Los Valores y El Valor Se Muerden La Cola - Andruetto
Los Valores y El Valor Se Muerden La Cola - Andruetto
Los Valores y El Valor Se Muerden La Cola - Andruetto
Los valores y el valor en los libros para niños. Una serpiente que se muerde la
cola, entre el deseo de educar, la estupidez y el oportunismo. Algunas reflexiones en
torno a la educación en valores, la calidad literaria, las tensiones entre autonomía y
literatura y las tensiones entre literatura y literatura infantil.
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La discusión en torno al rol de los escritores divide la cuestión en por lo menos dos
bandos: los que piensan que la literatura es una actividad exclusivamente individual,
privada y los que piensan que lo importante en la literatura es lo moral, lo social o lo
político. Realismo, idealismo, compromiso, evasión, utilitarismo… La literatura como
instrumento educativo, moral, social, político, es algo que está desde el comienzo
mismo de los tiempos. Así la entendieron los griegos y así también los escritores del
siglo XIX en nuestra América, para no dar más que dos ejemplos. La discusión sobre lo
edificante, lo político o lo social de una obra no es nueva e implica a la calidad literaria.
La pregunta es si la obra debe ser vehículo de enseñanzas o denuncias y si esta
característica alcanza para justificar su calidad literaria.
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Se ha dicho hasta el cansancio que en los orígenes, la literatura infantil era sierva de la
pedagogía y de la didáctica. Hemos luchado contra eso en los años setenta, en los
ochenta, intentando que la literatura infantil fuera literatura. Pero hoy gran parte de la
producción de libros para niños y jóvenes, por lo menos en mi país, es sierva de las
estrategias de venta y del mercado. Esa abstracción que es el mercado, pero que -cabría
recordarlo- está integrada por personas de carne y hueso -nosotros, los lectores-,
advierte que el cliente que hace compras más voluminosas -la escuela- incluye en su
curricula la educación en valores. Si no hay libros adecuados, habrá que editarlos. Si no
se han escrito, habrá que pedir a los escritores que los escriban. Eso, pedir, sucederá
sólo al comienzo, porque después los escritores se encargarán ellos mismos de escribir
ese tipo de libros, viendo lo abultado de sus ventas. Es tentador para un escritor saber
que se puede escribir un libro y entregarlo rápidamente a edición, verlo también
rápidamente en librerías, recuperar enseguida las regalías, sobre todo cuando a veces un
escritor -estoy contando situaciones personales- ha debido esperar quince años para
encontrar un editor que quiera editar su libro, tal como su libro está. Es por supuesto
importante para los editores editar libros que puedan venderse bien, de eso vive la
industria editorial y muchas personas trabajan en ella, y también es imporante que esos
libros puedan venderse a la escuela, que es el gran comprador. Es muy tentador para la
escuela tener resuelta la enseñanza de ciertos contenidos de la curricula, en este caso la
educación en valores. Rueda que rueda por la cual otra vez estamos al comienzo: la
literatura sierva de la pedagogía y la didáctica. Hemos hecho un largo viaje para llegar a
ninguna parte.
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Es así que muchas editoriales promocionan en sus catálogos una literatura apta para
educar en valores y clasifican los libros que editan según esos valores que se supone
contienen. El valor es entendido aquí como una abstracción, algo absoluto y unívoco
susceptible de ser aislado, una cualidad que no puede ser inteligida más que con un
significado, el mismo para todos los lectores. Cuando un texto propone ser utilizado de
modo unívoco como vehículo de trasmisión de un contenido predeterminado, lo primero
que emprende retirada es la plurisignificación. Se tergiversa la dirección plural de los
textos para convertirlos en pensamiento global, unitario; así lo literario se subordina a
un fin predeterminado que tiende a homogeneizar la experiencia. Eso solo ya es algo
que está en las antípodas de lo artístico, donde la ambigüedad y la plurisignificación
mandan. La adecuación de los títulos de una editorial dentro de tablas que señalan la
aptitud de un libro para trasmitir o enseñar cierto valor y su clasificación en lo que
respecta a la llamada educación en valores, es una cinta de Moebius que se alimenta
desde la curricula escolar hacia las editoriales y desde las editoriales hacia los autores.
Las repuestas de estos últimos tienden a satisfacer la demanda de los editores
produciendo textos aptos para ciertas necesidades de consumo, y la producción de libros
de las editoriales tiende a satisfacer la demanda de la escuela que reclama productos
para cubrir ciertos contenidos de la curricula. Incluso todavía más: se trata en buena
medida de necesidades creadas por las estrategias del mercado editorial, planificadas y
generadas desde los departamentos de promoción para que la escuela necesite e incluya
en su curricula y en sus programas y proyectos la educación en valores que, quién puede
negarlo, son de bien social. Cuidado del ambiente, derechos humanos, tolerancia ante la
diversidad, convivencia en familia, cuidado de los ancianos, protección de los niños,
defensa de las mujeres, búsqueda de la verdad, no violencia, amistad, amor, libertad,
honestidad, paz, solidaridad, promoción del bien y del trabajo, son algunos valores de
una lista de nobleza nominal indiscutible. Planteada la cuestión de esta manera, no
estamos muy lejos de aquellos libros de Constancio C. Vigil que cuando yo era niña
nos enseñaban a ser buenos y a adquirir hábitos higiénicos. Se trata de la persistente
puesta en acto del discurso bienpensante. En fin, que hemos dado la vuelta completa y
regresado por izquierda a los años cincuenta, a la época pre-Walsh.
“¿Qué ha sucedido en el campo de los libros para chicos para que las editoriales insistan
de este modo en el cruce entre moral y literatura?”, se pregunta Marcela Carranza en
un artículo sobre los valores en los libros para niños publicado en la revista virtual
Imaginaria. ¿Qué ha pasado para que exista como existe tanta producción de libros
creados para enseñar a ser tolerantes, a no discriminar, a cuidar el ambiente o a vivir en
paz… libros hechos a la medida de las necesidades del cliente, productos de venta.
¿Y el escritor? ¿Que sucede con él? ¿Cuál es en todo esto su responsabilidad?
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La educación y el arte son puntos extremos de un campo de tensiones que se alimentan
uno por el otro. Se dice que la literatura infantil y la moral son viejas conocidas. Pero
también lo son la literatura a secas y la moral. Sofocles con su Edipo pretendía
enseñarnos la ley y los graves peligros de transgredirla, pero lo que terminó
mostrándonos es la fascinación humana ante la prohibición y el despliegue y los
múltiples caminos que abre el deseo entre los seres humanos. La literatura no es, nunca
lo fue, autónoma, como creo que tampoco puede serlo ninguna expresión de la cultura.
Por eso es, creo, bastante más compleja de lo que parece la cuestión de los valores. El
discurso sobre los valores no parece ser hoy, como fue en otro tiempo, fruto de una
moral imperante sino sobre todo una estrategia de venta de las grandes editoriales. Hay
un corrimiento ostensible de esta cuestión desde la lectura hacia la producción de los
textos: no estamos ya ante una lectura de intenciones pedagógicas o moralistas que
interpreta los textos de un modo direccionado hacia un único sentido, sino que estamos
ante escrituras cargadas de oportunismo que reducen a cero las posibilidades de
multisignificación en aras de los réditos más o menos rápidos que el producto puede
dar. Se producen así muchos libros absolutamente direccionados, carentes de toda
ambigüedad, que reclaman una única interpretación y esquivan toda complejidad de
sentido. Un llamado a que el lector no se pregunte nada, cuando la literatura es
básicamente una interrogación sobre el mundo.
¿Significa esto que en los libros para chicos no debe haber mensajes? Entramos en un
terreno complejo: la relación entre autonomía y literatura. Dice Jorge Larrosa que el
carácter pedagógico (y cuando dice pedagógico debemos leer utilitario) de un texto
literario, es un efecto de lectura más que una característica de los textos. Sin embargo,
hoy el problema está sobre todo en los textos mismos, porque cierta zona del mundo
editorial fabrica libros funcionales, con la colaboración o lisa y llanamente la
claudicación de muchos autores. ¿Qué es lo que molesta en esos mensajes tan
direccionados? La palabra vacía, sobre todo. Libros en los que toda intensidad está
ausente, libros construidos con la cabeza, al calor del oportunismo. Para escribir son
necesarios cabeza y corazón.
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Quienes escribimos, le tenemos mucho miedo a la palabra compromiso, una palabra
que, en lo que respecta a la literatura, en nuestros países y sobre todo en las últimas
décadas, ha sido estigmatizada. Bueno sería que repasáramos aquella frase que se usaba
en otro tiempo: literatura comprometida. ¿Qué quiere decir comprometerse en
literatura? ¿Qué quiere decir compromiso en la escritura? Sería tonto pensar que la
escritura de Monteiro Lobato, de Lygia Bojunga, de Yolanda Reyes, de Graciela
Montes, de Marina Colasanti, de Julio Llanes, de María Elena Walsh, de
Bartolomeu Campos de Queirós, de Javier Villafañe, para dar sólo algunos nombres
de escrituras muy diversas en la LIJ del continente, no es comprometida ni está
sustentada por ciertos valores humanos y por cierta concepción del mundo. Sería bueno
recordar que sin esos hombres y mujeres no existirían esas obras y que todo lo que ellas
tienen proviene de lo que ellos son. Cuando nos enfrentamos a una obra es preciso no
olvidar que en ella un hombre nos cuenta la aventura de una conciencia vuelta hacia el
mundo y que toda obra no es más que un movimiento vertiginoso entre una conciencia y
el mundo, dijo Oscar Massotta. En la obra, lo estético subsume a lo ético y permite
hablar de una verdad sin dogmas, y es por eso que un buen libro, aunque trate de
cuestiones ajenas a nosotros o refleje ideas que no coinciden con las nuestras, logra
conmovernos. No están por una parte el mundo y por la otra el arte. Está todo junto,
porque estamos inmersos en lo social. Toda conciencia es conciencia de mundo y
porque no es del todo clara, porque no es directa, porque no es funcional, porque
permanece en algún punto opaca… es que una obra nos habla. Es en esa vacilación, en
esa opacidad, en esa disfuncionalidad y en ese enrarecimiento de sentido, donde está lo
que una obra tiene para decirnos. Pedirle a un escritor que tenga ideas sin fisuras, no
recibir las contradicciones que se revelan en su obra, es pretender llevarlo a lo
políticamente correcto, es también una manera de cercenarlo y sobre todo es conducirse
a uno mismo como lector a ese callejón sin salida de lo que debiera ser. Lo que se
descubre en un verdadero escritor es una sociedad, un tiempo, una geografía, una
cultura. Se trata de lo particular, de lo más profundamente propio, no en el sentido
estereotipado del término sino en su sentido más profundo, el que hace que eso sea de
ahí y no de otra parte. Pero ese “de ahí” no es necesariamente un país, es más bien una
zona de lo humano que de tan particular, no puede menos que percibirse como
verdadera. Si tuviera que dar un título a mi vida, seria éste: en busca de la propia cosa,
dice Clarice Lispector. Se trata del difícil camino de encuentro hacia lo propio, que
todo escritor verdadero emprende, aceptando los resultados de su búsqueda y
aventurándose en lo que a la hora de comenzar su proyecto desconoce. Todo esto
requiere por supuesto de una alta capacidad de renuncia a muchos cantos de sirena. El
camino hacia lo propio, ese largo viaje al corazón del hombre. Pero eso tan íntimo que
es “o propio” ¿no es también social? ¿O se trata de un universo personal no tocado por
las cosas del mundo? Lo que en una obra aparece está en la sociedad de la que esa obra
surge, el arte no tiene sentido si no considera que se dirige a una sociedad de la que su
discurso se alimenta, dice Griselda Gambaro. Particular entonces, privado e íntimo, y al
mismo tiempo profundamente social. Ése es el carácter de la escritura.
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La cuestión de los valores se ha convertido en un clisé a dos puntas. Por una parte se
fabrican libros horribles para “enseñar ciertos valores”, por el otro hay quienes
argumentando que eso está mal escriben o publican una literatura lavada de todo
contenido, carente de cualquier atisbo de profundidad, que se pretende “graciosa e
inocente”, y se espera que circule como literatura porque no pretende moralizar. Es una
especie de encerrona ideológica, una verdadera paradoja. Todos hablamos de valores
queriendo decir cosas muy distintas. Pienso ahora en Paquelé, del cubano Julio Llanes,
un libro que edité en la colección de novelas juveniles de El Eclipse, un libro que es sin
duda un impresionante discurso poético sobre valores como la justicia, la solidaridad, el
derecho a luchar por lo que es propio y la construcción de la identidad. Un libro así
pone en juego la defensa de los valores de un pueblo, y tiene sin duda una fuerza
ideológica que le sale por todos los renglones. ¿No es literatura lo que escribe Llanes?
¿Es políticamente correcto o literariamente incorrecto que él hable en ese libro de la
miseria, del hambre, de la tierra, de la identidad, de los negros? Entretanto yo que soy
una lectora apasionada y persistente me he dejado conmover hasta las entrañas por ese
libro y se han conmovido como yo muchos lectores en su país y en el mío. En una nota
reciente sobre literatura infantil en ADN, el suplemento cultural del diario La Nación, se
dice “En la escuela están muy de moda los libros que buscan enseñar valores como la
solidaridad o el cuidado del medio ambiente, o los que enseñan a lavarse los dientes, a
no pelearse con los hermanos….”, poniendo, como ya es costumbre hacer con total
impunidad e hipocresía, todo el peso en la escuela, en los maestros que leen mal o
eligen mal o compran mal, quitando toda responsabilidad en los escritores que han
escrito esos libros y cobran por ellos regalías y en los editores que los han editado, los
promocionan y los venden. El debate social, los pobres, los que discriminan o son
discriminados, los que no tienen memoria, la violencia familiar y social, la dictadura y
tantos otros asuntos pueden ser, claro que sí, temas de la literatura. Pueden serlo como
otros temas, siempre y cuando haya allí intensidad. Los valores no son universales ni
existen de un modo abstracto ni son iguales para todos los pueblos ni para todas las
clases sociales. Hablar de valores en abstracto, tanto como escribir acerca de nada,
como sucede con tantos y tantos malos libros que se publican, libros firmados por
autores conocidos bajo el sello de grandes editoriales, parece un coletazo de la Nueva
Vulgata Planetaria de la que habla Bourdieu, de ese lenguaje aparentemente nacido de
la nada que hace tabla rasa sobre todo atisbo de conciencia, considerando que ésta es
una antigüedad, y a la que muchas veces adhieren por omisión o concesión muchos
escritores y artistas. Se trata de la búsqueda insistente de lo neutro. De esa cantera
vienen los discursos del moralismo, el multiculturalismo y la declamación literaria de
igualdad para todos, mientras crece en nuestros países la exclusión.
La literatura light, hecha a la carta, para enseñar valores o para divertir así como la
literatura políticamente correcta son formas persistentes del conservadurismo político y
social. Nuevas y sofisticadas formas del discurso conservador que entre otras estrategias
selecciona aquello que le permite sostener el statu quo ocupándose de temas y aspectos
que se supone son de preocupación social, en un recorte de brutal superficialidad. La
cuestión de los valores es en verdad, la menos política de las cuestiones, porque una
obra política es una obra que incomoda al lector de la polis.
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En estos productos a la carta, libros de colecciones para educar en valores o libros con
gusto a nada ofrecidos como literatura lúdica o placentera, lo que se expropia de la
literatura es la intensidad. Intensidad más que libertad, porque la literatura no es libre,
como ya hemos dicho, y tampoco es libre el escritor, ¿qué ser humano puede serlo? Un
escritor está -como cualquier persona- lleno de condicionamientos culturales,
económicos, sociales, familiares, históricos, geográficos, y también está llena de
condicionamientos la literatura. Metido intensamente en todos esos condicionantes y
desde la tensión que ellos provocan, desde sus intereses, sus deseos y su campo
ideológico que nunca está al margen de lo que produce, un escritor escribe -conciencia
sobre el mundo- con intensidad, puesto entero en ese mar de contradicciones y nunca
lejos de ellas sino intensa y fatalmente inmerso.
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El significado primero de la palabra ética es carácter (ethos, carácter). Carácter, que
proviene del latin, era el nombre que se le daba al hierro de marcar y era por extensión,
marca, figura o signo que se imprime o esculpe en una cosa, y también signo, estilo,
forma particular de cualquier sistema de escritura. Enseñar, proviene a su vez de
insignare, que significa dejar el signo, dejar la marca en alguien. Ética y educación
trabajan en el sentido de dejar una impronta, delinear un modo de comportamiento.
Frente a esto, el arte intenta capturar algo de lo que es, esa zona donde el
comportamiento y el carácter, así como lo justo, lo adecuado y lo correcto se repliegan
en aras de la intensidad. ¿Cuál es entonces el lugar de la ética en los escritores? ¿Cuál
en el de los escritores de libros para chicos? ¿Cuál es, en todo caso, la relación que
existe entre Ética y Literatura? Falta de ética cuando esa palabra vacía se imprime, se
edita, genera ventas, genera derechos de autor, engaña o intenta engañar a lectores
incautos o a niños. Hipocresía entonces….despliegue de valores que más se declaman
cuando menos están en nosotros y en nuestra sociedad. Ante la escritura se abisman las
buenas intenciones, lo biempensante, tambalean nuestras concepciones de lo que debe
ser.
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Muchas veces hemos querido darle a la literatura una función olvidando que la tiene por
sí misma. La literatura para ser útil, debe conservar cierto rasgo disfuncional. La verdad
de la literatura es siempre una verdad particular, la de un personaje o de una cierta voz
que narra, nunca una verdad general. Un cuento, una novela, persiguen a una conciencia
que se forja su destino, la acompañan en el instante en que elije su felicidad o su
derrumbe. Se trata del dolor o la alegría de lo singular, lo humano es singular, de la
lucha de unos personajes entre lo que son y lo que quieren o pueden ser. Pero la verdad
en la literatura no termina en las palabras. Si se tratara sólo de palabras, no podríamos
creer, no podríamos entrar en el pacto de ficción que una obra nos propone. Para lograr
que esa verdad no sea entonces sólo de palabras, la literatura lucha principalmente
contra la lengua y lucha también contra la educación y los valores oficiales de una
sociedad. Cercada por esas y otras zonas de la cultura, la escritura es desvío, como lo
dice el poeta Nestor Perlongher en una frase que me gusta citar. ¿Desvío de qué?
Desvío de la norma, de lo esperado, de lo previsible. Desvío hacia uno mismo, hacia la
propia cosa, como dice Clarice Lispector.
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Me detengo otra vez en una frase de Jorge Larrosa: “La literatura no reconoce ninguna
ley, ninguna norma, ningún valor. La literatura, como lo demoníaco, sólo se define
negativamente, pronunciando una y otra vez su non serviam. Tratando, desde luego, de
la condición humana, y de la acción humana, ofrece tanto lo hermoso como lo
monstruoso, tanto lo justo como lo injusto, tanto lo virtuoso como lo perverso. Y no se
somete, al menos en principio, a ninguna servidumbre. Ni siquiera moral”.
Tomo esta definición para hacer algunas precisiones que considero necesarias: la
literatura no reconoce ninguna ley, ninguna norma, ningún valor, dice Larrosa. Pero la
literatura está en realidad llena de normas, de leyes y valores. Imagino que Larrosa
quiere decir ninguna ley externa a las formas a través de las cuales quien escribe va
buscando sentido. Porque quien escribe, y también muchas veces quien lee, podrá ver
pronto en un texto literario cómo trabajan, con qué potencia, las leyes, las normas, las
formas. Una de las cuestiones más interesantes de la escritura es el/los obstáculos que el
escritor se pone a sí mismo o que acepta que le pongan ciertas elecciones formales que
hace, en el deseo de que aparezca la propia cosa, que es siempre esquiva, difícil de
encontrar. Sin condicionamiento, sin ley, sin reglas, sin normas, sin límites entre lo que
se debe o no se debe, se puede o no se puede hacer, no existe libertad creativa, ni existe
intensidad. Es eso justamente lo que he intentado hacer en mis talleres de escritura
durante años, poner obstáculos a la espontaneidad del otro, como quien cierra una
esclusa para que el caudal se vea obligado a hacer otros recorridos. Pronunciando una y
otra vez su non serviam, dice Larrosa. Entiendo el no servilismo de la escritura más
como un deseo y un camino que como una verdad absoluta, o incluso más todavía como
un resultado, porque si observamos la historia de la literatura veremos que ésta tuvo en
muchos momentos deseo, intenciones y necesidad de servir a causas, razones y
objetivos diversos, y vemos también que muchas de las obras mayores de la cultura
universal fueron hechas al calor de un proyecto político, para desarrollar una identidad y
conformar una nación o incluso más terrenalmente, para que no quedara sin trabajo
ningún integrante de la compañía de actores, como es el caso de Shakespeare. Pero
sabemos que no es por esas razones que esos libros han llegado hasta nosotros, sino por
su condición de inagotables, su capacidad de seguir diciendo más allá de su tiempo y de
su geografía. Es la resistencia que ofrecen a la posibilidad de ser interpretados en un
sentido completo lo que los ha convertido en clásicos. Es su oferta de lectura que no
termina de comprenderse ni se agota lo que hace que sigamos leyéndolos.
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Vuelvo sobre el punto: el secreto del arte no es la belleza, ni la perfección ni… El
secreto del arte está en la intensidad. Si en la obra vive esa intensidad, si se consigue
estar entero ahí en lo que se escribe, ya no tienen importancia el contenido ni los valores
que de lo escrito emanen, porque fondo y forma serán una sola cosa, se habrán hecho
obra, serán la obra, y todo lo que logremos escribir estará pleno de valores y de sentido,
así se hable del petirrojo que ve por la ventana de su habitación de solterona la poeta
Emily Dickinson (si no estuviese viva cuando vuelvan / los petirrojos, al de la
encarnada / corbata, en mi memoria, / echadle una migaja) o se hable del nazismo
incrustado en la clase media alemana como hace Heinrich Böll en Retrato de grupo con
señora. La intensidad. Ése es el territorio de la literatura. Escribir es una especie de
traslado en el que lo vivido pasa a través del tiempo, desde el propio cuerpo al corpus
que es la obra, dice Juan José Saer.
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¿Debe un escritor ocuparse en su escritura de lo social, de lo político, de los valores?
¿Debe escribir sobre la miseria, sobre la violencia social, sobre la violación de los
derechos, sobre la preservación del planeta? En países como los nuestros, es de esperar
que un escritor, como también un docente, un editor, un mediador, personas todas
privilegiadas cultural y socialmente, no sea indiferente con su tiempo y con su gente.
Sobre todo que haga aquello que hace con compromiso y con dignidad, sin corromperse
ni corromperlo. Cabría aclarar que la corrupción no es algo que compete sólo al terreno
de la política, los funcionarios o las empresas, no es algo ajeno a una actividad del
espíritu como la literatura. La corrupción es algo muy larvado, una modalidad que se
incrusta en la profundidad de lo humano y nos hace condescender a sucesivos pequeños
renunciamientos hasta tomarnos por completo e instalarse en nuestra esencia. Apartar de
nosotros las sutiles formas de corrupción que permanentemente se nos proponen, exige
una mirada alerta, una custodia implacable sobre nosotros mismos. Un escritor no
corrompido, es un escritor comprometido con su escritura. He dicho con y no en.
Compromiso con lo que se escribe, lo que es decir intensidad en lo que escribe. La
intensidad es un sentimiento que aparece frente a ciertas cuestiones del mundo, cuando
nuestra vinculación con esas zonas de lo humano es muy profunda, sin segundas
intenciones, compleja, desconcertante y genuina. No es algo que se fabrica, de modo
que para ser intenso no puedo declararme a mí mismo ciertas intenciones ni tampoco
declamarlas. No puedo proponerme escribir sobre ciertos temas que son interesantes o
correctos o adecuados o demandados por el momento editorial o por los lectores de una
época o por necesidades de la escuela… sino que debo escribir sobre aquello que de
modo azaroso, aleatorio, me propone una compleja, intensa, incierta búsqueda. Se trata
entonces de permanecer insistente, fiel a uno mismo, hasta poder ver en las cosas, otra
cosa. Por eso la literatura es una sustancia difícil de encontrar en el mar de los libros
para chicos. Aunque se produzcan hoy miles y miles de libros, los buenos libros siguen
siendo pocos, no han cambiado en ese sentido demasiado las cosas. En un campo tan
resbaladizo, tan trajinado por el deseo de agradar, por las obligaciones pedagógicas, por
el empeño en lo que debe ser, por lo políticamente correcto, por los manuales de buenas
costumbres, por las necesidades curriculares, por las estrategias del mercado…encontrar
expresiones de auténtica literatura ha sido siempre un milagro, algo que no se encuentra
todos los días ni se encuentra en todos los libros. Se editan miles de libros, pero las
posibilidades que un libro tiene de permanecer, de habitar en la memoria de un lector,
que es la verdadera forma de permanecer que tienen un escritor y un libro, son
remotas… Pasan y pasan en este mundo que hemos creado, los objetos, los programas
de televisión, las noticias horrorosas, terribles, una cosa tapa a otra rápidamente.
También muchos libros pasan como un vértigo que no permite que quede en nosotros ni
el vestigio menor de su existencia. Sin embargo, y a pesar de la avalancha de
novedades, a pesar del mercadeo y de los intentos de domesticación lectora, algunos
libros se sostienen a lo largo de los años, porque un buen libro es un libro capaz de
quedarse en nosotros, en nuestros corazones, como se quedan las personas que amamos.
Un objeto capaz de permanecer vivo entre el mar de libros que se edita. Y somos
nosotros, los lectores, también con nuestra intensidad, con nuestro ejercicio de libertad,
los que decidimos qué libros quedarán vivos en nuestros corazones, somos nosotros los
que ofrecemos como territorio de siembra nuestra memoria, para que los libros se
instalen, crezcan, permanezcan.
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Hablo una y otra vez desde la literatura, desde ese territorio común entre la literatura y
la literatura infantil. Ese lugar que, según la teoría de los conjuntos, el conjunto
literatura comparte con el conjunto de la literatura infantil y juvenil. En ese lugar donde
se superponen ambos territorios, ahí he querido instalarme yo, y si algún aporte puedo
hacer en algún momento es siempre desde ese lugar en el que libros destinados a
lectores niños o jóvenes son también literatura. Se trata de una zona pequeña, pues fuera
de ella está por un lado todo lo literario que no pueden o no les interesa leer a los niños
y por el otro todo lo que se ofrece como libro para niños sin que sea literatura y también
lo que ofrecido como literatura sabemos que no lo es. El avance del mercadeo por
izquierda y por derecha hace que, pese al crecimiento de la industria editorial o acaso
justamente por eso, la zona de confluencia sea hoy como siempre una zona estrecha. Y
la rendición persistente y sucesiva de tantos escritores a ese mercadeo hace que la
diferencia entre lo editado y la literatura sea cada vez mayor y que el proceso se acelere
más y más. Se trata de una zona pequeña, entre otras cosas porque los libros literarios,
justamente por su condición de literarios, viajan más lentamente, para usar un verbo que
utilizan los editores como eufemismo de lo que funcionando en un sitio puede ser
vendido rápidamente en otro. Esto sucede porque la literatura por su complejidad, su
ambigüedad y sobre todo su particularidad, es un árbol difícil de trasplantar de una
cultura a otra, algo así como una especie autóctona que no crece rápidamente en
cualquier parte, que es de crecimiento lento y necesita que la acompañemos y la
cuidemos de especies o expresiones foráneas, hasta que pueda enraizar. No se trata de
libros a la carta, ni a medida, no se trata de libros para todos los gustos, de uso multiple,
sino de libros particulares que esperan encontrarse alguna vez con sus particulares
lectores. Hay libros maravillosos en la historia de la literatura que tienen un campo de
lectores pequeño pero que son y han sido indispensables para nuestra formación como
lectores, para la escritura de otros libros y el alimento de otros escritores, lo que
permitió que finalmente llegaran hasta nosotros y se volvieran indispensables. Es que si
pensáramos siempre y solamente en términos de rápidos números de ejemplares
vendidos, nunca se hubiera sostenido una escritura como la de Borges, por ejemplo, un
escritor que por muchos años estuvo lejos de ser un escritor bien vendido. Entonces,
como decía, los réditos no suelen ser tan amplios ni tan rápidos con los buenos libros,
diría que casi siempre los éxitos son menos rápidos y muchas veces son menores con los
buenos libros que con los libros fabricados en serie, y si lo llegan a ser no lo serán en el
corto tiempo, de modo que escribir para niños desde condiciones fuertemente literarias,
escribir para niños como se escribe la literatura para adultos o incluso más la poesía, es
menos redituable para un escritor y también lo es para la editorial que lo edita. Sin
embargo, sólo los buenos libros persisten en el tiempo, de modo que si se sabe esperar,
es muy probable que un buen libro termine recompensando de diversas maneras a su
autor y a su editor. ¿Cómo se sostiene entonces la literatura?, ¿Desde qué lugar
preservarla del avance mercantil y de la claudicación humana, sino desde un lugar ético
para el escritor y para el editor y desde el lugar de capacitación intensa de los
lectores/mediadores? ¿A quién le conviene la literatura y para qué sostenerla? La
experiencia de la lectura (como la de la escritura) es uno de los últimos reductos de
libertad que tiene el hombre. Es lo mismo que con los sembrados (si todo el mundo
siembra lo que se vende a mejor precio, entonces quién sembrará lo que también
necesitamos y no deja esos réditos) o como las ciencias (si todo el mundo fabrica los
remedios que necesitan muchos, cómo obtendremos remedios para curar las
enfermedades que padecen pocos). La sociedad debe preservar esas zonas de la cultura
para mantener un equilibrio. No es descabellado que el Estado proteja las ediciones de
ciertos libros o de cierta literatura que parece en peligro de extinción, como se debieran
proteger las lenguas que se pierden y los papines morados de la puna argentina que una
sola familia cultiva hoy, y de hecho algo de eso sucede si se eligen para las compras
estatales libros de calidad en desmedro de otros. No es vaciándonos de ideas ni de
valores, para usar la palabrita, como combatiremos los escritores esta estrategia de
mercadeo que se ha dado en llamar “libros para educar en valores”, sino buscando en lo
más profundo de nosotros el deseo de escritura, un deseo que de todo se alimenta y
también de los valores que sostenemos y que sobre todo nos sostienen.
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Dijo Oscar Massotta acerca de Roberto Arlt: “Esta obra será entonces política menos
por lo que dice expresamente que por lo que revela”, como también se ha dicho de
Proust y de Flaubert. Lo interesante en el proceso de escritura es aquello del escritor
que sale/aparece/se revela a pesar (y a contracorriente) de sus proyectos o intenciones.
Lo que se revela no sólo para quien lee sino también para quien está escribiendo. Se
revela, se rebela, nos revela. Es muy interesante esta palabra en lo que respecta a la
literatura, una palabra que podríamos escribir con b larga y con v corta, es decir aquello
que ofrece resistencia ante lo que debiera ser y aquello que revela aspectos que estaban
ocultos, también lo que se revela ante nosotros y pese al trabajo que nos ha costado
llegar hasta ahí, se evidencia de un modo misterioso y sorpresivo, tan sorpresivo que
parece milagroso. Rebelión. Resistencia. Revelación. Visión de lo que era oscuro o
estaba oculto. Aspectos mágicos y realistas, todo eso y más también en la escritura que
un escritor escribe con la cabeza y el corazón.
Este texto fue leído por María Teresa Andruetto en el Congreso de LIJ organizado
por Ediciones La Bohemia en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires (octubre 2008),
y se encontrará recogido en el libro Hacia una literatura sin adjetivos, que publicará
Comunicarte (Córdoba, Argentina) en 2009
En http://revistababar.com/wp/?p=914