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Taller de Etica-Resumen Politica para Amador-17052011

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Resumen Política para Amador

El primer paisaje que vemos los hombres es el rostro y el rastro de otros seres como nosotros: la
sonrisa materna, la curiosidad de gente que se nos parece y se afana cerca de nosotros, las
paredes de una habitación (modesta o suntuosa, pero siempre fabricada, o al menos arreglada,
por manos humanas), el fuego encendido para calentarnos y protegernos, instrumentos,
adornos, máquinas, quizá obras de arte, en resumen: los demás y sus cosas. Llegar al mundo es
llegar a nuestro mundo, al mundo de los humanos. Estar en el mundo es estar entre
humanos, vivir —para lo bueno y para lo menos bueno, para lo malo también— en sociedad.

Pero esa sociedad que nos rodea y empapa, que nos irá también dando forma (que formará los
hábitos de nuestra mente y las destrezas o rutinas de nuestro cuerpo) no sólo se compone
de personas, objetos y edificios. Es una red de lazos más sutiles o, si prefieres, más espirituales:
está compuesta de lenguaje.

Algunos comportamientos son tabú y otros merecen general aplauso. La sociedad guarda
por tanto información, mucha información. Nuestros cerebros humanos, puestos en
marcha por el lenguaje, empiezan a tragar desde pequeñitos toda la información que
pueden, digiriéndola y almacenándola. Vivir en sociedad es recibir constantemente noticias,
órdenes, sugerencias, chistes, súplicas, tentaciones, insultos... y declaraciones de amor. La
sociedad nos excita, nos estimula, nos pone a cien; pero la sociedad nos permite, además,
relajarnos, sentirnos en terreno conocido: nos ampara.

La sociedad se supone que está pensada por hombres como nosotros y para hombres
como nosotros: podemos comprender las razones de su organización y utilizarlas en nuestro
provecho. Digo «se supone» porque a veces en la sociedad hay cosas tan incomprensibles y tan
mortíferas como las peores de la jungla o del mar.

Sin embargo, sigue siendo cierto que lo más natural para vivir como hombres es precisamente la
sociedad. No se trata de elegir entre la naturaleza y la sociedad, sino de reconocer que nuestra
naturaleza es la sociedad.
Primer problema a resolver (o primera contrariedad a asumir, si lo prefieres así): la sociedad
nos sirve, pero también hay que servirla: está a mi servicio, pero sólo en la medida en que yo me
resigne a ponerme al suyo. Cada una de las ventajas que ofrece (protección, auxilio,
compañía, información, entretenimiento, etc...) Viene acompañada de limitaciones, de
instrucciones y exigencias, de reglas de uso: de imposiciones. En una palabra, con la sociedad de
los demás humanos no tengo forma de guardar las distancias: siempre estoy comprometido con
ella en cuerpo y alma, más comprometida a menudo de lo que yo quisiera. Cuando uno se da
cuenta de esto (en la niñez instintivamente primero y luego, de modo más consciente, en la
adolescencia) siente irritación y ganas de rebelarse.

Porque las sociedades humanas no son sencillamente el medio para que unos animaluchos algo
tarados como somos los hombres podamos vivir un poco más seguros en un mundo hostil. Somos
animales sociales, pero no somos sociales en el mismo sentido que el resto de los animales.

Pero la verdad es que los animales también tienen un brote de razón, una cierta capacidad de
improvisación e inventiva que les permite despegarse del funcionamiento automático de
sus instintos genéticamente programados. Desde luego, la diferencia de intensidad es tan grande
que apenas podemos hablar de «razón.» animal como lo hacemos de la humana: £no es lo mismo
ser capaz de dar un paso adelante que batir el récord de los cien metros lisos... aunque quien bate
el récord empieza siempre dando un primer paso adelante! Pero a fin de cuentas a lo mejor se
trata sólo de una cuestión de dosis en la administración de idéntico producto. Puede que el
auténtico rasgo distintivo entre animales y (animales) humanos sea otro: el de que los animales
se mueren y los hombres sabemos que nos vamos a morir. Los animales viven
esforzándose por no morir; los hombres vivimos luchando por no morir y a la vez pendientes de
que en cualquier momento tendremos que morir. A diferencia de los demás animales, benditos
que son, el hombre tiene experiencia de la muerte y memoria de la muerte y premonición cierta
de la muerte.

Las sociedades humanas funcionan siempre como máquinas de inmortalidad, a las que nos
«enchufamos» los individuos para recibir descargas simbólicas vitalizantes que nos
permitan combatir la amenaza innegable de la muerte. El grupo social se presenta como lo que no
puede morir, a diferencia de los individuos, y sus instituciones sirven para contrarrestar lo que
cada cual teme de la fatalidad mortal: si la muerte es soledad definitiva, la sociedad nos brinda
compañía permanente; si la muerte es debilidad e inacción, la sociedad se ofrece como la sede
de la fuerza colectiva y origen de mil tareas, hazañas y logros; si la muerte borra toda diferencia
personal y todo lo iguala, la sociedad brinda sus jerarquías, la posibilidad de distinguirse
y ser reconocido y admirado por los demás; si la muerte es olvido, la sociedad fomenta cuanto
es memoria, leyenda, monumento, celebración de las glorias pasadas; si la muerte es
insensibilidad y monotonía, la sociedad potencia nuestros sentidos, refina con sus artes
nuestro paladar, nuestro oído y nuestra vista, prepara intensas y emocionantes diversiones
con las que romper la rutina mortificante.
«El idioma de los romanos, quizá el pueblo más político que hemos conocido, empleaba las
expresiones "vivir" y "estar entre los hombres" o "morir" y "cesar de estar entre los hombres"
como sinónimos» (H. Arendt, La condición humana).

«La vida política no es, sin embargo, la forma única de una existencia humana en común. En la
historia del género humano el Estado, en su forma actual, es un producto tardío del proceso de
civilización. Mucho antes de que el hombre haya descubierto esta forma de organización social ha
realizado otros ensayos para ordenar sus sentimientos, deseos y pensamientos. Semejantes
organizaciones y sistematizaciones se hallan contenidas en el lenguaje, en el mito, en la
religión y en el arte» (E. Cassirer, Antropología filosófica).

OBEDIENTES Y REBELDES

«el hombre es un animal cívico, un animal político» (lo cual no debe confundirse con que
los políticos sean unos animales, como opinan algunos). Es decir, que somos bichos
sociables, pero no instintiva y automáticamente sociales, como las gacelas o las hormigas.
A diferencia de estas especies, los humanos inventamos formas de sociedad diversas,
transformamos la sociedad en que hemos nacido y en la que vivieron nuestros padres, hacemos
experimentos organizativos nunca antes intentados, en una palabra: no sólo repetimos los
gestos de los demás y obedecemos las normas de nuestro grupo (como hace cualquier otro
animal que se respete) sino que llegado el caso desobedecemos, nos rebelamos, violamos las
rutinas y las normas establecidas.

Pero atención: no nos rebelamos contra la sociedad, sino contra una sociedad determinada. No
desobedecemos porque no queramos obedecer jamás a nada ni a nadie, sino porque
queremos mejores razones para obedecer de las que nos dan y jefes que ordenen con una
autoridad más respetable. Tan sociables somos cuando obedecemos por las razones que nos
parecen válidas como cuando desobedecemos y nos sublevamos por

otras que se nos antojan de más peso. De modo que, para entender algo de la política,
tendremos que plantearnos esas diversas razones. Porque la política no es más que el conjunto de
las razones para obedecer y de las razones para sublevarse…
Obedecer, rebelarse: ¿no sería mejor que nadie mandase, para que no tuviésemos que buscar
razones para obedecerle ni encontrásemos motivos para sublevarnos en contra suya? Ésta es más
o menos la opinión de los anarquistas, gente por la que reconozco que tengo bastante simpatía.
Según el ideal anárquico, cada cual debería actuar de acuerdo con su propia conciencia, sin
reconocer ningún tipo de autoridad. Son las autoridades, las leyes, las instituciones, el aceptar que
unos pocos guíen a la mayoría y decidan por todos, lo que provoca los infinitos
quebraderos de cabeza que padecemos los humanos: esclavitud, abusos, explotación,
guerras... La anarquía postula una sociedad sin razones para obedecer a otro y por tanto
también sin razones para rebelarse contra él.

En una palabra: el final de la política, su jubilación. Los hombres viviríamos juntos pero como si
viviésemos solos, es decir, haciendo cada cual lo que le da la gana.

Los anarquistas suponen que no, pues los hombres tenemos tendencia espontánea y natural a la
cooperación, a la solidaridad, al apoyo mutuo que a todos beneficia. Son las jerarquías sociales,
el poder establecido y las supersticiones que lo legitiman, las que producen los enfrentamientos
y enloquecen a los individuos. Los jefes sostienen que nos mandan por nuestro bien; los
anarquistas responden que nuestro verdadero bien sería que nadie mandase, porque entonces
cada cual se portaría obedientemente... pero no obedeciendo a ningún hombre falible y
caprichoso sino a la verdadera bondad de la naturaleza humana.

No es la política la que provoca los conflictos: malos o buenos, estimulantes o letales, los
conflictos son síntomas que acompañan necesariamente la vida en sociedad... En que
paradójicamente confirman lo desesperadamente sociales que somos! Entonces la política
(recuerda que se trata del conjunto de las razones para obedecer y para desobedecer) se ocupa de
atajar ciertos conflictos, de canalizarlos y ritualizarlos, de impedir que crezcan hasta destruir como
un cáncer el grupo social.

Pero la autoridad política viene también a cumplir otras funciones. En cualquier sociedad
humana hay determinadas empresas que exigen la colaboración o algún tipo de apoyo de todos
los ciudadanos: se trata de la defensa del grupo, de la construcción de obras públicas de gran
utilidad que ningún particular puede realizar por sí solo, la modificación de tradiciones o leyes
que han estado vigentes mucho tiempo y su sustitución por otras diferentes, la asistencia a los
afectados por alguna catástrofe colectiva o por esas catástrofes individuales que a
todos nos importan (desvalimiento infantil, enfermedad, vejez...), incluso la organización de
fiestas y celebraciones comunales que refuercen en los miembros de la colectividad los lazos de
amistad civil y la emoción de formar parte de un conjunto bien armonizado.
Los partidarios de la anarquía pueden admitir la mayoría de estas demandas y su perentoriedad,
pero no sin buenas razones arguyen que establecer una jefatura estatal y única suele crear
más problemas de los que resuelve, aún peor: los jefes dan soluciones a los problemas
planteados que resultan después más problemáticas que los males que intentaban resolver.
Para acabar con la violencia promueven ejércitos y policías que cometen violencia en gran escala;
pretendiendo ayudar a los débiles debilitan a todo el mundo con su prepotencia ordenancista; en
nombre de la unidad de lo colectivo acogotan la espontaneidad libre y creadora de los individuos;
inventan al Todo (patria, nación, civilización...) una personalidad sacrosanta hecha de odio a los
extraños, los diferentes, los disidentes.

A VER QUIÉN MANDA AQUÍ

Los jefes, las personas revestidas de mando, han disfrutado siempre de un halo especial de
respeto y veneración, como si no fueran seres humanos como los demás. El hábito de obedecer
todos a uno lo hemos debido adquirir a costa de mucha sangre y tremendas presiones
colectivas: por eso una especie de santo temor rodea a todo el que ocupa una jefatura... aunque
no sea más que un alcalde de pueblo. Cualquier jefe tiene algo de tabú: en caso contrario,
no dura como jefe ni un momento. Por eso los jefes se han buscado tanto parentesco con los
dioses y a veces han sido considerados dioses terrenales. Algunos reyes de la remota
antigüedad no sólo eran considerados por los súbditos responsables del orden de la
sociedad sino también del de la naturaleza: sus obligaciones incluían tanto promulgar
leyes o ganar batallas, como igualmente garantizar la lluvia que posibilita una buena cosecha.

Las primeras formas de autoridad social debieron parecerse mucho a la autoridad familiar, pues
los padres son los primeros «jefes» a los que todos los humanos hemos tenido que bedecer.
Al principio, los padres son como dioses para sus crías, porque éstas dependen de ellos para
subsistir. Más tarde, los hijos reconocen en sus padres las dos primeras razones en las que se
ha debido apoyar la obediencia más elemental: son más fuertes y saben más cosas. La
fuerza física y la sabiduría, los conocimientos ganados a base de experiencia, constituyen dos
argumentos primitivos pero eficaces que hacen rentable la obediencia.
Por otra parte, las leyes —o si prefieres, la Ley— planteaban también sus propias dificultades. Las
tribus más antiguas no conocieron un código legal como los que aparecen en el derecho actual.
Las leyes o normas que regían los diversos aspectos de la existencia colectiva se apoyaban en
la tradición, la leyenda, el mito, en una palabra: en la memoria del grupo cuyos
administradores y depositarios eran los ancianos, tal como antes decíamos. La ley se basaba
en lo que siempre se había hecho, sin distinguir entre lo que suele hacerse y lo que queremos
por unas razones u otras que se haga. El mayor argumento para respetar una norma era:
«siempre se ha hecho así». Y para explicar por qué siempre se había hecho así se recurría a la
leyenda de algún antepasado heroico, fundador del grupo, o a las órdenes de algún dios. La
verdad, como puedes figurarte, es que no siempre se había hecho antes lo que la ley mandaba
ahora: la norma en cuestión había nacido como intento de resolver algún problema concreto del
grupo y luego, para que nadie la discutiera, se aseguró que provenía de la más nebulosa
antigüedad.

La forma más elemental de legitimidad, es decir, de justificación de la autoridad en sociedades


relativamente complejas, provenía siempre del pasado. ¿Por qué son los padres más fuertes y
más sabios que el hijo? Porque están en el mundo desde antes que él. La lógica primitiva creía que
los padres de los padres de los padres debieron ser aún más fuertes y sabios que los padres
actuales, parientes casi y colegas de los dioses.

«El príncipe se arroga el derecho a la eternidad: reina primero como un dios y luego por sí mismo,
por la fuerza. Sólo él acumula objetos para servir a su eternidad. Sólo él deja huella mediante
una tumba: el individuo nace en el príncipe» (J. Attali, Milenio).

«De los esfuerzos de unos cuantos por apartar de sí la muerte ha surgido la monstruosa estructura
del poder. Para que un solo individuo siguiera viviendo, se exigieron infinidad de muertes. La
confusión que de ello surgió se llama Historia. Aquí es donde debería empezar la verdadera
ilustración, que establece las bases del derecho de todo individuo a seguir viviendo» (E. Canetti,
La provincia del hombre).
LA GRAN INVENCIÓN GRIEGA

No hay nada de evidente en eso de que los hombres son iguales. Más bien todo lo contrario: £lo
evidente es que los hombres son radicalmente distintos unos de otros! Los hay cobardes y
débiles, fuertes y valientes, fuertes pero cobardes, débiles pero valientes, guapos, feos, altos,
bajos, rápidos, lentos, listos, bobos... por no hablar de que unos son niños, otros adultos y
otros viejos, o que unos son mujeres y los demás hombres. De las diferencias de raza, lengua,
cultura, etc., no hablaremos por el momento para no liar las cosas demasiado desde el principio. o
que quiero señalarte es que lo que salta a la vista no es la igualdad entre los hombres, sino
su desigualdad o, mejor, sus diversas desigualdades según el aspecto de su físico o de su conducta
que prefiramos considerar. Las primeras organizaciones sociales partieron como es lógico
de esas distinciones tan evidentes entre unos y otros. Las diferencias se aprovecharon en
beneficio del grupo: que el mejor cazador dirija la caza, que el más fuerte y valiente organice el
combate, que el de mayor experiencia aconseje cómo comportarse en tal o cual circunstancia,
etc.

Lo importante era que el grupo funcionase del modo más eficaz posible. Más adelante, cuando
los grupos se hicieron mayores y las diversas actividades dentro de ellos más complicadas, las
desigualdades entre los hombres ya no dependieron solamente de las aptitudes de los individuos,
sino también de su linaje familiar y de sus posesiones. Los hombres se hicieron desiguales no sólo
por lo que eran, sino también por lo que tenían. Y lo más importante: las desigualdades se
hicieron hereditarias. Los hijos de los reyes fueron reyes, los hijos de ricos nacían también
ya ricos y el que tenía padres esclavos no podía aspirar a nada mejor que a la esclavitud.
Quedó establecido que unos venían al mundo para mandar y otros para obedecer.

La democracia griega estaba sometida al principio de isonomía: es decir, las mismas leyes
regían para todos, pobres o ricos, de buena cuna o hijos de padres humildes, listos o tontos. Sobre
todo, las leyes eran inventadas por los mismos que debían someterse a ellas: había que
tener cuidado en la asamblea con no aprobar leyes malas, porque uno podría ser su primera
víctima... Nadie estaba en la ciudad por encima de la ley y la ley (la misma ley) tenía que ser
obedecida por todos. Pero la ley no provenía de nada más elevado que los hombres.
TODOS PARA UNO Y UNO PARA TODOS

Las antiguas estructuras sociales limitaban bastante las iniciativas individuales, pero en cambio
gozaban de la solidez unánime de lo que no se pone en cuestión: todos somos
uno. La modernización concede cada vez más importancia a lo que piensa, opina y reclama cada
individuo, pero debilitando inevitablemente la unanimidad comunitaria: cada cual sigue siendo
uno dentro del todo.

Los individuos tenemos dos maneras de formar parte de los grupos sociales, que suelen darse
por separado pero a veces se dan juntas. Podemos pertenecer al grupo y podemos participar en
el.

La pertenencia al grupo se caracteriza por una entrega del individuo incondicional (o casi) a
la colectividad, identificándose con sus valores sin cuestionarlos, aceptando que se le defina
por tal adhesión: en una palabra, formando parte irremediablemente, para bien o para mal, de
ese conjunto.

Casi todos nosotros solemos «pertenecer» a nuestras familias y sentirnos parte obligada de ellas
sin demasiado juicio crítico, porque nos lo imponen las leyes del parentesco y los
sentimientos espontáneos de proximidad.

Todos los individuos tenemos necesidad de sentir que pertenecemos a algo, que
somos incondicionales de algo, sea una corporación muy importante o algo trivial. Eso nos da
seguridad, nos estabiliza, nos define ante nosotros mismos, nos brinda alguna referencia
firme en la que confiar, aunque tal pertenencia a menudo nos haga sufrir o nos imponga
sacrificios. Es importante de vez en cuando sentirse en casa, saber que está uno rodeado de
personas con las que comparte sentimientos y vivencias que ninguno pone en discusión. Cuando
aquello a lo que pertenecemos se hunde, sufrimos una sacudida íntima de la que no es
fácil recuperarse. Por eso las rupturas familiares o los desengaños amorosos son tan
especialmente crueles.
LAS RIQUEZAS DE ESTE MUNDO

Los animales ¿son ricos o pobres? No parece que ese problema les interese demasiado, a pesar
de lo que pueden dar a entender fabulillas demasiado antropomórficas como aquella de la cigarra
y la hormiga. Los animales tienen necesidades que atender: comida, cobijo, procreación,
defensa contra sus enemigos... A veces logran satisfacerlas convenientemente y en otros casos
fracasan: si este fracaso es demasiado grave o muy prolongado lo más probable es que
mueran, por lo cual todos los bichos son extremadamente diligentes en procurarse lo que
necesitan. Además, tienen ideas muy claras sobre lo que les hace falta: pueden
equivocarse al buscarlo, pero nunca se equivocan en lo que tienen que buscar. Tienen más
bien pocos caprichos y desde luego no fantasean nunca. Cuando ya han cubierto sus necesidades,
los animales disfrutan y descansan; no se dedican a inventar necesidades nuevas ni más
sofisticadas que aquellas para las que están «programados» naturalmente (me refiero, claro
está, a los animales en su estado salvaje, no a los que han sido más o menos «civilizados» por el
hombre). Llamar «ricos» a los animales que satisfacen sus necesidades y «pobres» a los que no lo
consiguen parece un poco exagerado pero, en fin, a tu gusto lo dejo...

El caso de los humanos es bastante diferente, supongo que estarás de acuerdo conmigo. La gran
diferencia consiste en que los humanos no sabemos lo que necesitamos. Es decir: desde un punto
de vista estrictamente zoológico, sabemos que necesitamos comida, cobijo, procreación,
defensa y el resto de esas cosas que también requieren otros mamíferos semejantes a nosotros.
Pero cada una de esas necesidades básicas nos la representamos acompañada de
requisitos exquisitos que la complican hasta el punto de hacerla casi infinita.
CÓMO HACER GUERRA A LA GUERRA

La culpa, por lo que cuentan, es del nitrógeno. No me refiero a su utilización en la fabricación de


bombas, sino a su participación imprescindible en el fenómeno de la vida. Las plantas han
patentado su propio sistema para fijar el nitrógeno en las células merced a trucos muy ingeniosos
y sin molestar a nadie. Pero los animales, para ganar tiempo y no darle más vueltas al asunto,
han resuelto el problema comiéndose las plantas y asimilando de este modo el
nitrógeno ya manufacturado. Me refiero a los animales herbívoros, porque otros bichos aún
acortan más camino: devoran a los herbívoros y así obtienen nitrógeno celular sin hacer
concesiones a la ensalada. De los seres humanos, para qué hablarte. Comemos plantas,
animales herbívoros y también carnívoros: todo vale. Si algún ser en el mundo ha hecho divisa del
«todo vale», somos nosotros. Y así desde el principio, porque a ser capaces de sacar las más
extremas consecuencias del «todo vale» es a lo que en primer término puede llamársele razón y
la razón es lo que diferencia al hombre de las bestias. De modo que el «todo vale» es la esencia
misma de la condición humana. Olvidaba mencionarte que dentro del «todo vale» se incluye
también comerse los seres humanos unos a otros, o sea que cuando digo «todo vale» quiero decir
todo.

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