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Diseño Julier Guy

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El diseño es una profesión de emprendedores, así como una disciplina académica en pleno desarrollo.

Como
foco del ocio y el consumo, se ha convertido en una fuente pública de entretenimiento. Es y ha sido un
vehículo para el simbolismo y la coacción política y tanto las más oscuras como las más benévolas
estructuras del poder lo han empleado o se han apropiado de él.

(www.amateurprovokateur .com )

ontreal, Nueva York, Londres, Ámsterdam, Roma, Cracovia, Tokio y Singapur. Le pregunté qué quería decir
con “cultura del diseño”, y me explicó que “es un término con el que defino el modo en que los diseñadores
piensan y trabajan en diferentes medios. Diferentes procesos de pensamiento y diferentes enfoques, pero
con un objetivo común: comunicarse. El diseño es una forma de vida, está en todo lo que nos rodea. Todos
deberíamos intentar mejorar las cosas

La cultura del diseño como forma de acción Si el término puede emplearse como un indicador de la actitud
de una organización a la hora de maximizar su posición en el mercado, también puede aplicarse a los
intentos de reformar los objetivos, las prácticas y los efectos del diseño en pos de mayores y más directos
beneficios sociales y ambientales. Aquí también se enfatiza que la cultura del diseño es una “manera de
hacer cosas”, que adopta un papel activo para transformar las prácticas de quienes están más allá de sus
administradores. Por tanto, entiende el contexto como algo circunstancial y no como algo dado: el mundo se
puede cambiar mediante una nueva forma de cultura del diseño (por ejemplo, Mau 2004). Sin embargo, no
se emplea este término para referirse a un capital cultural en términos comerciales, sino que implica la
noción de una práctica de diseño más “enculturizada”, en el sentido de que aspira a alcanzar una mayor
altura moral.siempre”.

La cultura del diseño como forma de acción, como diseño “enculturizado”, puede manifestarse con distintas
apariencias. Puede entenderse como un modo de cosechar, dentro de una firma comercial, un sentido
general de la innovación y, por tanto, una forma de gestión basada en el diseño. El entusiasmo cotidiano de
un empleado por el diseño —como consumidor y como productor— revierte en una predisposición hacia lo
novedoso (Cawood 1997). Bruce Mau ha orientado el sentido de la cultura del diseño hacia un futuro
cambio global, en un intento de mostrar las vías por las que los cambios en la actitud respecto a las
intersecciones de la nueva información, las biotecnologías y los materiales, se dirigirán a combatir el cambio
climático, la alienación social o la pobreza.

se dirigirán a combatir el cambio climático, la alienación social o la pobreza. A comienzos de 2004, su página
web (www.massivechange. com ) acogió un debate sobre “El futuro de la cultura del diseño” (véase también
Mau 2004). En estos términos, la cultura del diseño deviene un generador de valor .

a Cultura Visuala para adoptar una actitud más antropológica respecto a lo visual en la sociedad.

Al mismo tiempo que la información visual se ha ido convirtiendo en efímera e inmediata, también han
evolucionado las bases sobre las que esas manifestaciones culturales se desarrollan. La creciente ubicuidad
del diseño como elemento conscientemente distintivo en la vida diaria hace que se amplíe el terreno de los
valores visuales. Como apunta Scott Lash, “la cultura es ahora tridimensional, tan táctil como visual o
textual, está a nuestro alrededor y la habitamos, la vivimos en lugar de encontrarla en un dominio
diferenciado como representación”

Ese proceso comenzó, según Marx, con la inoculación de la pasividad y la rutina en el trabajo, así como con
el proceso de objetificación por el que los valores humanos se ven envueltos en los procesos alienantes del
capital, el intercambio y la mercancía (Marx 1964). Este discurso aparece en el análisis que Weber lleva a
cabo del pensamiento legal-racional y del consiguiente proceso de desencanto. A su vez, Ritzer utiliza esta
premisa en su “teoría de la McDonaldización” (Ritzer 1996), según la cual los sistemas se orquestan y
programan en busca de la obtención de una aparente eficiencia máxima, dejando de lado al consumidor
como participante pasivo. Igualmente, ha influido en los estudios sobre la alienación del medio urbano de
Richard Sennet (1976), quien a su vez influyó en el concepto de “mirada turística” ( tourist gaze ) acuñado
por John Urry (1990). Éste subraya el papel del turismo como espectáculo de consumo en el que las vistas se
disponen siguiendo un esquema orientado al placer visual. Los espacios turísticos son así producidos y
percibidos como un “otro” alienado

a función de diseñador es la de crear valor . Como es obvio, nos referimos principalmente a un valor
comercial, pero también cabría incluir valores sociales, culturales, ambientales, políticos y simbólicos. No se
limita a la noción de equiparar “buen diseño” con valor, sino que alude a la creación de nuevos productos y
formas, y también al incremento de su valor. Como consecuencia, surge un nuevo campo de actividades que
orquestan y coordinan los procesos materiales y no materiales. Un concepto clave en esta creación de valor
es la reproducción de “nodos de producto”, mediante los que la información cultural se filtra a través de
diferentessoportes y momentos. Podemos llamar “entorno de diseño” ( designscape ) al establecimiento de
múltiples coordenadas para la reproducción en red de esa información cultural. La acción de crear puede
originar, posicionar y diferenciar diversos productos y “nodos de producto” para aumentar su valor. En este
sistema también intervienen, sin embargo, métodos de medida y contabilidad.

En lo que respecta a la creación , diversos elementos evidentes apuntalan y modelan los procesos
productivos de la cultura del diseño, incluyendo las tecnologías y los factores humanos y ambientales. Pero
hay elementos no materiales, como las redes de conocimiento, la legislación, las presiones políticas, las
fluctuaciones económicas o las medidas fiscales, que influyen también como factores contextuales. Más allá
de los aspectos de fabricación o producción —ya estemos hablando de productos materiales o de
información—, las corrientes de distribución e información sobre el producto se canalizan, formatean,
interrumpen o facilitan para promover su movimiento o recepción, o ambas, a través del sistema de
provisión. En este sentido, las especificidades que producen un “desajuste” o una disyunción de los nexos
global/local desempeñarán, sin excepciones, papeles determinantes.

En efecto, la cultura del diseño contribuye a estructurar la formación y práctica de las normas de interacción,
mediante la provisión de elementos interrelacionados que les confieren sentido. La competencia entre
marcas, por ejemplo, refleja sus distinciones y contribuye a ellas aportando reglas diferenciadas de
interacción. Las marcas articulan los campos de sus respectivas prácticas. El modelo y la terminología
aportada hasta ahora ofrecen un marco de estudio teórico para la Cultura del Diseño. Con todo, hay que
resaltar que esta posible

a profesión del diseñador se ha reinventado a sí misma sin descanso a lo largo de su relativamente corta
vida, dado que se basa en los conceptos de innovación, cambio e invención. Y eso acontece de formas tanto
azarosas como sistemáticas: su capacidad para adaptarse a las turbulencias económicas es tan grande como
su aspiración de lograr una práctica sistematizada.

La mayor parte del crecimiento de la industria británica ha recaído en la comunicación gráfica y el diseño
medioambiental, mientras que en Alemania el mercado se basa más en el desarrollo de productos y los
proyectos de diseño cívicos o institucionales. L

Pero también viene a confirmar el hecho de que el diseño no sólo está vinculado a la creación de productos,
sino también al marketing, la promoción, el packaging , y la distribución y la difusión a través de los medios.

Su importante obra Never leave me well enough alone (1951) concibe el diseño como un instrumento al
servicio de las corporaciones y el consumismo. Mediante la apariencia visual y una estrategia promocional,
la posición de un cliente en el mercado podía ajustarse a las tendencias del consumo para colocar los
productos de forma competitiva.

Diseñar identidades corporativas era un negocio bastante abstracto y rimbombante. En 1935, cuando los
caballerosos artistas que conocían a la mujer del presidente de la compañía decoraban el recibidor de la
oficina [...] todo era muy distinto. Pero estos diseñadores de los sesenta eran completamente diferentes. Te
preguntaban a qué se dedicaba tu empresa, cuál era su filosofía y cómo percibía esto el público. Te pedían
consultar los archivos de la compañía y hablar con los directivos. Y luego te enviaban una memoria sobre
todo ello. Uno pensaría, al ver cómo trabajaban, que eran asesores de gestión, y no pintores de carteles.
(York 1984: 34)

Esto originó la creación del Citizen’s Charter en 1991, que estableció unos niveles de calidad mínimos para
los servicios públicos, y que reconvirtió a sus antiguos usuarios en consumidores. Así, la presentación de los
servicios ante sus gobiernos locales o nacionales como pagadores y ante los contribuyentes como
consumidores ha cobrado mayor relevancia. A tal punto llega que la Policía Metropolitana de Londres
encargó un estudio de su “identidad corporativa” a Wolff Olins

Con todo, este enfoque no sólo se centraba en la creación de anuncios específicos, sino que se utilizaba para
desarrollar una visión a largo plazo de la dirección creativa del producto y para comprobar la efectividad de
las campañas. De este modo, el planificador desempeñaba un papel crucial en la unión de la investigación de
mercado y creativa con la publicidad, y, posteriormente, con el diseño. Este concepto fue introducido por el
Michael Peters Group en 1986 en el diseño de packaging (Southgate 1994: 87) y usado con frecuencia por
otras compañías durante los años noventa.

En su nivel más básico, la identidad corporativa está relacionada con el desarrollo de un sistema que engloba
el estilo visual de la empresa y le da, en términos de diseño, una identidad distintiva y unificada.

En las industrias culturales y de manufacturas existe una distinción de elementos “sobre la línea” y “bajo
la línea” de la producción creativa. Los primeros son aquellos que el consumidor experimenta
directamente, mientras que los segundos engloban la serie de actividades no apreciables que se dan
durante el desarrollo del producto. En términos de diseño, “sobre la línea” incluiría el packaging , el
branding , la publicidad y el propio producto; el trabajo “bajo la línea” sería el de ingeniería relativo a un
objeto, el diseño de las herramientas para su fabricación, los estudios de mercado y su interpretación. El
diseño simultáneo conjuga esos dos conceptos.

En este caso, “lo que la industria cultural implica no es una experiencia cognitiva, sino una sensibilidad
hermenéutica [...] o [la habilidad de] intuir las necesidades semánticas de los consumidores” (Lash y Urry
1994: 123). Por ello, el diseñador debe involucrarse en la interpretación de la cultura popular,
alimentándola con posteriores inflexiones e innovaciones.

La “economía del conocimiento”, en la que los negocios se concentran en áreas críticas para su éxito, en las
cuales gozan de una ventaja competitiva. Todo ello implica que el resto de los aspectos rutinarios como el
transporte, la fabricación o el servicio al cliente pueden subcontratarse, de modo que la compañía sólo se
preocupe del branding , el diseño de productos y las cuestiones técnicas. El desarrollo de tecnologías,
sistemas y redes de información fue crucial para este proceso de subcontratación.

Como es obvio, el crecimiento del comercio electrónico contribuyó al consiguiente optimismo respecto a la
Nueva Economía. Los sistemas de comercio vía Internet, como Amazon.com e eBay.com (ambos lanzados en
1995) son los máximos exponentes de cómo debe llevarse este nuevo tipo de negocios. En la base de la
Nueva Economía yacía la filosofía de “más rápido, mejor, más barato”. Este eslogan tiene sus orígenes en la
política estadounidense de la era Reagan sobre gasto en defensa en los años ochenta, y fue adoptado por
los programas espaciales de la NASA desde 1989 y durante los noventa (McCurdy 2001). En términos del
“más rápido”, el empresario del sector informático Michael Dell subrayó esta ideología: “La velocidad, la
compresión del tiempo y la distancia hacia atrás en la cadena de abastecimiento, y hacia adelante para el
consumidor, son los elementos definitivos para obtener una ventaja en el mercado competitivo”

La efectividad de estas instituciones para asegurar el estatus profesional de los diseñadores ha sufrido
altibajos. De 1992 a 1994, el Design Council facilitó la inclusión de las consultoras de diseño en la norma
5750 de la British Standards Institution (institución para el control de la calidad), lo que proporcionó un
reconocimiento “objetivo” de su calidad en cuanto a gestión, servicio al cliente y eficiencia. De esta manera,
la institución del Design Council actuaba con el fin de establecer estándares profesionales en el diseño. Las
reacciones de las consultoras de diseño fueron dispares y algunas consideraban el sistema del British
Standards demasiado simplista para ser aplicado a la industria del diseño (véase, por ejemplo, las cartas al
Design Week del 23 de octubre de 1992). Del mismo modo, el método del “concurso de proyectos” ( free
pitching ), que comenzó a finales de los ochenta, muestra cómo la práctica del diseño en una economía de
mercado puede eludir la regulación profesional. En los concursos de proyectos un potencial cliente invita a
diferentes estudios a proponer diseños para una campaña; de ellos sólo uno será el que lleve a cabo el
trabajo, y el que cobrará por ello. En este sistema, los estudios arriesgan tiempo y recursos, que no podrán
recuperar si no ganan el concurso. Si la industria del diseño hubiera tenido un sólo representante
institucional, podría haberse llegado a un amplio consenso entre los diseñadores sobre la aceptabilidad de
esta situación. Sin embargo, la proliferación de entidades representativas impidió alcanzarlo. Es más, los
concursos de proyectos pueden rechazarse en tiempos de bonanza, pero cuando cuesta trabajo encontrar
clientes, los estudios no tienen elección. En cualquier caso, la regulación, como apuntó el estudioso del
diseño Jeremy Myerson, “revela la insensatez de intentar grabar las normas en lápidas de piedra, en un
negocio tan fluido y cambiante como es éste” (Myerson 1990). La fluctuación de la demanda y la falta de
cohesión institucional de la propia industria del diseño han hecho que sea complicado el establecimiento
de sus propias normas profesionales. A esto se le añade una presión desde abajo en términos de
“intrusismo en el diseño”. Para explicarlo de forma breve, mientras que en otras profesiones como las
jurídicas, la arquitectura o la contabilidad hay normas y sistemas de conducta establecidos por el Estado y
por sus propios acuerdos institucionales —en otras palabras, sistemas educacionales y profesionales—, en
el diseño se carece de esos instrumentos normativos. No hay un nivel mínimo de formación requerido
para que un individuo se considere diseñador y ejerza como tal.

En cuanto a la idea de “mejor”, incide en el giro hacia las estrategias creativas en la gestión empresarial.
Obras como The Creative Economy: How People Make Money from Ideas (Howkins, 2001) o The Cultural
Creatives (Ray, 2001) son de obligada referencia en las escuelas de administración de empresas, y siguen
esta línea de pensamiento. Por último, la noción de “más barato” se ha visto reforzada con la apertura de
nuevas bases de producción y servicios en Europa del Este, la India o el Lejano Oriente, donde los costes
laborales son infinitamente inferiores. Así, por ejemplo, el coste medio de una televisión con reproductor de
DVD ha bajado, en los últimos diez años, un 45% (Beckett 2006). Al mismo tiempo, se ha ampliado la
diversidad de artículos. Durante 2005, salía un producto nuevo en algún lugar del mundo cada tres minutos
y medio. Esto incluía 87.000 productos en el sector alimentario y 68.000 en otros sectores (Balmond 2006).

En 1980 asistió a una evolución sutil hacia la fundación de la Nueva Economía que avanzó cuestiones de
producción, la de 1990 fue la del desarrollo hacia la “financiarización”

Los ochenta y los noventa fueron años fundamentales para la práctica del diseño. Como sector en
expansión, disfrutó de libertad para probar sus propios límites: al principio, las empresas crecieron hasta
un tamaño que no tenía precedentes y que después nunca volvieron a alcanzar. Junto a ese crecimiento,
el diseño gráfico y de interiores predominó sobre el diseño de producto, reflejando los grandes cambios
estructurales que afectaron a la economía y al comercio. Al mismo tiempo, se comenzaron a desarrollar
sistemas para procesar encargos, algunos de los cuales se adoptaron directamente de los ya empleados en
el sector de la publicidad. . El hecho de que los diseñadores trabajaran cada vez más cerca de otros
sectores relacionados con el marketing y la creciente preeminencia del branding y la globalización del
mercado provocaron que la cultura del diseño se acercase más aún a la cultura del consumo. A fi nales de
los noventa las presiones de la Nueva Economía afectaron profundamente al diseño, que se convirtió en
un medio para lograr el “más rápido, mejor y más barato”.

Todo esto llevo al diseñador a un pensamiento más creativo y estratégico y la explotación de la


fabricación y la distribución globales. Todo ello supuso nuevos desafíos para elevar el estatus profesional
de los diseñadores.

Este capítulo está dedicado a la investigación de la construcción cultural y profesional del diseñador, y, más
adelante, a las variaciones entre éstas y la representación, la autorrepresentación y la práctica real de los
diseñadores. Para comprender las relaciones entre los diseñadores, sus clientes y su público tendremos que
servirnos de estos discursos de profesionalización, marginalidad y autoría.

El diseño se convierte así en los diversos bienes, espacios y servicios que la intervención de diseñadores
profesionales ha modelado. Esto excluye los incontables objetos formados y consumidos en la vida cotidiana
y que no implican tal carga de capital cultural. En este punto es importante detenernos en el concepto de
Bourdieu de “capital cultural” (1984: 12). Para resumir (veremos sus teorías con más detalle en próximos
capítulos), el capital cultural hace referencia a la capacidad de distinguir entre los gustos estéticos vulgares y
los “cultivados”. Este concepto sitúa al diseño en un modo reflexivo en el cual su valor se reconoce de forma
autoconsciente. De esta manera, el diseño vincula lo económico y lo cultural. De hecho, el diseño emana de
los discursos de un sector de la sociedad culturalmente dinámico, una burguesía metropolitana de
vanguardia.

En su estudio sobre Veblen y Bourdieu, Hayward (1998) articula el papel de la vanguardia en una “lucha
simbólica” para “avanzar” entre el flujo de bienes culturales a medida que se desplazan de izquierda a
derecha, desde una posición puntera o elitista hacia otra más mainstream o popular. Como tal, en esta
práctica se inscriben varios grados de “autoconciencia” o “voluntad” de diseño, lo que se conoce como
designeriness . El estudio de la historia del diseño se lleva a cabo desde instituciones que en su mayoría
comulgan con esta idea. Sobre todo se enseña en facultades de Arte y Diseño, como apoyo para los cursos
prácticos. Con menos frecuencia, esta enseñanza puede orientarse a cuestionar aspectos capitales del
diseño a través de críticas inspiradas, por ejemplo, en el feminismo o en el ecologismo. Pero la mayoría de
las veces, el estudio de la historia del diseño sirve para reforzar conceptos muy específicos y restrictivos
sobre qué es el diseño y cómo debe desarrollarse su práctica. La mayor parte de la historia y la crítica del
diseño se circunscriben a un canon formal específico, utilizando un lenguaje refinado para legitimarse y una
lógica destinada a la autoperpetuación que opone el “buen diseño” al “mal diseño” o a lo kitsch .

El uso, por parte de los diseñadores, de un lenguaje de estilo para jugar o para referirse con ironía a otros
contextos hace del estilo un medio reflexivo: un modo de hablar sobre sí mismo y un modo de hablar
sobre la modernidad. La lógica de un proceso en el cual la autoconciencia o la reflexividad del diseño se
hacen más importantes que los bienes de consumo comienza a perder fundamento en cuanto a su valor o
función intrínseca. [...] Parece que una de las consecuencias inevitables de la reflexividad de la producción
es que el estilo empieza a sustituir al fundamento. (Chaney 1996: 150)

Y por tanto, el objeto y su transmisión se funden en uno. La forma en que un objeto se presenta ante su
público —como un objeto de diseño — se convierte en su valor primigenio, por lo que el propio objeto
pasa a formar parte de esa comunicación. Del mismo modo, ésta es la función de un producto diseñado
dentro de un ethos de marca. El objeto porta un estatus emblemático como imagen. Esto puede ser parte
de la transformación producida en el diseño de finales del siglo XX , por la cual el producto se orienta cada
vez más hacia lo gráfico, o, como afirman Lash y Urry: “Lo que se producen cada vez más no son objetos
materiales, sino signos ” (1994: 4).
Los problemas de la profesionalización no se restringen a la industria del diseño. El sociólogo
estadounidense Nathan Glazer (discutido en Schön 1991: capítulo 2) identificó una separación histórica
entre lo que llamó profesiones “mayores” y “menores”. Las mayores son las que cuentan con un
“currículo normativo” en su enseñanza y se sustentan sobre unos niveles mínimos oficiales en cuanto a su
contenido y evaluación. Profesionalmente, además, están reguladas por procedimientos laborales
consensuados y normas de conducta comercial. También cuentan con una estructura pactada, si bien no
necesariamente fija, en cuanto a los pagos

Las profesiones “menores”, como el diseño, no cuentan con una unidad curricular, ni están reguladas
profesionalmente, y sus formas de pago en general vienen dictadas por el mercado. En muchos casos las
profesiones menores se han inspirado históricamente en las mayores para establecer sus paradigmas en
cuanto a investigación, normas y procedimientos. Al mismo tiempo han luchado por establecer sus propias
estructuras discursivas, para liberarse de ese dominio y desarrollar su propia cultura profesional.

La representación del diseño ha estado dominada en primer lugar por los logros individuales. En segundo
lugar, por la estética y la ideología del movimiento moderno, y en tercer lugar, por objetos específicos de
una tipología determinada. 72

En otras palabras, todos los aspectos del diseño, la producción y la distribución se hallan concentrados en
el objeto como si existieran en él . Las formas materiales sustituyen a estos procesos invisibles que, por lo
demás, se hace innecesario conocer y explicar. Este reduccionismo genera la construcción de mitos de la
historia del diseño al reducir “su materia de estudio a una entidad no problemática 73 Los diseñadores y
el discurso del diseño y evidente (el Diseño) en una forma que a su vez reduce casi a cero su variedad y
especificidad histórica” (Dilnot 1984: 7). Es interesante apuntar que uno de los motivos favoritos en las
monografías sobre diseño y en los catálogos de exposiciones es la colocación de una fotografía del objeto
en cuestión junto con un currículum vítae del diseñador. Así, lo que nos queda es la carrera del diseñador
situada en el contexto histórico del “canon del diseño”, como forma de legitimar el presente.

Walker lanza la pregunta retórica de por qué los historiadores del diseño no estudian el armamento
militar, el equipamiento de la policía o los juguetes sexuales, probablemente tres de los principales
dominios en cuanto a inversión del usuario en un producto diseñado (Walker 1989: 33). Es más, como
hemos visto en el capítulo anterior, la gran mayoría de los diseñadores están involucrados en la
planificación e implementación de la comunicación. El diseño consiste en conceptos, relaciones, ideas y
procesos. Se trata, también, de una tarea colaborativa altamente intradisciplinar, en el sentido en que une
a especialistas de la cultura material y visual, de la comunicación bidimensional y tridimensional. Es
interdisciplinar también en la medida en que reúne al mismo tiempo diferentes dominios profesionales.
Como apunta Victor Margolin:74 La cultura del diseño La historia del diseño [...] no ha tenido mucho éxito
a la hora de reflejar su práctica actual. Estos temas abarcan las nuevas tecnologías, los innovadores
esfuerzos de colaboración entre los profesionales del diseño, la preocupación acerca del impacto de los
productos más complejos en los usuarios y las relaciones entre el diseño de objetos materiales y los
procesos inmateriales. (Margolin 1995b: 20)

McDonough habla de la “falta de teoría en el diseño, su vulgar lazo de unión con la vida de la gente real”,
y concluye que “el diseño es, casi por defecto, demasiado extenso, demasiado fragmentado, demasiado
caótico para su gestión benévola o su reforma organizada” (1993: 131). Aunque estos ensayistas
estadounidenses cuentan con una formación y una perspectiva muy diversas, todos parecen promover
una visión del diseño más pragmática. Buchanan (1998a: 10) en particular aleja el debate de la concepción
de Branzi de la cultura como expresión de la ideología, y lo reintroduce como 76 La cultura del diseño
actividad, como aprendizaje. Se interesa, por tanto, en los procesos del diseño como una búsqueda de
comprensión y de valores. Como tal, enfatiza que “la historia del diseño en el siglo XX no es tan sólo la
historia de los productos, o de los estilos personales de expresión , ni si quiera de las ideas culturales
generales . También es la historia del carácter y las disciplinas del pensamiento sobre el diseño a medida
que éstas se forman al enfrentar nuevos problemas ” (Buchanan 1998a: 13, en cursiva en el original). De
este modo, ve el diseño inextricablemente ligado a la reformulación de la naturaleza de los productos en
el contexto de la acción. Buchanan no especifica necesariamente qué entiende por “productos”, y afirma
que éstos pueden englobar tanto símbolos comunicativos e imágenes, como objetos físicos (Buchanan
1998a: 13); pero también considera la función del diseño en la configuración de sistemas, entornos, ideas
y valores.

Hay cierto eco de estas ideas de Buchanan en el concepto de “desmaterialización” de Ezio Manzini (1992,
1998). Manzini explora diferentes modos en los que los bienes materiales pueden sustentarse, o incluso
sustituirse, por sistemas inmateriales (de ahí la desmaterialización). Propone, como estrategias para los
productos y servicios integrados, productos-información (tipificados, por ejemplo, por el entretenimiento
basado en Internet), productos-resultado (en los que la eficiencia se mide por la “ausencia” de otros
productos materiales), productoscomunidad (por ejemplo, cocinas colectivas organizadas como si fueran
clubs), y productos-duración (donde, por ejemplo, el fabricante desempeña un papel en el reciclaje o
deshecho del producto) (Manzini 1998: 50-57). La posición de Manzini mira abiertamente al futuro y
contiene un fuerte componente social y medioambiental. También está templada por su exhaustivo
conocimiento de los materiales y las tecnologías de la información. En comparación, la retórica del discurso
estadounidense (al menos el que pone de manifiesto el Design Management Journal ) se apoya en el deseo
pragmático de maximizar la cuota de mercado y los beneficio

n el primer caso se expresaría asegurando la autoridad de la marca, o la lealtad y el compromiso hacia ella, a
través de un minucioso engranaje que combina marketing, diseño y publicidad. Por su parte, Manzini pide
una intervención “en las estrategias que determinan la calidad social y medioambiental de este mundo
cambiante” (1998: 57). En cualquiera de los dos casos, el diseño no se considera tan sólo como profesión o
resultado histórico, sino que se ve como algo que requiere gestión. Su efectividad se juzga más por su
capacidad de encontrar la mejor combinación y el mejor uso de las diferentes disciplinas, así como la mejor
relación con el consumidor final. E

Mientras que gran parte del trabajo de los diseñadores se ha ocupado de los prosaicos rigores de la gestión
del negocio, parte de sus energías se ha destinado a establecer su ocupación como una profesión. Para ello,
han construido, de manera reflexiva, una imagen de sí mismos y del diseño que producen para consumo del
público. La historia “pevsnerista” del diseño ha apoyado en parte ese sistema, al dar primacía al diseñador
individual en cuanto al modelado de los productos, y al conceder más importancia a ciertas formas y tipos
de diseño que a otros. En estos enfoques, poca importancia se da a la recepción, uso y consumo de esos
productos, a pesar de que, como hemos visto, la práctica del diseño va íntimamente ligada a la comprensión
de su público y del mercado.

Por otra parte, la discusión ha dejado de centrarse en exclusiva en los objetos materiales, y se ha desplazado
hacia una visión del diseño más integradora, que a su vez puede llegar a cuestionar el papel del diseñador.

Para entablar la discusión sobre el consumo del diseño, los historiadores han partido de diversos discursos
teóricos desarrollados en los ámbitos de los estudios culturales, la antropología social, la sociología y la
geografía cultural: Una auténtica “ensalada de disciplinas, metodologías y políticas que se cruzan” (Slater
1997: 2). Estos discursos se han centrado principalmente en el análisis cualitativo del consumo —cómo los
objetos, las imágenes y los espacios se evalúan, se conciben o, directamente, cómo el público los usa—, en
vez de hacerlo en aspectos cuantitativos sobre el tamaño y la estructura del mercado. Esta construcción
teórica cuenta con un grupo de pensadores destacados que han desarrollado una serie de posiciones
distintivas acerca de la naturaleza del consumo.
El consumo supone el uso o el agotamiento de algo. Puede conllevar las sensaciones placenteras o no
placenteras de poseer un objeto, o puede estar relacionado con los actos previos a adquirir dicho objeto:
reunir información sobre el producto, buscar, comprar y poseer. Mirar, escuchar, oler o tocar son también
actos de consumo. Como también cabe hablar de consumo del tiempo en el caso de algunas experiencias
de ocio o el alquiler de artículos. Los actos del consumo se experimentan de diversos modos y en
diferentes lugares y momentos. Estos ejemplos tan prosaicos del consumo expresan, con conciencia o sin
ella, un amplio conjunto de sistemas ideológicos y culturales. A un nivel inmediato, el consumo se
relaciona con la lucha diaria por controlar el tejido material, visual y espacial. La cultura del consumo,
pues, se ocupa de un amplio panorama en el que la adquisición y el uso representan los valores y sistemas
que se reproducen y articulan a través del propio consumo.

Slater (1997: capítulo 1) estableció algunas normas básicas para una aproximación al carácter de la cultura occidental del
consumo. En primer lugar, el consumo es, intrínsecamente, un proceso cultural. Aunque requiere un intercambio
económico, también implica un ejercicio de preferencia, como parte de un acto de autoidentificación. La cultura del
consumo entraña un equilibrio entre la búsqueda de formas de vida con sentido y los recursos disponibles para llegar a
ellas. Por tanto, la cultura del consumo trata del “tener” más que del “ser”. Como tal, es el valor predominante en las
sociedades occidentales. En segundo lugar, el consumo supone un ejercicio de elección privada y personal dentro del
mercado: el énfasis se pone en la adquisición y experiencia de unos bienes y servicios que no han sido producidos por el
propio consumidor. También es universal y personal en cuanto que, en principio, esos bienes y servicios no se producen
por encargo, sino para un hipotético consumidor desconocido. El acceso a estos bienes sólo está limitado por la
capacidad de pagar por ellos. Está abierto a cualquiera que tenga dinero. En tercer lugar, si el consumo implica la toma
de decisiones, entonces la cultura del consumo es una cultura de libertad e individualismo. Luego el consumo se
identifica con el ejercicio de la voluntad privada, libre de la intervención pública. Slater afirma que también es un acto
privado dirigido al placer personal más que al bien público. En esta forma tan marcadamente individualista, puede
incluso contradecir las nociones de orden social, solidaridad y autoridad. En cuarto lugar, la cultura del consumo se
funda sobre la constante expansión de la demanda. De hecho, la organización económica está impulsada por un deseo
insaciable de producir más riqueza, poder adquisitivo y, por tanto, un mayor consumo. Para ello, la sociedad debe ser
especialmente racional y disciplinada, pero al mismo tiempo debe estimular las pasiones y los deseos para promover el
consumo. Para algunos pensadores, esta tensión caracteriza el cruce entre la modernidad (racional) y la posmodernidad
(irracional) en la sociedad contemporánea. En quinto lugar, en esta sociedad postradicional el consumo se ha conver-
tido en el mecanismo principal para que los individuos construyan su identidad. Mientras que en las sociedades
premodernas tanto la identidad como el estatus venían dados, y los modos de consumo se subordinaban a ellos, con la
aparición del concepto moderno del individualismo, los bienes que el consumidor adquiere y exhibe momentáneamente
son lo que define su identidad. Sin embargo, como el orden de la sociedad es inestable, también lo es la relación entre
consumo e identidad. Por ello, el significado de las apariencias (los códigos a través de los cuales leemos las identidades)
cambia sin descanso. Por último, la cultura del consumo incorpora virulentos mecanismos para la producción y
representación de las mercancías como signos. Éstos están cada vez más mediatizados —por los anuncios, el packaging ,
los escaparates, etc.— y se convierten en elementos estetizados. Además, una cantidad y variedad cada vez mayor de
mercancías no son objetos materiales, sino representaciones (el software , por ejemplo), o experiencias (ciertas formas
de ocio), que son productos “desmaterializados”. En vista de ello, se origina una nueva flexibilidad en las relaciones
entre consumo, comunicación y significado. La economía contemporánea, el comercio y la política están, por tanto,
guiados por “signos de valor” —la estética de las cosas y cómo se interpreta esa imagen—. La cultura, concluye Slater,
toma una posición predominante en el ejercicio moderno del poder.

Para él, el problema esencial del capitalismo avanzado es el desecho de los excedentes: como hemos
visto, para crecer y sobrevivir, el capitalismo necesita producir mayores cantidades de las que el mercado
demanda. Por ello se crean necesidades (la “producción del consumo”) para mitigar el problema.
Ciñéndonos al diseño, esto hace que aumenten los anuncios que promueven “falsas necesidades”, como
Vance Packard sugiere en The Hidden Persuaders (1957). En este contexto, uno bien puede reconocer la
misma naturaleza de la profesión del diseñador, que requiere la creación de una necesidad para vender
sus servicios. Se pueden explicar así las estrategias de obsolescencia: los productos tienen una vida
limitada y predeterminada, bien sea por su falta de durabilidad física o porque pronto pasarán de moda.
La publicidad puede contribuir a la lealtad hacia una marca, de modo que los consumidores sigan
adquiriendo sus productos. Cuando éstos se quedan obsoletos, los consumidores ascienden un tramo de
la “pirámide de la marca” para adquirir el siguiente producto de la gama.

En atención a lo cual, podemos comprar un objeto y después conferirle una identidad individualizada que
posteriormente no pueda cambiarse. Para ilustrarlo, Corrigan (1997: 36) propone el ejemplo del gato:
podemos comprar un gato en una tienda de animales, donde es un artículo, pero después se singulariza
como mascota y es poco probable que vuelva a convertirse en mercancía. Kopytoff afirma que los objetos
pueden tener una biografía en la que su estatus y su significado varían según los diferentes contextos, y,
por supuesto, según el autor de esa biografía. “La biografía, llena de incidentes, de una cosa”, prosigue,
“se convierte en la historia de sus distintas singularizaciones, de sus clasificaciones y reclasificaciones en
un incierto mundo de categorías cuya importancia se transforma con cada pequeño cambio en el
contexto” (Kopytoff 1986: 90). Algunos intentos de comprender el significado cambiante de los objetos en
el tiempo parten de ideas recogidas en el primer volumen de El Capital de Karl Marx (1957), publicado
originalmente en 1867, en particular en su argumentación sobre la mercancía. En la terminología
marxista, la mercancía es el objeto en el ámbito del mercado. El valor de cambio es el valor de la
mercancía en el mercado, mientras que el valor de uso sería su valor real, fuera del mercado

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