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Todo El Tiempo en La Memoria

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“Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo”.

Jorge Luis Borges

“… y no poseyendo más que este tiempo;

no poseyendo más, en fin,


que mi memoria de las noches y
su vibrante delicadeza enorme;

no poseyendo más
entre cielo y tierra que
mi memoria, que este tiempo;

decido hacer mi testamento


Es
éste:
les dejo el tiempo, todo el tiempo”.

Eliseo Diego
Rafael Simón Hurtado.
Foto de José Antonio Rosales

Rafael Simón Hurtado es Licenciado en Comunicación Social, egresado de


la Universidad Católica “Cecilio Acosta”, Maracaibo, estado Zulia. Esta
vinculación con el periodismo le concedió en 2008 el Premio Nacional de
Periodismo Científico, y los Premios de Periodismo “Jesús Moreno”, y “Pedro
Lira”, de la Universidad de Carabobo, en 2009 y en 2011, respectivamente.
Sus encuentros con la literatura también le han otorgado algunos
reconocimientos, como el Premio Municipal de Literatura “Ciudad de
Valencia” en 1990 y 1992.
En 2016 obtuvo el Premio Nacional de Literatura “Rafael María Baralt”, en
Maracaibo, estado Zulia con La arrogancia fantasma del escritor invisible; y
en 2017, su cuento Las calladas maneras de Dios, obtuvo una Mención
Honorífica y su publicación por Fudavag Ediciones.
Además de Todo el Tiempo en la Memoria, (Cuentos, 1996, Fondo Editorial
Predios y Ediciones Huella de Tinta); ha publicado Leyendas a pie de imagen,
croquis para una ciudad (Crónicas, Ediciones de la Universidad de Carabobo,
2013), y La arrogancia fantasma del escritor invisible (Cuentos).
En su trayectoria periodística y editorial ha sido editor-director fundador de
las publicaciones Huella de Tinta, revista de Literatura Arte y Comunicación;
Laberinto de Papel, revista cultural de la Universidad de Carabobo; La
Iguana de Tinta, periódico de la Feria Internacional del Libro de la
Universidad de Carabobo (2006); Saberes compartidos y A Ciencia Cierta,
publicaciones científicas del Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico
de la Universidad de Carabobo.
Durante 17 años coordinó la página cultural Muestras sin retoques, de
Tiempo Universitario, periódico oficial de la Universidad de Carabobo, y ha
sido miembro del Comité Organizador de la Feria Internacional del Libro de la
Universidad de Carabobo (FILUC), en los años 2003, 2004, 2005, 2006. El
cuento Hilo de araña integra Palabras de Anunciación y de Otras
Adyacencias, antología plural en celebración de los 451 años de la
fundación de la ciudad de Valencia, Ediciones Alcaldía de Valencia, año
2006. Es miembro del Colegio de Periodistas del estado Carabobo y de la
Asociación de Escritores del mismo estado.

Todo el tiempo en la memoria se publicó en 1996, en coedición del Fondo


Editorial Predios y Ediciones Huella de Tinta, dos editoriales
independientes. El libro recoge 9 cuentos. El contenido ronda los pasadizos
del erotismo, la muerte y la religión, con unos personajes que, desprovistos de
corporeidad y manchados de una atmósfera que entinta las cosas hasta
hacerlas irreales, deambulan “sin memoria y sin tiempo”, como lo expresó el
poeta José Joaquín Burgos en el prólogo del libro.
Aunque fueron escritos distantes en el tiempo uno de otro, los cuentos forman
una unidad de conjunto innegable. Las obsesiones del autor toman forma
mediante el uso de símbolos que remiten al lector a una contemplación poética
del erotismo; a una admiración de la muerte en su exhumación existencial, y a
una percepción de la religión como rito, ceremonia y culto, pero también
como acto consagrado a la contrariedad y al desengaño.

La fotografía de la portada es de la fotógrafa Mayela Iribarren.


Prólogo de José Joaquín Burgos

Paradójicamente, Rafael Simón Hurtado abre la puerta de Todo el Tiempo en


la Memoria con un epígrafe -de Jorge Luis Borges- negador de lo afirmado
en el título: “Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo”. La lectura de los
ochos cuentos que integran el libro, confirmará que cualquier interpretación,
necesariamente, debe girar en torno a este doble eje de apariencia
contradictoria. Bien se trate de captar el clima, la estructura total de la obra,
bien de escudriñar el corpus particular de los cuentos.

La paradoja, realmente, no existe. El título y el epígrafe son las dos caras de la


moneda. Se complementan. Encajan, una en otra, como los elementos del
símbolo en el sentido clásico. Sin entrar en detalles, la simple lectura de Final
de Sueño o de La Ultima Cena -pongamos por caso- basta para corroborar
esta afirmación.

Sueño, memoria y antimemoria (que no es olvido), tiempo y antitiempo, son


las circunstancias, el entorno general de esta obra. Con ellos, Rafael Simón
Hurtado crea un clima ciertamente fantástico, enriquecido con una carga de
sugerencias que bien podríamos considerar propias del realismo mágico,
aunque sin ánimo de encasillar al autor en estas clasificaciones no siempre
acertadas ni felices.

En los textos de Todo el Tiempo en la Memoria el espacio, el “locus” está


allí, en su cotidianidad, en su “siempre”. Pero la realidad es expresada con una
visión de lo más allá, de eso que flota como un impreciso claroscuro y tiñe las
cosas hasta hacerlas casi irreales, como ajenas al tiempo e inaccesibles a la
memoria:

“Las nubes, mucho más grises y bajas aumentaban a cada


instante. Formaban, a media falda del cerro, una tira gruesa. Y
los árboles parecían crecer vertiginosamente, deshaciéndose en
la bóveda oscura” (Final de Sueño).
“La Casa era blanca y fría. Desde el fondo provenía un aroma
extraño del que estaban impregnadas casi todas las cosas”
(Hábitos).

“... y aquella luna pegajosa carcome la cal de la pared...”


(Silvana Luzancy).

“El mal se desliza en láminas absurdas, el destino gotea desde el


piano y la muerte se alarga en la almohada, a la altura de la
pared, que en el cerebro atrapa la mezcla inconfundible de
presagios y recuerdos” (Silvana Luzancy).

Esa luz -o sombra- difumina también a los personajes hasta quitarles, a veces,
corporeidad, pese a su presencia:

“Todos los cuerpos presentes comenzaron a flotar sin destino,


reflejando desde sus superficies la claridad que permite
contemplar más allá de los meros colores y formas” (Final de
Sueño).

Tiempo y memoria sin memoria y sin tiempo, como si pertenecieran más bien
a espejos anclados en una realidad diferente a ésta:

“Alguien trajo una copa, de la que bebí apresuradamente cuando


la vi aparecer. La mano, tan pálida como su cara, se estiró para
indicarme algo.

-Adelante-, me dijo.

Era una figura sin aparente energía, semejante a los enfermos”.


(Hábitos).

“... signos formando dibujos sobre los desniveles del amanecer.


Bajo estas formas, surges del espejo, respiras los restos del aire y
frotas tus formas en mis manos”. (Silvana Luzancy).

“Hasta estas señales, ellos han sido seres inmateriales que


levitan por toda la estancia, repasando cada gabinete, todo
objeto o porción de algo, hasta cerciorarse de que han traspuesto
lo inerte”. (La Última Cena).

“Duendes inquietos se pierden debajo de la mesa con la vianda”.


(La Última Cena).

“El niño, por su parte, con acento curioso y desde cierta


distancia interna te dice que es abrumadora la visión desde el no
vivir, haciendo vislumbrar en ti la duda sobre si aquello que
todos conocemos como el más allá, en realidad sea éste” (La
Última Cena).

Pero esto, tan interesante como logro estilístico, como manejo magistral del
lenguaje con un estilo verdaderamente propio, constituye apenas -junto con
otras facetas formales-la estructura con que Rafael Simón Hurtado ha
madurado su forma de hacer y decir el discurso literario. Más allá, -más
adentro- está, para el lector, el encontrarse en un mundo en el cual cada
palabra responde a una simbología, perfectamente tramada, que emana
mayormente -a nuestro parecer- de fantasmas en cuya percepción proyecta el
autor la idea de un erotismo férreamente enlazado a la dura, insoportable
castidad impuesta por los códigos de la consagración monacal. Por ello el
amor pecaminoso acosa al narrador -a veces testigo, a veces personaje- “Como
si el Señor, realmente, castigase estos pecados o algunos otros que ya se han
convertido en actos naturales para los hombres”. (Hábitos). Así, desde el texto
inicial, que narra con inusual y dolida ternura la relación erótica entre un
sacerdote y una monja. La simple alusión al ambiente/escenario, sugiere una
sensación de pecado. “Aquí es difícil, le dije”. Se refiere al claustro, a la celda
monacal; obsérvese el sentido polisémico del adjetivo difícil. “Ella no
contestó. Se movió flotando por aquel salón, con su luto milenario,
preparándolo todo”. (Hábitos). La imagen de la monja “flotando” tiene,
evidentemente, un sentido de elevación, de inocencia, de santidad y el “luto
milenario” es una referencia directa al hábito identificador de la entrega, del
matrimonio de la monja con el Señor. La relación carnal entre el cura y la
“esposa de Cristo” es, sin duda alguna, un pecado grave, un incesto.
El párrafo final de esta pequeña joya literaria es un regreso a la realidad, con
una inicial referencia al ambiente onírico en el cual se plantea la trama. La
síntesis, en verdad, es magnífica:

“El reducido cuarto era de otro tiempo, tan indefinible como el


sueño, casi vacío. Una cama, una diminuta mesa de madera, un
crucifijo, un candelabro y una silla. Sobre ella se confundieron
nuestros hábitos”. (Hábitos).

Así también, la carga de pecado y ternura está presente en el texto que da


nombre al libro: Todo el Tiempo en la Memoria, cuyo tema es el
ajusticiamiento -vindicta pública- de un cura y una mujer que tienen
relaciones sexuales en el altar de una iglesia. La profanación, empero, no es
utilizada por el escritor como carnada para atrapar al lector, sino tratada,
estéticamente, con ternura, como si con ello Rafael Simón Hurtado exorcizara
al fantasma del pecado carnal. Hasta la embriaguez que precede a la lujuria es
recreada conmiserativamente. “Fingió un poco de inocencia -dice el narrador-
rio otro poco de malicia y brevemente, pero no tan brevemente, mostró
intercaladas dos porciones alborozadas detrás del escote, las que en un
momento posterior, fueron pasadas por vino, largamente bañadas en unos
capones áureos, labrados de finísimas alegorías, los mismos que en el sagrario,
contenían, es la verdad, pues me está prohibido mentir, al Santísimo
Sacramento”. (Todo el Tiempo en la Memoria).

Consumado el acto, la conciencia del pecado hiere, furiosamente. La multitud


es esa conciencia. Los protagonistas, son apenas “...la infantil insinuación de
un trozo bíblico”. (Todo el Tiempo en la Memoria). Y después a la orilla de la
muerte, en el intento de vivirlo todo para siempre, “...mi respiración opacando
los cristales, el espejo, allí, mil imágenes, todo el tiempo en la memoria”.
(Todo el Tiempo en la Memoria).

En Pájaro Rojo, aunque el tema no es el del amor pecaminoso, sino el del


juicio post-mortem a un Papa, hay alusiones muy directas a la sexualidad, al
erotismo. En la narración, los restos del Papa son exhumados y el féretro
llevado en procesión “...subiendo escaleras, bajando escaleras, recorriendo
galerías, corredores y pasillos, siendo observados por el ojo ciego de la fe, en
una tentativa de institucionalizar los juicios a los papas, cuyas almas ya
poseían su propia mortaja”. La alusión -fuertemente simbólica- se afianza, por
similitud, en la pureza que conlleva la condición papal. Un juicio “penal” de
tal naturaleza, sin duda, agrede y destruye el valor dogmático de esa pureza, y
el discurso poético, para expresarlo, recurre a la imagen erótica: “Tan frágil
era el himen que separaba al espíritu del dominio temporal, que a la menor
tentación se desgraciaba la virtud”. (p. 90). Esta simple imagen, a mi juicio,
penetra en la profundidad de las motivaciones que generaron la escritura de
Pájaro Rojo.

Otra motivación, indudablemente, es el tema de la muerte, como si el autor


quisiera ver en ella no el cese, ni siquiera el cambio, sino la continuación de la
vida. En esta obra, la muerte, -así como el amor/pecado- es un leitmotiv. Los
difuntos, con levedad de cuerpos al otro lado del espejo, caminan por las
páginas del libro, huelen los aromas del mundo terrenal, piensan, hablan en
una suerte de telepatía captada por el escritor, aman, sufren, y lo que es más
interesante: trasponen a veces la línea de su propia realidad para llegar a ésta y
dejar en el lector la punzada -asombro puro- de un dardo que despierta miedos
milenarios.

Así, por ejemplo, puede apreciarse en Silvana Luzancy, Final de Sueño,


Todo el Tiempo en la Memoria, La Ultima Cena, Pájaro Rojo y
Crucifixión. Con esta constante: amor/pecado, muerte/vida, el autor urde una
trama general de la cual se nutre, en este magnífico libro, su capacidad de
fabular.

Obligatorio es señalar, finalmente, que Rafael Simón Hurtado trabaja su


lenguaje con rigor implacable, sin concesiones al adocenamiento, sin regodeos
en un barroquismo mal entendido. Su trabajo es orfebrería pura. De alta
conciencia lingüística. De modo que Todo el Tiempo en la Memoria más allá
de circunstancias siempre transitorias -destierro de fantasmas, saldo de etapas-
llega a nuestra pasión de lectores como una magnífica lección sobre el arte de
escribir.
Altar

Ante el Altar Mayor, arrodillada en uno de los bancos de la iglesia, había una
mujer. En aquel instante la sangre en mi cara me impidió distinguir claramente
en el fondo de sí misma las facciones de su propio ser: Beatriz, se llamó;
María Magdalena, se llamó; se pudo también llamar…
Una única mujer, cuyo destino fue renunciar al Universo y creer, desde el
momento en que el demonio contagió su cuerpo, a pie juntillas, que el placer y
la dicha eran una misma cosa, una única virtud.
Ahora (entonces), sola en el templo, ella, con énfasis, parecía orar. A cada
golpe de pecho, levantaba el rostro para buscar en su memoria todos los
pecados. Era como si por su cuerpo -tenso el puño, dicha la culpa-, ascendiera
un relámpago que le encendía la carne. ¿Por qué la alcanzaban esas memorias
y por qué lo hacían sin desconsuelo?
El dolor resultábale tan intenso y gritaba con tan infinita ternura que parecía
desear que el dolor persistiese para siempre. En realidad su dolor no era, de
manera alguna, un padecimiento del cuerpo, aunque de alguna forma afectaba
también a sus sentidos.
Era, lo supe después, el más ligero de los roces, el del alma por parte de Dios.
Era el encuentro místico con Cristo. Yo crucificado.
Hábitos

“Huele a silencio de monjas”.


José Joaquín Burgos

Había que tener conciencia de los vestidos para saber que bajo sus aires se
movía la tristeza. Acumuladas sobre un cerro de recuerdos o memorias rotas
sorbían el vino arzobispal hasta dejar sólo una mancha en el fondo de las
copas. ¿De dónde vinieron? Imposible saberlo. Además, nadie viene aquí a
averiguarlo. La multitud agobia con el fragor de sus voces y los gritos
concluyen en los oídos como fogonazos de infierno.
Aquella noche fue inevitable la somnolencia. Ella, apoyada por la cadencia
sonora del agua, había acabado con mi paciencia, hizo estrépitos de sueños
fracturados, y al decidirme a avanzar hacia la oscuridad, mi angustia zozobró
en la credulidad de que al fin me despojaría de pudores y rictus ancestrales. Y
nosotros dos asumiendo toda la desdicha. Nosotros dos, como quienes no
sospechan, pero ni así, su suerte. Nosotros dos, achinando los ojos en un
intento por perforar el sueño soñado la noche anterior.
Ya otras veces lo había ensayado. Después del mecer de los cerrojos
atravesaba la plazoleta. La arena abundante y floja se desparramaba de los
recintos que enmarcaban los cardos y los almendrones al cuadrado de los
pasillos; más allá, algunos uveros y las ondas infinitas de mar hacia cualquier
orilla llenando todo el contorno. Antes, pasaba frente a la iglesia -sin gente-.
Por vergüenza y no en actitud reverencial bajaba la cabeza, apresuraba el paso
y saltaba hacia la otra acera para ponerme a salvo de cualquier sanción
religiosa. Pero jamás como hoy, había llegado tan lejos.
La atmósfera de la calle se había convertido en una especie de material duro y
por ella parecía descender cierta substancia pegajosa que se prolongaba como
un obstáculo hasta la entrada misma de la casa. Por su blanca estructura de
muros añosos se diseminaban en una exaltación de misticismo, erizos,
caracoles y esponjas. Los racimos de ostras, cuya timidez sólo era superada
por la rápida contracción de las estrellas de mar al sentir pasos, se incrustaban
en sus ventanas, en sus antepechos salientes y moldurados haciendo vibrar los
gráciles tejadillos y desaparecían.
- “¡Dios mío!, ¿por qué vine aquí?”.
Permanecí de pie, largo rato, en el vano de la puerta. Un zaguán blanquísimo y
espacioso conducía hasta la entrada cubierta por dos mujeres sumidas en las
sombras de una borrachera. Se besaban, no hice caso, entré. –“Buenas
noches”. Nadie contestó. Era como si me hubiese resistido a evolucionar.
Siempre distante a cualquier señal de algarabía.
La Casa era blanca y fría. Desde el fondo provenía un aroma extraño, del que
estaban impregnadas casi todas las cosas. Tal vez de alguna planta -pensé-,
que allí abundaban y, desde su lejano confinamiento, despedía aquel
enigmático olor. Podría creerse que toda ella era un bosque cercado por
paredes encaladas, aislado del paraje desolado y del silencio en el exterior. Al
trasponer el umbral uno sentía la reverberación de la tierra provenir desde el
solar como un eco. De los patios y entre patios repletos de plantas, la humedad
tendía su largo camino de reminiscencias. Los jazmines y los nardos en los
maceteros; el romero y las rosas indicaban la existencia de una intensa
vegetación, de un perenne rocío.
Antes que nada me dirigí al mingitorio. Allí lo tomé entre mis manos. Lo
observé largamente y me di cuenta de que estaba perdiendo (o tal vez ya lo
había hecho) eso que se ha dado en llamar inocencia o virginidad, pero estaba
en desacuerdo considerar como pecado un acto que no creía repugnante.
Al regresar me coloqué en un sillón de terciopelo rojo ubicado en el pórtico
principal. Me hundí en él, quedando virtualmente atrapado. Esperé, mirando
de soslayo las habitaciones ordenadas alrededor del patio interior y a aquellas
mujeres que entraban y salían con paso silencioso. Todas eran exactamente
iguales, con el mismo sino en sus ropas. Vestían de gris, algunas más oscuro,
pero todas con la referencia de un luto milenario. No tenían otros. Con
botones cuidadosamente cerrados desde la parte inferior de las rodillas hasta el
cuello blanco; en ocasiones, cautelosamente abierto, para mostrar la
insatisfacción de unos pechos.
¡Sí, mujeres! Acababa de comprenderlo. Unas viejas, con el duelo de la
senilidad, pero otras, jóvenes; algunas delgadas, y las que más, feas, pero eran
mujeres al fin y al cabo; seres a los que el amor había abandonado en la aurora
de sus vidas, pero las que, hasta la muerte, esperaban en secreto la felicidad
que pudiera interrumpir la vigilia de sus cuerpos.
Yo seguí aguardando, pues la mía ya había tomado conciencia del suyo al
someterse a impulsos de apetencia que para nada requirieron de la
autorización del espíritu. Obedeciendo a estremecimientos internos, ocultos
bajo una pretensión de santidad, había apaciguado mis formas desnudas
repetidas veces, entre la hierba del monte. Y no pude dejar de amarla, ¿cómo?,
si tendidos allí, a la luz quemada de la sangre, mientras mordíamos frutas, ella
se despojaba de sus vestiduras quedando suspendida en el aire cual fanal
ardiente.
Y fue maravilloso, desde entonces, descubrir que la vida se halla en todas
partes. En los trocitos de vidrios pulidos de la playa que se adhirieron a
nuestras formas en los intervalos de reposo de las olas, durante los cuales el
rubor como un pez nadaba hasta su vientre habitado por temblores. En los
muchos siglos de irse acumulando en las orillas con cada diferente batir las
burbujas en ardor. En las piedras finísimas, como escamas ribeteando la arena,
venidas desde el fondo mismo; pulidas, como dije, por ondas con oficio de
joyero. Y maravilloso fue descubrir también la multiplicidad de formas en los
entes abisales. Desde los palpitantes y aunque sedentarios, despiertos y
acechantes, hasta los inertes, sin nombre, como ella, y, sin embargo,
aventureros, bajo la apariencia de conchas con fingida actitud de indiferencia.
Y tal vez fui movido por estas revelaciones, por esas energías ocultas, a
emprender por otros acantilados el adivinamiento de una aproximación.
Por eso he venido, pensando que fuera lo que Dios quisiera. Como si el Señor,
realmente, castigase estos pecados o algunos otros que ya se han convertido en
actos naturales para los hombres.
-“Me acuso Padre mío de haber..., me acuso Padre mío de..., me acuso Padre
mío...”.
-“Ego te absolvo. Reza un Yo pecador, dos Padrenuestro y Tres Ave María. In
nomine patri et filii et espiriti sancti...”.
Alguien trajo una copa, de la que bebí apresuradamente cuando la vi aparecer.
La mano, tan pálida como su cara, se estiró para indicarme algo.
-“Adelante”, me dijo.
Era una figura sin aparente energía, semejante a los enfermos.
-“Vengo muy cansado”, aclaré con voz queda.
Me tomó del brazo con una bondad extraordinaria y lentamente me condujo a
través del silencio de aquel claustro, hasta la perdida soledad de una cama
colocada en un rincón de la habitación como un dulce santuario. Al descender
hasta el lecho me pareció caer desde la torre alta de la iglesia.
“Aquí es difícil”, le dije. Ella no contestó. Se movió flotando por aquel salón,
con su luto milenario, preparándolo todo. Corrigiendo las cortinitas de los
postigos, asegurando la privacía con trancas coloniales y extendiendo sábanas
limpias sobre el aposento.
Al tiempo que su piel iluminó mi rostro, ascendí. Alcancé a divisar una
lejanísima sonrisa en la recién abandonada melancolía de sus ojos. La cara
pálida adquirió cierto rubor y sus apagados rasgos se encendieron.

EL REDUCIDO CUARTO ERA DE OTRO TIEMPO, tan indefinible como el


sueño, casi vacío. Una cama, una diminuta mesa de madera, un crucifijo, un
candelabro y una silla. Sobre ella se confundieron nuestros hábitos.
Silvana Luzancy

“Lo que muere es tu mundo/ de fantasmas y espejos/ tu inmenso mundo/


que naufraga/ en el pequeño hueco de mis manos”.
Fernando Ortiz Sanz

Cada noche es lo mismo. Podría pensar que estas formas invisibles que hoy
me alimentan son completamente antiguas, latigazos vitalísimos que en
nombre de mil recuerdos dan bruscos virajes en mi conciencia. No me
perturba el humo del tabaco y el licor frío sólo calma la sed adherida a la
corteza de mi angustia.
Un sólo repique al principio, después muchos espigones atraviesan las aspas
del humo. Aparecen enlutando las formas triangulares que se producen por el
tintineo de los cubos de hielo. Las figuras restallan y el temblor de los lirios en
mis retinas desemboca en el reflejo de tu nombre. Al fin se hacen tormentosas,
y lo que al comienzo aparece como un rumor, lentamente se lanza en un tropel
sin abrigo.
Aquí están nuevamente, en un boscoso secreto, que se abre de pronto como
una dentadura y busca las respuestas a estos estados de convalecencia, a estos
pasajes tapizados con una débil iluminación que limita cobriza con un
derramado amanecer. Parece que el tiempo se rompe.
Se esparce el humo del tabaco, el espejo lo fija, pero de este lado se evapora
en una prolongada ceremonia, en un acto lleno de maniobras. Vela mis ojos;
sale de mi boca, madurado por la imagen que ahora aparece. Tu cintura, y no
me es difícil reconocer la comisura que se escurre debajo de ella... un gran ojo
cerrado. Allí mantengo la mirada.
El humo del tabaco se entremezcla, asciende, rinde una especie de culto, llega
hasta un punto agónico y vira; describe ábsides, volutas, franjas, vuelve a
girar; curvas, círculos completos, se tuerce, crece, desaparece.
Desde aquí no oigo otra cosa que la lluvia-lluvia que engullen íntegramente
las plantas y tú, tus manos como dos alas mojadas se quedan sobre la tierra, y
aquella luna pegajosa carcome la cal de la pared, la pared del cuarto que en
tono de azulillo se mancha de rojo y no me deja más que un tarugo de tristeza.
Al fin logro salir de aquellos encajes. Una fogarada, un aliento uterino, una
cabellera engastada sobre la capilla de un rostro, y el cuerpo aparece, accesible
a la tentación. Se adivina, simulando entrecortadas ondulaciones, incierto, y
sin embargo, entre aquel nacimiento simbólico y esta muerte adelantada no
hubo más que un sólo deseo, un único paso que cambió indefinidamente mi
tránsito por el mundo.
Sé que recordar esto es en vano. Y sé también que son inútiles los años
recientes que significaron el retorno a la historia que, repetida, es ya un círculo
de sal. A cada momento nos tropezamos en las abandonadas veredas, puntos
de referencia para trazar desde allí el balance de nuestras tensiones, en esas
visiones que nos dejan un sabor de trago apurado. Despierto (tú también lo
haces). Nuestro amor, como un péndulo, ha mantenido vivos los instrumentos
que hacen relucir los cristales de las vitrinas. Unas vitrinas que, desde hace
siglos, habitualmente ordenadas, recogen los volúmenes del frío y el calor de
los rincones. Tengo la sospecha de que sus maderos entrelazados esconden
todos los minutos de la edad misteriosa: una mano rozando el aire y un
crispamiento inconsciente que surge aletargado con la primera humedad. El
mal se desliza en láminas absurdas, el destino gotea desde el piano y la muerte
se alarga en la almohada, a la altura de la pared, que en el cerebro atrapa la
mezcla inconfundible de presagios y recuerdos.
Allí estamos, en el pasado.
Allí está mi casa, recordada de rojo, más allá de lo mejor de la vida. Cuando
sólo un pedazo remoto, vivía en el caos de tus muslos desnudos. Ahí está mi
espíritu, un objeto de porcelana sobre la vieja estantería. Si abro los ojos el
polvo se hunde en mis campanas y mi alma se reduce a la impersonal emoción
de una caja sin aliento. La moral marca la pauta y cerca de los gritos, el hálito
plomizo construye un agujero en mi sonrisa. Sin embargo, sonrío. La vida
lleva allí todos los giros construidos en los espejos; todos los gestos de
mármol que, en comunes muecas, saltan al unísono para complicar los
apellidos de muchos años. Antes, una confesión de sombras. Después, la frase
trastornada. Hacia nosotros, un trayecto entero y signos formando dibujos
sobre los desniveles del amanecer. Bajo estas formas, surges del espejo,
respiras los restos del aire y frotas tus formas en mis manos. Busco
confinarme en ti. La vida se halla apresada entre espaldar y espalda,
contracciones que en mi pecho comienzan a irrumpir con silbidos de aire.
De pronto el negro absoluto, bajo el amparo del mismísimo silencio. Luego
desciendes sobre tu costado izquierdo. Las apretadas nalgas al aire se elevan
desde la curva de la cintura en insinuaciones suaves y brillantes, afirmando su
profunda solidez en el espacio, y bajan hasta desaparecer en una magnífica
oscuridad. Te susurro, te digo en lo más hondo de la garganta y simplemente
permaneces sobre tu costado, con un secreto guardado con unos ojos
pensativos y unas manos muy discretas ocultando la calidez de tu sexo.
Ahora recuerdo. Los puntos en la piel, moviéndose en círculos, alrededor de
tus faldas. Los olores clandestinos de tu figura, mansos en sus regiones tibias,
enraizados en tus pelos retorcidos, celosamente preservados en rizos exóticos,
atando con fuerza la exactitud de unos labios pequeños. Esa vez hicimos la
ruta con la convicción de no volver a imitar nuestros propios actos. Ahora
están aquí los pedazos; transmitiendo la muerte. Minuciosamente tú, pisada
por lo falso, por la sombra de los otros, cuando sólo mis retratos sin nombre
habían tomado la personalidad apacible de los sueños. Tú, palideciendo,
teniendo que pintarte los párpados y los carrillos y los labios. Vistiendo tu
cuerpo con grandes flores, bordados amarillos y negros brillantes. Con gruesos
perfumes y eficaces talcos, hasta tener noticia de mi nombre.
Tomabas mi retrato, el más amargo, lo mirabas, lo volteabas, lo alzabas, lo
besabas, lo adorabas, lo repudiabas, lo velabas, lo clavabas, empañando la
imagen con cien agujas sin brillo. (No he dejado de sentir los dolores en mi
cabeza. Abdicaste a la vida. ¿En qué lugar remoto habrás dejado mi retrato?)
En mi cabeza un arco de cristales hinca. Ahora siguen aquí. (Cuando te supe
perdida, la aureola de un santo contrito penetró por mi boca, al igual que los
vinos que acompasan las fiestas). Lo imaginaba. La calle sola, vestida de
nadie y nadie en la vida. No podía pensar, sólo mirar, a ninguna parte.
Regresaría entonces a someterme a tus deseos, a tu belleza, a tus faldas. (Me
maldije, una y otra vez). Era mi cabeza una bola de cristal entre tus manos.
Aquella tarde, la que hoy multiplican los espejos, se cumplió todo el ritual: la
bombilla de la lámpara permanecía encendida, el aire enrarecido, las sábanas
con espigones amarillentos calentaban las infiltraciones de la noche.
Tus pies junto a los míos, viajaban sin rubores, haciendo su parte para
completar esta íntima necesidad. El flujo de tus cabellos jugaba a tientas con
mi sudor; en la vega de mi pecho, allí, al pie del tallo enhiesto, indicando el
descenso hasta el armazón.
De pronto un dolor físico. (Conozco el vértigo del abandono dormido en la
inercia de los sentidos). Tus huesos sonaban allá, en la luna de los espejos.
(Me fue quedando tu imagen, cuando pedazos de tu cuerpo se fraccionaban
atraídos por el chirriar de las bisagras). Te sigo hasta tus espaldas. Descubro
tus pupilas. Me persiguen muchas figuras: Tu belleza te ha abandonado, al
igual que mis fuerzas de otros días. Quizás por eso tu mirada ha adquirido ese
color púrpura, y el secreto de tu sensualidad ya no responde al tacto de las
ondulaciones que inclinan tu cuerpo y demoran en el espacio el último gesto
posible, la última vibración, quizá.
Después vino la muerte. ¿Cómo explicarlo? La boca se te contrajo, para
expandirla luego en una mancha roja y temblorosa. Era como si babearas
inútilmente. Mi mano fue la mariposa que presionó sobre tus senos,
haciéndolos triza. Trizas la casa. La casa inmensa, postrer refugio de este acto,
cuyo inmobiliario también fue convertido en ruinas. Y en la penumbra, tu
rostro de hojalata sufrió con el agua del tejado; chorrera que la boca del canal
recogía y saturaba.
Nadie pudo entrar, lo único que hice fue sonreír. El día fue de mudanzas.
Cerramos las puertas, ahuyentamos los pájaros, sacudimos las luces que
chupaban las sombras venidas de los solares. Era como si estuviésemos
invadidos por el polvo que suele encajarse en los corredores, en las casas
viejas, como el humo que deja el sudor de los animales. Le dije a la gente que
habías muerto, pero nadie quiso creer en el rayo que separaba en dos mitades
tu sexo, en el golpe de mi puño abierto sobre tu espalda. Fue entonces cuando
mis pies desnudos se llenaron de barro, de barro y de sangre y de barro tus
formas sentadas, y fue cuando en realidad te contemplé: Esta mañana corté
una rosa y la tengo en un vaso con agua para que no muera nunca.
Final de Sueño
“Con una última esperanza apretó los párpados
gimiendo por despertar”.
“La noche boca arriba”, Julio Cortázar

a Manuel Vicente Hurtado León,


habitante de la Casa de la eterna memoria.

Dentro de la Casa los cuartos, como escrotos, envolvían la humedad de la


mañana. Desde el corredor el aroma de la lluvia, con sus grises, ataba el
violeta del Acacio en un acto de pesar premonitorio. Un pesado monólogo de
nubes había deshecho el diálogo de los pájaros. En el techo, el sonido del agua
persistía hasta hacerse monótono... (hay puertas que se abren desde el sueño;
despiertas, quedas inmóvil, callado, por la quietud misma, escuchando cómo
se rompen en cristales diminutos. Llamas, nadie responde, y sólo alcanzas a
observar la madrugada, que con sus átomos perfectamente juntos conforma un
rostro en vigilia).
El hombre quedose con los ojos fijos en las espesas gotas. Una, de sudor,
empezó en su sien. No pudo escuchar la del tinajero. Con esfuerzo hizo oscilar
la atadura de la cuerda sobre la madera. El rechinar acompasado que produjo
la mecida le recorrió la piel como un torrentillo de vellos, y aunque quiso
continuar su sueño, el viento dentro de sus ropas lo hizo temblar. En el patio,
una batalla. Ramas caídas, flores rotas, pozos revueltos y raíces rezumadas de
musgo recién lavado. Los baldes colocados bajo todas las canaletas de agua
habían sido rebosados de nubes, las que por su especial conformación hacían
más esponjosa la humedad. Se sintió flotar. La tierra había adquirido la textura
del barro. Su vejez, envuelta en velos, despertaba a la señal renovadora de la
lluvia.
Incorporándose con dificultad miró al vano de luz. La habitación era una
porción de niebla. Un fogón, distante en la memoria, abrasaba y crujía... (el
aire no suena fuera de tu ventana, no se inclinan las ramas y, por tanto, sólo a
veces, el sosiego conmueve la levedad de tu espera). Entonces sintió la
mirada, aquélla que como un vientecillo pesado había perturbado su
naturaleza de enfermo. Aquélla que había interrumpido su respiración
tranquila en los días de convalecencia. Aquélla que lo había obligado a doblar
las piernas, venciéndole al fin por el propio peso de su cuerpo en un secreto,
progresivo y lastimoso rito de total derribamiento; la misma que ahora lo
contemplaba.
Sus largas extremidades murmuraron por lo vivaz del movimiento. Volvióse
bruscamente y miró con sorpresa: Una silla vacía. “Tal vez fuese la fiebre”,
suspiró. Hubo de quedarse quieto. Sólo después de sentir la increíble
tranquilidad, pesado y torpe se levantó. Marchó despacio hacia la entrada de la
Casa. Sentía sus huesos hurgados, profanados. Al llegar al marco de la puerta
recibió sobre la cara la lluvia, como un resplandor; alargó la mano para
comprobar que no era un sueño. Estiró los brazos, bostezó pausadamente, allí
respiró mejor, y se abrazó, exhalando antes sobre sus manos. Se quedó
callado; sin embargo, intuyó que no estaba solo. Y hubiese querido iniciar un
diálogo, hablar de todo cuanto le pasaba por la mente, pero prefirió soportar
en silencio aquel vértigo, aquella visión remota y oscura de vida. Ella estaba
allí, lo sabía; la pensaba, envuelta en chales, como una serpiente de mirada
malsana, quizás en la silla vacía. Desde allí lo llamaba, con los brazos
abiertos, con los pechos al fresco y las piernas cruzadas con descaro. Y era
esto lo que más le ofendía.
El ruido del viento en la palabra árbol tomó desprevenido el sudor sobre su
frente, al tiempo que derribaba frutos tras su paso. Esta imagen se fue
mezclando en sus oídos, hasta no ser más que un zumbido. La lluvia había
cesado. No obstante, dudó un poco antes de transponer el umbral. El aire en la
habitación se había teñido de azul y el sudor ahitaba su cuerpo. Era algo de
vida o... (mis pies desnudos en el barro asumían la tarea incansable de pasos
repetidos en un lagar. Recogía el agua que derramábase del techo, con mi
madre, quien me hizo crecer con la duda de vivir).
Sin saberlo pronto estuvo en la vereda al fondo del solar, bajo el Acacio
morado, cuyo desflorecimiento había convertido en violeta aquella senda fría.
Atisbaba cada pisada, haciendo levantar de la hojarasca la fragancia compacta
del follaje, el zumo de la hoja caída; con una ausencia de tierra, esquivando el
agua, metido por otras veredas más torcidas. Otras vueltas que no daban razón
para conformarse, para quedarse ahí mismo, siempre. Evitando que los pasos
cayeran en el canal sin fondo del sueño. Fue cuando pensó que ya no podría
regresar. En realidad, sólo lo ataba la voz de ella desde la casa, un reflejo de
voces apretado por la lluvia. Dosis de silencio desde aquel portal difuso a sus
espaldas.
Alcanzó a cerrar otra vez los párpados. Una y otra vez. Y con cada nuevo
intento, la veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado al
comprender que, efectivamente, estaba despierto. Hizo un último esfuerzo.
Las nubes, mucho más grises y bajas aumentaban a cada instante. Formaban, a
media falda del cerro, una tira gruesa. Y los árboles parecían crecer
vertiginosamente, deshaciéndose en la bóveda oscura.
“Estoy delirando”, se dijo. Una lámpara azulada respiraba con firmeza en las
manos de ella. Sin embargo, ya no creía en sus sentidos. La brisa, con su
profusión de ruidos menudos, iba dispersando la forma original de las cosas. A
ratos detenía su paso y aguzaba el oído a los rumores más distantes. De
pronto, las gotas nuevamente desfigurando la broza en ecos y reiterados
crujidos vegetales. Centenares de ellas estallando repentinamente sobre su
rostro. Creyó sentir que oscilaba el suelo bajo sus pies y tras una invencible
somnolencia, se fue dando vueltas hacia la casa, preso de un inevitable
impulso de sobrevivencia.
Con pasos instintivos logró introducirse en el lecho, quedando virtualmente
atrapado... (he soñado con este rostro viejo, sin remordimientos. La Casa
habrá de preguntarme, y no sabré qué responderle. Ahora será ella, extraviado
el camino, quien diga...).
El hombre sintió que su cuerpo se alargaba. Sus pies brotaron desnudos y
excesivamente flacos. Sintió que le dolió el corazón y le pareció que latía más
aprisa, por lo que se lo apretó fuertemente, hasta detenerlo. En ese instante,
unos resplandores anaranjados entrelazaron el borde de sus pupilas. Llegó a
percibir en sus pestañas el ruido de la luz achicando el volumen de los objetos.
La vasija con el combustible, cercana a su rostro, lo encandilaba con su
cordón empapado. “Tengo que levantarme”, dijo. La voz le pareció tan real
que le trajo la conciencia de estar totalmente vivo. Algo había ocurrido
durante la noche. Al amanecer el sonido del agua llegaba desde lejos. Ya no
sudaba, y por el contrario, la atmósfera tenía el espesor del cierzo. “Es hora de
rezar”, oyó decir.
La Casa estaba en desorden. Hombres y mujeres con gran diligencia se
movían en todas direcciones. Ella, esta vez, con un vaporoso ondular de
caderas, se acercó hasta él, pero ya no sintió sobresalto alguno. Le pareció que
era un ser familiar a quien no lograba identificar plenamente. Tal vez soñaba,
pensó. Tal vez alguna parte de su conciencia se mantenía dormida. Pero
aquella tranquilidad, aquel silencio interior no cesó; cada segundo se extendió
más en su propio contorno y le crecieron flores en los buclecitos de la piel.
Ella permaneció allí, a su lado; en verdad, era ahora la única presencia capaz
de advertir como cierta. No supo cuánto tiempo estuvo poseído por aquella
torpeza de sentidos, cuándo fue dejado de oír. Aterrorizado intentó sacudirse,
mas no pudo.

LA CASA oscura o salpicada de gris, fulguraba, sin embargo, de dorados


fúnebres por las luces de las velas. Como en un daguerrotipo, fijadas sobre la
pared, las imágenes apesadumbradas de los dolientes se confundían en unos
pliegues aceitosos.
Al cabo de una larga pausa hecha por el casual silencio de todos los llantos, el
hombre alzó el rostro por encima del féretro, hacia el techo y más allá aún; y
como en una visión, vio un brazo que más bien parecía un trazo de luz
iridiscente que venía desde lejos estirándose, confundiéndose y mezclándose
con la caja en donde estaba metido. La escena de la habitación desapareció
ante sus ojos. Todos los cuerpos presentes comenzaron a flotar sin destino,
reflejando desde sus superficies la claridad que permite contemplar más allá
de los meros colores y formas.
La oscuridad se fue tornando luminosa ante su expresión de asombro, y cada
objeto, lo mismo que cada ser podía ser visto con su propio brillo. Sobre
algunas mujeres se apreciaba un rojo intenso de sangre, con ciertos lapsos de
transparencias, que daban a sus rostros el resplandor de piedras preciosas.
Otros parecían tener rompecabezas de colores, como ópalos de maravillosos
azules y verdes, y algunos niños asemejábanse a verdaderos crisoberilos por
los matices áureos colocados sobre sus cabezas.
En aquel momento el hombre comenzó a percibir en sus pies pequeñas luces
débiles de tonalidades distintas, como restos de minerales. Entre ellas
desarrollábanse, efímeros y numerosos los tallos refulgentes de mil plantas,
cuyas flores se distinguían por los colores tan múltiples como brillantes. De
cuando en cuando, el vuelo rápido de una luciérnaga alteraba la armonía de
aquellos tonos variados y dulces. Era como una pradera artificial rodeada por
un inmenso bosque, cuyas intensas luces vegetales se extendían desde muy
lejos delante de su mortaja. Por encima de su cabeza un sombrío y espeso
fluido llenaba con sus olas todas partes de una corriente más ligera que el aire.
Su mirada se detuvo de pronto ante un punto luminoso... (no somos otra cosa
que cadáveres tras cada nuevo despertar).

Y NO FUE SINO A ESCASA DISTANCIA DE LA PUERTA, cuando el


cortejo tornó aquella lenta marcha en un andar agónico; cuando los cuatro
hombres, enterradores de oficio, tristes, taciturnos, devotos, iniciaron con
gravedad ritual aquel viraje de pasos destinado a situar el ataúd frente al
portal. No fue sino cuando inútilmente intentó levantarse, cuando inútilmente
quiso golpear dentro de la urna, no fue sino hasta entonces cuando
comprendió que para él, el sueño había terminado.
Todo el tiempo en la memoria

a Beatriz

El edificio se quedó callado, sólo el silencio mismo, recostado de las paredes,


trasudaba. Vagando por entre corredores semioscuros o espacios iluminados
parecidos a la soledad. Digiriendo todo el temor y todo lo profano. Huyendo
del barullo y de los empellones de la multitud. Con los ojos de ella como
granos rojos y los dedos resbalando entre las manos. Olvidando la espera y el
silencio guardado durante días, y mi sospecha de que aquel acuerdo era un
vínculo entre ella y mi temor. Situados frente a la iglesia o frente al infierno.
Dejando discurrir sobre el apretado aire un aliento irreverente y ensalivado.
Sintiéndonos dueños de cierta algarabía, integrándonos a las sombras para ser
iguales a las sombras y a las imágenes fermentadas por el reposo silente.
Ahora seríamos diluidos en el conjunto compacto de un escenario barroco.
Antes, la construcción blancuzca nos había parecido impenetrable o por lo
menos impropia. Una especie de murallón surgido de las entrañas del musgo
apilonado a sus plantas. De eso habíamos hablado muchas veces, y muchas
otras pensamos echarnos atrás. Pero mi austeridad claustral y su aspecto
celeste ya habían transgredido el plano de lo sagrado.
Aquel envoltorio sencillo brillaba, sin embargo, en la foliación abigarrada de
portillos y frontales. Sus luces y sombras habían perdido todo el secreto de sus
mármoles. Las ajustadas cúpulas reflejaban en sus lienzos otros rostros y otros
actos.
Un molde mundano de asuntos bíblicos. Ahuecado por los ruidos de las
hendiduras resecas y recortadas sus formas de acústica conventual por la
música atronadora, como amasijo lejano, que brotaba de las bandas.
“Mal sitio para vernos”, dijo ella. Pero su voz desacoplada declinó tras el auge
de las risas y de las palmadas en la plaza. Desde aquí podían oírse los gritos
ahogados y las carcajadas estridentes y al coro de voces repetir las coplas
consagradas esa noche. En fila danzante, uno detrás de otro, prolongaban la
fiesta hacia las concavidades nocturnas.
Entramos de una vez y en realidad nos pareció algo así como un teatro.
Teníamos otra visión, y a lo largo de unos segundos las manos se apretaron y
luego se abandonaron bochornosamente. Allí era casi imposible cualquier
comentario, lo que nos situaba en posición de ser precisos con nuestros
movimientos y nuestros gestos.
Varias lámparas de metal colgaban en el techo; apenas la sugerencia de luces
rojizas. Olores y colores tibios agudizaban la opacidad de la nave. Un armario
gigantesco repleto de libros caoba ocupaba uno de los muros laterales;
cortinas sepias, desteñidas, adornaban los pies de las efigies, un revoltijo de
flores amarillentas permanecía atrincherado en una mesa palidente. La
fragancia permanente de una habitación sólo dedicada a la oración:
confundido el olor de la esperma, el óxido de las charnelas y el moho de las
pilas bautismales, con la reverberación externa, que penetraba a manera de
ondas entrecortadas, de los racimos de clavellinas, pinos y violetas, en las
oquedades de los blancos quemados.
Instantes después, con su rebozo gris quiso liar mis pasos. Percibí entonces
una porción de aire y sus piernas trepar los peldaños finales hacia el altar.
Fingió un poco de inocencia, rio otro poco de malicia y brevemente, pero no
tan brevemente, mostró intercaladas, dos porciones alborozadas detrás del
escote, las que en un momento posterior, fueron pasadas por vino; largamente
bañadas en unos copones áureos, labrados de finísimas alegorías, los mismos
que en el sagrario, contenían, es la verdad, pues me está prohibido mentir, al
Santísimo Sacramento.
Una vez en el altar, impregnados del frufrú abultado de la falda, fuimos
descubiertos por el resplandor de luces filtradas-filtradas seguramente desde
los largos vitrales. Un temblor de manos enfebrecidas destiló de nuestras
formas. Entonces nos besamos en un eclipsamiento apacible y secreto, sobre
los encajes del altar, acariciándonos seriamente, desnudos hasta la saciedad,
con una ternura entendida y una felicidad recóndita bastante parecida al amor,
sin fijarnos en las dimensiones desconcertadas de los rostros contemplativos.
Sucedió que la multitud nos despertó con el primer bostezo de la mañana. La
bulla que se armó en los patios sólo fue la prolongación en eco de los gritos
producidos en el interior. Cada cual habló, chilló, atronó o vociferó, algunos
hasta desgañitarse. Todos quisieron ser testigos de nuestro descuido y, por
tanto, se infiltraron entre los bancos y entre las imágenes. No sé en qué
momento real sentí toda la afectación necesaria para darme por totalmente
despierto. Ella, a mi lado, reposaba aún del cansancio que deja el amor; era
para mí la porción viva del mundo en paz. Después, la sorpresa y sus ojos
asustados y crecidos en un tiempo confuso y desvinculado a toda escena
pasada.
En verdad ninguno de los dos se dio cuenta, debilitados por el arrobamiento,
cuando las puertas fueron abiertas. Su cuerpo debió retirarse muy lentamente
del mío, entonces sentí la desnudez y una sensación de vergüenza como una
misma cosa. Intenté dirigir alguna palabra como quien oficia una ceremonia,
simulando una calma y una seguridad que acabaron por parecer descaro. Ella
rompió a llorar.
Todos los sonidos presentes llenaron mi memoria de un lugar común y
presintiendo para mí un gran espacio, la incluí: Éramos la infantil insinuación
de un trozo bíblico. Una serpiente corpulenta descendiendo y desempolvando
la impúdica aceptación de un fruto, ¿podrido?
Por todo aquel recinto proliferaron mil Dios míos y otra cantidad igual de
“¡Ave María Purísima!” “¡Haber vivido para ver esta monstruosidad!”.
“¡Vístete rápido, niña desvergonzada!”. Y en un tremebundo impulso, sacando
del alma material de insultos, y cuanto pudiese resonar en la nave de manera
que hasta el cielo fuese estremecido, con el infernal virtuosismo de quien está
libre-libre de pecado, todos, señalándome con el dedo, vibraron en un incisivo
“¡Cura hipócrita!”.

LO PRIMERO FUE MI RESPIRACIÓN opacando los cristales, el espejo, allí,


mil imágenes, todo el tiempo en la memoria. En mi interior un desfile
interminable de velorios y entierros. Tú acumulada, niña-mujer, siempre igual,
desnuda, reflejada, boca, brazos colgando, vientre, ojos. Los sueños haciendo
suyo el hilo tenue del equilibrio, una culpa, un acuerdo, un cilicio por
penitencia, mil músculos contraídos, una confesión; el pecho, ahí, la boca
húmeda, la piel de mi vientre y mi espalda; un color rojizo y salpicada de
pústulas horrendas. Despierto y las sombras, una tarde, muchas tardes
haciéndose noches, dos círculos borrosos, una profanación, “ven, toca mi
vientre, aquí dentro tengo a tu hijo”. Salve Regina, mater misericordiae, “No
olvides nunca que te quiero”. Descalzo, colgando, ya lo dije, sin importarme
nada.
El domingo la misa no pudo celebrarse como siempre. Sin embargo, allí
estaba yo, entre cien bancos quemados y figuras de santos muertos en los
costados; sudando frío bajo la forma negra y acampanada. Más allá, estaba
ella, quieta, callada, distendida por la tensión del rito. Allí estábamos los dos,
como antes, juntos, bajo las bóvedas adornadas de pasajes bíblicos, colgados
de unas tiras gruesas de cuero.

Premio Municipal de Literatura "Ciudad de Valencia", 1990.


Reina Sola

“Una mujer detiene su marcha al borde del abismo.


Una mujer. Siempre una mujer que canta una canción, que nos olvida o nos
recuerda, que nos sonríe o nos trae la tristeza.
En sus ojos el sexo es un violento relámpago”.
Rómulo Aranguibel Egui.

Era así, de plata, Un principio de grandísimo misterio, un sendero perdido en


la deshonra, que bien supo ocultarse tras la última hora, después de practicar
en los lechos pensamientos y giros por los desvelos pecaminosos, sucesiones
mentales, trances acerbos y lagunas ocasionadas por no concentrarse en la
vida, justamente, Vino en desandarse, cuidadosamente, abandonando el cauce
para no verse, al peso de un pie sobre la hoja caída, la que danzó en el aire
como un terso plumón, Aquélla que desparramaba el aroma, la palabra
derribada, el mosto de lo blando, Una mujer hecha de rumores; cuyo sexo
remojaba cuando observaba el alma de su amante arder, hasta hundirme en la
sombra, casi suplicando, y no dudo en confesarte que te tuve miedo, que a
veces me vinieron impulsos de contártelo, que me comprometía la vida y otras
áreas del cuerpo y no sabía qué inventar para escaparme, Contártelo,
contártelo, decirte cuando como dos apasionados nos acostumbrábamos a las
desnudeces, a las sorpresas del cuerpo, a aquellas ganas que nos revolvían la
sangre, las horas y los impedimentos, Reina Sola, y te transparentabas en los
recodos de la fábula, surgías del placer como un arrullo castrado y no te dabas
golpes de pecho, pues sabías bien que no irías sola al infierno, Eras así, no
temías a la memoria, La que entraba con la fuerza de una rosa herida, La que
en vida no receló en mirar, faz a faz, al riesgo, y su lenguaje era el de la
estrella que en el cielo domina la noche, Sólo furia, y yo, ilícitamente tuyo,
quise saber si eso de gustarte un hombre te ocurría con frecuencia, Te
detuviste en seco, Es la primera vez, pero no te creí, porque tus ojos se te
salían por la boca y ella se entreabría como una sima azulosa, Por eso mucho
de lo que he andado se ha vuelto atrás y las tardes, desde entonces, se relatan
sin crepúsculos, El reloj se atraganta con frecuencia, y harto, sin mirarme, el
gesto se revela, A lo lejos la escala de grises se torna más gris, entonces
hablan los hombres y de súbito, el silbido de una pensión distante y sola
enrojece, Y tú estás allí, entre la fronda y te quedas sola, porque la ruina no se
viste de negro sólo por gusto, y sin comprender me lamento de tus razones,
pero las proposiciones en el sostén provocaban tartamudeos en todos los que a
tu lado pasaban y se quedaban mirando de una forma que de antemano uno no
entendía palabras, por lo que, esposadas detrás de tu cintura, ellas
permanecían en un no saber bailar en lo más mínimo, tanto que en verdad
sucedía que no bailábamos, solamente colgábamos el uno del otro,
queriéndonos como queriéndonos, mientras sin mirarme me decías no, que
eras inmaculada, no, diciéndome amor mío, desesperadamente te quiero, con
el alma te quiero, y te lo digo que a esta hora estoy sola y purísima, estoy en
mi cuarto, pero yo no te creía, y eso tampoco te lo conté nunca, dejándome
llevar por el mar que salpicaba desde tu cuerpo, trastabillando palabras,
porque lo habías guardado para mí, sólo para, Mientras algo insiste, Reina
Sola, La que transitaba por la ciudad pretendiendo ser el centro de los hechos,
con un rostro resquebrajado por tanto ver auroras, contrariando a la belleza,
Cultivando violetas en la mirada, simulando ser feliz, Y no por prejuicios sino
por aquello del costo, suspirabas fiebre sólo en determinados brazos, no entre
esos que te decían, No seas mala mi amor, dame dulzura que no quieres dar,
que no puedes dar, porque no está en ti, porque todos los asombros y todas las
orquídeas ya habían sido deshojadas y no quedaron lisonjas, ni ensueños, ni
luces qué encender, porque el resto lo colocaste en acciones para vender, y yo,
ahora, al escampado, alrededor de una atmósfera de hotel, en un salón
rectangular y entre paredes cuya altura excesiva complace al encierro, donde
me llega la leyenda, la pena y una voz, la cuota por pagar, el paso por las
aduanas clandestinas, las caderas, las uñas dementes en la espalda, el arrullo
como paloma, los pétalos mojados, En fin, la lámpara permutada por el
imperioso abrazo, Aquel azul hollado que punza y no me va, Que punza,
porque no me va lo póstumo, ni el miedo infundido, ni la lengua reptante, ni el
azar emulsionado de un beso que se prolonga como una pequeña serpiente, o
como no me sirven tampoco las copas bebidas de tarde en tarde, porque no
puedo olvidar la ternura, la violencia, la rabia, el amor, el vínculo de una mano
en deslizamiento interior que causa desfallecimiento, un punto de apoyo para
impulsar el vientre hacia; aprisionando, tibiamente, hasta el desmayo y
descubrir que eras virgen, de verdad, paralíticamente virgen, sin embargo, La
que se quemaba, la que adoptaba gestos de turbación, la que se retorcía, la que
gemía, la que descargaba, la que se expandía sola sola en una exhalación de
alivio, la que, Por eso hoy te desprecio, he de decir, ya que el universo no
permite grandezas y las emociones como las necesidades suelen traicionar,
Porque siempre es preciso demostrar que uno es capaz de jugar tantos ases al
mismo tiempo como el que juega contigo, a menos que juegues solo, Sin
suspirar siquiera, sin pestañear tampoco y ser diestro con la sonrisa, sin
denigrar, sin desentonar, sin perder la, Y es por eso también que ya no me
conmueves, pues tu corte no puede sentir el orgullo de los dueños de casa,
Reina Sola, aprisionada tristemente en tu falsa beatitud, en el trance
irrespetuoso de un desempolvo viernesco, entregándote a la soledad de una
pantalla, porque todo es una, y neblina que mancha es este recuerdo, aquel de
cuando te abrías, cuando andabas por el mundo como ostra en tiempo de veda
y se sabían de los cuartos, de las mujeres que no daban sosiego, del
“consumámoslo todo que las niñas ya no gimen”, del “pide, pide por esa
boquita”, y de la muchacha aquella, reina también, la que me dijo del principio
de un físico griego, con el que se podía determinar el peso específico de los
sueños, Reina Sola, cuando te despojabas de los trapos, confiando el acto al
delirio multitudinario de unos ojos, entregada al mundo, descortezada y
candorosa, sin notar que al hacerlo en tu cuerpo temblaban dos huellas
profundas-profundas y latientes, como a un Cisne, al que se le ha despojado de
sus, Arrancabas, soez, soltando prendas, y aquellas telas olían a almendros, a
suelo bajo el árbol, a carnes a músculos transpirando en la francachela de las
exclamaciones como especímenes vivos y licenciosos, en un desorden de
largar pedazos desnudos sin sufrir por las palmadas en las esferas, Me
tomabas de la mano, con una invitación de principios de siglo, hasta el rincón
opuesto de otro cuarto donde la vida recordaba su sino, Allí, las manos,
singularmente en un baño afrodisíaco, procedían al lavaje en palangana del
morrito amodorrado, que únicamente temía del despertar, el encuentro con tus
fauces, porque aquello no tenía otro nombre, Desde entonces él no es más que
un brazo horizontal en donde gime el vibrátil suplicio de un ángel, Cuánto
pesa, Ahora doy un giro en cuadrado, ya que me gusta contradecir, Es como
cuando gritas, que en el grito lo que se te va no es la voz sino, Porque ya no
vienes, porque ya no salvas, porque yo, al cortarte el vuelo, me quedé sin alas,
sin la posibilidad de un ademán con qué alargar la vida, o el indicio para
envenenar los pájaros en el alféizar, por lo menos, Sólo conduzco tu silla, y
los recuerdos de las rosas hechas brasas en el límite de lo que dura un impulso,
me trae, desata la urgencia de ese beso para siempre, ya que para mí la dicha
es llanto, es piedra, es despedirse eternamente y volver a quedarse solo, cada
vez más dispuesto a partir y a regresar, Y me crecieron las sienes por todo el
cuerpo como polvo rojo, porque como sabes ni siquiera Elisa pudo esperar, Y
las cuartillas, hojas de lechuga, guardaron el secreto, Pero tú, Reina Sola,
asististe al encuentro, Por una vez en tu vida, sin pensar en la derrota, caíste
mansamente, y por eso digo que ya no me conmueves, me aburro, más bien,
de tu frente que se torna pustulosa y huidiza, Es que ya no respondo al libreto,
porque en mí no hay culpas, y cuando ellas desaparecen, se esfuman los
remordimientos, Y por más que me esfuerce ya no te detiene ni me detiene la
señal de amor que nos confundiera, ni la trágica vergüenza de unos labios
probando el fruto de la Cala, ni tu trono, con ruedecitas, en el que cada
mañana te llevo a pasear por los senderos de la invalidez, Porque hoy, Reina
Sola, tu cuerpo no tiene más fuerza, pero sí el dolor de las cosas baldías, y no
sabría cómo hacerte comprender la imagen que te ampara, Ni mis temores, ni
mis dudas, ni mi felicidad, Reina Sola.
La última cena

"Se afirma que el deseo más ardiente de un fantasma es recobrar, por lo


menos, un asomo de corporeidad, algo tangible que lo devuelva por un
momento a su vida de carne y hueso."
Julio Cortázar

a María Mauricia

Primero fue la sensación de estar cayendo. Luego, la sacudida por el golpe


final contra tu cuerpo. Te despabilas en medio de aquello, como noche. Una
figura femenina va hacia ti y lleva entre sus manos una gran bandeja de plata.
Has dado vueltas en la cama, y con los ojos detenidos buscas perforar el humo
del incienso. Te cuesta trabajo desprender tu piel de la piel del sueño. Al
ponerte de pie reúnes las cosas con aire de desconcierto. Has mirado hacia
atrás y comprendes que si das un paso, acaso quedes atrapado en la corriente
que cruza la puerta a tu espalda. Sin embargo, no te basta volver la mirada.
Hace ya tiempo que la misma visión se presenta con cada adiós de día,
provocando que tus manos se estrujen en tus ojos.
No obstante, el claroscuro esparcido en toda la habitación te permite fingir, sin
dejar traslucir el temor por todo esto que desde tanto es sabido y que los
demás asumen con indiferencia. Te mueves brevísimamente, mientras te
colocas a unos palmos de la entrada. Ella, a pesar de su pretérito cuerpo, flota.
A veces es exuberante y repleto de energía, y según lo que se puede ver hasta
respira con destreza adolescente. Asido a sus faldas, un niño de edad
indeterminada -sabes que es un niño y no un enano por la sonrisa- abarca entre
sus dedos unas llaves, dos ramas de árbol. Las llaves del cielo -te dices-. El
pequeño, aferrándose a ellas, te las muestra, es decir, extiende el brazo
adelantándose a tu curiosidad. A sus perfiles dentados consigues relacionarlos
con las virtudes de quien trabaja la madera, y aunque de madera son las dos,
una de ellas, con incitación de resuello y llanto, en medio de borbotones de
espigas encendidas, fue tallada con la brusquedad de un esmeril.
En el primer momento parecen desposeídos de todo volumen, encontrándose
las partículas que los revelan como una aparición, levemente separadas. Sin
embargo, a medida que avanzan, los trazos se entremezclan, acreditando con
mayor nitidez sus formas. Tu memoria pretende editar entonces aquellas
figuras, que, por estar reducidas aún a rasgos esenciales, resultan
irreconocibles. Todavía, a medio camino de la puerta, fuera de la casa,
observas que la sonrisa con la que el niño ha pretendido halagarte es de una
anchura sospechosa, y para dar más cebo a tu desconfianza, en el rostro de la
anciana unos labios ladeados escatiman un ademán de algo como burla.
El pequeño trata de abrir con una de las llaves. Hay decisión en aquel acto.
Por la monda burda, la herramienta, al cabo de algunos intentos, se da por
inútil. Después, tras introducir la otra, con una mueca, lanza hacia la mujer
una mirada destinada a obtener su aprobación. Trasponen el umbral -a esta
hora más que puerta es penumbra-. Te contienes. En el patio, la flora de la
humedad se inflama. Sobre la planta de los árboles, las algas, líquenes y
hongos forman un apretado bulto, y la lluvia que revienta al instante, con
fuertes resonancias, se queda. “Estas cosas siempre ocurren con lluvia, y con
viento”; y como si hablaran, desglosan los materos colgantes que se enlazan
con los sonidos disímiles del sueño. Hasta estas señales, ellos han sido seres
inmateriales que levitan por toda la estancia, repasando cada gabinete, todo
objeto o porción de algo, hasta cerciorarse de que han traspuesto lo inerte. Y
ahora que puedes detallar mejor al infante, notas en él facciones atávicas, y a
su vestidura talar que luce y huele como vegetación de iglesia, no puedes
impedir relacionarla con la que tú mismo usaste hace muchos años...
Comenzabas a sonreír interiormente, recordándote San Pedro en la infancia,
en aquellos tiempos en que llevado por los designios familiares, arrastrabas
calzados pastoriles al compás del solemne chas-chas de las procesiones, a la
zaga del santo tambaleante, rezando, entre el esplendor de mejillas
encendidas, en la penumbra de las tardes, cuando el querube volvió hacia ti el
rostro, totalmente. Entonces, ya no albergaste ninguna duda.

La anciana te mira a la cara, al tiempo que alarga el platón. Percibes el olor de


la vianda que humea, el agradable perfume que emana de una sopa de lentejas.
Es espeso el humo y los aromas que invaden el aire: la atrevida fragancia del
ajo, la maliciosa esencia del romero, la aromática exuberancia de la salvia,
todo se combina en una perturbadora mezcla. Diminutos lentes de contacto
terrosos deambulan en una viscosidad que se confunde con unas ramitas de
hierbabuena colocadas sobre el recipiente. Te lo ofrece, dando hacia adelante
un paso desmemoriado.
Interrumpamos. La casa no es la misma, pero sí la misma mujer y el mismo
niño. Un cariño remoto, unos juegos infantiles, un incesante ajetreo, manos
entre las brasas. Un fantasma vecino con sus apariciones acostumbradas; el
aroma de los vestidos, muy lejanos; ardor de velas, una ventana que da a la
calle; la gente pasa, saluda, pregunta. La misma escuelita: “¡Repite conmigo!
Esta es la A, ésta, la B...”. Una existencia que se ha quedado del otro lado de
la puerta; algo que, sin poder definir totalmente, perdura y se revela. De
inmediato la dama, cuya identidad reconoces finalmente, estira el índice para
indicarte el asiento cercano al escritorio en tu cuarto, el mismo en donde
momentos antes, sobre hileras de libros hacia arriba, ha colocado la bandeja de
plata. Frunces el entrecejo. Al retirarte de ella, temes volver la vista. Sobre el
hombro acabas de advertir el diálogo de parientes muertos.
Hablan acerca de ti, murmuran dentro de sí. Continúa lloviendo, pero aquí
dentro no cae la lluvia. Pasan bandadas de pájaros chupando unos huesos. Los
muertos blasfeman, vajean.
El sonido se pierde, se prolonga, hasta no ser más que un quejido distante.
Decides abandonar este lugar, pero al marcharte rápidamente al comedor,
reparas que la mujer y el niño ya se hallan allí sentados, con rigidez. No
puedes reprimir la convulsión que hace salir de tu boca un ruido semejante al
hipo, al descubrirlos podridos, con las encías a la intemperie, invitándote a
comer. Sus bocas salivosas son bostezos congelados. Sus párpados están
cerrados. Hubieras deseado taparte para siempre los huecos con que hoy los
miras. Pero tienes la certeza de que la imagen de la anciana es tu propia
imagen, una suerte de fatalidad congénita. Y aunque crees estar soñando, al
pretender torpemente separarte de la silla, queriendo respirar, experimentas las
sensaciones y los contactos con el exterior.
Los invitados se acercan enseguida. Tu presencia no causa sorpresa alguna.
Ellos conservan las vestimentas con las que fueron enterrados. Un repiquetear
de campanilla, accionado por el niño, los reúne, finalmente, alrededor de la
mesa del comedor. Desde aquí, las llaves colgadas en su cincho resplandecen.
Los muertos continúan saliendo de sus cuartos y se abrazan. De una de las
habitaciones un viejo sacerdote, a quien no llegas a reconocer, es trasportado
en vilo para presidir la mesa. La endeble figura queda expuesta, luego de
algunos inconvenientes, cuando, alzando las manos en actitud reverencial, se
le ve la osamenta del rostro. Las mujeres jóvenes aún sonríen con picardía. De
los otros, de los definitivamente idos, sólo se escucha el hurgar torpe de quien
busca alimento en la cocina. Duendes inquietos se pierden debajo de la mesa
con la vianda.
Seguidamente se produce un gran silencio. El tiempo se detiene. Todos están
allí para mirarte devorar los brotes en la ternura del barro. Una sensación
parecida al contacto con una ensalada de algas en aceite invade tu lengua; toda
la cavidad que la contiene. Procuras apartarla, pero en ella, penetran trozos de
labios, pechos desgarbados y lóbulos temblorosos. La cabeza ahumada de una
sierpe venenosa intenta vomitarte en la cara los condimentos con los que ha
sido aderezada -¡hostias, hostias!-, reprochas, antes de engullirla. El Cuerpo de
Cristo hace lugar en ti. La respiración abandona su cauce, mientras, en el
entorno, acontece una escena más animada: Todos los muertos anudan sus
formas. La última cena ha comenzado.
Te examinan, te escudriñan. Te contienes. Quedas sin palabras. Los perros
difuntos -Nerón, Ceniza, Blacamán- reclaman, desde lo oscuro, las sobras.
También conversan entre ellos. Y huelen mal, ¡apestan! En ese instante, en un
supremo movimiento, la anciana levanta los párpados. Las puntas de sus
labios vibran en el inicio de una sonrisa. Nuevamente tropieza su mano con tu
respiración, esa es la costumbre.
Al sentir su muerte como un hecho fatigoso para sí y para su niño, sirve, cada
vez, la última cena. Creo que durante estos momentos le complace encontrarse
nuevamente contigo, sin importarle que por ahí queden algunos malos
recuerdos. Y si bien con esto no cambian las cosas, la proximidad con el amor
siempre es inevitable. El niño, por su parte, con acento curioso y desde cierta
distancia interna, te dice que es abrumadora la visión desde el no vivir,
haciendo vislumbrar en ti la duda sobre si aquello que todos conocemos como
el más allá, en realidad sea éste.
El péndulo de un reloj de pared te devuelve el tiempo. Desde el nicho de
cristal las horas reflejan su estridor. Una expiración súbita, convulsiva y
sonora; reverbero de ecos contenidos en su pecho. Las figuras empiezan a
perder consistencia, desaparecen en sí mismas, desde sus propios contornos;
se desvanecen, en sus propias siluetas. Y es ahora cuando, vagamente,
comienzas a comprender. De alguna manera, frecuentemente, retornan, y de
ninguna forma te es posible anticiparlo. “Me buscan, para que vaya con ellos.
Tal vez algún día lo haga”. En todo caso, es así como conservas sus imágenes,
al igual que el hedor de sus cuerpos al marcharse, lo cual te crea una sensación
opresiva. En el momento que cruzan la puerta, el niño, dejando un ojo abierto,
cierra el otro con malicia, y alza hacia ti otra vez las llaves. Te habla casi en
secreto: “Son tuyas, pero no son las del cielo”. Y se esfuma. Dejándote las dos
ramas de árbol atadas al cordón que ahora rodea tu cintura, a tu fosforescente
vestido talar. Piensas entonces en volver sobre tus pies y adviertes que no
habrá nadie tras de ti.
Hagamos una pausa.
Como una puerta abierta al vasto espacio, la mañana te trae olores todavía
adormecidos. La idea no acaba de cuajar en tu memoria. Cruza las bahías, los
hemisferios y las abras. Se recoge en cada hendedura, en cada protuberancia.
El improvisado luto se destiñe por las reverberaciones de un gigantesco
lampadario, encandilando con su espuma el desorden de tu cama.
Esta mañana, al brotar el sol, olvidaste despertar.
Pájaro Rojo

'”Verdaderamente, no podemos servir a Dios y a Mammon al mismo tiempo;


no podemos estar con un pie en el Cielo y otro en la Tierra”.
Giovanni de 'Mussi Crónica de Piacenza, h. 1350

Bajo los hilos de la lluvia, los vericuetos del mercado aparecían surcados por
las huellas que en el barro dejaban las carretas. Las telas de los abrigos
comenzaban a empaparse y a deshilacharse en hebras de agua; destilaban,
destilaban y olían a establo. El humo de lo sahumado dentro de las casas se
filtraba por las rendijas de las ventanas y llegaba hasta mí como asordinado
murmullo; y ante el inesperado suceso, no sólo fueron las calles anegadas o el
cieno en mazo, salpicado sobre portones, ventanas y muros por el andar de
carruajes y animales lo que perturbó el paso de mi cadáver desenterrado. Mi
desasosiego se produjo al verme retornar del sepulcro a bordo de una balsa
propicia para las charcas. Sobre sus hombros, en ataúd, cuatro soldados me
llevaban. Sus cuatro cascos, ataviados con plumas, flotaban presuntuosamente
por entre el pregón de los verduleros ambulantes, y aquellos que, al igual que
los soldados, transportaban cadáveres, pero de pollos y cerdos.
Los cielos de agua habían pintado el camino de regreso al palacio, y entre los
difuminos de acuarelas muy limpias se desdibujaba el contorno de iglesias y
castillos. La humedad desfiguraba en tonos de plata las escalinatas y el
empedrado de algunas calles; y desde el embaldosado de las plazas, los
reflejos del moho en la sombra saltaban ante la vista como brumosas manchas
de animales marítimos.
“Chas-chas”, hacía el calzado. –“¡Abran paso!, ¡abran paso!”, vociferaban los
soldados. Y yo, entre murmullos, hollejo en la caja, acusaba recibo de las
transacciones que, en monedas de oro, enmarcaban los comentarios.
–“¡Este muerto debe ser personaje importante -tomándome en cuenta,
murmuraba el común-, cristiano y además mártir, porque lo regresan del
cementerio!”. –“Pero no es acción digna de creyentes, aunque guerreros”. Y, a
pesar de que ningún problema moral solía distraer el vocingleo en los
ventorrillos, los susurros apurados por el asombro dejaban entrever que, aun
en contra del criterio vulgarmente aceptado, los muertos pueden ser
peligrosos.
La brisa se iba y retornaba, y con cada vuelta se renovaba de nuevos matices:
de los olores vegetales de las verduras en los tinglados; de los perejiles, de las
coles y los cebollines; de los ajos, que daban a las salsas de las fritangas el
mérito de sabores poco sagrados; aromas que se confundían con el canto de
los gallos, que, espueludos y afeitados, desde los redondeles de lidia,
acrecentaban con su alboroto el clamor del mercado.
Despertaba a la misma escena durante siglos repetida. Los mismos signos de
miseria. Roma golpeando sus formas; azotes para dejarse desangrar.
Crucificándose en augurios, en desechos. Con su topografía concluida en
estricto orden imperial. Fluyendo ambiciosa desde las cejas divinas de Marte,
Júpiter o el mismísimo Dios. Se explicaban entonces ciertos calificativos,
como aquel de ¡hijos de malamadre!, que arrostraban a los soldados los que
aherrojados en picota aguardaban, en plena plaza pública, al verdugo. Efebos
de casas clandestinas que, por su amor contranatura con magistrados
absueltos, se verían expuestos, esta vez, a un falo de hierro, el que se ensañaría
sobre sus piernas, brazos y espaldas, para conjurar, ¡quién sabe!, un cargo de
conciencia. Más allá, andamios repletos de cestas a medio tejer; allí también,
hacinados, elíxires, yerbas y toda clase de menjunjes utilizados para devolver
la pasión a los ancianos. Mi funeral procesión, como puede observarse,
regresaba de la tumba sin responso, ofrendas ni réquiem, sólo entre las voces
que, desde las casas y los tenduchos, con sorpresa, anunciaban su mercancía.
Y tras la agudeza dialéctica y el chismorreo común de los pregoneros, las
mujeres procaces endilgaban una mirada lasciva al redundante chasquido de
las sandalias imperiales. Calzados aquellos conscientes de la mezcla
primaveral en los tenderetes y del olor adolescente de las vírgenes que, en los
cubículos trashumantes, se convertían en mujeres mercenarias. Porque ellos
eran soldados, soldados de la Iglesia. Hombres fuertes, duros para el
sufrimiento, y aunque disciplinados, hombres, dije. Así también capaces de
abdicar a sus obligaciones cuando, por tentaciones mundanas, aquellas se
hacen una carga difícil de llevar.
La ciudad pontificia, con mi muerte, había quedado acéfala. Un vasto
testimonio de regocijo, demostrado con el júbilo de una salva de carcajadas,
había llenado el rostro de Máximo Condotti, exteriorizado, además, con
palabras que, por mi condición eclesial, no me permito repetir. Y fue por ello
que, en una exaltación mental bastante parecida a la embriaguez, después de
varios intentos fallidos, realizados con el ánimo de encubrir, primero en vida,
mi leyenda, con actos de marcada blasfemia, utilizando el magnetismo que
irradiaba su presencia, el cardenal Máximo Condotti había ideado un último
plan, el más codicioso, quizás; el que le permitiría, a través de la imitación
ridícula de un proceso legal post-mortem, colocarse sobre las sienes la tiara
pontifical. Y es verdad, coraje no le faltó. Desde el momento de planearlo, se
lo estuvo relamiendo de gusto. –“¡Ay, Máximo, cómo no ibas a ser tu!”.
Cuando su madre decidió concebirlo, los burdeles perdieron la entusiasta
alegría de otros tiempos, el esplendor venéreo, ya que no obstante lo firme de
las creencias de Abidonia, -¡tu madre!-, su ancho y bajo trasero había servido
para mantener limpios los pisos de la mancebía. Su padre, gladiador retirado,
columbró por ciertos auspicios que en esta confluencia sería engendrado el
Salvador de Roma, aquél que habría de invocar la grandeza y la integridad del
imperio. ¡Mal augurio! Por poco lo acaba. Es por ello que no podía ser otro el
que ahora pretendía juzgar lo que en aquella tumba encontraron de mis restos.
Tenía que ser él, precisamente él. El mismo que se ufanaba de poseer ¡tanta fe
cristiana! (la misma fe cristiana de tu madre), que luego la olvidaba en los
vestidores de las termas, y quien, además, debía sus pronunciados labios
leporinos a las tetas hechiceras que lo amamantaron.
Y fue así, con una sonrisa vulgar modelada para siempre en su rostro, como se
perfiló en la penumbra de la historia con epítetos tan feroces que ni siquiera
los siglos han logrado borrar. En su opinión, solía expresar con sarcasmo, era
imposible, por definición práctica o teórica, diferenciar la Iglesia del Papa:
ambos eran la misma cosa. Y por eso, desde el día de mi muerte, acezando,
había avanzado, sin detenerse, alumbrado por una lámpara mortecina, a
demostrar a sus enemigos, vivos o muertos, la fuerza sobrenatural de sus
acciones. Ahora ascendía, acudido por alegatos de sangre y bandadas de
frailes juramentados en aquelarres de ermita, por rígido escalafón de injurias y
homicidios, hacia el trono pontificio. Pero le había surgido un obstáculo, la
facción del Papa que lo había precedido, es decir, la mía, y tenía que
degradarla, desprenderla de poder.
Los cuatro soldados ocuparon la mesa más escondida de la taberna. Sobre una
cercana colocaron el sarcófago con mis restos indignados. El lugar era de un
hereje, promiscuo navegante, quien sobrevivió al naufragio de sus principios,
y que al ver el ataúd sobre el mueble de madera, insistió en que debía
permanecer fuera. –“¡Así sean las cenizas de un Papa!”, dijo. Los cuatro
soldados asintieron, y yo, desde mi remoto recinto, sólo alcance a susurrar un
ora pronobis. Enseguida fui desalojado del expendio de vinos y viandas por
los mismos que, en sus manos, llevaban las jarras y los platones con la sangre
y el cuerpo de Cristo.
Los cuatro soldados comieron pulpo pasado en vinagre y jarrones de vino
piche; dudaron de su fe y de sus votos de obediencia, hablaron incoherencias
por las emanaciones del licor y sufrieron de la represalia divina con un hipo
fastidioso y la pedorrera insinuante de un eunuco sodomita, quien al ver un
uniforme atiplaba la voz con invitaciones que no siempre eran tomadas con
indiferencia. Una vez que terminaron por ceder ante la excitación del vino, y
espoleados por el júbilo tabernario, se abandonaron a perseguir con la mirada,
primero, a las jóvenes que con movimientos ondulantes se deslizaban entre las
mesas. Momentos después, los cuatro soldados, a las puertas de la taberna,
tomaron el féretro y, colocándolo sobre sus ebrias espaldas, atravesaron el
patio y allí, entre el heno del establo, me dejaron, mientras ellos, ahora que
podían, introducían sus escudos, cascos, lanzas, petos, rodillas, cabezas, codos
y señales de la cruz en los agujeros que les habían ofrecido el eunuco y un trío
de pendangas.
El juicio no constituyó un simple trámite, como bien pudiera creerse. Las
bisagras del palacio de Letrán chirriaron atraídas por las sombras a la llegada
de los cuatro soldados embriagados, pero satisfechos. Sus largos corredores,
entibiados por el calor proveniente de las vasijas donde ardía incienso,
resonaron como martillazos en la costra dura de las bóvedas. “¡Crucifixión!",
pensé. –“Ecce agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi”, murmuraron desde
sus nidos todos los cardenales. –“Domine non sum dignus ut intres sub tectum
meum”, completaron en un gran cántico que terminó por perderse tras el chas-
chas salmodiado y repetido de los soldados. –“Requiescat in pace, misereatur
tui omnipotens Deus, et dimissis peccatis tuis, perducat te ad vitam aeternam”.
Y un cardenal ebrio, en lo que fue casi un lamento, bostezó un amén sin
destino, abandonando su eco al sarcasmo de los otros cardenales.
Las velas y las lámparas iban estirando los reflejos. Las nociones de mi viaje
se fueron perdiendo en aquellas penumbras especiales, en aquellas formas
hechas con mármoles y destellos divinos. Sobre las cornisas de arquitecturas
imprecisas, los ángeles habían propuesto altares con los desechos del último
sínodo. Las cúpulas conducían las voces como altavoces, por lo que el menor
ruido o murmullo redundaba en aquel ámbito. Estábamos, ya, en la Madre;
subiendo escaleras, bajando escaleras, recorriendo galerías, corredores y
pasillos, siendo observados por el ojo ciego de la fe, en una tentativa de
institucionalizar los juicios a los papas, cuyas almas ya poseían su propia
mortaja.
El juicio no constituyó un simple trámite, eso dije. Me extrajeron de la urna,
me vistieron de nuevo con unas raídas y sucias ropas sacerdotales y una vez en
la cámara del concilio, me colocaron en el trono que había ocupado en vida.
De este modo lo hicieron, al abrigo de la inquietud de conciencia religiosa que
ocasionaban los ingresos suntuosos. Irresistible atracción para cualquier
pandilla de salteadores. Tan frágil era el himen que separaba al espíritu del
dominio temporal, que a la menor tentación se desgraciaba la virtud. Y allí
mismo, en el palacio de Letrán, se cubrió con mugrientos harapos lo que había
acontecido el día de mi Sacra Possessio. El tañer de badajos en las campanas
marcó el recuerdo.
Todas las casas de la ruta fueron adornadas con ramos y coronas de arrayán y
laurel; colgaduras y gallardetes de terciopelo y oro. Sobre el pavimento se
había extendido una capa tan gruesa de boje y mirto, que la inacabable
procesión pasó en un curioso silencio, levantando una nube de perfume.
Lanceros a caballo encabezaban la columna. Les seguían las familias de los
cardenales. Detrás, las banderas de Roma, luego los pendones de la Santa
Sede. Una recua de mulas blancas de los establos papales era conducida por
jóvenes caballerizos de la corte, vestidos con túnicas de sedas rojas bordadas
de armiño. Después, el tránsito seglar y el militar dieron paso, entre vítores
admirativos de la voceadora multitud, al clero, el que llegó como un río
sagrado de aguas negras, violetas y escarlata. Pisándoles los talones venían los
escribientes y abogados, entre los que se hallaba ése, quien ahora justificaba la
hipócrita equidad del Sacro Colegio. Las sotanas arrugadas, al contacto de
unas y otras, sonaban como un viento suave y delicado, en un esplendor de
palios dorados, que uniformaban en una sola corriente, ya lo dije, la
justificación de la Iglesia. Después los cardenales, cabalgaban sobre aquella
tarde desgranando las cuentas del rosario. Algún día un desfile superior sería
por ellos, pensaban todos. Y por último yo, montado en un semental árabe;
una gigantesca criatura blanca adornada con bozales persas y arropada con un
ancho manto de tisú. Con riendas de topacio y estribos de oro y plata... y a mi
paso los súbditos del imperio caían de rodillas en adoración desenfrenada,
para besar, golosamente, los pliegues de mi vestido talar. Ahora enjuiciaban a
quien en otro tiempo adularon y aclamaron.
Máximo Condotti, sin dejarse conmover por la sustancia melancólica de mis
taladrados ojos, presidía con su calvicie aquel insensato tribunal. Los demás
cardenales, en silencio, prestaron atención a Máximo, quien acrecido en figura
por la adusta tensión de ánimos, justificó, con prodigalidad de gestos, la razón
de mi presencia, su odio por mí. Generosidad aquella muy estudiada para
resaltar sus arremetidas que habrían de desconcertar a mi propio cadáver. –
“¡Defiéndete!”, me dijo; y al no encontrar respuesta, alzando su brazo como
una espada, y sin vanas invocaciones, comenzó su ataque.
-“¡Tu sarcófago acabará por servir de abrevadero a las vacas!”. Esto fue lo
último que dijo, luego de una sarta de insultos y amenazas.
Y nadie hubiese esperado que yo respondiera, era un hecho aceptado mi
condición de muerto. Las plomadas de los latigazos descendieron sobre mi
cuerpo, ahora desnudo, después de que el concilio decidió condenarlo,
obedientemente. Mis nalgas y espalda comenzaron a sangrar por entre los
flecos de la piel. La fragancia de la muerte con su bruma de frío piadoso, se
hizo presente de nuevo. De mi mano derecha, los tres dedos usados para dar la
bendición me fueron arrancados. El último secreto del féretro voló sobre mis
vértebras. Mis brazos atados, juntos, al nivel de las muñecas, mantuvieron mi
cuerpo en actitud de súplica. Fue, en ese instante, cuando mi rostro comenzó a
jadear (hecho que pasó, por cierto, totalmente inadvertido). Las curtidas
ligaduras continuaron atravesando mi espalda; el temple de las correas
impulsaba mi humanidad.
De súbito, el aleteo de las togas cardenalicias estremeció al centenar de
curiosos y familiares llorosos que había en la sala. Soeces comentarios
rodaron por el piso. Los rostros, al sentirse salpicados por el rocío de sangre,
como si expiasen muchas culpas, recurrieron a la inquisitiva necesidad de
santiguarse repetidas veces. A mi abogado, el que, hasta ese momento, se
había mantenido en conveniente silencio, haciendo mutis, al ver el
desencadenado sobresalto que provocó en los parroquianos mi reacción, le oí
pronunciar algunas obscenidades.
¡Es que Máximo quiso llegar demasiado lejos! Por considerar una afrenta que
mi cuerpo se desangrara, y además salpicara sus vestidos, ordenó a sus
verdugos, sólo como anticipo, que, allí mismo, bajo la bóveda del pórtico,
colgado por los pies, fuese torturado con el cauterio de un tizón. Ahí sí que ya
no aguanté más. Y detrás del grito enloquecido de mi voz, para detener este
último atropello, se oyeron también las exclamaciones aterradas de la
muchedumbre, e, incluso, las del mismo Máximo Condotti quien, asustado,
comenzó a abjurar de sus creencias.
-“¡Máximo Condotti, maldito Máximo Condotti!, ¡mal rayo te parta, y que...
Dios me perdone!”, le grité, melodramático y zurrado.
-“No contento con haber manchado mi memoria y mis acciones; no contento
con vejar mi cuerpo, ya muerto, hasta el límite de la tortura, ahora quieres
también deslustrar mi dignidad episcopal y el respeto que por esas partes tuve
en vida, y las que estoy dispuesto a defender aun después de muerto. ¡Y aquí
no seré yo quien ponga la otra mejilla! Este que veis aquí no permitirá tal
cosa. Porque entre signos de la cruz y putrefactas aguas benditas, mis nalgas
no saldrán chamuscadas”.
A estas palabras tan elocuentes, como enardecidas, siguieron empellones,
gritos y ayes atosigados; sillas, mesas y todo aquello que había en la sala,
objetos y hombres, chocaban entre sí. Formaban distintas figuras por aquel
espacio. El vino desparramado (in vino veritas), menos denso que la sangre,
acentuaba las manchas rojas, haciéndolas aparecer en los pisos y las paredes,
como signos del final de los tiempos. Algunos aprovecharon el tumulto para
adueñarse de todo lo precioso que había; vírgenes inconscientes aguardaban la
posibilidad de un ultraje milagroso. Otros, como en pena, entre llantos,
terminaron aferrándose a las columnas con los ojos cerrados a la espera del
castigo divino: -“¡Summun jus, summa injuria!". "¡Pax vobis!, ¡pax vobis!".
Con la estrepitosa desbandada quedó el escenario lleno de cadáveres y mal
heridos. Todos los cardenales volaron, algunos desplumados, a juzgar por las
togas regadas en el piso. Yo enjugaba, para entonces, mis primeras lágrimas.
El cielo, mientras tanto, se fue despejando en brevedades grises, y del
horizonte, como erizadas torres, brotaban, al borde de la niebla, montañas
puntiagudas cual catedrales enterradas.
Sentí al instante que mi cuerpo empezaba a dormírseme, para siempre. Volvía
a refugiarme en las grietas de las colinas romanas, a seguir gimiendo mi
llanto, pero esta vez un llanto heroico, sin embargo; un llanto producto de la
doble muerte. Volvía a deambular con los perfiles espectrales, a buscar entre
las cenizas que el viento de la noche le arranca a la vida, a aullar en acecho de
los despojos del mundo. ¡Volvía otra vez!, ¡sí, volvía!, pero no sin antes
recordarle la madre a Máximo Condotti, a ese hijo de puta, quien huyó como
un cobarde, dejando sobre el piso, entre cagarrutas menores, el hedor vejatorio
de las heces gigantes de un gran Pájaro Rojo.

Premio Municipal de Literatura “Ciudad de Valencia”, 1992.


Crucifixión

“El único de los discípulos que no huyó después del prendimiento de Jesús fue
María Magdalena, la mujer que ahora llora y besa sus pies recostada al madero
de la Cruz”.
“La piedra que era Cristo”, Miguel Otero Silva

Culminado el aniquilamiento, abandonado, solo; lacerado y repudiado, volvió


la cara para encontrarse con el sueño. Por la señal de la Santa Cruz, y el
cabello y las barbas caen sobre el rostro y el pecho. El hombre se tumba de
bruces. Los guardias se acercan, atándole las manos a la espalda, y alrededor
de los tobillos, una soga desatada. En la cabeza, una corona le hiere las sienes.
La túnica, púrpura y ornada con encajes, desciende en orlas hasta sus pies. Los
soldados halan hacia sí, retirándole ampliamente las piernas... Los cuerpos,
enemigos, habitados por el espíritu, iluminados, ¡Dios nuestro!, revelados,
sorprendidos. ¡Líbranos Señor! El verdugo coloca el poste, afilado, en la
entrepierna. Las miradas se exaltan por el entusiasmo, las mejillas se
encienden por el amor, las pupilas se dilatan por la beatitud. El verdugo se
arrodilla junto al hombre, y en nombre de Dios, hace un tasajo por donde
atravesará el poste al cuerpo. La mujer toma su rostro fulminado por el
asombro hecho goce y traspasado por el goce hecho asombro, transfigurados
los dos por la admiración y rejuvenecidos por el placer, entreabiertos los
labios por el éxtasis. El verdugo martilla. A cada golpe el hombre se
estremece, irguiéndose a medias, para volver a caer. La mujer le besa el pecho
y lo ve tendido con los ojos cerrados. El cuerpo se convulsiona,
instintivamente. El verdugo, a cada dos mazazos, examina el poste, y al
hombre. Ningún órgano vital debe ser tocado. Después le besa en la boca y
siente un inevitable aroma de suavidad que exhala a través de aquellos labios.
Al cabo de un tiempo, la piel de la espalda se levanta, levemente. Una
incisión, en forma de cruz, le es hecha en ese lugar. La sangre empieza a fluir.
El madero alcanza la altura de la oreja derecha. El rostro se hincha, los ojos se
asombran, los párpados se aquietan, la boca se contrae, los dientes... Imposible
controlar aquella máscara. Sin embargo, el corazón late. La mujer se lleva la
mano derecha, los dedos índice y pulgar en cruz, hasta la frente. Lo observa,
envuelto en sábanas y luego posa su mejilla contra la mejilla de Él y acerca su
mano y lo aprieta contra ella. Cristo reconoce la caricia con una sonrisa, y
despierta.
Índice

Ante el altar Mayor

Hábitos

Silvana Luzancy

Final de Sueño

Todo el Tiempo en la Memoria

Reina Sola

La Última Cena

Pájaro Rojo

Crucifixión
Con la ayuda del Todopoderoso, que desata la lengua de los niños y que
muchas veces revela a los pequeños lo que oculta a los hombres de ciencia, se
editó Todo el tiempo en la memoria, este libro de Rafael Simón Hurtado, en
el año de la Encarnación del Salvador de 1996, en Valencia, la de Venezuela,
insigne ciudad mariana, que Dios en su infinita clemencia se ha dignado
convertir en la más ilustre de todas las ciudades.

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