Torre y Pastoriza - La Democratización Del Bienestar - Unlocked
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Torre y Pastoriza - La Democratización Del Bienestar - Unlocked
Tomo 8
Los años peronistas
(1943-1955)
Editorial Sudamericana
Buenos Aires
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CAPÍTULO V
LA DEMOCRATIZACIÓN DEL BIENESTAR1
Al contemplar las multitudes que ocuparon las calles de Buenos Aires el 3 de julio de 1933 para
despedir los restos del ex presidente Hipólito Yrigoyen, el escritor nacionalista Federico Ibarguren formuló
un sombrío vaticinio, recogido en su libro Breviario político:
"El entierro de Yrigoyen llevado a cabo ayer me ha sugerido las siguientes reflexiones
personales. Fue un lúgubre candombe, extraordinariamente pintoresco a los ojos del observador. Orgía de
instintos, desde la superstición inverosímil hasta el fanatismo de todo calibre. Tropa desatada de
primitivos, turba sin origen. Parecía como si el espectáculo de la muerte para aquella comparsa fuera una
fiesta dionisíaca y ancestral Lo que se puede decir con certeza, después de ver el espectáculo de la
turbamulta suelta en el entierro de Yrigoyen, es que para el país se acerca, sin duda alguna, la hora de las
masas".
Cuando el 17 de octubre de 1945 la hora de las masas finalmente llegó de la mano de otro caudillo
popular, la sorpresa primero y la condena después dominaron la actitud del mundo político porteño. La
crónica de la movilización peronista se detuvo sobre detalles que comportaban una ruptura respecto de lo que
cabía esperar de una manifestación obrera; tal fue el caso de La Capital, del 18 de octubre:
"La mayoría del público que desfiló en las más diversas columnas por las calles lo hacía en
mangas de camisa. Viose a hombres vestidos de gauchos y a mujeres de paisanas [...] muchachos que
transformaban las avenidas y plazas en pistas de patinaje, y hombres y mujeres vestidos estrafalariamente,
portando retratos de Perón, con flores y escarapelas prendidas en sus ropas y afiches y carteles. Hombres
a caballo y jóvenes en bicicleta, ostentando vestimentas chillonas, cantaban estribillos y prorrumpían en
gritos".
Todo en esta descripción, por lo demás bastante generalizada, apuntaba a resaltar cuánto tenía de
inesperado y a la vez de transgresor la multitud del 17 de octubre. En lugar de marchar encolumnados,
entonando los tradicionales himnos de clase y siguiendo las reglas tácitas del decoro proletario, los hombres
y mujeres que venían de los suburbios avanzaban sobre la Plaza de Mayo en medio de una atmósfera festiva
y carnavalesca. Para La Vanguardia, el periódico del Partido Socialista, éstos no podían ser auténticos
obreros:
"Los obreros, tal como siempre se ha definido a nuestros hombres de trabajo, aquellos que desde
hace años han sostenido y sostienen sus organizaciones gremiales y sus luchas contra el capital; los que
sienten la dignidad de las funciones que cumplen y, a tono con ellas, en sus distintas ideologías, como
ciudadanos trabajan por el mejoramiento de las condiciones sociales y políticas del país, no estaban allí".
Según este periódico, era inconcebible que esa clase obrera diera el espectáculo de "una horda, de
una mascarada, de una balumba, que a veces degeneraba en murga". Y terminaba preguntándose- "¿Qué
obrero argentino actúa en una manifestación en demanda de sus derechos como lo haría en un desfile de
carnaval?". Respondiendo a esta pregunta retórica los comunistas, por su parte, se apresuraron a decretar
desde las páginas de Orientación que los pequeños clanes con aspecto de murga que recorrieron ayer las
calles de la ciudad no representaban a ninguna clase de la sociedad argentina".
Como los socialistas y los comunistas, en la jornada de octubre muchos más buscaron refugio en los
viejos reflejos cívicos a fin de exorcizar a los nuevos demonios populares que había entrevisto Federico
Ibarguren en el entierro de Yrigoyen y que ahora venían a tomar posesión de Buenos Aires, interrumpiendo
las grandes comuniones políticas porteñas. Los mítines por la Guerra Civil Española, los festejos de la
liberación de París, por fin, la Marcha por la Constitución y la Libertad, cada uno a su turno, habían hecho
vibrar a la ciudad y consagrado la soberanía de los partidos y las clases medias sobre sus calles. De pronto,
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Agradecemos la valiosa colaboración de Hernán Lerena en la realización de este capítulo.
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ese espacio político cedía y por sus grietas asomaba, tumultuoso, el perfil de otra Argentina. Sobre el telón
de fondo de este descubrimiento, inesperado y también traumático, comenzaría entonces la compleja
reacomodación de la sociedad existente a las nuevas realidades sociales de un país hondamente
transformado.
Durante los quince años previos la estructura económica y social había experimentado, en efecto,
importantes y continuos cambios debido a las consecuencias de la depresión mundial de 1929, en primer
lugar, y del estallido de la Segunda Guerra, más tarde. El cierre de los mercados europeos y la depreciación
de las exportaciones agropecuarias argentinas en los primeros años de la década del treinta forzaron a la elite
conservadora en el poder a adoptar una serie de medidas de emergencia. Concebidas con el fin de preservar
los rasgos básicos del orden económico amenazado, sus consecuencias contribuyeron, sin embargo, a
alterarlo profundamente. Así, el control de cambios establecido para velar por el equilibrio de la balanza de
pagos creó incentivos para la producción local de manufacturas. Un número significativo de empresas
extranjeras que abastecían el mercado nacional reaccionó rápidamente y se instaló en el país, poniéndose al
abrigo de las barreras proteccionistas indirectas levantadas por los gobiernos. Sumadas al parque industrial
preexistente, las nuevas inversiones expandieron aceleradamente la oferta interna de manufacturas. Luego, la
guerra, al dislocar el comercio internacional, acentuó todavía más las medidas defensivas que dirigían
naturalmente el crecimiento del país hacia el mercado interno. Nuevos capitales de origen nacional afluyeron
a la industria. Al final del conflicto bélico un vasto espectro de fábricas y talleres manufactureros rodeaba el
cinturón de Buenos Aires, el epicentro del cambio económico.
Paralelamente al crecimiento industrial se produjo un importante reordenamiento de la población en
el territorio nacional, que se tradujo en una mayor urbanización. Aquí operó tanto la expulsión de pobladores
de las zonas agrícolas en dificultades como, sobre todo, la atracción ejercida por las nuevas oportunidades de
empleo que surgían en las industrias y en las actividades de servicios de las ciudades. A diferencia de lo que
ocurriera en el pasado, la satisfacción de esta demanda de trabajo no pudo asegurarse por medio de la
inmigración extranjera, porque ésta había prácticamente cesado hacia 1930. Su lugar fue ocupado por
grandes masas del interior del país que migraron a los centros urbanos, en especial a Buenos Aires y su
periferia. El área metropolitana se llenó de provincianos. Su número empezó a aumentar vertiginosamente a
mediados de los años treinta y mucho más a partir de 1940. Los 8.000 provincianos que recibía anualmente
hasta 1936 pasaron a un promedio de 70.000 entre 1937 y 1943 y ascendieron hasta 117.000 entre 1944 y
1947. En total, sumaron un millón de nuevos residentes a Buenos Aires y su cinturón urbano, que creció de
los 3.457.000 habitantes de 1936 a los 4.618.000 registrados en 1947. Fue un éxodo en masa.
Visto en perspectiva, su impacto sobre Buenos Aires puso en marcha un proceso en cierto sentido
comparable con el que dio a lugar la masiva inmigración extranjera medio siglo antes. De ambas
experiencias la ciudad emergió transformada. Las características de esa transformación fueron, no obstante,
bien diferentes en uno y otro caso. Para apreciar este contraste vamos a retroceder en el tiempo a fin de
describir sumariamente la trayectoria del país y Buenos Aires.
Desde mediados del siglo XIX miles y miles de inmigrantes provenientes de Europa llegaron al país
para aprovechar el ciclo expansivo que comenzaba gracias a su afortunada inserción en la economía mundial
como productor de alimentos.
Había los que venían a radicarse y también los que, en menor número, viajaban anualmente para
trabajar en las cosechas. Entre 1871 y 1914 arribaron alrededor de 5,9 millones, de los cuales 3,1 millones
permanecieron y se establecieron. Con el aporte de los inmigrantes extranjeros la población total del país
creció durante ese período cuatro veces y media, de los 1,7 millones contabilizados en el primer censo de
1869 se llegó a los 7,8 millones en 1914. A la luz de estas cifras, como lo destacara Gino Germani, la
Argentina no fue ya una nación con una minoría de inmigrantes sino un país con una mayoría de extranjeros.
La singularidad de este fenómeno se advierte al ubicarlo con relación a los países de gran
inmigración. La Argentina, después de los Estados Unidos, fue el país que más inmigrantes europeos recibió
en términos absolutos. Pero los inmigrantes que llegaban aquí encontraban un país más vacío, tanto en lo
concerniente a las instituciones estatales, todavía en formación, como respecto del número de habitantes. En
lo que se refiere a este último aspecto, en los Estados Unidos la proporción de extranjeros sobre la población
nativa estuvo entre 1870 y 1910 en torno del 14%. En la Argentina, en cambio, durante esos años, debido a
la escasa población existente al momento de la inmigración masiva y al gran volumen de inmigrantes, la
proporción de los nacidos en el extranjero fue muy superior y se ubicó entre el 25 y el 30%. Si en lugar de un
promedio general se toma en cuenta que la inmigración ultramarina se concentró en las zonas centrales y
estuvo compuesta mayoritariamente por varones en edad adulta, se advierte que aquí la intensidad del
impacto inmigratorio fue todavía mayor. Entre 1890 y 1920 la proporción de extranjeros entre los varones de
20 y más años fue, en Buenos Aires, del 80%, y en las provincias del Litoral, entre el 50 y el 60%.
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La experiencia argentina de entonces no consistió en la absorción de una masa extranjera que llegó a
asimilarse, es decir, a parecerse a la población nativa; más bien lo que ocurrió fue la emergencia de una
sociedad nueva, que se mantuvo por bastante tiempo separada de los sectores criollos tradicionales, en un
estado de fluidez, mientras procesaba la adaptación a las condiciones de vida y de trabajo en un país
envuelto, a su vez, en la construcción de un Estado moderno. Previsiblemente, esa adaptación fue laboriosa
al principio: muchos inmigrantes emprendieron el camino del regreso, otros hicieron de sus frustraciones el
motor de la agitación anarquista, todos debieron sobrellevar los brotes de xenofobia que acompañaron la
gestación de esa Argentina aluvional y cosmopolita. La prosperidad del país en la época facilitó luego las
cosas y una mayoría de los recién llegados fue llenando las posiciones que la modernización económica abría
sin cesar, en la industria, el comercio, los servicios, la agricultura, aportando los principales contingentes a
las clases medias en formación y al naciente proletariado.
Con el paso del tiempo, hacia la década del veinte, ese mundo de extranjeros, replegado sobre sí
mismo pero atravesado internamente por cortes étnicos o nacionales, entró en un acelerado proceso de
disolución. Varias circunstancias se combinaron para ello. En primer lugar, por la presencia creciente de los
hijos de los inmigrantes. Argentinos por nacimiento, quedaron expuestos a la misión nacionalizadora que se
asignó a la escuela pública obligatoria y al servicio militar, lo que contribuyó a debilitar cualquier
identificación con las patrias de sus padres. Por otra parte, los distintos resultados que alcanzaban unos y
otros inmigrantes en la aventura del ascenso tendieron a disgregar las comunidades de origen, disminuyendo
la gravitación de las asociaciones de colectividades, tan importantes a principios de siglo. Finalmente,
también colaboraron los efectos del temprano desarrollo de la propaganda comercial, al promover la
homogeneización de las costumbres y estilos de vida y crear un mercado de consumo más alerta a las
novedades que a la preservación de las tradiciones.
En este contexto y teniendo por animadores centrales a los descendientes de los inmigrantes cobró
forma una sociabilidad de nuevo tipo. Entre sus aspectos sobresalientes se destacaron unas relaciones
sociales directas y frontales, desprovistas de las actitudes de respeto y deferencia tradicionales- la confianza
en el progreso individual que coexistía, no obstante, con una difundida práctica asociativa; la fuerte
valorización de la educación y la cultura letrada; una moralidad austera y liberal a la vez, que combinaba el
control de la natalidad con las pautas convencionales de autoridad dentro de la familia. En sus rasgos
generales, este conjunto de orientaciones y actitudes, cuyos ámbitos naturales de expresión los constituían
los barrios, los clubes, las asociaciones, los espacios públicos donde convivían las anchas franjas de las
clases medias y los sectores obreros más establecidos, fue, Con todo, menos visible en ambos extremos de la
pirámide social- hacia arriba, entre los miembros más tradicionales de la elite, y hacia abajo, en los estratos
de la periferia popular. En términos geográficos, su vigencia caracterizó la vida social de los centros urbanos
y las áreas rurales prósperas del Litoral, extendiéndose hasta Córdoba y Mendoza. En cambio, fue mucho
más débil en las zonas del interior del país menos tocadas por la modernización económica.
Retornando ahora el argumento sobre el diferente impacto del período de la inmigración masiva
respecto del de las migraciones internas arribamos a una constatación inicial. En primer lugar, partiendo de
1870 y después de sesenta años de inmigración casi ininterrumpida podría decirse que la sociedad argentina
se hizo de nuevo y que ésa fue la obra de los propios migrantes y de sus descendientes. Por medio de la
mezcla y la aculturación, al cabo de tensiones y conflictos, éstos crearon una sociabilidad original, densa y
extendida, que típicamente se condensó en Buenos Aires. Las repercusiones del proceso puesto en marcha
por la llegada de la población extranjera al país se observaron, así, principalmente en el plano social, donde
además se verificó -como ha mostrado Hilda Sabato- una intensa participación que sirvió de vehículo a sus
demandas hacia los poderes públicos. Entre tanto, los efectos de dicho proceso en el terreno político-
electoral fueron casi nulos porque la gran mayoría de los inmigrantes optó por no adquirir la ciudadanía
argentina. En consecuencia, durante los treinta a cuarenta años en los que del 60 al 80% de los varones
adultos de las zonas más importantes del país no tenían derecho a votar, el desenlace de las elecciones quedó
en manos de la restante minoría del 20 al 40%. Esta situación paradójica comenzó a revertirse gradualmente,
con el ingreso a la vida política de los hijos de los inmigrantes. En síntesis, el impacto de la inmigración
masiva se hizo sentir en la conformación de la sociedad mucho antes de que gravitara sobre las luchas por el
poder político.
Al considerar, en segundo lugar, las transformaciones que trajo consigo el período de las
migraciones internas constatamos una trayectoria diferente. Breve había sido el tiempo transcurrido desde
que abandonaron sus lugares de origen cuando el millón de provincianos que afluyó a Buenos Aires y sus
suburbios entre 1936 y 1947 fue llamado a desempeñar un papel político protagónico. Su llegada coincidió
con una crisis política y el surgimiento de un líder necesitado de apoyo popular, lo cual les abrió las puertas a
una influencia temprana y decisiva en el terreno político- electoral. En cambio, puede afirmarse que no
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habrían de tener una influencia equivalente en el plano social. Los trabajadores rurales, los pequeños
arrendatarios, los empleados y obreros de los pueblos del interior no encontraron a su arribo al área
metropolitana un escenario comparable al que recibió a los inmigrantes europeos medio siglo antes. Esto es,
un escenario relativamente vacío en términos de la población y las instituciones existentes. Por lo tanto, más
que ante una sociedad toda por hacerse, se encontraron con una sociedad sustancialmente hecha, cuyos
valores y estilos de vida, popularizados por las radios, los periódicos, las revistas, estaban además revestidos
de un prestigio que la Argentina criolla tradicional nunca tuvo entre los inmigrantes europeos.
En estas circunstancias, y en contraste con la experiencia de la inmigración masiva, lo que se puso en
movimiento fue un proceso de asimilación o incorporación de los recién llegados en la sociedad receptora.
Ésta también habría de ser modificada por dicho proceso. No obstante, en el balance final retuvo buena parte
de sus rasgos originales y continuó ofreciendo esquemas de ideas y modelos de comportamiento que
contaron con una amplia aceptación social durante los años peronistas. Después de la sucesión de cambios de
todo tipo que siguió al 17 de octubre la visión de una Argentina transformada en sus cimientos por la
irrupción de las masas tuvo una gran resonancia entre los contemporáneos. Sin embargo, la reconstrucción
histórica de] período pone de manifiesto una mutación menos abrupta y, por el contrario, la existencia de
fuertes elementos de continuidad.
El escenario físico sobre el que tuvo lugar este nuevo episodio en el proceso de la integración de la
sociedad argentina fue el de un país más vertebrado, esto es, un país en el que sus habitantes distribuidos en
el territorio estaban en una relación más estrecha entre sí. En primer lugar, debido a los efectos de la mayor
urbanización, que era un fenómeno congruente con la trayectoria demográfica del país. Ya en 1914, la
población que residía en localidades de 2.000 y más habitantes -la medida convencional de urbanización-
había superado a la población rural y representaba el 52,7% del total. En los años posteriores esta tendencia
se acentuó y en 1947 la población urbana llegó a ser el 62,7% de los 15.893.827 habitantes registrados por el
censo. El rasgo a resaltar es que la localización del mayor crecimiento de la población urbana se produjo en
las aglomeraciones de mayor tamaño. En 1914 se contaban, además de Buenos Aires, dos ciudades con más
de 100.000 habitantes: Córdoba y Rosario. Hacia 1947 en esta categoría figuraban cinco más, Mar del Plata,
Bahía Blanca, Santa Fe, La Plata y Tucumán que, sumadas, albergaban el 66,2% de la población urbana.
Con sus más de 4.600.000 habitantes, Buenos Aires y el cinturón formado por Vicente López, San
Martín, Morón, La Matanza, Avellaneda y Lanús se destacaban ampliamente. Durante la década previa su
magnetismo se había ejercido principalmente dentro de la región pampeana. De allí provino la mayoría de
los migrantes internos, que arribaron generalmente después de recorrer distancias cortas, con un primer
desplazamiento a los pueblos vecinos seguido luego por la radicación en la ciudad y las localidades de su
periferia. Una vez instalado el peronismo en el poder, la atracción del Gran Buenos Aires llegó hasta las
provincias más lejanas, de donde partió la nueva ola de migrantes que engrosó la marcha sostenida de la
urbanización. Entre 1945 y 1960 el saldo positivo de los argentinos que entraron y salieron del área
metropolitana fue de unos 70.000 al año. El crecimiento de origen migratorio en el período, que incluyó,
asimismo, un contingente de inmigrantes europeos al final de la Segunda Guerra, y en menor medida el
crecimiento vegetativo llevaron el número de sus residentes a 6.700.000, según el censo de 1960. Para esa
fecha sobre un total nacional de 20 millones de habitantes, la población urbana alcanzaba el 72% y casi los
dos tercios de ella vivía en las ciudades de mayor tamaño, que de ocho que eran en 1947, habían aumentado
ahora a quince.
Completando el perfil de esta Argentina cada vez más urbana subrayemos un rasgo ya presente en la
trayectoria descripta: su fuerte concentración geográfica. La distribución de los pueblos y las ciudades reflejó
el inalterable predominio de la región pampeana en el poblamiento del territorio. Sobre una superficie que
era el 22% del espacio nacional, la región comprendida por la ciudad capital y las provincias de Buenos
Aires, Córdoba, Entre Ríos, La Pampa y Santa Fe reunía al 80% de los residentes urbanos. A partir de este
panorama demográfico puede afirmarse que, en los años cuarenta y cincuenta, los contactos y las redes
propias del inundo urbano constituían el ambiente natural de la mayoría de los hombres y mujeres del país.
Esto implicó para todos ellos una ampliación de sus experiencias compartidas. Así, por ejemplo -como
observara Carlos Ulanovsky-, sólo las partes más remotas del interior estaban ajenas a la influencia de la
última tonada popular o al impacto de un evento deportivo principal difundidos por las emisoras de radio de
las ciudades. De este modo, en paralelo a la mayor urbanización, la expansión de los modernos medios de
comunicación fue otro de los procesos que contribuyó a que el país fuera más vertebrado.
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Por su capacidad de suscitar un sentimiento de comunidad a la distancia y en forma instantánea entre
millones de personas, la radio habría de ser el medio más efectivo para fortalecer el proceso de
homogeneización cultural promovido por la escuela pública y el servicio militar. Con la primera transmisión
experimental realizada en 1920, la Argentina estuvo entre los países que tomaron la delantera de la
radiodifusión en el mundo. En sus comienzos, la nueva experiencia tenía un carácter individual: para
escuchar la radio había que utilizar auriculares. La introducción del parlante en 1924 cambió ese estado de
cosas y puso su recepción al alcance de una audiencia colectiva; al principio éste tenía grandes dimensiones
y era vendido por separado pero luego fue integrado al aparato. A partir de 1930, la radio pasó a ser
gradualmente un artefacto familiar en los hogares. También se produjo un afianzamiento del sistema de
radiodifusión. De las numerosas emisoras instaladas en los años previos, algunas de las cuales
desaparecieron al poco tiempo, las más consolidadas entonces eran Radio Belgrano (1934), Radio Splendid
(1934) y Radio El Mundo (1935). La aparición de esta última, con un transmisor más potente y de mejor
calidad, conmocionó el mercado- Jaime Yankelevich, el propietario de Radio Belgrano y una figura
destinada a tener una presencia decisiva en el mundo de la radio, buscó la manera de hacer frente al desafío y
lo hizo mediante contratos con emisoras del interior. Inició, así, las transmisiones en cadena y enseguida tuvo
imitadores. En 1941, las estaciones de radio del país estaban agrupadas en tres redes encabezadas,
respectivamente, por las tres grandes emisoras. Con el acceso a las radios del interior, por medio de las
cadenas, las radios porteñas alargaron su penetración y pusieron en circulación a lo largo del territorio las
señales de identidad que irradiaban los modos de hablar y estilos de vida de Buenos Aires.
En 1938, la cantidad de aparatos receptores existentes fue estimada en 1.100.000, es decir, 100 por
cada mil habitantes. Quince años después, en 1953, su número ascendía a 2.900.000, en una proporción de
158 por cada mil habitantes. Entre ambas fechas, el censo de 1947 registró un indicador más elocuente: una
radio por cada dos viviendas. Durante estos años, muy pocos dudaron acerca de las emociones y los efectos
que la radio era capaz de provocar. Perón se contó entre los primeros que supo aprovechar sus
potencialidades para la actividad política. Durante la campaña electoral de 1946 recurrió a un método
ingenioso con el fin de ampliar la repercusión de su mensaje: en las giras por el interior convocó a sus
seguidores en forma simultánea a la plaza principal de distintas ciudades desde donde grandes altavoces
acercaron su palabra transmitida por la radio que difundía el acto central en una de ellas. Es imaginable la
sensación de unidad y fortaleza que experimentaron esas muchedumbres al escuchar multiplicados en un
prolongado eco los cánticos y los vítores con que respondían a las arengas de Perón. Esta experiencia, y el
papel de la radio con ella, tuvo mucho en común con otra que también caracterizó a esos años y por medio de
la cual los argentinos ganaron un mejor conocimiento de la geografía de su país. Nos referimos a la
transmisión radial de las competencias de turismo de carretera.
A principios de la década del treinta la puja que oponía el ferrocarril al transporte automotor se había
finalmente resuelto en favor de este último, y ello se tradujo bien pronto en un fuerte impulso a las obras
viales. La extensión de la red caminera ofreció a los aficionados al automovilismo deportivo nuevos
escenarios y a partir de ellos comenzó a aumentar el recorrido de los grandes premios de turismo de
carretera. Hasta entonces la principal competencia se corría sobre una distancia de unos 1.600 kilómetros,
partiendo habitualmente desde Buenos Aires hasta Córdoba, pasando por Rosario. En 1937 el recorrido fue
de 6.894 kilómetros, en un trayecto que cruzó el Litoral, prosiguió por las provincias del norte, se acercó a la
precordillera para dirigirse luego a Bahía Blanca y arribar, finalmente, a La Plata. En 1940 se produjo el gran
salto hasta alcanzar casi 9.500 kilómetros, saliendo de Buenos Aires hacia el norte, atravesando Bolivia para
llegar a Lima y emprender el regreso a Buenos Aires. La novedad de esta competencia no estuvo sólo en su
extensión: consistió también en que fue íntegramente transmitida por Radio Excelsior, inaugurando así una
experiencia de gran resonancia colectiva.
Después del Gran Premio del Sur, en 1942, sobre 7.192 kilómetros, de Mercedes a Puerto Deseado,
con meta final en Bahía Blanca, las competencias se interrumpieron por cinco años debido a las
consecuencias de la Segunda Guerra Mundial en el abastecimiento de combustibles y repuestos. En 1947 los
autos cupé de dos puertas y techo volvieron a mostrar su perfil característico sobre las rutas con el Gran
Premio Internacional. En un recorrido de 5.374 kilómetros, la hoja de ruta comenzaba en Luján, seguía hasta
Viña del Mar, después a Copiapó en el norte de Chile, Tucumán, Resistencia para arribar a Buenos Aires. Al
año siguiente tuvo lugar la carrera más larga, 9.573 kilómetros, para unir Buenos Aires con Caracas,
Venezuela, y otros 5.187 kilómetros de regreso, pasando por Lima, Perú. El trazado del Gran Premio
República de 1949 condujo a los corredores por el perímetro del mapa del país, hacia Río Gallegos en el
extremo sur, desde allí hasta Jujuy por el borde de los Andes, continuando la travesía hasta las Cataratas del
Iguazú y retornando a Buenos Aires al cabo de 23 días en las rutas. A lo largo de este recorrido, y de tantos
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otros, las radios acompañaron a los corredores, relatando sus vicisitudes, que muchos seguían diligentemente
por medio de los mapas que distribuía el Automóvil Club.
Cuando las emisoras iniciaron la transmisión de las competencias de turismo de carretera las
distancias eran grandes y las comunicaciones precarias, lo que daba lugar a vacíos informativos que eran
llenados por minuciosas descripciones del paisaje que rodeaba los caminos. El efecto de la radio fue permitir
la prolongación de la mirada del espectador que se asomaba a las rutas: una vez que los corredores
desaparecían de su vista la voz del locutor los recuperaba y volvían a estar virtualmente presentes en medio
del vasto territorio, ahora más próximo y familiar. Los relieves y los accidentes del terreno se enriquecieron,
así, de trayectos reconocibles, se poblaron de personajes populares. La experiencia que la radio puso en
acción entre sus oyentes no consistió, pues, en un mero conocimiento sino en una apropiación de la geografía
del país. La imagen de una Argentina unificada por su territorio arraigó en la conciencia colectiva y reforzó
la cohesión que se nutría de la lengua y las costumbres.
La transmisión radial de las competencias de turismo de carretera no sólo contribuyó a valorizar el
espacio nacional; también hizo posible que todos los rincones del país vibraran con un fervor común y
tomaran partido siguiendo las alternativas de la puja entablada entre los Chevrolet y los Ford por el dominio
de las rutas. Estos duelos de ingenio mecánico y resistencia física, que tuvieron en Juan Manuel Fangio y
Oscar Gálvez a sus principales protagonistas, no dejaron a casi nadie indiferente y pasaron a formar parte de
las grandes fiestas deportivas, entre las cuales sobresalía, sin rivales, la celebración anual del campeonato de
fútbol profesional.
También aquí la radio ejerció un papel de primer orden al galvanizar los vínculos formados a partir
de las adhesiones masivas que los clubes de fútbol de la capital despertaban en las provincias. De hecho, el
fútbol argentino era por definición el fútbol de Buenos Aires. Con la excepción de dos clubes de Rosario y
otros dos de La Plata, los que integraron la liga profesional de fútbol creada en 1931 fueron los históricos
clubes porteños fundados a la vuelta del siglo XX, como River Plate (1901), Racing (1903), Independiente
(1904), Boca Juniors (1905), San Lorenzo (1908). Surgidos en los barrios de Buenos Aires, los medios de
comunicación ampliaron luego su influencia hacia todo el territorio y progresivamente ganaron una
popularidad difícil de encontrar en otras latitudes, según ha observado Eduardo Archetti. Un español nacido
en Madrid no es probable que sea simpatizante de un club de Barcelona, y lo mismo cabe esperar en la
situación inversa. En cambio, en la Argentina, un provinciano de Santiago del Estero bien podía hacer suyas
las victorias y las derrotas de un equipo de fútbol porteño y compartir esa experiencia con muchos más
argentinos dispersos en los diferentes puntos del país. La identificación personal con un club de Buenos
Aires se convirtió, así, en parte de una identificación nacional, tan sólida y duradera como la producida por
los símbolos y los rituales patrios.
El conjunto de circunstancias hasta aquí mencionadas se combinó para dar una mayor vertebración al
país y, a la vez, potenciar el lugar central que en él ocupaba Buenos Aires y su entorno inmediato. En estas
condiciones, el nuevo episodio en la integración social de la Argentina que tuvo lugar en los años del
peronismo encontró la plataforma propicia para dilatar su influencia y transformarse en una experiencia de
alcance nacional. Sin duda, las políticas lanzadas desde el Estado se propusieron ese objetivo. Pero su
eficacia estuvo facilitada por el crecimiento de las ciudades y la infraestructura, por la expansión de los
medios de comunicación, por la existencia de vínculos y lealtades entre la población distribuida en el
territorio. Las muchedumbres que partieron de las estaciones de ferrocarril y las terminales de ómnibus de
los pueblos de provincia hicieron el resto, al proyectar más tarde, sobre los lugares de origen, el eco de sus
logros en la metrópoli.
LA SOCIEDAD MÓVIL
En relación con los inmigrantes internos que empezaron a arribar al Gran Buenos Aires desde
mediados de la década del treinta en adelante, Gino Germani -a quien se deben los estudios pioneros sobre la
estructura social argentina- señaló que los recién llegados tendieron a ubicarse en los niveles más bajos de la
pirámide social, empujando a los que ya estaban hacia arriba, a posiciones obreras más altas y hacia los
estratos medios. En verdad, para unos y otros éste fue un período de ascenso social. Para los peones y
jornaleros que venían del interior la entrada al mercado de trabajo del área metropolitana significó de por sí
un movimiento ascendente porque se trataba de ocupaciones con ingresos superiores a los que recibían en
sus zonas de origen. Entre tanto, para los trabajadores residentes en la ciudad el crecimiento económico de la
época trajo aparejada la expansión de nuevas fuentes de empleo. Muchos las aprovecharon en primera
persona subiendo en la jerarquía de la empresa o instalándose por su cuenta como trabajadores
independientes o pequeños propietarios en el comercio, los servicios y la industria; muchos más lo hicieron
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por intermedio de sus hijos, a los que habían conseguido mandar a la escuela y contaban, por lo tanto, con la
instrucción requerida para trabajar como empleados en las actividades privadas y la administración pública.
La suma de estas experiencias de movilidad infundió durante estos años un renovado vigor al secular proceso
de integración de la sociedad argentina.
Para seguir la trayectoria de los cambios en la estructura social se cuenta con los censos de 1947 y
1960, los cuales, si bien cubren un período que no se superpone en todo con aquéllos, brindan, no obstante,
una imagen de las tendencias en curso. Al respecto, comencemos por establecer lo ocurrido con la población
económicamente activa. Aquí nos encontramos inicialmente con un hecho ya anticipado al hacer referencia
al ritmo creciente de la urbanización del país- la contracción del número de personas que se desempeñaban
en las actividades rurales. El empleo agropecuario, que representaba el 26,3% de la población ocupada en
1947 se redujo al 19,5% en 1960, prolongando en el tiempo el éxodo rural que se iniciara hacia 1935-1936.
La creación de oportunidades de trabajo continuó siendo un fenómeno urbano. El crecimiento de la
población económicamente activa, que pasó de 6.267.000 en 1947 a 7.479.000 en 1960, fue absorbido en
primer lugar por el sector secundario -la industria y la construcción- (que ganó un 4,3%) y luego por el sector
terciario -el comercio y los servicios- (que ganó un 2,5%).
Cuadro I:
Distribución de la población económicamente activa por grandes sectores de actividad
1947 1960
PEA del sector Miles % Miles %
Agropecuario 1.646 26,3 1.457 19,5
Secundario 1.801 28,7 2.473 33,0
Terciario 2.820 45,0 3.549 47,5
Total 6.267 100,0 7.479 100,0
Fuente: Censos Nacionales de Población de 1947 y 1960.
Como se desprende del cuadro, estamos en presencia de un sector secundario que mostraba un fuerte
dinamismo en el marco de un despoblamiento del mundo rural y la existencia de un sector terciario que
mantenía su predominio relativo, contribuyendo en forma sustancial al mantenimiento del empleo. A partir
de este perfil ocupacional, puede obtenerse una idea bastante aproximada de los cambios en la estructura
social por medio de la clasificación de las ocupaciones registradas en los sectores de actividad según su
ubicación en la organización económica y luego por su agrupamiento en grandes conjuntos en términos de
clases sociales. Éste es un análisis realizado por Susana Torrado, a quien seguimos en este punto, prestando
atención, con ella, principalmente a la situación de las clases medias y las clases trabajadoras urbanas. Al
respecto, destaquemos que las ocupaciones de las clases medias se expandieron más rápido entre 1947 y
1960 que las correspondientes a las clases trabajadoras: las primeras lo hicieron a una tasa anual del 25%,
mientras que las segundas crecieron al 18%. Es decir que, en términos comparativos, en la estructura
ocupacional del país se crearon y llenaron más posiciones de empleados y pequeños y medianos empresarios
que posiciones de obreros y trabajadores por cuenta propia.
Para colocar esta evolución en el contexto de la época evoquemos brevemente las transformaciones
que experimentó la estructura ocupacional. Éstos fueron los años en que se produjo la ampliación de las
actividades a cargo del Estado, la modernización del aparato productivo, el gran aumento de la educación y
los servicios. Todos estos procesos simultáneos impulsaron el incremento de las ocupaciones no manuales en
relación de dependencia, los trabajadores de cuello y corbata. Así ocurrió en el sector terciario, donde la
figura hasta entonces típica del vendedor de comercio perdió relieve frente a la multiplicación de los
empleados del gobierno, el correo, los bancos, las instituciones escolares y las actividades recreativas. Un
fenómeno similar se observó, asimismo, en el sector secundario. Allí la introducción de técnicas de
administración más sofisticadas en los establecimientos manufactureros de mayor tamaño condujo al
aumento de la demanda de empleados de oficina. Previsiblemente, la incorporación de personal
administrativo fue acompañada por la reducción de la participación de los obreros en las plantillas de la
industria: si en 1947 por cada 100 obreros había 13 empleados, en 1960 el número de éstos era 24. La fuerte
expansión de las burocracias públicas y privadas hizo, así, que las clases medias asalariadas fuesen el estrato
social más dinámico entre las dos fechas censales, con un crecimiento por año del 26%.
En orden de magnitud le siguieron las clases medias autónomas, que en este registro incluyen a los
pequeños propietarios de la industria, los servicios y el comercio, con una tasa de crecimiento entre los dos
censos del 22,9%. El último sector, el de comercio, fue el que más oportunidades ofreció a este estrato social
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en la floreciente economía urbana, al absorber el 45% de su crecimiento entre 1947 y 1960, en la forma
predominante de comerciantes por cuenta propia o con pocos dependientes. En la industria, las condiciones
favorables dentro de las que tuvo lugar la sustitución de importaciones -el proteccionismo y los créditos
subsidiados- también permitieron la instalación de muchas pequeñas empresas con muy poco capital y fuerte
ayuda familiar- De acuerdo con el censo industrial de 1954 el 60% de los establecimientos existentes había
sido creado después de 1945. En conjunto, éstos aportaban sólo un 22% a la producción total de la industria
y tenían en promedio 3,6 asalariados, sus propietarios fueron el otro gran componente del que se nutrió la
pequeña y mediana burguesía que creció al abrigo del desarrollo del mercado interno y del consumo masivo.
Aunque a un ritmo de crecimiento relativo menor que los dos estratos anteriores, con una tasa anual
del 18,2%, las clases trabajadoras asalariadas fueron las que más empleos sumaron en términos absolutos,
unos 500 mil, entre 1947 y 1960, para ser la categoría más numerosa de la pirámide social urbana. Dentro de
ella casi el 50% estaba ocupado en la industria manufacturera. De un censo a otro los obreros industriales
pasaron de 1.000.000 a 1.200.000. En términos generales, ésta era una clase trabajadora joven: hacia 1947
entre el 50 y el 70% de los obreros preexistentes en el área metropolitana había sido reemplazado por nuevos
obreros reclutados entre la masa siempre renovada de los inmigrantes del interior.
Finalmente, completando el cuadro, tenemos a los trabajadores autónomos, que comprenden a
artesanos, cuentapropistas y personal doméstico, creciendo entre 1947 y 1960 a una tasa anual del 17,4%.
Durante ese lapso su composición interna tuvo variaciones significativas ya que el sector mayoritario,
integrado típicamente por mujeres que se desempeñaban en el servicio doméstico, perdió posiciones- del
63,5% del total en 1947 descendió al 53,6% en 1960, reflejando los nuevos horizontes que se abrían para
aquéllas en el mundo del trabajo fabril y los servicios. Las que aumentaron, en cambio, fueron las
ocupaciones en tareas de reparación (mecánicos, electricistas), en servicios personales (peluquerías,
lavanderías) y oficios vinculados a la construcción (pintores, albañiles, plomeros), actividades todas que
requerían un capital inicial mínimo y, por ello mismo, eran un primer canal de avance social para sectores de
las clases trabajadoras urbanas.
Una visión más precisa de la fluidez de la estructura social en los años del peronismo desde la
perspectiva de los estratos más bajos puede obtenerse a partir de la investigación sobre la movilidad social en
Buenos Aires y su periferia que Gino Germani realizara en 1960 y cuyas conclusiones iluminan
retrospectivamente lo sucedido en el período. Hacia 1960 la mitad de los que habían nacido de padres
obreros radicados en la ciudad ya no se encontraba en la situación de trabajador asalariado: había ascendido a
la clase media. Dentro del mismo estrato dependiente, otro 40% había pasado de empleos no calificados a
ocupaciones calificadas. Estos cambios se produjeron tanto por la movilidad individual como por la sucesión
generacional. Un tercio de los jefes de familia entrevistados en 1960 había pasado del estrato de trabajador
manual al de clase media en el curso de su vida ocupacional; a su vez, para ese entonces, más del 50% de los
hijos de padres obreros que habían ingresado al mercado de trabajo en las décadas del treinta y el cuarenta se
desempeñaba en tareas no manuales.
Como ilustran los datos reseñados, a partir de 1946 cobró forma una nueva edición del proyecto de
movilidad que había acompañado la trayectoria del país en los albores del siglo. En ese marco, más
argentinos pudieron mirar a los que estaban situados arriba de ellos en la escala social con la expectativa de
que en poco tiempo ellos o sus hijos habrían de alcanzarlos. Esta vez, sin embargo, lo que tenían por delante
no era la simple repetición de las peripecias propias de la aventura del ascenso individual. La novedad del
peronismo en el poder consistió en que el Estado se ocupó de allanarles el camino, removiendo los
obstáculos y ampliando los procesos que venían ocurriendo en la economía nacional. Para constatarlo, una
primera vía de entrada la brindan los cambios en la distribución del ingreso nacional. Aquí tenemos que la
participación del componente salarial superó por vez primera en la historia la retribución obtenida en
concepto de ganancias, intereses y renta de la tierra. En 1948 aquél ascendía al 53% contra el 47% de éste,
una relación claramente favorable respecto de la situación imperante sólo cinco años atrás, cuando los
asalariados percibían 44,4% mientras que los empresarios, capitalistas y rentistas recibían el 55,6%.
En los cambios operados en la distribución del ingreso nacional influyeron, por un lado, los efectos
de las transformaciones estructurales en curso antes de 1946 y, por otro, los efectos de la acción
gubernamental, que complementaron a aquéllos imprimiéndoles un impulso adicional. En cuanto a los
primeros, se trató de las repercusiones de un fenómeno ya identificado: el desplazamiento de trabajadores de
las zonas rurales a las actividades urbanas. La distribución del ingreso de los lugares de origen de los
migrantes internos era notoriamente más desigual debido a las marcadas diferencias entre la situación de los
trabajadores y la de los dueños de tierras. En el sector urbano de las áreas donde éstos afluían los contrastes
tendían, en cambio, a ser menos intensos ya que, por ejemplo, el número de ocupaciones asalariadas en el
estrato de ingresos medios era más elevado. Por consiguiente, aquí la distribución de ingresos tenía un perfil
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menos desigual. En la relocalización de la fuerza de trabajo inducida por la industrialización y la
urbanización radicó, pues, buena parte de la explicación del incremento observado en la participación de los
salarios en el ingreso nacional,
Este resultado previsible de los procesos en marcha en el país fue luego potenciado desde el gobierno
a través de diversos instrumentos. Uno de ellos fue el respaldo oficial a la sindicalización y a la fijación de
salarios por medio de convenios colectivos. En un breve lapso, más del 50% de los trabajadores urbanos se
organizó en sindicatos y con ese poder de presión acrecido por el alto nivel de empleo lograron aumentos
generalizados de los salarios nominales en las mesas de negociación. Los avances en la posición relativa de
los asalariados estuvieron también facilitados por otro instrumento de la acción gubernamental, una política
general de salarlos en consonancia con su estrategia de estímulo a la demanda interna. Esta política salarial
oficial, además de tener aplicación directa en las actividades comprendidas en el sector público, delimitó el
contexto en que se llevaron a cabo las negociaciones obrero-patronales, actuando como una sólida
plataforma de la redistribución de los ingresos monetarios. A todo esto hay que agregar que la magnitud de
los aumentos en los salarios nominales superó en los primeros años del período a los aumentos en la tasa de
inflación. Ello trajo consigo una formidable expansión de los salarlos reales, los cuales hacia 1949 eran un
62% más altos que en 1945.
La acción redistributiva del gobierno fue visible, asimismo, mediante otro instrumento, la política de
precios relativos y su impacto sobre la canasta de consumo familiar. Recordemos al respecto que el
peronismo aprovechó los altos precios internacionales de los productos del agro en el momento de su
ascenso al poder para financiar el crecimiento industrial y el aumento del gasto público. Para ello el Estado
se apropió de los mayores ingresos del campo a través del control del comercio exterior y la política
cambiaría y los transfirió al sostenimiento de la economía urbana. Con esta política de precios relativos
volvió compatible el incremento simultáneo de los salarios de los trabajadores y los beneficios de los
empresarios. Dicha política hizo posible también algo más: la redistribución del bienestar a favor de los
sectores de más bajos ingresos. A ese objetivo contribuyó indudablemente la caída experimentada en los
precios relativos de los productos del agro, que impidió que el alza de los precios internacionales repercutiera
internamente encareciendo el precio de los alimentos. El reforzamiento del poder adquisitivo de los salarios
fue alcanzado, además, mediante controles de precios a nivel minorista y subsidios a los bienes de consumo
popular, incluidos los alquileres de vivienda.
Resumiendo, las medidas de política del gobierno sumaron sus efectos a los que se derivaban del
desplazamiento de los trabajadores del campo a las actividades urbanas y unos y otros, combinados,
promovieron una redistribución sustantiva del ingreso nacional. El mejoramiento de la posición relativa de
los asalariados sufrió, empero, un vuelco hacia el cuarto año del gobierno peronista. En 1949 llegó a su fin la
bonanza del comercio exterior iniciada en 1945 al invertirse el signo de los términos de intercambio: los
precios de las exportaciones del agro disminuyeron con relación a los precios de los bienes que el país
compraba en el exterior (insumos industriales y maquinarias). Esta tendencia negativa fue acompañada por la
caída del volumen de las exportaciones debido tanto a la pérdida de cosechas a causa de dos grandes sequías
como a la reacción de los productores rurales contra la política de precios del gobierno. Al contraerse su
principal fuente de financiamiento, la prosperidad peronista se interrumpió, la economía entró en una fase de
estancamiento y aumentó la inflación. En el corto plazo, éste habría de ser, no obstante, un paréntesis
pasajero.
Pablo Gerchunoff y Damián Antúnez se han ocupado en este libro de la respuesta oficial a la
coyuntura adversa que enfrentó el país entre 1949 y 1952 y a ellos nos remitimos. Basta con señalar aquí que
cuando, después de iniciativas parciales y, a la postre, inefectivas, en 1952 el gobierno se decidió por un plan
de ajuste, éste reflejó un cambio en sus prioridades: del énfasis en la expansión se pasó a la preocupación por
la estabilidad y el respaldo a la industria fue sustituido por el estímulo al campo. El objetivo de la estabilidad
fue instrumentado mediante una batería de medidas de corte ortodoxo en materia de gasto público y política
monetaria e Incluyó una novedad: la suspensión por dos años de las negociaciones colectivas luego de un
reajuste general de salarios y precios. En cuanto a la crítica situación externa, el gobierno recurrió a la
contracción de las importaciones y al aliento a las exportaciones del agro pero lo hizo sin apelar a la
devaluación de la moneda. Éste hubiera sido un medio rápido para salir del paso pero al costo de un
incremento en el precio de los alimentos. En lugar de esta alternativa, que entrañaba un fuerte golpe sobre la
canasta de consumo popular, las medidas adoptadas para devolver rentabilidad al campo consistieron en más
créditos y en precios internos subsidiados.
Los cuidados puestos por la acción gubernamental con vistas a atenuar el impacto de la crisis sobre
los asalariados no bastaron para impedir una caída de los salarios reales cercana al 26%. Lo cierto es que, en
definitiva, el plan de ajuste permitió capear la emergencia, la inflación se redujo, la actividad económica
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recuperó su dinamismo a partir de 1953 e incluso el problema externo fue superado, al menos
temporariamente. En este contexto, las convenciones colectivas volvieron a reunirse en 1954 y culminaron
con una nueva ola de aumentos en los salarios nominales. Haciendo un balance final, tenemos que hacia
1955 los salarios reales todavía eran superiores en más del 60% a los correspondientes a 1945 y la
participación de los asalariados en la distribución del ingreso nacional alcanzaba al 50%.
"Aquélla era una Argentina bullanguera, más bien próspera, ‘con lo que tira a la basura una familia
argentina vivirían dos familias europeas’ decía Perón y en esto tenía razón. Acostumbrados los
inmigrantes a comprar por cien gramos o hasta por gramos en aquellos años de la posguerra,
sorprendía la abundancia argentina. El peso mínimo de la compra (para la manteca, el queso de rallar,
el jamón) era de un cuarto de kilo y de un kilo para la carne. La gran parrillada, el asado, impresionaba
al europeo."
Vanni Blengino, Más allá del océano, CEAL. Buenos Aires. 1990.
La sociedad móvil de los años del peronismo fue, pues, una sociedad con una estructura de ingresos
más igualitaria. Y, con más ingresos disponibles, los argentinos pudieron consumir más y en forma más
variada. La evolución de los dos rubros básicos del presupuesto de las familias -los alimentos y la vivienda-
tuvo un papel central en la elevación de los niveles de vida de la población, particularmente de los estratos
populares. Ya aludimos antes al abaratamiento de los alimentos. Destaquemos, ahora, lo ocurrido con ese
componente tan esencial de la dieta nacional, la carne. Durante 1946-1952 se produjo en el país la mayor
cantidad de carne registrada hasta entonces, pero a pesar de esa abundante oferta desde 1947 la cantidad de
carne exportada disminuyó en forma continua. La razón: el aumento sostenido del consumo interno. En el
destino de la producción, éste representaba el 75,2% en 1946, pero seis años más tarde ya alcanzaba al
88,8%. En la crisis de 1952, los precios máximos oficiales fijados para la carne fueron suprimidos y hubo
que introducir días de veda en los restaurantes para frenar un consumo que, de todos modos, retornó con
fuerza una vez superada la emergencia.
Con relación a los gastos de vivienda, lo que hizo el gobierno fue mantener la política puesta en
marcha por la anterior administración conservadora, que en 1943 decidió el congelamiento de los alquileres
y la prohibición de los desalojos. Por medio de una sucesión de decretos y leyes, dicha política fue
prorrogada, de tal forma que entre 1943 y 1955 los alquileres subieron solamente un 27,8%, un aumento
insignificante frente al incremento general del costo de vida, cercano al 700%, entre esos años. El impacto
que tuvo la regulación de los alquileres emerge claramente al tomar en cuenta que, de acuerdo con el censo
de 1947, más del 70% de las viviendas del área metropolitana estaban ocupadas por inquilinos. Un beneficio
adicional lo aportó también el control oficial establecido sobre los precios de la electricidad y los servicios
públicos como los transportes y teléfonos.
La reducción en el costo de los gastos básicos de la canasta de consumo popular permitió disponer de
más ingresos para otros gastos. Esto se reflejó en la producción de una gran variedad de bienes. Los mayores
gastos en bebidas llevaron a un aumento del 35% de la cantidad de vino de mesa producido entre 1946 y
1953; en el mismo período, la producción de cerveza aumentó un 41 %. También mejoró la indumentaria de
las familias, impulsando a las manufacturas textiles y de confecciones, que crecieron en la década peronista
el 40% y el 41%, respectivamente. Asimismo, durante esos años más hogares pudieron tener acceso a los
artefactos de uso doméstico que la industria fabricaba en grandes cantidades. Así fue que la refrigeradora a
hielo comenzó a ser reemplazada por la heladera eléctrica, cuya producción aumentó más de cuatro veces
entre 1941 a 1953. A su vez, la cantidad de planchas eléctricas producidas en ese lapso se multiplicó por tres
y la de los calefones eléctricos lo hizo por ocho. Entre tanto, el gas, traído a Buenos Aires desde las cercanías
de Comodoro Rivadavia por un gasoducto iniciado en 1947 y terminado dos años después, decretó el fin de
la antigua "cocina económica" y, en su lugar, se popularizó otra, más cómoda, limpia y manejable. El
presupuesto de las familias incluyó, igualmente, más fondos para los gastos en recreación, como lo puso de
manifiesto el incremento de los asistentes a las salas de cine y a los espectáculos deportivos.
Con la redistribución de los ingresos y la expansión de los consumos, la prosperidad de los años del
peronismo -sólo quebrada en los momentos difíciles de mitad del período- fluyó a lo largo de la pirámide
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social urbana como nunca antes en el pasado. Por cierto, esta vivencia directa y palpable en los más diversos
aspectos de la existencia cotidiana tuvo distintas implicaciones dentro de la población, Entre los sectores
trabajadores de más reciente radicación ella significó la ampliación de sus horizontes más allá de las
necesidades inmediatas de subsistencia. Para los obreros más establecidos, los empleados y las clases medias
representó el acceso a una mayor variedad de bienes y un mejor aprovechamiento de los beneficios de las
políticas sociales y del gobierno. Un ángulo apropiado para observar este contraste lo ofrecen las iniciativas
en torno de un problema candente de la hora, la cuestión de la vivienda.
Con la aceleración del proceso de urbanización a partir de mediados de la década del treinta la
pregunta acerca de cómo dar y garantizar abrigo y techo había ido ganando relevancia pública. La decisión
de congelar los alquileres y prohibir los desalojos adoptada en 1943 puede ser vista como una expresión de
ello. Con esa iniciativa, el gobierno del presidente Castillo procuró neutralizar los efectos de la presión sobre
el mercado inmobiliario que ejercía la afluencia creciente de nuevos residentes urbanos. Una idea de la
envergadura que había alcanzado la cuestión de la vivienda en el epicentro de ese movimiento poblacional la
suministró el censo escolar llevado a cabo ese mismo año. Los datos de dicho relevamiento permitieron
establecer condiciones de hacinamiento colectivo, cuando más de cuatro familias compartían una misma
casa, y de hacinamiento individual, allí adonde más de cuatro miembros de una misma familia dormían en
una misma pieza.
De acuerdo con el análisis del censo hecho por Anahí Ballent, en 1943 Buenos Aires mostraba el
valor más alto del país en hacinamiento colectivo, una situación que comprendía al 22% de las familias. Por
el contrario, su nivel de hacinamiento individual estaba entre los más bajos, afectando al 18,5% de las
familias. Reuniendo ambos índices, tenemos que en la capital del país una familia tenía más probabilidades
de disponer de una mayor cantidad de cuartos pero tendía a menudo a compartir la vivienda que habitaba con
otras familias en condiciones escasamente confortables. En las provincias, en cambio, era más alto el índice
de hacinamiento individual, revelando que era más frecuente encontrar viviendas con una única habitación o
con un número reducido de habitaciones respecto de los que convivían en ellas. Para completar la
descripción, destaquemos que la situación en la que varias familias compartían una misma casa tenía en
Buenos Aires un alcance aún mayor. En efecto, sin llegar al límite del hacinamiento, ésta era la condición en
que se hallaba el 54% de las familias censadas, superando los valores de los inquilinatos o pensiones. Un
cuadro semejante indicaba por lo menos dos cosas: primero, que era frecuente que las familias alquilaran
habitaciones de sus viviendas a fin de equilibrar el presupuesto; segundo, que muchas nuevas parejas, sin
ahorros suficientes para instalarse por su cuenta, optaban por acomodarse como fuera en la que era la casa de
sus padres.
No sorprende, por lo tanto, comprobar que en Buenos Aires las viviendas ocupadas por sus
propietarios fuesen una minoría. Según el censo de 1947, comprendían sólo el 17,5% del total de viviendas.
En el Gran Buenos Aires, donde la tierra tenía un costo menor, el panorama se presentaba mejor ya que los
propietarios constituían el 43,3% de los habitantes de viviendas. En términos generales, se puede afirmar que
la casa propia, que simbolizaba desde principios de siglo la culminación ideal de la aventura del ascenso
individual, permanecía todavía fuera del alcance de muchos. El peronismo en el gobierno modificó ese
estado de cosas. "El derecho a la vivienda" figuró desde muy temprano en su programa de reparación social
y, al mismo tiempo, sirvió para dar estímulos a la industria de la construcción en forma consistente con su
política de expansión del mercado interno.
Entre las iniciativas oficiales en el terreno de la vivienda ya se mencionó el congelamiento de los
alquileres. Para ampliar el mercado de la construcción, en 1948 fue aprobada la Ley de Propiedad
Horizontal. Antes de su promulgación sólo se podía ser propietario de casas individuales o de casas
colectivas, como se llamaban los edificios de departamentos, habitados típicamente por familias de clase
media. La ley 13.512 admitió en este último caso la división de la propiedad por unidades permitiendo, en
consecuencia, la adquisición de departamentos. Aunque al amparo de la nueva legislación se construyeron
edificios de departamentos, el auge de la propiedad horizontal se produjo recién en los años posteriores a la
gestión del peronismo. En los hechos, el principal efecto de la ley fue facilitar la venta de los departamentos
ya existentes a sus inquilinos, luego que el congelamiento de los alquileres restara todo atractivo a la
propiedad con propósitos de renta. En verdad, la iniciativa oficial más importante para democratizar el
acceso a la vivienda se concretó a través del crédito barato por intermedio del Banco Hipotecarlo Nacional.
Como lo destacara Oscar Yujnovsky, los créditos del BHN operaron como mecanismos de redistribución de
ingresos ya que no requerían depósitos previos y sus tasas de interés no se reajustaban al ritmo de la
inflación. En estas condiciones, y a pesar de los aumentos en los costos de la construcción, los sectores
asalariados pudieron afrontar los créditos para vivienda. La proporción del salario que un obrero calificado
necesitaba para pagar su crédito aumentó del 23,8% en 1943 al 31,7% en 1954. Ésta era, con todo, una deuda
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manejable; en cambio, los obreros no calificados tuvieron mayores dificultades pues las cuotas del crédito,
que equivalían al 36,1% de su salario en 1943, alcanzaron al 42,7% en 1954. De acuerdo con las estadísticas
recogidas por Peter Ross, quienes aprovecharon los créditos del BHN fueron, en particular, los empleados
públicos. Así, por ejemplo, de las 54.895 solicitudes de crédito pata vivienda en 1954, 24.870
correspondieron a ese estrato. Solamente solicitaron créditos 2.848 obreros del sector público. De manera
similar, los empleados del sector privado sobrepasaban de lejos a los obreros de este sector, 13.948 y 6.761
respectivamente. En suma, en 1954 el 77% de las solicitudes provinieron de empleados y las restantes
correspondieron a obreros.
Además de la política de crédito barato, el gobierno tomó a su cargo la construcción de viviendas
con destino a sectores de menores recursos. Las iniciativas más importantes se localizaron en la periferia de
la capital y respondieron en su diseño tanto a la imagen ideal de la ciudad jardín" -tal fue el caso de las 5.000
casas del barrio Ciudad Evita, en dirección del aeropuerto de Ezeiza- como al perfil más adusto de los
monobloques de cemento -por ejemplo, las 1.100 viviendas del barrio Los Perales en Mataderos-. Más que
en estos programas oficiales, el crecimiento del Gran Buenos Aires, que llegó a concentrar en 1960 el
26,49% de la población urbana del país, descansó en el proceso más molecular de la autoconstrucción, a
partir del financiamiento bancario y el loteo masivo de tierras. La inversión pública en infraestructura no
pudo seguir, empero, el ritmo de esta urbanización rápida y desordenada, de tal modo que en 1960 en el Gran
Buenos Aires cerca del 60% de la población no tenía agua corriente y el 75% tampoco tenía desagües
cloacales. Carencias como éstas no alcanzaron, sin embargo, para cancelar el mayor logró de estos años:
convertir el sueño de la casa propia en una realidad al alcance de más argentinos. El número de viviendas
alquiladas en el área metropolitana que en 1947 se elevaba al 70% en 1960 descendió al 42%, mientras que
las viviendas ocupadas por propietarios pasaron de 26,8% al 58, 1 % a lo largo del período.
La contrapartida de esta evolución promisoria fue la situación en que se encontraron los pobladores
sin dinero suficiente para alquilar o comprar un lote de terreno en cuotas. Para ellos la alternativa disponible
fue convertirse en ocupantes, a menudo ilegales, de tierras fiscales, en zonas inundables o de escaso valor, en
las llamadas "villas de emergencia". En 1956 unas 110.000 personas vivían en estas condiciones en el
conglomerado y, de ellas, cerca de 35.000 en asentamientos ubicados en la propia ciudad de Buenos Aires.
Dos son las conclusiones que es posible extraer de esta somera reconstrucción de la cuestión de la
vivienda y sus soluciones durante los años del peronismo. La primera es que la acción del gobierno
contribuyó y mucho a corregir el déficit que encontró a comienzos de su gestión. La segunda conclusión se
refiere a las consecuencias del principal instrumento al que se recurrió para ello, el crédito subsidiado. Como
ocurre con las políticas redistributivas de alcance general, al momento de recoger los beneficios emergen las
diferencias en el punto de partida de los que son sus destinatarios, esto es, diferencias en cuanto a los medios
económicos, a la información, a los contactos sociales y políticos. Vista desde este ángulo se comprende que
la tajada mayor en la política de acceso a la vivienda llevada a cabo por el peronismo haya correspondido a
quienes estaban mejor ubicados para aprovecharla, el vasto sector de las clases medias. Más en general, si
cabe afirmar que entre 1946 y 1955 estamos ante un proceso de democratización del bienestar es a condición
de reconocer al mismo tiempo que ése fue un proceso cuyos resultados se distribuyeron en proporción a los
recursos de poder e influencia de los distintos grupos sociales.
Una confirmación adicional la encontramos en el terreno de las políticas de protección social.
Comenzando por las jubilaciones, tenemos que la previsión social había comenzado a ser reconocida en el
país de manera muy limitada en 1904 con la creación de la caja de empleados públicos. En los años
sucesivos la cobertura de las necesidades de la vejez se fue extendiendo poco a poco, en 1915 a los
trabajadores ferroviarios, en 1921 al personal de los servicios públicos, en 1923 a los empleados bancarios,
en 1939 a los periodistas y al personal de la marina mercante. El gran impulso a la previsión social vino con
la Revolución de junio de 1943; en ese año se creó la caja de empleados de comercio y, ya instalado el
gobierno peronista, la caja del personal de la industria en 1946. El salto en el número de afiliados al sistema
previsional fue considerable: de los 481,837 que eran en 1943 pasaron a 2.317.946 en 1947, casi cinco veces
más. Durante los primeros años del peronismo el régimen jubilatorio operó con un enorme superávit ya que
era muy reducida la proporción de beneficiarlos, circunstancia que permitió al gobierno contar con ingentes
recursos para financiar las cuentas públicas.
Con independencia de su mayor alcance, el hecho es que el sistema de previsión siguió funcionando
de acuerdo con cómo venía haciéndolo hasta entonces. La protección a la vejez se había ido desarrollando en
el tiempo siguiendo la trayectoria de los esfuerzos propios de trabajadores por asegurarse medios de
subsistencia una vez retirados del mercado de trabajo. Cuando fueron exitosos, esos esfuerzos se
materializaban en un esquema jubilatorio sostenido por las contribuciones obligatorias de los trabajadores y
sus empleadores. La extensión de este tipo de protección social a una nueva categoría de trabajadores daba
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lugar a la creación de un nuevo esquema, autónomo de los otros en su financiamiento y gestión y también
diferenciado en cuanto a los beneficios que otorgaba. El montó de las jubilaciones era dependiente del nivel
de las retribuciones percibidas por los trabajadores y éstas variaban tanto a lo largo de su historia laboral
como, sobre todo, según cuál fuera el sector de actividad donde habían estado ocupados.
El peronismo terminó haciendo suya sin cambios apreciables esta fórmula de cobertura de los riesgos
de la vejez basada en el principio de la participación laboral. En 1944 fue creado el Instituto Nacional de
Previsión Social con dos finalidades principales, La primera, promover la jubilación entre los trabajadores
que carecían de ella. Este objetivo fue, inicialmente, alcanzado como ya indicamos por medio de las cajas
para los empleados del comercio y el personal de la industria. A ellas se agregaron luego, en 1954, las de los
trabajadores rurales y los trabajadores autónomos, llevando a 4.691.411 el número de afiliados al sistema
previsional. La segunda finalidad fue incorporar a los diversos esquemas jubilatorios en un régimen unitario
para coordinar su acción y reducir la desigualdad de derechos y obligaciones existentes entre sus
beneficiarios.- El intento no fue muy lejos, sin embargo, porque las cajas pasaron a formar parte de la nueva
agencia estatal en calidad de secciones, conservando sus fondos y sus regímenes jurídicos y administrativos.
La vía de la reforma fue otra vez explorada en el Primer Plan Quinquenal, 1947-1951. Como lo ha
indicado Peter Ross, el documento oficial del plan, presentado al Congreso en octubre de 1946, contenía una
fuerte crítica a las cajas previsionales existentes, por ser al mismo tiempo demasiado generosas y demasiado
restringidas. Por un lado, otorgaban elevadas jubilaciones a una edad temprana y brindaban a ciertos grupos
de trabajadores seguros por enfermedad y de vida pero, por otro, no ofrecían asistencia médica ni subsidios
por desempleo. El Primer Plan Quinquenal propuso hacer tabla rasa con estas instituciones para introducir en
su lugar una seguridad social universal. Los niveles de contribución para su sostenimiento se calcularían de
acuerdo con el ingreso de una familia modesta promedio, con aportes de trabajadores y empleadores,
incrementados en forma progresiva según los salarios. Los beneficios comprendían jubilación a los sesenta
años y seguros contra accidentes, en enfermedades, maternidad, incapacidad, fallecimiento y desempleo. La
propuesta no llegó a ser implementada, sin embargo.
La presión más importante en su contra provino de los propios trabajadores afiliados a las cajas, que
se resistieron a un proceso que conducía a una nivelación de los beneficios. Esta fue una resistencia que el
gobierno prefirió no desafiar. En 1953 una nueva legislación retrotrajo la situación al estado anterior a la
creación del Instituto Nacional de Previsión Social, las cajas recuperaron su autarquía, y aquél vio limitadas
sus atribuciones al decidir sólo en materia de recursos de apelación. El resultado de la gestión peronista fue,
así, la extensión de la red de protección social a secciones más amplias de la población pero también la
fragmentación de la solidaridad pública en función de la distinta capacidad de presión de las categorías de
trabajadores en el mercado.
La suerte corrida por la única innovación que se apartó de la fórmula que asociaba la protección
social con los resultados en el mercado ilustró cuán sólidos eran los principios e instrumentos heredados del
pasado. En 1948, por la ley 13 .478, se establecieron pensiones no contributivas para los mayores de 60 años
que no estuvieran amparados por algún esquema jubilatorio y no contaran con medios suficientes de
subsistencia, a ser financiadas con fondos de la lotería nacional. Si bien tenía un carácter residual y sus
beneficios estaban sujetos a que se probara la condición de indigente, este nuevo régimen ampliaba las
fronteras del sistema previsional más allá del principio de la participación laboral. Ocurrió que cuando fue
reglamentado, en 1949, su aplicación quedó circunscripta a la Capital Federal y los territorios nacionales,
excluyendo a las regiones más pobladas del interior donde los casos de extrema necesidad eran seguramente
más probables y frecuentes.
Un desenlace en cierto modo semejante al observado en la previsión social se verificó en la política
de salud pública. En este campo, la acción gubernamental tuvo una envergadura inédita en el país y quedó
asociada a la figura del doctor Ramón Carrillo, su principal impulsor. Designado al frente de la recién creada
Secretaría de Salud Pública en 1946, logró que en 1949 fuera promovida a la jerarquía de ministerio, cuya
dirección ocupó hasta 1954. Desde esta plataforma, Carrillo procuró llevar a la práctica el programa
desarrollado por el pensamiento sanitarista en la década precedente, un programa que ponía el acento en el
primado de la intervención estatal y que confiaba a esa intervención la misión de centralizar las tareas de
atención médica y de asistencia social a los efectos de una acción integral. Con el mismo espíritu que lo
hiciera en materia de jubilaciones, el Primer Plan Quinquenal condensó dicha misión en el objetivo de crear
un sistema unificado de salud que prometía brindar el cuidado médico, curativo, preventivo y de asistencia
social a todos los argentinos. Esta ambición universalista, que apuntaba a alcanzar a la población como un
todo sin distinciones, tropezó, sin embargo, con una variedad de obstáculos. Antes de referirnos a ellos
destaquemos que, de todos modos, la acción gubernamental comportó un mejoramiento sustantivo en las
condiciones de la salud pública.
15
Para limitarnos a unos pocos indicadores, la oferta de atención médica casi se duplicó en el período.
En 1946 el número de camas en hospitales era de 66.300 y en 1954 sumó 131.440, con un incremento del
98,3%, y ello permitió, a su vez, que la cantidad de camas por cada 1.000 habitantes se elevara de 4 en 1946
a 7 en 1954, Esta mayor disponibilidad fue el resultado de las fuertes inversiones realizadas en la
construcción de hospitales y puestos sanitarios, así como de los trabajos de modernización organizativa
llevados a cabo para corregir las deficiencias heredadas del sistema de salud. Paralelamente, las campanas
masivas y de alcance nacional para erradicar las enfermedades endémicas fueron una actividad central de la
gestión de Carrillo. Entre ellas la lucha por erradicar el paludismo, que afectaba en particular a las provincias
del norte, ocupó un primer lugar y tuvo un desenlace exitoso gracias a la utilización en gran escala de DDT y
a eficaces acciones preventivas. Campañas similares se hicieron con respecto a enfermedades muy
extendidas, como la tuberculosis y la sífilis, las cuales pudieron beneficiarse con la difusión contemporánea
de la penicilina y sus derivados. Con la misma inspiración, la educación sanitaria de la población fue otra de
las iniciativas prioritarias; como parte de ella fue obligatorio presentar certificados de vacunación para
inscribirse en la escuela, realizar trámites administrativos y también viajar.
La acción del Ministerio de Salud Pública fue respaldada por la realización de obras de
infraestructura. Con la consigna Nada es más grande que el agua, el gobierno peronista extendió los
desagües cloacales, la construcción de acueductos y la provisión de agua potable. Los progresos en este
terreno fueron, no obstante, lentos. En 1942 aproximadamente 6 millones y medio de habitantes tenían agua
corriente y un poco más de 4 millones servicios cloacales; en 1955 los números eran 10 millones y 5
millones y medio respectivamente. Los problemas económicos hacia la mitad del período conspiraron contra
estas inversiones y afectaron asimismo los planes de construcción de hospitales y centros de salud. Hubo sí
una mejoría en la oferta de personal médico, tributaría, en general, de desarrollos previos, ya que debido a la
duración de la formación en medicina -unos ocho años en promedio- los esfuerzos oficiales recién hubieron
de tener efectos en el período posterior. Según las estadísticas disponibles, el número de médicos creció de
8.310 en 1934 a 22.412 en 1954, lo que llevó a que se pasara de un médico por cada 1250 habitantes a cada
850 habitantes entre ambas fechas. El promedio nacional alcanzado al cabo de veinte años, es innecesario
aclarar, reunía situaciones muy disímiles. Los mejores indicadores se registraban en la Capital Federal,
Córdoba y Santa Fe. En el resto del país, la relación médicos por habitante, si bien mejoró, estuvo lejos de
ser satisfactoria. Ocho provincias tenían un médico por cada 1.700 a 2.500 habitantes, mientras que en otras
seis y en los territorios nacionales había menos de un médico por cada 2.500 habitantes.
Esta imagen de un progreso cierto pero desigual en los niveles de salud del país conserva toda su
vigencia al considerar el impacto de las políticas oficiales de la época. Los datos revelan un descenso
sostenido en la tasa de mortalidad para todas las edades de la población. La mortalidad infantil, por ejemplo,
cayó de 80,1 por mil en 1943 a 70,4 por mil en 1947 y a 66,5 por mil en 1953. A su vez, la esperanza de vida
promedio de los argentinos aumentó de 61,7 años en 1947 a 66,5 años en 1951 Al desagregar estos índices
en términos sociales y en términos regionales se comprueba que los valores más positivos eran características
de los estratos sociales más altos y de las grandes áreas urbanas de las provincias del Litoral. Fue
precisamente contra diferencias semejantes y en nombre de la igualdad de oportunidades del conjunto de la
población que Carrillo concibió el proyecto de un sistema unificado de salud.
Como anticipamos, dicho proyecto tropezó con obstáculos importantes, sobre los cuales Susana
Belmartino ha llamado la atención. Para comenzar, en 1944, la Dirección Nacional de Atención Médica y
Asistencia Social fue dividida en dos: la Dirección Nacional de Salud Pública, en la órbita del Ministerio del
Interior, y la Dirección Nacional de Asistencia Social, dependiente de la Secretaría de Trabajo y Previsión.
El primer organismo se convirtió en 1946 en la Secretaría de Salud Pública, para transformarse, según fue
indicado antes, en Ministerio en 1949. Fuera de la jurisdicción de Carrillo quedaron, pues, las actividades
asistenciales, buena parte de las cuales hasta allí estaban a cargo de sociedades de beneficencia tradicionales.
Su radicación en el ámbito de la Secretaría, más tarde, Ministerio de Trabajo y Previsión, habría de dar el
marco institucional para un desarrollo todavía en ciernes de la acción sindical: la provisión de servicios de
salud a los afiliados. El gremio más organizado de entonces, los ferroviarios, inauguró su propio hospital en
1944 y proveyó a los demás de un modelo a imitar, que recogía la experiencia de las mutualidades creadas
por las comunidades de inmigrantes extranjeros en las décadas pasadas. Como parte de la relación
privilegiada de los gremios con el gobierno peronista surgirán, así, las primeras obras sociales sindicales y lo
harán en forma independiente de la pretensión del ministro de Salud de colocar bajo un comando unificado la
atención médica y la asistencia social en el país. En cuanto tales, las obras sociales sindicales implicaron la
difusión de una fórmula de cobertura de salud a partir de criterios ocupacionales, cuyos resultados -una
solidaridad tan fragmentaria y heterogénea en sus beneficios como la de las cajas de jubilaciones- estuvieron
en conflicto con el programa universalista del proyecto de Carrillo.
16
En 1952, el Segundo Plan Quinquenal confirmó el eclipse de ese proyecto al incluir entre sus metas
que los gremios desarrollaran sus propios servicios asistenciales. Para esa fecha era ya una realidad robusta
pero también conflictiva con aquella otra iniciativa paralela del gobierno: nos referimos a la obra de la
Fundación Eva Perón. Creada en 1948 como "Fundación Ayuda Social María Eva Duarte de Perón" para dar
una estructura a las actividades que ésta venía realizando en el campo social, en 1950 tomó el nombre por el
cual sería popularmente conocida. Con el surgimiento de la Fundación culminó la amplia reorganización de
la asistencia social que había comenzando en 1944 y proseguido en 1946. Por medio de una sucesión de
resoluciones, las sociedades de beneficencia privadas, administradas por damas de los círculos aristocráticos
y sostenidas principalmente con dineros públicos, fueron transferidas con sus bienes e instalaciones al ámbito
estatal. A partir de estos recursos y de otros que fluirían sin cesar, la Fundación Eva Perón se dirigió a los
sectores más desamparados de la población, a ese ancho mundo de los humildes, como fue llamado, que
quedaba, en los hechos, fuera de las instituciones de protección social basadas en la participación en el
mercado laboral, ya sea porque no tenían un trabajo regular o porque en el caso de los más viejos, si bien
habían trabajado toda la vida, muchos de ellos llegaban a la edad de retiro sin tener jubilación. La Fundación
construyó hogares para huérfanos, madres solteras y ancianos indigentes, comedores escolares, hospitales de
niños y policlínicas, colonias de vacaciones y hoteles de turismo, viviendas de bajo costo y escuelas de
enfermeras. Por medio de actividades de prolongado eco en la memoria popular, también se hizo presente en
las navidades repartiendo juguetes y bicicletas y en la organización anual de los campeonatos infantiles y
juveniles de fútbol.
Volviendo a los avatares del proyecto de Carrillo, señalemos que las iniciativas de la Fundación
colocaron un obstáculo adicional al puesto por las obras sociales sindicales. En efecto, la política hospitalaria
del Ministerio de Salud debió acomodarse a los planes de Evita, que siempre tenían prioridad, y ello le restó
recursos y coherencia a la hora de las decisiones, Un último aspecto, relativo a su financiamiento, merece ser
subrayado. Los fondos de la Fundación Eva Perón provinieron de varias fuentes. Entre las más sustantivas,
de donaciones no siempre voluntarias de empresas y contribuciones extraordinarias de os sindicatos, de las
entradas anuales de la Lotería Nacional, los casinos y las carreras, finalmente de los aportes regulares de los
trabajadores -el salario de dos días no laborales al año y los aumentos salariales del primer mes de vigencia
de nuevos convenios colectivos-. Estos aportes, sumados a las contribuciones de los sindicatos, convirtieron
en parte a la Fundación en un mecanismo de redistribución de ingresos dentro del propio universo de los
sectores populares, desde las categorías más prósperas a las otras más necesitadas. Considerado en el marco
de la época, su función fue llenar el vacío dejado por el fallido propósito de crear una red de protección
social abarcativa de toda la población.
A diferencia de las políticas sociales examinadas hasta aquí, fue en el terreno de la expansión de la
educación donde la democratización del bienestar durante los años del peronismo tuvo un alcance más
amplio. Por cierto, el punto de partida a este respecto era claramente mejor ya que recogía los frutos de una
intervención pública bastante consistente a lo largo del tiempo y del valor arraigado que la educación tenía
en grandes franjas de la población como medio para el ascenso social. No obstante, a comienzos de la década
del cuarenta el problema del analfabetismo continuaba siendo una fuente de preocupaciones, ha observado
Raanan Rein. En este sentido, menciona los resultados de un relevamiento hecho entre jóvenes conscriptos
por el Ministerio de Guerra del régimen de la Revolución de Junio. De ese estudio se desprendía que, por
ejemplo, del total de conscriptos de la clase 1922 incorporados en 1943 el 18,52% era analfabeto.
Distinguiendo por el lugar de origen, la proporción de conscriptos que tenía dificultades para leer y escribir
era en capital 4,7%, provincia de Buenos Aires 14,20%, provincias del nordeste 23,38%, del centro-este
23,42%, del norte 25,42 %, del sur 18,52%. Estas cifras provocaron inquietud en los altos mandos pues -
según fue subrayado en las conclusiones del estudio- al incidir "en la preparación de las reservas del
Ejército" afectaban "la defensa nacional". Se agregó, así, una razón adicional a las que existían desde antes
en la cultura argentina para dar a la educación el lugar central que tendría en la agenda del gobierno
peronista.
Cuadro II:
Matrícula de la enseñanza primaria
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1945 2.033.781 0,4%
1946 2.049337
1950 2.272.108 2,1%
1951 2.359.854
1955 2.735.026 3,1%
Fuente: Ministerio de Educación y Justicia, Departamento de Estadística Educativa, La enseñanza primaria
en la República Argentina 1913-1964, Buenos Aires, 1964. pp. 14-15.
A partir de entonces se incrementó la participación de los gastos en educación dentro del presupuesto
nacional, siendo en 1953-1954 un tercio más de lo que era en 1946, Asimismo, en 1948 las actividades
educativas fueron separadas de la esfera del Ministerio de Justicia y convertidas en la jurisdicción de un
ministerio independiente. Con la reorganización administrativa y los mayores recursos financieros se puso en
marcha una activa política dirigida a ampliar el acceso a la enseñanza. Sus resultados fueron visibles en
todos los niveles pero sobresalieron en particular los alcanzados en el nivel secundario.
El crecimiento de la matrícula en la enseñanza primaria durante el período permitió retomar la
tendencia expansiva de las primeras décadas del siglo. Entre los años 1921-193 0 y 193 1 -1940 su tasa de
crecimiento anual se había situado en 2,4% y en 2,6%. Esta tendencia experimentó, sin embargo, un corte
abrupto en 1941-1945; en estos cinco años la tasa descendió al 0,4%. Con la llegada del peronismo al
gobierno la incorporación a la escuela volvió a crecer, en 1946-1950 al 2,1% y en 1951-1955 al 3,1%. A lo
largo de la década la tasa de crecimiento de la matrícula fue superior a la de la población total, lo cual
sugiere que el acceso a la enseñanza primaria se extendió a más sectores sociales de menores ingresos, que
tuvieron a su alcance más escuelas y más maestros en las zonas centrales pero también en las zonas
periféricas de la geografía del país. Sus resultados pueden ser vistos en parte por medio de la evolución de
los índices de analfabetismo, siguiendo la descripción hecha por Mariano Plotkin. De 1947 a 1960 el
porcentaje de analfabetos mayores de 14 años cayó del 13,6% al 8,9%. Al considerar su distribución por
grupos de edad los progresos realizados aparecen con más claridad. Así tenemos que en 1960 el porcentaje
de analfabetos entre los individuos cuyas edades estaban comprendidas entre 14 y 29 años -y que por lo tanto
habían recibido buena parte de su escolarización durante los años del peronismo- representaban el 21,4% del
total de analfabetos, trece años antes, en 1947, la proporción de los que tenían dificultades para leer y escribir
en ese mismo grupo de edad era mayor y se elevaba al 25,1% del total de analfabetos.
Cuadro III:
Matrícula de la enseñanza media
Especialidad
Normal Bachiller Comercial Técnica
Año Total Tasa Total Tasa Total Tasa Total Tasa Total Tasa
1930 83.800 23,453 31,035 8.714 20.598
1945 202.070 8,8% 50.331 7,1% 62.151 6,2% 27.780 13,6% 61.808 12,5%
1946 217.817 59.653 66.009 30.305 61.850
1955 467.199 11,4% 97.306 6,3% 110.735 6,8% 83.257 17,4% 175.881 18,4%
Fuente: Ministerio de Educación y Justicia, Departamento Estadístico, Enseñanza Media Tomos I y II (Normal y
Media) 1914-1963, Buenos Aires, 1964, pp. 58-59, 283.
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Finalmente, destaquemos que también la matrícula universitaria registró un sustancial aumento, con una tasa
anual del 11,3% entre 1945 y 1955, multiplicando por tres el número de estudiantes que recibía educación
superior, que pasó de 47.387 alumnos a 138.628.
Así como para el acceso a la educación puede afirmarse que las políticas oficiales y la elevación del
nivel de vida se combinaron para dar mayor intensidad a un proceso que ya estaba en marcha desde tiempo
atrás, lo mismo vale para otro capítulo importante de la democratización del bienestar, el desarrollo del
turismo de masas. Éste fue un objetivo que estuvo presente desde un comienzo en la gestión del peronismo.
Empero, lo que habría de distinguirla sería más la envergadura que la novedad de las iniciativas a través de
las cuales se concretó. El esparcimiento en los lugares de veraneo como programa del uso del tiempo libre
venía creciendo sostenidamente en la década del treinta, difundiéndose entre capas más amplias de la
población. El balneario de Mar del Plata y las sierras de Córdoba eran los destinos preferidos en el paisaje
turístico del país, que incluía asimismo centros más lejanos y todavía incipientes en torno de las Cataratas del
Iguazú, las estaciones termales de Mendoza y Salta y el lago Nahuel Huapi. El plan de obras viales de los
gobiernos conservadores contempló precisamente a los dos primeros, con la pavimentación de las rutas dos y
ocho, respectivamente, ensanchando las puertas de entrada al ocio estival. Al tren se agregó ahora el
automóvil y luego el ómnibus y con ellos aumentó el flujo de veraneantes, atraídos por la proliferación de
hoteles y pensiones al alcance de bolsillos más modestos. Los cambios con los que se encontraron los nuevos
visitantes, mayoritariamente de clase media, fueron más visibles en Mar del Plata, donde la ciudad ofreció
una pantalla más expresiva que las localidades dispersas de las sierras de Córdoba a las transformaciones
urbanas inducidas por la expansión del turismo.
A fines de los años treinta, el gobernador Manuel Fresco promovió una modificación radical en la
antigua villa balnearia de la elite social. En 1940, la demolición de la Rambla Bristol, de estilo francés,
construida veintisiete años antes como manifestación espléndida de la sociabilidad aristocrática, resumió el
fin de una época. En su lugar se levantó el complejo Bristol-Casino-Hotel Provincial, formado por dos
macizos edificios gemelos, separados por una plaza de cemento, que albergaban en sus dependencias
cuatrocientas habitaciones del hotel, cuarenta locales para negocios, un teatro-cine con dos mil localidades,
treinta departamentos en el casino, restaurantes, balnearios con ochocientas sillas, locales para clubes
deportivos, una pileta de natación y amplias salas de entretenimiento. La otra obra importante consistió en la
construcción de un lugar acorde con el éxodo de la elite veraneante en dirección al sur, más allá del Cabo
Corrientes, en Playa Grande. Las nuevas instalaciones comprendieron ocho edificios balnearios, una pileta
de natación para mil bañistas, un restaurante en armonía con el estilo señorial del Golf Club, más locales de
comercio y playas de estacionamiento cubiertas. La cesión de la Playa Bristol a los turistas más recientes y la
radicación de los antiguos en Playa Grande convalidó las mutaciones del paisaje social operadas en los años
previos y delineó el perfil perdurable de Mar del Plata como balneario de masas. Quedó, así, preparado el
escenario para recibir a la nueva ola de veraneantes que afluyó a sus playas durante los años del peronismo.
Los 380.000 turistas arribados a Mar del Plata en la temporada de 1940 aumentaron diez años
después a un millón y en 1955 crecieron más todavía, sumando 1.400.000. Entre aquellos para los que
llegaba por fin la oportunidad de pasar las vacaciones junto al mar un número importante era beneficiario de
la política de turismo social del gobierno. Con respecto a esta política corresponde indicar que retomaba, en
gran escala, experiencias conocidas en los años previos y asociadas a los primeros centros de recreación
veraniega dedicados a las familias obreras levantados a iniciativa de algunos sindicatos y organizaciones
católicas. Los pilares del turismo social peronista fueron colocados en 1945. El decreto por el que se creó el
aguinaldo estableció un descuento del 5% con destino a la promoción del turismo entre los trabajadores y la
construcción de colonias de vacaciones. Por vez primera se asignaron oficialmente fondos con ese fin, que en
1948 fueron transferidos a la Fundación Eva Perón. A ellos se sumaron otros provenientes de la estatización
de los casinos en 1946. También en 1945 otro decreto generalizó al conjunto de los asalariados un beneficio
que tenían sólo pocos gremios, las vacaciones anuales con goce de sueldo. En estas condiciones, una
variedad de programas se pusieron en práctica.
El Ministerio de Obras Públicas construyó dos grandes colonias de vacaciones, una en Chapadmalal,
a 30 kilómetros de Mar del Plata, con capacidad para 4.700 pasajeros, y la otra en Embalse Río Tercero,
Córdoba, con instalaciones para 3.000. Su administración quedó a cargo de la Fundación Eva Perón, la cual
amplió, a su vez, la oferta de alojamiento mediante convenios de alquiler con hoteles privados para dar
albergue gratis, en especial a grupos de niños con sus maestros. Otro proyecto del Ministerio fueron las tres
gigantescas piscinas, para 1.500 bañistas cada una, en las cercanías del aeropuerto de Ezeiza. La
nacionalización de los ferrocarriles permitió agregar a los hospedajes oficiales varios hoteles levantados por
las compañías británicas en Mendoza y Córdoba. En esta última provincia, en particular, diversos ministerios
construyeron hoteles para sus empleados. Los programas de turismo oficial incluyeron, asimismo, a los
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gobiernos de provincia; entre ellos sobresalió el de Buenos Aires durante la gestión de Domingo Mercante,
quién expropió 24 chalets en Playa de los Ingleses en Mar del Plata para uso de los sindicatos, instaló
numerosos clubes de turismo en lugares de veraneo y promovió su propio plan con una consigna de gran
impacto: Usted se paga el viaje, la provincia el hospedaje.
Este inventario, por cierto incompleto, de las iniciativas oficiales ilustra las mayores oportunidades
que tuvieron los asalariados para emplear los diez días de tiempo libre al año puestos a su alcance por la
generalización de las vacaciones pagas. Para apreciar sus resultados dirijamos la atención a la capital del ocio
estival, Mar del Plata. En la visita que realizara en 1954, para la inauguración del muy celebrado Festival
Internacional de Cine, Perón hizo un balance público de su gestión. Allí subrayó que a diferencia de lo que
observara en un viaje previo, diez años antes, el balneario ya no era el recinto selecto de un grupo de
privilegiados porque "el noventa por ciento de los que veranean en esta ciudad de maravilla son obreros y
empleados de toda la patria". Digamos, primero, que su representación de Mar del Plata hacia 1944 era
escasamente fidedigna. Como ya destacamos, para entonces, los tiempos de la villa aristocrática habían sido
simbólicamente clausurados con la demolición de la Rambla Bristol, para dejar paso al nuevo ciclo de la
ciudad como balneario de masas. Igualmente, quien hubiese recorrido sus paseos y sus playas en 1954 habría
comprobado que aún no había llegado la hora en que los obreros y empleados fuesen una mayoría entre los
argentinos que llegaban a ellas en los meses de enero a marzo.
Los años del peronismo fueron más bien los que marcaron el avance final de las clases medias sobre
Mar del Plata. Vistas en perspectiva, las políticas públicas que tuvieron mayor impacto en la ciudad balnearia
fueron la sanción de la Ley de Propiedad Horizontal y los créditos subsidiados del Banco Hipotecario. Por
medio de ellas, nuevos contingentes de pequeños y medianos comerciantes e industriales, profesionales y
altos empleados pudieron volverse propietarios. Después de 1948 y en un corto lapso el setenta por ciento
del casco céntrico quedó convertido en escombros, desapareciendo las villas y mansiones de la belle époque
alrededor de la plaza y la avenida Colón. Las zonas de la ciudad que la elite veraneante abandonó,
trasladando sus residencias al barrio Los Troncos, próximo a Playa Grande, fueron prontamente ocupadas
por miles de departamentos, construidos en tiempo récord y con generosos créditos bancarios. Culminaba de
este modo, bajo el peronismo, la secuencia iniciada con los conservadores: el desplazamiento de la elite
social de sus dominios originales.
Los obreros y empleados a los que se refirió Perón participaron de esa expansión de la recreación
veraniega pero lo hicieron previsiblemente de acuerdo con sus posibilidades. Muchos de los que recién se
incorporaban al mundo industrial y urbano tenían necesidades más apremiantes en la economía familiar y les
faltaban todavía los contactos y la información para descubrir las ventajas que el nuevo orden ofrecía. En
verdad, los datos disponibles muestran que los beneficios del turismo social se distribuyeron siguiendo las
líneas de estratificación interna de las clases asalariadas. Aquellos que primero disfrutaron de ellos con
recursos propios y subsidios públicos fueron los estratos más antiguos y mejor organizados- telefónicos,
ferroviarios, estatales, municipales, empleados de correo y del comercio. El caso de los mercantiles se
destacó entre todos. Anticipándose en muchos años al resto de los gremios, éste sería el único que pudo
alojar en Mar del Plata a sus afiliados bajo techo propio con la compra en 1947 y 1948 de los hoteles
Hurlingham y Riviera. Es difícil estimar el impacto de esas primeras experiencias de turismo social porque
no se cuenta con indicadores confiables. Sí es posible sostener, empero, que sus beneficiarios se diluyeron en
medio del millón de visitantes que llegaba a Mar del Plata en la temporada veraniega a principios de los años
cincuenta. Éstas fueron, de todos modos, experiencias que dejaron un duradero recuerdo entre los que
participaron de ellas y volvieron más verosímil la imagen oficial de Mar del Plata como espejo de la
democracia social argentina.
El proceso de democratización del bienestar al que asistió el país durante la década peronista puede
ser condensado en una imagen, la de una familia típica tal como aparece en forma recurrente en la
propaganda oficial y los libros de lectura de la escuela. En ella, el padre está sentado leyendo el diario o
escuchando radio, la madre se encuentra haciendo labores domésticas y los hijos, entre tanto, ocupados en
sus tareas escolares. La escena reúne virtualmente rasgos característicos de la época.
En una breve enumeración, allí está presente, en primer lugar, la mayor prosperidad, producto del
pleno empleo y los altos salarios, que permite al jefe del hogar disfrutar de su tiempo libre al cabo de la
jornada de trabajo. A pesar de las fluctuaciones registradas a lo largo del período, la tendencia al
fortalecimiento del poder adquisitivo de los salarios contribuyó a dar mayor seguridad económica a las
familias. La proporción del gasto familiar que cubría el salarlo básico del trabajador industrial que en 1943
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era del 85%, en 1955 se elevó a casi el 100%1- de esta forma, el jefe del hogar estuvo en condiciones de
hacerse cargo, a partir de sus propios ingresos, de las necesidades de su familia. En estas circunstancias, más
argentinos pudieron salir a buscar pareja y contraer matrimonio. Esto es lo que muestran las estadísticas. La
tasa de nupcialidad que para el país era del 6,58 por mil habitantes en 1936-1940, pasó a 7,38 en 1941-1945,
y a 8,32 en 1946-1950. No sólo aumentó el número de matrimonios. También se observó a partir de 1947
que los hombres y las mujeres por igual comenzaron a casarse a edades más jóvenes, ampliando, así, el
universo abarcado por la imagen de la familia típica popularizada por el peronismo.
Continuando con sus detalles, en esa imagen se advierte, en segundo lugar, la confirmación de la
mujer en los papeles tradicionales de esposa y madre. En efecto, en cuanto a la concepción del lugar de la
mujer en la sociedad, los años del peronismo no trajeron consigo cambios apreciables. En parte, porque el
aumento en el nivel de vida de la población y los mejores salarios de los jefes de familia permitieron que la
declinación de la participación femenina en el mercado de trabajo observada desde tiempo atrás continuara
su curso. En el censo de 1947 se registró su punto más bajo: sólo una de cada cinco mujeres que tenían 14 o
más años tenía una ocupación remunerada. Recién hacia el final del período, entrando en la década del
sesenta, el nivel de la participación económica de las mujeres comenzará a crecer. Entre 1946 y 1955, en
cambio, una mayoría de ellas continuará viendo en el trabajo pago o en una carrera una parte secundaria de
sus vidas y contará con las condiciones materiales para prolongar en el tiempo la primacía de su lugar como
guardiana del hogar.
Siguiendo a Catalina Wainerman en su investigación sobre las ideas dominantes en torno de la
condición femenina -basada en el análisis de los libros de lectura de la escuela primaria-, lo que se constata
en estos años es, además, la fuerza de las concepciones heredadas. Por ejemplo el trabajo extradoméstico
seguirá siendo concebido como una pesada carga y nunca la oportunidad para la realización personal. Un
logro de entonces, el ejercicio de los derechos políticos con la ley del voto femenino de 1947, fue, a su vez,
colocado en el marco de la visión tradicional. Así, el acto de votar habrá de ser presentado como la ocasión
para que la mujer pusiera de manifiesto sus más profundos valores morales, como un instrumento para la
preservación de los valores del hogar antes que la elección de un programa político. En los libros de lectura
las mujeres famosas en la historia tendieron a ser celebradas por sus cualidades humanitarias y su
sensibilidad social, esto es, por rasgos que se quieren esencialmente femeninos y no por sus logros
científicos, artísticos o sociales específicos. El ejemplo sobresaliente es el de Eva Perón, que fue vista como
una suerte de madre universal cuyo hogar era la patria y sus hijos el pueblo argentino,
A todo esto hay que agregar que la mayor escolarización de las mujeres -otro de los avances del
período- amplió el público de las revistas femeninas surgidas en los años previos. Y en ellas, las nuevas
lectoras encontraron historias cuyos temas dominantes giraban alrededor del romance, el casamiento, el
hogar. En la ratificación de la concepción tradicional también ejerció un papel la publicidad.- sea que se
dirigieran al ama de casa de clase media o a la joven asalariada, los mensajes ponían el énfasis en ropas,
cosméticos, artefactos domésticos, en la familia bien alimentada y el marido feliz. Esta cultura centrada en el
hogar postergó cualquier atisbo de emancipación femenina y, en los hechos, su desigualdad de status frente
al derecho laboral y al derecho civil no fue sustancialmente modificada.
Completando la descripción de la escena familiar, en ella tenemos, en tercer lugar, a los niños, los
Únicos privilegiados que reconocía un gobierno cuyo objetivo declarado era la reducción de los privilegios.
Generalmente, eran dos los hijos que figuraban junto a sus padres y ello estaba en línea, si no con el ideal
oficial, por lo menos con la trayectoria de la tasa de natalidad. En la Argentina, la transición hacia la familia
pequeña, con pocos hijos, había comenzado tempranamente, de suerte que la descendencia final promedio de
las parejas formadas hacia 1915 se acercaba ya a los tres hijos, según la estimación hecha por Susana
Torrado para Buenos Aires. Esta transición muy probablemente se verificó con algún rezago en las grandes
ciudades del Litoral, para comenzar mucho más tarde en las zonas rurales, donde por mucho tiempo las
familias tuvieron más de cinco hijos.
La gestión del peronismo procuró revertir esta tendencia con medidas de promoción de la natalidad.
Sin embargo, entre los grupos recién urbanizados, que llegaban al área metropolitana desde el interior, las
prácticas anticonceptivas se difundieron rápidamente, estrechándose las diferencias con relación a los
sectores de más antigua radicación. El fenómeno más novedoso del período radicó, en rigor, en la reversión
temporaria de la tendencia entre los grupos de natalidad más baja, las familias de las clases medias y altas, a
las que la bonanza económica de esos años estimuló a volver a tener más hijos.
Un detalle final y significativo de la imagen de la familia típica antes evocada merece ser subrayado.
Con frecuencia, en el epígrafe se señala que lo que allí está representado es una familia trabajadora.
Comentando esta escena, Luis Alberto Romero ha destacado que el modelo cultural propuesto para los
trabajadores no era estrictamente proletario. Más bien, ese trabajador, sentado en un cómodo sillón en la sala
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de estar de su hogar, con saco y corbata, leyendo el diario o escuchando la radio, en compañía de su familia,
correspondía a la representación idealizada de las clases medias. Eso fue, en efecto, lo que ocurrió durante
esos años, en los que se redistribuyeron, junto a los ingresos, unos estilos de vida en cuya excelencia el
gobierno instalado en 1946 en momento alguno dudó.
En verdad, el peronismo promovió un cambio social pero no propuso una cultura alternativa. Su
audacia, en todo caso, consistió en crear las oportunidades que pusieran al alcance de nuevas mayorías los
ideales y las costumbres que los sectores medios ya habían probado y en los que la ciudad se reconocía
ufana. Así, la radio, el cine, las revistas acercaron la intimidad de los hogares de clase media a quienes sólo
habían tenido ocasión de echarles una mirada subrepticia en el pasado y ahora eran invitados a imitarlos. Las
que a menudo suelen ser indicadas como las expresiones de una cultura popular en la ciudad -las comidas
regionales típicas en los recreos de diversiones o las danzas folclóricas en los salones de baile- comprendían
sólo a porciones reducidas de los sectores obreros, los recién llegados de la provincia, y eran episodios
coloridos de su incorporación a la sociedad urbana en la que ya otros como ellos habían ido insertándose.
Como destacamos antes, esa inserción resultó más dificultosa en el plano de la vivienda. Muchos de los que
arribaban atraídos por la demanda de trabajo debieron instalarse en los refugios precarios de las villas de
emergencia. Pero éstas, antes que el ámbito de una cultura de la pobreza destinada a reproducirse
indefinidamente, habrían de ser entonces los eslabones últimos del vasto proceso de integración que aportó a
los nuevos trabajadores una autoestima y la conciencia de pertenencia plena a una Argentina más igualitaria.
Concluyendo, para Buenos Aires y los grupos más establecidos de su estructura de poder y prestigio,
la coexistencia con los efectos de la democratización del bienestar no sería empresa fácil. Por un lado estaba
la velocidad con la que se producía el cambio en los distintos planos. Países más viejos habían pasado por
transformaciones estructurales similares a las que conoció la Argentina desde que se intensificara la
industrialización. Sin embargo, en ellos, la traducción de esas transformaciones estructurales al plano de las
instituciones y los consumos, al plano de la sociabilidad entre las clases, fue más lenta y gradual,
permitiendo una transición menos abrupta a la democracia de masas. Aquí ese proceso se comprimió en el
plazo de una década. El largo brazo del Estado hizo que todo sucediera a la vez y rápidamente, el incremento
del número de los asalariados, el desarrollo del sindicalismo, la redistribución de los ingresos y los bienes
públicos y, en un nivel más profundo, la crisis de la deferencia y del respeto que el orden social preexistente
acostumbraba a esperar de sus estratos más bajos.
Por otro lado, lo que volvía todavía más difícil la asimilación del cambio era el tono desafiante con el
que eran introducidas sus novedades. El programa de reformas sociales adquiría a través del discurso oficial
los contornos épicos de una reparación histórica de incierto y por ello mismo inquietante desenlace. Si para
entrever sus alcances la respuesta se buscaba en el lenguaje poco conciliador que Perón y sobre todo Evita
utilizaban para dirigirse a los vencidos de 1946, entonces los peores presentimientos eran verosímiles. Para
adivinar que detrás de tanta hostilidad existía un respeto no menos sincero por los fundamentos últimos del
orden económico y social que criticaban habría sido necesario contar con una serenidad de espíritu que pocos
pudieron permitirse, envueltos como estaban en un clima de beligerancia y rechazo mutuo. Aunque el blanco
de los ataques oficiales lo constituían las clases altas -esa multiforme y omnipresente oligarquía de la
tradición política nacional-, las clases medias más antiguas se sintieron igualmente implicadas en la defensa
de unos equilibrios sociales y políticos amenazados.
De este modo, Buenos Aires se convirtió en el escenario de un conflicto que fue diferente en sus
manifestaciones del que tenía lugar en las empresas del cinturón fabril; se trató de un conflicto cultural por
medio del cual la sociedad urbana reaccionó frente a aquello que resumía ejemplarmente cuanto tenía de
irritante el cambio social impulsado por el peronismo: la irrupción pública de los migrantes internos. Todavía
en 1945 Florencio Escardó pudo escribir en su Geografía de Buenos Aires, con inocultable satisfacción, que
ésta era:
"Una ciudad de la raza blanca v del habla española que ninguna otra ciudad del mundo puede reclamar.
Es la ciudad blanca de una América mestiza. En ella un negro es tan exótico como en Londres. Y un
gaucho también. En este sentido, es mucho más blanca (blanquísima) que Nueva York, que para
conservarse blanca tiene que hacer racismo a piedra y lodo. Tampoco tiene aindiados ni mulatos. Sus
hombres y mujeres no tienen todos el mismo color ni la piel ni el cabello pero son blancos".
Cuando reedita su libro en 1971, Escardó advierte que su descripción fue “la última anotación de un
fenómeno pasado" porque "el interior, es decir, América, ya ha efectuado su marcha sobre Buenos Aires". Y
luego recuerda que la ciudad llamó a los migrantes internos con "el mote cariñoso de los cabecitas negras",
aludiendo a la tez más oscura de muchos de ellos. Es posible que, a la distancia, Escardó tuviera sus razones
para verlos con simpatía pero para sus contemporáneos de los años peronistas, la referencia a los cabecitas
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negras tuvo una significación emocional muy distinta, si vamos a juzgarlos a partir de su actitud ante las
muchedumbres del 17 de octubre.
Para una ciudad tan libre de prejuicios étnicos, puesto que era la amalgama de pueblos y culturas de
orígenes muy diversos reunidos por las corrientes inmigratorias, la aparición y la extendida circulación del
estereotipo de los cabecitas negras fueron reveladoras. Como sucede con los estereotipos que responden a
una base étnica, el de los cabecitas negras tuvo por función subrayar la diferencia, marcar la separación entre
un nosotros y los otros, oponer, en fin, al proceso de integración en marcha un proceso inverso, de
segregación. Que esa segregación no haya tenido una expresión institucionalizada, que se manifestara
sutilmente en el trato cotidiano y se revistiera con frecuencia de un blando paternalismo, no la hizo por ello
menos real y efectiva; ella puso de manifiesto la desestabilizadora experiencia provocada por los efectos más
visibles de la democratización del bienestar.
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