6.julio Ramón Ribeyro
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6.julio Ramón Ribeyro
LITERATURA
JULIO RAMÓN
RIBEYRO
BIOGRAFÍA
Nació en Lima el 31 de agosto de 1929. Era hijo de Julio Ribeyro y Mercedes Zúñiga.
Fue el primero de cuatro hermanos muy unidos. Vivió en Santa Beatriz, un barrio de
clase media limeño y luego se mudó a Miraflores, residiendo en el barrio de Santa Cruz,
aledaño a la Huaca Pucllana. Su educación escolar la recibió en el colegio Champagnat
de Miraflores. La muerte de su padre lo afectó mucho y complicó la situación
económica de su familia. Considerado uno de los mejores cuentistas de literatura
latinoamericana, pertenece a la denominada Generación del 50 con Enrique Congrains,
Carlos E. Zavaleta, Mario Vargas Llosa, entre otros. Escritor, periodista; cultiva el
cuento, novela, ensayo, teatro, diario. El especial carácter de Julio Ramón Ribeyro tal
como los personajes de sus escritos, lo aleja del protagonismo; acostumbrado a una
existencia algo marginal que en cierto modo privilegia. Es por eso que toma la decisión
de separarse de los círculos literarios limeños y sacudirse de lo que más detesta: La
popularidad, la fama porque no le permitía pasar desapercibido, lo sacaba del anonimato
en el cual le gustaba vivir. Estudió Letras y
Derecho en la Universidad Católica del Perú
(1946).coincidió con Pablo Macera, Alberto
Escobar y Luis Felipe Angell. La vida gris su
primer cuento publicado en 1949, inicia la
antología literaria la palabra del mudo.
Abandonó los estudios jurídicos en 1952,
cuando se encontraba en el último año de la
carrera, al recibir una beca para estudiar
periodismo en Madrid, adonde se trasladó en
noviembre del mismo año. En julio de 1953, y
después de ganar un concurso de cuentos
convocado por el Instituto de Cultura
Hispánica, viajó a París para preparar una
tesis sobre literatura francesa en la
Universidad La Sorbona, pero de nuevo
decidió abandonar los estudios y permanecer
en Europa realizando trabajos eventuales, y
alternando su estancia en Francia con breves
temporadas en Alemania (1955-56, 1957-58)
y Bélgica (1957).En 1958 regresó al Perú, y en septiembre del año siguiente viajó a la
ciudad de Ayacucho, donde ejerce la docencia y director de extensión cultural de la
Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, al año siguiente le otorgan el Premio
Nacional de Novela con Crónicas de San Gabriel. En 1961 regresa a París, labora como
periodista en France Presse, posteriormente como consejero cultural y embajador ante la
UNESCO. Sus obras han sido traducidas a numerosos idiomas y galardonadas con el
Premio Nacional de Literatura en 1983, el Nacional de Cultura en 1993, ambos en el
Perú; y el Juan Rulfo en 1994.
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Dueño de una obra que toca una inmensa gama de registros, su producción cuentística
es una de las más fecundas y significativas del siglo XX.
Hacia 1993 se estableció definitivamente en Lima. Las narraciones breves fue el género
que cultivo y cautivó a Ribeyro, en palabras del escritor: “Cuentos espejo de mi vida,
pero también reflejo del mundo que me tocó vivir, en especial el de mi infancia y
juventud, que intenté captar y representar en lo que a mi juicio y acuerdo con mi propia
sensibilidad lo merecía: oscuros habitantes limeños y sus ilusiones frustradas, escenas
de la vida familiar, Miraflores, el mar y los arenales, combates perdidos, militares,
borrachines, escritores, hacendados, matones y maleantes locos, putas, profesores,
burócratas, Tarma y Huamanga, pero también Europa y mis pensiones, viajes y algunas
historias salidas solamente de mi fantasía a eso se reducen mis cuentos, al menos por
sus temas y personajes”. (Introducción de la Palabra del Mudo – 1994). La mayoría de
sus cuentos expresan aquellos que en la vida están privados de la palabra, los
marginales, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz. Y
según Ribeyro dice: “Yo les he restituido ese hábito negado y les he permitido modular
sus anhelos y sus arrebatados y sus angustias”. Consideró su maestro en literatura a su
padre, quien, desde pequeño, lo motivo por el gusto a la lectura, iba dándole uno tras
otro las joyas de la cuentística de maestros como Valdelomar, Maupassant, Pirandello,
Anatole France, Kafka, Joyce, Hemingway, Borges entre otros. Quienes lo
influenciaron en la técnica y el gusto por el cuento. La urbe y sus problemas fueron el
espacio y temática de la producción literaria de Ribeyro.
En 1974 se le detecta cáncer, enfermedad ocasionada claramente por su adicción al
cigarro, amigo inseparable en largas jornadas de creatividad e ingenio que concluyen en
cuentos y relatos como en solo para fumadores que trasuntan lo inimaginable.
Sobreviviente de recaídas y cirugías mayores, los dos últimos años son sin embargo los
más felices de su vida, en 1994. Murió en el hospital de enfermedades neoplasia, días
después de obtener el premio Juan Rulfo, para muchos el más importante en habla
castellana, distinción que reafirma la resonancia de su obra no sólo para los peruanos
sino para todos los hablantes en lengua española.
Insignia
[Cuento]
Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño
basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de
coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco.
Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos
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ANÁLISIS LITERARIO
Alienación
[Cuento. Fragmento.]
A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un
zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de
enseñarle que si quería triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas
intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en
los años que lo conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y
en americanizarse antes de que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre,
digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar por
matar al peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que conoció. Con el
botín se compuso una nueva persona un ser hecho de retazos, que no era ni zambo ni
gringo, el resultado de un cruce contra natura, algo que su vehemencia hizo derivar,
para su desgracia, de sueño rosado a pesadilla infernal.
Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le
conoció por Boby, pero que en los últimos documentos oficiales figura con el nombre
de Bob. En su ascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una
sílaba de su nombre. Todo empezó la tarde en que un grupo de blanquiñosos jugábamos
con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la época de las vacaciones escolares y los
muchachos que vivíamos en los chalets vecinos, hombres y mujeres, nos reuníamos allí
para hacer algo con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la plaza,
a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón
que quedaba en el barrio. Iba a ver jugar a las muchachas y a ser saludado por algún
blanquito que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era hijo de la lavandera.
Pero en realidad, como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos estábamos
enamorados de Queca, que ya llevaba dos años siendo elegida reina en las
representaciones de fin de curso. Queca no estudiaba con las monjas alemanas del Santa
Úrsula, ni con las norteamericanas del Villa María, sino con las españolas de la
Reparación, pero eso nos tenía sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito
que iba a trabajar en ómnibus o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de
rosas. Lo que contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melena, su manera
de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, siempre descubiertas castaña y
doradas y que con el tiempo serían legendarias. Roberto iba solo a verla jugar, pues ni
los mozos que venían de otros barrios de Miraflores y más tarde de San Isidro y de
Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la rama más
alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que tenía ocho faros,
el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que se atrevió a silbarnos, Armando
Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta se puso corbata de mariposa. Pero no
obtuvieron el menor favor de Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le gustaba
conversar con todos, correr, brincar, reír, jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa
banda de adolescentes sumidos en profundas tristezas sexuales que solo la mano
caritativa, entre las sábanas blancas, consolaba. Fue una fatídica bola la que alguien
arrojó esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y que rodó hacia la banca donde
Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto tiempo! De
un salto aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores, saltó el seto de
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granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la pelota que estaba a punto de
terminar en las ruedas de un auto.
Pero cuando se la alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de
lente, observar algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y de pelo
ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez visto cómo veía
todos los días las bancas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada. Roberto no
olvidó nunca la frase que pronunció Queca al alejarse a la carrera: “Yo no juego con
zambos”. Estas cinco palabras decidieron su vida. Todo hombre que sufre se vuelve
observador y Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su mirada
había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el órgano vigilante
que cala, elige, califica. Queca había ido creciendo, sus carreras se hicieron más
moderadas, sus faldas se alargaron, sus saltos perdieron en impudicia y su trato con la
pandilla se volvió más distante y selectivo. Todo eso lo notamos nosotros, pero Roberto
vio algo más: que Queca tendía a descartar de su atención a los más trigueños, a través
de sucesivas comparaciones, hasta que no se fijó más que en Chalo Sander, el chico de
la banda que tenía el pelo más claro, el cutis sonrosado y que estudiaba además en un
colegio de curas norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más triunfales y
torneadas que nunca ya solo hablaba con Chalo Sander y la primera vez que se fue con
él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra dehesa había dejado de
pertenecemos y que ya no nos quedaba otro recurso que ser como el coro de la tragedia
griega, presente y visible, pero alejado irremisiblemente de los dioses. Desdeñados,
despechados, nos reuníamos después de los juegos en una esquina, donde fumábamos
nuestros primeros cigarrillos, nos acariciábamos con arrogancia el bozo incipiente y
comentábamos lo irremediable A veces entrábamos a la pulpería del chino Manuel y
nos tomábamos una cerveza. Roberto nos seguía como una sombra, desde el umbral nos
escrutaba con su mirada, sin perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a veces hola
zambo, tómate un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a pesar de
estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su manera nuestro abandono. Y fue
Chalo Sander naturalmente quien llevó a Queca a la fiesta de promoción cuando
terminó el colegio. Desde temprano nos dimos cita en la pulpería, bebimos un poco más
de la cuenta, urdimos planes insensatos, se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero
todo se fue en palabras. A las ocho de la noche estábamos frente al ranchito de los
geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó en el carro de su
papá, con un elegante smoking blanco y salió al poco rato acompañado de una Queca de
vestido largo y peinado alto, en la que apenas reconocimos a la compañera de nuestros
juegos. Queca ni nos miró, sonreía apretando en sus manos una carterita de raso. Visión
fugaz, la última, pues ya nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión y
por ello mismo no olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para siempre una etapa
de nuestra juventud.
Casi todos desertaron la plaza, unos porque preparaban el ingreso a la universidad, otros
porque se fueron a otros barrios en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo
Roberto, que ya trabajaba como repartidor de una pastelería, recalaba al anochecer en la
plaza donde otros niños y niñas cogían el relevo de la pandilla anterior y repetían
nuestros juegos con el candor de quien cree haberlos inventado. En su banca solitaria
registraba distraídamente el trajín pero de reojo, seguía mirando hacia la casa de Queca.
Así pudo comprobar antes que nadie que Chalo había sido sólo un episodio en la vida
de Queca, una especie de ensayo general que la preparó para la llegada del original del
cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan, hijo de un funcionario del consulado de
Estados Unidos. Billy era pecoso, pelirrojo, usaba camisas floreadas, tenía los pies
enormes, reía con estridencia, el sol en lugar de dorarlo lo despellejaba, pero venía a ver
a Queca en su carro y no en el de su papá, se sabe dónde lo conoció Queca ni cómo vino
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a parar allí, pero cada vez se le fue viendo más, hasta que sólo se le vio a él sus raquetas
de tenis, sus anteojos ahumados, sus cámaras de fotos a medida que la figura de Chalo
se fue opacando, empequeñeciendo y espaciando y terminó por desaparecer. Del grupo
al tipo y del tipo al individuo, Queca había al fin empuñado su carta. Solo Mulligan
sería quien la llevaría al altar, con todas las de la ley, como sucedió después y tendría
derecho a acariciar sus muslos con los que tanto, durante años, tan inútilmente
soñamos…
EJERCICIOS
9. Según la obra de Julio Ramón Ribeyro sus escenario y personajes radican en:
A. El tema de lo utópico.
B. El tema de la ciudad de Lima y los héroes de su propia tragedia de estar en el
mundo
C. El tema de los marginales y callejoneros.
D. El tema de los tranvías y basurales.
E. El tema de la idiosincrasia social.
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