
si es que lo era, volvió sus fríos ojos hacia arriba, hacia la abertura. Luego dio un
salto en el aire y, mientras lo hacía, desplegó sus alas y aleteó lúgubremente hacia el
cielo.
Von Horst se quedó paralizado por la aprensión. Recordó las historias que había
leído sobre determinadas aves del mundo exterior que transportaban a sus presas
hacia lo alto y luego las mataban dejándolas caer al suelo. Se preguntó si aquel sería
su destino y dio gracias a su Hacedor de que hubiera pocas personas que pudieran
llorar su muerte: no tenía esposa ni hijos a los que dejar desvalidos y sin protección,
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ni tampoco nadie que llorase su pérdida y se lamentase por un amor que nunca
regresaría.
Ahora sobrevolaban la selva. La extraña perspectiva sin horizonte se extendía en
todas direcciones, desvaneciéndose gradualmente en la distancia a medida que
desaparecía del alcance de la visión humana. Más allá de la selva, en la dirección que
seguía la criatura, se divisaba un terreno abierto con quebradas colinas y montañas.
Von Horst podía distinguir ríos, lagos y, en la lejana, brumosa, distancia, lo que
parecía ser una gran masa de agua, posiblemente algún mar interior o un vasto e
inexplorado océano. En cualquier dirección que mirase yacía lo desconocido.
Su situación no era la más adecuada para rendirse a la contemplación del paisaje,
pues no era un factor de vital importancia; pero, enseguida, cualquier interés que
sintiera al respecto desapareció definitivamente. El monstruo que le transportaba
aflojó repentinamente su presa. Von Horst pensó que iba a dejarle caer y creyó
llegado su fin, musitando una pequeña plegaria. La criatura le alzó unos cuantos pies
y luego le introdujo en una oscura y maloliente bolsa que abrió con su otra garra.
Cuando liberó su presa, von Horst se vio envuelto en una total oscuridad. Durante un
instante vaciló al tratar de explicarse su nueva situación. Después, empezó a
comprender que se hallaba en la bolsa ventral de un marsupial. Era caliente y
sofocante, y creyó que se iba a ahogar, pues el hedor del reptil casi le hacía perder el
sentido. Cuando ya no pudo soportarlo más, se impulsó hacia arriba, hasta que su
cabeza asomó por la abertura de la bolsa.
La criatura ahora volaba horizontalmente y la visión del hombre prácticamente se
reducía a lo que quedaba por debajo de él. Aún sobrevolaban la selva. El follaje,
asemejándose a onduladas nubes de color esmeralda, parecía apacible e inquietante.
Von Horst empezó a preguntarse por qué le estaba transportando con vida y palideció.
Sin duda, le llevaba a algún nido o guarida para servir de alimento; tal vez le
destinaba a una camada de espantosas crías. Palpó su pistola. Con qué facilidad
podría abrir fuego sobre aquel caliente y vibrante cuerpo. ¿Pero qué sacaría de ello?
Significaría una muerte casi segura; probablemente de una manera lenta, si es que no
moría instantáneamente, puesto que la única alternativa eran unas heridas fatales.
Decidió abandonar aquella idea.
La criatura volaba a una velocidad sorprendente teniendo en cuenta su tamaño. La
selva salió de su campo de visión y comenzaron a sobrevolar una llanura dotada de
árboles, donde descubrió muchísimos animales pastando o descansando. Había
grandes ciervos rojizos, enormes gamos y unas primitivas reses recubiertas de
peludas pieles. Cerca de unos matojos de bambú que bordeaban un río distinguió una
manada de mamuts. También había otra serie de animales que von Horst fue incapaz
de clasificar. En breve sobrevolaron una serie de bajas colinas, dejando atrás la
llanura, y más tarde un áspero terreno volcánico formado por negras y yermas colinas
en forma de cono. Entre aquellos conos y a su alrededor se alborotaba el inevitable
verdor tropical de Pellucidar. Solo allí donde no crecían las raíces podía encontrarse
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un punto en el que hacer pie. Un rasgo peculiar de aquellos conos llamó la atención
de von Horst: había una abertura en la cima de muchos de ellos, dándoles la
apariencia de extintos volcanes en miniatura. Su tamaño variaba entre los cien y los
varios cientos de pies de altura. Mientras los contemplaba, su captor comenzó a volar
en círculos sobre una de las cimas de mayor tamaño; luego se dejó caer directamente
en el abierto cráter y descendió hasta su fondo, que se hallaba iluminado por el haz de
luz procedente del sol que permanecía eternamente en su cénit.
Cuando la criatura le sacó del interior de la bolsa, von Horst no pudo percibir con
claridad el interior del cráter. Sin embargo, cuando sus ojos se acostumbraron a la
oscuridad circundante, descubrió lo que parecían ser los cadáveres de muchos
animales y hombres que yacían en un gran círculo alrededor del interior del cono; sus
cabezas miraban hacia la parte exterior. El círculo no estaba totalmente completo,
sino que se veía un hueco de varias yardas. Entre las cabezas de aquellos cuerpos y la
pared del cono se hallaban alineadas varias esferas de color marfil de unos dos pies
de diámetro.
Aquello fue todo lo que von Horst pudo percibir de un breve vistazo, puesto que
en ese momento se vio interrumpido al verse bruscamente izado en el aire. La criatura
le había levantado y situado frente a ella, hasta que su cabeza se encontró al mismo
nivel que la suya; luego el hombre sintió un agudo y molesto dolor en la parte de
atrás del cuello, en la base de su cerebro. Hubo un instante de dolor y de momentánea
nausea, y después, una repentina pérdida de los sentidos. Era como si estuviera
muerto de cuello para abajo. Fue consciente de ser transportado hacia la pared del
cono y de ser depositado en el suelo. Todavía podía ver, y, al intentar girar su cabeza,
comprobó que también esto era capaz de hacerlo. A continuación, vio como la
criatura que le había llevado hasta allí saltaba en el aire, desplegaba sus alas y salía
volando lúgubremente a través de la boca del cráter.
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Capítulo II
El pozo del horror
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lazos que lo retenían, que parecía inevitable el que pudiera conseguirlo. Pero la
parálisis era demasiado intensa para poder vencerla.
La espantosa cría cayó sobre el cuerpo y comenzó a devorarlo. Aunque
posiblemente la víctima no sintiera ningún dolor, sus gritos y gemidos reverberaron
en el interior del horroroso cono; al instante, los otros seres, sin duda esperando un
destino similar, también alzaron sus voces en una horripilante cacofonía de terror. En
ese momento, von Horst se dio cuenta por primera vez de que todos aquellos seres
estaban vivos, paralizados al igual que él. Cerró sus ojos para apartarlos de la
espantosa escena, pero era imposible que sus oídos evitasen el sonido de la
abominable y ensordecedora carnicería.
Giró su cabeza para apartarla del hambriento reptil hacia el hombre que se hallaba
tendido a su derecha. Al abrir los ojos, vio que aquel individuo no participaba en el
horrible coro y que le observaba con una mirada fija y valorativa. Se trataba de un
hombre joven de larga cabellera negra, ojos hermosos y correctas facciones. Poseía
un aire de fuerza y de tranquila dignidad que llamó la atención de von Horst; este,
además, se vio favorablemente impresionado por el hecho de que el otro no hubiera
sucumbido a la histeria de terror que había hecho presa en los demás ocupantes de la
cámara. El joven teniente sonrió y le hizo un gesto con la cabeza. Durante un
instante, una débil expresión de sorpresa surcó el rostro del hombre; luego, también
sonrió y se dirigió a él en una lengua que el europeo no pudo comprender.
—Lo siento —le dijo von Horst—, pero no puedo entender lo que dices.
Entonces fue el turno del desconocido de negar con la cabeza, indicando su falta
de comprensión.
Ninguno de los dos podía entender el idioma del otro, pero ambos se sonrieron.
Tenían un lazo en común ante la expectativa de un destino similar. Von Horst sintió
que ya no se encontraba solo. Ahora tenía un amigo, lo que suponía una gran
diferencia, marcada por el contacto de la camaradería, a pesar de lo desesperado de su
situación. En comparación con lo que había sentido antes, ahora casi estaba contento.
Cuando volvió a dirigir su mirada hacia el reptil que acababa de nacer, el cuerpo
de su víctima ya había sido completamente devorado. No había dejado ni un solo
hueso y, con distendido estómago, se encaminaba hacia el brillante círculo de luz
solar que había bajo la abertura del cráter. Luego, haciéndose un ovillo, se dispuso a
dormir.
Las víctimas habían vuelto a quedarse en silencio y de nuevo yacían como
muertas. Pasó el tiempo, aunque von Horst no fue capaz de calcular cuánto. No sentía
hambre ni sed, lo que atribuyó a su parálisis, si bien, ocasionalmente, dormía. Le
despertó un batir de alas. Al mirar hacia lo alto, vio como la hedionda cría volaba a
través de la abertura del cráter, abandonando así el nido de horror en el que había
nacido.
Después de algún tiempo, el adulto regresó con una nueva víctima, esta vez un
antílope. Entonces von Horst descubrió como habían sido paralizados tanto él como
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las demás criaturas. Sosteniendo al antílope a la altura de sus enormes fauces, el reptil
le clavó su puntiaguda lengua en la nuca, en la base del cerebro; luego depositó al
indefenso animal a la izquierda de von Horst.
En aquella cavidad donde reinaba una muerte en vida y en la que no transcurría el
tiempo, no había medios para saber si existía alguna regularidad o algún evento
periódico. Las crías salían de sus cascarones, se los comían, devoraban a sus presas
—siempre las del extremo más alejado del hueco situado a la izquierda de von Horst
—, se dormían a la luz del sol y se alejaban volando, aparentemente para no volver
jamás. El reptil adulto regresaba con nuevas víctimas, las paralizaba, las depositaba
en el extremo del hueco, cerca de von Horst, y se marchaba. A medida que esto
sucedía, von Horst se daba cuenta de que su inevitable destino se hallaba cada vez
mucho más cerca.
El hombre situado a su derecha y él, intercambiaban ocasionalmente algunas
sonrisas, y, de vez en cuando, cada uno hablaba en su propio idioma. El sonido de sus
voces, a pesar de expresar pensamientos que el otro era incapaz de comprender, era
amistoso y reconfortante. Von Horst deseó poder conversar. Cuantas eternidades de
soledad se aliviarían si ello fuera posible. La misma idea debía pasar a menudo por la
mente del otro hombre, y fue él el primero en intentar expresarse para superar el
obstáculo que les impedía el pleno disfrute de su forzada camaradería.
—Dangar —dijo en una ocasión en que von Horst volvió su mirada hacia él,
intentando indicarse a sí mismo y dirigiendo sus ojos hacia él; al mismo tiempo
inclinaba la barbilla hacia su pecho, repitiendo varias veces el intento.
Finalmente von Horst creyó comprender lo que quería decirle.
—¿Dangar? —preguntó, mientras indicaba a su vez al otro.
El hombre sonrió y asintió. Luego pronunció una palabra que, evidentemente,
expresaba una afirmación en su propia lengua. A continuación von Horst pronunció
varias veces su propio nombre, indicándose a sí mismo del mismo modo en que lo
había hecho Dangar. Aquello fue el comienzo. Después empezó a convertirse en un
juego de intenso y absorbente interés. No hacían otra cosa y no parecía cansarles. En
ocasiones dormían, pero ahora, en lugar de dormir cuando le apetecía a cada uno,
ambos esperaban a que el otro deseara hacerlo. De ese modo, pudieron ocupar sus
horas de vigilia en aquel nuevo y fascinante entretenimiento de aprender a
intercambiar ideas.
Dangar comenzó a enseñar su lengua a von Horst, y dado que este ya dominaba
cuatro o cinco idiomas de la corteza exterior, su aptitud se vio notablemente
incrementada, a pesar de que no había ninguna similitud entre aquella lengua y las
otras que manejaba.
En circunstancias normales, el procedimiento hubiera sido lento y aparentemente
inútil, pero con el apremiante incentivo de su camaradería, y la ausencia de otros
elementos perturbadores que no fueran el nacimiento de las crías y su alimentación,
progresaron con una rapidez asombrosa. Al menos así se lo pareció a von Horst hasta
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que este cayó en la cuenta de que, en un mundo sin tiempo, podían haber transcurrido
semanas, meses, e incluso años de tiempo terrestre desde el inicio de su
encarcelamiento.
Por fin llegó el momento en que Dangar y von Horst pudieron sostener una
conversación con relativa fluidez y facilidad. Sin embargo, a medida que
progresaban, también lo hacía el espantoso hueco situado en el círculo de muertos
vivientes: cada vez se hallaba más cerca de ellos. Dangar sería el primero; von Horst
le seguiría después.
Este último temía bastante más el evento de lo que lo hacía el pellucidaro, pues
cuando Dangar desapareciera, volvería a quedarse solo, sin nada en que ocupar su
tiempo o su mente salvo en el inevitable destino que le aguardaría cuando oyese la
ruptura del cascarón y se desatase sobre él una muerte horrible.
Finalmente, solo quedaron tres víctimas entre Dangar y el espantoso hueco. Ya no
les quedaba mucho tiempo.
—Sentiré abandonarte —dijo el pellucidaro.
—No estaré solo durante mucho tiempo —le recordó von Horst.
—No; es cierto. En fin, creo que es preferible morir a permanecer aquí, tan lejos
de tu propio hogar. Me hubiera gustado que ambos nos hubiéramos podido salvar. Te
hubiera llevado a Sari. Es una tierra hermosa, llena de colinas, árboles y fértiles
valles. Hay mucha caza y no se encuentra lejos del gran Lural Az. Yo he estado en él,
en la isla de Anoroc, que es la que gobierna Ja. A ti te gustaría Sari. Las chicas son
muy bellas. Una de ellas me estará ahora esperando, pero nunca me verá regresar a su
lado. Se quedará muy triste, aunque supongo que lo superará —suspiró—, y
encontrará a otro guerrero que la tome como compañera.
—Me gustaría ver Sari —comentó von Horst.
De repente sus ojos se abrieron con estupor.
—¡Dangar! —exclamó—. ¡Dangar!
—¿Qué pasa? —preguntó el pellucidaro—. ¿Qué es lo que ocurre?
—¡Puedo sentir mis dedos! ¡Puedo moverlos! —exclamó von Horst—. ¡Y
también los pies!
—No es posible, Von —exclamó Dangar incrédulo.
—Pues lo es ¡Lo es! Muy poco, pero puedo moverlos.
—¡Es inexplicable! Yo soy incapaz de sentir nada por debajo de mi cuello.
—Los efectos del veneno tienen que estar desapareciendo. Quizás la parálisis me
acabe abandonando por completo.
Dangar negó con la cabeza.
—Desde que estoy aquí, nunca he visto que la parálisis abandonase a nadie al que
el trodon hubiera clavado su lengua impregnada de veneno. De todas formas, ¿qué
más daría? ¿Acaso crees que podrías salir de aquí?
—Creo que sería capaz de hacerlo —repuso von Horst sopesando sus palabras—.
He pasado mucho tiempo soñando, planeando e imaginando situaciones desde que
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estoy atrapado aquí. A menudo he soñado con que me veía libre de la parálisis y lo
que haría si eso llegaba a ocurrir. Lo he llegado a planear todo.
—Solo quedamos tres entre la muerte y tú —le recordó Dangar.
—Lo sé. Todo depende de lo rápido que suceda.
—Te deseo suerte, Von; aunque si lo consigues, me temo que no estaré aquí para
verlo. A mí solo me separan dos de mi final. El hueco se halla cada vez más cerca.
A partir de ese momento, von Horst concentró todas sus facultades en vencer a la
parálisis. Sentía como el aliento de la vida se arrastraba gradualmente sobre sus
miembros, si bien, por el momento, tan solo era capaz de mover sus extremidades, y
además muy ligeramente.
Otro trodon vio la luz, dejando tan solo una víctima entre Dangar y el espacio que
le separaba de la muerte; y después de Dangar le llegaría el turno a él. Cuando la
horrible criatura despertó de su sueño a la luz del sol y echó a volar a través de la
abertura del cono, von Horst ya era capaz mover sus manos y flexionar sus muñecas.
También había conseguido liberar sus pies; pero de qué manera tan lenta, tan
espantosamente lenta, estaban regresando sus facultades. ¿Podía ser tan cruel el
destino como para ofrecerle una esperanza tan grande, y luego arrebatársela en el
momento decisivo? Un sudor frío comenzó a recorrer su cuerpo mientras sopesaba
sus posibilidades: las apuestas estaban terriblemente en su contra.
Si hubiera podido medir el transcurso del tiempo, podría haber sabido el intervalo
existente entre la eclosión de los huevos, lo que le hubiera proporcionado una idea
aproximada del tiempo que le restaba. Estaba convencido de que los huevos se abrían
con un intervalo razonablemente regular, aunque no tenía modo de saber cuál era.
Todavía llevaba su reloj de pulsera, pero hacía mucho tiempo que se había parado. En
cualquier caso, no podría haberlo consultado, ya que era incapaz de alzar el brazo.
Lentamente, la parálisis fue desapareciendo de sus rodillas y codos. Ahora los
podía doblar con toda normalidad y, por debajo de ellos, sentía perfectamente sus
miembros. Sabía que si disponía del tiempo suficiente, volvería a encontrarse una vez
más en plena posesión de todos los músculos de su cuerpo.
Mientras seguía pugnando por romper los invisibles lazos que le retenían, se abrió
otro huevo. Poco tiempo después ya no quedaba ningún cuerpo a la derecha de
Dangar; él sería el siguiente.
—Y a continuación iré yo. Creo que habré conseguido liberarme antes de que eso
ocurra, pero hubiera deseado poder salvarte.
—Te lo agradezco, amigo —contestó el pellucidaro—, pero ya estoy resignado a
morir. Lo prefiero a vivir en mi actual estado: una cabeza unida a un cuerpo muerto.
—Estoy seguro de que no permanecerías así mucho tiempo —comentó von Horst
—. Mi propia experiencia me dice que los efectos del veneno al final deben acabar
desapareciendo. Normalmente, debe tratarse de una cantidad suficiente como para
mantener paralizada a la víctima el tiempo necesario para que sirva de alimento a
todas las crías. Si tan solo pudiera liberarme a mí mismo, también podría salvarte a ti.
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Estoy convencido de ello.
—Hablemos de otra cosa —dijo Dangar—. No soy sino un cadáver viviente, y
mantener otras esperanzas solo servirá para atormentarme y hacer que mi inevitable
fin sea más amargo.
—Como quieras —dijo von Horst encogiéndose de hombros—, pero no podrás
evitar que yo siga pensando en ello e intentándolo.
Y así comenzaron a hablar de Sari, de la tierra de Amoz, de dónde procedía Dian
la Hermosa, de la Tierra de la Horrible Sombra y de las Islas Hostiles situadas en el
Sojar Az. Von Horst comprobó que a Dangar le reconfortaba el recordar aquellos,
para él, agradables lugares, aunque cuando el sari describió a los hombres y a las
bestias salvajes que los poblaban, pensó que como lugares de residencia dejaban
mucho que desear.
Mientras conversaban, von Horst descubrió que podía mover sus hombros y
caderas. Un placentero soplo de vida empezaba a bañar todo su cuerpo. Estaba a
punto de comunicar las nuevas noticias a Dangar, cuando el horrible sonido que
anunciaba la ruptura de otro cascarón llegó simultáneamente a los oídos de ambos.
—Adiós, Von —dijo Dangar—. Las gentes de Pellucidar no solemos hacer
muchos amigos fuera de nuestras propias tribus. Para nosotros todos los demás
hombres son enemigos a los que matar sino queremos morir a sus manos, pero, sin
embargo, yo estoy contento de poderte llamar amigo. Mira, mi fin se acerca.
El trodon recién nacido acababa de devorar su propio cascarón y estaba
observando a Dangar. En un momento se abalanzaría sobre él. Von Horst forcejeaba,
intentando levantarse, pero algo parecía retenerle todavía. Entonces, con sus horribles
fauces entreabiertas, el reptil avanzó hacia su presa.
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Capítulo III
La única esperanza
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los huevos, así como el negro y frío cañón de su arma, mientras observaba al
confiado reptil depositar a su víctima al lado de Dangar. Como había supuesto, la
criatura no reparó en el pellucidaro; un momento más tarde, se desvanecía a través de
la abertura en busca de una nueva presa.
Sin más interrupciones, von Horst concluyó su tarea. Después arrastró el cuerpo
hasta el lugar que previamente había ocupado Dangar.
El sari sonrió.
—Una manera inteligente de deshacerte del cadáver, si es que funciona —dijo.
—Creo que lo hará —contestó von Horst—. Esos pequeños diablillos sin cerebro
se guían fundamentalmente por el instinto. Siempre acuden al mismo sitio para
obtener su comida. Apostaría cualquier cosa a que se comen todo lo que encuentren
allí.
—¿Pero qué te propones hacer con su piel?
—Espera un poco y lo verás. Constituye la parte más importante de mi plan.
Tengo que admitir que es un poco estúpido, pero es lo único que se me ha ocurrido y
que creo que puede tener alguna posibilidad de éxito. Ahora tengo que volver a
ponerme de nuevo a la tarea.
Von Horst se puso a cortar la piel en alargadas tiras. Le llevó bastante tiempo, y
cuando finalizó su tarea, tuvo que desbastar los ásperos bordes del corte exterior y
raspar la cara interior de la larga y aplastada correa que había resultado de su labor.
Mientras von Horst calculaba su longitud por el tosco método de ir midiéndola palmo
a palmo, su atención se vio atraída por el nacimiento de otro trodon.
—Sesenta y seis, sesenta y siete, sesenta y ocho —llevaba a cabo la cuenta sin
dejar de observar a la cría, que ahora devoraba el cascarón de su huevo—. Esto hace
más de doscientos pies. Debería ser más que suficiente.
Tras acabar con los preliminares, el pequeño trodon se aproximó al despellejado
cadáver de su hermano. Tanto von Horst como Dangar le observaban con interés. Sin
un instante de vacilación, el reptil cayó sobre el cuerpo y lo devoró.
Después de que se hubiera alejado volando, von Horst cruzó el suelo del cráter y
se tendió junto a Dangar.
—Tenías razón —admitió este último—. No notan ninguna diferencia.
—Supongo que su nivel de inteligencia es tan bajo que se guían exclusivamente
por el instinto, incluso los adultos. Por eso el que nos trajo aquí no se dio cuenta de
que yo había desaparecido ni tampoco de que tú te hallabas en un lugar diferente. Si
estoy en lo cierto, mi plan tiene cada vez mayores posibilidades de éxito. ¿Notas
algo? ¿Percibes alguna sensación de vida en tus miembros?
El sari negó con la cabeza.
—No —contestó abatido—. Me temo que no ocurrirá nunca. No logro entender
como has conseguido recuperarte. De todas formas, eso me da alguna esperanza.
¿Cómo puedes explicártelo?
—No lo sé; aunque tengo una teoría. Como puedes ver, todas las víctimas del
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trodon son animales que tienen piel fina. Eso podría indicar que la aguda punta de su
lengua, la que inocula el veneno, únicamente es capaz de atravesar las pieles más
finas, o bien que tan solo puede penetrar en ellas superficialmente. Cuando despellejé
a ese pollo, me quité la cazadora de cuero. Al hacerlo, descubrí que la lengua del
trodon se había visto obligada a atravesar las dos capas de tela y cuero que hay en el
cuello de la cazadora antes de penetrar en mi carne. Mira, fíjate en esa mancha verde
y redonda que hay alrededor del pinchazo. Es posible que no penetrase todo el
veneno, o tal vez que no me clavase su lengua lo suficiente como para poder producir
todo su efecto. De todos modos, estoy más que convencido de que no importa la
cantidad de veneno que reciba la víctima: sea o no una dosis completa, al final se
recobrará. Indudablemente, recibiste más cantidad que yo, pero también llevas aquí
más tiempo. Creo que no debe faltar mucho para que empieces a notar síntomas de
recuperación.
—Estoy empezando a tener esperanzas —sonrió Dangar.
—Habrá que hacer algo pronto —señaló von Horst—. Ahora que la parálisis me
ha abandonado y que mi cuerpo empieza a funcionar con normalidad, estoy
comenzando a sentir hambre y sed. Tendré que poner a prueba mi plan a la primera
oportunidad que se me presente. En caso contrario, me veré demasiado débil para
llevarlo a cabo.
—Sí —dijo Dangar—. Tienes que escapar de aquí si puedes hacerlo. No te
preocupes por mí.
—Pienso llevarte conmigo.
—Eso va a ser imposible aunque consigas salir de este agujero, lo que no me
parece probable.
—A pesar de todo, vendrás conmigo o no iré de aquí.
—No —opuso Dangar—. Eso sería estúpido. No permitiré algo semejante.
—¿Y cómo vas a impedirlo? —sonrió von Horst—. No te preocupes; déjamelo
todo a mí. El plan siempre puede fallar, pero en cualquier caso pienso ponerlo en
práctica de inmediato.
Cruzando el pozo, recogió su larga correa de piel de reptil de donde la había
escondido; luego hizo un lazo corredizo en uno de sus extremos. Después la extendió
en el suelo, situando el lazo cerca de donde el trodon depositaría a su siguiente
víctima. Con cuidado, llevó la correa hasta su escondite, detrás de los huevos,
dejando allí un rollo y llevando a continuación el resto hasta un punto situado bajo la
boca del cráter, aunque fuera del círculo de brillante luz procedente del sol. Allí
enrolló minuciosamente la mayor parte de lo que le restaba de la correa, de modo que
pudiera desenrollarse con facilidad. Lo llevó a cabo todo con sumo esmero. El
extremo que le quedaba lo llevó de nuevo hasta su escondite y luego se sentó
cómodamente a esperar.
Cuánto tiempo esperó, por supuesto que nunca lo llegó a saber; pero le pareció
una eternidad. Le asaltaron el hambre y la sed, así como las dudas y temores sobre la
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efectividad de su plan. Intentó no dormirse, puesto que el sueño ahora podía ser fatal,
pero no consiguió evitarlo.
Se despertó con un sobresalto para ver al trodon agazapado en el haz de luz,
inoculando su paralizante veneno a una nueva víctima. Von Horst se sintió de repente
muy inseguro. Había sido un despertar milagroso. Un momento más tarde y
seguramente hubiera sido demasiado tarde para poner a prueba su plan, ya que
dudaba de poder sostenerse en pie hasta que el reptil regresase de nuevo. Por tanto, su
vida y la de Dangar iban a depender de que tuviera éxito en el primer intento.
Rápidamente controló sus nervios. Una vez más estaba frío y calmado. Aflojó la
pistola en su funda y aferró la correa.
El trodon cruzó el pozo, llevando con él a su paralizada víctima hasta su lugar en
el letal círculo. Al hacerlo, situó una de sus patas traseras en el abierto lazo. Von
Horst dio una ondulante sacudida a la correa a través del suelo de la cámara que
levantó el nudo corredizo por encima de la pata de la criatura hasta la altura de su
tobillo; luego dio un rápido tirón. El lazo se apretó un poco. ¿Sería suficiente?
¿Aguantaría? Como había supuesto, la criatura no prestó ninguna atención a la
correa. No parecía haberla notado y, de hecho, von Horst estaba bastante seguro de
que no lo había hecho. Suponía que su sistema nervioso se hallaba a un nivel tan
bajo, que únicamente un fuerte golpe en una de sus patas le habría enviado alguna
sensación a su cerebro.
Tras depositar a su última víctima, el reptil se giró hacia el centro del pozo, dio un
salto en el aire y se elevó hacia lo alto. Von Horst contuvo la respiración. ¿Se soltaría
el nudo con la sacudida? Ojalá Dios no lo quisiera. En efecto, aguantó. Von Horst se
levantó de un salto y corrió hasta el centro del pozo, con la pistola montada y lista en
su mano, y mientras el trodon se elevaba a través de la boca del cráter y ascendía
sobre la cima del cono, hizo tres disparos en rápida sucesión.
No necesitó de los horribles gritos de la criatura para saber que su puntería había
sido acertada, toda vez que vio como el reptil se ladeaba en el aire y desaparecía de
su vista, dando tumbos más allá del borde del cráter. Entonces von Horst saltó hacia
el extremo de la correa, la cogió y se la amarró a la cintura; luego esperó.
Existía el peligro de que el cuerpo de la criatura, al caer por la escarpada pared de
aquella colina en forma de cono, pudiera no detenerse e hiciera que la correa se
escapase de sus manos; por eso la había asegurado rápida y firmemente a su cuerpo.
Aunque se enfrentase a una muerte segura, no soltaría aquella correa ni se arriesgaría
a perderla; suponía su última oportunidad de salir del pozo. Durante un instante, la
correa fue tirando rápidamente del rollo, pero luego se detuvo. ¿Qué había ocurrido?
¿Se había detenido el cuerpo del trodon o se habría soltado el nudo que retenía su
pata trasera?
Von Horst tiró temerosamente de la correa. Al tensarse, supo que todavía estaba
sujeta a la criatura. Una vaga duda le asaltó acerca de si el trodon estaba muerto o no.
Era consciente de la tenacidad con la que aquellas criaturas se aferraban a la
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existencia. ¿Y si no hubiera muerto? Se estremeció al pensar en las horrendas
posibilidades que se derivaban de algo semejante.
Volvió a tirar de la correa y esta no cedió. Después se colgó de ella con todo su
peso. No ocurrió nada. Entonces, soltándose la correa, cruzó el pozo hasta donde se
encontraba Dangar, que le miraba con los ojos llenos de asombro.
—Eres digno de ser un sari —dijo con admiración.
Von Horst sonrió.
—Vamos —dijo—. Ahora te toca a ti.
Alzando al pellucidaro del suelo, le transportó hasta el centro del pozo, justo bajo
la boca del cráter. Luego aseguró el cabo suelto de la correa alrededor de su cuerpo,
por debajo de sus brazos.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Dangar.
—Ahora mismo me propongo hacer del mundo interior un lugar un poco más
seguro para los animales de piel fina —repuso von Horst.
Dirigiéndose hacia la pared del pozo, comenzó a destrozar los huevos del reptil
con la culata de su pistola. En dos de ellos, los que estaban más próximos al final de
su periodo de incubación, descubrió dos jóvenes crías a punto de nacer. Tras acabar
con ellas, regresó al lado de Dangar.
—Odio tener que dejar aquí a los demás —dijo señalando al resto de las
desafortunadas víctimas del trodon—, pero no tengo más remedio. Me es imposible
sacarles a todos.
—Serás afortunado si logras salir tú —señaló Dangar.
—Lo seremos ambos —dijo—. Este va a ser nuestro día de suerte.
Dado que no existía ninguna palabra para denominar al día en la lengua del
mundo interior, puesto que allí no existía ni el día ni la noche, von Horst sustituyó
aquella palabra por su equivalente en uno de los idiomas de la corteza exterior.
—Ten paciencia y pronto estarás fuera de aquí —dijo.
Aferrando la correa, empezó a subir a pulso por ella. Dangar yacía en el suelo, de
espaldas, observándole con una renovada admiración brillando en sus ojos. Se trataba
de una escalada larga y peligrosa, pero finalmente von Horst alcanzó la boca del
cráter. Cuando llegó a la cumbre y miró hacia abajo, descubrió el cuerpo del trodon
tendido sobre una pequeña cornisa por debajo de donde él se encontraba.
Evidentemente, la criatura estaba muerta. Aquel era el único interés que von Horst
sentía por ella, así que de inmediato volvió a su tarea, que no era otra sino izar a
Dangar hasta la boca del cráter.
Von Horst era un hombre fuerte, pero su fortaleza ya había sido probada hasta el
límite de su resistencia y, posiblemente, se había visto minada por el largo periodo de
parálisis al que había sido sometido. A esto se añadía el precario apoyo que le ofrecía
el borde de la abertura del cráter. Pero lo cierto es que ni por un momento perdió la
esperanza en el buen éxito de su empresa. Así, a pesar de que fue una dura tarea, sus
esfuerzos se vieron recompensados cuando vio la inerte figura del pellucidaro tendida
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a su lado sobre la cumbre de la colina.
Le hubiera gustado tenderse a descansar, pero su breve experiencia en Pellucidar
le previno de que aquella desnuda cima no era el refugio más seguro. Tenía que
descender al valle, en el que podía ver unos cuantos árboles y un pequeño arroyo,
llevando a Dangar con él y buscar un lugar seguro. La pared de la colina era bastante
escarpada, pero afortunadamente se veía cortada por rocosas cornisas que, al menos,
le ofrecían algunos puntos de apoyo. En cualquier caso, no había otro modo de
descender, así que alzó a Dangar sobre sus hombros y comenzó la peligrosa bajada.
Resbalando y tambaleándose, llevó a cabo su lento camino a través de la escarpada
ladera, manteniéndose constantemente alerta ante cualquier posible peligro. En varias
ocasiones se fue al suelo, pero siempre se las arregló para agarrarse a algún sitio antes
de verse precipitado al vacío.
Se hallaba totalmente agotado cuando por fin llegó hasta la sombra de un grupo
de árboles que crecían junto al pequeño arroyo que había divisado desde la colina.
Tendiendo a Dangar sobre el césped, sació su sed con el agua clara del arroyuelo. Era
la segunda vez que bebía desde que había abandonado el campamento en el que
habían estacionado el gran dirigible, el O-220. Era incapaz de saber el tiempo
transcurrido; podían ser días, semanas e incluso meses. No obstante, la mayor parte
de ese tiempo, el peculiar veneno del trodon no solo le había paralizado, sino que
había preservado la humedad de su cuerpo, manteniéndole fresco y en buenas
condiciones para así poder alimentar a las crías por las que se suponía iba a ser
devorado.
Tras haber descansado y saciado su sed, se levantó y miró a su alrededor. Tenía
que encontrar un lugar en el que poder levantar un campamento más o menos
permanente, pues era bastante obvio que no podía seguir transportando a Dangar de
un lado a otro. Se sentía desamparado, prácticamente solo en aquel mundo
desconocido. ¿Hacia dónde se dirigiría? ¿Cómo iba a hacer para localizar al O-220 y
a sus compañeros en un mundo en el que no existían puntos cardinales? Además,
aunque hubieran existido, tan solo tenía una ligera idea de la dirección por la que
había vagado anteriormente, y aún menos de la ruta en que le había llevado el trodon.
Tan pronto como los efectos del veneno desaparecieran y Dangar se viera libre de
la parálisis, no solo tendría en él a un eficaz compañero y amigo, sino alguien que
podría guiarle hacia un país amistoso en el que sería bien acogido y le proporcionaría
una oportunidad de hacerse un sitio en aquel mundo salvaje, puesto que ya empezaba
a pensar que pasaría en él el resto de su vida. Sin embargo, no era solo esta
consideración la que le impulsaba a permanecer junto al sari, sino más bien los
sentimientos de lealtad y amistad que sentía hacia él.
Una detenida inspección del pequeño bosquecillo y del área contigua al mismo, le
aseguró que aquel era un sitio tan bueno como cualquier otro para levantar un
campamento. Había agua y la caza abundaba por los alrededores. Frutos y nueces
crecían en varios de aquellos árboles, y a la pregunta de si eran comestibles, Dangar
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le respondió que se podían comer con toda tranquilidad.
—¿Piensas permanecer aquí? —le preguntó el sari.
—Sí; hasta que te recuperes de los efectos del veneno.
—Puede que nunca llegue a recuperarme. ¿Qué harás entonces?
Von Horst se encogió de hombros.
—Creo que en ese caso permaneceremos aquí bastante tiempo —sonrió.
—No esperaría algo así ni de un hermano —objetó Dangar—. Tienes que ir en
busca de tu propia gente.
—Sería incapaz de encontrarles, y aunque pudiera hacerlo, no te dejaría aquí solo
e indefenso.
—No tendrías porqué dejarme indefenso.
—No entiendo a qué te refieres —contestó von Horst.
—Podrías acabar con mi vida. Sería un acto de misericordia.
—Olvídalo —le respondió von Horst. La misma idea le causaba repulsión.
—Ninguno de los dos puede olvidar esa posibilidad —insistió Dangar—.
Después de que hayamos dormido un número razonable de veces, si no me he
recuperado, tendrás que acabar con mi vida.
El pellucidaro usaba la única medida de tiempo que conocía: las veces que se
dormía. Cuánto tiempo transcurría entre ellas o cuánto tiempo duraba cada sueño, no
había forma de saberlo.
—Eso queda para el futuro —contestó von Horst—. Ahora tan solo estoy
interesado en levantar un campamento. ¿Tienes alguna sugerencia?
—Las cuevas de los riscos son las que ofrecen mayor seguridad —respondió
Dangar—. Después, la mejor opción sería buscar alguna cavidad subterránea, y, por
último, construir un refugio en las ramas de algún árbol.
—Por aquí no hay riscos —señaló von Horst—, y tampoco veo ninguna cavidad
subterránea; pero sí hay árboles.
—Entonces lo mejor será que empieces a construir un refugio —le advirtió
Dangar—. En Pellucidar hay muchos carnívoros y siempre están hambrientos.
Con los consejos y las sugerencias proporcionadas por Dangar, von Horst
construyó una plataforma en uno de los árboles más altos, utilizando unas cañas
similares al bambú que crecían a lo largo de las márgenes del arroyo. Después de
cortarlas con su cuchillo de caza, las aseguró en su lugar con unas largas y resistentes
hierbas que Dangar había visto crecer en gruesos matojos al pie de las colinas.
A indicación de este último, añadió paredes y tejado a la plataforma, como mayor
protección contra los pequeños carnívoros arbóreos, las aves de presa y los reptiles
voladores que se alimentaban de carne.
Nunca supo cuánto tiempo le llevó completar el refugio, ya que la tarea fue
absorbente y el tiempo pareció pasar rápidamente. Comió frutos y nueces
regularmente y bebió varias veces, pero hasta que no concluyó su trabajo no sintió
deseos de dormir.
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Con tremendas dificultades, y no sin peligro de caída, consiguió transportar a
Dangar a través de la destartalada escala que había construido para tener acceso a su
primitiva guarida, pero finalmente logró depositarle a salvo en el suelo de la pequeña
choza. Después se tendió a su lado y se durmió casi instantáneamente.
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Capítulo IV
Skruf de Basti
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cinturón repleto de cartuchos, si bien era consciente de que, cuando se agotaran, su
provisión jamás sería repuesta: debería contar cada cartucho.
Al estar centrada toda su atención en el antílope, descuidó por un momento la
vigilancia de otros posibles peligros. Se acercó lentamente, hasta alcanzar un punto
situado justo detrás de un alto matojo de hierbas que crecían a unos cuantos pasos del
confiado animal. Alzó su pistola, tomando puntería cuidadosamente y, al hacerlo, una
sombra pasó por encima de él. Fue una sensación fugaz, pero ante el brillante
resplandor del sol pellucidaro aquella sombra pareció tener sustancia propia.
Prácticamente fue como si alguien le hubiera puesto la mano encima del hombro. Al
mirar hacia arriba, descubrió a una criatura espantosa precipitándose desde el cielo
como una bala, aparentemente directa hacia él: un poderoso reptil al que
inconscientemente reconoció como un pteranodonte del Cretáceo. Con un siseante
rugido, similar al escape que hubiera producido una locomotora de vapor, el
monstruo descendió a una velocidad asombrosa. De manera mecánica, von Horst alzó
su pistola, aunque era consciente de que ningún milagro podría detener o hacer
retroceder a aquella terrorífica máquina de destrucción antes de alcanzar su objetivo.
Pero en ese momento descubrió que ese objetivo no era él. Era el antílope. El animal
se quedó inmóvil por un instante, como si se hubiera quedado paralizado por el
pánico; luego intentó saltar hacia un lado, pero era demasiado tarde. El pteranodonte
cayó sobre él, lo atrapó con sus poderosas garras y volvió a elevarse en el cielo.
Von Horst lanzó un suspiro de alivio mientras se secaba el sudor de la frente.
—¡Dónde me he metido! —murmuró, al tiempo que se preguntaba cómo había
podido sobrevivir el hombre en semejante entorno salvaje.
En la parte inferior del pequeño valle descubrió a numerosos animales pastando.
Había ciervos, antílopes y también el enorme y peludo bos, largo tiempo atrás
extinguido en la corteza exterior. Entre ellos también se encontraban unas pequeñas
criaturas, similares al caballo, aunque no mayores que un fox terrier, que se
asemejaban al hyracotherio del Eoceno, el antiguo progenitor del caballo, lo que no
hacía sino aumentar la asombrosa confusión de aves, mamíferos y reptiles de
distintos periodos de la evolución de la vida en la corteza exterior.
El repentino ataque del pteranodonte sobre uno de los suyos, aterrorizó a los
demás animales que se hallaban en los alrededores, alejándose al galope valle abajo,
bufando, chillando o encabritándose, y dejando a von Horst contemplando como se
alejaba su banquete. No había nada que hacer salvo seguirles si es que deseaba
obtener carne, así que emprendió su persecución, manteniéndose lo más cerca posible
del margen de los árboles que discurrían a lo largo del arroyo que hendía uno de los
costados del valle.
Para aumentar el desconcierto, los que habían iniciado la estampida empujaron a
los rebaños que se hallaban pastando por debajo de ellos, contagiándoles su terror y
produciendo como resultado el que estos últimos se unieran a su enloquecida carrera.
En poco tiempo, todos habían desaparecido de su vista.
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La mayoría habían proseguido valle abajo, saliendo del campo de visión del
hombre en el punto en que el valle se retorcía por detrás de las colinas; a pesar de
todo, consiguió distinguir a unos cuantos carneros dirigiéndose hacia un cañón
situado entre dos conos cercanos y decidió perseguirles.
Al penetrar en el cañón vio que este se estrechaba con rapidez, evidentemente
como consecuencia de su formación por la erosión del agua, que había desgastado las
quebradas rocas de lava procedentes de una emulsión previa. Apenas discurría un
estrecho sendero entre los enormes bloques de roca, cientos de los cuales se hallaban
esparcidos en la más absoluta confusión.
Los carneros se habían dado bastante prisa, y dado que habían emprendido su
carrera considerablemente por delante de donde él se encontraba, ahora debían
hallarse fuera del alcance de su oído, por lo que no hizo ningún esfuerzo por encubrir
su persecución; por el contrario, se movió a un vivo paso por el abrupto sendero que
discurría entre las rocas. Finalmente llegó a un punto en el que el sendero
desembocaba en una zona más abierta del cañón. En el momento en que se disponía a
introducirse en ella, percibió con claridad el sonido de unos pies que corrían hacia
donde él se encontraba y que procedían de la parte superior del cañón, la cual todavía
no podía alcanzar a ver. A continuación escuchó una desconcertante serie de gruñidos
y rugidos procedentes de la misma dirección. Ya había visto lo suficiente de
Pellucidar y de su sanguinaria fauna como para dar por sentado que prácticamente
todo lo que se movía podía ser considerado una potencial amenaza. Rápidamente se
ocultó detrás de un enorme bloque de lava y esperó.
Apenas se había ocultado, cuando un hombre llegó corriendo desde el extremo
superior de la garganta. A von Horst le dio la sensación de que el recién llegado era
tan veloz como un ciervo. Y la verdad es que más le valía que lo fuera, porque detrás
de él venía el autor de los salvajes gruñidos y rugidos que había escuchado: una
enorme bestia, parecida a un sabueso, tan grande y salvaje como un leopardo.
A pesar de la velocidad del hombre, la bestia le estaba ganando terreno. Para von
Horst fue evidente que alcanzaría a su presa y la derribaría antes de que hubiera
cruzado el espacio abierto.
El individuo tan solo estaba armado con un tosco cuchillo de piedra que sostenía
en una de sus manos, como si estuviera dispuesto a luchar por su vida cuando ya no
le fuera posible distanciar más a su perseguidor, si bien debía de ser consciente, como
lo era von Horst, de lo inútil que iba a ser su arma contra la poderosa bestia que se
precipitaba hacia él.
No hubo dudas en la mente de von Horst sobre lo que tenía que hacer. No podía
quedarse inmóvil viendo como un ser humano era despedazado por los crueles
colmillos de un hienodonte, así que salió de detrás de la roca en que se había
ocultado, se echó rápidamente a un lado para poder obtener un disparo claro sobre la
criatura, y levantando su pistola, tomó puntería e hizo fuego. No fue un disparo
afortunado. Fue magnífico, perfecto. Penetró directamente en el costado izquierdo del
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animal y se enterró en su corazón. Con un aullido de dolor y de rabia, el carnívoro
rodó hasta donde se encontraba von Horst, encogiéndose sin vida a sus pies.
El hombre al que había estado persiguiendo, agotado y casi sin resuello, se
detuvo. Tenía los ojos muy abiertos y temblaba visiblemente mientras miraba
fijamente a von Horst, asombrado y maravillado. Cuando este avanzó hacia él, dio un
paso atrás y aferró su cuchillo con más fuerza.
—¡Atrás o morirás! —gruñó.
Hablaba en la misma lengua que le había enseñado Dangar, la cual, como este le
había explicado, constituía el idioma común a todo Pellucidar, una afirmación que el
hombre del mundo exterior no había creído que fuera posible.
—¿A quién pretendes matar? —le preguntó von Horst.
—A ti.
—¿Por qué quieres matarme?
—Porque si no tú me matarás a mí.
—¿Y por qué iba a querer matarte? —señaló von Horst—. Acabó de salvar tu
vida. Si hubiera deseado tu muerte, simplemente hubiera dejado que esa bestia
acabase contigo.
El hombre parecía confundido.
—Es cierto —admitió tras reflexionar un poco—. Pero no puedo entender por qué
lo que has hecho. No pertenezco a tu tribu y, por tanto, no hay ninguna razón por la
que no desearas verme muerto. Jamás me había encontrado con alguien como tú.
Todos los extranjeros con los que me he topado han intentado matarme. Además,
cubres tu cuerpo con extrañas pieles. Debes proceder de algún país lejano.
—Así es —le aseguró von Horst—. Pero ahora la cuestión es si somos amigos o
enemigos.
De nuevo el hombre pareció indeciso.
—Es una situación extraña —respondió—. Nunca había oído hablar de algo
semejante. ¿Por qué deberíamos ser amigos?
—¿Y por qué deberíamos ser enemigos? —repuso von Horst—. Ninguno de los
dos ha hecho daño al otro. Yo procedo de un país muy lejano; aquí soy un extraño. Si
fueras tú el que se hallara en mi país, serías tratado con corrección y nadie intentaría
acabar con tu vida. Se te ofrecería refugio y comida. La gente sería amable contigo,
simplemente por el hecho de que somos un pueblo benévolo por naturaleza; no
porque nos fueras de alguna utilidad. En este momento, creo que es preferible que
seamos amigos: estamos rodeados de peligrosas bestias y dos hombres pueden
defenderse mejor que uno solo. No obstante, si prefieres que seamos enemigos, será
tu elección. Yo seguiré mi camino y tú el tuyo. Si, por el contrario, intentas matarme,
también será algo que tú decidas, pero será mejor que tengas en cuenta lo fácilmente
que he acabado con esa bestia. Soy perfectamente capaz de hacer lo mismo contigo.
—Tus palabras dicen la verdad —dijo el hombre—. Seamos amigos. Me llamo
Skruf. ¿Y tú?
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En sus conversaciones con Dangar, von Horst se había dado cuenta de que los
pellucidaros no utilizaban más que un solo nombre, al que en ocasiones añadían
algún título descriptivo, como el Velludo, el Astuto, el Matador u otros similares.
Toda vez que Dangar le llamaba habitualmente Von, había llegado a aceptar aquel
nombre como suyo en el mundo interior; así, aquel fue el nombre que le dio a Skruf.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó el hombre—. Este es un territorio
peligroso a causa de los tródones.
—Ya me he dado cuenta —le contestó von Horst—. Fue uno de ellos el que me
trajo aquí.
El otro le miró con escepticismo.
—Ya estarías muerto si te hubiera atrapado un trodon.
—No solo lo hizo, sino que me llevó a su nido para servir de alimento a sus crías.
Sin embargo, otro hombre y yo conseguimos escapar.
—¿Dónde está él?
—Postrado en el río, en nuestro campamento. Intentaba cazar algo para comer
cuando te encontré. Llegué hasta este cañón siguiendo a unos carneros. ¿Y tú qué
estabas haciendo aquí?
—Estaba huyendo de los hombres mamut —contestó Skruf—. Una de sus
partidas de caza me capturó. Me llevaban a su país como esclavo cuando logré
escapar. Venían persiguiéndome, pero una vez en este cañón, puedo considerarme a
salvo. Aquí hay sitios demasiado estrechos para que pase un mamut.
—¿Qué piensas hacer ahora?
—Esperar hasta que crea que han desistido de la persecución; luego regresaré a
mi pueblo.
Von Horst le sugirió a Skruf que regresase con él al campamento y esperase allí;
después, los tres podrían continuar juntos mientras coincidieran sus respectivos
caminos, si bien, antes deseaba obtener algo de caza. Skruf se ofreció a ayudarle y,
gracias a su conocimiento de las presas, no pasó mucho tiempo antes de que
encontrasen a los carneros y von Horst se hiciera con un joven ejemplar. Skruf se
quedó vivamente impresionado, y no menos atemorizado, por el sonido de la pistola y
los milagrosos resultados que von Horst obtenía con ella.
Tras desollar el carnero y dividir entre los dos el peso de la pieza, emprendieron
el camino de vuelta al campamento, al que llegaron sin ninguna interrupción seria. En
una ocasión un thag embistió contra ellos, pero lograron encaramarse a un árbol y
después esperaron a que se fuera. También se toparon con un dientes de sable, pero su
estómago estaba lleno y no les causó molestias. De esta forma, a través del primitivo
salvajismo de Pellucidar, recorrieron su camino hasta el campamento.
Dangar se felicitó de que von Horst regresara sano y salvo, puesto que era
consciente de los numerosos peligros que acechaban a un cazador solitario en aquel
mundo salvaje y feroz. Se sorprendió al ver a Skruf, si bien, después de explicarle lo
ocurrido, se mostró conforme en aceptarle como amigo, aunque semejante relación
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con un extranjero era tan extraña a sus costumbres como a las de Skruf.
Skruf procedía de un país llamado Basti, que se encontraba en la misma dirección
en que se hallaba Sari, aunque mucho más cerca. En consecuencia, se decidió que
viajarían juntos hasta el país de Skruf tan pronto como se recobrara Dangar.
Von Horst no podía entender como aquellos hombres eran capaces de saber la
dirección en que se encontraban sus respectivos países, toda vez que no tenían
medios para determinar los puntos cardinales; tampoco ellos podían explicarle
semejante fenómeno. Sencillamente señalaban a sus países y lo hacían en la misma
dirección. Lo lejos que se hallaban de su hogar, ninguno de los dos era capaz de
asegurarlo, aunque, intercambiando sus opiniones, llegaron a la conclusión de que
Sari se encontraba mucho más lejos que Basti. Von Horst aún no había descubierto
que todos los habitantes de Pellucidar poseían en común un bien desarrollado instinto
del hogar, similar al que poseían la mayoría de las aves, y, en especial, las palomas
mensajeras.
Durmieron muchas veces y fueron necesarias varias expediciones de caza para
aprovisionar su despensa. En ese tiempo, Skruf fue impacientándose cada vez más
por el retraso. Estaba ansioso por regresar a su tierra, aunque se daba cuenta de la
mayor seguridad que proporcionaba el número y, especialmente, la protección que
otorgaba la milagrosa arma que tenía von Horst, capaz de matar fácilmente y desde
distancias considerables. A menudo se dirigía a Dangar intentando averiguar si había
habido algún cambio en su condición, y no se molestaba en ocultar su malestar
cuando el sari le indicaba que todavía no sentía nada por debajo de su cuello.
En una ocasión en que von Horst y Skruf salieron a cazar mucho más lejos de lo
que solían hacerlo, este último hizo público el motivo que le impulsaba a desear
regresar a su país. Por primera vez, el hombre de la corteza exterior descubrió cuál
era la urgencia que apremiaba la impaciencia de su nuevo aliado.
—He elegido a una muchacha como compañera —le explicó Skruf—, pero ella
me exigió que le llevara la cabeza de un tarag como prueba de que era un hombre
valiente y un gran cazador. Fue mientras lo intentaba cazar cuando me capturaron los
hombres mamut. Ya han pasado muchos sueños desde que me marché. Si no regreso
pronto, puede que algún otro guerrero le lleve la cabeza del tarag y la sitúe ante su
cueva. En ese caso, cuando regrese, me veré obligado a buscar otra compañera.
—No hay nada que te impida regresar a tu país cuando lo consideres oportuno —
le indicó von Horst.
—¿Serías capaz de matar un tarag con esa pequeña cosa que hace tanto ruido? —
inquirió Skruf.
—Tal vez.
Von Horst no estaba demasiado seguro de ello. Al menos no estaba seguro de que
pudiera acabar con uno de aquellos terribles tigres lo bastante rápido como para
escapar de sus formidables colmillos y garras antes de que muriera.
—La ruta que estamos siguiendo hoy —indicó Skruf con insistencia—, lleva
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hasta mi país. Podríamos seguir adelante.
—¿Y abandonar a Dangar? —preguntó von Horst.
—Nunca se recuperará. No podemos permanecer eternamente a su lado. Si
vinieras conmigo, matarías fácilmente a un tarag con esa cosa a la que llamas pistola.
Entonces, podría poner su cabeza en la entrada de la cueva de la muchacha a la que
deseo y ella pensaría que lo hice yo. Como agradecimiento, haría todo lo posible para
que fueses aceptado en mi tribu. No sufrirías ningún daño y vivirías entre nosotros
como un bastio. Incluso podrías tomar una compañera; y te aseguro que hay muchas
mujeres hermosas en Basti.
—Gracias —respondió von Horst—, pero permaneceré junto a Dangar. Ya no
creo que falte mucho para que se recupere. Estoy seguro de que los efectos del
veneno acabarán desapareciendo, tal y como ocurrió en mi caso. La razón de que aún
persistan, es porque debió recibir una dosis mayor que la mía.
—Si muriera, ¿me acompañarías? —preguntó Skruf.
A von Horst no le gustó la expresión que reflejaron los ojos del hombre al hacer
aquella pregunta. Nunca había encontrado en Skruf tanta camaradería como en
Dangar. Su comportamiento no era tan franco ni tan abierto. Ahora comenzaba a
tener vagas sospechas sobre su honestidad e intenciones, aunque lo cierto es que no
tenía nada tangible sobre lo que basar sus recelos y podría estar tratándole
injustamente. En cualquier caso, contestó a la pregunta de Skruf intentando no
comprometerse y sin que pudiera parecer que estaba situando un premio sobre la vida
de Dangar.
—Si vive, ambos te acompañaremos cuando se recupere —dijo.
Luego se dio media vuelta en dirección al campamento.
Pasó el tiempo. Cuánto, von Horst no pudo ni siquiera conjeturarlo. Intentó
medirlo en cierta ocasión, arreglando su estropeado reloj y contando el transcurso de
los días por el método de hacer muescas en un palo. Pero en un lugar en el que
siempre es mediodía, no siempre es fácil acordarse de consultar el reloj o de que hay
que darle cuerda. A menudo descubría que se había detenido y entonces,
naturalmente, era incapaz de saber cuánto tiempo había estado parado antes de
enterarse de que no funcionaba, ni tampoco, en las ocasiones en que dormía, sabía
por cuánto tiempo lo había hecho. En breve, se sintió desalentado; o quizá perdió el
interés. En cualquier caso, ¿qué importaba la duración del tiempo? ¿Acaso los
habitantes de Pellucidar no gozaban de la existencia lo mismo sin él que con él? Sin
duda, eran más felices. De hecho, al considerar la cuestión, se dio cuenta de que en el
mundo exterior el tiempo era un amo severo: había hecho de los hombres unos
verdaderos esclavos de sus relojes, despertadores, cornetas y silbatos.
Skruf manifestaba a menudo su impaciencia por marcharse y Dangar les urgía a
que no pensaran en él, sino que le dejaran donde estaba, toda vez que no pensaban
darle muerte. Y así los dos hombres durmieron, cazaron y comieron a través del
infinito mediodía del eterno día pellucidaro. Pero si aquello duró horas, días o años,
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von Horst nunca lo averiguó.
Intentaba acostumbrarse a todo ello, sobre todo a aquel sol eternamente inmóvil
en el mismo centro de la cavidad esférica en la que se encontraba Pellucidar y en
cuya superficie externa se hallaba el mundo que siempre había conocido. Pero era un
entorno demasiado nuevo para él como para poder aceptarlo como lo hacían Dangar y
Skruf, que nunca habían conocido otro distinto.
Finalmente, un día se vio despertado repentinamente por los excitados gritos de
Dangar.
—¡Puedo moverme! —exclamaba el sari—. ¡Mirad! ¡Puedo mover los dedos!
La parálisis retrocedió con rapidez, y cuando Dangar consiguió sostenerse
vacilantemente sobre ambos pies, los tres hombres experimentaron un sentimiento de
alivio, el mismo alivio que hubieran sentido unos condenados a muerte al recibir sus
indultos. Para von Horst significó el amanecer de un nuevo día. Dangar y Skruf nada
sabían de amaneceres, pero, en todo caso, se sintieron tremendamente felices.
—Y ahora —exclamó Skruf—, partiremos hacia Basti. Venid conmigo y se os
tratará como hermanos. Mi pueblo os dará la bienvenida y viviréis en Basti para
siempre.
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Capítulo V
Esclavitud
L a ruta que siguió Skruf desde el país de los negros cráteres hasta la tierra de
Basti fue verdaderamente tortuosa, pues discurrió a través de los recodos y
revueltas de los ríos, en cuyas orillas crecían los árboles y matorrales capaces de
ofrecer el necesario refugio en aquel mundo de amenazas constantes, y a través de
oscuras selvas y estrechas y rocosas gargantas.
A veces era necesario desviarse considerablemente de la ruta fijada, toda vez que
era imperativo encontrar un lugar seguro en el que los tres pudieran estar
razonablemente a salvo de cualquier ataque mientras dormían.
Von Horst se sintió tan confundido y desconcertado durante las primeras etapas
de aquel largo viaje que no tuvo la más remota idea de la dirección que estaban
siguiendo, e incluso, con frecuencia, dudó de la capacidad de Skruf para encontrar el
camino hasta su propio país, si bien ni él ni Dangar aparentaban tener el menor
recelo.
La caza era abundante —de hecho, demasiado abundante y demasiado peligrosa
— y von Horst no tuvo problemas para mantenerlos a todos bien provistos; no
obstante, el constante gasto de munición le hacía temer por el futuro, por lo que
decidió encontrar algún modo de conservar sus preciosos cartuchos. Era necesario
que siempre pudiera tenerlos a su disposición en ocasiones de verdadera emergencia,
cuando su pistola pudiera marcar una diferencia entre la vida y la muerte.
Sus compañeros, culturalmente, aún se hallaban en la edad de piedra. No tenían
conocimiento de ninguna otra arma más civilizada que los garrotes, los cuchillos de
sílice y las lanzas con punta de piedra. En consecuencia, al observar la milagrosa
facilidad y la relativa seguridad con la que von Horst, gracias a su extraña arma,
abatía incluso a las mayores bestias, dejaban para él aquella tarea.
Von Horst tenía sus propios motivos, fundamentalmente inducidos por las
sospechas que mantenía acerca de la lealtad de Skruf, para no desear que los otros
descubrieran que su arma resultaría inútil una vez que se hubiera agotado su reserva
de munición; de todos modos, ignoraban demasiadas cuestiones sobre las armas de
fuego como para deducirlo por sí mismos. Era necesario, sin embargo, encontrar
alguna excusa plausible para poder insistir en que cazasen con otras armas.
Skruf iba armado con una lanza y un cuchillo cuando emprendieron su viaje y, tan
rápidamente como pudo encontrar los materiales apropiados, Dangar se fabricó unas
armas similares para él. Con su ayuda, von Horst consiguió una lanza, y poco tiempo
después, comenzó a hacerse un arco y unas flechas. No obstante, mucho antes de
tenerlas en su poder, insistió en que cazaran con las primitivas armas de las que ya
disponían, puesto que el ruido de la pistola podía atraer, con toda seguridad,
demasiada atención sobre ellos. Dado que en ese momento atravesaban un territorio
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en el que Skruf les había indicado la posibilidad de toparse con partidas de caza o de
saqueo procedentes de otras tribus hostiles, tanto él como Dangar apreciaron la
sabiduría del consejo de von Horst. Algún tiempo después, los tres yacían tendidos
con sus lanzas al acecho de nuevas presas.
La facilidad con la que von Horst se adaptó a la primitiva vida de sus
compañeros, no dejó de asombrarle incluso a él. No sabía cuánto tiempo había
transcurrido desde que abandonara el mundo exterior, aunque estaba convencido de
que no habían debido de transcurrir más que unos cuantos meses. En ese tiempo,
prácticamente, se había desprendido de toda la capa de civilización que había llevado
generaciones desarrollar. Había retrocedido miles de años hasta encontrarse en un
estado similar al de aquellos hombres de la antigua edad de piedra. Cazaba como
ellos cazaban, comía como ellos comían y, frecuentemente, se encontraba a sí mismo
pensando en términos de la edad de piedra.
Gradualmente, su indumentaria de la civilizada corteza exterior fue
desapareciendo, hasta convertirse en la propia de aquella era largo tiempo atrás
extinguida. Primero desaparecieron sus botas, que se vieron reemplazadas por unas
sandalias de piel de mamut. Luego, poco a poco, el resto de sus ropas, destrozadas y
rotas, se fueron cayendo a pedazos hasta que, por fin, para cubrir su desnudez, se vio
obligado a desecharlas y a adoptar los taparrabos de piel que usaban sus compañeros.
Ahora, en efecto, salvo por el cinturón de cartuchos, su cuchillo de caza y la pistola,
parecía un auténtico hombre del Pleistoceno.
Con la obtención de su arco y de algunas flechas sintió que daba un paso
definitivo. La idea le pareció divertida. Quizás ahora se hallara diez o veinte mil años
por delante de sus compañeros. Pero eso era algo que no iba a tardar mucho en
cambiar. Tan pronto como se perfeccionó en el uso de sus nuevas armas, Dangar y
Skruf estuvieron ansiosos por poseer unas similares. Estaban tan contentos con ellas
como unos niños con juguetes nuevos. Dangar, fundamentalmente, demostraba una
aptitud especial. Sin embargo, la pistola todavía despertaba la curiosidad de Skruf,
que constantemente importunaba a von Horst para que le permitiera usarla, aunque el
europeo no le dejaba ni siquiera tocarla.
—Nadie puede hacerlo, excepto yo —le explicó—. Podría matar fácilmente a
cualquiera que lo intentase.
—No tengo miedo —replicó Skruf—. He visto como la usas. Yo podría hacerlo
igual. Déjame demostrártelo.
Pero von Horst estaba decidido a mantener la ascendencia que le otorgaba el ser
el único conocedor del uso de aquella arma. Más tarde comprobaría que su decisión
había sido acertada. No obstante, la prueba que mejor vino a corroborar su
aseveración a Skruf de que el arma podía ser peligrosa para cualquiera que no fuese
von Horst, fue proporcionada por el propio Skruf.
Durante todo el viaje Skruf había estado manifestando su deseo de llevar con él la
cabeza de un tarag para así poder ganar el consentimiento de su amada.
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Constantemente le sugería a von Horst que matase para él una de aquellas bestias. Por
fin, se hizo evidente tanto para von Horst como para Dangar que estaba
verdaderamente aterrorizado ante la idea de tenerla que matar él mismo. Von Horst no
tenía ninguna intención de tentar al destino buscando un enfrentamiento con
semejante monstruo, una criatura de tan enormes proporciones, increíble fuerza y
terrible ferocidad, que era capaz de acabar, sin ninguna ayuda, con un mastodóntico
mamut.
Habían tenido la suerte de no cruzarse en el camino de ninguno de aquellos
monstruos, y von Horst mantenía la esperanza de que no lo hicieran; pero las leyes de
la probabilidad se hallaban en su contra. No se podía echar en cara a von Horst su
reticencia a enfrentarse a semejante criatura de una era olvidada con las insuficientes
armas de las que disponía. Incluso su pistola podía hacer poco más que enfurecer a la
criatura. De acuerdo que siempre era posible alcanzarla en el corazón con cualquier
clase de arma, pero no era probable que lo hiciera lo suficientemente rápido como
para poder evitar unas heridas terribles o una muerte casi segura. En cualquier caso,
siempre existía la posibilidad de poder abatir al gigantesco monstruo.
Entonces ocurrió. Y lo hizo tan repentina e inesperadamente que no hubo ninguna
oportunidad de estar preparado para ello. Los tres hombres marchaban en fila por un
sendero selvático. Von Horst iba en cabeza, seguido por Skruf. De repente, sin previo
aviso, un tarag saltó frente a ellos desde la maleza, a menos de tres pasos de von
Horst. A los ojos del europeo parecía tan grande como un búfalo, y quizás lo fuera. Se
trataba de una criatura monstruosa, de entreabiertas fauces y ojos llameantes.
En el instante en que se vio frente a los tres hombres, saltó sobre von Horst. Skruf
se dio media vuelta y echó a correr, tirando a Dangar en su precipitada huida. Von
Horst se encontró con la criatura encima de una manera tan inesperada que no tuvo
tiempo de desenfundar su pistola. En ese momento llevaba su lanza en la mano
derecha, con la punta al frente. Nunca supo si lo que sucedió fue una reacción
instintiva o si fue algo intencionado. Cayó sobre una rodilla, apoyando la parte trasera
de su lanza en el suelo y enfilando su punta hacia la garganta del monstruo. Sin darse
cuenta de lo que sucedía, la bestia se empaló a sí misma sobre el arma. Von Horst
aguantó firme. El astil de la lanza no se quebró y, a pesar de toda su fuerza y su
tamaño, la bestia se vio incapaz de alcanzar al hombre con sus garras.
Rugió, chilló y se sacudió violentamente de un lado a otro, desgarrándose cada
vez más con la lanza en una agonía de dolor y de rabia. Von Horst esperaba a cada
instante que el astil se partiera, dejando caer sobre él a la bestia. Entonces Dangar se
precipitó sobre ellos, desafiando el peligro que suponían aquellas afiladas garras, y
atravesó con su lanza el costado del tarag. No una, sino dos, tres veces, la afilada
punta de piedra se clavó en el corazón y en los pulmones del gigantesco tigre que,
con un rugido final, se desplomó sin vida en el suelo. Cuando todo hubo terminado,
Skruf descendió del árbol en el que había buscado refugio y cayó con su rudimentario
cuchillo sobre el inerte cuerpo de la bestia. No prestó ninguna atención ni a Dangar ni
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a von Horst mientras hacía los cortes precisos para separar la cabeza del cuerpo.
Llevó a cabo su propósito sin pedir ningún tipo de permiso; ni siquiera dio las gracias
a aquellos dos hombres que habían logrado para él el trofeo con el que esperaba ganar
el consentimiento de su compañera.
Dangar y von Horst se sentían cada vez más a disgusto, aunque quizás el europeo
se hallase más divertido que enfadado. En cualquier caso, el resto de la marcha se
hizo en silencio, sin que ninguno de ellos se volviera a referir en modo alguno al
asunto, a pesar de que el hedor que despedía la cortada cabeza se hacía cada vez más
y más insoportable a medida que avanzaban hacia el país de los bastios.
Tras el encuentro con el tarag, que había tenido lugar poco después de que Skruf
hubiera hecho su último intento por lograr una oportunidad de demostrar que era
capaz de manejar la pistola, los tres hombres se cobijaron para dormir en una desierta
cueva que habían localizado en la pared de un risco. Fue entonces cuando von Horst
y Dangar se vieron despertados por un disparo.
Al levantarse, vieron a Skruf tendido en el suelo de la caverna y arrojando la
pistola lejos de él. Von Horst se precipitó al lado del hombre, que no cesaba de gemir
y de retorcerse; pero un breve examen convenció al europeo de que el individuo
estaba más aterrorizado que herido. Su rostro tenía señales de pólvora y una roja
marca cruzaba su mejilla allí donde le había rozado la bala, pero lo único que había
resultado dañado era su sistema nervioso. Había recibido un susto del que tardaría
bastante en recuperarse. Von Horst se dio media vuelta y recogió su pistola.
Introduciéndola en su funda, se dispuso de nuevo a dormir.
—La próxima vez morirás, Skruf —dijo.
Eso fue todo. Estaba seguro de que aquel hombre había aprendido la lección.
Durante algún tiempo después de ese incidente, Skruf se mantuvo hosco y taciturno, e
incluso, en varias ocasiones, von Horst se dio cuenta de que el hombre le observaba
con una torva expresión en su semblante. Finalmente, su mal humor desapareció o
fue bien disimulado, pues a medida que se aproximaron a Basti se mostró mucho más
alegre.
—Pronto llegaremos —anunció tras un largo sueño—. Vais a conocer una gran
tribu y os quedaréis sorprendidos con la recepción que se os dispensará. Basti es un
hermoso país; nunca os marcharéis de él.
Tras reanudar su camino, dejaron atrás la llanura y el río que habían estado
siguiendo para entrar en un país de suaves colinas, más allá del cual se divisaban unas
montañas de considerable altura. Skruf les condujo a través de una estrecha garganta
situada entre gredosos riscos. Se trataba de una serpenteante garganta, a lo largo de la
cual apenas podía distinguirse nada de lo que se hallase por delante de ellos ni a su
espalda. Un pequeño arroyo de agua clara discurría alegremente a la luz del sol en su
camino hacia algún lejano y misterioso mar. Ondulantes hierbas crecían sobre las
cumbres de los riscos, así como también en las márgenes del arroyo, en las que el
terreno, descendiendo desde la parte superior, alojaba varios arbustos recubiertos de
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flores y diversos árboles de reducido tamaño.
Skruf marchaba en cabeza. Parecía excitado y no dejaba de repetir que casi
habían llegado al poblado de los bastios.
—Después del siguiente recodo —dijo al poco—, el centinela nos verá y dará la
voz de alarma.
La profecía resultó correcta, ya que poco después de rodear el escarpado borde
del risco que discurría a su izquierda, una voz resonó por encima de sus cabezas,
lanzando un aviso que reverberó a través de toda la garganta.
—¡Viene alguien! —gritó, para luego dirigirse a los que se encontraban debajo—:
¡Deteneos o moriréis! ¿Quiénes sois los que venís a la tierra de los bastios?
Von Horst miró hacia arriba y descubrió a un hombre de pie sobre una cornisa
cortada en el gredoso risco. A su lado había varias rocas de gran tamaño que podían
ser fácilmente arrojadas a cualquiera que se hallase debajo.
Skruf se dirigió al hombre.
—Somos amigos —dijo—. Soy Skruf.
—A ti te conozco —respondió el centinela—, pero a los otros no. ¿Quiénes son?
—Les llevo ante Frug, nuestro jefe —contestó Skruf—. Este es Dangar y viene de
un país que se llama Sari. El otro procede de un país mucho más lejano.
—¿No viene nadie más con vosotros?
—No —respondió Skruf—. Solo somos tres.
—Está bien, llévales ante Frug —señaló el centinela.
Los tres continuaron adentrándose en la garganta hasta llegar a una gran cuenca
circular. En las paredes que la circundaban, von Horst descubrió numerosas cavernas.
Ante cada una de ellas se veía una cornisa, y cada cornisa se conectaba con las de los
otros niveles a través de escalas. Grupos de mujeres y niños se apiñaban en ellas,
frente a las bocas de las distintas cavernas, mirándoles con desconfianza,
evidentemente tras haber sido advertidos por el grito del centinela. Una hilera de
guerreros se hallaba entre ellos y los acantilados en los que se encontraban las cuevas.
También ellos aparentaban estar esperando a la partida y parecían hallarse preparados
para recibirles de cualquier forma en que se presentaran, ya fuera como amigos o
como enemigos.
—Soy Skruf —gritó este—. Deseo ver a Frug. Todos sabéis quién soy.
—Skruf se fue hace muchos sueños —replicó uno—. Pensábamos que había
muerto y que no volvería a regresar.
—Soy Skruf y he vuelto —insistió el hombre.
—Podéis continuar, pero antes dejad aquí vuestras armas.
Los tres hicieron lo que se les ordenaba, pero Skruf, que iba en cabeza, no se
apercibió de que von Horst retenía su pistola. A medida que avanzaban se fueron
viendo completamente rodeados por los guerreros de Basti, que ahora prácticamente
les empujaban hacia delante.
—Es cierto; es Skruf —señalaron algunos al aproximarse. Pero no había ninguna
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cordialidad en su tono, ni tampoco el más leve indicio de amistad. En breve, se
detuvieron ante un hombre enorme y peludo. Llevaba un collar hecho con garras de
osos y tigres. Se trataba de Frug.
—Eres Skruf —anunció—. Sí, en efecto, eres Skruf. ¿Quiénes son esos otros?
—Son prisioneros que traigo a Basti como esclavos —repuso Skruf—. También
he matado un tarag y traigo su cabeza para ponerla ante la cueva de la mujer que
deseo como compañera. Ahora soy un gran guerrero.
Von Horst y Dangar miraron boquiabiertos a Skruf.
—Eres un maldito traidor, Skruf —exclamó el sari—. Confiamos en ti. Dijiste
que tu pueblo nos trataría como amigos.
—Nosotros no somos amigos de nuestros enemigos —gruñó Frug—, y todos
aquellos que no son bastios, son nuestros enemigos.
—No somos vuestros enemigos —repuso von Horst—. Cazamos y dormimos
junto a Skruf, como sus amigos, muchas veces. ¿Acaso todos los hombres de Basti
son mentirosos y traidores?
—Skruf sí lo es —señaló Frug—. Yo no os prometí ser vuestro amigo, y el jefe
soy yo. Skruf no puede hablar por Frug.
—Dejadnos seguir nuestro camino hasta mi país —dijo Dangar—. No tenéis
ninguna disputa conmigo o con mi pueblo.
—No tenemos ninguna disputa con nuestros esclavos —contestó Frug, riendo—.
O trabajan o les matamos. Lleváoslos y que se pongan a trabajar —ordenó a
continuación, dirigiéndose a los guerreros que les rodeaban.
De inmediato varios bastios se acercaron y les sujetaron. Von Horst comprendió
que toda resistencia resultaría inútil. Podía acabar con varios de ellos antes de vaciar
su pistola, pero, con toda seguridad, le acabarían venciendo, o más posiblemente, le
atravesarían con sus lanzas. Incluso aunque no lo hicieran y momentáneamente
consiguieran escapar, el vigía de la garganta no tendría más que arrojarles unas
cuantas rocas desde su cornisa para acabar con ellos de un modo eficaz.
—Supongo que estamos atrapados —le comentó a Dangar.
—Sí —contestó el sari—. Ahora entiendo lo que quería decir Skruf cuando
comentó que nos sorprendería la recepción que se nos dispensaría y que nunca
abandonaríamos Basti.
Los guerreros les empujaron hasta el pie del risco, haciéndoles subir por las
escalas hasta la cornisa más elevada. Allí, varios hombres y mujeres trabajaban con
toscas herramientas de piedra excavando y horadando la pared del risco,
construyendo una nueva cornisa y más cuevas adicionales. Aquellos eran los
esclavos. Un guerrero bastio, agachado sobre sus talones a la sombra de la entrada a
una nueva caverna que se estaba construyendo, dirigía el trabajo. Los que habían
llevado a Dangar y a von Horst hasta la cornisa se volvieron hacia aquel hombre.
—¿Ha sido Skruf el que ha cogido a estos dos hombres? —preguntó el guardián
de los esclavos—. Eso es lo que me ha parecido oír desde aquí, aunque no puedo
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creer que ese cobarde haya hecho algo semejante.
—Los engañó —le explicó uno—. Les dijo que les recibiríamos como amigos y
que les trataríamos bien. Ha traído también la cabeza del tarag. Piensa ponerla a la
entrada de la caverna en la que duerme La-Ja, la esclava. Cuando se la pidió a Frug,
este le respondió que se la entregaría si traía la cabeza de un tarag. Frug pensó que
era una buena broma, pues suponía tanto como decirle que no.
—Los hombres de Basti no se unen con esclavas —dijo el que estaba de guardia.
—Así es, pero Frug le dio su palabra —le recordó el otro—, y la mantendrá. De
todos modos, tendría que haber visto con mis propios ojos a Skruf matando un tarag
para poder creérmelo.
—No lo hizo él —apuntó Dangar.
Los dos hombres le miraron extrañados.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó el guardián.
—Porque yo estaba allí cuando este hombre acabó con el tarag —respondió
Dangar—. Lo mató con su lanza mientras Skruf corría a un árbol. Después de que
estuviera muerto, fue cuando bajó y cortó su cabeza.
—Eso me suena más propio de Skruf —dijo uno de los guerreros que les habían
conducido hasta la cornisa. A continuación, los otros volvieron su atención hacia von
Horst.
—¿Mataste a un tarag con una lanza tú solo? —preguntó uno de ellos, no sin
mostrar un cierto respeto.
Von Horst negó con la cabeza.
—Lo hicimos juntos Dangar y yo —explicó—. En realidad, fue él quien lo hizo.
Entonces Dangar contó como von Horst había hecho frente él solo a la bestia y
como la había empalado con su lanza. Al terminar la narración, se hizo evidente que
el respeto hacia von Horst se había incrementado.
—Espero ser lo bastante afortunado para conseguir tu corazón —dijo el guardián.
Luego les dio unas herramientas y les puso a trabajar junto a los demás esclavos.
—¿Qué crees que habrá querido decir con eso de que esperaba ser lo bastante
afortunado para conseguir mi corazón? —preguntó von Horst después de que los
guardias les hubieran dejado.
—Estos hombres se comen a otros hombres —le contestó Dangar—. He oído
hablar de ellos.
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Capítulo VI
La-Ja
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—He dormido tantas veces que he perdido la cuenta. ¿Y tú?
—Acabo de llegar.
La muchacha se echó a reír.
—¿Acabas de llegar? Querrás decir que te han traído hasta aquí.
Von Horst negó con la cabeza.
—Vine como un idiota. Un tal Skruf nos dijo que seríamos bien recibidos y que
su pueblo nos trataría como amigos. Nos engañó.
—¡Skruf! —repuso la muchacha estremeciéndose—. Skruf es un cobarde y un
mentiroso; aunque, de todos modos, tengo que dar gracias de que lo sea. Si no, sería
capaz de traer la cabeza de un tarag y ponerla a la entrada de la caverna en la que
duermo.
Von Horst abrió los ojos con asombro.
—¿Tú eres La-Ja? —preguntó.
—Sí; yo soy La-Ja. ¿Cómo lo sabes?
La musical entonación con la que pronunció su nombre fue realmente adorable; la
a abierta, la suave j, el acento en la última sílaba.
—Un guerrero me dijo que Frug le había prometido a Skruf que te entregaría a él
si le traía la cabeza de un tarag. Me he acordado del nombre; tal vez haya sido porque
es un nombre muy bonito.
La muchacha ignoró el cumplido.
—Entonces no tengo de que preocuparme —dijo—. Ese cobarde saldrá corriendo
en cuanto vea un tarag.
—Sí, es lo que hizo —señaló von Horst—; pero se trajo a Basti la cabeza con él.
La joven le miró primero horrorizada y luego escéptica.
—¿Me estás intentando decir que Skruf mató a un tarag? —inquirió.
—No estoy diciendo eso. Lo hicimos Dangar y yo; pero Skruf le cortó la cabeza y
se la trajo consigo, tomando para sí el crédito de haberlo matado.
—¡No me tendrá jamás! —exclamó La-Ja tensa—. Antes acabaré con mi vida.
—¿No puedes hacer nada por evitarlo? ¿No puedes rechazarle?
—Podría hacerlo si no fuera esclava de los bastios. Pero Frug me ha prometido a
él y, al ser una esclava, no puedo decir nada al respecto.
De repente, von Horst sintió un interés personal en aquel asunto. El porqué,
hubiera sido difícil para él explicarlo. Tal vez se tratase de la reacción natural de un
hombre ante la apurada situación en que se encontraba una indefensa muchacha;
quizá su gran belleza tuvo algo que ver con ello. El caso es que, cualquiera que fuera
la causa, decidió ayudarla.
—¿No hay ninguna posibilidad de escapar? —preguntó—. Podríamos huir de
aquí cuando oscurezca. Dangar y yo te ayudaríamos y estaríamos dispuestos a
acompañarte.
—¿Cuándo oscurezca? —preguntó ella—. ¿Cuándo oscurezca el qué?
Von Horst hizo un gesto de desaliento.
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—Lo había olvidado —dijo.
—¿Qué es lo que habías olvidado?
—Que aquí nunca oscurece.
—En las cuevas hay mucha oscuridad —dijo ella.
—En mi país hay oscuridad la mitad del tiempo. Cuando reina la oscuridad,
aprovechamos para dormir. Cuando hay luz no dormimos.
—¡Qué extraño! —exclamó ella—. ¿Dónde está tu país? ¿Cómo es posible que
alguna vez esté oscuro? El sol siempre brilla. Nadie ha oído hablar jamás de que el
sol deje de brillar.
—Mi país está muy lejos de aquí, en otro mundo. No tenemos el mismo sol que
tenéis vosotros. Algún día intentaré explicártelo.
—Creo que no te pareces a ningún hombre que haya visto antes. ¿Cómo te
llamas?
—Von —respondió él.
—Von… Sí, también es un nombre extraño.
—¿Más extraño que Skruf o Frug? —preguntó él con una mueca.
—Sí; no hay nada de raro en esos nombres.
—Si escucharas mi nombre completo, eso sí que te sonaría raro.
—¿Es más largo que Von?
—Bastante más.
—Dímelo.
—Mi nombre completo es Frederich Wilhelm Eric von Mendeldorf und von
Horst.
—Creo que nunca sería capaz de pronunciar algo así… Prefiero llamarte Von.
Se preguntó el motivo por el que le había dicho su nombre: Frederich Wilhelm
Eric von Mendeldorf und von Horst. Lógicamente, lo había usado durante tanto
tiempo que para él era algo natural. Pero era posible que no regresase nunca a
Alemania, y tal vez no tuviera ningún sentido el conservarlo. ¿Para qué servía en el
mundo interior? Von era un nombre fácil de pronunciar y fácil de recordar; por tanto,
decidió que continuaría siendo Von.
En ese momento, la muchacha bostezó.
—Tengo sueño —dijo—. Me voy a mi cueva a dormir. ¿Por qué no aprovechas tú
también para hacerlo? Así nos despertaríamos al mismo tiempo y es posible que
pudiera enseñarte algo sobre tu trabajo.
—Me parece una gran idea —exclamó él—. ¿Pero me permitirán dormir ahora?
Acabo de empezar a trabajar.
—Nos dejan dormir cuando queramos; pero cuando despertemos tenemos que
volver al trabajo. Las mujeres duermen en una cueva distinta a la de los hombres.
Una mujer bastia nos vigila y cuida de que nos pongamos a trabajar en cuanto nos
despertemos. Es una vieja horrible.
—¿Dónde duermo yo? —preguntó von Horst.
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—Ven, te lo enseñaré. Es la cueva que está al lado de la de las mujeres.
La muchacha le guio a través de la cornisa, atravesándola hasta llegar a la entrada
de otra caverna.
—Los hombres duermen aquí —dijo—. En la siguiente cueva es donde duermo
yo.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó uno de los guardias.
—Nos vamos a dormir —contestó La-Ja.
El hombre asintió y la muchacha se dirigió a su cueva, mientras von Horst se
introducía en la reservada a los esclavos varones. Vio a varios de ellos durmiendo en
el suelo y se tendió a su lado, siendo imitado por Dangar que les había seguido.
No supo cuánto durmió. Se despertó de manera repentina a causa de unos fuertes
gritos procedentes del exterior. Al principio no fue capaz de comprender las palabras
que oía, pero tras repetirse las mismas un par de veces, se despertó completamente,
captando toda su importancia y reconociendo la voz del que gritaba.
Se trataba de Skruf, y sus gritos eran cada vez más fuertes.
—¡Sal, La-Ja! Skruf te ha traído la cabeza de un tarag. ¡Ahora perteneces a Skruf!
Von Horst se levantó de un salto y se dirigió a la cornisa. Allí, ante la entrada de
la cueva contigua, yacía la corrompida cabeza de un tarag. Pero a Skruf no se le veía
por ninguna parte.
En un primer momento, von Horst pensó que se había introducido en la caverna
en busca de La-Ja; pero enseguida percibió que la voz procedía de abajo. Al mirar por
encima del borde de la cornisa, descubrió a Skruf de pie sobre una de las escalas,
unos cuantos pies más abajo. Entonces vio salir a La-Ja de la cueva. Su semblante era
una máscara de trágica desesperación.
Von Horst se había adelantado hasta el extremo superior de la escala. A su lado se
hallaba la cabeza del tarag. Estaba justo frente a la entrada de la caverna de la que
había salido La-Ja. Algo en su comportamiento, en su expresión, le llenó de
inquietud. La muchacha no pareció fijarse en él mientras le sobrepasaba y se dirigía
hacia el borde del risco. Intuitivamente, von Horst supo lo que estaba pasando por su
mente. Llegando a su lado, la cogió por el brazo y tiró de ella hacia atrás.
—No lo hagas, La-Ja —dijo con tranquilidad.
Ella volvió en sí dando un respingo, como si saliera de un trance. Entonces se
abrazó a él y comenzó a sollozar.
—No hay otra forma —dijo entre sollozos—. Nunca seré suya.
—No lo serás —dijo el hombre.
Luego miró hacia donde se encontraba Skruf.
—Lárgate de aquí —dijo—. ¡Y llévate tu podrida cabeza contigo!
Dándola una patada, arrojó la corrupta masa de carne por encima de la cornisa,
yendo a caer sobre Skruf. Por un instante, este pareció a punto de caerse de la escala,
pero finalmente, con la agilidad de un mono, consiguió recuperar el equilibrio.
—¡Márchate y no vuelvas por aquí! —le ordenó von Horst—. Esta muchacha
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jamás será tuya.
—¡Es mía! Frug me la prometió. ¡Te mataré por esto!
Skruf se hallaba tan enfurecido que prácticamente echaba espumarajos por la
boca.
—Si no te marchas, soy capaz de bajar ahí y arrojarte al vacío —le amenazó von
Horst.
En ese momento una mano se posó en su hombro. Al darse la vuelta vio que
Dangar se hallaba a su lado.
—Viene uno de los guardianes —dijo—. Ahora estás metido en esto y yo estoy
contigo. ¿Qué hacemos?
El guardián se acercaba por la cornisa. Era el mismo individuo gigantesco que les
había recibido. Había otros en las distintas cuevas que estaban siendo horadadas,
pero, por el momento, solo parecían haber llamado la atención de aquel.
—¿Qué estás haciendo, esclavo? —bramó—. ¡Ponte a trabajar! Me parece que lo
que tú necesitas es un poco de esto.
En su peluda mano derecha agitaba un enorme garrote.
—No intentes golpearme con eso —replicó von Horst—. Si te acercas más a mí,
te mato.
—Tu pistola, Von —le susurró Dangar.
—No puedo desperdiciar municiones —le contestó este.
El guardián permanecía inmóvil. Parecía estar intentando averiguar cómo
pretendía matarle aquel esclavo y con qué. Todo indicaba a que aquel hombre se
hallaba desarmado y, aunque era alto, estaba lejos de ser tan corpulento como él.
Finalmente, debió deducir que las palabras de von Horst eran pura bravuconería, así
que volvió a avanzar.
—¿Qué tú me vas a matar? —rugió, abalanzándose hacia él con su garrote en
alto.
Su juego de pies no era demasiado rápido y su cerebro funcionaba aún de manera
más lenta. Sus reacciones eran lastimosamente tardías. Así, cuando von Horst saltó a
su encuentro, no fue lo bastante ágil como para desviar su ataque a tiempo de evitar
lo que sucedió. Von Horst se echó a un lado mientras el individuo se precipitaba
sobre él. Entonces lanzó un golpe terrorífico a la mandíbula del bastio, un golpe que
le envió hasta el mismo borde de la cornisa. Allí se tambaleó y von Horst le volvió a
golpear. Esta vez no pudo mantener el equilibrio. Con un grito de terror, cayó al vacío
desde más de cien pies de altura.
La muchacha y Dangar permanecían de pie sobre la cornisa, con los ojos abiertos
por el estupor.
—¡Qué has hecho, Von! —exclamó ella—. Ahora te matarán. ¡Y todo ha sido por
mi culpa!
Mientras hablaba, otro guardián había emergido de una de las cuevas más
alejadas de la cornisa, y otros dos más estaban saliendo de las cavernas en las que
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dirigían el trabajo de los esclavos. El grito del individuo al que von Horst había
arrojado por la cornisa, había llamado su atención.
—Poneros detrás de mí y retroceded hasta el extremo de la cornisa —ordenó von
Horst a La-Ja y a Dangar—. No conseguirán atraparnos si son incapaces de atacarnos
por la espalda.
—Pero nos arrinconarán y no habrá ninguna esperanza para nosotros —objetó la
muchacha—. Es mejor introducirnos en una de esas cuevas en las que casi no hay luz.
En ellas hay piedras que les podemos arrojar y quizá seamos capaces de contenerlos.
De todas formas, todo es igual. Nos atraparán hagamos lo que hagamos.
—¡Haz lo que te digo! —estalló von Horst—. ¡Y hazlo rápido!
—¿Quién te crees que eres para darme órdenes en ese tono? —le contestó La-Ja
—. ¡Yo soy la hija de un jefe!
Von Horst se giró y la empujó a los brazos de Dangar.
—Llévatela al extremo de la cornisa —le ordenó al sari.
A continuación empezó a retroceder tras ellos, mientras Dangar prácticamente
arrastraba a la enfurecida La-Ja a través de la cornisa. Los guardianes seguían
avanzando hacia los tres. No sabían exactamente qué es lo que había ocurrido, pero
eran conscientes de que algo iba mal.
—¿Dónde está Julp? —preguntó uno de ellos.
—Donde vas a ir tú, si no haces lo que te digo —repuso von Horst.
—¿Qué quieres decir, esclavo? ¿Dónde está?
—Le tiré por la cornisa. Mira hacia abajo.
Los tres hombres se detuvieron y miraron por encima del borde del risco. Abajo
se encontraba el cuerpo de Julp. Ahora, las furiosas voces de los que se habían
congregado a su alrededor llegaban hasta ellos. Skruf también se encontraba allí. Solo
él podía conjeturar lo que le había ocurrido a Julp, y se lo debía estar explicando a los
que se hallaban allí, cuando Frug se unió al grupo.
—¡Traedme a ese esclavo! —gritó Frug a los guardianes de la cornisa.
Los tres hombres avanzaron de nuevo hacia von Horst con la intención de
cogerle. Este desenfundó su pistola.
—¡Alto! —les advirtió—. Será mejor que me escuchéis si no queréis morir. Ahí
hay una escala. Bajad por ella.
Los tres hombres contemplaban la pistola, pero no sabían lo que era. Para ellos
solo era un trozo de piedra negra. Quizá pensaran que von Horst se proponía
arrojársela, o tal vez usarla contra ellos como una maza. La idea les hizo sonreír
mientras avanzaban hacia él despectivamente.
La mujer que vigilaba a las esclavas también había salido de la cueva, atraída por
la conmoción originada en el exterior, y se había unido a los hombres. Se trataba de
una mujer desaliñada y poco atractiva, de edad indeterminada y con un malvado
semblante. Von Horst supuso que iba a ser un rival tan formidable como los hombres,
pero trataría de evitar el tener que disparar contra una mujer. De hecho, no deseaba
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abrir fuego contra ninguno de aquellos pobres e ignorantes cavernícolas de la edad de
piedra; pero se trataba de sus vidas o la suya, la de Dangar y la de La-Ja.
—¡Atrás! —exclamó—. He dicho que bajéis por la escala. No deseo mataros.
Por toda respuesta, los bastios se echaron a reír y siguieron avanzando. Von Horst
abrió fuego. Uno de los hombres se hallaba justo detrás del cabecilla y el disparo les
hizo caer a ambos sobre la cornisa, gritando y retorciéndose. El otro hombre y la
mujer se detuvieron. El sonido de la pistola ya hubiera bastado para detenerles,
puesto que había resultado aterrador; pero, además, cuando vieron a sus compañeros
tendidos sobre la cornisa, sus sencillas mentes se sintieron abrumadas.
—¡Abajo —les ordenó von Horst—, sino queréis morir también vosotros! No os
daré una nueva oportunidad.
La mujer soltó un gruñido y pareció vacilar, pero el hombre no se hizo de rogar.
Ya había visto suficiente. Saltó hacia la escala y se apresuró a descender por ella; un
instante después, la mujer, pensándoselo mejor, le siguió. Von Horst les observó a
ambos; cuando llegaron a la cornisa inferior, hizo un gesto a Dangar para que se
acercara.
—Échame una mano con la escala —dijo, tras lo cual, los dos hombres la
retiraron de su lugar, situándola sobre la cornisa en la que se encontraban.
—Esto les retendrá por un rato —señaló.
—Hasta que traigan otra escala —repuso Dangar.
—Eso les llevará algún tiempo —contestó von Horst—; de hecho, bastante
tiempo si les disparo mientras lo hacen.
—De acuerdo. ¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dangar.
La-Ja observaba a von Horst con el ceño fruncido. Sus ojos eran dos pozos de
ardiente rabia, pero, a pesar de ello, permanecía en silencio. Von Horst, que también
la miraba a ella, se sintió aliviado de que lo hiciera. En aquel hermoso y furioso
rostro —hermoso a pesar de su furia—, se podía leer que habría problemas.
Los demás esclavos comenzaban a salir tímidamente de las cuevas. Miraban a su
alrededor buscando a sus guardianes, pero no veían ninguna señal de ellos; entonces
se apercibieron de que la escala había sido retirada de la cornisa.
—¿Qué ha pasado? —preguntó uno de ellos.
—Este idiota ha matado a tres de los guardianes y ha hecho huir al resto —estalló
La-Ja—. Ahora tendremos que elegir entre quedarnos aquí y morirnos de hambre, o
dejarles que suban y que acaben con nosotros.
Von Horst no les prestaba atención. Miraba hacia lo alto, examinando la pared del
risco, que se inclinaba ligeramente desde la cumbre, a unos treinta pies por encima de
donde se encontraban.
—¿Mató a tres guardianes y echó a los otros de la cornisa? —preguntó uno de los
esclavos con incredulidad.
—Sí —respondió Dangar—. Y lo hizo él solo.
—Es un gran guerrero —dijo el esclavo sin ocultar su admiración.
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—Tienes razón, Thorek —convino otro—. Pero La-Ja también la tiene. Para
nosotros esto significa la muerte, ocurra lo que ocurra.
—La muerte solo nos llegara un poco antes; eso es todo —replicó Thorek—. Es
preferible saber que han muerto tres de esos comedores de hombres. Me hubiera
gustado ser yo el que acabase con ellos.
—¿Tenéis intención de quedaros aquí a morir de hambre o de esperar a que suban
a mataros? —inquirió von Horst.
—¿Qué otra cosa se puede hacer? —señaló un esclavo que procedía de Amdar.
—Somos unos cincuenta —dijo von Horst—. Me parece preferible bajar y luchar
por nuestras vidas, que quedarnos aquí a morir de sed o a esperar a que nos maten
como ratas, si es que no hay otra salida. No obstante, creo que sí la hay.
—Tus palabras son las de un hombre —dijo Thorek—. Yo bajaré contigo y
lucharé.
—¿Cuál es la otra salida? —preguntó el hombre de Amdar.
—Tenemos esta escala —explicó von Horst—, y hay más en las cuevas. Si
empalmásemos unas con otras, podríamos alcanzar la cumbre del risco. Habríamos
recorrido un largo camino antes de que los bastios pudieran atraparnos, puesto que
tendrían que salir y rodear la garganta hasta encontrar un punto por el que pudieran
subir.
—Es cierto —dijo otro esclavo.
—Pero podrían alcanzarnos —sugirió otro tímidamente.
—¡Qué lo hagan! —exclamó Thorek—. Yo soy un hombre mamut. ¿Acaso iba a
tener miedo de luchar con mis enemigos? Jamás. Toda mi vida he luchado contra
ellos. Para eso me dio a luz mi madre y me enseñó a luchar mi padre.
—Estamos hablando demasiado —señaló von Horst—. Hablar no nos ayudará.
Los que lo deseen que vengan conmigo. El resto que se quede aquí. Id a buscar las
escalas. Preferid siempre aquellas que puedan ser empalmadas con otras.
—¡Viene Frug! —gritó un esclavo—. ¡Viene con muchos guerreros!
Von Horst miró hacia abajo y distinguió al velludo jefe subiendo hacia la cornisa.
Tras él, en efecto, venían muchos guerreros. El hombre de la corteza exterior dejó
escapar una sonrisa, pues era consciente de que su posición era inexpugnable.
—Thorek —dijo—. Llévate unos cuantos hombres a las cuevas y traed todas las
piedras que podáis. Pero, hasta que yo dé la orden, no las arrojéis sobre los bastios.
—Soy un hombre mamut —replicó Thorek altivamente—. No recibo órdenes de
nadie, salvo del jefe de mi tribu.
—De acuerdo. Ahora yo soy tu jefe —repuso von Horst—. Haz lo que te he
dicho. Si cada uno de nosotros pretende ser el jefe, si no me hacéis caso, nos
quedaremos todos aquí hasta que nos pudramos.
—No recibiré órdenes de ningún hombre que no sea mejor que yo —insistió
Thorek.
—¿Eso qué significa, Dangar? —le preguntó von Horst.
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—Significa que tendrás que enfrentarte a él y vencerle, si quieres que te obedezca
—le explicó el sari.
—¿Los demás sois también idiotas? —inquirió von Horst—. ¿Tendré que
enfrentarme con todos para que me ayudéis a que escapemos?
—Si vences a Thorek, yo te obedeceré —contestó el hombre de Amdar.
—Muy bien —convino von Horst—. Dangar, si consigues que alguno de estos
estúpidos te ayude, vete y tráete todas las piedras que puedas para contener a Frug
hasta que este asunto esté solucionado. Intenta evitar que coloquen otra escala hasta
esta cornisa. Thorek, tú y yo iremos a una de esas cuevas y veremos quién de los dos
es el que manda. Si intentamos dilucidar la cuestión aquí afuera, probablemente
ambos acabaremos en el fondo del risco.
—Me parece bien —dijo el hombre mamut—. Me gusta lo que dices. Si vences,
serás un gran jefe. Pero no creo que lo hagas, porque yo soy Thorek y soy un hombre
mamut.
Von Horst casi sentía ganas de reír ante las muestras de altivo orgullo que
revelaban poseer aquellas primitivas gentes. Lo había visto, de una manera harto
exagerada, en La-Ja y ahora, de nuevo, en Thorek. Quizá les admirase un poco por
ello, pero la paciencia tenía un límite y tal vez fuera necesario que con el orgullo se
mezclase un poco de sentido común. No obstante, era consciente de que ello reflejaba
un tremendo ego, semejante al que la raza humana debía haber tenido que poseer en
sus primeros pasos para poder competir con unas fuerzas que constantemente la
habían amenazado con la extinción.
—Vamos —dijo volviéndose hacia Thorek—. Acabemos con esto para que
podamos hacer algo de provecho.
Mientras hablaba, se dirigió hacia una de las cavernas. Thorek le siguió.
—¿Con las manos desnudas? —preguntó von Horst.
—Con las manos desnudas —convino el hombre mamut.
Desde su niñez, von Horst había sido un aficionado a todo tipo de ejercicios de
defensa y de ataque, tanto con armas como sin ellas. Había destacado como boxeador
y luchador amateur. Hasta entonces no había sacado nada de provecho de ello, salvo
un cierto orgullo y satisfacción por su propia habilidad; pero ahora sí que iba a
suponer algo más. Iba a establecer su posición en la edad de piedra entre unas rudas
gentes que no admitían más superioridad que la física.
A su señal, Thorek embistió contra él como un toro salvaje. En estatura estaban
bastante igualados, pero Thorek era más corpulento y aventajaba a von Horst en diez
o quince libras. Su fuerza también era bastante similar, aunque el pellucidaro parecía
más temible debido a sus abultados músculos. Era la destreza lo que iba a decidir el
resultado, y Thorek no era demasiado diestro. Su estrategia consistía en derrotar a su
antagonista con su ímpetu y su peso, derribándole primero y golpeándole después
hasta dejarle inconsciente. Si le mataba en el proceso… bueno, eso era algo que su
contrincante debía confiar a la suerte.
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Pero cuando se arrojó sobre von Horst, este ya no se encontraba allí. Se había
escurrido por debajo de sus brazos y había esquivado su pesado cuerpo. Luego lanzó
un potente puñetazo a la mandíbula de Thorek que hizo estallar su cabeza, dejándole
aturdido. Pero el individuo aún se sostenía en pie y, dándose media vuelta, volvió a
por más. Y lo obtuvo. Esta vez se fue al suelo. No tuvo la menor oportunidad. Cada
vez que se ponía en pie, era derribado de un golpe. Finalmente desistió de levantarse
y permaneció caído en el suelo.
—¿Quién es el jefe? —le preguntó von Horst.
—Tú —respondió Thorek.
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Capítulo VII
La fuga de los esclavos
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Frug bramaba órdenes y amenazas desde la cornisa inferior y, desde el pie del risco,
las mujeres y niños gritaban encorajinando a sus hombres.
—¡Si me entregáis al hombre llamado Von, ninguno de vosotros será castigado!
—gritó Frug.
—Ven tú a cogerlo —le respondió Thorek.
—Si los hombres de Basti fueran algo más que mujeres viejas, harían otra cosa
que no fuera quedarse ahí abajo y gritar —se mofó von Horst.
Luego arrojó un pequeño fragmento de roca suelta que golpeó a Frug en el
hombro.
—¡Habéis visto con qué facilidad se espantan esas mujeres viejas! —exclamó—
¡Ni siquiera tienen la fuerza suficiente para llegar hasta aquí con sus lanzas!
Aquel insulto fue demasiado para los bastios. Al instante comenzaron a volar las
lanzas. Sin embargo, eso era lo que estaban esperando los esclavos. Al llegar a su
altura, las atraparon y se hicieron con la mayoría de ellas. Las restantes cayeron hacia
los bastios, que volvieron a arrojarlas. Poco después los esclavos se hallaban
armados, tal y como había esperado von Horst.
—Ahora las piedras —dijo.
Entonces los esclavos comenzaron a apedrear a sus adversarios, hasta obligarles a
buscar refugio en las cavernas de la cornisa inferior.
—No dejéis que salgan —ordenó von Horst—. Dangar, coge cinco hombres y
procura que cada bastio que asome su cabeza se lleve una piedra con ella. El resto,
alzad las escalas.
Oscilando, combándose hacia dentro, las escalas se apoyaron contra la pared del
risco y lograron alcanzar la cumbre. Von Horst lanzó un suspiro de alivio al ver
mucho más cerca el éxito de su plan. Entonces se volvió hacia Thorek.
—Coge a tres hombres y sube hasta la cima. Si el camino está libre, házmelo
saber y enviaré a las mujeres y al resto de los hombres.
A medida que Thorek y sus hombres iban subiendo, las escalas no dejaban de
crujir y doblarse; pero consiguieron aguantar, y poco después el hombre mamut les
avisaba para decirles que todo estaba bien.
—Ahora las mujeres —dijo von Horst, y todas, salvo una, comenzaron a subir por
las escalas. Se trataba de La-Ja. La joven ignoró las escalas del mismo modo que
había ignorado a von Horst, y, de nuevo, el hombre no le prestó la menor atención.
En breve, todos excepto Dangar, sus cinco hombres, von Horst y La-Ja, habían
llegado sanos y salvos hasta la cima del risco. Uno tras otro, von Horst hizo subir a
los hombres de Dangar mientras este y von Horst mantenían a los bastios a raya en
las cuevas. Estos seguían sin saber lo que estaba ocurriendo en la cornisa superior,
pero von Horst era consciente de que finalmente traerían más escalas de las cavernas
en las que se habían refugiado y de que muchos de ellos lograrían alcanzar la cornisa
que Dangar y él defendían para luego derrotarles con facilidad.
Ahora su mayor problema era La-Ja. Si se hubiera tratado de un hombre la
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hubiera dejado allí, y aunque su buen juicio le decía que lo hiciera así, era incapaz de
hacer algo semejante. Quizá fuera una pequeña y obstinada idiota, pero se daba
cuenta de que él desconocía cuáles eran los patrones de orgullo, costumbres,
ambientes y herencia por los que se regía su cultura. ¿Cómo podía juzgarla? Su
actitud podía ser para ella correcta y adecuada, aunque a él le pareciera insostenible.
—Tienes que irte con los demás, La-Ja —dijo él—. Si te quedas aquí, nos
volverán a capturar a los tres.
—Vete tú si lo deseas —replicó ella—. La-Ja se queda aquí.
—Deberías pensar en Skruf —le recordó.
—Jamás perteneceré a Skruf. Antes pondré fin a mi vida —contestó ella.
—¿Estás segura de que no quieres venir? —inquirió él.
—Prefiero quedarme aquí con Skruf antes que marcharme contigo.
Von Horst se encogió de hombros y se dio media vuelta. La muchacha le
observaba intensamente para comprobar el efecto que su insulto había tenido sobre él,
enrojeciendo de rabia al ver que el hombre no mostraba el menor indicio de
resentimiento.
—Lánzales unas cuantas piedras más y luego sube al risco lo más rápido que
puedas —ordenó von Horst a Dangar.
—¿Y tú? —le respondió el sari.
—Te seguiré enseguida.
—¿Vas a dejar a la chica?
—Insiste en no querer venir —repuso von Horst.
Dangar se encogió de hombros.
—Creo que necesita una buena zurra —dijo.
—Mataré a cualquier hombre que intente ponerme la mano encima —dijo La-Ja
de manera beligerante.
—De todos modos necesitas una buena zurra —insistió Dangar—; así aprenderías
algo de sentido común.
El sari hizo acopio de unas cuantas piedras más y las lanzó sobre todas las
cabezas que asomaron de las cuevas la cornisa inferior; luego, dándose media vuelta,
comenzó a ascender por una de las escalas.
Von Horst se dirigió hacia la otra escala, lo que le llevó cerca de donde se
encontraba La-Ja. De repente, la cogió por el brazo.
—Voy a llevarte conmigo —dijo.
—No lo harás —gritó ella, comenzando a darle golpes y patadas.
No tuvo muchas dificultades para llevarla hasta la escala, pero, al intentar subir, la
muchacha se aferró tenazmente a ella. Von Horst tiró de la muchacha hacia arriba y
consiguió subir un par de peldaños, pero la joven se resistía con tanta obstinación y se
agarraba a la escala con tanta desesperación, que enseguida se dio cuenta de que
serían capturados sin remisión si los bastios lograban poner los pies la cornisa.
Podía oír como las voces se alzaban cada vez más fuertes desde abajo, lo que
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indicaba que los bastios ya habían salido de las cavernas. Oía a Frug dando órdenes
para que izasen una escala. En cuestión de momentos estarían encima de ellos. Miró
al hermoso rostro de la enfurecida joven. Podía soltarla y dejarla allí, a merced de los
tiernos cuidados de los bastios. Aún tenía tiempo de alcanzar la cumbre del risco si lo
hacía en solitario. No obstante había otra salida, una salida que había tratado de
evitar, pero que ya no le quedaba más remedio que intentar si deseaba salvar a ambos.
Echando hacia atrás su puño, la golpeó con fuerza en la cabeza. Al instante la
muchacha quedó inerte en sus brazos. A continuación, empezó a subir tan
rápidamente como le fue posible, con el peso de la desvanecida joven dificultando
todos sus movimientos. Casi había alcanzado la cima, cuando escuchó un grito de
triunfo por debajo de él.
Al mirar de reojo hacia el suelo, vio a uno de los bastios que acababa de alcanzar
la cornisa en la que descansaba la escala. Si aquel guerrero lograba poner sus manos
en ella, la derribaría, haciéndoles caer a ambos a una muerte segura o, como mal
menor, a una nueva captura. Von Horst se cambió de lado el peso de la muchacha, de
manera que el cuerpo de esta descansó sobre su hombro izquierdo, lo que liberó su
mano izquierda; así pudo seguir agarrándose a la escala mientras desenfundaba la
pistola con su diestra. Se vio obligado a girar y a quedarse de espaldas para poder
tener a tiro al bastio, y tuvo que hacerlo en menos tiempo del que se tarda en decirlo,
toda vez que si bien aquel primer guerrero había logrado alcanzar la cornisa, ya se
veía a otro más a su espalda, y un solo disparo no iba a ser capaz de detenerles a
ambos.
Abrió fuego sobre el bastio justo cuando este estaba a punto de pisar la cornisa. El
individuo cayó de espaldas. Hubo gritos y maldiciones procedentes de abajo. Aunque
no pudo ver lo ocurrido, von Horst supuso que, al caer, su cuerpo había arrastrado a
los que se encontraban por detrás de él en la escala.
De nuevo, continuó subiendo tan rápidamente como le era posible; un momento
después, Dangar y Thorek les izaban a la muchacha y a él hasta alcanzar la cima del
risco.
—Tu suerte no te ha abandonado —le dijo Thorek—. Mira, los tenías
prácticamente a tu espalda.
Von Horst miró hacia abajo. Los bastios habían izado más escalas y subían
rápidamente hasta la cornisa inferior. Algunos de ellos ya ascendían por las escalas
que los esclavos habían levantado hasta la cumbre del risco. Varios de los esclavos se
hallaban junto a von Horst y miraban hacia los bastios.
—Haríamos mejor en darnos prisa en huir —dijo uno—. Pronto estarán aquí.
—¿Por qué hay que huir? —preguntó Thorek—. ¿Acaso no estamos mejor
armados que ellos? Tenemos casi todas sus lanzas.
—Tengo una idea mejor —repuso von Horst—. Esperaremos hasta que las
escalas estén repletas de bastios.
Tras llamar al resto de los esclavos, esperó unos segundos. En un instante, las
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escalas estuvieron abarrotadas por los guerreros que ascendían hacia ellos. Entonces,
a la orden de von Horst, varias manos empujaron las escalas fuera del risco. Gritos de
terror surgieron de las gargantas de los condenados guerreros bastios mientras los
esclavos empujaban las escalas y docenas de cuerpos salían despedidos de la pared
del risco para caer a los pies de las mujeres y los niños.
—Ahora, vayámonos de aquí —dijo von Horst.
Al mirar hacia la muchacha, vio que todavía yacía tendida en el césped, donde la
había dejado. De repente se sintió aturdido ante la idea de que pudiera estar muerta,
de que el golpe que la había dado pudiera haberla matado. Se arrodilló a su lado y
puso un oído sobre su corazón. Latía, y lo hacía con fuerza. Con un suspiro de alivio,
alzó de nuevo a la inerte figura sobre sus hombros.
—¿Y ahora hacia dónde? —preguntó, dirigiéndose a la multitud de esclavos
fugados.
—Ante todo, lo primero es salir del país de los bastios —aconsejó Thorek—.
Después ya veremos.
Su camino les llevó a través de diversas colinas y montañosas gargantas hasta
salir a un hermoso valle rebosante de salvaje vida; sin embargo, aunque a menudo se
encontraron con feroces bestias, estas no llegaron a atacarles.
—Somos muchos —le explicó Dangar, cuando von Horst le preguntó acerca de
su aparente inmunidad—. De vez en cuando, puedes toparte con alguna bestia que
ataque a toda una tribu de hombres, pero, en circunstancias normales, nos temen
cuando nuestro número es elevado.
Mucho antes de que alcanzaran el valle, La-Ja recobró el conocimiento.
—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¿Qué ha ocurrido?
Von Horst la bajó de sus hombros y la sostuvo hasta que comprobó que podía
tenerse en pie.
—Te saqué de Basti —le explicó—. Ahora somos libres.
La joven le miró estrechando sus pupilas, como si intentara recordar algo que la
eludiese.
—¡Qué me sacaste! —exclamó—. Te dije que no quería ir contigo. ¿Cómo lo
hiciste?
—Yo… esto… yo… hice que te durmieras —tartamudeó de modo vacilante. El
solo pensamiento de haberla golpeado, le humillaba.
—Ah, ya me acuerdo —dijo ella—. Me golpeaste.
—Sí, lo hice —contestó él—. Lo siento mucho, pero no había otra solución. No
podía dejarte allí, entre esas bestias.
—Pero me golpeaste.
—Sí, te golpeé.
—¿Por qué no querías dejarme allí? ¿A ti que te importaba si yo me quedaba o no
con Skruf?
—Bueno, verás… yo… ¿Cómo iba a dejarte allí?
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—Si piensas que ahora voy a ser tu compañera, estás muy equivocado —dijo ella
con énfasis.
Von Horst se quedó boquiabierto. Aquella joven damisela parecía estar sacando
conclusiones demasiado embarazosas. Lo cierto es que era bastante ingenua. Quizás
fuese una característica de la edad de piedra.
—No —contestó él—. Después de todo lo que has dicho y has hecho, no tengo
ninguna razón para creer que quieras ser mi compañera; ni yo para desear que lo
fueras.
—Bien —respondió ella—. Ni yo tampoco. Antes preferiría a Skruf.
—Gracias —dijo von Horst—. Ahora nos entendemos a la perfección.
—Y además —dijo La-Ja—, harías mejor en meterte en tus propios asuntos y
dejarme en paz.
—Así será —contestó firme von Horst—, siempre y cuando obedezcas mis
órdenes.
—Yo no obedezco a nadie.
—Me obedecerás a mí —dijo inflexible— o tendré que volver a golpearte.
Aquellas palabras le sorprendieron más a él de lo que parecieron sorprender a la
muchacha. ¿Cómo podía haber dicho algo así a una mujer? ¿Acaso estaba revirtiendo
a un estado primitivo? ¿Se estaba transformando, en efecto, en un hombre de la
primitiva edad de piedra?
La muchacha se alejó de su lado y se fue junto a las demás mujeres. De sus labios
surgía una extraña melodía, semejante, quizás, a la que las primitivas mujeres de la
corteza exterior habían canturreado a la luz de las brillantes estrellas cuando el
mundo aún era joven.
Cuando llegaron al valle, algunos hombres cazaron una presa y pudieron comer
todos. Después celebraron un consejo, discutiendo los planes para el futuro.
Cada individuo deseaba seguir su propio camino hasta su país, y aunque juntos
gozaban de la seguridad que les proporcionaba el número, también existía para cada
uno de ellos el peligro de adentrarse en el país de los otros. Hubo algunos, como
Dangar, que prometieron una acogida amistosa a todos aquellos que desearan
acompañarle a su tierra, pero la mayoría no se atrevía a correr el riesgo. Tanto von
Horst como el propio Dangar no podían dejar de recordar las dulces promesas de
Skruf y la forma en que habían sido engañados.
Para von Horst aquel era un mundo extraño, si bien se daba cuenta de que
también se lo hubiera parecido cualquier otro que fuese cincuenta mil o medio millón
de años más joven que aquel con el que estaba familiarizado, con su correspondiente,
y diferente, filosofía y código ético. No obstante, en algunos aspectos aquellas gentes
eran bastante similares a las del mundo exterior. Tal vez eran más sencillas, menos
artificiales, y, ciertamente, tenían menos inhibiciones, pero revelaban, normalmente
de un modo más exagerado, todas las características actuales de los hombres y
mujeres de una humanidad con más años a sus espaldas.
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Sus pensamientos se posaron sobre La-Ja. Vestida a la última moda hubiera
podido pasar inadvertida, salvo por su enorme belleza, en cualquiera de las grandes
capitales de Europa. Nadie se imaginaría al verla que acabase de salir del Pleistoceno.
No obstante, no estaba tan seguro de lo que pudiera pensar el que se cruzase en su
camino.
El resultado del consejo fue la decisión de regresar cada uno a su propio país.
Había varios que procedían de Amdar y que se marcharían juntos. También había
varios de Go-hal. Thorek procedía de Ja-ru, el país de los hombres mamut. La-Ja era
de Lo-har. Dangar de Sari. Estos tres, junto a von Horst, continuarían juntos durante
algún tiempo más, puesto que sus caminos iban en la misma dirección.
Tras el consejo, buscaron un lugar donde dormir, hallándolo en unas cavernas
situadas entre los riscos. Al despertar, cada individuo o cada grupo partieron hacia su
propio país con su instinto como único guía. Los países de la mayoría no se hallaban
muy lejos. Sari era el más distante. En lo que von Horst podía conjeturar, tal vez se
hallase a medio mundo de distancia a través de aquel territorio salvaje. Sin embargo,
¿qué importaban las distancias en un mundo en el que no existía el tiempo para medir
la duración de un viaje?
No hubo despedidas. Cada grupo, cada individuo, salió de las vidas de aquellos
otros con los que había compartido un largo confinamiento, de aquellos con los que
había luchado y ganado su libertad, sin ningún síntoma de pesar al partir; únicamente,
la certeza de que la próxima vez que se encontraran lo harían como enemigos
mortales, cada uno de ellos deseoso de acabar con el otro. Así ocurría en la mayoría
de ellos; pero no en todos. Existía una verdadera amistad entre Dangar y von Horst, y
algo que se aproximaba bastante entre ellos y Thorek. Y en cuanto a La-Ja, ¿quién lo
sabía? Ella siempre se mantenía apartada. Tal vez porque era la hija de un jefe; tal vez
porque era una muchacha muy joven y hermosa cuyo orgullo había sido herido; o
quizás fuera porque albergaba un conocimiento que su intuición de mujer la había
otorgado; o quizás, simplemente, porque era de naturaleza reservada. Cualquiera que
fuese la razón, ella solo seguía sus propios consejos.
Tras dormir varias veces después de que la partida de esclavos se hubiera
dispersado, Thorek anunció que sus caminos se separaban.
—Me hubiera gustado que vinieras conmigo a Ja-ru —le dijo a von Horst—.
Habrías sido un gran hombre mamut. Nosotros somos todos grandes guerreros. Si
alguna vez nos volvemos a encontrar, que sea como amigos.
—Me parece perfecto —contestó von Horst—. Creo que nos lo parece a todos.
Al decir esto, miró a Dangar y a La-Ja.
—Un sari siempre puede ser amigo de un guerrero valiente —dijo el primero—.
Para mí, eres un amigo.
—Y yo seré amiga de Thorek y de Dangar —dijo La-Ja.
—¿Y de Von? —inquirió el sari.
—No; de él no —contestó ella.
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Von Horst sonrió y se encogió de hombros.
—Pues yo sí me considero amigo tuyo, La-Ja —dijo.
—No quiero que seas mi amigo —repuso ella—. ¿No te lo acabo de decir?
—Me temo que no podrás evitarlo.
—Ya lo veremos —respondió ella enigmáticamente.
Después de separarse de Thorek, los tres continuaron su camino. A von Horst
aquello le parecía un vagar sin rumbo ni sentido. En el fondo, no creía que ni Dangar
ni La-Ja tuvieran la menor idea de adónde se dirigían. Al no poseer aquel instinto del
hogar, era incapaz de concebir que algo semejante pudiera existir en un hombre o una
mujer.
Cuando tenían que afrontar elevadas montañas, las rodeaban. Seguían el curso de
misteriosos ríos hasta que lograban encontrar un vado que les permitía cruzarlos,
envueltos entonces en constantes peligros a causa de los extraños reptiles que largo
tiempo atrás se habían extinguido en la corteza exterior. Los vados eran bastante
precarios. Nunca se atrevían a cruzar a nado un río. Nunca sabían lo que había por
delante de ellos, ya que aquel territorio era tan desconocido para los dos pellucidaros
como para von Horst.
A través de una serie de colinas bajas, llegaron a un estrecho valle en cuyo
extremo más alejado se extendía un denso bosque, un bosque como jamás había visto
von Horst en su propio mundo. Incluso desde tan gran distancia parecía oscuro y
amenazador. A medida que empezaron a descender por el valle, von Horst sintió un
cierto alivio de que su camino no cruzara por aquel bosque, pues era consciente de lo
deprimente que podía llegar a ser la eterna oscuridad de una extensa masa forestal.
De pronto, La-Ja se detuvo.
—¿Hacia dónde se encuentra tu país, Dangar? —preguntó.
—Hacia allí —contestó este, señalando valle abajo—, hasta llegar al final de
aquellas elevadas colinas. Luego, tendremos que desviarnos a la derecha.
—Eso se aparta de mi camino. Lo-har se encuentra por allí —dijo La-Ja,
señalando en dirección al bosque—. Debo dejaros aquí y dirigirme hacia mi propio
país.
—No me gusta el aspecto que tiene ese bosque —dijo Dangar—. Es posible que
nunca salgas de él con vida. Ven a Sari conmigo y con Von. Serás bien tratada.
La muchacha denegó con la cabeza.
—Soy la hija de un jefe —respondió—. Debo regresar a Lo-har y tener hijos
varones ya que mi padre no tiene ninguno. En caso contrario, no habrá un buen jefe
para gobernar el pueblo de mi padre cuando él muera.
—Pero no puedes marcharte sola —dijo von Horst—. Nunca llegarías allí con
vida. Simplemente, te estarías suicidando; jamás tendrías ningún hijo.
—He de volver —insistió ella—. ¿Para qué sino soy la hija de un jefe?
—¿No tienes miedo? —preguntó von Horst.
—Soy la hija de un jefe —respondió, alzando su barbilla de modo desafiante.
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Sin embargo, a von Horst le dio la impresión de que la pequeña barbilla temblaba
ligeramente. Aunque tal vez fuera un efecto de la luz.
—Adiós, Dangar —dijo apartándose de ellos y dirigiéndose hacia el bosque.
No se despidió de von Horst; ni siquiera le dirigió una mirada. El hombre del
mundo exterior observó la elegante y bien definida figura de la muchacha mientras se
alejaba hacia el bosque. Por enésima vez apreció la dignidad de su rubia cabeza, su
porte casi regio, sus suaves y agraciados pasos de pantera.
No supo lo que le motivó, ni tampoco pudo interpretar la urgencia que pareció
poseerle. Algo más allá de la razón, algo que le invadió como si fuera una
inspiración, se apoderó de él. No quiso razonar aquel impulso, solo obedecerlo.
—Adiós —dijo, volviéndose hacia Dangar.
—¿Adiós? —exclamó Dangar—. ¿Adónde vas?
—Me voy a Lo-har con La-Ja —respondió von Horst.
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Capítulo VIII
El bosque de la muerte
D angar miró sorprendido a von Horst cuando este le anunció que se marchaba
con La-Ja.
—¿Por qué? —le preguntó.
Von Horst movió la cabeza.
—No lo sé —contestó—. Tengo una excelente razón, y es que no puedo dejar
sola a una muchacha en este país salvaje adentrándose en ese bosque de apariencia
monstruosa. Pero también hay algo más, algo mucho más profundo que me impulsa a
hacerlo. Algo tan inexplicable y tan ineludible como el propio instinto.
—Iré contigo —dijo Dangar.
Von Horst negó con la cabeza.
—No. Regresa a Sari. Si sigo con vida, te seguiré más tarde.
—Tú solo nunca podrás encontrar Sari.
—Podré hacerlo con tu ayuda.
—¿Cómo puedo ayudarte si no voy contigo? —preguntó Dangar.
—Puedes señalarme el camino. Haz marcas en los árboles. Coloca piedras en el
suelo, de este modo, señalando la dirección en la que vas.
Colocó varias piedras en fila, señalando la dirección que en ese momento
llevaban, formando una flecha.
—Sigue fundamentalmente los senderos hechos por los animales; así solo tendrás
que indicarme los puntos en los que te desvíes del sendero principal. Si lo haces de
este modo, podré seguirte. Yo también señalaré mi camino desde aquí a dondequiera
que vaya. De esa forma, siempre podré encontrar el camino de vuelta.
—No me gusta abandonarte —dijo Dangar.
—Es lo mejor —contestó von Horst—. Tienes una chica esperándote en Sari. A
mí nadie me espera en ningún sitio. No sabemos lo lejos que se encuentra el país de
La-Ja. Es posible que nunca llegásemos hasta él, y también es posible que, aunque
llegásemos, nunca pudiéramos regresar. Es mejor que tú te vayas a Sari.
—Está bien —dijo Dangar—. Te estaré esperando allí. Adiós.
Luego, dándose media vuelta, comenzó a descender por el valle. Von Horst le
observó durante un momento, pensando en las extrañas circunstancias que les habían
reunido a través de quinientos mil años de diferencia entre sus respectivas eras,
pensando en el hecho, más destacable incluso, de lo mucho que habían encontrado en
común sobre lo que construir una sólida amistad. Suspiró y se giró en la dirección en
la que se había marchado La-Ja.
La joven se hallaba a medio camino del bosque, dejándose ir con su barbilla
alzada y sin mirar atrás. Parecía muy pequeña y valiente al perfilarse contra el
espesor del gigantesco bosque. Algo parecido a unas lágrimas nubló
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momentáneamente la mirada del hombre mientras la observaba; luego, partió tras
ella.
Comprendía algo de lo que estaba haciendo, pero no todo. Sabía que era bastante
probable que estuviera siguiendo a aquella muchacha hacia un yermo inexplorado del
que posiblemente ninguno de los dos saldría con vida, y también era consciente de
que estaba alejándose, sin duda para siempre, del único amigo que tenía en aquel
mundo salvaje, de la posibilidad de llegar hasta un país en el que poder vivir con una
relativa seguridad y en el que hacer nuevos amigos. Y todo por una muchacha que le
rechazaba y le hacía constantes desplantes.
Lo que no sabía era que Jason Gridley había decidido permanecer en el mundo
interior y dirigirse hacia Sari para organizar su búsqueda, mientras el resto de los
expedicionarios zarpaba en dirección a la abertura polar y a la corteza exterior. No era
consciente de que posiblemente estuviera arrojando por la borda su única posibilidad
de socorro, aunque, si lo hubiera sabido, es probable que ello no hubiera alterado su
decisión.
Alcanzó a La-Ja justo en el borde de la masa boscosa. Ella había percibido las
pisadas a su espalda y se había girado para ver quién la estaba siguiendo. No pareció
muy sorprendida. De hecho, a von Horst le pareció que nada podía sorprender a La-
Ja.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó.
—Me voy contigo a Lo-har —contestó él.
—Los guerreros de Lo-har probablemente te matarán cuando llegues allí —
profetizó ella, no sin cierta alegría.
—Iré contigo de todas formas —insistió von Horst.
—No te he pedido que me acompañes. Harías mejor en dar media vuelta y
marcharte a Sari con Dangar.
—Escúchame, La-Ja —le rogó—. No puedo dejar que te marches sola sabiendo
los peligros a los que te tendrás que enfrentar, tanto por parte de hombres como de
bestias salvajes. Estoy obligado a acompañarte mientras no tengas a nadie más que lo
haga, así que ¿por qué no somos amigos? ¿Por qué te disgusto tanto? ¿Qué es lo que
te he hecho?
—Si vienes conmigo, tendrá que ser como si fuéramos amigos. Solo amigos, lo
seamos o no —contestó ella ignorando sus dos últimas preguntas—. ¿Lo entiendes?
Solo como amigos.
—Lo entiendo —respondió él—. ¿Acaso te he pedido algo más?
—No —contestó ella de modo brusco.
—Ni lo haré. Mi única preocupación es por tu seguridad. Cuando estés a salvo
entre los tuyos, me marcharé.
—Si ellos no acaban contigo antes de que consigas escapar —le indicó ella.
—¿Por qué iban a querer matarme? —preguntó él.
—Porque eres un extranjero, y nosotros siempre matamos a todos los extranjeros.
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O casi siempre. Así ellos no nos matan a nosotros. Algunas veces, si por cualquier
razón nos agradan, les dejamos vivir. Pero no creo que le gustes a Gaz. Él te matará si
no lo hacen los otros.
—¿Quién es Gaz? ¿Por qué iba a querer matarme?
—Gaz es un gran guerrero, un poderoso cazador. Mató a un ryth él solo, sin
ninguna ayuda.
—Yo no soy un ryth, y todavía no veo el porqué iba a querer matarme —insistió
von Horst.
—Porque no le va a gustar nada enterarse de que hemos estado juntos durante
tantos sueños. Es un hombre muy celoso.
—¿Tiene algún derecho sobre ti? —preguntó von Horst.
—Quería hacerme su compañera antes de que me capturaran los bastios. Si no ha
tomado otra compañera, aún querrá hacerlo. Gaz tiene un temperamento feroz y ha
matado a muchos hombres. Normalmente les mata primero y les pregunta después.
Por ese motivo ha acabado con muchos a los que no debería haber matado si antes se
hubiera preocupado de averiguar que no le querían causar mal alguno.
—¿Y tú deseas unirte a ese individuo? —preguntó von Horst.
La muchacha encogió sus bien formados hombros.
—Debo hacerlo con alguien. Estoy obligada a tener hijos para que Lo-har pueda
tener un jefe cuando mi padre muera. Y La-Ja solo tendrá por compañero a un
hombre poderoso. Gaz lo es.
—Te he preguntado si deseabas unirte a él, La-Ja; si le quieres.
—Yo no quiero a nadie —contestó—, y, además, eso no es asunto tuyo. Siempre
estás preguntando y entrometiéndote en cosas que no te conciernen. Si vas a venir
conmigo, vámonos ya. No llegaremos nunca a Lo-har si seguimos aquí hablando sin
sentido.
—Tendrás que mostrarme el camino —dijo él—. No sé dónde se encuentra Lo-
har.
—¿Dónde está tu país? —le preguntó ella cuando se pusieron en marcha—. Quizá
se encuentre en la misma dirección que Lo-har. Eso te vendría bien, siempre y
cuando, naturalmente, que salgas de Lo-har con vida.
—No sé dónde está —admitió él.
La joven estrechó sus pupilas y le miró con asombro.
—¿Quieres decir que no eres capaz de encontrar el camino hasta tu hogar? —
preguntó ella.
—Exactamente. No tengo ni la menor idea de por dónde empezar a buscar.
—Qué raro —comentó ella—. Jamás había oído nada tan estúpido salvo en
aquellos que tienen algo mal en su cabeza. No saben absolutamente nada de nada. He
conocido a algunos. Se quedaron así a consecuencia de un golpe. Una vez, un
muchacho al que conocía se cayó de un árbol y dio con su cabeza contra el suelo.
Nunca volvió a recuperarse. Se creía un tarag e iba a cuatro patas, gruñendo y
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rugiendo, hasta que un día su padre se cansó de oírle y lo mató.
—¿Me estás comparando con ese muchacho? —preguntó von Horst.
—Nunca te he visto actuar como un tarag —admitió la muchacha—, pero tienes
una manera muy rara de hacer las cosas, y, en muchos aspectos, eres bastante
estúpido.
Von Horst no pudo reprimir una sonrisa que la muchacha percibió, lo que pareció
irritarla.
—¿Crees que hay algo de lo que reírse? —preguntó ella—. ¿Es que no ves las
cosas que haces? ¿Por qué cortas a tantos árboles con tu cuchillo? Solo con eso basta
para darse cuenta de que algo no va bien en tu cabeza.
—Estoy señalando el camino por el que vamos —le explicó él—. Así podré
encontrar el camino de vuelta cuando nos separemos.
—Tal vez tu cabeza no esté tan enferma después de todo —dijo ella pareciendo
ahora más interesada—. Ni siquiera mi padre habría pensado en una cosa así.
—Lo habría hecho si no pudiera encontrar su camino tan fácilmente como lo
hacéis los pellucidaros —le indicó von Horst.
—No siempre lo hacemos con tanta facilidad, salvo cuando nos hallamos en
nuestro propio territorio —le explicó ella—. Si nos dejas en cualquier punto de
Pellucidar, podemos saber la dirección en la que se encuentra nuestro hogar, pero
puede que no seamos capaces de hallar el mismo camino por el que hemos venido.
Con tu método, sí que podríamos hacerlo. Tendré que contárselo a mi padre.
A medida que se iban internando en el bosque, von Horst se sentía cada vez más
impresionado por su atmósfera, extrañamente sombría y oscura. El denso follaje de
las copas de los árboles formaba un techo cerrado sobre sus cabezas que no dejaba
penetrar los rayos del sol. El resultado era un eterno crepúsculo y una temperatura
considerablemente más baja de la que habían experimentado anteriormente. La
combinación de ambos factores impedía el crecimiento de la maleza, de manera que
el espacio situado entre los árboles aparecía cubierto por una capa de hojas muertas.
Las escasas plantas que habían tenido la osadía de crecer en semejantes condiciones
eran insanas y prácticamente incoloras, formas grotescas que no hacían sino aumentar
el melancólico aspecto de aquel repelente bosque.
Desde el momento que habían penetrado en él, el suelo se había ido elevando
continuamente, de forma que constantemente marchaban en un marcado ascenso.
Luego, repentinamente, tras subir una loma, descendieron a una cañada, pero el
bosque continuaba ininterrumpidamente hasta donde podían ver.
Cuando La-Ja atravesó la cañada y comenzó a ascender al otro lado, von Horst la
preguntó por qué no intentaba encontrar un camino más fácil, siguiendo por la cañada
hasta alcanzar el extremo de las colinas.
—Estoy siguiendo la ruta más directa hasta Lo-har —contestó ella.
—¿Y si nos encontramos con un mar? —preguntó él.
—Lo rodearemos, por supuesto —respondió la muchacha—. Pero, siempre que
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sea posible, seguiré en línea recta.
—Espero que no nos encontremos con los Alpes en nuestro camino —señaló a
media voz.
—No sé lo que son los Alpes —dijo La-Ja—, pero nos encontraremos con
muchísimos otros animales.
—Tendrá que haber muchísimos más de los que hemos visto hasta ahora, si
queremos comer algo —comentó von Horst—. Desde que hemos entrado en este
bosque no he visto ni siquiera un pájaro.
—Ya me he dado cuenta —respondió La-Ja—. También he comprobado que no
hay nueces ni frutos, ni ninguna otra cosa comestible. No me gusta este bosque.
Quizá sea el bosque de la muerte.
—¿Qué es el bosque de la muerte?
—Solo he oído hablar de él. Mi gente dice que se encuentra a cierta distancia de
Lo-har. En él vive una raza de horribles seres que no son como ningún otro pueblo.
Es posible que nos hallemos en él.
—Bueno, aún no hemos visto nada que pueda causarnos algún daño —razonó
von Horst.
Habían salido de la cañada y se hallaban en un nivel más alto del terreno. El
bosque parecía todavía más denso de lo que les había parecido anteriormente. Apenas
una tenue y difusa claridad mitigaba la oscuridad.
De repente, La-Ja se detuvo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó en un susurro—. ¿Lo has visto?
—He visto moverse algo, pero no sé lo que era —contestó el hombre—.
Desapareció entre los árboles que hay frente a nosotros, a nuestra derecha. ¿Ha sido
eso lo que has visto?
—Sí, estaba justo allí —indicó—. No me gusta este bosque. No sé por qué, pero
es como si hubiera algo vil, malsano.
Von Horst asintió.
—Parece algo sobrenatural. Me sentiré más a gusto cuando hayamos salido de
aquí.
—¡Allí! —exclamó La-Ja—. ¡Allí está otra vez! Es totalmente blanco. ¿Qué
puede ser?
—No lo sé. Solo lo he podido echar un breve vistazo, pero creo… creo que era
algo humano. Esto está tan oscuro que es difícil discernir los objetos a menos que
estés muy cerca de ellos.
Caminaban en silencio, expectantes. Von Horst notó como la muchacha se
mantenía pegada a él. A menudo, el hombro de ella rozaba su pecho, como si buscara
la seguridad del contacto personal. Ahora se sentía doblemente contento de haber
insistido en acompañarla. Sabía que ella no iba a admitir que se encontraba
aterrorizada, y él ni siquiera se lo sugirió, pero sabía que lo estaba. Por alguna
inexplicable razón —inexplicable para él— se hallaba contento de que lo estuviera.
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Quizá satisfacía su instinto de protección; o quizá la hacía parecer más femenina, y a
von Horst le gustaban las mujeres femeninas.
Apenas habían recorrido una corta distancia desde el lugar en el que habían visto
moverse a la misteriosa criatura entre los árboles, sin volver a percibir ninguna otra
sensación de vida en el bosque, cuando de repente fueron asaltados por una serie de
chillidos, mezclados con lo que parecían ser rugidos y un extraño sonido siseante.
Ambos se detuvieron. La-Ja se acercó más a von Horst. Sintió como temblaba
ligeramente y puso su brazo alrededor de ella en ademán tranquilizador. Los sonidos
se acercaban rápidamente. Los gritos, que sonaban extrañamente humanos, estaban
llenos de terror y desesperación, alzándose en un agudo crescendo de pánico.
Entonces su autor apareció ante su vista: un hombre desnudo, con el rostro
distorsionado por el miedo. ¡Y que hombre! Su piel era de un blanco mortecino, sin
vida ni belleza, y su cabello era también blanco. Dos enormes colmillos se curvaban
hacia abajo desde su mandíbula y los rosados iris de sus ojos rodeaban unas pupilas
de un rojo sanguinolento, haciendo una faz, ya de por sí repelente, aún más
espantosa.
A su espalda, rugiendo y siseando, galopaba un pequeño dinosaurio. No era
mayor que un pony de Shetland, pero su aspecto fácilmente habría infundido pavor
incluso al más bravo de los hombres debido a lo similar que era en todo, salvo en el
tamaño, al poderoso Tiranosaurio Rex, el rey de los tiránicos reptiles del Cretáceo.
Al ver a La-Ja y a von Horst, el dinosaurio viró repentinamente en su dirección y
cayó sobre ellos rugiendo y siseando como una locomotora fuera de control. Se
hallaba tan cerca de donde se encontraban que no hubo tiempo de buscar la seguridad
de ningún árbol. La reacción de von Horst fue la normal e instintiva en un hombre
bien entrenado. Desenfundó su pistola y abrió fuego. A continuación, saltó a un lado,
apartándose del camino de la bestia que embestía hacia ellos y arrastrando a La-Ja
con él.
El dinosaurio, malherido, rugió con rabia, casi abatido. Mientras se tambaleaba
delante de él, el hombre volvió a abrir fuego, situando una pesada bala del 45 bajo su
brazuelo izquierdo. Esta vez la bestia cayó al suelo; pero conocedor de la increíble
tenacidad con que aquellos reptiles se aferraban a la vida, von Horst no quiso
confiarse hasta que el peligro hubiera pasado. Cogiendo a La-Ja de la mano, corrió
velozmente hacia el árbol más próximo, ocultándose detrás de su tronco. Por encima
de ellos, fuera de su alcance, se distinguían las ramas más cercanas, un refugio
perfecto al que no podían llegar. Si las dos balas no habían conseguido detener
permanentemente al dinosaurio, su única esperanza radicaba en que, después de que
se levantara, si no les descubría de una manera inmediata, saliera en su persecución
en una dirección equivocada.
Desde detrás del árbol, von Horst vio como la bestia pateaba la vegetación, como
si intentara ponerse en pie. Pudo apreciar que se hallaba lejos de estar muerta aunque,
sin duda, sí se hallaba malherida. La-Ja se apretó más a él. Ahora podía oír como su
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corazón latía contra su costado. Fueron unos instantes tensos hasta que el dinosaurio
finalmente se irguió. Durante un momento se tambaleó como si estuviera a punto de
volverse a caer; luego se movió lentamente en círculo, con su hocico levantado,
olfateando el aire. De repente avanzó en su dirección, lenta, cautelosamente. Su
aspecto ahora le parecía a von Horst más amenazador que cuando había cargado
enloquecidamente. Daba la impresión de ser una fría, calculadora y eficiente máquina
de destrucción, un instrumento viviente de venganza, que exigiría un ojo por ojo y
que no entregaría su vida hasta haber obtenido su venganza. Avanzaba directamente
hacia el árbol en que se hallaban escondidos. No era posible saber si había
conseguido descubrir la pequeña porción de la cabeza de von Horst que sobresalía del
tronco del árbol, pero con toda seguridad se aproximaba hacia ellos, ya fuera guiado
por la vista o por el olfato.
Era un momento difícil para von Horst. Por un momento permaneció indeciso
sobre lo qué hacer a continuación. Finalmente se decidió.
—La bestia se está acercando —susurró a La-Ja, acercándose más a ella—. Corre
hasta el árbol que está a nuestra espalda, manteniendo siempre el árbol entre la bestia
y tú para que no pueda verte; luego sigue de un árbol a otro hasta que estés a salvo.
Cuando haya acabado con ella, te llamaré.
—¿Y qué vas a hacer tú? ¿Vendrás conmigo?
—Esperaré aquí hasta que me asegure de que ha muerto —contestó él—. Le
dispararé unas cuantas veces más si es necesario.
—No —respondió ella, moviendo su cabeza negativamente.
—¡Aprisa! —le urgió él—. Está muy cerca y nos está buscando.
—Me quedo aquí contigo —dijo La-Ja con determinación.
Por su tono de voz supo que no había nada que hacer. A causa de su experiencia
anterior, ya conocía bastante bien a La-Ja. Con un encogimiento de hombros, desistió
de seguir discutiendo; luego volvió a mirar en dirección al dinosaurio, que ya se
encontraba a pocos pasos de ellos.
De repente saltó de detrás del árbol y comenzó a correr paralelamente a la bestia.
Su acción fue tan rápida que sorprendió a La-Ja. Pero no al dinosaurio. Este hizo
exactamente lo que von Horst había esperado que hiciera. Con un bramido de rabia,
partió en su persecución. De esa forma lo alejaba de la muchacha. Conseguido esto,
se giró e hizo frente al monstruo. De pie sobre el suelo, hizo fuego rápidamente con
su revólver, dirigiendo sus balas al amplio pecho de la criatura. A pesar de ello, esta
seguía acercándose.
Von Horst vació su arma. El dinosaurio estaba prácticamente encima. Vio a La-Ja
corriendo rápidamente hacia él, como si intentara desviar la carga del enfurecido
reptil con su lanza, diminuta en comparación con aquel monstruo. Von Horst intentó
echarse a un lado para apartarse del camino de la bestia que embestía contra él, pero
ya estaba demasiado cerca. La criatura se levantó sobre las patas traseras y le golpeó
en la cabeza con una de sus garras delanteras, haciéndole caer inconsciente al suelo.
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Capítulo IX
Las cavernas de los huesos
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difícilmente se encuentran en los bosques, al menos no en bosques como este.
Von Horst dejó escapar un leve silbido al intentar visualizar a un reptil de casi
cincuenta pies de longitud capaz de comerse a un enorme bos, el antepasado de los
modernos toros, o a un gigantesco mamut.
—Sí —dijo von Horst para sí mismo—, me imagino que echaría a correr hacia
Junior en vez de hacia su papá. Dime, La-Ja, ¿qué ha sido de ese hombre-cosa al que
perseguía el zarith?
—Siguió corriendo. Le vi mirar hacia atrás cuando hiciste esos fuertes ruidos con
esa cosa a la que llamas piztola, pero no se detuvo. Creo que debió haber dado media
vuelta y tratar de ayudarte, pero supongo que debió pensar que estabas mal de la
cabeza para no echar a correr. Se necesita ser un hombre muy valiente para no huir de
un zarith.
—No había ningún sitio adónde huir. Si lo hubiera habido, todavía estaría
corriendo.
—No lo creo —dijo La-Ja—. Gaz habría corrido, pero tú no.
—¿Ya te caigo un poco mejor, La-Ja? —preguntó.
Von Horst ansiaba hacer amigos, aún cuando se tratase de la amistad de aquella
salvaje hija de la edad de piedra.
—No —respondió La-Ja categóricamente—. No me gustas nada, pero reconozco
a un hombre valiente cuando lo veo.
—¿Por qué no te caigo bien, La-Ja? —preguntó con cierta tristeza—. A mí tú me
gustas. Me gustas… mucho.
Vaciló al decir aquello. ¿Cuánto le gustaba ella?
—No me caes bien, primero, porque estás mal de la cabeza; segundo, porque no
eres de mi tribu; y tercero, porque siempre quieres darme órdenes, como si te
perteneciera.
—Seguro que mi cabeza ahora no está muy bien —admitió él—, pero eso no
afecta ni a mi buena disposición ni a mis otras cualidades genuinas. Y no puedo evitar
el no ser miembro de tu tribu. Eso no puedes echármelo en cara. El no haber nacido
en Pellucidar se debe tan solo a un error de mi padre y de mi madre, y, por cierto,
tampoco puedes culparles de ello, especialmente si tienes en cuenta que jamás oyeron
hablar de este sitio. En lo que se refiere a darte órdenes, La-Ja, nunca lo hago si no es
por tu propio bien.
—Tampoco me gusta la forma en que hablas a veces, con esa risa que no se oye
detrás de tus palabras. Sé que te estás riendo de mí. Te ríes porque crees que ese
mundo del que vienes es mucho mejor que Pellucidar, que su gente es más
inteligente.
—¿No crees que podrías aprender algo fijándote en mí? —preguntó von Horst,
ahora muy serio.
—No —respondió ella—. Estarás muerto antes de que tenga tiempo de hacerlo.
—Supongo que te refieres a Gaz —inquirió él.
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—A Gaz o a cualquier otro miembro de mi tribu. ¿Crees que puedes levantarte?
—Estoy muy cómodo —dijo él—. Nunca he tenido una almohada mejor.
La muchacha le apartó la cabeza, bastante gentilmente, y la dejó caer al suelo.
Luego se levantó.
—Siempre te ríes de mí con tus palabras —dijo.
Él se puso en pie.
—Me río contigo, La-Ja. Nunca de ti —respondió él.
La joven le miró fijamente, como si estuviera reflexionando en sus palabras. Von
Horst estaba seguro de que intentaba deducir algún doble sentido desfavorable de
ellas; pero, finalmente, la muchacha no hizo comentario alguno.
—¿Crees que puedes andar? —fue todo lo que dijo.
—No me siento capaz de bailar una zarabanda —contestó él—, pero creo que
puedo caminar. Vámonos; muéstrame el camino hacia Lo-har y el alegre Gaz.
Continuaron su viaje, adentrándose cada vez más en el sombrío bosque, hablando
pocas veces mientras ascendían trabajosamente las pesadas cuestas que
constantemente tenían que afrontar. Finalmente, llegaron ante un escarpado risco que
interrumpió definitivamente su avance en línea recta. La-Ja se giró a la izquierda y
empezó a rodear su base. Como la muchacha no vaciló en hacerlo, ni tampoco
pareció mostrar la menor duda, von Horst la preguntó por qué se giraba a la izquierda
en lugar de hacerlo a la derecha.
—¿Cómo sabes cuál es el camino más corto cuando no puedes ir en línea recta?
—le preguntó.
—No lo sé —admitió ella—, pero cuando uno no lo sabe y no puede
consultárselo a su cabeza, es mejor que gire a la izquierda y siga lo que le dice su
corazón.
Von Horst asintió en señal de comprensión.
—No es mala ida —dijo—. Al menos le salva a uno de mayores especulaciones.
Von Horst miró hacia la pared del risco, calculando a ojo su altura aproximada.
Vio que los enormes árboles del bosque seguían creciendo hasta su mismo borde,
indicando que todavía se extendían mucho más allá. Y también vio algo más: una
fugaz visión de algo que se movía; pero estuvo seguro de haberlo reconocido.
—Nos están observando —dijo.
La-Ja miró hacia lo alto.
—¿Has visto algo? —preguntó.
Von Horst asintió.
—Me ha parecido nuestro amigo del pelo blanco, u otro igual que él.
—No era nuestro amigo —objetó la literal La-Ja.
—Me estaba riendo con palabras, como tú dices —explicó él.
—Me gusta que lo hagas —dijo ella.
El hombre la miró sorprendido.
—Me parece muy bien, pero ¿por qué ahora dices que te gusta?
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—Porque me gusta que un hombre se ría ante el peligro —contestó ella.
—Ya; muy lista. ¿En serio crees que ese individuo es peligroso? No me lo parecía
mucho cuando le vimos correr en el bosque perseguido por el zarith.
Ella frunció el ceño y le miró con una expresión de desconcierto.
—Algunas veces pareces bastante normal —dijo—, pero luego dices cosas que
me hacen pensar que tu cabeza no está bien.
Von Horst se echó a reír.
—Me parece que el sentido del humor del siglo veinte no es muy adecuado para
el Pleistoceno.
—¡Ya estás otra vez! —estalló ella—. Ni siquiera mi padre, pese a ser muy sabio,
sabría la mitad de las veces lo que estás diciendo.
Se estaban moviendo alrededor de la base del risco, manteniéndose
constantemente alerta ante cualquier posible señal de que estuvieran siendo seguidos
u observados.
—¿Qué te hace pensar que ese hombre de pelo blanco es peligroso? —preguntó
von Horst.
—Él solo puede que no sea peligroso. Pero donde hay uno, tiene que haber toda
una tribu, y cualquier tribu extraña es peligrosa. Nos hallamos en su territorio.
Conocen los sitios en los que pueden caer con más facilidad sobre nosotros y acabar
con nuestras vidas. No sabemos qué es lo que hay más allá de nuestra vista. Si este es
el bosque de la muerte, la gente que aquí habita es peligrosa porque no son como los
demás hombres. He oído lo que se cuenta de ellos. Nadie de mi pueblo, que aún se
halle con vida, ha estado aquí jamás; pero las historias que pasan de padres a hijos
cuentan extrañas cosas que han ocurrido en este bosque. Mi pueblo es un pueblo
valiente, pero nadie se introduciría en este sitio. Hay cosas en Pellucidar a las que los
guerreros no pueden enfrentarse con sus armas. Es sabido que tales cosas existen en
el bosque de la muerte. Si de verdad nos hallamos en él, no viviremos para llegar a
Lo-har.
—¡Pobre Gaz! —exclamó von Horst.
—¿Qué quieres decir?
—Que lo siento por él. Se va a perder el placer de matarme y el de tomarte como
su compañera.
La muchacha le miró disgustada y luego permaneció en silencio. Ambos se
mantenían atentos ante cualquier señal de los posibles perseguidores que estaban
convencidos que les seguían, pero ningún sonido rompía el mortal silencio que
reinaba en el bosque ni tampoco veían nada que confirmara sus sospechas.
Finalmente, decidieron que cualquier cosa que fuese lo que habían visto en la cima
del risco, se había marchado y ya no les molestaría.
Llegaron ante la boca de una caverna situada en el risco y, dado que no habían
dormido desde hacía bastante tiempo, von Horst sugirió que entrasen en ella a
descansar. La cabeza aún le dolía y sentía la necesidad de dormir. La entrada a la
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caverna no era muy grande, lo que hizo que von Horst tuviera que ponerse de rodillas
para poder inspeccionarla. Movió un poco su lanza por delante de él, tanteando con
ella para asegurarse de que no había ningún animal en su interior, así como para
averiguar si era lo bastante amplia como para alojarlos.
Tras comprobar ambas cuestiones se introdujo en la caverna, siendo seguido al
instante por La-Ja. Un rápido examen les indicó que la cueva se internaba en el risco,
pero dado que únicamente estaban interesados en el espacio necesario para dormir, se
tendieron junto a la entrada. Von Horst situó su cabeza cerca de la abertura, con su
lanza preparada para arrojarla contra cualquier intruso que pudiera despertarles. La-Ja
se tendió a unos cuantos pies de él, más hacia el interior de la caverna. La cueva era
oscura y tranquila. Un suave soplo de aire fresco les llegaba desde su entrada,
disipando la humedad y el olor a cerrado que von Horst habría esperado encontrar en
cualquier cueva. Al poco rato se durmieron.
Cuando von Horst se despertó, descubrió que ya no le dolía la cabeza y que se
sentía mucho más descansado. Volviéndose sobre su espalda, se estiró y bostezó.
—¿Estás despierto? —le preguntó La-Ja.
—Sí. ¿Has descansado bien?
—Perfectamente. Me acabo de despertar.
—¿Hambrienta?
—Sí, y también sedienta —admitió la muchacha.
—Entonces, pongámonos en marcha —sugirió él—. Parece que tendremos que
salir de este bosque si queremos encontrar algo de comer.
—De acuerdo —dijo ella—. ¿Pero por qué está tan oscuro ahí afuera?
Von Horst se puso de rodillas y miró hacia la entrada de la caverna. No se veía
nada. Ni siquiera era capaz de distinguir la penumbra del bosque. Se le ocurrió que,
tal vez, mientras dormía, se hubiera dado la vuelta y se encontrase ahora mirando en
una dirección equivocada. Pero daba igual la dirección en que mirase: siempre
contemplaba la misma e impenetrable negrura. Comenzó a arrastrarse hacia delante,
tanteando con sus manos. Al llegar donde creía que se encontraba la entrada,
descubrió la redondeada superficie de una gran roca. Al palpar sus bordes, encontró
tierra suelta.
—Han bloqueado la entrada, La-Ja —dijo.
—¿Pero cómo han podido hacerlo sin despertarnos? —preguntó ella.
—No lo sé —admitió él—, pero de alguna forma han conseguido tapar la boca de
la cueva con una roca y con tierra suelta. Ni siquiera penetra la brisa que había
cuando entramos en ella.
Intentó empujar la roca, pero no consiguió moverla. Entonces comenzó a escarbar
la tierra suelta, pero la que sacaba se veía reemplazada por la que caía del exterior.
La-Ja se situó a su lado y ejercieron toda su fuerza en un intento por desplazar la
roca, pero sin lograr nada positivo.
—Estamos atrapados como ratas —señaló von Horst con profundo disgusto.
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—Y con nuestra provisión de aire cortada, nos asfixiaremos si no encontramos
una manera de salir de aquí.
—Tiene que haber otra salida —dijo von Horst.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó la muchacha.
—¿No recuerdas que cuando entramos había una corriente de aire procedente del
exterior? —le preguntó él.
—Sí, es cierto; la había.
—Bien, si había una corriente de aire desde la entrada, tiene que existir otra
abertura, y si logramos encontrar esa abertura, quizá también consigamos salir de
aquí.
—¿Crees que han sido el hombre del pelo blanco y su pueblo los que han
bloqueado la entrada? —preguntó La-Ja.
—Creo que sí —contestó von Horst—. Tienen que haber sido hombres de alguna
especie. Ningún animal lo habría hecho sin hacer algún ruido que nos despertara, y,
lógicamente, está fuera de toda duda que haya sido un movimiento de tierra.
—Me pregunto por qué lo han hecho —musitó la muchacha.
—Probablemente porque es una forma fácil y segura de acabar con los
extranjeros que penetran en su territorio —sugirió von Horst.
—Dejándolos morir de hambre o de asfixia —dijo la muchacha apesadumbrada
—. Solo unos cobardes harían algo así.
—Seguro que Gaz nunca habría hecho nada parecido —dijo von Horst.
—¿Gaz? Gaz ha acabado con muchos hombres con las manos desnudas. Algunas
veces ha llegado a morder la gran vena que hay en su cuello, haciéndoles desangrarse
hasta morir. Y en una ocasión retorció la cabeza de un hombre hasta romper su
cuello.
—¡Vaya juegos a los que se dedica el muchacho!
—Gaz nunca juega. Le gusta matar; ese es su juego.
—Bien, si voy a tener que enfrentarme a él, tendré que salir de aquí. Vamos a
explorar la cueva, a ver si podemos encontrar otra salida. No te separes de mí.
Von Horst se levantó lentamente para comprobar la altura de la caverna y
averiguar si podía permanecer de pie. Luego tanteó con sus manos por detrás de él
hasta tocar una pared. Empezó a moverse muy despacio, comprobando el suelo con
sus pies antes de dar un paso. No había avanzado mucho cuando notó lo que parecían
ser pequeñas ramas y hojas secas bajo sus pies. Se detuvo y las tocó. En efecto, se
trataba de ramas y de hojas secas, todavía unidas, y de largas y gruesas hierbas. El
suelo de la caverna estaba completamente cubierto de ellas.
—Debe de haber sido el sitio donde dormía algún animal, o tal vez hombres —
sugirió—. Me gustaría disponer de una luz. No me agrada tener que ir a ciegas con
esta oscuridad.
—Yo tengo mis piedras de fuego —dijo La-Ja—. Si tuviéramos algo que hiciera
de yesca, podría encender un manojo de esas hierbas.
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—Creo que puedo conseguirte algo —dijo von Horst.
Se detuvo y despejó una parte del suelo. Luego recogió un puñado de hojas secas
y las pulverizó con las palmas de sus manos, haciendo un pequeño montón sobre el
suelo.
—Inténtalo ahora, aquí —dijo guiando su mano hasta el montón de yesca.
La-Ja se arrodilló a su lado y entrechocó sus piedras de fuego sobre el pequeño
montón, que empezó a humear. Luego se inclinó sobre él y sopló suavemente. De
inmediato apareció una llama. Von Horst ya estaba preparado con un manojo de
hierbas que había recogido con tal propósito, y, un momento después, sostenía en su
mano una humeante antorcha.
A la luz de la antorcha miraron a su alrededor. Se hallaban en una amplia cámara
formada al ensancharse la caverna. El suelo estaba cubierto de pequeñas ramas y
hierbas, entre las cuales se veían huesos roídos. Si aquello era el refugio de bestias o
de hombres, von Horst no hubiera sido capaz de decirlo, si bien, por la presencia de
toscos lechos, se inclinaba por esto último. No obstante, allí no había ningún rastro de
vestimentas desechadas, ni de armas rotas o descartadas. Tampoco se veía ningún
tipo de herramientas o recipientes. Si aquel lugar había sido habitado por hombres,
tenían que haberse hallado en un nivel muy bajo.
Antes de que se consumiese su antorcha, reunieron más hierbas secas hasta hacer
acopio de una cierta cantidad. Así aprovisionados, con la seguridad de disponer de
luz durante un tiempo considerable, avanzaron por la amplia cámara hasta llegar a un
estrecho corredor que se adentraba y se retorcía hacia el corazón del risco. De repente
salieron a otra cámara, aún más grande que la anterior. También mostraba evidencias
de haber sido habitada, solo que esta vez los restos eran de una naturaleza más
macabra. El suelo estaba sembrado con los cráneos y los huesos de seres humanos.
Un fétido olor a carne podrida impregnaba la atmósfera de aquel osario subterráneo.
—Salgamos de aquí —dijo von Horst.
—Hay tres aberturas junto a la que hemos entrado —dijo La-Ja—. ¿Por cuál de
ellas salimos?
Von Horst movió la cabeza en señal de duda.
—Tendremos que probar con las tres —dijo—. Comenzaremos por la que está a
nuestra derecha. Supongo que es tan buena una como otra. Podríamos decidirnos por
cualquiera.
Al aproximarse a la abertura, casi se vieron abrumados por el hedor que emanaba
de su interior. Sin embargo, von Horst estaba decidido a investigar cualquier posible
vía de escape, así que se introdujo en ella, saliendo a otra cámara más pequeña. La
visión con la que se toparon sus ojos le hizo detenerse bruscamente. Una docena de
cuerpos humanos se hallaban apilados contra el extremo más alejado de la cámara.
Un simple vistazo le mostró a von Horst que no había ninguna otra salida de la
estancia, por lo que salió apresuradamente de allí.
Una de las otras dos aberturas se hallaba ennegrecida por el humo y el suelo
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frente a la misma mostraba las cenizas y los restos de numerosas hogueras. Su
presencia le sugirió una idea a von Horst. Dirigiéndose hacia la otra abertura, sostuvo
su humeante antorcha frente a ella: el humo ascendía regularmente hacia el techo.
Después se dirigió hacia la que presentaba los restos de las hogueras, y, ahora, el
humo de la antorcha sí se vio bruscamente arrastrado hacia la abertura.
—Esto debe conducir al exterior —dijo—. Debe de servir como chimenea cuando
cocinan sus festines. Simpático grupo, quienesquiera que sean los que habitan estas
cavernas. Creo que prefiero a Gaz. Vamos, intentémoslo por aquí, La-Ja.
El estrecho corredor se elevaba bruscamente. Estaba ennegrecido por el hollín y
la corriente de aire que ascendía por él se hallaba impregnada con el hedor
procedente de las espantosas cámaras de abajo.
—No podemos estar muy lejos de la cima —dijo von Horst—. El risco no parecía
tener más de cincuenta pies de altura, y hemos estado ascendiendo desde que
entramos en la cueva.
—Hay luz adelante —dijo La-Ja.
—¡Sí, es una salida! —exclamó von Horst.
A apenas diez pies de la superficie cruzaron ante las salidas de otros dos
corredores, o quizá de otras cámaras, una a cada lado del pozo por el que estaban
ascendiendo. Pero se hallaban tan concentrados en escapar del pestilente hedor que
les rodeaba que apenas las percibieron. Ni tampoco se dieron cuenta de las figuras
que les acechaban desde su oscuro interior.
La-Ja se encontraba justo detrás de von Horst. Fue ella la primera en percibir el
peligro, pero lo hizo demasiado tarde. Vio como varias manos surgían desde una de
las aberturas en el momento en que von Horst pasaba a través de ellas, agarrándole y
arrastrándole hacia su interior. Lanzó un grito de alarma, pero en el mismo instante se
vio atrapada y arrastrada hacia la otra abertura.
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Capítulo X
Gorbus
V on Horst forcejeó e intentó escapar. Gritó a La-Ja que corriera hacia la salida
que habían divisado por delante de ellos y que intentara huir. No sabía que
también había sido capturada. Le dio la impresión de que una docena de manos se
colgaban de cada uno de sus brazos, y aunque era un hombre fuerte, no logró escapar
ni liberar su brazo lo suficiente como para desenfundar su pistola. Su lanza le había
sido arrebatada en el momento de la captura.
El corredor al que estaba siendo arrastrado descendía en un profundo declive y se
hallaba muy oscuro, por lo que no podía distinguir si eran hombres o bestias los que
le habían apresado. No obstante, a pesar de que no pronunciaban palabra alguna,
estaba seguro de que se trataba de hombres. De pronto, tras una brusca revuelta del
corredor, salieron a una cámara iluminada: una vasta estancia subterránea alumbrada
por numerosas antorchas. Entonces pudo descubrir von Horst la naturaleza de las
criaturas en cuyas manos había caído. Se trataba de la misma raza a la que pertenecía
el hombre al que habían visto huir del zarith. En su mayoría eran hombres, aunque
había unas cuantas mujeres entre ellos y, tal vez, una docena de niños. Todos tenían la
piel blanca, el cabello lechoso y los ojos rojizos y rosados de los albinos, lo cual, en
sí mismo, no era demasiado perturbador. Eran sus rostros, bestiales y brutales, lo que
les hacía parecer tan horribles.
La mayor parte de aquella congregación, que debía estar compuesta por varios
cientos de seres, se hallaba sentada, acuclillada o tendida cerca del muro de la abrupta
cámara circular, dejando un amplio espacio abierto en el centro. Von Horst fue
arrastrado hacia aquel espacio. Luego fue arrojado al suelo, sus manos atadas a la
espalda y sus tobillos fuertemente asegurados.
Mientras se hallaba tendido sobre su costado, observando todo lo que se podía ver
de aquella repulsiva asamblea, su corazón recibió una brusca sacudida. Desde la boca
del corredor opuesto a aquel por el que le habían introducido en la cámara, vio como
arrastraban a La-Ja. La muchacha fue llevada hasta el espacio abierto en el que él se
encontraba y la ataron del mismo modo en que lo habían hecho con él. Los dos
quedaron uno frente al otro. Von Horst intentó sonreír, pero esta vez le faltó valor
para hacerlo. Por lo que había observado de aquellos seres, y lo que suponía de sus
costumbres, no podía atisbar el más mínimo rayo de esperanza de que lograran
escapar de un destino similar al de los lúgubres restos que habían encontrado en las
otras cámaras de la caverna.
—Me parece que va a ser un invierno bastante duro —dijo.
—¿Invierno? ¿Qué es un invierno? —preguntó la muchacha.
—Es una estación del año… Ah, me olvidaba que no sabes lo que es un año.
¿Qué más da? Hablemos de cualquier otra cosa.
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—¿Por qué tenemos que hablar?
—No sé por qué tenemos que hablar, pero quiero hacerlo. Normalmente no soy
una persona muy locuaz, pero en este momento necesito hablar o me volveré loco.
—Entonces ten cuidado con lo que dices —susurró ella—, si es que estás
pensando en alguna forma de escapar de aquí.
—¿Crees que estas cosas pueden entendernos? —preguntó él.
—Sí, podemos entenderos —dijo una de las criaturas que se hallaba cerca de ellos
en un tono sepulcral y profundo.
—Entonces dinos por qué nos habéis capturado. ¿Qué pensáis hacer con
nosotros?
El individuo mostró sus amarillentos dientes en una silenciosa sonrisa.
—¡Pregunta qué vamos a hacer con ellos! —anunció en un tono de voz que ni
siquiera el miembro menos interesado de aquel sepulcro pudo dejar de oír a causa de
su estrépito.
La audiencia se agitó con silencioso regocijo.
—¿Qué que vamos a hacer con ellos? —repitieron varios, para luego estallar en
una algarabía de risas siseantes y carentes de alegría, tan silenciosas como las que
hubieran surgido de una tumba.
—Si quieren saberlo, vamos a mostrárselo ahora —sugirió uno.
—Sí, Torp —repuso otro—. Ahora; muéstraselo ahora.
—No —respondió aquel al que habían llamado Torp, el mismo individuo que se
había dirigido en primer lugar a von Horst—. Ya tenemos muchos y la mayoría de
ellos ya llevan demasiado tiempo aquí.
Se acercó a los prisioneros y, deteniéndose ante ellos, pellizcó su carne, clavando
un sucio dedo entre sus costillas.
Frotándose las manos, se enjugó sus flácidos labios.
—Que algunos de vosotros los cojan y se los lleven a la cámara de arriba. Darles
nueces y frutas y dejarles allí hasta que engorden más.
Cuando terminaba de hablar, otro de aquellos seres penetró en la estancia
procedente de uno de los pasadizos que conducían a la parte superior. Se le veía muy
excitado mientras corría hacia el centro de la caverna.
—¿Qué ocurre, Durg? —preguntó Torp.
—Fui perseguido por un zarith —exclamó Durg—; pero eso no es todo. Un
extraño gilak, que iba acompañado de una mujer, hizo unos ruidos muy fuertes con
un pequeño palo negro y el zarith cayó al suelo y murió. Ese extraño gilak salvó la
vida de Durg, pero no sé por qué lo hizo.
Los hombres que se habían reunido alrededor de von Horst y de La-Ja para
llevarles hasta la cámara en la que iban a ser cebados, les habían quitado las correas
de los tobillos y les arrastraban por los pies en el momento en que Durg acababa su
historia, de modo que este, al pasar a su lado, los vio por primera vez.
—¡Son estos! —exclamó excitadamente—. Este es el gilak que salvó a Durg.
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¿Qué vais a hacer con ellos, Torp?
—Les vamos a engordar —contestó Torp—. Están demasiado delgados.
—Deberías dejar que se marcharan —le urgió Durg—. Ellos salvaron mi vida.
—¿Debería dejarles marchar porque ese hombre es idiota? —inquirió Torp—. Si
hubiera tenido algo de sentido común te habría matado y luego te habría comido.
¡Lleváoslos!
—¡Salvó la vida de un gorbus! —exclamó Durg, dirigiéndose a la tribu—.
¿Deberíamos dejarle morir por eso? Yo digo que les dejemos libres.
—¡Dejad que se vayan! —gritaron algunos; pero eran más los que gruñían que se
les engordase.
Mientras les arrastraban hacia la entrada de la cámara en la que iban a ser
confinados, von Horst vio que Durg encaraba enfurecido a Torp.
—¡Algún día te mataré! —amenazó Durg—. Necesitamos un buen jefe y tú no lo
eres.
—¡Yo soy el jefe! —aulló Torp—. Seré yo el que te mate a ti.
—¿Tú? —inquirió Durg con ironía—. Tú solo eres un asesino de mujeres.
Mataste a siete, pero nunca a ningún hombre. Yo sí maté a cuatro.
—Les envenenarías —dijo Torp con una mueca.
—¡No lo hice! —protestó Durg—. A tres de ellos los maté con un hacha y al otro
lo apuñalé con una daga.
—¿Por la espalda? —preguntó Torp.
—No, no fue por la espalda, asesino de mujeres.
Mientras von Horst era llevado desde la enorme caverna hasta la oscuridad de
otra mucho más reducida, situada cerca de aquella en la que los dos gorbus todavía
discutían, el europeo meditaba sobre lo que había escuchado, no tanto en lo horroroso
de sus palabras, como en el uso por parte de Durg de dos vocablos ingleses: daga y
hacha.
Aquello era suficientemente destacable por sí mismo, y más viniendo de labios
del miembro de una tribu que, aparentemente, se hallaba en un nivel tan bajo de
evolución que ni siquiera tenían armas de ningún tipo. ¿Cómo podía saber Durg lo
que era una daga? ¿Cómo podía haber oído hablar de lo que era un hacha? ¿Y dónde
había aprendido su denominación inglesa? Von Horst no encontraba ninguna
explicación a aquel misterio.
Los gorbus les dejaron en la pequeña cueva sin preocuparse de volver a asegurar
sus tobillos aunque tampoco desataron sus manos. El suelo estaba lleno de hojas y
hierbas y los dos prisioneros se pusieron tan cómodos como pudieron. La luz de las
antorchas de la caverna principal aliviaba la oscuridad de su celda, permitiéndoles
verse vagamente cuando se recostaron sobre la mohosa capa que cubría el suelo.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó La-Ja.
—No se me ocurre que podamos hacer nada —contestó el hombre—. Lo que
parece es que al final nos devorarán cuando estemos un poco más gordos. Bueno, ya
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que se proponen comernos, tendremos que procurar engordar. Siempre es mejor dejar
una buena impresión detrás de nosotros al abandonar este mundo.
—Eso que dices es estúpido —exclamó la muchacha—. Tu cabeza tiene que estar
completamente enferma para pensar en algo tan estúpido.
—Quizás obtusa sea un término más adecuado —sonrió él—. ¿Sabes, La-Ja, lo
que es una lástima?
—¿El qué es una lástima?
—Que no tengas sentido del humor —contestó él—. Nos lo pasaríamos mejor si
lo tuvieras.
—Nunca sé cuando hablas en serio y cuando te estás riendo con palabras —dijo
ella—. Si me dices cuáles de las cosas que dices son graciosas, tal vez pueda reírme
de ellas.
—Vale, tú ganas —dijo el hombre.
—¿Qué es lo que he ganado? —preguntó la muchacha.
—Mis disculpas y mi consideración. Tienes sentido del humor, aunque no lo
sepas.
—Hace un momento dijiste que no sabías qué podíamos hacer —dijo La-Ja—.
¿Tú prefieres escapar o quedarte aquí para que te devoren?
—Por supuesto que prefiero escapar —contestó von Horst—, pero, de momento,
no veo ninguna posibilidad de hacerlo mientras todas esas criaturas se encuentren en
la otra caverna.
—¿Y qué hay de esa cosa a la que llamas piztola? —preguntó La-Ja, no sin cierta
nota de sarcasmo en su voz—. Con ella mataste un zarith. Con mayor facilidad
podrías acabar con esos gorbus. Escaparíamos fácilmente.
—Son demasiados, La-Ja —contestó él—. Si emplease con ellos todas mis
municiones, probablemente no conseguiría matar a los suficientes como para poder
escapar. Además, tengo las manos atadas a la espalda. De todas formas, aunque las
tuviera libres, esperaría hasta el último momento para intentarlo. No tienes por qué
saberlo, pero cuando se acaben todas estas pequeñas cosas brillantes que llevo en el
cinturón, la pistola será inútil y no podré volverla a usar. Por tanto, debo tener mucho
cuidado en no desperdiciarlas inútilmente. A pesar de todo, puedes estar segura de
que antes de dejar que nos devoren a cualquiera de los dos, montaré un buen tiroteo.
Mi única esperanza es que se queden tan sorprendidos y aterrados a causa de los
disparos que caigan unos sobre otros en su intento por escapar.
Cuando terminó de hablar, un gorbus entró en la reducida cueva. Se trataba de
Durg. Portaba una pequeña antorcha con la que iluminó su interior, revelando las
ásperas paredes, la capa de hojas y hierbas y las dos figuras incómodamente tendidas
y maniatadas.
Durg les miró en silencio durante un instante. Luego se agachó a su lado.
—Torp es un obstinado imbécil —dijo con su voz gutural—. Tendría que haberos
dejado en libertad, pero no ha querido hacerlo. Se le ha metido en la cabeza que os
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comeremos y supongo que así será. Creo que es una lástima. Que se sepa, nadie había
salvado antes la vida de un gorbus. Si yo hubiera sido el jefe, os habría dejado
marchar.
—De todas formas, tal vez puedas ayudarnos —sugirió von Horst.
—¿Cómo? —preguntó Durg.
—Mostrándonos cómo escapar.
—No podéis escapar —le aseguró Durg categóricamente.
—Esa gente no permanecerá eternamente en la otra cueva, ¿verdad? —preguntó
el europeo.
—Si se fueran, Torp dejaría aquí a alguien de guardia para asegurarse de que no
os escapáis.
Von Horst reflexionó durante un momento. Finalmente, se dirigió a su grotesco
visitante.
—A ti te gustaría ser jefe, ¿no es así? —le preguntó.
—¡Sssh! —le advirtió Durg—. Nadie debe oírte decir eso. ¿Cómo lo sabes?
—Sé muchas cosas —contestó von Horst en un susurro, con un tono misterioso.
Durg le observó con cierto temor.
—Sabía que no eras como los demás gilaks —dijo—. Tú eres diferente. Quizá
procedes de la otra vida, del otro mundo, de aquel del que los gorbus conservan
algunos retazos de confusos orígenes y de recuerdos casi olvidados. Sí, ahora lo
hemos olvidado, pero, sin embargo, sus insinuaciones no dejan de atormentarnos
constantemente. Dime, ¿quién eres? ¿De dónde vienes?
—Me llamo Von, y vengo del mundo exterior, un mundo muy diferente a este.
—¡Lo sabía! —exclamó Durg—. Tenía que existir otro mundo. Una vez los
gorbus vivieron en él. Era un mundo feliz; pero debido a lo que hicimos nos enviaron
a vivir aquí, a este bosque oscuro, miserable y desgraciado.
—No puede ser —dijo von Horst—. No podéis venir de mi mundo. Allí no existe
nadie parecido a vosotros.
—Allí éramos distintos —dijo Durg—. Todos sentimos que éramos diferentes.
Para algunos los recuerdos son más claros que para otros, aunque nunca lo son del
todo. Tenemos breves retazos, borrosos y confusos, que se desvanecen rápidamente,
antes de que podamos descifrarlos o fijarlos definitivamente en nuestras memorias.
Lo único que vemos con claridad es el rostro de aquellos a quienes matamos; les
vemos a ellos y la manera en que acabamos con su vida, pero no nos vemos a
nosotros mismos como éramos entonces, salvo de una forma confusa. Además, las
visiones son apenas vagas insinuaciones. Pero sabemos que no éramos como ahora
somos aquí. Es exasperante. Nos lleva casi a la locura. Nunca vemos bastante, nunca
recordamos lo suficiente. Yo puedo ver a los tres individuos que maté con mi hacha:
mi padre y mis dos hermanos mayores. Lo hice para conseguir algo que ellos tenían,
pero no sé qué era. Ellos se interponían en mi camino y les maté. Ahora soy un
gorbus desnudo que se alimenta de carne humana. Algunos de los nuestros piensan
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que estamos siendo castigados.
—¿Qué sabes de las hachas? —preguntó von Horst, ahora completamente
interesado en la extraña narración y en sus diversas implicaciones.
—No sé lo que es un hacha, salvo que con ella maté a mi padre y a mis dos
hermanos. Con una daga apuñalé a otro hombre. No sé el porqué. Puedo ver con
mucha claridad sus rasgos distorsionándose por el dolor. Pero todo lo demás lo veo de
forma muy vaga. Tiene unas ropas azules y unos botones brillantes. Ah, ahora se
desvanece… todo excepto su rostro. Me está mirando fijamente. Casi he podido ver
algo… ¡ropas, botones! ¿Quiénes son? Casi lo sé… pero ya se ha desvanecido. ¿Qué
palabras eran esas? ¿Qué palabras acabo de decir? También se han desvanecido.
Siempre es así. Nos vemos atormentados por escenas incompletas que se desvanecen
inmediatamente.
—¿Os ocurre a todos lo mismo? —preguntó von Horst.
—Sí —respondió Durg—. Todos vemos a aquellos a los que hemos asesinado.
Son los únicos recuerdos que podemos retener de una manera permanente.
—¿Sois todos asesinos?
—Sí. Yo era uno de los peores. Las siete mujeres de Torp no son nada. A algunas
las mató mientras le abrazaban enamoradamente; las ahogó o las estranguló. A una la
estranguló con su propio cabello. Siempre se jacta de eso.
—¿Por qué las mató? —preguntó La-Ja.
—Deseaba algo que ellas tenían. Así pasó con todos nosotros. No puedo
imaginarme qué es lo que deseaba cuando maté a mi padre y a mis dos hermanos, ni
tampoco lo que deseaban los demás. Cualquier cosa que fuera no la conseguimos,
porque aquí no tenemos nada. Lo único que siempre ansiamos es comida, y eso lo
tenemos en abundancia. De todas formas, ninguno mataría por comer. No da
satisfacción. Es algo nauseabundo. Comemos, porque si no lo hiciéramos, creemos
que moriríamos e iríamos a un sitio peor que este. Eso nos aterra.
—¿No os proporciona ninguna satisfacción comer? —preguntó von Horst—.
¿Qué os satisface entonces?
—Nada. No existe la felicidad en el bosque de la muerte. Solo hay frío,
desesperación, nausea y terror. Oh, sí; también existe el odio. Nos odiamos unos a
otros. Tal vez sí saquemos alguna satisfacción de ello, pero no mucha. Todos nos
odiamos y no se puede obtener satisfacción haciendo lo mismo que hacen los demás.
Obtuve algo de placer deseando vuestra libertad. Ha sido diferente. Ha sido algo
único. Es la primera satisfacción que he sentido en mi vida. No estoy muy seguro de
lo que es el placer, pero creí reconocer esa sensación como placer, pues mientras la
experimentaba me olvidé del frío, de la desesperación, de la nausea, del temor.
Cualquier cosa que me haga olvidar eso, tiene que ser placer.
—¿Todos sois asesinos? —preguntó La-Ja.
—Todos hemos asesinado algo —contestó Durg—. ¿Veis a esa mujer mayor que
está sentada con el rostro cubierto con las manos? Ella mató la felicidad de dos
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personas. Lo recuerda con bastante claridad. Un hombre y una mujer. Ellos se querían
mucho. Todo lo que querían era que les dejasen solos y les permitieran ser felices. El
hombre que está a su lado mató algo más hermoso que la vida: el amor de su mujer.
Sí, cada uno de nosotros ha matado algo, y yo estoy contento por haber matado
hombres y no la felicidad o el amor.
—Puede que tengas razón —dijo von Horst—. Hay demasiadas personas en el
mundo, pero no hay ni la mitad de amor o de felicidad.
Una repentina conmoción en el exterior interrumpió la conversación. Durg se
levantó de un salto y les abandonó. Al mirar La-Ja y von Horst lo que ocurría, vieron
como otros dos prisioneros eran arrastrados hacia el interior de la caverna.
—Más comida para la despensa —señaló él.
—Y eso que no les gusta comer —dijo La-Ja—. Me pregunto si lo que nos ha
contado Durg es verdad; me refiero a lo de los asesinos y a esa otra vida que recuerda
a medias.
Von Horst movió la cabeza.
—No lo sé, pero si lo fuera, respondería una pregunta que se han estado haciendo
los hombres del mundo exterior durante generaciones.
—Mira —señaló La-Ja—. Traen a los prisioneros hacia aquí.
—Hacia el corral de engorde —comentó von Horst con una mueca.
—Uno es un hombre enorme —dijo La-Ja—. Se necesitan muchos gorbus para
obligarle a avanzar.
—Ese individuo me resulta familiar —dijo von Horst—. El grande no; el otro. De
todas formas, hay demasiados gorbus a su alrededor para poderles ver bien a
cualquiera de los dos.
Los nuevos prisioneros fueron llevados hasta la pequeña caverna y arrojados
bruscamente a su interior, cayendo prácticamente encima de ellos. El individuo más
grande no dejaba de maldecir y de amenazar. El otro gemía y se lamentaba. En la
semioscuridad del interior era imposible distinguir los rasgos de ninguno de los dos.
No parecieron prestar ninguna atención ni a La-Ja ni a von Horst aunque debían
de ser conscientes de su presencia. El europeo estaba convencido de que las fuertes
imprecaciones del mayor de los dos tenían el propósito de impresionarles a ellos, toda
vez que los gorbus ya se habían marchado. Su compañero no parecía ser del tipo de
los que quisieran impresionar a nadie. Era, con toda seguridad, un cobarde que se
hallaba en un estado de puro terror. Prácticamente farfullaba a causa del miedo, al
tiempo que no dejaba de lamentarse del destino que le había llevado hasta el bosque
de la muerte. El otro no le prestaba atención; por el contrario, cada uno de ellos
parecía desentenderse bastante del otro.
Mientras von Horst se entretenía escuchándoles, llegaron varios gorbus
llevándoles frutos y nueces. Uno de ellos portaba una antorcha, cuya luz iluminó el
interior al penetrar en la cueva. A su vacilante luminosidad, los rostros de cada uno de
los prisioneros se desvelaron a los demás.
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—¿Tú? —casi gritó el enorme individuo cuando sus ojos se posaron sobre von
Horst.
Se trataba de Frug; y su compañero era Skruf.
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Capítulo XI
Engordados para la matanza
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sus muñecas. Fue un proceso lento, en parte porque no veía lo que estaba haciendo y
en parte por la limitada movilidad de sus manos; sin embargo, después de lo que le
pareció una eternidad, sintió aflojarse uno de los nudos. La práctica le hizo más hábil,
y, en breve, el segundo nudo se rindió ante su perseverancia. Había varios más, pero
finalmente cayó el último y las manos de La-Ja se vieron libres. De inmediato, ella se
volvió sobre su espalda y él pudo sentir como sus ágiles dedos trataban de averiguar
el secreto de aquellos nudos. Cuando sus manos o sus brazos se rozaban
experimentaba una emoción totalmente nueva en él. Ya había sentido anteriormente
el contacto de su carne, pero en aquellas ocasiones ella había estado furiosa o
resentida, incluso violenta, y no había experimentado ninguna sensación placentera.
Ahora era diferente, pues por primera vez la muchacha estaba contribuyendo a que
ambos obtuvieran su libertad.
—¿Qué estáis haciendo vosotros dos? —preguntó Frug—. Estáis muy callados. Si
pensáis que os vais a comer toda la comida que nos han traído, tengo que advertiros
que es mejor que no lo hagáis. Os mataré si intentáis algo parecido.
—¿Antes o después de romperme el cuello? —preguntó von Horst.
—Antes, por supuesto —exclamó Frug—. No, después. No… ¿Qué más da?
Hablas como un idiota.
—Y después de que me hayas matado y me rompas el cuello, o después de
romperme el cuello y matarme, cualquiera que sea el orden en el que finalmente
decidas proceder, Skruf y tú indudablemente os comeréis toda la comida. ¿Tengo
razón?
—Sí, la tienes —gruñó Frug.
—¿Sabes el motivo por el que nos han traído esa comida? —inquirió von Horst.
—Para que comamos, naturalmente.
—¿Y por qué se iban a preocupar de si comemos o no? —preguntó el europeo—.
¿Acaso tienes la sensación de que se preocupan por nuestra felicidad o nuestro
bienestar?
—¿Entonces por qué nos la han traído? —preguntó Skruf.
—Para que engordemos —le contestó von Horst—. Al parecer les gusta la carne
bien cebada, o quizá debiera decir que les parece menos nauseabunda si está fresca y
bien cebada.
—¿Engordar? ¿Quieren comernos? —se atragantó Skruf.
Frug no hizo ningún comentario, pero von Horst pudo apreciar como redoblaba
sus esfuerzos por librarse de sus ligaduras. Un momento después, La-Ja lograba
desatar el último nudo y von Horst sintió deslizarse las correas por sus muñecas. Se
sentó y cogió un poco de fruta, pasándosela a La-Ja. Luego se volvió hacia Frug.
—Mis manos están libres —dijo—. Voy a desatarte y luego podrás soltar a Skruf.
No vas a matarme. Si lo intentas, acabaré contigo. Todavía tengo el arma con la que
Skruf me vio matar a muchas bestias y con la que tú me viste acabar con tus
guerreros. Te voy a liberar por dos razones. Una es para que puedas comer. La otra
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razón no es muy convincente, a no ser que tengas más cerebro del que te he supuesto.
Siempre espero lo mejor de la gente, pero esta vez soy algo escéptico.
—Tengo el cerebro suficiente —gruñó Frug—. ¿Cuál es la otra razón por la que
quieres liberarnos?
—Estamos todos metidos en el mismo lío —le recordó von Horst—. Si no
conseguimos escapar de aquí, nos matarán y nos devorarán. Trabajando en común,
existe la posibilidad de que podamos huir. Si perdemos el tiempo intentando matarnos
unos a otros, o intentando evitar que nos matemos, ninguno de nosotros saldrá vivo
de aquí. Ahora, ¿qué pensáis hacer tú y Skruf? Tú eliges. Yo voy a desatarte en
cualquier caso, pero te mataré antes de que puedas ponerme las manos encima, si es
que decides intentarlo.
Frug parecía indeciso.
—He jurado darte muerte —dijo—. Tú me metiste en este problema. Si no
hubieras escapado de Basti, yo no estaría aquí. Fue mientras os estábamos siguiendo
cuando fuimos capturados. Tú mataste a muchos de mis guerreros. Tú liberaste a
todos nuestros esclavos; y ahora me pides que no acabe contigo.
Von Horst se encogió de hombros.
—Estás confundiendo los hechos, Frug —dijo—. No te estoy pidiendo que no
acabes conmigo. Te estoy pidiendo que no me hagas matarte. Mientras yo tenga esta
arma, tienes pocas posibilidades de matarme; o mejor dicho, no tienes ninguna.
—Prométeselo, Frug —suplicó Skruf—. Él tiene razón. No conseguiremos
escapar de aquí si nos peleamos entre nosotros. Al menos tú y yo no lo haremos,
porque puede matarnos a ambos. Le he visto matar con ese pequeño palo negro. No
necesita acercarse a las cosas que quiere matar.
—De acuerdo —convino finalmente Frug—. No intentaremos matarnos unos a
otros hasta que hayamos escapado de esta gente.
Von Horst se acercó al jefe de los bastios y le desató las manos. Luego Frug liberó
a Skruf, y después, todos, salvo este último, se pusieron a comer. Skruf se sentó
aparte, con el rostro completamente apartado de la comida.
—¿Por qué no comes? —le preguntó Frug.
—¿Para engordar? —repuso Skruf—. Si ese es vuestro propósito, podéis
engordar para que os devoren, pero yo me quedaré tan flaco que a nadie le apetecerá
comerme.
El tiempo pasó, como así debe ocurrir incluso en un mundo donde no existe la
noción del tiempo. Todos comieron y durmieron, si bien von Horst y La-Ja nunca lo
hacían al mismo tiempo, ya que Frug y Skruf habían mostrado demasiado interés en
la pistola. Cuando von Horst dormía, La-Ja vigilaba. Durg se acercó en alguna
ocasión a hablar con ellos. Siempre parecía amistoso, aunque nunca les
proporcionaba ninguna esperanza de pudieran escapar del destino que Torp había
decretado para ellos.
Von Horst se preguntaba a menudo de dónde procedían las nueces y los frutos con
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que les alimentaban, ya que no había visto ningún rastro de ellas en el lúgubre bosque
que La-Ja y él habían atravesado. Tenía la teoría de que tal vez el final del bosque no
se hallase muy lejos y deseaba averiguarlo. De ninguna manera iba a renunciar a la
posibilidad de escapar. Cuando le preguntó a Durg de dónde obtenían los gorbus la
fruta que les proporcionaban, este le explicó que crecía no muy lejos de allí, cerca del
final del bosque de la muerte. Aquello era lo que ansiaba oír von Horst. También
averiguó la dirección de la que venían cuando recogían la fruta. Pero cuando intentó
persuadir a Durg de que les ayudara en su intento de fuga, se encontró con una
rotunda negativa, por lo que desistió de hacer nuevos comentarios, aunque teniendo
mucho cuidado de dar a Durg la impresión de que había abandonado totalmente la
idea.
Las nutritivas nueces y la falta de ejercicio pronto se tradujeron en capas de grasa.
Únicamente Skruf se mantenía notablemente delgado, rehusando firmemente a comer
más de lo necesario para mantenerse con vida. Frug engordó mucho más que von
Horst o La-Ja. Skruf llamó su atención hacia aquel hecho.
—Serás el primero al que se coman —profetizó—. Estás demasiado gordo.
—¿Tú crees? —preguntó el jefe, palpando con preocupación la capa de grasa que
rodeaba su cintura.
—Creo que deberíamos intentar escapar —le dijo a von Horst.
—Estoy aguardando a que los gorbus se vayan de ahí —replicó el europeo—,
pero tan solo unos cuantos lo hacen al mismo tiempo.
—Ahora hay muchos de ellos dormidos —señaló La-Ja—. Han apagado la
mayoría de las antorchas.
—Tienes razón —dijo von Horst mirando hacia la otra cámara—. Nunca había
visto dormirse a tantos a la vez.
—Me parece que han estado comiendo —dijo La-Ja—. Han estado saliendo en
pequeños grupos desde la última vez que dormí. Quizá sea por eso por lo que están
soñolientos.
—Se están apagando más antorchas —susurró von Horst—. Ahora tan solo arden
unas cuantas.
—Y los gorbus que quedan están empezando a dar cabezadas —comentó La-Ja,
que no podía ocultar su excitación—. Si se duermen todos, podemos escapar.
Pero no todos dormían. Uno de ellos aún permanecía despierto, cuidando de que
su antorcha no se apagara. Se trataba de Torp. Finalmente se levantó y se acercó a la
cueva en que se hallaban confinados los prisioneros. Al ver que se acercaba se
tendieron en el suelo, de manera que siguiese permaneciendo oculto el hecho de que
sus manos estaban libres, como habían hecho anteriormente cada vez que un gorbus
penetraba en la caverna. Torp se introdujo en su celda portando su antorcha y les miró
a todos con detenimiento; luego, golpeó a Skruf con el pie.
—No perderemos más tiempo contigo esperando a que engordes —gruñó—. Te
mataremos al despertar y así no tendremos que alimentarte más.
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—Matad primero a los otros —gimió Skruf—. Están mucho más gordos que yo.
Si me das otra oportunidad, engordaré todo lo que quieras.
—Os mataremos a todos al mismo tiempo —dijo entre bostezos; luego se dio
media vuelta, disponiéndose a salir de la cueva.
Von Horst miró hacia el exterior y vio que todas las antorchas de la caverna se
habían extinguido. El lugar yacía envuelto en una completa oscuridad. Entonces se
levantó silenciosamente, desenfundando su pistola mientras lo hacía. Levantando el
arma, golpeó fuertemente con ella a Torp en el cráneo. Sin pronunciar un solo
gemido, el individuo cayó pesadamente al suelo. Von Horst recogió su antorcha.
—¡Vamos! —susurró.
En silencio, los cuatro cruzaron la enorme caverna dirigiéndose hacia una de las
salidas. Luego ascendieron por el inclinado pozo hasta el corredor que conducía al
mundo exterior. Cuando salieron del lúgubre recinto de la caverna, incluso el sombrío
y oscuro bosque les pareció luminoso y acogedor.
Von Horst no sabía durante cuánto tiempo habían estado apresados, pero, sin
duda, debía haber sido mucho. Habían dormido tantas veces que habían perdido la
cuenta. Todos ellos, salvo Skruf, habían ganado mucho peso, lo que indicaba la larga
duración de su encarcelamiento. Avanzaron con rapidez en la dirección en que
pensaban que se encontraba el margen más cercano del bosque de la muerte, pues
estaban decididos a poner la mayor distancia posible entre ellos y las cavernas de los
gorbus antes de que estos descubriesen su fuga.
Cuando se hallan en buena forma, los pellucidaros son capaces de mantener un
vivo ritmo durante grandes distancias; pero en aquella ocasión no pasó mucho tiempo
antes de que todos, excepto Skruf, estuvieran jadeando de cansancio, una prueba más
del largo tiempo que habían pasado confinados. Por fin se vieron obligados a reducir
su marcha a un paso más normal.
—¿Cuándo vamos a empezar a intentar matarnos el uno al otro, Frug? —preguntó
von Horst—. La tregua era solo hasta que escapásemos y ya lo hemos hecho.
Frug observó la pistola a su costado y se mesó la barba pensativamente.
—Esperaremos hasta que hayamos salido del bosque y nos hayamos separado —
sugirió—. Después, si volvemos a encontrarnos, te mataré.
—Por tu bien, espero que no nos volvamos a ver —sonrió von Horst—. ¿Pero qué
seguridad tengo de que, mientras tanto, Skruf y tú mantendréis el acuerdo? La
verdad, no tengo motivos para confiar en Skruf.
—Nadie puede confiar en Skruf —repuso Frug—. Pero tienes mi palabra de que
no intentaré mataros a ninguno de los dos hasta después de que nos hayamos
separado, y también prometo a Skruf que le mataré si lo hace.
Von Horst tuvo que conformarse con aquel vago entendimiento. No obstante, sí
sentía cierta confianza en la palabra de Frug, ya que la misma naturaleza de aquel
hombre parecía excluir cualquier posibilidad de duplicidad por su parte. Era salvaje y
brutal, pero también simple y directo. Si Frug quisiera matarle, se subiría al tejado de
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una casa y lo proclamaría a los cuatro vientos. No era de los que se arrastraban para
apuñalarte por la espalda. Ese era más el estilo de Skruf.
Y así siguieron avanzando hasta que, por fin, mucho antes de lo que habían
esperado, el bosque empezó a menguar, el tipo de árboles fue variando y salieron a lo
que les pareció un mundo distinto. De nuevo el eterno sol de mediodía caía sobre la
exuberante vegetación que crecía entre los troncos de una selva abierta. Las flores se
abrían y los pájaros cantaban. En breve se apareció ante ellos una abierta llanura, al
otro lado del terreno selvático, en la que se detuvieron. No habían observado ninguna
señal de persecución y los pellucidaros estaban convencidos de que los gorbus jamás
se aventurarían fuera de su sombrío bosque saliendo a la luz del sol.
—No nos seguirán hasta aquí —dijo Frug—. Ningún hombre ha visto jamás a un
gorbus fuera del bosque de la muerte.
—Entonces busquemos un sitio para dormir —sugirió von Horst—. Necesitamos
descansar. Después podremos continuar hasta que decidamos separarnos.
—¿Qué camino seguiréis? —preguntó Frug.
Von Horst miró interrogativamente a La-Ja.
—¿Hacia dónde? —preguntó.
La muchacha indicó un punto más allá de la llanura.
—Yo también iré en esa dirección —dijo von Horst.
—Nosotros iremos hacia allí —dijo Frug señalando hacia su izquierda—.
Bordearemos el bosque hasta rodearlo. Nunca volveré a entrar en él.
—Entonces, cuando nos despertemos, nos separaremos —dijo von Horst.
—Sí —repuso Frug—. Espero que no tardemos mucho en volver a encontrarnos.
Así podré acabar con tu vida.
—Cuando se os mete una idea en esa cabeza dura que tenéis, no la soltáis —
comentó von Horst con una mueca.
—Buscaremos un sitio en el que dormir —anunció el bastio—. Puede que haya
alguna cueva en este risco.
Encontraron un lugar por el que descender del escarpado risco en el que se
encontraban. En una repisa natural, descubrieron un saliente bajo el cual la erosión
había horadado un amplio nicho en el que una docena de hombres se hubiera podido
cobijar perfectamente del calor de los rayos del sol.
—Mejor que duermas tú primero, La-Ja —dijo von Horst—. Yo vigilaré.
—No tengo sueño —contestó la muchacha—. Duerme tú. Yo lo haré después.
Fue en la roca desnuda sobre lo que se tendió von Horst, algo que tal vez algún
distante antepasado hubiera encontrado cómodo como lecho, pero que se hallaba
demasiado alejado de los somieres y de los colchones de plumas que el europeo había
conocido. Sin embargo, se había desprendido tan completamente de los últimos
vestigios de civilización, había revertido con tanta rapidez a aquel estado primitivo,
que pareció sentirse bastante satisfecho con la roca desnuda. Un momento después se
había dormido.
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Cuando se despertó se hallaba tan fresco y descansado que tuvo la sensación de
haber dormido durante mucho tiempo. Se estiró perezosamente antes de darse la
vuelta para saludar a La-Ja y ver si se habían despertado los demás. Al hacerlo,
descubrió que estaba solo. Frug y Skruf se habían marchado y La-Ja también.
Avanzó desde la cavidad hasta el borde de la cornisa y recorrió con su mirada
toda la llanura, de izquierda a derecha. No había nadie a la vista. Al principio pensó
que La-Ja había huido de su lado, pero luego se le ocurrió que tal vez la hubieran
secuestrado. Sintió como la ira y el resentimiento crecían en su pecho ante la
duplicidad del jefe de los bastios en cuya palabra había confiado. Entonces,
repentinamente, surgió en su mente una nueva idea. Al fin y al cabo, ¿había roto Frug
su juramento? Únicamente había prometido que no la mataría, pero no se había
referido a la posibilidad de secuestrarla.
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Capítulo XII
Los hombres mamut
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tener amigos. Ansiaba volver a sentir el calor de una mano amiga, ansiaba volver a
ver la luz de una sonrisa amistosa. Estaba cansado de la indiferencia, de la enemistad,
del odio.
Con un suspiro, se volvió y siguió el débil rastro que conducía a su izquierda. En
algún lugar, en la distancia, había una pequeña figura de largos cabellos dorados,
quizás un fuego fatuo que le llevaba hacia su perdición.
—Me pregunto por qué lo hago —dijo para sí.
Luego se encogió de hombros y se lanzó a lo desconocido.
Recordando sus anteriores experiencias y el tutelaje recibido de Dangar, mantuvo
constantemente en mente la prioridad de no hallarse nunca demasiado lejos de algún
posible refugio: siempre existía la posibilidad verse amenazado por alguna de las
salvajes criaturas que vagaban por el paisaje pellucidaro. Los árboles eran un factor
primordial en su estrategia defensiva. Nunca antes habían ocupado un lugar tan
preponderante en su mente y, con frecuencia, se vio obligado a buscar refugio entre
sus ramas. A veces era un enorme león de las cavernas el que le hacía buscar refugio;
en otras, la causa era un poderoso tarag o algún espantoso reptil de una era olvidada.
A lo largo de aquella ruta fue descubriendo los lugares en los que habían dormido
Frug, Skruf y La-Ja, y en ellos también durmió él. Como alimento se procuró los
huevos de las aves y los reptiles, las frutas que crecían en algunos de los árboles y
matas que encontraba en su camino y diversos tubérculos comestibles que Dangar y
La-Ja le habían enseñado a localizar y a distinguir. Encendió hogueras del mismo
modo en que lo habían hecho sus primitivos ancestros, aquellos que habían poblado
la corteza exterior junto al bos y al oso de las cavernas, y le llevó algún tiempo
fabricarse un nuevo arco y flechas con los que poder proveerse de carne sin
desperdiciar sus preciosas municiones. También se hizo una lanza, cuya punta
endureció al fuego, al igual que la punta de sus flechas.
Intentó recuperar el terreno que llevaba perdido avanzando durante todo el eterno
día pellucidaro hasta que el cansancio le obligaba a detenerse para dormir. A menudo,
entre las ocasiones en que se entregaba al sueño, atravesaba uno, y a veces dos, de los
lugares en los que habían dormido aquellos a quienes perseguía. Eso le convencía de
que les estaba ganando terreno, espoleándole y alentándole a continuar hacia delante,
aún cuando también había momentos en que su búsqueda se le hacía completamente
desesperada y el abatimiento caía pesadamente sobre él. El inmenso bosque parecía
extenderse de una manera interminable, pero por fin concluyó al pie de una cordillera
de ásperas colinas. En aquel terreno abrupto encontró serias dificultades para seguir
el rastro, puesto que el suelo ya no aparecía cubierto por la alta hierba sino que con
frecuencia era duro y pedregoso.
Al otro lado de las colinas se extendía otra ondulada llanura, a través de la cual
discurría un gran río. Lo divisó por primera vez desde la cima del paso que había
seguido para cruzar las montañosas colinas, una antigua y profunda senda hecha por
las pisadas de hombres y bestias durante edades sin cuento. Un pequeño bosque
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bordeaba el río y diversos bosquecillos salpicaban la llanura, que se extendía hacia la
derecha para fundirse en la distancia con lo que parecía ser un océano. Por delante de
él, muy a lo lejos, otro bosque limitaba la llanura por aquel lado, mientras, a su
izquierda, las colinas se curvaban hacia lo alto para encontrarse con el bosque en la
lejanía.
La caza poblaba la campiña en lo que se podía alcanzar con la vista. Cerca de él
distinguió al bos y al rojizo ciervo, a los antílopes, tapires y carneros, así como a
distintas especies de dinosaurios herbívoros. En el extremo del bosque que bordeaba
el río, descubrió las enormes figuras de los mamuts y de los gigantescos gamos. Era
una escena de tal primitiva belleza y fascinación, que von Horst permaneció inmóvil
durante un rato, hechizado por su encanto. Durante unos instantes se olvidó de todo,
salvo de la escena que se desarrollaba por debajo de él; pero, en breve, su vacío
estómago le devolvió a la realidad de su existencia. No fue ningún contemplativo
soñador el que se arrastró sigilosamente hacia la llanura sino un primitivo cazador de
la edad de piedra. Cuando llegó al pie de las colinas empezó a seguir el curso del río,
aprovechando la cobertura que le proporcionaban los árboles de la ribera. Su idea era
la de cazar algún carnero, varios de los cuales pastaban cerca de los árboles de la
orilla, aunque era consciente de lo cautos que eran aquellos animales y lo difícil que
resultaba acecharlos.
El río se retorcía en abiertos meandros. Le llevó cierto tiempo salvarlos a través
de las lomas que bordeaban sus amplias revueltas mientras se deslizaba tan
sinuosamente como una serpiente en su camino hacia el mar. En el momento en que
empezó a avanzar por el pie de las lomas dejó de ver a los carneros, si bien tampoco
ellos podían verle a él. A pesar de todo, no dejó de moverse con precaución, pues era
consciente de los peligros que podían acecharle al otro lado de cada loma, toda vez
que aquella zona estaba repleta de caza, y donde abundaban los herbívoros, también
existía la posibilidad de encontrarse con los devoradores de carne.
Entonces, al remontar un pequeño montículo, vio algo que le hizo detenerse
repentinamente: un enorme y peludo mamut se hallaba tendido sobre su costado,
gimiendo. Estaba recostado sobre un pequeño saliente situado a un lado del río, que,
evidentemente, constituía una especie de vado o abrevadero. No solo era su lamento
lo que proclamaba su sufrimiento, sino también el agonizante temblor de su enorme
masa. A pesar de que von Horst era consciente de lo extremadamente peligrosas que
podían llegar a ser aquellas poderosas bestias, la gentil serenidad de su aspecto, la
sensación de confianza e inteligencia que inspiraba su gigantesca mole y la dignidad
de su porte hicieron surgir en él un sentimiento de seguridad ante su presencia. En su
interior comenzó a despertarse un considerable cariño y admiración por aquellos
peludos progenitores de los elefantes modernos.
Ver sufrir a una de aquellas criaturas hizo surgir su compasión, y, a pesar de que
su mejor juicio le prevenía contra ello, no pudo resistir la urgencia de acercarse más a
investigar, si bien, lo que podía obtener de semejante acción, apenas constituía una
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nebulosa conjetura en su mente. Al aproximarse, los pequeños ojos del paquidermo
se posaron en él, alzando su cabeza y barritando furiosamente, pero sin hacer ningún
esfuerzo por levantarse. Convencido de que se hallaba indefenso, se acercó y lo
examinó. Al hacerlo, descubrió varias puntiagudas y afiladas astillas de bambú que
sobresalían más de una pulgada de la superficie del cieno sobre el que la bestia se
encontraba tendida en la orilla del río. Tuvo que moverse con gran precaución para
evitar clavárselas.
De inmediato descubrió la causa de la indefensión y el sufrimiento que
experimentaba la bestia: varias de aquellas astillas se habían clavado en las plantas de
sus enormes patas y no podía levantarse sin sufrir una agonía extrema. Era evidente
que aquellas afiladas agujas habían sido plantadas por el hombre. Su propósito era
claro. ¿Había otra forma más sencilla de que los hombres de la antigua edad de
piedra, con las primitivas armas de que disponían, pudieran abatir a un gigantesco
mamut, le dejaran indefenso y acabaran con él sin correr mayores riesgos?
La presencia de aquellas afiladas astillas sugería la proximidad de hombres, y von
Horst ya tenía las suficientes evidencias para considerar a todos los hombres de aquel
mundo salvaje como sus enemigos. No obstante, a pesar de que miró cautelosamente
en todas direcciones, no descubrió ninguna señal de ellos en los alrededores. De
nuevo volvió su atención hacia la bestia y al apuro en que se encontraba. Si quitaba
las astillas y permitía así que el mamut se levantara, ¿qué haría después la
atormentada criatura? Von Horst dejó correr dubitativamente los dedos por su pelaje.
Entonces la bestia volvió a gemir, y lo hizo de un modo tan lastimero, que el hombre,
arrojando toda precaución al viento, decidió hacer lo que estuviera en su mano para
aliviar su sufrimiento.
Cuando comenzó a moverse entre las astillas que se hallaban más próximas a las
enormes patas, se dio cuenta de que la bestia se empalaría en ellas al levantarse,
apenas hubiera logrado extraerle las que ya tenía clavadas. Por tanto, empezó a
arrancar las afiladas astillas de todo el terreno circundante, una franja de más de
veinte pies a través del sendero que conducía hasta el río. Mientras lo hacía, los ojos
del mamut le miraban constantemente, observando todos sus movimientos.
Mientras realizaba su tarea junto a la enorme cabeza de la bestia, percibió por
primera vez un gran mechón de blanco pelaje, aproximadamente de la anchura de la
mano de un hombre, que se extendía por una de las quijadas del animal. Había visto
muchos mamuts, pero nunca se había encontrado con uno que tuviera una marca tan
singular. Le daba a la bestia una expresión patriarcal, como si se tratara de una
enorme patilla blanca. Von Horst descubrió aquella extraña marca de manera casual
mientras se hallaba enfrascado en la tarea que tenía entre manos, si bien su principal
interés seguía centrado en la especulación acerca de lo que haría la enorme bestia en
el momento en que fuera capaz de levantarse. Algunas de las astillas se hallaban
plantadas al alcance de la poderosa trompa y el hombre las arrancó del mismo modo
que había hecho con las demás, aparentemente indiferente al riesgo que corría. Los
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pequeños ojos no dejaban de observar todos sus movimientos, pero si lo hacían con
adusto odio o con precavida curiosidad, von Horst era incapaz de saberlo.
Finalmente, llegó el momento en que hubo arrancado todas las astillas que había
sido capaz de localizar. Lo siguiente era extraer las que tenía clavadas en las patas.
Sin un instante de vacilación, von Horst se encaminó hacia las patas traseras del
paquidermo y una a una arrancó aquellas atormentadoras agujas. Luego se dirigió
hacia las patas delanteras, situándose al alcance de la sinuosa trompa y los grandes
colmillos curvos. Metódicamente, comenzó a extraer las astillas, con la poderosa
trompa ondulando a su alrededor como si se tratara de una enorme serpiente. Sintió
como le tocaba; su húmedo extremo empezó a deslizarse sobre su cuerpo desnudo. Le
rodeó, pero no le prestó atención. Había desafiado a la muerte por llevar a cabo un
gesto de humanidad y ahora estaba metido de lleno en el juego. La trompa se
envolvió sobre su torso, gentilmente, casi de manera cariñosa. Ni le apretaba ni
interfería en su tarea, aunque sentía que en cualquier momento podía cerrarse sobre
él, al menor movimiento en falso por su parte. La muerte parecía hallarse cada vez
más cerca.
Cuando acabó de extraer la última astilla se irguió lentamente. Esperó durante un
momento y, luego, muy suavemente, agarró la trompa con su mano y empezó a
apartarla de él. No hubo ninguna resistencia. Se movió sin prisas, sin ningún
movimiento deliberado, aunque se hallaba bajo una gran tensión nerviosa. Por fin se
vio completamente libre y empezó a separarse lentamente del animal. No se detuvo,
sino que continuó caminando por la orilla del río, en la misma dirección que llevaba
cuando descubrió al mamut. Durante un instante sintió una poderosa necesidad de
echar a correr, de poner la mayor distancia posible entre la bestia y él antes de que
esta se pusiera en pie; pero no lo hizo. En su lugar continuó caminando muy
despacio, con indiferencia, aunque echando ocasionalmente una mirada a su espalda.
La bestia permaneció tranquila durante unos instantes; luego, lentamente,
comenzó a alzar su mole del suelo. Dubitativamente, intentó apoyar su peso en las
patas delanteras, sosteniéndose en ellas durante un momento, para a continuación
levantarse y erguirse sobre sus cuatro patas. Dio unos cuantos pasos. Evidentemente,
las heridas no le dolían demasiado. Alzó su trompa y lanzó un poderoso bramido;
luego empezó a moverse siguiendo el rastro del hombre.
Al principio von Horst se dijo que no le estaba siguiendo, que enseguida se daría
media vuelta y se marcharía para seguir su propio camino. Pero no lo hizo, sino que
avanzó pesadamente tras él, a una velocidad considerable en comparación con la que
llevaba von Horst. El hombre se encogió de hombros con resignación. ¡Cómo podía
haber sido tan estúpido y sentimental! Debería haber sabido que aquella bestia salvaje
era incapaz de sentir gratitud. Debería haberla dejado en paz o haber puesto fin a sus
sufrimientos con una compasiva bala. Ahora era demasiado tarde. En pocos instantes
le alcanzaría y le lanzaría por los aires. Tales eran los pensamientos que cruzaban por
su mente mientras caminaba lentamente por la orilla del río. En ese momento le
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alcanzó. La sinuosa trompa se enroscó repentinamente a su alrededor y se vio izado
del suelo.
—Esto es el fin —musitó von Horst.
El mamut se detuvo y le alzó por encima de su espalda hasta su costado derecho,
volviéndole luego a dejar en suelo. Sin embargo, siguió posando suavemente su
trompa a su alrededor, situándole frente a su lomo. Lo que von Horst descubrió allí le
hizo asombrarse ante la inteligencia del animal: en aquel costado, sobre el que había
estado tendido, se hallaban profundamente clavadas varias astillas de bambú,
semejantes a las que había extraído de sus patas. El animal quería que se las quitase,
como había hecho con las otras.
Von Horst lanzó un suspiro de alivio y se puso a la tarea. Cuando terminó volvió a
encaminar sus pasos hacia el sendero que había estado siguiendo, observando por el
rabillo del ojo como el mamut daba media vuelta y partía en dirección opuesta. En
apenas unos momentos se perdió de vista. El hombre sintió que había salido bien
librado de la comprometida situación en la que le había metido su estúpido y
sensiblero sentimentalismo, como él mismo lo había denominado. Pero ahora que
todo había llegado a su fin, y había visto por última vez a aquella gigantesca bestia,
estaba contento de haberla podido ayudar.
Su hambre, momentáneamente olvidada, volvió a manifestarse mientras se
arrastraba de nuevo hacia los carneros. Los había vuelto a descubrir desde la parte
superior de una pequeña loma y, una vez más, se había convertido en un cazador del
Pleistoceno. Tan solo el cinturón de cartuchos y el cuarenta y cinco diferenciaban su
aspecto del de sus progenitores de la edad de piedra. Volvió a verlos desde la
siguiente elevación que alcanzó, solo que esta vez se hallaba mucho más cerca. Pero
también descubrió algo más a lo lejos, a la derecha de donde se encontraba, al otro
lado del río. A primera vista creyó que se trataba de un rebaño de mamuts que
descendía mansamente por la inclinada llanura, procedente de las colinas y en
dirección al río. Pero al instante comprendió la verdad: sobre el cuello de cada una de
aquellas enormes bestias cabalgaba un hombre.
Semejante visión trajo a su memoria a Thorek, el hombre mamut de Ja-ru.
Aquellos debían ser, sin duda, los hombres mamut; quizás el país por el que estaba
vagando en ese momento era Ja-ru. No obstante, el hecho de que hubiera trabado
amistad con Thorek, no le inducía a hacerse ilusiones acerca de la recepción que
podía esperar de los salvajes compañeros de tribu de su antiguo camarada de
esclavitud. La discreción le aconsejaba mantenerse apartado de su vista, así que
descendió cautelosamente de la loma en que se encontraba en dirección a un grupo de
árboles que crecían junto al río, donde, oculto a sus miradas, podía seguir vigilando la
aproximación de la partida.
Cuando alcanzó los árboles descubrió las cenizas de un fuego todavía humeante.
El corazón le dio un salto en el pecho. Debía hallarse muy cerca del rastro de La-Ja y
sus secuestradores. ¿Hacia dónde se habrían dirigido desde allí? No podían estar muy
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lejos, pues aun cuando la ausencia de tiempo de Pellucidar podía confundir la mente
del hombre, no podía, sin embargo, desafiar las leyes de la combustión: el fuego
tardaba en consumir la madera y las cenizas permanecían calientes el mismo tiempo
allí que en la corteza exterior.
Examinó apresuradamente los alrededores del campamento. La proximidad de
La-Ja y el renacimiento de la rabia que sentía contra Frug y Skruf, ahora al alcance de
su venganza, hicieron que momentáneamente quedasen olvidados los hombres
mamut. Aflojó la pistola en su funda. No les daría ningún cuartel. Les dispararía
como a dos perros rabiosos. No tenía ninguna duda sobre la justicia del acto que se
disponía a llevar a cabo, pues el hombre se desprende con facilidad de las tenues
capas de inhibiciones con las que la civilización oculta, que no erradica, los instintos
primarios y característicos de la humanidad. Allí no había más leyes que las que se
pudiera imponer él mismo.
Su examen descubrió las huellas del trío en la húmeda tierra del río. Reconoció
todas: las de los hombres, amplias y grandes; las de La-Ja, pequeñas y delicadas. Se
dirigían hacia el río y no regresaban, lo que indicaba que lo habían cruzado. Miró en
la dirección en la que había visto a los hombres mamut. Ahora se hallaban mucho
más cerca; los grandes pasos de los mamuts cubrían las distancias rápidamente.
Árboles y matorrales crecían en aislados grupos en la ribera opuesta del río, como
si hubieran sido plantados por un jardinero experto. A través de dos de aquellos
matorrales todavía podía distinguir a los hombres mamut, pero le era imposible ver
nada de lo que ocurría a cierta distancia a su derecha o a su izquierda. Deseaba cruzar
el río en persecución de los que buscaba, pero no quería atraer hacia él la atención de
los hombres mamut. Se movió río abajo, con cautela, hasta que un matojo de arbustos
que había en la otra orilla le ocultaron de la vista de los cada vez más cercanos
guerreros. Luego, con precaución ante la posible presencia de poderosos reptiles, se
zambulló en el río, que no era excesivamente ancho ni rápido. Varias brazadas le
llevaron hasta la otra orilla, donde de nuevo buscó el rastro del fugitivo trío. No tuvo
que buscar mucho. Lo encontró casi inmediatamente, conduciéndole hacia la llanura
en la que se encontraban los hombres mamut.
Seguirlo en aquel momento desvelaría su presencia a los cercanos guerreros, que
ahora no podían dejar de verle si se exponía ante su vista, toda vez que no se hallaban
ni a un cuarto de milla de distancia. Habían variado ligeramente su rumbo y ahora se
movían corriente arriba, prácticamente en paralelo con el curso del río. En breve
sobrepasarían su posición y sería libre para continuar la búsqueda de La-Ja. Mientras
aguardaba, parcialmente oculto detrás de un arbusto, apenas se veía su rostro al
acechar a los hombres mamut. Estos continuaban moviéndose invariablemente en la
misma dirección, como soldados en un desfile. Su monotonía podía conducir incluso
al más exaltado de los espíritus a una relajada quietud. Pero de repente se produjo un
cambio. Uno de los jinetes miró hacia el río y detuvo bruscamente su montura,
llamando la atención de sus compañeros, a la vez que señalaba río abajo hacia algo
C uando von Horst salió de la caverna en la que había dormido, las hojas de los
árboles se mecían por debajo de él como consecuencia de la suave brisa. El aire
era fresco y puro; la brisa que atemperaba el calor del sol era bastante fría, como si
procediese de algunas lejanas montañas cubiertas de nieve. Al mirar a su alrededor,
vio que la actividad regresaba al poblado de los hombres mamut. Escuchó como le
llamaban desde abajo y, al mirar, vio a Thorek haciéndole señas para que bajase.
Gorph todavía no había salido de la cueva, así que von Horst descendió y se reunió
con Thorek al pie del risco. Había muchos guerreros reunidos. Mamth también se
encontraba allí, pero, aunque vio a von Horst, no le prestó atención.
—Vamos a entrenar al Gran Blanco —dijo Thorek—. Mamth ha dicho que
puedes venir con nosotros. Puedes montar conmigo en mi mamut.
Enseguida apareció la manada, dirigida por varios conductores montados sobre
sus enormes bestias. Aquellos mamuts estaban bien entrenados y avanzaban de una
manera mansa y dócil. Cuando todos los guerreros estuvieron montados, Mamth
condujo la marcha hacia el cañón principal. Las gargantas que conducían a él eran, en
su mayoría, escarpadas y rocosas. Mamth se detuvo ante la entrada de una de ellas.
La entrada a aquella garganta era muy estrecha y se hallaba cruzada por una serie de
barras que no eran sino troncos de árboles de gran tamaño. La barra superior estaba
asegurada en su lugar por una recia cuerda hecha a base de largas hierbas trenzadas.
Varios de los guerreros desataron la cuerda y dos de los mamuts, por orden de sus
jinetes, alzaron las barras y las apartaron; a continuación, la partida enfiló hacia la
garganta. Al otro lado de la barrera la entrada se ensanchaba y el suelo aparecía más
nivelado. Apenas habían recorrido una corta distancia, cuando von Horst distinguió a
un gigantesco mamut cobijado bajo la sombra de un árbol. Se balanceaba de un lado
a otro sobre sus enormes patas, ondulando su cabeza y su trompa al ritmo de su
oscilante corpachón. En su quijada izquierda aparecía un mechón de blanco pelaje.
Era el Gran Blanco, el Asesino. Von Horst habría reconocido a aquella inmensa bestia
entre centenares de las de su especie.
Al ver la partida, el animal alzó su trompa y lanzó un fuerte bramido. Las rocosas
colinas temblaron ante aquel grito de advertencia. Comenzó a avanzar hacia ellos y
fue entonces cuando von Horst descubrió que una de sus patas arrastraba un pesado
leño al que había sido atada. Podía moverse de un lado a otro, pero el leño le impedía
hacerlo rápidamente. Dos mamuts se situaron a cada lado del Gran Blanco. Intentó
levantar su trompa y atrapar a sus jinetes, pero los otros mamuts se lo impidieron,
reteniéndola con las suyas. Se necesitó la fuerza combinada de dos de ellos para
conseguirlo.
Entonces un tercer guerrero se acercó a él y, subiendo por la espalda de uno de los
E l borde del cañón era recorrido por una cornisa, a lo largo de la cual, los
miembros de la tribu se empujaban unos a otros para obtener una mejor
visibilidad del fondo, que se hallaba a unos treinta pies por debajo de ellos. En el
extremo superior del cañón se había construido un enorme corral que albergaba a
varios mamuts. En la pared opuesta a los espectadores, la entrada a una caverna se
veía cerrada con troncos de madera. Mientras von Horst miraba hacia el interior del
pequeño cañón, Horg se acercó a él, llevando una cuerda con un lazo hecho en su
extremo.
—Introduce la pierna por aquí —le dijo a von Horst—, y agárrate bien a la
cuerda.
Otros dos guerreros se acercaron y ayudaron al primero a sujetar la cuerda.
—Acércate al borde —le ordenó Horg—. Tus problemas se habrán acabado
dentro de poco. Casi me gustaría cambiar el puesto contigo.
Von Horst hizo una mueca.
—No, gracias —contestó—. Sé cuando hay alguien que se encuentra todavía peor
que yo.
—Cuando llegues al suelo, quítate la cuerda —le instruyó Horg.
A continuación, los tres hombres empezaron a descenderle al fondo del cañón.
Después de volver a izar la cuerda, le arrojaron un cuchillo y una lanza de piedra;
luego descendieron a otro prisionero. Se trataba de Frug. El jefe de Basti le lanzó una
mirada cargada de odio.
—Tú me metiste en este lío —gruñó.
—No busques excusas, amigo mío —replicó von Horst—. Me estás cargando a
mí el muerto, como dirían mis amigos americanos; lo que me confirma una opinión
que he sostenido durante mucho tiempo: el llevar bigote o sombrero es una moda que
puede cambiar, pero la naturaleza humana es inmutable.
—No sé de qué estás hablando.
—De algo sin importancia. Si me permites emitir un juicio, nada de lo que
podamos decir o pensar aquí abajo tiene la menor importancia, ni siquiera para
nosotros mismos.
Desde arriba arrojaron armas a Frug. A continuación, uno tras otro, los demás
prisioneros fueron bajados y armados del mismo modo. Los cinco condenados
permanecieron de pie, agrupados, aguardando la muerte, quizá preguntándose de qué
forma se les presentaría el siniestro segador. Todos eran hombres fuertes y, sin duda,
en la mente de todos ellos era firme el propósito de vender su vida tan cara como
fuera posible. El hecho de que les hubieran proporcionado armas, les daba una débil
esperanza de que, tal vez, tuvieran una oportunidad, por mínima que fuera, de
G uiado únicamente por el débil grito que había oído en la distancia, von Horst
avanzó rápidamente a través del bosque. Nunca había visto árboles de
semejante tamaño crecer tan próximos unos de otros. A menudo se hallaban tan
juntos que no había espacio para pasar entre ellos. No había ningún sendero, y debido
al rumbo en zigzag que se había visto obligado a seguir, al poco tiempo perdió todo
sentido de la dirección. Llamó un par de veces a La-Ja esperando que ella le
respondiera y de esa forma le proporcionase una pista de su paradero, pero no obtuvo
ninguna respuesta. Comprendió que lo único que había conseguido era advertir a su
captor de que le estaba persiguiendo y, por tanto, le había puesto en guardia. En
consecuencia, aunque seguía avanzando tan rápido como le era posible, en ningún
momento dejó de estar alerta.
A medida que se internaba en el bosque, se vio cada vez más imbuido por un
sentimiento de frustración ante la futilidad de su búsqueda. Empezaba a comprender
que era bastante probable que se estuviera moviendo en círculos y que no estuviera
consiguiendo nada. Le preocupaba que existiera la posibilidad de que nunca
encontrase la salida de aquel laberinto de sombríos árboles, o incluso de no encontrar
a La-Ja a tiempo de poder ayudarla. En tan lóbregos pensamientos se hallaba imbuida
su mente cuando, de repente, llegó al final del bosque. Ante él se encontraba la boca
de un cañón que llevaba hacia unas bajas, aunque rocosas, colinas. Allí, por fin, se
veía un sendero. Estaba bien trazado y se introducía en el cañón.
Con renovadas esperanzas, sin ningún temor, von Horst se dispuso a seguir aquel
sendero adondequiera que le llevase, puesto que un breve examen reveló a su mirada,
ahora mucho más experta, que alguien se había introducido recientemente en el cañón
por aquel punto: en el polvo aparecía claramente marcada la huella de un pequeño
pie. El cañón era poco más que una estrecha y rocosa garganta, que se retorcía como
una serpiente en dirección a las colinas. A medida que avanzaba, pasó frente a las
bocas de otras gargantas similares que, a intervalos, se cruzaban con el cañón
principal. No obstante, el sendero por el que caminaba era llano y nivelado, así que
continuó adelante, seguro ahora de que en breve alcanzaría a La-Ja y su captor.
Acababa de adentrarse en la garganta, cuando empezó a sentir crecer su
impaciencia ante el revés que experimentó al doblar un recodo y no ver por delante
de él a aquellos a los que buscaba. En ese momento percibió un ruido a su espalda.
Girándose rápidamente, vio a un hombre bisonte que se arrastraba sigilosamente
hacia él. En el momento en que el individuo se vio descubierto, lanzó un mugido que
bien pudo haber surgido de la garganta de un toro furioso. Fue respondido desde la
parte inferior del cañón y desde la cornisa superior. Al instante, varios hombres
bisonte aparecieron ante él, cerrándole el paso.
L os dos ganaks también le hicieron una señal a La-Ja para que les acompañara.
—Kru también ha enviado a por ti —dijo—; pero tú no vas morir.
Mientras atravesaban el poblado hacia la choza del jefe, vieron que la mayoría de
los ganaks se hallaban tendidos a la sombra de los numerosos árboles que crecían en
el cercado. Algunos comían la hierba que había sido cortada por los esclavos; otros la
rumiaban, adormecidos y con los ojos semicerrados. Varios niños practicaban algunos
juegos breves y esporádicos, pero los adultos ni jugaban ni reían ni conversaban. Eran
verdaderos rumiantes, incluso en lo estúpido de su comportamiento. No llevaban ropa
ni ornamentos; ni siquiera tenían armas.
A su carencia de armas y a su estupidez atribuía von Horst el que no le hubieran
privado de las suyas. Todavía tenía su arco, sus flechas y su cuchillo, aunque no había
conseguido recuperar su lanza, perdida durante la pelea que había seguido a la muerte
de Drovan.
Los prisioneros fueron conducidos ante Kru, quien se hallaba tendido a la sombra
del árbol que se extendía sobre su choza, la cual recientemente había pertenecido a
Drovan. Les miró a ambos a través de unos ojos ribeteados de rojo; pero su mirada se
fijó principalmente en La-Ja.
—Me quedaré contigo —dijo—. Pertenecerás al jefe. Dentro de un rato irás a la
choza. Ahora permanecerás aquí, viendo como muere el gilak. También morirás si
haces que Kru se irrite.
A continuación, se volvió hacia el hombre bisonte que se hallaba tendido a su
lado.
—Splay, dile a los esclavos que traigan el agua de danzar y el árbol de la muerte.
—¿Qué pretendes? —preguntó von Horst—. ¿Por qué quieres matarme? Si no
hubiera sido por mí, no serías jefe.
—Tenemos demasiados esclavos —gruñó Kru—. Comen demasiado. El agua de
danzar es buena; el árbol de la muerte, divertido.
—¿Divertido para quién? ¿Acaso para mí?
—No, divertido para los ganaks. No para los gilaks.
En ese momento Splay regresó con varios esclavos. Algunos de ellos
transportaban un árbol al que le habían despojado de todas sus ramas. Otros hombres
y mujeres portaban una gran cantidad de haces de leña, una serie de toscos jarros y
varias calabazas llenas de líquido.
Al verlos, los hombres bisonte empezaron a llegar desde todas las partes del
poblado. Las mujeres también se aproximaron, pero los más jóvenes se quedaron
aparte. Se sentaron formando un gran círculo alrededor del árbol que había frente a la
choza del jefe. Un esclavo entregó un jarro a uno de los que se hallaban en el círculo.
Fin