Concepto de Estado
Concepto de Estado
Concepto de Estado
El Estado aparece cuando es posible definir la comunidad política a partir de tres elementos:
1.- El poder. La sujeción a un único poder institucionalizado por medio del Derecho,
2.- El territorio. Es la base y el soporte físico del Estado.
El poder se ejerce sobre un territorio definido. El territorio configura la extensión dentro de
la que puede ejercerse el poder del Estado.
3.- El pueblo. El Estado supone una agrupación humana. El elemento humano, la persona,
orienta el ejercicio de los poderes conferidos al Estado. Dichos poderes se ejercen sobre
todos lo que se encuentren en el territorio Estado con independencia de su origen geográfico
o sus circunstancias sociales. La base del Estado suele ser una nación definida como un
conjunto de personas que están ligadas las unas a las otras entre sí por vínculos espirituales y
materiales.
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La denominada Teoría del Estado tiene su origen Alemania y alcanza su plenitud a
principios del siglo XX. Analiza los aspectos tanto jurídicos como políticos del Estado como
construcción orientada a la garantía de los derechos fundamentales.
El Estado es un modo de organizar el poder político. En cuanto tal, es un producto de
circunstancias y de necesidades históricas concretas. El Estado es, en definitiva, una forma
histórica de organización del poder político. Por consiguiente, no cabe establecer en
abstracto un concepto de Estado, prescindiendo del contexto histórico en el que se ha
desarrollado.
El propio poder puede definirse como un conjunto de decisiones políticas que se
materializan en normas jurídicas para garantizar su ejecución y eficacia. La Teoría del
Estado se orienta al estudio del funcionamiento de su sistema organizativo que, en todo caso,
ha de tener como prioridad los mencionados derechos fundamentales. El Estado es una
organización que es capaz de emanar normas a través de los diferentes órganos
constitucionales al objeto de ordenar la convivencia en sociedad.
Ni el Estado ni el Derecho son inmutables. Se renuevan de un modo permanente y reajustan
su propia integración. El Derecho modifica con el tiempo la estructura del Estado y, a su
vez, la propia evolución del Estado condiciona la reforma del Derecho. En todo caso, el
origen del Derecho vigente en el marco estatal (democrático o no democrático) constituye
un elemento decisivo a la hora de precisar el tipo concreto de Estado ante el que nos
encontramos.
En definitiva, el Estado se configura como una creación del Derecho. A su vez, el Estado es
un destacadísimo agente creador y modificador de las normas jurídicas.
Por todo lo anterior, conviene construir un análisis general básico, en perspectiva histórica,
del concepto de Estado desde las sociedades primitivas hasta los momentos actuales. Dicho
estudio nos proporcionará las claves de la progresiva asunción por parte del Estado de los
elementos y características que explican su realidad actual. A continuación, se ordenan los
rasgos evolutivos principales del concepto de Estado.
1.- Formas políticas preestatales en la Antigüedad.
El Estado no ha existido siempre. Por el contrario, surge en Europa en una lenta evolución
iniciada en el siglo XIV y culmina en el siglo XVII. La referencia a las denominadas
«sociedades sin Estado» conlleva remontarse a una época primigenia de la humanidad donde
las comunidades estaban divididas en tribus.
Será tras la revolución Neolítica cuando aparezca una nueva forma de convivencia, si bien
en una versión elemental. Se trata de los núcleos de población que se asientan en torno a las
denominadas “ciudades”, antesala de las primeras civilizaciones de la Antigüedad.
Tanto los historiadores como los politólogos se suelen referir a tres formas básicas previas al
surgimiento de la idea de Estado:
El clan, también denominado «gens» en latín. Se trataba de una suerte de sociedad
primitiva constituida y sostenida en el tiempo a partir de un vínculo de sangre.
La tribu, integrada por la unión voluntaria de varios clanes.
Los grandes imperios orientales, caracterizados por la teocracia y el despotismo de
sus gobernantes. A modo de ejemplo, pueden citarse los de Babilonia, Persia o
Egipto.
La evolución progresiva de las primeras versiones de la idea de Estado conduce a través del
paso de los Siglos al surgimiento de una burocracia, como prolongación administrativa del
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poder del Rey. Se trata de un cuerpo de empleados públicos cuya principal misión se cifra en
atender las nuevas necesidades ajenas a las sencillas sociedades primitivas basadas en la
caza y la recolección de alimentos. Las relaciones con otros pueblos se dirimían mediante la
negociación o la guerra en un marco económico primitivo fundamentado en la caza y la
recolección.
En las formas políticas preestatales, la legitimidad del poder quedaba circunscrita a un jefe,
entendido como sumo sacerdote, que ejercía funciones de intermediación entre los dioses y
una población dividida entre nativos de la tribu y foráneos.
Efectivamente, los pueblos más antiguos solían basar la legitimidad del poder en la
autocracia (basada en el liderazgo de un gran jefe, a la vez guerrero y sumo sacerdote) o en
la teocracia (en ella el poder no descansa en el carisma, sino en un sujeto que acapara toda la
capacidad de mando en la medida en que representa la conexión entre los mortales y la
divinidad). De esta forma, en la teocracia, el rey, ya sea faraón o emperador, es la máxima
representación de la divinidad entre los seres humanos (es un Dios con forma de persona).
2.- Experiencias de organización política anteriores al Estado.
Se incluyen en este apartado formas de justificación o legitimación del poder que tuvieron
protagonismo antes de la consolidación del conocido como «Estado Moderno». Se examinan
de forma sucinta en este apartado la Polis o Ciudad Estado de la antigua Grecia, la civitas
romana y el sistema feudal.
2.1.- Las polis o ciudades Estado de la antigua Grecia. Tanto en Grecia como en Roma,
las ciudades-Estado se constituyen como tales a partir del siglo VII a. C, a raíz sobre todo de
la disolución de las estructuras tribales primitivas.
En el caso de la antigua Grecia, las polis o ciudades Estado eran comunidades
independientes que se desarrollaban en el entorno de territorios de extensión reducida que
favorecerían ciertas formas de organización de tipo asambleario. La filosofía de las polis
arranca de la configuración de la ciudad como el ámbito propio o natural en el que se
desarrolla la vida en sociedad. Se trataba de pequeñas comunidades, de población escasa,
que culminan un proceso lógico de organización de la sociedad que toma como base la
familia, la tribu y la aldea. Cada una de esas ciudades se definía como una asociación de
personas libres unida por un sistema de normas. Sin embargo, se trataba de un modelo
esclavista. En estas comunidades no pueden disfrutar del derecho a la participación política
los esclavos, las mujeres, ni los extranjeros. De esta manera, quienes tenían derecho a
participar en política se reducían a aproximadamente a un 15% de la población total. Entre
las distintas formas de gobierno ensayadas en la Grecia clásica, Aristóteles se inclina por
aquellas basadas en el principio democrático (valor de la opinión de la mayoría) con un
componente de mérito y capacidad en aquellos cargos que lo requieran.
La democracia ateniense se configuró en torno a los modelos de Esparta y de Atenas. En el
caso de Esparta, se asiste al reforzamiento de los componentes conservadores,
materializados en una visión militarizada del orden político y social. Por su parte, en Atenas
el desarrollo sociocultural, a cargo de los sectores de clase media urbana, hace posible
alcanzar formas mucho más próximas a la democracia.
2.2.- La civitas romana. Las contribuciones históricas más relevantes, producto de la Roma
clásica, fueron el Derecho y la política. El Derecho Romano constituye la experiencia
jurídica de mayor nivel de perfeccionamiento y de mayor influencia en los ordenamientos
jurídicos posteriores hasta nuestros días. La técnica jurídica, la aplicación de la lógica al
análisis e interpretación de las normas y la argumentación jurídica de Roma constituyen la
base conceptual de gran parte del Derecho español actual. Y no únicamente del Derecho de
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España. También del Derecho del resto de Europa. No se olvide que el Derecho Romano fue
Derecho vigente, durante catorce siglos, en una parte muy significativa del territorio
europeo. Como ha puesto de manifiesto el Profesor Francisco Tomás y Valiente, en los
hechos pasados se pueden encontrar reflexiones, puntos de vista, soluciones y elementos de
crítica o respuestas válidas para el momento presente.
La propia idea y las bases de la actual Unión Europea encuentran un antecedente remoto en
el Derecho Romano. En este sentido, Roma recibió una fuerte influencia de Grecia que
desarrolla en la estructura constitucional y administrativa de la República y el Imperio. La
polis griega resultó ser el primer ensayo democrático europeo apoyado en la fuerza del
Derecho. Un Derecho que pretendía transformar en normas lo que consideraba una actitud
ética, pues el Derecho Romano pretendía incorporar a los textos normativos lo que podía
definirse como la moral ciudadana.
Roma fue un modelo de crecimiento político, tanto desde la idea de Estado como desde el
punto de vista del Derecho, en íntima conexión ambas creaciones. Resulta curioso constatar,
en este sentido, que la palabra «poder» incorpora las iniciales de política y Derecho
(«po»-«der»).
La monarquía constituyó la primera forma política de Roma. La monarquía primitiva
romana quedaba conformada fundamentalmente a través del carisma personal del rey. El
propio tránsito de la Monarquía a la República materializaría en aquella época la evolución
del carisma meramente personal al institucional de la Roma republicana.
Efectivamente, la figura del rey quedaba marcada por su carisma personal en el que se
imponía el componente militar al religioso. Paulatinamente el rey se fue anquilosando hasta
constituir una figura meramente simbólica. De esta manera, el Estado evolucionó partiendo
del carisma personal del rey hasta el componente institucional de la nueva República
romana.
El proceso histórico, que conduce a la ciudad de Roma a construir sobre el modelo de la
polis griega un Estado ciudad (civitas), trata de configurar un ideal evolucionado y
perfeccionado de comunidad política (res publica). El logro de ese ideal es fruto de una lenta
evolución y de un proceso constante de mejora de las estructuras de poder que tiene lugar
desde el siglo VI al IV (a. de C.).
De características similares a las de las polis, si bien se fundamenta en una vocación
expansiva imperial y en una gran tradición en lo que se refiere a la creación de
infraestructuras de comunicación, materializada en las denominadas calzadas romanas,
además de la construcción conceptual y normativa del Derecho.
En efecto, las aportaciones de Roma al concepto de Estado son particularmente relevantes.
En primer lugar, el Estado encarna el interés público. Como tal interés general se puede
definir como diferente y limitativo de los intereses puramente privados. El Estado es el
único ente que acoge en su seno la idea de autoridad pública. El poder político recibe en este
sentido la denominación de imperium. A partir del siglo V a. C. se consolida el sistema de la
República, que se refleja, desde el punto de vista del Derecho, en la denominado Código de
las Doce Tablas. Se trata de un conjunto de normas que gozó de gran prestigio entre los
romanos. Contenía las líneas generales definitorias de la organización política y de la
convivencia ciudadana.
Por su parte, el Derecho Privado de Roma –el denominado en Roma ius civile- incorpora lo
relativo a los acuerdos entre particulares para regular sus intereses propios y alcanzar
acuerdos que satisfagan dichos intereses. Cabe afirmar que la civilización romana constituyó
un ensayo de un Estado embrionario con una inmensa expansión territorial si se compara
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con el ámbito territorial y personalmente muy reducido de la polis griega. Precisamente esa
enorme extensión del Imperio Romano restaba intensidad a los lazos políticos entre los
pueblos que lo constituían. Ese gigantismo territorial debilitaba también la eficacia del
poder hegemónico que unificaba y cohesionaba el mosaico de «naciones» que constituía el
Imperio Romano
2.3.- El sistema feudal. Se encuadra en la Edad Media y su principal característica es la
dispersión del poder en pequeñas comunidades denominadas feudos y administradas de
manera autoritaria y en un marco esclavista por un señor feudal. Este sistema obedece a un
orden en el que el poder político, representado por la figura del Rey, se configura como
extraordinariamente débil. No existe el Estado como unidad de dominación independiente
con medios propios y delimitación personal y territorial.
El poder reside, en realidad, en los señores feudales que dominan un territorio propio, de una
extensión muy limitada, que constituye el espacio de seguridad para los vasallos a cambio
del producto de su trabajo. Se trata de un poder disperso, atomizado en distintas pequeñas
unidades en el marco de una sociedad agraria bajo el poder incontestable del señor feudal.
Con el transcurrir del tiempo y el desarrollo de las ciudades los vasallos prefieren someterse
al poder del Rey entendido como el primero de los señores feudales. Se pasa así del vínculo
feudal a otro mucho más concentrado a cuya cabeza se encuentra el Rey. Frente a la
conquista y la coacción propia del feudalismo, la nueva idea de lo que será el Estado
moderno incorpora conceptos como el de concienciación o el del sentimiento de pertenencia
en al poder reino que se configura como alternativa al poder fraccionado que caracterizó al
feudalismo.
La aparición del Estado moderno no va a ser uniforme en la totalidad de los antiguos reinos
medievales. En particular, genera contraste la experiencia de la Europa continental con la
vivida en Inglaterra. Justamente, el modelo inglés se caracteriza por una menor intensidad en
el cambio y, en particular, por la continuidad en el tiempo de las funciones atribuidas al
Parlamento. La razón de que en Inglaterra el proceso de concentración del poder del Rey no
resultase tan acentuado, radica en que tampoco el pluralismo localista propio del feudalismo
resultó tan intenso como en el continente europeo. En realidad, en Inglaterra el sistema
feudal fue una obra de una reducida clase política. Ello implicó una menor dispersión del
poder desde el primer momento, El Rey pudo mantener así una notable capacidad de mando
de la que carecía en la Europa continental. Así las cosas, no se sintió la necesidad de unificar
el poder, ni de reformar la autoridad de la Corona frente a las instituciones medievales. El
parlamento inglés luchó y finalmente logró mantener sus funciones y su capacidad de
influencia en el sistema político en su conjunto.
Ahora bien, tampoco debemos idealizar el caso inglés, pues el tránsito de la monarquía
absoluta a un régimen constitucional es producto en Inglaterra de una violenta crisis
histórica de naturaleza revolucionaria que se materializó en la conocida revolución inglesa
del siglo XVII. La revolución inglesa no resultó menos sangrienta que la francesa, sobre la
que ejerció además una influencia muy notable.
Algo diferente sucedió en el continente europeo, que había registrado una espectacular
constitución de feudos que tuvieron como efecto principal la resistencia de los señores
feudales a perder sus privilegios. Un conflicto en el que el resultado final se saldó en favor
del Rey.
Verdaderamente, en nuestro continente cuando llegó el momento de proceder a la
unificación de las competencias estatales, el Rey tuvo que emplearse a fondo para lograr su
predominio final. El comentado triunfo del Monarca tendrá consecuencias: será un Rey muy
poderoso porque su éxito se apoyó en el sometimiento de los Príncipes, señores feudales o
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villas que previamente le disputaron su autoridad. El equilibrio entre el Rey y los estamentos
se rompe a favor del primero. El Rey eliminará de modo progresivo a las instituciones
representativas de los estamentos, o bien, las reducirá a su mínima expresión.
3.- El establecimiento del Estado moderno.
El Estado moderno constituye una estructura política cuya aparición se sitúa en el Siglo XV.
Supone una evolución de las monarquías europeas que las sitúa lejos de la estructura política
de la Edad Media. En efecto, el Estado estabiliza el poder público al asegurar el carácter
indivisible de lo que en el feudalismo eran un conjunto de territorios inconexos. De este
modo el Rey recupera una parte muy significativa de los poderes antes dispersos en la
estructura feudal. El poder pasa a ejercerse de modo directo por el Rey sobre la población
sin que resulte necesario acudir a la mediación de los señores feudales. El monarca asume de
este modo una posición de claro protagonismo, pues se ha independizado de los viejos
poderes supranacionales del Imperio y del Papado. Se puede hablar entonces de un poder
que se ejerce de modo homogéneo sobre la totalidad del territorio que integra el propio
Estado. De este modo también comienza a unificarse el Derecho. Con anterioridad, cada
señor feudal dictaba normas aplicables exclusivamente a los vasallos de su territorio.
El período que media entre el final del feudalismo y el nacimiento del Estado moderno
puede ser definido como un proceso progresivo de centralización y racionalización del
poder. El Estado se consolida con el tiempo como una estructura de poder superior y
trascendente al propio Rey. Ese proceso va a conducir, a partir de la Edad Media, a la
generalización de las asambleas parlamentarias (si bien se trata de un parlamento basado en
la primacía representativa de los más poderosos que muy poco tiene que ver con el actual)
denominadas en España Cortes. Esta denominación permanece en nuestro país. Las Cortes
Generales constituyen el Parlamento de España y están integradas por el Congreso de los
Diputados y el Senado.
No hay que olvidar que el primer Parlamento de Europa estuvo constituido por las
denominadas Cortes de León, de 1188. Únicamente se puede entender el acontecimiento
haciendo mención de los importantes hechos que tuvieron lugar en esa época. Así, por
ejemplo, la coronación de Alfonso VII de León, en 1135 tuvo una multitudinaria acogida, ya
que dicha coronación contó con representación del pueblo llano como nunca antes había
sucedido.
Los años previos a 1188 son particularmente convulsos y el panorama político llevó al Rey
Alfonso IX a convocar las Cortes de León en un contexto histórico en el que las decisiones
se adoptaban en el ámbito de la nobleza y el clero con la mediación del Rey. Las Cortes de
León de 1188 se celebraron el día 18 de abril de ese año en el claustro de la actual Colegiata
y Basílica de San Isidoro de León, tal como se confirma en la afirmación del monarca en una
comunicación al Arzobispo de Santiago de Compostela.
Las Cortes de León se constituyeron a partir de tres estamentos, dos de ellos privilegiados
(el clero y la nobleza) y uno genérico en representación de los representantes de las
ciudades. El dato más relevante es que en estas Cortes se convocaba por primera vez al
pueblo.
En estas Cortes, además de ampliar los Fueros de Alfonso V de León, del año 1017, se
promulgaron nuevas normas, los denominados «Decreta» de 1188. Se trata de preceptos
destinados a proteger a los ciudadanos y a sus bienes contra los abusos y arbitrariedades del
poder de los nobles, del clero y del propio Rey. El texto original de los «Decreta» no se
conserva en la actualidad. No obstante, sí se cuenta con copias contenidas en documentos
diplomáticos medievales que se custodian en diversos archivos y bibliotecas de nuestro país.
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En ellas se reconoce la propiedad privada, la inviolabilidad del domicilio, del correo, la
legitimidad monárquica basada en el pacto con los grandes señores feudales (el Rey no
podía entrar en guerra, por ejemplo, sin consultar a la nobleza y al clero), la delimitación de
las competencias del Rey y su obligación de respeto a las «buenas costumbres de sus
antepasados», el orden público y social y la regulación y garantía de ciertos derechos
procesales básicos (los denominados «medios de prueba y pesquisa») y el salario de los
trabajadores y su obligación de dedicarse exclusivamente a su oficio.
Son importantes los reconocimientos y conmemoraciones de las Cortes de León de 1188 en
la España del Siglo XXI. En 2011 la Junta de Castilla y León concedió a la ciudad de León
el título de «Cuna del Parlamentarismo».
En 2013 la UNESCO incluyó los documentos relativos a los Decreta, en el Registro
Memoria del Mundo, tras remitirlos para su aprobación en 2012. El 4 de mayo de 2016, el
pleno de las Cortes de Castilla y León se reunió en la Basílica de San Isidoro. El 20 de
marzo de 2019, las Cortes Generales, nuestro actual Parlamento, proclamaron el
reconocimiento a las Cortes de León de 1188 como Cuna del Parlamentarismo a través de un
acto en el que se leyeron los Decreta y se llevó a cabo un desfile de pendones por la
madrileña Carrera de San Jerónimo.
Hay que tener en cuenta que en otros países europeos los ciudadanos no participaron en las
decisiones políticas hasta ya entrado el siglo XIII. Así, por ejemplo, en Alemania en 1232,
en Inglaterra, en 1235, y en Francia, en 1302.
Ese Estado incipiente en el que culmina el referido proceso de centralización del poder poco
tenía que ver con el que da cobertura a las actuales democracias.
Lo que sí resulta incuestionable es que el Derecho y la autoridad sobre territorios y personas
se van despojando de su componente privado y patrimonial hasta transformarse en un poder
público regido por un monarca o príncipe. En esa figura confluyen cuatro características
típicas que identificara Hermann Heller: un solo ejército, una única organización de
funcionarios empleados al servicio del monarca, una planificación financiera y, finalmente y
como consecuencia de todo lo anterior, un conjunto de normas aplicables a todo el Estado.
Ese conjunto de normas se conoce como ordenamiento jurídico y acompañará al Estado en
su evolución hasta nuestros días. La característica más importante de esta etapa reside en el
surgimiento, muy lento y progresivo, de la actividad comercial más allá de los reducidos
límites de los feudos. En esa actividad comercial la burguesía, clave en su ascenso social y
económico desde las ciudades, va a encontrar el apoyo del Rey en defensa de las libertades
individuales.
En opinión de Heller, cabe hablar de una transformación realmente trascendente a través de
este nuevo concepto de Estado, pese a su carácter primario y elemental. Lo cierto es que, a
partir del Renacimiento, en el continente europeo la estructura de poder disperso construido
por los señores feudales, que tenía un carácter impreciso y que creaba débiles vínculos de
vasallaje en territorios reducidos, dará paso al Estado que se configura como una estructura
de poder estable y unitaria implantada en un territorio muy amplio y sujeto en su totalidad al
poder del Rey.
Un Rey que obtiene contribuciones económicas crecientes y que contará con el apoyo de un
Parlamento rudimentario con dos estamentos dotados de gran poder – Clero y Nobleza- y
otro meramente testimonial –Tercer Estado o Estado llano, representando a quienes carecen
de riqueza-.
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El poder del Rey abarcaba, junto a las funciones simbólicas, las ejecutivas que hoy atribuyen
los textos constitucionales de los Estados democráticos al gobierno. En realidad, y a
diferencia de lo que sucede en los parlamentos contemporáneos, cada representante actúa en
nombre y en interés de su propio estamento.
En nuestro actual parlamento, denominado Cortes Generales, cada diputado o senador
representa a la totalidad del pueblo español y no únicamente a su partido político o a los
electores que lo han elegido. En cambio, en la Edad Media la selección de los representantes
se realizaba mediante elecciones muy restringidas. En algunos casos, por herencia o incluso
por sorteo. Los representantes así elegidos seguían las instrucciones que hubieran recibido
por parte de los propios votantes y que quedaban materializadas en los denominados
entonces «cuadernos de instrucciones» o «cahiers» en lengua francesa. Recibían, pues,
indicaciones muy precisas por parte de sus electores o representados sobre cómo debían
actuar. Los representantes no podían ir más allá de las instrucciones recibidas. Incluso si
surgía algún asunto nuevo no previsto en sus instrucciones, los representantes debían volver
a las ciudades con el fin de obtener nuevas orientaciones o criterios. A esta técnica se la
conocía como «mandato imperativo» y está prohibida en nuestra vigente Constitución (art.
67.2).
Conforme aumentaban las funciones y posibilidades de actuación del Parlamento se ponía de
manifiesto que no era posible una representación política eficaz si los representantes
contaban con libertad de acción, prescindiendo de la continua consulta con sus electores. A
ello hay que añadir que muchas de las decisiones que se debían adoptar habrían de ser fruto
de un proceso de negociación que finalmente debía tomar en consideración los intereses de
toda la comunidad nacional y no únicamente la del grupo estamental representado por el
parlamentario.
4.- El Estado constitucional liberal.
En esta etapa se produce una progresiva consolidación de la idea de Estado. En esta nueva
etapa, concretamente a partir de la Constitución francesa de 1791, se consolida la doctrina
del mandato representativo. Se trata de tutelar la libertad humana frente a la represión del
viejo Estado. Pare ello nada mejor que regular la libertad en la Constitución. En este sentido,
habrá que tener presente que el Estado es un presupuesto indispensable para la compresión
de la Constitución, ya que la segunda es el cauce para la organización por el Derecho del
primero.
La soberanía, entendida como capacidad de determinarse de un modo autónomo con arreglo
al Derecho vigente en el Estado, reside en la nación y la nación actúa a través de sus
representantes que lo son de la totalidad de la misma y no de los electores de su
circunscripción. Por consiguiente, ya no van a estar sujetos a las instrucciones de los
electores.
Los factores de la etapa anterior agudizan su influencia en el sentido de un cambio hacia la
centralización del poder en el Estado frente a lo que había sido la denominada por Hegel
«poliarquía medieval» propia del feudalismo. El Rey incrementa su apoyo por medio de los
sectores comercialmente más activos de las ciudades. Estos sectores van a generar un
capitalismo primario dando así continuidad a un fenómeno iniciado, como se ha podido
comprobar, en la etapa anterior. Esa misma consolidación de lo ocurrido con anterioridad se
registra en lo que afecta al establecimiento de impuestos como base de la capacidad
económica del Estado para afrontar los gastos propios de esta etapa de crecimiento en sus
actividades. Se establece un ejército como garantía de seguridad. Un sistema defensivo que
genera ventas en masa (sobre lodo los uniformes y las botas de los soldados). Este ejército
protege la totalidad del territorio antes dividido en multitud de territorios feudales. Los reyes
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logran monopolizar la emisión de monedas, declaran sus Estados soberanos y los dotan de
un sistema de normas jurídicas aplicables en sus territorios respectivos. En aquel momento
se necesitaba también una Administración dotada de la suficiente entidad como para hacer
frente a la creación de las infraestructuras (carreteras y ferrocarriles) y servicios (educación)
necesarios para potenciar la actividad económica y que permitiese la instauración de una
unos niveles adecuados de seguridad pública.
Con la aparición de la Ilustración nace el constitucionalismo como movimiento cultural
ligado a la razón y al conocimiento. La Revoluciones Americana (1776, muy ligada a la
Guerra de la Independencia frente a Gran Bretaña), Francesa (1789, origen de la Declaración
de Derechos del Hombre y del Ciudadano, todavía incorporada a la vigente Constitución de
Francia) e Hispanoamericana (1810-1830) constituyen los tres acontecimientos más
importantes de los inicios del constitucionalismo que va a conducir al Estado liberal.
Previa fue la Revolución inglesa (1688, esto es, en el siglo XVII), conocida como la
Gloriosa Revolución, que dio lugar al Bill of Rights o declaración de derechos, al que se
añadieron otros documentos jurídicos de la época en parecido sentido protector de ciertas
libertades. Esta declaración de derechos inglesa incluye, entre otras prohibiciones dirigidas
al Rey, como titular de la Corona, la de suspenderé la ejecución de las leyes o la de recaudar
impuestos sin el consentimiento del Parlamento. La declaración incorpora también la
obligación del Rey de proceder a convocar con frecuencia las reuniones del Parlamento. Se
genera a partir de entonces el concepto de monarquía limitada en sus funciones a favor del
Parlamento que desembocará en el denominado régimen parlamentario.
Se trata de hacer compatible una monarquía hasta ese momento absoluta con el nuevo
concepto de Constitución como norma superior del ordenamiento jurídico que organiza la
forma del poder a partir de la garantía de una declaración de derechos. Sin embargo, el Rey
sigue acumulando importantes dosis de poder ejecutivo. El parlamento es débil y muy
dependiente del monarca. Lamentablemente el derecho de sufragio se limita a los varones
(sufragio masculino).
La Constitución era todavía un mero programa de intenciones. No se encontraba dotada de
controles que garanticen que sus preceptos realmente se cumplen.
El autor que mejor representa el pensamiento de la Ilustración es Montesquieu (1689-1755).
Montesquieu vivió en el período más decisivo en el desarrollo del pensamiento de la
Ilustración: desde finales del s. XVII, hasta mediados del s. XVIII. Una de sus obras más
destacadas es «El espíritu de las leyes» (1748). Se trata de una obra dedicada al estudio de la
limitación y la contención del abuso en el que en ocasiones incurren quienes ejercen poder
público, incluso aunque el origen de dicho poder resulte ser democrático.
El pensamiento de Montesquieu reviste enorme trascendencia en lo que se refiere a los
componentes del ser humano que inciden con particular fuerza en la complejidad de lo
político:
El componente social y político que nos pone en relación con nuestros semejantes y
que entronca con la propia dignidad de la persona en cuanto tal. Si a un ser humano no
se le permite la libre expresión de sus ideas frente a los otros se está cercenando
gravemente su dignidad como persona. Ahora bien, Montesquieu reparó en que la
mayoría de los ciudadanos carecen de la preparación adecuada y suficiente para hacer
frente a los problemas relativos al gobierno y a la Administración del Estado. Por
consiguiente, los ciudadanos debían limitarse a seleccionar a sus representantes. Para tal
elección las personas tienen conocimientos suficientes. No los tienen, sin embargo, para
gobernarse a sí mismas. Esta doctrina de la representación se remonta a la Edad Media:
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en los parlamentos medievales, el diputado era el representante del estamento que lo
había elegido y debía actuar conforme a las instrucciones que se le confiaban.
El componente medioambiental al que ya aludía Montesquieu como presupuesto de
todas las potencialidades del ser humano.
El componente cultural en tanto considera al ser humano como generador de
pensamiento y ciencia. La Ilustración se identifica con el siglo XVIII, el denominado
«siglo de las luces». Se trata de la época en la que nace el denominado «Estado liberal».
Este nuevo concepto de Estado cuestiona la legitimidad tradicional para sustituir la
teoría del origen divino del poder por la del origen popular del mismo. Este origen
popular supone que el ejercicio del poder se encuentra limitado materialmente por las
declaraciones de derechos recogidas en los textos constitucionales. Además, se
considera que el poder público no debe interferir el libre comercio en beneficio del
bienestar de la población. De esta forma, a finales del siglo XVIII comienza a
extenderse el constitucionalismo en Europa occidental y Norteamérica sobre un Estado
que se encontraba ya firmemente consolidado como forma típica de organización de la
comunidad política. Lo que el constitucionalismo pretende es organizar, racionalizar y,
en definitiva, mejorar el Estado.
Surge así el Estado liberal que obedece a cuatro fundamentos:
El componente normativo. Se apuesta por la creación de una norma suprema
denominada Constitución, que puede ser escrita o no, pero en todo caso dotada de un
rango superior y solemnidad en su aprobación. Dicho texto constitucional está
llamado a consolidar la organización de los poderes y prever el reconocimiento y
garantía de un grupo de derechos subjetivos que delimitan diferentes esferas
personales de autonomía frente al Estado. Se denominan derechos de libertad, civiles
o individuales. Se consideraba, por otra parte, que si la Constitución es escrita
favorece una organización más racional y garantista de los poderes públicos.
La división de poderes. Tiene como objeto evitar que la capacidad de adoptar
decisiones y ejecutarlas se concentre en una única persona o institución. Se trata del
reparto del poder político entre diversos órganos del Estado con el fin de favorecer su
ejercicio racional y equilibrado al servicio de la libertad. A ello, se añade la
distribución funcional del poder, es decir, aquella que los individualiza en atención a
sus propios cometidos. Así, el poder legislativo, materializado en el Parlamento,
aprueba las normas, y entre ellas y muy significativamente la Ley de Presupuestos
Generales del Estado, y controla la acción del Gobierno con sentido crítico. A nadie
puede extrañar entonces la supremacía del Parlamento en el conjunto de las
instituciones democráticas teniendo en cuenta, además de las trascendentales
funciones que se acaban de mencionar, su carácter de depositario orgánico de la
soberanía nacional.
El poder ejecutivo, por su parte, se dedica a participar en el procedimiento de
aprobación de las normas, a velar por el cumplimiento de las resoluciones aprobadas
en el parlamento y a perfilar la planificación de los ingresos (tributos) y de los gastos
(sostenimiento de los servicios públicos e inversiones). En definitiva, el poder
ejecutivo, encabezado en épocas muy lejanas por el Rey y en los modernos Estados
democráticos por el Gobierno, tiene atribuida la función de favorecer la aplicación y
plena vigencia de las leyes y desempeñar la dirección de unas tareas administrativas
que han ido adquiriendo progresivamente un volumen cada vez más mayor.
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Finalmente, el poder judicial se dedica, en esencia, a la resolución de conflictos que
tienen que ver, de un modo directo o indirecto, con el incumplimiento de las normas
jurídicas. El modo más eficaz de garantizar la libertad es asegurar que jueces
independientes puedan imponer a los demás poderes del Estado el sometimiento al
Derecho y la supremacía de las normas jurídicas, empezando por la propia
Constitución. En definitiva, a través de la denominada división de poderes se
buscaba un equilibrio para que, como sostenía Montesquieu, el principal impulsor de
la teoría de la división de poderes, «el poder frene al poder» y se evite cualquier tipo
de abuso.
Principio de soberanía nacional y de representación política. La nación sólo
puede obligarse a sí misma mediante la elaboración de las leyes por sus
representantes. Es lo que se denomina «doctrina del mandato representativo»,
proclamada en la Constitución de Francia de 1791. Se configura así una concepción
del significado de la representación que ha llegado hasta la actualidad.
Se trata, en definitiva, de una primera manifestación del Estado constitucional que aún
distaba bastante de la calidad democrática de los Estados de nuestro entorno.
En la concepción del Estado liberal la sociedad se regula a sí misma. El Estado no tiene que
intervenir porque se considera que los conflictos se resuelven entre los propios individuos.
En efecto, el régimen liberal arranca de un concepto de libertad como exención del
individuo frente a la acción del Estado. Dicha acción del Estado se encuentra limitada por
los derechos de los individuos, para que éstos luchen por el cumplimiento de sus objetivos a
través del esfuerzo personal.
El Estado liberal prescinde de la realidad que marca la desigualdad social. Sin embargo, la
explotación de los obreros y los abusos de los poderosos en el plano económico generan un
movimiento de defensa por parte de los trabajadores que culminó en el siglo XX con el
nacimiento de unos derechos que el Estado debía necesariamente proteger: los derechos
sociales.
5.- El Estado democrático y el Estado de bienestar.
En el Estado democrático el pueblo ejerce la soberanía y adopta las decisiones mediante la
regla de la mayoría. De esta manera, se produce la intervención de los ciudadanos en los
asuntos públicos ya sea de forma directa, participando en consultas públicas denominadas
por lo común referéndum, o a través de la democracia indirecta o representativa eligiendo a
los miembros de los parlamentos o asambleas legislativas. La preocupación por las
necesidades de los más desfavorecidos culmina en el siglo XX con el denominado
«constitucionalismo social» que servirá para transformar el Estado liberal en un verdadero
Estado democrático fundamentado en el principio, y a la vez derecho, de igualdad.
El Estado liberal se había mostrado incapaz de asegurar el orden económico de forma
equilibrada. Se requiere un Estado diferente, un Estado que pasa de ser abstencionista,
limitando su ámbito de actuación a aspectos relacionados con la defensa, la seguridad y la
justicia, a tratarse de un Estado con una decidida vocación social. Dicha vocación se
materializa en la prestación de servicios públicos sostenidos con una política de
redistribución de rentas y corrección de desigualdades mediante un sistema tributario. Un
sistema capaz de ordenar la contribución de los ciudadanos de un modo progresivo que
atiende a los diferentes niveles de ingresos.
El constitucionalismo social nace a principios del siglo XX con la Constitución de México.
Esta Constitución, denominada oficialmente Constitución Política de los Estados Unidos
11
Mexicanos, fue publicada el 5 de febrero de 1917, en el Diario Oficial de la Federación.
Previamente fue debatida y aprobada en el Teatro de la República de la ciudad de Santiago
de Querétaro. Entró en vigor en mayo de ese mismo año y es la primera en reconocer
derechos denominados «sociales». A modo de ejemplo, el extensísimo art. 123 de esta
Constitución estableció un sistema muy completo de garantías en el ámbito laboral. Dichas
garantías comprendían desde la estabilidad en el empleo hasta un catálogo de disposiciones
básicas sobre Seguridad Social.
A la Constitución de México se uniría después la Constitución alemana de Weimar de 1919.
El objetivo último de los derechos sociales es asegurar a todas las personas, más allá de su
clase social o de cualquier condición o circunstancia personal, las condiciones mínimas para
poder desarrollarse en el seno de la sociedad. Se trata de obligaciones positivas, de carácter
prestacional. Sus costes los asume el Estado orientando una buena parte de su acción política
al bienestar social, en beneficio de las personas con menos posibilidades económicas. Esa
acción política de carácter social guarda relación directa con el principio de igualdad de
oportunidades. Una educación pública de calidad es un derecho social que abraza los
argumentos expuestos con anterioridad. El Estado social parte del pluralismo asociativo de
los agentes sociales. Ello determina la presencia en el espacio público, junto a los partidos
políticos, de sindicatos y asociaciones profesionales.
Hermann Heller (Cieszyn –Polonia-, 1891 – Madrid, 1933) fue miembro del Partido Social
Demócrata alemán (en su sección «no marxista»). Es el estudioso al que se debe, en el
marco de un importantísimo legado intelectual relativo al concepto de Estado, la primera
manifestación escrita de lo que conocemos como Estado social. A criterio de Heller, Estado
liberal y Estado social son, en realidad, dos caras de la misma moneda que integran el
Estado democrático.
Se constata, en definitiva, un fenómeno de interpenetración entre el Estado y la sociedad,
pues sin posibilidad de cobertura de las necesidades básicas de las personas ni hay libertad,
ni hay democracia. Así lo expone en su «Teoría del Estado», una auténtica obra clásica
traducida al castellano. Para Heller, es criticable el Estado autoritario, pero también lo es el
Estado liberal que se desentiende de las necesidades básicas de los ciudadanos. Lo anterior
le lleva a concluir que resulta imprescindible atribuir a toda la ciudadanía tanto los derechos
de autonomía personal (individuales) como los sociales. En efecto, los derechos sociales,
como los individuales, tienen una relación directa con la dignidad de la persona (art. 10.1
CE).
Se produce de esta manera un cambio en la concepción de la libertad que dejará de ser
meramente individual (libertad de cada uno en relación a sí mismo) para adquirir un
marcado tinte social (libertad de todos en el marco de una sociedad libre). A partir de esta
idea, se va a dejar de lado el concepto de Estado liberal de Derecho que será sustituido de
manera progresiva por el de Estado social de Derecho. El nuevo contenido social del Estado
se recoge ya en la Constitución alemana de Weimar de 1919. En ese contexto, Hermann
Heller apadrinó un nuevo concepto que refleja la referida evolución de la idea de Estado.
Dicho concepto surge de la pregunta que el propio Heller se formulaba a sí mismo y que es
la siguiente: ¿Es preferible el Estado de Derecho o la dictadura? La respuesta es que tanto
una como otra posibilidad resulta insatisfactoria por diferentes motivos. Para Heller, Estado
de Derecho y Estado social son, en realidad, dos caras de la misma moneda. Se trata del
denominado «Estado social de Derecho» (Hermann Heller, Escritos políticos).
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Por lo demás, el funcionamiento cortoplacista de las dinámicas económicas de la
globalización acaba por contagiar a la política hasta generar el olvido del cuidado del
Planeta.
Las redes sociales generan un modo de pensar acorde a la aceleración histórica que
padecemos y a la general ausencia de buena educación, respeto a los demás, pausa y criterio
en la expresión del punto de vista propio. De esta manera, las redes producen mensajes
simplistas, sin profundidad y con valor temporal limitado al momento en que son emitidos.
La realidad se construye a partir de lo que se expresa en las redes sociales en tiempo real y
se descompone y modifica, en ocasiones sin motivo aparente, en cuestión de horas. La
política se apunta, en una respuesta meramente adaptativa, a esta realidad escasamente
constructiva y esperanzadora. Se hace política de menos calidad y valor que en otras épocas
que propiciaban una reflexión más pausada y de mayor calado argumentativo.
Por su parte, los populismos de toda condición, tanto de derechas como de izquierdas son
otra respuesta precipitada, cuando no muy escasamente fundamentada, a una realidad
compleja y en permanente evolución.
En la cultura constitucional se localiza la prevención más eficaz frente a los extremismos de
uno y otro signo. Es imprescindible recordar que capitalismo y democracia han
protagonizado históricamente los mejores momentos para ambos cuando han sabido
construir una relación equilibrada entre ellos. Hoy en día, el sistema financiero y productivo,
inserto en un mundo globalizado, somete y restringe el desarrollo de la política democrática,
en el plano económico, hasta condenarla a programas políticos con muy escasas alternativas.
Ello nos reconduce a la paradoja formulada por el célebre economista Keynes: ¿De qué le
sirve al trabajador que se incremente el salario mínimo si por ese mismo motivo no se le va a
contratar? Ello da lugar a una compatibilidad imposible entre el deseo razonable y justo de
mejora, materializado en el incremento del salario mínimo, y la necesidad, en unidad de
acto, de incrementar la contratación de trabajadores. Ante una sociedad tan compleja y en
constante evolución se hace preciso apostar por una adecuada educación para el ejercicio de
la ciudadanía que ofrezca como resultado final un voto informado y consciente. Al fin y al
cabo, como ha puesto de manifiesto Konrad Hesse, “la democracia depende de ciudadanos
informados y no de masas apáticas sumidas en la oscuridad por sus gobernantes bien o mal
intencionados”.
Las claves de esa formación bien podrían localizarse en el texto del art. 10.1 CE. En efecto,
tales objetivos esencialísimos en la labor pedagógica de nuestros centros educativos, en lo
que afecta al concepto de ciudadanía, podrían sintetizarse en los siguientes cinco principios
que cabe deducir del precepto antes señalado:
1. La puesta en valor de la dignidad de la persona.
2. La eficacia, protección y garantía de los derechos inviolables de la persona.
3. El cumplimiento de las normas aprobadas democráticamente.
4. El respeto a los derechos de los demás.
5. El logro de la paz social en el marco de un ordenamiento jurídico democrático. El sistema
institucional estatal y autonómico debe conocerse para que cada ciudadano sea consciente de
su responsabilidad en una convivencia en libertad de la que se debe sentir protagonista.
La idea que aquí se promueve consiste en alcanzar un ejercicio responsable del derecho al
voto. En democracia, el ciudadano tiene la obligación de informarse y desde esa información
ha de mantener una posición crítica ante el poder que le permita, entre otros modos de
participación, efectuar de manera consciente y responsable el control temporal del ejercicio
del poder al que está llamado en cada convocatoria electoral. Si se actúa con esa actitud
responsable, y pese a todas las dificultades, el Estado podrá seguir siendo el ámbito más
14
eficaz en el que la comunidad democrática se siente vinculada por la decisión mayoritaria
paralela al irrenunciable respeto a las minorías.
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Como ya se apuntó, lamentablemente el sufragio femenino no se reconoció en España hasta
ya vigente la Constitución de 1931, de la II República. Concretamente, dicho
reconocimiento tuvo lugar en 1933.
En la actualidad, el sufragio universal se configura como una conquista política y social
irrenunciable y definitoria de las actuales democracias. Como es lógico, el sufragio universal
excluye cualquier tipo de restricciones por razón de sexo, «censitarias» o «capacitarias».
La evolución de la representación, que desemboca en los momentos actuales, parte de que
sólo pueden considerarse representantes de la comunidad política y social los elegidos por
ella. Representación se hace equivaler así a elección por la totalidad de los electores. Los
representantes así elegidos deben orientar su actuación a la defensa de los intereses
generales, a partir de sus propias convicciones y sin estar sujetos a condicionamiento alguno.
La renovación de los representantes parlamentarios cada cierto tiempo (en nuestro país cada
cuatro años) se denomina control temporal del ejercicio del poder. Se trata de un control
extraordinariamente importante. Efectivamente, el elector premiará con la reelección al
representante que ha actuado con eficacia y responsabilidad y castigará con la no reelección
al que haya defraudado su confianza.
Eso sí, hoy en día resulta innegable que los representantes que pretendan resultar reelegidos
deberán tener en cuenta los intereses de los afiliados y simpatizantes del partido político que
presentó la candidatura de la que formen parte. En este sentido, hay que reconocer que la
dinámica generada por los grandes partidos políticos ha contribuido a reintroducir una suerte
de nuevo mandato imperativo. Ya no son los electores, como sucedía históricamente, pero sí
los propios partidos los que suministran tales instrucciones a los representantes. De no seguir
esas instrucciones, el parlamentario podría ver seriamente condicionada su carrera política.
En mi criterio, si bien es cierto que el representante debe pronunciarse de manera coherente
con los fundamentos o bases programa del partido político por cuyas siglas comparece en las
elecciones, no es menos cierto que debe protegerse el voto individual y en conciencia del
parlamentario en su pronunciamiento sobre determinadas cuestiones que así lo aconsejen.
Se trata de una delicada cuestión de equilibrio. El voto individual y en conciencia debe
protegerse, pero también existe un compromiso, que se puede denominar «de lealtad», que
pone en relación al propio parlamentario con su partido y con los electores que le han
otorgado su confianza. De esta forma, el diputado adquiere una obligación de actuar de
modo coherente con el programa que se propuso a los electores. O dicho de otra forma: no
parece legítimo que el representante político suplante la voluntad de los electores que
confiaron en un programa de gobierno por la suya propia.
La consecuencia más esencial del mandato representativo, al que se está haciendo referencia,
consiste en que los parlamentarios representan la expresión de la voluntad de la comunidad.
La propia aprobación de las leyes es producto de la voluntad popular (por este motivo se
denomina al Parlamento poder legislativo). Así sucede también en relación a la adopción de
otras decisiones vinculadas a los intereses generales de la comunidad política y social. Por
consiguiente, en la medida en que los representantes del pueblo en los parlamentos o
asambleas legislativas lo son de toda la comunidad política y social no deben estar sujetos a
instrucciones o condicionamientos de ningún género.
Los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución garantizan que, con
independencia del resultado de unas elecciones concretas, los ciudadanos conservarán las
condiciones básicas que les permiten seguir siendo libres e iguales.
Cada una de las leyes estatales que aprueba el Parlamento de España (denominado Cortes
Generales e integrado por el Congreso de los Diputados y el Senado) no emana directamente
16
del pueblo porque este en cada una de esas leyes no se manifiesta directamente como
soberano porque la ley como tal no lo es. El poder legislativo es un poder constituido a partir
de unas elecciones. Por tal motivo, la ley no es producto directo de la voluntad del pueblo,
pero si indirecto (por eso se habla de democracia indirecta o representativa). Para constituir
ese Parlamento el pueblo se ha manifestado en unas elecciones como cuerpo electoral. Igual
que se hace presente como poder constituyente para conformar las Cámaras Parlamentarias
que aprueban o reforman la Constitución española.
En nuestro país, el representante parlamentario no ejerce soberanía delegada por el pueblo.
La soberanía es indelegable (art. 1.2 CE).
Por lo demás la ley, en su condición de manifestación normativa más genuina en
democracia, tiene un procedimiento asignado para su debate y aprobación en los
Reglamentos del Congreso de los Diputados y el Senado. Podemos hablar de unos límites
formales por cuanto es imprescindible que se someta a unos concretos cauces (denominados
procedimientos) de aprobación.
La cláusula constitucional de Estado democrático obliga a dar la oportuna acogida al
pluralismo social y político que caracteriza al conjunto de ciudadanos. Verdaderamente, la
sociedad está marcada por una radical heterogeneidad de personas y grupos. A tal radical
diversidad se le ha encontrado el pertinente encaje constitucional a través del pluralismo
político como valor superior del ordenamiento jurídico (art.1.1 CE).
En realidad, el pluralismo político más que un valor es un principio de nuestra democracia.
Se habla en este sentido de democracia pluralista. Lo cierto es que la proyección del
pluralismo político se manifiesta sobre todo en el significado y función que la Constitución
atribuye a los partidos políticos (art. 6 CE).
En democracia, la adopción de las decisiones se lleva a cabo por mayoría. Pero esa mayoría
no es, sin más, equivalente a la voluntad de la sociedad que constituye la población del
Estado. En democracia, es necesario tener muy presentes a las minorías y ofrecerles los
oportunos cauces de manifestación de sus ideas e intereses, especialmente en sede
parlamentaria. El pluralismo político, como valor superior del ordenamiento jurídico,
encarna esta idea y la hace presente materializándola a lo largo de diferentes artículos de
nuestro texto constitucional.
Especial trascendencia revisten en democracia los partidos políticos, regulados en el art. 6
CE. Se trata de asociaciones privadas de relevancia constitucional que concurren a la
formación y manifestación de la voluntad popular en los distintos procesos electorales. Los
partidos políticos únicamente pueden ser creados por ciudadanos españoles. Los extranjeros
pueden ejercer del derecho al voto (derecho de sufragio activo) exclusivamente en las
elecciones municipales. A esas mismas elecciones municipales, y sólo a ellas, pueden
comparecer también en calidad de candidatos (derecho de sufragio pasivo). Ahora bien, su
candidatura se integrará en un partido creado por ciudadanos nacionales españoles.
La democracia de nuestro tiempo es una democracia de partidos y así parecen exigirlo las
complejas sociedades de nuestro tiempo. Unos partidos políticos estables, sin un
componente burocrático excesivo, dotados de una estructura interna y funcionamiento
democrático y socialmente arraigados, es decir, capaces de movilizar a la ciudadanía para su
participación e integración en el proceso democrático, garantizan el pluralismo y promueven
una forma de organización política eficaz. En el incumplimiento, muy generalizado por los
partidos políticos, de tales condiciones de estructura y funcionamiento, se encuentra la causa
más determinante de la crisis de confianza en las instituciones democráticas que hoy se ha
17
producido en diversos países. Si bien los partidos constituyen un valioso instrumento de la
democracia para la adecuada expresión del pluralismo político en una sociedad de masas, no
son un fin en sí mismos (la democracia tiene como sujetos a los ciudadanos y no a los
partidos) ni tampoco deben disponer del monopolio en la presentación de las candidaturas
(el pluralismo político debe expresarse también mediante movimientos políticos o
agrupaciones ciudadanas de electores independientes de los partidos).
Del mismo modo, los partidos tampoco agotan los cauces de expresión de la sociedad que se
manifiesta también a través de los sindicatos, las asociaciones profesionales y las restantes
formaciones colectivas que integran la diversidad de creencias e intereses que existen en una
comunidad de hombres libres. Ni los partidos políticos son órganos del Estado (deben ser
considerados, por el contrario, como asociaciones privadas de relevancia pública) ni pueden
manifestar por sí mismos la voluntad estatal.
Además de la democracia indirecta o representativa, el referéndum (art. 92 CE) forma parte,
junto a la iniciativa legislativa popular (art. 87.3 CE), de lo que se conoce como
“instituciones de democracia directa”, expresión con la que se hace referencia a aquellas
formas de participación política que se realizan a través del voto directo, secreto y universal
pero que no consisten en seleccionar a los miembros de los poderes legislativo ni ejecutivo
sino en decidir directamente, mediante el voto, sobre cuestiones de relevancia pública (actos
o normas).
El referéndum como instrumento de participación directa goza de cierto predicamento entre
quienes defienden la necesidad de un esfuerzo permanente por incrementar la cercanía entre
la adopción de las decisiones y el cuerpo electoral, pero debido a la complejidad de las
sociedades actuales resulta muy difícil articular un sistema democrático exclusivamente a
partir de una sucesión continua de decisiones directas por parte del electorado. No hay que
olvidar, además, que incluso en la democracia de la Grecia antigua, considerada como la
manifestación más perfecta del poder político y paradigma de la democracia directa, se
contaba con el grave inconveniente de que un importante sector social integrado por los
esclavos, las mujeres y los forasteros, quedaba al margen de los procesos de decisión
política.
Un antecedente del instrumento de participación directa que aquí analizamos se localiza en
la Baja Edad Media en relación al modo de adopción de las decisiones en las dietas
medievales que se tomaban a condición de ser sometidas «ad referéndum» de los sectores
afectados por aquéllas. En la Europa medieval se utilizaron mecanismos de democracia
directa en numerosos municipios. Estas formas primarias de democracia directa fueron
desapareciendo de modo progresivo ante el auge, primero, del feudalismo y más tarde del
absolutismo monárquico.
La revolución inglesa del s. XVII, denominada «revolución del parlamento», supuso la caída
del poder absoluto del Monarca y su sustitución por un sistema de participación popular
indirecta a través del Parlamento. Un sistema participativo indirecto que fue criticado
ampliamente por quienes compartían el pensamiento político de Rousseau y sus teorías
acerca de la democracia directa como ideal democrático alternativo al denominado sistema
representativo, al entender que limitaba la participación efectiva al acto formal de la
votación. En efecto, el modelo político rousseauniano parte de la premisa de la inaplazable
necesidad de la participación directa de los ciudadanos en los procesos de elaboración de las
leyes que constituyen así expresión de la voluntad general. En este sentido, los diputados no
son representantes del pueblo sino sus mandatarios puesto que, a su juicio, tan pronto como
un pueblo se da representantes deja de ser libre y de ser pueblo. En consecuencia, la
intervención de cualquier agente intermedio entre el pueblo y el acto de aprobación de la ley
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distorsionaría de forma inmediata el sentido de la voluntad general. En definitiva, la
participación directa del pueblo se configura como condición y garantía de la libertad en la
medida en que la libertad se concibe como autodeterminación. Por este motivo, es necesario
que la ley no materialice el mandato de ninguna voluntad particular para evitar la
prevalencia ilegítima de una parte del cuerpo electoral sobre la otra.
En el siglo XIX y en el marco del Estado liberal representativo, el referéndum se incorpora
definitivamente al modelo organizativo democrático, con especial significación en la
Confederación Helvética (fue utilizado para aprobar la Constitución de 1848 y su reforma en
profundidad llevada a cabo en 1874) y en algunos Estados de los que conforman los Estados
Unidos de Norteamérica.
En la Europa de entreguerras la democracia parlamentaria tuvo enfrente a sañudos
enemigos, dispuestos a destruirla, desde la extrema derecha y desde la extrema izquierda. En
este clima, mediatizado por los totalitarismos de uno y otro signo, se abrió un debate en
torno a la necesidad de introducir mecanismos de democracia directa. Sin embargo, pronto
se comprobó que los regímenes antidemocráticos distorsionaron completamente el
referéndum a través de la propaganda y la manipulación electoral. Afortunadamente, las
ideologías antiparlamentarias o fueron duramente derrotadas o perecieron por propia
descomposición.
Al final de la II Guerra Mundial, algunos países europeos acudieron al referéndum para
proponer como opciones el regreso a las Constituciones vigentes antes de la ocupación
alemana o la convocatoria de un proceso constituyente, o bien para manifestar la preferencia
por la Monarquía o la República, como sucedió en Italia y en Bélgica.
El General De Gaulle utilizó el referéndum para legitimar la Constitución el 28 de
septiembre de 1958, que no fue aprobada por la asamblea, y en otras tres ocasiones
posteriores. El resultado adverso en la última de ellas dio lugar a su dimisión como
Presidente de la República.
En los referendos de la España franquista, celebrados en un contexto ajeno al principio
democrático, la propaganda oficial anulaba por completo el significado del referéndum
como institución de democracia directa. Precisamente, uno de los problemas de esta consulta
popular es su capacidad potencial de ver manipulado su sentido e incitar a la radicalización
de posiciones.
Negativa fue también la experiencia italiana. En Italia, el referéndum enturbió el clima
político ocasionando un favorecimiento desmesurado de los partidos de carácter
extraparlamentario y sustituyendo el debate en la asamblea por una improductiva y
escasamente racional discusión en la esfera pública.
En Gran Bretaña, el referéndum de 1975 sobre su entrada en la Comunidad Europea y en
España el referéndum de 1985 sobre la permanencia en la OTAN, vienen a confirmar el
carácter complementario e integrador del referéndum en relación al sistema representativo.
En lo relativo a la reforma de la Constitución (arts. 166-169 CE) y, concretamente en lo que
se refiere a la posibilidad de que la modificación programada pueda disponer de partes muy
significativas de la Constitución (a modo de ejemplo, los principios fundamentales del texto
constitucional o rasgos definidores de la forma de Estado), se manifiesta especialmente útil
el mecanismo del referéndum. En este caso, y tomando como referencia el principio
democrático como eje central del Estado constitucional de nuestro tiempo, es necesario que
el pueblo participe de manera necesaria en el proceso de tal suerte que éste no quede
exclusivamente en manos de sus propios representantes, ya que, si fuesen éstos los
legitimados para reformar sin límite alguno la Constitución serían ellos y no el pueblo el
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verdadero soberano. Cuando la reforma afecta a aspectos nucleares básicos de la
Constitución la participación popular en el procedimiento de reforma resulta insoslayable.
De esta manera, la democracia directa, a través de la institución del referéndum, viene a
constituir un complemento (necesario en el supuesto al que acabamos de referirnos) de la
democracia representativa.
Por lo demás, la participación directa del pueblo en el ejercicio del poder político a través
del referéndum no se limita al plano de la reforma constitucional puesto que puede
extenderse también al ámbito de actuación del poder constituido. En efecto, la idea de que
determinadas decisiones estatales, por su gran importancia, y sobre todo por su carácter
difícilmente reversible, deben quedar sustraídas a la voluntad exclusiva de la mayoría
(siempre coyuntural) de los representantes y residenciadas en el pueblo soberano, se
presenta como algo bastante razonable y, por lo demás, perfectamente congruente con el
significado del Estado democrático.
La democracia representativa, es decir, la democracia parlamentaria, constituye la regla
general que se sigue en el ejercicio del poder constituido. En este sentido, y salvo
excepciones muy cualificadas como el caso de Suiza, el referéndum como instrumento de
democracia directa cumple un papel complementario. La representación política ha visto
transformado su sentido de modo notable por la importante función que en la actualidad
desempeña la libertad de asociación política manifestada en la existencia de los partidos
políticos en el Estado constitucional. Así sucede, desde luego, en la generalidad de las
Constituciones de la segunda mitad del siglo XX. A modo de ejemplo, en el artículo 6 de la
Constitución española, se dice que los partidos «expresan el pluralismo político, concurren a
la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la
participación política». La democracia actual es una democracia de partidos y así parecen
exigirlo las complejas sociedades de nuestro tiempo. Unos partidos políticos estables, sin un
componente burocrático excesivo, dotados de una estructura interna y un funcionamiento
democrático y socialmente arraigados, es decir, capaces de movilizar a la ciudadanía para su
participación e integración en el proceso democrático, garantizan el pluralismo y promueven
una forma de organización política eficaz.
En el incumplimiento, muy generalizado por los partidos políticos, de tales condiciones de
estructura y funcionamiento, se encuentra la causa más determinante de la crisis de
confianza en las instituciones democráticas que hoy se ha producido en diversos países. Si
bien los partidos constituyen un valioso instrumento de la democracia para la adecuada
expresión del pluralismo político en una sociedad de masas, no son un fin en sí mismos (la
democracia tiene como sujetos a los ciudadanos). Del mismo modo, los partidos tampoco
agotan los cauces de expresión del pluralismo social, que se manifiesta también a través de
los sindicatos, las asociaciones profesionales y las restantes formaciones colectivas que
integran la diversidad de creencias e intereses que existen en una comunidad de hombres
libres. Ni los partidos son órganos del Estado (deben ser considerados, por el contrario,
como asociaciones privadas de relevancia pública) ni pueden manifestar por sí mismos la
voluntad estatal.
Los principios explicados por Rousseau sobre la democracia como identidad entre
gobernantes y gobernados, fundamentados en la idea de que la soberanía popular no puede
delegarse porque no puede enajenarse, hicieron ganar cierto predicamento a las teorías que
postulaban que la democracia representativa debe ser finalmente aceptada por razones
exclusivamente pragmáticas, que guardan relación con la extensión del Estado o su número
de habitantes. El razonamiento así construido se completaba con una sobrevaloración de la
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capacidad potencial de los elementos de democracia directa que venían a ser entendidos de
manera retórica y maximalista como las expresiones más depuradas de la democracia.
Frente a estas ideas se ha argumentado de un modo más razonable y riguroso que la opción
por la democracia representativa tiene a su favor unos sólidos fundamentos teóricos que se
imponen de forma muy difícilmente cuestionable sobre las razones sustentadas en el mero
pragmatismo. En este sentido, tenemos que partir de la circunstancia objetiva de que la
sociedad no es uniforme sino plural. En este marco, corresponde al gobierno de una
comunidad la compleja y trascendental tarea de hacer posible la composición de intereses
diversos. En segundo lugar, el Estado no puede prescindir, para hacer posible su propia
continuidad, de esa labor permanente de integración. Finalmente, no cabe hablar con
propiedad de la existencia de una comunidad de ciudadanos libres si no hay distinción entre
gobernantes y gobernados, y por lo mismo si no hay limitación del poder y responsabilidad
de los gobernantes.
Por lo demás, la celebración del referéndum exige como primera premisa la existencia de un
Estado democrático dotado de unos derechos fundamentales plenamente garantizados y en el
que el pluralismo político goce de total efectividad. Hay que recordar, en este sentido, que
también existe actividad electoral en los referendos puesto que la condición de elector es
común para votar eligiendo representantes o para optar por el «sí» o el «no» en una consulta
popular. Es necesaria también la mayor neutralidad posible por parte del poder público
convocante en relación a las alternativas planteadas en el referéndum. En esta misma línea,
resulta fundamental una formulación clara e inequívoca de la cuestión que se somete a
referéndum y la existencia de unos medios de comunicación de masas no manipulados para
evitar el riesgo de que el gobierno convocante los utilice en beneficio de la alternativa que
mejor satisfaga su propio interés. No hay que olvidar que son los enemigos de la democracia
los que en más ocasiones han utilizado esta modalidad de consulta popular. Baste citar los
casos de Hitler, Nasser y Franco que recurrieron a este instrumento para tratar de consolidar
sus respectivos regímenes que se caracterizaban, paradójicamente, por la escasa cuando no
nula participación popular.
Un caso especial de democracia local en nuestro sistema constitucional es el recogido en el
art. 140 CE, en su último inciso, a cuyo tenor literal: «la ley regulará las condiciones en las
que proceda el régimen de concejo abierto». Se trata de un sistema de autogobierno para
poblaciones de muy escasos habitantes. A modo ejemplo, podrían señalarse algunas
localidades del Alto Aragón o de la Galicia interior. En este tipo de poblaciones se decide
mediante un sistema asambleario con un delegado encargado de ordenar los debates entre
los vecinos.
La conciencia de lo que supone vivir en democracia debe ser sentida e incorporada a lo
cotidiano por la ciudadanía. Una democracia de calidad requiere el esfuerzo colectivo de una
ciudadanía responsable que se sienta protagonista y, a la vez, responsable del buen
funcionamiento del Estado democrático.
22
pensamiento documentado y libre y de la buena convivencia democrática tan propios del
Siglo XXI.
Los fenómenos antes descritos, que se pueden resumir en esa generación de burbujas
personales autocomplacientes y generadoras de prejuicios y desconfianza frente a las
opiniones «de los otros», incluyen una acusada e irracional desconfianza en las instituciones
públicas y en el gobierno democráticamente elegido. De este modo, termina por erosionarse
el respeto a las normas de convivencia democrática con un efecto a la vez perverso e
inmediato: el agravamiento de las conductas relacionadas con la intolerancia, la
discriminación y el olvido de los valores cívicos y la más elemental cultura constitucional.
La democracia se basa en la convivencia entre discrepantes y en la preservación de los
derechos fundamentales que hacen posible una vida digna para la totalidad de la ciudadanía.
La democracia, en definitiva, es del todo incompatible con los planteamientos ideológicos
extremistas, de uno y otro signo, negadores de la libertad y/o portadores del más mínimo
atisbo de odio frente a quien legítimamente piensa de manera diferente a uno mismo.
2.- La cláusula constitucional de Estado de Derecho
El Estado de Derecho es aquel que, frente a la voluntad única y arbitraria del monarca y sus
agentes, que caracterizó el período histórico del absolutismo, hace primar el imperio de las
normas jurídicas, democráticamente aprobadas, sobre cualquier tipo de conducta caprichosa
de los gobernantes. El poder del Estado ha de tender a ser un poder objetivo y
despersonalizado que no admite intermediarios entre él mismo y los ciudadanos.
Como ha escrito con toda razón el Profesor Aurelio Menéndez Menéndez, el Derecho se
puede definir como “el gran sistema de ordenación colectiva contrario a la arbitrariedad,
contrario a la decisión sin sujeción a una norma”, pero partiendo de la base de que “ese
ordenamiento logra su máxima afirmación cuando hace posible la paz social de una
colectividad asentada con suficiente convicción en un determinado sistema de ideas y
creencias”.
El propio Derecho Constitucional no es más que el estudio del proceso a través del cual el
Estado se somete a Derecho. O, dicho de otra forma, el Estado es el sujeto del proceso en
que el Derecho Constitucional consiste. Ciertamente, el propio Estado como tal ha de
someterse a las normas emanadas democráticamente de sus propios órganos
constitucionales.
La lucha por el Estado de Derecho es la lucha por alcanzar la limitación del poder del Estado
empleando para ello los principios racionales. Se trata, en definitiva, de procurar que el
Estado se someta en el ejercicio del poder a determinadas formas jurídicas.
La propia Constitución en su Preámbulo, que puede ser definido como una exposición de
motivos y una definición de objetivos de nuestra Norma Suprema, carente de valor jurídico
en sentido propio, declara la voluntad de la nación de «consolidar un Estado de Derecho que
asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular».
El sometimiento del quienes ejercen el poder y de los propios ciudadanos a la Constitución y
al resto del ordenamiento jurídico se conoce como Estado de Derecho (arts. 1.1 y 9.1 CE).
Naturalmente, ese sometimiento parte de la existencia previa de un Estado democrático. El
cumplimiento obligatorio del Derecho únicamente adquiere sentido si procede de un
Parlamento y un Gobierno elegidos democráticamente.
Como sostenía el gran jurista austriaco Hans Kelsen (entre su obra científica se recomienda
al lector el libro «Esencia y valor de la democracia»), el dominio de la mayoría sobre la
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minoría sólo es soportable en la medida en que se ejerce en el marco de un Estado
democrático y conforme al ordenamiento jurídico. Lo determinante para el concepto de
Estado de Derecho es la legitimidad democrática del poder derivada de su origen
democrático. Esta vinculación inescindible entre Estado de Derecho y principio democrático
ha sido materializada en el art. 1.1 CE, al proclamar que España es un «Estado social y
democrático de Derecho» y en el párrafo 2 de ese mismo artículo, al enunciar el principio de
legitimación democrática de los poderes del Estado. El Estado de Derecho, así entendido, es
el fundamento de todo el edificio constitucional. Es más, la inmensa mayoría de los artículos
que integran el texto constitucional constituyen normativa de desarrollo de ese gran
principio general.
Por consiguiente, no puede haber Estado de Derecho allá donde no exista, con carácter
previo, Estado democrático.
Para garantizar que esas normas, que han de ser necesariamente cumplidas aunque puedan
no agradarnos, tienen un origen democrático se garantiza la participación de todos los
ciudadanos en la elección de los parlamentarios que han de debatirlas y aprobarlas (art. 23.1
CE). Y ello, mediante la fórmula del derecho de voto o sufragio activo que, como
corresponde a su carácter democrático, deberá ser libre, igual, directo y secreto. Dicha
fórmula es de aplicación tanto para la elección de los parlamentarios estatales y autonómicos
como para la de los concejales de los Ayuntamientos (arts. 68.1, 69.1, 140 y 152 CE) como
para el pronunciamiento de los electores en consultas populares (principalmente a través del
referéndum contemplado en el art. 92 CE).
Varias son las funciones esenciales de la cláusula constitucional de Estado de Derecho
recogida en el art. 1.1 CE:
Garantizar la seguridad jurídica. Se trata de que los ciudadanos y los poderes
públicos estén sujetos a la Constitución y al resto de normas jurídicas válidas
aplicables en España. Este postulado se conoce como principio de legalidad (art. 9.1
CE). E implica que los poderes públicos únicamente pueden hacer lo que
normativamente les esté permitido.
El principio de legalidad supone que todos los poderes públicos se encuentran sometidos a
las normas jurídicas válidas y vigentes. Entonces, es la plasmación jurídica de la primacía de
la ley, que expresa la voluntad de la soberanía representada por el Parlamento.
Este principio actúa de manera diferente frente al legislador (entendemos por legislador el
Parlamento o el Gobierno, según la modalidad de ley de que se trate) que frente al resto de
poderes públicos. Naturalmente, no se puede olvidar que el legislador es quien debate y
aprueba la ley. Por consiguiente, está obligado a acatar las leyes, que el mismo aprueba y
que se encuentran en vigor. Ahora bien, dadas sus competencias en relación tanto a la
aprobación como a la derogación de las leyes, las normas que regulan su actuación se
encuentran en la propia Constitución, es decir, puede modificar las leyes con el único límite
de su sometimiento a la Constitución. En razón a todo lo anterior, el legislador se encuentra,
sometido a lo que cabe denominar “principio de constitucionalidad”. Este principio se puede
extraer a partir de la primacía de la Constitución en relación a las demás normas, según se
desprende del texto del art. 9.1 CE.
Por lo demás, la Constitución, como norma suprema del ordenamiento jurídico, nos vincula
a todos. Como tal Norma Suprema, proyecta su eficacia respecto de todas las demás así
como en relación a los actos de la Administración Pública dictados en aplicación de las
referidas normas. En efecto, todos los poderes públicos tienen la obligación de adaptar sus
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comportamientos, en el ámbito de las competencias que les son propias, al carácter de la
Constitución como norma suprema del ordenamiento jurídico.
Por su parte, el art. 9.3 CE recoge otros principios del Estado de Derecho como los
siguientes: el de publicidad de las normas; el de irretroactividad de las disposiciones
sancionadoras no favorables o restrictivas de los derechos individuales y la prohibición de la
arbitrariedad de los poderes públicos.
Se procede a continuación al comentario de cada uno de los referidos principios.
La publicidad de las normas es un elemento primordial de la seguridad jurídica
propia del Estado de Derecho. Se trata de un requisito imprescindible para que el
texto normativo llegue a estar vigente y, por consiguiente, pueda ser aplicado.
Conforme al art. 2.1 del Código Civil, las normas entrarán en vigor a los veinte días
de su completa publicación en el Boletín Oficial del Estado, “si en ellas no se
dispone otra cosa”.
La Constitución española incorpora también referencias concretas a la publicidad de las
normas. A modo de ejemplo, el art. 91 CE establece que “El Rey sancionará en el plazo de
quince días las leyes aprobadas por las Cortes Generales, y las promulgará y ordenará su
inmediata publicación”. El art. 96.1 CE, por su parte, dispone que “Los tratados
internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España,
formarán parte del ordenamiento interno (…)”. Por lo que se refiere al principio de
irretroactividad (que significa la no aplicación de la norma a situaciones previas a su entrada
en vigor) de las normas sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales
cabe deducir, en sentido contrario, que las normas favorables o que amplíen y mejoren la
situación derivada de la aplicación de un derecho fundamental sí podrán ser retroactivas.
Lo anterior significa que, por ejemplo, el Parlamento tiene capacidad para dotar a la ley de
eficacia retroactiva. Esta posibilidad sólo encuentra límite cuando la Constitución prohíbe
que se sancione una acción con normas que incorporen medidas más gravosas o
perjudiciales para el destinatario que aquellas vigentes cuando se cometió la infracción.
La interdicción, es decir, la prohibición de la arbitrariedad de los poderes públicos, hace
posible el control de la actividad de la Administración pública. Algunos autores alemanes
han identificado la «prohibición de la arbitrariedad» con el principio de «igualdad ante la
ley». De esta manera, lo que en realidad se prohíbe es la arbitrariedad que consiste en tratar
desigualmente situaciones iguales y viceversa.
La totalidad de la población y sus autoridades han de respetar los mandatos constitucionales.
Tal exigibilidad queda reforzada con la existencia de un Tribunal Constitucional y unos
órganos jurisdiccionales ordinarios que están vinculados tanto por la Constitución como por
la interpretación que de la misma lleve a cabo el Tribunal Constitucional a través de sus
sentencias. Todos los jueces y tribunales deben comprobar que las normas que aplican
resultan conformes a la Constitución española y a la interpretación que de la misma lleve a
cabo el Tribunal Constitucional.
Por su parte, la Disposición Derogatoria Número 3, de la Constitución española, dispone:
«Asimismo quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta
Constitución». Esta derogación pone de relieve la fuerza normativa de la Constitución desde
el momento mismo de su entrada en vigor. A partir de ese instante es una norma que pueden
invocar los ciudadanos y que necesariamente han de aplicar tanto los jueces y tribunales
como la propia Administración.
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Cuando el Estado de Derecho entra en crisis ante circunstancias sobrevenidas e imprevistas
que alteran la normalidad de la convivencia democrática (a modo de ejemplo, cabe señalar
diferentes situaciones de gravedad desigual como una huelga no sujeta a la normativa que la
regula en un servicio de carácter estratégico y esencial como puede ser el transporte aéreo,
una crisis sanitaria o un conflicto bélico) la Constitución dispone, en su art. 116, una serie de
medidas realmente excepcionales y orientadas a recobrar la normalidad lo antes posible.
Esas medidas consisten, con carácter general, en un incremento de las facultades atribuidas
al Gobierno. Tal incremento deberá guardar proporcionalidad con lo exigido por la gravedad
de la situación planteada. En este sentido, el art. 116 CE configura tres situaciones de
excepción, orientadas de menor a mayor gravedad. Se trata del estado de alarma, el estado
de excepción y el estado de sitio. Los tres se regulan en el mencionado precepto
constitucional y han sido objeto de desarrollo a través de la Ley Orgánica 4/1981, de estados
de alarma, excepción y sitio.
En todo caso, el Gobierno habrá de ejercer las nuevas competencias con suma prudencia y
sensatez, como corresponde a su carácter meramente transitorio y orientado a la
recuperación, lo más pronto posible, de la normalidad. Los estados de excepción no
constituyen un fin en sí mismo sino un instrumento para recuperar el modo de convivencia
anterior a la situación sobrevenida, de tal suerte que se pueda restablecer la vigencia del
sistema ordinario de organización, competencias y relaciones entre los poderes del Estado.
Lo que de ningún modo puede hacer el Gobierno es tratar de esquivar el control
parlamentario. Un control parlamentario que excede el concepto de la mera información de
las decisiones adoptadas e incluye la capacidad de recibir propuestas y debatirlas con la
oposición. Se parte de la premisa, circunstancia que desafortunadamente no siempre se
cumple, de contar con una oposición parlamentaria capaz de actuar con lealtad al Gobierno y
sentido de Estado en una situación, por definición, muy comprometida. No se olvide que
nuestra forma de gobierno es la monarquía parlamentaria democrática y en ella el
Parlamento debe ser, en toda la medida de lo posible y en las diversas situaciones, el eje de
la vida democrática.
Esto significa que se mantiene el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes,
especialmente a la hora de restringir derechos fundamentales, al tratarse de un conjunto de
medidas, de aplicación estrictamente transitoria, cuya finalidad consiste básicamente en
recuperar la convivencia ordinaria. No hablamos, pues, de un poder absoluto. Se trata, por el
contrario, de un poder más amplio y flexible del diseñado en principio por la Constitución, si
bien orientado únicamente a recuperar la normalidad. Tal vez el constituyente debió
incorporar a los tres estados de excepción vigentes un cuarto, con la denominación de
Estado de emergencia sanitaria, capaz de afrontar situaciones como las generadas por una
pandemia de larga duración.
Hacer posible que la Administración Pública, que comprende una serie de medios
personales y materiales que permiten a los poderes del Estado proceder al
cumplimiento de las funciones que tienen constitucionalmente asignadas, cumpla sus
funciones normativamente establecidas y adapte sus decisiones a lo requerido por el
ordenamiento jurídico vigente. En efecto, en virtud del art. 103.1 CE, la
Administración Pública «sirve con objetividad los intereses generales [….]» y actúa
«con sometimiento pleno a la ley y al Derecho» o, lo que es lo mismo, adoptando sus
decisiones de conformidad con todas y cada una de las normas que integran el
ordenamiento jurídico.
Garantizar el control jurídico de las decisiones de la Administración Pública
mediante la intervención, en caso necesario, de los jueces y tribunales.
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De esta manera, conforme al art. 106.1 CE, los Tribunales controlan a la adecuación de la
actuación administrativa a las normas jurídicas y a los fines que la justifican.
Se establece, además, en el artículo 106.2 CE el derecho a indemnización de los particulares
que se vean afectados, en sus bienes o derechos, por una actuación administrativa irregular.
El requisito que se exige es que la lesión que se produzca «sea consecuencia del
funcionamiento de los servicios públicos». Como es lógico, quedan excluidos los casos de
fuerza mayor en los que se desvanece esa conexión directa requerida entre la actuación
administrativa y la lesión que se ha generado en los bienes o derechos del particular.
Se trata de la denominada responsabilidad patrimonial de la Administración. Como la de
cualquier otro poder público, se configura como una deducción del principio establecido en
el art. 1902 del Código Civil, según el cual todo aquel que causa daño a otro está obligado a
reparar el daño causado.
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Estado comprometido con la promoción del bienestar de la sociedad y de manera muy
especial con la de aquellos sectores más desfavorecidos de la misma.
En efecto, al objeto de tratar de atenuar los efectos perversos de esta situación de
precariedad y bajos recursos para un amplio sector de la ciudadanía, se decide
progresivamente reservar al Estado la posibilidad de moderar el ejercicio de estas libertades
de sesgo liberal en beneficio del interés general. De esta forma, la propiedad privada y la
libre empresa, que constituyen los ejes fundamentales de la economía de mercado, se
subordinan a los intereses de la economía general definidos por el Estado, y se otorgan a los
poderes públicos medios de acción específicos y operativos para alcanzar ese objetivo. Lo
que ha de lograrse es que el Estado intervenga para garantizar al conjunto de la población un
mínimo de condiciones materiales. Unas condiciones que les permitan el disfrute efectivo de
las libertades individuales clásicas como la libertad de pensamiento que se proyecta, entre
otras, en las libertades de expresión, comunicación, ideológica y de participación política.
Sin unas condiciones mínimas de calidad de vida las propias libertades de autonomía
individual quedan claramente cercenadas. De hecho, la mayoría de las democracias actuales
se definen cono Estados sociales. Este carácter las configura como diferentes a las
democracias liberales burguesas del siglo XIX en tanto se definían como Estados liberales.
No se olvide que, al igual que el Estado liberal, el Estado social es un producto histórico y
sólo en ese contexto se puede acceder a un conocimiento preciso de su significado. Por eso
ha escrito el Profesor Manuel García Pelayo que el Estado social significa históricamente el
intento de adaptación del Estado liberal burgués a las condiciones sociales de la civilización
industrial y post-industrial con sus nuevos y complejos problemas, pero también con sus
grandes posibilidades técnicas, económicas y organizativas para enfrentarlos.
Desde el punto de vista normativo, y en lo que respecta a nuestra Constitución, debe
repararse de manera minuciosa en el contenido del art. 9.2 CE. Dicho precepto, conecta el
Estado de Derecho con el Estado democrático y el Estado social al contener un mandato
general dirigido a los poderes públicos para que actúen en el sentido de remover los
obstáculos que impidan o dificulten el ejercicio real y efectivo de los principios de libertad e
igualdad.
Se trata de garantizar a la totalidad de la población que no pueda alcanzar por sí misma,
habitualmente por circunstancias que escapan a su control, lo necesario para vivir, esto es, la
denominada procura existencial. El concepto de procura existencial se debe al jurista alemán
Ernst Forsthoff, especialista en Derecho Administrativo y gran estudioso de las
transformaciones políticas y sociales de su época, quien lo acuñó para designar el amplio
espacio de necesidades que el individuo no está en capacidad de atender por sí mismo,
requiriendo por ello la asistencia del Estado.
Las reflexiones sociológicas de Forsthoff ofrecen un innegable paralelismo con el
pensamiento sociológico del profesor francés Léon Duguit, plasmado en su obra Les
transformations du Droit publique, publicada en 1913. Ambos fueron certeros analistas de
una realidad en proceso de cambio y transformación, no exento de conflictos; supieron
captarla y trataron de deducir de ella consecuencias de las que derivaron, después, categorías
jurídicas que, aunque profundamente modificadas, perduran hasta hoy. El profesor Duguit
llamaba la atención sobre el hecho de que «el pequeño grupo familiar no puede asegurar la
satisfacción de las necesidades humanas», pues «ya está lejos el tiempo en que cada uno
transportaba su persona y sus cosas por sus propios medios». Y ello porque, como
consecuencia de «los descubrimientos científicos y de los progresos industriales, las
relaciones entre los hombres han llegado a ser tan complejas y tan numerosas, y tan íntima la
interdependencia social» que si las «necesidades de primordial importancia, como, por
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ejemplo, las relaciones postales, los transportes, el alumbrado, cuya satisfacción está
asegurada por organismos vastos y muy complejos» dejaran de ser satisfechas, se generaría
«una perturbación profunda que pondría en peligro la vida social misma».
En realidad, el individuo del Estado liberal de Derecho era una persona que se integra en una
sociedad autónoma y autorregulada, en la que se siente, como mencionaba el referido autor,
realmente protegido y en la que puede procurarse su propio bienestar, precisamente porque
el Estado garantiza el respeto a ciertas esferas de libertad y le protege frente a la
arbitrariedad y a las injerencias injustificadas en dichas esferas.
En perspectiva histórica, ya con el advenimiento de la Revolución industrial y la
implantación del Estado social se trataba de garantizar a la ciudadanía un conjunto de
atenciones en forma de prestaciones (por ejemplo, las ayudas por desempleo), servicios
públicos (por ejemplo, la sanidad, la educación o el transporte público) y políticas públicas
(por ejemplo, en materia de vivienda). Con el transcurso del tiempo, al Estado se le van a ir
exigiendo de forma progresiva más y mejores servicios públicos y atenciones sociales.
Al tratarse de derechos sociales de contenido prestacional generan unos costes económicos.
Tales exigencias económicas precisan una política fiscal de redistribución de rentas. El
concepto de redistribución significa que quienes perciben ingresos superiores son los que
deberán abonar mayores cantidades de dinero en concepto de impuestos para la creación de
servicios y prestaciones públicas. Se trata, en definitiva, de un principio distributivo de
justicia social.
Sin ninguna duda, el Estado social, en la medida en que requiere inversiones por parte de los
poderes públicos, precisa una economía relativamente próspera y saneada que permita el
antes mencionado ejercicio de solidaridad entre los ciudadanos que hace posible el sistema
de prestaciones públicas orientadas a la atención de las necesidades de los sectores más
desfavorecidos de la sociedad. Tal objetivo tiene que ver con la correcta definición de las
prioridades de atención en el plano social y con el principio de la buena administración
materializado en la persecución implacable de la corrupción y el despilfarro de los recursos
públicos.
España es un Estado social, como se reconoce en el art. 1.1 CE. Ese Estado social se
desarrolla en una amplia serie de preceptos a lo largo del texto constitucional. Para favorecer
su mejor comprensión, se pasa revista a continuación a los principales artículos de nuestra
Norma Suprema en los que se materializa la cláusula constitucional de Estado social.
Nuestra Constitución, tras reconocer los derechos de propiedad privada y herencia (art. 33.1
CE) se refiere a su «función social» como «delimitadora de su contenido, de acuerdo con las
leyes» (art. 33.2 CE). La consecuencia de esta «función social», que no se configura como
un límite externo sino como parte de los mencionados derechos será, entre otras posibles,
que tanto el propietario como el heredero deban cooperar al sostenimiento de los gastos
públicos a través del pago de impuestos.
El art. 38 CE se refiere a la libertad de empresa en el contexto de una economía social de
mercado. La expresión «economía social de mercado» hace referencia a que nos
encontramos en presencia de una economía capitalista basada en la libre oferta y demanda.
Basada, por consiguiente, en el denominado “mercado”. Ahora bien, esa economía
fundamentada en la libertad de empresa, aparece corregida y atenuada, en sus efectos
perversos generadores de desigualdad, en nuestra Norma Suprema. Y ello a partir de la
cláusula constitucional de Estado social que irradia sus efectos sobre los Principios rectores
de la política social y económica (Capítulo III, del Título I, de la Constitución, arts. 39 al 52,
ambos inclusive) y sobre el Titulo VII de la Constitución (arts. 128 al 136, ambos inclusive).
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Conforme al tenor literal del antes mencionado art. 38 CE: «Se reconoce la libertad de
empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y
protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la
economía general y, en su caso, de la planificación».
La libertad de empresa, que comprende la libertad de iniciativa empresarial y las facultades
de organización, dirección y acceso al mercado, es una manifestación del derecho a la
propiedad privada de los medios de producción (por esta razón, en los textos
constitucionales en los que no se reconoce la libertad de empresa se vincula con el derecho
de propiedad privada) y parte esencial de la economía de mercado a la que se refiere el
mencionado precepto. Por lo demás, la libertad de empresa ha de acomodarse a otros
derechos constitucionales como pueden ser el derecho a la salud (art. 43 CE) o el derecho al
medio ambiente (art. 45 CE).
La ordenación constitucional de la economía en España no es cerrada. En realidad, se limita
establece una serie de bases o principios que integran lo que cabe denominar «marco
constitucional de la economía» que aparecen concretadas con mayor precisión en el Título
VII de nuestra Norma Suprema bajo el rótulo «Economía y Hacienda» (arts. 128 al 136 CE,
ambos inclusive).
En concreto, el art. 128 CE se refiere a la subordinación de la riqueza, en sus distintas
formas y cualquiera que sea su titularidad, al interés general.
Por su parte, el art. 131 CE prevé, en favor del Gobierno de España, la posibilidad de
planificar la economía. En la actualidad, es imposible que, dada la complejidad de la propia
economía, el Gobierno pueda evitar planificarla, en mayor o menor medida. Además, dicha
planificación habrá de encaminarse al cumplimiento de los objetivos emanados de la Unión
Europea, organización supranacional a la que, como bien se sabe, pertenece nuestro país.
En materia económica, nuestra Norma Suprema más que imponer contenidos cerrados lo
que establece son límites que crean un marco en el que deberá encajar la posterior normativa
de desarrollo constitucional. En este sentido, la Constitución española impide dos
situaciones extremas:
Una economía rígidamente planificada desde el Estado que suprima la libertad
privada (el denominado modelo centralizado). No encaja, por consiguiente, en la
ordenación constitucional de la economía en España un programa político que
excluya la iniciativa privada en la actividad económica.
Una economía basada de forma exclusiva y excluyente en la libertad privada
descartando toda intervención estatal. Queda fuera, pues, del marco constitucional
una opción liberal extrema en economía que impida la iniciativa pública en
economía.
El marco constitucional opta, frente a ambas posturas extremas, por una economía social de
mercado. Se trata de una economía capitalista, de libre mercado, corregida mediante la
intervención estatal para hacer posible la vigencia de la cláusula constitucional de Estado
social.
Por su parte, el Capítulo III, del Título I CE, de la Constitución española, da cabida a los
denominados Principios rectores de la política social y económica (arts. 39 al 52 CE, ambos
inclusive). Se trata de una miscelánea de enunciados jurídicos que abarcan desde
recomendaciones a los poderes públicos para que encaminen su política a la consecución de
determinados objetivos hasta lo que podrían considerarse, en ciertos casos, derechos sociales
en sentido propio.
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En todo caso, estos derechos son diferentes a los derechos de libertad, pues los derechos
sociales no exigen una mera abstención por parte del Estado sino, como sucede con las
prestaciones de la Seguridad Social, una inversión económica.
Un caso curioso es el del art. 27 CE, relativo al derecho a la educación, que si bien no entra
en el grupo de los derechos sociales presenta un marcado carácter social y exige cuantiosas
inversiones económicas.
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en la Constitución. Lo mismo sucede en lo que afecta a la actividad de la
Administración Pública.
Finalmente, los derechos sociales sólo podrán ser invocados ante los jueces y los
tribunales ordinarios de acuerdo con lo que se disponga en su normativa legal de
desarrollo. Se caracterizan, en definitiva, por su aplicación diferida o de segundo
grado. No cabe, pues, su alegación directa a partir de su propia regulación y
contenido en la Constitución española.
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