Vives, José - Los Padres de La Iglesia en Sus Textos 04
Vives, José - Los Padres de La Iglesia en Sus Textos 04
Vives, José - Los Padres de La Iglesia en Sus Textos 04
Parte III.
Contenido:
Padres de la Iglesia.
Parte III.
San Cirilo de Alejandría.
Cristo nos trae el Espíritu Santo. (Comentario al Evangelio de San Juan, 5:2). Dios te salve,
María... (Encomio a la Santa Madre de Dios). Madre de Dios (Homilía pronunciada en el
Concilio de Efeso). Fe en la palabra de Dios (Comentario al Evangelio de San Juan, 4:2).
San Pedro Crisólogo.
La oración dominical (Sermón 67). El sacrificio espiritual (Sermón 108). Tocar a Cristo con fe
(Sermón 34).
San León Magno.
A imagen de Dios (Homilía 12 sobre el ayuno, 1-2; 4). La Encarnación del Señor (Homilía I
sobre la Natividad del Señor). Nacimiento virginal de Cristo (Homilía 2 sobre la Navidad del
Señor, 1-3, 6). Infancia espiritual (Homilía 7 en la Epifanía del Señor). Un combate de santidad
(Homilía I en la Cuaresma, 3-6).
San Vicente de Leríns.
La inteligencia de la fe (Commonitorio 22-23). La regla de la fe (Commonitorio, 25 y 27).
Commonitorio [1] de San Vicente de Lerins [2]. Regla para Distinguir la Verdad Católica del
Error 2.
San Máximo de Turín.
Dar gracias a Dios en todo momento (Sermones 72 y 73). Hacerse como niños (Sermón 54).
Teodoto de Ancira.
Lección de Navidad (Homilía I en la Navidad del Señor).
Salviano de Marsella.
Los preceptos del Señor (Sobre el gobierno divino, 3, 5-6)
Juan Mandakuni.
Cómo acercarse al Santísimo Sacramento.
“Himno Akathistos.”
María en el Evangelio (Himno Akathistos, I parte, estrofas 1-12).
Santiago de Sarug.
Sede de todas las gracias (Homilía sobre la Bienaventurada Virgen María).
San Fulgencio de Ruspe.
El sacrificio de Cristo (Sobre la fe, a Pedro, 22-23, 61-63).
San Cesáreo de Arlés.
Templos de Dios (Sermón 229, 1-3). Sobre la misericordia (Sermón 25, 1-3).
San Romano el Cantor.
Las Bodas de Cana (Himno sobre las bodas de Cana). Madre dolorosa (Cántico de la Virgen al
pie de la Cruz).
San Gregorio Magno.
Los santos ángeles (Homilías sobre los Evangelios 34, 7-10). En la Resurrección del Señor
(Homilías sobre los Evangelios, 26). Los bienes de la enfermedad (Regla pastoral 33, 12). A la
gloria por el esfuerzo. Vida de San Benito Abad por San Gregorio Magno.
San Isidoro de Sevilla.
Cómo leer la palabra de Dios (Libros de las Sentencias, 3, 8-10). Las obras de misericordia
(Libros de las Sentencias, 3:60).
San Sofronio de Jerusalén.
Ave Maria (Discurso 2 en la Anunciación de la Madre de Dios).
San Juan Clímaco.
El Diálogo Con Dios.
San Ildefonso de Toledo.
Honrar a María (Libro de la perpetua virginidad de Santa María, Xll).
San Anastasio Sinaíta.
Para comulgar dignamente (Sermón sobre la Santa Sínaxis).
San Andrés de Creta.
Madre inmaculada (Homilía I en la Natividad de la Santísima Madre de Dios).
San Germán de Constantinopla.
Madre de la Gracia (Homilía sobre la zona de Santa María).1
San Juan Damasceno.
El jardín de la Sagrada Escritura (Exposición de la fe ortodoxa, IV 17). La fuerza de la Cruz
(Exposición de la fe ortodoxa, I14 11). El coro de los ángeles (Exposición sobre la fe ortodoxa,
11, 3). Madre de la gloria (Homilía 2 en la dormición de la Virgen Marta, 2 y 14).
Los Principales Padres y Escritores Eclesiásticos.
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es su imagen perfecta. Del Espirita Santo afirma que es consustancial al Padre y al Hijo, está en
el Padre y en el Hijo, recibe la misma gloria que Ellos. Se conservan además fragmentos de sus
comentarios en las Catenae (recopilación de textos de los Santos Padres sobre los pasajes de la
Escritura), que tanto proliferaron en la Edad Media.
A partir del año 428, San Cirilo es el gran defensor de la unión hipostática de la
naturaleza humana de Cristo en la única Persona del Verbo y de la maternidad divina de
María contra la herejía nestoriana, que negaba estos dos puntos capitales del dogma cristiano.
Como Legado del Papa Celestino II, presidió el Concilio de Éfeso, que en el año 431 definió
solemnemente que la Santísima Virgen es verdaderamente Madre de Dios, puesto que
engendró al Verbo según la naturaleza humana. Entre los numerosos escritos de este segundo
periodo, se recogen aquí algunos párrafos de dos homilías en las que San Cirilo teje un
encendido elogio de la Madre de Dios.
Loarte
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Cristo nos trae el Espíritu Santo. (Comentario al Evangelio de San Juan, 5:2).
Cuando Aquél que había dado la vida al universo decidió — con una obra
verdaderamente admirable — recapitular en Cristo todas las cosas y reconducir la naturaleza del
hombre a su dignidad primitiva, reveló que nos concedería luego, entre otros dones, el Espirita
Santo. No era posible que el hombre tornase de otra manera a la posesión duradera de los bienes
recibidos. Así pues, Dios estableció el tiempo en que descendería a nosotros el Espíritu, y éste
fue el tiempo de la venida de Cristo. Así lo anunció, diciendo: en aquellos dios — es decir, en
el tiempo de nuestro Salvador —, derramaré mi Espíritu sobre toda carne (Jis, 1).
De este modo, cuando sonó la hora espléndida de la misericordia divina, y vino a la tierra
entre nosotros el Hijo unigénito en la naturaleza humana, hombre nacido de mujer según la
predicción de la Sagrada Escritura, Dios Padre concedió de nuevo el Espíritu. Lo recibió en
primer lugar Cristo, como primicia de la naturaleza humana totalmente renovada. Lo atestigua
Juan cuando declara: he visto al Espíritu descender del cielo y posarse sobre Él (Jn 1:32).
Cristo recibió el Espíritu como hombre y en cuanto era conveniente que el hombre lo
recibiese. El Hijo de Dios, engendrado por el Padre y consustancial a Él, que existía ya
antes de nacer como hombre — más aún, absolutamente anterior al tiempo —, no se considera
ofendido porque el Padre, después de su nacimiento en la naturaleza humana, le diga: Tú eres mi
Hijo, hay te he engendrado (Sal 2:7).
El Padre afirma que Aquél que es Dios, engendrado por Él antes del tiempo, es
engendrado hoy, queriendo significar que en Cristo nos acogía a nosotros como hijos adoptivos.
Cristo, en efecto, al hacerse hombre, ha asumido en sí toda la naturaleza humana. El Padre
tiene su propio Espíritu y lo da de nuevo al Hijo, para que nosotros lo recibamos de Él como
riqueza y fuente de bien. Por este motivo ha querido compartir la descendencia de Abraham,
como se lee en la Escritura, y se ha hecho en todo semejante a nosotros, hermanos suyos.
El Hijo unigénito, por tanto, no recibe el Espíritu para sí mismo. El Espíritu es Espíritu
del Hijo, y está en Él, y es dado por medio de Él, como ya se ha dicho. Pero como, al hacerse
hombre, el Hijo asumió en sí toda la naturaleza humana, ha recibido el Espíritu para renovar
completamente al hombre y devolverlo a su primitiva grandeza.
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Dios te salve, María... (Encomio a la Santa Madre de Dios).
Dios te salve, María, Madre de Dios, Virgen Madre, Estrella de la mañana, Vaso virginal.
Dios te salve, María, Virgen, Madre y Esclava: Virgen, por gracia de Aquél que de ti nació sin
menoscabo de tu virginidad; Madre, por razón de Aquél que llevaste en tus brazos y alimentaste
con tu pecho; Esclava, por causa de Aquél que tomó forma de siervo. Entró el Rey en tu ciudad,
o por decirlo más claramente, en tu seno; y de nuevo salió como quiso, permaneciendo cerradas
tus puertas. Has concebido virginalmente, y divinamente has dado a luz.
Dios te salve, María, Templo en el que Dios es recibido, o más aun, Templo santo, como
clama el Profeta David diciendo: santo es tu templo, admirable en la equidad (Sal 64:6).
Dios te salve, María, la joya más preciosa de todo el orbe; Dios te salve, María, casta
paloma; Dios te salve, María, lámpara que nunca se apaga, pues de ti ha nacido el Sol de justicia.
Dios te salve, María, lugar de Aquél que en ningún lugar es contenido; en tu seno
encerraste al Unigénito Verbo de Dios, y sin semilla y sin arado hiciste germinar una espiga que
no se marchita.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien claman los profetas y los pastores cantan
a Dios sus alabanzas, repitiendo con los ángeles el himno tremendo: gloria a Dios en lo más alto
de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2:14).
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien los ángeles forman coro y los arcángeles
exultan cantando himnos altísimos.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien los Magos adoran, guiados por una
brillante estrella.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien es elegido el ornato de los doce
Apóstoles.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien Juan, estando aún en el seno materno,
saltó de gozo y adoró a la Luminaria de perenne luz.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien brotó aquella gracia inefable de la que
decía el Apóstol: la gracia de Dios, Salvador nuestro, ha iluminado a todos los hombres (Tit
2:11).
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien resplandeció la luz verdadera, Jesucristo
Nuestro Señor, que en Evangelio afirma: Yo soy la Luz del mundo (Jn 8:12).
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien brilló la luz sobre los que yacían en la
oscuridad y en la sombra de la muerte: el pueblo que se sentaba en las tinieblas ha visto una gran
luz (Is 9:2). ¿Y qué luz sino Nuestro Señor Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo? (Jn 1:29).
Dios te salve. María, Madre de Dios, por quien en el Evangelio se predica: bendito el que
viene en el nombre del Señor (Mt 21:9); por quien la Iglesia católica ha sido establecida en
ciudades, pueblos y aldeas.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien vino el vencedor de la muerte y
exterminador del infierno.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien se ha mostrado el Creador de nuestros
primeros padres y Reparador de su caída, el Rey del reino celestial.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien floreció. y resplandeció la hermosura de
la resurrección.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien las aguas del río Jordán se convirtieron en
Bautismo de santidad.
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Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien Juan y el Jordán son santificados, y es
rechazado el diablo.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien se salvan los espíritus fieles.
Dios te salve, María, Madre de Dios: por ti las olas del mar, ya aplacadas y sedadas,
llevaron con gozo y suavidad a los que son, como nosotros, siervos y ministros.
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luchar para conquistar la verdad escondida. En cambio, el espíritu rudo y perezoso, si hay algo
que no alcanza a comprender, enseguida se muestra incrédulo y rechaza como adulterino todo lo
que supera su entendimiento, llevado por su necia temeridad a una extrema soberbia. Porque el
no querer ceder ante nadie en las propias opiniones, ni pensar que hay algo superior a la propia
inteligencia, ¿no es esto en realidad lo que acabamos de decir?
Si examinamos la naturaleza del hecho, encontraremos que ésta fue la enfermedad en que
cayeron los judíos; porque debiendo recibir diligentemente las palabras del Salvador, cuya virtud
divina y extraordinario poder — manifestados por los milagros — los llenaban de admiración, y
debiendo recapacitar sobre las cosas difíciles que oían y ver la manera de entenderlas, salen
neciamente con aquel cómo, refiriéndose a Dios, como si ignorasen que su modo de hablar era
tremendamente blasfemo. Dios tiene poder para hacer todas las cosas sin esfuerzo alguno; pero
como ellos eran hombres animales — como escribe San Pablo —, no percibían las cosas que son
del Espíritu de Dios (I Cor 2:14), sino que pensaban que aquel venerable misterio era una
necedad.
Tomemos, pues, ejemplo de aquí, y enmendemos nuestra vida en las mismas cosas que a
otros hacen caer, para tener una fe libre de curiosidad en la recepción de los divinos misterios. Y
cuando se nos enseñe algo, no respondamos con aquel cómo, porque es palabra de los judíos y
causa de la última condenación (...). Haciéndonos prudentes con la necedad de los otros para
buscar lo que nos conviene, no usemos ese cómo en las cosas que Dios hace; por el contrario,
procuremos confesar que el camino de sus propias obras es para Él perfectamente conocido.
Asi como nadie conoce la naturaleza de Dios y, sin embargo, es justificado el que cree
que existe y que es remunerador de los que le buscan (Heb 11:6), así también, aunque ignore el
modo en que Dios realiza las cosas en particular, si confía a la fe el resultado y confiesa que
Dios, superior a cuanto existe, lo puede todo, recibirá un premio no despreciable por su recta
manera de pensar. Por eso, queriendo el mismo Señor de todos que nosotros tengamos esta
disposición de ánimo, dice por el profeta: no son mis pensamientos como los vuestros, ni mis
caminos son como vuestros caminos, dice el Señor; sino que como dista el cielo de la tierra, así
distan mis caminos de los vuestros, y vuestros pensamientos de los míos (Is 55:89). Porque el
que nos supera tan grandemente en sabiduría y poder, ¿cómo no va a obrar cosas admirables y
superiores a nuestra capacidad?
Quiero añadir a esto una comparación que me parece apropiada. Los que ejercen entre
nosotros las artes mecánicas, muchas veces dicen que van a realizar una obra maravillosa, cuyo
modo de llevarse a cabo escapa ciertamente a la perspicacia de los oyentes antes de que la vean;
pero confiando en el arte que ellos tienen, lo aceptamos por fe incluso antes de que hagan el
experimento, y hasta nos avergonzamos de poner resistencias. ¿Cómo, pues, habrá quien diga
que no son reos de crimen gravísimo los que se atreven con su incredulidad a no dar fe a Dios,
artífice supremo de todas las cosas, sino que se atreven a preguntar el cómo en lo que Dios hace,
aun después de conocer que Él es el dador de toda sabiduría y después de haber aprendido por
la divina Escritura que es Todopoderoso?
Y si persistes, ¡oh judío! en repetir ese cómo, yo, a mi vez, imitando tu insensatez, te
preguntaré: ¿cómo saliste de Egipto? ¿Cómo se convirtió en serpiente la vara de Moisés? ¿Cómo
se llenó la mano de lepra y después volvió a su primer estado, según está escrito? ¿Cómo el agua
se convirtió en sangre? ¿Cómo atravesaste por medio del mar como por tierra seca? (Heb 11:29;
cfr. Ex 14:21). ¿Cómo aquella agua amarga de Mara se volvió dulce por medio del madero?
¿Cómo salió agua para ti de las entrañas de la roca? ¿Cómo por tu causa cayó maná del cielo?
¿Cómo se detuvo el Jordán? ¿Cómo sólo por el clamor cayeron los inexpugnables muros de
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Jericó?. ¿Y todavía seguirás repitiendo aquel cómo? Pues estarás ya atónito por los muchos
milagros en los que, si preguntas el cómo, echarás por tierra la fe de la divina Escritura, los
escritos de los santos profetas y, ante todo, los mismos libros de Moisés.
Por consiguiente, mejor sería que, creyendo en Cristo y asintiendo con diligencia a sus
palabras, se esforzasen en aprender el modo de la Eucaristía, sin preguntar inconsideradamente:
¿cómo puede éste darnos a comer su carne?(Jn 6:52).
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el hombre transformado por la divinidad, el siervo con derecho a la herencia de su señor. Y, sin
embargo, esto es precisamente lo que sucede. Mas como el tema de hoy no se refiere al que
enseña sino a quien manda, pasemos al argumento que debemos tratar.
Sienta el corazón que Dios es Padre, lo confiese la lengua, proclámelo el espíritu y todo
nuestro ser responda a la gracia sin ningún temor, porque quien se ha mudado de Juez en Padre
desea ser amado y no temido.
Padre nuestro, que estás en los cielos. Cuando digas esto no pienses que Dios no se
encuentra en la tierra ni en algún lugar determinado; medita más bien que eres de estirpe celeste,
que tienes un Padre en el cielo y, viviendo santamente, corresponde a un Padre tan santo.
Demuestra que eres hijo de Dios, que no se mancha de vicios humanos, sino que resplandece con
las virtudes divinas.
Sea santificado tu nombre. Si somos de tal estirpe, llevamos también su nombre. Por
tanto, este nombre que en sí mismo y por sí mismo ya es santo, debe ser santificado en nosotros.
El nombre de Dios es honrado o blasfemado según sean nuestras acciones, pues escribe el
Apóstol: es blasfemado el nombre de Dios por vuestra causa entre las naciones (Rm 2:24).
Venga tu reino. ¿Es que acaso no reina? Aquí pedimos que, reinando siempre de su parte,
reine en nosotros de modo que podamos reinar en Él. Hasta ahora ha imperado el diablo, el
pecado, la muerte, y la mortalidad fue esclava durante largo tiempo. Pidamos, pues, que reinando
Dios, perezca el demonio, desaparezca el pecado, muera la muerte, sea hecha prisionera la
cautividad, y nosotros podamos reinar libres en la vida eterna.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Éste es el reinado de Dios: cuando en
el cielo y en la tierra impere la Voluntad divina, cuando sólo el Señor esté en todos los hombres,
entonces Dios vive, Dios obra, Dios reina, Dios es todo, para que, como dice el Apóstol, Dios
sea todo en todas las cosas (1 Cor 15:28).
El pan nuestro de cada día, dánosle hoy. Quien se dio a nosotros como Padre, quien nos
adoptó por hijos, quien nos hizo herederos, quien nos transmitió su nombre, su dignidad y su
reino, nos manda pedir el alimento cotidiano. ¿Qué busca la humana pobreza en el reino de Dios,
entre los dones divinos? Un padre tan bueno, tan piadoso, tan generoso, ¿no dará el pan a los
hijos si no se lo pedimos? Si así fuera, ¿por qué dice: no os preocupéis por la comida, la bebida o
el vestido? Manda pedir lo que no nos debe preocupar, porque como Padre celestial quiere que
sus hijos celestiales busquen el pan del cielo. Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo (Jn
6:41). Él es el pan nacido de la Virgen, fermentado en la carne, confeccionado en la pasión y
puesto en los altares para suministrar cada día a los fieles el alimento celestial.
Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Si tú,
hombre, no puedes vivir sin pecado y por eso buscas el perdón, perdona tú siempre; perdona en
la medida y cuantas veces quieras ser perdonado. Ya que deseas serlo totalmente, perdona todo y
piensa que, perdonando a los demás, a ti mismo te perdonas.
Y no nos dejes caer en la tentación. En el mundo la vida misma es una prueba, pues
asegura el Señor: es una tentación la vida del hombre (Job 7:1). Pidamos, pues, que no nos
abandone a nuestro arbitrio, sino que en todo momento nos guie con piedad paterna y nos
confirme en el sendero de la vida con moderación celestial.
Mas Iíbranos del mal. ¿De qué mal? Del diablo, de quien procede todo mal. Pidamos que
nos guarde del mal, porque si no, no podremos gozar del bien.
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El sacrificio espiritual (Sermón 108).
¡Oh admirable piedad que, para conceder, ruega que se le pida! Pues hoy el
bienaventurado Apóstol, sin pedir cosas humanas sino dispensando las divinas, pide así: os ruego
por la misericordia de Dios (Rm 12:1). El médico, cuando persuade a los enfermos de que tomen
austeros remedios, lo hace con ruegos, no con mandatos, sabiendo que es la debilidad y no la
voluntad la que rechaza los remedios saludables, siempre que el enfermo los rehuye. Y el padre,
no con fuerza sino con amor, induce al hijo al rigor de la disciplina, sabiendo cuán áspera es la
disciplina para los sentidos inmaduros. Pues si la enfermedad corporal es guiada con ruegos a la
curación, y si el ánimo infantil es conducido a la prudencia con algunas caricias, ¡cuán admirable
es que el Apóstol, que en todo momento es médico y padre, suplique de esta manera para
levantar las mentes humanas, heridas por las enfermedades carnales, hasta los remedios divinos!
Os ruego por la misericordia de Dios. Introduce un nuevo tipo de petición. ¿Por qué no
por la virtud? ¿por qué no por la majestad ni por la gloria de Dios, sino por su misericordia?
Porque sólo por ella Pablo se alejó del crimen de perseguidor y alcanzó la dignidad de tan gran
apostolado, como él mismo confiesa diciendo: Yo, que antes fui blasfemo, perseguidor y
opresor, sin embargo alcancé misericordia de Dios (1 Tim 1:13). Y de nuevo: verdad es cierta y
digna de todo acatamiento que Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, de los
cuales el primero soy yo. Mas por eso conseguí misericordia, afín de que Jesucristo mostrase en
mí el primero su extremada paciencia, para ejemplo y confianza de los que han de creer en Él,
para alcanzar la vida eterna (1 Tim 1:15-16).
Os ruego por la misericordia de Dios. Ruega Pablo, mejor dicho, por medio de Pablo
ruega Dios, que prefiere ser amado a ser temido. Ruega Dios, porque no quiere tanto ser señor
cuanto padre. Ruega Dios con su misericordia para no castigar con rigor. Escucha al Señor
mientras ruega: todo el día extendí mis manos (Is 65:2). Y quien extiende sus manos, ¿acaso no
muestra que está rogando? Extendí mis manos. ¿A quién? Al pueblo. ¿A qué pueblo? No sólo al
que no cree, sino al que se le opone. Extendí mis manos. Distiende los miembros, dilata sus
vísceras, saca el pecho, ofrece el seno, abre su regazo, para mostrarse como padre con el afecto
de tan gran petición.
Escucha también a Dios que ruega en otro lugar: pueblo mío, ¿qué te he hecho o en qué
te he contristado? (Mic 6:3). ¿Acaso no dice: si la divinidad es desconocida, sea al menos
conocida la humanidad? Ved, ved en mí vuestro cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas,
vuestros huesos, vuestra sangre. Y si teméis lo divino, ¿por qué no amáis al menos lo humano?
Si huís del Señor, ¿por qué no acudís corriendo al padre? Pero quizá os confunde la grandeza de
la Pasión que me hicisteis. No temáis. Esta cruz no es mi patíbulo, sino patíbulo de la muerte.
Esos clavos no me infunden dolor, sino más bien me infunden vuestra caridad. Estas heridas no
producen mis llantos, sino más bien os introducen en mis entrañas. La dislocación de mi cuerpo
dilata más mi regazo para acogeros a vosotros, y no acrecienta mi dolor. Mi sangre no se
malogra, sino que sirve para vuestro rescate. Venid, pues, regresad y probad al menos al padre,
viendo que devuelve bondad a cambio de maldad, amor a cambio de ofensas, tan gran caridad a
cambio de tan grandes heridas.
Pero oigamos ya qué pide el Apóstol: os ruego que ofrezcáis vuestros cuerpos. El
Apóstol, rogando de este modo, arrastró a todos los hombres hasta la cumbre sacerdotal: que
ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva. Ah inaudito oficio del pontificado cristiano, en el
que el hombre es a la vez hostia y sacerdote, porque el hombre no busca fuera de sí lo que va a
inmolar a Dios; porque el hombre, cuando está dispuesto a ofrecer sacrificios a Dios, aporta
como ofrenda lo que es por sí mismo, en sí mismo y consigo mismo; porque permanece la misma
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hostia y permanece el mismo sacerdote; porque la víctima se inmola y continúa viviendo, el
sacerdote que sacrifica no es capaz de matar! Admirable sacrificio, donde se ofrece un cuerpo sin
cuerpo y sangre sin sangre.
Os ruego por la misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva.
Hermanos, este sacrificio proviene del ejemplo de Cristo, que inmoló vitalmente su cuerpo para
la vida del mundo, y lo hizo en verdad hostia viva, ya que habiendo muerto vive. Por tanto, en tal
víctima la muerte es aplastada, la hostia permanece, vive la hostia, la muerte es castigada. De
aquí que los mártires por la muerte nacen, con el fin comienzan, por la matanza viven, y brillan
en los cielos, mientras que en la tierra se consideraban extinguidos.
Os ruego por la misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva y
santa. Esto es lo que cantó el profeta: no quisiste sacrificio ni oblación, y por eso me diste un
cuerpo (Sal 39:7). Hombre, sé sacrificio y sacerdote de Dios; no pierdas lo que te dio y concedió
la autoridad divina; vístete con la estola de la santidad; cíñete el cíngulo de la castidad; esté
Cristo en el velo de tu cabeza; continúe la cruz como protección de tu frente; pon sobre tu pecho
el sello de la ciencia divina; enciende el incensario en aroma de oración; toma la espada del
Espíritu; haz de tu corazón un altar; y así, con seguridad, mueve tu cuerpo como víctima de Dios.
El Señor busca la fe, no la muerte; está sediento de deseos, no de sangre; se aplaca con la
voluntad, no con la muerte. Lo demostró, cuando pidió a Abraham que le ofreciera a su hijo
como víctima. Pues, ¿qué otra cosa sino su propio cuerpo inmolaba Abraham en el hijo? ¿qué
otra cosa pedía Dios sino la fe al padre cuando ordenó que ofreciera al hijo, pero no le permitió
matarlo? Confirmado, por tanto, con tal ejemplo, ofrece tu cuerpo y no sólo lo sacrifiques, sino
hazlo también instrumento de virtud. 262
Porque cuantas veces mueren las artimañas de tus vicios, tantas otras has inmolado a
Dios vísceras de virtud. Ofrece la fe para castigar la perfidia; inmola el ayuno para que cese la
voracidad; sacrifica la castidad para que muera la impureza; impon la piedad para que se
deponga la impiedad; excita la misericordia para que se destruya la avaricia; y, para que
desaparezca la insensatez, conviene inmolar siempre la santidad: así tu cuerpo se convertirá en
hostia, si no ha sido manchado con ningún dardo de pecado.
Tu cuerpo vive, hombre, vive cada vez que con la muerte de los vicios inmolas a Dios
una vida virtuosa. No puede morir quien merece ser atravesado por la espada de vida. Nuestro
mismo Dios, que es el Camino, la Verdad y la Vida, nos libre de la muerte y nos conduzca a
la Vida.
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Bienaventurados aquellos cuyos pecados han sido perdonados y cuyas culpas han sido sepultadas
(Sal 31:1).
En esto — narra el evangelista —, una mujer, que padecía un flujo de sangre hacía doce
años, acercándose por detrás, le tocó el borde de su manto (Mt 9:20). La mujer recurre
instintivamente a la fe, después de una larga e inútil cura. Se avergüenza de pedir una medicina:
desea recobrar la salud, pero prefiere permanecer desconocida ante Aquél de quien cree que ha
de alcanzar la salvación.
De modo semejante a como el aire es agitado por un torbellino de vientos, esta mujer era
turbada por una tempestad de pensamientos. Luchaban fe contra razón, esperanza contra temor,
necesidad contra pudor. El hielo del miedo apagaba el ardor de la fe y la constricción del pudor
oscurecía su luz; el inevitable recato debilitaba la confianza de la esperanza. De ahí que aquella
mujer se encontrase agitada como por las olas tempestuosas de un océano.
Estudiaba la forma de actuar a escondidas de la gente, apartada de la muchedumbre. Se
abría paso de manera que le fuera posible recobrar la salud sin forzar, a la vez, el propio pudor.
Se preocupaba de que su curación no redundara en ofensa del médico. Se esforzaba porque la
salvase, salvando la reverencia debida al Salvador.
Con un estado de ánimo semejante, aquella mujer mereció tocar, desde un extremo de la
orla, la plenitud de la divinidad. Se acercó — cuenta — por detrás (Ibid.). Pero ¿detrás de dónde?
Y tocó el borde de su manto (Ibid.). Se aproximó por detrás, porque la timidez no le permitía
hacerlo por delante, cara a cara. Se acercó por detrás, y, aunque detrás no hubiese nada, encontró
allí la presencia que intentaba esquivar. En Cristo había un cuerpo compuesto, pero la divinidad
era simple: era todo ojos, cuando veía tras de sí una mujer que suplicaba de este modo.
Acercándose por detrás, le tocó el borde de su manto (Ibid.). ¡Qué debió de ver escondido
en la intimidad de Cristo, la que en el borde de su manto descubrió todo el poder de la divinidad!
¡Cómo enseñó lo que vale el cuerpo de Cristo, la que mostró que en el borde de su manto hay
algo de tanta grandeza!
Ponderen los cristianos, que cada día tocan el Cuerpo de Cristo, qué medicina pueden
recibir de ese mismo cuerpo, si una mujer recobró completamente la salud con sólo tocar la orla
del manto de Cristo. Pero lo que debemos llorar es que, mientras la mujer se curó de esa llaga,
para nosotros la misma curación se torna en llaga. Por eso, el Apóstol amonesta y deplora a los
que tocan indignamente el cuerpo de Cristo: pues el que toca indignamente el cuerpo de Cristo,
recibe su propia condenación (1Co 11:29) (...).
Pedro y Pablo difundieron por el mundo el conocimiento del nombre de Cristo; pero
fue primeramente una mujer la que enseñó el modo de acercarnos a Cristo. Por primera vez una
mujer demostró cómo el pecador, con una confesión tácita, borra sin vergüenza el pecado; cómo
el culpable, conocido sólo por Dios en relación a su culpa, no está obligado a revelar a los
hombres las vergüenzas de la conciencia, y cómo el hombre puede, con el perdón, prevenir el
juicio.
Pero Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: ten confianza, hija, tu fe te ha salvado (Mt
9:22). Pero Jesús volviéndose: no con el movimiento del cuerpo, sino con la mirada de la
divinidad. Cristo se dirige a la mujer para que ella se dirija a Cristo, para que reciba la curación
del mismo de quien ha recibido la vida y sepa que para ella la causa de la actual enfermedad es
ocasión de perpetua salvación.
Volviéndose y mirándola (Ibid.). La ve con ojos divinos, no humanos para devolverle la
salud, no para reconocerla, pues ya sabía quien era. La ve: es recompensado con bienes, liberado
de males, quien es visto por Dios. Es lo que reconocemos todos habitualmente cuando,
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refiriéndonos a las personas afortunadas, decimos: la ha visto Dios. A esa mujer también la vio
Dios y la hizo feliz curándola.
12
Verdad, que es su Hijo (1 Jn 5:20). Y también: amemos a Dios, porque Él nos amó primero (1 Jn
4:19). Dios, cuando nos ama, nos restituye a su imagen, y para hallar en nosotros la figura de su
bondad, nos concede que podamos hacer lo que Él hace, iluminando nuestras inteligencias e
inflamando nuestros corazones, de modo que no sólo le amemos a Él, sino también a todo cuanto
Él ama.
Pues si entre los hombres se da una fuerte amistad cuando les une la semejanza de
costumbres — y sin embargo, sucede muchas veces que la conformidad de costumbres y deseos
conduce a malos afectos —, ¡cuánto más deberemos desear y esforzarnos por no discrepar en
aquellas cosas que Dios ama! Pues ya dijo el Profeta: porque la ira está en su indignación y la
vida en su voluntad (Sal 29:6), ya que en nosotros no estará de ningún modo la majestad divina,
si no se procura imitar la voluntad de Dios.
Dice el Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma (...)
Amarás al prójimo como a ti mismo (Mt 12:37-39). Así pues, reciba el alma fiel la caridad
inmarcesible de su Autor y Rector, y sométase toda a su voluntad, en cuyas obras y juicios nada
hay vacío de la verdad de la justicia, ni de la compasión de la clemencia (...).
Tres obras pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la
limosna, que han de ejercitarse en todo tiempo, pero especialmente en el consagrado por las
tradiciones apostólicas, según las hemos recibido.
Como este mes décimo se refiere a la costumbre de la antigua institución, cumplamos con
mayor diligencia aquellas tres obras de que antes he hablado. Pues por la oración se busca la
propiciación de Dios, por el ayuno se apaga la concupiscencia de la carne y por las limosnas se
perdonan los pecados (cfr. Dan 4:24).
Al mismo tiempo, se restaurará en nosotros la imagen de Dios si estamos siempre
preparados para la alabanza divina, si somos incesantemente solícitos para nuestra purificación y
si de continuo procuramos la sustentación del prójimo.
Esta triple observancia, amadísimos, sintetiza los afectos de todas las virtudes, nos hace
llegar a la imagen y semejanza de Dios, y nos une inseparablemente al Espíritu Santo. Así es: en
las oraciones permanece la fe recta; en los ayunos, la vida inocente, y en las limosnas, la
benignidad.
13
No se cumplió en este nacimiento lo que de todos los demás leemos: nadie está limpio de
mancha, ni siquiera el niño que sólo lleva un día de vida sobre la tierra (Job 14:4-5). En tan
singular nacimiento, ni le rozó la concupiscencia carnal, ni en nada estuvo sujeto a la ley del
pecado. Se eligió una virgen de la estirpe real de David que, debiendo concebir un fruto sagrado,
lo concibió antes en su espíritu que en su cuerpo. Y para que no se asustase por los efectos
inusitados del designio divino, por las palabras del Ángel supo lo que en ella iba a realizar el
Espíritu Santo. De este modo no consideró un daño de su virginidad llegar a ser Madre de Dios.
¿Por qué había de desconfiar María ante lo insólito de aquella concepción, cuando se le promete
que todo será realizado por la virtud del Altísimo? Cree María, y su fe se ve corroborada por un
milagro ya realizado: la inesperada fecundidad de Isabel testimonia que es posible obrar en una
virgen lo que se ha hecho con una estéril.
Asi pues, el Verbo, el Hijo de Dios, que en el principio estaba en Dios, por quien han
sido hechas todas las cosas, y sin el cual ninguna cosa ha sido hecha (cfr. Jn 1:1-3), se hace
hombre para liberar a los hombres de la muerte eterna. Al tomar la bajeza de nuestra condición
sin que fuese disminuida su majestad, se ha humillado de tal forma que, permaneciendo lo que
era y asumiendo lo que no era, unió la condición de siervo (cfr. Fi 2:7) a la que Él tenía igual al
Padre, realizando entre las dos naturalezas una unión tan estrecha, que ni lo inferior fue
absorbido por esta glorificación, ni lo superior fue disminuido por esta asunción. Al salvarse las
propiedades de cada naturaleza y reunirse en una sola persona, la majestad se ha revestido de
humildad; la fuerza, de flaqueza; la eternidad, de caducidad.
Para pagar la deuda debida por nuestra condición, la naturaleza inmutable se une a una
naturaleza pasable; verdadero Dios y verdadero hombre se asocian en la unidad de un solo Señor.
De este modo, el solo y único Mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1 Tim 2:5) puede, como
lo exigía nuestra curación, morir, en virtud de una de las dos naturalezas, y resucitar, en virtud de
la otra. Con razón, pues, el nacimiento del Salvador no quebrantó la integridad virginal de su
Madre. La llegada al mundo del que es la Verdad fue la salvaguardia de su pureza.
Tal nacimiento, carísimos, convenía a la fortaleza y sabiduría de Dios, que es Cristo (cfr.
1 Cor 1:24), para que en Él se hiciese semejante a nosotros por la humanidad y nos aventajase
por la divinidad. De no haber sido Dios, no nos habría proporcionado remedio; de no haber sido
hombre, no nos habría dado ejemplo. Por eso le anuncian los ángeles, cantando llenos de gozo:
gloria a Dios en las alturas; y proclaman: en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad (Lc
2:14). Ven ellos, en efecto, que la Jerusalén celestial se levanta en medio de las naciones del
mundo. ¿Qué alegría no causará en el pequeño mundo de los hombres esta obra inefable de la
bondad divina, si tanto gozo provoca en la esfera sublime de los ángeles?
Por todo esto, amadísimos, demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo en el
Espíritu Santo, que, por la inmensa misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros; y,
estando muertos por el pecado, nos resucitó a la vida en Cristo (cfr. Ef 2:5) para que fuésemos en
Él una nueva criatura, una nueva obra de sus manos. Por tanto, dejemos al hombre viejo con sus
acciones (cfr. Col 3:9) y renunciemos a las obras de la carne, nosotros que hemos sido admitidos
a participar del nacimiento de Cristo.
Reconoce, ¡oh cristiano! tu dignidad, pues participas de la naturaleza divina (cfr. 2 Re
1:4), y no vuelvas a la antigua miseria con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de qué
Cuerpo eres miembro. Ten presente que, arrancado del poder de las tinieblas, has sido trasladado
al reino y claridad de Dios (cfr. Col 1:13). Por el sacramento del Bautismo te convertiste en
templo del Espíritu Santo: no ahuyentes a tan escogido huésped con acciones pecaminosas, no te
entregues otra vez como esclavo al demonio, pues has costado la Sangre de Cristo, quien te
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redimió según su misericordia y te juzgará conforme a la verdad. El cual con el Padre y el
Espíritu Santo reina por los siglos de los siglos. Amén.
Nacimiento virginal de Cristo (Homilía 2 sobre la Navidad del Señor, 1-3, 6).
Dios todopoderoso y clemente, cuya naturaleza es bondad, cuya voluntad es poder, cuya
acción es misericordia, desde el instante en que la malignidad del diablo nos hubo emponzoñado
con el veneno mortal de su envidia, señala los remedios con que su piedad se proponía socorrer a
los mortales. Esto lo hizo ya desde el principio del mundo, cuando declaró a la serpiente que de
la Mujer nacería un Hijo lleno de fortaleza para quebrantar su cabeza altanera y maliciosa (cfr.
Gn 3:15); es decir, Cristo, el cual tomaría nuestra carne, siendo a la vez Dios y hombre; y,
naciendo de una virgen, condenaría con su nacimiento a aquél por quien el género humano había
sido manchado.
Después de haber engañado al hombre con su astucia, regocijábase el diablo viéndole
desposeído de los dones celestiales, despojado del privilegio de la inmortalidad y gimiendo bajo
el peso de una terrible sentencia de muerte. Alegrábase por haber hallado algún consuelo en sus
males en la compañía del prevaricador y por haber motivado que Dios, después de crear al
hombre en un estado tan honorífico, hubiese cambiado sus disposiciones acerca de él para
satisfacer las exigencias de una justa severidad. Ha sido, pues, necesario, amadísimos, el plan de
un profundo designio para que un Dios que no se muda, cuya voluntad por otra parte no puede
dejar de ser buena, cumpliese — mediante un misterio aún más profundo — la primera
disposición de su bondad, de manera que el hombre, arrastrado hacia el mal por la astucia y
malicia del demonio, no pereciese, subvirtiendo el plan divino.
Al llegar, pues, amadísimos, los tiempos señalados para la redención del hombre, Nuestro
Señor Jesucristo bajó hasta nosotros desde lo alto de su sede celestial. Sin dejar la gloria del
Padre, vino al mundo según un modo nuevo, por un nuevo nacimiento. Modo nuevo, ya que,
invisible por naturaleza, se hizo visible en nuestra naturaleza; incomprensible, ha querido hacerse
comprensible; el que fue antes del tiempo, ha comenzado a ser en el tiempo; señor del universo,
ha tomado la condición de siervo, velando el resplandor de la majestad (cfr. Fil 2:7); Dios
impasible, no ha desdeñado ser hombre pasible; inmortal, se somete a la ley de la muerte.
Ha nacido según un nuevo nacimiento, concebido por una virgen, dado a luz por una
virgen, sin que atentase a la integridad de la madre. Tal origen convenía, en efecto, al que sería
salvador de los hombres (...). Pues el Padre de este Dios que nace en la carne es Dios, como lo
testifica el arcángel a la Bienaventurada Virgen María: el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el
poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, porque el Hijo que nacerá de ti será santo, y será
llamado Hijo de Dios (Lc 1:35).
Origen dispar, pero naturaleza común. Que una virgen conciba, que una virgen dé a luz y
permanezca virgen, es humanamente inhabitual y desacostumbrado, pero revela el poder divino.
No pensemos aquí en la condición de la que da a luz, sino en la libre decisión del que nace,
naciendo como quería y podía. ¿Quieres tener razón de su origen? Confiesa que es divino su
poder. El Señor Cristo Jesús ha venido, en efecto, para quitar nuestra corrupción, no para ser su
víctima; no a sucumbir en nuestros vicios, sino a curarlos. Por eso determinó nacer según un
modo nuevo, pues llevaba a nuestros cuerpos humanos la gracia nueva de una pureza sin
mancilla. Determinó, en efecto, que la integridad del Hijo salvaguardase la virginidad sin par de
su Madre, y que el poder del divino Espíritu derramado en Ella (cfr. Lc 1:35) mantuviese intacto
ese claustro de la castidad y esta morada de la santidad en la cual Él se complacía, pues había
determinado levantar lo que estaba caído, restaurar lo que se hallaba deteriorado y dotar del
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poder de una fuerza multiplicada para dominar las seducciones de la carne, para que la virginidad
— incompatible en los otros con la transmisión de la vida — viniese a ser en los otros también
imitable gracias a un nuevo nacimiento.
Mas esto mismo, amadísimos, de que el Señor haya escogido nacer de una virgen, ¿no
aparece dictado por una razón muy profunda? Es a saber, que el diablo ignorase que había nacido
la salvación para el género humano; que ignorando su concepción por obra del Espíritu Santo,
creyese que no había nacido de modo diferente de los otros hombres. Efectivamente, viendo a
Cristo en una naturaleza idéntica a la de todos, pensaba que tenía también un origen semejante a
todos; no conoció que estaba libre de los lazos del pecado Aquél a quien veía sujeto a la
debilidad de la muerte. Pues Dios, que en su justicia y en su misericordia tenía muchos medios
para levantar al género humano (cfr. Sal 85:15), ha preferido escoger principalmente el camino
que le permitía destruir la obra del diablo no con una intervención poderosa, sino con una razón
de equidad.
(...) Alabad, pues, amadísimos, a Dios en todas sus obras (cfr. Sab 39:19) y en todos sus
juicios. Ninguna duda oscurezca vuestra fe en la integridad de la Virgen y en su parto virginal.
Honrad con una obediencia santa y sincera el misterio sagrado y divino de la restauración del
género humano. Abrazaos a Cristo, que nace en nuestra carne, para que merezcáis ver reinando
en su majestad a este mismo Dios de gloria, que con el Padre y el Espíritu Santo permanece
en la unidad de la divinidad por los siglos de los siglos. Amén.
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señalados, y también los ha terminado en la persecución. Al Niño no le ha faltado el sufrimiento,
y al que había sido llamado a sufrir no le ha faltado la dulzura de la infancia, pues el Unigénito
de Dios ha aceptado, por la sola humillación de su majestad nacer voluntariamente hombre y
poder ser muerto por los hombres.
Si, por el privilegio de su humildad, Dios omnipotente ha hecho buena nuestra causa
tan mala, y si ha destruido a la muerte y al autor de la muerte (cfr. I Tim 1:10), no rechazando lo
que le hacían sufrir los perseguidores sino soportando con gran dulzura y por obediencia a su
Padre las crueldades de los que se ensañaban contra Él, ¿cuánto más hemos de ser nosotros
humildes y pacientes, puesto que, si nos viene alguna prueba, jamás se hace esto sin haberla
merecido? ¿Quién se gloriará de tener un corazón casto y de estar limpio de pecado? Y, como
dice San Juan, si dijéramos que no tenemos pecado nos engañaríamos a nosotros mismos y la
verdad no estaría con nosotros (I Jn 1:8). ¿Quién se encontrará libre de falta, de modo que la
justicia nada tenga de qué reprocharle o la misericordia divina qué perdonarle?
Por eso, amadísimos, la práctica de la sabiduría cristiana no consiste ni en la abundancia
de palabras, ni en la habilidad para discutir, ni en el apetito de alabanza y de gloria, sino en la
sincera y voluntaria humildad, que el Señor Jesucristo ha escogido y enseñado como verdadera
fuerza desde el seno de su Madre hasta el suplicio de la Cruz. Pues cuando sus discípulos
disputaron entre si, como cuenta el evangelista, quién será el más grande en el reino de los cielos,
Él, llamando a si a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: en verdad os digo, si no os mudáis
haciéndoos como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta
hacerse como un niño de éstos, éste será el más grande en el reino de los cielos (Mt 18:1-4).
Cristo ama la infancia, que Él mismo ha vivido al principio en su alma y en su cuerpo.
Cristo ama la infancia, maestra de humildad, regla de inocencia, modelo de dulzura. Cristo ama
la infancia; hacia ella orienta las costumbres de los mayores, hacia ella conduce a la ancianidad.
A los que eleva al reino eterno los atrae a su propio ejemplo.
Mas, si queremos ser capaces de comprender perfectamente cómo es posible llegar a una
conversión tan admirable y por qué transformación hemos de ir a la edad de los niños dejemos
que San Pablo nos instruya y nos diga: no seáis niños en el juicio; sed párvulos sólo en la
malicia, pero adultos en el juicio (I Cor 14:20).
No se trata, pues, de volver a los juegos de la niñez ni a las imperfecciones del comienzo,
sino tomar una cosa que conviene también a los años de la madurez; es decir, que pasen pronto
nuestras agitaciones interiores, que rápidamente encontremos la paz, no guardemos rencor por
las ofensas, ni codiciemos las dignidades, sino amemos encontrarnos unidos, y guardemos una
igualdad conforme a la naturaleza. Es un gran bien, en efecto, que no sepamos alimentar ni tener
gusto por el mal, pues inferir y devolver injuria es propio de la sabiduría de este mundo. Por el
contrario, no devolver mal por mal (cfr. Rm 12:17) es propio de la infancia espiritual, toda llena
de ecuanimidad cristiana.
A esta semejanza con los niños nos invita, amadísimos, el misterio de la fiesta de hoy.
Ésa es la forma de humildad que os enseña el Salvador Niño adorado por los Magos. Para
mostrar aquella gloria que prepara a sus imitadores, ha consagrado con el martirio a los nacidos
en su tiempo; nacidos en Belén, como Cristo, han sido asociados a Él por su edad y por su
pasión. Amen, pues, los fieles la humildad y eviten todo orgullo; cada cual prefiera su prójimo a
sí mismo (cfr. I Cor 4:6), y que nadie busque su propio interés, sino el del otro (I Cor 10:14), de
modo que, cuando todos estén llenos del espíritu de benevolencia, no se encontrará en ninguna
parte el veneno de la envidia, pues el que se exalta será humillado y el que se humilla será
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exaltado (Lc 14:11). Así lo atestigua nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu
Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
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cristiano se observe detenidamente y, con un severo examen, escudriñe el fondo de su corazón.
Vea que no haya allí alguna discordia o se haya instalado alguna concupiscencia. Mediante la
castidad arroje lejos la incontinencia, mediante la luz de la verdad disipe las tinieblas de la
mentira. Desinfle el orgullo, apacigüe la ira, rompa los dardos nocivos, ponga un freno a la
denigración de la lengua, cese en las venganzas y olvídese de las injurias; brevemente: toda
planta que no ha plantado mi Padre celestial será arrancada (Mt 15:13). Pues, cuando las
simientes extrañas hayan sido arrancadas del campo de nuestro corazón, entonces serán
alimentadas en nosotros las semillas de la virtud (...).
Acordándonos de nuestras debilidades, que nos han hecho caer fácilmente en toda clase
de faltas, no descuidemos este remedio primordial y este medio tan eficaz en la curación de
nuestras heridas: perdonemos, para que se nos perdone; concedamos la gracia que nosotros
pedimos. No busquemos la venganza, ya que nosotros mismos suplicamos el perdón. No nos
hagamos sordos a los gemidos de los pobres; otorguemos con diligente benignidad la
misericordia a los indigentes, para que podamos encontrar también nosotros misericordia el día
del juicio.
El que, ayudado por la gracia de Dios, tienda con todo su corazón a esta perfección,
cumple fielmente el santo ayuno y, ajeno a la levadura de la antigua malicia, llegará a la
bienaventurada Pascua con los ácimos de pureza y sinceridad (cfr. l Cor 5:8). Participando de
una vida nueva (cfr. Rm 6:4), merecerá gustar la alegría en el misterio de la regeneración
humana. Por Cristo nuestro Señor, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos
de los siglos. Amén.
19
no fuese una doctrina celestial a la que basta haber sido revelada de una vez para siempre, sino
una institución terrena que no pueda ser perfeccionada más que con una continua enmienda o,
más aún, rectificación.”
El Conmonitorio constituye una joya de la literatura patrística. Su enseñanza fundamental
es que los cristianos han de creer quod semper, quod ubique, quod ab ómnibus: sólo y todo
cuanto fue creído siempre, por todos y en todas partes. Varios Papas y Concilios han confirmado
con su autoridad la validez perenne de esta regla de fe. Sigue siendo plenamente actual este
pequeño libro escrito en una isla del sur de Francia, hace más de quince siglos.
Loarte
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20
cosa crezca, permaneciendo siempre idéntica a sí misma; propio del cambio es, por el contrario,
que una cosa se transforme en otra.
Crezca, por tanto, y progrese de todas las maneras posibles, el conocimiento, la
inteligencia, la sabiduría tanto de cada uno como de la colectividad, tanto de un solo individuo
como de toda la Iglesia, de acuerdo con la edad y con los tiempos; pero de modo que esto ocurra
exactamente según su peculiar naturaleza, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido,
según la misma interpretación.
Que la religión imite así en las almas el modo de desarrollarse de los cuerpos. Sus
órganos, aunque con el paso de los años se desarrollan y crecen, permanecen siempre los
mismos. Qué diferencia tan grande hay entra la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad!
Y, sin embargo, aquellos que son ahora viejos, son los mismos que antes fueron adolescentes.
Cambiará el aspecto y la apariencia de un individuo, pero se tratará siempre de la misma
naturaleza y de la misma persona. Pequeños son los miembros del niño, y más grandes los de los
jóvenes; y sin embargo son idénticos. Tantos miembros poseen los adultos cuantos tienen los
niños; y si algo nuevo aparece en edad más madura, es porque ya preexistía en embrión, de
manera que nada nuevo se manifiesta en la persona adulta si no se encontraba al menos latente
en el muchacho.
Éste es, sin lugar a dudas, el proceso regular y normal de todo desarrollo, según las leyes
precisas y armoniosas del crecimiento. Y así, el aumento de la edad revela en los mayores las
mismas partes y proporciones que la sabiduría del Creador había delineado en los pequeños. Si la
figura humana adquiriese más tarde un aspecto extraño a su especie, si se le añadiese o quitase
algún miembro, todo el cuerpo perecería, o se haría monstruoso, o al menos se debilitaría.
Las mismas leyes del crecimiento ha de seguir el dogma cristiano, de manera que se
consolide en el curso de los años, se desarrolle en el tiempo, se haga más majestuoso con la edad;
de modo tal, sin embargo, que permanezca incorrupto e incontaminado, íntegro y perfecto en
todas sus partes y, por decirlo de alguna manera, en todos sus miembros y sentidos, sin admitir
ninguna alteración, ninguna pérdida de sus propiedades, ninguna variación de lo que ha sido
definido.
Pongamos un ejemplo. En épocas pasadas, nuestros padres han sembrado el buen trigo de
la fe en el campo de la Iglesia; sería absurdo y triste que nosotros, descendientes suyos, en lugar
del trigo de la auténtica verdad recogiésemos la cizaña fraudulenta del error (cfr. Mt 13:24-30).
Por el contrario, es justo y lógico que la siega esté de acuerdo con la siembra, y que nosotros
recojamos — cuando el grano de la doctrina llega a madurar — el buen trigo del dogma. Si, con
el paso del tiempo, algún elemento de las semillas originarias se ha desarrollado y ha llegado
felizmente a plena maduración, no se puede decir que el carácter específico de la semilla haya
cambiado; quizá habrá una mutación en el aspecto, en la forma externa, una diferenciación más
precisa, pero la naturaleza propia de cada especie del dogma permanece intacta.
No ocurra nunca, por tanto, que los rosales de la doctrina católica se transformen en
cardos espinosos. No suceda nunca, repito, que en este paraíso espiritual donde germina el
cinamomo y el bálsamo, despunten de repente la cizaña y las malas hierbas. Todo lo que la fe de
nuestros padres ha sembrado en el campo de Dios, que es la Iglesia (cfr. 1 Cor 3:9), todo eso
deben los hijos cultivar y defender llenos de celo. Sólo esto, y no otras cosas, debe florecer y
madurar, crecer y llegar a la perfección.
21
La regla de la fe (Commonitorio, 25 y 27).
Quizás alguien pregunte si también los herejes utilizan los testimonios de la divina
Escritura. Los utilizan abierta y apasionadamente. Puede vérseles revolotear por cualquiera y
cada uno de los volúmenes de la Santa Ley, por los libros de Moisés y de los Reyes, por los
Salmos, por los Apóstoles, por los Evangelios, por los Profetas. Ya sea entre los suyos o entre
extraños, en privado o en público, en conversaciones o en libros, en convites o en plazas, casi
nunca presentan nada propio sin intentar disimularlo también con palabras de la Escritura.
Mira los opúsculos de Pablo de Samosata, de Prisciliano, de Eunomio de Joviniano y de
los demás herejes; verás un acervo infinito de textos y que no hay casi ninguna página que no
esté coloreada y maquillada con citas del Nuevo o del Antiguo Testamento. Y tanto más se han
de evitar y temer esos escritos cuanto más se ocultan tras la mampara de la Ley divina. Saben
bien que no agradarán a casi nadie sus malos olores, si los exhalan sin disimulo y al natural; así
pues, los rocían como con cierto aroma de palabras divinas, para que aquél que habría
despreciado fácilmente el error humano, tema despreciar las palabras divinas. Por eso hacen lo
mismo que suelen hacer aquellos que, habiendo de dar a los niños una pócima amarga, untan
previamente con miel los bordes de la copa, para que la edad incauta, al presentir la dulzura, no
tema el amargor. Esto mismo tienen gran cuidado de hacer aquellos que rotulan de antemano con
nombres de medicamentos las malas hierbas y jugos nocivos, para que casi nadie sospeche que
es un veneno lo que se presenta como medicina.
Por esta razón, exclamaba el Salvador: guardaos bien de los falsos profetas que vienen a
vosotros con piel de ovejas, pero por dentro son lobos voraces (Mt 7:15-16). ¿Que otra cosa es
piel de ovejas sino las palabras de los profetas y apóstoles que ellos con sinceridad de oveja
entretejieron como un vellocino para aquel cordero inmaculado (1 Pet 1:19), que quita el pecado
del mundo (Jn 1:29)? ¿Quiénes son los lobos voraces sino el sentir fiero y rabioso de los herejes,
que siempre devastan los apriscos de la Iglesia y desgarran la grey de Cristo por cualquier lugar
que pueden? Para sorprender más arteramente a las ovejas incautas, conservando su ferocidad de
lobos, deponen su aspecto de lobos y se revisten, como de vellocino, con las palabras de la Ley
divina, para que nadie, al ver primero la suavidad de la lana, tema jamás la mordedura de los
dientes.
Pero, ¿qué dice el Salvador? Por sus frutos los conoceréis (Mt 7:16). Esto es: cuando
hayan comenzado no sólo a citar, sino también a exponer aquellas divinas palabras; no sólo a
acogerse a ellas, sino también a interpretarlas, entonces se mostrará aquella amargura, aquella
animosidad, aquella rabia; entonces se exhalará el nuevo virus; entonces aparecerán las profanas
novedades (1 Tim 6:20); entonces verás que se rompe el primer cercado (Qoh 10:8), que los
límites establecidos por nuestros padres son desplazados (Prv 22:98), que se ataca a la fe
católica, que se destroza el dogma de la Iglesia.
Así eran aquellos a quienes fustiga el Apóstol Pablo en la segunda carta a los Corintios,
cuando dice: porque éstos son falsos apóstoles, obreros fraudulentos que se disfrazan de
apóstoles de Cristo (2Co 11:13-15). ¿Qué quiere decir que se disfrazan de apóstoles de Cristo?
Invocaban los Apóstoles los testimonios de la Ley divina; ellos los invocaban también. Citaban
los Apóstoles autoridades de los Salmos; ellos también los aducían. Pero, cuando comenzaron a
interpretar de modo distinto aquello que habían citado del mismo modo, se distinguían
claramente los auténticos de los fraudulentos, los sencillos de los enmascarados, los rectos de los
perversos, los verdaderos Apóstoles de los falsos apóstoles. Y no es de extrañar — prosigue —,
pues el mismo Satanás se transforma en ángel de luz. Así, no es mucho que sus ministros se
transformen en ministros de justicia (2 Cor 11:14-15). Luego, según la enseñanza del Apóstol,
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cada vez que los pseudo-apóstoles, los pseudo-profetas, los pseudo-doctores aducen citas de la
Ley divina con las que intentan — interpretándolas mal — apoyar sus errores, no hay duda
ninguna de que ejecutan las astutas maquinaciones de su padre, maquinaciones que él no hubiese
inventado, si no supiese muy bien que no existe modo mas fácil de engañar que éste: poner por
delante la autoridad de la Palabra divina en el mismo lugar en el que se introduce furtivamente el
engaño del error impío.
(...) Pero, dirá alguien: ¿qué deben hacer los católicos e hijos de la Madre Iglesia, si
también el diablo y sus discípulos — de los que unos son pseudo-apóstoles, otros pseudo-
profetas, otros pseudo-doctores (cfr. 2 Cor 11:13; 2 Pe 2:1), y todos herejes manifiestos —, usan
de las palabras, de los dichos, de las promesas divinas? ¿Cómo discernirán en las santas
Escrituras la verdad del error?
Pondrán sumo empeño en poner por obra aquello que, como escribimos al principio de
este Conmonitorio, nos han transmitido los varones santos y doctos: interpretar la Sagrada
Escritura según las tradiciones de la Iglesia universal y conforme a las reglas del dogma católico.
Del mismo modo, en esta Iglesia católica y apostólica, es necesario que sigan la universalidad, la
antigüedad, el consentimiento; que si alguna vez una parte se rebela contra la universalidad, la
novedad contra la antigüedad, la disensión de uno o de pocos extraviados contra el
consentimiento de todos o de la mayor parte de los católicos, prefieran la integridad de la
universalidad a la corrupción de la parte; que en esta misma universalidad, antepongan la
religión de la antigüedad a lo profano de la novedad; y, de igual modo, que en la misma
antigüedad, antepongan a la temeridad de uno o de unos pocos los decretos generales de un
concilio universal, si los hubiere; y, si no los hubiere, sigan lo más próximo, es decir, el sentir
unánime de muchos y grandes maestros. Si, con la ayuda de Dios, cumplimos estas normas con
fidelidad, prudencia y solicitud, no nos será difícil detectar todos los errores perniciosos de
cuantos herejes aparezcan.
23
orgullo, ahora me esfuerzo en aplacar a Dios mediante el sacrificio de la humildad
cristiana, para poder así evitar no sólo los naufragios de la vida presente, sino también las llamas
de ]a futura. Puesta mi confianza en el Señor, deseo, pues, dar comienzo a la obra que me
apremia, cuya finalidad es poner por escrito todo lo que nos ha sido transmitido por nuestros
padres y que hemos recibido en depósito. Mi intento es exponer cada cosa más con la fidelidad
de un relator, que no con la presunción de querer hacer una obra original. No obstante, me
atendré a esta ley al escribir: no decirlo todo, sino resumir lo esencial con estilo fácil y accesible,
prescindiendo de la elegancia y del amaneramiento, de manera que la mayor parte de las ideas
parezcan más bien enunciadas que explicadas. Que escriban brillantemente y con finura quienes
se sienten llevados a ello por profesión o por confianza en su propio talento. En lo que a mí
respecta, ya tengo bastante con preparar estas anotaciones para ayudar a mi memoria, o mejor
dicho, a mi falta de memoria. No obstante, no dejaré de poner empeño, con la ayuda de Dios, en
corregirlas y completarlas cada día, meditando en lo que he aprendido. Así, pues, en el caso de
que estos apuntes se pierdan y vayan a acabar en manos de personas santas, ruego a éstas que no
se apresuren a echarme en cara que algo de lo que en estas notas se contiene espera todavía ser
rectificado y corregido, según mi promesa.
24
¿Cuál deberá ser la conducta de un cristiano católico, si alguna pequeña parte de la
Iglesia se separa de la comunión en la fe universal? — No cabe duda de que deberán anteponer la
salud del cuerpo entero a un miembro podrido y contagioso. — Pero, ¿y si se trata de una
novedad herética que no está limitada a un pequeño grupo, sino que amenaza con contagiar a la
Iglesia entera? — En tal caso, el cristiano deberá hacer todo lo posible para adherirse a la
antigüedad, la cual no puede evidentemente ser alterada por ninguna nueva mentira. ¿Y si en la
antigüedad se descubre que un error ha sido compartido por muchas personas, o incluso por toda
una ciudad, o por una región entera? — En este caso pondrá el máximo cuidado en preferir los
decretos — si los hay — de un antiguo Concilio Universal, a la temeridad y a la ignorancia de
todos aquellos. ¿Y si surge una nueva opinión, acerca de la cual nada haya sido todavía definido?
— Entonces indagará y confrontará las opiniones De nuestros mayores, pero solamente de
aquellos que, siempre permanecieron en la comunión y en la fe de la única Iglesia Católica y
vinieron a ser maestros probados de la misma. Todo lo que halle que, no por uno o dos
solamente, sino por todos juntos de pleno acuerdo, haya sido mantenido, escrito y enseñado
abiertamente, frecuente y constantemente, sepa que él también lo puede creer sin vacilación
alguna.
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desiertos, en las cuevas, entre las rocas abruptas perecieron miserablemente, víctimas de las
bestias salvajes y de la desnudez, del hambre y de la sed xviii[20]. ¿Y cuál fue la causa de todo
esto? Una sola: la introducción de creencias humanas en el lugar del dogma venido del cielo.
Esto ocurre cuando, por la introducción de una innovación vacía, la antigüedad fundamentada en
los más seguros basamentos es demolida, viejas doctrinas son pisoteadas, los decretos de los
Padresxix[21] son desgarrados, las definiciones de nuestros mayores son anuladas; y esto, sin que
la desenfrenada concupiscencia de novedades profanas consiga mantenerse en los nítidos límites
de una tradición sagrada e incontaminada.
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Es posible que alguno piense que yo invento o exagero por amor a la antigüedad y odio a
las novedades. Quienquiera que así piense, preste por lo menos audiencia a San Ambrosio xx[22],
el cual, en el segundo libro dedicado al Emperador Graciano, deplorando la perversidad de los
tiempos, exclamaba: “Dios Todopoderoso, nuestros sufrimientos y nuestra sangre ya han
rescatado suficientemente las matanzas de confesoresxxi[23], el exilio de obispos y tantas otras
cosas impías y nefandas. Ha quedado más que claro que quienes han violado la fe no pueden
estar seguros”xxii[24]. Y en el tercer libro de la misma obra dice: “Observamos fielmente los
preceptos de nuestros Padres, y no rompemos con insolente temeridad el sello de la herencia.
Porque ni los señores, ni las Potestades, ni los Ángeles, ni los Arcángeles han osado abrir aquel
profético libro sellado: sólo a Cristo compete el derecho de desplegarlo.” “¿Quién de nosotros se
atrevería a romper el sello del libro sacerdotal, sellado por los confesores y consagrado por tantos
vi[8] SABELIO: La formulación del dogma de la Santísima Trinidad tuvo lugar en el siglo IV, en el cur -
so de una gran batalla teológica, en que la ortodoxia católica tuvo como principal adversario la herejía que
recibió el nombre de Arrianismo. Los precedentes doctrina. les han de buscarse en determinadas doctrinas
que, desde el siglo III, ponían el acento con exagerada insistencia sobre la perfecta unidad de Dios. Esa
exaltación exclusiva de la unidad divina podía llegar a destruir la distinción de Personas en la Trinidad,
que es la consecuencia a que había llegado el Sabelianismo, que toma el nombre de Sabelio, su principal
representante. Según esta doctrina, existía tan sólo una Persona divina, en el sentido de que el Padre
y el Verbo constituían una misma Persona y eran únicamente diversas las formas, los “modos” de
manifestación -Modalismo-. Pero el excesivo hincapié sobre la unidad divina podía también dar lugar —
y lo había dado en efecto — a errores de diverso signo: el Subordinacionismo en sus diversas variedades,
que tendía a supeditar, a “subordinar” al Hijo frente al Padre haciéndole inferior a El, bien por negar al
Hijo el atributo de eternidad, bien por rebajar su naturaleza con respecto a la del Padre, o bien por conside-
rar a Cristo como simple hombre, aunque dotado de una dynamis, de una singular fuerza divina. La doctri-
na de Sabelio y el Subordinacionismo habían sido condenados en un sínodo romano del año 262, celebra-
do bajo el pontificado del Papa Dionisio (259-268).
vii[9] DONATO: En el año 315 fue obispo de Cartago. Fue el jefe e instigador principal del cisma afri -
cano, que tomó el nombre de él y perduró hasta la conquista musulmana de África. Este cisma tuvo su ori-
gen en una división del episcopado y del clero, a propósito de una elección del obispo de Cartago. Pero la
discordia que enfrentó al episcopado de Numidia con la Jerarquía legítima se mezcló con la agitación so-
cial de los “circunceliones” y el separatismo antirromano de las poblaciones númidas. Donato transformó
el simple cisma en herejía al formular una doctrina eclesiológica falsa, que concebía a la Iglesia como una
comunidad integrada tan sólo por los justos. Una pretensión de rigorismo moral apareció en el Donatismo
— junto a una errónea teología sacramental — cuando exigió que los pecadores, los lapsi que habían sido
infieles en la última persecución de Diocleciano, hubieran de rebautizarse para volver a la Iglesia, y cuan-
do sostuvo la invalidez del bautismo conferido por un sacerdote “caído”.
viii[10] EUNOMIO: En el año 360 fue nombrado obispo, pero hubo de dimitir muy poco después, por-
que se dio a conocer como hereje al admitir, con los arrianos, que no había ninguna semejanza entre Dios-
Padre y Dios-Hijo.
ix[11] MACEDONIO: Las controversias doctrinales suscitadas por el arrianismo se habían centrado en
torno al tema de la divinidad del Hijo. Mas, en buena lógica, quienes negaban la consustancialidad del
Verbo con el Padre y lo consideraban sólo como la primera de las criaturas, con mayor razón aún debían
negar, si eran consecuentes con su doctrina subordinacionista, la divinidad del Espíritu Santo, que sería
criatura del Hijo, el creador de todos los demás seres. La formulación expresa de esta doctrina de la no di-
vinidad del Paráclito fue hecha, avanzada ya la controversia arriana, por el obispo Macedonio de Constan -
tinopla, quien afirmó que el Espíritu Santo era tan sólo una criatura, superior en dignidad a todos los Án -
geles y especial dispensador de las gracias. Esta doctrina fue llamada Macedonismo, en atención al nom-
bre de su principal representante, y sus seguidores se denominaron macedonianos o “pseumatómacos,” ad-
versarios del Espíritu. La doctrina macedoniana fue inmediatamente rechazada por San Atanasio, el gran
luchador de la batalla antiarriana, en un concilio alejandrino del año 362, que profesó expresamente la di-
vinidad de la tercera Persona de la Trinidad.
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mártires? Incluso aquellos mismos que, constreñidos por la violencia, lo habían violado,
inmediatamente rechazaron el engaño en que habían caído y tornaron a la fe antigua. Quienes no
osaron violarlo, vinieron a ser confesores y mártires. ¿Cómo podríamos renegar de su fe, si
celebramos precisamente su victoria?”xxiii[25]. A todos ellos vaya, oh venerable Ambrosio,
nuestra alabanza, nuestro encomio, nuestra admiración. ¿Quién sería tan estulto que, no pudiendo
igualarlos, no desee al menos imitar a estos hombres, a quienes ninguna violencia consiguió
desviar de la fe de los Padres? Amenazas, lisonjas, esperanza de vida, temor a la muerte,
guardias, corte, emperador, autoridades, no sirvieron de nada: hombres y demonios fueron
impotentes ante ellos. Su tenaz apegamiento a la fe antigua los hizo dignos, a los ojos del Señor,
de una gran recompensa. Por medio de ellos, Él quiso levantar las Iglesias postradas, volver a
infundir nueva vida a las comunidades cristianas agotadas, restituir a los sacerdotes las coronas
x[12] FOTINO: Obispo de Sirmio, se opuso a Arrio y a los arrianos, que subordinaban entre sí las perso-
nas divinas. Pero vino a caer en el error opuesto: Dios es el Único, y Jesús, nacido milagrosamente de Ma-
ría y de Espíritu Santo, no es más que un hombre que por su santidad mereció ser el hijo adoptivo del Úni -
co. Así, pues, a sus ojos, Jesús, ese hombre que conocemos por los Evangelios, no es la persona eterna-
mente consustancial al Padre: Cristo no es Dios, sino criatura de Dios.
xi[13] APOLINAR DE LAODICEA: En su celo por salvaguardar la divinidad de Jesús y la unidad de
las dos naturalezas, Apolinar estimó que ello no era posible sin una reducción de la humanidad de Cristo.
Con este fin recurrió a la teoría platónica de los tres elementos constitutivos del compuesto humano: cuer -
po, alma sensitiva y alma espiritual. En Jesucristo se darían los dos primeros elementos, es decir, el cuerpo
y un alma sensitiva; el lugar del alma espiritual o racional lo ocuparía el mismo Logos divino, con lo que
vendría a resultar que el Señor poseería íntegra la divinidad, pero su humanidad sería incompleta. La teo -
ría de Apolinar contradecía directamente la doctrina de la perfecta humanidad de Jesucristo, tan esencial a
los dogmas de la Encarnación y de la Redención. Apolinar no se dio cuenta de que de esta manera Cristo,
privado de la racionalidad humana, no era libre y, por consiguiente, no podía merecer; además, el hombre
no habría sido redimido en el alma racional, porque, como los Santos Padres han enseñado siempre, sola-
mente ha sido redimido lo que el Verbo ha asumido. El Concilio de Constantinopla I (año 381), condenó
al apolinarismo.
xii[14] PRISCILIANO: A finales del siglo IV, Prisciliano, un personaje de vida ascética y enigmática
doctrina, agitaba el mundo de la Península Ibérica, hasta su juicio y muerte en Tréveris, en el año 385,
condenado por un tribunal romano. Después, durante varios siglos, el priscilianismo sigue proyectando
una sombra más o menos confusa sobre la vida de la Iglesia española. Pero, en todo caso, el Priscilianismo
fue siempre un fenómeno regional, de proyección muy limitada.
xiii[15] JOVINIANO: Se conocen pocos datos de su biografía. Pero después de haber vivido un exagera-
do ascetismo, se dio a la vida alegre; para justificar este comportamiento, escribió una serie de obras en las
que, con diversos pasajes de la Escritura, pretendía con firmar sus teorías. San Jerónimo escribió contra él
Adversus Jovinianum. Fue condenado por un sínodo romano en el año 390.
xiv[16] PELAGIO: La única cuestión teológica importante que se debatió en Occidente, durante los si-
glos IV al VII, fue la cuestión de la Gracia, y ello sin que el debate alcanzase nunca una resonancia popu -
lar, como ocurrió con las controversias orientales. El punto de arranque de la cuestión fueron las enseñan-
zas de un monje bretón, Pelagio, acerca de las relaciones entre gracia divina y libertad humana, esto es, so-
bre cuál sea la parte que corresponde a Dios y la parte del hombre en la salvación eterna de la persona. El
Pelagianismo, que así se llamó esta doctrina, tenía una visión racionalista, que tendía a minimizar el papel
de la gracia, y profesaba en cambio un radical optimismo en la naturaleza humana y en la capacidad de és-
ta para, por sus propias fuerzas, evitar el pecado y obrar el bien. La doctrina de la Iglesia sobre el pecado
original quedaba también desvirtuada por Pelagio, ya que éste atribuía un carácter puramente personal al
pecado de Adán y negaba que ese pecado se hubiera transmitido a su descendencia. Pelagio, obligado por
los azares de los tiempos, abandonó su Britania natal y residió en Roma, y Oriente; por esta razón, sus
doctrinas alcanzaron una difusión muy amplia. En África, el Pelagianismo encontró a su gran adversario,
San Agustín, que con su obra prestó una decisiva contribución a la formulación de la doctrina sobre la
Gracia.
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caídas. Con las lágrimas de los obispos que permanecieron fieles, Dios ha limpiado, como con
una fuente celestial, no ya las fórmulas materiales, sino la mancha moral de la impiedad nueva.
Por medio de ellos, en fin, ha reconducido al mundo entero — todavía sacudido por la violenta y
repentina tempestad de la herejía — de la nueva perfidia a la fe antigua, de la reciente insana a la
primitiva salud, de la ceguera nueva a la luz de antes. Mas lo que debemos destacar
principalmente en este valor casi divino de los confesores es que han defendido la fe antigua de
la Iglesia universal y no la creencia de ninguna fracción de ella. Nunca habría sido posible que
tan grandes hombres se prodigasen en un esfuerzo sobrehumano para sostener las conjeturas
erróneas y contradictorias de uno o dos individuos, o que se empleasen a fondo en favor de la
irreflexiva opinión de una pequeña provincia. En los decretos y en las definiciones de todos los
xv[17] CELESTINO: Afirmaba que el pecado de Adán solamente le afectó a él y no a todo el género hu-
mano.
xvi[18] NESTORIO: El problema cristológico se planteó abiertamente cuando un teólogo formado en la
escuela de Antioquía, Nestorio, fue elevado a la Sede de Constantinopla y predicó en contra de la Materni-
dad divina de María, produciendo una profunda conmoción en el pueblo. Para Nestorio, dentro de la tradi-
ción de su escuela, María no habría engendrado al Hijo de Dios, sino al hombre Cristo en que habitaba el
Verbo. No habría de ser llamada, pues, Theotokos, Engendradora de Dios, Madre de Dios, sino solamente
Christotokos, Madre de Cristo. La predicación de Nestorio tuvo la virtud de popularizar una cuestión que
hasta entonces había sido solamente problema de teólogos, sin amplia resonancia fuera de los cenáculos
minoritarios donde se ventilaban las disputas de escuela. El pueblo sintió herida su sensibilidad cristia-
na al ver negar a la Virgen María el título más honroso con que se había acostumbrado a llamarla.
En Alejandría, el patriarca San Cirilo denunció la doctrina nestoriana, mientras que el patriarca Juan de
Antioquía, impulsado por la antigua rivalidad entre las dos escuelas, tomaba partido en favor de Nestorio.
Las dos partes se dirigieron al Papa Celestino I solicitando su apoyo y el Pontífice romano dio la ra -
zón a Cirilo y le comisionó para que obtuviese la retractación de Nestorio. Cirilo redactó doce propo-
siciones — “anatematismos” — que Nestorio rehusó aceptar y entonces, a instancia suya, el emperador
Teodosio convocó a todos los obispos del orbe para celebrar un concilio general en Efeso. (Ver Concilio
de Efeso.)
xvii[19] Comienzos del siglo IV
xx[22] AMBROSIO, San: La serie de los grandes Padres occidentales se abre propiamente con San Am-
brosio, gobernador primero y luego obispo de Milán (333-397). San Ambrosio fue, sin duda, uno de los
hombres más influyentes de su época, que vivió en el epicentro mismo de la historia de aquel tiempo y ac -
tuó como protagonista en varios episodios trascendentales. Por eso su importancia deriva, mucho más que
de los escritos, de su personalidad y de sus obras memorables. Ambrosio influyó poderosamente en la con-
versión de San Agustín, y en las difíciles circunstancias por las que atravesaba el Imperio Romano le tocó
respaldar con su ayuda y su consejo a varios emperadores; a Graciano, que le veneraba como a un padre; a
Valentiniano II, asesinado a los veinte años, cuyas exequias celebró en 392; a Teodosio, a quien tuvo que
excomulgar por un pecado de gobernante, la matanza de Tesalónica, pero que fue su amigo y a cuya muer-
te pronunció la oración fúnebre. El prestigio de San Ambrosio fue tanto que trascendió hasta lejanas igle-
sias y se comunicó a su propia sede de Milán — la iglesia ambrosiana —, que alcanzó una posición de
preponderancia en toda la Italia del norte.
xxi[23] CONFESORES DE LA FE: En los siglos III y IV, a raíz de las grandes persecuciones, se gene-
ralizó en la Iglesia un tipo de cristiano — igual podía ser clérigo que laico —, el cual, sin integrarse en
cuanto tal en la Jerarquía, gozaba de una destacada posición dentro de su comunidad: se trata del “confe-
sor de la fe”. Los “confesores” habían permanecido firmes en medio de las pruebas, proclamando sin fla-
queza su fidelidad a Jesucristo. Habían “confesado” su fe como los mártires, pero, a diferencia de éstos, no
habían muerto, padecieron prisiones y destierros, mas cuando pasó el huracán de la persecución recobra-
ron la libertad y pudieron retornar a sus iglesias. Los “confesores” fueron entonces mirados con singular
admiración por los demás cristianos y gozaron a sus ojos de gran prestigio. Los lapsi, tan numerosos en la
persecución de Decio y que por su pecado habían quedado excluidos de la comunión eclesiástica, al volver
tiempos más tranquilos consideraron la intercesión de los “confesores” como la mejor credencial para ser
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obispos de la Santa Iglesia, herederos de la verdad apostólica y católica, es en lo que han creído,
prefiriendo exponerse a sí mismos a la muerte antes que traicionar la antigua fe universal. Así
merecieron alcanzar una gloria tan grande, que fueron considerados como confesores.
de nuevo reintegrados a la Iglesia. Se llamó “carta de paz” al documento extendido por un “confesor” en
favor de algún cristiano “caído”. Los “confesores” desaparecieron en el siglo IV, al finalizar la era de las
persecuciones.
xxii[24] De Fide ad Gratianum Augustum, lib. 11, cap. 16, 141: ML 16, 613.
xxiii[25]De Fide ad Gratianum Augustum, lib. 111, cap. 15, 128: ML 16, 639-640.
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cuáles fueron sus consecuencias?xxvi[29]. Gracias a Dios no sirvieron para nada. Todo se esfumó
como un sueño y una fábula y fue abolido como cosa inútil, rechazado, no tenido en cuenta. Pero
he aquí que se produjo una situación paradójica. Los autores de aquella opinión son considerados
católicos, y en cambio sus seguidores son herejes; los maestros fueron perdonados y los
discípulos condenados. Quienes escribieron los libros erróneos serán llamados hijos del reino,
mientras que el infierno acogerá a quienes se hacen sus defensores xxvii[30]. ¿Quién puede ser tan
loco hasta el punto de poner en duda que el beato Cipriano, luz esplendorosa entre todos los
santos obispos y mártires, reina junto con sus colegas eternamente con Cristo? Y al contrario,
¿quién podría ser tan sacrílego que negase que los donatistas y las otras pestes, que
presuntuosamente quieren rebautizar apoyándose en la autoridad de aquel concilio, arderán
eternamente con el diablo?
xxiv[26] En los libros de Esdras (25.31-38; 37,17-23) y de Zacarías (4.2-3) se menciona el candelabro de
los siete brazos, que aún hoy día es un elemento en la liturgia judía. En la Iglesia, el candelabro de siete
brazos ha sido considerado con frecuencia como símbolo del Espíritu Santo con sus siete dones; puede
verse: SAN JERÓNIMO: In Zazhariam, lib. 1, cap. 4: ML 25, 1442. BEDA EL VENERABLE: In Penta -
teuchum, Ex 25: ML 91. 323. RABANO MAURO: In Exodum, lib. III, cap. 12: ML 108, 154.
xxv[27] Agripino fue Obispo de Cartago en los comienzos del siglo III. Se pensaba también que los here-
jes, en cuanto que están fuera de la Iglesia, no poseían el Espíritu Santo y, por consiguiente, no podían ad -
ministrar válidamente los Sacramentos. San Agustín demostró teológicamente que la validez de los Sacra -
mentos no depende de la santidad de los ministros, porque es Cristo quien actúa en ellos.
xxvi[29] Se refiere San Vicente de Lerins al concilio que Agripino convocó en Cartago, en el que toma -
ron parte setenta obispos y en el que decidieron rebautizar a los herejes.
xxvii[30] SAN AGUSTÍN, en De unico baptismo contra Petilianum, capítulo 13; ML 43, 607, se expresa
de esta manera dura, contra los donatistas, que continuaron bautizando incluso a los católicos que se les
sumaban: “En lo que a mí respecta, diré con pocas palabras lo que pienso de esta cuestión: que aquellos
rebautizaran a los herejes fue un error humano; pero que éstos continúen todavía hoy re bautizando a los
católicos es una presunción diabólica”.
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disciplina de la constitución de la Iglesia nos impide hacer una cosa así, sino también la censura
de la autoridad apostólica. Todos conocemos con cuánta firmeza, severidad y vehemencia San
Pablo se lanza contra algunos que, con increíble frivolidad, se habían alejado en poquísimo
tiempo de aquel que los había llamado a la gracia de Cristo, para pasarse a otro Evangelio, aun
que la verdad es que no existe otro Evangelio xxix[32]; además, se habían rodeado de una turba de
maestros que secundaban sus caprichos propios, y apartaban los oídos de la verdad para darlos a
las fábulas xxx[33], incurriendo así en la condenación de haber violado la fe primera xxxi[34]. Se
habían dejado engañar por aquellos de quienes escribe el mismo Apóstol en su carta a los
hermanos de Roma: Os ruego, hermanos, que os guardéis de aquellos que originan entre vosotros
disensiones y escándalos, enseñando contra la doctrina que vosotros habéis aprendido; evitad su
compañía. Estos tales no sirven a Cristo Señor nuestro, sino a su propia sensualidad; y con
palabras dulces y con adulaciones seducen los corazones de los sencillos xxxii[35]. Se introducen
en las casas y hacen esclavas a las mujerzuelas cargadas de pecados y movidas por toda clase de
deseos, las cuales, aunque siempre dispuestas a instruirse, no consiguen llegar nunca al
conocimiento de la verdadxxxiii[36]. Charlatanes y seductores, revolucionan familias enteras,
enseñando lo que no conviene, con el fin de adquirir una vil ganancia xxxiv[37]. Hombres de
mente corrompida y descalificados en materia de fe xxxv[38], presuntuosos e ignorantes, que se
enzarzan en discusioncillas y en diatribas estériles; privados de la verdad, piensan que la piedad
es algo lucrativoxxxvi[39]. Como no tienen nada en que ocuparse, se dedican al correteo; y no sólo
están ociosos, sino que son parlanchines e indiscretos, hablando de lo que no deben xxxvii[40]. Han
despreciado una buena conciencia y han naufragado en la fe xxxviii[41]. Sus palabrerías fútiles y
profanas hacen que cada vez vayan más adelante en la impiedad, y esas palabras suyas corroen
como la gangrenaxxxix[42]. Con razón se ha escrito de ellos: no lograrán sus intentos, por que su
necedad se hará patente a todos, como se hizo la de aquellos (Jannes y Mambres)xl[43].
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alabado, acogido; sino que dice: sea anatema, es decir, separado, alejado, excluido, con el fin de
que el contagio funesto de una oveja infectada no se extienda, con su presencia mortífera, a todo
el rebaño inocente de Cristo.
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divinidades extranjerasxlvi[49]. (Realmente los herejes veneran sus propias opiniones tanto como
los paganos veneran sus dioses). Moisés escribe: Si en medio de ti se levanta un profeta o un so-
ñador — es decir, un maestro confirmado en la Iglesia, cuya enseñanza sus discípulos y
auditores estiman que proviene de alguna revelación —, que te anuncia una señal o un prodigio,
aun que se cumpla la señal o el prodigio...xlvii[50]. Ciertamente, con estas palabras se quiere
señalar un gran maestro, de tanta ciencia que pueda hacer creer a sus seguidores, que no
solamente conoce las cosas humanas, sino que también tiene la presciencia de las cosas que
sobrepasan al hombre. Poco más o menos esto es lo que de Valentín xlviii[51], Donato, Fotino,
Apolinar y otros de la misma calaña creían sus respectivos discípulos xlix[52]. ¿Y cómo sigue
Moisés? y te dice: vamos detrás de otros dioses, que tú no conoces, y sirvámoslos. ¿Qué son
estos otros dioses sino las doctrinas erróneas y extrañas? Que tú no conoces, es decir, nuevas e
inauditas. Y sirvámoslas, o sea, creámoslas y sigámoslas. Pues bien, ¿qué es lo que dice Moisés
en este caso?: No escuches las palabras de ese profeta o ese soñador. Pero yo planteo la cuestión:
¿Por qué Dios no impide que se enseñe lo que El prohíbe que se escuche? Y Moisés responde:
Porque te está probando Yahvé, tu Dios, para ver si amas a Yahvé con todo tu corazón y con
toda tu alma. Así, pues, está más claro que la luz del sol el motivo por el que de tanto en cuando
la Providencia de Dios permite maestros en la Iglesia que prediquen nuevos dogmas: porque te
está probando Yahvé. Y ciertamente que es una gran prueba ver a un hombre tenido por profeta,
por discípulo de los profetas, por doctor y testigo de la verdad, un hombre sumamente amado y
respetado, que de repente se pone a introducir a escondidas errores perniciosos. Tanto más
cuanto que no hay posibilidad de descubrir inmediatamente ese error, puesto que le coge a uno
de sorpresa, ya que se tiene de tal hombre un juicio favorable a causa de su enseñanza anterior, y
se resiste uno a condenar al antiguo maestro al que nos sentimos ligados por el afecto.
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y durante un cierto tiempo cumplió con su oficio como un verdadero católico. Pero llegó un
momento en que, como el profeta o visionario malvado del que habla Moisés, comenzó a
persuadir al pueblo de Dios que le había sido confiado de que debía seguir a otros dioses, es
decir, a novedades erróneas nunca antes conocidas. Hasta aquí nada de extraordinario. Mas lo
que lo hacía particularmente peligroso era el hecho de que, para esta empresa tan malvada, se
servía de medios no comunes. En efecto, poseía un agudo ingenio, riqueza de doctrina y óptima
elocuencia; disputaba y escribía abundantemente y con profundidad tanto en griego como en
latín, como lo muestran las obras que compuso en una y otra lengua. Por fortuna, las ovejas de
Cristo que le habían sido confiadas eran muy prudentes y estaban vigilantes en lo que se refiere a
la fe católica; inmediatamente se acordaron de las advertencias de Moisés, y aunque admiraban
la elocuencia de su profeta y pastor, no se dejaron seducir por la tentación. Desde ese momento
empezaron a huir, como si fuera un lobo, de aquel a quien hasta poco antes habían seguido como
guía del rebaño. Aparte de Fotino, tenemos el ejemplo de Apolinar, que nos pone en guardia
contra el peligro de una tentación que puede surgir en el seno mismo de la Iglesia, y que nos
advierte de que hemos de vigilar muy diligentemente sobre la integridad de nuestra fe. Apolinar
introdujo en sus auditores la más dolorosa incertidumbre y angustia, pues por una parte se
sentían atraídos por la autoridad de la Iglesia, y por otra eran retenidos por el maestro al que
estaban habituados. Vacilando así entre uno y otro, no sabían qué es lo que convenía hacer. ¿Era,
quizá, aquél un hombre de poco o ningún relieve? Al contrario, reunía tales cualidades, que se
sentían llevados a creerlo, incluso demasiado rápida mente en gran número de cosas. ¿ Quién
podía hacer frente a su agudeza de ingenio, a su capacidad de reflexión y a su doctrina teológica?
Para hacerse una idea del gran número de herejías aplastadas, de los errores nocivos a la fe
desbaratados por él, basta recordar la obra insigne e importantísima, de no menos de treinta
libros, con la que refutó, con gran número de pruebas, las locas calumnias de Porfiro l[53]. Nos
alargaríamos demasiado si recordásemos aquí todas sus obras; merced a ellas habría podido ser
igual a los más grandes artífices de la Iglesia, si no hubiese sido empujado por la insana pasión
de la curiosidad a inventar no sé qué nueva doctrina, la cual como una lepra, contagió y manchó
todos sus trabajos, hasta el punto de que su doctrina se convirtió en ocasión de tentación para la
Iglesia, más que de edificación.
Doctrina de estos herejes A primera vista parece que distingue sencillamente dos
sustancias en Cristo, pero de repente introduce dos personas. Cometiendo un crimen inaudito,
afirma que hay dos Hijos de Dios, dos Cristos, uno es Dios y el otro es hombre, uno es
engendrado por el Padre, el otro es nacido de la Madre. Por eso concluye que María Santísima no
puede ser llamada Theotokos, Madre de Dios, sino solamente Christotokos, Madre de Cristo, en
cuanto que de ella nació no el Cristo que es Dios, sino el Cristo que es hombre. Solamente
alguien que no reflexione puede creer que Nestorio, en sus escritos, admite un solo Cristo y
predica una sola persona de Cristo. En realidad, se expresó de una manera engañosa, para poder
más fácilmente insinuar el mal a través del bien, según nos dice el Apóstol: por medio de lo que
es bueno me ha dado la muerte li[54]. Si en alguna parte de sus escritos proclama que cree en un
solo Cristo y en una sola persona de Cristo, lo dice solamente para engañar. En realidad afirma
que después de haber nacido de la Virgen, las dos personas se reunieron en un solo Cristo,
manteniendo así que en el tiempo de la concepción o del parto virginal — e incluso durante un
cierto tiempo después — hubo dos Cristos. Según esto, Cristo habría nacido primero como un
simple hombre ordinario, sin estar todavía asociado en la unidad de persona al Verbo de Dios;
sólo después habría descendido en Ella persona del Verbo que lo asumiría. y si ahora Cristo
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sigue asumido en la gloria de Dios, hubo, no obstante, un tiempo durante el cual no había
ninguna diferencia entre El y los demás hombres.
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personas y no diferentes sustancias? Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la
del Espíritu Santo; y, sin embargo, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no tienen diferentes
naturalezas, sino una única y la misma naturaleza. ¿Y cómo es que en el Salvador hay dos
sustancias, pero no dos personas? Porque, evidentemente, una cosa es la sustancia divina y otra
la sustancia humana; sin embargo, la divinidad y la humanidad no son dos Cristos, sino un único
y el mismo Hijo de Dios, una sola y misma persona, la de un único y mismo Cristo e Hijo de
Dios. Igual que en el hombre una cosa es la carne y otra es el alma, y el alma y el cuerpo no
forman sino un único y mismo hombre. En Pedro y en Pablo una cosa es el alma y otra cosa es el
cuerpo; pero el cuerpo y el alma de Pedro no forman dos Pedros, ni existe un Pablo-alma y un
Pablo-carne, subsistentes cada uno por una doble y diferente naturaleza, la del alma y la del
cuerpolvii[60] Así, en un único y mismo Cristo hay dos sustancias, pero una es divina y la otra
humana, una procede de Dios Padre, la otra de la Virgen Madre; la primera es coeterna e igual al
Padre, la segunda es temporal e inferior al Padre; una es consustancial al Padre, la otra
consustancial a la Madre, sin embargo, es un único e idéntico Cristo en ambas sustancias lviii[61]
No tenemos, pues, un Cristo-Dios y un Cristo-hombre; el primero increado y el segundo creado;
uno impasible y el otro capaz de sufrir; uno igual al Padre y el otro inferior a El; uno engendrado
por el Padre y el otro por la Madre. Existe un único y mismo Cristo que es Dios y hombre,
increado y creado, inmutable, impasible, pero que al mismo tiempo ha estado sujeto a cambios y
a sufrimientos; un único y mismo Cristo, el cual es juntamente igual e inferior al Padre, generado
por el Padre antes de todos los siglos y nacido de la Madre en el tiempo, perfecto Dios y perfecto
hombre. En cuanto Dios, posee la plenitud de la divinidad; en cuanto hombre, una humanidad
perfecta. Perfecta, repito, que comprende alma y carne: una carne verdadera como la nuestra,
tomada de la Madre; un alma inteligente, dotada de pensamiento y de razón. En Cristo está, pues,
el Verbo, el alma y el cuerpo, pero todo eso es un solo Cristo, un único Hijo de Dios, un Único
Salvador y Redentor nuestro. Un solo Cristo, no por una mezcolanza corruptible de la divinidad
con la humanidad — por lo de más, incomprensible —, sino por una total y singular unidad de
persona. Esta unión no modificó ni transformó ni una sustancia ni la otra (que es el error propio
de los arrianoslix[62], sino que más bien con juntó en una sola cosa las dos naturalezas, de modo
que en Cristo permanecen eternamente tanto la unicidad de una sola y misma persona como
también las propiedades específicas de cada naturaleza. De aquí se sigue que Dios no ha
comenzado nunca a ser cuerpo, ni el cuerpo cesará en ningún momento de ser tal. El ejemplo de
la naturaleza humana puede damos alguna luz al respecto. Cada hombre está compuesto de alma
y cuerpo, y así será siempre, y nunca sucederá que el cuerpo se cambie en alma o el alma en
cuerpo. Puesto que cada hombre vivirá para siempre en lo sucesivo, en cada uno permanecerá
necesariamente siempre la diferencia en las dos sustancias. Así también en Cristo, la propiedad
característica de cada sustancia persistirá por toda la eternidad, quedando siempre a salvo la
unidad de persona.
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actuar y de comportarse, ellos no son los personajes representados. En realidad, sirviéndome de
términos profanos, cuando un actor hace el papel de un sacerdote o de un rey, él no es ni
sacerdote ni rey; terminada la representación teatral, cesa de existir también el personaje
representado. Lejos de nosotros este impío e ignominioso insulto hacia Cristo, propio de la
demencia maniquealx[63]. Es tos predicadores de tonterías fantásticas afirman que el Hijo de
Dios, Dios mismo, no ha asumido realmente la naturaleza humana, sino sólo una apariencia de
hombre en sus actos y en todo su comportamiento. La fe católica, en cambio, afirma que el
Verbo de Dios se hizo hombre hasta el punto de asumir todo lo que pertenece a nuestra
naturaleza, y no por vía de ficción o de apariencia, sino de una manera real y sustancial. Los
actos humanos que llevaba a cabo eran actos suyos propios, y no imitación de actos de otro; su
actuar era expresión de su ser. Como cuando nosotros hablamos, conocemos, vivimos, existimos,
no imitamos a los hombres, sino que somos realmente tales. Pedro y Juan, por ejemplo, eran
hombres porque tal era su ser, no por imitación; Pablo no fingía ser Apóstol o Pablo: él era
Apóstol, él era Pablo. Así, el Verbo de Dios, asumiendo y poseyendo la carne, predicando,
actuando, sufriendo en la carne — sin ningún menoscabo de la propia naturaleza divina — se
dignó mostrar que El no imitaba o fingía ser un hombre perfecto, sino que realmente era lo que
parecía: hombre verdadero y no apariencia humana. Igual que el alma uniéndose a la carne, sin
transformarse en carne, no imita al hombre, sino que lo constituye realmente, así también el
Verbo de Dios, uniéndose a la naturaleza humana, sin modificarse o confundirse con ella, se ha
hecho realmente hombre, no una imitación o una apariencia de hombre. Es preciso, pues, evitar
absolutamente dar al término “persona” un significado que suponga una imitación, una
diferencia entre el que finge y el personaje objeto de la ficción, en la que quien actúa no es nunca
aquel a quien representa. Por eso, no suceda nunca que creamos que el Verbo Dios ha asumido
de manera ficticia semejante la naturaleza humana. Al contrario, nosotros debemos creer que,
permaneciendo inmutable su sustancia divina, ha asumido una naturaleza humana completa en sí,
que lo ha hecho ser carne, hombre, realidad humana no simulada, sino verdadera; no imaginaria,
sino entitiva; no destinada a cesar de existir como al término de una acción escénica, sino a
persistir para siempre de manera sustancial.
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Verbo quien nació de una Virgen. Negarlo sería una impiedad grande. Nadie, pues, intente jamás
privar a María Santísima del privilegio de esta gracia divina y de una gloria tan especial. Por el
querer determinado del Señor, Dios nuestro e Hijo suyo, debemos proclamarla con toda verdad y
acierto Theotokos, Madre de Dios. No, ciertamente, entendiéndolo en el sentido de una herejía
impía, la cual sostiene que María puede ser dicha Madre de Dios sólo de nombre, en cuanto que
ha engendrado a un hombre que después se convirtió en Dios; al modo como usamos
comúnmente la expresión: madre de un sacerdote o madre de un obispo, no porque estas mujeres
hayan engendrado a un presbítero o a un obispo, sino porque han puesto en el mundo hombres
que después se han hecho sacerdotes u obispos. No en este sentido, repito, María Santísima es
Madre de Dios, sino, como se ha dicho antes, porque en su sagrado seno se realizó el misterio
sacrosanto por el cual, en razón de una particular y única unidad de persona, el Verbo es carne en
la carne, y el hombre es Dios en Dios.
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Así pues, tú, cristiano, si quieres serlo de verdad, debes recordar de quién es el pan que
comes y darle gracias. Tú mismo, cuando has regalado algo a alguien, ¿acaso no esperas que te
lo agradezca y que bendiga la casa de donde procede lo que ha recibido? Y si acaso no te lo
agradece, ¡con cuánta razón lo tienes por desagradecido! Del mismo modo, el Dios que nos
apacienta espera de nosotros que le demos gracias por los alimentos que hemos recibido de Él, y
le alabemos cuando nos hayamos satisfecho con sus dones.
Ciertamente correspondemos a los beneficios divinos cuando confesamos haberlos
recibido. De otro modo, si cuando los recibimos nos callamos y los echamos en olvido, por
ingratos e indignos de tanta generosidad, nos privamos de la oportunidad de recurrir en la
tribulación ante el Dios cuyos beneficios no reconocimos; y como no fuimos capaces de dar
gracias en la prosperidad, quedamos incapacitados para acudir a Dios en la adversidad. Y así, por
ser perezosos para alabar en tiempos de bonanza habremos de llorar los peligros en tiempos de
tormenta.
(...)
Ya el domingo pasado me extendí para corregir a los que, disfrutando de los dones
divinos, no alaban al Creador, y utilizando los bienes celestiales, no reconocen a su Autor. Son
ingratos, decía, los que siendo siervos no respetan a Dios como Señor, y siendo hijos no le
honran como Padre. Pues dice Dios por el profeta: puesto que soy Señor, ¿dónde está el respeto
que se me debe? Puesto que también soy Padre, ¿dónde está el amor con que se me honra? (Mal
1:6). Por tanto, tú, como siervo, tributa a tu Señor el obsequio de tu respeto; y como hijo,
manifiéstale el afecto de tu cariño. Pero cuando no eres agradecido, ni amas ni veneras a Dios, de
donde vienes a ser un siervo contumaz y un hijo soberbio.
El verdadero cristiano debe dar gracias a su Padre y Señor y procurar su gloria en
todo momento, como dice el Santo Apóstol: ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier cosa,
hacedlo todo para la gloria de Dios (1 Cor 10:31). Mira cuál dice el Apóstol que debe ser el
género de vida del cristiano: alimentarse más de la fe en Cristo que de las grandes comilonas,
pues más aprovecha al hombre la frecuente invocación del nombre del Señor que los múltiples y
abundantes banquetes: ¡más sacia la religión que la grasa de los animales! Haced todo, dice, para
la gloria de Dios. Luego todos nuestros actos deben tener a Cristo como testigo y compañero. De
este modo, haciendo el bien de la mano del que es su Autor, evitaremos el mal en virtud de su
presencia, ya que nos avergonzaríamos de obrar el mal sabiendo que estamos asociados a Cristo:
El nos ayuda en el bien y nos guarda del mal.
Luego cuando nos levantemos con la primera luz del día, lo primero de todo será
dar gracias al Salvador, y antes de hacer ninguna otra cosa debemos manifestarle nuestra
piedad, porque nos ha guardado mientras dormíamos y descansábamos. Pues, ¿quién, sino Dios,
guarda al hombre que duerme? En efecto, el hombre entregado al sueño carece de todo su vigor y
se hace extraño a sí mismo, de manera que ni él mismo sabe dónde ha estado y, por tanto, no
puede cuidar de sí. Por lo que resulta del todo necesaria la asistencia de Dios a los que duermen,
ya que ellos no pueden valerse a sí mismos: Él guarda a los hombres de las insidias nocturnas,
pues no hay ningún otro hombre que lo haga. Luego debo estar agradecido a Aquél que vela por
mí mientras yo duermo seguro. Así, a los que se van a la cama los acoge en el regazo del
descanso, los esconde en el tesoro de la paz y los oculta de la luz protegiéndolos con un velo de
sombra, a fin de que la malicia de los hombres, que no puede ser combatida con benignidad, se
pierda en las tinieblas; y así la oscuridad otorgue a los que se encuentran cansados la paz que no
les concede la humanidad: pues los hombres, cuando no saben quién es su adversario, de mala
gana conceden la paz que no querían.
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Debemos, por tanto, dar gracias a Cristo cuando nos levantemos, y hacer todas las
obras del día en la presencia del Salvador. ¿Acaso cuando eras gentil no sabías escrutar los
signos para conocer cuáles eran más propicios? Ahora es mucho más fácil: ¡sólo en la presencia
de Cristo está la prosperidad de todas las cosas! El que siembra con esta señal cosechará el fruto
de la vida eterna. El que empieza a caminar con este signo llegará hasta el Cielo. Así pues,
todos nuestros actos deben estar presididos por el nombre de Cristo y a Él debemos referir todas
las acciones de nuestra vida, como dice el Apóstol: en Él vivimos, nos movemos y somos (Hech
17:28).
Y cuando caiga el día, debemos alabarle y cantar su gloria, a fin de que merezcamos el
descanso como vencedores en la palestra de nuestras obligaciones y el sueño sea la palma de la
victoria por nuestros trabajos. Para llegar a esto no solo tenemos la razón, sino también el
impulso del ejemplo de las aves del cielo. Incluso la más pequeña, cuando la aurora produce las
primeras luces del día, antes de salir de su nido rompe a gorjear para alabar al Creador con sus
trinos, ya que no puede hacerlo con palabras: tanto más le expresan su obsequio cuanto más y
mejor cantan. Lo mismo hacen al declinar el día. ¿Y qué son todos esos cantos sino una
confesión de su rendido agradecimiento? Así se comportan con su Pastor las inocentes avecillas,
que no pueden hacerlo de otro modo. Pues también tienen Pastor las aves del cielo como dijo el
Señor: mirad las aves del cielo, que no hilan ni siembran, y vuestro Padre que está en los cielos
cuida de ellas (Mt 6:26). ¿Y con qué alimentos son apacentadas? Con los más vulgares. Pues si
las aves dan gracias por tan viles alimentos, ¡cuántas más deberías darlas tú por los preciosos
alimentos que recibes!
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los Apóstoles, que ya eran maduros en edad, les dice el Señor: si no cambiáis y os hacéis como
este niño pequeño, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18:3). Les envía a la fuente misma
de la vida, y les invita a redescubrir la infancia, para que esos hombres que ven debilitarse ya sus
energías, renazcan a la inocencia del corazón. Porque si uno no renace del agua y del Espiritu, no
puede entrar en el reino de los cielos (Jn 3:5).
Esto dice el Señor a los Apóstoles: si no os hacéis semejantes a este niño... No les dice:
como estos niños; sino: como este niño. Elige uno, propone sólo a uno como modelo. ¿Cuál es
este discípulo que pone como ejemplo a sus discípulos? No creo que un chiquillo del pueblo, uno
de la masa de los hombres, sea propuesto como modelo de santidad a los Apóstoles y al mundo
entero. No creo que este niño venga de la tierra, sino del Cielo. Es aquél de quien habla el profeta
Isaías: un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado (Is 9:5). Este es el chiquillo inocente que
no sabe responder al insulto con el insulto, a los golpes con los golpes. Mucho más aún: en plena
agonía reza por sus enemigos: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23:24).
De este modo, en su profunda gracia, el Señor rebosa de esta sencillez que la naturaleza
reserva a los niños. Este niño es el que pide a los pequeños que le imiten y le sigan: toma tu cruz
y sígueme (Mt 16:24).
Teodoto de Ancira.
Teodoto fue obispo de Ancira, una población situada en Galacia, en el Asia Menor. Amigo
personal de Nestorio, fue, sin embargo, uno de sus principales adversarios, cuando el Concilio de
Efeso del año 431 condenó las doctrinas de aquél como heréticas. Nestorio afirmaba la existencia
de dos personas en Jesucristo, negando el título de Madre de Dios a la Virgen Marta.
Teodoto alcanzó un gran prestigio como teólogo y defensor de la ortodoxia; junto a
San Cirilo de Alejandra, representó un papel de primer orden en la confutación de los errores
nestorianos. Adentrándose en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, expuso con
claridad y defendió con firmeza la verdad de la existencia de dos naturalezas en la única persona
de Cristo y exaltó de modo especial la maternidad divina de Santa Marta, junto a su perpetua
virginidad. Su muerte tuvo lugar en torno al año 446.
Entre sus obras merecen especial mención las dos homilías sobre el nacimiento del
Señor. Pronunciadas en Ancira, fueron leídas en el Concilio de Efeso e introducidas en sus
Actas.
Se recoge a continuación un pasaje de una de estas homilías. Con un estilo de
argumentación muy típico de la época, Teodoto explica cuál es la lección fundamental que nos
enseña la pobreza del Nacimiento de Nuestro Salvador: asumiendo nuestra naturaleza humana en
medio de una gran indigencia, nos hizo participes de la riqueza de su divinidad.
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Y vino, no con la manifestación externa de su condición divina: precedido de un gran
clamor, con el ensordecedor estruendo del trueno, rodeado de nubes y mostrando un fuego
terrible; ni con sonido de trompetas, como antiguamente se había aparecido a los judíos,
infundiéndoles terror (...); tampoco usó de insignias imperiales, ni se presentó con una corte de
arcángeles: no deseaba atemorizar al desertor de sus leyes.
El Señor de todas las cosas apareció en forma de siervo, revestido de pobreza para que la
presa no se le escapase espantada. Nació en una ciudad que no era ilustre en el Imperio, escogió
una obscura aldea para ver la luz, fue alumbrado por una humilde virgen, asumiendo la
indigencia más absoluta, para lograr, en silencio, al modo de un cazador, apresar a los hombres y
así salvarles.
Si hubiese nacido con esplendor y rodeado de grandes riquezas, los incrédulos hubieran
atribuido a esa abundancia la transformación de la tierra. Si hubiese escogido la gran ciudad de
Roma, entonces la más poderosa, de nuevo habrían creído que la potencia de la Urbe fue la que
cambió el mundo. Si hubiese sido hijo del emperador, habrían atribuido el bien conseguido a la
nobleza y poder de esa cuna. Si fuese hijo de un gran hombre de leyes, lo hubiesen achacado a la
sabiduría de sus prescripciones.
¿Qué es lo que hizo en cambio? Escogió todo lo que es pobre y sin valor alguno, lo más
modesto e insignificante, para que fuese evidente que sólo la Divinidad ha transformado el
mundo. Precisamente por eso, eligió una madre pobre, una patria todavía más pobre, y Él
mismo se hizo pobrísimo.
No existiendo un lecho donde se le reclinase, el Señor fue colocado en un comedero de
animales, y la carencia de las cosas más indispensables se convirtió en la prueba más verosímil
de las antiguas profecías. Fue puesto en un pesebre para indicar expresamente que venía para ser
alimento, ofrecido a todos, sin excepción. El Verbo, el Hijo de Dios, al vivir en pobreza y
yacer en ese lugar, atrajo hacia Sí a los ricos y a los pobres, a los sabios y a los ignorantes
(...).
A través de su Humanidad, el Verbo de Dios se muestra así para que a todas las criaturas,
racionales e irracionales, se les abriese la posibilidad de participar en el alimento de salvación. Y
pienso que a esto aludía Isaías cuando hablaba del misterio del pesebre: conoce el buey a su
dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento
(Is 1:3) (...).
Se nos pone aún más de manifiesto por qué quien siendo rico en razón de su divinidad, se
hizo pobre por nosotros, para hacer más fácilmente asequible a todos su salvación. A esto se
refirió también San Pablo cuando dijo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros
fueseis ricos por su pobreza (2 Cor 8:9). (...).
Pero, ¿quién era aquel rico al que se refiere el Apóstol? ¿y en qué estribaba su riqueza?
Decidme, ¿quién siendo rico, se hizo pobre en consideración a mi miseria? Que nos respondan
quienes desgajan de Dios, del Verbo, su Humanidad; disociando lo que está unido, con el
pretexto de las dos naturalezas (...). Ese rico, ¿no es, por ventura, Aquél que se mostró como
hombre, y a quien tú separas de la divinidad? Si sólo Dios puede enriquecer a la criatura,
entonces fue el mismo Dios quien se hizo pobre, asumiendo la penuria de la criatura humana, a
través de la cual se manifestaba: rico en su divinidad, se hizo menesteroso al asumir nuestra
humanidad.
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Salviano de Marsella.
Los datos biográficos que se poseen sobre su vida son escasos. Nacido en los primeros años del
siglo V, en Colonia o Tréveris, no se sabe con certeza cuando se trasladó al sur de la Galia.
Desde el año 426 vive en la comunidad monástica de la isla de Lerins, frente a las costas de
Marsella. Tres años mas tarde era sacerdote.
Sus escritos revelan una esmerada formación cultural, y merecen especial atención sus
estudios jurídicos. De las numerosas homilías y de su producción literaria se han conservado
algunas Cartas y los tratados A la Iglesia y Sobre el gobierno divino. Esta última es su obra más
importante, compuesta de ocho libros, en la que desarrolla el tema de la providencia divina. Se
dirige a los cristianos para fortalecerles en la fe y en la confianza en Dios, en medio de la
situación en que se encontraban los católicos en aquellos tiempos, bajo el dominio de los pueblos
germánicos. Junto a la intención apologética, la obra trata de atajar los desórdenes morales del
momento y exhorta a la conversión.
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Este mandamiento viene unido a otro similar; dice así el Señor: si alguno te golpea en la
mejilla derecha, preséntale también la otra (Mt 5:39). ¿Cuántos son los que escuchan este
precepto o los que, si muestran seguirlo, lo hacen de corazón? ¿Quién es el que, habiendo
recibido un golpe, no quiere devolver muchos? Está tan lejos de ofrecer a quien le golpea la otra
mejilla, que cree vencer no sólo golpeando al adversario, sino incluso matándolo directamente.
Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros — dice el Salvador —, hacedlo
también vosotros con ellos (Mt 7:12). Conocemos tan bien la primera parte de esta sentencia que
nunca la olvidamos; la segunda la omitimos siempre, como si no la conociésemos. Sabemos muy
bien lo que queremos que los demás hagan por nosotros, pero no sabemos lo que debemos hacer
nosotros por los demás. ¡Y ojalá no lo supiésemos! Sería menor la culpa debida a la ignorancia,
como se dice: el siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó
conforme a la voluntad de aquél, será muy azotado (Lc 12:47). Ahora nuestra culpa es mayor
porque queremos la primera parte de esta sagrada sentencia para nuestra utilidad y provecho; y la
segunda parte la omitimos para injuria de Dios.
Esta palabra del Señor viene otra vez reforzada y encarecida por el Apóstol Pablo, que en
su predicación dice: que nadie busque su provecho, sino el de los demás (1 Cor 10:24); y
también: buscando cada uno no el propio interés, sino el de los otros (Fil 22:4). Ve con cuanta
fidelidad siguió el mandato de Cristo (...). Es el buen siervo de un buen Señor y un magnífico
imitador de un Maestro único: caminando sobre sus huellas, casi las hizo más claras y
esculpidas. Pero nosotros, cristianos, ¿hacemos lo que nos manda Cristo o lo que nos manda el
Apóstol? Creo que ni lo uno ni lo otro. Estamos tan lejos de ofrecer a los demás alguna cosa con
un poco de sacrificio, que nos preocupamos ante todo de nuestra comodidad, molestando a los
demás.
Juan Mandakuni.
Entre la abundante literatura cristiana antigua, la que floreció en Armenia en los siglos IV y V
es de las menos conocidas y, sin embargo, de riquísimo contenido espiritual.
Las fuentes documentadas hacen remontar al siglo III la predicación del Cristianismo en
Armenia, por obra de San Gregorio el iluminador. Sin embargo, ya antes de esta fecha había
cristianos en las regiones meridionales del País, colindantes con Siria, desde donde se realizó la
primera evangelización.
La figura central de la literatura armenia es San Mesrop, a quien se atribuye la invención del
alfabeto armenio. Murió hacia el año 440. Uno de sus sucesores en la sede patriarcal fue Juan
Mandakuni, nacido alrededor del 415, que fue catholikós de Armenia desde el año 478 hasta el
490, fecha de su fallecimiento. Modelo de pastor de almas, Juan Mandakuni es autor de homilías,
cartas y oraciones, traducidas en gran parte al alemán durante el siglo pasado.
El fragmento que se recoge en las siguientes páginas forma parte de su discurso Sobre la
devoción y respeto al recibir el Santísimo Sacramento, en el que pone de relieve la presencia real
de Cristo en la Eucaristía y las disposiciones interiores con que los fieles han de recibirle.
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Cómo acercarse al Santísimo Sacramento.
(Discurso sobre la devoción y respeto al recibir el Santo Sacramento)
Mis huesos se estremecen de temor, mi alma tiembla y queda atónita cuando me acuerdo
que voy a acercarme al venerado y gran Sacramento. Mi espíritu oscila sin cesar entre dos
sentimientos: muy a gusto quisiera yo acercarme al Sacramento anhelado, pero mi indignidad me
mantiene alejado. Mas el separarse y vivir alejado de él es la muerte del alma. Pues hay en
verdad muchos que o bien se acercan en pecado o bien se mantienen alejados de una manera no
recta: ambos son hijos de Satanás. Los unos no conocen la fuerza del tremendo Sacramento, sino
que se acercan a él por costumbre rutinaria con la conciencia intranquila, no para salud, sino para
juicio (cfr. I Cor 12:29); no para perdón de los pecados, sino para aumento de los mismos. Los
otros lo aprecian en poco, como algo que no tiene valor, y permanecen alejados, ya que no lo
tienen por necesario, pues desconocen totalmente su fuerza y su gracia, o creen que es señal de
estima al Sacramento el no acercarse a él con frecuencia. Pero esto no es alta estima, sino que
manifiesta más bien insensatez y tibieza en permanecer lejos de la vida y desear las tinieblas y la
muerte. Esto dice el Señor mismo: Yo soy el pan de vida; quien come de este pan vivirá
eternamente; y el pan que Yo daré es mi carne, para la vida del mundo (Jn 6:48.51)...
¿No sabes que en el momento en que el Santo Sacramento viene al altar se abren arriba
los cielos y Cristo desciende y llega, que los coros angélicos vuelan del cielo a la tierra y rodean
el altar donde está el Santo Sacramento del Señor, y todos son llenos del Espíritu Santo? Por
tanto, aquellos a quienes les atormentan los remordimientos de conciencia, son indignos de
tomar parte en este Sacramento hasta que no se hayan purificado por la penitencia (...).
Examinaos, probad vuestro corazones, a fin de que nadie se acerque con remordimientos de
conciencia, nadie con hipocresía, con fingimiento o falsía, nadie con dudas o incredulidad (...).
Y no lo contemples como sencillo pan, ni lo tengas ni lo estimes por vino, pues el
tremendo santo misterio no es visible; su poder es más bien espiritual, ya que Cristo nada visible
nos ha dado en la Eucaristía y en el Bautismo, sino algo espiritual. Vemos el cáliz, pero creemos
al Verbo divino, que dice: esto es mi cuerpo y mi sangre. Quien come mi cuerpo y bebe mi
sangre, vive en mí y Yo en él, y Yo le resucitaré en el último día (cfr. Mt 26:26-28; Jn 6:55).
Sabemos con verdadera fe que Cristo mora en los altares, que nosotros nos acercamos a El, que
le contemplamos, que le tocamos, le besamos, que le tomamos y recibimos en nuestro interior,
que nos hacemos con Él un solo cuerpo (cfr. I Cor 10:17), miembros e hijos de Dios (...).
Hijo de hombre, echa una mirada a tu habitación y contempla dónde estás, a quién
contemplas, a quién besas y a quién introduces en tu corazón. Te encuentras entre potestades
celestiales, alabas con los ángeles, bendices con los serafines, contemplas a Cristo, besas a
Cristo, recibes y gustas a Cristo, te llenas del Espíritu Santo y eres iluminado y continuamente
fortalecido por la gracia divina. Por eso vosotros, sacerdotes, vosotros los ministros y
dispensadores del Santo Sacramento, acercaos con temor, custodiadlo con ansia, administradlo
santamente y servidle con esmero; tenéis un tesoro real; cuidadlo, por tanto, y custodiadlo con
gran temor (...).
Guarda pura tu alma para el momento de la comunión y no la dejes de un día para otro.
No es ningún atrevimiento comulgar muchas veces con corazón puro, pues con ello vivificas y
limpias tu alma más y más. Pero si fueras indigno y tuvieras algo de que te reprochase la
conciencia y comulgases una sola vez en toda tu vida, eso sería muerte del alma (...).
Pero tal vez digas: en Cuaresma me santificaré y comulgaré. ¿Qué utilidad te reportará
el que te purifiques una vez si de nuevo te profanas? ¿Qué utilidad tendría el que te lavaras y de
nuevo te ensuciaras? ¿Qué utilidad trae el edificar si vuelves a derribar lo construido? Quieres
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estar sin sufrimiento sólo en los días de fiesta y después quieres de nuevo consumirte en
sufrimientos; quieres curarte de las heridas de tus pecados en un día y después quieres volver a
recibir las mismas heridas; por un día te apartas del demonio y después quieres volver a ser
atormentado por él siempre.
Así les sucede a quienes reciben una vez el Santo Sacramento y después se consumen sin
cesar en pecados (...). ¿De qué ha de servir encontrar piedras preciosas un día de fiesta y
perderlas al día siguiente? Por eso, es inútil comulgar un día de fiesta, si pereces de nuevo por la
indignidad de una mala vida (...).
Con todo, dirás tal vez: con los ayunos de Cuaresma me he santificado; quiero, pues,
recibir el Santo Sacramento. Me parece enteramente razonable y lo alabo. Pero ¿por qué no lo
recibes siempre? Respondes: es que no puedo permanecer siempre sin pecado. Si lo que quieres
decir es: voy a comulgar el día de fiesta, pero después me voy a mantener alejado de la
Comunión, entonces incluso el día de fiesta eres indigno, pues tu modo de pensar es del
enemigo. Pues, ¿qué aprovecha acercarse a Cristo, si no te alejas al mismo tiempo de Satanás?
¿Qué utilidad tiene el tomar costosas medicinas, si el dolor perdura en tu interior? ¿Qué te
aprovecha correr al médico, si no le enseñas tus heridas? Del mismo modo no ganas bien alguno
por ir a comulgar si no quieres apartarte de tus pecados (...).
Por lo tanto, atendamos a nosotros con esmero (...). Santifiquemos nuestro corazón,
hagamos modestos nuestro ojos, guardemos la lengua de las murmuraciones, hagamos
penitencia por nuestros pecados, disipemos las dudas, depongamos la insensatez, cambiemos
nuestra pereza en esfuerzo, superación . Ayunemos, perseveremos en la oración. Estemos
prontos para la beneficencia, ejercitemos virtudes con las obras. Hagámonos niños en lo malo, y
en la fe, por el contrario, perfectos. Así nos haremos en todas las virtudes dignos del augusto y
gran misterio. Con gran deseo y pureza consumada gustaremos entonces el santísimo y
vivificador Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; a Él sea dada la gloria y el poder
por toda la eternidad. Amén.
“Himno Akathistos.”
El Himno Akathistos (que literalmente significa “estando de pie,” porque se canta en esta
posición) es el himno mariano más famoso del Oriente cristiano y quizá de la Iglesia entera.
Compuesto en griego, a finales del siglo V, es de autor desconocido. Su paternidad se ha
atribuido a diversos personajes, pero no hay ninguna prueba concluyente, y quizá sea mejor así.
Como dice un comentarista moderno, “está bien que el himno sea anónimo. Así el himno es de
todos, porque es de la Iglesia.” Efectivamente, desde principios del siglo VI la Iglesia bizantina
lo incluyó en su liturgia como la expresión más alta del culto a la Santísima Virgen y lo canta
en muchas ocasiones, de modo especialmente solemne en el sábado de la 5ª semana de
Cuaresma.
La estructura métrica del texto original es de una perfección suma, difícil de verter a otras
lenguas. Las veinticuatro estrofas que lo componen (unas más largas, otras más breves,
alternativamente) se distribuyen por igual en dos partes: una evangélica y otra dogmática. La
primera parte escenifica la narración evangélica en una serie de cuadros, que van desde la
Anunciación al encuentro de María con el anciano Simeón en el Templo de Jerusalén. La
segunda parte expone los principales artículos de la fe mariana de la Iglesia: perpetua virginidad,
maternidad divina, mediación de gracia desde el Cielo.
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El Himno Akathistos es común a todos los cristianos de rito bizantino, sean católicos u
ortodoxos. Constituye, pues, un puente vetusto y solemne hacia la plena comunión entre la
Iglesia de Oriente y de Occidente.
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6. Con el corazón turbado y encontrados pensamientos, el sabio José se agitaba en la
duda; admirándote intacta, sospecha esponsales secretos, oh Inmaculada! Y cuando te supo
Madre por obra de Espíritu Santo, exclamó: ¡Aleluya!
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
7. Los pastores oyeron los coros de los ángeles que cantaban a Cristo, bajado entre
nosotros. Corriendo a ver al Pastor, lo contemplan como cordero inocente, que se nutre al pecho
de la Virgen, y cantan así:
Ave, Tú Madre del Pastor-Cordero, Ave, recinto del rebaño fiel, Ave, defensa de fieras
malignas, Ave, guardiana de la eternidad.
Ave, por ti con la tierra exultan los cielos, Ave, por ti con los cielos se goza la tierra, Ave,
voz eres perenne de Apóstoles santos, Ave, de Mártires fuertes invicto valor.
Ave, potente sustento de fe, Ave, de gracia esplendente pendón, Ave, por ti fue expoliado
el infierno, Ave, por ti nos vestimos de honor.
¡Ave, Virgen y Esposa!
8. Observando la estrella que guiaba al Eterno, los Magos siguieron su fulgor. Fue
luminaria segura para ir en busca del Poderoso, del Señor. Y alcanzando al Dios inalcanzable, lo
aclaman felices: ¡Aleluya!
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
9. Los Magos contemplaron en los brazos maternos al Sumo Hacedor del hombre.
Sabiendo que era el Señor, aunque bajo la apariencia de siervo, premurosos le ofrecieron sus
dones, diciendo a la Madre bienaventurada:
Ave, oh Madre del Astro perenne, Ave, aurora del místico día, Ave, las fraguas de errores
Tú apagas, Ave, conduces con tu brillo a Dios.
Ave, al odioso tirano arrojaste del trono, Ave, Tú a Cristo nos das, clemente Señor, Ave,
rescate Tú eres de ritos nefandos, Ave, Tú eres quien salvas del cieno opresor.
Ave, Tú el culto del fuego destruyes, Ave, Tú extingues la llama del vicio, Ave, Tú
enseñas la ciencia al creyente, Ave, Tú gozo de todas las gentes.
¡Ave, Virgen y Esposa!
10. Pregoneros de Dios fueron los Magos en el camino de vuelta. Cumplieron tu
vaticinio y te predicaban, oh Cristo, a todos, sin preocuparse de Herodes, el necio, que era
incapaz de cantar: ¡Aleluya!
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
11. Iluminando Egipto con el esplendor de la verdad, arrojaste las tinieblas del error,
porque los ídolos de entonces, Señor, debilitados por la fuerza divina, cayeron. Y los hombres,
salvados, aclamaban a la Madre de Dios:
Ave, desquite del género humano, Ave, derrota del reino infernal, Ave, Tú aplastas
mentiras y errores, Ave, Tú muestras la gran falsedad.
Ave, Tú mar que devoras al gran Faraón, Ave, Tú roca que manas el Agua de Vida, Ave,
columna de fuego que guías de noche, Ave, refugio del mundo cual nube sin par.
Ave, dadora del maná celeste, Ave, nodriza de los gozos santos, Ave, Tú místico hogar
prometido, Ave, de leche y de miel manantial.
¡Ave, Virgen y Esposa!
12. El viejo e inspirado Simeón estaba a punto de dejar este mundo engañoso. Fuiste
dado a él como párvulo, pero en ti reconoció al perfecto Señor; y estupefacto, admirando la
divina Sabiduría, exclamó: ¡Aleluya!
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
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Santiago de Sarug.
Santiago de Sarug es uno de los grandes Padres de la Iglesia siria. Nació en el año 451 en el
distrito de Sarug, a orillas del Eufrates. Según la tradición, completó sus estudios teológicos en
Edesa, donde recibió unos sólidos conocimientos lingüísticos, filosóficos y teológicos. A los 22
años de edad se hizo monje y eremita.
No abundan los datos sobre su vida: en el año 502 es nombrado corepíscopo, oficio
eclesiástico que ejercía una jurisdicción delegada del obispo. Durante esta época, visitó muchos
monasterios ganándose la estima de monjes y eremitas. En el 519 fue consagrado obispo; y desde
ese momento desarrolló un extensa labor pastoral hasta el momento de su muerte, acaecida dos
años más tarde. Su fama de santidad lo hizo entrar en la liturgia y en el calendario de los
santos. En la Iglesia latina es recordado el 29 de octubre.
Santiago de Sarug ha dejado una obra variada y abundante. Destacan los escritos en
verso. Según algunos estudiosos, predicó unas 760 homilías, aunque sólo se han conservado la
mitad y no todas han sido publicadas. En los siguientes párrafos, tomados de una de sus homilías
sobre la Virgen, destaca el cariño con que Santiago de Sarug habla de la belleza sobrenatural y
humana de nuestra Madre del Cielo.
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hizo, y ¿quién podrá parangonarse a Ella en humildad? (...). Nuestro Señor, queriendo descender
a la tierra, buscó entre todas las mujeres, y sólo a una escogió: la que sin par era bella. A Ella la
escrutó y sólo encontró humildad y santidad, buenos pensamientos y un alma enamorada de la
divinidad; un corazón puro y deseos de perfección; por eso Dios escogió a la pura y a la llena de
belleza. Descendió de su lugar y moró en la bienaventurada entre las mujeres, porque no había en
el mundo quien comparársele pueda. Sólo existía una doncella humilde, pura, bella e
inmaculada, que fuera digna de ser Madre suya.
En Ella observó una condición sublime, su limpieza de todo pecado, que no cabía en Ella
pasión que la inclinara a la concupiscencia, ni pensamiento que instigara a la flaqueza, ni
conversación mundana que condujera a males irreparables. Tampoco halló agitación por las
vanidades del mundo, ni un comportamiento a guisa de niña. Y vio que no había en el mundo
nada igual o similar, y la tomó por Madre, de la que se amamantaría con leche pura. Era prudente
y llena del amor de Dios, porque el Señor nuestro no mora en donde el amor no reina. Apenas el
Gran Rey decidió descender a nuestro lugar, porque fue su beneplácito, se hospedó en el más
puro templo del mundo, en un seno limpio, adornado de virginidad y de pensamientos dignos de
santidad.
Era también hermosisima en su naturaleza y en la voluntad, porque no fue contaminada
con deshonestos pensamientos. Desde la infancia, ninguna mancha afeó su integridad; sin
mancha, caminó por su senda sin pecados. Fue su naturaleza custodiada con el albedrío fijo en
las cosas más altas, portó en su cuerpo las señales de la virginidad y las de la santidad en el alma.
Aquél que en Ella se manifestó, me ha dado aliento para decir todas estas cosas sobre su
belleza inenarrable. Por haber llegado a ser la Madre del Hijo de Dios, vi y creí que Ella sola es
en el mundo la pura entre las mujeres. Desde que aprendió a discernir el bien del mal,
permaneció en la pureza de corazón y en pensamientos rectos. Jamás se separó de la justicia de la
ley, ni la conmovieron las pasiones carnales. Desde la niñez, se albergaron en Ella santos
pensamientos y, con diligencia, los ponderó en su meditación. Estaba siempre el Señor ante sus
ojos, y en Él se miraba para resplandecer de Él y gozar de Él. Y después de ver Dios cuán pura y
bella era su alma, quiso habitar en María que estaba inmune de pecado. Porque mujer par a Ella
no fue jamás vista, se cumplieron en Ella las obras más admirables (...).
Cuanto la naturaleza es capaz de obrar con la belleza, tanto fue Ella hermosa; mas no
llegó a tal grado por propia voluntad. Alcanzó la excelencia humana hasta el límite en el que sólo
Dios podía otorgarle lo que de suyo no le pertenecía. Hasta donde los justos son capaces de
acercarse a Dios, la llena de gracia llegó por la excelencia de su alma; que Dios naciese en el
cuerpo de Ella, es gracia del Señor y por ello ha de ser glorificado: ¡cuán misericordioso es!
Hasta tal medida llegó la belleza de María, que ninguna mayor que Ella surgió en el
mundo entero. Ahora y siempre demos gracias al Señor, que difundió su gracia sobre las
criaturas sin medida alguna.
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cuando el Obispo de Siracusa le puso al corriente de los daños que causaba el monofisismo por
medio de los monjes egipcios, regresó a su patria, tras una visita a Roma. Allí fundó un nuevo
monasterio, del que fue abad. Y ordenado sacerdote en el año 508, ocupó la sede episcopal de
Raspe, una pequeña ciudad marítima.
Exiliado con otros sesenta obispos por los invasores vándalos, se refugió en Cerdeña,
donde vino a ser el alma y el modelo de aquel grupo de fugitivos. El rey vándalo lo llamó a
Cartago para participar en unas discusiones teológicas, pero su celo y su sabiduría alarmaron a
los arrianos, que obtuvieron sin dificultad su nueva deportación a Cerdeña.
Restaurada la paz en África con el advenimiento del rey Hilderico, los obispos pudieron
regresar a sus diócesis en el 523. A Fulgencio le quedaban aún diez años de fructuosa labor al
frente de su grey, hasta que el 1 de enero del 533 lo llamó el Señor.
Escribió numerosas obras, sobre los misterios de la Santísima Trinidad y de la
Encarnación, sobre la gracia y la predestinación, defendiendo la doctrina católica contra los
errores, siguiendo a San Agustín. Su obra Sobre la fe, a Pedro (o Regla de la verdadera fe),
resume magistralmente toda la teología cristiana.
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En aquellas víctimas carnales estaba significada la carne de Cristo, que Él mismo, no
teniendo pecado, ofreció por nuestros pecados, y la sangre que sería derramada en remisión de
nuestras culpas. En cambio, en este sacrificio está la acción de gracias y la conmemoración de la
carne de Cristo, que ofreció por nosotros, y de la sangre que el mismo Dios derramó por
nosotros. Sobre esto, en los Hechos de los Apóstoles se recogen estas palabras de San Pablo:
atended vosotros y toda la grey, sobre la cual el Espíritu Santo os puso como obispos para
gobernar la Iglesia de Dios que adquirió con su sangre (Hech 20:28).
En aquellos sacrificios se significaba en figura lo que nos debía ser entregado; en este
sacrificio se muestra con evidencia lo que ya se nos ha entregado. En aquellos sacrificios se
preanunciaba que el Hijo de Dios sería sacrificado en favor de los impíos; en éste se le muestra
ya sacrificado por los pecadores, como testifica el Apóstol cuando dice: Cristo, estando todavía
nosotros enfermos, al tiempo señalado murió por los impíos (Rm 5:6), y cuando éramos
enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo (Rm S, 10).
Cree firmemente y de ningún modo dudes que el Verbo hecho carne conserva siempre
aquella verdadera carne humana en la que nació de la Virgen, en la que fue crucificado, en la que
murió y resucitó, en la que subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios, en la que
también ha de venir para juzgar a los vivos y a los muertos. Por lo que los Apóstoles oyeron a los
ángeles: vendrá de la misma suerte que le acabéis de ver subir al cielo (Hech 1:11). Y San Juan
dice: he aquí que vendrá sobre las nubes, y le verán todos los ojos, y los mismos que le
traspasaron; y le verán todos los pueblos de la tierra (Ap 1:7).
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tratados contra el semipelagianismo y un tercero, más extenso, titulado El misterio de la Santa
Trinidad. Se conservan asimismo tres cartas pastorales de instrucción y consejo, y dos reglas
monásticas: la Regla para los monjes y la Regla para las vírgenes. Falleció en Aries el 27 de
agosto de 543, víspera de la fiesta de su gran maestro, San Agustín.
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la castidad en desdeñar la avaricia y buscar la misericordia; en despreciar el odio y amar la
caridad. Si con la ayuda de Dios hacemos esto, hermanos, atraemos inmediatamente a Dios al
templo de nuestro corazón y de nuestro cuerpo.
Por lo cual, queridísimos, si deseamos celebrar el nacimiento de este templo con alegría,
no destruyamos en nosotros los templos vivos de Dios con nuestras malas obras. Y añadiré algo
que todos pueden comprender: cuando venimos a la iglesia, preparemos nuestras almas para que
estén como queremos encontrarla. ¿Quieres hallar resplandeciente la basílica?: no manches tu
alma con sombríos pecados. Si deseas que la basílica sea luminosa, también Dios quiere que tu
alma no permanezca en tinieblas sino que haga lo que el Señor dice, para que luzca en nosotros
la luz de las buenas obras, y será glorificado Aquél que está en los cielos. Del mismo modo que
tú entras en esta iglesia, Dios quiere entrar en tu alma, como Él mismo prometió: y habitaré en
ellos y en medio de ellos andaré (2 Cor 6:16). De igual manera que no queremos encontrar en la
iglesia ni puercos, ni perros, que nos darían horror, así Dios en su templo — esto es, nuestra alma
— no quiere encontrar ningún pecado que ofenda los ojos de su majestad.
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Si actuamos con generosidad, hermanos, Cristo nos dará aquello de lo que carece en los
pobres. Por esto Dios permite que haya pobres en el mundo, para que todo hombre tenga un
modo de pagar por sus pecados. Si no hubiese pobres no podríamos dar limosna y, por tanto, no
recibiríamos el perdón. Pudo Dios hacer ricos a todos los hombres, pero quiso acercarse a
nosotros en la miseria de los pobres: así el pobre con la paciencia, y el rico por la limosna,
pueden recibir la gracia de Dios. Por nuestro bien existe la carencia de los pobres.
Atiende y contempla: el dinero y el reino. ¿Pueden compararse? Tú das dinero a los
pobres y recibes el reino de Cristo; das alimento, y recibes de Cristo la vida eterna; das vestidos
y de Cristo recibes el perdón de los pecados. No despreciemos, pues, a los pobres, hermanos,
sino que cuidemos de ellos, y alegrémonos de su bien; porque la miseria de los pobres es
medicamento para las riquezas, según lo que dijo el Señor: dad limosna, y quedaréis limpios (Lc
11:41); y también: vended lo que poseéis y dad limosna (Lc12:33). Y por el profeta clama el
Espíritu Santo: como el agua extingue el fuego, igualmente la limosna extingue el pecado (Si
3:30). También, en otra ocasión, repite: da limosna al pobre y éste rogará para que no te suceda
ningún mal (Sir 29:15). Practiquemos, pues, la misericordia, hermanos, y la ayuda de Cristo no
nos faltará para que vivamos con la atadura de su prudencia (...).
Como muchas veces os he amonestado, hay dos tipos de limosna: una buena y otra mejor.
Una es proporcionar alimento a los pobres; la otra que perdones pronto a tu hermano cuando te
ofenda. Las dos limosnas hemos de darnos prisa en practicar, con la ayuda de Dios, para que
podamos alcanzar de Cristo la eterna indulgencia y la verdadera misericordia. Así dice: si
perdonareis, también vuestro Padre os perdonará vuestros pecados; si no perdonareis, tampoco
vuestro Padre perdonará vuestros pecados (Mt 6:14-15). Y el Espíritu Santo clama en otro lugar:
el hombre se comporta con ira con el otro hombre, ¿pide comprensión por parte de Dios? ¿No
tiene misericordia con su semejante y pide misericordia a Dios? (Si 28:1-5). Añade San Juan:
quien odia a su hermano es homicida (1 Jn 3:15), y también: quien odia a su hermano está en
tinieblas, y en ellas anda, y no sabe a dónde va: porque las tinieblas cegaron sus ojos (1 Jn 2:1 1).
Así pues, hermanos, para evitar los males eternos, y alcanzar los bienes imperecederos,
hemos de vivir los dos tipos de limosna de los que he hablado, todo lo que podamos y mientras
vivamos. De esta forma, podremos decir el día del juicio: da, Señor, porque nosotros dimos;
nosotros hicimos lo que mandaste, cumple lo que prometiste. Y Él lo hará, que vive y reina con
el Padre y con el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
56
himnos, aunque son muchos menos los que han llegado hasta nosotros. Romano, que ha pasado a
la historia con el sobrenombre de el cantor, murió entre el 555 y el 562, y fue sepultado en la
iglesia de Ciro, donde se celebra su memoria el 1 de octubre. Aunque los temas de sus
composiciones son muy variados, destacan los himnos mariológicos. La figura de la Virgen es
contemplada a la luz de la vida y de la obra redentora de su Hijo.
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embargo, he establecido un cierto orden bien subdividido; la creación ocurrida en seis días. Y no
ciertamente porque me faltase el poder de obrar, sino para que el coro de los ángeles, al
comprobar que hacía cada cosa a su tiempo, pudiese reconocer en mí la divinidad, celebrándola
con el siguiente canto: Gloria a ti, Rey potente, que has cumplido todo con sabiduría.”
“Escucha bien esto, oh Santa: habría podido rescatar de otro modo a los caídos, sin
asumir la condición de pobre y de esclavo. He aceptado, sin embargo, mi concepción, mi
nacimiento como hombre, la leche de tu seno oh Virgen, y así todo ha crecido en mí según el
orden, porque en mi nada existe que no sea de este modo. Con el mismo orden quiero ahora
obrar el milagro, al cual consiento por la salvación del hombre, Yo que he cumplido todo con
sabiduría.”
“Entiende lo que estoy diciendo, oh Santa; he querido comenzar por el anuncio a los
israelitas, por enseñarles a ellos la esperanza de la fe para que, antes de los milagros, sepan quién
me ha mandado y conozcan con certeza la gloria de mi Padre y su Voluntad, ya que Él quiere
firmemente que Yo sea glorificado por todos. De hecho, cuanto obra Aquél que me ha
engendrado, puedo obrarlo también Yo, por ser consustancial a Él y al Espíritu, Yo que he
cumplido todo con sabiduría.”
“Si sólo hubiese manifestado esto en los prodigios espantosos, ellos habrían comprendido
que soy Dios desde antes de todos los siglos, aunque me haya hecho hombre. Pero, ahora,
contrariamente al orden, y antes incluso de la predicación, Tú me pides prodigios. He aquí el
porqué de mi retardo. Te pedía que esperases la hora de obrar milagros, por este único motivo.
Pero como los padres deben ser honrados por los hijos, tendré consideración hacia ti, oh Madre,
puesto que puedo hacerlo todo, Yo que he cumplido todo con sabiduría.”
“Di, pues, a los habitantes de la casa que se pongan a mi servicio siguiendo las órdenes:
ellos pronto serán, para sí mismos y para los demás, los testigos del prodigio. No quiero que sea
Pedro el que me sirva, ni tampoco Juan, ni Andrés, ni alguno de mis apóstoles, por temor de que
después, por su causa, surja entre los hombres la sospecha del engaño. Quiero que sean los
mismos criados quienes me sirvan, porque ellos mismos se convertirán en testigos de lo que me
es posible, a mí que he cumplido todo con sabiduría.”
Dócil a estas palabras, la Madre de Cristo se apresuró a decir a los servidores de la fiesta
de las bodas: haced lo que Él os diga (Jn 2:5). Había en la casa seis tinajas, como enseña la
Escritura. Cristo ordena a los servidores: llenad de agua las tinajas (Jn 2:8). Y al punto fue hecho.
Llenaron de agua fresca las tinajas y permanecieron allí, en espera de lo que intentaba hacer
Aquél que ha cumplido todo con sabiduría.
Quiero ahora referirme a las tinajas y describir cómo fueron colmadas por aquel vino, que
procedía del agua. Como está escrito, el Maestro había dicho en voz alta a los servidores: “Sacad
este vino que no proviene de la vendimia, ofrecedlo a los invitados, llenad las copas secas, para
que lo disfrute todo el mundo y el mismo esposo; puesto que a todos he dado la alegría de modo
imprevisto, Yo que he cumplido todo con sabiduría.”
En cuanto Cristo cambió manifiestamente el agua en vino gracias al propio poder, todo el
mundo se llenó de alegría encontrando agradabilísimo el gusto de aquel vino. Hoy podemos
sentarnos al banquete de la Iglesia, porque el vino se ha cambiado en la sangre de Cristo, y
nosotros la asumimos en santa alegría, glorificando al gran Esposo. Porque el auténtico Esposo
es el Hijo de María, el Verbo que existe desde la eternidad, que ha asumido la condición de
esclavo y que ha cumplido todo con sabiduría.
Altísimo, Santo, Salvador de todos, mantén inalterado el vino que hay en nosotros, Tú
que presides todas las cosas. Arroja de aquí a los que piensan mal y, en su perversidad, adulteran
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con el agua tu vino santísimo: porque diluyendo siempre tu dogma en agua, se condenan a sí
mismos al fuego del infierno. Pero presérvanos, oh Inmaculado, de los lamentos que seguirán a
tu juicio, Tú que eres misericordioso, por las oraciones de la Santa, Virgen Madre de Dios,
Tú que has cumplido todo con sabiduría.
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El que conoce todas las cosas, aun antes de que existan, respondió a María:
“Tranquilízate, Madre: después de mi salida del sepulcro, tú serás la primera en verme; Yo te
enseñaré de qué abismo de tinieblas he sido librado, y cuánto ha costado. Mis amigos lo sabrán:
porque Yo llevaré la prueba inscrita en mis manos. Entonces, Madre, contemplarás a Eva vuelta
a la Vida, y exclamarás con júbilo: Son mis padres! y Tú les has salvado, Hijo mío y Dios mío.”
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los principados, y potestades, y virtudes, y dominaciones (Ef 1:21). Y otra vez, escribiendo a los
Colosenses, afirma: ora sean tronos, dominaciones principados o potestades (Col 1:16) (...). Así
pues, juntos los tronos a aquellos otros cuatro de que habló a los Efesios — esto es, a los
principados, potestades, virtudes y dominaciones —, son cinco los coros de que el Apóstol hace
particular mención. Si a éstos se añaden los ángeles, arcángeles, querubines y serafines, se
comprueba que son nueve los coros de los ángeles (...).
La voz ángel es nombre del oficio, no de la naturaleza, pues, aunque los santos espíritus
de la patria celeste sean todos espirituales, sin embargo no a todos se les puede llamar ángeles.
Solamente son ángeles (que significa mensajero) cuando por ellos se anuncian algunas cosas. De
ahí que afirme el salmista: hace ángeles suyos a los espíritus (Sal 103:4); como si claramente
dijera que Dios, cuando quiere, hace también ángeles, mensaJeros, a los espíritus celestiales que
siempre tiene consigo.
Los que anuncian cosas de menor monta se llaman simplemente ángeles, y los que
manifiestan las más importantes, arcángeles. De ahí que a María no se le manda un ángel
cualquiera, sino el arcángel San Gabriel pues era justo que para esto viniese un ángel de los
más encumbrados, a anunciar la mejor de las nuevas. Por esta razón, los arcángeles gozan de
nombres particulares, a fin de que — por medio de los hombres — se dé a conocer su gran
poderío (...).
Miguel significa ¿quién como Dios?; Gabriel, la fortaleza de Dios; y Rafael, la medicina
de Dios. Cuantas veces se realiza algo que exige un poder maravilloso, es enviado San Miguel,
para que por la obra y por el nombre se muestre que nadie puede hacer lo que hace Dios. Por eso,
a aquel antiguo enemigo que aspiró, en su soberbia, a ser semejante a Dios, diciendo: escalaré el
cielo; sobre las estrellas de Dios levantaré mi trono; me sentaré sobre el monte del testamento, al
lado del septentrión; sobrepujaré la altura de las nubes y seré semejante al Altísimo (Is 14:13-
14); al fin del mundo, para que perezca en el definitivo suplicio, será dejado en su propio poder y
habrá de pelear con el Arcángel San Miguel, como afirma San Juan: se trabó una batalla con el
arcángel San Miguel (Ap 12:7). De este modo, aquél que se erigió, soberbio, e intentó ser
semejante a Dios, aprenderá — derrotado por San Miguel — que nadie debe alzarse
altaneramente con la pretensión de asemejarse a Dios.
A María es enviado San Gabriel, que se llama la fortaleza de Dios, porque venía a
anunciar a Aquél que se dignó aparecer humilde para pelear contra las potestades infernales. De
Él dice el salmista: levantad, ¡oh príncipes! vuestras puertas, y elevaos vosotras, ¡oh puertas de la
eternidad! y entrará el Rey de la gloria... (Sal 23:7). Y también: el Señor de los ejércitos, ése es el
Rey de la gloria (ibid. 10). Luego el Señor de los ejércitos y fuerte en las batallas, que venía a
guerrear contra los poderes espirituales, debía ser anunciado por la fortaleza de Dios.
Asimismo Rafael significa, como hemos dicho, la medicina de Dios; porque cuando,
haciendo oficio de médico, tocó los ojos de Tobías, hizo desaparecer las tinieblas de su ceguera.
Luego es justo que se llamara medicina de Dios.
Y ya que nos hemos entretenido interpretando los nombres de los ángeles, resta que
expongamos brevemente el significado de los ministerios angélicos.
Llámanse virtudes aquellos espíritus por medio de quienes se obran más frecuentemente
los prodigios y milagros, y potestades los que, entre los de su orden, han recibido mayor poder
para tener sometidos los poderes adversos [los demonios], a quienes reprimen para que no
tienten cuanto pueden a las almas de los hombres. Reciben el nombre de principados los que
dirigen a los demás espíritus buenos, ordenándoles cuanto deben hacer; éstos son los que
presiden en el cumplimiento de las divinas disposiciones.
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Se llaman dominaciones los que superan en poder incluso a los principados, porque
presidir es estar al frente, pero dominar es tener sujetos a los demás. De manera que las milicias
angélicas que sobresalen por su extraordinario poder, en cuanto tienen sujetos a su obediencia a
los demás, se llaman dominaciones.
Se denominan tronos aquellos ángeles en los que Dios omnipotente preside el
cumplimiento de sus decretos. Como en nuestra lengua llamamos tronos a los asientos, reciben el
nombre de tronos de Dios los que están tan llenos de la gracia divina, que en ellos se asienta Dios
y por medio de ellos decreta sus disposiciones.
Los querubines son llamados también plenitud de ciencia; y estos excelsos ejércitos de
ángeles son denominados querubines porque, cuanto más de cerca contemplan la claridad de
Dios, tanto más repletos están de una ciencia más perfecta; y así, en cuanto es posible a unas
criaturas, saben más perfectamente todas las cosas en cuanto que, por su dignidad, ven de modo
más claro al Creador.
En fin, se denominan serafines aquellos ejércitos de ángeles que, por su particular
proximidad al Creador, arden en un amor incomparable. Serafines son los ardientes e inflamados,
quienes — estando tan cerca de Dios, que entre ellos y Dios no hay ningún otro espíritu — arden
tanto más cuanto más próximo le ven. Ciertamente su amor es llama, pues cuanto más
sutilmente ven la claridad de Dios, tanto más se inflaman en su amor.
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amado del Padre, y no obstante lo envía al Calvario, así también el Señor amó a los discípulos, y
sin embargo los envía a padecer: así como me envió el Padre, también os envío a vosotros, es
decir: cuando Yo os mando ir entre las asechanzas de los perseguidores, os amo con el mismo
amor con que el Padre me ama al hacerme venir a sufrir tormentos (...).
Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo (Jn 20:22-29). Debemos
preguntarnos qué significa el que Nuestro Señor enviara una sola vez el Espíritu Santo cuando
vivía en la tierra y otra cuando ya reinaba en el Cielo, pues en ningún otro lugar se dice
claramente que fue dado el Espíritu Santo sino ahora, y después, cuando desde lo alto descendió
sobre los Apóstoles en forma de lenguas de fuego. ¿Por qué motivo lo hizo, sino porque es doble
el precepto de la caridad: el amor a Dios y al prójimo?
Así como la caridad es una sola y sus preceptos dos, el Espíritu Santo es uno y se da dos
veces: la primera, por el Señor cuando vive en la tierra; la segunda, desde el Cielo, porque en el
amor del prójimo se aprende el modo de llegar al amor de Dios. De ahí que diga el mismo San
Juan: el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve (1 Jn 4:20).
Cierto que ya estaba el mismo Espíritu Santo en las almas de los discípulos por la fe, pero
hasta después de la Resurrección del Señor no les fue dado de una manera manifiesta (...).
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús (Jn
20:24). Sólo este discípulo no se hallaba presente, y cuando vino oyó lo que había sucedido y no
quiso creer lo que oía. Volvió de nuevo el Señor y descubrió al discípulo incrédulo su costado
para que lo tocase y le mostró las manos, y presentándole las cicatrices de sus llagas curó las de
su incredulidad.
¿Qué pensáis de todo esto, hermanos carísimos? ¿Acaso creéis que fue una casualidad
todo lo que sucedió en aquella ocasión: que no se hallase presente aquel discípulo elegido y que,
cuando vino, oyera, y oyendo dudara, y dudando palpara, y palpando creyera? No, no sucedió
esto casualmente, sino por disposición de la divina Providencia. La divina Misericordia obró de
una manera tan maravillosa para que, al tocar aquel discípulo las heridas de su Maestro, sanase
en nosotros las llagas de nuestra incredulidad. De manera que la duda de Tomás fue más
provechosa para nuestra fe, que la de los discípulos creyentes, pues, decidiéndose él a palpar para
creer, nuestra alma se afirma en la fe, desechando toda duda (...).
Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús contestó: porque me has visto
has creído (Ibid. 28-29). Dice el Apóstol San Pablo: la fe es certeza en las cosas que se esperan;
y prueba de las que no se ven (Heb 11:1). Resulta claro que la fe es la prueba decisiva de las
cosas que no se ven, pues las que se ven, ya no son objeto de la fe, sino del conocimiento. Ahora
bien, ¿por qué, cuando Tomás vio y palpó, el Señor le dice: porque me has visto has creado?
Porque él vio una cosa y creyó otra: el hombre mortal no puede ver la divinidad; por tanto,
Tomás vio al hombre y confesó a Dios, diciendo: ¡Señor mío y Dios mío!: viendo al que conocía
como verdadero hombre, creyó y aclamó a Dios, aunque como tal no podía verle.
Causa mucha alegría lo que sigue a continuación: bienaventurados los que sin haber visto
han creído (Jn 20:29). En esta sentencia estamos especialmente comprendidos nosotros, que
confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Sí, en ella se nos designa a nosotros,
pero con tal que nuestras obras se conformen a nuestra fe, pues quien cumple en la práctica lo
que cree, ése es el que cree de verdad. Por el contrario, de aquéllos que sólo creen con palabras,
dice San Pablo: hacen profesión de conocer a Dios, pero lo niegan con sus obras (1 Tim
1:16). Y, por eso, dice Santiago: la fe sin obras está muerta (Sant 2:26). (...).
Estamos celebrando la solemnidad de la Pascua; pero debemos vivir de modo que
merezcamos llegar a las fiestas de la eternidad. Todas las festividades que se celebran en el
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tiempo pasan; procurad, cuantos asistís a esta solemnidad no ser excluidos de la eterna (...).
Meditad, hermanos, en vuestro interior las promesas que son perdurables, y tened en menos las
que pasan con el tiempo como si ya hubieran pasado. Apresuraos a poner toda vuestra voluntad
en llegar a la gloria de la resurrección, que en sí ha puesto de manifiesto la Verdad. Huid de los
deseos terrenales que apartan del Creador, pues tanto más alto llegaréis en la presencia de Dios
Omnipotente, cuanto más os distingáis en el amor al Mediador entre Dios y los hombres, el cual
vive y reina con el Padre, en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los
siglos. Amén.
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cómo Él, que nos embriaga de eterna dulcedumbre, aceptó en su sed la amargura de la hiel; cómo
Él, que adoró por nosotros al Padre, aun siendo igual al Padre en la eternidad, calló cuando fue
burlonamente adorado; cómo Él, que dispensa la vida a los muertos, llegó a morir siendo Él
mismo la Vida.
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20:4). Ves, pues, cómo odiaba a su alma, amándola al mismo tiempo, o mejor la amaba
odiándola, puesto que deseaba entregarla a la muerte por Jesucristo, para resucitarla a la
vida, de la muerte del pecado. Sírvanos este odio discreto que nos tenemos a nosotros mismos
de norma y medida del odio que debemos profesar a nuestros prójimos. Sean amados todos en
este mundo, aun los mismos enemigos; pero el adversario en el camino de Dios no sea amado, ni
aunque fuere pariente. Porque todo el que anhela ya lo eterno, debe considerarse en el camino de
Dios, como si no tuviera padre, ni madre, ni mujer, ni hijos, ni parientes, y aun como si él mismo
no existiera; y así conozca a Dios tanto mejor, cuanto que en su causa no reconoce a nadie. Pues
es mucho lo que los afectos carnales impiden los deseos del alma y oscurecen su luz; mas en
manera alguna los sentiremos dañosos si los sujetamos y oprimimos. En resumen, debemos amar
a nuestros prójimos, debemos tener caridad con todos, tanto parientes como extraños; pero jamás
por ella nos hemos de apartar del amor de Dios.”
c) Ayuno Y Limosna “Y cuál sea el odio que hemos de profesar a nuestra alma, nos lo
manifiesta la Verdad, cuando añade: El que no toma su cruz y viene en pos de mi, no puede ser
mi discípulo (Lc. 14:27). Porque la palabra cruz viene de cruciatus, tormento; y de dos modos
podemos llevar la cruz del Señor, o afligiendo nuestro cuerpo con la abstinencia, o
compadeciendo al prójimo, al considerar como nuestras sus necesidades. El que se conduele de
las necesidades ajenas, lleva la cruz en su corazón.” Se puede ayunar y compadecer al prójimo
por motivos humanos, lo cual no basta. “De aquí que con sobrada razón nos diga Jesucristo: El
que no toma su cruz y viene en pos de mi, no puede ser mi discípulo (ibid.). Es, pues, necesario
cargar con la cruz y, además de ello, seguir al Señor, lo cual se lleva a cabo afligiendo el cuerpo
con abstinencias o socorriendo al prójimo por el deseo de agradar a Dios. Porque el que hace esto
por una mira puramente mundana, carga, es verdad, con la cruz, pero no quiere ir en pos del
Señor.”
66
consideración de las cosas pequeñas pensemos en las grandes. Dice el Evangelio: ¿Qué rey,
saliendo a campaña para guerrear con otro rey, no considera primero y delibera si puede hacer
frente con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? Si no, hallándose aún lejos
aquél, le envía una embajada haciéndole proposiciones de paz (Lc 14:31-32). El rey, pues, antes
de emprender la campaña, examina si puede hacer frente al que le declaró la guerra, y si
considera que no tiene fuerzas bastantes para resistir, le manda una legación y pide la paz. Pues
¿con qué lágrimas debemos suplicar el perdón los que en aquel tremendo examen nos
presentamos con fuerzas desiguales ante nuestro Rey, ya que nos hacen inferiores nuestra
condición, nuestras flaquezas y nuestra causa?
c) La Limosna y la Oración Quizás estemos ya libres de las culpas de las malas obras y
exteriormente huyamos de todo mal. Pero ¿somos por ello suficientes para dar cuenta de nuestros
pensamientos?. Nosotros, aunque aprovechemos mucho, apenas conservamos rectas nuestras
obras exteriores. Porque aunque la lujuria haya sido arrancada de la carne, no lo ha sido sin
embargo, de lo interior del corazón, y aquel que viene para juzgarnos examina al propio tiempo
el interior y el exterior y posa de la misma manera las obras y los pensamientos. Por lo tanto,
viene con un doble ejército contra una mitad el que ha de juzgar al mismo tiempo nuestras obras
y nuestros pensamientos, siendo así que apenas estamos preparados en lo que atañe a las obras.
¿Qué hemos de hacer, pues, carísimos hermanos, cuando vemos que con un ejército como el
nuestro no podemos oponernos al del Señor, que es doble, sino, mientras esté distante aún,
enviarle una embajada y suplicarle la paz? Se dice que está distante, porque aun no se ve
presente para el juicio. Enviémosle nuestras lágrimas en embajada, enviémosle obras de
misericordia, sacrifiquemos en su ara hostias de expiación, reconozcamos que no podemos
competir con él en el día del juicio; consideremos la fuerza de su poder y supliquémosle aquellos
dones que son necesarios para obtener la paz. Esta ha de ser la embajada que aplaque al rey que
viene. Pensad cuánta es la benignidad que nos muestra Aquel que viniendo puede confundirnos,
y, sin embargo, retrasa su venida. Enviémosle nuestra embajada, llorando, dando limosnas y
ofreciéndole sacrificios... El principal para obtener el perdón es el del altar, ofrendado con
llanto y fervor, puesto que aquel que resucitó de entre los muertos para nunca más morir, vuelve
a padecer por nosotros, por el misterio de este sacrificio. Pues cuantas veces se lo ofrecemos,
otras tantas reproducimos su pasión para nuestra indulgencia”... “De este hecho, carísimos
hermanos, colegid con certeza cuánto valdrá para desatar las ligaduras de nuestro corazón el
sacrificio de la misa ofrecido por nosotros mismos cuando ofrecido por otro pudo desatar los
vínculos del cuerpo. ..
d) Exhortación Por lo tanto, abandone el que pueda todo lo que posea. Mas el que no
pueda abandonar todas sus cosas, envíe una embajada mientras el Rey está distante aún, y
ofrezca lágrimas, limosnas y sacrificios. Pues Dios, que se sabe irresistible en su ira, quiere ser
aplacado con preces. Espera la embajada de la paz, puesto que retarda aún su venida, porque, si
quisiera, hubiera venido ya y hubiera aniquilado a sus enemigos. Anuncia que ha de venir muy
terrible, y, con todo, se retrasa, porque no quiere castigar... Lavad, pues, carísimos hermanos, con
lágrimas las manchas de los pecados, limpiadlas con limosnas y expiadlas con sacrificios. No
queráis poseer por el deseo lo que no habéis dejado de usar. Tened esperanza en el Redentor y
elevad vuestro pensamiento a la patria eterna... Concédanos los gozos deseados el que nos dió el
remedio de la eterna paz, Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina con el Padre en unión del
Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.”
67
Vida de San Benito Abad por San Gregorio Magno.
[Caps. 1-9; Caps. 10-18; Caps. 19-27; Caps. 28-38].
San Benito de Nursia Abad de Montecasino Patriarca de los monjes de occidente Patrono princi-
pal de Europa Entre las numerosas obras del papa Gregorio Magno (540-604 dC) — uno de los
más grandes escritores de la Iglesia occidental — se halla la obra titulada: El Libro de los Diálo-
gos, escrito en forma de un diálogo entre el mismo Gregorio Magno y un personaje ficticio deno-
minado Pedro. En dicha obra, San Gregorio narra la vida de varios santos venerados en su época.
El segundo capítulo (o más bien Libro) de los Diálogos está enteramente dedicado a San Benito
Abad, un santo nacido en Nursia (Umbria) hacia el año 480 dC. Gregorio conoció la vida del
monje y abad Benito a través de algunos discípulos directos del santo. Siendo Benito un joven
estudiante en Roma, decide cambiar radicalmente su vida haciéndose monje (solitario). Una
hermana suya, de nombre Escolástica, ya había sido consagrada a Dios desde su infancia. Al
comienzo de su nueva vida Benito habita en la región montañosa de Subiaco, no lejos de Roma,
donde más tarde establece varios monasterios con numerosos discípulos. Finalmente se traslada a
Montecassino, donde funda un nuevo — y célebre — monasterio, en el cual reside hasta su
muerte. En Montecasino crece su irradiación espiritual, y allí escribe la conocida Regla para
monjes, que a lo largo de los siglos tendría amplísima difusión. Muere santamente alrededor del
año 529 dC.
El texto que presentamos corresponde al Libro II de los Diálogos. Al acercarnos a un
texto tan antiguo, escrito originalmente en Latin, es importante tener en cuenta no solo el género
literario usado por su autor — la narración de una serie de hechos milagrosos que jalonan la vida
del santo —, sino también la intención que tuvo: escribir no una biografía en el sentido moderno
de la palabra, sino más bien mostrar a sus fieles (los lectores) la imagen de un verdadero santo:
un hombre de Dios, un amigo de Dios, que por serlo participa de los dones divinos de poder y de
ciencia (milagros, profecías, etc.). El mismo Gregorio nos dice que no se informó acerca de
todos los detalles de la vida de San Benito, y que tampoco refiere en su libro todo lo que ya sabía
acerca del santo. Para Gregorio, San Benito es ante todo el ideal del monje perfecto, y la
narración de su vida es como un programa de vida que presenta a sus lectores.
Prólogo. Hubo un hombre de vida venerable, por gracia y por nombre Benito, que desde su
infancia tuvo cordura de anciano. En efecto, adelantándose por sus costumbres a la edad, no
entregó su espíritu a placer sensual alguno, sino que estando aún en esta tierra y pudiendo gozar
libremente de las cosas temporales, despreció el mundo con sus flores, cual si estuviera marchito.
Nació en el seno de una familia libre, en la región de Nursia, y fue enviado a Roma a cursar los
estudios de las ciencias liberales. Pero al ver que muchos iban por los caminos escabrosos del
vicio, retiró su pie, que apenas había pisado el umbral del mundo, temeroso de que por alcanzar
algo del saber mundano, cayera también él en tan horrible precipicio. Despreció, pues, el estudio
de las letras y abandonó la casa y los bienes de su padre. Y deseando agradar únicamente a Dios,
buscó el hábito de la vida monástica. Retiróse, pues, sabiamente ignorante y prudentemente
indocto. No conozco todos los hechos de su vida, pero los que voy a narrar aquí los sé por
referencias de cuatro de sus discípulos, a saber: Constantino, varón venerabilísimo, que le
sucedió en el gobierno del monasterio; Valentiniano, que gobernó durante muchos años el
monasterio de Letrán; Simplicio, que fue el tercer superior de su comunidad, después de él; y
Honorato, que todavía hoy gobierna el cenobio donde vivió primero.
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Abandonado ya el estudio de las letras, hizo propósito de retirarse al desierto,
acompañado únicamente de su nodriza, que le amaba tiernamente. Llegaron a un lugar llamado
Effide, donde retenidos por la caridad de muchos hombres honrados, se quedaron a vivir junto a
la iglesia de San Pedro. La ya citada nodriza, pidió a las vecinas que le prestaran una criba para
limpiar el trigo. Dejóla incautamente sobre la mesa y fortuitamente se quebró y quedó partida en
dos trozos. Al regresar la nodriza, empezó a llorar desconsolada, viendo rota la criba que había
recibido prestada. Pero Benito, joven piadoso y compasivo, al ver llorar a su nodriza,
compadecido de su dolor, tomó consigo los trozos de la criba rota e hizo oración con lágrimas.
A1 acabar su oración encontró junto a sí la criba tan entera, que no podía hallarse en ella señal
alguna de fractura. Al punto, consolando cariñosamente a su nodriza, le devolvió entera la criba
que había tomado rota. El hecho fue conocido de todos los del lugar. Y causó tanta admiración,
que sus habitantes colgaron la criba a la entrada de la iglesia, para que presentes y venideros
conocieran con cuánta perfección el joven Benito había dado comienzo a su vida monástica. Y
durante años, todo el mundo pudo ver la criba allí, puesto que permaneció suspendida sobre la
puerta de la iglesia hasta estos tiempos de la invasión lombarda. Pero Benito, deseando más
sufrir los desprecios del mundo que recibir sus alabanzas, y fatigarse con trabajos por Dios más
que verse ensalzado con los favores de esta vida, huyó ocultamente de su nodriza y buscó el
retiro de un lugar solitario, llamado Subiaco, distante de la ciudad de Roma unas cuarenta millas.
En este lugar manan aguas frescas y límpidas, cuya abundancia se recoge primero en un gran
lago y luego sale formando un río. Mientras iba huyendo hacia este lugar, un monje llamado
Román le encontró en el camino y le preguntó adónde iba. Y cuando tuvo conocimiento de su
propósito guardóle el secreto y le animó a llevarlo a cabo, dándole el hábito de la vida monástica
y ayudándole en lo que pudo.
El hombre de Dios, al llegar a aquel lugar, se refugió en una cueva estrechísima, donde
permaneció por espacio de tres años ignorado de todos, fuera del monje Román, que vivía no
lejos de allí, en un monasterio puesto bajo la regla del abad Adeodato a, y en determinados días,
hurtando piadosamente algunas horas a la vigilancia de su abad, llevaba a Benito el pan que
había podido sustraer, a hurtadillas, de su propia comida. Desde el monasterio de Román no
había camino para ir hasta la cueva, porque ésta caía debajo de una gran peña. Pero Román,
desde la misma roca hacía descender el pan, sujeto a una cuerda muy larga, a la que ató una
campanilla, para que el hombre de Dios, al oír su tintineo, supiera que le enviaba el pan y saliese
a recogerlo. Pero el antiguo enemigo que veía con malos ojos la caridad de uno y la refección del
otro, un día, al ver bajar el pan, lanzó una piedra y rompió la campanilla. Pero no por eso dejó
Román de ayudarle con otros medios oportunos. Mas queriendo Dios todopoderoso que Román
descansara de su trabajo y dar a conocer la vida de Benito para que sirviera de ejemplo a los
hombres, puso la luz sobre el candelero para que brillara e iluminara a todos los que estuvieran
en la casa de Dios. Bastante lejos de allí vivía un sacerdote que había preparado su comida para
la fiesta de Pascua. El Señor se le apareció y le dijo: “Tú te preparas cosas deliciosas y mi siervo
en tal lugar está pasando hambre.” Inmediatamente el sacerdote se levantó y en el mismo día de
la solemnidad de la Pascua, con los alimentos que había preparado para sí, se dirigió al lugar
indicado. Buscó al hombre de Dios a través de abruptos montes y profundos valles y por las
hondonadas de aquella tierra, hasta que lo encontró escondido en su cueva. Oraron, alabaron a
Dios todopoderoso y se sentaron. Después de haber tenido agradables coloquios espirituales, el
sacerdote le dijo: “¡Vamos a comer! que hoy es Pascua.” A lo que respondió el hombre de Dios:
“Sí, para mí hoy es Pascua, porque he merecido verte.” Es que estando como estaba alejado de
los hombres, ignoraba efectivamente que aquel día fuese la solemnidad de la Pascua 9. Pero el
69
buen sacerdote insistió diciendo: “Créeme: hoy es el día de Pascua de Resurrección del Señor.
No debes ayunar, puesto que he sido enviado para que juntos tomemos los dones del Señor.”
Bendijeron a Dios y comieron, y acabada la comida y conversación el sacerdote regresó a su
iglesia. También por aquel entonces le encontraron unos pastores oculto en su cueva. Viéndole,
por entre la maleza, vestido de pieles, creyeron que era alguna fiera. Pero reconociendo luego
que era un siervo de Dios, muchos de ellos trocaron sus instintos feroces por la dulzura de la
piedad. Su nombre se dio a conocer por los lugares comarcanos y desde entonces fue visitado por
muchos, que al llevarle el alimento para su cuerpo recibían a cambio, de su boca, el alimento
espiritual para sus almas.
PEDRO. — Algo comprendo del sentido del pasaje que has aducido, sin embargo te ruego que
me lo expongas con más claridad.
GREGORIO. — Es evidente, Pedro, que en la juventud arde con más fuerza la tentación
de la carne, pero a partir de los cincuenta años el calor del cuerpo se enfría. Los vasos sagrados
son las almas de los fieles. Por eso conviene que los elegidos, mientras son aún tentados, estén
sometidos a un servicio y se fatiguen con trabajos, pero cuando ya el alma ha llegado a la edad
tranquila y ha cesado el calor de la tentación, sean custodios de los vasos sagrados, porque
entonces son constituidos maestros de las almas.
PEDRO. — Bien, estoy de acuerdo. Pero ya que me has manifestado el sentido oculto de
este pasaje, te pido que sigas contándomela vida de este justo, que has comenzado a narrar.
70
GREGORIO. — Alejada ya la tentación, el hombre de Dios, cual tierra libre de espinas y
abrojos, empezó a dar copiosos frutos en la mies de las virtudes, y la fama de su eminente
santidad hizo célebre su nombre. No lejos de allí, había un monasterio cuyo abad había fallecido,
y todos los monjes de su comunidad fueron adonde estaba el venerable Benito y con grandes
instancias le suplicaron que fuera su prelado. Durante mucho tiempo no quiso aceptar la
propuesta, pronosticándoles que no podía ajustarse su estilo de vida al de ellos, pero al fin,
vencido por sus reiteradas súplicas, dio su consentimiento. Instauró en aquel monasterio la
observancia regular, y no permitió a nadie desviarse como antes, por actos ilícitos, ni a derecha
ni a izquierda del camino de la perfección. Entonces, los monjes que había recibido bajo su
dirección, empezaron a acusarse a sí mismos de haberle pedido que les gobernase, pues su vida
tortuosa contrastaba con la rectitud de vida del santo. Viendo que bajo su gobierno no les sería
permitido nada ilícito, se lamentaban de tener que, por una parte renunciar a su forma de vida, y
por otra, haber de aceptar normas nuevas con su espíritu envejecido. Y como la vida de los
buenos es siempre inaguantable para los malos, empezaron a tratar de cómo le darían muerte.
Después de tomar esta decisión, echaron veneno en su vino. Según la costumbre del monasterio,
fue presentado al abad, que estaba en la mesa, el jarro de cristal que contenía aquella bebida
envenenada, para que lo bendijera; Benito levantó la mano y trazó la señal de la cruz. Y en el
mismo instante, el jarro que estaba algo distante de él, se quebró y quedó roto en tantos pedazos,
que más parecía que aquel jarro que contenía la muerte, en vez de recibir la señal de la cruz
hubiera recibido una pedrada. En seguida comprendió el hombre de Dios que aquel vaso
contenía una bebida de muerte, puesto que no había podido soportar la señal de la vida. A1
momento se levantó de la mesa, reunió a los monjes y con rostro sereno y ánimo tranquilo les
dijo: “Que Dios todopoderoso se apiade de vosotros, hermanos. ¿Por qué quisisteis hacer esto
conmigo? ¿Acaso no os lo dije desde el principio que mi estilo de vida era incompatible con el
vuestro? Id a buscar un abad de acuerdo con vuestra forma de vivir, porque en adelante no
podréis contar conmigo.” Entonces regresó a su amada soledad y allí vivió consigo mismo, bajo
la mirada del celestial Espectador.
PEDRO. — No acabo de entender qué quiere decir eso de que “vivió consigo mismo.”
GREGORIO. — Si el santo varón hubiese querido tener por más tiempo sujetos contra su
voluntad a aquellos que unánimemente atentaban contra él, y que tan lejos estaban de vivir según
su estilo, quizás el trabajo hubiera excedido a sus fuerzas y perdido la paz, y hasta es posible que
hubiera desviado los ojos de su alma de los rayos luminosos de la contemplación. Pues fatigado
por el cuidado diario de la corrección de ellos, hubiera negligido su interior. Y acaso olvidándose
de sí mismo, tampoco hubiera sido de provecho a los demás. Pues, sabido es, que cada vez que
por el peso de una desmesurada preocupación salimos de nosotros mismos, aunque no dejemos
de ser lo que somos, no estamos en nosotros mismos, ya que divagando en otras cosas no nos
percatamos de lo nuestro. ¿Acaso diremos que vivía consigo mismo aquel que marchando a una
región lejana, derrochó la hacienda que había recibido y tuvo que ajustarse con un hombre de
aquel país, que le envió a apacentar puercos, a los cuales veía hartarse de bellotas mientras él
pasaba hambre? Y sin embargo, cuando empezó a reflexionar sobre los bienes que había perdido,
la Escritura dice de él: Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre andan
sobrados de pan! (Lc 15:17). Si, pues, estuvo consigo, ¿cómo volvió en sí? Por eso dije, que este
venerable varón habitó consigo mismo, porque teniendo continuamente los ojos puestos en la
guarda de sí mismo, viéndose siempre ante la mirada del Creador, y examinándose
continuamente, no salió fuera de sí mismo, echando miradas al exterior.
71
PEDRO. — Entonces, ¿cómo se explica lo que está escrito del apóstol Pedro, cuando fue sacado
de la cárcel por el ángel: Volviendo en sí, dijo: Ahora conozco verdaderamente que el Señor ha
enviado su ángel y me ha librado de las manos de Herodes y de la expectación de todo el pueblo
judío? (Hch 12:11).
GREGORIO. — De dos maneras, Pedro, se dice que salimos de nosotros mismos. Cuando
caemos por debajo de nosotros mismos, por un pecado de pensamiento, o cuando somos
elevados por encima de nosotros mismos, por la gracia de la contemplación. Aquel que apacentó
a los puercos cayó por debajo de sí, a causa de la divagación de su mente y de la inmundicia de
su alma. Por el contrario, este otro a quien el ángel liberó y arrebató su espíritu en éxtasis salió
ciertamente fuera de sí, pero por encima de sí mismo. Ambos volvieron en sí, el uno cuando
abandonó su vida errada y se recogió en su corazón; el otro cuando al bajar de la contemplación
retornó a su estado de conciencia habitual. Así, pues, el venerable Benito habitó consigo mismo
en aquella soledad, en el sentido de que se mantuvo dentro de los limites de su pensamiento.
Pero cada vez que le arrebató a lo alto el fuego de la contemplación, entonces fue elevado por
encima de sí mismo.
PEDRO. — Esto queda claro. Pero dime, te ruego: ¿Podía abandonar a aquellos monjes después
de haber aceptado encargarse de ellos?
GREGORIO. — Entiendo, Pedro, que se ha de tolerar con entereza a un grupo de malos, si en él
hay algunos buenos a quienes se pueda ayudar. Pero donde falta en absoluto el fruto, porque no
hay buenos, es inútil afanarse por los malos, sobre todo si se presenta la ocasión de hacer otras
obras que puedan reportar mayor gloria a Dios. Según esto, ¿para qué iba a permanecer allí por
más tiempo el santo varón, si veía que todos a una le perseguían? Además, sucede con frecuencia
en las almas perfectas — cosa que no debemos olvidar — que cuando se dan cuenta de que su
trabajo produce poco fruto, se marchan a otra parte donde puedan hacer más fruto. Por eso, aquel
esclarecido predicador, que deseaba ser liberado de su cuerpo mortal y estar con Cristo, para el
cual su vivir era Cristo y una ganancia el morir (Fl 1:21), y que no sólo anhelaba las
persecuciones, sino que animaba a otros a soportarlas, al sufrir violenta persecución en Damasco,
procuróse una cuerda y una espuerta para huir e hizo que le bajasen ocultamente por la muralla.
¿Diremos acaso por eso, que Pablo tuvo miedo a la muerte, cuando él mismo asegura que la
deseaba por amor a Jesús? No por cierto. Sino que viendo que en aquel lugar había de trabajar
mucho y sacar poco fruto, reservóse para otras partes donde pudiese trabajar con más fruto. El
aguerrido luchador de Dios no quiso permanecer seguro dentro de los muros, sino que fue en
busca del campo de batalla. Por la misma razón, si me escuchas atentamente, en seguida verás
cómo el venerable Benito al escapar de allí con vida, no abandonó a tantos hombres rebeldes,
como almas resucitó de la muerte espiritual en otras partes.
PEDRO. — Que es como dices lo declara esa razón manifiesta y el ejemplo que has aducido.
Pero te ruego vuelvas a tomar el hilo de la narración de la vida de este gran abad.
GREGORIO. — Como el santo varón crecía en virtudes y milagros en aquella soledad, fueron
muchos los que se reunieron en aquel lugar para servir a Dios todopoderoso, de suerte que con la
ayuda de Nuestro Señor Jesucristo, que todo lo puede, erigió allí doce monasterios, a cada uno de
los cuales asignó doce monjes con su abad. Pero retuvo en su compañía a algunos, que creyó
serían mejor formados si permanecían a su lado. También por entonces comenzaron a visitarle
algunas personas nobles y piadosas de la ciudad de Roma, que le confiaron a sus hijos para que
los educara en el temor de Dios todopoderoso. Por este tiempo Euticio y el patricio Tértulo le
encomendaron a sus hijos Mauro y Plácido, los dos, niños de buenas esperanzas. El joven
72
Mauro, dotado de buenas costumbres, empezó a ayudar al maestro. Plácido en cambio, era
todavía un niño.
73
misma orilla del lago. Mientras el godo cortaba aquel matorral de zarzas con todas sus fuerzas, se
desprendió el hierro del mango y cayó al lago, precisamente en un lugar donde era tanta la
profundidad del agua, que no había esperanza alguna de recuperarlo. Perdida ya la herramienta,
corrió el godo tembloroso al monje Mauro, le contó lo que le había sucedido e hizo penitencia
por su falta. Enseguida, Mauro puso el hecho en conocimiento del siervo de Dios Benito, el cual,
enterado del caso, fue al lugar del suceso, tomó el mango de la mano del godo y lo metió en el
agua. A1 momento, el hierro subió de lo hondo del lago y se ajustó al mango. Luego entregó la
herramienta al godo diciéndole: “Toma, trabaja y no te aflijas más.”
74
su propia mano. Habiendo venido como de costumbre, el siervo de Dios echó al cuervo el pan
que el sacerdote le había enviado y le ordenó: “En nombre de nuestro Señor Jesucristo toma este
pan y arrójalo a un lugar donde no pueda ser hallado por nadie.” Entonces el cuervo, abriendo el
pico y extendiendo las alas, empezó a revolotear y a graznar alrededor del pan, como diciendo
que estaba dispuesto a obedecer, pero no podía cumplir lo mandado. El siervo de Dios le reiteró
la orden, diciendo: “Llévatelo, llévatelo sin miedo y échalo donde nadie pueda encontrarlo.”
Tardó todavía largo rato el cuervo en ejecutar la orden, pero al fin tomó el pan con su pico,
levantó el vuelo y se fue. A1 cabo de tres horas, habiendo arrojado ya el pan, regresó y recibió el
alimento acostumbrado de mano del hombre de Dios. Pero el venerable abad, viendo que el
ánimo del sacerdote se enardecía contra su vida dolióse más por él que por sí mismo. Mas, el
sobredicho Florencio, ya que no pudo matar el cuerpo del maestro, intentó matar las almas de sus
discípulos. Para ello, introdujo en el huerto del monasterio donde vivía, a siete muchachas
desnudas, para que allí, ante sus ojos, juntando las manos unas con otras y bailando largo rato
delante de ellos, inflamaran sus almas en el fuego de la lascivia 22. Vio el santo varón desde su
celda lo que pasaba y temió mucho la caída de sus discípulos más débiles. Mas, considerando
que todo aquello se hacía únicamente con ánimo de perseguirle a él, trató de evitar la ocasión de
aquella envidia. Y así, constituyó propósitos en todos aquellos monasterios que había fundado y
tomando consigo unos pocos monjes mudó su lugar de residencia. Pero, apenas el hombre de
Dios había rechazado, humildemente, el odio de su adversario, cuando Dios todopoderoso
castigó terriblemente a su rival. Pues estando dicho sacerdote en la azotea de su casa,
alegrándose con la nueva de la partida de Benito, de pronto; permaneciendo inmóvil toda la casa,
se derrumbó la terraza donde estaba, y aplastando al enemigo de Benito, lo mató. El discípulo del
hombre de Dios, Mauro, creyó oportuno hacérselo saber al venerable abad Benito, que aún no se
había alejado ni diez millas del lugar, diciéndole: “Regresa, porque el sacerdote que te perseguía
ha muerto.” Al oír esto el hombre de Dios, prorrumpió en grandes sollozos, no sólo porque su
adversario había muerto, sino porque el discípulo se había alegrado de su desastroso fin. Y por
eso impuso una penitencia al discípulo, porque al anunciarle lo sucedido se había atrevido a
alegrarse de la muerte de su rival.
PEDRO. — Admirables y sobremanera asombrosas son las cosas que acabas de contar, pues en
el agua que manó de la piedra veo a Moisés (Núm 20:11); en el hierro que remontó desde lo
profundo del agua, a Elíseo (2Re 6:7); en el andar sobre las aguas, a Pedro (Mt 14:29); en la
obediencia del cuervo, a Elías (1 Re 17:6) y en el llanto por la muerte de su enemigo, a David
(2Sam 1:2; 18:33). Por todo lo cual, veo que este hombre estaba lleno del espíritu de todos los
justos.
GREGORIO. — Pedro, el hombre de Dios Benito tuvo únicamente el espíritu de Aquel que por
la gracia de la redención que nos otorgó, llenó el corazón de todos los elegidos; del cual dice san
Juan: era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1:9), y más
abajo: de su plenitud todos hemos recibido (Jn 1:16). Los santos alcanzaron de Dios el poder de
hacer milagros, pero no el de comunicar este poder a los demás, pues solamente lo concede a sus
discípulos, el que prometió dar a sus enemigos la señal de Jonás (Mt 12:39). En efecto, quiso
morir en presencia de los soberbios, pero resucitar ante los humildes, para que aquéllos se dieran
cuenta de quién habían condenado, y éstos, a quién debían amar con veneración. En virtud de
este misterio, mientras los soberbios contemplaron al que habían despreciado con una muerte
infame, los humildes recibieron la gloria de su poder sobre la muerte.
75
PEDRO. — Dime ahora, por favor, a qué lugares emigró el santo varón y si obró milagros en
ellos.
GREGORIO. — El santo varón, al emigrar a otra parte, cambió de lugar, pero no de enemigo.
Ya que después hubo de librar combates tanto más difíciles, cuanto que tuvo que luchar
abiertamente contra el maestro de la maldad en persona. El fuerte llamado Casino está situado en
la ladera de una alta montaña, que le acoge en su falda como un gran seno, y luego continúa
elevándose hasta tres millas de altura, levantando su cumbre hacia el cielo. Hubo allí un templo
antiquísimo, en el que según las costumbres de los antiguos paganos, el pueblo necio e ignorante
daba culto a Apolo. A su alrededor había también bosques consagrados al culto de los demonios,
donde todavía en aquel tiempo una multitud enloquecida de paganos ofrecía sacrificios
sacrílegos. Cuando llegó allí el hombre de Dios, destrozó el ídolo, echó por tierra el ara y taló los
bosques. Y en el mismo templo de Apolo construyó un oratorio en honor de san Martín, y donde
había estado el altar de Apolo edificó un oratorio a san Juan. Además, con su predicación atraía a
la fe a las gentes que habitaban en las cercanías. Pero he aquí que el antiguo enemigo, no
pudiendo sufrir estas cosas en silencio, se aparecía a los ojos del abad, no veladamente o en
sueños, sino visiblemente, y con grandes clamores se quejaba de la violencia que tenía que
padecer por su causa. Los hermanos, aunque oían su voz, no veían su figura. Pero el venerable
abad contaba a sus discípulos cómo el antiguo enemigo se aparecía a sus ojos corporales horrible
y envuelto en fuego y le amenazaba echando fuego por la boca y por los ojos. En efecto, todos
oían lo que decía, porque primero le llamaba por su nombre, y como el hombre de Dios no le
respondía nada, enseguida prorrumpía en ultrajes. Pues cuando gritaba: “¡Benito, Benito!” y veía
que éste nada respondía, a continuación añadía: “¡Maldito y no bendito! ¿Qué tienes contra mí?
¿Por qué me persigues?” Pero veamos ahora los nuevos embates del antiguo enemigo contra el
siervo de Dios, a quien incitó presentándole batalla, pero, muy a pesar suyo, con ello no hizo más
que proporcionarle ocasiones de nuevas victorias.
76
cosas, diciéndoles que hicieran caso omiso de aquellas llamas que había simulado el antiguo
enemigo y que comprobaran cómo el edificio de la cocina estaba intacto.
77
Recibida esta respuesta, el compañero de viaje no insistió más por el momento. Pero habiendo
andado otro pequeño trecho, invitóle de nuevo a comer. Tampoco esta vez quiso aceptar, porque
había hecho propósito de llegar en ayunas. Calló nuevamente el que le había invitado a comer y
consintió en caminar con él todavía un poco más sin probar alimento. Pero después de haber
recorrido un largo trecho, cuando la hora era ya avanzada y los viajeros estaban fatigados,
encontraron a la vera del camino un prado con una fuente y con todo lo que podía parecerles a
propósito para reparar sus fuerzas. Entonces díjole el compañero de viaje: “Aquí hay agua, un
prado y un lugar ameno donde podemos comer y descansar un poco, para que luego podamos
acabar nuestro viaje sin novedad.” Como estas palabras halagaron sus oídos y el lugar sus ojos,
persuadido por esta tercera invitación, aceptó y comió. Al anochecer llegó al monasterio;
presentóse al venerable abad Benito y le pidió la bendición. Pero al instante el santo varón le
reprochó lo que había hecho en el camino, diciéndole: “¿Cómo ha sido, hermano, que el maligno
enemigo, que te habló por boca de tu compañero de viaje, no pudo persuadirte la primera vez ni
tampoco la segunda, pero logró persuadirte a la tercera y te venció en lo que quería?” Entonces
él, reconoció su culpa, fruto de su débil voluntad; se echó a sus pies y comenzó a llorar
avergonzado de su falta, tanto más cuanto que se dio cuenta que, aunque ausente, había
prevaricado a la vista del abad Benito.
PEDRO. — Veo que en el corazón de este santo varón había el espíritu de Elíseo, que aunque
estaba lejos, estuvo presente a lo que su discípulo Guejazi hacía (2Re 5:26).
GREGORIO. — Ahora, Pedro, es necesario que calles un poco, para que puedas conocer aún
mayores cosas. En tiempo de los godos, su rey Totila oyó decir que el santo varón tenía espíritu
de profecía. Dirigióse a su monasterio y deteniéndose a poca distancia del mismo, le anunció su
visita. Enseguida se le pasó aviso del monasterio, diciéndole que podía venir, pero él, pérfido
como era, intentó cerciorarse de si el hombre de Dios tenía espíritu de profecía. Para ello, prestó
su calzado a cierto escudero suyo llamado Rigo, le hizo vestir con la indumentaria real y le
mandó que se presentara al hombre de Dios como si fuera él mismo en persona. Envió para su
séquito a tres compañeros de los que solían ir en su comitiva, a saber: Vulderico, Rodrigo y
Blidino, para que formando cortejo con él hicieran creer al siervo de Dios que se trataba del
mismo rey Totila. Dióle además otros honores y acompañamiento, para que tanto por el séquito
como por los vestidos de púrpura le tuviese por el propio rey. Cuando Rigo llegó al monasterio
ostentando las vestiduras reales y rodeado de numeroso séquito, el hombre de Dios estaba
sentado a la puerta. Vio cómo iba acercándose y cuando podía ya hacerse oír de él, grito
diciendo: “¡Quítate eso, hijo, quítate eso que llevas, que no es tuyo!” Al instante Rigo cayó en
tierra lleno de espanto por haber intentado burlarse de tan santo varón; y todos los que con él
habían ido a ver al el hombre de Dios, cayeron consternados en tierra. Al levantarse, no se
atrevieron a acercársele, sino que regresaron adonde estaba su rey y temblando le contaron la
rapidez con que habían sido descubiertos.
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le increpó por sus desmanes y en pocas palabras le vaticinó todo cuanto había de sucederle. Le
dijo: “Has hecho y haces mucho daño; es ya hora de poner término a tu maldad. Ciertamente,
entrarás en Roma, atravesarás el mar y reinarás nueve años, pero al décimo morirás.” Oídas estas
palabras, el rey quedó fuertemente impresionado, le pidió la bendición y se marchó. Y desde
entonces fue menos cruel. Poco tiempo después entró en Roma, pasó luego a Sicilia y al décimo
año de su reinado, por disposición de Dios todopoderoso, perdió el reino con la vida. También el
obispo de la iglesia de Canosa,” a quien el hombre de Dios amaba entrañablemente por los
méritos de su vida ejemplar, acostumbraba a visitar al siervo de Dios. Un día, conversando con él
acerca de la entrada del rey Totila en Roma y de la devastación de la ciudad, díjole el obispo:
“Este rey destruirá de tal manera la ciudad, que ya no podrá ser jamás habitada” '2. A lo que
respondió el hombre de Dios: “Roma no será destruida por los hombres, sino que se consumirá
en sí misma, abatida por tempestades, huracanes, tormentas y terremotos.” Los misterios de esta
profecía nos son ya más patentes que la luz, puesto que vemos demolidas las murallas de la
ciudad, arruinadas sus casas, destruidas sus iglesias por los huracanes y que se van
desmoronando sus edificios, como cansados por una larga vejez. Su discípulo Honorato, de quien
es la relación de todo lo que voy diciendo, confiesa que esto no lo oyó de su boca, pero afirma
que los monjes le aseguraron que así lo había dicho el santo.
PEDRO. — Por lo que veo, este hombre de Dios penetró hasta los secretos de la divinidad,
puesto que sabía que este clérigo había sido entregado a Satanás, precisamente para que no osara
recibir orden sagrada alguna.
GREGORIO. — ¿Cómo no iba a conocer los secretos de la divinidad, el que guardaba tan
fielmente los preceptos del mismo Dios, estando como está escrito que: El que se adhiere al
Señor, se hace un espíritu con él? (1 Co 6:17).
PEDRO. — Si el que se adhiere al Señor se hace un mismo espíritu con él, ¿por qué el mismo
egregio predicador dice también: Quién conoció el pensamiento del Señor, o quién fue su
consejero? (Rom 11,34). Pues parece ilógico que uno ignore el pensamiento de aquel con el cual
ha sido hecho un solo espíritu.
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GREGORIO. — Los hombres santos, en cuanto son una misma cosa con el Señor, no ignoran su
pensamiento, pues también el mismo Apóstol dice: ¿Qué hombre conoce lo que en el hombre
hay, sino el espíritu del hombre que está en él? Así también, nadie conoce las cosas de Dios sino
el Espíritu de Dios (1Co 2,lls). Y para mostrarnos que conocía las cosas de Dios, añadió:
Nosotros no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el espíritu de Dios (1Co 2:12). Por
eso dice también: Lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni imaginó el corazón del hombre, eso es lo
que Dios tiene preparado para los que le aman; pero a nosotros nos lo ha revelado por su Espíritu
(1 Co 2:9).
PEDRO. — Si, pues, las cosas que son de Dios fueron reveladas al mismo Apóstol por el
Espíritu de Dios, ¿cómo responde a lo que propuse antes, diciendo: ¡Oh profundidad de la
riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables
sus caminos! (Rm 11:33). Además de esto, me viene ahora a la mente otra duda. Pues el profeta
David, hablando con el Señor, dice: Con mis labios he pronunciado todos los juicios de tu boca
(Sal 119:3). Y como conocer es menor que pronunciar, ¿por qué afirma san Pablo que los juicios
de Dios son inescrutables, cuando David asegura, no sólo que los conoce, sino también que los
ha pronunciado con sus labios?
GREGORIO. — A ambas cosas te respondí brevemente más arriba, cuando te dije que los
hombres santos, en cuanto son una misma cosa con el Señor, no ignoran su pensamiento. En
efecto, todos los que siguen devotamente al Señor están unidos a Dios por su devoción, pero
mientras están abrumados por el peso de la carne corruptible, no están aún junto a Dios. Y
así, en cuanto le están unidos, conocen los ocultos designios de Dios, y en cuanto están
separados de él, los ignoran. Por eso, en tanto no penetran aún perfectamente sus secretos
aseguran que sus juicios son incomprensibles, pero en cuanto se adhieren a él por el espíritu, y
por esta unión, instruidos por las palabras de la Sagrada Escritura o por secretas revelaciones,
reciben algún conocimiento, entonces saben estas cosas y las anuncian. Así, pues, ignoran lo que
Dios calla y conocen lo que les habla. Por eso cuando el profeta David dijo: Con mis labios
pronuncié todos tus decretos, añadió a continuación: salidos de tu boca (Sal 119:13); como si
dijera abiertamente: “Pude conocer y proclamar estos decretos, porque tú los proferiste. Puesto
que aquellas cosas que tú no dices, por lo mismo las ocultas a nuestra inteligencia.” Concuerda,
pues, la sentencia del Profeta y la del Apóstol, porque si es cierto que los juicios de Dios son
inescrutables, también lo es que una vez han sido proferidos por su boca, pueden ser
pronunciados por labios humanos, porque lo que Dios revela puede ser conocido, pero no lo que
oculta.
PEDRO. — Has resuelto esta pequeña objeción mía con razones bien claras. Pero, te ruego, que
prosigas, si tienes algo que decir aún sobre los milagros de este varón.
GREGORIO. — Cierto hombre noble, llamado Teoprobo, había sido convertido por las
exhortaciones del abad Benito, quien por su vida ejemplar le tenía gran confianza y familiaridad.
Un día entró Teoprobo en su celda y le encontró llorando amargamente, Esperó largo rato, pero
al ver que no cesaban sus lágrimas y que el hombre de Dios no lloraba como en la oración, sino
por alguna congoja, preguntóle la causa de tanto llanto. A lo que respondió enseguida el hombre
de Dios: “Todo este monasterio que he construido y todas estas cosas que he preparado para los
monjes, por disposición de Dios todopoderoso, serán entregadas a los bárbaros. Sólo a duras
penas he podido alcanzar que se me concedieran las vidas de los monjes.” Este oráculo, que
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entonces oyó Teoprobo, nosotros lo vemos cumplido, pues sabemos que su monasterio ha sido
destruido por las hordas de los lombardos. En efecto, no ha muchos años, una noche, mientras
los monjes dormían, entraron allí los lombardos y lo saquearon todo, pero no pudieron apresar ni
un solo monje. Así Dios todopoderoso cumplió lo que había prometido a su fiel siervo Benito:
que aunque entregaría los bienes a los bárbaros, salvaría empero la vida de los monjes. Y en esto
veo que a Benito le sucedió lo mismo que a san Pablo, el cual vio cómo su navío perdía todo lo
que llevaba, pero salvó, para consuelo suyo, la vida de todos los que iban con él (Hch 27).
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XXI. Doscientos Modios de Harina.
En otra ocasión, sobrevino en la región de la Campania una gran hambre que afligía a
todo el mundo por la falta de alimentos. Empezaba también ya a escasear el trigo en el
monasterio de Benito y se habían consumido casi todos los panes, de tal manera que a la hora de
la refección de los monjes sólo pudieron hallarse cinco. Viéndolos el venerable abad
contristados, trató primero de corregir con suave reprensión su pusilanimidad y luego de
animarlos con esta promesa, diciendo: “¿Por qué está triste vuestro corazón por la falta de pan?
Hoy ciertamente hay poco, pero mañana lo tendréis en abundancia.” Al día siguiente encontraron
delante de la puerta del monasterio doscientos modios de harina metido en sacos, sin que hasta el
día de hoy se haya podido saber, de quién se valió Dios todopoderoso para llevarlos allí. Viendo
esto, los monjes alabaron a Dios y aprendieron a no dudar más de la abundancia, aun en tiempo
de escasez.
PEDRO. — Dime, por favor, si este siervo de Dios tenía siempre espíritu de profecía o si este
espíritu invadía su alma sólo de vez en cuando.
GREGORIO. — El espíritu de profecía, Pedro, no está continuamente inspirando la mente de los
profetas, porque si el Espíritu Santo, según está escrito, inspira donde quiere (Jn 3:8), también
has de saber que inspira cuando quiere. Por eso, preguntado el profeta Natán por el rey David, si
podía construir el templo, primeramente le dijo que sí y luego que no (2Sam 7:17). Y por lo
mismo, cuando el profeta Eliseo vio llorar a la mujer sunamita, sin conocer la causa de su llanto,
dijo al criado que la impedía acercarse: Déjala, porque su alma está llena de amargura y el Señor
me lo ha ocultado y no me lo ha revelado (2Re 4:27). Dios todopoderoso actúa así por
disposición de su soberana bondad, porque unas veces da el espíritu de profecía y otras lo retira,
eleva las almas de los profetas a las alturas y al mismo tiempo las mantiene en la humildad,
para que vean lo que son por la gracia de Dios, cuando reciben este espíritu, y lo que son
por sí mismos, cuando les falta.
PEDRO. — Que es así como dices, lo manifiesta tu mismo razonamiento. Pero cuéntame por
favor, todo lo que sepas del venerable abad Benito.
GREGORIO. — En otra ocasión, cierto varón piadoso le rogó que enviase algunos de sus
discípulos para fundar un monasterio en una posesión suya, junto a la ciudad de Terracina.
Accedió Benito a su demanda; designó a los monjes que habían de ir y nombróles abad y prior.
A1 despedirlos les prometió: “Id y tal día iré yo y os mostraré dónde debéis edificar el oratorio,
el refectorio de los monjes, la hospedería y todo lo demás.” Recibida la bendición, partieron en
seguida. Esperaron con ansia el día señalado y prepararon todo lo necesario para los que habían
de venir en compañía del santo abad. Pero la noche anterior al día convenido, antes de que
amaneciera, el hombre de Dios se apareció en sueños al que había constituido abad y a su prior y
les fue señalando minuciosamente cada uno de los lugares donde había de edificarse algo. Al
levantarse de la cama, refiriéronse mutuamente lo que habían visto en sueños, pero no dieron
crédito a la visión y así esperaron a que viniera el siervo de Dios, tal como se lo había
prometido. Mas viendo que no había comparecido el día señalado, fueron a él y le dijeron llenos
de tristeza: “Padre, esparábamos que vinieras, tal como nos lo habías prometido, y nos indicaras
lo que habíamos de edificar, pero no compareciste.” Él les respondió: “Hermanos, ¿cómo decís
esto? ¿Acaso no vine según había prometido?” Contestáronle: “¿Cuándo viniste?” Él respondió:
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“Cuando me aparecí a los dos mientras dormíais y os señalé cada uno de los lugares. Id, pues, y
según lo oísteis en la visión, construid todos los edificios del monasterio.” Al oír esto, quedaron
estupefactos; regresaron al predio susodicho y construyeron todas las dependencias según las
instrucciones recibidas en la visión.
PEDRO. — Desearía que me explicaras, cómo pudo ir tan lejos, dar la respuesta a unos que
dormían y éstos reconocerle y oírle en la visión.
GREGORIO. — ¿Por qué, Pedro, porfías en querer averiguar el hecho con tanta prolijidad? Es
evidente que el espíritu es de naturaleza más sutil que el cuerpo. Por otra parte, sabemos con
absoluta certeza, por el testimonio de la Escritura, que el profeta Habacuc fue arrebatado y
transportado en un instante de Judea a Caldea con la comida. Y después de dar de comer al
profeta Daniel se halló de nuevo súbitamente en Judea (Dn 17,32-39). Si, pues, Habacuc pudo en
un instante ir corporalmente tan lejos a llevar la comida, no es de maravillar que al abad Benito
le fuera concedido ir espiritualmente y decir lo necesario a los espíritus de aquellos monjes que
estaban durmiendo. Pues así como aquél fue corporalmente para llevar el alimento corporal, éste
fue espiritualmente para llevarles una instrucción de tipo espiritual.
PEDRO. — Confieso que la claridad de tus palabras ha hecho desaparecer en mí toda duda, pero
quisiera saber cómo era el modo habitual de hablar de este santo varón.
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excomulgados, pero en adelante no se las vio salir más del templo. Con lo que quedó de
manifiesto que al no retirarse con los excomulgados, era porque habían sido recibidas a la
comunión del Señor, gracias a su siervo Benito.
PEDRO. — Realmente, me admira que un hombre por más venerable y santo que fuera, viviendo
aún en carne mortal, pudiera absolver a unas almas que estaban ya ante el invisible tribunal de
Dios.
GREGORIO. — Pero, ¿es que no vivía en carne mortal el apóstol san Pedro, cuando oyó de la
boca del Señor: Todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos y todo lo que desatares en
la tierra será desatado en el cielo? (Mt 16:1). Este poder de atar y desatar lo tienen ahora aquellos
que gobiernan santamente, por su fe y sus buenas costumbres. Pero, para que el hombre terreno
pudiera hacer tales cosas, el Creador de cielos y tierra bajó del cielo, y para que la carne pudiera
juzgar incluso a los espíritus, Dios hecho carne por los hombres se dignó concederle esto: que su
debilidad se elevara sobre sí misma, porque la fortaleza de Dios se había debilitado por debajo de
sí misma.
PEDRO. — El razonamiento de tus palabras concuerda perfectamente con el poder de sus
milagros.
GREGORIO. — Un día, cierto monje joven, que amaba a sus padres más de lo conveniente, se
marchó a su casa, saliendo del monasterio sin pedir la bendición. El mismo día, en llegando a su
casa murió y le sepultaron. Pero al día siguiente hallaron su cuerpo fuera de la fosa. De nuevo
volvieron a enterrarle, pero al día siguiente lo hallaron otra vez fuera de la tumba. Entonces
corrieron a los pies del abad Benito, pidiéndole entre sollozos que se dignara concederles su
favor. Al punto, dióles el hombre de Dios por su propia mano la comunión del Cuerpo del Señor,
diciéndoles: “Id y poned sobre su pecho esta partícula del Cuerpo del Señor y sepultadlo con
ella.” Hiciéronlo así y la tierra retuvo el cuerpo, sin volver a arrojarlo más. ¿Ves, Pedro, qué
méritos no tendría este hombre delante de nuestro Señor Jesucristo, que hasta la tierra arrojaba de
sí el cuerpo de aquel que no tenía el favor de Benito?
PEDRO. — Lo veo perfectamente y ello me llena de asombro.
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Tampoco debo callar lo que me contó el ilustre Antonio: que un esclavo de su padre fue
atacado de una elefantiasis tan grave, que se le entumecía la piel y se le caía el cabello, sin poder
ocultar la podredumbre que avanzaba por momentos. Enviado por su padre al hombre de Dios,
instantáneamente recuperó la salud perdida.
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la tapadera de la tinaja empezó a levantarse, empujada por el aceite que iba subiendo. Al fin cayó
la tapadera, y el aceite, desbordándose, comenzó a invadir el pavimento del lugar donde estaban
postrados en oración. Al darse cuenta de ello el siervo de Dios Benito, puso en seguida fin a su
oración y al punto el aceite dejó de derramarse por el suelo. Entonces amonestó con más
insistencia al monje desconfiado y desobediente, para que aprendiese en adelante a tener más fe
y humildad. El monje, saludablemente corregido, quedó ruborizado de ver que el venerable abad
había mostrado con milagros el poder de Dios todopoderoso, del que antes le había hablado
en la primera amonestación. Y así, no había ya quien dudara de las promesas de aquel que en un
instante trocó un vaso de cristal casi vacío en una tinaja rebosante de aceite.
PEDRO. — Quisiera saber si estos milagros tan grandes los obtenía siempre por el poder de la
oración, o si a veces los obraba con sólo el querer de su voluntad.
GREGORIO. — Los que se unen devotamente a Dios suelen obrar milagros de ambas maneras,
según lo exigen las circunstancias, de suerte que unas veces hacen prodigios por medio de la
oración y otras por sólo su propio poder. Porque si san Juan dice: A todos los que le recibieron
les dio poder de llegar a ser hijos de Dios (Jn 1,12), ¿por qué maravillarse de que puedan obrar
prodigios por su propio poder, quienes son hijos de Dios por ese mismo poder? Que obran
milagros de las dos maneras nos lo atestigua san Pedro, que resucitó a la difunta Tabita con la
oración (Hch 9,40) y entregó a la muerte a Ananías y Safira por sola su reprensión (Hch 5:1-10),
puesto que no se dice que orara para que murieran, sino únicamente que les echó en cara el
pecado que habían cometido. Luego es cierto, que unas veces obran milagros por su propia
virtud, y otras por virtud de la oración, ya que a éstos les quitó la vida recriminándoles su
pecado, y a aquélla se la restituyó orando. Y para que veas que esto es verdad, voy a traer ahora a
colación dos prodigios del fiel siervo de Dios Benito, en los cuales aparece claramente que uno
lo obró por el poder recibido de Dios y el otro por la oración.
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empujarle delante de su caballo para que le mostrara quién era el tal Benito, que había recibido
en depósito todos sus bienes. El labriego, que iba delante con los brazos atados, le condujo al
monasterio del santo varón, a quien encontró sentado junto a la puerta, solo y leyendo. El
labriego dijo al cruel Zalla, que iba detrás de él: “He aquí al abad Benito, de quien antes te
hablé.” Zalla fijó en él su mirada llena de ira y ferocidad, y creyendo que podía usar con él los
procedimientos terroristas que acostumbraba, empezó a gritar fuertemente, diciéndole:
“¡Levántate, levántate! ¡Devuelve todo lo que recibiste de este labriego!” Al oír estas palabras, el
hombre de Dios, levantó sus ojos de la lectura, le miró y fijó también la vista en el labriego que
mantenía maniatado. A1 poner los ojos sobre los brazos del labriego, comenzaron a desatarse de
un modo maravilloso y con tanta rapidez las cuerdas que ataban sus brazos, que no hubiera
podido desligarlos tan presto celeridad humana alguna. Al ver Zalla cuán fácilmente quedaba
desatado aquel que había traído maniatado consigo, aterrado ante la fuerza de tal poder, cayó del
caballo y doblando a las plantas de Benito aquella su cerviz de inflexible crueldad, se encomendó
a sus oraciones. El hombre de Dios no dejó por eso su lectura, pero llamó a los monjes y les
mandó que introdujeran a Zalla en el monasterio y que le obsequiaran con algún alimento
bendecido. Cuando volvió a su presencia, le amonestó a que dejara tanta insana crueldad. Y así,
al retirarse aplacado, no se atrevió a pedir nada a aquel labriego, a quien el hombre de Dios
había desatado sin tocarlo, con sóla su mirada. Esto es, Pedro, lo que antes te decía: que
aquellos que sirven con más familiaridad a Dios todopoderoso algunas veces suelen obrar cosas
admirables con sólo su poder. Pues el que estando sentado reprimiera la ferocidad de aquel
terrible godo, y con sólo su mirada deshiciera las cuerdas y nudos que ataban los brazos de un
inocente, nos indican por 1a misma rapidez con que se hizo el milagro, que había recibido el
poder de hacerlo. Ahora añadiré también un magnífico milagro, que obtuvo por medio de la
oración.
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vivo y sano lo entregó a su padre. Aquí queda de manifiesto, Pedro, que no estuvo en su poder el
hacer este milagro, ya que postrado en tierra pidió poder para realizarlo.
PEDRO. — Está claro que todo es como dices, porque has probado tus palabras con hechos.
Pero dime, por favor, si los santos pueden hacer todo lo que quieren y si alcanzan todo lo que
desean obtener.
GREGORIO. — ¿Quién habrá, Pedro, en esta vida más grande que san Pablo? Y sin embargo
tres veces rogó al Señor que le librara del aguijón de la carne (2Co 12,8) y no pudo alcanzar lo
que deseaba. Por eso, es preciso que te cuente del venerable abad Benito cómo deseó algo y no
pudo obtenerlo. En efecto, una hermana suya, llamada Escolástica, consagrada a Dios
todopoderoso desde su infancia, acostumbraba a visitarle una vez al año. Para verla, el hombre
de Dios descendía a una posesión del monasterio, situada no lejos de la puerta del mismo. Un día
vino como de costumbre y su venerable hermano bajó donde ella, acompañado de algunos de sus
discípulos S'. Pasaron todo el día ocupados en la alabanza divina y en santos coloquios, y al
acercarse las tinieblas de la noche tomaron juntos la refección. Estando aún sentados a la mesa
entretenidos en santos coloquios, y siendo ya la hora muy avanzada, dicha religiosa hermana
suya le rogó: “Te suplico que no me dejes esta noche, para que podamos hablar hasta mañana de
los goces de la vida celestial.” A lo que él respondió: “¡Qué es lo que dices, hermana! En modo
alguno puedo permanecer fuera del monasterio.” Estaba entonces el cielo tan despejado que no
se veía en él ni una sola nube. Pero la religiosa mujer, al oír la negativa de su hermano, juntó las
manos sobre la mesa con los dedos entrelazados y apoyó en ellas la cabeza para orar a Dios
todopoderoso. Cuando levantó la cabeza de la mesa, era tanta la violencia de los relámpagos y
truenos y la inundación de la lluvia, que ni el venerable Benito ni los monjes que con él estaban
pudieron trasponer el umbral del lugar donde estaban sentados. En efecto, la religiosa mujer,
mientras tenía la cabeza apoyada en las manos había derramado sobre la mesa tal río de lágrimas,
que trocaron en lluvia la serenidad del cielo. Y no tardó en seguir a la oración la inundación del
agua, sino que de tal manera fueron simultáneas la oración y la copiosa lluvia, que cuando fue a
levantar la cabeza de la mesa se oyó el estallido del trueno y lo mismo fue levantarla que caer al
momento la lluvia. Entonces, viendo el hombre de Dios, que en medio de tantos relámpagos y
truenos y de aquella lluvia torrencial no le era posible regresar al monasterio, entristecido,
empezó a quejarse diciendo: “¡Que Dios todopoderoso te perdone, hermana! ¿Qué es lo que has
hecho?” A lo que ella respondió: “Te lo supliqué y no quisiste escucharme; rogué a mi Señor y él
me ha oído. Ahora, sal si puedes. Déjame y regresa al monasterio.” Pero no pudiendo salir fuera
de la estancia, hubo de quedarse a la fuerza, ya que no había querido permanecer con ella de
buena gana. Y así fue cómo pasaron toda la noche en vela, saciándose mutuamente con
coloquios sobre la vida espiritual. Por eso te dije, que quiso algo que no pudo alcanzar. Porque si
bien nos fijamos en el pensamiento del venerable varón, no hay duda que deseaba se mantuviera
el cielo despejado como cuando había bajado del monasterio, pero contra lo que deseaba se hizo
el milagro, por el poder de Dios todopoderoso y gracias al corazón de aquella santa mujer. Y no
es de maravillar que, en esta ocasión, aquella mujer que deseaba ver a su hermano pudiese más
que él, porque según la sentencia de san Juan: Dios es amor (1Jn 4:16), y con razón pudo más la
que amó más (Lc 7:47) 53.
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PEDRO. — Ciertamente, me gusta mucho lo que dices.
PEDRO. — ¡Cosa sobremanera admirable y de todo punto inaudita! Pero eso que has dicho: de
que ante sus ojos apareció el mundo entero como recogido en un rayo de sol, no puedo
imaginármelo, porque jamás he tenido semejante experiencia. Pues, ¿cómo es posible que el
mundo entero pueda ser visto por un hombre?
GREGORIO. — Fíjate bien, Pedro, en lo que voy a decirte. Para el alma que ve al Creador,
pequeña es toda criatura. Puesto que por poca que sea la luz que reciba del Creador, le parece
89
exiguo todo lo creado. Porque la claridad de la contemplación interior amplifica la visión íntima
del alma y tanto se dilata en Dios, que se hace superior al mundo; incluso el alma del vidente se
levanta sobre sí, pues en la luz de Dios se eleva y se agranda interiormente. Y cuando así elevada
mira lo que queda debajo de ella, entiende cuán pequeño es lo que antes estando en sí, no podía
comprender. El hombre de Dios, pues, contemplando el globo de fuego vio también a los ángeles
que subían al cielo, cosa que ciertamente no pudo ver sino en la luz de Dios. ¿Qué hay de
extraño, pues, que viera el mundo reunido en su presencia, el que elevado por la luz del espíritu
salió fuera del mundo? Y al decir que el mundo quedó recogido ante sus ojos, no quiero decir
que el cielo y la tierra redujeran su tamaño, sino que, dilatado y arrebatado en Dios el espíritu del
vidente, pudo ver sin dificultad todo lo que estaba por debajo de Dios. Pues a esta luz que
brillaba ante sus ojos, correspondía una luz interior en su alma, que arrebatando el espíritu del
vidente en las cosas celestiales, le mostró cuán pequeñas son todas las cosas terrenas.
PEDRO. — Veo que me ha sido de gran utilidad el no haber entendido lo que dijiste antes, pues
gracias a mi lentitud en comprender, tu explicación ha sido mucho más completa. Pero ahora que
ya me has explicado estas cosas con tanta claridad, te ruego que vuelvas a tomar el hilo de la
narración.
GREGORIO. — Con gusto, Pedro, seguiría contándote cosas de este venerable abad, pero
algunas las omitiré adrede, porque tengo prisa en contar los hechos de otros personajes. Con
todo, no quiero que ignores que el hombre de Dios, no sólo resplandeció en el mundo por sus
muchos milagros, sino que también brilló, y de una manera bastante luminosa, por su doctrina,
pues escribió una Regla para monjes, notable por su discreción y clara en su lenguaje. El que
quiera conocer con más detalle su vida y costumbres, podrá encontrar en las ordenaciones de esta
Regla todo lo que enseñó con el ejemplo, pues el santo varón de ningún modo pudo enseñar otra
cosa sino lo que había vivido.
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sobre el destruido altar de Apolo. Y tanto aquí como en la cueva de Subiaco, donde antes había
habitado, brilla hasta el día de hoy por sus milagros, cuando lo merece la fe de quienes los piden.
PEDRO. — ¿Por qué vemos con frecuencia que sucede lo mismo con los santos mártires, que no
hacen tantos milagros donde están sus cuerpos sepultados o hay reliquias suyas, y en cambio
obran prodigios mayores donde no están sepultados?
GREGORIO. — No dudo, Pedro, que los santos mártires pueden obrar muchos prodigios allí
donde yacen sus cuerpos, como de hecho así sucede, y allí hacen innumerables milagros a los
que los solicitan con recta intención. Pero, porque las almas enfermizas pueden dudar de que los
mártires estén presentes para escucharles donde saben que no están sus cuerpos, por eso es
necesario que obren mayores milagros donde un alma débil puede dudar de su presencia. Pero la
fe de aquellos que tienen el alma unida a Dios tiene tanto más mérito, cuanto que saben que
aunque no estén allí sus cuerpos, no por eso dejarán de ser escuchados. Por eso, la misma
Verdad, para acrecentar la fe de sus discípulos, les dijo: Si yo no me voy, no vendrá a vosotros el
Espíritu Paráclito (Jn 16:7). Pero siendo así que el Espíritu Paráclito procede continuamente del
Padre y del Hijo, ¿por qué dice el Hijo que debe retirarse para que venga el que no se aleja jamás
de él? Pues porque los discípulos, viendo al Señor en la carne, tenían deseos de verle siempre
con los ojos corporales. Por eso les dijo con razón: Si yo no me voy, no vendrá a vosotros el
Espíritu Paráclito. Como si dijera abiertamente: “Si no sustraigo mi cuerpo a vuestras miradas,
no puedo mostraros lo que es el amor del Espíritu; y si no dejáis de verme corporalmente, jamás
aprenderéis a amarme espiritualmente.”
PEDRO. — Me gusta tu explicación.
GREGORIO. — Debemos hacer ahora una pequeña pausa en nuestra conversación, pues si
hemos de seguir narrando los milagros de otros santos, preciso será que, entre tanto, con el
silencio reparemos nuestras fuerzas.
91
San Isidoro es considerado el último de los Padres en Occidente y ha pasado a la
historia como el hombre más sabio de su tiempo. Se le reconoce el mérito de haber hecho de
puente entre la ciencia de los antiguos y la Edad Media. Hasta el siglo XII fue considerado como
el oráculo imprescindible en todas las ciencias, una especie de nuevo Salomón. Sus Etimologías
figuran entre los libros más citados por los escritores medievales.
Esta obra, la más importante de cuantas escribió, es en realidad un enciclopedia en veinte
libros, donde se contienen todos los conocimientos de la época: desde la gramática y las
matemáticas, a la medicina y al derecho; desde la teología, la historia y la filosofía, a las lenguas,
la geografía, la arquitectura, la botánica... Escribió otras muchas obras, menos conocidas que las
Etimologías, entre las que destacan los tres libros de Sentencias, que constituyen una especie de
manual de teología dogmática y de ética.
No se conservan datos concretos de su actividad pastoral, que debió de ser intensa si —
como él mismo afirma en las Sentencias — el programa de un obispo comienza con la
abnegación y la humildad, y continúa con la integridad de vida, el arte de exponer la doctrina, el
buen ejemplo, la solicitud por su grey... Como metropolita de la Bética presidió algunos
Concilios importantes, como el II Concilio provincial de Sevilla y el IV Concilio de Toledo.
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mediante la lectura. Otros, en cambio, tienen deseos de saber, pero su falta de preparación les
supone un obstáculo. Sin embargo, estos últimos, mediante una lectura inteligente y asidua,
llegan a conocer lo que ignoran los otros, más inteligentes, pero perezosos e indiferentes.
De igual modo que una persona, aunque sea torpe de inteligencia, logra sacar fruto
gracias a su empeño y a su diligencia en el estudio, así el que descuida el don de inteligencia que
Dios le ha dado se hace culpable de condena, porque desprecia un don recibido y lo deja sin dar
frutos.
Si la doctrina no está sostenida por la gracia, no llega al corazón aunque entre por
los oídos. Hace mucho ruido por fuera, pero no aprovecha al alma. Sólo cuando interviene la
gracia, la palabra de Dios baja desde los oídos al fondo del corazón, y allí actúa
íntimamente, llevando a la comprensión de lo que se ha leído.
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Es necesario compadecer de todo corazón al que pide, aun no estando necesitado, aunque
se finja indigente, aunque utilice, quizá, la apariencia de una falsa indigencia. El que da con
sencillez no pierde por eso el fruto de la misericordia.
Si uno es pobre y no tiene nada que dar al necesitado, no puede poner el pretexto de
su indigencia. Según el precepto del Salvador, se nos manda ofrecer al pobre un vaso de agua
fría. Si no tenemos otra cosa, y damos lo que tenemos bondadosamente, no perderemos el
premio. Por lo demás, si son mayores nuestras posibilidades y dispensamos con escasez este don,
simulando pobreza, no engañamos al necesitado, sino a Dios, a quien no podemos esconder
nuestra conciencia.
Hay dos clases de limosnas: una corporal, dar al necesitado todo lo que puedas; otra
espiritual, perdonar a quien te hubiera agraviado. La primera se debe practicar con los
indigentes; la segunda, con los malos. Por tanto, siempre podrás comunicar algo, si no dinero, al
menos perdón. Pero no se debe ofrecer la limosna a regañadientes, no sea que, por ir
acompañada de tristeza, perdamos el premio de lo que distribuimos. Nuestra dádiva es perfecta
cuando la ofrecemos con espíritu de alegría. De aquí que diga también el Apóstol: Dios ama al
que da con alegría (2 Cor 9:7). Es de temer que el pobre reciba lo que le ofrecemos con tedio, o
que, despreciándola totalmente, se aparte afligido y triste.
Dar limosna de lo robado a otros no es oficio de misericordia, sino que es un pecado; por
eso dice Salomón: quien ofrece sacrificio del producto del robo a los pobres es como si alguien
degollara al hijo en la presencia de su padre (Sir [Vg] 34:24). Pues quien se apodera injustamente
de lo ajeno, nunca lo reparte justamente, ni hace bien a uno lo que se arrebata injustamente a
otro.
Gran pecado es dar los bienes de los pobres a los ricos, y a costa de los necesitados
alcanzar el favor de los poderosos; es como quitar el agua a la tierra árida y seca, para regar a
los ríos, que no lo necesitan.
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de lágrimas, y subió a tal grado su fama de santidad, que los monjes del monasterio le eligieron
como abad: tenía entonces sesenta años. Su muerte acaeció alrededor del año 649.
Considerado un doctor universal, San Juan Clamado profundizó en el camino ascético
que puede recorrer cualquier cristiano. La escala del Paraíso, libro de gran riqueza interior y
enorme difusión, desarrolla la idea de la ascensión del alma, bajo la guía del Espíritu Santo, hasta
la semejanza con Cristo. Titulada en memoria de la escala de Jacob y dividida en treinta
escalones, se pueden considerar en la obra dos partes principales: la primera abarca los veintitrés
primeros capítulos y trata de la lucha contra los vicios; los siete capítulos restantes giran en torno
a la adquisición de las virtudes.
El fragmento que se expone a continuación, recoge una parte del sermón número
veintiocho, donde el santo habla del estado de oración y muestra la naturaleza de esa unión con
Dios. Loarte
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El Diálogo Con Dios.
(La escala del Paraíso, escalón XXVlll, no. 188-189, 190-191, 193).
La oración, como bien expresa su nombre, es diálogo del hombre con Dios, unión
mística. Según los efectos que la caracterizan, es el apoyo del mundo y reconciliación con el
Señor; fuente de lágrimas y propiciatoria de nuestros pecados; defensa de la tentación y baluarte
ante las contradicciones; victoria en la lucha y empeño de los ángeles; alimento de los seres
incorpóreos y alegría en la espera; actividad que no finaliza jamás y fuente de virtud; forjadora
de carismas y del progreso espiritual, alimento del alma y luz de la mente (...).
Reza con toda sencillez, con una sola expresión, como hicieron el publicano y el hijo
pródigo que se dirigieron a Dios misericordioso (...).
No te afanes en mirar con minuciosidad las palabras que debes usar en la oración. A
menudo los simples y sencillos balbuceos de los niños aplacaron al Padre que está en los cielos
(cfr. Mt 6:9). No busques muchas palabras (cfr. Mt 6:7), porque tal deseo provoca la disipación
de la mente. Con una pequeña frase el publicano agradó al Señor (cfr. Lc 18:3), y con una sola
expresión dicha con fe, salvó al ladrón (cfr. Lc 23:39-43). A menudo muchas palabras distraen
en la oración porque llenan la mente de fantasías; una sola, con frecuencia, contribuye al
recogimiento: cuando a un cierto punto hay una palabra que te agrada y propicia la compunción,
permanece allí; entonces se unirá a tu oración el Ángel Custodio.
Después, no abuses de la libertad confiada, aunque hayas alcanzado la purificación.
Es más, acercándote a Dios con gran humildad, podrás obtener la más alta libertad.
También si te encontrases en lo alto de la escala de la virtud, continúa rezando para que sean
perdonados tus pecados como hizo San Pablo que, asemejándose a los pecadores, exclamaba: yo
soy el primero de ellos (cfr. I Tim 1:15). La pureza y compunción de lágrimas deben dar alas a la
oración, y el sabor, como el aceite y la sal condimentan los alimentos. Añade la bondad y la
dulzura, con las que debes revestirte si quieres liberar al corazón de todo aquello que arranca
la libertad, y poder elevarte sin esfuerzo hacia Dios.
Hasta que no hayamos alcanzado después de muchas experiencias tal claridad de oración,
seremos principiantes, como niños que empiezan a caminar. Trata de elevar la mente a Dios, o
mejor, de tenerla cerrada dentro de las operaciones de la oración y, si por debilidad infantil,
no la tienes tranquila, ponla rápidamente en orden: por desgracia nuestra mente es débil, pero el
Omnipotente podrá fijarla.
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Si continúas luchando sin rendirte, finalmente descenderá sobre ti Aquél que mantiene en
sus límites los mares de la mente, y dirá, mientras tú te elevas en oración: De aquí no pasarás, ahí
se romperá la soberbia de tus olas (...) (cfr. Job 38:11).
¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de ti, nada deseo sobre la tierra (cfr. Sal 73:25).
Esto persigue la oración. Si unos aspiran a la riqueza, otros a la gloria u otra posesión, mi bien es
estar apegado a Dios, único fundamento de mi esperanza (cfr. Sal 73:28). La fe es la que otorga
las alas a la oración, pues de ningún otro modo podrá volar hacia el cielo. Sólo esto pedimos al
Señor (cfr. Sal 27:4). Somos todavía víctimas de las pasiones, pero de esta condición todos
deseamos elevarnos, cortando definitivamente ese camino. Aquel juez que no temía a Dios, cede
a la insistencia de la viuda para no tener más la pesadez de escucharla (cfr. Lc 18:1-4). Dios hará
justicia al alma, viuda de El por el pecado, frente el cuerpo, su primer enemigo, y frente a los
demonios, sus adversarios invisibles. El Divino Comerciante sabrá intercambiar bien nuestras
buenas mercancías, poner a disposición sus grandes bienes con amorosa solicitud y estar pronto a
acoger nuestras súplicas (...).
No digas no haber obtenido aquello que has pedido rezando mucho, porque te has
beneficiado espiritualmente. De hecho, ¿qué bien más sublime puede existir al de estar unido
con el Señor y perseverar en esa unión ininterrumpida con Él? Quien se encuentra protegido por
la oración no deberá tener miedo de la sentencia del Juez divino, como le sucede al condenado
aquí en la tierra. Por eso, si eres sabio y no corto de vista, al recuerdo de ese juicio podrás
fácilmente alejar de tu corazón las ofensas recibidas y todo rencor, las preocupaciones por los
negocios terrenos y los sufrimientos que se derivan; la tentación de las pasiones y de todo género
de maldad. Con la súplica constante del corazón prepárate a la oración perenne de los labios, y
rápido avanzarás en la virtud (...).
Como canta el Salmista: “Yo conozco verdaderamente cuánto bien quisiste para mí
porque en tiempo de guerra no permitiste que el enemigo riese a mis espaldas; por eso, grité a ti
de todo corazón, con cuerpo y alma, porque donde se encuentran unidos estos elementos, allí se
encuentra Dios en medio de ellos” (cfr. Sal 40:12; 1:19; 1 Tes 5:23; Mt 18:20).
No todos tienen las mismas dotes, ni según el cuerpo, ni según el espíritu. Para algunos
va bien la oración más breve, para otros es mejor la larga de los salmos. Hay quien todavía
confiesa estar prisionero de su cuerpo, o debe luchar con la ignorancia del espíritu; si entonces
invocas a nuestro Rey contra los enemigos que te asaltan de cualquier parte, ten confianza. Ya no
deberás fatigarte mucho desechándolos de una vez, pues se alejarán de ti rápidamente: no
querrán asistir a la segura victoria que obtendrás con la oración; es más, huirán despavoridos por
la fusta de tu ferviente coloquio. Recoge todas tus fuerzas, y Dios se ocupará en cómo enseñarte
a rezar.
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de los antiguos. Vigoroso defensor de los privilegios de la Madre de Dios, su obra más conocida
lleva por titulo Libro sobre la virginidad perpetua de Santa Marta contra tres infieles. Consta de
una oración inicial y doce capítulos escritos en un estilo vivo y cuidado, lleno de entusiasmo y
amor a Nuestra Señora. Concluye el libro una plegaria que a continuación se reproduce
parcialmente, en la que San Idelfonso muestra cómo el culto a la Madre de Dios no quita a Cristo
ninguna gloria, sino que, por el contrario, le honra y le agrada mucho.
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Madre se refleja sobre el Hijo, yendo desde la Madre a Aquél que Ella ha alimentado. El honor
que el servidor rinde a la Reina viene a recaer sobre el Rey.
Bendiciendo con los ángeles, cantando mi alegría junto con las voces celestiales,
exultando de gozo con los coros angélicos, regocijándome con sus aclamaciones, yo bendigo a
mi Soberana, canto mi alegría a la que es Madre de mi Señor y Sierva de su Hijo. Yo me alegro
con la que ha llegado a ser Madre de mi Creador; con Aquélla en la que el Verbo se ha hecho
carne. Porque con Ella yo he creído lo que sabe Ella misma conmigo, porque he conocido que
Ella es la Virgen Madre, la Virgen que dio a luz porque sé que la concepción no le hizo perder su
virginidad, y que una inmutable virginidad precedió a su alumbramiento, y que su Hijo le ha
conservado perpetuamente la gloria de la virginidad. Todo esto me llena de amor, porque sé que
todo ha sido realizado por mí. No olvido que, gracias a la Virgen, la naturaleza de mi Dios se ha
unido a mi naturaleza humana para que la naturaleza humana sea asumida por mi Dios; que no
hay más que un solo Cristo, Verbo y carne, Dios y hombre, Creador y criatura.
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momento, y se dedican a conversar prestando mas atención a las habladurías que a la oración.
Otros no se preocupan absolutamente nada de su conciencia, ni de limpiar las manchas de sus
pecados por medio de la penitencia, y van acumulando pecados sobre pecados (...).
Pues dime: ¿con qué conciencia, con qué estado de alma, con qué pensamientos te
acercas a estos misterios, si en tu corazón te está acusando tu misma conciencia? Contéstame: si
tuvieras las manos manchadas de estiércol, ¿te atreverías a tocar con ellas las vestiduras del rey?
Ni siquiera tus mismos vestidos tocarías con las manos sucias, antes bien, te las lavarías y
enjugarías cuidadosamente, y entonces los tocarías. Pues, ¿por qué no das a Dios ese mismo
honor que concedes a unos viles vestidos?
Entrar en la iglesia y honrar las imágenes sagradas y las veneradas cruces, no basta por sí
solo para agradar a Dios, como tampoco lavarse las manos es suficiente para estar
completamente limpio. Lo que verdaderamente es grato a Dios es que el hombre huya del
pecado y limpie sus manchas por la confesión y la penitencia. Que rompa las cadenas de sus
culpas con la humildad del corazón, y así se acerque a los inmaculados misterios.
Quizá diga alguno: no me es grato llorar y dolerme. ¿Por qué? Porque no meditas, porque
no piensas, porque no ponderas el terrible día del juicio. Con todo, si no puedes llorar, al menos
manten un porte grave y respetuoso; echa lejos de ti el orgullo, ponte en la presencia del Señor y,
con los ojos vueltos a la tierra y con espíritu contrito, reconócete pecador. ¿No ves cómo los que
están en la presencia de un rey terreno, que muchas veces es un impío, se comportan ante él con
reverencia?
Permanece, pues, ante Dios con paz y compunción; confiesa tus pecados a Dios por
medio de los sacerdotes. Condena tus propias acciones y no te avergüences, porque hay una
vergüenza que conduce al pecado y una vergüenza que es honor y gracia (Sir 4:25).
Condénate a ti mismo delante de los hombres, para que el juez te declare justo delante de los
ángeles y delante de todo el mundo.
Pide misericordia, pide perdón, pide la remisión de tus culpas pasadas y verte libre
de las futuras, para que puedas acercarte dignamente a tan grandes misterios, para
participar con pura conciencia del cuerpo y sangre de Cristo, para que te sirvan de
purificación y no de condenación. Oye a San Pablo, que dice: pruébese a sí mismo el hombre, y
así coma de aquel pan y beba de aquel cáliz. Porque quien lo come y bebe indignamente, come y
bebe su propia condenación, no haciendo el discernimiento del cuerpo del Señor. Por eso hay
entra vosotros muchos enfermos y achacosos y mueren bastantes (1 Cor 11:28 ss.). ¿Comprendes
ahora cómo la enfermedad y la muerte provienen, con mucha frecuencia, de acercarse
indignamente a los divinos misterios?
Pero, tal vez dirás: ¿pues quién es digno? También caigo yo en la cuenta de esto. Y, sin
embargo, serás digno con tal de que quieras. Reconócete pecador; apártate del pecado, huye de la
maldad y de la ira. Practica obras de penitencia. Revístete de templanza, de mansedumbre y de
longanimidad. De los frutos de la justicia saca compasión y entrañas de misericordia para los
necesitados, y entonces te habrás hecho digno.
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(año 681). Más tarde, consagrado obispo de Creta, defendió la legitimidad del culto a las
imágenes. Murió hacia el año 720.
San Andrés de Creta fue un excelente compositor de himnos sagrados, hasta el punto de
que la Iglesia oriental ha incorporado algunos a su liturgia. Además se conservan veintidós
homilías suyas. Las que se refieren a la Virgen gozan de particular importancia, pues constituyen
un testimonio muy elocuente de la fe en la Inmaculada Concepción y en la Asunción corporal de
María al Cielo.
Con toda la Tradición de la Iglesia, San Andrés expone que la Concepción de Nuestra
Señora es el inicio de la renovación de la naturaleza humana, herida por el pecado original. La
Virgen María, preservada por Dios de toda culpa, trae al mundo “las primicias de la nueva
creación,” siendo — como canta la liturgia — lirio que florece entre espinas y paraíso espiritual
donde Jesucristo, el nuevo Adán, establece su morada.
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Madre del Hermoso por excelencia, y esta naturaleza recobra en Ella sus antiguos privilegios y
es modelada siguiendo un modelo perfecto y verdaderamente digno de Dios. Y esta formación es
una perfecta restauración; y esta restauración una divinización; y ésta, una asimilación al estado
primitivo (...).
Hoy ha aparecido el brillo de la púrpura divina, y la miserable naturaleza humana se ha
revestido de la dignidad real.
Hoy, según la profecía, ha florecido el cetro de David, la rama siempre verde de Aarón,
que para nosotros ha producido Cristo, rama de la fuerza.
Hoy, de Judá y de David ha salido una joven virgen, llevando la marca del reino y del
sacerdocio de Aquél que, según el orden de Melquisedec recibió el sacerdocio de Aarón.
Hoy la gracia, purificando el efod místico del divino sacerdocio, ha tejido — a manera de
símbolo — el vestido de la simiente levítica, y Dios ha teñido con púrpura real la sangre de
David.
Por decirlo todo en una palabra: hoy comienza la reforma de nuestra naturaleza, y el
mundo envejecido, sometido ahora a una transformación totalmente divina, recibe las primicias
de la segunda creación. 1.
Clara alusión a que la Santísima Virgen estuvo inmune del pecado original, con el que en
cambio nacen todos los demás seres humanos.
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a coro con los ángeles. ¿Qué linaje de hombres, aparte de los cristianos, ha alcanzado tal gloria,
tal defensa, tal patrocinio? ¿Quién no se llena inmediatamente de alegría, tras levantar
confiadamente los ojos para venerar tu cinturón sagrado? ¿Quién se fue con las manos vacías, sin
conseguir lo que imploraba, después de haberse arrodillado fervorosamente ante ti? ¿Quién,
contemplando tu imagen, no se olvidó inmediatamente de sus penas? Es imposible expresar con
palabras la alegría y el gozo de los que se reúnen en tu templo, donde quisiste que venerásemos
tu cinturón precioso y las fajas de tu Hijo y Dios nuestro, cuya colocación en esta iglesia
celebramos hoy.
¡Oh urna de la que bebemos el maná del refrigerio quienes experimentamos el ardor de
los males! ¡Oh mesa que sacia con el pan de vida a los que estábamos a punto de desfallecer a
causa del hambre! ¡Oh candelabro que con su fulgor ilumina con intensa luz a quienes yacíamos
en las tinieblas! Dios te ensalza con honor sobresaliente y digno de ti, y sin embargo no rechazas
nuestras alabanzas, indignas y de poca calidad, pero ofrecidas con nuestro fervor y nuestro cariño
más grande. No rehuses, oh alabadísima, los cantos de loor que salen de unos labios manchados,
pero que se ofrecen con ánimo benevolente. No abomines de las palabras suplicantes
pronunciadas por una indigna boca. Al contrario, ¡oh glorificada por Dios! atendiendo al amor
con que te lo decimos, concédenos el perdón de los pecados, los goces de la vida eterna y la
liberación de toda culpa.
1. Según la tradición, en la iglesia de Constantinopla donde San Germán pronunció esta homilía se veneraban
algunas reliquias muy valiosas, como el cinturón (“zona”) de la Virgen.
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El jardín de la Sagrada Escritura (Exposición de la fe ortodoxa, IV 17).
Dice el Apóstol: Muchas veces y de muchos modos habló Dios antes por medio de los
profetas; mas en estos últimos días nos ha hablado por medio del Hijo (Heb 1:1-2). Por medio
del Espíritu Santo hablaron la ley los profetas, los evangelistas, los apóstoles, los pastores y
maestros. Por eso, toda Escritura es inspirada por Dios y es también útil (cfr. 2 Tm 3:16). Es,
pues, cosa bella y saludable investigar las divinas Escrituras. Como un árbol plantado junto a
cursos de agua, así el alma regada por la Sagrada Escritura crece y lleva fruto a su tiempo (Sal
1:3); es decir, la fe recta, y está siempre adornada de verdes hojas, esto es, de obras agradables a
Dios. Por las santas Escrituras, en efecto, somos conducidos a cumplir acciones virtuosas y a la
pura contemplación. En ellas encontramos el estímulo para todas las virtudes y el rechazo de
todos los vicios. Por eso, si aprendemos con amor, aprenderemos mucho; pues mediante la
diligencia, el esfuerzo y la gracia de Dios que da todas las cosas, se obtiene todo: el que pide,
recibe; el que busca, halla; a quien llama, se le abrirá (Lc 11:10).
Exploremos, pues, este magnífico jardín de la Sagrada Escritura, un jardín que es oloroso,
suave, lleno de flores, que alegra nuestros oídos con el canto de múltiples aves espirituales,
llenas de Dios; que toca nuestro corazón y lo consuela cuando se halla triste, lo calma
cuando se irrita, lo llena de eterna alegría; que eleva nuestro pensamiento sobre el dorso
brillante y dorado de la divina paloma (cfr. Sal 67:14), que con sus alas esplendorosas nos lleva
hasta el Hijo Unigénito y heredero del dueño de la viña espiritual, y por medio de Él al Padre de
las luces (Sant 1:17). Pero no lo exploremos con desgana, sino con ardor y constancia; no nos
cansemos de explorarlo. De este modo se nos abrirá.
Si leemos una vez y otra un pasaje, y no lo comprendemos, no nos debemos desanimar,
sino que hemos de insistir, reflexionar, interrogar. Está escrito, en efecto: interroga a tu padre y
te lo anunciará, a tus ancianos y te lo dirán (Dt 32:7). La ciencia no es cosa de todos (cfr. 1 Cor
8:7). Vayamos a la fuente de este jardín para tomar las aguas perennes y purísimas que brotan
para la vida eterna (cfr. Jn 4:14). Gozaremos y nos saciaremos, sin saciarnos, porque su gracia es
inagotable. Si podemos tomar algo útil también de los de fuera [de los escritores profanos], nada
nos lo prohibe; pero comportémonos como expertos cambistas, que recogen el oro genuino y
puro, mientras rechazan el oro falso. Acojamos sus buenas enseñanzas y arrojemos a los perros
sus divinidades y sus mitos absurdos, pues de todo eso sacaremos más fuerzas para combatirlos.
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nos ha manifestado la potencia de Dios, es decir, la victoria sobre la muerte; y del mismo
modo que los cuatro extremos de la cruz se pliegan y se encierran en la parte central, así lo
elevado y lo profundo, lo largo y lo ancho, esto es, toda criatura visible e invisible, es abarcada
por el poder de Dios.
La cruz se nos ha dado como señal en la frente al igual que a Israel la circuncisión, pues
por ella los fieles nos diferenciamos de los infieles y nos damos a conocer a los demás. Es el
escudo, el arma y el trofeo contra el demonio. Es el sello para que no nos alcance el ángel
exterminador, como dice la Escritura (cfr. Ex 9:12). Es el instrumento para levantar a los que
yacen, el apoyo de los que se mantienen en pie, el bastón de los débiles, la vara de los que son
apacentados, la guía de los que se dan la vuelta hacia atrás, el punto final de los que avanzan, la
salud del alma y del cuerpo, la que ahuyenta todos los males, la que acoge todos los bienes, la
muerte del pecado, la planta de la resurrección, el árbol de la vida eterna.
Así, pues, ante este leño precioso y verdaderamente digno de veneración, en el que Cristo
se ofreció como hostia por nosotros, debemos arrodillarnos para adorarlo, porque fue santificado
por el contacto con el cuerpo y sangre santísimos del Señor. También hemos de obrar así con los
clavos, la lanza, los vestidos y los sagrados lugares donde el Señor ha estado: el pesebre, la
cueva, el Gólgota que nos ha traído la salvación, el sepulcro que nos ha donado la vida, Sión,
fortaleza de la Iglesia, y otros lugares semejantes, según decía David, antepasado de Dios según
la carne: entraremos en sus mansiones, adoraremos en el lugar donde estuvieron sus pies (Sal
131:7).
Las palabras que se exponen a continuación demuestran que David se refiere a la cruz:
levántate, Señor, a tu descanso (Ibid., 8). La resurrección sigue a la cruz. Pues si entre las cosas
queridas estimamos la casa, el lecho y el vestido, ¿cuánto más queridas serán para nosotros, entre
las cosas de Dios y de nuestro Salvador, las que nos han procurado la salvación?
¡Adoremos la imagen de la preciosa y vivificante cruz, de cualquier materia que esté
compuesta! Porque no veneramos el objeto material — ¡no suceda esto nunca! —, sino lo que
representa: el símbolo de Cristo. Él mismo, refiriéndose a la cruz, advirtió a sus discípulos:
entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo (Mt 24:30). Y, por eso, el ángel que
anunciaba la Resurrección dijo a las mujeres: buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado (Mc 16:6).
Y el Apóstol: nosotros anunciamos a Cristo crucificado (2 Cor 2:23). Hay muchos Cristos y
muchos Jesús, pero uno solo es el crucificado. No dijo atravesado por la lanza, sino crucificado.
Hay que adorar, por tanto, el símbolo de Cristo; donde se halle su señal, allí también se
encontrará Él. Pero la materia con que esté construida la imagen de la cruz, aunque sea de oro o
de piedras preciosas, no hay que adorarla después de que se destruya la figura. Adoramos todas
las cosas consagradas a Dios para rendirle culto.
El árbol de la vida, el plantado por Dios en el Paraíso, prefiguró esta venerable cruz.
Puesto que por el árbol apareció la muerte (Gn 2 y 3), convenía que por el árbol se nos diera la
vida y la resurrección. Jacob, que fue el primero en adorar el extremo de la vara de José, designó
la cruz, porque al bendecir a sus hijos con las manos asidas al bastón, delineó clarísimamente la
señal de la cruz.
También la prefiguran la vara de Moisés, después de golpear el mar trazando la figura de
la cruz, de salvar a Israel y de sumergir al Faraón; sus manos extendidas en forma de cruz y que
pusieron en fuga a Amalec; el agua endulzada por el leño y la roca agrietada de la que fluía un
manantial; la vara de Aarón, que sancionaba la dignidad de su jerarquía sacerdotal; la serpiente
hecha, según la costumbre de los trofeos, sobre madera, como si estuviera muerta (aunque esta
madera fue la que dio la salvación a los que con fe veían muerto al enemigo), como Cristo fue
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clavado con carne incapaz de pecado. El gran Moisés exclamó: veréis vuestra vida colgada en el
leño ante vuestros ojos (Dt 28:66). E Isaías: todo el día extendí mis manos ante el pueblo que no
cree y que me contradice (Is 15:2). ¡Ojalá los que adoramos la cruz participemos de Cristo
crucificado!
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que el fuego más puro. Pues mientras todas las mujeres la pierden al dar a luz, Ella permaneció
virgen antes del parto, en el parto y después del parto.
Hoy el arca viva y sagrada del Dios viviente, la que llevó en su seno a su propio Artífice,
descansa en el templo del Señor, templo no edificado por manos humanas. Danza David, abuelo
suyo y antepasado de Dios, y con él forman coro los ángeles, aplauden los Arcángeles, celebran
las Virtudes, exultan los Principados, las Dominaciones se deleitan, se alegran las Potestades,
hacen fiesta los Tronos, los Querubines cantan laudes y pregonan su gloria los Serafines. Y no un
honor de poca monta, pues glorifican a la Madre de la gloria.
Hoy la sacratísima paloma, el alma sencilla e inocente consagrada al Espíritu Santo, salió
volando del arca, es decir, del cuerpo que había engendrado a Dios y le había dado la vida, para
hallar descanso a sus pies; y habiendo llegado al mundo inteligible, fijó su sede en la tierra de la
suprema herencia, aquella tierra que no está sujeta a ninguna suciedad.
Hoy el Cielo da entrada al Paraíso espiritual del nuevo Adán, en el que se nos libra de la
condena, es plantado el árbol de la vida y cubierta nuestra desnudez. Ya no estamos carentes de
vestidos, ni privados del resplandor de la imagen divina, ni despojados de la copiosa gracia del
Espíritu. Ya no nos lamentamos de la antigua desnudez, diciendo: me han quitado mi túnica,
¿cómo podré ponérmela? (Cant 5:3). En el primer Paraíso estuvo abierta la entrada a la serpiente,
mientras que nosotros, por haber ambicionado la falsa divinidad que nos prometía, fuimos
comparados con los jumentos (cfr. Sal 48:13). Pero el mismo Hijo Unigénito de Dios, que es
Dios consustancial al Padre, se hizo hombre tomando origen de esta tierra purísima que es la
Virgen. De este modo, siendo yo un puro hombre, he recibido la divinidad; siendo mortal, fui
revestido de inmortalidad y me despojé de la túnica de piel. Rechazando la corrupción me he
revestido de incorrupción, gracias a la divinización que he recibido.
Hoy la Virgen inmaculada, que no ha conocido ninguna de las culpas terrenas, sino que
se ha alimentado de los pensamientos celestiales, no ha vuelto a la tierra; como Ella era un cielo
viviente, se encuentra en los tabernáculos celestiales. En efecto, ¿quién faltaría a la verdad
llamándola cielo?; al menos se puede decir, comprendiendo bien lo que se quiere significar, que
es superior a los cielos por sus incomparables privilegios. Pues quien fabricó y conserva los
cielos, el Artífice de todas las cosas creadas — tanto de las terrenas como de las celestiales,
caigan o no bajo nuestra mirada —, Aquél que en ningún lugar es contenido, se encarnó y se hizo
niño en Ella sin obra de varón, y la transformó en hermosísimo tabernáculo de esa única
divinidad que abarca todas las cosas, totalmente recogido en María sin sufrir pasión alguna, y
permaneciendo al mismo tiempo totalmente fuera, pues no puede ser comprendido.
Hoy la Virgen, el tesoro de la vida, el abismo de la gracia — no sé de qué modo
expresarlo con mis labios audaces y temblorosos — nos es escondida por una muerte vivificante.
Ella, que ha engendrado al destructor de la muerte, la ve acercarse sin temor, si es que está
permitido llamar muerte a esta partida luminosa, llena de vida y santidad. Pues la que ha dado la
verdadera Vida al mundo, ¿cómo puede someterse a la muerte? Pero Ella ha obedecido la ley
impuesta por el Señor1 y, como hija de Adán, sufre la sentencia pronunciada contra el padre. Su
Hijo, que es la misma Vida, no la ha rehusado, y por tanto es justo que suceda lo mismo a la
Madre del Dios vivo. Mas habiendo dicho Dios, refiriéndose al primer hombre: no sea que
extienda ahora su mano al árbol de la vida y, comiendo de él, viva para siempre (Gn 3:22),
¿cómo no habrá de vivir eternamente la que engendró al que es la Vida sempiterna e inacabable,
aquella Vida que no tuvo inicio ni tendrá fin?
(...) Si el cuerpo santo e incorruptible que Dios, en Ella, había unido a su persona, ha
resucitado del sepulcro al tercer día, es justo que también su Madre fuese tomada del sepulcro y
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se reuniera con su Hijo. Es justo que así como Él había descendido hacia Ella, Ella fuera elevada
a un tabernáculo más alto y más precioso, al mismo cielo.
Convenía que la que había dado asilo en su seno al Verbo de Dios, fuera colocada en las
divinas moradas de su Hijo; y así como el Señor dijo que El quería estar en compañía de los que
pertenecían a su Padre, convenía que la Madre habitase en el palacio de su Hijo, en la morada del
Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios. Pues si allí está la habitación de todos los que
viven en la alegría, ¿en donde habría de encontrarse quien es Causa de nuestra alegría?
Convenía que el cuerpo de la que había guardado una virginidad sin mancha en el
alumbramiento, fuera también conservado poco después de la muerte.
Convenía que la que había llevado en su regazo al Creador hecho niño habitase en los
tabernáculos divinos.
Convenía que la Esposa elegido por el Padre, viviese en la morada del Cielo.
Convenía que la que contempló a su Hijo en la Cruz, y tuvo su corazón traspasado por el
puñal del dolor que no la había herido en el parto, le contemplase, a El mismo, sentado a la
derecha del Padre.
Convenía, en fin, que la Madre de Dios poseyese todo lo que poseía el Hijo, y fuese
honrada por todas las criaturas.
Didaché (70)
Papías (+ 100?)
S. Clemente Romano (+ 99-101)
S. Ignacio de Antioquía (+ 106-107)
Apología de Cuadrato (hacia el 124)
Epístola de Bernabé (70-130)
Pastor de Hermas (141-155)
Secunda Clementis (hacia 150)
S. Policarpo de Esmirna (+ 155)
S. Justino (100?-165)
Taciano (hacia 170)
Minucio Félix (177?)
Apología de Atenágoras (hacia el 178)
Discurso a Diogneto (hacia 180)
S. Teófilo de Antioquía (+ 180?)
Melitón de Sardes (segunda mitad del s. II)
La Santa Pascua (segunda mitad del s. II)
S. Ireneo de Lyon (140-202)
Clemente de Alejandría (150?-215)
Tertuliano (155-225)
S. Hipólito (+ 235)
Orígenes (185-253)
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S. Gregorio el Taumaturgo (213-270)
S. Dionisio de Alejandría (200-264)
S. Cipriano (205-258)
Lactancio (250-317?)
S. Atanasio (295-373)
Eusebio de Cesarea (+339)
S. Hilario (315-367)
S. Zenón de Verona (+ 371 ?)
S. Efrén de Siria (306?-373)
S. Basilio el Grande (330-379)
Dídimo el Ciego (313-398)
S. Cirilo de Jerusalén (313-387)
S. Gregorio Nacianceno (330-390)
S. Gregorio de Nisa (335-394)
S. Ambrosio (333?-397)
S. Paciano de Barcelona (finales del s. IV)
S. Epifanio de Salamina (315-403)
Prudencio (en torno al 405)
S. Cromacio de Aquileya (+407)
S. Juan Crisóstomo (344-407)
Rufino deAquileia (+413)
S. Jerónimo (347-420)
Paladio (+425)
Teodoro de Mopsuestia (350-428)
S. Agustín (354-430)
S. Paulino de Nola (353-431)
Juan Casiano (360-435)
Rábulas de Edesa (+435j
S. Mesrop armeno (+441)
S. Cirilo de Alejandría (+ 444)
Teodoto de Ancira (+ 446)
S. Isidoro de Pelusio (+449)
S. Pedro Crisólogo (+ 458?)
S. León Magno (+461)
Diádoco de Fotica (400-474)
S. Vicente de Lerins (+ 450)
S. Máximo de Turín (+ 423-465)
Salviano de Marsella (segunda mitad s. V)
S. Próspero de Aquitania (+463)
Juan Mandakuni (+ 490)
Himno Akathistos (finales del s. V)
Santiago de Sarug (451-521)
Boecio (470-525)
S. Fulgencio de Ruspe (467-533)
Pseudo-Dionisio Areopagita (480-530)
Leoncio de Bizancio (+542)
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S. Cesáreo de Arlés (470-543)
S. Romano el Cantor (491-560?)
Casiodoro (477-570)
S. Martín de Braga (+580)
S. Gregorio de Tours (+594)
S. Gregorio Magno (540-604)
S. Isidoro de Sevilla (560?-636)
S. Sofronio de Jerusalén (+ 638)
S. Juan Clímaco (579-649)
S. Máximo el Confesor (580-662)
S. Ildefonso de Toledo (+ 667)
xxviii[31]?[xxxi] Cfr. Gén 9:20-27. SAN GREGORIO MAGNO, en Moralium, libro 25, cap. 16, 37: ML
76, 345-345, utiliza el mismo pasaje de la Biblia para advertir a los súbditos que no pongan en evidencia
las debilidades de los superiores, pues esto podría llevar a que los más débiles acabasen faltando al respeto
que la autor dad siempre merece; hay formas de hacer ver los errores, incluso a los superiores, teniendo en
cuenta la delicadeza y la discreción. En el Evangelio, el Señor nos habla de la delicada corrección frater-
na: Mt 18:15. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, las referencias a la corrección fraterna
son abundantes: Cfr. p. e., Salm 40:5; Prov 19:25; Ecli 11. 7; 19,13-17; 2 Tes 3:15.
xxix[32] Cr. Gal 1,6-7.
xxx[33] Cfr. 2 Tim 4:3-4.
xxxi[34] Cfr. 1 Tim 5:12.
xxxii[35] Rom 16:17-18.
xxxiii[36] Cfr. 2 Tim 3,6-7.
xxxiv[37] Cfr. Tit 1:10-11.
xxxv[38] Cfr. 2 Tim 3,8.
xxxvi[39] Cfr. 1 Tim 6:4-5.
xxxvii[40] Cfr. 1 Tim 5:13.
xxxviii[41] Cfr. 1 Tim 1:19.
xxxix[42] Cfr. 2 Tim 2:16-17.
xl[43] 2 Tim 3:9. San Pablo compara a estos frívolos y defensa dados hombres con los magos egipcios que
se opusieron a Moisés (Ex 7:11), cuyos nombres nos ha legado la tradición judía, aunque no constan en la
Escritura
xli[44] Gal, 8.
xlii[45] Gál 1:9.
xlv[48] Cfr. 1 Cor 13:2.
xlvii[50] Dt. 13:1-3.
xlviii[51] VALENTÍN: Valentín, nacido en Egipto, comenzó su Magisterio en Alejandría hacia el año
135, pero luego marchó a Roma y allí pasó largo tiempo haciendo propaganda gnóstica en la comunidad
cristiana y logran do reunir cierto número de prosélitos. Su doctrina afirmaba que Jesucristo no era un
hombre verdadero, sino un ser divino — un león procedente del Ple roma — que al entrar en el mundo ha-
bía tomado un cuerpo aparente — docetismo —, como aparente fue su nacimiento, pasión y muerte. La
salvación individual consistiría en dejarse iluminar por la verdadera gnosis que el Redentor había traído al
mundo. Si el hombre se dejaba vivificar por ella — afirmaba Valentín —, la parte espiritual que hay en él
— y todo lo pneumático existente en el mundo — se salvará en el último día, uniéndose de nuevo con la
luz en el Pleroma divino.
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S. Anastasio Sinaíta (+ 700)
S. Andrés de Creta (660-720)
S. Germán de Constantinopla (635-733)
S. Juan Damasceno (675-749)
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lix[62] No es exacto que este error fuera el propio de los arrianos; éstos afirmaban que el Hijo era inferior
al Padre. San Vicente de Lerins debería referirse aquí a los monofisitas, que decían que la naturaleza hu -
mana de Cristo se había transformado o había sido absorbida en la naturaleza divina.
lx[62] MANIQUEA: Ver Maniqueismo. (MANIQUEÍSMO: Las doctrinas gnósticas ejercieron una sen-
sible influencia sobre otro movimiento religioso, que adquirió notable importancia en la segunda mitad del
siglo III: el Maniqueísmo. Manes, su fundador, había nacido en Persia a principios de ese siglo y llevó las
teorías dualistas hasta su formulación más extrema, inspirado en el dualismo radical de la religión irania.
La cosmognía de Manes es dualista desde el primer origen: dos principios, el del bien y el del mal; dos rei -
nos, el del Dios de la luz y el del señor de las tinieblas, coexistirían desde toda la eternidad y se opondrían
entre sí perpetuamente. Hoy suele considerarse el Maniqueísmo no como una herejía, sino como un movi-
miento religioso ajeno al Cristianismo, pese a que Manes se titulaba a sí mismo “apóstol de Jesucristo”.
Pero los antiguos historiadores eclesiásticos catalogaban a Manes entre los heterodoxos cristianos. En
cualquier caso, el Maniqueísmo se hallaba en las lindes mismas del Cristianismo, y San Agustín fue du -
rante algún tiempo captado por su doctrina. Mas, sobre todo, conviene recordar que elementos gnósticos y
maniqueos alimentaron a la par una especie de oculta corriente, que discurrió durante muchos siglos por el
subsuelo de la sociedad cristiana.
lxi[64] UNICIDAD DE PERSONA: Ver Unión hipostática.
lxii[65] Ver en el .Breve léxico de conceptos y nombres.: Unión hipostática.
lxiii[66] Cfr. In 3:13.
lxiv[67] Cf 1 Cor 2:8.
lxv[68] Cfr. In 1:14.
lxvi[69] Cfr. Salm 21:17.
CE, 2005.
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