La Puerta y El Pino
La Puerta y El Pino
La Puerta y El Pino
Aborrecía el conde a cierto barón alemán forastero en roma. Las razones de este aborrecimiento
no importan, pero como tenía el firme propósito de vengarse con un mínimo de peligro las
mantuvo secretas aun del barón. En verdad tal es la primera ley de la venganza ya que el odio
revelado es odio impotente. El conde era curioso e inquisitivo, tenía algo de artista, todo lo
ejecutaba con una perfección exacta que se extendía no solo a los medios o instrumentos.
Cabalgaba un día por las afueras y llegó a un camino borrado que se perdía en los pantanos que
circundaban a Roma. A la derecha había una antigua tumba romana; a la izquierda, una casa
abandonada entre un jardín de siemprevivas. Ese camino lo condujo a un campo de ruinas, en
cuyo centro, en el declive de una colina, vio una puerta abierta y, no lejos, un solitario pino
atrofiado, no mayor que un arbusto. El sitio era desierto y secreto; el conde presintió que algo
favorable acechaba en la soledad; ató el caballo al pino, encendió la luz con el yesquero y
penetró en la colina. La puerta daba a un corredor de construcción romana; este corredor, a unos
veinte pasos, se bifurcaba. El conde tomó por la derecha y llegó tanteando en la oscuridad a una
especie de barrera, que iba de un muro a otro. Adelantando el pie, encontró un borde de piedra
pulida, y luego el vacío. Interesado, juntó unas ramas secas y encendió un fuego. Frente a él
había un profundísimo pozo; sin duda algún labriego, que lo había usado para sacar agua, puso la
barrera. El conde se apoyó en la baranda y miró el pozo, largamente. Era una obra romana y,
como todas las de este pueblo, parecía construida para la eternidad. Sus paredes eran lisas y
verticales, el desdichado que cayera en el fondo no tendría salvación. Un impulso me trajo a este
lugar, pensaba el conde. ¿Con qué fin? ¿Qué he logrado? ¿Por qué he sido enviado a mirar en
este pozo? La baranda cedió, el conde estuvo a punto de caer. Saltó hacia atrás para salvarse, y
apagó con el pie las últimas brasas del fuego. ¿He sido enviado aquí para morir?, dijo con
temblor. Tuvo una inspiración.
Se arrastró hasta el borde del pozo y levantó el brazo, tanteando; dos postes habían sostenido la
baranda; ahora, esta pendía de una de ellos. El conde la repuso de modo que cediera al primer
apoyo. Salió a la luz del día, como un enfermo.
Al otro día, mientras paseaba con el barón, se mostró preocupado. Interrogado por el barón,
admitió finalmente que lo había deprimido un extraño sueño. Quería interesar al barón –hombre
supersticioso que fingía desdeñar las supersticiones-. El conde, instado por su amigo, le dijo
bruscamente que se precaviera, porque había soñado con él. Por supuesto, el barón no descansó
hasta que le contaron el sueño.
-Presiento- dijo el conde con aparente desgano- que este relato será infausto; algo me lo dice.
Pero, si para ninguno de los dos puede haber paz hasta que usted lo oiga, cargue usted con la
culpa. Este era el sueño. Lo vi a usted cabalgando, no sé dónde, pero debe de haber sido cerca de
Roma; de un lado había un camino, del otro un jardín de siemprevivas. Yo le gritaba, le volvía a
gritar que no prosiguiera, en una suerte de éxtasis de terror. Ignoro si usted me oyó, porque
siguió adelante. El sendero lo llevó a un lugar desierto entre las ruinas, donde había una puerta
en una ladera y, cerca de la puerta, un pino deforme. Usted se apeó (a pesar de mis súplicas), ató
el caballo al pino, abrió la puerta y entró resueltamente. Adentro estaba oscuro, pero en el sueño
yo seguía viéndolo y rogándole que volviera. Usted siguió el muro de la derecha, dobló otra vez
por la derecha y llegó a una cámara, en la que había un pozo y una baranda. Entonces no sé por
qué, mi alarma creció, y volví a gritarle que aún era tiempo y que abandonará ese vestíbulo. Esa
fue la palabra que usé en el sueño, y entonces le atribuí un sentido preciso; pero ahora despierto,
no sé lo que significaba para mí. No escuchó usted mi súplica: se apoyó en la baranda y miró
largamente el agua del pozo. Entonces le comunicaron algo. No creo haber sabido lo que era,
pero el pavor me arrancó del sueño, y me desperté llorando y temblando. Y ahora le agradezco
de corazón haber insistido. Este sueño estaba oprimiéndome, y ahora, que lo he contado a la luz
del día, me parece trivial.
-Quién sabe –dijo el barón-. Tiene algunos detalles extraños. ¿Me comunicaron algo, dijo usted?
Sí, es un sueño raro. Divertirá a nuestros amigos.
-No sé –dijo el conde-. Estoy casi arrepentido. Olvidémoslo.
-De acuerdo –dijo el barón.
No hablaron más de sueño. A los pocos días el conde lo invitó a salir a caballo; el otro aceptó. Al
regresar a Roma el conde sofrenó el caballo, se tapó los ojos y dio un grito.
Pero el barón había mirado a su alrededor y, a mano izquierda, vio un borroso camino con una
tumba y con un jardín de siemprevivas.
-Sí –contestó con la voz cambiada-. Volvamos a Roma inmediatamente. Temo que usted se halle
indispuesto.
-Por favor –gritó el conde-. Volvamos a Roma, quiero acostarme.
Regresaron en silencio. El conde, que había sido invitado a una fiesta, se acostó, alegando que
tenía fiebre. Al día siguiente había desaparecido el barón; alguien halló su caballo atado al pino.
¿Fue este un asesinato?