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El colectivo fantasma

por Ricardo Mariño

El más fastidioso de los muertos se llamaba Tomás Bondi. Frecuentemente el encargado del cementerio encontraba
tierra removida junto a la tumba de Tomás y advertía que la lápida de mármol, donde decía "Tomás Bondi (1939-2004)
Premio Volante de Oro al mejor colectivero", estaba corrida un metro o dos.
El finado Tomás Bondi extrañaba a su colectivo. A diferencia de los demás muertos a quienes a lo sumo se les daba por
aullar o salir a dar una vuelta convertidos en fantasmas, él necesitaba manejar un poco su colectivo.
Salía de la tumba, pasaba ante el encargado del cementerio, que no lo veía porque los fantasmas son invisibles, y
caminaba treinta cuadras hasta la empresa de transporte donde en vida había trabajado. Se metía en el galpón donde
quedaban estacionados los vehículos y cuando veía a su colectivo, el 121, casi lloraba de emoción.
Al rato se ponía a pasarle una franela. Limpiaba los espejitos, lustraba los faros, les sacaba brillo a los vidrios. El
problema era el sereno. En cuanto veía que un trapo limpiaba al colectivo, solo, sin ser sostendido por nadie, salía
corriendo y abandonaba el puesto de trabajo.
Después, Tomás Bondi ponía al 121 en marcha y salía a dar una vuelta. Se detenía en todas las paradas y la gente subía.
Cuando notaban que era un colectivo que nadie manejaba, trataban de escapar despavoridos, pero Tomás ya había
arrancado y cerraba las puertas. Recién se podían bajar en la parada siguiente.
Por un tiempo la gente habló con terror de aquel colectivo sin conductor pero luego empezó a notar que no era
peligroso. Además se detenía junto al cordón de la vereda como corresponde, esperaba a que subieran las viejitas y
nunca pasaba un semáforo en rojo.
—Como si lo manejara el finado Tomás Bondi —comentó una vez un jubilado.
La gente comenzó a dejar pasar a los colectivos conducidos por choferes y se quedaba esperando el 121 porque en él,
encima, no había que pagar boleto.
Un día los dueños de la empresa de transporte decidieron abandonar el colectivo fantasma en un desarmadero donde
se apilaban restos de camiones, autos y otras chatarras.
La siguiente vez que Tomás Bondi salió de su tumba y fue a buscar a su colectivo, no lo encontró. Fue terrible para él y
volvió llorando al cementerio. Se metió en el ataúd, cerró la tapa, corrió la lápida con la mente, acomodó la tierra y
comenzó a emitir tristísimos aullidos que le ponían los pelos del punta al encargado del cementerio.
Así pasó una semana.
Para entonces los empleados del desarmadero terminaron de separar cada parte del 121 y finalmente un domingo el
colectivo murió. Esa misma noche se convirtió en fantasma de colectivo, idéntico a como era en vida, pero invisible.
Encendió su motor, acomodó los espejitos y arrancó.
A las doce de la noche Tomás estaba aullando como hacía últimamente, cuando de pronto escuchó algo que le pareció
un sueño: la bocina del 121. ¿Cómo podía ser? Pero era. Tomás salió de la tumba a toda carrera y en la entrada al
cementerio encontró al 121 fantasma.
Desde entonces Tomás sale todas las noches a dar una vuelta en el 121 y lleva a pasear a todos los muertos del
cementerio. Como no alcanzan los asientos, muchos tienen que ir parados, otros van colgados del estribo y dos, que en
vida trabajaron en un circo, van en el techo haciendo acrobacias.
Ninguna persona viva puede ver ni oír al 121 aunque Tomás pone la radio a todo volumen, toca bocinazos en las
esquinas y los muertos cantan canciones de hinchadas de fútbol. Las noches en la ciudad volvieron a ser silenciosas. El
encargado del cementerio también pasa las noches tranquilo porque los muertos, cuando regresan del paseo,
acomodan sus tumbas prolijamente y se van a dormir.

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El hombre sin cabeza –Ricardo Mariño-

El hombre, el escritor, solía trabajar hasta muy avanzada la noche. Inmerso en el clima inquietante de sus propias
fantasías escribía cuentos de terror. La vieja casona de aspecto fantasmal en la que vivía le inspiraba historias en las que
inocentes personas, distraídas en sus quehaceres, de pronto conocían el horror de enfrentar lo sobrenatural.
Los cuentos de terror suelen tener dos protagonistas: uno que es víctima y testigo, y otro que encarna el mal. El "malo"
puede ser un muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse de la mente de un pobre mortal, alguna
criatura de otro mundo que trata de ocupar un cuerpo que no es el suyo, un hechicero con poderes diabólicos...

Un escritor sentado en su sillón, frente a una computadora, a medianoche, en un enorme caserón que sólo él habita, se
parece bastante a las indefensas personas que de pronto se ven envueltas en esas situaciones de horror. Absorto en su
trabajo, de espaldas a la gran sala de techos altos, con muebles sombríos y una lúgubre iluminación, bien podría resultar
él también una de esas víctimas que no advierten a su atacante sino hasta un segundo antes de la fatalidad.
El cuento que aquella noche intentaba crear Luis Lotman, que así se llamaba el escritor, trataba sobre un muerto que, al
cumplirse cien años de su fallecimiento, regresaba a la antigua casa donde había vivido o, mejor dicho, donde lo habían
asesinado.
El muerto regresaba con un cometido: vengarse de quien lo había matado. ¿Cómo podía vengarse de quien también
estaba muerto? El muerto del cuento se iba a vengar de un descendiente de su asesino.
Para dotar al cuento de detalles realistas, al escritor se le ocurrió describir su propia casa. Tomó un cuaderno, apagó las
luces y recorrió el caserón llevando unas velas encendidas. Quería experimentar las impresiones del personaje-víctima,
ver con sus ojos, percibir e inquietarse como él. Los detalles precisos dan a los cuentos cierto efecto de verosimilitud:
una historia increíble puede parecer verdad debido a la lógica atinada de los eslabones con que se va armando y a los
vívidos detalles que crean el escenario en que ocurre.
La casa del escritor era un antiquísimo caserón heredado de un tío —hermano de su padre— muerto de un modo
macabro hacía muchos años. Los parientes más viejos no se ponían de acuerdo en cómo había ocurrido el crimen, pero
coincidían en un detalle: el cuerpo había sido encontrado en el sótano, sin la cabeza.
De chico, el escritor había escuchado esa historia decenas de veces. Muchas noches de su infancia las había pasado
despierto, aterrorizado, atento a los insignificantes ruidos de la casa. Sin duda, esa remota impresión influyó en el oficio
que Lotman terminó adoptando de adulto.
Proyectada por la luz de las velas, la sombra de Lotman reflejada en las altas paredes parecía un monstruo informe que
se moviera al lento compás de una danza fantasmal. Cuando Lotman se acercaba a las velas, su sombra se agrandaba
ocupando la pared y el techo; cuando se alejaba unos centímetros, su silueta se proyectaba en la pared... sin la cabeza.
Ese detalle lo sobrecogió. ¿Cómo podía aparecer su sombra sin la cabeza?
Tardó un instante en darse cuenta de que sólo se trataba de un efecto de la proyección de la sombra: su cuerpo
aparecía en la pared y la cabeza en el techo, pero la primera impresión era la de un cuerpo sin cabeza.
Anotó en su cuaderno ese incidente, que le pareció interesante: el protagonista camina alumbrándose con velas y,
como algo premonitorio, observa que en su sombra falta la cabeza. El personaje no se asusta, es sólo un hecho curioso.
No se asusta porque él desconoce que en minutos su destino tendrá relación con un hombre sin cabeza. Y no se asusta
—pensó Lotman—, porque así se asustará más al lector.
Terminó de anotar esa idea, cerró el cuaderno y decidió bajar al sótano.
Los apolillados encastres de la escalera emitían aullidos a cada pie que él apoyaba. En un año de vivir allí sólo una vez se
había asomado al sótano, y no había permanecido en él más de dos minutos debido al sofocante olor a humedad, las
telas de araña, la cantidad de objetos uniformados por una capa de polvo y la desagradable sensación de encierro que le
provocaba el conjunto. Cien veces se había dicho: "Tengo que bajar al sótano a poner orden". Pero jamás lo hacía.
Se detuvo en el medio del sótano y alzó el candelabro para distinguir mejor. Enseguida percibió el olor a humedad y
decidió regresar a la escalera. Al girar, pateó involuntariamente el pie de un maniquí y, en su afán de tomarlo antes de
que cayera, derribó una pila de cajones que le cerraron el paso hacia la escalera.
Ahogado, con una mueca de desesperación, intentó caminar por encima de las cosas, pero terminó trastabillando. Cayó
sobre el sillón desfondado y con él se volteó el candelabro y las velas se apagaron.
Mientras trataba de orientarse, Lotman experimentó, como a menudo les ocurría a los protagonistas de sus cuentos, la
más pura desesperación. Estaba a oscuras, nerviosísimo, y no encontraba la salida. Sacudió las manos con violencia
tratando de apartar telas de araña, pero éstas quedaban adheridas a sus dedos y a su cara. Terminó gritando, pero el
eco de su propio grito tuvo el efecto de asustarlo más aún.
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Quién sabe cuánto tiempo le llevó dar con la escalera y con la puerta. Cuando al fin llegó a la salida, chorreando
transpiración, temblando de miedo, atinó a cerrar con llave la puerta que conducía al sótano. Pero su nerviosismo no le
permitía acertar en la cerradura.
Corrió entonces hasta cada uno de los interruptores y encendió a manotazos todas las luces. Basta de "clima
inquietante" para inspirarse en los cuentos, se dijo. Estaba visto que en la vida real él toleraba muchísimo menos que
alguno de sus personajes capaces de explorar catacumbas en un cementerio.
Cuando por fin llegó al acogedor estudio donde escribía, se echó a llorar como un chico.
Una gran taza de café hizo el milagro de reconfortarlo. Se sentó ante la computadora y escribió el cuento de un tirón.
Un muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa noche de tormenta. Había "despertado" de su muerte
gracias a una profecía que le permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada en los últimos instantes de su agonía:
asesinar, cortándole la cabeza, a la descendencia, al hijo de quien había sido su asesino: su propio hermano.
Cuando el escritor puso el punto final a su cuento sintió el alivio típico de esos casos. Se dejó resbalar unos centímetros
en el sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Ya había escrito el cuento que se había propuesto hacer.
Dedicaría el día siguiente a pasear y a encontrarse con algún amigo a tomar un café.
Sin embargo, de pronto tuvo un extraño presentimiento...
Era una estupidez, una fantasía casi infantil, la tontería más absurda que pudiera pensarse... Estaba seguro de que había
alguien detrás de él.

Cobardía o deseperación, no se animaba a abrir los ojos y volverse para mirar. Todavía con los ojos cerrados, llegó a
pensar que en realidad no necesitaba darse vuelta: delante tenía una ventana cuyo vidrio, con esa noche cerrada,
funcionaba como un espejo perfecto. Pensó con terror que, si había alguien detrás de él, lo vería no bien abriera los
ojos.
Demoró una eternidad en abrirlos. Cuando lo hizo, en cierta forma vio lo que esperaba, aunque hubo un instante
durante el cual se dijo que no podía ser cierto. Pero era indiscutible: "eso" que estaba reflejado en el vidrio de la
ventana, lo que estaba detrás de él, era un hombre sin cabeza. Y lo que tenía en la mano era un largo y filoso cuchillo...

46
DOÑA CLEMENTINA QUERIDITA, LA ACHICADORA -Graciela Montes

Cuando los vecinos de Florida se juntan a tomar mate, charlan y charlan de las cosas que pasaron en el barrio. Se
acuerdan del ladrón de banderines de bicicletas; de cuando, por culpa de la máquina del tiempo, se les heló el agua de
las canillas en pleno diciembre.
Pero más que de ninguna otra cosa les gusta hablar de doña Clementina Queridita, la Achicadora de Agustín Álvarez.
Doña Clementina no había empezado siendo una Achicadora: por ejemplo, a los dos años era una nenita llena de mocos
que se agarraba con fuerza del delantal de su mamá y a los diez, una chica con trenzas que juntaba figuritas de
brillantes.
Cuando doña Clementina Queridita se convirtió en la Achicadora de Agustín Álvarez era ya casi una vieja. Tenía un
montón de arrugas, un poquito de pelo blanco en la cabeza y un gato fortachón y atigrado al que llamaba Polidoro.
A doña Clementina los vecinos la llamaban "Queridita" porque así era como ella les decía a todos: "Hola, queridita,
¿cómo amaneció su hijito esta mañana?”, “Manolo, queridito, ¿me harías el favorcito de ir a la estación a comprarme
una revista?”.
Pero, aunque todos la conocían desde siempre, doña Clementina, solo llegó a famosa cuando empezó con los achiques.
Y los achiques empezaron una tarde del mes de marzo, cuando doña Clementina tenía puesto un delantal a cuadros y
estaba pensando en hornear una torta de limón para Oscarcito, el hijo de Juana María, que cumplía años.
En el preciso momento en que doña Clementina estaba por agarrar los huevos de la huevera, entró Polidoro, el gato,
maullando bajito y frotándose el lomo contra los muebles.
-¡Poli! ¡Tenés hambre, pobre! -se sonrió doña Clementina, y volviendo a dejar los huevos en la huevera, se apuró a abrir
la heladera para buscar el hígado y cortarlo bien finito.
-¡Aquí tiene mi gatito! -dijo, apoyando el plato de lata en un rincón de la cocina.
Y ahí nomás vino el primer achique. El gordo, peludo y fortachón Polidoro empezó a achicarse y a achicarse hasta
volverse casi una pelusa, del mismo tamaño que cada uno de los trocitos de hígado que había colocado doña
Clementina en el plato de lata.
El pobre gato, bastante angustiado, erizaba los pelos del lomo y corría de un lado al otro dando vueltas alrededor del
plato, más chiquito que una cucaracha pero, sin embargo, peludito y perfectamente reconocible. Era Polidoro, de eso no
cabía duda, pero muchísimo más chico.
Doña Clementina, asustadísima, le hizo upa enseguida: le parecía muy peligroso que siguiera corriendo por el piso; al fin
de cuentas podía matarlo la primera miga de pan que se cayera desde la mesa… Lo sostuvo en la palma de la mano y lo
acarició lo mejor que pudo con un dedo. En medio de la pelusita atigrada brillaban dos chispas verdes: eran los ojos de
Polidoro, que no entendían nada de nada.
Se ve que la enfermedad del achique es muy violenta porque después del de Polidoro hubo como quince achiques más,
todos en el mismo día.
Doña Clementina se sacó el delantal a cuadros, agarró el monedero y corrió a la farmacia.
-¡Ay, don Ramón! -le dijo al farmacéutico, un gordo grandote y colorado, vestido con delantal blanco-. Don Ramón, algo
le está pasando a Polidoro. ¡Se me volvió chiquito!
Don Ramón buscó un frasco de jarabe marca Vigorol y lo puso sobre el mostrador.
-¿Y usted cree que este jarabito le va a hacer bien, don Ramón? -preguntó doña Clementina mientras miraba con
atención la etiqueta, que estaba llena de estrellitas azules.
Y en cuanto terminó de hablar, el frasco de jarabe se convirtió en un frasquito, en un frasquitito, el frasco más chiquito
que jamás se haya visto.
Don Ramón, el farmacéutico, corrió a buscar una lupa: efectivamente, ahí estaba el jarabe de antes, muy achicado, y, si
se miraba con atención, podían divisarse las estrellitas azules de la etiqueta.
-¡Ay, don Ramón, don Ramoncito! ¡No sé lo que vamos a hacer! -lloriqueó doña Clementina con el frasquito diminuto
apoyado en la punta del dedo.
Y don Ramón desapareció.
-¡Don Ramón! ¿Dónde se metió usted, queridito? -llamó doña Clementina.
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-¡Acá estoy! -dijo una voz chiquita y lejana.
Doña Clementina se apoyó sobre el mostrador y miró del otro lado. Allá abajo, en el suelo, apoyado contra el zócalo,
estaba don Ramón, tan gordo y tan colorado como siempre, pero muchísimo más chiquito.
"¡Pobre hombre!", pensó doña Clementina.
"¡Qué solito ha de sentirse allá abajo...! Voy a llevarlo con Polidoro, así se hacen compañía."
De modo que doña Clementina se llevó a don Ramón en un bolsillo y al frasquito de jarabe en el otro.
Entró en su casa y llamó:
-Poli… Poli… Estoy acá.
Pero Polidoro no vino. Se había caído en el fondo de la huevera y desde allí maullaba pidiendo auxilio. Entonces doña
Clementina se dio cuenta de que las hueveras eran muy útiles para conservar achicados. Sin pensarlo dos veces, sacó los
huevos que quedaban, los puso en un plato y en la huevera puso a don Ramón, que la miraba desde el fondo, perplejo,
y algo le decía, pero en voz tan bajita que era casi imposible oírlo.
En fin, basta con que les cuente que, en esos días, doña Clementina llenó la huevera, y tuvo que inaugurar dos hueveras
más, que contenían:
-un gato Polidoro desesperado,
-un don Ramón agarrado al borde, que cada tanto pedía a los gritos algún jarabe,
-un frasquito de jarabe Vigorol con una etiqueta llena de estrellitas,
-el "kilito" de manzanas que doña Clementina le había comprado al verdulero,
-la "sillita" de Juana María, en la que se había sentado cuando fue al cumpleaños de Oscar,
-el propio "Oscarcito", al que de pronto se le había acabado el cumpleaños,
-un "arbolito", al que se le estaban cayendo las hojas,
-un "librito de cuentos",
-siete "velitas" (encendidas para colmo), y otras muchas cosas que resultaban invisibles a los ojos -como un "tiempito",
un
"problemita" y un " amorcito" - todas chiquitas.
Y, claro, doña Clementina no sabía qué hacer con sus achicados; le daba mucha vergüenza esa horrible enfermedad que
la obligaba a andar achicando cosas contra su voluntad. Era por eso que, en cuanto algo o alguien se le achicaba (gente,
bicho, cosa o planta), se apuraba a metérselo en el bolsillo y después corría a su casa para darle un lugarcito en la
huevera.
Con las "manzanitas", la "sillita", las "velitas", el "jarabito" y el "librito de cuentos" no había conflicto. Pero con Polidoro,
y sobre todo con don Ramón y con Oscarcito era otra cosa. En el barrio no se hablaba de otra cosa que de su misteriosa
desaparición.
La mujer de don Ramón no sabía qué pensar: había encontrado la farmacia abierta y sola, sin rastros del farmacéutico
por ninguna parte.
Y Juana María y Braulio, los padres de Oscarcito, andaban desesperados en busca del hijo tan travieso que se les había
escapado justo el día del cumpleaños.
Así pasaron cinco días.
Doña Clementina Queridita, la Achicadora de Agustín Álvarez, cuidaba con todo esmero a sus achicados: al arbolito le
ponía dos gotas de agua todas las mañanas, a Oscarcito lo alimentaba con miguitas de torta de limón (su torta favorita)
y a don Ramón le preparaba churrasquitos de dos milímetros vuelta y vuelta.
Dos veces al día, doña Clementina vaciaba las hueveras sobre la mesa de la cocina:
Oscarcito jugaba con Polidoro y los dos se revolcaban hasta quedar escondidos debajo de la panera; don Ramón, en
cambio muy formal, se sentaba en la sillita y le explicaba a doña Clementina cosas que ella jamás entendía, mientras
mordisqueaba una manzana (perdón una manzanita).
En el quinto día de su vida, en la huevera Oscarcito se puso a llorar. Fue cuando vio, apagadas y chamuscadas, las siete
velitas de su torta de cumpleaños.

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Doña Clementina se puso a llorar con él: Oscarcito era su preferido entre los chicos del barrio. No sabía qué hacer para
consolarlo; era tanto más grandota que él que ni siquiera podía abrazarlo...
-Bueno, Oscar, no llores más -le decía mientras le acariciaba el pelo con la punta del dedo.
-¿Cómo vas a llorar si ya sos un muchacho? ¡Un muchachote de siete años!
Entonces Oscar creció. Creció como no había crecido nunca. En un segundo recuperó el metro quince de estatura que le
había llevado siete años conseguir. Y se abrazó a la cintura de doña Clementina, la Achicadora de Agustín Álvarez, que
por fin, había encontrado el antídoto para curar a sus pobres achicados.
Doña Clementina corrió a agarrar al gato Polidoro y le dijo, entusiasmada:
-¡Gatón! ¡Gatote! ¡Gatazo!
Y Polidoro creció tanto que hasta podría decirse que quedó un poco más grande de lo que había sido antes del achique.
Le tocaba el turno a don Ramón.
Doña Clementina dudó un poco y después llamó:
-¡Don Ramonón!
Y don Ramón volvió a ser un gordo grandote y colorado, con delantal blanco, que ocupó más de la mitad de la cocina.
Y todos corrieron a casa de todos a contar la historia esta de los achiques, que con el tiempo, se hizo famosa en el barrio
de Florida.
Desde ese día, doña Clementina Queridita cuida mucho más sus palabras, y nunca le dice a nadie " queridito" sin
agregar "queridón".
La sillita de Juana María, el frasquito con la etiqueta de estrellitas azules y el librito de cuentos siguieron siendo
chiquitos. Están desde hace años en un estante del Museo de las Cosas Raras del barrio de Florida, adentro de una
huevera.

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EL CLUB DE LOS PERFECTOS Graciela Montes
Hay gente que ya está cansada de que yo cuente cosas del barrio de Florida. Pero no es culpa mía: en Florida pasa cada
cosa que una no puede menos que contarla.
Como la historia esa del Club de los Perfectos.
Porque resulta que los perfectos de Florida decidieron formar un club.
Algunos de ustedes preguntarán quiénes eran los Perfectos. Bueno, los Perfectos de Florida eran como los Perfectos de
cualquier otro barrio, así que cualquiera puede imaginárselos.
Por ejemplo, los Perfectos no son gordos, pero tampoco flacos. No son demasiado altos, y mucho menos petisos.
Tienen todos los dientes parejos y jamás de los jamases se comen las uñas. Nunca tienen pie plano ni se hacen pis
encima. No son miedosos. Ni confianzudos.
No se ríen a carcajadas ni lloran a moco tendido.
Los Perfectos siempre están bien peinados, siempre piden “por favor” y jamás hablan con la boca llena.
Hay que reconocer que los Perfectos de Florida no eran muchos que digamos. Es más, eran muy pocos. Tan pocos que
había calles como Agustín Álvarez donde no podía encontrarse un Perfecto ni con lupa. Pero -pocos y todo- decidieron
formar un club porque todo el mundo sabe que a los Perfectos sólo les gusta charlar con Perfectos, comer con Perfectos
y casarse con Perfectos.
El Club de los Perfectos fue el tercer club de Florida. Los otros dos eran el Deportivo Santa Rita y el Social Juan B. Justo.
El Deportivo Santa Rita era sobre todo un club de fútbol. Los sábados por la tarde se llenaba de floridenses porque los
sábados por la tarde se jugaban los partidos amistosos con el equipo de Cetrángolo.
El Social Juan B. Justo era el club de los bailes. Los sábados por la noche los floridenses que querían ponerse de novios
se reunían a bailar con los Rockeros de Florida entre guirnaldas verdes, rojas y amarillas.
Pero el Club de los Perfectos era otra cosa.
Para empezar no era ni un galpón ni una cancha. Era una casa en la calle Warnes, con grandes ventanales y un enrejado
alto de rejas negras. Y en el jardín que daba al frente, nada de malvones, dalias y margaritas, sólo palmeras esbeltas,
rosales de rosas blancas y gomeros de hojas lustrosas.
Los sábados por la noche, los Perfectos llegaban al club con sus ropas planchadas y sus corbatas brillantes. Como eran
perfectamente puntuales llegaban todos juntos.
Se sentaban alrededor de la mesa con mantel almidonado y vajilla deslumbrante. Comían tranquilos y educados.
Masticaban bien. Sonreían. Nunca parecían tener hambre. Ni apuro. Ni sueño. Ni rabia. Ni ganas. Ni celos. Ni frío.
Tan diferentes eran que a los floridenses se les hizo costumbre eso de ir a visitar el Club de los Perfectos. Bueno, visitar
es una manera de decir porque al club de los Perfectos sólo entraban Perfectos, y los demás miraban de afuera.
Lo cierto es que, a eso de las siete de la tarde, en cuanto terminaba el partido, los del Deportivo Santa Rita se venían en
patota a la calle Warnes y, a eso de las ocho, antes de ir para el baile del Social Juan B. Justo, las parejas de novios
pasaban por la calle Warnes para echarles una ojeadita a los Perfectos.
Los floridenses se apretaban todos junto al enrejado. Eran un montón, pero ninguno era perfecto. Estaba doña
Clementina, llena de arrugas; el nieto de don Braulio, que era un poco bizco; el chico del almacén, que era petiso;
Antonia, llena de pecas… y chicos que usaban aparatos en los dientes, chicos que a veces se comían las uñas, chicos que
a veces se hacían pis encima, chicos con mocos, muchachos que clavaban los dientes en los sánguches de milanesa
porque tenían hambre y chicas un poco despeinadas porque había viento.
Los sábados por la noche, el Club de los Perfectos estaba siempre rodeado de floridenses. Y fue por eso que, cuando
pasó lo que tenía que pasar, hubo muchos que pudieron contarlo.
Resulta que estaban ahí los Perfectos, tan perfectos como siempre reunidos alrededor de la mesa, perfectamente
bronceados porque era verano y perfectamente frescos y perfumados, cuando pasó lo que tenía que pasar.
Pasó una cucaracha. Una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo una cucaracha perfecta, que trepó
lentamente por el mantel almidonado y empezó a caminar, perfectamente serena, por entre los platos.

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El primero que la vio fue un Perfecto de saco blanco y corbata a rayas, perfectamente rubio. La cucaracha se acercaba,
pacíficamente, hacia su plato.
El Perfecto rubio se puso de pie… demasiado bruscamente, porque volcó la silla, empujó con el codo el plato decorado,
que se estrelló contra el piso, y derramó el vino tinto de su copa labrada sobre la Perfecta de vestido blanco.
La cucaracha entre tanto, posiblemente sorda y seguramente valiente, seguía recorriendo la mesa, desviándose sin
sobresaltos cuando se le interponía algún plato.
Los Perfectos, en cambio, sí que parecían sobresaltados. Había algunos que se subían a las sillas y gritaban pidiendo
ayuda, y otros que se comían velozmente las uñas acurrucados en los rincones. Había algunos que lloraban a moco
tendido y otros que, de puro nerviosos, se reían a carcajadas.
El mantel ya no parecía el mismo, lleno como estaba de platos rotos y copas volcadas. Y serena, parsimoniosa, la
manchita negra y lustrosa proseguía su camino.
Los floridenses que estaban junto a la reja al principio no entendían. Se agolpaban para ver mejor, los de la primera fila
les pasaban noticias a los de atrás. Aníbal, el relator de los partidos amistosos, se trepó a lo alto del enrejado y empezó a
transmitir los acontecimientos:
- El Perfecto de la Camisa a Cuadros se cae de espaldas. Rueda. Quiere ponerse de pie, trastabilla y cae sobre
la Perfecta del Collar de Nácar. La Perfecta del Collar de Nácar pierde la peluca. Se arroja al suelo y camina
en cuatro patas tratando de recuperarla. El Perfecto del Traje Azul tropieza con ella, pierde el equilibrio y
cae… Cae también su dentadura, que golpea ruidosamente contra la pata de la mesa…
Arrugados, despeinados, manchados y llorosos, los Perfectos fueron abandonando la casa de la calle Warnes. Los
floridenses los miraban salir y no podían casi reconocerlos. Algunos estaban pálidos. Otros parecían viejos. Algunos, si se
los miraba bien, eran francamente gordos. Y todos, uno por uno, estaban muertos de miedo.
A los floridenses más burlones les daba un poco de risa. Los más comprensivos les sonreían y les daban la bienvenida: al
fin de cuentas no era tan malo estar de este lado de la reja.
De más está decir que ese mismo día se disolvió el Club de los Perfectos.
Y cuentan en el barrio que los sábados por la tarde algunos de los que fueron sus socios llegan cansados y hambrientos
del Deportivo Santa Rita y que otros van, un poco despeinados, al Social Juan B. Justo.
Cuentan también que en la casa de la calle Warnes ahora crecen malvones.
Y parece que así es mucho mejor que antes.

53
GUSTOS SON GUSTOS -Gustavo Roldán

Ahí estaban el yuchán y el jacarandá, el quebracho colorado y el chañar, las palmeras y el mistol, y el lapacho, esa fiesta
de flores rosadas.
Todos los árboles eran grandes y hermosos, pero el algarrobo parecía una guitarra llena de colores y música porque ahí
cantaban los pájaros.
La sombra del algarrobo, tan grande, alcanzaba para todos los bichos, y las vainas amarillas colgando de las ramas y
desparramadas por el suelo eran hilos de sol y dulzura.
Y ahí estaba el río de aguas marrones, el río del color de la tierra, ese río al que no se podía mirar sin pensar que hay
cosas que nunca comienzan y nunca se acaban.
Y al lado del río, a la sombra del algarrobo, estaban el mono y el coatí, el quirquincho y el oso hormiguero, el pequeño
tapir y la corzuela y la iguana, y mil animales más. También estaba el ñandú. Y el piojo que vivía en la cabeza del ñandú.
Entonces el grito los sorprendió a todos.
Desde la pluma más alta de la cabeza del ñandú el piojo estaba largando un sapucai que tenía revoloteando a los
pájaros y hacía caer algarrobas a puñados.
Siete minutos duró el grito, y fue el sapucai más largo que se hubiera escuchado por esos pagos. Y se hizo tan famoso
que ese paraje que se llamaba El Monte de las Víboras, fue conocido desde entonces como El Monte del Sapucai del
Piojo.
Los pájaros se posaron otra vez en las ramas, las algarrobas dejaron de caer, y el piojo, después de respirar hondo, pudo
decir:
-¡Volvió don sapo! ¡Ahí llega don sapo!
Todos los animales corrieron a recibirlo.
-¡Cómo le fue, don sapo! ¡Qué tal el viaje! ¡Cómo hizo, don sapo, cómo hizo! ¿Queda muy lejos? ¿Es cierto que hay
mucha gente? ¡Cuente, don sapo, cuente! ¿Es grande Buenos Aires?
-Despacito y por las piedras… que ya parecen porteños por lo apurados.
-Es que estamos curiosos desde que nos enteramos de que se había ido a Buenos Aires -dijo el coatí-. ¿Cómo hizo, don
sapo?
-Fácil, m´hijo. ¿Usted vio la creciente grande y todos los camalotes que pasaban? Bueno, en cuanto vi pasar un camalote
que me gustó, salté y me fui.
-¿Y es muy grande Buenos Aires?
-¡Ni le cuento! Pueblo grande, sí, pero todos apurados…
-¿Apurados? -preguntó la cotorrita verde-. ¿Adónde van apurados?
-A ninguna parte. Son costumbres nomás. Será que eso les gusta. Y se la pasan viajando, amontonados, en unas cosas
enormes que van para todos lados.
-¿Y eso les gusta?
-Debe ser, porque pagan para hacerlo.
-¡Mire que es loca la gente! -dijo el piojo.
-No diga eso, m´hijo. Gustos son gustos… Y cuando vuelven a sus casas se sientan frente a una caja, y ahí se pasan las
horas mirando propagandas.
-¿Propagandas de qué?
-De champú. Se ve que son locos por el champú.
-¿Y río, don sapo? ¿Tienen río?
-Uno grande a más no poder.
-¿Más ancho que el Bermejo?
-Más ancho. Dicen que es el más ancho del mundo.
-¡Qué lindo! -dijo el yacaré-. ¡Ahí se bañarán todos muy contentos!
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-¡Qué se van a bañar! Lo usan para tirar basuras. Está prohibido bañarse ahí.
-Será que no les gusta el río.
-Don sapo -dijo el tapir-, tengo dos preguntas para hacerle: ¿Esas gentes nos conocen? ¿Nos quieren?
-Linda pregunta, pero es una sola, no dos.
-No, don sapo, yo le hice dos preguntas.
-Mire chamigo, hay un viejo pensamiento que acabo de inventar que dice: “No se puede querer lo que no se conoce”.
-¿Y a nosotros no nos conocen?
-No. Conocen muchos animales, pero de otro lado. Se ve que les gusta conocer cosas de otro lado, hipopótamos, cebras,
elefantes, jirafas, ardillas y un montón más. Pero a nosotros no nos conocen, y por eso no nos quieren.
-Bah -dijo el quirquincho-, no saben lo que se pierden.
-Yo me quedé pensando en eso de que usan el río para tirar basuras -dijo el monito-. ¿Y qué les gusta?
-Prohibir. Eso se ve que les gusta. Se la pasan prohibiendo todo el día. Prohibido subir, prohibido bajar, prohibido pisar.
Prohibido pararse y prohibido correr. Siempre ponen cartelitos prohibiendo algo.
-Eso sí que no lo entiendo -dijo el coatí-. ¿Y si alguno no les hace caso a los cartelitos?
-Viene la policía y se lo lleva.
-No le veo la gracia -dijo el piojo.
-¡Qué quiere que le diga, m´hijo! Gustos son gustos.

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UNA CARA MUY FEA Gustavo Roldán

El piojo daba vueltas y vueltas y pegaba grandes saltos mortales arriba de la cabeza del ñandú.
-Eh, compadre, ¿qué le anda pasando? Me está haciendo un revoltijo en las plumas.
-Es que estoy ordenando mis ideas, pero ya están a punto.
Mire, ahí llega don sapo para resolver mis dudas.
-Lo escucho y contesto como contestador automático. ¿Qué dudas anda teniendo amigo piojo?
-Don sapo, lo que no me puedo imaginar es cómo son esas gentes. ¿Son lindos? ¿Son feos?
-Feos, m’hijo. Muy feos.
-Eh, don sapo, usted siempre dice que no hay que andar criticando, y ahora nos viene con eso…
-Es que no lo digo yo. Es la opinión de ellos mismos.
-¿Dicen que son feos?
-No es que lo digan, pero siempre se andan tapando el cuerpo con trapos de colores. Apenas se dejan sin tapar la cara.
Y si se esconden tanto, no debe ser porque se sientan lindos…
-¿Todo el cuerpo tapado? ¿Aunque haga calor?
-Todito, m’hijo. Todo tapado. Y lo peor, tienen que trabajar toda la vida para comprar esos trapos.
-¿Trabajar toda la vida? –dijo el monito sorprendido-.¿Tantos tienen que comprar?
-Muchos. No, muchos no, muchísimos. Compran unos para trabajar, otros para pasear, algunos para usar de día, otros
de noche. Unos para los días comunes, otros para los días de fiesta…
-¡Están todos locos!
-No diga eso m’hijo. Si así están contentos…
-Bueno, estarán contentos, pero cómo se deben sentir de feos para hacer todo eso.
-Don sapo –dijo la garza blanca-, ¿y la cara? Porque usted dijo que en la cara no se ponen trapos.
-No, ahí no.
-Entonces no se ven tan fea la cara.
-No crea m’hija, no crea. No se ponen trapos, pero ni le cuento lo que hacen, en especial las mujeres: ¡Se pintan de
todos los colores!
-¡Eh, don sapo!, ¿no nos está haciendo un cuento? –dijo el piojo.
-¿Un cuento? ¿Una mentira? ¿Yo? ¿Me creen capaz de andar inventando historias? No, m’hijo, todo lo que digo es
cierto. Se pintan la boca, los cachetes, los ojos; de rojo, de verde, de azul, de negro, de cualquier color.
-¿Se pintan toda la cara?
-Toda, y de varios colores a la vez.
-¿Hasta las orejas?
-No, las orejas es lo único que no se pintan.
-Ah, bueno, por lo menos se ven lindas las orejas.
-Yo no dije eso. Dije que no se pintan.
-Por eso, será porque no se las ven tan feas.
-Es que hay otras cosas. No se pintan pero se hacen un agujero y se cuelgan piedritas de colores.
-Don sapo –dijo con un poco de timidez el monito-, usted sabe que nosotros le creemos todo lo que nos cuenta, pero
eso de que alguien se haga un agujero en la oreja y se cuelgue piedritas de colores… No, don sapo, eso no puede ser
cierto.
-Mire m’hijo, sé que algunos dicen que soy un sapo mentiroso, a lo mejor por alguna mentirita que dije cuando chico,
pero ahora estoy hablando en serio.
Y el sapo se fue silbando a pegar una zambullida en el río.
Los bichos se quedaron un rato callados, pensando. Después el mono dijo:
-¡Añamembuí! ¡Qué lindo miente don sapo!

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-Cierto, -dijo el tapir-, un poco más y me hace creer que en Buenos Aires se agujerean las orejas y se cuelgan piedritas
de colores…
-Y bueno –dijo el piojo-, aunque mentiroso, habría que darle un premio por la imaginación que tiene. ¡Pero miren si uno
va a creer todas esas cosas!

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TODO CABE EN UN JARRITO Laura Devetach

La Viejita de un solo diente vivía lejos, lejos, a orillas del río Paraná.
Su rancho era de barro, y el techo de paja tenía un flequillo largo que apenas si dejaba ver la puerta y las dos ventanas
del tamaño de un cuaderno.
Vivía sola, pero su casa siempre estaba llena. Si no venían los perros, estaban las gallinas, estaba el loro y la cotorra, que
era más entendida que el comisario.
Si no estaba la cotorra, estaba algún vecino viajero. Y no se podía pasar por la casa de la Viejita sin parar a tomar unos
mates, porque ella siempre tenía algo para convidar al cansado.
Algunas veces sucedió que en las tardecitas calientes se juntaban todos: perros, gatos, loros, chicharras, vecinos de pie o
a caballo, vaquitas de San Antonio que se dormían en la higuera y malones de mosquitos que cantaban y querían comer.
Entonces la Viejita sacaba agua fresca del pozo para convidar y cebaba mate mientras canturreaba junto al brasero:
-Todo cabeee
en un jarrito
si se sabeee
a-co-mo-dar.

Por eso tenía tantas visitas.


Pero una tarde empezó a llover. Y dale lluvia, dale lluvia; no se podía ni mirar para arriba porque uno se ahogaba de
tanta agua.
Hasta los patos se inquietaron y, medio mareados, se metieron en el rancho sacudiendo las colas y haciendo cuac y que-
te-cuac.
Y se acurrucaron entre los perros que hacía rato habían tomado ya posición de lluvia debajo de la mesa.
Cuando llegaban esas tormentas, el río se ponía enorme y rebalsaba como un plato de sopa, desparramando camalotes,
ramas y perros y vacas nadando.
Por eso nadie se sorprendió cuando entraron al rancho la vaca color café, el ternero manchado y un burro.
-Todo cabe en un jarrito si se sabe acomodar -dijo la Viejita y los empujó hacia un rincón.
Y así fueron llegando el pavo, el chancho, la chancha y los chanchitos, un tatú mulita, dos ovejas y todos los socios más
chicos: pulgas, piojos y garrapatas.
-Todo cabe, todo cabe… -iba diciendo la Viejita mientras los acomodaba para que la vaca no pisara al gato ni el gato al
cuis, ni el cuis a la iguana.
Además, iba poniendo al cuis lejos del gato para que a éste no se le ocurriera cazarlo. Y a las gallinas lejos de las orugas.
-Todo cabe, todo cabe… -canturreaba acomodando a los animales como en las estanterías de un negocio.
Estaba muy ocupada con el acomodo mientras el agua subía y nadie se quedaba quieto. Los patos y las gallinas se
treparon sobre la vaca y el burro. Los perros estaban sobre la mesa y el jarro de lata de tomar el mate cocido había
empezado a flotar como una canoa porque el agua también había trepado a lambetear la mesa.
El río subía y subía y los animales estiraban los cogotes y se ponían en puntas de pie. Chapoteaban, pataleaban y hacían
ruido.
Entonces, en medio del alboroto, la gallina se acercó al jarrito de lata que pasaba flotando y pácate, se metió adentro,
haciendo saltar también a los pollitos.
-¡Vamos, vamos, suban! –cacareó, para poder salir de allí y navegar hasta donde estaban las lanchas que venían a sacar
gente del río durante la creciente.
-¡Adentro! –gritó con su voz gruesa la vaquita de San Antonio.
Y todos empezaron a meterse en el jarrito. Los perros, el gato, el loro y la cotorra, la vaca, el burro. Y se acomodaban, se
acomodaban. Por ahí había mordiscones, plumas perdidas, arañazos.

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Pero finalmente todos se metieron en el jarrito de lata, casi sin respirar. Y tenían que quedarse muy muy quietos para
no desacomodar el amasijo de pelos, patas y colas, porque si uno movía una pestaña, saltaban todos los demás.
En medio del batifondo de relinchos, gruñidos y mugidos, el jarro iba acercándose a la puerta para salir y meterse en la
correntada. De pronto, la cotorra gritó abriendo apenas el pico por la falta de lugar: -¿Dónde está la Viejita? ¡No veo a la
Viejita!
Y era terrible, porque en el jarro ya no entraba ni el pelo de un gato. Y nadie sabía dónde estaba la Viejita.
-La perdimos –lloraban en susurros apretados.
-Con lloror no gonomos nodo –dijo la vaca moviendo apenas el hocico.
Y todos empezaron a moverse de a poquito, de a poquito hasta que chas, como un corchazo, saltó una ristra de patos
que se zambulleron para buscar a la Viejita de un solo diente.
Y entonces se oyó un sonido que salía del fondo, pero bien del fondo del fondo. Era una voz medio amordazada que
decía:
-Todo cabe en un jarrito si se sabe acomodar.
Y ese fondo era el fondo del jarro de lata.
Todos se alegraron con alegrías grandes, pero con risas apretaditas. Los patos se metieron de nuevo y cada cual se
enroscó, se aplastó, hizo lugar y el jarro de lata salió por la puerta del rancho. Y navegó, navegó con su carga, en busca
de las lanchas que sacan a la gente del río cuando llega la creciente.

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El guante de encaje, de María Teresa Andruetto

Cierta vez, un paisano de La Aguada viajaba con su hijo en carro por el camino viejo que une al poblado que
llaman Capilla de Garzón con Pampayasta. Cuando iban pasando por el campo de los Zárate, en el cruce
mismo con el camino nuevo, una mujer muy joven vestida de fiesta, los detuvo.
Aunque era muy entrada la noche, la habían visto de lejos porque la luz de la luna era intensa y el color del
vestido, blanco brillante. – Mi novio se ha enojado conmigo y me ha dejado sola en el medio del campo –dijo
cuando el carro se detuvo- ¿Podrá usted llevarme hasta la entrada de Pampayasta? Yo vivo ahí.
-Como no, señorita – contestó el paisano, y él y su hijo le hicieron un lugar en el carro. Viajaron en silencio un
buen rato, hasta que empezaron a hablar de cosas sin importancia, más por ser amables que por verdadera
necesidad de decir algo. En esas conversaciones ella confesó que le gustaba demasiado el baile y que se
llamaba Encarnación.
Era una noche de crudo invierno y la joven estaba desabrigada. Cuando el paisano la vio temblar, dijo: –
Convide, hijo, a Encarnación con un bollo de anís y un trago de ese vino de canela que llevamos, que es bueno
para los enfriamientos. Y el muchacho le ofreció pan y vino. Ella pegó un bocado grande al bollo y tomó
desesperada unos tragos. Algo de vino cayó sobre el vestido y dejó allí, en el pecho, una mancha rosada como
un pétalo- – ¡Qué Lástima! – habló ella- ¡Era tan blanco!
Pero siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiera dicho que iban a pasar
años antes de que volvieran a ofrecerle algo.
Cuando llegaron a la entrada de Pampayasta, muy cerca de donde está el boliche de Severo Andrada, les dijo
que habían llegado. El paisano detuvo el carro y ella bajó y fue corriendo a meterse en la casa de la esquina,
frente al cruce. Padre e hijo siguieron viaje. Habían hecho unas cuantas leguas cuando el hijo vio brillar algo en
el piso del carro. Se agachó y descubrió un guante blanco de encaje fosforescente. Entonces se lo mostró a su
padre y decidieron volver a la casa donde habían dejado a Encarnación, para devolvérselo.
Hicieron de regreso las leguas que habían andado, hasta la zona del boliche de Severo Andrada, y se
detuvieron en la esquina, frente al cruce. Bajaron los dos, pero fue el padre quien golpeó las manos. -
¡Avemaríapurísima!- llamó como lo hacen los paisanos. Le contestaron los perros. Y después, la voz de un
hombre recién arrancado del sueño: -¿Qué se le ofrece?
-¿Aquí vive una señorita llamada Encarnación? -preguntó el paisano. El dueño abrió la puerta. Estaba pálido. Y
se quedó mirando a los dos forasteros sin decir palabra.
-Venimos a devolverle un guante. Se lo ha olvidado hace un momento en nuestro carro. El hombre siguió
mirándolos en silencio.
-No lo tome a mal-insistió el paisano-. Tuvo un problema y nos pidió que la acercáramos. -El hombre seguía en
silencio.
El hijo estuvo con la mano extendida, acalambrada de tanto ofrecer el guante al dueño de casa, hasta que éste
habló: – Es mi hija, pero está muerta… ayer se cumplieron veinte años…
-Dijo que venía de bailar… recordó el paisano.
-Hace veinte años… contó el padre- para el día de Santa Rosa, murió bailando en las fiestas patronales. Del
corazón, ¿sabe?
Los dos hombres que habían llegado en el carro, así como estaban, pegaron media vuelta murmurando una
disculpa. Pero el padre de la joven reclamó: – El guante… por favor. Es para llevárselo a la tumba. Todos los
años, para la fiesta de Santa Rosa, se olvida algo en alguna parte y hay que ir a ponérselo.
El muchacho entregó el guante de encaje. Después alcanzó en silencio a su padre que ya estaba sentado en el
carro azuzando a los caballos.

64
La mujer del moñito, de María Teresa Andruetto

Hacía pocos días que Longobardo había ganado la batalla de Silecia, cuando los príncipes de Isabela decidieron
organizar un baile de disfraces en su honor.
El baile se haría la noche de Pentecostés, en las terrazas del Palacio Púrpura, y a él serían invitadas todas las
mujeres del reino.
Longobardo decidió disfrazarse de corsario para no verse obligado a ocultar su voluntad intéprida y salvaje.
Con unas calzas verdes y una camisa de seda blanca que dejaba ver en parte el pecho victorioso, atravesó las
colinas. Iba montado en una potra negra de corazón palpitante como el suyo.
Fue uno de los primeros en llegar. Como corresponde aun pirata, llevaba el ojo izquierdo cubierto por un
parche. Con el ojo que le quedabalibre de tapujos, se dispuso a mirar a las jóvenes que llegaban ocultas tras
los disfraces.
Entró una ninfa envuelta en gasas.
Entró una gitana morena.
Entró una mendiga cubierta de harapos.
Entró una campesina.
Entró una cortesana que tenía un vestido de terciopelo rojo apretado hasta la cintura y una falda levantada
con enaguas de almidón.
Al pasar junto a Longobardo, le hizo una leve inclinación a manera de saludo.
Eso fue suficiente para que él se decidiera a invitarla a bailar.
La cortesana era joven y hermosa. Y a diferencia de las otras mujeres, no llevaba joyas sino apenas una cinta
negra que remataba en un moño en mitad del cuello.
Risas.
Confidencias.
Mazurcas.
Ella giraba en los brazos de Longobardo. Y cuando cesaba la música, extendía su mano para que él la besara.
Hasta que se dejó arrastrar en el torbellino de baile, hacia un rincón de la terraza, junto a las escalinatas.
Y se entregó a ese abrazo poderoso.
Él le acarició el escote, el nacimiento de los hombros, el cuello pálido, el moñito negro.
-¡No! - dijo ella-. ¡No lo toques!
-¿Por qué?
-Si me amas debes jurarme que jamás desataras ese moño.
-Lo juro -respondió él.
Y siguió acariciándola.
Hasta que el deseo de saber qué secreto había allí le quitó el sosiego.
La besaba en la frente.
Las mejillas.
Los labios con gusto a fruta.
Obsesionado siempre por el moñito negro.
Y cuando estuvo seguro de que ella desfallecía de amor, tiró de la cinta.
El nudo se deshizo y la cabeza de la joven cayó rodando por las escalinatas.

65
El Baldío, de Olga Drennen

No tenían cara, chorreados, comidos por la oscuridad. Nada más que sus dos siluetas vagamente humanas, los
dos cuerpos reabsorbidos en sus sombras. Iguales y sin embargo tan distintos. Inerte el uno, viajando a ras del
suelo con la pasividad de la inocencia o de la indiferencia más absoluta. Encorvado el otro, jadeante por el
esfuerzo de arrastrarlo entre la maleza y los desperdicios. Se detenía a ratos a tomar aliento. Luego
recomenzaba doblando aún más el espinazo sobre su carga. El olor del agua estancada del Riachuelo debía
estar en todas partes, ahora más con la fetidez dulzarrona del baldío hediendo a herrumbre, a excrementos
de animales, ese olor pastoso por la amenaza de mal tiempo que el hombre manoteaba de tanto en tanto
para despegárselo de la cara. Varillitas de vidrio o metal entrechocaban entre los yuyos, aunque de seguro
ninguno de los dos oiría ese cantito isócrono, fantasmal. Tampoco el apagado rumor de la ciudad que allí
parecía trepidar bajo tierra. Y el que arrastraba, sólo tal vez ese ruido blando y sordo del cuerpo al rebotar
sobre el terreno, el siseo de restos de papeles o el opaco golpe de los zapatos contra las latas y cascotes. A
veces el hombro del otro se enganchaba en las matas duras o en alguna piedra. Lo destrababa entonces a
tirones, mascullando alguna furiosa interjección o haciendo al cada forcejeo el ha... neumático de los
estibadores al levantar la carga rebelde al hombro. Era evidente que le resultaba cada vez más pesado. No
sólo por esa resistencia pasiva que se le empacaba de vez en cuando en los obstáculos. Acaso también por el
propio miedo, la repugnancia o el apuro que le iría comiendo las fuerzas, empujándolo a terminar cuanto
antes.
Al principio lo arrastró de los brazos. De no estar la noche tan cerrada se hubieran podido ver los dos pares de
manos entrelazadas, negativo de un salvamento al revés. Cuando el cuerpo volvió a engancharse, agarró las
dos piernas y empezó a remolcarlo dándole la espalda, muy inclinado hacia adelante, estribando fuerte en los
hoyos. La cabeza del otro fue dando tumbos alegres, al parecer encantada del cambio. Los faros de un auto en
una curva desparramaron de pronto una claridad amarilla que llegó en oleadas sobre los montículos de
basura, sobre los yuyos, sobre los desniveles del terreno. El que estiraba se tendió junto al otro. Por un
instante, bajo esa pálida pincelada, tuvieron algo de cara, lívida, asustada la una, llena de tierra la otra,
mirando hacer impasible. La oscuridad volvió a tragarlas enseguida.
Se levantó y siguió halándolo otro poco, pero ya habían llegado a un sitio donde la maleza era más alta. Lo
acomodó como pudo, lo arropó con basura, ramas secas, cascotes. Parecía de improviso querer protegerlo de
ese olor que llenaba el baldío o de la lluvia que no tardaría en caer. Se detuvo, se pasó el brazo por la frente
regada de sudor y escupió con rabia. Entonces escuchó ese vagido que lo sobresaltó. Subía débil y sofocado
del yuyal, como si el otro hubiera comenzado a quejarse con lloro de recién nacido bajo su túmulo de basura.
Iba a huir, pero se contuvo encandilado por el fogonazo de fotografía de un relámpago que arrancó también
de la oscuridad el bloque metálico del puente, mostrándole lo poco que había andado. Ladeó la cabeza,
vencido. Se arrodilló y acercó husmeando casi ese vagido tenue, estrangulado, insistente. Cerca del montón
había un bulto blanquecino. El hombre quedó un largo rato sin saber qué hacer. Se levantó para irse, dio unos
pasos tambaleando, pero no pudo avanzar. Ahora el vagido tironeaba de él. Regresó poco a poco, a tientas,
jadeante. Volvió a arrodillarse titubeando todavía. Después tendió la mano. El papel del envoltorio crujió.
Entre las hojas del diario se debatía una formita humana. El hombre la tomó en sus brazos. Su gesto fue torpe
y desmemoriado, el gesto de alguien que no sabe lo que hace pero que de todos modos no puede dejar de
hacerlo. Se incorporó lentamente, como asqueado de una repentina ternura semejante al más extremo
desamparo, y quitándose el saco arropó con él a la criatura húmeda y lloriqueante.
Cada vez más rápido, corriendo casi, se alejó del yuyal con el vagido y desapareció en la oscuridad.

66
LA CURVA DEL DUENDE (De Jorge Accame)
Tito González viajaba desde San Salvador de Jujuy hacia Libertador, tomo un camino desierto y para colmo, su
auto era viejo y la rueda de auxilio estaba pinchada, cuando llegara a la ciudad tendría que arreglarla.
El sol estaba ocultándose y el aire se había puesto más frio. Tito apretó el acelerador y se dio cuenta que a dos
kilómetros estaría llegando a la cuesta y se acordó de tres conocidos suyos que se habían desbarrancado en
esa curva: el chato Carlitos, la turca Abdala y el conejo Altamirano. Estaba un cachito nervioso y saco su
paquete de cigarrillos y se le cayeron unos cuantos. Consiguió recuperar algunos del piso y se metió uno a la
boca, lo mordió y miró el bosque. Ya casi había oscurecido por completo, el motor del auto tartamudeó
avisándole que empezaba a subir la cuesta. Tito puso la tercera, después estiró la mano hacia el tablero y sacó
el encendedor. Prendió el cigarro. Al guardar el encendedor, le pareció notar algo distinto a su costado. Miró
el tablero, estiró el cuello para relajarse, observó la palanca de cambios y sus ojos bajaron. Del asiento vecino
colgaban dos pies.
A Tito se le pararon los pelos de la cabeza por el terror. Había dos pies gorditos y pequeños, que apenas
rozaban la alfombra de goma y se balanceaban alternados hacia adelante y hacia atrás. Estaban calzados de
ojotas de cuero y medias de lana. Unos pantalones barracán cubrían sus piernas.
Recordó a los amigos que se habían accidentado justamente en ese lugar y prefirió no mirar a su
acompañante. Trató de mantener la calma clavo la mirada al frente, atento a no desbarrancarse. Ninguno de
los dos dijo nada, ni él, ni el duende. Pasaron a mediana velocidad, sin contratiempo.
Al cabo de trescientos o cuatrocientos metros, Tito echo una ojeada al asiento de al lado, y le pareció que los
pies ya no estaban. Volvió la mirada y comprobó que ya no había nadie. Decidió estacionarse en la banquina
para reponerse del susto. Los frenos chirriaron. Tito quedo por unos instantes apoyado en el volante, se dio
vuelta, revisó el asiento de atrás. Nada. Otra vez el de adelante. Nada.
Solo encontró al costado uno de los cigarrillos que se le habían caído antes. Estaba completamente aplastado,
chato y resquebrajado. Como si alguien se hubiera sentado encima.

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