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01-El Nino Que No Podia Ser Bracero

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EL NIÑO QUE NO PODÍA SER BRACERO.

Su tía abuela le llevó a la casa. Los ojos del niño mostraban señales de haber
llorado. Volvían agitados, después de haber pasado por el hospital de Santa Isabel, que
“estaba pegado a la iglesia de La Mercé y que hoy es un instituto”, donde le habían
atendido. Entre tanto, su padre cumplía su jornada de trabajo en el campo y su su madre
recorría Jerez embebida en sus ventas. La gitana que traía al niño era de la familia,
aunque en aquel barrio de Santiago casi todos lo eran. La samaritana es Manuela
Moreno Monge, que sería la madre de Parrilla el viejo y mujer de otro gitano jerezano,
excelente solearero, Juan Fernández Carrasco, a quien todos conocían como Juanichi el
Manijero, a causa de su oficio 1. Nadie hubiera podido imaginar que aquel niño, que
vuelve a su casa con un brazo roto a causa de una caída en el Tempul, habría de ser uno
de los forjadores de la escuela jerezana de guitarra flamenca y que la samaritana gitana
que lo llevaba sería la abuela de uno de sus más destacados continuadores, Manuel
Parrilla.

A su paso, todos los vecinos mostraban su curiosidad por lo sucedido. Era un


interés nacido en la conciencia de grupo, del sentido de pertenencia y de los vínculos de
la sangre. Las alegrías y el dolor, los golpes de fortuna o de desgracia de cualquiera de
aquellos habitantes del barrio, se compartían por todos de un modo natural. Eran
reacciones solidarias nacidas de una cultura heredada. Tal era la vida en aquel barrio
jerezano de Santiago en el que los gitanos se habían asentado en los tiempos en que
Jerez de la Frontera era todavía una ciudad cerrada de murallas. “El barrio estaba por
detrás de la iglesia de Santiago, fuera de la muralla. Era una iglesia pequeña, una
especie de ermita para caminantes. A los gitanos, desde la época de Carlos III, nos
dejaban ponernos alrededor de la iglesia. Al principio se formaron nada más que dos
calles, Nueva y Cantarería, que hacían como una T. Luego aquello se fue agrandando y
se creó el barrio”, nos dice Manuel Morao convencido de que traslada una historia
certificada por la transmisión generacional.

Manuel llevaba poco tiempo viviendo en aquella calle Marqués de Cádiz por la
que ahora camina de la mano de aquella gitana de la familia. Acababan de mudarse tras
que la familia hubiese podido comprar una casa gracias a un inesperado golpe de suerte.
“Mi madre, Manuela Jiménez, era una gitana de una personalidad extraordinaria;
guapa y simpática hasta dejarlo de sobra. No sabía leer ni escribir, pero era una
comerciante nata. Vendió y compró de todo, desde una baca hasta un objeto de oro o
una cesta de verduras. Puso negocios de toda índole. Cuando tenía un puesto de recova
metió a la lotería y le tocó. Eso sería por el año 1935. Por un décimo de 3 pesetas le
tocaron 14,000 y con eso compramos la casa de Marqués de Cádiz”.

1
Los manijeros tenían la función de organizar y asignar los trabajos entre los jornaleros del campo.
Dejaría tras él una estirpe flamenca de altura: su apellido Fernández, es portado por intérpretes tan
decisivos como Tío Borrico, Fernando Terremoto, Sernita de Jerez o los Parrillas. Aunque se mantuvo
fuera del profesionalismo, alternó las figuras de su tiempo: Manuel Molina, el Marrurro, Paco La Luz,
Perico Cantarote, Frijones o Tío José de Paula.
El azar permitió una mejora en las condiciones de vida de la familia de Manuel,
pero en ningún momento nadie se planteó salirse del barrio donde compartían vida y
sueños con sus iguales. “La calle Marqués de Cádiz está a unos cincuenta metros de la
calle Nueva. En realidad, era lo mismo. Yo me iba a jugar a la calle Nueva porque allí
tenía a los amigos”. La nueva casa solo supuso disponer de un espacio más amplio,
pero en el que se mantuvieron los hábitos y los modos de vida. Hasta aquí vinieron a
vivir todos como antes habían estado en el número 25 de la calle Nueva, donde para
Manuel Morao había comenzado todo, el día 22 de julio de 1929. El niño aún no sabe,
claro, que en esa misma calle vivieron en algún momento La Serrana, Frijones, Paco La
Luz o el Loco Mateo, no puede saber que, en una casa pegada a la suya, en el número
29, había venido al mundo Tío Borrico (Gregorio Manuel Fernández Vargas) “parte de
una de las más frondosas ramas del mejor cante santiaguero”.

Manuel venía al mundo cuando se acababa una década en la que todavía actúan
y brillan nombres señeros de una de las generaciones más brillantes de la historia del
flamenco: Manuel Torre, Tomás Pavón o El Gloria, y guitarristas como Miguel Burrull,
Niño Ricardo, o Manolo de Badajoz. El mismo año de su nacimiento fallecía uno de los
pilares de la historia flamenca en general y de la de Jerez de la Frontera en concreto:
Antonio Chacón, quien un año antes hizo la última grabación de sus cantes con la
guitarra de Perico del Lunar. Manuel Morao abría sus ojos a la vida un caluroso día de
julio de un año en el que declinaba sin remedio el régimen dictatorial de uno de sus
paisanos ilustres, el general Miguel Primo de Rivera, quien fallecería en Paris un año
después. Al amparo de tan poderoso hijo, Jerez de la Frontera vio reforzadas sus bases
económicas en torno al universo vitivinícola y cumplidos algunos de sus viejos
proyectos. Al margen de ello y tras un larguísimo prólogo de vacilaciones, Sevilla vivía
la brillantez de su Exposición Iberoamericana, convirtiéndose, de un modo aún más
pujante. en la meca buscada por los flamencos de Jerez y de otras geografías para seguir
ganándose el preciso sustento. Allí actuaron “artistas como El Gloria y sus hermanas
La Pompi y la Sorda, el cojo de Málaga, La Malena o Ramón Montoya, entre otros.

Manuel recuerda bien sus primeros años y no duda al considerar que fue un niño
feliz. “Soy el tercero de cuatro hermanos. Mayores que yo había un hermano y una
hermana, Paca y Antonio, y otro más joven que yo, Juan, que fue también guitarrista.
En mi casa había muchos Manueles, porque mi padre era Manuel, mi madre era
Manuela, yo Manuel y el pequeño también, porque en realidad se llamaba Juan
Manuel”. Su familia es una más de las avecindadas en Santiago, gitanos ligados a su
origen común en Jerez de la Frontera. Manuel los rememora con una inevitable mezcla
de emoción y nostalgia: “Mis padres eran unos gitanos de una nobleza extraordinaria...
Somos una etnia con esa característica, como otros muchos gitanos de Andalucía la
baja, la nobleza. Por eso, entre otras cosas, fuimos protagonistas de la integración con
los no gitanos. La nobleza, la humildad y el convencimiento de que hay que construir la
vida con lo que se tiene. Y eso lo asimilas de un modo natural, porque lo ves en tus
entornos. A eso se le puede llamar también conformismo y puede que sea así y que haya
algo de eso. Pero es cierto en que, muchos de nosotros, se hace certera la letra de la
seguiriya: “No queda más remedio / que conformarse / con la voluntaíta de un divé del
cielo””.

No ignora Manuel que ese conformismo no tenga sus inconvenientes, ni que no


perciban los gitanos en su exacta escala la dureza de las condiciones con las que a veces
se ven obligados a vivir, pero insiste en que ese saber adaptarse a los entornos es una
virtud de los gitanos de estas partes del sur y que les permite ser feliz en mitad de las
carencias. Por eso Manuel Morao no duda en afirmar que “en mi casa se vivía feliz.
Estábamos adaptados a lo que teníamos y yo creo que la felicidad empieza por ahí”.

La casa en la que Manuel Morao nació, sita en la calle Nueva, ha resistido el


embate de las ruinas o de las transformaciones. “Todavía está casi igual que entonces,
cuando vivíamos en ella. Tenía un patio central, con dos plantas. La mayoría de las
casas del barrio eran de una planta, pero la mía tenía dos. Alrededor del patio se
repartían las habitaciones”. Su descripción señala una estructura fácil de identificar
como uno de los muchos “corrales de vecinos” que se repartían por los barrios
populares no sólo de Jerez de la Frontera, sino de la mayoría de las ciudades y pueblos
de Andalucía. “Allí debíamos vivir unas veinte o treinta familias, lo que es lo mismo,
algo más de un centenar de personas, porque entonces casi todas las familias eran muy
numerosas”. De inmediato añade datos rescatados de su más remota memoria que nos
permiten reconstruir cómo debía ser el ambiente en el que el niño Manuel se integraba.
“Todos los que vivíamos allí éramos gitanos y todos, los niños, los viejos, los hombres y
las mujeres sabían cantar o bailar, cada cual, a su manera, unos mejor y otros peor,
pero todos hacían algo. Por eso, al menor motivo se formaban fiestas. Y eso no solo
pasaba en mi casa. Era lo mismo en las otras casas del barrio”.

Manuel trata de completar esta imagen recordando que los gitanos de su barrio
trabajaban en el campo, como hacían también los gitanos de Lebrija o de las otras tierras
campiñesas aledañas a Jerez de la Frontera. Prácticamente todos ellos no tenían otra
ocupación que esa. Pero ya es sabido que el campo no requería sus brazos más que en
determinados momentos del año y que sus vidas giraban al compás de esas regulares
alternativas de tiempos de trabajo y tiempos de pausa en los que nada podían hacer más
que esperar. Manuel Morao recuerda aún, con una frescura sorprendente, a muchas de
las familias con las que compartía aquella casa de la calle Nueva. “El dueño de la casa
era Medina y de su mujer, María Vega, gitanos emparentados con Cádiz, a los que le
decían los “Papanos”. María había enviudado muy pronto y sobrevivió muchos años a
Medina, muriendo ya muy viejecita. Allí vivían Montoya, que era el marido de Pepa la
Chicharrona, que se apellidaba Jiménez y que era familia mía; Los Jiménez, toda la
gente de mi madre, los Paulas, allí vivió uno de ellos, Ramón, que era hermano de Tío
José de Paula; otros llamados Valencia, aunque su apodo era Cavero, emparentados
con gitanos de Lebrija. Muchos de los que vivíamos allí éramos familia…; la gente se
extraña de esa costumbre nuestra de llamarnos primos, pero es que en verdad muchos
lo éramos, no de la primera generación, pero sí de la segunda o de la tercera”.
No llega Manuel a precisar de entre todos ellos cuántos pudieron haber dejado
sus trabajos en el campo para pasar a vivir de su arte. Las más de las veces ambas cosas
eran compatibles en muchos gitanos del barrio, pero otros hubo que dieron el paso a
vivir de su arte, sea, al profesionalismo: “bueno, se hablaba de La Serrana2, que era
hija de Paco La Luz, que vivía en nuestra calle, y una hermana de ella, La Sorda 3, a la
que llegué a conocer en Sevilla, viviendo en la calle Jesús del Gran Poder, muy viejita.
También se hablaba del Gloria y de La Pompi...”4.

Vuelve ahora su mirada al pasado de su propia familia para rescatar en ella


algunos posibles precedentes de alguien tocado por el don del cante o del baile o del
toque, que eran artistas, aunque no hubiesen traspasado el umbral del profesionalismo.
Manuel nos dice que los gitanos sabían que, si estuviesen dotados de la virtud del arte y
fueran capaces de convertirlo en un medio de vida, podrían disponer de un horizonte de
nuevas posibilidades para él y para sus descendencias. No obstante, reconoce que en su
familia “solamente una tía, de muy jovencita, fue profesional durante un tiempo”,
afirmación ésta que debe dejar definitivamente despejada la duda que en algunos
estudios se ha extendido acerca de una supuesta vinculación del padre de Manuel con el
mundo del arte profesional.

En efecto, en ciertos estudios de la ya extensa bibliografía flamenca se ha


afirmado que Manuel Moreno de Soto y Monje, nacido en Jerez de la Frontera en 1902,
padre de los guitarristas Manuel y Juan Morao, lo fue también. Mas según la clara y
rotunda afirmación de quien fuera su hijo y en contra de lo afirmado por los estudiosos,
aquel gitano llamado “Morao Viejo”, padre de los artistas, “no tocó jamás la guitarra”.
No escapa de esta confusión el maestro Manuel Cano, quien mezcla datos en los que
Morao padre e hijo se confunden, volviendo a afirmar que el padre había sido “buen
guitarrista de la escuela jerezana de Javier Molina”, añadiendo que era el fundador de
“una dinastía de guitarristas jerezanos continuada por sus hijos Juan y Manuel Morao” 5.
En fin, seamos indulgentes con el maestro granadino, aunque sin dejar de señalar su
error. Por el contrario, Juan de la Plata, precisó que “éste no era guitarrista como,
equivocadamente se ha dicho en más de un libro”, añadiendo que Morao Viejo sí era un
2
Su nombre era María Valencia. Fernando el de Triana, en su ya clásico estudio “Artes y Artistas
Flamencos”; Imprenta Helénica. Madrid. 1935 (reed. Demófilo. Córdoba, 1979) nos da noticias de su
trayectoria artística

3
Morao recordaba aquí a Juana Valencia, bailaora, que actuó en los Cafés sevillanos y de la que
Fernando el de Triana alababa el hecho de que bailara tan a compás, pese al defecto físico que tenía.

4
Miembros de una misma familia, los Ramos Antúnez. Manuel Morao señala que EL Gloria fue un
cantaor de gran importancia, conocido como El Niño Gloria, que alternó en igualdad con las grandes
figuras de su tiempo como Torre, Chacón, Marchena, Centeno, Caracol, y otros. Nos legó una modalidad
personal de fandango que sigue gozando de una gran aceptación y seguimiento. Su hermana, Luisa,
conocida como La Pompi (Jerez, 1883-Sevilla, 1958) fue, así mismo, cantaora notable, frecuentadora del
inevitable circuito profesional de los Cafés sevillano.

5
Cano, Manuel (1986). “La guitarra. Historia, Estudios y Aportaciones al Arte Flamenco”. Publicaciones
de la Universidad de Córdoba y Monte de Piedad y Cajas de Ahorros de Córdoba. P. 94.
buen aficionado al cante, que era “un cantaor de reunión” y que de él se contaba que
“Manolo Caracol, siendo joven, aprendió a cantar la bulería de Jerez”6.

Volvamos al relato de Manuel Morao y a su afirmación de que solo esa tía suya
había tenido una inmersión en el mundo del profesionalismo flamenco. Sucede, sin
embargo, que este hecho, que pudiese parecer irrelevante, cobra interés cuando Manuel
nos cuenta cómo sucedieron las cosas: “Fue por el espectáculo Las Calles de Cádiz, que
montó Ignacio Sánchez Mejías con la Argentinita 7. En ese espectáculo iban muchos
gitanos de Cádiz y de Jerez y fue donde realmente García Lorca comenzó a tener
contactos con gitanos de esta parte, con gitanos de la Baja Andalucía. Pues por
aquellos días Ignacio Sánchez Mejías, que era una figura enorme del toreo, vino a mi
casa, pero no a la calle Nueva, sino a la de Marqués de Cádiz a la que nos habíamos
mudado. Pues ahí vino Ignacio porque buscaban gitanas bailaoras y le dijeron que mi
abuela y mi tía lo hacían muy bien. En mi casa se bailaba bien y por la parte de mi
padre se cantaba también bien. Entonces mi tía tendría dieciocho años y despuntaba
como bailaora”. Es evidente que su caso no sería único en el barrio y que otras muchas
jóvenes gitanas podrían haber atraído el interés del torero-empresario.

Veamos cómo Manuel lo relata: “Mi abuelo materno bailaba muy bien y era
una persona de gracia. Tenía gracia en todo lo que hacía, tenía ese don natural. Y era
amigo de Rafael el Gallo, cuyo conocimiento le vino por Enrique el Almendro que era
banderillero y muy amigo de mi abuelo. Por eso, cuando Rafael o el propio Joselito el
Gallo venían a Jerez buscaban a mi abuelo para que les montara alguna fiesta. Mi
abuelo los traía a casa y allí se guisaba una berza y se cantaba y bailaba. Ellos le
hablarían a Ignacio de mi abuelo, al que todos llamaban Paco Reboza, cuya hija era
esa tía que bailaba tan bien. Como además era muy guapa pues en cuanto la vieron la
contrataron y ella fue la primera persona de mi familia que puede decirse que fuera
profesional en el flamenco8. Se enroló en el espectáculo y se movió por España y por
parte de Europa. Mi abuela iba con ella y mi hermana mayor”.

De nuevo en este relato con el que Manuel Morao nos va desgranando sus años
de infancia y primera juventud, surgen recuerdos, situaciones, personajes e imágenes,
envueltas en el halo de irrealidad y de fascinación que la distancia y el tiempo les han
ido incorporando. Vuelven a aparecer nombres singulares, artistas a los que la suerte
acompañó en mayor o menor grado, pero todos ellos seres extraordinarios que iban
6
Juan de la Plata (2009). “El Flamenco que he vivido: vivencias, escritos y recuerdos de un viejo
aficionado”. Signatura Ediciones. Sevilla. P 20.

7
La historia de las relaciones entre Ignacio Sánchez Mejías y la Argentinita (Encarnación López Júlbe)
constituye una de las referencias más claras de las conexiones entre el mundo del arte popular, –desde
la copla, la danza y el baile y el flamenco–, con el toreo que atraviesan los años veinte y mitad de los
treinta en España.

8
En el elenco de “Las Calles de Cádiz” se mezclaron artistas de varias generaciones, haciendo aparecer a
viejas bailaoras que habían frecuentado los cafés cantantes en el final del XIX, como La Macarrona o La
Malena y con otras jóvenes entre las cuales se incluyó esa tía de Manuel Morao, que actuaba con el
nombre de Paquita la del Morao.
conformando, de un modo imperceptible, el mundo y la sensibilidad del que habría de
ser gran guitarrista jerezano. Morao admite que “cuando yo hice el espectáculo
“Gitanos, esa forma de vivir”, estaba influenciado por este de las Calles de Cádiz”.
Aquellas lejanas secuelas se habían ido grabando en algún rincón de su subconsciente
hasta llegar un día en que afloraron orientando su acción creativa. Manuel completa sus
recuerdos de todo esto admitiendo que, aunque con dificultad por sus pocos años,
todavía hoy sigue casi viendo el momento aquel en el que vio aparecer por su casa a un
hombre que resultó ser el grandísimo torero, elevado después a lo más alto de la
mitología por su muerte dramática9 y por el poema que sobre ella nos dejara escrito
Federico García Lorca. “Se le notaba un algo especial y mi tía acabó yéndose al
espectáculo. Luego, ella se casó con un señor de Sevilla y de resultas de todo aquello
mis primos y yo tuvimos luego una larga amistad con Pilar López, la hermana de la
Argentinita”, concluye.

Pasados los años, aquel niño que fue Manuel Moreno Jiménez, –para la historia
del flamenco Manuel Morao– contempla a la vida y al flamenco desde el altozano de la
madurez y es capaz de encontrar sentido a cuanto ha vivido y de tener opinión y juicio
sobre las cosas que le rodearon. Admite sin la menor duda que “fue un privilegio nacer
ahí, en aquel barrio. Para un gitano que se iba a dedicar a ejecutar y difundir el
flamenco gitano andaluz fue un privilegio haber nacido en aquel sitio. Porque
Santiago, junto con Cádiz y con Triana, ha sido una de las cunas fundamentales de
nuestro arte”. Su percepción sobre el valor del barrio de Santiago para la germinación y
la posterior historia del arte gitano andaluz es rotunda. Tiene Manuel sus teorías acerca
de ello y las expone con el tono de quien está transmitiendo una verdad, o al menos de
quien nos dice, sin tapujos ni trampas, su propia verdad. “No hay dos barrios de gitanos
en Jerez. Eso ha sido después. Cuando Jerez estaba amurallado los gitanos estaban en
un solo sitio que era Santiago. Hasta que no se abren las puertas de la ciudad no se
quedan los gitanos en otros suburbios, en otras partes de Jerez. Pero los gitanos salen
todos de Santiago. Y con el cante pasa igual. Porque donde van los gitanos iba el cante.
Todos los colectivos traen algo y los gitanos traían su cante. Los gitanos tienen sus
músicas propias y luego cogen las influencias de las gentes con las que conviven. Jerez
tiene una cantera tan productiva de cantes que al irse los gitanos a otro barrio van
creando modismos, por la cantidad de intérpretes de esas músicas. Eso es lo que hace
que haya esa cantidad de músicas, que luego se van a dividir en dos barrios. En
Santiago había dos escuelas de cantes de bulería por solea, –que es el cante que han
creado los gitanos, el cante de las Pompi, hermanas del Gloria– y luego un cante que
era el de Antonio la Peña, un gitano que vivía allí, del cual una de las mejores
intérpretes que oí en mi vida fue la Morena, que era de Jerez pero que vivía en Sevilla”.

El barrio jerezano de Santiago era el territorio en el que Manuel desarrolló su


infancia. Ese era su paisaje, el mismo en el que habían nacido y vivido los suyos,
aquellos de los que procedía, de los que se sentía continuador, una familia formada por
generaciones de gitanos bajoandaluces asentados en Jerez de la Frontera. “Hasta donde

9
Ignacio Sánchez Mejías fue cogido mortalmente por un toro en la plaza de Manzanares.
recuerdo de mis antecedentes, desde mis abuelos y bisabuelos, desde siempre, todos son
gitanos de Jerez, gitanos vinculados a estas tierras. Solamente en el nivel de mis
tatarabuelos y por parte de mi madre hay una rama que viene de Lebrija. Es que el trae
el apellido Soto, que ya ha desaparecido en mí. No es raro, los gitanos de Jerez y los
Lebrija estamos emparentados, con vivencias muy semejantes. Todos éramos
trabajadores del campo y coincidíamos en las mismas fincas, había mucho trasiego en
las fincas de Jerez a las que venían muchos gitanos de Lebrija. Todos los Carrasco y
los Peñas que hay en Jerez son oriundos de allí. También algunos de Jerez se han
casado con gitanas o gitanos de Lebrija. Había también relación con Cádiz, pero más
con Lebrija”.

En este mismo espacio, que era para aquel niño el principio y el fin del mundo,
Manuel acudió al colegio, yendo, como casi todos los gitanillos de Santiago, al colegio
de Carmen Benítez, una escuela pública que “estaba en el barrio, a la espalda de mi
casa y que todavía existe. Fue al poco tiempo de salir de la calle Nueva. Antes los niños
iban al colegio más tarde que ahora. Allí me eduqué o más exactamente allí aprendí a
leer y a escribir, porque la educación no la dan los colegios, esa te la dan en la casa”.
Manuel recuerda que en aquella escuela había cinco cursos y que cuando los acababa
tenías que salir y marcharte ya a un instituto, pero que ese no fue su caso porque en su
familia no había posibilidades y por eso, con poco más de diez años, salió del colegio.
Manuel guarda recuerdos hermosos de aquella etapa: “Esta señora hizo mucho por la
educación en Jerez…, allí, en aquella escuela, que estaba a unos veinticinco metros de
la plaza de Santiago, nos educábamos todos los gitanitos del barrio”.

Aquellos eran también los años en que España se desangraba en una guerra
horrible, pero el niño señala que él acude cada día al colegio ajeno al drama. Conserva
de entonces solo una sucesión de imágenes dispersas en la que se mezclan las vivencias
familiares en las que él vive envuelto. Solo pasados los años pudo entender del todo la
magnitud del drama. “Mi hermana estaba en un colegio de monjas que era un asilo de
ancianos. Todavía existe. También estaba en el barrio. En el año 35 no había religión
en los colegios y me acuerdo que teníamos un comedor público que era donde yo
comía. Nos traían la comida de unas monjas, que se llamaba El Salvador, que todavía
tienen un comedor de beneficencia. Manuel no recuerda que nadie de su familia se viese
envuelto en alguna situación conflictiva ni que la guerra se hiciese presente en su casa
en la forma dramática en que lo hizo en tantas otras. Atribuye ese hecho a que “los
gitanos nunca pertenecimos a ningún partido ni a sindicato o asociación política, por
eso no tuvimos problemas con los unos ni con los otros. Éramos trabajadores, muchas
veces mal tratados, pero nunca habíamos creado problemas con protestas o rebeldías.
Eso fue también bueno para nuestra integración”.

Hurgando en su memoria de aquellos días Manuel reconstruye con dificultades


algunos flases, imágenes que se grabaron en su mente de niño, amparado todavía en el
manto protector de la inocencia y a las que atribuyó significados precisos muchos años
después: “Yo vivo esa etapa siendo muy niño, porque cuando llega la guerra solo tengo
seis años y diez cuando se acabó. Sí me acuerdo de que los guardias de asalto tenían
unos coches que les llamaban “la blanca doble”, porque tenían asientos para los dos
lados. Esos coches los recuerdos de ir y venir por todas partes. Y también me acuerdo
de que en algún momento se cerraba la escuela y nos llevaban a casa. Mi padre se
viene corriendo de donde estaba y se llevaba unos pocos días sin salir de allí. Después
de aquellos primeros días como había aquellos problemas de que buscaban a la gente
en las casas, que los reprimían y los fusilaban, pues no sé por qué a mi padre le dio
miedo y se acordó de un amigo que tenía un cortijo en la carretera de El Calvario, que
va a Trebujena. Le pidió al amigo que nos acogiera en el campo, en pleno verano,
cuando la recogida de los garbanzos. Aceptó y nos fuimos todos para estar allí.
Estuvimos un poco de tiempo y vivíamos en un sombrajo hecho de palos y con techos de
palmas y juncos. Por las noches, como la finca estaba cerca de la carretera, por mucho
cuidado que tenían los padres en que no notásemos nada, los niños no dejábamos de
mirar y de escuchar lo que se comentaba. Y me acuerdo de ver las luces de los
camiones por la carretera y de oír los disparos de los fusilamientos. Ese es el recuerdo
que me ha quedado de aquello”.

Al acabar el tiempo de guerra, Manuel tiene ya diez años y la guitarra no ha


hecho aún aparición en su vida. Más, sin que nadie lo sepa ese momento estaba ya
gestándose. A su modo, como suelen germinarse los golpes de fortuna o de desgracia, el
instrumento que habría de orientar la vida de Manuel estaba a punto de llamar a su
puerta. Pero nadie podía saberlo, porque es un hecho cierto que a veces aquello que va a
definir el camino por el que han discurrir nuestras vidas se nos presenta de un modo
inesperado. Eso es lo que iba a producirse también para Manuel, que todavía hoy narra,
con el tono de quien se refiere a una de esos hechos que definieron su vida, ese primer
encuentro suyo con la guitarra: “En aquella época no en todas las fiestas de los gitanos
había guitarras. En mi casa por supuesto no la había. Para los gitanos, por lo menos
para los gitanos de Jerez, cualquier acontecimiento, menos los de duelo, servían para
que se hiciera una fiesta y en mi casa las había constantemente y cuando no la había en
la casa de al lado y allí estábamos todos. Pero en ninguna había guitarra, se daban
palmas o golpes sobre las mesas. La guitarra estaba en los ambientes profesionales,
pero en aquellos ambientes populares era más difícil que apareciera una guitarra y
más difícil aún, alguien que supiera tocarla”.

No obstante, como en tantos otros órdenes de la vida, un golpe de azar acabaría


llegando para encauzarlo todo y lo hizo escondiéndose en el brazo escayolado con el
que aquel niño flaquito, de tez morena y mirada triste, vuelve a su casa de la calle
Marqués de Cádiz llevado de la mano de su tía abuela. “Por aquel entonces los niños
estábamos todo el día jugando por las calles, no es como ahora…, Mi entorno de juego
era por allí, por la calle de la Sangre, que estaba a la espalda de Cantarería, que hace
una T con la calle Nueva. Mis amigos de entonces eran todos niños gitanos del barrio:
los Junquera, de Manuel Junquera, familia de la que viene Juan Junquera que fue un
gitano que tuvo un café cantante, el primero que se abrió en Jerez. También estaba el
padre de la Macanita, Tomas Guerrero, que vivía por allí. Y estaban los Gálvez,
emparentados conmigo. Jugábamos en la calle corriendo de aquí para allá y no era
raro que los niños nos cayésemos y nos averiáramos. Y eso es lo que me pasaba a mí.
Íbamos al Tempul, que era un parque público, una especie de rosaledas con jardines, y
un día me caigo y me rompo un brazo, el izquierdo. Como consecuencia de esto el
brazo izquierdo se me quedó un poco desfigurado. Al poco tiempo me volví a caer y me
rompí el otro. Tendría seis o siete años. Esta vez me llevaron al Sanatorio, que lo
abrieron para los niños pobres que estaban con problemas de huesos o de otras
enfermedades. Yo tenía los brazos mal. Esa era una debilidad que tenía. A veces no
eran fracturas, sino que se me salían de su sitio. En poco tiempo tuve tres averías en los
brazos”. Y Manuel imagina ahora cómo debía ser la reacción de un padre en aquellas
circunstancias. Qué hacer con un niño que tiene esta fragilidad en sus brazos, sabiendo
que son éstos el instrumento del que los gitanos se valían para ganarse el pan trabajando
en los terruños de Jerez y su comarca.

De un modo que hoy parece premonitorio, las cosas se fueron enderezando para
que el padre de Manuel hallara pronto una respuesta a esas preocupaciones. Y la
respuesta que buscaba estaba en el aire, en el ambiente de aquel barrio donde todos
vivían como si fuese el centro de un universo propio. Era evidente que, si por aquella
debilidad el niño no iba a poder ser un bracero, había que buscar otra opción para su
vida y en aquel Santiago, en cuyo ambiente cotidiano flotaba de un modo tan abundante
y generoso el arte, éste fue el camino al que todos miraron: “Mi padre trabajaba en el
campo y vio que yo no iba a poder trabajar en el campo. De ahí salió la idea de que
algo había que buscarme. Con esos brazos así, como lo tiene, no podrá trabajar en el
campo, pensaría él. Pero mi padre ya veía, por el ambiente del barrio, que había otra
manera de ganarse la vida que era meterse en el mundo de los artistas”, un mundo que
para su padre no era desconocido, sino al contrario, un territorio donde se movía con
soltura, un ámbito en el que se manejaba con conocimientos. Como a la mayoría de los
gitanos del barrio de Santiago al padre de Manuel le gustaba todo lo que se relacionaba
con el cante y con el baile, porque para los gitanos de aquella época “el cante, el baile y
el ritmo eran un alimento, necesario como el agua, algo que nos era preciso para
seguir viviendo”.

El joven niño de los brazos frágiles no está ajeno a todo ello. No puede estarlo.
Ese ambiente forma parte de su horizonte cotidiano. “Ya entonces, con aquella edad de
siete u ocho años, yo cantaba y bailaba muy gracioso. Estaba metido en aquel mundo
del ritmo y del compás”. Y lo estará más a partir del momento en que su padre trabajó
en un tabanco, un lugar donde se vendía vino, pero que sobre todo eran “universidades
del cante”. Manuel no deja de ir por allí aprovechando cualquier ocasión y no falta
nunca cuando el tabanco acoge una de sus frecuentes fiestas que surgen allí sin que
nadie sepa por qué. Se asoma y curiosea, junto a otros niños gitanos del barrio, que de
ese modo se impregnan, sin notarlo, de las claves de una cultura y de unas formas
expresivas que son su gran herencia. Para muchos su única herencia. “Allí aprendíamos
los niños, viendo y oyendo a todos los gitanos que iban para hacer sus fiestas…, mi
padre cantaba bien, como había cincuenta gitanos en Jerez que lo hacían…; en las
fiestas del barrio todos participábamos. Los niños no estábamos allí solamente
mirando. Por las tardes, venía mi padre de trabajar, se sentaba y en vez de hacer otra
cosa, nos poníamos a bailar. A ver cómo baila este, a ver cómo cante este otro. Como
en otras familias de otras culturas o de otras sociedades se cuentan cuentos, entre
nosotros se cantaba y bailaba. Así era entonces. Todos los niños y niñas de las familias
gitanas cantábamos y bailábamos, unos mejor y otros peor, pero todos estábamos en
ese mundo. Ahora ya no es así. Ahora muchos ya no sabes ni tocar las palmas”.

El padre de Manuel Morao vive inmerso en los ambientes flamencos del barrio
y conoce y trata a otros muchos gitanos que cantan y bailan, aunque no fueran
profesionales. Son verdaderos artistas, pero se circunscribían a círculos pequeños,
domésticos o amistosos. No se consideraban a sí mismos como artistas, –en el sentido
profesional estricto–, y aunque trataban de vivir de ello, de granjearse algunos ingresos
con su cante o su baile al calor de alguna fiesta, seguían obligados a someterse a las
periódicas temporadas de trabajos en los campos de Jerez y de su comarca. “No eran
profesionales, unos porque no tenían las condiciones precisas y otros porque no habían
tenido esas pretensiones o el espíritu o la ocasión de serlo”. El profesionalismo tenía
todavía entonces un cierto halo de aventura que obligaba, entre otras cosas, a abandonar
Jerez y buscar los contratos y los dineros en los tablaos o en las fiestas que tenían a
Sevilla o a Madrid como destinos y como centros.

Ese era el camino que habían emprendido El Gloria, las Pompi, Manuel Torre,
Chacón o Mojama10. Pero a los otros, que no se habían movido de Jerez, alimentaban
con su presencia la vida de los tabancos, de las ventas, de las fiestas privadas o de
aquellas otras en las que primaba el interés del grupo. A todos los conocía bien el padre
de Manuel Morao. A muchos de ellos Morao hijo los recuerda aún, puesto que en su
momento se marcaron de manera indeleble en el alma de aquel niño: “Yo me acuerdo
mucho de un gran cantaor al que no se le ha hecho justicia en Jerez, quizá por
desconocimiento. Le decían de apodo “Tío Cabeza”, pero sus apellidos eran Fernández
Ramos, familia de los Rincones, tío del Borrico y del Sernita, y familia por parte de
madre del Gloria y las Pompi. Era extraordinario. Estaba también el Borrico 11, que era
algo mayor que yo; otro era el Carabinero, que era familia de los Pantojas 12; estaba
Vicente Pantoja, estaba Luis la Maora13, o Juan Jambre. Eran artistas del Jerez de la
generación de mi padre, a los que yo oía cantar. Porque en las fiestas era donde ellos
se buscaban la vida, pero además ellos acudían a las fiestas que hacíamos los gitanos
en Jerez, no como artistas, sino como uno más”.

Manuel no duda en ponderar el valor de aquellos años y de aquellos


aprendizajes como conformadores de su pensamiento y como raíz de los compromisos
que posteriormente van a informar tanto su vida personal como su trayectoria artística.
10
Estos tres últimos constituyen, tres de las grandes luminarias de la historia flamenca, salido de Jerez y
referencias inexcusables para la comprensión de aquel territorio flamenco.

11
Manuel Gregorio Fernández Vargas, nacido en Jerez en 1910, uno de los grandes nombres del
flamenco, sobrino de Juanichi el Manijero e hijo de Tío Tati.

12
En efecto, su nombre era Rafael Pantoja y debía su apodo a haber ejercido como guardia municipal.
No salió del campo íntimo de las fiestas, donde destacó por bulerías.

13
Cantaor jerezano, padre de Tía Juana la del Pipa.
“De esa época tengo los mejores recuerdos de toda mi vida. Ahí entendí que los gitanos
vivíamos sabiendo que el cante, el baile y el ritmo era un alimento para seguir viviendo.
Los chiquillos íbamos por la calle y a lo mejor en una casa se oía cantar y nos
quedábamos allí. Parece que es una tontería, pero es verdad. Entonces era una cosa
natural, una necesidad vital por la que se liberaban muchas penurias. El cantar y el
bailar era para nosotros lo normal, como cuando te levantas y sabes que te tienes que
vestir. Cantar y bailar era para nosotros parte de la vida”.

No deja de ser llamativo que todas las alusiones que Manuel nos hace acerca de
los artistas jerezanos entre los cuales se iban abriendo sus ojos y sus sentidos se refieren
a cantaores o cantaoras. En otros casos se citan a gentes que bailan, gitanos o gitanas.
Pero no hay referencias a guitarristas. Manuel recuerda que “el primer gitano que fue
profesional de la guitarra fue Currito de la Jeroma” 14. Por eso, lo que sucedió entonces
resulta más llamativo e incluso más inesperado y providencial. Manuel Morao recuerda
que los gitanos del barrio, en los momentos en que no había trabajo, solían pasar mucho
tiempo por el Arco de Santiago, sentados en los bancos, contándose sus cosas. También
frecuentaban la barbería que estaba junto al Arco, “donde ahora han puesto un busto al
Sordera”. Manuel, como la inmensa mayoría de los niños y jóvenes gitanos del barrio
se pelaba allí, como su padre y sus hermanos. La barbería era “como el casino del
barrio de Santiago”. Morao no duda en afirmar que “podrían haberse escrito sainetes
del tipo que hacían los Quintero tan solo contando lo que allí pasaba y lo que allí se
decía”. A su dueño lo conocían todos como Don Guindo, sin que Manuel pueda
recordar su nombre verdadero ni el origen de ese mote. El tal Don Guindo, que era
medio gitano, era muy aficionado a la guitarra y la tocaba. No era raro. La historia de la
guitarra flamenca nos aporta numerosos casos de maestros barberos que fueron
guitarristas. De hecho, como señala Morao, “la primitiva escuela de guitarra de Cádiz y
de Jerez la crea un barbero, el maestro Patiño”15.

Manuel Morao sostiene que como esa profesión obligaba a pasar mucho tiempo
esperando a los clientes entretenían el rato tocando la guitarra. Ese era el caso de Don
Guindo, que tenía en su negocio un “guitarro, o sea, una guitarra pequeña que entonces
era algo que se utilizaba mucho. Es una guitarra de plantillas más chicas que
utilizaban mucho las mujeres”. El de Don Guindo era muy antiguo y presentaba un
estado de conservación bastante deficiente: “con dos o tres rajas en las maderas y el
barniz medio ido”. Todos los que frecuentaban la barbería se habían habituado a ver al
maestro con su guitarro, esbozando toques. El niño de los Morao solía quedarse
mirándolo con una cierta fascinación que no pasó desapercibida para su padre. Por otro
lado, Manuel ya había manifestado un sentido natural del ritmo y una cierta tendencia a

14
Fue un consumado maestro, nacido en Jerez de la Frontera en 1900 y fallecido en Sevilla, donde vivió
la mayor parte de su vida Currito acompañó a Manuel Torre y a Chacón de su tiempo y llegó a grabar
con la Niña de los Peines

15
José Patiño González, vino al mundo en Cádiz un siglo antes de que naciera Manuel Morao (Cádiz
1829) y falleció en ella en 1902. Se le atribuye la incorporación de la cejilla a la guitarra y por tanto,
haber permitido un proceso de desarrollo y de expansión del instrumento en su papel de acompañante.
manifestarlo convirtiendo cualquier cosa en un sucedáneo de guitarra: “cuando
hacíamos una fiesta en mi casa yo cogía cualquier cosa que hubiera y me ponía a hacer
como si tocara la guitarra” y evoca con fuerte nostalgia una fotografía perdida en la
que “aparezco con una parrilla de asar el pescado, con un mango y un cuerpo de
alambres y la estoy cogiendo como si fuera una guitarra que estoy tocando”. Manuel
también recuerda la causa de aquella fiesta de la foto, lo que, por otro lado, nos ilustra
de nuevo acerca del modo en que vivían, sentían y se relacionaban aquellos gitanos del
barrio de Santiago: “la fiesta se hizo porque le había tocado a mi madre, en otra rifa,
una sandía muy grande. Cuando trajeron la sandía a casa, en el patio se formó una
fiesta de pronto.

El niño se atreve algunas veces, instado por su padre y por el propio Don
Guindo, que eran buenos amigos, a coger el guitarro y a cruzar sus dedos por aquellas
cuerdas casi siempre desafinadas. Y es así como se gesta el instante decisivo: aquella
era la primera vez que Manuel Morao tiene en sus manos un instrumento al que luego
dedicaría en plenitud su vida y en el que alcanzaría un alto magisterio, abriendo una
senda que luego siguieron otros muchos guitarristas de Jerez y de las demás latitudes de
la geografía flamenca. Llegó así el momento en que su padre preguntó a Manuel si le
gustaría tenerla y ante la afirmativa respuesta de éste, se inició el preceptivo ritual del
trato con Don Guindo que acabó con la compra del instrumento. Manuel lo recuerda con
gran inmediatez y frescura, como si acabara de suceder. Ve a su padre llegando a la casa
con el guitarro en las manos y entregándoselo. “Yo me vuelvo loco”, dice Manuel,
“desde entonces, como antes con otras cosas me podía a hacer compás, pero ahora lo
hacía con el guitarro. Naturalmente, no sabía hacer nada con la mano izquierda, ni
poner los dedos ni hacer ningún acorde, pero con la mano derecha llevaba el ritmo
estupendamente. Desde el principio fue así, porque el ritmo lo llevaba dentro desde el
mismo momento de mi nacimiento.

Fue esa predisposición natural el que le permite a Manuel adentrarse en las


fiestas, hacerse un hueco e incluso ser requerido para que acompañara el cante festero.
“En mi casa, en cualquier momento, mi padre se ponía a cantar y mi madre bailaba
mientras yo les hacía el compás con aquella guitarra, hacía como si tocara” A partir de
entonces, en cuanto el joven Manuel se topa con una fiesta en la que están las gentes de
su barrio, las familias que lo conocen le instan a coger el guitarro y a ponerse a tocar,
cosa que el niño hace con total desenvoltura ante las miradas sonrientes de todos.
“Tenía una gracia con la mano derecha que llamaba la atención y las gentes se
extrañaban de que la moviera tan a compás, con tan buen ritmo”. Y lo mismo pasaba
en los tabancos. El padre comentaba en ellos la gracia del toque de su hijo y a veces lo
llamaban para que fuese con la guitarra. Así que antes de que Manuel Morao comience
su aprendizaje del instrumento ya está aprendiendo las otras claves de la profesión,
visitando los lugares en los que el flamenco surgía de un modo espontáneo y compartido
los escenarios íntimos en los que los gitanos de su barrio disfrutan o tratan de ganar un
poco de dinero. El límite entre lo uno y lo otro no siempre estaba claro, pero para
Manuel Morao ese no es todavía el problema. Manuel solo se limitaba a acudir y a hacer
como que tocaba, ante la sorpresa y las muestras de comprensión y afecto de sus
convecinos.

Uno de aquellos tabancos era el llamado El Sindicato, porque en efecto, allí se


ubicaron las instalaciones del sindicato de la vid. Se vendía un mosto muy bueno y era
un sitio al que acudían los gitanos que se buscaban la vida con su arte. “Allí se vivieron
fiestas enormes”. A una de ellas se había asomado Manuel y su padre, al verlo, le dijo
que se trajera la guitarra, lo que el niño hizo de un modo puntual e inmediato. Nunca
olvidará Manuel aquella fiesta no sólo por los gitanos que allí habían confluido, sino por
la trascendencia que tendría para su vida. Vale la pena seguir el relato que nos hace el
propio Morao: “Uno de los gitanos que estaba por allí era Tío Tati, padre del Borrico y
que era hermano de Juanichi el Manijero. Tío Tati también cantaba. Estaba también
Tío Cabeza, Perico el Tito, que era un gitano padre del Diamante Negro. Perico el Tito
era Valencia de apellido y cantaba por seguiriya estupendamente, aunque nunca fue
profesional. Tio Tati era manijero de un cortijo grande de Jerez y cuando ganaba
dinero en el campo, al terminar las temporadas de trabajo, pagaba a las gentes, casi
todos gitanos, y hacía una fiesta. El hombre se gastaba su dinero y fue este tío Tati, que
era amigo de mi padre, es el que nos conectó con Javier Molina”.

Una vez más juega aquí el azar, las coincidencias que van haciendo que las
cosas se ordenen para la consecución de un objetivo que nadie se había plateado en esos
términos. Aquella del Sindicato era una fiesta más, pero fue en ella donde llegaría ese
instante mágico y los Morao no la dejan pasar. El padre, porque ya no dejaría de pensar
que la guitarra era el cauce para la vida de un niño que no podía ser bracero. Y el niño,
porque siente ya dentro el entusiasmo ante lo que se relaciona con el ritmo y con las
músicas flamencas. Quedaba canalizar sus naturales impulsos y capacidades. Y quiso la
fortuna que todo ello estuviese sucediendo en el momento en que un gran maestro, uno
de los nombres más ilustres de la historia de la guitarra flamenca, hubiera regresado a
Jerez, donde ya entonces se ganaba la vida impartiendo clases. “Javier Molina era
conocido a nivel nacional porque era uno de los grandes guitarristas de la época y
había vuelto a vivir en Jerez. Había hecho casi toda su vida en Sevilla, trabajando en
los cafés cantantes, pero entonces, ya en Jerez, se dedicaba a dar clases y a vivir de las
fiestas”.

Lo que vino después no fue sino el cumplimiento de cuanto allí, al calor de


aquella fiesta del Sindicato, se había ofrecido. Así, pocos días después Manuel Morao y
Javier Molina se encontraron por primera vez. Debió ser un momento vivido con la
sencillez con la que en la historia del flamenco suelen suceder las grandes cosas. La
experiencia del maestro consagrado, que había vuelto a su tierra tras un largo recorrido
por el complejo mundo de la flamenquería, inserto en una de las etapas más brillantes de
la historia de nuestro arte, llegaba hasta la humilde casa de los Morao, donde un niño le
aguarda aspirando a iniciar el aprendizaje de un instrumento al que ambos se unieron de
por vida con la fuerza de lo químico. En aquel momento, sin testigos ni flases que lo
inmortalizaran, se estaba produciendo la transmisión del testigo, uno más de los que han
construido la hermosa realidad del flamenco contemporáneo. En la discreta quietud de
la casa de los Moraos, en la santiaguera en la calle Marqués de Cádiz, la antorcha que
alumbró la creación de la escuela jerezana de guitarra flamenca estaba cambiando de
manos. Sin que nadie pudiese preverlo, porque ninguno de los presentes otorgaba a
aquel hecho más valor que el inmediato de intentar abrir los caminos del futuro a un
niño que debía buscarlos lejos de la dureza de los tajos de la labranza, allí se estaba
produciendo un hecho al que, la intrahistoria del flamenco, otorgaría valor de histórico.

Ahora Manuel Morao recrea todo aquello como lo que fue, el ceremonial de su
alumbramiento a una nueva vida, la que le hizo guitarrista, la que le llevó al magisterio,
la que le permitió sobrevolar más allá de las modestas fronteras de su barrio y recorrer
el mundo, la que le ha traído hasta el tiempo presente en el que Manuel destila, para
quien quiera oírle, todo su caudal de conocimientos y de compromisos con una cultura a
la que entregó sus mejores años. Evoca con emoción el instante en que aquel encuentro
se produjo. Fue tío Tati el que, tras aquella memorable fiesta en el tabanco del antiguo
Sindicato, le dijo a su padre que le buscara un maestro, “porque este niño puede tocar
la guitarra. ¿A quién llamo yo? le dice mi padre. Tío Tati le dice que conoce a Javier
Molina y que lo va a llegar a mi casa. A los pocos días el hombre le dice a Molina que
había un gitanillo que tocaba la guitarra. Esto no era muy frecuente porque guitarrista
gitano solo era conocido Currito la Jeroma. Este fue el primero y Currito se hizo en
Sevilla, porque vivía allí. Currito era hijo de Juan el Ganoso, un gitano de Jerez, y la
madre de Currito era la Jeroma, que actuaba mucho en el Kursaal de Sevilla y en otros
cafés. Currito aprendió allí, porque allí tocaba con mucha frecuencia Javier Molina,
por eso fue su discípulo”.

Cuando Javier Molina entró en la casa de los Morao, Manuel lo vio como un
“viejecito”. Javier Molina había nacido en 1868 y cuando el encuentro se produjo
Morao dice que tendría “algo menos de diez años. O sea, fue entre 1939 y 194016. El
guitarrista debía estar cerca de los 72 años, pero “entonces eso era ser un hombre muy
viejo” –precisa Morao. Dejemos que sean sus palabras las que nos trasladen el
momento: “…Al fin vino tío Tati con Javier Molina y cuanto este me vio, tan
espabilado y tan delgadillo, le hice mucha gracia. ¿Qué sabes hacer?, me dijo. Yo ná, –
y Manuel se rie– ¡A ver, trae la guitarra!, dijo él. Se la doy y Javier la coge y aquello
no sonaba. No estaba ni afinada ni nada. ¿Tú que sabes hacer?, me volvía a preguntar.
Yo ná. Entonces mi padre y tio Tati y mi madre me echan una mano, dicen que no es
verdad, que sí sé hacer cosas con el guitarro. Y empiezan a hacer compás por bulería y
entonces yo me pongo con mi mano derecha a hacer el mismo compás y aquello sonaba
estupendamente. Javier empieza a reírse y se fija en la que estaba haciendo. El notó
enseguida que el modo en que yo hacía el compás por bulería no se hacía entonces, que
era algo muy personal, que me salía de un modo natural, que no se podía explicar ni
había sido aprendido en parte alguna”. Manuel recuerda sobretodo que “el maestro
Molina, en vez de decirme que estaba bien, se reía. Se sorprendía de que lo hiciera de
esa manera instintiva. Porque yo tendría ocho años o algo así. Así que se acabó aquello
16
Remitimos a la biografía que del guitarrista jerezano realizara al estudio de Juan de la Plata, en
“Flamencos de Jerez” (1960), y que aparece extractado en su artículo “Javier Molina, el gran maestro de
la guitarra, creador de la escuela jerezana” (Flamencología. Año XII. Nº 24. 2006. Pp 33-58).
y Javier se quedó un rato en un corral que teníamos en la casa, donde mi madre tenía
todo lleno de rosas, rosales grandes como si fueran una parra. Y todo aquello le gustó.
De modo que dijo que vendría a darme las clases, porque él vivía en un pisito 17 y decía
que le gustaba nuestra casa”.

Es cierto que el Javier Molina de aquellos años, de nuevo en Jerez tras su


brillante trayectoria artística, no escapó a la triste suerte de tantos y tantos flamencos de
entonces, resignados a vivir las etapas finales de sus vidas entre los brotes perversos de
la miseria e incluso del abandono por parte de aquellos que en otro tiempo les rodeaban
entre admiraciones. Morao describe así a aquel maestro en esas etapas de su vida: “Era
pequeñito, dicharachero. Aunque había vivido mucho seguía siendo muy pueblerino.
Vestía bien para aquella época. Usaba unas botas que se usaban mucho entonces,
finas, no camperas. Era muy detallista. No tenía gracia porque era algo tosco, pero sí
tenía cierta ironía”.

Las palabras de Manuel nos hacen pensar en un hombre curtido, dominador del
arte de la ironía y de una cierta sabiduría pícara con la que habría tenido que navegar en
las aguas de un mundo tan complejo como debió ser el de la vida de los artistas
flamencos, –aún más la de los guitarristas–, de aquellos años del tránsito de los siglos
XIX y XX. “Había convivido con todas las grandes figuras de su época. Y era la época
de Chacón, con quien hizo grandes giras. También tocó a Manuel Torre y a otras
grandes figuras. Cuando venían a mi casa ellos hablaban de Javier Molina y ya decían
que aquel hombre había sido maestro de gentes como Manolo de Huelva, Niño Ricardo
o Currito la Jeroma. Molina era archiconocido. Por eso yo estaba loco de contento y al
mismo tiempo un poco azorado, como inquieto, esperando a que viniera a verme. Yo
era muy espabilado y tenía ese desparpajo que los niños adquiríamos en las calles,
pero tenía mucho pudor. No solo de entonces, siempre lo he tenido. Siempre he tenido
ese sentido del pudor con lo que yo hacía, incluso una excesiva modestia porque nunca
me atrevía a pensar que lo que hacía tuviera gran valor. Tenía ilusión, eso sí, una gran
ilusión nada más con verlo”.

En aquel primer día y en un cierto momento, tras haber visto a aquel niño
desgranar su sorprendente sentido del ritmo y del compás, Javier Molina tomó en sus
manos el guitarro, el viejo guitarro de Don Guindo que había llegado a casa de los
Morao. Hoy somos capaces de suponer que el padre de Manuel hubiese contado a Javier
Molina el origen del instrumento y que le refiriera que hasta entonces había estado en
manos de un maestro barbero del barrio de Santiago. También podemos imaginar que en
ese instante el viejo guitarrista jerezano evocara el tiempo lejano de sus inicios, sus
aprendizajes, el tiempo en que él mismo comenzara a recibir enseñanzas por parte de
otro barbero, un guitarrista que había convertido en nombre artístico la huella de su
oficio, pues era conocido como “Paco el Barbero”, de quien sabemos que fue “uno de
los más aventajados discípulos del maestro Patiño”, o sea, de otro barbero y guitarrista.
17
Es conocido que Javier Molina vivió los últimos años de su vida rodeado de necesidades. En 1954, Juan
de la Plata, el gran aficionado y estudioso de cante de Jerez, promovió a la celebración de un festival
benéfico para ayudar al viejo maestro.
Morao nos recuerda que, en efecto, Javier Molina cogió aquel modesto guitarro “lo
afinó y lo tocó un poco porque tío Tati le obligó. Lo tocó pese a que aquella guitara no
era para lucirse. Hizo algunas cosas por seguiriyas que yo me quedé entusiasmado, con
la boca abierta”.

Y tras aquel encuentro iniciático vinieron las continuadas sesiones del


aprendizaje que el niño de los Morao sigue casi con devoción. “Luego empezó a venir a
darme clases, un día sí y otro no, y le cobraba a mi padre, no sé si eran unas quince
pesetas al mes: a dos reales la clase”. Ya en aquellos primeros momentos el maestro
Molina trataba de moverse entre la necesidad de trasladar al joven aprendiz de
guitarrista las exigencias de aprender la técnica básica, aquella que le iba a permitir
después hacer sus propios toques, pero sin anular los impulsos instintivos del alumno.
El niño Manuel Morao tenía que aprender el manejo de la guitarra, especialmente de la
mano izquierda, sin que se aminorara en nada la extraordinaria capacidad de su mano
derecha, aquella que de un modo tan notable había sorprendido al viejo maestro.
“Desde las primeras clases que me dio ya empezó a decirme que “eso que tú haces, lo
sigues haciendo, pero ahora te enseñaré otras cosas. Cuando estés solo lo sigues
haciendo”. Era muy inteligente y no quería que yo perdiera mi instinto. Me empezó a
enseñar lo que entonces se hacía, sevillanas, fandangos... Los aprendizajes de entonces
se dedicaban menos a enseñar a poner las manos y a la técnica. Antes la técnica
quedaba en segundo término para los guitarristas de flamenco. Era sobretodo aprender
para acompañar y por lo tanto lo fundamental era el ritmo. En aquel flamenco de
entonces la guitarra tenía un recorrido muy pequeño. La guitarra flamenca, como se
adapta al cante como acompañamiento, atendía sobre todo al rasgueo y eso yo lo
dominaba desde el principio de un modo por completo natural y no aprendido”.

Y fue así como comenzó todo.

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