Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Raza Ciega y Otros Cuentos 1967

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 205

RAZA CIEGA

Y OTROS CUENTOS
M inisterio de I nstrucción P ública y P revisión Social

B IB L IO T E C A A R T IG A S
Art. 14 de la Ley de 10 de agosto de 1950

CO M ISIO N E D IT O R A

Prof. Juan E. P ivel D evoto


Ministro de Instrucción Pública

M aría Julia A rdao


Directora Interina del Museo Histórico Nacional

D ionisio T rillo Pays


Director de la Biblioteca Nacional

Juan C. G ómez A lzóla


Director del Archivo General de la Nación

C olección de C lásicos U ruguayos


Vol. 117

F rancisco E spinóla

RAZA C IEG A Y OTROS CUENTOS

Cuidado del texto a cargo de las


Profesoras Srtas. E lisa Silva C azet y M aría A ngélica L issakdy.
F R A N C IS C O E S P IN O L A

RAZA CIEGA
Y OTROS CUENTOS
Prólogo de
ESTHER DE CACERES

M O N T E V ID E O
1967
PROLOGO

La medida de un gran artista se da según su capa­


cidad de abstracción que es equivalente o paralela a
su capacidad de creación.
Estudiando la obra de Espínola hemos descubierto
cada vez mas las pruebas de esa capacidad; la rela­
ción intensa y delicada, sabía, que existe entre el mun­
do de su narrativa y el mundo real.
Esa relación está determinada por varias líneas com­
ponentes entre las que son esenciales el poder de ob­
servación, la selección de los elementos de la realidad,
la capacidad para componer según un saber de Arte
y un oficio tenazmente ejercitad o...
Por la capacidad de observación, por la mirada agu­
da, puede Espínola conocer la realidad con un sentido
ontológico, fiel. De tal modo su visión es un “ reen­
cuentro con lo real” , es decir, con el objeto percibido
según su verdad más íntima.
Todos los elementos de la realidad así conocidos se
incorporan a su experiencia y pasan a vivir — sin
perder su carácter ontológico — a un mundo nuevo,
creado a expensas de medios propios, de medios esti­
lísticos reveladores de esa visión plena.
Y en la puerta de ese mundo nuevo se produce la
selección de los elementos, primer paso por el que
ellos seguirán, en este mundo del cuento o de la no­
vela, la ley que en ese primer paso del proceso se
cumplió: si la observación fue a lo hondo, a lo onto-
lógico, a la verdad de las cosas, ahora esta selección
atenderá a lo ontológico, a la verdad de la obra de

V II
PROLOGO

arte. Las dos verdades, la objetiva y la artística se


juntarán por una misteriosa relación entre el autor y
el mundo exterior y el autor seguirá sirviendo a la
verdad de un modo más activo, dando de sí y de su
poder los medios para que esa verdad subsista y res­
plandezca, recreada, enriquecida por la sabiduría de
quien la revela ya con medios nuevos entre los que
— en primer término — cuenta el proceso de selec-
ción.
La trascendencia del objeto descubierta por la vi­
sión profunda que busca la verdad total, es segura-
mente la que exige esta selección, y la que exige tam­
bién los medios necesarios, la necesaria forma, que el
autor crea en su etapa de composición, específica eta­
pa de la creación de estilo.
En el gradual de estas etapas fundamentales reside
uno de los secretos más poderosos de la obra de arte:
la relación entre la naturaleza y el arte; la distancia
entre realidad natural y realidad artística, el poder de
abstracción.
Este poder mide el valor de las obras de arte. Puede
percibirse en toda la obra de Espínola. El alude al pro­
ceso que se liga a tal poder en importantes afirma­
ciones del discurso de 1962, ante la Junta Departamen­
tal de Montevideo. Se refiere a los personajes que co-
noció y llevó a su obra: “ En San José todos estaban
contentos. Algunos creían reconocer su propia psico­
logía en la novela. Y yo les decía que sí, aunque no
fuera exacto, Y ésos resultaban los que más fielmente
se veían retratados.,
Y a propósito de los objetos, este impresionante diá­
logo:
— “ A Ud. se ve que no le gusta el bandolín, señor
Espínola.

VIII
PROLO GO

_— Me gusta, sí — susurré para obligarle a bajar la


voz.
— ¿Y cómo, señor Espínola, no puso ninguno en
“ Sombras sobre la Tierra” ? ¡ A mí me gusta tanto!
Y luego el mismo interlocutor habla de los perso­
najes de “ Sombras” :
— “ ¡Y qué buena era la finada Margarita!”
Acota Espínola: “ Margarita, aclaremos, es una mu­
chacha de la novela, que se suicida " arrojándose al
rí o. . Y recordé entonces algo muy singular. Yo fui
muy amigo de V az Ferreira. desde joven. Conversába­
mos mucho, solos los dos. Y muchas veces — conocía
mejor que nadie hasta los mejores detalles de Sombras
sobre la Tierra — , muchas veces, con aquella su voz tan
velada, tan dulce, me dijo y me volvió a repetir poco
antes de morir: — “ ¡Y o no sé cómo Ud. pudo matar a
Margarita!”
“ Ya ven qué conmovedor, qué hondo es esto. Dos
almas en todo sentido fijadas casi en los polos opues­
tos de la vida nacional, se habían encontrado en el
mismo sentir inocente de que un personaje literario
era un ser viviente.”
Las palabras de Espínola tienen un significado rico
y profundo. Ellas nos dicen este poder universal de su
creación, perceptible en tan variados planos y nos
dicen la relación de la realidad con el mundo creado
por él en sus narraciones.
Si están cosas y personajes ligados a la realidad
vivida; si desde zonas de la memoria- más o menos
concientizadas, ella aflora a la creación del autor, lo
cierto es que hasta tal punto el autor elige, recrea,
compone, a expensas de sus medios expresivos, que
una distancia sutil separa el mundo natural del mundo
creado. Pero esa distancia es tan estricta, tan medida,

IX
PROLO GO

gracias a la sabiduría estilística del autor, que una


íntima conexión de realidad y Arte se establece. Están
allí implícitas la verdad ontológica del objeto, en el
mundo real, la percibida por el autor, la percibida por
nosotros y la verdad ontológica percibida por noso­
tros, creada por el autor en el espacio ideal de la
obra.
Este signo característico del gran Arte de todo tiem­
po se da en Espinóla desde los primeros momentos
de su creación literaria.
Los rasgos que convergen en tal nivel de calidad
están ya vivos en ese comienzo feliz. Y si la obra avan­
za en una elaboración cada vez más intensa, podemos
decir que es difícil asociar ese paso a un progreso
que signifique la consideración peyorativa de las pri­
meras narraciones del escritor. La progresión se da en
él como un resultado de la madurez personal, de la
honda evolución espiritual, moral, cultural, propia de
los seres intensos. La experiencia vivida, concientiza-
da; la tenaz búsqueda de los medios específicos de
expresión, el rigor vigilado del oficio, determinan el
paso de la obra en una unidad que tiene como funda­
mento esa raíz existencial. Toda ella es como un
ser vivo y de ella puede decirse lo que se ha dicho a
propósito de la persistencia de todas las edades en
una realización total: “ En cierto modo, el alma ha de
resucitar con todas las infancias, adolescencias y ma­
dureces de su carne, sucediendo con su unidad algo
así como con la de una pieza musical, o más bien,
con la de una escultura que se viera expresada en
música” .

*-
**

X
PROLOGO

En los cuentos de Raza Ciega aparecen los rasgos


característicos de la narrativa de Espinóla: ya ricos
de valor per se; conteniendo, además, elementos que
van a desarrollarse en Sombras sobre la Tierra y en
los cuentos escritos después.
Entre esos rasgos característicos ya plenos en Raza
Ciega, constantes en toda la obra del escritor, se des­
taca la viva creación de personajes, cuya entidad se
apoya en algo muy intrínseco de Espinóla. En verdad,
se-siente latir en todos los niveles de Raza Ciega, en
cada personaje, en cada momento de la acción o del
diálogo, ese amor que determina el conocimiento hon­
do y conmovido de los demás seres. Podría ser prueba
de esta intensa comprensión el recuerdo de aquellas
hermosas precisiones de Maritain sobre el valor de la
comunión de vida, de deseo y de sufrimiento en la re­
lación con el pueblo, diferenciando la categoría existir
con y sufrir con, de la categoría actuar para o actuar
con. “ Actuar para pertenece al simple amor de bene­
volencia. Existir con y sufrir con, al dominio del amor
de unidad. . . Existir con es una categoría ética. No
es vivir físicamente con un ser en el sentido de desear­
le bienes; es amarlo en el sentido de hacerse uno con
él, de llevar su carga, de vivir en convivencia moTal
con él, de sentir con él y de sufrir con él, y permane­
cer con é l . . . Si se tiene amor por esa cosa viva y
humana, muy difícil de definir como todas las cosas
humanas y vivas, pero más real por eso, que se llama
el pueblo, se querrá desde luego y, primordialmente,
existir con él y sufrir con él y permanecer en su co­
munión.
Antes de “ hacerle bien” y trabajar para su bien;
antes de hacer o no la política de éstos o aquéllos que
invocan su nombre y sus intereses; antes de pesar en

XI
PROLO GO

conciencia el bien y el mal que ha de esperarse de las


doctrinas y de las fuerzas históricas que lo solicitan y
de elegir entre ellas, o quizás en algunos casos excep­
cionales, de rechazarlas por igual, se habrá elegido exis­
tir con él y sufrir con él, hacer propia su pena y pro­
pio su destino” .
Esta actitud pulsátil y dramática aparece en la vida
y la obra de Espinóla. Se hace particularmente intensa
en Sombras sobre la Tierra. Pero si bien allí, por ra­
zones especiales que se vinculan a la intensa presen­
cia autobiográfica, a una más directa presencia del
autor, en todos los casos, el sufrir con los otros es el
eje vivo de la obra; en todas las narraciones de Raza
Ciega y en los cuentos aparecidos ulteriormente se
sabe que en ese amor, en esa comunión sufriente, está
la raíz de este saber de los seres, de este saber de las
almas, de esta mirada penetrante y voraz, que se hunde
en los hechos, en la luz y en la sombra, en todos los
rincones del alma, para arrebatar allí la verdad, para
comprender y amar más, para compadecer, para pade­
cer con los otros.
Dos elementos fundamentales inspiran la moral del
escritor en Francisco Espinóla. El primero es esta aten­
ción al dolor humano, a la necesidad de amor y de
pan, a la trascendencia del ser. Se relacionan con este
elemento aquellas palabras que el escritor d ijo en el
Liceo Departamental de San José, en un acto de home­
naje que se le tributó en el año 1957.
. .Y o pensaba cada vez con más seguridad, aten­
diendo asimismo a la observación de otros fenómenos
contemporáneos, que tal vez esta crisis actual de la so­
ciedad, este mundo tan frío, tan hostil para el espíritu,
tan cruel, duro basta sumergirnos en un egoísmo
que, en vez de obrar en beneficio nuestro, nos mar­

XII
PROLOGO

chita lo poco de cándido que nos queda, yo pensé que


esa crisis, repito, pudiera muy bien estar ya tocando
fondo; y que en un lugar y en otro, con más magni­
tud en un sitio que en otro, y manifestándose de dis­
tintas maneras, se comienza a señalar en el horizonte
del mundo que el hombre no puede seguir así, que el
alma humana comienza a exigir respeto a sus prerro­
gativas; que se está haciendo necesario volver a una
vida en que las relaciones humanas son más genero­
sas, más tiernas y más puras, lo que permite que el
corazón cumpla con su destino, que es el de ser soli­
dario y el de querer oscuramente, sin medir el grado
de merecimiento de aquel a quien se ofrece.5’
Los personajes están creados con una fuerza, con
una luz de verdad, con una objetividad magistrales. Y
a pesar de esa objetividad ¡cuánto hay del autor en
ellos! Desde el breve toque en que se siente su alma
y su sensibilidad de escritor, hasta el rasgo típico,
fuerte, con que el elemento autobiográfico se asocia al
personaje de ficción. Es en Sombras sobre la Tierra
y en Saltoncito y en cuentos como Lo inefable, donde
se percibe más claramente, en su carácter más vivo,
quizá en su pasión dominante.
Habla el personaje de Lo inefable: “ Llegará un día
en que todos seremos felices. Sí, yo me estoy prepa­
rando para poderlos hacer felices. Todos tendrán qué
comer y dónde dormir tranquilos. Y todos nos que­
rremos mucho y nos ayudaremos mutuamente. ¿A us­
tedes les parece que eso es imposible, que es difí­
cil? . . .
*
**

El segundo elemento importante de la moral del es­


critor se da en Espinóla según la búsqueda tenaz, he­

XIII
PROLOGO

roica, de loa medios de expresión. Al leer Raza Ciega


ya nos encontramos con un perfecto ajuste, con un
estilo vivo y riguroso, con una sabiduría que viene de
la gTan conciencia de Arte y del ejercicio para lograr
tales calidades. De esa conciencia nos dice él mismo,
con una lucidez y una precisión admirables, en otro de
los discursos, el pronunciado en 1962 en la Junta De­
partamental de Montevideo.
En esas páginas habla Espinóla sobre el pro­
ceso de Sombras sobre la Tierra, sobre sus perso­
najes, sobre su voluntad creadora buscando dar “ el
fondo perm anente... del alma humana” ; y aborda el
problema de los medios:
‘‘ Cuando escribía los cuentos de Raza Ciega; des­
pués componiendo Saltoncito y algunas otras cosas,
yo mantenía una actitud vigilante respecto de las téc­
nicas, de los procedimientos de realización cuyos pro­
blemas íbanseme presentando y debía, en la ocasión,
resolver como podía, pero que, en su mayoría, era
preciso seguir meditando a fin de llegar a saber con
exactitud si no tendrían soluciones más ventajosas. Y
era este un honrado afán. Porque en arte, el deseo de
dominar en lo posible una técnica no nace del propó­
sito de aderezar, de hacer que las cosas sean más lin­
das, sino de que ellas puedan pasar al receptor, al
lector, tal como son, tal como están en uno, lo más
fielmente posible. Es la necesidad de no herir la ma­
teria a expresar: de mantener indemne eso que se ha
hecho de naturaleza espiritual aunque haya llegado del
mundo exterior concreto y, que debe objetivarse, de
nuevo, en un cuadro, o en la piedra o en el bronce de
una estatua para, desde allí, ejercerse como causa irre­
sistible a fin de que la imagen espiritual, intransferi­
ble en la mayoría de los hombres, por milagro del

XIV
PROLOGO

prodigio técnico se levante idéntica en el alma del


otro ser,”
Alberto Zum Felde, en su hermoso ensayo sobre
Espinóla, señala su originalidad en cuanto se Tefiere a
la creación de personajes, a la revelación de sus almas,
a la comprensión honda del ser dramático, del ser con*
flictual, que hace de cada hombre un misterioso héroe,
pleno de valor simbólico.
Esta capacidad de Espinóla para descubrir tales al*
mas y para revelarlas según medios estilísticos efica­
ces y originales, viene seguramente de su poder de
amor, de su sentido solidario, de su gran piedad. Por
ese camino descubre el alma de sus personajes y,
— además — la relación misteriosa de los mismos, vi­
va en la acción y en el diálogo. Muchas veces, ahon­
dando en su lectura, evocamos el don de Dostoyewski,
su penetración psicológica, su versión de personajes tan
vivos, tan intensamente dramáticos. Quizá la evoca­
ción se arraiga más y más a causa de esa relación de
los personajes entre sí, tan conmovedora en Dostoyews-
ki; relación que, además de su entidad subjetiva, pro­
piamente psicológica, da realidad a los seres por efecto
de la relación de valores que, como en las obras plásti­
cas, aparece en las presencias de la creación literaria.
Pienso que esta maestría de Dostoyewski viene de su
sentido cristiano de las relaciones humanas; de la
conciencia de aquella pungente verdad que Bemanos
marcó diciendo que “ todos somos responsables ante
todos” , máximo nivel del amor fraterno. Este sentido
se nutre, en Dostoyewski y Bernanos, tan emparenta­
dos entre sí, en la trascendencia de la “ comunión de
los santos” , el más poderoso y profundo sentido de la»
relaciones humanas. No sé si Espinóla tiene conciencia
de su aptitud para sentir esa realidad del alma con*

XV
PROLO GO

signada en el hermoso dogma. Seguramente, aunque


sea por vía oscura, la radiante verdad ha llegado a su
alma desde la tradición remota y próxima en que esa
alma se formó.
Son los mismos apoyos en que se funda su experien­
cia conmovida de los viejos templos de Francia — que
dijo en bellísimas notas periodísticas de 1959— y la
que vivió en los sitios insignes de Nazareth, registrada
en diálogos vivos y en el epistolario de ese tiempo. En
una carta suya, después de describir la casa de José
y de María, me dice: “ Mi madre estaba a mi lado como
después de muerta no estuvo jamás con tanta pode­
rosa presencia. Tí yo escuché su voz de jazmín, pero
no con mis duros oídos actuales sino con los frescos
de mis cuatro y cinco años” .
Este testimonio acompaña a nuestra afirmación so­
bre los fundamentos del sentido cristiano que late en
la obra entera de Espinóla.

La acción en los cuentos de Raza Ciega es siempre


dramática y ligada al alma dramática de los seres que
allí aparecen.
Tí sin embargo, el efecto tremendo que podría tener
sobre nuestro espíritu este angustiador carácter, se
amortigua, se aplaca, por un secreto don del narrador.
¿P or qué se amortiguan, por qué se aplacan el
dolor, la ansiedad, el pesimismo, que se desprenden
de estas versiones de una realidad tremenda? Sin duda
por el valor per se que alcanzan aquí los elementos
estéticos. Pero existe otra explicación que aquí pro­
pongo. Porque hay un elemento compensador de toda
la angustia: y es el que radica en la piedad con que

XVI
PROLOGO

el autor mira a sus personajes; y es el que radica en


la bondad de los seres resignados, tiernos, mansos, ino­
centes, que pueblan el mundo creado por Espinóla.
Hasta en las sorpresivas reacciones de aquéllos como
el que en medio del clima brutal de ‘‘ Cosas de la Vida’’
encuentra las palabras más tiernas para saludar a una
nina que recién n a c e .. .
Esta piedad, esta ternura que el lector siente, que el
autor ha infundido en toda la obra, que enriquece
para siempre la vida íntima del lector, aleja las narra-
ciones de Espinóla de toda literatura turbadora, la si­
túa en, el nivel de salud de la literatura clásica y cons­
tituye una lección de equilibrio estético dé gran en­
tidad.
La lección está ligada a uno de los elementos esen­
ciales de la obra de Espinóla: es este amor al pobre,
esta mirada tendida al pobre, que nuestro escritor se­
ñaló, de modo memorable, en Cervantes y que consti­
tuye uno de sus evangélicos signos. Son los pobres:
y más todavía: “ Y me acerqué hacia los más humil­
des, hacia los más imperfectos, hacia los más ciegos;
a los que eran más desgraciados que los otros y que
yo mismo. Y esa fue mi vida durante un tiempo; com­
partir la existencia, el cariño fraternal — como nunca
he querido, quise en aquellos años — con los más
modestos, con los faltos de la más rudimentaria cul­
tura. Y hasta con los de una conducta que de ninguna
manera era edificante: tan poco edificante, que a ve­
ces yo tenía que visitarlos en la cárcel” .
Este es el contexto del testimonio que, por vía ar­
tística, da Espinóla en sus narraciones. Tales palabras,
que leo en uno de sus discursos, son un documento
existencial de hondísimo valor. Por él se entiende esta
fina trama de piedad, de cristiano amor, que sostiene

XVII
2
PROLOGO

a sus obras, y que compensa y equilibra toda desespe­


ración, porque en ese amor nos liberamos y volvemos
desde la angustia a respirar el aire liviano de la Es­
peranza.
Los personajes conservan su entidad real, individual
a pesar de su existencia simbólica, representativa y,
a pesar de los distintos modos y grados en que el
autor se da en ellos. Vienen de una realidad que ha
sido observada, sentida, bien sabida por Espinóla. Y
esa realidad exterior está dada en versión fiel; pero en
los seres que aparecen en la narración se patentiza
aquel misterio por el cual el alma es la forma sustan­
cial. Y el aspecto exterior, el ademán, el gesto, respon­
den a esa alma profunda que Espinóla ha descubierto
en ellos, y con la que su propia alma se encuentra.
Por esa relación de almas y cuerpos, tan misteriosa
como intensa, es que los rasgos exteriores mantienen
su carácter como tales y la realidad imaginada, pro­
ducto de la abstracción hecha sobre la realidad de la
vida, es una realidad corpórea, plástica y viva, de pre­
sencia plena.
Aparecen los seres de nuestra tierra, con sus costum­
bres, su lenguaje, su paisaje circundante, sus vidas po­
bres, sus destinos tristes. Se revelan en la acción, na­
rrada con sobriedad y con exactos tiempos. Se revelan
en su íntima relación con el medio, descrito plástica­
mente, según rasgos esenciales, según las líneas vivas
de un paisaje que, a pesar de cierta necesaria y va­
liosa subje tivización, conserva su verdadero ser.
Se revelan en el lenguaje, registrado con fidelidad.
Un lenguaje que encuentra sus ecos en las expresiones
del campo que el narrador incluye fuera de los diálogos,
según un concierto difícil y logrado del léxico popu-

xvm
PROLOGO

lar campesino y de su propio léxico culto, elaborado


según la más viva y rica tradición de la lengua.
Los personajes son siempre intensos, fuertes; pero
no unilaterales; por el contrario, aúnan rasgos contra­
dictorios y, sorprenden en sus manifestaciones, en cu­
yas variantes y contrastes se apoya la progresión de
los cuentos y la sorpresa de los desenlaces. Pensemos
en el personaje de Cosas de la Vida, el Viejo que re­
cibe, con una ternura increíble a la niñita recién na­
cida.
La realidad de estos personajes, su existir en el es­
pacio y en el tiempo, son de un poder tal, que toda
asociación de las narraciones con un sentido psicoana-
lítíco o con un sentido autobiográfico queda amorti­
guada. Porque la realidad recreada, las imágenes crea­
das, tienen un valor en sí mismas, tanto como tienen
un valor en sí mismas las imágenes poéticas.
Siempre be pensado que la crítica psicológica y la
crítica psicoanalítica despolarizan la atención aleján­
dola de los valores estéticos, esenciales fundamentos de
la obra de Arte. El mismo Gastón Bachelard que ha es­
tudiado con sensibilidad muy delicada los apoyos psico-
analíticos en hermosos ejemplos, llega hoy a decirnos
cómo la imagen debe ser considerada en su ser, no
desde el punto de vista psicológico, sino desde el punto
de vista fenomenológico, en su originalidad esencial,
por la que supera todas las circunstancias y vive en un
aire nuevo absolutamente libre.
Bachelard propone como ejemplo para este tipo de
examen un cuento de Poe y seríala cómo es limitada
la crítica que se refiere a las relaciones del cuento con
experiencias del autor. La creación está más allá de
eso,

XIX
PROLOGO

Han podido hacerse, se han hecho interpretaciones


psicológicas de los cuentos de Espinóla, e incluso a él
mismo le hemos escuchado disertaciones en que reali­
zó un examen apasionante de Saltoncito. Pero importa
no desviar hacia ese lado la atención y conocer los valo­
res estéticos que la obra tiene. Pienso que luego, si
éstos se relacionan con los datos psicológicos, biográ­
ficos del autor, se podrá llegar a una conclusión de
gran interés para la valoración artística. Se podrá me­
dir la capacidad de estilo del creador que ha podido
trascender todo y llevarlo a un orden estético; es decir,
que ha podido llevar lo anecdótico, lo circunstancial, a
un plano de valores eternos.

*
**

En la realidad que Espinóla recrea tienen los obje­


tos y los animales un sitio también estudiado con exac­
titud, según el sentido de amor que se extiende a todo
lo que puebla el mundo, y según un sentido de jerar-
quización que busca las posibilidades estéticas y la
categoría de los significados.
Los objetos vulgares, llevados a espacio y tiempo
de la narración, llevados, ¡pues, a un orden estético,
cobran su trascendencia y se transforman en elemen­
tos propios de la obra de Arte. Este es un signo de
maestría, que en Espinóla se da generosamente. Trae
los objetos de la vida vulgar, los muestra en su onto-
lógiea verdad, los rodea adecuadamente, los envuelve
en el aire de la narración. Y ya, como en un bodegón
velazqueño, ellos adquieren un valor estético que los
hace perennes. Los ha robado a lo circunstancial. Ha
realizado esta proeza, eligiendo en el mundo de las
cosas vulgares aquellas que pudo transfigurar y llevar

XX
PR OLOGO

al plano estético en que situó las realidades más bellas


y más emparentadas con la poesía y el sueño: como en
aquellas delicadas imágenes de La fuga en el espejo.
Ha podido, pues, eludir todo feísmo, todo vulgarismo,
por medio de esa transfiguración: así la res que pintó
Rembrandt se ha transfigurado, medíante los medios
plásticos del pintor, y sin dejar de ser esa res se con­
vierte en una piedra preciosa. . .
En un notable pasaje de Pedro Iglesias se registra
un sitio cuyo aire de fábula nos hace descansar luego
de un angustioso diálogo de los personajes sufrientes.
Después de una frase corta que separa a este pasaje
gracioso de la tensa situación de los interlocutores, el
autor relata un momento del patio en el alba:
“ Chillaba “ la pava” . Oíase el ladrido de los perros
persiguiendo a algún bicho desgraciado “ que se había
dejao bombiar” . El patio se llenaba de enfáticos gallos
y de gallinas discretas que, conociéndoles muy bien,
sólo les hacían caso cuando querían hijítos. Estos, cami­
nando como con zancos detrás de las madres, recibían
la peripatética enseñanza distrayéndose constantemen­
te, debido a lo cual, muchos tendrían que aprender
por experiencia que no se debe saltar sobre los cuzcos
dormidos, ni acercarse a los patos, que se irritan cuan­
do los sacan de sus cavilaciones..
Otra vez, en Visita de duelo, recurre a la misma es­
tampa graciosa, interrumpiendo la dramática narra­
ción:
“ Afuera, en el patio, los patitos volvían hechos sopa,
de uno en uno, a paso de infante. El charabón, de
bandido, les llevó la carga. Y hubo un desparramo que
contuvo la pata vieja, apareciéndose de entre unas ma­
tas, con las alas abiertas y los ojos com o chispas.”

XXI
PROLO GO

Este contrapunto, que podría ser violento contraste,


se realiza en tales textos con afinada sabiduría. Espi­
nóla utiliza así el modo que Huxley realizó con singular
poder, antes de que llegaran a nosotros las traduccio­
nes del gran autor. Seguirá utilizando el contrapunto y
elaborándolo cada vez con más originalidad y perfec­
ción, haciendo del mismo la clave estilística de Sombran
sobre la Tierra,
*
**

La gracia de la fábula, que en Saltoncito toma el


vuelo de Poesía, se emparenta con uno de los registros
más sutiles de Espinóla: el de la ternura, el de la mi­
rada vuelta hacia el niño. Seguramente la fineza de
este registro tiene su origen bien declarado en la mis­
ma dedicatoria de Saltoncito. Dice así: “ A mi madre.
En memoria de Hans Christian Andersen” ,
Conocí a la madre de Espinóla En su delicadeza y
su señorío, en la bondad de su alma cristiana se apo­
ya por siempre esta obra.
El recuerdo de su madre y el de aquellos cuentos
que supo en la infancia laten en este Saltoncito, en
esta sensibilidad tendida al niño en algunos cuentos
de Raza Ciega, y en los personajes de la niña triste
y los niños felices de El Rapto.
Por esa sensibilidad puede crear estos personajes:
tal el niño que aparece en Todavía no. cuya alma está
revelarla con agudeza sutil Puede también llevar a un
personaje adulto a la ensoñación de una remota niñez:
en El Angelito Frutos Pareja contempla la luna y busca
en ella las imágenes que creyó ver de niño. E^píno’a,
antes de referirse a ese sueño, marca la realidad del
personaje y del paisaje celeste: ‘ ‘Frutos Pareja volvió
a clavar los ojos en la luna” . Aquí alude al personaje,

XXII
PROLOGO

con su nombre entero, a los ojos del personaje, a su in­


tención de mirar, “ clavar sus ojos” , y, luego, a “ la
luna” .
Y enseguida viene la prodigiosa evocación, la fan­
tástica imagen:
“ Miraba y miraba* esforzándose por encontrar en
sus manchas al Niño Dios, a José y a la Virgen y al
burrito. Recordaba que desde que dejó de ser gurí
no los pudo ver más. Y ahora le había dado por en­
tristecerse con eso. Ya no veía nada. Tuco, el finadito
su hermano, decía que veía patente hasta el apero del
burrito. “ Giiena cabezada e plata y oro: cojinillo’e
c h iv o ,. . ” El, tanto, no vio n u n ca ... El lo que veía
siempre. .
Y el sueño se cierra con la triste confesión:
“ Uno se va quedando cada vez más abajo, más aba­
jo, hasta que se pone rente con la tierra, como ofer­
tándose para la tr a g a d a ...”
Ya es el niño mirado desde lejos, desde la angustia
de este más abajo y de la Muerte.

Y otra vez es el hombre transido, que nos dice con su


directa expresión desde su puro inocente ser de pueblo
peregrino, de pueblo santo, la pena por el paraíso per­
dido, el paraíso perdido de la infancia, con tan pun­
gente acento como lo han dicho los grandes poetas des­
terrados y n ostálgicos... Y este personaje, en tal
trance es, así como todos los personajes de Espinóla
eminentemente representativo, poseedor de un valor
universal innegable.
Se reitera así la verdad tantas veces probada en la
Historia del Arte: cuanto más esencial es la realidad

XXXU
PROLOGO

vertida — seres, costumbres, paisajes, alma y carácter


de un país — más se acerca a la realidad de todo sitio
y todo tiempo, más posee tal realidad el don de llegar
a todos, de informar un Arte con valores universales.

*
**

La presencia de niños en los cuentos de Espinóla


está llamándonos desde" diversos planos: ya es el pe­
queño personaje traído de la vida real, mostrado en sus
rasgos característicos y en las circunstancias propias
del tema. El niño está dado desde su alma, vista por
Espinóla con una lucidez de amor que nos asombra y
conmueve.
Se asocia esa lucidez a la tendencia del escritor
hacia un sentido profundo y extendido de la comuni­
cación con el niño, de la participación de sus estados
de alma. Es ya en él doctrina, cuando en su diálogo
Milán, reclama para el sentidor de Arte una actitud
de humildad, de docilidad extrema; la que está implí­
cita en la expresión “ com o niños'** del Evangelio de
San Mateo.
Y lo que ha expresado una vez: “ No se trata de
volver a ser niños sino com o niños” es el consejo para
el sentidor y es también la clave de su poder para de­
cirnos este maravilloso cuento que es Saltoncito, donde
el proceso de conocer se da en formas graciosas de
inolvidable acento poético; para decirnos el alma de
los niños que se asoman en su mundo complejo y
lúcido; para decimos, en los personajes adultos, el re­
cuerdo y el sueño de la infancia; para decirnos su pro­
pia lejana infancia y su perenne infancia del corazón.

*
**

XXIV
PROLOGO

Junto a la creación de personajes, a la evocación


del paisaje, a la acción que se inserta en el cuadro
general de una historia profunda. Espinóla crea para
sus cuentos un espacio y un tiempo, lo cual constituye
tal vez su más difícil ejercicio de abstracción.
El tiempo en la narración de Espinóla tiene dos
modos esenciales: el tiempo de la frase, medido con
sentido musical y con una intuición muy fina de la
psicología del receptor, y el tiempo inmerso en el espa­
cio, el tiempo que transcurre mientras los hechos se
suceden según otro ritmo, que es el ritmo de la acción-
Este tiempo es tan vivo en las narraciones de Espinóla
que a veces parece corpóreo. Es una imagen miste­
riosa, escondida, del tiempo metafísico y del tiempo
psicológico, que integra la experiencia existencial del es­
critor. El dijo esa experiencia, por vía poética, en
La fuga en el espejo.
En las narraciones ese tiempo vive y se desarrolla
junto a la acción, que en él se inscribe con exactos
ritmos, con exactas pausas. Y, al fin, ese tiempo queda
sostenido entre los seres v los hechos, afirmando su
realidad y su transcendencia. Tal como nos lo ha reve­
lado en su tan profundo como encantador capítulo de
“ Castilla” , el Maestro Azorín. Me refiero a “ Las nu­
bes” , en que se da, con subido arte, el paso de
las nubes sobre el cíelo y el paso del tiempo en una
réplica de la tragicomedia de Calixto y Melibea.
Como en esas páginas, en toda narración de Espi­
nóla el tiempo es casi un personaje más; a tal punto
es tangible, con su paso tan seguro, con su posibilidad
para agitar el aire o sosegarlo.
Cruza entre los personajes, vivifica la acción, la ace­
lera o la amortigua, la aleja o la acerca. El autor se

XXV
PROLOGO

vale de este elemento poderoso para narrar este epi­


sodio de El Hombre Pálido:
ílA la luz de los relámpagos, entre los charcos de
agua, los dos hombres se tiraban a partir. El de la bar­
ba negra, medio recogido el poncho con la mano iz­
quierda, fue dando vuelta para ponerse de espaldas a
la lluvia. El negro comprendió el juego y dio un salto;
pero se resbaló y se fue de lomo. El otro esperó a que
se enderezara y lo atropelló. La daga, entrando de
abajo a arriba, le abrió el vientre y se le hundió en
el tórax” .
El uso alternante de un paso rápido y un paso tran­
quilo — la alusión progresiva a elementos de la reali­
dad más o menos movidos; el uso también progresivo
de tiempo y modos verbales más y más activos; la
reiteración del tiempo verbal más activo, dan a la es­
cena una movilidad y una vida creciente de extraor­
dinario poder plástico.
Algo semejante se da al final de Yen a, en una ima­
gen que nos trae el recuerdo de un agua fuerte de
Goya:
“ Y siguió el entrevero de bestias que caían, de hu­
mo, de olor a carne achicharrada... Y volvieron a
oírse el griterío de los hombres y el mugir dolorido de
los quemados por los fierros” .
Pero el tiempo, en la narración de Espinóla no es
sólo esta criatura suya que agita el aire, y gobierna el
paso de los personajes y el ritmo de su acción. Es tam­
bién un elemento de quietud, de acorde final de está­
tica actitud. Y ocurre así que las imágenes dinámicas,
tan propias de la acción, por las que los personajes
viven y se mueven, llegan a un punto de quietud en
nuestro recuerdo. Quedan como fijadas, y cobran vida
permanente.

XXVI
PROLOGO

Así pasa en las narraciones de La Guerra y la Paz


de Tolstoi, que al fin recordamos como un gran friso
sosegado en formas plásticas definitivas, estáticas.
Y en la aventura quijotesca de los Molinos de Viento;
en la cual todo es acción rápida, vivísima, de un
tiempo agitado; pero que, por un milagro de arte,
queda luego en sosiego, en un recuerdo ya inmóvil,
donde el tiempo se hace realidad eterna.

*
**

El estudio del espacio en la narración de Espinóla


incluye la situación del hombre en el m edio; la mi­
sión de la luz que rodea a las figuras; el extraño mis­
terio de la perspectiva; la relación con el paisaje. M i­
ramos allí el cíelo y la tierra en su relación co,n el
hombre; el contrapunto entre el cielo y la tierra, que
llega a valores poemáticos y plásticos extraordinarios
en Rancho en la noche y que ya aparece en algunos
momentos de Raza Ciega, doblándose todavía con al­
guna visión fantástica tal como la que el personaje de
El Angelito superpone al paisaje lunar.
La relación de los personajes con ese espacio crea­
do es una relación perfecta, que ordena las figuras con
un rigor casi geométrico. Alguna vez esa relación se
singulariza según las proporciones más logradas de
lejanía, de hombre e inmensidad, de relación del ser
y del espacio. Como en Pedro Iglesias:
. .al levantarse y no hallarlo, miró hacia donde le
indicaron los peones y lo vio en momentos en que pa­
recía tocar a la vez la tierra y el cielo, todavía en sus
campos, en el linde del horizonte.”
Todavía se marca más la infinitud, la lejanía, las
proporciones de la imagen del que se va, por el con*

XXVII
PROLOGO

traste con la rápida escena que sigue: “ Corrió al cuar­


to del niño” , para volver a marcarse la figura en le­
janía, “ mostrándole lo que ya no era más que una
m a n ch ita ...” afirmada aún en las últimas palabras
del cuento: “ y después se puso a mirar al punto ne­
gro”
En el espacio creado ¡por Espinóla viven los perso­
najes. las cosas, las criaturas del paisaje; las voces de
los seres; y el silencio.
El poder de abstracción de Espinóla se afirma según
esta versión suya de la realidad, ontológica, esencial,
llevada a un orden plástico, en el cual el tiempo creado
y el espacio creado son claves estructurales.

Junto a esas claves, y vinculada a ellas desde el ori­


gen, la Música es otro elemento de abstracción, cui­
dadosamente trabajado en el oficio estilístico del au­
tor de Raza Ciega.
En toda su obra puede percibirse una musicalidad
cuidadosamente buscada, íntimamente unida al lengua­
je, cuya rigurosa y flexible sintaxis no se turba con
tal asociación enriquecedora.
Los elementos musicales son en la prosa de nuestro
escritor aquellos descubiertos con sabiduría a través
de palabras elegidas según su estructura sonora, aso­
ciadas según la combinación más rica en valores mu­
sicales, a través de las repeticiones calculadas dentro
de los períodos, a través de las sutiles variantes que
exaltan tales valores. Llegará a una composición de
gran saber, de arte subido, en las frases musicales que,
nacen de Rancho en la noche, genial ejemplo al res­
pecto.

XXVIII
PROLOGO

En Raza Ciega ya aparecen, muy cuidados, esos va­


lores. Basta recordar el pasaje que encontramos en el
cuento Cosas de la vida. Aparece la mujer insomne,
que espera un hijo en la soledad de la noche y la tor­
menta. Y gime:
“ [Santa María! [Santa María! ¡Santa M aría!”
Esta invocación va a repetirse luego varias veces,
marcando una progresión del miedo y de la angustia.
En el segundo párrafo en que las palabras vuelven
a aparecer ya se interpolan otras expresiones que se
refieren a los caracteres de la voz, a su asociación
con los vientos, a su asociación con la lluvia. Cada in­
dicación se dice en frases que van creciendo en síla­
bas y que separan así gradualmente un grito de otro
grito — los tres gritos. Y luego, otra cláusula previa
al último gemido: Ya no es el ‘ ‘Santa María” , repetido
en las dos formas indicadas (tres veces, continuas, sin
interpolación; otras tres veces en las que el grito apa­
rece separado por las graduadas indicaciones J. Ahora
culmina la expresión:
“ ¡Santa María queridita! rugió entonces enloque­
cida.”
Las dos palabras, poderosas, patinadas por el tiem­
po y por la voz multitudinaria del pueblo peregrino,
se complementan ahora de un modo inesperado con un
adjetivo humilde, tierno, traído del lenguaje familiar,
Y esa palabra pone un sosiego a los repetidos clamo­
res en el intenso y desnudo decir “ ¡Santa M aría!” .
Como si en la notación musical se hubiese encontrado
un acorde apaciguado que se concierta con todo el
aire de las dus palabras invocadoras — delicadas, me­
lodiosas — pero exaltadas aquí por el contexto y por la
repetición. Por una repetición que se señala más y
más a expensas de las frases interpoladas, las cuales

X X IX
PROLOGO

vienen a ser como los armónicos de la composición


musical.
Y cuando va a flexionarse la intensidad del clamor,
cuando se siente que la figura evocada tan lejana, tan
antigua va a ceder, cuando llega esta palabra tierna,
este diminutivo inesperado, otra vez la dramaticídad
vuelve por sus fueros; una última indicación cierra la
secuencia de este grito armonioso en sí y subrayado
a expensas de las calculadas interpolaciones.

La musicalidad de esta prosa radica también en los


ritmos, en la medida de la frase, en unos metros que
aparecen a veces bien patentes, bien perceptibles. Se
señalará luego más y más este fenómeno hasta poder
medirse según los metros más armoniosos, bien combi­
nados, incluidos en la composición general con tanto
cuidado, con tal noción de la estructura específica de
la prosa, que ésta no deja de ser tal, verdadero y di­
fícil triunfo del narrador.
Estos metros y estos ritmos tienen un doble valor:
un valor psicológico, relacionado con la actitud del
seníidor, es decir, con sus estados de tensión y disten­
sión. paralelos a la medida de los períodos; y un
valor estético, misteriosamente unido a ese proceso de
sensación y percepción, pero también existente por sí
mismo y factor esencial en cuanto al paso que va de
la naturaleza a la abstracción y que se revela en todo
el proceso de estructura. Los estudios de Matyla Ghyka
sobre los ritmos, así como los ejercicios de Pius Ser-
vien sobre textos literarios sometidos por él a la me­
dida, son una buena base para entrar en esta investi­
gación sobre la prosa de Francisco Espinóla. El mis­

XXX
PR O L O G O

mo ha realizado algunos trabajos en este sentido, com­


probando lo que el buen lector descubre, puesto que
los ritmos de esta prosa se perciben bien, junto a los
otros ricos valores musicales que constituyen uno de
los rasgos estilísticos del autor de Raza Ciega.
Como otros elementos originales, la musicalidad
aparece ya en estos primeros cuentos, y a lo largo de
la obra es un elemento que atestigua a la vez, la unidad
y progresión de la misma. Se irá desarrollando, como
otros caracteres, en la medida en que crece la expe­
riencia del autor, su oficio tenaz, su intensa vida, su
hondura espiritual.
Y si podemos estudiar ese desarrollo en las obras
que siguen a Raza Ciega no significa eso la atribución
de un valor menor al primer libro, en el que los valo­
res esenciales aparecen con una afirmación rotunda,
definitiva.
*
**

Los pueblos que Azorín mostró en sus estampas cris­


talinas, vivas y estáticas, ricas de temblor tierno y de
quieta solemne eternidad, están dados según esta do­
ble verdad, esta ontología del objeto y de su expresión.
Frente a tales estampas podemos sentir la misteriosa
distancia por la que se establece la diferencia entre
una versión inerte, fotográfica y una versión viva, en
la que aparece la presencia real de los seres y objetos.
Y ya sabemos que la presencia real es más que la pre­
sencia material.
*
**

Francisco Espinóla ha dado desde Raza Ciega — y


en la obra extensa que a este libro siguió— los rasgos

XXXI
PROLOGO

esenciales de nuestras gentes, de nuestro pueblo, de


nuestro paisaje. Gran artista, pudo eludir todos los
riesgos del pintoresquismo y también los riesgos de
toda frívola moda, de advenediza extranjería. El cos­
mopolitismo es la antítesis de lo universal.
Su obra, por tener tales rasgos de universalidad, y
por tener tan alto valor estético interesa a toda estirpe
de lectores. En muchos y variados planos puede im­
portar este conocimiento de un mundo pleno de hu­
manidad, de sentido cordial, de compasión y de ter­
nura excepcionales. Por estos rasgos, que directamente
percibe todo lector y, por los valores estéticos subidos,
representativos del Arte culto más seriamente conce­
bido, estos libros tienen la categoría de los libros que
Carlos Yaz Ferreira llamó “ libros penetrables” .
Aquí y en toda la obra de Espinóla la hondura
humana y el Arte pleno de madurez llaman siempre
más a una comprensión y a una valoración que j'usti-
fican ese calificativo, que equivale a vida infinita. Es
la que poseen. las grandes creaciones del Arte univer­
sal.
ESTHER DE CACERES

XXXII
FRANCISCO ESPINOLA

Nació en San José el 4 de octubre de 1901, hijo de den


í^airriso3-£&píimliL 4? doña Justina Cabrera. Cursa el ba­
chillerato y se inicia en él T>enodísmo~T*r]fabm=»ftdo en “ El
Pueblo” y “ Los Principios” de San José. Posteriormente se
radica en Montevideo, escribe en “ La Cruz del Sur” , “ Mundo
Uruguayo” , y publica Raza Ciega (Mont,, 1926). Luego da
A conocer Saltoncito (M o n t, 1930), Sombras sobre la Tierra
(Bs. As - Mont., 1933). En 1935 toma parte en la revolución
contra la dictadura de Terra. Más tarde, en 1937, se estrena
en el Teatro Urquiza su obra La fuga en el espejo, que poste­
riormente publica. Fue cronista teatral de “ El País” . Hacia
1939 se le designa profesor en el Instituto Normal y en los
Cursos de Enseñanza Secundaria y luego en la Facultad de
Humanidades y Ciencias. Colabora en “ Marcha” . Publica
El rapto y otros cuentos (Mont., 1950) y Milán o el ser del
circo (Mont., 1954). El Liceo Departamental de San José le
rinde homenaje en 1957, editándole una Antología (San José,
1957) al que responde Espinóla con el Discurso en San José
de Mayo (M o n t, 1957). Ha viajado por Europa e Israel. En
1961 es galardonado con el Gran Premio Nacional de Litera­
tura del Ministerio de Instrucción Pública. La Universidad de
la República ha publicado recientemente sus Cuentos (Mont,,
1961).

XXXIII
3
CRITERIO DE LA EDICION

Los nueve primeros Cuentos que se recogen en este volu­


men fueron publicados bajo el título “ R aao^ X ie^ M itáiK íf*7
video^_1926)-. - ‘‘ El- Ráptó” , “**LbY~~cmco” 7 “ i Qué Lástima! ” y
“ Rancho en la Noche” fueron editados en “ El Rapto y otros
cuentos” (Montevideo, 1950). Los restantes, se dieron a cono­
cer por primera vez en el volumen publicado por la Univer­
sidad de la República en 1961.
El cuidado del texto ha sido realizado con la colaboración
del autor.

X X X IV
RAZA CIEGA
Y OTROS CUENTOS
E L H O M B R E P A L ID O

Todo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, ne­


gruzcas, inmóviles en el cielo, parecían apretar el aire,
haciéndolo pesado, bochornoso, cansador.
A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos,
aquéllas aflojaron y el agua empezó a caer con rabia,
con furia casi; como si le dieran asco las cosas feas
del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlo todo y
llevárselo bien lejos.
Cada bicho escapó a su cueva. La hacienda, no te­
niendo ni eso, daba el anca al viento y buscaba refugio
debajo de algún árbol, en cuyas ramas chorreaban los
pajaritos, metidos a medias en sus nidos de paja y de
pluma.
En el rancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su
mujer y Elvira, su hija. El, capataz de tropa de don
Clemente Farías, había marchado para “ adentro” 1 ha­
cía una semana.
En la cocina negra de humo se hallaban, cuando
oyeron ladrar el perro hacia el lado del camino. Se
asomó la muchacha y vio a un hombre desmontar en
la enramada con el poncho empapado y el sombrero
como trapo por el aguacero.
— ¡León! ¡León! ¡Fuera! Entre para a cá — gritó
Elvira.

1 A d en tro Montevideo.

[ 3 ]
F R AN C ISC O E SPIN O L A

— ¿Quién es? — preguntó la vieja sin dejar de re­


volver la olla de mazamorra.
— No lo conozco.
La joven volvió al lado de su madre y quedó expec­
tante.
-—-Buenas tardes.
.Agachándose — la puerta era muy b a ja — , el hom­
bre entró.
— Buenas. Sientesé. ¿Lo ha derxotao l’agua? Sa­
qúese el poncho y arrímelo al fogón.
— Sí, es mejor. Aquí, no más.
El hombre colgó su poncho negro en un gran clavo
cerca del fuego y sacudió el sombrero. Después, se
sentó en un banco.
— ¿Viene de lejos? — curioseó la madre.
— De Belastiquí.
— ¿Y ya?
— Pa l’estancia’e Molina, en el Arroyo Grande. Pen­
saba llegar hoy a San José, peí o me apuré mucho por
el agua y traigo cansadazo el caballo. Así que si me
deja pasar la n och e.. .
— Comodidá no tenem os.., Puede traer su recao y
dormir aquí, en todo caso.
— ¡Cómo n o ! . . . Estoy acostumbrao.
La muchacha, ahora acurrucada en un rincón, lo
miraba de reojo. Y cuando oyó que iba a quedarse,
sintió clarito en el pecho los golpes del corazón. Es que
cada vez más le parecía que aquel, hombre delgado y
alio, de cara pálida en la que se enredaba una negrí­
sima barba que la hacía más blanca, no tenía a-pecto
para tranquilizar a n a d ie .. .
La vieja le interrumpió sus pensamientos diciendo:
— A ver, apronta un mate.
Y siguió revolviendo la mazamorra, mientras daba
R A Z A C IEGA Y OTROS CUENTOS

conversación al forastero, que acariciaba al perro y re­


tiraba la mano cuando éste rezongaba desconfiado de
tanto mimo.
Elvira tiró la yerba vieja, puso nueva, le hizo ab­
sorber primero un poco de agua tibia para que se hin­
chara sin quemarse. En seguida, ofreció el mate al
desconocido. Este la miró a los ojos y ella los bajó,
trémula de susto. No sabía por qué. Muchas veces ha­
bían llegado así, de pronto, gentes de otros pagos que
dormían allí y al otro día se iban. Pero esa nochecita,
con el ruido de los truenos y la lluvia, con la soledad,
con muchas cosas, tenía un tremendo miedo a aquel
hombre de barba negra y cara pálida y ojos como
chispas.
Se dio cuenta de que él la observaba. Los ojos en­
capotados, sorbiendo lentamente el mate, el hombre
recorría con la vista el cuerpo tentador de la mucha­
cha . . .
¡Oh, sí!, había que cansar muchos caballos para en­
contrar otra tan linda. Brillante y negro el pelo, lo
abría al medio una raya y caía por los hombros en dos
trenzas largas y flexibles. Tenía unos labios carnosos
y chiquitos que parecían apretarse para dar un beso
largo y hondo, de esos que aprisionan toda una exis­
tencia. La carne blanca, blanca como cuajada, tibia
como plumón, se aparecía por el escote y la dejaban
también ver las mangas cortas del vestido. El pecho
abultadito, lindo pecho de torcaza; las caderas ceñi­
das, firmes; las piernas que se adivinaban bien forma­
das bajo la pollera ligera; toda ella producía unas an­
sias extrañas en quien la miraba; entreveradas ansias
de caer de rodillas, de cazarla del pelo, de hacerla
sufrir apretándola fuerte entre los brazos, de acari­
ciarla tocándola apenitas... ¡yo qué sé!, una mezcla
F R AN C ISC O E SPIN O LA

de deseos buenos y malos que viboreaban en el alma


como relámpagos entre la noche. Porque si bien el
cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y
negros eran de un mirar tan dulce, tan leal, tan tristón,
que tenían a raya el apetito, y ponían como alitas de
ángel a las malas pasiones...
Embebecido cada vez más en la contemplación, el
hombre sólo al rato advirtió que la muchacha estaba
asustada. Entonces, algo le pasó también a él. Su mano
vacilaba ahora al tenderla para recibir o entregar el
mate.
Elvira iba entre tanto poniendo la mesa. Luego, los
tres se sentaron silenciosos a comer. Concluida la cena,
mientras las mujeres fregaban, el hombre fue bajo la
lluvia hasta la enramada, desensilló, llevó el recado a
la cocina y se sentó a esperar que hicieran la lidia
jugando con el perro, con León que, por una presa
tirada al cenar, había peí dido la desconfianza y estaba
íntimo con el desconocido.
— ¡Mesmo qu’el hombre! — pensó éste.
Y siguió mirando el fuego y, de reojo, a Elvira.
Cuando terminaron la tarea, la madre desapareció
para tornar con unas cobijas.
— Su poncho no se ha secao. Hasta mañana, si Dios
quiere.
— Se agradece.
— ¡Buenas noches! — deseó la muchacha cruzando
ligero a su lado con la cabeza baja.
— Buenas.
Las dos mujeres abrieron la puerta que comunicaba
con el otro cuarto, pasaron y la volvieron a cerrar. Al
rato, se oyó el rumor de las camas al recibir los cuer­
pos, se apagó la l u z .. . Todo fue envolviéndose en el
ruido del agua que caía sin cesar.

[ 6 ]
R A Z A C IEGA Y OTROS CU EN TOS

El hombre tendió las cacharpas, se arrebujó en las


mantas con el perro y sopló el candil.
El fogón, mal apagado, quedó brillando.

II

Un rato después se empezó a oír la respiración rui­


dosa y regular de la vieja. Pero en la cama de Elvira
no había caído el descanso. Ahora que su madre dor­
mía, el miedo la ahogaba más fuerte. El corazón le gol­
peaba el pecho como alertándola para que algún peli­
gro no la agarrara en el sueño, y su vista trataba en
vano de atravesar las tinieblas.. . De cuando en cuan­
do rezaba un Ave María que casi nunca terminaba,
porque lo paraba en seco cualquier rumor, que la ha­
cía sentar de un salto en la cama.
A eso de la media noche, bien claro oyó que la
puerta de la cocina que daba al patio había sido
abierta, y hasta le pareció sentir que el aire frío en­
traba por las rendijas. Tuvo intención de despertar a
su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con
los ojos saltados y la boca abierta para juntar el aire
que le faltaba, escuchó. No sintió nadita. Y aquel si­
lencio, después de aquel ruido, la asustaba más aún.
No sentía nadita, pero en su imaginación veía al hom­
bre de la barba negra clavándole los ojos como chis­
pas; veía el poncho negro, colgado del clavo, movido
por el viento como anunciando ru in a .,, y como para
convencerla de que era verdad que la puerta había
sido abierta, seguía sintiendo el aire frío y percibía
más claramente el ruido de la llu via .. .
En efecto: el hombre, que se echó no más, sobre el
recado, se había levantado, lo llevó otra vez a la en­
ramada y, después de ensillar, había salido a pie hasta

[7]
FR AN C ISC O ESPIN OLA

la manguera que estaba como a una cuadra dejándose


pintar de rosado por los relámpagos. El agua le daba
de frente. Por eso avanzaba con la cabeza gacha.
Otro hombre le salió al encuentro, el poncho y el
sombrero hechos sopa. Era un negro.
— ¿Están las mujeres solas? — preguntó ansioso.
Sombrío, el otro respondió:
— Sí.
— La plata tiene qu’estar en algún lao. Empecemos.
— No. No empezamos.
— ¿Qué hay?
— Hay que yo no quiero.
— ¿Que no querés?
— Sí, que no quiero.
— ¿Pero estás loco?
— Peor pa mí si m’enloquecí. Pero ya te dije. Vá­
monos p ’atrás.
— ¿El qué?
— No hay qué qué te valga. Como siempre, te acom­
paño cuando quieras; pero esta noche, no. Y aquí,
menos.
— ¡Hum! Si te salieran en luces malas los que has
matao, te ciegaría la iluminación, y ahora te ha en-
trao por hacerte el angelito.
— Nadie habla aquí de bondá. Digo que no se me
antoja y se acabó.
— Peor pa vos. Iré yo solo. ¡Qué tanto amolar por
dos mujeres!
— Es que vos tampoco vas a ir.
-— ¿Desde cuándo es mi tutoi el que habla?
— Desde que tengo la tutora — bramó el interpelado
tanteándose la daga.
— ¡A h! ¿Querés peliar? ¡Me lo hubieras dicho an­
tes! Seguramente ya habrás hecho la cosa y quedrás

[8]
R A Z A C IE G A Y OTROS CUENTOS

la plata pa vos solo. Pero no te veo uñas, mi querido.


Venite no más — y desenvainó su cuchillo.
— [Cállate, negro de los diablos! —- rugió el otro
yéndosele arriba.
A la luz de los relámpagos, entre los charcos, los dos
hombres se tiraban a partir. El de la barba negra, me­
dio recogido el poncho con la mano izquierda, fue
haciendo un círculo para ponerse de espaldas a la llu­
via. Comprendiendo el juego, el negro dio un salto,
Pero" se resbaló y se fue de lomo. El otro esperó a
que se enderezara y lo atropelló. La daga, entrando
de abajo a arriba, le abrió el vientre y se le hundió
en el tórax.
— ¡Jesús, mama! — exclamó el negro.
Fue lo único que dijo. La muerte le tapó la boca.
El otro, en las mismas ropas del difunto limpió su
daga. Después, enderezó chorreando agua, montó y
salió como sin prisa, al trotecito.
— ¡Pucha que había sido cargoso el negro! — mur'
muraba — . ¡Le decía que no, y él que sí, y yo que no,
y dale! ¡Estaba em perrao!. . .
La lluvia, gruesa, helada, seguía cayendo.
P E D R O IG L E S IA S

A los pocos meses de morir Pedro Iglesias, la viuda


se casó con Ignacio, el indio del Puesto de los Talas,
que estaba en la Estancia desde hacía un año. Casa­
miento más triste no habrá otro. A Luis María, el
gurí 23*hijo de Iglesias, lo mandaron una semana ante3
para la Estancia de Vergara; y el día fijado fueron
llegando, con el juez y el cura, pocos, muy pocos de
los muchos invitados. Sobró de todo, hasta el vino,
que se repartió entre la peonada cuando calcularon que
ya no caería más gente. En la mesa larga, a la que
habían agregado tablas fundadas en caballetes de re­
cados, se sentaron los novios. Ella, muy sonriente; él,
igual a toda su vida: seco, serio, como si nada suce­
diera. A la derecha de la pareja se puso el cura. A la
izquierda, el juez. Los otros asientos los ocuparon los
padrinos, ocho o nueve mujeres de los “ puestos” 8 a
quienes hubo que invitar a última hora para agrandar
la rueda y varios hombres, amigos, no más, algunos
y, otros, apenas cuatro o cinco, de la parentela. Cuando
sirvieron los lechones, el viejo Pascasio, tío- de la no­
via, que ya estaba muy cargado, d ijo:
■— Che, Juana, ¿te acordás cuando te casastes la otra
vez? Nunca he comido lechones más ríeos. ¡Esos eran
lechones!. . . ¡Una manteca!

2 G u r í niño
3 Puesto, casa donde vive el puestero, peón generalmente
con familia, que cuida una parte de la estancia cuando ésta es
m uy grande,

í 10]
R A Z A CIE GA Y O TR O S CUENTOS

La viuda tragó fuego. Y los concurrentes agacharon


la cabeza como sintiéndose también culpables en aque­
lla comilona hecha con la plata del muerto para feste­
jar que se quedaba sin viuda. El cura, metiendo mucho
ruido, comía cuanto le ponían delante y dejaba el
plato tan como espejo que parecía adrede.
— ¡Pero es cristiano que come! — exclamó espan­
tada la vieja Liberata, que no le sacaba los ojos.
Como la admiración de su vecina lo agarró con la
boca llena, no hizo más que sonreírse el buen cura.
Mas, cuando casi sin masticar pudo tragar el pedazo
de carne, argüyó, dulcemente:
— A conciencia tranquila, buen ap. . , e t . . .ito.
El hipo le picoteó la palabra.
— ¡Eso es una indíreta! — saltó Liberata siempre
temerosa de que todo el mundo estuviera enterado de
sus relaciones con el viejo Pascasio.
Fue a contestar, disculpándose, el cura, pero no
pudo. Salía un hipo y ya tenía al otro en puerta. En­
tonces, el indio Bonifacio se le fue encima, puñal en
mano, gritándole al refregárselo por las costillas:
-— ¡Ahora te voy a dar, gringo!
— ¡Jesús me ampare! — sollozó el de la sotana dan­
do un salto.
— No se me asuste, don — tranquilizó el otro envai­
nando a carcajadas— . Era pa que se le fuese el hipo.
¿N o ve cómo se le pasó?
Resonó un coro de risas. Y el cura, todavía sintiendo
las palpitaciones, sonrió también y dijo a una de las
que servían:
Hija mía, me has llevado el plato. Recién empe­
zaba.
La tranquilidad volvió a reinar. Hasta que el viejo

[1 1 ]
FR AN C ISC O E SPIN O LA

Pascasio, que eructaba seguido, exclamó de pronto, los


ojos encapotados:
— ¡Pucha, mire que lo bromiábamos al finao Pedro,
el día que se casó! ¡También, con lo safao qu’era el
finao Higiño, qu’estaba sentao juntito!
El novio le clavó los ojos como queriéndolo partir,
y la vieja Liberata, con disimulo, le metió codo para
hacerlo callar. Pascasio sintió los codazos y, no sa­
biendo por qué eran, protestó, mirándola duramente:
— ¡Vamos! ¡No rempuje!
Todos se fijaron en Liberata, quien cerraba los ojos
y fruncía la boca como diciendo:
— ¡Caso perdido! ¡Está mamadazo!
Ignacio, el novio, grande, aindiado, con un pelo
duro que le resbalaba por la frente en mechones y que
a cada instante necesitaba de la mano para levantarlo,
casi no hablaba. Más que comer, lo que hacía era be­
ber. Las copas del Carlón se vaciaban de una sentada
entre sus labios grandes y carn osos.. .
Al traer las fuentes de arroz con leche, el novio sacó
su daga de cabo de plata y empezó a limpiarse los dien­
tes con ella. Los demás hombres, menos el cura, lo
imitaron. Las mujeres fueron sacando de un vaso plu-
mitas de perdiz. El cura tomó también una porque él,
él no usaba cuchillo. Y ya se oía sólo el ruido de los
labios sorbiendo el arroz con leche, cuando Pascasio
exclamó entre dos eructos:
— ¿Te acordás, Juana, cuando te casastes la otra
vez ? El azúcar del arroz se había quemao y .. .
— ¡Bueno, hombre! — profirió, airado, el n o v io — .
¡Déjese de amolar con los recuerdos del otro casorio!
¿ 0 se eré usté que no tenemos más qué pensar que
cuando ella se casó la otra vuelta? ¡Avise!
— ¡Pero don In a cio!. . . — empezó a decir Pascasio.

112]
_— R A Z A CIEGA Y OTROS CUENTOS

A Ignacio le gustó aquel don que le ponían por pri­


mera vez y al que desde ese día tenía derecho por las
diez mil y pico de cuadras de la viuda. Pero siguió,
para hacerse respetar, aunque el viejo había enmude­
cido:
— ¡Qué don Inacio ni don Inacio! Usté se calla la
boca o se manda mudar. ¡Avise! Aquí no hay más
que un casorio. Y al que no le gu ste.. . ¡ya sabe!

— Está bien, don Inacio. Y o siento haberlo inco-
modao.
— ¡Caliese esa boca, digo!
El novio dio un puñetazo en la mesa y medio s*
quiso incorporar.
— ¡D éjalo! ¡D ejalo! ¡Tranquilízate, Inacio! — im­
ploraba la novia.
La frente cruzada por los negros mechones, turbios
los ojos del beberaje, el labio inferior prominente,
Ignacio volvió, dirigiéndose a la concurrencia:
— Aquí no hay más que un casorio. Y al que no le
gu ste.. . ¡ya sabe!
Algunos vasos saltaron con el golpe que repitió en
la mesa. El mantel, en partes, quedó teñido de rojo
oscuro.
— ¡Alegría! ¡Alegría! — exclamó Enriqueta, la del
Puesto de los Sarandíes, con evidente propósito de dis­
traer la atención.
Y mojando los dedos en el Carlón derramado, se
los pasó en cruz por la frente.
Todos hicieron lo mismo. Hasta el cura se dejó pin­
tar de vino, riendo desaprensivamente por obra del
que tenía del lado de adentro.
El juez, con los ojos initados y chiquitos, estaba en­
corvado, mirando cómo, poco a poco, el mantel iba
quedando overo. A veces arrastraba algunas palabras

[ 13]
F R AN C ISC O ESPIN OLA

hacia el novio. Pero el novio sólo le contestaba cabe­


ceando.
Después de comer trajeron, para unos, mate de café
y, de té, para otros. El cura abarajó de los dos y siguió
pegándole al vino como hacían los demás hombres y
algunas mujeres. Al rato largo, el juez se acercó para
decirle:
1
— ¿Qué le parece si fuéramos empezando?
— Bueno. ¡Cómo n o ! . . . — Furtivamente se per­
signó, agregando— : Le agradezco. ¡M e había olvi­
dado! ¡Tengo una cabeza! E s t é ... ¿Gusta un poquito
de vino? ¿N o? ¿N o toma? ¿P or qué no toma?
— ¡Porque no se me antoja, so cargoso! — atajó el
juez, molestado.
El cura lo miró muy extrañado. Y , después, quedó
tristísimo.
El novio había desaparecido. Y lo buscaban inútil­
mente, cuando Liberata volvió hecha un asombro.
— ¡Si está durmiendo la siesta en el cuarto de la pa-
trona, ese cristiano! —-alborotó.
La novia, seguida de dos o tres mujeres más, se di­
rigió apresuradamente a su pieza. Y tanto zamarreó a
Ignacio, que éste, al fin, se enderezó en la cama pre­
guntando alarmado:
— ¿Qué hay?
— ¡Pero no ves que es la hora de casarnos, mi que­
rido!
Frunció él la frente, pensó un momento y, luego,
sin decir palabra, se levantó. Mientras bostezaba y se
desperezaba, ella le dio una cepillada, le anudó bien
el blanco pañuelo de seda y le dijo, besándolo:
— Bueno, vamos, mi querido, que nos están espe­
rando.
Al atardecer, los novios ya habían quedado soloe.

[14]
R A ZA CIEGA Y OTROS CUENTOS

II

La vida de Ignacio no cambió con la nueva posi­


ción, Comía lo mismo, siguió bebiendo caña en vez de
otra bebida más fina, se vestía igual que antes.. .
Alaigó, eso sí, las siestas, porque lo despertaba Juana
ansiosa siempre de caricias, e hizo trotar a Bonifacio
veinte leguas con el coche para traerle del pueblo un
buen recado con cabezadas y estribos de plata maciza,
enchapados en oro, donde se prendían sus iniciales.
— El recao del finao — dispuso — le pertenece al
hijo.
Y agregó:
— El recao y el caballo no se tocan.
No había empezado aún a ocuparse de la Estancia.
Todo se hacía bajo el mando de Vicente, el capataz,
quien, antes de comer, iba siempre a recibir alguna
orden y no aparecía hasta la tardecita, en que volvía
a conversar, mateando, con Ignacio. Pero si éste no
cambió, la viuda había tenido gran levante. No hubo
tela de la que no llevara un poco en alguno de sus tra­
jes. Del pueblo vino una carga con toda clase de ves­
tidos. La ropa blanca era tan primorosa, que a la
muchacha del mate le metió una fogata en el cuerpo. . .
Solito la ropa blanca — ¡aquellas camisas bordadas a
mano y con cintas de colores!, ¡aquellos calzones lle­
nos de puntillas! — , sólo ella fue la culpante de que,
al fin, Serapito, el peón consiguiera lo que deseaba.
La pobre chiruza, al contemplar aquellas hermosuras
que eran para verse cuando se sacaba la ropa de afue­
ra, empezó a pensar, sobre todo por la noche, en cosas
que nunca había pensado y que ahora le viboreaban
en la carne. Suponiendo delante del marido a la pa-
trona apenas cubierta por una de aquellas camisas tan

[ 15]
4
FR AN C ISC O ESPIN OLA

casi sin tela, puro puntilla y escote; imaginándosela


así, adivinada toda, le vino un fuego, un fuego que,
para matarlo, fue necesario que Serapito se le echara
encima, pasando el alambrado, entre las ch ircas.,.
Para Juana no había polvos que blanquearan bas­
tante, ni agua de olor que la perfumara como quería.
Cumplía dos gustos: el de parecer mejor a los ojos de
Ignacio, y el de derrochar la plata que siempre le
‘ ‘tironeó” su primer marido,
Y queriéndose todo el día, desde la mañana hasta
la noche habían pasado ya dos semanas, cuando en el
alma de Juana se atenuó el turbión al pensar en su
hijo, en LuÍ3 María,
— ¿N o te parece, Ignacio, qu’es tiempo de trcerlo?
Si no ¿qué va a decir la gente? Y yo tengo ya tam­
bién muchas ganas de verlo.
— Se traerá mañana mesmito — respondió su mari­
d o — . Yo, al gurí, lo quedré como si fuese mío.
— ¡Ah, qué lindísimo vamos a estar los tres!
— Será ansina.
Al otro día, Ignacio ensilló su zaino y, llevando de
tiro el lindo peticito de LuÍ3 María, enderezó a lo de
Vergara, que quedaba casi a dos leguas. Antes del
mediodía ya estaba de vuelta con el niño. Juana abra­
zó a su hijo. Este, sin decir palabra, sin contestar a las
preguntas de ella, la besaba como con hambre de be­
sos. Y cuando Ignacio, contento, arrimó también una
caricia al niño, éste lo miró de una manera extraña,
que pasó inadvertida.
— En lodo el viaje a gatas si dijo dos palabras, y eso
con cuarta * — comentó Ignacio a su mujer.
— ¿Extrañaba mucho, nPhijo?

4 Tirar u*ia cuarta arrojar un cabo.

[ 1 6]
H A ZA C IEGA Y OTROS CUENTOS

El dijo que sí con la cabeza y volvió a pegar su


cara al cuello desnudo de su madre.

III

La tierra ardía bajo el sol terrible cubierta apenas


por un ponclnto de gramillas roto por todos lados
como prenda de mendigo. En el horizonte negreaban
las nubes; pero de allí no se movían, sin ánimo para
avanzar hasta el sol y taparle el fuego. Abajo, los la*
nares se "amontonaban alrededor de cualquier cosa que
dieia un poco de sombra, juntas las cabezas y las
ancas afuera. Los pájaros, al lado de sus nidos, abrían
el pico para juntar más aire; más de aquel aire que,
por enrarecido, nada rendía. Súbitamente, uno de en­
tre ellos temblaba con los ojos dilatados, fijos en dos
chispas frías delante de las cuales, y más abajo, surgía
vibrando una llamita negra. Quería huir, entonces, y
apenas si daba un paso atrás, enlazado a los ojos y a
la lenguilla que cada vez se acercaban más empujados
por la cinta verdeoscura del tronco del ofidio. Entre las
piedras ardiendo, el lagarto juntaba sol, inmóvil, des­
patarrado. Y bajo los pastos como de vidrio de tan
chupados por el bochorno, la chicharra lanzaba insis­
tente su chirrido.
Desde lejos, árboles, piedras, bestias, boyaban "en
aquella atmósfera que se veía ondular. . .
Guarecidos del día, en la glorieta, estaban sentados
Juana y su marido. Ella lo había rodeado con sus bra­
zos y, echada sobre él, lo besaba. Ignacio, al principio
indiferente, fue poniéndose cada vez más enrojecido.
En una, la abrazó también con fuerza, hasta el dolor.
El ansia había quemado las palabras. Mudos, se apie-
taban los labios contra los labios. Una mano de Igna-

[ 17 ]
FR AN C ISC O ESPINOLA

ció, que andaba sin rumbo recorriendo el cuerpo de la


hembra, se detuvo en el escote y se metió por él, entre
las carnes tibias y trémulas. Un jadeo de ansia salió
del fondo de la garganta de ella. Y en ese momento,
con los puños crispados y ahogado por los sollozos,
apareció entre las ramas Luis María.
— ¡H íjo’e m i l ! . . . — gritó.
La mano de Ignacio escapó del seno y, en su apuro,
rasgó la seda de la bata. La carne que había estado
contenida se echó afuera como retozando. Esto con­
fundió más a Juana, que bajó los ojos y se cubrió
como pudo. Ignacio, pálido, se perdió entre los árbo­
les, sin mirar al gurí. Los puños todavía amenazantes,
éste rugía a su madre con voz que ya no era de niño
por lo amarga, por lo doliente, por lo labiosa:
— ¡Qué mala es, mamita!
— ¡Pero m'hijito! — gimió la mujer.
— ¡Sí, m ’hijito!
— ¿Crees que no te quiero? ¡Mírame! ¡Miremé,
m’hijito!
El no contestó. Con la boca crispada por los sollo­
zos, temblaba. Ahora había bajado los brazos, y sus
manos, débilmente encogidas, parecían dos pichones
muertos de frío.
— l o te quiero mucho a vos, m'hijito. No sea malo
con su madre. Y o lo q u iero.. .
— ¡Sí, si me quieie tanto como a tata!
— ¿Pero y qué iba a hacer, sólita?
Luis María no la oyó. Había dado vuelta y, sin rum­
bo, atravesaba las ramazones llorando sordamente.
Juana no podía más.
— ¡Qué desgraciada, Dios mío! ¿Y qué iba a hacer,
si yo quería a Ignacio? Y si la Iglesia consiente, ¿por
qué es malo para m’h ijo?

[ 18]
R A Z A C IE G A Y OTROS CUENTOS

En su desconsuelo, en sus gemidos, en sus lágrimas,


no advirtió que un seno se le había escapado otra vez
por la rasgadura de la bata. El pelo se le caía en me­
chas, mojándose. De restregarse, los ojos cada vez se
le ponían más irritados.
Ignacio volvió para tratar de calmarla. Al verla
con el seno afuera, exclamó en voz baja, sombrío:
— ¡Che, tapate!
Juana se cubrió. Y mientras seguía el llanto, con un
alfiler prendió el pedazo de seda rota. Después, ella
llorando siempre, él mirándola con fijeza, permanecie­
ron un rato.
— ¡Bueno, bueno! — saltó Ignacio súbitamente— .
¿ Y qué miércoles quiere el gurí? ¡No faltaba más!
Con unos buenos lazazos, yo prontito le haré ir todo,
¡Avise, pues, amigo! ¡No faltaba más!
Juana lo abrazó, entonces.
— ¡No, no, Ignacio, dejalo! — im ploró— . No lo
toqué?. Se le irá pronto todo. Y o lo aconsejaré. Le
mostraré todo bien claro. Y él es bueno. Verás vos
q u e .. . ^
— ¡Eh! Y o sé lo que hago. Que se descuide.. . y lo
curto.
-—[No seas así! ¡Y o soy su madre! ¡Dejame a ! . ..
— Y yo soy su marido. Y usté se me calla la boca
aura mesmito o le rompo el alma. Aquí mando yo
¿comprende? ¡Y al que no le gu ste.. . ya sabe!
— ¡Ah, m’hijito! — suspiró Juana— . ¡Parece esto
un castigo!
— Caliese, reventada^ los diablos. ¿Pa eso me ten-
distes l'ala? ¿Pa salir después con las cosas de tu hijo
y con tus llantos? ¡Lindo casorio, éste! A los cuatro
días, dijustos, cuestiones, y uno tiene que cruzarse de
brazos, ¡Avisá! Aquí mando yo. Y me palpita que te

[19]
FR AN C ISC O E SPIN O LA

voy a dejar overo el lomo, prontito no más, oveja’el


diablo. ¿Qué quieren ahora? ¿N o me casé? ¿N o es­
tán todos los papeles en buena ley y firmaos por el
juez? ¡Avisa, avisa! Y o pro ntito, no más, te corto las
alas. Mujeres sobran en este mundo.
— ¡Pero no seas malo, Ignacio! ¿Y o qué te hago?
¡Me matás! ¡Y o te quiero mucho! ¡Mirá cómo te
quiero! ¿No ves que yo te quiero mucho?
Ignacio se calmó. Y haciendo a un lado la cara para
librarse de la lluvia de besos, exclamó:
— ¡Dejate de empalagos!
Después, miemras Juana entre llantos lo seguía be­
sando per los ojos, por la frente, por el pescuezo, por
donde pudiera, él, sin darse cuenta, la fue estrechando.
Bien pegado a ella, le empezó a hablar, olvidado de
su furia, palabras dulces, b u en a s... Y, de repente,
incorporándose, d ijo:
— Vamos p’ al cuarto.
Había en su rostro tal deseo de bestia y una expre­
sión tan imperiosa, que Juana, secándose los ojos toda­
vía. lo siguió.
En un galpón, tirado sobre una pila de cueros secos,
lloraba Luis María.

IV

Pasaron muchos soles por encima de los campos de


la Estancia, eslirados hasta más allá del horizonte.
Aquella noche de pesado calor, que en fija traería tor­
menta, se habían sentado en el patio Ignacio y Juana.
Lejos de ellos, en un banquito de ceibo, estaba Luis
María, los codos en las rodillas, la cara en las manos.
Su mirada se iba, se iba hacia el frente. Cuando lle­
gaba a la borrosa unión de la tierra con el cielo, su­

[ 20]
R A Z A C IEGA Y O TR O S CUENTOS

bíala por éste, la dejaba perder entre el estrellerío. El


cielo combo semejaba un camoatí con sus avispas de
brillantes alas; y una franja blanca que lo atravesaba
por el medio parecía el humo de una fogata, la luna
llena, encendida adrede para espantar el enjam bre.. .
El niño imaginaba así, y había seguido pensando que,
en vista de que el humo no podía con tanta avispa, des­
pués encenderían otra fogata más fuerte, que acabaría
con todas ellas.
— Y Dios es el que prende las fogatas; Dios, el de
la barba blanca — soñaba.
Entonces pensó en su padre, que estaría allá arriba,
lejísimos, al lado de Dios, tal vez ayudándole a hacer
fuego. . .
— ¡Ay, tatito! Al principio yo creía que el malo era
él, no más. Pero ella, también. Se pasan besándose. Y
ella lo busca, lo abraza. ¡Ella, tatita!
Su tata, a esas horas, andaría arrimando para la
fogata del día siguiente, sin acordarse de él, sin poder
oírlo, siguiendo a Dios, el de las barbas b la n cas...
Tapado por la noche, el gurí se sintió más solo que
nunca. Y sin poderlo contener, le brotó un gemido.
Juana corrió hacia él.
— ¡Ave María! ¡No seas así! ¡Te vas a agarrar una
enfermedad, por Dios bendito!
Ignacio se había quedado mirando, sin moverse. Co­
mo hacía días que no se hablaban con el niño, no
quiso dar el brazo a torcer.
— Bueno, vamos a la cama — rogaba la madre — . Y
no sea así; que, si no, no lo voy a querer más.
Luis María se dejó llevar a la cama y desnudar;
pero, después, metió la cabeza entre las cobijas para
que su madre no lo besara.

[21 ]
FR AN CISCO ESPIN OLA

Dándose cuenta, Juana salió con una desesperación


que le trababa las piernas.
— ¡Igualito al finao, caprichoso! — dijo suspirando.
Oyóla Ignacio y tuvo un solnesalto. Fue como chi­
cotazo que se recibe a traición, sin sentirse más que
el golpe.
Pero al acostarse, los ojos de Ignacio y los ojos de
Juana, ceirados y todo, sintieron la caía huesosa, larga
y altiva de Pedro Iglesias.

Librándose de unas nubes que lo ahogaban recién


andaba haciendo fuerza el sol por trepaise al cielo,
cuando ya Ignacio estaba en la segunda cebadilla. Y.
al ratito, Juana entró a la cocina.
— Madrugastes hoy — observó ésta.
— ¡Tam bién!. . . ¡Vos no hacías más que revolearte!
— ¡Pero Inacio, si eras vos! Y o te sentí toda la
noche.
— Entonces vos tampoco dormistes.
— No pegué los ojos.
— ¿ Y por qué, caray, ha sido eso?
— ¡Y o qué sé!
— ¿Cómo yo qué sé? Y o te voy a dar que contestes
ansina a tu marido. Estabas mal enseñada, pero yo te
voy a domar como pa que te monten hasta sin freno.
Tu otro marido debió de ser maturrango y . . .
Iba a seguir, pero paró en seco. Habló adrede, para
deciT esa misma frase que tenía pensada y, al llegar a
ella, se contuvo. Tuvo miedo, un miedo extraño, un
miedo que se agrandó cuando vio los ojos dilatados de
Juana mirarlo con el terror de quien teme que el mal
aludido pueda estar oyendo.

[ 22]
R A Z A C IEGA Y OTROS CUENTOS

Ignacio bajó la cabeza y empezó a pasearse chu­


pando el mate. Al rato, preguntó con cautela:
— ¿Y por qué no durmió usté?
La respuesta se hizo esperar, pero llegó, por fin.
— Pensaba en el finao.
Ignacio, que colegía, que ya sabía, confesó con ía
vista en el suelo:
— Y o también no dormí pensando en él.
- Se quedaron callados.
De pronto, alzando la cabeza y mirándola, él habló:
— Decí, vos estás arrepentida de haberte casao con
migo?
— ¡No, Inacio, al contrario!
— ¡A h!
Ignacio tomó un pequeño banco, lo acercó al de su
mujer, y se sentó.
Chillaba la “ pava’ ’. Oíase el ladrido de los perros
persiguiendo algún bicho que por tonto se había de­
jado sorprender... El patio se llenaba de enfáticos
gallos y de gallinas discretas que, conociéndolos muy
bien, sólo les hacían caso cuando querían hijítos. Es­
tos, caminando como con zancos detrás de las madres,
se distraían constantemente, debido a lo cual muchcs
tendrían que aprender por experiencia que no se debe
saltar sobre los cuzcos dormidos ni acercarse a los
patos, que se irritan cuando los sacan de sus cavila­
cio n e s ... El día parecía empujar delante de la luz
rumores claros.
— Entonces. . . no estás arrepentida. Y tiene que ser
ansina. Y"o soy b u e n o .. . te quiero. .. cuido tus inte­
reses.. . No te falta nada; agacho el lomo como un
p ió n ...
— Y o estoy muy contenta con vos. Vos sos muy
bueno.

[23]
FR AN C ISC O E SPIN O LA

— ¡Si seré! Otro, ya hubiera tomao medidas y hu­


biera hecho tocar p.’algún Iao al gurí. Está muy inso­
portable. Antes era conmigo, sólo; ahora l’ha agarrao
con vos, también. . .
Se calló porque mo a Luis María entrar en la co­
cina.
Dio éste los “ Buenos días'’ y enderezó hacia el fo ­
gón a aprontar su matecito, mientras dejaba calentar
la caldeia. regalo con aquél, para su santo, del finado
su padre.
— ¡Es igualito! — pensó Juana. Y con un presenti­
miento se le aceicó.
■— ¿Dormisles bien, m’hijo?
— No.
— ¿Soñastes?
El niño miró sorprendido, desconfiado y, después,
respondió secamente:
■— Con tata.
Juana, que iba a seguir preguntando, se detuvo ante
el tono brusco de la frase y volvió a sentarse junto a
su marido. Por el niño, separó un poco el banco

VI

Pasaron varios días, y ni Ignacio se acordó ya un


momento del cuerpo todavía tentador de su mujer, ni
ésta lo buscó, como antes, con ardientes caricias. Se
habían vuelto reservados, lunáticos. Por cualquier co­
sita, la azotera de Ignacio caía machucando el lomo
de Juana que — como tienen que hacer las mujeres — ,
aguantaba llorando pero sin insubordinarse. El niño
no los veía. De los galpones no salía más que para co ­
mer. Todo el día pasábalo con la vista perdida en la
inmensa llanura del campo de los suyos.

[ 24]
R A Z A CIE GA Y OTROS CUENTOS

Cuando el rebenque la castigaba, un violento deseo


aparecía en el alma de Juana.
— ¡Ah, si m’hijo fuese grande!
Pero se arrepentía en seguida. Pedir ayuda a su
hijo, no, porque ella quería con todas las fuerzas de
su carne y de sus huesos a Ignacio; a aquel que de
bueno que era, se había vuelto extraño y malo de un
tiempo a esa parte. Apoyar a su hijo y ponerse contra
su marido, no podía ser. Luis María era muy gurí y,
por eso, todo lo que hacía carecía de fundamento. No
debía hacérsele caso. No fue delito haberse casado.
Todo había sido decente. Un poco apurado el casa­
miento, era verdad, pero ¿qué iba a hacer sola en el
mundo?
Sin embargo, a pesar de estos pensamientos tran­
quilizadores, algo en su interior la picoteaba con du­
reza, como “ carpintero3' . B Flaca, pálida, ojerosa por
el desvelo, Juana se sentía cada vez más acorralada. Y
su alma loca iba de un lado a otTo; tan pronto hacia
Luis María como a fundirse ciegamente con el alma
de Ignacio.
Este, tan ensimismado, tan sombrío y a veces tan
manolarga para arrimarle rebenque, le producía un
espanto singular, pues en vez de alejarla la atraía más
y más a él, cual si encontrara en los brazos castiga­
dores refugio contra algo que no comprendía. . . Y al
tocar con su mirada la mirada de su hijo, sentía frío.
Ignacio también percibía en su alma ideas oscuras
que se amigaban con otras para formar largas, ex­
trañas colleras que terminaban siempre en el finado
Iglesias. El recuerdo de éste, como un tábano, se le
venía encima; para tenerlo en seguida, no había más5

5 Carpintero pájaro de agudo pico trepanador

[25]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

que espantarlo. Y eso empezó a ‘ 'cuartear” fl un deseo:


el de huir de la Estancia y de la “ viuda” , el de perderse
y no volver más nunca. Se empezó a acordar de su
pago, cosa que no le ocurría desde muchos años. G a ­
rito se le pintaban los lindos lugares donde se crió.
Parecía que alguien, jugando con él, le mostraba cosas
bonitas para engatu=ailo. Veía los viejos ranchos de
sus tatas, con aquellos ombúes enormes. Veía la lagu­
na tirada atrás de los saiandíes; la pulpería endomin­
gada con gente en la que reconocía a todas sus anti­
guas relaciones. . . Lo embargaban crecientemente unas
ganas muy grandes de volver a la querencia. Y eran
tan grandes las ansias, que no lo dejaban pensar en
la contra, en quedarse. . .
Un amanecer, cuando todavía se mateaba en la co ­
cina de los peones esperando la última vuelta del asa­
do, Ignacio fue al corral, ensilló su zaino, sin desmon­
tar abrió la portera. . . y le cerró piernas al flete, que
salió al galope. A poco de vadear el arroyo lo con­
tuvo largándolo al trote.
Juana, al levantarse y no hallarlo, miró hacia donde
le indicaron los peones y lo vio en momentos en que
paieeía tocar a la vez la tierra y el cielo, todavía en
sus campos, en la linde del horizonte. Presintiendo
todo, delante de la peonada sorprendida lanzó un ge­
mido desgarrador. Corrió al cuarto del niño, lo sacó
casi en brazos y, mostrándole lo que ya no era más
que una manchita, sollozó:
— jMíralo, ya se va!
El gurí clavó sus ojos achicados por la luz viva en
los líenosos ojos de Juana; después, se puso a mirar
el punto negro.*

E! C icaH ea) con una “ cuarta” con un cabo.

r 2« j
YERRA

— {A ver, Eugenio! ¡Larliate p*al c o s t a o !... ¿No


estás viendo que v’ a salir derechito p’ahi?
— No me había fijao. Aílójenlén no mas.
•— ¡Hupalalá! ¡H u p a la lá!... ¡Juera! ¡Juera! ¡Juíju-
jujüi!
Al sentir flojo el lazo que lo había trabado, el no­
villo se pudo levantar y, con la llaga humeando toda­
vía, huyó. Algunos aficionados lo corrieron para tan­
tearse el brazo.
En una, sólo las patas de la bestia se levantaron.
Las manos, rodeadas por la víbora de trenza, queda­
ron como estacas en el suelo; y el cuerpo dio con todo
su peso en tierra.
— ¡Juá! ¡Juá!
— ¡H ijo’e tigre! Me palpitó que errabas.
El animal se levantó rengueando malamente. Por
debajo de la choquezuela le salía una astilla de hueso,
blanca, resaltando en lo negro del pelaje.
— ]A la pucha! ¿Y aura?
— Estaremos de con cu eio.7
— ¡Don E u lo g io !.. . ¡Don Eulogio!
El capataz tornó su caballo y se acercó al galope.
— ¡Han quebrao! — dijo.
— Es ansina. ¿Matamos?
— Bueno. Y otra vez tengan más cuidao. No matu­
rrangueen.

7 C on cu ero asado de carne vacuna a la que no se le quita


la piel

[27 ]
FB A h í CISCO ESPUMOLA

Uno sacó entonces su daga y se la encajó al novillo


en la “ olla” , 8 haciéndose a un lado, por las dudas.
El animal volvió a caer. Menos mal que esta vez
sería la última. Temblequeando pasó la lengua por el
pasto, alzó la cabeza con los abiertos ojos llenos de
asombro, la dejó recostar.
Cuando el matador retiró la daga, tibia por el calor
de la carne donde había hecho vaina, un chorro de
sangre le empapó la mano.
Estaban de yerra. Y tendrían para rato porque la
Estancia de don Tiburcio Martínez era mentada por
lo gran d e...
En aquel entrevero, sólo dos cosas estaban quietas:
la fogata en un lado y, en otro, el “ tambero” 9 al cual
iban de cuando en cuando los peones porque allí, gua­
recida del sol, estaba la damajuana de caña; de ese
fuego líquido tan lindo y tan bueno para aguantar el
otro fu e g o .. .
Eugenio se había corrido a la derecha, hacia el bra-
serio, para agarrar uno de los hierros y relevar al que
hasta ese momento marcaba. Habíase demorado un
instante después que se bajó del caballo — estuvo en­
lazando un rato — porque, al ir por una botella de
caña, encontró en el “ tambero” a Jesús, aquel de la
cuestión en la pulpería, a quien, si no hubiese sido
por los concurrentes, lo cose a puñaladas ese día. Tan­
to odio le tenía que esperó a que se fuera para acer­
carse. Por el lío con Jesús, él tendría que dejar el
pago, pues el patrón, sabedor del rencor que, a la
fuerza medio apagado, en cualquier inomento reven­
taría en llamaradas, había ya determinado su marcha

8 O lla cavidad entre la garganta y el hueso del pecho


9 Tun ibero carrito en que ae llevan marcas, provisiones,
etcétera

[ 23 ]
E A Z A C IEGA Y O TE O S CUENTOS

para la otra Estancia, la del Cebollatí, en cuanto ter­


minara la yerra. Iría mejor, con más sueldo, de pues­
tero. pero ,.
Un pardo venía con una vaquillona. Cuando estuvo
cerca, le ganó de atrás y la atropelló. Disparó el ani­
mal hasta que el lazo certero de uno de a pie, arro­
jado cuando aquél levantaba las manos en el aire, pasó
bajo de ellas y le rodeó las patas y lo tumbó. Mientras
otro peón señalaba rajando a cuchillo una parte de la
oreja, Eugenio puso el hierro ardiente en el “ cuarto” .
Salió la humaza con olor á carne chamuscada, Euge­
nio retiró la marca y, en tanto que corría hacia el fue­
go a dejarla calentar, la vaquillona huyó a los mu­
gidos.
Eugenio calculó cuál de las otras marcas que entre
las brasas había estaba más caliente, la agarró y volvió
a salir a escape, pues ya se aproximaba otro animal
— un torito desarrollado al que había que dejar en­
tero — enlazado por uno de los de a caballo. Y quien
lo traía, de no ser tan baqueano, se las hubiera visto
mal — estaba solo, el hombie, sin la ayuda de otro
lazo que tirara en sentido con tran o— porque el toro
se le venía como leche hervida. ¡Pero de dónde al­
canzarlo! Cuando quiso acordar, se hallaba en el suelo
sintiendo en su carne la quemadura de la marca.
Eugenio le abrió cancha, en seguida, y fue a cam­
biar de fierro.
Aflojaron. El animal huyó campo afuera. Mas enre­
dado en el lazo todavía, se fue de hocico. Y en vez de
seguir derecho, torció para el lado del tumbero, yén­
dose sobre Jesús que volvía a la caña, de espaldas al
peligro.
— ¡Guarda! ¡Epa! ¡Epa! ¡Guarda!

[29]
FRANCISCO ESPINOLA.

Era tarde. Cuando el mozo, oyendo, dio vuelta la


cabeza, tenía al toro encima y no atiuó más que a huir,
con el redoble de las pezuñas detrás.
Ya contábanlo perdido — todo sucedió en un m o­
mento y nadie de los próximos tenía preparado el' lazo,
a no ser Norberto, que se había quedado frío — cuan­
do Eugenio, que recién sacaba del fuego otra marca,
se afirmó bien a la agarradera con las dos manos y,
haciendo un tiemendo esfuerzo, se la encajó a la bestia
en el cogote al pasar ésta por su lado con las astas
tocando ya a Jesús,
El animal desvió al sentir el dolor y el empuje,
Eugenio se fue de vientre contra el suelo. Cuando
se levantó, el pardo tenía enlazado al toro vuelto hacia
el caído para deshacerlo a cornadas.
Jesús, resollando, se acercó a su salvador, que se
levantaba dolorido por el golpazo.
'— ¡Me has salvado la vida, Eugenio! ¡Te agra­
dezco !
Y le tendió la diestra.
El otro, haciendo como que no veía aquella mano
alargada, contestó, sombrío:
— No tiene por qué agradecer.
Y se dio vuelta.
Jesús se quedó p a ra d o.. . bajó la m a n o.. . se puso
p á lid o ... después r o j o . . . otra vez b la n c o ... Y se
fue hacia el tambero.
Un grupo había rodeado a Eugenio. Atropellándose,
decía:
— ¡La pucha! ¡Lo qu’es si no andas tan pronto!
— ¡Qué idea tuvistes!
— ¡Te has portao, Eugenio!
— jDejenmén! — exclamó éste con voz sorda— . Yo
qué s é ,. . Un desgraciao d 'e so s.. . Un pillo__ ¡Mu­

[30]
R A Z A C IEGA Y OTROS CUENTOS

cho mejor que le hubiera sumido las guampas! Fue


una zoncera mía. Un desgraciao d’e s o s .. . Un p illo .. .
— ¡Pero avisa, hermano, n o- seas bárbaro!
— ¡Qué! Un desgraciao... Un p il lo ... ¡Pucha
digo! ¡Una macana!
— ¡Guarda! ¡Guarda la ronda! ¡Hupalalá! — cortó
un enlazador, con otro animal del lazo.
Alguien lo pialó, trayéndolo al suelo.
— ¡Marca! ¡Marca! ¡Apurensén!
Y siguió el entrevero de bestias que caían, de humo,
de olor a cuero achicharrado... Y volvieron a oírse
el griterío de los hombres y el mugir dolorido de los
quemados por los fierros.

[31]
5
M A R IA D EL CA RM E N

No había subido el sol a la mitad del cielo, cuando


a los ranchos del viejo Nicanor Fernández llegó un
gurí cortando campo, corriendo, por entre masiegas.
— Ña Casilda, manda decir madrina que vaya ense-
guidita, que la finadita María del Carmen se ha ma-
tao.
— ¿Qué has dicho, muchacho? Que María del Car­
men. . .
— Sí, se tiró al pozo. Padrino no estaba. La tuvimos
que sacar entre nosotros, reciencito. Que vaya pronto,
dice.
Y se fue el chiquilín a todo lo que daba, mientras la
vieja alborotaba a sus hijas, de amasijo en la mesa
larga del comedor. Después, calzadas con apuro las
alpargatas que llevaba en chancletas, salió disparando,
seguida de las tres muchachas, que se demoraron por
mirarse un instante al espejo.
Como a la media cuadra rodó la vieja y hubo que
ayudarla a levantarse. Pero volvió a correr, mientras
decía confundida por la noticia:
— ¡Pobre comadre Remigia! ¡Qué espantoso! ¡Tan
linda y tan buena, la pobrecita! Dios la haya perdo­
nado y la tenga en su santa gl orí a.. . ¡Pucha que las
tiró a las masiegas! ¡Casi me voy de lomo otra vez ! . , .
¡Vean ustedes, aprendan! Lo que pasa por no confe­
sar todo a las madres. Ya me maliceo que algo de
safaduría será. ¡Aprendan, m ’hijas!

[32]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

Al llegar las recibió el griterío. No había más que


mujeres. El viejo Rudecindo estaba en la pulpería,
y para allá iba que se las pelaba el gurí de los man­
dados.
Entraron, y el clamor se hizo más fuerte. ¡Claro!
Había cuatro más a llorar, a desesperarse conformán­
dose.
— ¡Qué me dice, comadre! ¡M ’hija! ¡Cuando la vea
el padre! ¡La mimosa de él, la que le cebaba el mate,
la que le hacía t o d o .. .
— ¡Hay que tener resinación! ¡D ios lo ha dispues­
to así, comadre querida!
Las muchachas se habían agrupado llorando y sin
decir palabra. Juana, la menor de las Fernández, fue
la primera que miró a la difunta.
— ¡Está igualita! —- dijo.
Y ella, que todavía no lloraba, largó el trapo por
eso, porque la muerta estaba igualita y, sin embargo,
ya no era más la María del Carmen de los nidos, de
los macachines, de los huevos de terutero.
La pobre se hallaba arriba de una cama, con las
ropas empapadas que se le pegaban a las carnes fir­
mes, más duras aún por la muerte, la que las aprieta
primero y, después, las va aflojando, aflojando, hasta
que las acaba dejando el hueserío, al que también le
llega el turno. Mojada como estaba, las piernas se le
pintaban clarito, y se veían los pezones levantar con
sus chuzas la zaraza. Su cara, tan bonita — nunca
habrá cara más bonita en todo el pago — estaba ma­
chucada, seguramente de la caída. Un ojito lindo y
verde como la hoja, ahora vidriado, había quedado
solo y, angustiado, vichaba. El otro se había reven­
tado en alguna piedra del fondo, o en alguna raíz
dura, o en quién sabe qué cosa.

133 ]
F R A N C ISC O E SPIN O L A

El pelo, rubio, se le pegaba al pescuezo en mecho­


nes que, más abajo, se mezclaban con las cobijas re­
vueltas. La boca, entreabierta, parecía querer tragar
todavía más agua o, a lo mejor, echarla toda afuera
para no volver a probarla más nunca, arrepentida.
— ¡Bueno, bueno, comadre! ¡Hay que tener fuerza
de volunta y no dejarse dominar! ¿Qué deja enton­
ces para las muchachas? — intervino Casilda.
Palabras bobas que resbalaron en el alma de la otra
vieja. ¿Quién sino ella iba a llorar a su hija, a aque­
lla de ojos verdes que parió en una noche de tormenta,
mientras su marido peleaba con los suyos, quién sabe
adonde? Sin ayuda de nadie la echó al mundo, pues
sus hijas eran muy niñas y las mandó a la cocina para
que no vieran. Recién al rato cayó hecha sopa Jesusa,
que había tenido que ir a asistir a la de Ibarra.
— La misma edá tiene Felicia que la mía — entre­
mezclaba en su desesperación— . La m ism a.. .
Juana, mandada por su madre, fue a aprontar un
mate de cedrón con ruda. Sin llegar a la cocina, re­
gresó, trémula:
— ¡Arriba de la cama de la finadita había esta
carta!
— ¡Dámela! — saltó la madre de la difunta.
Y aunque no sabía leer, rompió el sobre y remiró
la escritura.
— Traiga, mama, traigalá para acá — dijo una de
sus hijas— . ¡Y es para el juez! ¡No hay que abrirla!
— agregó curiosa e irresoluta,
— ¿Y porque sea p’ al juez no se puede leer? Esas
son bobadas. No hay que hacer caso — aconsejó Ca­
silda.
La muchacha, entonces, empezó a leer en voz alta:
“ Señor Juez muy señor mío paso a decirle que me he

[ 34]
R A Z A C IE G A Y OTROS CUENTOS

matado por mí volunta pero por lo malo que ha sido


Pedro Fernández el de doña Casilda que me engañó
sabiendo lo buena que yo era y . ..
— ¡Has leído mal! — gritó, horrorizada, Casilda.
— ¡Jesús santo! — sostuvo la lectora— , así dice,
aquí m ism ito.. .
La madre de la difunta, que se había puesto de pie,
no sé pudo contener más.
'— ¡Y ustedes aquí, en la casa d’ella, frente d’ella,
bandidas! ¡Salgan Iigerito, arrastradas!
— ¡Pero nosotros qué culpa tenemos! — sollozó Ca­
silda hincándose en el suelo.
— ¡La de parir tigres, arrastrada de los diablos!
¡Salí que no te quiero ver más nunca! (Fuera! ¡Fuera!
¡ Perdición! ¡ Malditas!
Empujándose unas a otras salieron las cuatro des­
graciadas. Y se apresuraron más cuando oyeron que,
desde la puerta, con los ojos saltados, abriendo la boca
sin dientes y ahogada por el hipo, gritaba la vieja:
— ¡Tuca! ¡Tuca! ¡León! ¡Cacique! ¡Tuca! Túcaaá.
Pero los perros, lejos, en el campo, no pudieron
oírla.
Fue una suerte.
Saltando masiegas de repente, en fila india, iban las
Fernández agachadas de dolor.

II

No bien llegaron vieron a Nicanor con su hijo, que


se acercaban para comer y volver en seguida al cam-
P°*
— ¡Mal hombre! ¡H ijo de qué entrañas, que no las
mías! — gritó Casilda a Pedro, yéndosele encima.

[35]
FR A N C ISC O E SPIN OLA

El mozo se puso pálido, como si supiese la verdad.


— ¿Qué pasa, mujer, qué pasa? — preguntó el ma­
rido. sorprendido pero calmoso como siempre.
Y ella le contó lo ocurrido; le empezó a contar,
porque Nicanor la interrumpió por un momento para
ordenar a su h ijo;
— Camine a la cocina.
— ¡Si será mal alma! — fue todo el comentario del
anciano cuando terminaron las pocas palabras de su
mujer.
Dirigióse entonces a su recado, sacó el lazo y ende­
rezó a la cocina, donde se había apagado el fuego con
las ollas arriba. \ le empezó a caer a su hijo por el
lomo, ciego, temblándole la larga barba blanca al pro­
ferir:
— ¡Nada menos que a la hija’e mi compadre!
¡Tomá! ¡Tomá este otro! ¡Donde no hay más que un
viejo te fuistes a meter, cobarde!
Pedro no se quejaba ni se defendía. Guapo era, no
había nada que hacerle.
La madre imploraba, ahora, abrazando de atrás al
castigador:
— ¡Hacelo por mí, Nicanor! ¿N o ves que m’están
matando?
— ¡Quién iba a decir! ¡Lo contentos quistábamos
cuando nació esta fiera! — sollozó N icanor— . ¡P o­
bre viejo! ¡Mira a tu madre! ¡Mírame a mí! ¡M a­
tando a tus padres, canalla!
Hizo entonces un esfuerzo, se estiró con la cabeza
levantada y rugió, enfurecido por aquel momento de
debilidad:
— ¡Que no te vea más nunca! ¡Ni muerto!
En eso, apareció otra vez el gurí con la lengua
afuera.

[36]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

— Dice padrino si puede ir, dice.


— Vaya no más, qu’ensegida voy yo. Y ya sabes
vos: acomoda tus cacharpas y andate. ¡Que Dios te
castigue! Maldito por tu padre, no vas a dir muy le­
jos sin que la desgracia te empiece a acertar con las
b ola s.10 ¡Que Dios te castigue!
Al tranco largo, por entre las masiegas amarillas y
apretadas, el viejo Nicanor, tirándose tembleque la
ancha barba, llegó a lo de la difunta.
— ¿Qué me cuenta, compadre? — dijo Rudecindo — ,
¡lo que ha pasao!
-— [Qué quiere que le diga! Casi lo hago pedazos.
Lo he echao pa siempre de casa. Porque entregarlo
p re s o .. , usté v e .. . es feo.
— ¡No, que no se vaya todavía! Y o lo calculé, com­
padre, porque sé que usté es derecho, es de ley. Y he
pensao que antes de enterrar a la finadita, con un
poco'e buena volunta, se pueden casar. Y o lo he oído.
Se puede.
— ¡Pero amigo! ¡Me parece imposible! ¿Quien va
a querer casar a una difunta? Al viviente no lo cuento
porque, basta que usté lo quiera, hasta pa que lo mate
se lo traigo’e las crines. Pero casarla a ella, . .
— ¿ Y no le van a hacer caso a un padre, el juez y el
cura? ¡Avise! ¡No faltaba más! Ya mandé al gurí
para que le diga a Serapio que vaya en el coche a
buscar el cura al pueblo, sin decirle pa qué cosa, Y
en cuanto vuelva le hago avisar al juez, que es tan
cerquita. Después, yo me encargo. Lo hice ya, pensan­
do que usté así lo aprobaría porque es hombre dere­
cho. Y si usté no lo aprueba, lo mismo lo traigo a su
hijo, aunque tenga que pelear con él y con usté.

10 Bolas, boleadoras: piedras arrobadizas atadas a tiras o


cordones de cuero.

[ 37 ]
FR AN CISCO E SPIN O LA

Bruscamente los ojos parecieron querer salírsele de


las órbitas.
— Hizo bien en pensar eso de mí. Así somos los ma­
chos de verdá, los antiguos. Ya de las pariciones nue­
vas no sale más que morralla, pa digustos. Me voy y,
dentro de un rato, traigo a Pedro. Antes no, por no
esperar tanto reunidos,
— Agradezco — d ijo Rudecindo.
Cuando el otro se dio vuelta, pensó: _
— ¡Pucha que había sido macho, mi compadre! ¡An­
aína da gusto tratar a los hombres! ¡Y tiene razón!
Las pariciones de hoy no dan más que basura, m o­
rralla . . .
Y acordándose de la muerta sofocó un sollozo.

III

No bien volvió el gurí en su petizo bayo, después


de haber avisado a Serapio para que trajera al cura,
Rudecindo lo hizo ir en busca del juez que, como a
cincuenta o sesenta cuadras, vivía atrás de un monte-
cito.
— Decile qu’es de apuro, pero cuídate de hablarle
de la finada, porque te deslomo. ¡Apúrese!
Y se fue a los galpones a amarguear un rato, para
no escuchar el llanto del mujerío. Allí, solo, en la
intensa quietud, hizo esfuerzos por rehacer la niñez
de la ahogada. Pero no pudo conseguirlo. Obtuvo, sí,
algunos recuerdos demasiado confusos porque no pre­
cisaba los detalles y los mezclaba sin orden. Cuando
él, de vuelta de la guerra, la vio por primera vez, dor-
midita en un “ tercio” 11 de yerba que tenía por cuna;

11 T ercio: lardo de cuero crudo, cosido con tientos.

[ 38]
R A Z A C IEGA Y OTROS CUENTOS

cuando casi la pica la cru cera;121 3cuando rodó en el


petizo b a y o ... en el petizo bayo no podía ser porque
todavía no se lo había regalado el padrino, su com­
padre Iglesias; en el overo, tenía que s e r .. . Y , des­
pués, cuando aprendió a leer con la hija del juez an­
terior a don Jaime; cuando le leyó la carta que el mis­
mísimo General le escribió para decirle: “ Jefes como
usté, coronel Rudecindo, van quedando pocos. Por eso
mismo quiero que baje aquí p ’arreglar el plan de la
patriada ]3 de que ya le habrá hablado por mi orden
el comandante Fernández, que conferenció conmigo
el mes pasado..
— ¡Esa sí fue patriada! ¡Mis lanceros eran el orgu­
llo del General y de todo el ejército! ¡Si no hubiera
sido por los dotores que se metieron a hacer la paz!
¡Mire que yo le decía al General!: “ ¡Tenga ojo, com­
padre, qu’esta chamuchina’e puebleros nos va a boliar
de parao! Mire qu’éstos, al fin de cuentas, van a salir
ganando aunque la patria y el partido queden metidos
hasta. . . ”
En cosas de guerra pensaba ya, no más, cuando es­
cuchó el trote del caballo prendido al volantín del
juez.
— Bájese, don Jaime.
Este ató las riendas al pescante y se saludaron.
“ V * ■?
— No se apure, pase p ’acá,
Y lo llevó a la cocina.
— ¿Se trata de algún litigio vecinal o de alguna con­
sulta jurídica? — preguntó, enfático, el juez, acep­
tando un asiento.

12 C r u c e r a Víbora con signos de cruz en el lomo


13 P a tr ia d a : revolución.

[ 39]
F R AN C ISC O E SPIN O L A

— Se trata de que María del Carmen se me tiró al


pozo esta mañanita — tembló la voz del viejo.
— ¡Cóm o! ¿Suicidio? ¿O pudieron sacarla con
vida?
— ¡Muerta, muerta la sacaron entre el mujerío! Se
tiró por el pillo’e Fernández, que la engañó a la po-
brecita. . .
—-jDios m ío! Lo acompaño en sentimiento. Com­
parto su dolor — balbuceó incorporándose don Jaime,
sinceramente conm ovido— . Para los que somos pa­
dres, esto es terrible. ¡Pero no la debieron sacar sin
avisarme! Levantaremos actas con la policía; son los
requisitos ordinarios.
— ¡Mire, sientesé y dejesé de requisitos! Y o le pido
a usté, qu’es padre también, que me haga un gusto.
— ¿Cuál?
— Que me case a la muchacha con su novio. Mi
compadre Nicanor está de acuerdo.
Fue a dar un paso don Jaime, pero el gesto enérgico
del anciano lo obligó a permanecer quieto. Así y todo,
habló:
— ¿Se ha enloquecido, don Rudecindo? Comprendo
que la desgracia es como para hacer perder la razón a
cualquiera; pero hay que dominarse. ¿Cómo vamos a
hacer eso?
— ¡Y o quiero! ¡Y o quiero! — repetía el viejo en
tono ahora suplicante.
-—Siento mucho, pero es imposible. Usted v e . ..
— ¡Pero cómo imposible! ¿N o le puede hacer un
gusto a este desgraciao pobre viejo?
— Le repito, imposible.
~ ¿ A h , sí? Bueno. Y o lo voy a hacer posible a re­
bencazos. Y si hay necesidá, a puñaladas. Conque ya
sabe — rugió el anciano, la mirada extraviada.

[40]
R A Z A C IEGA Y OTROS CUENTOS

Y saliendo de la cocina, se puso a pasear frente a


la puerta como haciendo guardia.
— Camina — gritó al g u rí— , maníale el caballo a
don Jaime.
Con los ojos saltados por el susto, el juez se arrin­
conó mirando al viejo. Y le vio patente que era capaz
de hacer lo que decía.
En ese momento, aparecieron los seis Fernández.
Nicanor adelante, con el hijo. Más atrás, en fila, las
mujeres, endomingadas, temblando de miedo y deses­
peración.
— Entren para aquí — dijo Rudecindo señalando la
cocina a los dos hombres mientras acompañaba a las
mujeres adonde las otras seguían llorando.
Se abrazaron todas y, cuando él les dio la espalda,
las muchachas lo miraron horrorizadas, al tiempo que
las dos madres, sollozando, se cambiaban perdones,
por los insultos, una, por la infamia del hijo, la otra,
y por las brutales cosas que hacían sus maridos.
Al ver entrar a Rudecindo en la cocina con aquella
barba blanca igual a la de su compadre Nicanor, Pe­
dro bajó los ojos. Y así, mirando al suelo, se quedó,
mientras los dos ancianos, sentados en bancos de ceibo,
se pusieron a hablar del tiempo, del yuyo malo, de las
heladas traicioneras.
En el mismo rincón, como un trasto viejo del que
nadie hace caso, permanecía el juez maldiciendo el
día en que le dieron el cargo.
— ¡Tarda el cura, caray! — exclamó, de pronto,
Rudecindo.
— Si no me equivoco, ahí llega — respondió el otro
viejo.
Era el cura, sí, a quien, en coche de dos caballos,
traía Serapio del pueblo a la disparada.

[41]
rnANCisco espinóla

Los dos ancianos salieron a recibirlo. En pocas pa­


labras, no más, le explicaron el asunto. Espantado, el
cura quiso meterse otra vez en el coche sin hablar
nada; pero Rudecindo lo agarró por la sotana y, puñal
en mano, le dijo:
— Cura, yo lo respeto y respeto la religión. Pero si
usté no rae atiende, lo abro con sotana y todo. No hay
tu tía, lo abro.
— 1Hij os queridos! Tienen a Satanás en el cuerpo
— sollozaba el cu ra— . ¡Escúchenme un momento!
¡Escúchenme, gauchos queridos! ¡Me mandan de ca­
beza al Infierno!
— Entre y confórmese, que ya lo perdonará Dios si
no tiene más culpa que ésta. ¡Y no llore, a m ig o !...
¡Un hombre!
A Serapio se le paraba el pelo. Pero no dijo nada
y los siguió.
— Cuide la puerta, compadre. Y o voy a acomodar a
m’h ija ... ¡Por fin -los he podido reunir a todos!
¡Gracias. Dios bendito! -

IV

En la cama de matrimonio de sus padres estaba la


difunta, rígida ya y con el ojo asustado... El viejo
quiso sentarla y no pudo por la dureza de la muerte.
Entonces la alzó, le apoyó la cabeza en el respaldo,
bastante arriba y, sosteniéndole con un brazo la espal­
da. hizo fuerza hacia abajo con el otro.
Sacó la mano como si la hubiera metido entre bra­
sas. Había tocado una cosa dura en el vientre. ¡Era
la infamia de Pedro, la causa de la d esg ra cia!... Y
siguió tratando de doblarla mientras dos grandes lá­
grimas, que temblaron un momento en las pestañas,

[42]
R A Z A C IEGA Y OTROS CUENTOS

caían sobre el cuerpo de la hija y desaparecían absor­


bidas por la zaraza.
Cuando quedó sentada y firmemente recostada con­
tra la cabecera, el anciano salió.
El miedo cortó en seco el llanto de las mujeres.
— ¡Entren, entren todos!
Entraron todos. Temblaba el juez. El cura lloraba
a lágrima viva.
— ¡No será válido! — guapeó, a media voz, don
Jaime.
— ¡Comiencen no más! ¡Prontito! — rugió Rude-
cindo.
Pedro, más pálido que la muerta, no se animó a
mirar a su novia.
Las ropas estaban casi secas ya, pero se pegaban al
cuerpo de la joven, todavía. Las piernas se dibujaban
nítidas. Los pezones levantaban con sus chuzas la za­
raza. Su cara, tan bonita, ¡a h !, no habrá otra más
bonita en todo el pago, tenía los moretones de la caída.
El ojo, lindo y verde como la hoja, ahora vidrioso,
vichaba angustiado, solo. El otro, reventado en algu­
na piedra del fondo o en alguna raíz dura o en quién
sabe qué cosa, no estaba en el hueco lleno de sangre.
Como todavía no le habían atado ningún pañuelo, te­
nía la boca entreabierta cual si quisiera tragar más
agua de la que había tragado o ¡a lo m ejor! echarla
toda afuera, arrepentida...
— La mujer — decía el juez con voz que le daba
más miedo, y sin sacar los ojos de la asombrada pu­
pila verde— , la m u je r ... d e b e ... El hombre, a su
vez. . .
Y volvía con creciente terror:
— El h om bre,. . l a . . . m u je r.. .

[43]
F R AN C ISC O E SPIN O L A

No conseguía pasaT de ahí. Una palabra se le había


aparecido con fuerza tal, que alejaba las otras. Las
sentía alrededor, pero no podía alcanzarlas. Sin saber
por qué, aquella palabra absorbía toda su atención. Y,
por verse libre, la largó.
— Protección — dijo.
El ojo verde lo miraba siempre.
— La protección. . .
Su cara se fue contrayendo como si diez dedos le
empujaran los músculos hacia la boca. Y un chirrido
rabioso resonó en el cuarto.
— ¡ Mi madre, no puedo! — sollozó.
Y huyó hacia su charret, gritando:
— ¡Ya está todo! ¡Ya está todo! ¡Todo lo que quie­
ren!
El cura, entonces, no tuvo más remedio que inter­
venir también él. Empezó lentamente, estremeciéndose,
como quien se mete en el agua y siente el frío que le
va subiendo.
-—Dense la m ano, ..
— Agarrala, m’hijo — acudió Nicanor.
Pedro agarró con espanto, con rabia y con desespe­
ración la manila fría de María del Carmen.
Al terminar un incomprensible barboteo, el cura
dijo, ahogado por el miedo:
— ¡Que sean muy felices!
Y dándose cuenta de sus palabras, soltó de nuevo
el trapo.
Largaba la mano helada Pedro Fernández, cuando
lazó un corto gemido, dio media vuelta y cayó ha­
ciendo cruz con la finada. Sin que nadie se hubiese
dado cuenta, Rudecindo le había sumido la daga hasta
el cabo, que se metió también un poco, de la fuerza.

[ 44 ]
H A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

— ¡Qué ha hecho, compadre! — gritó Nicanor ma­


noteando su puñal.
— Lo que tenía que hacer. ¡Ahora, usté, si quiere,
máteme!
Las manos atrás, el pecho afuera, se quedó mirán­
dolo.
Nicanor aflojó la mano que había oprimido el man­
go de plata y, moviendo la cabeza, balbuceó, temblo­
roso:
— No hay nada que darle. Usté tenía derecho, . .
Luego, cambiando de tono, gritó con voz imperiosa
a sus mujeres, entre las que se había metido, medio
desmayado, el cura:
— Ahora nada tenemos que hacer aquí. Mandaré
por el cuerpo. ¡Vámonos!
Por entre las masíegas, cortando campo, cinco Fer­
nández volvieron a las casas. El viejo, adelante; más
atrás, las hijas arrastrando a doña Casilda, a quien le
había dado el mal.
El cielo se estaba cubriendo ya de negro.
Como enlutándose.

[45]
COSAS DE LA V ID A

Cayó la noche y el cielo siguió encapotado, amena­


zando lluvia. Soplaba un-vientito que empujaba cuanta
cosa hallaba en su camino como pidiendo cancha, jlí
a qué! Lo que hacía era juntar hojas, briznas, basuras,
para amontonarlas arremolinándolas, para alzarlas en
giros hasta muy alto y, desde allí, dejarlas caer en to­
das direccion es... Y pararles rodeo otra vez, más
adelante, y volverlas a a lzar.. . Parecía que estaba
haciendo tiempo, esperando algo.
— Si cambia el viento, vamos a tener agua ■ —-d ijo
un jinete al que llevaba trotando a su costado.
— Me palpita que aunque no cambie — respondió
el otro haciendo saltar chispas a su yesquero para en­
cender el cigarro.
— No fumes, Juan — volvió a hablar el primero. Y
dando vuelta la cabeza, mandó a otro jinete que los
seguía como a dos cuerpos: — Ché, tirá vos también.
Ya estamos cerca.
— ¡Dejate de a m o la r!...
-— ¡Tire, canejo! — bramó el de la orden con voz
dura, medio queriendo tornar su caballo y alzando el
rebenque.
— ¡Está bien, José María! — exclamó el aludido
arrojando el pucho y acercándose— . También vos —
agregó después— , te calentás p o r .. .
— Es que estamos muy cerca, viejo, y uiía macana

[46]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

de éstas nos puede costar caro — respondió, ya sereno,


José María.
— Sí, pero también v o s .. .
— Bueno, ¿ y qué? ¿Ahora querés pelear? — pre­
guntó aquél, riéndose.
El ofendido también se rió. Después, d ijo:
— ¡Pucha, vos sos locazo!
Envueltos en la oscuridad siguieron trotando.
El nombrado José María era un hombre joven, más
bien-alto que bajo, de cara huesosa y labios finos don­
de se agarraba a gatas un bigote de coya. El otro, ti­
rando a indio, era flaco y largo. De no ser por los estri­
bos, sus pies, en el caballito criollo, no andarían lejos
del suelo. Y el que iba detrás, viejo como de sesenta
años ya, cruzada la cara por un tajo que )e debió de
haber rayado las muelas, era bajo y d elgad o.. .
— Bueno, vamos a entrar por aquí — resolvió José
María deteniendo su caballo frente a una tranquera
que abrió sin desmontar.
Pasaron, la dejaron abierta adrede y, en vez de to­
mar por el camino que de allí salía hasta unas pobla­
ciones de las que los relámpagos empezaban a dejar
ver el bulto, desviaron hacia unos ombúes. Al llegar
a ellos, se apearon. Atados los caballos, esperaron con
los ojos fijos en las casas. Reinaba profunda tranqui­
lidad." Como el viento había calmado, hasta las hojas
estaban q uietas... Hacía rato que aguardaban, cuan­
do una sombra se separó de la gran sombra de la Es­
tancia, derecho a los ombúes.
Un hombre alto, era. Se acercaba cojeando. AI lle­
gar, cuchicheó.
— Buenas, ¿vamos?
— ¿Cuántos hay?

[47]
6
F R AN C ISC O E SPIN O LA

— Están los dos, no más. El patrón y los otros dos


piones era verdá que se habían ido con la tropa.
-—¿Y los perros?
-—Apilaos. No ladró ninguno.
— Está bien, . . Bueno, vamos.
Y salieron los tres siguiendo al rengo que, cada vez
más por lo bajo, íbales haciendo recomendaciones.
Entraron por un galpón. Al llegar frente al cuarto
de los peones, ya estaba todo dispuesto en buena for­
ma. José María y el rengo cargarían al más fuerte;
Juan, al otro, que era casi un gurí. José María abrió
un poco la puerta, puso el oído para orientarse...
Después retiró la cabeza y, sin hablar, hizo señas. El
muchacho dormía contra la pared, su compañero, en
el medio del cuarto. Había desaparecido el rengo. V ol­
vió de la cocina con una candileja que entregó al viejo.
Como de otro lado no había peligro, la encendieron,
no más y, un instante después, desenvainadas las da­
gas, todos irrumpieron en el cuarto súbitamente ilu­
minado por la luz que el viejo llevaba en la mano
alzada.
En ese momento, un tremendo trueno estremeció la
tierra.

II

Amelia no podía dormir. Nunca se había quedado


sola desde que se casó, ya hacía casi un año. Siempre
que su marido salía de viaje, alguna de sus hermanas
venía a acompañarla; cuando no Eulogio, su hermano,
o su mismo tata. Pero como se hallaban tan atareados
con la faena de cerdos, había pensado que era mejor
ir ella a la casa de su padre hasta que volviera el es­
poso, cuya ausencia no sería menor de dos semanas.

[48]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

Los Echebarne, que estaban en el pueblo y que al otro


día regresaban, le enviarían el coche para salir en la
misma tarde, ya que a caballo le era imposible porque
la pobre andaba muy “ pesada” .
Ahora se arrepentía de no haber mandado buscar
aunque fuera a una de las Banegas para acompañarla
esa noche que iba a pasar sólita. Ella, por no incomo­
dar. . . Y com o los dos peones que quedaban eran de
tanta confianza. . . ¡Pero hubiera sido m ejor! Se sen­
tía bastante fatigada; el golpazo que se llevó al entrar
al dormitorio le había hecho daño y tenía mal el cuer­
po. Además, el cuarto le parecía tan extraño al encon­
trarse sola, la cama le parecía tan inmensa al moverse
y no hallar el cuerpo de su com pañero.. . Tuvo ganas
de encender luz y, aunque más no fuera, ponerse a ter­
minar los escarpmcitos blancos; pero este deseo se
fue apagando al traer la idea del niño que ya estaba
tan cerquita y la de su marido, tan bueno, que traba­
jaba tan!'),para que no les faltase nada a ella y al hijo
que ella le iba a d a r .. .
— ¡Dónde estará con este frío! — pensaba— . Al
raso, rondando el ganado, ¡y el caprichoso no quiso
ponerse camiseta de lana! ¡Qué hombre. Dios mío!
Un trueno pareció agarrar toda la casa y sacudirla.
La aldaba de la ventana, demasiado floja, se bajó con
la conmoción; y la hoja fue empujada con fuerza con­
tra la pared. Unas gotas salpicaron de frío la cara de
Amelia. Temblando cerró la ventana como pudo. Des­
pués, volvió a la cama y se sentó con el corazón que
se le salía por la b o c a .. .
Y en eso escuchó un grito de angustia, un grito co ­
mo el de quien se siente perdido y, no teniendo en qué
agarrarse, así se prende todavía de la vida.
Toda su carne se estremeció. Inconscientemente, co­

[49]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

rrió a la puerta que daba al patio. Apoyó en ella sus


espaldas.
— ¡Santa María! ¡Santa María! ¡Santa María! — se
puso a implorar casi sin voz.
De ahí no pasaba, pero ella no se daba cuenta. Sus
ojos dilatados por el miedo veían a la santa; y en su
imaginación mirábase a sus pies, besándoselos e im­
plorándole auxilio.
¿ A qué más?
— ¡Santa María! — resonaba apenas, tembloroso, en
la oscuridad del cuarto— . ¡Santa María! -— se mez­
claba con el zumbido del viento que, ahora sí, soplaba
fu e lle— . ¡Santa María! — subía cada vez más alto y
desgarrante en medio del chicotear del agua caída a
baldes. . .
Un espanto nuevo le saltó al alma como yaguareté.
— ¡Santa María queridila! — rugió entonces, fuera
de sí.
Ya no era sólo el miedo. Un dolor hondo, tenible,
le empezó a arañar el vientre como tirándole hacia
abajo las entrañas.
Se calló un poco, fatigada. La boca no le daba abas­
to para respirar. Se ahogaba y u n a ...
Y soltó un grito áspero, de esos que son más gran­
des que uno, cuando oyó:
— Aquí es — cuchicheado por alguien, afuera.
Un cuerpo se echó a plomo sobre la puerta. Las
maderas crujieron, pero aguantaron.
— ¡Vamos!
Ya no fue un cuerpo, fueron varios los que, empu­
jando, hicieron temblar hasta la pared. Y la aldaba,
con clavo y todo, saltó.
— Alce la luz, viejo.
— Sí, a ver, dame el candil.

t50]
R A Z A C IE G A Y OTROS CUENTOS

En el silencio, dos o tres cuchillos ganaron las vai­


nas, y José María se inclinó sobre Amelia, tirada de
espaldas en el suelo. En camisa, se veían sus piernas
hasta la rodilla y parte del pecho de abultados senos.
— ¡Preñadaza! — observó.
Dio dos pasos atrás y se puso a mirarla.
— ¿A ver? ¿A ver?
Todos quisieron observar bien.
Afuera, el cielo parecía enloquecido. Víboras de
fuego mordían el nuberío como para abrirse paso hu­
yendo de los truenos que las traían cerquita.
En el grupo de loa tres agachados que miraban se
estiró un brazo sucio de sangre, el del rengo, para
levantar con insolencia la camisa de la caída. Pero el
brazo nervudo de José María, también manchado de
sangre, llegó primero a la cabeza del bárbaro, que
cayó patas arriba.
— ¡H ijo'e mil! — gritó el castigador tirándosele en­
cima.
Los otros dos lo sujetaron. Y después, mientras los
demás, en el rincón donde se había podido parar el
rengo se inmovilizaban, José María siguió con los oíos
fijos en el bulto misterioso donde esperaba una vida.
Se había quedado mudo, sin pensar en nada con­
creto, llena la mente de ideas confusas, pendiente de
aquel vientre hinchado que estremecían los suspiros.
Estaba como en un sueño, un sueño extraño, un sueño
que no tenía más imágenes que sonidos, palabras cor­
tadas. . .
Un gemido se escapó de los labios crispados de la
muchacha.
— ¡Bueno, hay que volverle el sentido! — intervino
el v ie jo — . Esto no puede continuar ansina. Vamos a
ponerle aunque sea un trapo con agua.

t 511
FR A N C ISC O E S P IN O IA

— Sí. sí. Un trapo con agua. . . — aprobó, sin m o­


verle, José María.
Un relámpago iluminó vivamente y, en seguida, esta­
lló el trueno.
El viejo agarró la toalla pendiente del lavatorio y la
metió en la palangana. Al torcerla se miró instintiva­
mente al espejo. Se volvió a miraT, pegándose casi al
vidrio.
— ¡Pucha que había tenido uñas largas, el fmao! —
exclamó viendo que manaba sangre de dos hondos ras­
guños en la frente. Y se inclinó sobre Amelia.
Se le ocurrió entonces una idea. Haciendo como que
ya la tenía pensada, se incorporó con la toalla en la
mano.
— ¡A ver, ponganlán en la cama, pues! ¿N o ven
que hay que ponerla en la cama?
José María, pasándole un brazo por la espalda y el
otro por las corvas, alzó a Amelia, que lanzó un que­
jido.
Un líquido viscoso le mojaba los muslos.
— A ver, traigan p’ aquí la palangana — volvió a
doctorear el v ie jo — . La toalla tiene qu’estar siempre
bien fresquita. Abora va a ver cómo se m e jo ra .. .
¿N o v e ? . . . ¿N o ve, amiga? . . .
Los otros tres, arrimados también al lecho, busca­
ban en el rostro de la desgraciada señales de mejoría.
La j oven empezó a gemir. Y sus manos se abrieron
sobre el vientre como si desde la sombra de su des­
mayo quisiera proteger a su hijo.
—-Vayansén ustedes a dar una vuelta, no sea cosa
que nos sorprendan — ordenó José María saliendo de
su ensimismamiento.
Apurándose por la lluvia, obedecieron. En medio del
patio ya, los alcanzó para agregarles:

[52]
R A Z A C IE G A Y OTROS CUENTOS

— Vean como están los caballos. Y vos, rengo, llevá


ensillado el tuyo.
Parecía que tenía hambre la oscuridad. Luz que
caía, se la tragaba. Y el trueno que venía atrás rezon­
gaba en vano y rodaba por el cielo, buscándola.. .
José María volvió a entrar en el cuarto, que se lle­
naba de ayes.
— ¡Así no, viejo, así no! — protestó al ver que de la
cara de Amelia chorreaba agua hasta los hombros, em­
papando la almohada.
— ¡Me vas a decir vos a mí!
— ¡No, dejelá! ¡No ve que ya le viene la mente!
Era verdad. Con ojos extraviados, con mirada que
se quedaba al ladito de ella, no más, Amelia se fijaba
en aquellos dos desconocidos. Ya de lo sucedido no se
acordaba. Ni el grito de agonía, ni el “ Aquí es” con­
denador. ni el sacudón de la puerta le llamaban a la
memoria. Sólo se daba cuenta de que en el cuarto esta­
ban dos seres extraños, entrados quién sabe cómo, y
de esto no pasaba porque ya sentía adentro desga­
jársele el hijo.
Como repelidos por una mano dura, los dos hom­
bres retrocedieron.
La luz floja del candil posado sobre el lavatorio
temblaba mirándose en el espejo, y de ahí retrocedía
y caía sobre la cama ofreciendo a la madre su escaso
calor. Esta, abiertas las piernas, haciendo fuerza, se
arrollaba toda, de repente, apretando los ojos acobar­
dada por el dolor, y volvía a abrirse, guapeando y
estrujando las sábanas entre sus dedos como garras.
Unas veces se alzaba quedando sólo sostenida por los
codos y los pies. Otras, dejábase caer desfallecida.
Pero un nuevo dolor la levantaba en peso.

[53]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

Pasaba el tiempo. Los relámpagos y los truenos se


empujaban unos con otros. Desde el rincón que sólo
iluminaba, intermitentemente, la luz del cielo, los dos
hombres parecían tener pegados los ojos, de tan fijos.
En la mente de José María cruzaban viejos recuerdos
cortados a cada momento por los quejidos que lo vol­
vían a la realidad.
— ¡Guacho! ¡Guacho en la esta n cia !... — pensa­
b a .— G u ach o.. . y déle lazo por cualquier c o s a .. . —
volvía a decirse como disculpándose con a lgu ien ...
Dióse vuelta al oír un susurro. El viejo, con los ojos
clavados en el techo, rezaba.

*
**

Las ropas de la cama chupaban sangre, ya. Los ge­


midos y los esfuerzos redoblaban El sudor se mezclaba
con las lágrimas en la cara crispada de la mujer. Una
palidez que tenía algo del amarillo de la luna le apa­
recía por momentos.
En una, como pudo, Amelia empezó a agarrar a su
hijo y a ayudarse un poco, a s í.. .
Al rato, cortando el rezo, el viejo saltó de su rincón.
— ¡Se ha desmayao!
— ¡Sí! M ir a ... ¡Mujer!
El viejo, con la voz más dulce que pudo, y acercán­
dose miedoso de tocar el cuerpito todavía entre las
piernas de la madre, exclamó:
— Una moza más p ’al pago. Señorita, ¿cóm o le va?
¿E h? ¿Qué anda haciendo?
Entre los fragores del cielo empezaron a oírse unos
débiles vagidos.

[54]
R A Z A C IE G A Y OTROS CUENTOS

— ¡M ’hijita! ¡M ’hijita! ¡No tenga miedo! — seguía


el viejo, con la mano irresoluta cerca de la carita en­
sangrentada— . ¡No tenga miedo! ¡No ve que noso­
tros la queremos mucho y somos m u y ...
Iba a decir “ muy buenos” . Pero, de golpe, se detu­
vo. Y como si una mano helada, puesta en su frente,
le levantara la cabeza, se incorporó,
— ¡Maulóla' ¡Maulota! — dijo por decir algo, com­
pletamente abstraído.
— Bueno, vamos — se oyó la voz de José María,
que había recobrado de nuevo su dominio.
— Pero, ¿y a esta alma’e Dios la dejamos así?
——¡Vamos! -— tronó- otra vez la voz, ya desde la
puerta.
El viejo, agachando la cabeza, lo siguió.
Atravesaron el patio, chapaleando.
— ¿N o ve que ahora avisamos a algún vecino? —
enteró José María con acento casi afectuoso.
— ¡Ah! ¡Es claro! Y o también pensaba eso — ex­
clamó el otro, que no había pensado nada— , porque
si nadie vin iera.. . vos ves q u e .. .
— ¡Claro!
Llegados a los ombúes, hallaron a sus compañeros
que los esperaban con los caballos de la rienda.
— Vos. rengo, qu’estás mejor montao qu’éstos y no
te conocen — dijo José M aría— cuando lleguemos al
bajo'e lo de Banegas te cortas y les decís que si puede
venir alguna en seguida, qu’ella está por salir de cui-
dao esta misma noche.
Y cerró piernas.
Al llegar al lugar indicado, José María recomendó:
— Nosotros seguimds al trote. Vos, metele talón,
cosa de que el día no nos agarre afuera del monte.

[56]
FR AN C ISC O E SPIN O LA

III

Alto ya el triste día sin sol, en lo más profundo del


Arazatí mateaban los forajidos. Reían, se hacían
pullas pesadas con las cosas que vieron esa noche,
bromeaban fu erte...
Pero, en el fondo, ninguno estaba contento. Y nadie
se acordó de la plata que fueron a buscar a la casa
de la parida.
V IS IT A D E D U E L O

Después de sestear hizo traer el tostado y él mfcmo


lo ensilló despacio, hablándole.
— ¡Que lo tiró al reumatismo! ¡Ya creía que no te
iba a montar m á s !... ¡Estás gordazo! En cuanto ca­
liente un poquito la primavera te voy a bajar esa
barriga porque la cincha se refala como con grasa.. .
De repente, el tostado tom ó la cabeza y empezó a
refregarse en el hombro del viejo, que exclamó, son­
riendo:
— Si te p ic a .. . ráscate.
Salió al trote corto. Como a las veinte cuadras pasó
al lado de una osamenta y recordó a lo que iba,
— ¡Pobre compadre Indalecio! ¡L ’único hijo, puro
mujerío!
Vadeó un arroyito de mala muerte, bordeado por
unos sauces llorones que otra vez lo volvieron a hacer
pensar en su compadre y, poco después, llegó a las
casas.
— ¡Ave María purísima!
— ¡Sin pecado concebida! ¡Abájese!
— ¡Buenas! Lo acompaño en sentimiento, compadre.
M ’hijo le habrá dicho lo del reumatismo, que me tenía
embarao en la cama. No pude venir a la desgracia.
— Sí, me dijo. Sientesé. Lucinda, calentá Tagua.
— ¿La vieja?
— Acostada, Le dio el mal otra vez, anoche. Y o ando
también con ganitas d’entregar la guardia. Van ya pa
setenta, compañero, y siempre a los guascazos.

f 57 ]
F R A N C ISC O E SPIN O L A

— Hay que tener pasencia.


— ¡Sí, pasencia!. . . Pasencia cuando las cosas, aun-
que malas, le vienen derecho a uno; pero no ansina.
Y o soy fuerte, ¡pero la puch a!. . . Me hubiera muerto
yo. . , ¡pero m’ hijo, el único, tan bu en o!: . .
— ¡El destino del hombre!
— El destino lo que hace es amolar. ¿A qué nunca
oye hablar de él pa bien, pa suerte, pa felicidad? ¡El
destino!
— ¿Pero sabe quYstá lindo el ganao? Pasé costiando
el potrero del frente. ¡Es un gusto! Pero fijesé bien,
porque me pareció que había un novillo de la marca
de Gutiérrez, que tiene apestada la hacienda.
— ¡Pobre!
— ¿Gutiérrez?
— ¡M 'hijo, compadre! ¡Tan bueno! Bueno derecho;
guapo, cariñoso. . . No volvía de la pulpería sin llenar
las maletas con chucherías pa la madre y pa las her­
manas. [Y g u a p o !... Cuando no tenía quince años lo
pillé pitando atrás del galpón. Le hice volar el pucho
de un revés, y se me vino ciego. Se sofrenó y me gr'tó,
llorando: “ ¡Tata, lo abro si no fuera mi tata!” Yo
casi lo deslomo a rebencazos. Pero contento, compa­
dre, orgulloso. Y a cada golpe, que él aguantaba sin
dar un quejido, yo pensaba: “ ¡Esto sí es m acho!”
“ ¡Hasta cuándo aguantarás, m’hijito lin do!” Y me
cansé, y lo dejé, y él se quedó todavía un rato parao,
sin moverse, como diciéndome: “ ¡Seguí, canejo. se-
gu í!” _
— ¡Si sería guapo! Cuando la yerra en lo de Pé­
rez. . . Y ahora que digo Pérez, ¿en qué quedó lo de
la venta de las mil cuadras, que me dijeron que se las
había ofrecido al gringo Moretti pa levantar la hipo­
teca del reato?

[581
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

— No sé. Algo le oí ayer a Eusebio. El estuvo p ’al


entierro. Todo el pago empezó a caer en cuanto se
corrió la noticia. Hasta los Morales, que hacía añares
que no pisaban, después de la cuestión del alambrao,
¿se acuerda?
-— ¡Cómo no! Y también me recuerdo q u e .. .
— Todo el mundo quería a m’liijo. Los Morales han
venido por la muchacha, segurito. Andaba ennoviado
con la menor. Colegía qu’esos amores no tenían fun­
damento, pero ella lo quería, se ve, porque dicen que
se le va un mal y le viene otro y que desvaría y habla
de m atarse... ¡Esta yerba no tiene gusto a nada!
Dalo vuelta, Lucinda.
Hubo un silencio profundo. Afuera, en el patio, va­
rios patitos marchaban a paso de infante, de uno en
uno, rumbo al tajamar. El charabón, criado guacho,
abarajaba en el aire las moscas, muy escasas, ya que
el frío era grande, y ni basuras de bichos había por el
aseo de la casa. En el ombú los pájaros entraban y sa­
lían. Daban vueltas por alrededor, tiritando y muertos
de h am bre.. .
— ¡Está b ie n !. . , ¿Y pa cuando es el casorio, moza?
— Todavía no hemos fijado fecha, don.
— ¡Todos se van! ¡Y nosotros no nos vamos! ¡La
cosa es fiera, compadre!
— Dios sabe lo que hace.
— ¡Se ve! ¡Mire que llevarse a m ’hijo! ¡Y la muer­
te que me le mandó! ¡Abichao, como animal! No era
enfermedá’e cristianos. ¡Hasta eso! Le salían por el
oído gusanos así. Y se revolcaba, lloraba, mordía. ¡No
era enfermedad cristianos, compadre!
— ¡Qué se le va a" hacer!
—-Le dimos vuelta la pisada; trajimos a la negra
Remigia pa que lo santiguara; le pusimos creolin a.. .

[ 59 ]
FR AN C ISC O ESPIN OLA

¡Nada! Con la creolina salieron muchos, pero los


otros seguían comiendo, comiéndolo vivo, ¿se da cuen­
ta? “ ¡Máteme, tatita, máteme! ¡Sea bueno, tatita!,> La
madre me sujetó cuando le iba a sumir la daga, Le
juro que lo mataba. ¡Pobrecíto! Y si no me desarman,
puede que me la hubiera encajao yo, pa n’oírlo. Murió
al aclarar. ¡Y o estaba deseando, deseando! Lo ente­
rramos recién al otro día. Y o quería en seguida, pero
tanto amolaron las mujeres, que aflojé. Y era mejor
en seguida. La pardita’el Puesto vomitó al rezar el
rosario, y vino el desbande. ¡Pucha, cuasi le meto
fuego al rancho p ’asarnos todos con él! Cuando lo
sepultamos no querían abrir el cajón, para que no lo
besara. ¡Avisen, canejo! ¿Porque estuviera así? ¿A
m’hijo no lo voy a besar? Alcé la ta p a .. . ¡Pobrecíto!,
estaba.. . estaba.. . ¡a h !. . . Lo besé como nunca. Y o
creo que si lo besé alguna vez fue cuando muy gurí. . .
¡Pucha, es que somos una manga’e bárbaros! Reser­
vaos, secos con la mujer, eon los hijos. Nos da como
una vergüenza cuando sentimos que vamos a ser blan­
dos. . . ¿no halla? A lo mejor se creen que no los que­
remos. Siempre con sequedá, sin mostrarles los dien­
tes n u n ca ... El pobre quién sabe qué se creería.
¡Pucha, qué bárbaros!
Afuera, en el patio, los patitos volvían de uno en
uno, a paso de infante. El charabón, de travieso, les
llevó la carga. Y hubo un desparramo que contuvo la
pata madre apareciéndose de entre unas matas con las
alas abiertas y los ojos como chispas.
— ¡Sólito en el campo quedó, s o lit o !... ¡Usté ve!
Hubo un silencio.
— Voy a esperar a la patrona. Después, después me
voy aunque sea de arriba.

[60]
R A Z A C IEGA Y OTROS CUENTOS

— ¡Esas cosas no dicen loa hombres, compadre! Todo


está escrito, todo está escrito. Es al ñudo empacarse
y ponerse a corcoviar. Seguir, seguir siempre. ¿P an d e?
P’ande sea. Hay que seguir, hay que seguir. . .
El otro se quedó mudo. Y como no daba pie a la
conversación, su visitante, cuidando de no encontrarle
los ojos, miraba al techo, miraba al suelo, volvía a
mirar al techo. De pronto golpeaba la caña de la bota
con el rebenque y entreabría el penoso silencio con
un prolongado:
— ¡Ta b ie n !. . .
Al rato, se incorporó.
— Bueno. Ya l’hecho una visita. Rabona porque es­
toy como en el cepo con este reumatismo. ¿Siempre
va a mandar la tropa?
— Sí, estoy comprometidazo con el del saladero.
— Entonces le mando a Eufrasio.
Salió al trote. El montecito de sauces llorones y la
osamenta lo volvieron a hacer pensar en la muerte. No
soplaba viento; y un calorcito traicionero se pegaba
a las cosas. Esa noche iba a helar, seguramente.

[ 61]
E L A N G E L IT O

Más gente no cabía en el gran cuarto. Y como la


luna se asomaba ya, los concurrentes empezaron a salir
al patio, donde vanos faroles proyectaban su chica
luz. Los guitarreros dejaban oír desde adentro una
musiquita monótona, a cuyo compás resonaban las es­
puelas de los bailarines. Cuando se detenía la danza,
una negra vieja servía a las mujeres pasteles y copas
de licores. Los hombres pasaban de mano en mano
botellas de caña.
— ¡Metanlén! ¡Metanlén! ¡Y o pago todo! ¡P or fal-
ta’e plata no va a ser! — azuzaba, incorporándose a
medias en su silla Frutos Pareja, el dueño de la Es­
tancia a la que pertenecía el “ puesto” de fiesta — . Y
vos, Carola — gritó dirigiéndose a la morena que ser­
vía — , aprontá esas tabas, qu'ésta que viene es pa
nosotros.
— ¡Así me gusta! ¡Ah, criollo! — exclamó un peon-
cito, muy borracho ya, palmeando confianzudo a su
patrón.
— ¡No te pases al p a tio !. . . ¡Mirá que hay pollitos
c h i c o s ! . . , -— sentenció un viejo que no salía de al
lado de Frutos Pareja adulándolo a su manera.
Frutos Pareja se dio cuenta de que el viejo tenía
razón cuando ya iba a abrazar, sonriendo, al mucha­
cho. Y dijo, severo, ladeándole la cara:
— ¡Hum!
Volvió a sentarse. Se empinó la botella.
— Diga, esté.. . ¿tiene tabaco? — inquirió el viejo.

[62]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

— ¡Cómo no! — Y alargando la tabaquera— saca,


no más — siguió — , de éste no se fuma todos los
d ía s .,. ¡Ché, Isidro, vení, pues! ¿Dónde andabas?
Isidro, el puestero, alto, flaco, medio borracho tam­
bién, se aproximó. El viejo le dio su silla, obsequioso,
y se puso en cuclillas para permanecer bien cerca.
— ¿Dónde andabas? — repitió Frutos Pareja.
— Y . . . con e lla ... Está medio llorisqueando. Dice
que somos una manga de animales.
— Es quistas m u jeres.. , ¡tienen cosas! ¡Claro!
E lla s ... Metéle un traguito. Tienen sus cosas porque,
como quiera que s e a .. .
En eso, los músicos volvieron a tocar.
— ¡Que baile don Frutos! ¡Esta es la’e don Frutos!
— ¡Don Frutos! ¡Don Frutos!
Ante el corear exhortante, Frutos Pareja sintió co­
mo si con energía lo sacudieran por los hombros;
como si se le aventara lejos cierto peso en el alma y
el quedarse dueño de límpido vigor.
— ¡Carola! — llamó.
— ¿Patrón?
— A ver, que te voy a sacudir esos percales.
Y en medio del patio comenzó la danza, que con­
templaron sonrientes y jaraneantes los demás, menos
una pareja que aprovechó la oportunidad para alejarse
sin ser vista hacia las chilcas.
La negra, con la gracia de una niña, pisando menu-
dito a compás de las guitarras, se acercaba y se alejaba
del hombre, que zapateaba furioso haciendo sonar las
espuelas, alzando por momentos la cabeza y metiéndola
en el pecho al embestir como toro bravo a la compa­
ñera. Era la lucha entre la gracia y la fuerza, entre la
coquetería que dice a la vez, ¡S í! y ¡N o!, y el deseo
urgente y bárbaro que quiere en seguida y todo.

[ 63]
7
F R AN C ISC O ESPINOLA.

—- ¡Eso es lindo! ¡Eso es lindo! — gritaban los jó ­


venes, entusiasmados de verdad.
El, grande, ventrudo, con barba ancba, negra toda­
vía. empezó a seguir en zapateo frenético a su pareja
que, tomando la cara a la vez sonriente y como cohi­
bida, huía esponjando la pollera en sus tenues movi­
mientos rápidos. De pronto se encontraban frente a
frente. Entonces, mientras ella permanecía inmóvil, si­
guiendo apenas con leves contoneos los monótonos so­
nes, el hombre, mirando al suelo, como presa de deses­
perada locura, avivaba más la danza, moviendo los
pies, convulso, clavando la punta y el taco de las bo­
tas que dejaban el pozo de la espuela.. .
— ¡A y, no puedo más! — exclamó él, deteniéndose.
Es de balde, uno y a ., . no sirve. ¡Uno ya no sirve!
Jadeante volvió a su silla, ahora ocupada por el
viejo que, al verlo, la abandonó poniéndose de nuevo
en cuclillas.
— ¡Pucha, usté en sus tiem pos!. . . — halagó éste.
— ¡U ff! — acordó Frutos Pareja empinando la bo­
tella— , ¡Me hubieras visto!
— Y todavía, a lo mejor, ¿eh? — volvió a decir, sin
aludir a nada concreto, con insistente sonrisa melosa,
el viejo.
Y sugiriendo que todavía sí respecto de cualquier
cosa que pudo haber sido aludida, el otro contestó des­
de el fondo de su alma:
— ¡ N o ! . . . ¡ E h ! . . . yo ya e s to y ... ¿Y vos no
tomás?
— Por no despreciarlo, don.
El viejo, limpiando la boca con el dorso de la mano,
se prendió de la botella.
Buscando el fresco, los músicos se habían sentado en
el palio. Y volvieron a tocar, y el baile continuó.

[64]
R A Z A C IE G A Y OTROS CUENTOS

— Che — interpeló de pronto Frutos Pareja al dueño


de casa siempre sentado a su costado — hoy me esta­
bas diciendo que e lla ...
— S í . . . ¡Qué sé yoE
— Voy a verla, entonces, Pero, mira, llénate la bo­
tella, que ya está en las últimas.
Y agachándose para no darse contra el marco de la
puerta entró en una pieza vivamente iluminada por dos
lámparas. A un costado, sobre mesa pequeña, ha­
bía un cajoncito de los de fideos cubierto burdamente
con un paño blanco. Frutos Pareja se aproximó y miró
cariñosamente dentro,
— ¡Pucha mi ahijao, caramba! — exclamó.
Acariciándose su ancha barba, se puso a contem­
plarlo. El muerto, un niño de tres meses, a lo sumo,
parecía mirar el techo con los ojos extrañamente blan­
cuzcos. Tenia los labios entreabiertos como si fuese a
respirar de n u e v o ... Estaba cubierto de flores cuyo
fuerte olor también entristeció a Frutos Pareja.
— ¡Pucha mi ahijao, caramba! — repitió ahora en
un susurro, como se le habla a un dormido al que, sin
embargo, no se quiere despeitar— . ¡Pucha, todavía
no se han acordado! . . . — Y metiendo la mano en el
cinto, sacó dos libras esterlinas y las colocó sobre los
abiertos ojos.
Una cinta celeste rodeaba la cintura del cuerpito y
caía por el costado del cajón. Ese extremo pendiente
tenía infinidad de pequeños y apretados nudos. Frutos
Pareja agregó uno y, diciendo.
— Rogá por mí, angelito — , se persignó. 14
Después, empujó una puerta y se introdujo en la ha­
bitación vecina.

14 A l pedirle algo para el cíelo, al "angelito’' se le hace un


nudo en la cinta a fin de que no lo olvide.

[65]
F R AN C ISC O E SPIN O L A

— ¡Pero comadre! ¿Cómo llorando? ¿Usté no sabe


que no puede, comadre?
— ¡Sí, voy a estar de fiesta1 — gimoteó ella incor­
porándose a medias en el lecho,
— ¡Pero m’hija! ¡Qué se le va a hacer! ¡En vez de
estar contenta! El se va al cielo, con los angelitos. Los
otros angelitos lo han llamao a él pa que se fu e ra .. .
¡Y bueno! ¡Usté lo que hace, usté lo sabe bien, es
estarle mojando las alas! 13
La mujer callaba.
— Bueno, ¿no quiere venir con nosotros? ¿N o? ¿Le
han traído guindao, anís, alguna cosa? ¿Quiere que
yo le traiga?
— L’anís no me gusta.
— Bueno, guindao, si quiere, se le puede traer.
— Bueno, guindao, sí.
Con las abieitas piernas vacilantes, salió Frutos Pa­
reja. Fue a la cocina, donde estaban depositadas las
bebidas, cogió una botella llena y destapada, volvió a
salir.
— ¡Metanlén, metanlén no más! ¡Y o pago todito!
Por falta’e plata, no va a ser — gritó calmosamente,
como si pensara en otra cosa, atravesando por entre
la concurrencia. Y tornó al rancho.
La mujer se sentó en la cama. El acercó con un cui­
dado inútil una mesita. La puso entre los dos. Como no
tenía e¡n qué sentarse, volvió al patio, hizo por segunda
vez levantar al viejo, que le había ganado la silla, la
tomó, cogió también su botella y regresó.
— ¡Pucha los pasteles!
Tuvo que tornar por los olvidados pasteles. En el
viaje sintió hambre y le metió diente a uno.1 5

15 La madre no debe llorar Su dolor retiene al alma del


“ angelito" y no lo deja volar al cielo.

[ 66]
H A Z A C IE G A Y O TR O S CU EN TOS

— ¡Qué mi comadre! — exclamó sentándose.


Y bostezó largamente.
— ¡Pucha — continuó— , lo qu’es no estar acostum-
brao a pasar malas noches! Mire, antes, le garanto, era
-una cosa que yo no perdía fiesta. ¡Claro, qué iba a
"hacer! Joven uno, con p la ta ... ¿Se da cuenta? Me­
talé, no más. ¡Pero ahora! Mire, si no hubiera sido
porque era mi ahijao, lo que es a mí, esta noche, ni
me ven la cara. ¡ Ah, no, se lo garanto!
La mujer comía ruidosamente y, bastante seguido,
empinaba la copa de inmediato llenada con solicitud
por Frutos Pareja, que no olvidaba por eso su botella.
Recomenzó la música. Llegaban a la habitación el
ruido de las espuelas, las risas, frases cortadas.. .
— ¡Qué hojaldre! — ponderó la m u jer— . ¿Los hizo
doña Carola?
— Sí, pa eso es especial — respondió, encantado, el
estanciero con la boca llena— . ¡Tiene una mano, co­
madre, le g a ra n to !... Tome, no más, tome. Le ga­
ranto que queda una infinida de botellas. A mí las
cosas me gustan como la gente. En una cosa de éstas,
a mí no mhmporta la plata. Y o siempre digo q u e .. .
En eso se oyó un alboroto, y la música cesó.
— ¡Y o te voy a dar pechadas! ¡Te voy a coser a pu­
ñaladas! . . .
— ¡Venite! ¡Venite! ¡Venite, desgraciao!
Frutos Pareja salió corriendo. En la puerta del pa­
tio tropezó con el tropel de mujeres que huían hacia
adentro, despavoridas.
— ¡Qué hay! ¡Qué hay!
— ¡Medardo y Eusebio que se están peleando!
Frutos Pareja, seguido por la curiosa mirada de las
mujeres que, con miedo y todo, querían ver, avanzó
hacia un grupo donde todos gritaban sin entenderse.

f 67 J
F R AN C ISC O E SPIN O LA

— ¡Respeten! ¡Respeten! — rugió abriéndose can­


cha a manotazos. Y encarándose con loa peleadores, a
quienes sujetaban a duras penas, ordenó:
— ¡Guarden esas armas, caracho! ¡Cómo ha sido eso,
caramba!
— jEste, que a cada momento me empuja la com­
pañera !
— ¡Y o no he empujado a nadie!
— ¡Caliese esa boca! — gritó fuera de sí Frutos Pa­
reja — . ¡Parece mentira! ¡Vengan p ’acá ustedes dos!
¡Y a ver, músicos, sigan tocando!
Entraron en la cocina. El dueño de casa, que estaba
entre los apartadores, entró también. Y más tarde Me­
dardo y Eusebito, amigados ya, siguieron el baile muy
cuidadosos y con sus respectivas compañeras, las cuales
todavía no las tenían todas consigo.
Olvidado de su comadre, Frutos Pareja se sentó en
el patio, en el asiento que le ofrecieron. El viejo, que
ahora quedaba lejos, le sonreía y le hacía señas pica­
rescas para las parejas, a las que poco caso hacía el
padrino con la mente hecha un enredo.
En una, el viejo se aproximó para pedirle un ciga­
rro. Y como viera una silla desocupada, se apoderó de
ella y la puso junto a la del estanciero. Este, con las
piernas estiradas y las manos cruzadas sobre el vientre,
ni caso le hizo por seguir mirando sin parpadeos la
luna amarillenta y baja, aún.
El padre de la criatura, como una sombra, vagaba
entre la concurrencia chupando aquí y allá, de la bo­
tella que le ofrecieran.
Encendidas por la danza, por los licores y por los
hombres, las muchachas no hacían más que reírse de
cualquier cosa con risas estridentes. Cuatro o cinco
viejas, que arrearían después con todas ellas, estaban

[ ea J
H A Z A C IE G A Y OTROS CU EN TOS

medio mareadas y medio dormidas entre las achiras de


un rincón oscuro. Al frente, sobre un banco, ellas tam­
bién tenían botellas, copas y platos con pasteles.
— ¡Pucha, quién lo viera hace diez años a usté! —
decía el viejo a Frutos Pareja.— Mire, le garanto que
y o . . . ¡pagaría por verlo!
— N o . . . y o . . . ¡ eh! . . . — balbuceaba éste, un poco
halagado y otro poco aburrido por el viejo. — ¿A ver?
¿A ver? Venite más acá, Jesusa, que no te puedo ver
b ie n .,. A s í ... Otra vu eltita... ¡También, tenes un
compañero! ¡AhM aneco! ¡Qué piernas, caracho! Vení,
scntate, pues -— se dirigió al dueño de casa que pasaba
como un sonámbulo.
El viejo se levantó para entregar la silla.
— Melele — siguió don Frutos, brindando la botella
a su compadre — ¿ o ya estás aflojando?
— ¡Qué voy a aflojar! — exclamó el otro sentándose,
empinándosela y poniendo cara angustiosa.— ¡He chu-
pao! ¡Y bueno, meta! Un día de vida es vida, ¿no-
verdá ?
— ¡Claro! — aprobó Frutos Pareja adoptando de
nuevo su cómoda postura— . ¡Hay que meterle! Y si
se acaba, se manda buscar más, aunque sea al pueblo.
Y se trae más, y se chupa, y siga para adelante. Por
falta de plata no va a ser.
— ¡O h! — terció, en cuclillas, el viejo, que era todo
oídos— , ¡lo que es por eso!
— Metele vos también.
El viejo no se hizo ordenar dos veces.
Frutos Pareja volvió a clavar los ojos en el cielo.
Desplegada, su mano acariciaba la barba de arriba a
abajo, cada vez más lenta y levemente a medida que
se hundía en su ensimismamiento. Miraba y miraba la
luna, esforzándose por encontrar en sus manchas al

[6 9 ]
FR AN C ISC O E SPIN O LA

Niño Dios, a José y a la Virgen y al burrito. Recor­


daba que desde que dejó de ser gurí no los pudo ver
más. Y, ahora, le había dado por entristecerse con eso.
Ya no veía nada. Tuco, el finadito su hermano, decía
que veía patente hasta el apero del burrito. “ Buena
cabezada’e plata y oro; cojim llo'e ch ivo". . . El, tanto,
no vio nunca. . . El, lo que veía siem pre.. . siempre. . .
— ¡Es inútil! — suspiró con tristeza— . Uno se va
quedando cada vez más abajo, más abajo, hasta que
se pone Tente con la tierra, como ofertándose pa la
tragada. Antes. . .
— Le garanto que por verlo a usté en un baile, cuan­
do era jo v e n .. .
— ¡Caliese, so cargoso’e los diablos! — rugió Frutos
Pareja.
El viejo, siempre en cuclillas, casi pega con los fon­
dillos en el suelo.
Frutos Pareja se sacudió un momento, todavía. Lue­
go volvió a entrar en la correntada de sus pensamien­
tos.
— Antes, antes., . ¡Si yo me hubiera muerto de gu­
r í ! . . . Tata Dios, sentao en una nube, muy serio — son­
rió — . Nosotros, una bandada de angelitos, campeando
las estrellas.. . La Virgen cuidándonos, no sea cosa
que nos fuéramos muy le jo s .. . Y después, a la noche­
cita. . . Así, así creíamos todos nosotros.
Mientras tanto, la madre del angelito, sola en su
cuarto, bebía también y comía pasteles. ¡Le producía
tanto bien aquel licor rojizo! La cabeza parecía habér­
sele hecho grande y liviana. Ella se iba sintiendo dis­
tinta, cada vez más distinta a medida que, como em­
pujada, se hundía en sí misma y se encontraba con
cosas extrañas, sin formas definidas ni colores, pero
hermosas y buenas. Escuchaba en su interior una mú-

f 70 J
R A Z A C IE G A Y OTROS CU EN TOS

sica arrobadora que fibra por fibra la estremecía dul­


cemente. Parecía que alguien hubiera levantado de
pronto un denso velo ante sus ojos inmóviles y afie­
brados, mostrándole visiones que se movían en su con­
ciencia como hojas en un cauce. Se distraía entre aque­
llas sensaciones que no podía fijar. Súbitamente, una
idea más viva empezaba a girar cubriéndole las otras;
a girar com o tizón ardiendo, en veinte desiguales aros
de luz que se unían después hechos hilos de agua y se
le deslizaban hacia algo donde ella sabía que ya no
los podía seguir.. .
Un cuchicheo del lado de la ventana opuesta al pa­
tio la volvió a la realidad. Vaciló un momento. Como
el rumor persistiera, se levantó sin hacer ruido y se
acercó a la ventana. En la oscuridad, a través de los
arbustos, distinguió a un hombre y a una muchacha.
— 1'‘ ¡N o! ¡N o !”
— “ ¡Dejate de partes!’’
— “ ¡No, no, dejamel” — escuchó.
Acercó más el o íd o . . .
— ¿Quiénes serán? ¿Quiénes serán? ¡Parece menti­
ra! ¡N o respetan a m’hijito! — sollozaba ella— . ¡Es­
tán en el ombú! ¡Todos son iguales!
Se tumbó violentamente en la cama. Y pronto los
dulces ensueños la volvieron a llevar lejísimo de la
fiesta y de lo que en ella sucedía. De cuando en cuando
bebía una copa.
— ¿Qué tal? — se oyó la voz del marido que se ha­
bía detenido en la puerta con los párpados cayéndo- -
sele— . ¿Se durmió, amiga?
Ella se incorporó a medías.
— Vení, sentate. Sentate aquí — le dijo.
El se sentó en la cama, la cabeza sobre el pecho,
mirando al suelo.

[ 71]
F R AN C ISC O ESPIN OLA

— ¡He chcpao! — exclamó de pronto— . ¡Estamos


toditos mamaos! ¡Toditos! ¡Meta! ¡Hay que meterle!
¡Qué padrino, compañera! ¡Esos son padrinos! ¡Todo
el mundo mamao!
— Calíate, calíale la boca — rogó ella — . ¿Pa qué
hablás? ¿N o estamos lindo, así, sin hablar nada?
El, sin hacer caso, continuó:
— ¡Y todo bueno! Buen pastel, buena empanada,
buena caña, buenos lic o re s .,. ¡Y todo a bocha! Se
ha traído casi medio tercio de yerba; y azúcar, café,
ta b a co.. . El así dice: UA mí, las cosa?, derecho viejo,
no más. Y o soy padrino, yo pago todo, y no quiero
que después salgan con habladurías de que escaseó
esto y lo otro” . Lo qu'es, le garanto, amiga, que todo
el mundo está encantao.
— ¡Respeten! ¡Respeten! — se oyó gritar a Frutos
Paieja en el patio-— ¡Guarden esas armas, mocosos!
¡Aquí tiene que haber orden o curto a todo el mundo
a rebencazos! ¡Guarde esa daga, so atrevido!
Hubo un confuso rumor de voces. En seguida, se
escuchó de nuevo la voz ronca, despaciosa de Frutos
Pareja.
— ¡A ver, músicos, sigan tocando!
Al rato, tambaleando, Isidro abandonó el cuarto.
Junto al pequeño ataúd se detuvo y arregló inútil­
mente las flores, puesto que estaban bien. Adviniendo
sobre los ojos las dos monedas de oro, que daban as­
pecto terrible a la canta pálida del niño, exclamó, sin
sombra de codicia, sinceramente admirado:
— ¡Esto sí es padrino!
Salió. Los músicos descansaban. Bajo la ya alta luna
la concurrencia ocupaba bancos, sillas, cajones disemi­
nados por el patio. Algunos hombres hablaban en alta
voz y jaraneaban; otros decían al oído de la compa­

[72]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

ñera palabras que nadie sino ella debía escuchar - . .


Dos novios, a la sombra del ceibo, no hacían más que
mirarse apretándose las manos, a escondidas. El sueño
rondaba cerca. Sueño que despertaba en cada cual de­
seos grandes de no acostarse solo aquella n o ch e .. .
Isidro buscó con la vista a Frutos Pareja. Al no
hallarlo, enderezó a la cocina. Allí lo encontró muy
ufano, mateando con varios viejos de largas y anchas
barbas, serios como toros.
— ¿Qué tal, qué tal? — le dijo don Frutos— . Está
buena la fiesta, ¿eh? A mí las cosas me gustan así.
Y dirigiéndose a los viejos, preguntó:
— ¿Noverdá?
Sólo las barbas se conmovieron cuando los cuatro,
muy tiesamente sentados, respondieron, a una:
— ¡No hay nada que hacerle!
Carola, la vieja negra, entró a retirar un plato de
pasteles.
— ¿Y Margara? ¿Le han llevao algo, patrón? — in­
quirió ella— . A nosotras no nos deja entrar.
— Sí, ya se le ha llevao. Y o mismito le he llevao de
todo.
— Hoy nos sacó pisando a mí y a las otras.
— ¡ Y . . . la p o b re !. . . — disculpó Frutos Pareja mi­
rando a los ancianos — . Ella siempre ha sido medio chi­
flada. . . Y a h o ra .. . con esta.. .
— Nosotras no queremos entrar más, por eso, patrón.
— Sí, dejenlán tranquila, no la anden amolando.
El marido repitió:
— Dejenlán. Dejenlán — y quedó de nuevo vacío.
— Hace venir a los músicos p5acá. Carola — ordenó
Frutos Pareja cuando ésta salía — . Que dejen sus bár­
tulos y que vengan, los pobres.

[73]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

Al verlos llegar, les dijo:


— Entren señores, y siivansén de lo que gusten y no
anden con cumplimientos. ¿Están de descanso?
— Es verdá. Tuvimos que dejarlos un rato con las
ganas, pa descansar. Porque si es por ellos, siguen bai­
lando sin parar hasta el día — contestó uno de los
guitarreros.
— ¡La joventü! — suspiró Frutos Pareja— . ¡Tan
linda qu’es, tan lin d a!. . .
El menos borracho de los viejos, aprobó:
— ¡Sí, cómo no!
Y los otros tres exclamaron en coro, grave» y como
obligados.
— ¡Sí, cómo no!
Claramente llegaban a la cocina las voces del patio.
— ¡Pague prenda!. . . ¡Pague prenda!. . .
— Amigo, la ju ven lú .. . — musitó otra vez Frutos
Pareja, con la vista en el suelo.

— El dueño d’esta prenda ¿qué pena merece?
— Que cante como el gallo.
— ¡Muy b ie n !. . . ¡Como el g a llo !. . . ¡Como el ga­
llo !...
Obedeciendo, una voz varonil, bronca del beberaje,
gritó de manera horripilante:
— ¡ Kikirikí! ¡ Kikii ikí!
— El dueño d'esta prend. . .
La palabra no terminó. Se hizo un silencio profundo,
interrumpido por cortados cuchicheos.
— ¿Qué ha pasao? -— se preguntó Frutos Pareja in­
corporándose y saliendo de la cocina.
Los ancianos permanecieron como estacas. Pero los
demás lo siguieron, viendo entonces que la gente del
patio se había agrupado frente a la pieza mortuoria.
Al llegar Frutos Pareja, alguien se le acercó.

T 74 ]f
R A Z A C IE G A Y OTROS CU EN TOS

— [El angelito no está! [Ha desaparecido! [Es algu­


na judiada de alguno!
Las mujeres temblaban como si un viento frío hu­
biera llegado de repente. El grupo se abrió para dejar
pasar a los que arrastraban a una vieja, a la que le
había dado el m a l.. .
Mudo, con los ojos saltados por la indignación, Fru­
tos Pareja entró solo en el cuarto, pisando flores de­
rramadas del ataúd vacío. Iba a darse vuelta para in­
crepar a los concurrentes cuando, al oír algo, se acercó
a la puerta de la vecina habitación. La entreabrió y se
quedó helado. Sentada en la cama, plegados los labios
por una sonrisa extática, los ojos en el techo, estaba
la madre con su niño en brazos. No bajaba la vista
como para no posarla en donde no quería.
— ¡Ah, ah, a h !. . . ¡Ah, ah, a h !. . . — canturreaba,
meciéndolo.
— ¡Pero comadre! — exclamó Frutos Pareja— .
¡Qué hace, comadre!
Lanzando un grito de pavor, la mujer se arrojó so­
bre el lecho y ocultó con su cuerpo el rígido cuerpito.

175]
T O D A V IA , NO

Al pararse el carro que llevaba el cajón, el cortejo


se paró, también. Alguien agarró las riendas del ca­
ballo del único doliente. Este, recién entonces, se bajó.
El sombrero sobre los ojos, la barba descuidada, en­
vuelto en el poncho negro, dio algunos pasos como
dormido, sin saber dónde debía situarse.
Cavaban ya con la pala traída en el carro. Dos hom­
bres, cogiendo el cajón por los extremos, lo bajaron y
lo pusieron en el suelo. Advirtiendo lo liviano que era,
uno de ellos exclamó:
— ¡La pobie estaba ya como un pajarito!
Y cortó la frase, tornándose como todo3 menos el
doliente, al oír un galope.
— Son los Pérez — dijo uno.
Eran los Pérez que, demorados quién sabe por qué
cosa, llegaban recién al entierro,
—Te acompaño en sentimiento, Yicente — dijeron a
su vez los dos hermanos.
Vicente, sin mirarlos, sacó de abajo del pecho la
mano para que se la estrecharan. Después, volvió a es­
conderla, con los ojos siempre fijos en el suelo. Allí, al
ladito, entre el pasto verde, el pozo se estaba haciendo
cada vez más grande. Pero crecía con lentitud desespe­
rante. Los hombres se turnaban y no acababan nunca.
Vicente de buena gana se hubiera retirado unos pasos
para no sentir el olor a tierra, que le hacía el efecto de
estarla comiendo, de tenerla en la garganta. Y no qui­
taba los ojos del hueco donde, hasta las rodillas ya,
se metía el que poceaba.

[76 i
R A Z A C IE G A Y O TR O S CU EN TOS

— Deme, le voy a dar una mano — se ofertaba al­


guno arrebatando la pala. Y la dejaba caer y la hundía
más, a fuerza de pierna.
Todos se fueron amontonando alrededor de Vicente
y del pozo, daban indicaciones, hablaban de cualquier
cosa. Junto al carro, el cajón quedó abandonado.
Cuando la fosa estuvo dispuesta, alguien miró para
todos lados sobrecogido de inquietud al acordarse del
“ cuerpo" y no hallarlo. . .
El cajón fue puesto sobre un maneador doblado.
Todo el mundo, entonces, se llevó la mano al som­
brero.
La cara de Vicente estaba blanca; blanca como si el
corazón, cuyo frío sentía, le hubiera negado sangre,
— ¿Destapamos, hermano? — consultó en voz baja
Pedro Ibarra.
Con los ojos tan abiertos que parecían no ver nada,
Vicente alzó los hombros lentamente y los dejó caer de
golpe, con fuerza, echando atrás la cabeza. Y los vol­
vió a alzar y se quedó así, sin hablar palabra.
— Bueno, mejor no destapamos — resolvió P edro— .
Mejor no destapamos.
El cajón quedó metido en la fosa.
Pedro, el primero, besó un terrón y lo arrojó sobre
el ataúd. Vicente se llevó otro a los labios y lo dejó
caer. Todos siguieron tirando tierra. Aquello resonaba
como sordo tambor. Hasta que apenas sonó ya porque
los terrones caían ahora sobre terrones. Entonces, a
fuerza de pala, se acabó de tapar.
Los que iban a tomar otro rumbo que el de Vicente,
a quien se llevarían los Ibaira. antes de montar se des­
pidieron. Los demás, mientras les venia bien el camino,
fueron acompañando al doliente. Los Bacino se abrie­
ron en el “ bajo’e Cuevas"; don Reinaldo y Eusebio,

[77]
FR AN C ISC O E SPIN O LA

antes de pasar el arroyo; después que lo vadearon, lo»


cinco Echeverry. De ahí que cuando llegaron a lo de
Ibarra sólo iban con ellos los peones, el pardo Luna,
el viejo Eustaquio y don Marcial,
— ¿N o gustan abajarse a amarguiar? — invitó uno
de los Ibarra.
Agradecieron los jinetes y, ofreciéndose a Vicente
para lo que precisara, se despidieron y siguieron tro­
tando.
*
**

Los Ibarra, que eran como hermanos con Vicente,


habían decidido que pasara allí los primeros dias. El
había aceptado por no hablar, por no negarse, sabien­
do que le iban a hacer instancia. Al principio, creyó
que era lo mismo estar en su casa que en la de sus
amigos. Después, vio bien claro que lo que él quería
y necesitaba era estar solo. P ero. , .
En cuanto se sentaron, la madre de los Ibarra, Je­
susa, recién llegada, después de haber cerrado todo, de
la casa de la difunta, sirvió a Vicente una gran taza de
leche caliente y un pedazo de pan con grasa.
— Tomé, m’hijo. Desde ayer casi no probas nada, Con
eso, lo que harás es agarrarte una enfermedá.
La boca de Vicente se crispó como para llorar, los
ojos le ardieron al brillar llenos de agua, pero se con­
tuvo. Cuando inclinó la cabeza sobre la taza, mirándola
sin verla, dos lágrimas cayeron en la leche.
—-¡Tome, m’hijo! ¡No sea así! — insistía la señora.
Sin ganas ningunas, pero también sin voluntad para
nada, Vicente fue, despacio, tomando toda la leche, co ­
miendo todo el pan. Después, cuando doña Jesusa pasó
a su lado, le entregó la taza.

[ 78 ]
B A Z A C IEGA Y OTROS CU EN TOS

El menor de los Ibarra, Pedro, que mateaba con la


caldera entre las piernas, le ofreció:
— ¿Querés un mate?
— Bueno.
— Miró, tenes nata en el bigote.
Vicente buscó torpemente en sus bolsillos y sacó to­
do lo que en ellos había. Hasta que encontró el pañuelo
y se limpió. Luego, empezó a sorber el mate.
— ¿Querés armar?
— No, yo tengo.
— Pero negro. Mejor fumó blanco.
— No, blanco no; no le siento gusto.
Armó un cigarro y se puso a fumar.
— ¡Ah, si no le hablaran!, ¡si no le preguntaran
nada!, ¡si lo dejaran quieto! ¡El se sentía envolver
por tantos recu erdos!., . Y a cada momento le corta­
ban los hilos: “ M a m a ... m a m a ... tan buena ¡y qué
vida llevó! . . í(. . . Y esos ojos que tenía siem pre.. .
Ojos d e . . . ¡Sí, igualitos, igualitos! De oveja desan­
grándose, de o v e jit a ...” .
— ¿Pero y Alberto? ¿Qué se ha hecho? — inte­
rrumpió Pedro.— Quedó desensillando y . . . ¿Mama,
y Alberto?
— Agarró para el bajo.

— ¿De a pie?
— No, en el oscuro.
— Pero, ¿ y qué diablos fue a hacer?
El pobre Pedro, no encontrando de qué hablar, de­
cía cualquier cosa porque le inquietaba el silencio al
lado de su amigo. Quería distraerlo, hacerlo m ov er...
Y, al momento, volvía:
— ¡Pucha, mire que este Alberto!
— ¡Tan santa! — pensaba Vicente— . Y o con ella
fui un sabandija. El finao, no d ig o ,, . Tenía sus pre­

[79]
8
F R AN C ISC O E SPIN O L A

ocupaciones y . . . se olvidaba de cómo tenía que ser


con ella. ¡Pero yol ¡Y o, de gustoI ¡Qué cosa! ¡Qué
cosa!
— ¿Está frión?
— No, todavía.. .
— Sí. está. Vamos a traer la otra caldera, y lo damos
vuelta.
Sin alzar la cabeza, Vicente miró hacia la puerta
para ver quien entraba. Y vio a Carmen, la hermana
de los Ibarra.
— ¿N o quiere un poco de leche. Vicente? — pregun­
tó la joven, acercándose compasiva.
— No, Recién me dio doña Jesusa.
— ¿Ah, s í ? . . . Pero mal no le va a hacer otro poco.
— No, gracias.
— ¿Y un poco de pan y queso? Se va a pasar de
debilidá. Desde ayer no prueba nada. Quiere, ¿eh?
— No gracias. Estoy mateando.
Y tuvo que hacer un esfuerzo tremendo, un esfuerzo
que lo hizo temblar, para no incorporarse y echarlos
a la puta a todos y salir campo afuera. Pero este arran­
que injusto lo aplastó más. No había nada que hacerle:
él era malísimo. "‘ ¡Mire que enojarme con los Ibarra!
¡Si soy peor que tigre!'3
— Tome, está como nuevo — dijo Pedro alargándole
el mate.
Ante lo cariñoso de la voz, Vicente exclamó ahoga­
damente :
— ¡Y o les agradezco, hermanos, cómo son ustedes
conm igo!
— Pero dejesé de amolar, pues. — Y palmeándole el
hombro: — Bueno — agregó el am igo— , hay que ser
fuerte, hermano. Hay que dominarse.
— ¡Pucha que son buenos ustedes conmigo!

[80 j
R A Z A C IE G A Y OTROS CUENTOS

La tarde caía insensiblemente. Balaban los ternero»


encerrados en el corral, separados de las madres, que
andaban por el campo tragando para la leche. De
cuando en cuando, alguna, al toparse entre los balidos
con el de su hijo, daba un mugido hondo, resignado.
Como gasas violetas caían sobre el mundo.
Alberto llegó por fin.
—“El azulejo anda manco.
- ¿ Eh?
— Sí. Estaba desensillado y lo vi de lejos y me pa­
reció. Fui, y está manco, no más. Seguramente alguna
patada.
— Ha sido el rosillo. Es un animal idioso. En fija
que fue él. ¡Pucha, mire qu’es i d i o s o !... — seguía
Pedro, dando al hecho, con tal de hablar, una impor­
tancia que no tenía.
— -Y ¿qué tal? — dijo Alberto dirigiéndose a V i­
cente.
Este, sin saber qué decir, alzando los hombres res­
pondió:
— Aquí andamos, caminando.
Cada vez sentía ganas más grandes de estar solo. El
dolor de cabeza le empezaba a zumbar, seguramente de
tanto fumar y matear toda la noche y todo el día. Como
la cocina estaba demasiado oscura, habían encendido
un candil. El olor que desde el velorio Vicente tenía
como pegado a las narices, olor a sebo, se acentuó más,
entonces, y le hacía daño.
La vieja Jesusa, disponiéndose a preparar la comida,
arrimó al fogón unos troncos y animó el fuego a so­
plidos por una larga caña hueca.
— ¿Vamo a salir para afuera? ¡Aquí hace un ca­
l o r ! . ..

[81 ]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

— Por mí, vamos.


Se sentaron en el patio. Los hermanos charlaban tra­
tando de mezclar a Vicente en la conversación. La mu­
chacha y Jesusa también se sentaban a ocasiones. V i­
cente decía a veces cualquier cosa porque le parecía
que estaba mal permanecer tan callado; pero en cuanto
hablaba le parecía que él no debía hablar. Además, se
oía extrañamente, como sí por su boca saliera la voz
de alguien que no era él. . .
Cuando la comida estuvo pronta se sentaron a la
mesa en la misma cocina, porque Vicente no era de
cumplimiento.
Comieron en silencio. Arrepentido de su arranque
de rabia contra los Ibarra, Vicente se sentía incapaz
de contradecirlos en nada. Aguantando el estómago
que se le rebelaba, repitió la sopa, repitió el asado y
los fideos con leche.
El silencio sólo lo turbaba alguno de la familia para
decir:
— Che, Vicente, metele a esta presa. Esa está medio
crudona.
— Si te gusta más gordo, avisa.
— ¡Tome, m’hijo, otro poco!
Vicente hacía caso a todos. Comía gordo y flaco,
crudo y tostado. Todo era lo mismo para su estómago
revuelto. De cuando en cuando alzaba la vista, y al que
mirara lo encontraba con los ojos compasivos clavados
en él. Sentía entonces un escalofrío. Y aunque con eso
se mortificaba, volvía a fijarse de repente en otro,
esperanzado en que no lo mirara. Pero sus ojos se
cruzaban siempre con otros ojos tristes que se ladea­
ban al verse sorprendidos.
Por fin se acostaron.

[ 82]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

Y al poco rato la carne fatigada de tanto ajetreo le


“paró las ideas y lo hundió en el sueño.

*
**

Ya estaba alto el sol cuando se despertó. Al princi­


pio se extrañó de ver una guitarra colgada en la pared;
de hallar dos camas más, al lado de la suya. Después,
se acordó de todo.
La señora, que lo espiaba de vez en cuando, al sen­
tirlo despierto entTÓ con un mate de leche.
— ¡Pero caramba, se fue a incomodar, doña Jesusa!
— ¡Valiente!
Se sentó en la cama. Mientras sorbía el mate, seguía
la charla a doña Jesusa.
— Ahí abajo tenes unas alpargatas, Ansina no te
pones las botas y estás más cómodo.
— Sí, es mejor. ¡Pucha, deben de s e r ... como las
ocho!
— No, m’hijo. Y con las malas noches que has
p a sa o ...
— Caí a la cama como plomo, le garanto.
— ¡Me figuro, hijo de Dios!
Carmen también entró en el cuarto. Vicente sonrió
al oír sus palabras.
— ¡Dormilón! [Miie qué horas!
— Me palpita que usté recién se levanta.
— ¿Y o, mal agradecido? ¡Si ordeñé la leche que está
tomando!
— Salí, mentirosa, haragana — terció Jesusa, riendo.
— Bueno, vamos — ordenó cuando Vicente le entregó
el mate— . Dejá que se levante.
El se empezó a vestir. Se había calzado una bota,
pero se la sacó al acordarse de la recomendación de

f 33 ]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

doña Jesusa y se puso las alpargatas. Después se lavó,


se peinó y, recogiendo el sombrero, salió del cuarto.
El sol amarilleaba y daba a todo un temblor de oro.
A lo lejos se veía el ganado, el río, los montes. Más
cerca, las majadas adelgazadas por la esquila. Sintien­
do un claro ¡Rrrr! ] R r r r !... miró hacia el patio.
Carmen se rodeaba de patos y de gallinas, a los que
echaba puñados del maíz que llevaba en su delantal
recogido por las puntas.
— ¡R r r r !. . . ¡Rrrr!
A galope tendido llegaban más gallos y gallinas y
patos desde el campo. Estos últimos se desesperaban
sintiendo que su pesadez los dejaba a retaguardia, y
tomaban la cabeza para ver si se podían alegrar con
llevarle la delantera a alguno.
—■ ¡R rrr!... ¡R r r r ! ... ¡ R r r r ! ... ¡No seas mala,
ceniza, no piques!. . . ¡R r r r !, . . ¡R r r r !. . . Bataraza
¡corre que te quedas afuera! ¡Salí gandul, glo tó n !. . .
¡R r r r !, . . ¡R r r r !. . .
Cuando ya le quedaba poco maíz se dirigió hacia el
ombú, donde una blanca gallinita ciega la esperaba
sin moverse, sabiendo que llegaría. Carmen tomó un
puñado y, acercándole la mano, la dejó comer.
— ¡Pobrecita! ¡Lo que es allí no se puede estarí Se
empujan, se pican. . . ¡Pobrecita, si vas allí, te matan1
Ll pico de la ciega, cuando erraba el grano, le hacía
cosquillas en la palma. Carmen reía.
— ¡Chocha, estás chocha, mi querida!
Vicente se había quedado a unos pasos de la puerta.
Ante aquello tan claro que veía, las tinieblas que el
sueño ahuyentó empezaron a caer lentamente en su
alma. Desde bien abajo, como cuando se pulsa despa­
cito, una por una, las cuerdas de una guitarra, así le
fue viniendo la tristeza; grave, honda, confusa, cada

[84 1
R A Z A CIE GA Y OTROS CU EN TOS

vez más nítida, después, hasta hacerse agudísima, des­


garrante. De todos lados le subía el dolor para defi­
nírsele en la conciencia. Como en nubes espesas se
elevaba hasta condensarse a rrib a.. .
— ¡Y o me tengo que ir a casa! ¡Y o me tengo que
ir a casa! — sollozó.
Toda la mañana pasó repitiéndose lo mismo.
E, imponiéndose a todos, esa noche ya durmió en
su casa.

Los primeros días recorría el campito, curaba algu­


na oveja, ordeñaba, hasta buscó y rebuscó unas hor­
mas de hacer queso, que halló cuando ya había deci­
dido no hacerlos. . . Pero se empezó a abandonar poco
a poco, desentendiéndose de todo. Parecía que tenía
dentro otro hombre que le examinaba su vida y que
no lo dejaba un momento a solas. Cosas que antes ha­
bían impreso huellas en su espíritu, aparecían ahora
extrañamente evocadas por un deseo que se gozaba en
mortificarlo.
Desde niño le llamó la atención la mirada de su
madre, mirada que no tenía la madre de los Ibarra
— él, una vez, la fue a ver adrede— ni la del finado
Tuquito, aquel tan compañero suyo. Al revés de las
otras, su madre no le pegó nunca por ninguna diablu­
ra, y le ocultaba todo a su padre que, de pegar, pegaría
con el rebenque, sin duda alguna. Desde gurí, pues,
le pareció que su madre lo quería más que otras ma­
dres a sus hijos, porque a Pedro y a Alberto doña
Jesusa les sacudía la badana vuelta a vuelta. ¡Y en
cuanto a Tuquito! . . . El niño se empezó a sentir ata­
do a aquella mirada doliente que lo seguía a todas par­
tes, hasta cuando estaba lejos de los ojos de su ma-

r ss ]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

dre-; a sentirse atraído con ese motivo a pensar en algo,


como los círculos del agua agitada atraen hacia un
punto invisible en lo hondo.
Cuando su padre llegaba del campo y pedía el mate;
cuando estando en las casas le gritaba que le trajese
cualquier cosa, ella se atolondraba toda y se desespe--
raba por andar pronto. Vicente, un día, apenas an­
daría en los siete años, le preguntó, a solas, mientras
ella lo tenía en las faldas cosiéndole un trabón:
— Mama ¿usté le tiene miedo a tata?
— ¡Pero m'hijito! ¡Por qué dice eso! — exclamó la
madre con los ojos brillantes. — ¡Eso no se dice! ¡Si
no, Dios lo castiga! ¡Ya sabe, cuidadito! ¿P or qué
dice eso, m ’hijo querido?
-— No — tranquilizó sonriendo, el gurí — , porque,
si usté quiere, cuando yo sea grande lo dejamos solo
y yo me la llevo para mi casa.
Ella, muda, lo apretó contra su pecho, con la cabe­
za erguida y los ojos en lo alto, para no mirarlo. Un
ralo estuvieron así; él, prendiendo y desprendiendo un
botón de la bata de su madre; ésta, la vista opaca per­
dida en el azul profundísimo del cielo. Después, sin
mirarlo todavía, musitó:
— [Si usté vuelve a decir esto, yo no lo voy a que­
rer más!
Cierta vez, desde un rincón, vio que su padre, por­
que ella no le traía ligero los escaipines, le arrojó una
bota a la cabeza. El niño soltó el llanto. Su madre, ta­
pándose la herida con el pelo, corrió y lo alzó, conte­
niendo las lágrimas. E l“ hombre, entonces, se acercó
también, mostrando los dientes en una sonrisa forzada
y horrible.
— ¿Por qué llora, amigo? — d i jo — . ¡No llore!
¡No sea bobo! ¿N o ve qu’es jugando?

[36 J
R A Z A C IEGA Y O TR O S CU EN TOS

— ¡Sí, ju g .. .ando! ¡Cómo no! sollozaba el gurí.


— ¡Sí, m’hijo! ¡No sea bobo! ¡Jugando! — mur­
muró la madre— . Vaya y lávese la cara. ¡Y no sea
así!
Vicente salió. Mientras se dirigía al barril del patio,
oyó a su padre:
— ¡P u c h a !... tam bién ... yo tengo un genio!
Y la dulce voz de la madre disculpaba:
— ¡No seas bobo! ¡Demasiado sé yo!
Su madre no era feliz. ‘ 'Tata será bueno, pero con
eso no se saca nada” — pensaba el niño — . “ El genio
es una cosa.
A veces, sentado, apoyada la mejilla en la mano, con
esa seriedad prematura de I03 que van a sufrir mu­
cho, pensaba largamente sobre el “ genio’ ’. Don Ibarra,
con ser ya viejo, solía hacer morir de risa a la guri-
aada. La atropellaba fingiéndose toro, le prendía una
cola a doña Jesusa y empezaba a hacerle ¡Cuac!
¡Cuac!, como un zorro, o. cuando los niños organiza­
ban bailes, vistiendo a Tuquito de mujer para acompa­
ñar a Carmen, se les aparecía con doña Jesusa a rastras
como a participar del jo lg o r io ... Y a don Juan 18
lo contaba lindísimo. ¡Pero su padre, nada! Siempre
ceñudo y reservado, siempre seco. ¡Tan pocas veces
lo vio reír el niño! En su casa la risa no se oía nunca.
“ Nosotros no nos reímos” , pensó muchas veces. “ So­
mos muy serios, ¡de m ás!” “ Bueno, como los Ibarra
son ricos y nosotros somos pobres. . “ Pero ¿y Tu­
quito, que está siempre con los dientes afuera? Ellos
son más pobres, todavía..
Poco a poco fue dándose cuenta de que no sentía1 *
6

16 Don J u a n : asi ae designa al zorro en las fábulas del


campo.

[87]
F R AN C ISC O E SPIN O L A

cariño por su padre. Su presencia enfriaba la alegría.


Había en él algo que alejaba al mismo tiempo que
infundía respeto o miedo. Estando él en “ las casas” ,
el niño dejaba de jugar, no hablaba. Se tenía que que­
dar quieto . . Su madre, a cada paso, repetíale, en­
tonces: — “ Tenga juicio, m’hijo, qu’está tata” . “ No
meta bulla, que a él le in c o m o d a .,.” . Por eso, V i­
cente se ponía contentísimo cuando su padre hacía
aquellas salidas que duraban, varios día3 “ pa recorrer
la gente” , como le oía decir. El guT Í no se explicaba
qué era esto; pero deseaba tales recorridas que le per­
mitían estar a su antojo y dormir con su madre y
hacer visitas, sintiéndose ambos más libres.
Su padre se iba transformando para él en algo abo­
rrecible, cuando una circunstancia vino a cambiar por
completo sus sentimientos. Estalló la tan esperada revo­
lución. AI salir con la gurisada al camino para ver a
los guerreros que dejaban el monte, Vicente distinguió
a su padre a la cabeza de la columna, espléndido en
el tostado de gran alzada, echado hacia atrás, flotante
el poncho, el sombrero a la nuca, y se le ocurrió en
seguida:
— ¿Cómo no va a ser tata como es, si es un jefe?
Su padre, alzando el brazo, le gritó:
— ¡Adiós, m’hijo!
Y él, erguido en puntas de pie por una fuerza inte­
rior, gritó con toda su alma:
— ¡ Vívaa!
Pedro, Alberto, Tuquito, empezaron también a dar
vivas. Pero ninguno tuvo, del único de Vicente, el
acento fiero.
Corriendo loco de alegría, volvió a su casa. Al en­
trar, encontró a su madre de duelo. El la acarició, le
apartó el pelo de la cara y 1p dijo, contrariado:

[38]
R A Z A C IE G A Y -O T R O S CUENTOS

— ¡El de jefe y usté llorandoI ¡No hay que llorar,


mamita!
Esa misma tarde le dio un susto a su madre. El hijo
del gallego quintero de los Ibarra, quizá repitiendo
lo oído al peninsular, dijo que los que iban a la guerra
era unos brutos y “ atrasados1*. Vicente, ciego de rabia,
se le fue encima clavándole las uñas; pero el otro, con
un palo, lo trajo al suelo.
Cuando volvió en sí, su madre, llorando y besándolo,
lo tenía en brazos. Sus tres amigos los rodeaban. Y,
ya solos los cuatro, Tuquito le dijo, mostrando sus
dientitos en la constante sonrisa:
— ¿Vistes? Tata iba en el doradillo de don Ibarra.
— Sí, se lo reglaó tata, que iba en el zaino — ates­
tiguaban los otros.
— Sí, sí — mentía Vicente, que no había visto a na­
die más que a su padre.

La guerra, terrible, sin cuartel, devastaba el país.


De cuando en cuando llegaba la noticia de que en tal
parte habían peleado, de que habían ganado, de que
habían p erd id o.. . Todas las noches, de rodillas junto
a la cama de su madre, donde entonces dormía, el gurí
rogaba con ella por el guerrero ausente.
— Pa que no le pase nada; pa que no lo vayan a he­
r i r . .. — decía su madre, primero.
Y brotaba luego el murmullo de los dos:
— Padre nuestro qu’estás en los cielos, santificao sea
tu n om b re...
— Pa que se acabe pronto la guerra 1 — volvía a al­
zarse la voz.
Y recomenzaban:
— Padre nuestro que estás en los cielos. . .
Luego, la madre lo arrebujaba bien.

[89]
F R A N C ISC O E SPIN O L A

— En el nombre del Padre, del H ijo y del Espíritu


Santo, amén.
Besábalo en la frente y el gurí, cansado de potrear
todo el día, se dormía acuminado, como un cuzquito,
en la tibieza del cuerpo de su madre.
Una noche oscurísima y fría estaban por acostarse
ya, cuando sintieron como que mucha gente pasaba
por el camino.
— ¿Cuálos serán, mama? ¿N o andará tata?
— No, m’hijo. Son la gente de Fernández, que estaba
acampada en el río.
— ¡Ah, si los agarra tata! ¡Qué se apronten!
Dormía desde largo tiempo, cuando lo despertó su
madre al saltar de la cama. A lo oscuro, no la pudo
distinguir. El niño escuchó el ladrido del cuzco, y oyó
casi junto a la puerta, un “ ¡Fuera, perro!” , niuy bajito.
— No se mueva, m’hijo, no tenga miedo — te reco­
mendó la madre al oído. Y la sintió registrar el cajón
de la mesa.
Con el mango de un rebenque, golpearon.
— ¡Abran! ¡Buenas noches!
— ¿Quién es? — oyó a su madre con voz entera.
— ¡ Abran! ¡ Abran!
— ¡Vayansén! ¡Aquí no tienen nadita que hacer!
Por toda contestación, alguien se echó sobre la
puerta. . .
Y en eso resonó un estampido, y a la luz que hizo
Vicente vio a su madre junto a la puerta con una pis­
tola en la mano.
Afuera se oyó un alboroto; en seguida, galope desen­
frenado.
Al otro día, cerca de la puerta y por el patio había
manchas de sangre.

L 90 J
H A Z A CIE GA Y OTROS CU EN TOS

Para estar más seguros se fueron a vivir a lo de


Ibarra, a la vieja Estancia de gruesas paredes de pie­
dra y puertas con trancas de fierro que, en tiempos
del virreinato, resistió más de una vez el malón de
la indiada.
Los tres niños — Pedro, Alberto y Vicente — dor­
mían juntos. Y , algunas noches, hubo que dejar que­
dar a Tuquito, que todas las tardecitas se iba de duelo.
Por fin se acabó la guerra. Como al mes cayó la
gente al pago. El día anterior se hicieron pasteles, tor­
tas, empanadas; se guardaban bien, “ por los ratones” ,
y las mujeres marchaban apuradas a la casa de Tu­
quito, de donde salían gemidos y gritos desgarradores.
Antes de acudir ella también, Doña Jesusa impro­
visó a éste una blusa negra y lo dejó en la Estancia
para que no anduviera incomodando en su casa.
$
**
De vuelta de la guerra su padre siguió siendo el
mismo. Por cualquier cosa se encolerizaba con su mu­
jer que, si a veces no lloraba, era por el niño. Siempre
pálida, siempre con aquellos ojos tristes cuya mirada
parecía tener una extraña, lejana querencia, la madre
volvió a ser una sombra en la casa.
Vicente fue perdiendo el miedo a su padre. Un día
le alzó no más la voz, con gesto duro. Y, al rato, al
mirarlo Vicente de reojo, lo sorprendió con la vista
clavada en él, apagado entre los labios el cigarro, son­
riente, embobado.
El niño tendría entonces once años.
Después, un domingo de elecciones, en un coche tra­
jeron muerto a su padre. En medio del llanto de su
madre y de las mujeres que la acompañaban, resonó
la voz del gurí, ahogada por el dolor y la rabia:

[91]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

— ]Me la van a pagarI ¡Que yo los agarre, malditos 1


Y al sentarlo su madre en las faldas, él se acurrucó
en ella sollozando infantilmente, extenuado por el fu ­
rioso esfuerzo.
Cuando él pudo trabajar, quedó sólo uno de los
peones que se habían tomado. Vicente era patrón. Ya
no hubo otra voluntad que la suya. Su madre volvió
a ser lo de antes; una sombra.

Poco a poco, Vicente se fue dando cuenta de que


era igual a su padre; indomable hasta por él mismo.
Cualquier cosa producíale violentos arranques. Des­
pués se tranquilizaba, mimaba a su madre si le había
hecho algo, y sufría porque hacía sufrir. “ ¡Pero ca­
ramba — se decía de repente — yo, . . yo tengo bue­
nos sentimientos, y hago cada c o sa ! . Pasaba días
hecho una seda. Cariñoso, atento.. . Volvió de la pul­
pería con cuanta cosa hallaba que pudiera gustar a su
m a d re... Pero una circunstancia cualquiera hacía bro­
tar otra vez en llamaradas el fuego que tenía adentro.
Una mañana, a mediodía, volvió del campo indigna­
do porque el zaino se le había mancado en una vizca­
chera. Renegó un rato con los bichos, con los pozos,
hasta con el caballo y, ya casi desahogado, desensilló.
Se sentó a la mesa. Su madre sirvió la sopa. A l lle­
varse la cuchara a los labios, Vicente sintió que el
caldo estaba demasiado caliente. Tiró lejos la cuchara,
hizo volar el plato, y se incorporó con los ojos salta­
dos, mudo de rabia.
— ¡Ah, se quemó, m’hijito! — tembló la voz de la
madre con el doble susto de que su hijo se hubiera
hecho daño y de las consecuencias de su ira. No $a
animaba a m over». Sus ojos, donde se pintaban el do*

[ 92 ]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

lor y el miedo, lo miraban rodeados por el mar de


arrugas de la cara en pucheros.
Vicente la vio. Tuvo ganas de caer de rodillas. Y
salió hacia su cuarto vuelta contra él la rabia.
AI rato entró su madre con una taza de la que
asomaba una bombilla rodeada de amarillenta es­
puma.
— Vicente, tomá este candialcito, ¡No has comido
nada!. , .
Dijo esto con recelo, esperando algún manotazo, al­
guna contestación dura. No alzaba los ojos del suelo
como-culpándose de todo.
El cogió la taza y empezó a sorber.
— ¿Está bien de azúcar? — preguntó ella, más ani­
mosa, buscándole los ojos.
— Sí, mama.
Vicente quería hablar y no podía. No sabía cómo ni
de qué. De pronto alargó la mano hacía su madre,
diciendo en voz baja:
— Mire, tiene una hebra — y retiró un hilito blanco
de la negra bata de ella.
Eso no fue una caricia, pero como tal lo sintieron
los dos. Una alegría intensa, una infinita ternura inun­
daban el alma de Vicente. Tenía ganas de abrazar a
su madre, de darle un b e s o .. . Y, de pronto, salió con:
— ¿ Y qué le parece, mama, si fuéramos a hacer una
visita a los Monduteises?
— ¡ Pero muchacho! . . .
— ¡Sí, sí, vamos! Siempre está encerrada... Hay
que pasear. ¿E h? ¿Vamos?
— ¡Pero m uchacho!. . .
— Bueno, apróntese. Y o voy a ir ensillando. Aprón­
tese.
Más tarde, madre e hijo atravesaban los campos.
Bien próximos, al trotecito, charlando, riendo. . .

[93 1
FR AN C ISC O E SPIN O L A

La evocación de estos episodios, que siempre deja­


ban amargo fonda je, era constante en él. Y un desalien­
to oscuro pero poderoso fue aprisionando como en
tupida malla su voluntad.

**

Con el tiempo la imagen entristecida de su madre


se fue borrando. Sin embargo, nunca faltaba alguna
idea doliente que lo hundía en sí mismo y daba a su
cara un aspecto sombrío. Era desaliento por él mismo
lo que lo embargaba; como si se achacara algo que no
sabía y que no podía saber. En su alma sentía a veces
temblar cosas extrañas que no caían apresadas por el
pensamiento. Las veía, en el borde mismo, asomarse,
balancearse, y retroceder. Había días en que percibía
muy claramente esas subidas y bajadas. A veces, po­
día pensar con firmeza y se aproximaba a aquel abis­
mo de su alma; mas, al rato, un manto oscuro y pe­
sado le cerraba el p a s o .. .
No lo visitaban con gusto sus antiguas amistades.
Con “ cuarta” había que sacarle las palabras. Y las
noticias que le trajeron para avispar la conversación:
negocios de conocidos, peleas en la pulpería, parición
de tal o cual, resultaban lo mismo para él. Sólo los
Ibarra iban todos los días. Pero detenidos por el aire
de Vicente, no se animaban a preguntarle nada.
Les había arrendado el campo, después que vendió
el ganado. Ahora, no hacía más que revolverse en
aquellos ranchos que el- descuido iba bajando y des­
haciendo. Por la quincha podrida pasaban el sol y la
lluvia, en muchos lados. El patio se había llenado de
yuyos y las paredes de gruesas telarañas. Un olor
fuerte a humedad, a cenizas, a mugre, apartaba la res­

[94]
H A ZA C IE G A Y O TR O S CUENTOS

piración de quien entrara. Los Ibarra varias veces qui*


sieron arreglar algo; pero él siempre los detuvo.
— No. ¡No faltaba más! Eso lo hago yo. Y o . . . en
cualquier.. . ¡Sí, está t o d o . . . patas arriba! Y o . . .
Un día, el mercachifle que lo surtía le dijo, alarma-
dísimo:
— ¿N o sabe lo que se murmura por ahí?
— Si usté no lo d i c e . ..
— ¡Que se viene otra vez la guerra!
— ¿Ah, sí?
— Parece que de ésta...
Cuando quedó solo. Vicente se sintió lleno de ener­
gías. No preguntó, ni le hubiera podido enterar el
mercachifle, el por qué de la guerra. ¿A qué? ¡El
enemigo, el enemigo de siempre! Había que pelear. La
idea de la guerra lo enardecía. Se veía con la lanza
de su padre, al frente de una columna, cerrar piernas
al flete, agachar la cabeza y atropellar.
Hizo planes. El convocaría a la gente de su padre.
¿Quién sino él la mandaría?, . .
Mas el fuego se fue apagando. Y cuando don Mar­
cial cayó una tarde a invitarlo para la “ patriada” , un
helado “ lo voy a pensar” , fue la respuesta.
Los Ibarra se alegraron de verlo tan manso. Ellos
tampoco irían. No querían dejar solas a las mujeres.
Pero Vicente no lo había decidido reflexivamente. Lo
hizo porque sí, porque se le habían ido las ganas,
nada más. Y después, los triunfos o las derrotas de los
suyos no lo conmovieron,
— Estoy f rí o. . . — se decía una vez. Iba a agregar
“ como muerto” y se sobresaltó. Y por miedo extraño,
desconocido, repitió en voz alta, corrigiendo:
— ¡ Estoy f rí o. . . helao!

195]
9
FR AN C ISC O E SPIN O L A

La guerra terminó. Volvieron las gentes y al tra­


bajo se dedicaron otra vez con empeño, sin pensar que
otra revolución volvería a paraT en seco todo, y a
maltratar y a devastar y a deshacer. Había hambre
de olvido. Aquellos esfuerzos eran para echárselo
arriba.
Cierto atardecer de verano, después de matear con
Vicente, y ya por irse, Pedro Ibarra dijo a su amigo:
— Che ¿no sabéa que Carmen se casa?
— ¿Eh?
— Sí, con el hijo del vasco Iturbe, con José.
— Me alegro,
— Sí, el hombre es bueno. Y es una gente que está
bien. Tienen amores hace seis meses.
Dando vuelta a la segunda cebadura, que todavía
estaba buena, Vicente repitió:
— Me alegro,. . Me alegro mucho.
Lo que nunca, acompañó a su amigo hasta más allá
del patio. Pronto lo vio perderse entre las chircas y las
sombras. A sus espaldas, el sol había entrado. El cielo,
para ese lado claro y medio amarillento, estaba al
frente muy oscuro, ya.
inmóvil, con la vista perdida Vicente fue sintiendo
como que la noche lo emponchaba. Las manos en la
espalda se agarraban sin fuerza. El viento le movía la
melena como mueve las llamas.
— ¡Carmen! — dijo.
Profunda y dulce a la vez, la tristeza lo envolvía,
acariciante. Veía los ojos vivos de la muchacha, la
constante expresión alegre de su cara; medía más que
nunca ahora todo lo buena y lo bonita que era, recor­
daba la mañana en que él, hombrecito ya, al volverla
a ver después de la larga estada de ella en lo de los

[96]
R A Z A C IEGA Y OTROS CU EN TOS

Barceló, la trató de “ usté5’ para siempre, cambiando


el “ vos1' y el “ che” que usara desde n iñ o ...
— i Carmen!
La luna tuvo acostada un largo rato la sombra de
Vicente sobre los yuyos. Movidos por el viento, ellos
parecían acunarla.
*
**

Tiempo después, en un despacioso atardecer de pri­


mavera, mateaban junto a la puerta de la cocina V i­
cente y Pedro. Este, que continuamente se distraía en
la conversación pensando en algo, dijo de pronto,
cuando ya estaba por irse:
— Che, Vicente, m ír á ... nosotros hemos estao pen­
s a n d o ... con m a m a ... que vos no debés estar aquí
sino en casa.
. ~ ¿ Q u é ? ¿Qué?
— Sí. dejate de partes. Vos ves qu’estás mal. ¿Qué
va» a estar haciendo, solo? No tenes necesidá. En casa,
ademas de estar mejor, nos haces falta. Mama está
vieja, nosotros, de repente, tenemos que andar de un
lado para otro. Ella necesita compaña. Vos allí no vas
a estar de agregao.. . Tenes con qué vivir. . . Sí, aní­
mate. Mirá, a mama le das un a legrón ... y, a noso­
tros, ¡figúrate! Sí, dejate de partes. Anímate. Mama
está loca de contenta con la esperanza de que vayas.
¿Un día estás aburrido? Pues montas a caballo y te
pasas unos días donde quieras, recorriendo las amis­
tades. La visitas a Carmen, que te quiere tanto, y les
das un alegrón a ella y al m a rid o... Estás lo que se
te antoje y, después, volvés con n osotros... ¿eh?
Vicente, con la cabeza agachada, no contestaba.

[ 97 ]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

— Bueno, mira — seguía Pedro — , ya te tenemos el


cuarto pronto, y to d o . , . ¿Te acordás cuando se fue­
ron a vivir con la finada, cuando la guerra? ¿Te acor­
dás? ¡Qué tiempos! Bueno ¿y por qué no podemos
ahora volver a vivir juntos? No te vas a negar. Falta­
rán muchos de aquella reunión: la finada tu mama,
el finao Tuquito, Carmen que ya tiene su dueño. . .
Pero la vida es así y no hay más remedio que confor­
marse con lo que ella dispone. Con empacarse no se
saca nada. Gracias a Dios, todavía podemos ser feli­
ces, ¡ qué caracho!
Como Vicente ni levantaba la cabeza ni hablaba.
Pedro pensó que lo mejor sería dejar allí las cosas.
Tenia la esperanza de que insistiendo podría sacarlo
de sus taperas y llevárselo. Se despidió, entonces. Y
se fue.
Vicente siguió un rato en el banco; mucho, un rato
largo. Sentía en su interior como ya muertos paia
siempre los fuegos que solieron devorarlo. Y se daba
cuenta de que, sin embargo, aquéllos habían sido su
apoyo y que, ahora, se sentía como nunca solo.
Las lágrimas empezaron a rodarle por la caTa. Ape­
nas si alteraba sus facciones aquel llanto manso, sin
convulsiones ni gemidos.
*
**

A la mañana siguiente, Pedro volvió mandado por


su madre para tratar de ablandarlo. Ella misma iría
más tarde a seguir la conquista.
Pedro llegó a la cocina y no lo encontró. A l entraT
en un cuarto, se detuvo, sorprendido. Arrodillado
frente a un baúl, sacando ropa de éste y poniéndola

[98]
R A Z A C IE G A Y OTROS CU EN TOS

sobre una sábana, estaba Vicente, de espaldas a la


puerta.
— ¡ HermanoT
— ¡Ah, eras vos! — murmuró Vicente. Y siguió reti­
rando ropa y plegándola lento, prolijo; demasiado
prolija y lentamente.
Sin decir palabra, Pedro ío dejó hacer. Cuando el
baúl quedó vacío, Vicente ató las puntas de las sába­
nas y, alzando el fardo al hombro, dijo:
— Lo demás lo llevamos en otros viajes. Vamos.
De Iej os, sólo el bulto blanco veíase alejarse sobre
las altas chircas. Parecía una nube que se quería cortar
sola de la tierra y no podía.

C 99 ]
L O IN E F A B L E

Pedrín era sirviente en casa del caudillo. ¿Cuándo


entró a su servicio? Hacía ya tiempo. Pedrín siempre
sintió devoción por Pedro Gutiérrez, aunque suponía
que éste ni siquiera reparaba en él. ¡Era tan grave
Pedro Gutiérrez1. . . Pero un día se encontraron en
la calle. Pedrín vestía un traje deshecho y descolorido,
y sus pies mostraban los dedos por las abiertas zapa­
tillas.
— Pedrín. ven conmigo. Y o te llevo a casa — le dijo.
— Ya no estás para sentirte solo en el mundo.
Pedrín quedó mudo. Miró a los ojos al viejo cau­
dillo como buscando en ellos lo que le parecía una
verdad imponible y, luego, todavía dudando, exclamó:
— ¿Si me lleva !.. .
Después de cenar, al salir hacia el "Centro a reunirse
con sus amigos, Pedro Gutiérrez le dio algunas mone­
das. Pedrín fue a su nueva habitación, se puso la ropa
recién regalada y las flamantes zapatillas blancas, se
peinó fíente al pequeño espejo con mucho cuidado, y
salió, también. Entró a un bodegón. Al rato, desde la
calle, se oyó su voz forzadamente alta por el exceso de
alcohol que lo encendía. La patria, la divisa, los hom­
bres que sufren, se mezclaban confusamente en su dis­
curso.
Algunos hombres, que escuchaban riendo.-le hicie-
xon beber más. Pero, pronto, Pedrín fue poniéndose
taciturno.
Regresó con el alma profundamente conmovida. Se

[100]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

quitó la ropa, se acostó. A los pocos momentos, sollo­


zaba.
El llanto, como a un niño, le trajo el sueno.

*
**

Pedrín se hizo imprescindible en la casa. Nadie ha­


ría las cosas tan bien y tan rápidamente como él, y
nadie era más atento y bondadoso. Sonreía cuando le
hablaban o respondía, y a la señora o a las hijas de
Pedro Gutiérrez les daba el mate o lo que fuere con
la delicadeza y la cortesía que un caballero emplea
con las damas. Además, el caballo favorito del caudi­
llo no podía recibir sino sus tratos. Manso como cor­
dero con Pedrín, se ponía incómodo con otro que se
le acercara. El tostado, de gran estampa y reluciente,
hacía extraño contraste con la pequenez de Pedrín. . .
Porque Pedrín era pequeño, y tenía un pequeño bigo­
te rubio y una boca pequeña y unos pequeños ojos
claros. Todo era pequeño en Pedrín; todo menos el co­
razón y la sed; tan grande ésta, que lo obligaba fre­
cuentemente a tomar más caña de lo aconsejable. Dos
o tres veces por semana Pedrín se emborrachaba. A d­
vertíase en seguida por la alegría que se transparen­
taba en su rostro, por el brillo de su conversación y
por su inquietud que lo obligaba a entrar y a salir,
a mezclarse en todo. Pero nunca dejaba de ser amable
y correcto. Y cuando el efecto del alcohol empezaba
a atenuarse, caía en una profunda tristeza que no se
le percibía en el rostro sino en la velada inflexión de
la voz.
*
**

[ 101 1
F R AN C ISC O E SPIN O LA

Aquel día de invierno, Pedrín estaba atareadísimo y,


además, molestado, A cada momento se acercaba a la
señora para decirle con energía:
— ¡Este hombre no sirve para nada! ¡M ejor lo hago
yo solo!
Quien para Pedrín no servía era Bonifacio, el enor­
me Bonifacio, otro protegido del caudillo que solía co­
mer allí y que ganaba su vida con changas. Entre los
dos sacaban de la sala los muebles que serían susti­
tuidos por otros nuevos. Habían llegado ya los carros
con la carga, pero la sala estaba sm desocupar aún. Y
Pedrín consideraba que él solo habría arrastrado, al­
zado y transportado todo mucho mejor y más rápida­
mente que con la ayuda del demasiado cachazudo co­
laborador. . .
Este, oyendo por repetidas veces las quejas de Pe­
drín, le dijo por lo bajo, para no enterar a la señora:
— ¡Vos estás loco! ¡Vos estás loco!
— ¿El qué? — bramó el aludido, eructando alcohol.
Bonifacio, al ver a su compañero tan enfurecido,
agachó la cabeza, calló y siguió empujando un pesado
sofá con tal fuerza, que" casi aplasta a Pedrín contra
la pared.
— ¡A la derecha! ¡A la izquierda! — exclamaba Pe­
drín, asumiendo por propia cuenta papel dilector.
Bonifacio, aturdido, se miraba las manos antes de
impulsar el mueble y, aún así, se confundía.
Cuando la sala quedó vacía se comenzó a descaigar.
Los mozos de coidel que venían con los carreros hicie­
ron esa tarea. Mientras, Pedrín y Bonifacio abrieron
varios cajones. Finas porcelanas.. . una Venus de ala­
bastro . . .
Pedrín con su propio pañuelo quitaba el polvo de la
Venus para hacei tiempo contemplándola, cuando oyó

[ 102 ]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

que a pocos pasos, en voz baja y misteriosa, Bonifa­


cio le llamaba.
— ¡Mirá! ¡Mira que cosa!
Pedrín tornó la cabeza y vio un cuadro a los pies
de Bonifacio. Representaba a una joven de cabellos
castaños, divididos al medio, que descendían a los la­
dos del cuello, hacia el pecho de dulces combas". Son­
reía melancólica, abstraída, y un capricho del aitisla
proyectó mucha luz sobre sus labios entreabiertos; so­
bre los labios húmedos, que parecían iniciar una pa­
labra. De los ojos profundos, castaños como el pelo,
fluía una fuerza misteriosa que infundía a todo el ros­
tro aire de infinito candor, de dulzura suprema, de pie­
dad pronta a manifestarse; el aire de ese algo, irreal
casi, que, cuando se llega a encontrar, si es que una
vez se encuentra, no sorprende sino que hace exclamar:
“ Y o te conocía antes1,, porque en ello se sueña siem­
pre. Superpuestas las manos, los brazos desnudos y el
pecho eran cercados por el tono azul celeste del traje
de seda.
Pedrín v Bonifacio, tan pequeño el unu, tan grande
el otro, se inclinaron en cuclillas para ver el cuadro
de más cerca. Los dos desgraciados se habían conmo­
vido. Bonifacio, com o empujado, se puso de rodillas,
fundando las manos en el suelo y. así, acercó su cara
hasta casi tomar la tela. Sonrió a la imagen; sonrió
con una sonrisa tan intensa, tan intensa que daba mie­
do. Había alargado un dedo; pero éste quedó próximo
a los cabellos de la joven, sin animarse a tocarlos.
Pedrín estaba de ceño fruncido. Como quien, aso­
mado a un profundo pozo, insiste con la mirada bus­
cando el fondo lejano. ..
— ¿Pero qué hacen ahí? ¡Salgan! ¡Salgan! [Cuida­
d o ! . . . ¡Cuidado con el espejo, que van a tropezar!

[ 103 1
F R AN C ISC O E SPIN O LA

Pedrín y Bonifacio se incorporaron saliendo de su


ensimismamiento. Al poco rato trabajaban los dos a
cual mejor. Y ese atardecer, lo que nunca, fueron jun­
tos al bodegón. Apenas si hablaron mientras bebían
caña. Pero cuando lo hacían era fraternalmente, sin
discutir como cada vez que se hablaban, por cualquier
cosa.
Pedrín, de pronto, rompió el gran silencio.
— ¿Y la niña bonita? — dijo sonriendo.
— ¡Ah! — exclamó Bonifacio sonriendo a su vez y
posando la mirada en el suelo,
Y los dos se quedaron como bajo una caricia.

4c
*4=

Aquella noche Pediín fue muy tarde a su cuarto


porque tuvo muchísimo que hacer. Se durmió y soñó
que Ella vivía en la casa del caudillo, que él le cebaba
mate y que Ella le decía frecuentemente, con dulzura:
— Pedrín, yo estoy segura de que tú sí eres un hom­
bre q u e .. . ¡e h !. . . estoy segura.. .
Y soñó también que un día, en momentos en que él
cepillaba el tostado de su jefe, ella llegó y le d ijo:
— Pedrín, yo quiero que le lleves esta carta a mi
novio.
Pedrín recibió la caita, sin miedo montó de un salto
el brioso animal — él nunca se había animado a ha­
cerlo y sólo ebrio hablaba de ello — y salió como luz
por un camino desconocido. Después de atravesar un
busque llegó frente a un gran edificio blanco en cuya
portada lo esperaba un joven. Era el hijo de Pedro
Gutiérrez, que le dio un abrazo como la cosa más na­
tural del mundo, y le preguntó por la Niña Bonita.

[ 104]
B A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

Pedrín volvió a montar y salió al galope. Pero al


llegar al bosque, lo encontró a rd ien d o...
Despertó. La luz del sol que entraba por la ventana
le bañaba el rostro.
Todo el día lo pasó tristísimo. Pensaba en Carlos, el
hijo del caudillo, y lo veía mirándolo, como siempre,
con melancólicos, cariñosos ojos; los únicos para Pe­
drín, en el mundo, firmes en esa adhesión. Pedrín que­
ría a Carlos. Sus celos con Bonifacio se debían a que
Carlos conversaba mucho con él. Pedrín y todos los
humildes que rodeaban al caudillo, experimentaban un
profundo bienestar junto a Carlos porque le solían es­
cuchar palabras que despertaban en el alma sentimien­
tos conmovedores, infundiéndoles la sensación de que
no estaban tan solos en el mundo y de que no eran tan
desgraciados. “ Llegará un día en que todos seremos
felices. Sí, yo me estoy preparando para poderlos ha­
cer felices. Todos tendrán qué comer y dónde dormir
tranquilos. Y todos nos querremos mucho y nos ayu­
daremos mutuamente. ¿A ustedes les parece que eso
es imposible, que es difícil? ¿E li?” . Ellos no contes­
taban. Bajaban la cabeza confusos, enternecidos. Pero
al levantar de nuevo la vista, el joven se estremecía
viendo que, como náufragos, ellos se agarraban a él
con una profunda e infinita esperanza.. .
Así, pensando en Carlos, pasó varias veces frente a
la puerta de la sala y miró el cuadro ya colgado. Aho­
ra se veía mejor. La luz tenue de la estancia realzaba,
además, la suavidad del rostro bello. Pedrín sentía que
un manto angustioso le envolvía el corazón, apretán­
doselo. Dos seres en su vida habían producido en él
una sensación vaga, oscura, profunda; algo que des­
pertaba en su alma anhelos dormidos, que a la vez le
daba la sensación de que existían en el mundo enter-

r io s ]
F R A N C ISC O E SPIN O LA

necedoras cosas desconocidas y de que esas cosas se p o­


dían alcanzar; sólo dos seres: Carlos y la joven del
cuadro. Pero Carlos, cuando llegaba por breves tempo­
radas de la ciudad lejana donde estudiaba, tenía raptos
bruscos, violentos. A veces se irritaba con Pedrín, El
perdonaba, [vaya si perdonaría! Mas, se olvidaba de
todo. Sin embargo, eso quedaba como una manchita
oscura, perceptible por lo blanco del f o n d o ... {La
joven del cuadro! ¡La Niña Bonita1 Esa sí, dulce y
triste, sonreía siempre; ésa sí comprendía que él era
puro y le decía con los ojos como en el sueño: “ Pe­
drín, t ú .. . yo estoy segura de que t ú ..

—-Y ella es tiistc —~ comenzó a preocuparse — . ¿P or
qué? ¿P or qué es triste siendo tan a s í ? .. . Segura­
mente todos los como ella son tristes p orq u e .. . Y
Carlos también es triste. .. Sí e lla .. . pudiera v iv ir ...
y fueran novios. . . [Qué lindo, caramba!
Sin saber por qué, los ojon le brillaron de lágrimas.
— ¡Pedrín! — oyó gritar.
Reconociendo la voz de Pedro Gutiérrez que llega­
ba, Pedrín se sobresaltó. Corrió a la cocina, aprontó
el mate y salió hacia el fondo, donde el caudillo con­
templaba dos caballos recién tusados.
Pedro Gutiérrez ejercía una atiaccíón poderosa so­
bre los hombres. Entraba en el alma de la muchedum­
bre y la dominaba. La mirada viva, penetrante, de
Pedro Gutiérrez, no admitía réplicas. Los hombres aga­
chaban la cabeza y se sentían dispuestos a seguirle sin
saber adonde. Pero Pedro Gutiérrez era parco, seco.
Los hombres, aquellos hombres de botas, de taman­
gos, de alpargatas o de pie desnudo de los campos y
de los suburbios del pueblo, se dejarían morir de ham­
bre escuchando una voz que les cantara palabras de
amor, de bondad, de fe. Y el caudillo era acción;

1 106 ]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

acción violenta y silenciosa. Antes los llevó a la gue­


rra. Ahora, esperaba él mismo no sabía bien qué.
Pedrín. sin explicársela, era consciente de la fuerza
que se imponía a su espíritu. La aceptaba pero no sin
sentirle un fondaje amargo. Aquello que le entraba-
hasta lo íntimo y lo hacía amar frenéticamente a su
protector, a la vez lo contenía obligándolo a compren­
der que nunca podría ser su amigo, ¡oh, amigo!, y
contarle lo que sentía, lo que soñaba o darle un abrazo
y sonreírle sin motivo. C a rio »... también penetraba
en su alma. Y eran hermanos, y mientras él le cebaba
el mate solía hablarle de cosas nobles y bellas; pero
Pedrín no podía decirle nada. ¿Cómo le iba a decir
si no sabía, si no era con las palabras conocidas que
se dicen ciertas cosa s?. . .
Pedrín derramó el mate. Pedro Gutiérrez lo regañó
con sorna. Después le dio unas monedas y se fue al
comedor, donde lo esperaba la familia.
Pedrín comió poco. Le molestaba la conversación
de las dos ancianas negras que almorzaban con él en
la cocina. Además, la cocinera adoptaba un chocante
aire de superioridad sobre él, y la chiquilla que aten­
día la puerta tenía mucha tos.
Después de comer tuvo que hacer muchos mandados
porque, al día siguiente, Pedro Gutiérrez y su fa milia
irían a pasar unos días al campo. A última hora a las
mujeres íes faltaba todo.
La noche lo sorprendió rendido.

Cuando subieron al coche, las señoritas gritaban:


— ¡Adiós, Pedrín! ¡Adiós, Pedrín! ¡Cuida mucho
los zorzales!

[107]
F R A N C ISC O E S F IN O IA

Al acercarse, la señora le recomendó que se compor­


tara bien, lo que significaba que no bebiera Pedro
Gutiérrez le alargó la mano y subió también. El coche
se perdió rápidamente de vista.
Por la noche Pedrín salió a la calle, disgustado. Las
negras seguían alborotando en la cocina; la cocinera,
libre ahora de los patrones, demostraba claramente que
ella mandaba, y la chiquilla estaba insufrible con su
tos. Entró al bodegón. V io a Bonifacio en un extremo
lejano, pero no quiso acercarse. Se sentó en una mesa
solitaria. Pidió de beber. Poco a poco íbase enfure­
ciendo.
— Se fueron todos y me dejaron solo — pensaba— .
Irse y dejarme, ¿eh? ¡Yo, déle no más, es c l a r o !...
¡Carlos debió venir para el primero y ya estamos a
-quince!
Y al pensar en Carlos, pensó en la Niña Bonita. El
ceño de Pedrín se desarrugó como si estuviera en su
presencia. Inclinó la frente, clavo los ojos en el suelo,
y quedó manso.
*

Al día siguiente se levantó con la cabeza dolorida,


pues tuvo una terrible pesadilla. Se había caído en un
pozo hondísimo y no podía salir. Hasta que encontró
una cuerda que se rompió cuando él llegaba ya a la
superficie.
Después de la siesta se sintió bien. Se sentó a tomar
mate en la cocina, distiaído en otras cosas mientras
conversaba con la criada. Poco a poco su pensamiento
se absorbía en la joven del cuadro. Quiso verla. Apro­
vechando el momento en que la cocinera fue al fondo,
cruzó el patio, hacia la sala. Al empujar la puerta ad­

[ 108 ]
R A Z A C IE G A Y OTROS CUENTOS

virtió desalentado que estaba cerrada con llave. Enton­


ces, desolado, volvió a la cocina y, abandonando el
mate, salió a la calle.
Caminaba sin rumbo. Sentía una infinita tristeza
porque él quería hasta la desesperación mirar el cua­
dro. Tomó por la carretera. De un rancho lindero le
gritaron:
— ¡Adiós, Pedrín!
El saludó con la cabeza pero siguió su marcha. Al
llegar frente a los blancos y altos muros del cemente­
rio se detuvo y torció a la izquierda, por una calleja
bordeada de ranchos y casuchas de lata. Frente a una
choza más mísera que las otras, más sucia y más aga­
chada, se detuvo y golpeó las manos.
— ¡Buenas, mi tía!
De una cocinilla negra salió una vieja vestida con
un traje negriverde. Se apoyaba en un palo a guisa
de bastón.
Pedrín entró. Tomaron mate dulce. La tía Marica lo
enteró de muchos sucedidos en el barrio. El oía sin
atender, ensimismado. Cuando Pedrín se despedía, la
anciana le pidió “'para el pucherito” .
Pedrín escogió en el bolsillo las monedas pequeñas
y retiró la mano, dándoselas. Pero, en seguida, presa
de un arrepentimiento que le dolió como si hubiera
sido por algo más grave, sacó su moneda de cincuenta
centésimos y se la entregó, también.
La tía Marica lanzó una exclamación de júbilo.
Pedrín, ya en la calle, oyó la voz de la vieja:
— ¡Pedrín, no se pierda tanto por aquí, ndhijo!
Volvió a tomar la carretera, en dirección a la ciu­
dad. Cada vez se sentía más oprimido. El necesitaba
mirar el cuadro como necesitaba tomar caña, Más,
mucho más que el beber.

[109)
F R AN C ISC O E SPIN O L A

— ¡Y ahora — pensaba -— mientras no vengan!. . .


También ¡Dejar cen ado! ¿P or qué cerraron la puer­
ta?, ¿eh?
Y lenta y como cautelosamente, una idea fue em­
bargando su alma.
— Con un c la v o ... s e .. . puede abrir.
Pero se asustó como si pensara en algo gravísimo.
Sin embargo, la idea no se iba. Algo en su alma la
hacía girar sohre sí misma, mostrándole cosas hala­
gadoras . . .
Cuando llegó, se sentó a cenar. Después, te dirigió
al bodegón. Desde la puerta vio a Bonifacio de pie
junto al mostrador. Como él necesitaba esLar solo, de­
cidió ir a otro lado para beber tranquilo. Poco des­
pués. en un despacho de bebidas más sucio y misera­
ble, Pedrín tomaba caña mirando al suelo. Pesada
sensación de desaliento le caía encima como un manto
ahogador. El no sabía qué ni por qué cosa; pero sen­
tía, y con eso bastaba para dolerse. Sentía dentro de sí
la existencia de un ansia infinita, jamás sospechada
por nadie, jamás satisfecha. Y él quería decir algo de
eso; hablar y llorar y gritar eso. Sólo dos seres “ sa­
bían” . ,,
— C arlos.. . pero ¡ah! ¡Carlos, también! ¡Y sin ve­
n ir!. . . ¡La Niña Bonita! ¡Ella! ¡Ella sola!
Dos grandes lágrimas rodaron por las mejillas de Pe­
drín. Al notarlas, se conmovió más. Sacando su pa­
ñuelo, tocó algo frío en el bolsillo. Lo oprimió como
diciendo: “ Espera” , y se enjugó el llanto. Luego pagó
y salió.
En la diestia oprimía un clavo.*

[ 110]
B A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

Entró por la puerta de servicio. Las criadas dormían.


Se encaminó por un pasillo hacia la sala. Los repro­
ches que su conciencia le hiciera anteriormente ha­
bían sido borrados por el alcohol. Lo que antes le
parecía más grave de lo que era, ahora resultaba nada
para él.
Anhelante, forcejó con el clavo en la cerradura.
Empujada, la puerta se abrió sin ruido.
En un suspiro profundo, Pedrín aspiró el aire tibio
de la habitación. Después, palpando la pared, hizo
girar la llave de la luz.
Un momento miró en éxtasis; un momento su alma
se embargó de ternura y se sintió feliz; un momento,
durante unos segundos, sus ojos se fijaron en los ojos
melancólicamente velados de la joven, anhelantes por
decir de alguna manera lo que él no podía decir con
palabras. Segundos, nada más. Porque la luz, de súbi­
to, tembló vivamente y se extinguió. Pediín lanzó en­
tonces un gemido ahogado y rompió a llorar. Mansa­
mente rodaban las lágrimas. El no las enjugaba. Sus
manos permanecían inmóviles a los lados del cuerpo.
Es que Pedrín sentía que aquel manso llorar decía, por
fin. Decía todo lo suyo, inexplicable para él mismo.
Y como una caricia, percibía en la oscuridad la noble
mirada de la joven diciéndole siempre: “ ¡ T ú ... yo
estoy segura de que t ú . ., Pedrín!” .
De pronto, Pedrín cruzó las manos sobre el pecho.
Ahora, interrogaba. Dolorosamente tiernas, dos pala­
bras brotaron, repitiéndose constantes. Subieron, se hi­
cieron potentes hasta el grito y volvieron luego como a
replegarse, temblando, sobre sí mismas:
— ¿P or qué? .. . ¿Por qué? . . . ¿Por q u é ?. . .
En el profundo silencio exterior, desde la iglesia ve­
cina cayeron como piedras en el agua, haciendo círcu­
los, las doce campanadas de la media noche.

[111]

EL RAPTO

La pequeña Margarita, casi en puntas de pie, revol­


vía lentamente, con una cuchara, dentro de una olla
puesta al fuego. Era ya noche. El rumor de la lluvia,
que parecía querer contener todas las estridencias, apa­
ciguarlo todo, envolvía la casa. De cuando en cuando
el viento traía un gemido fugitivo como si algo pasara
sufriente por los aires. Y el monótono son del agua
ahogábalo en seguida en su murmullo de plegaria; de
plegaria sorda y empecinada.
De la calle, una voz de mujer estrujó el corazón de
Margarita.
— Pero ¿por qué eres así? ¡Entra! ¡Entra!
Otra voz, varonil, ronca, insegura, gritó:
— ¡Usted es una perra! ¡Usted es una perra!
— ¡Bueno! ¡Entra! ¡No seas así!
Y surgieron en la puerta'de la cocina: él, chorrean­
do agua, la cara descompuesta; ella, cubierta la cabeza
con un paño, mojado el rostro y los ojos secos y bri­
llantes como los de un pescado.
La pequeña se volvió un momento hacia sus padres.
En sus cabellos rubios se ataba una cinta azul. Tenía
una carita linda y pálida y unos grandes ojos oscuros
en cuya mirada había ese algo que se puede encontrar
en el mirar inocente de las gacelas y en el de las mu­
jeres muy desgraciadas y muy buenas. Los niños no
miran así.
El miedo contrajo sus pupilas obligándola a abrir
desmesuradamente los ojos. La cuchara, pendiente de
su mano, dejaba caer gotas sobre el piso.

[ 112 ]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

El hombre fijó en su hija los ojos turbios.


— ¡Al padre se le saluda! — masculló con ira re­
concentrada.
Margarita, temblorosa, sin saber qué hacer, se dio
vuelta y siguió revolviendo en el recipiente.
— ¡El padre es el padre! — insistía él — . ¡Siempre y
siempre es el padre!
Luego su voz se hizo débil y llorosa.
— ¡Todos están en contra! — exclamó — ¡No hay
respeto! ¡No hay ca riñ o!. . . ¡Todo está perdido!
Caminó vacilante hasta desplomarse como un saco
de trapos en una silla.
— ¡Todo está perdido! — repitió.
Y ocultando la cara entre las manos comenzó a so­
llozar.
La madre se le acercó, le clavó sus ojos fríos y quiso
decir algo. El alzó vivamente la cabeza.
— ¡Silencio! — ordenó con imperio.
— P ero. . .
— ¡Silencio, he dicho!
Un silencio angustioso se hizo en la habitación. Mar­
garita continuaba de espaldas a sus padres. Al apa­
garse todo ruido turbador volvió a escuchai el manso
rumor de la lluvia, que llegaba a su espíritu como una
presencia apiadada.. .
El hombre todavía permanecía erguido, con gesto
autoritario. Su mujer, irresoluta, había clavado los
ojos, aquellos ojos fiíos, vidriosos y secos, de pescado,
en la niña que. siempre de espaldas, seguía revolviendo
el cocimiento; y vio de pronto cómo el pequeño ser se
estremecía. Primero fueron las azules alitas de la mo­
ña, que se bajaron al inclinarse la cabeza; luego, los
hombros se sacudieron también; después, el cuerpo
t o d o ... Y un sollozo ahogado tembló en el cuarto.

[ 113 ]
F R A N C IS C O E S P IN O L A

— ¡Dios mío! — exclamó la madre — . ¡Estamos ma­


tando a Margarita! [Ay, Dios querido!
Y con ella en brazos huyó de la cocina.
El hombre miró asombrado la escena. Con enormes
dificultades, porque nacían en su mente extrañas aso­
ciaciones que lo alejaban de lo que quería, tiataba de
pensar. De la habitación vecina llegaban los sollozos
de la niña mezclados con las palabras tranquilizado­
ras de la madre. Y aquellos gemidos, precisamente,
eran lo que perturbaba la atención del hombre. Había
surgido en su mente la escena, vista en la mañana, de
un cuzquito que se quejaba en la calle entre un corro
de chiquillos. Y mujer, hija, perro, chicos, ahora se
mezclaban en turbio tropel en su a lm a .. .
El silencio volvió a reinar. De puntillas, la madre
entró en la cocina con el pelo en desorden. El hombre,
que estaba adormecido, abrió los ojos. Un momento
su mirada vacilante cayó en la mirada de su mujer
que era como el reflejo de la luz en un vidrio turbio.
Y frente a aquellos ojos secos, helados, llenos de odio,
él agachó la cabeza. Su mano, que se había levantado
de la rodilla donde posaba, se agitó un instante en el
aire, se elevó un poco, aún y, lentamente, volvió a bus­
car apoyo. Con aire de humildad y cansancio, d ijo:
— ¿P or qué no me das la comida?
Recién entonces ella le sacó la vista.

Desde que Margarita comenzó a pensar, sintió la


vida como una cosa fea y contrariadora. De todo cuan­
to anhelaba sólo muy poco llegaba a ella. Los tres
chicos que durante la primavera y el veiano vivían en
la lujosa mansión de enfrente solían aparecer en el
jardín con juguetes hermosos. A Margarita se le anto­
jaba todo lo que desde su ventana veía. Y, más tarde,

r 114]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CU EN TOS

a veces días después, su madre ofrecíale un carrito


demasiado vulgar o un caballito de lata o una muñeca
entristecedora de tan pequeña y sin encantos. Cierto
día, cuando su madre, sonriente, abría el pequeño en­
voltorio en el que traía un bebé de goma, Margarita
exclamó, contrariada:
— ¡Ay, yo quería uno grande y de celuloide, como
el de ellos!
La madre enrojeció hasta el cuello; sus ojos llamea­
ron un momento y brillaron con lágrimas de vergüen­
za. Todo el orgullo de una raza altiva, venida con ella
a menos, le sacudió los nervios.
— ¿P or qué te has puesto colorada, mamá?
Ella no respondió. En su mano trémula el pequeño
bebé mostraba su inexpresiva sonrisa.
— ¡Eres mala conmigo, Margarita! — reprochó al
rato, resolviéndose, por fin, a envolver de nuevo el
muñequito.
Y abrió un cajón y hundió en_ su interior aquello
que la estaba haciendo sentirse a sí misma empequeñe­
cida, ridicula.
Lentamente la niña iba pensando con intensidad en
la vida. Y comprendió que de nada servían los jugue­
tes ya que poco podrían distraer y alegrar. Para ella
la vida se reducía a un conjunto de hogares constitui­
dos por los padres y los niños, adonde el hombre llega
borracho, dice palabras terribles a su mujer y se gol­
pea en ocasiones contra las cosas hasta hacerse daño;
donde la madre trabaja silenciosamente y llora con fre­
cuencia y donde los niños se pasan el día atisbando a
los padies. Una mirada, sólo, basta para que el niño
deduzca muchas cosas que van a suceder. Cuando el
padre vuelve temprano de su trabajo y está sonriente,
todo irá de una manera encantadora. El hablará a su

[ U5 ]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

mujer con cordialidad; ella sonreirá frecuentemente,


v él cogerá a sus hijos, los pondrá en las rodillas y les
contará historias de lejanos países y tiempos remotos o,
después de comer, dispondrá trocitos de madera que.
pegados hábilmente, resultarán una hermosa sillita o
un sofá o una cama de muñeca. Pero cuando es ya tar­
de y el padre no viene y luego aparece tambaleante,
ron los ojos turvos, entonces, ¡oh !, entonces hay que
huir a un rincón y permanecer inmóvil mientras la
casa tiembla. Tal eia la vida para Margarita; algo
desatado, rabioso, cruel a veces, y, otras, una cosa lin­
da y dulce que e itristece porque de antemano se sabe
que seiá fugitiva.
Margarita fue adaptándose a aquello. Sufría, pero
tomaba su dolor como algo natural, a lo que no se le
puede buscar explicación porque no la tiene.

Hubo unos días, en primavera, cuando el jardín ve­


cino estaba más hermoso que nunca y entre los sende-
rillos cubiertos de arena aparecieron nuevamente los
niños, en que empezó a ser llamada por éstos. Una
tarde Margarita se resolvió y, pidiendo permiso a su
madre, atravesó la calle. En la puerta de hierro se
detuvo, indecisa,
— ¡Entra! ¡Entra! — saltó el mayor de los chicos.
Margarita, con su humilde trajecito blanco y su
gran moña azul en los cabellos, jugaba feliz, al poco
rato, con sus nuevos amigos.
Eran tres: dos varones y una niña. Los varones se
mostraron muy amables y obsequiosos. El primer día
ya uno de ellos quiso, de todas maneras, hacerle acep­
tar el ferrocarril de cuerda que se deslizaba a gran
velocidad sobre un ancho círculo de rieles. El otro hizo
caer a Margarita a fuerza de sacudirla en su propio

[116]
B A Z A C IE G A Y O T R O S CUENTOS

caballo de hamaca. La niña había acogido a Marga*


rita con más mesura, como a una antigua amiga. En­
tre otras cosas, contóle confidencialmente que a los
varones no se les deben prestar muñecas porque las
destrozan.. .
Una amplia escalinata conducía al jardín, desde la
casa. Y Margarita vio venir por ella a la señora. Era
joven y hermosa; tenía unos ojos oscuros, pequeños,
muy alegres. La dama la acarició, rogándole que fue­
ra todas las tardes a jugar con sus hijos. Margarita
había visto al señor conversar momentos antes con
ella, arriba. Como la expresión de la señora era tan
feliz, pensó:
— El papá hoy no está borracho.
Y simultáneamente se imaginó a aquellos tres ni­
ños agazapados en un rincón, y a la señora, llorosa,
frente al esposo que rugía con las manos en alto:
“ [Usted es una perra!” “ ¡Usted es una perra!”
— ¡Qué suerte que yo haya venido en un día tan
bueno! — se dijo — . ¡Hoy todos están contentos aquí!
Esa noche Margarita tardó en dormirse pensando en
sus amigos. Era que al imaginarse sus caritas dulces
y buenas, crispadas de terror — como a veces su pro­
pia cara — cuando aquel señor tan alto e imponente
llegaba ebrio, empezó a sentir por ellos una pasión
casi maternal, penetrante, que iba creciendo hasta re­
fluir y proyectarse sobre todos los niños que había visto
y sobre todos los que presentía. Una muchedumbre
infantil apareció desde todas partes y hacia su alma
con ojos de dolor, las manitas frías, los hombros cur­
vados. Había una agitación astral en el triste conjunto
que permanecía pendiente de Margarita. Y ella, salien­
do de sí misma, desbordante de ternura, experimenta­
ba la sensación de estrecharlos a todos contra su pe­

[117 3
F R A N C ISC O E S PIN O L A

cho, esperando máa. aún más niños de los que, sofoca­


dos, concebía en el mundo misterioso y enorme.

Todas las tardes Margarita atravesaba la calle y se


reunía con sus compañeros. Empezó a conocerlos bien.
De los dos varones, el mayor, de once años, delgado y
pálido, era violento y, como todos los impulsivos, no
tenía medida en la ira y en el cariño. El otro, el menor
de los tres hermanos, grueso y de blandas mejillas, era
pacífico y llorón. En realidad tenía sus motivos para
ser esto último porque en todas las cosas salía siempre
muy mal. La niña adoptaba con Margarita una fineza
extraña, como deliberada, quizá como inducida por al­
guien con premeditación. Margarita sintió desd e el
principio eso de raro que había en su trato; pero no
llegó a analizarlo. Fue más tarde, en sus últimos días,
en los días de triste y acariciada soledad, cuando sos­
pechó que acaso su amiga fue advertida por sus pa­
dres de cómo tenía que comportarse con ella.
Había un juego elegido por el mayor de los herma­
nos: el de los matrimonios. Margarita pasaba a ser su
esposa y tenían la casa debajo de un pino gigantesco,
en medio del jardín. El niño había decidido que sus
hermanos constituyeran otro hogar en un pino cerca­
no, adonde irían frecuentemente de visita, ya a caballo,
ya en coche, ya en ferrocarril. Su hermana aceptó de
muy buen grado la idea; pero hubo un obstáculo insal­
vable: el gordo quiso a toda costa permanecer soltero,
al igual que su tío, el siempre expansivo joven que so­
lía ir a visitarlos en un larguísimo auto en donde ve­
nían siempre juguetes y dulces y más juguetes. Hubo,
pues, que resignarse a constituir un solo matrimonio, y
los otros dos niños quedaron como simples amigos de
los esposos.

[118]
R A Z A C IE G A Y OTROS CU EN TOS

Lo primero que hizo él fue regalarle el bebé de celu­


loide de su hermana. Margarita se sintió muy dichosa.
La señora, enterada, mandó esa vez a una criada con
deliciosas confituras para el b au tizo...
Todas estas cosas distraían algo a Margarita; pero
a medida que amaba más a sus amigos deseaba más
conocerles íntimamente su vida; es decir: su desgracia.
Y empezó a observar con extrañeza que en ningún mo­
mento había huellas de desdicha en los niños y en la
madre. Además, el señor — a quien solía ver por una
ventana que daba al jardín escribiendo sobre una mesa
enorme cubierta de libros y papeles — venía en oca­
siones y se les acercaba. Más de una vez acarició a
Margarita con su mano blanca y fina. Más de una vez,
también, su joven esposa, al verlo, bajaba la escali­
nata, lo cogía del brazo y lo invitaba a pasear por los
senderillos bordeados de flores.
Esas escenas llenaban dé asombro a Margarita, y
más aún cuanto que veía a sus amigos contemplarlas
con la naturalidad de quienes están habituados a pre­
senciarlas siempre.
Una tarde, avanzando ya el verano, la reunión de
los niños se hizo en el fondo del jardín, donde a esa
hora había más sombra. Fue en los días en que el gor­
do se enteró, por algún criado, de que su tío vivía solo,
sin madre, completamente libre, en una lujosa casa
donde daba alegres fiestas a sus amigos. Debajo de
una acacia enorme estaban colocadas algunas sillas
traídas del vestíbulo y una mesita colmada de dulces
y refrescos. La mamá había accedido generosamente a
los deseos de! goido que, pensando imitar a su_tío,
quiso dar esa tarde una brillante recepción. Después
que todo estuvo dispuesto, los invitados se habían ale­
jado hacia el exterior, quedando solo el dueño de casa

[119]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

debajo de la acacia. Estirándose, en puntas de pie, su


hermano oprimió el timbre de la puerta de calle. El
gordo, que esperaba todo oídos el llamado, salió a re­
cibirlos con jubilosa sorpresa. Margarita, su niño en
un brazo, apareció dando, muy circunspecta, el otro
a su compañero,
—-¡Qué criatura tan linda! ¡Deje, señora, que le dé
un beso!
El gordo cogió al bebé, lo besó y se lo entregó a la
madreeita que, al estrecharlo de nuevo contra su co­
razón, exclamó:
— Este diablito no nos deja dormir de noche, con
sus llantos.
Sonriendo con tolerante comprensión, el gordo los
condujo a su casa.
— Espero también a una señora amiga mía — enteró
tomando asiento primero que los otios.
De eso se hablaba cuando oyeron gritar en la puerta
de calle.
Era la otra niña que, después de luchar en vano por
alcanzar el timbre, había decidido anunciarse así.
Mientras se festejaban llegaron los padres y se sen­
taron en un banco próximo al lugar. Margarita, que los
sintió aproximarse, estaba preocupada. No los podía
ver; sólo escuchaba el murmullo de su conversación
ininteligible por la algazara de los ch ico s .. . Y en un
momento de calma oyó lo que, dulcemente, decía el
esposo. Algunas palabras las olvidó pronto Margarita
porque tenían un significado desconocido para ella;
pero más tarde, en sus últimos días, en los días de
triste y acariciada soledad, le parecía oír frecuente­
mente: ‘ ^ o quisiera ser todavía más bueno, más bueno
contigo” . “ Todo me parece poco para ti que has he­
cho tan feliz mi vida.”

[120]
H A Z A C IE G A Y O TR O S CU EN TOS

Margarita sintió claramente el golpeteo de su cora­


zón. Con la fugitiva rapidez del relámpago, una sen­
sación de amargo despecho apareció en su alma. Pero
fue un momento, no más. Demasiado pequeña para te­
ner la fuerza de atención que le permitiera fijar las
ideas y analizarlas, aquello se ahogó pronto en un
dolor profundo, oscuro y, asimismo, puro, que empezó
a subirla y a recorrerla como en ondas.
Mientras intervenía en los juegos —■se cansaron de
estar sentados y habían abandonado la hospitalidad
del goido que siguió a sus invitados sin preocuparse
del desaire — un turbión de ideas la asaltaron. ¿Aquel
hombre no hacía daño a nadie? ¿La señora no sufría
y podía estar siempre dichosa? ¿Sus pequeños amigos
no sabían lo que era despertarse de noche al sentir
vomitar a su padre mientras la habitación se llenaba
de un olor acre y repugnante? Ella quería saber; ella
quería enterarse de si era la única niña en el mundo
que tenía una casa espantosa.
El gordo y su hermana, con pequeñas palas, estaban
atareados en hacer montículos de arena. Más lejos,
Margarita y su compañero dormían al bebé por décima
vez en la tarde.
— Cuando este niño sea grande, será general — se
decía él, ensimismado.
Ella, decidiéndose por fin, preguntó, mirándolo fija­
mente:
— Dime, ¿tu papá le pega a tu mamá?
— ¿Estás loca? — exclamó él con los ojos ardientes
de fiereza— . ¿Qué te crees tú? ]De mi padre no se
habla!
— No — repuso, tranquilizadora y demudándose,
Margarita — . Y o decía. . . sabes. . . si le pega cuando
se emborracha.

[121]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

El niño se irguió con una mueca que le mostraba los


dientes; cogió a la niña por los hombros, la sacudió
y profirió, ahogado por la rabia y el llanto:
— i Mi papá es bueno I ¡No vengas más aquí! ¡Mala!
Margarita cayó, pero se levantó rápida y huyó per­
seguida de cerca por el niño, mientras los otros dos
chicos presenciaban la escena con ojos de asombro.
La niña dio algunos pasos antes de echar a correr tras
de su hermano. El gordo permanecía inmóvil, como
alelado. Cuando el perseguidor estiraba ya el brazo
para coger a Margarita, tropezó y se dio de bruces.
Ella siguió corriendo desesperadamente. Sobre su ca-
becita rubia la moña azul parecía una mariposa en
una mata agitada.

Al día siguiente, una criada llegó a lo de Margarita.


— La señora y los niños — dijo a la madre — le
ruegan que deje a Margarita ir a jugar.
Pero todo fue inútil. Margarita se arrinconó a llorar
en un cuarto y de allí no hubo forma de sacarla.
Cuando su madre, desistiendo ya, volvió al patio a se­
guir el lavado de ropa, Margarita entreabrió el postigo
de la ventana y miró a la calle. En el jardín, con la
cara entre los barrotes de la verja, los tres niños mi­
raban tristemente bacía su casa.
— ¡Margarita, ven! ¡Ven, Margarita!
-— ¡Ven! — repitió la niña.
— ¿Por qué eres mala? ¡Ven, Margarita! — implo­
ró el que fuera su mejor amigo.
Margarita cerró violentamente el postigo. Y en los
días sucesivos ya no volvió a aparecer en la ventana.
Sólo alguna vez, muy de tarde en tarde, se asomaba
mirando recelosa a través del cristal. Y siempre que

f 122 ]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

los niños la advertían, le gritaban con cariñosa tris­


teza:
— ¡Adiós, Margarita! ¿Y a no vendrás más?

Llegaba el otoño, las hojas se dejaban caer de las


ramas y cubrían el suelo, los pájaros habían desapa­
recido y todo se iba envolviendo en una calma pro­
funda y melancólica. Una mañana hubo gran movi­
miento en la quinta. Varios hombres cargaban mue­
bles sobre carros detenidos en la calle. Margarita, tra­
tando de ocultarse, observaba desde su ventana. Los
habitantes de la casa, como todos los años, iban a pa­
sar el invierno en el centro de la ciudad. De pronto
Margarita vio a los tres niños y, detrás, a sus padres,
aparecer en la puerta del edificio, descender la esca­
linata y atravesar el jardín hacia la calle. Entonces
Margarita abrió completamente la ventana y se asomó.
Al verla, la pequeña y el gordo gritaron:
— ¡Nos vamos! ¡Nos vamos! ¡Adiós Margarita!
— ¡Adiós! ¡Adiós! — contestó ella. Y clavó los ojos
en su mejor amigo.
Instintivamente él se había detenido un poco y, se­
parándose así de sus hermanos, caminaba ahora junto
a su padre, con los ojos bajos, serio, más pálido que
nunca.
— Vayan a despedirse de Margarita — dijo la ma­
dre al subir al auto.
Los dos pequeños cruzaron corriendo la calle y. tre­
pándose al balcón, besaron a la niña.
El otro, giavemente, avanzó y esperó a que sus her­
manos descendieran. Entonces le tendió su mano tem­
blorosa y dijo con amarga tristeza: *
— ¡Adiós, Margarita! Y o . . ¡no estaba enojado
contigo!

[ 123 ] $
F R AN C ISC O E SPIN O LA

— ¡Adiós! — balbuceó ella, trémula.


El auto partió velozmente.
Al cerrar la ventana, Margarita sollozaba. Y como
pocas veces en su vida, se mostró imperiosa, terca. Su
madre no consiguió sacarla del rincón donde se puso
a llorar. Cuando a la hora del almuerzo llegó su padre,
quiso hacerla comer. No estaba borracho. Por eso mis­
mo temblaba más y su voz era más débil. La acarició,
trató de hacerle comprender que l‘el que no come no
puede vi vi r . . pero_todo resultó en vano.
Este estado de rebelión duró poco. Después fue ca­
yendo en una tristeza a la vez honda y apaciguadora
que, secretamente, la alejaba de todo y la hundía en
sí misma. Por la noche, al acostarse, ya no veía frente
a ella una muchedumbre de niños sufrientes sobre los
que podía volcar su ternura. Un sereno dolor la envol­
vía entonces. Y aparecía ella misma ante sus ojos;
sólo ella, sólo ella en el mundo misterioso y enorme.

La piedad que experimentaba por su madre extin­


guíase lentamente. Y se borró de golpe, sin dar paso
a la menor sombra de odio, el día en que la sorpren­
dió sacudiendo con rabia a su padre, mientras éste
bacía arcadas horribles y arrojaba una saliva gomosa
que quedaba colgando en hilos de sus labios. Entonces
recordó que varias veces, sobre todo en sus primeros
años, cuando su madre quizá pensaba que ella no po­
día comprender aún, le había visto el mismo gesto de
asco y odio altivo. Y que una noche, en la oscuridad
del cuarto, desde su cama, la oyó decir en el patio,
rtitre rabiosos sollozos, después de ser golpeada:
— Y o no hice caso a mis padres. \ en vez de vivir
en un palacio, elegí tu casa perversa e inmunda.

[124 3
R A Z A C IE G A Y OTROS CUENTOS

Y como cuando él pegaba no hablaba, Margarita


sólo sintió un gemido y el ruido de un cuerpo que se
daba contra el suelo. Caída aún la madre, a Margarita
le pareció que su voz salía de abajo de la tierra:
— ¡Maldito, maldito seas!
Mas, ahora, su padre ya no era violento; su cuerpo
y su alma se habían como aflojado, y en sus ojos hú­
medos existía siempre una indescriptible expresión de
entrega. Por eso, a Margarita le pareció más cruel la
actitud de su madre. Y los últimos restos de su ternura
se proyectaron con ardor sobre aquel desgraciado. Pe­
ro sólo dos veces se sentó en las trémulas rodillas de
su padre y lo abrazó, besándolo. Desacostumbrado a
esas expansiones de amor, él no se dejaba besar y aca­
riciar sin estallar en sollozos. Eran unos gemidos tan
extraños que sacudían el alma; Margarita, al oírlos,
sentía el mismo estremecimiento misterioso que expe­
rimentaba cuando en la alta noche, más allá del jar­
dín de enfrente, ladraba un perro desconocido. Dos
veces se sentó en las rodillas de su padre, sí. La pri­
mera vez empujada por su amor; la segunda, reflexi­
vamente, ya. Después vio que la comprobación de sen­
tirse asistido conmovía a su padre hasta el daño. Un
sollozo, entonces, brotó de la garganta de la niña. Y
se mordió los labios.

Todos los días, a esa hora en que las sombras de


la noche empiezan a fluir de la tierra y, como trabajo­
samente, van levantando, levantando la luz hasta ale­
jarla de los ojos del hombre, Margarita penetraba a
oscuras en el dormitorio, entreabría el postigo de la
ventana que daba a la desierta calle y se sentaba allí.
El jardín vecino estaba en sombras y la gran mansión
destacaba por encima su silueta.

[125]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

Poco a poco el espíritu de la niña se iba alejando de


lo que la rodeaba y un estado semejante al del éxtasis
la poesía por entero. Margarita no comprendía nada,
no imaginaba nada, su voluntad en nada intervenía.
Pero se sentía como acariciada, como atraída, como
mecida, y le gustaba adormecerse así. Tal cual entra y
pasa la luz por un cuerpo transparente, así llegaba, la
atravesaba y seguía algo que no dejaba en ella sino
una vaga sensación de embeleso. Todo se reducía, pues,
a un inexplicable bienestar que la empujaba a aislarse
desde que las primeras sombras se alargaban hacia el
cielo. Al principio, aquello pasaba debajo de su con­
ciencia; después, aguardaba a la noche como se. espera
algo muy puro, muy amigo. Y al sentirla llegar mis­
teriosa, maternal, íbase debilitando su atención y se
entregaba íntegra a las sombras, cuyas ondas negras
la envolvían en la dulzura infinita de sus pliegues y
ponían entre ella y el mundo su presencia defensora.
Fue entonces cuando Margarita tuvo la sensación de
que empezaba a ser firme, tenazmente protegida, Y con
toda su alma se dedicó a ahondar en el corazón de la
noche. Aquella paulatina, irresistible identificación se
operaba fuera de sus sentidos. Ella no comprendía,
pues, al retornar a la realidad, lo que había sucedido
en los contactos cada vez más íntimos y largos; pero
una frialdad intensa empezaba a extenderse por su
conciencia, volviéndola insensible a todo lo exterior; y
pudo presenciar sin que su corazón se conmoviera la
caída de su padre en oscuro estupor, y el cada vez más
inexorable desquite de su madre. Como una cuerda
permanece muda mientras las demás suenan y, de
pronto, vibra sin que la pulsen porque otra se ha sa­
cudido con vibración idéntica a la suya, y confunden
su música, entonces, y se estrechan así, de tal manera

[ 1« ]
R A Z A C IE G A Y OTROS CUENTOS

el alma de la niña sólo se abría al nocturno llamado.


Luego en su profundo amor, en su entrega absoluta,
se dejaba penetrar, desprender silenciosa y acunar, al
fin, en el regazo tranquilo de la noche.

Sobre una mesa se amontonaban los frascos de medi­


camentos; de los nuevos medicamentos que el doctor
recetó el día en que, por fin, dijo a la madre:
— Todo hacía suponer que n o; pero, sin em bargo.. .
La niña está muy débil y en muy mala edad. Habrá
que tener mucho cuidado.
Cuando el reloj indicó las seis, la madre, que no
sacaba de la blanca esfera sus ojos de pescado, fríos,
turbios, secos, se incorporó, cogió un frasco y una cu­
chara y se acercó a la cama de la niña.
Margarita, pálida, con los ojos cerrados, parecía un
varón, porque sus cabellos rubios, aquellos cabellos de
oro tibio, de oro que vive, donde se alzaban antes las
alitas azules de su moña, habían sido cortados.
La madre le levantó la cabeza y vertió la cuchara
entre sus labios secos. Luego volvió a sentarse en su
sillón, postrada por el cansancio y el sueño. A su lado,
inmóvil, como aterrado, como culpándose de aquella
desgracia, el hombre no sacaba los ojos del suelo.
La noche se aproximaba lentamente y empezó a ten­
derse por el cuarto, Al advertirlo la mujer encendió
una bujía cuya claridad amarillenta y débil hizo retro­
ceder un poco a las tinieblas. El airecillo que penetra­
ba por la puerta agitaba la llama. Así, a cada movi­
miento, las sombras y la luz se desplazaban. El lecho
de Margarita quedaba en un ángulo oscuro. Y desde
allí parecían impulsarse las tinieblas y reducir la llama
que, irguiéndose de nuevo, temblorosa, empujábalas
otra vez hacia atrás.

[ 127 ]
11
F R A N C ISC O E SPIN O L A

La tibia lucecita se tornó luego como un barco en el


mar; en un mar tranquilo, pero inconteniblemente em­
pujado de abajo, que mece todo lo que cae en é l . . .
Sólo Margarita sintió el ladrido del perro descono­
cido que debía de vivir más allá del abandonado jar­
dín. Sólo ella lo escuchó. Entonces abrió los ojos. A su
lado vio a la noche tranquilizadora y envolvente. Mar­
garita le sonrió con dulzura. Y aquellos labios paTa
siempre quedaron entreabiertos. Porque Margarita ya
no estaba allí. Porque, piadosamente, Ella la había
sacado.

[128]
L O S C IN C O

El primer sábado de Carnaval, exactamente a la hora


desde la que se permite el disfraz — doce de la ma­
ñana — muy ansiosos después de largo aguardar ya
prontos aparecen los cinco jinetes por el camino del
pueblo. Espantadizas hasta de la sombra, a veces sólo
con paciencia consiguen que sus cabalgaduras avan­
cen. A fuerza de í( ¡ Bah! . . . ¡ Bah! . . . ¡ Caballo! . . . ”
El caballo lo constituye una tramoya de alambres
en forma de sección horizontal de equino, que se su­
jeta con un coidón desde los hombros y pende al nivel
de la cintura. Queda, pues, el armatoste por la mitad
del cuerpo. El poncho del hombre cae alrededor y ocul­
ta los alambres y sostenes. A su vez, el armazón, que
insinúa las formas del animal, mantiene una tela de
arpillera que llega hasta el suelo y oculta los pies. De
trapo bien forrados son el cuello y la cabeza. Con, crin
y todo. Como de bestia estimada. Las colas, eso sí,
copiosas.
Así vienen, camino del pueblo, los cinco. Arriba,
gente; abajo, caballos. Caballos más bien ariscos, re­
domones, que se echan atrás por cualquier cosa levan­
tando nubes de polvo. Entonces, los brazos armados de
rebenque se alzan y se abaten, punitivos. Y los pare­
jeros saltan locos de furia, de lado a lado del camino.
Y los jinetes también rabian, ya agotada la paciencia.
Y a golpe y grito obligan a adelantar a sus pingos
que, con brincos, en vano hacen por librarse de los
crueles emponchados.

[ 129 ]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

Pasan el camposanto, serias las caras, sombreros en


mano — las cosas allí no son juguete — aunque per­
mitiendo ciertos recelos a las bestias, que caracolean
al llegar y sólo a fuerza de “ chupadas” pacientes, cru­
zan. En seguida aflojan riendas. Y al airoso galopito
avanzan hacia las canteras que bordean el camino, pro­
fundas. llenas de agua. Allí, entre ellas, del boliche de
Pantaleón, sale la gente por ver. Y otra vez hay que
recurrir al rebenque, porque los fletes se asustan. Y si
bien los pescuezos y las cabezas permanecen tiesos,
abajo es una cosa tremenda. Los corcovos, en ocasio­
nes, dejan ver alpargatas y piernas. El polvo arde en
las narices,. .
En la puerta de la taberna azuzan con gritos, avie­
samente.
— ¡Flor de jineteI
— ¡A qué no lo voltea!
Y al que marcha adelante — patrón o jefe — pare­
ce que ya lo va a tirar su parejero. O, peor, que el
flete ya se va a precipitar con él en las aguas de la
cantera, hasta cuyos bordes llegan en brincos A los
otros cuatro también los traen mal. Porque son botes
arteros, inesperados, los de estas bestias de cola casi
dura y completamente rígidos cogote y testa. . .
Nadie vio quién fue; pero lo cierto es que, de pron­
to, un fósforo arrojado con malhadada puntería en­
ciende el poncho y el arnés del que va adelante. Y
mientras los otros cuatro se paran en seco, aquél, de­
jando el inquirir y la venganza para después, suje­
tando el sombrero que se le cae por un costado, corre
entre llamaradas hacia la cantera, con la cara trágica.
— ¡Hepe! ¡Hepe! ¡Hepe! ¡Hepe! — y se precipita
en el agua.
Del despacho de bebidas salen todos.

[130]
R A Z A C IEGA Y O TR O S CU EN TOS

— ¡Eso está mal! [Eso está mal! — protestan, impo­


sibilitados de apeaise, los compañeros del accidentado,
al galope hacia la profunda cantera y dejando lo otro
también para después.
Se corona de gente el ancho pozo. Abajo, a cinco
metros, flota el caballero y emergen la cabeza y el
cogote de su indesprendible cabalgadura.
— ¡Consigan una p io la !. . . ¡Pero mire qué cosa! —
grita con voz lastimera.
— ¡S] se corre más acá, hace pie, don!
— ¿Para dónde? ¿Para allí?
— Síiii.
— ¡Bueno!
Y se corre. Y hace pie.
— Bueno, ¿y van a traer piola?
— ¡ Síiii! ¡Pantaleón fue a traer la del pózoo!
— ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Déjennos pasar a noso­
tros, que somos los compañeros de él, pues!
— ¡Pero mire qué cosa!
Para ver, los compañeros deben asomarse de lado.
Con engorro acomodan sus caballos paralelamente al
borde de la cantera y, bien echados a un costado, sacan
la cabeza. Cuando sube un “ ¡Pero qué cosa!1*, ellos
sueltan, también, hacia abajo:
— ¡Pero, pero qué cosa! ¡Pero, pero qué cosa!
— ¿Se mojó el caballo? — hace descender uno.
— ¡Sí, está empapado!
— ¡Pero mire qué cosa!
— ¡Guarda! ¡Den paso! ¡Guarda!
Son Pantaleón y su cuerda.
— ¡Agárrese, d o n ! ... ¡Y con los pies vaya ayu-
dándoo!
— Sí, pero. . . ¡y no ve! •— sube del fondo.
El caballo, bien sujeto a los hombros, lo estorba.

[131]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

— ¡Ladeeló para el costado! Echele el cogote para


el costado y usted corrasé para el otro costado!. . .
— ¿Cóm o? ¿A sí?
Nadie responde. Es que se oye ruido de cascos a
todo lo que dan.
— ¡Viene el sargento! ¡Ahí viene Mansilla!
En efecto: ya pasa frente al camposanto un indiazo
uniformado.
Pantaleón, que ha tornado la cabeza, vuelve a aten­
der al foso porque hacen fuerza en la piola. Es que ya
vienen subiendo cabalgadura y jinete. Aquélla, rígi­
dos cuello y cabeza; éste, de costado, como cabalgando
a lo mujer. Los dos. a chorros.
— ¡Ayude uno, que pesa una barharidá por el
agu a!. . .
Y suelta la piola, dándose vuelta para atender a sus
espaldas. Y chasquea abajo un violento chapoteo. Por­
que, ya cerca, el caballo del sargento se asusta de los
otros cuatro caballos y se sienta en los garrones.
Castiga el policía. Clava espuelas. La bestia, bufan­
do, se hace un arco, corcovea, mientras al frente los
otros cuatro jinetes se arremolinan sin saber dónde
meterse. Son brasas los ojos del caballo policial. Y por
la boca le asoma com o una espuma.
Pantaleón, volviendo a atender a la piola, grita a
los amigos del caído:
— ¡Retirensén para que se acerque el s e ñ o r !...
— ¿Y para dónde?
— ¡Retirensén para atrás del montecito!
A extraño, largo tranco desgarbado, provocando otra
sentada y nuevos bufidos, los cuatro atraviesan media
cuadra y se ocultan entre unos sauces.
Todavía con dificultades, el sargento llega al borde
de la cantera. En eso asoma el jinete, sin sombrero y

[132]
R A Z A C IEGA Y OTROS CUENTOS

hecho sopa. En seguida, la cabeza y el cogote de su


martirio.
El caballo del sargento se para de manos. Abre la
boca con horror. Revuelve los ojos.
— ¡Pero retírese, pues, usté también, hasta que este
otro acabe de salir!
Ante lo imperioso del tono, el sargento talonea ha­
cia el montecito de sauces...
— ¡Para ahí, no! ¡Para ahí, no, que están los otros!
Desvía el policiano y va a apostarse junto al cemen­
terio.
—-¡Pero qué cosa, amigo!
Ya ha pisado en firme el emponchado. Se escurre
el agua. Y dispone el poncho en torno al armazón en
cuyo medio está. El incendio ha sido abajo. Se le ven
las piernas casi hasta las corvas.
Por eso, porque esto ya se aleja demasiado de la
forma equina, el sargento pudo acercarse casi sin di­
ficultades. Su cabalgadura apenas si resopla entre un
brillar de ojos siempre desconfiados.
— ¡Pero qué cosa, amigo!
— Bueno, ahora tiene que acompañarme hasta la
comisaría.
— ¡A mí, ¡a mí que no hice nada!, ¡por Dios ben­
dito!
Sus movimientos, fatalmente acompañados por el ar­
matoste que pende de sus hombros, hacen retroceder
entre grandes botes al sargento, cuyo caballo vuelve a
dar miedo con esos ojos y boca.
Se arremolina la gente. Y allá, del monte donde
echando sus pingos para un costado conseguían los
cuatro amigos asomar medio cuerpo, surge un clamor.
— '¡Para llevarlo a él, tienen que llevarnos a todos
nosotros!

[133]
F R AN C ISC O E SPIN O L A

Y salen del sauzal a galope tendido, mientras el sar­


gento se afirma en las crines para contrarrestar nuevas
costaladas y saltos, bajo bufidos.
Va a dar el policía, contra su voluntad, otra vez al
camposanto. Y desde allí, sacando el silbato, toca lla­
mada de auxilio.
Cada aguda pitada produce a su bestia el efecto de
un espolazo. Tiembla y se arquea como si le sangrasen
los ijares.
Junto a la cantera, los otros cinco de a caballo con­
ferencian en voz baja.
— Y o creo que si no nos entregamos va a ser peor.
— Sí, vamos a entregarnos.
El sargento descabalga en este momento para poner
las riendas en manos de un negro cuya marcha detiene
con imperio. Pe acerca a pie. Le resuena el sable.
— -Tienen que marchar a prestar declaración, los se­
ñores.
Pantaleón. la piola de rastras, se aleja corriendo al
recordar que dejó el despacho a solas y con parroquia­
nos.
Nadie ha acudido a las pitadas. El sargento decide
emprender la marcha.
— ¡Pero mire qué cosa!
Delante, por el medio de la calle, ellos; detrás, el
sargento, de ya más tranquilizada cabalgadura. Al acci­
dentado se le ven claramente los pantalones y las al­
pargatas. A los otros, como marchan al tranco, no se
les ve nada. Los cinco han perdido bríos. Nadie reco­
nocería en ézte al mismo grupo que. ratos antes, con
tanta fogosidad se aproximaba al cementerio.
Ya entran en el pueblo, cuando el jinete delantero,
es decir, él y su caballo, empiezan a caminar con difi-

[134]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

cuitad, casi cojeando. Es que se les ha aflojado una al­


pargata.
A trechos se detienen y afirman el pie en el suelo,
restregándolo. Por conservar la distancia, gracias a la
cual mantiene tranquila a su cabalgadura, el sargento
también se detiene.
Uno de los compañeros se aparea al del engorro.
Este saca el pie hacia atrás, con la alpargata que cuel­
ga ya casi suelta. Pero cuando el otro, estorbado por
su propio caballo, consigue tocarla, la falta de equi­
librio lleva al descalzado, costalando, contra una casa.
— '¡Vamos! ¡Vamos! ¿Ahora se van a quedar toda
la tarde? ¡Si se cae que se caiga, no más!
Se asoma gente a la calle. Y llama alborozada para
que acuda más.
Un niño, advirtiendo el abandono de la alpargata,
co n e solícito y la entrega al de pie en el suelo. Este la
agarra, abrumado; mira y la apoya sobre el duro
cuello de trapos retoicidos de su parejero. Pero de un
despacho parten pullas. Los caballeros se enardecen.
Y como de la otra acera también los befan, ellos dan
- el frente a un lado y a otro, mudos, con ojos de brasa.
Los armatostes siguen sus movimientos, acentuándolos.
Dan la sensación de que se reaniman, de que retornan
por sus arisqueces.
Sin entender la causa, el sargento grita, a la distan­
cia:
--—-¡Oh! ¿Y ahora vuelven a creerse que están de
fiesta? ¿Se creen que esto es chacota?
Los arreados, sudorosos, llegan. En la puerta está
un soldado de guardia. De estatuía tan pequeña que el
más pequeño traje policial de todo el Departamento le
quedó grandísimo. Hasta que se halló otro más chico
que también le quedó grande.

[135]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

Se echa atrás el casco para observar a los cinco, con


los párpados entornados.
Salvo uno, los demás están insuperables. Recuerda al
instante que, cierta vez, un tío suyo se disfrazó así.
Pero no tan, tan igualito. . .
— ]Páselos! — grita el sargento, deteniendo su ca­
ballo a quince metros.
Se descubren los jinetes y entran circundados por el
suave rumor de las zapatillas.
Es un corredor largo. A la izquierda, están los cala­
bozos. Delante de los cinco, qüe a la vez, inexorable­
mente, van detrás de un cogote y de una cabeza rígi­
dos, el arrobado soldadito pasa sin detenerse frente a
las pequeñas puertas y sigue hasta llegar al fondo.
— ¡Qué colosales! — se dice tornando la cabeza de
vez en cuando, con encanto.
E indicando, no hacia los calabozos sino hacia el
portón de las caballerizas, dice:
— ¡Adentro!
Se asoman los caballeros. Se asoman, apenas. Por­
que derribándolos entre un brusco estrépito, derriban­
do también al embelesado, saltan sobre ellos tres ca­
ballos, hacia la calle, despavoridos.

[ 136 ]
i Q U E L A S T IM A !

Paró la oreja Sosa al oír exclamar al desconocido:


— ] Qué lástima, qué lástima, que la gente sea tan
pobre!
Sosa ni caso había hecho cuando, media hora antes,
vio recortarse en la puerta del despacho de bebidas al
escuálido forastero. Siguió absorto en una sensación
penosa que lo embargaba frecuentemente. Pero al rato,
cuando separado ya el pulpero oyó al otro cerrar la
conversación con “ ¡Qué lástima que la gente sea tan
p o b r e l a sensación, de golpe, cambió de efecto, Y
comenzó a reconfortarlo algo así como un desahogo.
¡Con qué extraña dulzura había sido pronunciada
la frase! Sin rabia, sin rencor. . . A nadie culpaba.
Como si de las desgracias del mundo los hombres no
fueran responsables.
— ¡Eso está bien! ■— se dijo para sus adentros Sosa.
Y le pareció que rozaba todo su cuerpo desmirriado,
como acariciándose a sí mismo, contra un muro sin
fin de largo y de color gris pizarra.
Con interés afectuoso observó. El desconocido era
casi tan alto como él; y él era largo, de veras. Y,
como él, flaco. Lampiño, y él tenía bigote. De botas
raídas, y él con alpargatas. Los pantalones, a lo mejor,
eran a media canilla, como los suyos. Pero, con las bo­
tas, los extremos no se veían.
— A ver, caballero, ¿qué se va a servir?
El otro se tom ó hacia Sosa y miró en derredor. El
invitado era él porque no había más nadie.

[ 137]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

— Otra caña — respondió posando en Sosa una mi­


rada tiernísima.
El patrón, negro, ya viejo, de encasquetado sombre­
ro muy copudo, sirvió sin decir palabra, llenó asimis­
mo su gran “ vaso particular1* y tornó con él al rincón
donde, entre el mostrador y la desmantelada estantería,
sobre una pequeña mesa, escribía entre borrones la
carta que cierta muchacha de las mancebías le encargó
para el amor que estaba preso. Además de sombrero
tenía lentes, el negro. Unos lentes de níquel, compra­
dos de ocasión cuando el vendedor le dijo a boca de
jarro: “ Usté lo que precisa es lentes” .
Si no se lo hubiera dicho así, de g o lp e .. . El negro,
desde su candidez tocada, aunque cabeceando un poco,
sintió que no podía hacer otra cosa que sacar el dine­
r o ...
— ¿Es forastero el señor?
— Es verdá. Vengo de Santa Escilda. Y medio ando
por encontrar conchabo en la curtiembre de los Bas­
tos.
—-Buena gente, sin despreciar... ¡Salú!
Y alzó el vaso amarillo.
Entró un perrito a la taberna. Y tras él una mujer
muy llamativamente acicalada que, mientras adquiría,
buscó inútilmente con los ojos la mirada de los que
estaban allí.
— ¡Este hombre es muy gente! — pensaba Sosa.
Y comprendió que -estimaba al desconocido con un
cariño sirj tiempo.
Cuando la joven se retiró sin haber conseguido ni
por un momento atraer la atención de los amigos,
Sosa se había alejado un poco de sus pensamientos,
pues le andaban en la mente un carrito de pértigo y
una yegua tordilla sobre la cual se vio al momento

[138]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

salir del monte con una carga muy grande. Con ahinco
trató de echar- las imágenes por lo menos dentro del
monte, otra vez. Pero infructuosamente. Tuvo que vol­
ver, pues, con ellos, al hombre que tenía al frente. Y
dijo, al principio sin saber a dónde iría a parar; des­
pués, desde una grave firmeza:
— Y o tengo un carro y una yegua, caballero. . . Me
la rebusco monteando y vendiendo leña en el centro.
Yo, el carro y la yegua estamos a la disposición.
— Se agradece en lo que vale. ¡Salú!
Se alzaron los vasos, inseguros.
Sobre el mostrador pendía la lámpara. Las sombras
de los amigos se acortaban. Ellos callaban. Bebían ca­
ña. Sosa sentía algo imposible de expresar, pero que
era como el desarrollo de aquel “ ¡Qué lástima, qué
lástima que la gente sea tan pobre!” , que le había
hecho parar la oreja. O, tal vez, era un “ ¡Qué lásti­
m a!” , sólo, que crecía y embargaba todas las cosas del
mundo, y con ellas subía más allá de las nubes y las
mostraba así, desoladas, míseras, a alguien capaz, si
mirara, de acomodarlas m ejor.
Con el índice mesaba los pelos del bigote contra
ambos lados del labio.
Se oyó el pitar de un silbato. Otros, lejos, sonaron
también. De la cabe llegaron voces. Y una voz de mu­
jer, clara y metálica. Más atrás, del fondo de la no­
che, ladridos. Y el jadeo de una locomotora.
El patrón, en un instante, al beber gran trago de
caña, los miró fijo. Pero sin verlos, abstraído, incli­
nando a un costado el sombrerazo para rascarse las
motas ya grises. Era que, escribiendo cada vez con
más empeño lo que la muchacha le recomendara, se
inquietó de súbito. Desde el principio de la escritura
el corazón del negro se había ido conmoviendo secre-

[ 139 ]
F R AN C ISC O E SPIN O L A

lamente. El nunca hizo cartas. No tenía a quién. Y


esto que anotaba a pedido venía tan bien con lo que
podía confiar a un amigo lejano, si lo tuviera, que,
repitiendo un sorbo de caña, ponía sobre el papel, des*
pació, tembloroso, como algo íntimo: “ Las cosas mar­
chan muy mal. Viene muy poca gente. Y a los tiempos
de antes no volverán nunca más. . . ”
El negro vacilo, parpadeando. Se alejaba de las pa­
labras de la muchacha. Pero continuó por su cuenta,
atraído como por una voz que lo llamaba desde el
fondo de su ser: “ Y cuando no hay nada al lado, cuan­
do no hay nadie, nadie al lado, entonces se piensa en
cuando la niñez. jTan linda que era !”
Algún recuerdo muy hundido, fue tocado por esta
frase; pero la conciencia manoteó de nuevo, por suerte,
la imagen de la muchacha y, con ello, las verdaderas
palabras a revelar en la carta hicieron presente su ex­
pectación. Lo que debía seguir era: “ Voy a comprar­
me una pollera azul y un saquito b la n c o ...” . Esto,
pues, lo volvió por entero a la realidad. Allí fue donde
el negro quedó en desazón. Inclinó a un costado el som­
brero. Sin verlos, miró a los dos largos parroquianos.
Dejó la pluma, Se quitó los lentes. Llevó a los labios
su gran “ vaso particular” . La vista le oscilaba.
1
— Otra vuelta, haga el bien.
Estaban bastante cargados. El tabernero sirvió y
tornó a su pequeña mesa. Y poi no recordar el acon­
gojante giro que había tomado la misiva, comenzó a
turbarse con cosas menos embaí gadoras. Las manazas
sobre el manchado pliego de papel, ante el temor re­
ciente y bienhechor a un pedido de fiado o a una fuga
intempestiva o a un seco “ Aquí no pagamos nada y
se acabó” , él se puso en guardia.

[ 140 ]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CU EN TOS

— Y o en seguida me di cuenta, Juan Pedro, que


usté era una persona gente — confiaba con ternura
Sosa al que acababa de revelarle el nombre.
Juan Pedro sonreía. Y posaba en su reciente amigo,
alto, flaco, pantalón muy por encima del tobillo — co­
mo el pantalón de él, sí, si él no tuviera botas — , posa­
ba una mirada tan dulce que casi no miraba nada.
- Y vuelta a aparecérsele a Sosa el carro y la yegua
tordilla. Y vuelta a llevarlos, ahora ufano y dichoso,
hacia su compañero.
— Usté, Juan Pedro, cuando quiera la yegua, va a
mi casa y la saca. ¿Fuma otro, Juan Pedro?
Juan Pedro, ya con las manos muy torpes, lio un
cigarro, encendió y dejó que saliera libremente, de
toda la boca, el humo.
— Usté, cuando la precise, va, no más, a mi casa y
saca la y e g u a .. . Y si yo no estoy, la saca lo mismo.
Vaciló. La realidad no daba más y su ardiente pa­
sión quería más, todavía, Y arrolló la realidad. Y salió
al otro lado, terriblemente amoroso, diciendo:
— Y si la yegua no está .. . ¡usted la saca, lo mismo!
Esto de sacar la yegua aunque la yegua no estuviera,
conmovió hasta el estremecimiento a Juan Pedro. No
advirtió que faltaría la yegua. O le pareció que la ye­
gua podía estar y no estar. Porque lo cierto es que
“ si la yegua no está, la saca lo mismo'*, se le quedó
bien grabado y era lo único que permanecía firme en­
tre cosas que comenzaban a tambalearse.
Volvió a mirar a su amigo. Pero apenas si lo veía.
Se veía él, él solo, ya. Hasta la perenne sonrisa se le
daba vuelta. Como sí se le hubiera hecho convexa. Se
quería a sí mismo, ahora, y ascendía en alas de su
amor, sobre los mundos. Llevándose la mano a la cara,
comenzó a acariciarse la sonrisa.

[ 141]
FR AN C ISC O ESPIN OLA

— La yegua es suya, amigo Juan Pedro — seguía


Sosa por su lado, implacablemente generoso, con los
ojos apagándosele.
Juan Pedro, que no pudo soportar sino por breve
tiempo su delirio, había posado otra vez en tierra,
ahora contrito. ¿Qué podía dar él en retribución a
aquel corazón fraterno? ¿O qué decir, al menos? Juan
Pedro tenía ganas de llorar. Cierto caballo de que una
vez fue dueño de pronto se le apareció y espantó su
sonrisa. Lo vendió al llegar a Santa Escilda porque,
por desgracia, ¿para qué quería caballo en aquel pe­
queño villorrio? Cuando comprendió para qué lo que­
ría — para quererlo, precisamente — era ya tarde.
Se había gastado la plata en las pulperías. Y el caballo
zaino siguió con un tropero hacia “ La Tablada’’, allá
tan lejos. Y pasó de regreso, a los días. Y volvió a
cruzar como al mes. Hasta que caballo y tropero des­
aparecieron. ¡El, él lo había vendido! ¡A aquel caba­
llo amigo! Y el amigo pasaba y repasaba. Y" él, a ve­
ces, ni plata tenía para emborracharse a cada pagada.
Y sobre todo cuando ya no pasó más. Ni en un mes,
ni en dos: nunca, nunca más.
— La yegua es s u y a .,.
— ¡No, compañero! ¡La yegua no es mía, es suya!
El negro, con inquietud, se acomodó el sombrero y,
a una señal de Sosa, trajo otra vuelta.
— Es suya digo.
— ¡No, no,-Sosa! ¡No, no! ¡Es suya!
— |Es suya, amigo!
-—¡No, Sosa, no!
Y la mirada se le mojaba en lágrimas.
— Vamos, compañero, la yegua es suya.
— jNo, no es mía; no es mía!

[ 142 ]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

— Es que usté no me entiende lo que le quiero de-


cir — advirtió Sosa, por fin.
Bebió un trago, chupó, sin advertir que inútilmen-
te, la apagada colilla y explicó, recalcando las pala-
bras:
— Yo, lo que le quiero decir, es que la yegua es
suya.
Juan Pedro, vencido, abrió los brazos. Y los dos ami­
gos, tan altos y flacos, de botas el uno, de alpargatas
el olio, se estrecharon palmoteándose suavemente las
espaldas, bajo los ojos del" negro cuyo espíritu había
caído en la conversación como en un remolino y no
hallaba nada en qué agarraise.
Un- indio que entraba desaprensivamente a la taber­
na se detuvo bruscamente. Pero convencido de que
aquello no era pelea, se aproximó al mostrador, pidió
y bebió sin respirar.
— ¿Y qué es de esa preciosa vida?
— Bien, por el momento — contestó el negro después
de un silencio, porque la pregunta le tardó en llegar
y la respuesta en salir.
De inmediato, sin embargo, tuvo la sensación de que
io habían sacado como de un sumidero.
Salió el indio. Ya en la calle su voz se oyó entre
risotadas.
¡Cómo ladraban los perros, lejos desde el fondo de
la noche!
— ¡Y o soy así! ¡Y o soy así! — sostenía Sosa gol­
peándose el pecho frenético de dicha
Ahora sí lo había empezado a ver otra vez Juan
Pedro. Medio borroso, pero lo veía. Percibía el bigote
de Sosa, sus pantalones por encima del tobillo, sus al­
pargatas. ¡Era tan extraño aquello! El no le miraba

[143]
12
FR AN C ISC O E SPIN O LA

más que la parte superior del cuerpo. Y lo veía, sin


embargo, hasta los pantalones y las alpargatas.
Ya no podían más de caña.
— ¿Qué le parece.. . si saliéramos.. , un p o c o .. . a
refrescarnos. . . y después volvemos. .. a tomar?
Juan Pedro aceptó con un cabeceo. El tabernero se
caló los lentes, echó atrás el sombrero y sumó. Suce­
sivas rectificaciones fueron contraproducentes. A cada
vez el resultado era distinto. Se sacó el sombrero.
Llevó al mostrador su ‘ Vaso particular” y le bebió
el último sorbo. Su cabeza de grises motas volvió a
inclinarse. Después de aquel breve descanso se resolvió
a sumar por última vez y a tomar aquel resultado
como definitivo. Con la conciencia ya más firme dio
a cada cual su vuelto. Pero perdió pie de nuevo cuan­
do oyó que Juan Pedro decía a su amigo Sosa:
— ¿Vamos saliendo, Juan Pedro?
El espíritu del negro, quien ya se acomodaba otra
vez el sombrero, flotó un momento en el vacío. Y como
el ventarrón a una hojita, así se lo llevó lejos lo que,
desde la puerta, al rodear con el brazo el cuello de su
camarada, exclamó Sosa:
— ¡Cuidado, Sosa, cuidado con el escalón!
Sin mirar, el negro vio la mesa, el lapicero, la carta.
Y vio cruzar todo veloz. Y hundirse allá en el fondo
de aquello donde ladraban, ladraban los p e rro s..,
Se sacó el sombrero.

[144]
R A N C H O EN L A NOCHE

Sobre la tierra de loa hombres, nada


verá el ojo más blanco que aquel blanco.
D’Annunzio.

A la luna luminosamente inmóvil, lejana y casta


hija de los cielos, ¿qué dicen, palpitantes, las estre­
llas? — “ ¡Qué bella eres! — cantan — . ¡Qué blan­
cura tan blanca! ¡No hay blancura más blanca que tu
blanco! ¡Santo blanco, tu blanco! ¡Blanco santo!”
Pero ella no escucha. Embebecida en sí misma, sue­
ña un blanco que es más blanco, más blanco, todavía:
más blanco que lo blanco. Y el aire difunde sobre los
bosques y los ríos y la pradera y el inmenso océano;
y sobre este rancho, aquí, mísero: “ ¡Qué bella eres,
blanca! ¡No hay blancura más blanca!”
Dentro — negro terrón, paja dorada — , dos Mal­
vones se estiran por ver; y un Cisne. Por ver entrar al
Angel y al Perro. Del brazo. Marcial éste en su mar­
cha para darse ufanía. ¡Qué hermosa cola y qué alas
tan finas! Blancas, éstas. Negra la cola rígida. Tre­
menda.
— ¡Qué manera de hacer calor!
— ¿Dónde?
— Aquí.
— ¡Ah, sí, hace un calor! Pero no es nada, ¿no es
cierto?
— No es nada, n o; no es nada.
Un Gallo, dos mustias Margaritas, León remendado,
rodeándolos. Y tornan todos la mirada hacia la puerta.
Claveles y Juan Pérez, son. Gordos, los Claveles, y ro­

[ 145 ]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

jos. El, de inmaculadas zapatillas blancas. Junto al


grave silencio del Perro y del León, Juan Pérez ha
puesto el suyo, dulce. Y la blancura de sus zapatillas.
— ¡Adiós, querida! ¡Qué alas tan lindas!
— ¡No, q u é !. . . ¡Lindas son tus hojitas verdes en la
cintura!
Estrépito de latas chisporrotea y crepita. Que en el
patio, sobre tarros y escandalosos jarros, una cabal­
gadura de alambre y trapo ha ido a costalar, resonán­
dolos. Jinetes barbudos irrumpen en la sala. ¡O h!, a
saltos en la sala, desparramando sillas y gente hacia
los rincones, contra la pared.
— ¡Mis alas! ¡Ay mis alas!
En los botes y brincos las gualdrapas descubren, en
vez de casco, pantalón y alpargata. El polvo se levanta.
Nubecillas al techo, paja de oro. El Arbol, que va a
entrar desaprensivo, piensa en su frágil profusión de
ramas y, prudente, permanece en el patio, expectante.
El polvo es como humo. Un ventanillo ya ábrese a la
noche. A la diáfana libertad ofrecida entrégase el pol­
vo, desvanécese entre cánticos: ltNo hay blancura más
blanca que su b la n c o ...” . Embebecida en un sueño
más blanco, todavía, ella, la cantada, no puede escu­
char. Imposible hbiarse de sí misma. Sorda y ciega
de tan blanca está. Y el polvo sube y trema asordinado
y exacto: “ ¡Oh, qué blanco tan blanco el de su blan­
c o !” .
— ¡Que lo tira! ¡Sujete! ¡Ay, Dios, qué brincos!
Se ha escapado una alpargata. Voló y posó sobre
las faldas verdes.
— ¿De cuál de los tres es esto que me cayó en las
faldas?
Hay que volver al patio a sujetar mejor la cinta,
p u e s ... Al patio pálido de luna y de dos linternas,

[ 146 ]
R A Z A C IEGA Y OTROS CU EN TOS

dos faroles amarillos; de luna embebecida en sí mis­


ma, cerrada en blanco, abierta sólo a su interior, más
blanco, todavía y, demasiado alta e inasible, empe­
ro, para la corta rmrada macilenta y sucia y desvane­
cida de amor, de las linternas. Suena la tierra entera:
piedra y monte y agua y carne, ahora emblanqueci­
dos. Sueña la tierra entera, ahora: “ ¿Dónde, dónde
blancura ya más blanca? ¡Ninguno así de blanco en­
tre los blancos!”
Y Juan Pérez, ahora, en medio de la sala, con sus
zapatillas blancas y su sonrisa pegada, que aletea y no
huye, como mariposa viva con alfiler. Y el León, el
Perro, Margaritas, el Cisne, muda Sota de Espadas, y
Claveles y el Angel. Y ya también, asimismo — tras el
Arbol al que hay que doblarle las ramas con dificultad
para que pueda transponer el estiecho, bajo d in tel...
la Muerte. La Muerte, sí, con su guadaña y su farol
que ha dejado en el suelo para ayudar a que el Arbol
logre el pasaje; filo mellado y color de lumbre que
empuña nuevamente, ahora, entrando.
— ¡Jesús! ¡Por Dios! ¡Que salga!
— ¡Que la echen!
El Oso lento y dócil y cansado. Enhiesto, arriba;
abajo, chueco. Y el domador cazurro: parla y látigo.
Más polvo hacia lo blanco, a cada golpe y a aquel
danzar como de escobas, levantador de polvo, pati­
zambo.
— ¡Qué tierra!
— ¡Páre al instante el bicho!
— ¡A ver, que riego! ¡Juan Pérez, que salpico!
— ¡Para atrás, Juan Pérez, por su bien, que salpica!
Ya van a sonar las guitarras. Ya están sonando. Y
el acordeón se apresta a seguirlas, jadeante, cojo.
— “ ¡Oh! ¡ O h ! . . . ¡Oh! ¡ O h ! . . . ¡Qué cosa!” —

[ 147 ]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

musitan las guitarras, cuchichean entre ellas, oscura­


mente.
— ¡Qué linda, ay, Dios!, ¡qué linda pieza es la que
va a empezar!
— ¿Por qué, Clavel, es tan indiferente? Y o soy bue­
n o . . . Y o soy trabajador — ha dicho el Perro, trémulo.
■— '¡Esas ramas, ay!
— ¡Cuidado con sus ramas!
— [Ay, qué fastidio! ¡Esas ramas que arañan!
— ¡Es que es de balde, no se puede bailar así ves­
tido! Tíreme esta rama para aquí y la otra para allá.
¿No ve que de frente se me doblan todas para atrás?
Y ahora sáqueme a mí despacito para el patio. ¿No
ve que me estoy descascarando y se me ve un poco la
camiseta?
— “ ¡O h !” — ha gemido el acordeón— . “ Estaba llo­
viendo mucho, y yo me mojaba todo. Y golpeaba a su
puerta. . . Y ella no abría. Pero me oía, sí. No estaba
durmiendo. Me oía. Me o í a .. . Me o í a .. . ”
— “ ¡Oh! ¡O h !” las guitarras dejan brotar en tra­
bazón oscu ra— . “ ¡Oh! ¡O h! ¡Qué cosa!”
— “ ¡No estaba durmiendo, no! ¡Me o ía !” — vuelve
a quejarse, desde su fatiga, el acordeón— . “ No estaba
dormida. . . Y había puesto trancas a la puerta. Y me
dejaba g olp e a r... y mojarme mucho, ¡tod o!”
— “ ¡Oh! ¡O h !” — murmuran las guitarras, oscura­
mente— . “ ¡Oh! ¡O h!, ¡ha puesto trancas; ha puesto
gruesas trancas! ¡Y ella, detrás, escucha t o d o ... y
r íe !”
Y el acordeón, tosiendo, desde su cansancio, desde
su asma, las alcanza, cojeando. Y ya para callarle, Ies
confía:
— “ ¡Estoy todo m o ja d o !. . . ¡Me estoy muriendo de
f r í o !. . . ¡Me estoy muriendo de este fr ío !”

[ 148]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CU EN TOS

Las cuerdas agudas sufren un grito lastimero. Y una


mano se interpone para que no vean las inocentes. Un
brusco bordoneo — sí, una mano — que las ciega, pia­
dosa. ..
— ¡A h !, le han dicho a la Muerte que se vaya al
patio, entre los borrachos, y no vuelva más aquí; que
a cada momento se pega una en su guadaña o da en
su farol ¡y se horroriza!
— Y a Juan Pérez también se lo han dicho. Si no
sabe bailar, le dijeron, váyase al patio, porque la sala
es c h ic a ... ¡Y él estorba por diez porque tiende las
manos para que no se le acerquen y le pisen las za­
patillas !
— ¡Qué lindo es, Sota de Espadas, estar de fiesta y
no acordarse de nada!
-— Sí, pero usted lava, ¿no es cierto?
— Sí, ¿no ve las manos? Antes todos tenían que
hacer con mis manos. Y me gustaría sentarme, pero
tengo que estar parada toda la noche por las alas. En
el respaldo se me arrugan todas. ,.
Por el ventanuco, desde afuera, el Arbol y la Muerte
miran la danza, tristemente. Y tragan polvo. Que éste
sube hacia el fleco multicolor de las guirnaldas. Y si­
gue, vaga arriba, rozando la pajiza techumbre de oro
muerto y, sale entre los cariacontecidos asomados, y
se pega a los pliegues del humo de la homalla del pa­
tio, por ascender más pronto hacia lo diáfano. Donde
las estrellas... Pero no, ¡a y!, están gimiendo; gritan,
ahora las estrellas. Claman, gritan porque la blanca,
tan blanca luna advierta, saliendo de su ensueño, a la
famélica nube negra, agazapada, en acecho tras los ho­
rizontes. Con rabioso, sierpe pérfida. Toda ojos de
cueva, agazapada frente a la ensoñante. . .

[ 14& ]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

Otra vez ruedan latas con escándalo. Que en la do­


rna del patio, un potro de arpillera, ahora en jirones,
ha volteado al Oso — dormido en su borrachera —
patas ariiba sobre jarros y ta rr o s... Pata de Palo
— bota y palo — tira del en Perra y lo levanta. Y el
Oso retiibuye, a su vez, sosteniendo al salvador, que
tambalea.
— “ jOh! ¡ O h ! . . . ¡Oh! ¡O h !” — murmuran aden­
tro ellas, las guitarras, oscuramente— . “ ¡Oh! ¡O h !”
— ¡Qué trabajo para hacerse la cola!
— No, parece. Y es del año pasado.
— ¡Ah, u sted ... la guarda!
— Sí, la gu a rd o,. . y después me la pongo.
— “ ¡Oh! ¡ O h ! . . . ¡O h! ¡O h !”
— 1“ (Feio me oía, sí! ¡No estaba dormida, me
> 1 si
o ía ]* ,,
—“ ¡Oh! ¡Oh! ¡Ha puesto trancas; ha puesto grue­
sas trancas1 ¡Y ella, detrás, escucha todo, y ríe !”
— ¡A v! ¡A bailar conmigo entre Pata de Palo y está
borracho como una cuba!
— ¡Pata de Palo, no empuje!
— ¡Pata de Palo, que me DÍsa!
— “ ¡Oh! ¡ O h ! . . . ¡O h! ¡ O h ! . . . ”
— “ ¡Estoy mojado, todo mojado! ¡Y me oye golpear
porque está despierta! . .. ¡Me oye, s í . . . s í . . . s í ! . .
— “ ¡O h!, ¡Oh! ¡Ha puesto gruesas trancas! ¡Se va
a morir de frío, de este fr ío !”
— ¡Pata de Palo, no bailo más!
Hecho una furia sale Pata de Palo en busca de Juan
Pérez para que lo consuele. Tuan Pérez vigila la bota
y el palo y sus zapatillas inmaculadas, mientras se
pone a consolar, caído el alfiler, volada la mariposa.
— Venga, Pata de Palo. Venga, Muerte. Vengan a
tomar. Cuelgue su farol, Muerte, al lado de ese farol.

[ 150]
R A Z A C IE G A Y OTROS CU EN TOS

— “ ¡O h!, i Oh! ¡Ha puesto trancas! ¡O h !, ¡Oh!


¡Qué cosa! ¡Lo va a m atar.. . de frío, de este fr ío !”
— Siéntese en estos bancos. Beba, primero, Pata de
Palo. Y ahora, que heba la Muerte. Yo, después, el últi­
m o. . . Y, después, nosotros dos nos vamos y no ven­
dremos nunca más. ¿Y usted, Muerte?
— ¡Y o también me v o y ... y los tres no vendremos
nunca más!
Otro farol, ahora, en el patio. Amarillo, sucio, des­
vanecido, el de la Muerte. Tres faroles, ahora, estirada
su luz sin bríos hacia el polvo demasiado alto ya y
hacia el humo lejano, que ascienden, ahora, enloque­
cidos, remolineantes, en torbellino. Porque las estrellas
gritan, trizándose, que ya se arrastran, se arrastran la
nube y su negrura: can rabioso, sierpe pérfida, ojos
de cueva.
¡Y la luna, tan pálida, soñando!
¡Murió la blanca! La malvada nube negra duerme.
Y las estrellas, dejando sin rutas al humo aquel y al
polvo, en su fuga enloquecida. . .
S ilen cio.. . S ilen cio.. . Junto a macilento color de
lumbre que se pone en como cauteloso movimiento ya,
silencio. Y, ahora, silencio y g o lp e ... silencio y gol­
p e . . . silencio y g o lp e .. .
— Sosténgame, Pata de Palo, Me voy a sacar las za­
patillas, así no me las humedece el rocío. Sostén­
game . . .
— 1“ ¡O h!, ¡ O h ! . . . ¡O h -ía !... ¡O h - í a !...”
¡Se cayó Pata de Palo!
— “ ¡Oh!, ¡O h - í a !. .. ¡Oh!, ¡ O h - í a ! . . . ”
Silencio y g o lp e ... Silencio y g o lp e ... Silencio y
golpe. . . Silencio y golpe. . .
Silencio.

[151]
LAS RATAS

Me veo, siendo muy niño, siguiendo una mañana


hacia el fondo de la casona familiar a una criada que,
entre aspavientos, portaba una gran caldera de agua
hirviente. El fondo era extenso. A un lado, estaba la
caballeriza y el altillo para los forrajes, largos de
varios metros. Al frente, las habitaciones de la servi­
dumbre y de los recogidos. Cuando la criada se detuvo
frente a una trampa de alambre que encerraba dos
ratas, el espanto estrujó mi corazón. Al vernos, ellas
se debatieron contra las paredes de la jaula, arañando
los alambres. Luego, se echaron con las cabecitas pe­
gadas al suelo, jadeantes. Sus ojillos abiertos no que­
rían mirar.
De pronto, profiriendo a gritos:
— ¡Destrocen, ahora! ¡Traigan pestes, ahora! — la
mujer alzó la caldera.
Un chorro quemante, un solo, breve chorro, cayó
sobre las ratas, cuyos lomos humearon, despeinándose,
y se encogieron entre ahogados chillidos. La maldita
jaula se estremeció, se dio vuelta, rodó, saltó, despi­
diendo un pegajoso tufo a carne recorida. Como ositos
se paraban en dos patas las infortunadas, rascando con
las uñas los fatales alambres. Y caían. Y en botes de
epilepsia se destrozaban los hocicos buscando salida.
Inexorable, la criada dejó caer un nuevo chorro; esta
vez prolongado, perseguidor. Sin voz de horror, yo
permanecía inmóvil, con los ojos secos, vueltos vidrio.
Entre el clamor ya desvaneciéndose, la jaula daba

[ 152 ]
B A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

tumbos, crujía a influjo de las pequeñas garras urgi­


das. Y aparecían los dientecillos en las crispaciones
del martirio.
— [Destrocen, ahora! ¡Traigan pestes, ahora!
Hasta que una cayó encogiéndose en brusca cris­
patura y se estiró luego, imperceptiblemente. Entonces,
enloquecida, la otra quiso guarecer la cabeza bajo el
cuerpo inerte. Pero alcanzada otra vez por el agua,
tocó el techo, de un brinco, rodó también, temblando,
y quedó quieta.
Cayó todavía más agua, acabando con la tersura de
aquellas pieles grises. La mujer se alejó sin mirarme.
Y o . . . yo no había recibido todavía el golpe de saber
que las oraciones aprendidas eran sólo para los huma­
nos; que lo demás, las plantas, las bestias, la tierra
toda quedaban fuera, en horroroso desamparo. Cuan­
do pude salir de mi anonadamiento, me arrodillé, pues.
Y elevé mis preces a Dios por las almas de las dos
bestezuelas quemadas.
Momentáneamente, una dulce paz se posesionó de
mí. Volví al patio. Entré en el cuarto donde mi madre
yacía en cama, enferma. No sé por qué. guardé el se­
creto de la escena que acababa de presenciar. Ella
extendió el brazo, y acarició mis mejillas. Estaba oje­
rosa y pálida. Bella como la que, allí mismo, rodeada
de flores, me contemplaba desde su nicho, a la luz per­
manente de una veladora.
Mi madre me cantaba siempre la canción de un viejo
arpista muy pobre, con varios niñitos, a quienes tenía
muy poco que darles de comer. Una noche de lobos en
que llegó sin nada, al oír “ ¡Danos pan! ¡Tenemos ham­
b re !” , desesperado, se puso a tañer el arpa. Ellos dan­
zaban. Danzaban hasta caer, dormidos, a sus pies, para
no abrir ya nunca más los ojos.

C153 ]
FR AN C ISC O ESPIN OLA

Bajo la mano de mi madre, el reciente martirio y la


idea de los roedores que todavía vivían en sus cuevas
del fondo volvieron a turbar mi corazón. Asocié la can­
ción del viejo arpista con sus niños hambrientos.
— Mamá — dije, trepándome a la cama— , cánta­
me lo de los niños.
Ella sonrió, melancólica. Me situó de manera que yo
no tocara su vientre, y accedió con su cara junto a la
mía, Pero su acento, ahora, evocaba para mí más que
niños danzando hasta morir bajo los sones del arpa.
Y o veía también ratas, muchas ratas, extenuándose
hasta caer inanimadas.. .
De pronto, algo cálido cayó sobre mi mejilla. Alcé la
cabeza. Estaba llorando mi madre. Evocaba por su par­
te, sin duda, ahora lo comprendo, algo más que los
hijos del arpista. Y derramaba lágrimas por dos ni­
ños, yo y el que iba a nacerle, que nos hundiríamos
pronto en el incierto, hosco porvenir. Recién terminaba
una guerra. El padre, herido, todavía no había llega­
do: en los fogones revolucionarios las brasas ardían,
aún. . . Pero siguió con un acento triste como nunca,
como jamás había cantado, mientras mi alma se iba
sintiendo presa de un oscuro y poderoso infortunio
que me fue estrechando cada vez más a ella, hasta que,
de pronto, lanzó un gemido mi madre. Y una anciana
negra, arrojando su cigarro a medio fumar, entró en el
cuarto y me llevó afuera a pesar de las protestas.

*
**

En el patio, junto al pasillo de la puerta de calle,


sobre una pequeña mesa, había siempre una bandeja
con monedas para los mendigos que acudían diaria­
mente. Al pasar junto a ella me asaltó una súbita idea

[154]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

que quise rechazar lleno de susto; pero que lenta y se­


guramente fue ganando mi voluntad. Se disimulaba
entre otras, aparecía en parte, se desnudaba y se ocul­
taba en seguida, conducía mi imaginación hacia los
estantes del vecino almacén y la tornaba presto, con
sabrosas adquisiciones, hacia las negras cuevas de las
ratas. . .
Desde ese momento, muchas veces me dirigía a la
caballeriza, subía por la escalera hasta el vasto altillo,
me tumbaba entre los fardos de pasto, y allí acari­
ciaba la ensoñación, con m ov id o... ¡A h! Era de no­
che, imaginaba yo, era de noche en una inmensa pla­
nicie solitaria. Me veía, a la luz de una luna pálida,
con las manos desbordantes de exquisitas confituras.
Y de todos los puntos del horizonte irrumpían, enton­
ces, las ratas. Silencioso, sin sorpresa, multiplicándose
en las sombras, avanzaba el pardo tendal como tibia
marea de lava. Mis manos se abrían inagotables. Y los
míseros roedores devoraban, junto con los dulces do­
nes, mi ternura irresistible y desbordada. Lejos las
trampas traidoras, las criadas crueles, los humeantes
calderos. En la vasta planicie ellas y yo. Y la luna
pálida. Y mi pasión, cuyo ai diente conjuro incorpo­
raba en el vago horizonte más y más acercantes ani-
malillos. Saltaban éstos entre mis piernas. Cogían en
el- aire los trozos de pan, de queso, de chauchas de
algarrobo. Y en amplios movimientos mis brazos arro­
jábanlos en derredor a los lejanos. Luego, callada­
mente, bajo la luna pálida, íbanse retirando hacia de­
trás del confín. Y quedaba yo solo en la vasta plani­
cie. Solo, grave y amoroso como un dios. Protegiendo
el sueño de la confiada multitud maldita.
Pero pronto la realidad volvía. Y me asaltaba la
desolación. Deambulabá sin sombra por la enorme

[ 155 ]
F R AN C ISC O E SPIN O L A

casa. Yo, niño, entre las campanadas de las altas to­


rres que me envolvían, y envolvían el pueblo y seguían
hacia los campos, desfallecía de angustioso amor.
¿Malditas las que roban, destrozan, contagian las pes­
tes? ¿Trampas para ellas? ¿M u e rte ?... ¡Ah. Dios
mío! Y me escurría entre las patas de los caballos, y
trepaba al altillo a resoñar con la planicie bajo la luna
pálida.
Hasta que, para mantenerse, el ensueño empezó a
exigir algo, aunque fuese un poco, de verdad. Se me
aparecía de nuevo, insistente, la bandeja con monedas
del patio. Y el almacén vecino, de sabrosas provisio­
nes. Entonces, me ahogaba la congoja. Y la sensación
del mundo subterráneo y desdichado de las ratas, in­
fundiéndome infinita piedad, no era bastante para m o­
ver mi mano. Llegaba de abajo, de la cuadra, el sordo
mascar de los caballos. Este rumor oscuro, paciente, se
fundía al oscuro y paciente infortunio de las cuevas.
Mi alma, que después sabría de las cuevas desdichadas
y oscuras y pacientes de los hombres, se agitaba en un
desesperado delirio. El miedo a robar me rodeaba con
barrotes de jaula. Hundía la cara entre el pasto seco,
cuyo perfume traía también sus peculiares sensaciones
de oscura resignación, de mansedumbre. Y lloraba.
Cierta imagen desolada aparecía fatalmente. La de un
hombre de piernas atadas por debajo del vientre de su
cabalgadura, de manos atadas a la espalda, llevando en
pos a una pareja de policías emponchados, que atra­
vesó el pueblo cierta tarde de lluvia. Tan abatida iba
su cabeza, que la hundía casi entre las negras barbas.
Me veía atado yo, tan pequeño, a un enorme caballo,
bajo la lluvia. Yo, en un peregrinaje sin descanso ni
retorno, atadas las manos, atadas las piernas por de­
bajo del vientre del caballo, seguido de patibularios

[ 156 ]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTO S-

emponchados, cada vez más lejos, más lejos de mi ma­


dre. . .
Pero triunfó mi piedad. Y atravesé el patio. Y robé.
Y compré. Y repartí entre mis invisibles amigos, echán­
doles dentro de las cuevas el botín de mis robos.
Pasaron los años. Dejé el pueblo por Montevideo.
Pero me ahogaba. Regresé. Y mi corazón me fue arras­
trando hacia las míseras cuevas de quienes suelen des­
trozar, llevar las pestes. Ahora, éstos eran hombres.
¡Ay, Dios m ío!

[ 157 ]
E L M IL A G R O DEL H ERM AN O S IM P L IC IO

— Hermano Simplicio, perdonad que os diga que


preferir la sopa de ajos al pavo trufado significa una
barbaridad,
— Es que a m í . . . no s é .. . — quiso disculparse el
Hermano Simplicio bajando la vista ante los ojos se­
veros del Hermano Damasceno.
— Os digo, venerables Hermanos — intervino el
Prior — , que a pesar de ser un absurdo, indudable­
mente, la preferencia del Hermano S im p licio...
Estas últimas palabras no llegaron al Hermano Sim­
plicio. Al desviar la mirada de la del Hermano Da­
masceno, habíala posado sobre la gran rodaja rellena
de su plato. Dentro del arco de un rosa desvanecido
de la carne, minúsculos hilos verdes y el círculo ama-
lillo de un huevo duro, tronchado a la perfección co­
mo por filo de n a v a ja ... Sol sobre la pradera; la
comarca natal del Hermano Simplicio — verde y oro —-
de donde" él no salió nunca hasta que oyó la voz de
la altura mientras daba bellotas a los cerdos: ‘‘ ¡Simpli­
cio, hijo mío, déjalo todo y ven a m í!” . . .
— Pero el gusto del Hermano Simplicio — continua­
ba para los demás el Prior — está más cerca de la ver­
dad cristiana. El pavo trufado, si bien se m ira .. .
Interrumpióse para llevarse a la boca un trozo pe­
queño. Lo acompañó con otro de pan. Mientras masti­
caba cogió el vaso de vino. Con loa ojos fijos en lo
rojo, continuó:
— Siempre que se habla de estas cosas, aparécenme

t 158]
B A Z A C IE G A Y O T R O S CUENTOS

aquellas piedras preciosas y perlas de la Roma Impe­


rial disueltas en vinagre, con lo que se colmó la pa­
ciencia del Todopoderoso; aquella Egida de Minerva
que inventara Viteüo y para cuya preparación, Sueto-
nio nos lo denuncia, debían recorrer sus galeras desde
el Golfo de Venecia hasta el mismo Gibraltar, pues
contenía, del rodaballo, el hígado; del faisán y del
pavo real, los sesos; la Iechecilla de la lamprea y la
lengua del flamenco.
Bebió el Prior su vino de un trago. Enjugóse los
labios. En la larga mesa del refectorio, todos los vasos,
menos uno, se elevaron, también. El del Hermano Sim­
plicio permanecía en su sitio. Que él, envuelto en verde
y dorado, pies desnudos, calzones y camisas en hila­
chas, habíase alejado y trepaba por el tronco altísimo
y arrojaba castañas a los niños, manos tendidas, abajo.
“ ¡Simplicio! ¡Simplicio! — clamaban los pequeños— .
¡Ahora queremos almendras, no castañas!” . . . Era an­
tes del tiempo en que escuchó la voz de la altura que
le decía: “ ¡Simplicio, hijo mío, déjalo todo y ven a
m í!” . Simplicio se deslizaba hacia el suelo. Rodeado
por los niños, júbilo en todos, se dirigía al bosque-
cilio de almendros y trepaba.. . Hasta que, de pronto,
recordando, bajaba a tierra y corría, corría con alar­
ma y fastidio hacia sus cerdos dispersos. Reunidos
ellos, se sentaba sobre un tronco abatido, todavía ceji­
junto. Pero el rencor alentaba un instante, tan sólo.
Simplicio olvidaba en seguida el disgusto. El jocoso
cerdo negro le desataba carcajadas. “ ¡Pezuñas de Sa­
tanás! — gritábale— . ¡Y tú, Colmillo Largo! ¡Ya
estáis los dos enfadados! ¡Qué desvelos me traéis! ¡Ni
que fuerais bellos cervatillos del Rey! ¡Aprended de
vuestra hermana, tan blanca y dócil, que ha de darnos
blancos lechonciilos para la mesa de nuestra santa

[ 159 ]
13
F R AN C ISC O E SPIN O LA

Abadesa!'* Y reía entre el ansioso, desaprensivo ho­


zar . .
— [No habéis probado vuestro plato! — observó a
*u lado el Hermano Crisóstomo cuando iban a retirár­
selo.
Con penosa zozobra el Hermano Damasceno interro­
gó, entonces:
— ¿Os ha disgustado mi observación sobre la sopa
de ajos. Hermano Simplicio? Y o sólo quise. . .
— ¡Por Dios, Hermano! ¡N o! ¡N o!
—-La carne asada, Hermanos — sostenía engullendo
ahora carne asada el Prior —- es, entre todas, la que
menos contraría los humores. Me lo reveló en Colonna
el Hermano Aristóbulo, un sabio, si los hubo, que
buscó la Cuadratura del Círculo y la Piedra Filosofal
hasta que, ya viejo. Dios lo iluminó y se arrepintió
de sus pecados. Al extremo de largos hilos ataba tro­
zos de distintos alimentos, se los daba a comer a siete
espléndidos cisnes que tenía en el Monasterio.. .
"Armcus Plato — murmuraba siempre, socarrón — ,
sed magis amica veritas” . Y vigilando su clepsidra,
extraía sus hilos y anotaba con letra menuda en sus
infolios. El fue quien me d ijo: “ Comed carne asada,
Hermano, y viviréis muchos años para servir al Se­
ñor". Explicábanos la ciencia de Aristóteles. Pero no­
sotros preferíamos, y él prefería, también, la nanación
de sus viajes por el Asia M en or.. .
Irreflexivamente, el hermano Simplicio se llevó su
vaso a los labios y lo bebió todo, de un sorbo. Aquel
vino, llegado por la mañana como obsequio del Prín­
cipe piadoso, era, indudablemente, exquisito; terciope­
lo líquido y perfum ado.. .
Cogió luego la garrafa y llenó hasta derramar, ato­
londrándose Encima de la mancha posó la servilleta.

[160]
H A ZA C IE G A Y OTROS CUENTOS

Y como si con eso hiciera menos ostensible su torpeza,


se puso, todo oídos, a escuchar. Pero las palabras, aho­
ra del Hermano Leandro — voz cascada y dorada sa­
biduría — , fueron estirándose, desformándose hasta
trocársele en sonidos sin significación. Era que, sin
darse cuenta, el Hermano Simplicio, zuTrón al hom­
bro, cayado entre las manos, había puesto los pies en
la hora recóndita de un atardecer lejano, entre cada
vez mar oscuros verdes y dorados enrojeciéndose ha­
cia el oeste. Su coiazón. en aquel remoto entonces,
frente a los extensos collados, adquirió de pronto un
extraño poder de piesencia y obligó a prestarle toda
su atención. Se le había puesto tibio y tan suave como
la piel del cordeiillo. Simplicio llevóse las manos al
pecho tal como si de verdad sostuviera un cordero. Se
le abrió una sonrisa inefable. Cantaba desde una rama
un paj arillo, pero Simplicio ya no lo oía. A su frente
la tierra descendía graciosamente colina a colina, sobre
el río. Pero él no la veía ni lo veía. El sólo sentía en­
tre sus brazos a su corazón tibio y dulce y melodioso,
que brincó, cordero en júbilo, cuando llegó la voz de
la altura: Simplicio, hijo mío, déjalo todo y ven
a m í!”
La mano del Hermano Simplicio se alargó hacia su
vaso. Mas, casi rebosante ¿cóm o alzarlo sin derra­
mar? . . . Inclinó la cabeza, estiró los labios y así, sin
moverlo, fue que bebió.
— ¡Hermano Simplicio1 — reconvino dulcemente el
P rio r— . ¡Bebéis como un parvulillo!
El vino distaba ya un dedo de los bordes, por lo me­
nos. Alzó el vaso, entonces, el Hermano Simplicio, dis­
culpándose con una humilde sonrisa, aunque, lo que
nunca en circunstancias semejantes, sin sombra de
contrariedad; diríase que como gozando todavía de

[ 181 ]
F R A N C ISC O E SPIN O L A

una felicidad nacida por haber bebido sin coger el re­


cipiente.
En un ángulo de la mesa el Hermano Teofrasto se
inclinó al oído del Prior,
— Nuestro Lego — musitó — jes inocente como un
niño!
Sonriendo beatífico, el Prior contestó, sin mirar a
su interlocutor para más disimulo:
— Su corazón sirve al Señor como el Señor ama que
le sil van. Y o me asombro, Hermano Teofrasto, me
asombro de que nuestro Hermano Simplicio no haga
milagros. Ese su ca n d o r ... ese su candor y a . . . no
es. , d e . . .
— ¿Quién puede llegar a descubrir los designios de
Di os? En verdad os digo, Padre Prior, que yo he me­
ditado muchas veces sobre lo mismo. Ni nuestio Her­
mano Teodoro, ciento diez años de vida y ochenta de
perfección; ni nuestro Hermano Teodoro ha alcanzado
tamaña inocencia. . .
Asaltado por brusca sospecha, el Prior se revolvió
en su asiento llevándose un dedo a la sien.
— Hermano Simplicio — dijo intempestivamente,
aunque sin violencia —- hoy, a medio día, el cocinero
gustó por casualidad el plato del Hermano Teodoro
después que en su lecho éste se hubo servido. Y su
guisado de arroz, hecho expresamente sin s a l ...
¡tenía sal!
El Hermano Simplicio palideció a ojos vistas.
— Estáis en estrecha alianza con nuestro Hermano
Teodoro. Pero, a sus cientos diez años, no podéis ha­
cer caso de sus ruegos. En Colonna, el Hermano Aris-
tóbulo, que siempre tenía junto a impasible clepsidra
sus o j 03 y siete cisnes, me d ijo: “ La sal, Hermano,

[ 162]
R A Z A C IE G A Y O T R O S CUENTOS

trae a los viejos la muerte como la luz trae consigo el


calor” .
Quiso hablar el Hermano Simplicio. Mas su confu­
sión le trababa la lengua. R ojo, sudoroso, bebió otro
vaso de vino.
— No escuchéis nunca sus reclamos quejumbrosos,
Hermano Simplicio. Provecto es, y su razón tiene ya
la irresponsabilidad de la de un niño. ¡Nada de sal!
¡Nada de sal! Me lo dijo en Colonna el Hermano
Aristóbulo. “ Ella trae a los viejos la muerte — de­
cía — como la luz trae consigo el calor” .

*
**

Ya en su celda, en vez de desnudarse, el Hermano


Simplicio se sentó en la cama. Tenía su lengua el re­
gusto del vino que aquella mañana llevó al monasterio
la principesca generosidad. Y, al mismo tiempo, se
sentía, manos al pecho, abrazado a su corazón. Estaba
tibio y suave su corazón. Tanto, que un deseo que en
otro inomento hubiérale parecido absurdo y poco edi­
ficante, en estas circunstancias ni le perturbó, siquiera.
Empujado por él, se incorporó, pues, tranquilo, abrió
la puerta y se encaminó de puntillas por un largo co­
rredor. El aire del pasillo era fresco. Se acercó a un
adusto ronquido, le llegó a toda su aspereza, se le fue
alejando. El Hermano Teofrasto dormía del lado iz­
quierdo, sin duda. Abrió una puerteciila. . .
Cuando regresó a su celda, tenía en la boca como
terciopelo líquido y perfumado. Tornó a sentarse, las
manos al pecho, acariciando el pecho donde repercutía
dulcemente el palpitar del dulce corazón. Sentía ganas
de caminar con él en brazos, el Hermano Simplicio;
de llevarlo bajo la fresca noche por los campos, como

[163]
F R A N C ISC O E SPIN O L A

a inocente cordero que era su corazón. Le mostraría


los hatos dormidos, los nachos placenteros, la tierna
flor del prado. Se reiría él de gozo ante el ingenuo
arrobo del co r d e ro .. .
Ya no de puntillas, aunque en silencio lo mismo por
lo gastado de las suelas, tomó de nuevo el largo corre­
dor y atravesó el ronquido del Hermano Teofrasto.
Desapaiecido tras la puertecilla, un oído próximo, du­
rante un rato, hubiese podido escuchar suspiros dicho­
sos en las tinieblas, y el glu-glu provocado ex profeso
—- otro motivo de alborozo — , por el tragar violento.
¡ G l u !.. . ¡ G l u !...
El líquido, perfumado terciopelo cantaba ¡Glu!
¡ Glu [ . . , en la garganta, ¡ Glu! . . . ¡ Glu ! . . . cantaba
y, callaba luego, detenido el beber. Y el Hermano Sim­
plicio estrechaba a su cordero tibio y suave.
— ¡Ja! ¡Ja! — se oía de pronto. — ¡Escucha! ¡Glu!
¡G lu !. . . ¡G lu !. . .
Y ya salió el Hermano Simplicio. Pero por otro c o ­
rredor; el que termina a la puerta con trancas del Mo­
nasterio. Retiró las trancas; abrió de par en p a r ...
La noche era alta y diáfana, vestida de estrellas. Gra­
ve, alta y pura como la voz del órgano, bajo las manos
virtuosas del Hermano Leandro. O como aquel momen­
to santo del salmo entre los salmos cuyo significado
conocía: “ Elevamini portae aeternales” , tan subyugan-
temente cantado por sus hermanos ante su silencio hu­
milde, porque ni palabras ni melodía consiguieron fi­
jarse jamás en la memoria del Lego.
El sendero descendía retorciéndose jubiloso. Jubiloso
descendía por él el Hermano Simplicio. Manos al pe­
cho, oído izquierdo hacia el pecho, sonriente. ¡ Qué es­
trellas tan hermosas! ¡Qué aire tan fino! La flor blan­
ca es estrella. Y la estrella es la flor. Bendito el Señor

[164]
R A Z A C IE G A Y OTROS CU EN TOS

que cría la flor para la tierra y la estrella para el


cielo. Tierra sin flor, triste tierra. Cielo sin estrella,
triste cielo. Pongo flor en la tierra, pongo estrella en
el c ie lo .. . j Y a sonreír todos alabanzas al Señor!

*
**

Descendían la colina con violines y flautas cuando


lo divisaron al celeste resplandor.
— ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Un Monje!
— ¡Lo que faltaba! ¡Buen disfraz! Completemos eon
él esta noche la locura del alegre Carnaval.
— ¿Vendrá con nosotros?
— ¡Claro! ¡Vaya una diversión el andar solo! ¡Ve­
nid, Hermano, venid!
Los laúdes danzaban alegremente en torno al canto
alegre de las flautas. “ ¡Venid, Hermano, venid!’ * Y ,
detrás, el birrete del Magíster, hacha en mano y cuer­
po rojo, el Verdugo; y el Trovador desmirriado y el
Físico barbudo y el Mago de largo bonete zodiacal.
—-¡Hermano, dadnos la bendición y marchad hacia
el llano, con nosotros!
Complacido los dejó acercar el Hermano Simplicio.
Bendecíales de corazón, desde lejos. Y cuando lo ro­
dearon, saltando como cervatos al son saltarín de los
laúdes y las flautas, les ofreció su sonrisa más resplan­
deciente.
— ¡Qué bien! [Qué bien! — gritaba, engañada, la
farándula— . ¡Es el mejor de todos! Aprende tú, físi­
co vanidoso. Y tú, princesa de manto en arrugas y
chapín d escolorid o...
— Que él vaya delante, con la música,
— ¡No, vosotros delante, hijos!

[ 165]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

— ¡No, no! [No! [Avanzad, musicantes! [Y él de­


lante, todavía!
— [M archem os!. . . ¡El delante!. . . ¡El delante!
— ¡Deteneos! ¡Deteneos un momento! ¡La Princesa
se arrepiente de su vida pecadora! ¡Va a implorar mi­
sericordia!
— ¡Perdón, Hermano! ¡Perdón, en nombre del Se­
ñor! ¡Ved mi cara en el polvo y mi lágrima en mi o jo !
¡Dadme un pañuelo para enjugar su gota antes de
que caiga en el suelo y se aplaste!
— ¡Hermana! ¡Hermanita! ¡Alzaos! ¡El Señor, en
mí, os perdona! — exclamaba Simplicio tomando por
cierto lo fin gido— . ¡Alegrad el rostro! ¡Y moved li­
geras las piernas, con alegría!
— ¡Notable! ¡Notable! ¡Es el mejor de todos el Her­
mano . . . el Hermano. . .
— Simplicio; yo soy el Hermano Simplicio.
— ¿Simplicio? ¡Ja! ¡ J a ! . . . ¡Estupendo! ¡Estupen­
do! ¡Es el mejor de todos el Hermano Simplicio!
— ¡No, no habléis así! ¡El mejor, no!
— ¿Quién, entonces? ¿El Físico o el M ago?
— ¡Esta, ésta es la mejor!
— ¡Adulación! ¡Galantería! ¡Con su manto en arru­
gas y el chapín descolorido, la Princesa no es la me­
jor!
— ¡Adelante el Hermano con la música! ¡Tañed fuer­
temente, laúdes! ¡Soplad con biío, flautas!
— ¡Adelante! ¡Seguidme, buena g e n te !... ¡El Se­
ñor es con vosotros! ¡Os bendigo de corazón!
— Adelante, sí, adelante y de prisa. Dejemos el sen­
dero. Marchemos por derecho. Que la aldea es lejana,
todavía. Y allí nos esperan la danza y el vino.
— ¡Adelante! ¡Tañed con brío, laúdes! ¡Soplad más
animosas, flautas! ¡Que vuestro son llegue primero y

[ 166 ]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CU EN TOS

le9 advierta; que el vino caiga en la copa y nos aguar­


de!
— ¡Os bendigo de corazón! ¡Perdonad que me reco­
ja el sayal hasta las ro d illa s !.. . Me estorba el ruedo
entre las hirsutas zarzas... ¡Os bendigo de corazón!

*
**
-Amanece.
Peso en los pies, peso en la frente, manto en jiro ­
nes, bostezos que lo paran, el Hermano Simplicio sube
por la senda del Monasterio. Se tenderá en la cama
y quedará dormido, siente.
Negra la puerta. ¡Qué alta, la puerta, y qué ancha!
¡Cómo nunca ancha y alta, la puerta!
Empuja.
Sí, las trancas están detrás, rígidas. Por eso e s . . .
¡Tan! ¡Tan! ■— g olp ea — . ¡Tan! ¡T a n !...
Y bosteza largamente.
¡Tan! ¡Tan!
_ Bosteza.
¡Tan! ¡Tan!
Y oye abrir, chirriando, el ventanillo de lo alto. En­
tonces, mira y se sorprende. Está el Prior allí, amena­
zante, sacudiendo los brazos, el aire extraviado y la bo­
ca con muecas.
— ¡Padre Pior! ¿Os habéis puesto malo? — hácele
llegar, lastimero, con el sueño rasgado, el Hermano
Simplicio.
Los puños se agitan hacia él, allá arriba; los ojosi se
revuelven en las órbitas; pero la boca del Prior, ira­
cunda, se contrae, sólo, pugnando tan desesperada co­
mo inútilmente por proferir una palabra atroz, una pa­

[ 167 ]
F R A N C ISC O E SPIN O L A

labra de maldición, de las que abren las puertas del


Infierno.
— ¡Padre! ¡Padre Prior! ¿Estáis malo, Padrecito?
Mas ¿qué es eso? Bruscamente, la mirada del Prior,
allá en lo alto, se ha dulcificado. Y su faz ilumínase,
arrobada. Y desde allí tiende, ahora amoroso, los bra­
zos al Hermano Simplicio — manto en jirones y sueño
rasgado -—■ mientras grita en el colmo de frenético
júbilo.
— ¡ Acudid! ¡M ilagro! ¡Acudid todos, Hermanos!
¡El Señor enmudeció mi lengua, trabó el anatema en
mi boca! ¡Milagro! ¡Acudid, Hermanos!
— ¡Oh! — clama llegando presurosa la comuni­
dad-—■. ¡Oh, el Señor ha trabado el anatema en su
boca! ¡ Milagro! ¡ M ilagro!
Y las puertas, negras, altas, anchas, óbrense de
par en par. ..
— ¿Qué hacéis, Hermanos? ¿Por qué os arrodilláis
ante mí, ante el mísero Heimano Simplicio? ¿N o veis
que soy el Hermano S im p lic io ? ... ¡Hermanitos
m ío s!. . . ¡Que me llenáis de susto y me hacéis llorar!
— ¡Milagro! ¡Milagro! ¡El Señor trabó el anatema
en mi boca! ¡Gloria a Dios en las alturas! ¡A vuelo las
campanas, Hermano Eusebio! ¡A vuelo las campanas!
— Gloria a D io s ... ¡Oh, sí, voy corriendo, Padre
Prior!

í 168]
R O D R IG U E Z

Como aquella luna había puesto todo igual, igual


que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al
estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sau­
ces de la barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo
el poncho la mano en la pistola por cualquier evento,
él le fue observando la negra cabalgadura, el respec­
tivo poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e
iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonnsa, ta­
loneó, se puso también en movimiento, . . y se le apa­
reó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto.
La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara,
retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le so­
bresalían.
A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hom­
bre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del
semblante, tamaña atención a los bigotes no le sen­
taba.
— ¿V a para aquellos lados, m ozo? — le llegó con
melosidad.
Con el agregado de semejante acento, no precisó más
Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin
el menor interés por saber quién era el importuno, lo
dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a tra­
vés de la gran claridad, la vista entre las orejas de su
zaino, fija.
— ¡Lo que son las cosas, parece m entira!, . , ¡Te vi
caer al paso^nirá. . . y simpaticé en seguida!
Le clavó un 0¿o Rodríguez, incomodado por el tuteo,
al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al

[169]
F R AN C ISC O E SPIN O LA

sesgo, una mira que era un cuchillo de punta, pero


que se contrajo al hallar la del otro y, de golpe, quedó
cual la del cordero.
— Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al
grano, derecho. ¿Te gusta la m u je r ? ... Decí, Rodrí­
guez, ¿te gusta?
Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodrí­
guez, mas se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como
la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a
carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, in­
clinándose a un lado del zaino, escupió.

— Alégrate, alégrate mucho, Rodríguez — seguía el
ofertante mientras, en el mejor de los mundos, se atu­
saba, sin tocarse la cara, una guía del bigote. — Te
puedo poner á tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te
gusta el o r o ? . . . Agencíate latas, Rodríguez, y botijos,
y te los lleno toditos. ¿T e gusta el poder, que también
es lindo? Al momento, sin apearte del zaino, quedarás
hecho comisario o jefe político o coronel. General, no,
Rodríguez, porque esos puestos los tengo reservados.
Pero de ahí para a b a jo .. . no tenés más que elegir.
Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siem­
pre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante,
Rodríguez.
— Mirá, vos no precisas más que abrir la b o c a ...
— [Pucha que tiene poderes, usted! — fue a decir,
fue a decir Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a
silencio, aburría al cargoso.
Este, que un momento aguardó tan siquiera una pa­
labra, sintióse invadido como por el estupor. Se aca­
riciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al
o t r o ... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho,
pensando con intensidad. Y pareció que se le había
tapado la boca.

[ 170]
R A Z A C IE G A Y O TR O S CUENTOS

Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio,


ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan ní­
tidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo
había fugado lejos, cada cual con su ruido,
A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el
costado del poncho con tabaquera y con chala. Sin
abandonar el trote se puso a liar.
Entonces, en brusca resolución, el de los bigotes
rozó con la espuela a su oscuro, que casi se dio con­
tra unos espinillos. Separado un poco así, pero man­
teniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue
que d ijo:
— ¿Dudás, Rodríguez? ¡Fíjate, fíjate en mi negro
viejo!
Y siguió cabalgando en un tordillo como leche.
Seguro de que, ahora sí, había pasmado a Rodrí­
guez y, no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó
de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro
hueso, sin espinarse manoteó una rama de tala y se­
ñaló, soberbio:
— ¡Mira!
La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la
noche al querer librarse de la tan flaca mano que la
oprimía por el medio y, cuando con altanería el foras­
tero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre
los pastos.
Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero.
Al acompañante, sorprendido del propósito, le fulgu­
raron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le
quedaba, se adelantó a la intención y, dijo con forzada
solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:
— ¡No te molestes! ¡Servite fuego, Rodríguez!
Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al
punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla

[ 171 ]
F R A N C ISC O E SPIN O L A

entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la


presentó como en palmatoria.
Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodrí­
guez inclinando la cabeza, y aspiró.
— ¿ Y ? . . . ¿Qué me decís, ahora?
— Esas son pruebas — murmuró entre la amplia hu­
mada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para
sacarse de encima al pegajoso.
Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue
un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse,
pudo seguir, con creciente ahinco, la mente hecha un
volcán.
— ¿Ah, sí? ¿Conque pruebas, no? ¿Y esto?
Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las
riendas al zaino, temeroso de que se lo abrieran de
una cornada. Porque el importuno andaba a los cor-
cobos en un toro cimarrón, presentado con tanto fue­
go en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya
echando humo el cuero.
— ¿Y esto otro? [Mira que aletas. Rodríguez! — se
prolongó, casi hecho imploración, en la noche.
Ya no era toTo lo que montaba el seductor, era ba­
gre. Sujetándolo de los bigotes un instante, y espo­
leándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo
lanzó como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez.
Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande
que fuera, no tenía peligro para el zainito.
— Habíame, Rodríguez, ¿y e s t o ? ... ¡P or favor, fí­
jate b ie n !. . . ¿E b? . . . [Fíjate!
— ¿Eso? Mágica, eso.
Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplo­
marse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado
de cola.
— ¡Te vas a la puta que te parió!

[172]
R A Z A C IE G A Y O TR O S C U E N TO S

Y mientras el zainito — hasta donde no llegó la ex­


clamación por haber surgido entre un ahogo — seguía
muy campante bajo la blanca, tan blanca luna toman­
do distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele
las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes,
para volver a apostar a su jinete entre los sauces del
Paso.

FIN

[ 173 J

También podría gustarte