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6.julio Ramón Ribeyro

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“PROGRAMA DE FORTALECIMIENTO DE COMPETENCIAS

PARA ESTUDIANTES DE QUINTO GRADO DE EDUCACIÓN SECUNDARIA”


PROMO 2020 RUMBO AL ÉXITO

LITERATURA
JULIO RAMÓN
RIBEYRO
BIOGRAFÍA
Nació en Lima el 31 de agosto de 1929. Era hijo de Julio Ribeyro y Mercedes Zúñiga.
Fue el primero de cuatro hermanos muy unidos. Vivió en Santa Beatriz, un barrio de
clase media limeño y luego se mudó a Miraflores, residiendo en el barrio de Santa Cruz,
aledaño a la Huaca Pucllana. Su educación escolar la recibió en el colegio Champagnat
de Miraflores. La muerte de su padre lo afectó mucho y complicó la situación
económica de su familia. Considerado uno de los mejores cuentistas de literatura
latinoamericana, pertenece a la denominada Generación del 50 con Enrique Congrains,
Carlos E. Zavaleta, Mario Vargas Llosa, entre otros. Escritor, periodista; cultiva el
cuento, novela, ensayo, teatro, diario. El especial carácter de Julio Ramón Ribeyro tal
como los personajes de sus escritos, lo aleja del protagonismo; acostumbrado a una
existencia algo marginal que en cierto modo privilegia. Es por eso que toma la decisión
de separarse de los círculos literarios limeños y sacudirse de lo que más detesta: La
popularidad, la fama porque no le permitía pasar desapercibido, lo sacaba del anonimato
en el cual le gustaba vivir. Estudió Letras y
Derecho en la Universidad Católica del Perú
(1946).coincidió con Pablo Macera, Alberto
Escobar y Luis Felipe Angell. La vida gris su
primer cuento publicado en 1949, inicia la
antología literaria la palabra del mudo.
Abandonó los estudios jurídicos en 1952,
cuando se encontraba en el último año de la
carrera, al recibir una beca para estudiar
periodismo en Madrid, adonde se trasladó en
noviembre del mismo año. En julio de 1953, y
después de ganar un concurso de cuentos
convocado por el Instituto de Cultura
Hispánica, viajó a París para preparar una
tesis sobre literatura francesa en la
Universidad La Sorbona, pero de nuevo
decidió abandonar los estudios y permanecer
en Europa realizando trabajos eventuales, y
alternando su estancia en Francia con breves
temporadas en Alemania (1955-56, 1957-58)
y Bélgica (1957).En 1958 regresó al Perú, y en septiembre del año siguiente viajó a la
ciudad de Ayacucho, donde ejerce la docencia y director de extensión cultural de la
Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, al año siguiente le otorgan el Premio
Nacional de Novela con Crónicas de San Gabriel. En 1961 regresa a París, labora como
periodista en France Presse, posteriormente como consejero cultural y embajador ante la
UNESCO. Sus obras han sido traducidas a numerosos idiomas y galardonadas con el
Premio Nacional de Literatura en 1983, el Nacional de Cultura en 1993, ambos en el
Perú; y el Juan Rulfo en 1994.
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Dueño de una obra que toca una inmensa gama de registros, su producción cuentística
es una de las más fecundas y significativas del siglo XX.
Hacia 1993 se estableció definitivamente en Lima. Las narraciones breves fue el género
que cultivo y cautivó a Ribeyro, en palabras del escritor: “Cuentos espejo de mi vida,
pero también reflejo del mundo que me tocó vivir, en especial el de mi infancia y
juventud, que intenté captar y representar en lo que a mi juicio y acuerdo con mi propia
sensibilidad lo merecía: oscuros habitantes limeños y sus ilusiones frustradas, escenas
de la vida familiar, Miraflores, el mar y los arenales, combates perdidos, militares,
borrachines, escritores, hacendados, matones y maleantes locos, putas, profesores,
burócratas, Tarma y Huamanga, pero también Europa y mis pensiones, viajes y algunas
historias salidas solamente de mi fantasía a eso se reducen mis cuentos, al menos por
sus temas y personajes”. (Introducción de la Palabra del Mudo – 1994). La mayoría de
sus cuentos expresan aquellos que en la vida están privados de la palabra, los
marginales, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz. Y
según Ribeyro dice: “Yo les he restituido ese hábito negado y les he permitido modular
sus anhelos y sus arrebatados y sus angustias”. Consideró su maestro en literatura a su
padre, quien, desde pequeño, lo motivo por el gusto a la lectura, iba dándole uno tras
otro las joyas de la cuentística de maestros como Valdelomar, Maupassant, Pirandello,
Anatole France, Kafka, Joyce, Hemingway, Borges entre otros. Quienes lo
influenciaron en la técnica y el gusto por el cuento. La urbe y sus problemas fueron el
espacio y temática de la producción literaria de Ribeyro.
En 1974 se le detecta cáncer, enfermedad ocasionada claramente por su adicción al
cigarro, amigo inseparable en largas jornadas de creatividad e ingenio que concluyen en
cuentos y relatos como en solo para fumadores que trasuntan lo inimaginable.
Sobreviviente de recaídas y cirugías mayores, los dos últimos años son sin embargo los
más felices de su vida, en 1994. Murió en el hospital de enfermedades neoplasia, días
después de obtener el premio Juan Rulfo, para muchos el más importante en habla
castellana, distinción que reafirma la resonancia de su obra no sólo para los peruanos
sino para todos los hablantes en lengua española.

Sus obras notables:


1955-​ Los gallinazos sin plumas
1958​-​ Cuentos de circunstancias
1960​-​ Crónicas de san Gabriel
1964​-​ Las botellas y los hombres y Tres historias sublevantes
1965​-​ Los geniecillos dominicales
1973​-​ Sólo para fumadores
1973-1994​-​ Su narrativa breve ha sido reunida en La palabra del mudo
1976​-​ Cambio de guardia
1977​-​ Silvio en el Rosedal
1992-1995​-​ La Tentación del fracaso

Insignia
[Cuento]
Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño
basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de
coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco.
Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos

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signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin


darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo
estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo
mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio,
me entregó una cajita, diciéndome: "Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su
bolsillo". Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal
extremo que decidí usarla. Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos
extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidente que tuve en una librería de
viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía
rato me observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un
tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: "Aquí tenemos
libros de Feifer". Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho
autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy
amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: "Feifer estuvo en
Pilsen". Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación,
de confidencia definitiva: "Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un
bastonazo en la estación de Praga". Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde
había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos
volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras
enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado,
del negocio.
Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero
como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo
acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios
cuando un hombre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y
antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo
sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una
cita que rezaba: SEGUNDA SESIÓN: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me
dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos
extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una
insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la
mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una
habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje
y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé
precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una
conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas
especulaciones filosóficas, y a unas digresiones sobre el cultivo de la remolacha fue
aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que
finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.
Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando
entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a
los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me
pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.
-Es usted nuevo, ¿verdad? -me interrogó, un poco desconfiado.
-Sí -respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido
identificarme entre tanta concurrencia-. Tengo poco tiempo.
-¿Y quién lo introdujo?
Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.
-Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el...
-¿Quién? ¿Martín?
-Sí, Martín.
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-¡Ah, es un colaborador nuestro!


-Yo soy un viejo cliente suyo.
-¿Y de qué hablaron?
-Bueno... de Feifer.
-¿Qué le dijo?
-Que había estado en Pilsen. En verdad... yo no lo sabía.
-¿No lo sabía?
- No -repliqué con la mayor tranquilidad.
-¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?
-Eso también me lo dijo.
-¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!
-En efecto -confirmé- Fue una pérdida irreparable.
Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de
alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan
accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me
afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos,
proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un
encargo que no dejó de llamarme la atención.
-Tráigame en la próxima semana -dijo- una lista de todos los teléfonos que empiecen
con 38
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.
-¡Admirable! -exclamó- Trabaja usted con rapidez ejemplar.
Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por
ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Más
tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal.
Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas
residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos
celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un menor en gestos parlamentarios, y
aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar
a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastros.
De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una
ceremonia emocionante, fui elevado de rango. "Ha ascendido usted un grado", me dijo
el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que
pronunciar una breve alocución, en la que me referí en términos vagos a nuestra tarea
común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.
En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones
imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las
respuestas porque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me
recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era
precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho
un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había
recibido dicho encargo de mi jefe.
Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía
que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator,
tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo
en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en
una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.
A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo
un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había
siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me
obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades,
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aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación


y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando
regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado
como cuando ingresé a la librería de Martín.
Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una
toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados
me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios,
sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que
viene a mí por las noches sin que yo la llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el
primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me
preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo
más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los
resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda
inexorablemente en la cábala.

ANÁLISIS LITERARIO

Es un cuento breve, fantástico, de inspiración kafkiana, escrito en primera persona. Un


sujeto encuentra una insignia en un basurero que le cambia la vida. Al final, aunque el
cuento se ubique en una realidad absurda, no cabe duda que como en las mejores
ficciones fantásticas, es un espejo de la realidad-real. Todos llevamos una insignia
puesta para movernos en una vida que no nos gusta ni entendemos.
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Alienación
[Cuento. Fragmento.]
A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un
zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de
enseñarle que si quería triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas
intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en
los años que lo conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y
en americanizarse antes de que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre,
digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar por
matar al peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que conoció. Con el
botín se compuso una nueva persona un ser hecho de retazos, que no era ni zambo ni
gringo, el resultado de un cruce contra natura, algo que su vehemencia hizo derivar,
para su desgracia, de sueño rosado a pesadilla infernal.
Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le
conoció por Boby, pero que en los últimos documentos oficiales figura con el nombre
de Bob. En su ascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una
sílaba de su nombre. Todo empezó la tarde en que un grupo de blanquiñosos jugábamos
con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la época de las vacaciones escolares y los
muchachos que vivíamos en los chalets vecinos, hombres y mujeres, nos reuníamos allí
para hacer algo con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la plaza,
a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón
que quedaba en el barrio. Iba a ver jugar a las muchachas y a ser saludado por algún
blanquito que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era hijo de la lavandera.
Pero en realidad, como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos estábamos
enamorados de Queca, que ya llevaba dos años siendo elegida reina en las
representaciones de fin de curso. Queca no estudiaba con las monjas alemanas del Santa
Úrsula, ni con las norteamericanas del Villa María, sino con las españolas de la
Reparación, pero eso nos tenía sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito
que iba a trabajar en ómnibus o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de
rosas. Lo que contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melena, su manera
de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, siempre descubiertas castaña y
doradas y que con el tiempo serían legendarias. Roberto iba solo a verla jugar, pues ni
los mozos que venían de otros barrios de Miraflores y más tarde de San Isidro y de
Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la rama más
alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que tenía ocho faros,
el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que se atrevió a silbarnos, Armando
Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta se puso corbata de mariposa. Pero no
obtuvieron el menor favor de Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le gustaba
conversar con todos, correr, brincar, reír, jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa
banda de adolescentes sumidos en profundas tristezas sexuales que solo la mano
caritativa, entre las sábanas blancas, consolaba. Fue una fatídica bola la que alguien
arrojó esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y que rodó hacia la banca donde
Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto tiempo! De
un salto aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores, saltó el seto de

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granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la pelota que estaba a punto de
terminar en las ruedas de un auto.
Pero cuando se la alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de
lente, observar algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y de pelo
ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez visto cómo veía
todos los días las bancas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada. Roberto no
olvidó nunca la frase que pronunció Queca al alejarse a la carrera: “Yo no juego con
zambos”. Estas cinco palabras decidieron su vida. Todo hombre que sufre se vuelve
observador y Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su mirada
había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el órgano vigilante
que cala, elige, califica. Queca había ido creciendo, sus carreras se hicieron más
moderadas, sus faldas se alargaron, sus saltos perdieron en impudicia y su trato con la
pandilla se volvió más distante y selectivo. Todo eso lo notamos nosotros, pero Roberto
vio algo más: que Queca tendía a descartar de su atención a los más trigueños, a través
de sucesivas comparaciones, hasta que no se fijó más que en Chalo Sander, el chico de
la banda que tenía el pelo más claro, el cutis sonrosado y que estudiaba además en un
colegio de curas norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más triunfales y
torneadas que nunca ya solo hablaba con Chalo Sander y la primera vez que se fue con
él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra dehesa había dejado de
pertenecemos y que ya no nos quedaba otro recurso que ser como el coro de la tragedia
griega, presente y visible, pero alejado irremisiblemente de los dioses. Desdeñados,
despechados, nos reuníamos después de los juegos en una esquina, donde fumábamos
nuestros primeros cigarrillos, nos acariciábamos con arrogancia el bozo incipiente y
comentábamos lo irremediable A veces entrábamos a la pulpería del chino Manuel y
nos tomábamos una cerveza. Roberto nos seguía como una sombra, desde el umbral nos
escrutaba con su mirada, sin perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a veces hola
zambo, tómate un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a pesar de
estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su manera nuestro abandono. Y fue
Chalo Sander naturalmente quien llevó a Queca a la fiesta de promoción cuando
terminó el colegio. Desde temprano nos dimos cita en la pulpería, bebimos un poco más
de la cuenta, urdimos planes insensatos, se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero
todo se fue en palabras. A las ocho de la noche estábamos frente al ranchito de los
geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó en el carro de su
papá, con un elegante smoking blanco y salió al poco rato acompañado de una Queca de
vestido largo y peinado alto, en la que apenas reconocimos a la compañera de nuestros
juegos. Queca ni nos miró, sonreía apretando en sus manos una carterita de raso. Visión
fugaz, la última, pues ya nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión y
por ello mismo no olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para siempre una etapa
de nuestra juventud.
Casi todos desertaron la plaza, unos porque preparaban el ingreso a la universidad, otros
porque se fueron a otros barrios en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo
Roberto, que ya trabajaba como repartidor de una pastelería, recalaba al anochecer en la
plaza donde otros niños y niñas cogían el relevo de la pandilla anterior y repetían
nuestros juegos con el candor de quien cree haberlos inventado. En su banca solitaria
registraba distraídamente el trajín pero de reojo, seguía mirando hacia la casa de Queca.
Así pudo comprobar antes que nadie que Chalo había sido sólo un episodio en la vida
de Queca, una especie de ensayo general que la preparó para la llegada del original del
cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan, hijo de un funcionario del consulado de
Estados Unidos. Billy era pecoso, pelirrojo, usaba camisas floreadas, tenía los pies
enormes, reía con estridencia, el sol en lugar de dorarlo lo despellejaba, pero venía a ver
a Queca en su carro y no en el de su papá, se sabe dónde lo conoció Queca ni cómo vino
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a parar allí, pero cada vez se le fue viendo más, hasta que sólo se le vio a él sus raquetas
de tenis, sus anteojos ahumados, sus cámaras de fotos a medida que la figura de Chalo
se fue opacando, empequeñeciendo y espaciando y terminó por desaparecer. Del grupo
al tipo y del tipo al individuo, Queca había al fin empuñado su carta. Solo Mulligan
sería quien la llevaría al altar, con todas las de la ley, como sucedió después y tendría
derecho a acariciar sus muslos con los que tanto, durante años, tan inútilmente
soñamos…

 
 
 
EJERCICIOS 
 

MARQUE LA ALTERNATIVA CORRECTA EN RELACIÓN A LA VIDA Y OBRA DE


JULIO RAMÓN RIBEYRO 
1. “Nació en lima en 1929. Estudió derecho y letras en la Universidad Católica. En
1952, contaba con 23 años, cuando, becado por el Instituto de Cultura Hispánica,
viajó a España; visitó luego Bélgica, Alemania y Francia, en este último país
permaneció varios años soportando crudas condiciones de vida, lo que obligó a
realizar diversos trabajos para subsistir”. ​Según su biografía afirmaríamos que:
Su esmerada bohemia le facilitó distintos países y vivir holgadamente.
A. Nunca visitó otros países porque fue pobre.
B. No es cierto que viajó a España tampoco a otros países.
C. No es cierto que la bohemia fuera suficiente para conseguir estabilidad y
progreso.
D. Sí es cierto que vivió holgadamente.
E. No es cierto que Francia fue estadía dura y sacrificada.
2. Ribeyro era un hombre oculto, casi un misterio, de extrema timidez, y de poco afán
de figuración, pero de vigorosa capacidad comunicativa a través de sus obras: tal fue
la inmerecida modestia que practicó este escritor que no le reclamó nada a la fama.
Según el texto, Ribeyro no fue tímido en todos los aspectos ya que se comunicó
tomando como instrumento sus obras literarias.
A. Si fue tímido, incluso, a la hora de escribir sus obras.
B. No fue modesto y le reclamó a la fama constantemente.
C. Si supo vencer su timidez cuando interactúo eficientemente con el lector.
D. No logró vencer su timidez.
E. Sí fue un hombre oculto.
3. Según el fragmento la expresión “era un hombre oculto” hace alusión a:
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A. Lo misterioso y parco que era.


B. Lo desconocido, que no se da a conocer.
C. Impedido de ver algo.
D. Lo Callado al no saber la verdad.
E. Que oculta algunas pruebas.

4. Según el texto “su poco afán de figuración” nos lleva a entender:


A. No querer destacar o sobresalir en alguna actividad o ser considerado
importante en ciertos ambientes.
B. Estar cohibido y aislado.
C. Propenso a la exhibición constante.
D. No querer ser importante.
E. Desempeñar un perfil auspicioso.

5. Obra de Julio Ramón Ribeyro:


A. Crónica de San Juan.
B. La juventud en el otro río.
C. Historias sublevantes.
D. En abril me nivelo.
E. Cuentos de circunstancias.

6. Obra de Teatro Julio Ramón Ribeyro


A. José el pajarero.
B. Confusión en la gobernatura.
C. El último cliente.
D. Los gusanos.
E. La piel del cholo no cuesta plata.

7. Obra emblemática de Ribeyro:


A. Poemas Humanos
B. La palabra del mudo
C. Gallinazos sin plumas
D. Solo para fumadores
E. Insignia

8. El cuento ​‘La insignia’​ está narrado:


A. En segunda persona
B. Por un personaje femenino
C. En tercera persona
D. En primera persona
E. Por el fundador de una secta

9. Según la obra de Julio Ramón Ribeyro sus escenario y personajes radican en:
A. El tema de lo utópico.
B. El tema de la ciudad de Lima y los héroes de su propia tragedia de estar en el
mundo
C. El tema de los marginales y callejoneros.
D. El tema de los tranvías y basurales.
E. El tema de la idiosincrasia social.

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10. Julio Ramón Ribeyro es el mejor exponente del cuento:


A. Peruano contemporáneo e iniciador de la novela con temática urbana.
B. Regionalista rural.
C. Indigenista y retoricista.
D. Peruano modernista e iniciador de lo social utópico.
E. Peruano posmodernista e iniciador de la temática urbana.

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