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Arte Queer - Lucas Martinelli

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Revista Anfibia - Géneros y Cultura - Artículo Original: http://revistaanfibia.

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ARTE QUEER: EN LOS LIMITES DE LA PERCEPCIÓN


De Lucas Martinelli

Desde los griegos, en la representación de sirenas y querubines, y ciertas pinturas del renacimiento, o las del
impresionista Pierre-Auguste Renoir, entre tantos otros, los cuerpos se exhibían con cierta disponibilidad
queer. Antes de participar del panel sobre género y cultura en el Centro Experimental de las Artes de UNSAM,
Lucas Martinelli propone un recorrido por los hitos queer hasta nuestros días. Y recuerda que, recién en el
siglo XX se les permitió a las mujeres pintar desnudos en los talleres, ya que “estaban destinadas a otros
géneros pictóricos considerados menores".

El concepto de arte es problemático en sí y puede abrirnos el panorama a debates interminables. Y el


concepto de queer, parece haber venido a corroerlo y problematizarlo todo.
Aclaremos un poco el panorama. La categoría “arte queer” es un paraguas teórico útil para entender
determinadas transformaciones del mundo contemporáneo: el interés progresista del museo por incluir una
perspectiva de género sobre sus acervos, los nuevos modos de acercarse a mirar las obras del pasado y la
producción efectiva de estéticas interesadas en hacer de la sexualidad un terreno creativo.
El término queer, tal como lo entendemos hoy en día, tiene su origen en un gesto político. A principios de la
década del noventa, fue utilizado por la organización norteamericana Act UP como una manera de
apropiarse del insulto y convertirlo en un lema de lucha. Sin equivalentes en el español, esta palabra podría
traducirse por todos aquellos oprobios callejeros, incómodos y ofensivos utilizados para reproducir la
violencia transfóbica, lesbofóbica y homofóbica. Lo queer designa el amplio espectro de identidades por
fuera de la norma, es decir, la heterosexualidad. Su ventaja es esta integración de las injurias en un colectivo
inestable de nombres. Al mismo tiempo, su propuesta es un ataque a la noción de identidad y así expone su
carácter de potencia. Antes que una propiedad de algo o alguien es el contagio anómalo de una fuerza
común.
El ojo de nuestra época permite ver algo que siempre estuvo allí, pero que no había sido visto así con
anterioridad: las obras nos miran desde nuevas perspectivas. Como dispositivo de visión, el arte queer se
puede relacionar tanto con las obras como con los artistas o los espectadores. Se trata de una pulsión visual
de potencia disruptiva que se define con la salida del armario, como el movimiento de barajar vestimentas
asignadas para elegir libremente abrir las puertas y saltar al vacío. Aunque canalicen tráficos conceptuales
diferentes, la sensibilidad camp y los objetos kitsch permiten un diálogo en común, porque implican una
política corrosiva de la pose, bajo la sombra de la ambigüedad y el exceso.
Una rasgadura en la superficie del cuadro
sugiere una escena erótica a contrapelo: lo
queer es un modo escurridizo de mirar y,
como tal, se vuelve inaprensible.
Un recorrido por distintos momentos de la
historia brinda algunos ejemplos y
bosqueja claves sobre estos marcos
descentrados para interpelar las obras.

Las obras
Existen quienes entienden el arte queer
desde el uso placentero de las imágenes.
Por mucho tiempo, los mitos griegos
funcionaron como un arsenal disponible para la imaginación que buscaba la reproducción de los desnudos
en un mundo sin esa ficción médica divisora de aguas entre heterosexualidad y homosexualidad, paradigmas
que lo queer busca descartar. El arte del renacimiento retomó la estatuaria clásica para trazar anatomías
basadas en el modelo de perfección apolíneo. El tono muscular y el porte divino de los atletas expresó un
ideal de belleza que con leves modificaciones fue incansablemente acariciado por los pinceles de la historia.

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Ganímedes, raptado por Zeus para servirle de amante, inspiró un fresco (1510) de Baldassarre Peruzzi, un
dibujo (1533) de Miguel Ángel y, recientemente, un tríptico (2001) de Pierre et Gilles.
Uno de los espacios con mayor evidencia para esta inclinación se vincula con la escena emblemática de los
bañistas. El óleo After the bath (1902) de Henry Scott Tuke o Las bañistas (1919) de Pierre-Auguste Renoir
exponen cuerpos exuberantes en un círculo de distención que exhibe cierta disponibilidad queer. Es
necesario aclarar para observar estas obras, que recién en el siglo XX se les permitió a las mujeres pintar
desnudos en los talleres, ya que estaban destinadas a otros géneros pictóricos considerados menores. Si
bien, tradicionalmente la figura de Safo fue la depositaria de una iconografía lésbica, es posible encontrar la
mirada de una furia masculina en Diana sorprendida (1878) de Jules Joseph Lefebre que desdibuja los límites
de lo femenino desde el conjunto de ninfas.
Así como Magdalena, en sus diversas posiciones, fue utilizada durante la Edad Media como modelo de
representación del cuerpo femenino; la figura de San Sebastián, el asaetado, fue trasmisora de la pasión por
el sadismo. Al comparar el grabado San Sebastián (1499) de Alberto Durero con la pintura El obrero
encadenado (San Sebastián) (1949) de Antonio Berni se puede ver el despojo del primero en contrapartida
a la restitución del sentido de carnadura del pueblo en el segundo.

Hay quienes asocian lo queer con lo monstruoso. Las sirenas y los querubines, a medio devenir entre lo
humano y lo animal, son modos de plantear un cruce híbrido de fronteras que revindican la potencia de lo
extraño. Lo queer se vincula a lo dionisíaco, lo extranjero y la colectividad de las bacantes. Aparece en el
espesor de la materialidad del Barroco, en la costra de capa sobre capa de pintura. La violencia de la luz y la
espada, así como la cofradía femenina intergeneracional, en el Judith y Holofernes (1599) de Caravaggio y la
perspectiva interna, los juegos de miradas y la puesta en abismo que habilita Las meninas (1656) de Diego
Velázquez son huellas de este tipo de afectación de la forma.
Hermafrodito durmiente (1620) de Gian Lorenzo Bernini presenta una figura cuyo poder, entre Venus y Baco,
es la indefinición del género. Esa misma ambigüedad, inspira la pintura El reposo (1889) de Eduardo
Schiaffino que se encuentra en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Las primeras décadas del siglo XX estallaron con una ebullición en la imaginación estética. El arte queer
podría pensarse en directa relación con el surrealismo porque, de algún modo, sus procedimientos intentan
liberar la sexualidad del inconsciente. Les mamelles de Tirésias (1917) de Guillaume Apollinaire fue un drama
surrealista que retomó la transexualidad del personaje oracular desde una puesta en escena lúdica y
provocativa. Por otro lado, el mediometraje La sang de un poete (1930) de Jean Cocteau plantea un
reencuentro con la figura del hermafrodita y propone el cruce del espejo como proceso reflexivo que evoca
una mirada erótica sobre sí, de un modo comparable a Figure writing reflected in mirror (1976) de Francis
Bacon. Tal vez, la corriente expresionista haya dejado las obras más perturbadoras: el dedo que señala la
genitalidad en Autorretrato con muñeca(1920) de Oskar Kokoschka, las piernas cruzadas del retrato de la
periodista Sylvia von Harden (1926) que realiza Otto Dix o el modo descarnado de trazar los cuerpos de Egon
Schiele (1890-1918) con miembros como prótesis desencajadas y posiciones abiertas al sexo.
Durante la década del sesenta, Andy Warhol (1928-1987) puso a funcionar The factory, un estudio que
transformó la concepción del arte desde un gesto que se puede apreciar en la instantaneidad de
sus Polaroids, entre el coqueteo con el modelo industrial de producción y una nueva referencialidad de la
figura del artista en la sociedad. A su vez, Robert Mapplethorpe (1946-1989), también reconocido por sus
autorretratos, planteó en la fotografía una nueva forma de encuadrar con la cual dialogaron la serie Being
and Having (1991) de Catherine Opie, con la persecución de un retrato comunitario, y Hustlers (1993) de
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Philip-Lorca diCorcia desde el contraste de los cuerpos con los carteles de los paisajes urbanos en una
alegoría al precio del sexo.
Las décadas del ochenta y noventa
trajeron imágenes de la sangre que
asecharon como un fantasma
comunitario sobre el imaginario
asolado por la crisis del sida. El filo de la
muerte generó formas desesperadas.
Una película como Near dark(1987) de
Katerine Bigelow flota sobre la
metáfora del vampiro y preconiza la
idea de que lo queer es una ausencia de
futuro, desde la negación de los modos
de vida reproductivos ligados a la
familia heterosexual. De un modo
diametralmente opuesto, Alejandro
Kuropatwa con Cóctel (1996) realiza
una interpelación directa a la
materialidad misma de los antirretrovirales en una exposición de la galería Ruth Benzacar.
En Belleza y Felicidad, Roberto Jacoby presentó Darkroom (2002), homonimia de los espacios de
relacionamiento sexual gay, que consistía en la experiencia física de inmersión, con una cámara infrarroja,
dentro de un cuarto oscuro habitado por doce performers enmascarados. Desde el año 2007, el
autopercibido no-grupo de Serigrafistas queer sale a las calles y manifestaciones públicas con shablones
para sublimar remeras o parches y recordar que siempre hay nuevas consignas políticas por revindicar. En
el Museo de Arte Latinoamericano, Osías Yanov con VI sesión en el parlamento (2015) hizo ver cuerpos
envueltos en trajes de color rosado brillante que los transformaba en aliens o androides. Al ritmo de
coreografías Vogue, estos seres asexuados estaban a medio camino entre lo extraterrestre y lo maquínico.
En Isla Flotante, dentro de la muestra Las cosas amantes (2015), mientras que las telas de Ariadna Pastorini
recordaron tanto la heterogeneidad genérica de las ferias como el cirujeo de materiales, Mariela Scafati
amarró los bastidores para colgarlos del techo como si se tratara de una sesión de bondage.
El arte queer tensa los límites de la percepción y permite, desde un nuevo ángulo de visión, el desarrollo de
un deseo estéril.

(en las fotos, Rrose, artista queer)

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