La Literatura Comparada y La Traducción
La Literatura Comparada y La Traducción
La Literatura Comparada y La Traducción
Durante mucho tiempo se consideró que la traducción era un mal necesario, porque
los textos debían leerse en su lengua original. No cabe ninguna duda de que lo deseable
sería eso, alcanzar una capacidad políglota superlativa para poder leer, aunque sólo fueran
los textos canónicos, sin necesidad de mediaciones. Sin embargo, la Literatura
Comparada ya no se limita a establecer relaciones entre unas pocas literaturas europeas
de prestigio, sino que ha expandido su objeto de estudio por todo el mundo, haciendo
humanamente imposible la tarea de tener en cuenta únicamente los textos originales. Ya
no podemos dejarnos llevar por un esencialismo que otorga un papel preponderante a la
obra original y deja a las traducciones el papel de versiones serviles que, más que aportar
algo al texto fuente, sólo sirven de estorbo para la cabal comprensión de éste, o el de
traiciones que alejan al lector del original y le impiden recibirlo en toda su pureza. Las
traducciones son, aunque no guste a los más puristas, necesarias, y la Literatura
Comparada se preocupará por situarlas en su contexto cultural, atendiendo de forma
objetiva a su función mediadora, cada vez más importante en los estudios de influencias
y recepción, hasta el punto de que la labor del traductor ha sido colocada en el mismo
nivel que la del crítico: según André Lefevere, tanto la traducción como la crítica pueden
considerarse «reescrituras» de los textos literarios, en una situación cultural donde lo
importante no es tanto la preservación del canon como la constitución del mismo.
A partir de los años sesenta, la «ciencia de la traducción» dio paso a una disciplina
nueva, conocida como «estudios de traducción» o «traductología», renunciando así a sus
Juan Carlos Pueo Domínguez 2
pretensiones científicas. La idea era atender a los casos específicos para establecer, a
partir de la praxis, una posible teoría respecto a como funciona el proceso. Se entiende
así que la traducción es un acto de comunicación que trasvasa el sentido de un texto a otro
texto, con la intención de poner en contacto al emisor y al receptor ―éste en una lengua
distinta―. De esta manera, la traducción se convierte en un texto con identidad propia:
ya no se trata de un texto de segunda categoría subordinado al texto base, sino que alcanza
su propia autonomía, independientemente de su fidelidad o infidelidad al original.
Posteriormente, los estudios sobre traducción ampliarían su campo de investigación para
atender ya no sólo a las relaciones entre el texto original y el texto traducido, sino a todos
los factores que intervienen en los intercambios culturales entre distintas lenguas.
Tan esencial como el sentido para la comprensión del texto traducido es el contexto
de la obra literaria, y aquí es donde la actividad interpretativa del traductor juega un papel
fundamental. No se puede pretender traducir un texto literario si no se conoce el contexto
al que hace referencia. Toda la dialéctica que se despliega en la actividad receptora de los
textos literarios se pone de relieve en la actividad traductora. Esto supone poner en juego
conocimientos no sólo lingüísticos, sino también históricos, sociológicos, psicológicos,
geográficos y, por supuesto, literarios. En este sentido, la traducción literaria es una
actividad que no puede darse sin la compañía de la teoría y la historia literarias. El papel
del traductor es similar al del crítico: la única diferencia reside en que el trabajo del
primero va más lejos que el del segundo; porque mientras que la obra de éste no pretende
sustituir a la que es objeto de sus investigaciones, la de aquél sí que se presenta a sí misma
como una sustitución, o, al menos, como una alternativa. Por otra parte, la dialéctica entre
el texto fuente ―la obra original― y el texto meta ―la traducción― es similar a la
imitación literaria: también las imitaciones han de considerarse alternativas a las obras de
las que proceden ―mucho más si tenemos en cuenta que algunas traducciones superan
en calidad literaria a obras de imitación que, sin embargo, se cuentan como objeto de
estudio de la historia literaria―.
Otros problemas pueden venir dados por la condición moral, religiosa, social o
política del texto fuente. La censura, interior o exterior, puede ser un factor importante no
sólo a la hora de traducir determinados textos, sino incluso a la hora de decidir si pueden
ser traducidos. No cabe duda de que las traducciones son un elemento importante en la
configuración del canon, pero también es cierto que éste impone sus esquemas en las
propias traducciones. En este contexto, las últimas orientaciones en Literatura Comparada
han estudiado el problema de la traducción relacionándolo con perspectivas como el
postcolonialismo ―véase el tema 6― o los estudios de género. La presencia de lo otro o
lo marginal en la literatura puede provocar reacciones que no se limitan al rechazo de los
textos «incómodos», sino que abarcan también la adaptación de aquellos elementos que
quieren censurarse despojándolos de su potencial peligrosidad y deformándolos hasta que
se adaptan a los modos culturales dominantes.
clásicos no son las mismas en el siglo XVI que en el siglo XIX. Aun cuando la teoría de la
traducción no se constituye como disciplina específica hasta el siglo XX, la literatura
siempre ha atendido a los criterios que debe asumir la práctica traductora: dichos
criterios ―que no sólo se pueden encontrar en la literatura occidental― han dado indicios
importantes sobre el horizonte de expectativas de cada época, y el estudio de las
traducciones ha de tener en cuenta las teorías pertinentes en cada momento histórico.
Por otra parte, el cotejo de las traducciones a que ha dado lugar un mismo texto
fuente ―combinado con el estudio de otras fuentes como la recepción crítica― puede ser
determinante para la historia de la recepción literaria, pues da cuenta de los distintos
efectos que estos textos han producido. Además, se debe tener en cuenta el hecho de que
un traductor puede tener presentes las versiones anteriores que se han hecho del texto
fuente: así, si la traducción ha de considerarse una alternativa al texto original, las
sucesivas traducciones que tengan en cuenta a aquélla habrán de valorarse como nuevas
alternativas. La traducción permite que el texto se despliegue en una multiplicidad de
textos, cada uno de ellos con su propia individualidad, pero todos ellos remitiendo al texto
fuente del que parten. La figura del traductor deja de ser la de un mero intérprete para
convertirse en co-creador de la obra literaria, a la que aporta su idiosincrasia, lo que, en
definitiva, le hace responsable, cuando menos, del efecto que produzca su traducción en
sus lectores.
Para conseguir una traducción fiel al sentido original, Luis Astrana Marín escogió
hacer una traducción en prosa del teatro y la poesía de William Shakespeare. No cabe
duda de que así pudo preservar el sentido de las obras, pero al no respetar el verso la
literariedad de éstas queda mermada de forma significativa. Esto no es tan grave en el
caso del teatro ―la mayoría de las traducciones del teatro shakespeariano son en prosa,
y el público teatral está más dispuesto a aceptar que los personajes renuncien al verso―,
pero en el caso de la poesía se hace extraño, porque nuestro sistema literario reclama el
verso para la poesía del XVII. Las traducciones posteriores de los Sonetos de Shakespeare
han tratado de respetar la versificación, pero esto supone un grave problema de fidelidad
al texto original.
Partimos, por tanto, de que la traducción viene determinada por las relaciones que
mantiene cada literatura con las demás, dependiendo de la evolución histórica de cada
una de ellas. Las relaciones de cercanía o lejanía son importantes para atender a lo que
las traducciones han aportado ―no es casualidad que en España se conozca la literatura
portuguesa mejor que la noruega o la coreana―, pero también han de tenerse en cuenta
diversos hechos como la existencia o no de una lengua de cultura empleada como lengua
literaria común que impediría la existencia de traducciones, o las políticas culturales de
los países que tratan de paliar el desconocimiento de sus literaturas promoviendo la
traducción de sus principales obras literarias. El prestigio de una nación en un momento
histórico concreto puede llevar también al público a solicitar que se traduzcan las obras
literarias de este país, aunque ello puede llevar también a que se traduzcan textos que son,
a su vez, traducciones.
La presencia en un mismo territorio de dos o más lenguas hace que las tradiciones
literarias se enriquezcan gracias al contacto entre ellas, a veces sin necesidad de contar
con traducciones de sus respectivas obras. Es evidente que una tradición literaria no
necesita de la traducción para establecer contactos con los hablantes de otras lenguas, aun
cuando esa situación puede llevar a establecer diferencias culturales e incluso sociales
entre las distintas lenguas: una lengua extranjera puede acabar siendo la lengua de la alta
cultura ―así ocurrió con el francés entre los aristócratas rusos en el siglo XVIII―, lo que
deja a la lengua nacional en situación de inferioridad ―la lengua rusa se consideraba no
apta para la literatura culta―. No obstante, cuando la cultura de una nación adquiere
cierto grado de desarrollo, lo habitual es que la lengua nacional se convierta en la forma
de expresión privilegiada, como ocurrió en Europa occidental con el ocaso del latín y la
irrupción de las lenguas vernáculas ―o en Rusia en el siglo XIX, cuando los escritores
románticos comenzaron a reivindicar su lengua como lengua literaria―. En el momento
en que se produce esta toma de conciencia lingüística es cuando las relaciones con otras
lenguas pasan por la traducción, pues la lengua se mide con las demás en igualdad de
condiciones.
La forma en que una literatura nacional asimila lo que la traducción de una obra le
ofrece puede variar según factores tan diversos como incontrolables. Sería un error creer
que la obra traducida ejerce su influencia de la misma manera en que lo hace en su país
de origen, pues en este caso el escritor no sólo habla a su público en un idioma que todos
ellos conocen, sino que lo hace siguiendo códigos culturales muy específicos, que no
valen para otras zonas. La traducción de una lengua a otra supone una mediación entre la
cultura de origen y la cultura de acogida de la obra, en la que ésta debe hacerse un hueco
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con mayor o menor dificultad. Así, ha habido obras literarias que por diversos motivos
han recibido una buena acogida en una literatura, pero también las ha habido que han
dado lugar a interpretaciones discutibles, cuando menos.
Por lo demás, las prácticas de traducción no han sido siempre las mismas: hoy día
exigimos algún tipo de fidelidad respecto al texto original, pero no siempre ha sido así.
Los traductores de siglos pasados no eran conscientes de serlo, y muchas veces lo que
hacían eran más bien «versiones» de los textos previos, incluyendo elementos nuevos o
suprimiendo otros, no necesariamente por capricho, sino porque las normas culturales del
momento se lo exigían ―también los avatares asociados a las copias manuscritas podían
hacer que parte de un texto se perdiera―. Que un traductor mantuviera o no uno de los
elementos más discutidos de la obra traducida podía ser fruto de una elección estética o
incluso moral, como cuando Juan Valera cambió el sexo de algunos personajes de Dafnis
y Cloe para evitar cualquier alusión a la homosexualidad.
disimulada. Lo cual no es necesariamente mejor ni peor, tan sólo se trata de hechos que
han de tenerse en cuenta para la historia de una literatura.
en los juegos de palabras, por ejemplo ―¿cómo se traduce a otra lengua un calambur
como «Oro parece, plata no es»?―. Pero, en otro sentido, tiene un aspecto político, pues
quienes piensan que la lengua es el medio de expresión del espíritu de un pueblo ven con
agrado los muros de separación que determinan las diferencias lingüísticas entre las
naciones, sirviéndose de ellas para reivindicar su singularidad y marcar así distancias con
los demás.
El buen traductor, por tanto, logra aquello que en un principio podría parecer impo-
sible: reducir las distancias entre una lengua y otra, estableciendo contactos fructíferos
entre las diferentes tradiciones literarias de las dos lenguas, es decir, entre las dos culturas.
Al comprobar que un texto procedente de una literatura lejana tiene cabida en el sistema
literario español ―por ejemplo―, lo «extranjero» deja de serlo en cierta medida:
percibimos que los hablantes de esa lengua la emplean, igual que nosotros, para cantar
sus emociones y contar sus historias, emociones e historias en los que también somos
capaces de reconocernos, y que pasan a formar parte, por medio de la lectura, de nuestra
experiencia. No dejamos por eso de observar diferencias culturales de muy diversa índole,
y nuestra percepción de esas obras nos lleva también por el terreno de lo «exótico», pero
lo importante será siempre el diálogo que se establezca con lo «nuestro» ―véase el tema
6―.
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Bibliografía recomendada