Lazarillo de Tormes PIÑERO Pages From Historia y Critica de La Literatura Española Siglos de Oro Renacimiento LOPEZ ESTRADA-5
Lazarillo de Tormes PIÑERO Pages From Historia y Critica de La Literatura Española Siglos de Oro Renacimiento LOPEZ ESTRADA-5
Lazarillo de Tormes PIÑERO Pages From Historia y Critica de La Literatura Española Siglos de Oro Renacimiento LOPEZ ESTRADA-5
PEDRO M. Plf'IERO
da, pero con final afortunado. En abril de 1525 se reunieron las cortes
en Toledo, pero también las hubo en 1538-1539. Y los «cuidados del rey
de Francia» podrían aludir a la prisión de Francisco I, después de la
derrota de Pavía, en 1525. M. J. Asensio [ 1959) se destaca entre los
que defienden una redacción temprana de la obra, necesaria para su tesis
de la autoría, como veremos. Ya Bataillon, anteriormente [ 1 93 1 ] , había
aceptado las primeras fechas, pero ·luego, en un estudio fundamental
[ 1958, trad. 1968 ) , se muestra partidario de una composición más cer
cana a 1554. Márquez Villanueva se ha manifestado siempre partidario
de las fechas más tardías, en todos sus estudios sobre el libro. No hay la
más mínima huella de circulación de la obra antes de 1554, insiste Már
quez, y, por otro lado, en la Segunda parte de 1555 el autor anónimo
continúa la historia de Lázaro a partir de 1540, entendiendo que las cortes
toledanas son las finalizadas en 1539.
Los estudiosos, empeñados en dilucidar la época de redacción, han
rastreado en el texto otros elementos fechables: sobre todo, el mal año
en que Lázaro sirve al escudero de Toledo, cuando «acordaron [ en] el
Ayuntamiento que todos los pobres estranjeros se fuesen de la ciudad».
Bataillon y Márquez opinan que ese período de escasez es el calamitoso
decenio de 1540 a 1550, que impuso tal decisión a los ediles toledanos,
aunque ya en años anteriores se había prohibido la mendicidad en la
ciudad por causas parecidas. M. Morreale [ 1954 ] y A. Redondo [ 1979 b J
estudian con detalles estos «reflejos de la vida española» en nuestro libro.
(El trabajo de archivo, por otro lado, ha permitido a J. Sánchez Rome
ralo [ 1978 ) documentar una curiosa casualidad: la existencia en Toledo,
en 1553, de un mozo de ciego llamado Lázaro. )
N o e s menos movida l a polémica sobre l a autoría del Lazarillo. Las
atribuciones, unas con más fundamento, otras con menos, se han sucedido,
pero por el momento, con los datos al alcance, parece imposible descubrir
el secreto del autor anónimo. La primera candidatura (postulada por el
historiador de los Jerónimos, fray José de Sigüenza, en 1605) se presentó
a favor del jerónimo fray Juan de Ortega, general de la orden de 1552 a
1555. M. Bataillon [ 1968) ha defendido con argumentos brillantes la
presunta autoría de Ortega (y véase aun Gómez Menor [1977] ): si fuera
obra suya, dice, el anonimato estaría suficientemente explicado; por otro
lado, el anticlericalismo de la obra no impide tal paternidad, pues de
todos es conocido el fuerte espíritu crítico de los frailes reformadores
en esta época.
En 1607, Valerio Andrés Taxandro, en su Catalogus clarorum Hispa
niae scriptorum (seguido por Andrés Schott en su Hispaniae Bibliotheca),
ahíja el libro a don Diego Hurtado de Mendoza. Esta atribución, recogida
por Tamayo de Vargas y Nicolás Antonio, tuvo un eco favorable a lo
largo del siglo XIX, si bien a finales de la centuria A. Morel-Fatio la
342 RENACIMIENTO
BIBLIOGRAFfA
Abrams, Fred, «¿Fue Lope de Rueda el autor del Lazarillo de Tormes?», His
pania, XLVII ( 1964), pp. 258-267.
Aguado Andreut, Salvador, Algunas observaciones sobre el «Lazar(llo de Tor-
·
sin ajuar», vacía y perfecta como una pompa de jabón, artificial mi
crocosmos hecho de nada y mantenido en su lugar hasta el instante
en que pueda estallar sin echarlo todo a perder. La primera jornada
que el arte del narrador teje sin otro objeto que situar este episodio
y conducir al clarividente Lazarillo al término de su desilusión, es
una memorable novedad en la historia de la novela.
[Nos conviene] ponernos en guardia contra ciertas sistematiza
ciones deformantes : bien la aplicación intempestiva en su última
etapa de la noción de «realismo», tal como la concebía el siglo XIX,
bien la interpretación en términos de «crítica social» o bien la clasi
ficación con referencia a «épocas» a las que se supone que imponen
un espíritu y «estilo» común a los productos artísticos más diversos
de un mismo tiempo. Naturalmente que se ha formulado la pregun
ta de si el Lazarillo es «Edad Media» o «Renacimiento». Y aunque
no es preciso exagerar la cultura clásica que su autor deja transpa
rentar, es difícil no encontrar un aire nuevo en la sencillez ágil del
relato y de los diálogos. El error consistiría en creer que el Lazarillo
adopta tal tono y toma como materia la prosa de la vida diaria, para
llevar la contraria a las novelas de caballería, reacción que revelaría
las nuevas tendencias del Renacimiento, en lucha contra una tradición
medieval. Esta dialéctica belicista, según la cual las «épocas» se suce
den negándose las unas a las otras, no es más que un hegelianismo
barato que falsea hoy día la historia de la cultura. Cuando González
Palencia [ 1946] cree descubrir en el nacimiento de Lazarillo en un
molino, en su infancia, en la presentación de sus padres, en su educa
ción por un ciego, en la profecía burlesca de su porvenir, una especie
de imitación paródica del Amadís, tal idea, por ingeniosa que pueda
ser, no convence. Lazarillo aparece en el momento en el que la crítica
de los libros de caballería está en pleno auge. Si su autor hubiera
querido verdaderamente unir su voz al concierto, hubiera sido un
bonito tema para su prólogo el afirmar, aunque sólo fuera en dos
líneas, la superioridad de la autobiografía real de un pobre diablo,
sobre la literatura que da como pasto al lector anacrónicas hazañas.
Pero el gusto de la época era a menudo ecléctico. Un Francisco De
licado, admirable pintor verista del mundo de las prostitutas en La
Lozana andaluza, editaba, por otro lado, Amadís y Primaleón moder
nizando algo su estilo, y en el prefacio de Primaleón pretende reac
cionar contra el desprecio injusto de los pretendidos sabios contra
tales «crónicas» novelescas que tratan de «fablillas». [ . . . ]
354 « LAZARILLO DE TORMES»
quitabais el bonete ? : «si él era lo que decís y tenía más que vos, ¿ no
errábades en no quitárselo primero . . . ? ». Hay una perfecta adecuación
entre el carácter de Lázaro, tal como acaba de dibujarlo este diálogo,
y el destino social que ha forjado para él, con un profundo humor,
el autor del Lazarillo. De casta le viene al mozo su positivismo. Su
madre, viuda de un acemilero condenado por robo, no tarda en
amancebarse con un mozo de cuadra mulato, de honradez igualmente
dudosa. Admiremos la fórmula proverbial por la que el autor hace
expresar al hijo el razonado movimiento que induce a la madre a
buscar protección y dinero, y que la lleva a «frecuentar las caballeri
zas» de las gentes importantes: «determinó arrimarse a los buenos
por ser uno de ellos». Lázaro aplicará con mayor fortuna el mismo
precepto. [ . . . ]
Lázaro termina asentándose. La última frase del libro, en imper
fecto, aunque abra la puerta a una posible continuación, no por ello
deja de presentarnos al héroe provisto de un «oficio real» y casado,
es decir, a un hombre que ha llegado. Pero ¿de qué oficio real se
trata? Y ¿de qué burlesca manera realiza Lázaro el proverbio de los
tres caminos de la fortuna: «Iglesia, o mar, o casa real»? El mozo
se ha J igado amistosamente con la clerecía de Toledo, en la persona
de un capellán que le hace trabajar a destajo como aguador. El oficio
no �s malo, puesto que, pagando al patrón una renta de treinta mara
vedís por día, Lázaro economiza en cuatro años lo bastante para
poder comprarse, en casa de un ropavejero, un «hábito de hombre
de bien», con aditamento y todo de <<Una espada de las viejas prime
ras de Cuéllat». ¡Adiós trabajo manual! Tras una experiencia desgra
ciada al servicio de un alguacil, oficio que encuentra peligroso, Láza
ro, por medio de sus protectores, logra el cargo de pregonero. Oficio
real , ciertamente; pero, para ser sensible al lado humorístico de este
ascenso es preciso saber que era el más ínfimo, el menos brillante de
todos. El pregonero tiene entre sus prerrogativas la de pregonar los
vinos que Jos propietarios tienen que vender. Y ello le granjea una
reputación de catador: pregonero y mojón público son sinónimos.
Lázaro pregona los vinos del señor arcipreste de San Salvador. Este
último concibe Ja idea de casar al mozo «con una criada suya», sin
renunciar por ello a sus servicios. Lázaro, colmado de beneficios por
tal protector, vive entre él y su mujer la más venturosa existencia;
acoge con mayor facilidad los consejos filosóficos del arcipreste que
l os ru mores mal ignos que corren sobre su matrimonio: «Señor -le
356 «LAZARILLO DE TORMES»
CLAUDIO GUILLÉN
do «de nada desto se guardaua, antes, como otras vezes, estaua des
cuydado y gozoso». Y surge así el sentimiento que prepara el desen
lace: el deseo de venganza («Desde aquella hora quise mal al mal
ciego . . . ; quise yo ahorrar dél, mas no lo hice tan presto por hazello
más a mi saluo y prouecho» ) . Así, el episodio que, de ser estricta
mente popular, tendría limitado su sentido a sus propios términos
-el robo del vino y la venganza del ciego-, adquiere un valor fun
damental, al convertirse en segundo punto de referencia, ahora exclu
sivamente psicológico, para el episodio final del tratado. Ignoramos,
por lo demás, si toda la peripecia es folklórica; no hay duda de que
tiene este origen el hurto del vino con la paja de centeno: el hecho
es sobradamente conocido. Y puede ser tradicional -pero ya no hay
seguridad- el ardid del agujerillo y el descalabramiento del mozo.
Lo que de ningún modo tiene tal carácter es el propósito de aplazar
la venganza; al convertir los incidentes del jarro en elementos de
una serie trabada con otros elementos argumentales heterogéneos, el
autor realizaba un esfuerzo de composición precozmente novelesca:
de tal modo podemos calificar esta creación de causas para la poste
rior actuación del personaje.
Esas causas, hemos dicho, son psicológicas ; creo que en la des
cripción de éstas, alcanza el escritor la mayor altura, dentro del
tratado l. El jarrazo no ha desencadenado sólo el odio de Lázaro:
ha despertado el del ciego. Hasta entonces, este sentimiento no exis
tía en ninguno de los dos : la «calabazada» contra el «toro» sólo
provoca en Lázaro el deseo de vivir atento; y las rapiñas que sufría
el amo, no las tenía por tales . Ahora, de pronto, el destrón se pone
a odiar al amo, y éste se dedica a golpear al niño: él mismo nos
cuenta el «maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante me
hazía, que sin causa ni razón me hería». Y es que Lázaro está apren
diendo más aprisa de lo que el maestro deseaba. Los barruntos que
la escasez de blancas le producían ( « ¿ Qué diablos es esto, que des
pués que conmigo estás no me dan sino medias blancas?») se han
convertido en certidumbre: ya sabe que ha de habérselas con un
bellaco capaz de engañarlo. Y el resultado es la cólera, la guerra sorda
entre los dos, el mutuo intercambio de tropezones y bastonazos, que
hallarán el desenlace natural de la venganza del mozo.
La historia del racimo que viene a continuación parece traída a
este lugar sólo por su belleza; María Rosa Lida [ 1964 ] no le hallaba
función definida y estaba, casi seguro, en lo cierto. Puede, tal vez,
LÁZARO Y EL CIEGO 367
más lo que Dios dél hizo, ni curé de lo saber» . Esto es mucho más
que una venganza de folklore : supone la descarga de una pasión hu
mana incontenible. Y, literariamente, el alumbramiento en la prosa
moderna de vetas y modos inéditos de narrar.
FRANCISCO Rico
LAZARO Y EL ESCUDERO:
TÉCNICA NARRATIVA Y VISIÓN DEL MUNDO
decir, 'al por mayor', como era propio de una gran casa señorial) .
La pareja pasea hasta las once, entra en l a catedral («muy devota·
mente le vi oír misa», recuerda Lázaro) y, a la salida, marcha «a buen
paso . . . por una calle abajo» (luego se hablará sencillamente de «su
bir la calle» o «mi calle») : el muchacho va «el más alegre del mun
do», imaginando «que ya la comida estaría a punto». Da el reloj la
una, cuando llegan «a una casa» (Lázaro todavía no puede decir «a
casa»: ignora que va a ser la suya), «ante la cual mi amo se paró,
y yo con él» (el narrador no escribe «nos paramos» : deslinda con
toda precisión el momento en que se detiene el escudero y el momen
to en que, al advertirlo, se detiene el chico). El hidalgo abre la puerta,
descubriendo una «entrada obscura y lóbrega», se quita y pliega la
capa con infinita calma, e inquiere de Lázaro «de dónde era y cómo
había venido a aquella ciudad». El criado le satisface con las mentiras
más apropiadas a la coyuntura, deseoso de ?Cabar pronto, «poner la
mesa y escudillar la olla». Cesa la charla, dan las dos y Lazarillo em
pieza a inquietarse de veras : recuerda con alarma que la puerta estaba
cerrada, que no ha visto «viva persona por la casa», que ni siquiera
hay muebles . . . La pregunta del escudero le saca de sus cavilaciones :
«Tú, mozo, ¿has comido? » . Y el comentario inmediato a su respuesta
negativa acaba con toda esperanza: «Pásate como pudieres, que des
pués cenaremos».
La frase suena como un mazazo en los oídos de Lázaro: de pronto,
cae en la cuenta de que su tercer amo es (por lo menos) t¡m escaso
como los dos primeros para el apetito del criado; que los buenos in
dicios del encuentro (la desatención al «pan y otras provisiones») son
muestra, en realidad, de avaricia o pobreza . . . Luego, la duda que
dará harto disipada, al par que van revelándose --con igual técnica
sapientísima- otras facetas del escudero. Mas, por el momento,
Lazarillo ha descubierto lo principal: ha de seguir ayunando. De re
pente, todo ha cobrado sentido: la puerta cerrada (signo de casa sin
servicio) , las cámaras desnudas, el silencio . . . Los datos hasta enton
ces neutros, ajenos, desatendidos, se han hecho presentes en la con
ciencia de Lázaro: la «luz [ de ] la hambre» los ha alumbrado a la
auténtica vida. El lector ha acompañado al protagonista en la inocen
cia de la mirada, se ha engañado como él y como él se ha sorprendido
al comprender el alcance de todos y cada uno de los factores de la
escena.
La primera lección de tal forma de narrar, por lo que ahora inte-
372 «LAZARILLO D E TORMES»
por el collar del jubón, estúpida violencia contra un niño que bas
ta por sí sola para retratar la catadura moral del servidor de la
iusticia de los hombres.
A lo largo de los primeros tratados no tiene Lázaro otra misión
que la de servir de módulo a la maldad humana. El «mal ciego», «el
cruel ·ciego», «aquel malvado», «perverso ciego» son los calificativos
con que apropiadamente se recuerda al primer amo. El clérigo de
Maqueda es también cruel sin atenuante: «cruel ca�ador» cuando le
asesta el garrotazo y «cruel sacerdote» cuando hace chistes a costa
de la desgracia de Lázaro. Éste ha de sufrir todavía las infames indig
nidades del fraile, la semiesclavitud en beneficio del capellán tole
dano y el robo de su honor viril por parte del arcipreste de San Sal
vador. En medio de este erial, las florecillas de la limosna de unas
triperas y la compasión de las vecinas hilanderas; pero, sobre todo,
el oasis del escudero, único ser amable que, después de su madre,
halla Lázaro en su peregrinar por la vida: el amo que comparte con
él el trabajo de hacer la cama y de quien no oye nunca una mala
palabra, ni siquiera cuando vuelve un poco tarde de subir agua del
río. Pero son sólo seres despreciados, como las triperas y las mujer
cillas, o fantasmales y absurdos, como el escudero, quienes renuncian
a ser lobos para el hombre.
No cabe duda de que el autor apunta hacia el lado religioso con
toda esta exploración implacable de la maldad humana, prueba abru
madora de la ausencia de caridad en el seno de una sociedad muy
orgullosa de titularse cristiana. El clérigo de Maqueda le guardaba
«poca caridad», le mataba de hambre, le daba las raeduras de pan
que sentía asco de comer y terminaría por expulsarlo con una herida
grave aún abierta. En Toledo, sencillamente, «no avía caridad» . Los
sórdidos campesinos no quieren «hazer obras de caridad» y por su
«poca charidad» los obsequia el buldero con milagros de su particu
lar cosecha . En suma, Lázaro apenas logra sobrevivir al garrotazo,
pidiendo de puerta en puerta, «porque ya la charidad se subió al
cielo». Buscarla sobre la faz de la tierra es, pues, la más insensata
pretensión.
Este desolador dar fe de la falta de caridad es decisivo para con
figurar el pesimismo de un espíritu religioso orientado en sentido
moderno. Una lamentación similar es frecuente en la literatura e
ideología afín a la del Lazarillo : «Dezís verdad; pero ya no ay cari
dad en el mundo», reconocía tan tranquilo el arcediano del Viso en
376 «LAZARILLO D E TORMES»
ALBERTO BLECUA
Alberto Blecua, ed., T.n vida de Lazarillo de Tormes, Castalia, Madrid, 1974,
pp .38-44.
.
LA DUALIDAD ESTILÍSTICA 379