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Lazarillo de Tormes PIÑERO Pages From Historia y Critica de La Literatura Española Siglos de Oro Renacimiento LOPEZ ESTRADA-5

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6.

LAZA R I LLO D E TOR M ES

PEDRO M. Plf'IERO

De 1554 son las tres primeras ediciones conservadas de La vida de


Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades (Burgos, Juan de
Junta; Amberes, Martín Nudo; y Alcalá de Henares, Salcedo); hoy se
pueden consultar las tres, en facsímil, reunidas en un solo volumen
(A. Pérez Gómez [ 1 959 ] ). Una amplia bibliografía proporcionan J. Lau­
renti [ 1966, 197 1 , 1 973] y A. del Monte [197 1 ] . Los problemas textua­
les del Lazarillo fueron especialmente estudiados por A. Cavaliere [1955]
y J. Caso [ 1967 ] en sus respectivas ediciones (y véase también el artículo
más reciente de Caso [1972] , en una línea coincidente con A. Rumeau
[1 969] ); sin embargo, F. Ri<;o [ 1 970] y luego A. Blecua [1974] , en un
trabajo singularmente valioso para el tratamiento de los problemas ecdó­
ticos del Lazarillo, llegan a las siguientes conclusiones: 1 ) los tres textos
de 1554 son independientes: ninguno puede ser fuente de los otros dos;
2) los de Alcalá y Amberes son ramas de una misma familia; 3) los tres
proceden de ediciones perdidas, no de manuscritos; 4) las ediciones pos­
teriores a 1554 descienden de la de Amberes, no de textos perdidos.
El mismo F. Rico resume estas cuestiones y da una presentación general
de la obra, en el prólogo, fundamental en sus muchos aspectos, a su
propia edición [ 1967 ; 1976 a y 1980, las dos últimas con adiciones impor­
tantes en apéndice] . Excelentes apreciaciones o visiones de conjunto del
Lazarillo se hallan también en las ediciones de M. Bataillon [ 1958] ,
R. O. Jones [1963] , C . Guillén [1966] y A . Blecua [ 1974 ] , así como
en los ensayos de F. Ayala [ 1 97 1 ] , M. Molho [1968] , y en la fina guía
de Deyermond [1975] ; véase, por otra parte, P. M. Piñero [ 1977 ] .
E s muy probable que l a primera edición sea d e 1552 o 1553, pero
¿cuándo fue redactado el Lazarillo? El texto ofrece algunas referencias
históricas fechables: así a «la de los Gelves», los «cuidados del rey de
Francia» y unas cortes celebradas en Toledo. La expedición militar a los
Gelves puede ser la desastrosa de 1510, o la de 1520, de escasa rele\·:m·
« L AZARILLO DE TORMES» 34 1

da, pero con final afortunado. En abril de 1525 se reunieron las cortes
en Toledo, pero también las hubo en 1538-1539. Y los «cuidados del rey
de Francia» podrían aludir a la prisión de Francisco I, después de la
derrota de Pavía, en 1525. M. J. Asensio [ 1959) se destaca entre los
que defienden una redacción temprana de la obra, necesaria para su tesis
de la autoría, como veremos. Ya Bataillon, anteriormente [ 1 93 1 ] , había
aceptado las primeras fechas, pero ·luego, en un estudio fundamental
[ 1958, trad. 1968 ) , se muestra partidario de una composición más cer­
cana a 1554. Márquez Villanueva se ha manifestado siempre partidario
de las fechas más tardías, en todos sus estudios sobre el libro. No hay la
más mínima huella de circulación de la obra antes de 1554, insiste Már­
quez, y, por otro lado, en la Segunda parte de 1555 el autor anónimo
continúa la historia de Lázaro a partir de 1540, entendiendo que las cortes
toledanas son las finalizadas en 1539.
Los estudiosos, empeñados en dilucidar la época de redacción, han
rastreado en el texto otros elementos fechables: sobre todo, el mal año
en que Lázaro sirve al escudero de Toledo, cuando «acordaron [ en] el
Ayuntamiento que todos los pobres estranjeros se fuesen de la ciudad».
Bataillon y Márquez opinan que ese período de escasez es el calamitoso
decenio de 1540 a 1550, que impuso tal decisión a los ediles toledanos,
aunque ya en años anteriores se había prohibido la mendicidad en la
ciudad por causas parecidas. M. Morreale [ 1954 ] y A. Redondo [ 1979 b J
estudian con detalles estos «reflejos de la vida española» en nuestro libro.
(El trabajo de archivo, por otro lado, ha permitido a J. Sánchez Rome­
ralo [ 1978 ) documentar una curiosa casualidad: la existencia en Toledo,
en 1553, de un mozo de ciego llamado Lázaro. )
N o e s menos movida l a polémica sobre l a autoría del Lazarillo. Las
atribuciones, unas con más fundamento, otras con menos, se han sucedido,
pero por el momento, con los datos al alcance, parece imposible descubrir
el secreto del autor anónimo. La primera candidatura (postulada por el
historiador de los Jerónimos, fray José de Sigüenza, en 1605) se presentó
a favor del jerónimo fray Juan de Ortega, general de la orden de 1552 a
1555. M. Bataillon [ 1968) ha defendido con argumentos brillantes la
presunta autoría de Ortega (y véase aun Gómez Menor [1977] ): si fuera
obra suya, dice, el anonimato estaría suficientemente explicado; por otro
lado, el anticlericalismo de la obra no impide tal paternidad, pues de
todos es conocido el fuerte espíritu crítico de los frailes reformadores
en esta época.
En 1607, Valerio Andrés Taxandro, en su Catalogus clarorum Hispa­
niae scriptorum (seguido por Andrés Schott en su Hispaniae Bibliotheca),
ahíja el libro a don Diego Hurtado de Mendoza. Esta atribución, recogida
por Tamayo de Vargas y Nicolás Antonio, tuvo un eco favorable a lo
largo del siglo XIX, si bien a finales de la centuria A. Morel-Fatio la
342 RENACIMIENTO

refutó con razones convincentes. Hoy la atribución está desacreditada,


a pesar, entre otros, de los apoyos de A. González Palencia [ 1946 ] y los
más recientes de C. V. Aubrun [ 1969] .
El mismo Morel-Fatio, atendiendo al espíritu anticlerical que veía en
la obra, sugirió indagar entre el grupo de los hermanos Valdés. M. J. Asen­
sio [ 1959 ] ha sustentado la atribución del libro a un escritor relacionado
íntimamente con el círculo de Juan de Valdés, si es que no se trata de
él mismo. Desde luego, la fecha temprana que defiende para el Lazarillo
favorece esta suposición. Apoyándose en la existencia de una reducida
comunidad de alumbrados bajo la protección del duque de Escalona, don
Diego López Pacheco, y cuya figura más destacada era el conquense Juan
de Valdés, Asensio establece paralelismos entre el pensamiento e ideolo­
gía de éste y los del autor anónimo, y señala que el anónimo se atenía
fielmente al ideario estilístico y lingüístico valdesiano. Nos parece difícil
hoy sostener tal atribución, aunque sí se podría aceptar que el autor del
Lazarillo estuviera inmerso en la corriente ideológica y espiritual que
arrastra al mismo Valdés, como a otros muchos hombres de la primera
mitad del siglo xv1, empezando por su hermano Alfonso (a quien Ricapi­
to [ 1976 ] , sin dar argumentos, quisiera adscribir nuestra novela).
Recogiendo sugerencias de José M. Asensio, en 1 867, J. Cejador, en
1914, propugnó a Sebastián de Horozco como autor de la obra. La
atribución parecía olvidada después de las objeciones que le puso E. Co­
tarelo, al publicar el Libro de proverbios o Refranes glosados de Horozco,
pero Márquez Villanueva [ 1957] ha vuelto a plantear la presunta autoría
de Horozco con mayor rigor, mejor conocimiento y fundamentos más
sólidos, sobre todo las numerosas coincidencias entre Horozco y el Laza­
rillo : temas literarios, recursos expresivos, refranes, personajes literarios
del libro anónimo se encuentran en las obras y repertorios de Horozco.
Por supuesto, no se agotan aquí las cof!jeturas, y se han aventurado
otras atribuciones insostenibles en la actu�lidad: interpretando el libro
como una autobiografía casi real, Fonger de Haan, en 1903, y, en época
más cercana, F. Abrams [ 1964] presumieron encontrar el «modelo vivo»
de Lázaro en un cierto Lope de Rueda, pregonero toledano en 1538,
identificándolo con el autor de los pasos . . . y de nuestra novela. A. Ma­
rasso [ 1 955] apunta, no muy convencido, al humanista Pedro de Rúa;
y mientras que E. Tierno Galván [ 1 958] se pregunta si el Lazarillo es
un libro comunero, A. Rumeau [ 1964] anota un par de puntos comunes
en la obra del humanista Hernán Núñez de Toledo, el comendador Griego,
y en la de nuestro buscado autor. Pero el enigma sigue sin desvelarse.
A. Castro [ 1957 ] señaló certeramente que el autobiografismo det
Lazarillo es solidario de su anonimia. Este autobiografismo se manifiesta
en el libro desde el primer momento, en el mismo prólogo, y hasta sus
últimas consecuencias. F. Lázaro Carreter [ 1966, ahora en 1972 ] ha estu-
«LAZARILLO DE TORMES» 343

diado con magníficos resultados el origen del yo narrativo del libro y ha


enfocado el problema de la autobiografía en ·el Lazarillo con método dis­
tinto al que hasta ahora se había seguido: hay que partir de la base de
que la novedad consiste en el uso de la primera persona para un relato
de ficción, y que es dentro de este o en sus aledaños donde deben bus­
carse los estímulos de aquella novedad. El profesor Lázaro llega a la
conclusión de que el modelo más cercano del autobiografismo del Lazarillo
es un tipo de carta-coloquio, muy frecuente en el siglo XVI, que se carac­
teriza por su tono desenfadado y estilo jugoso, entre chancero y grave,
como en las epístolas del doctor Francisco López de Villalobos. Ya C. Gui­
llén [1957] , en un trabajo excelente, había observado que el Lazarillo
era, en primer lugar, una «epístola hablada»: Lázaro escribe en un acto
de obediencia a «vuestra merced» -protector del protector de Lázaro,
el arcipreste de San Salvador-, y la narración de su vida -por extenso
y desde el principio- tiene el sentido de un rendir cuentas y asumir los
aspectos de su prehistoria que sobreviven en el momento de escribir.
F. Rico [ 1970 ] individualiza los elementos formales que configuran la
obra, en buena medida, como una carta.
Por otro lado, los materiales que conforman el Lazarillo, tanto perso­
najes como narraciones y episodios, proceden en una parte considerable
de la tradición folklórica. El mismo nombre de pila del mozo, que recuer­
da al mendigo del Evangelio (coincidencia que ha dado pie a una inter­
pretación simbólica de Wardropper [ 1977 ] ) y que se asocia con el verbo
«lacerar», arrastraba una connotación miserable, a la que tal vez se añadió
una extraña ingenuidad rayana en bobería. M. Bataillon [ 1958 ] , que ha
estudiado al pormenor los elementos folklóricos de la obra, piensa que
el autor tomó de la tradición esa ingenuidad. exagerada, mezclada de
malicia y miseria. F. Lázaro analiza también en páginas magistrales [ 1969,
ahorfi en 1972 ] esos y otros abundantes materiales folklóricos en tanto
punto de partida superado en la elaboración del libro. M. Chevalier [ 1979 ]
matiza el número y el alcance de los cuentecillos recreados en el relato,
y F. Rico [ 1976 a, 1980] expone con amplitud las fuentes folklóricas de
la obra, puntualizando las aportaciones más importantes al respecto. La
crítica, así, se muestra hoy concorde en la idea de que el autor consiguió
ir más allá de los materiales de la tradición, construyendo con ellos una
obra distinta, donde se evidencia el inédito camino de la novela. El
folklore proporciona la mayoría de las tretas del tratado 1: el mismo tipo
y las travesuras del destrón se documentan ya en textos y miniaturas
medievales. Aunque en menor medida que en el tratado del ciego, el
aprovechamiento de materiales folklóricos se rastrea asimismo en el resto
de la obra. El escudero, contemplado por F. Rico [ 1966] y A. Redondo
[ 1979 a] con el enfoque de la historia social, es para F. Lázaro [ 1972 ]
personaje de origen tradicional que, formando pareja con el mozo, aparece
344 RENACIMIENTO

con cierta frecuencia en la literatura anterior. No opina del mismo modo


M. R. Lida de Malkiel [ 1964, ahora en 1 976] , muy cautelosa en este
aspecto. Para la ilustre hispanista, la deuda del Lazarillo con el folklore
es más reducida: sólo clara en la utilización de cuatro o cinco motivos
en el tratado I, y dos o tres en el III. En estos casos los motivos folklóri­
cos han recibido una pormenorizada elaboración dramática y funcionan
entonces como elementos formales para señalar interrelaciones y gradua­
ción del relato. Lida indicó que algunas burlas probablemente se difun­
dirían por medio de la tosca representación en las tablas de los titiriteros,
y también W. Casanova ( 1970 ] ha hecho hincapié sobre el elemento
farsesco en los tratados V y VII. Otros críticos han precisado el origen
<le varios motivos concretos, como el de «la casa encantada» del tratado
III, que cuenta con estudios de F. Ayala [ 1965 ] , A. Rumeau [ 1 965] y
F. de la Granja [1971] , en tanto D. Ynduráin [ 1 975] hace algunas consi­
deraciones sobre el sentido de la anécdota.
Junto a los elementos folklóricos, los estudiosos han ido señalando
algunas fuentes literarias: para el núcleo del tratado V, el milagro fingido
del buldero, Morel-Fatio indicó ya la novela IV de Il novellino de Masuc­
cio; J. E. Gillet [1940] piensa, sin embargo, que debe de derivar de la
versión flamenca del Líber vagatorum, y Rico [ 197 6 a, 1980] advierte
que los contactos literales se �an no sólo con Masuccio, sino con otras
versiones del mismo asunto. La posible deuda con el Asno de oro, de
Apuleyo (modelo estructural para el Lazarillo, según M. Kruse [ 1959 ] ,
y fuente e n otros aspectos en opinión d e J . Molino [1965] ), l a h a subra­
yado Vilanova [ 1978 ] en algunos episodios y motivos del tratado II.
Con el acicate de ese material preexistente, folklórico y literario, es­
cribe el autor la novela. Como señala M. Bataillon [ 1958 ] , lo primero
que se produce es un notable cambio en la técnica del tratamiento de las
historietas y personajes tradicionales: hasta entonces aquéllas habfan teni­
do valor por sí mismas y los personajes eran meros soportes suyos; ahora,
en el Lazarillo, las anécdotas tienen interés en función del personaje, en
cuanto vivencia del protagonista. C. Guillén [ 1957 ] , F. Rico [ 1 966,
1970] y F. Lázaro [1972] han puesto de relieve cómo la original técnica
novelística que se ensaya en el Lazarillo tiene como núcleo confi.gurador
un «caso», en torno al cual se organiza la materia narrativa. Este «caso»,
identificado por Rico [ 1966 ] , es el triángulo amoroso del tratado VII,
consentido ignominiosamente por Lázaro. Lázaro Carreter [ 1972] ha es­
tudiado admirablemente la línea constructiva del libro, y cómo el autor
va superando la inicial exposición en sarta, para conseguir una nueva
fórmula constructiva de narración trabada, que alcanza su punto más
logrado en el tratado III, el más novelesco. El lector asiste en él al lento
descubrimiento del alma del escudero, personaje enigmático que se nos
va desvelando en un sagaz proceso psicológico, glosado por D. Alonso
«LAZARILLO DE TORMES» 345

( 1958, 1965 ] . A partir del tratado III d a l a impresión d e que s e h a pro­


ducido un cansancio en el autor, y los episodios adelgazan sus líneas
narrativas, para ofrecer, según algunos críticos, sólo una especie de apuntes
rápidos, sobre todo en los tratados IV y VI. A. Sicroff ( 1957 ] y F. Ayala
[ 1960, 197 1 ] son quienes más han insistido en la idea de estos últimos
tratados como mero boceto, y consideran, por tanto, inacabado ' el libro.
F. Rico ( 1966 ] , F. Márquez [1968] y F. Lázaro [ 1 972] piensan de otra
manera: es cierto que ha habido un cambio, que el esfuerzo de compo­
sición ha cesado, pero esto no quiere decir que el Lazarillo sea una obra
inacabada, sino que ha variado la técnica expositiva del libro. No se
olvide que es Lázaro quien desde el hoy del tratado VII, como señaló
C. Guillén ( 1957 ] , constituye el centro de gravedad de 1a obra, el autén­
tico protagonista: cuenta las aventuras del niño para explicar la perso­
nalidad del hombre, y éste es quien marca la andadura lenta o rápida
del tiempo y de los episodios que le interesa resaltar. En ese sentido
estudia M. Frenk Alatorre ( 1975 ] el episodio del ciego. Sólo entendiendo
todo esto se puede llegar a captar la estructura de la obra, cuestión que
ha sido objeto de múltiples enfoques: desde el pionero artículo de
F. C. Tarr ( 1927 ] y los perceptivos ensayos de R. S. Willis [1959] o
J. Casalduero [ 1 973 ] , hasta los análisis formales de O. Belic': [ 1969 ]
y D. Puccini [ 1 970] o las anatomías semiológicas de C. Minguet [ 1970 ] ,
A. Prieto [ 1 972, 1975] , A. Ruffinato ( 1975-1977] y D. M. Carey
[ 1 979] , pasando por las lecturas en clave simbólica de S. Gilman ( 1966 ]
y J. Herrero [ 1 978] .
Dos temas fundamentales se destacan en el Lazarillo : la honra y la
religión. F. Rico [1970] avisa de que el contenido ideológico del libro
está tan íntima y magistralmente fundido con la narración, que resulta
muy difícil delimitar lo que corresponde al decoro horaciano, o coherencia
del personaje, y a las convicciones del escritor. Con esta advertencia hay
que estudiar los distintos casos de honra que aparecen en la obra (véase
Rico [ 1976 b] ). De modo simétrico el libro arranca y concluye con un
caso de honra: en el prólogo se acepta la importancia de la honra
( = fama) como estímulo de la literatura, de acuerdo con Cicerón, que
nuestro autor parece seguir (pero sólo es un fingimiento); y en el mismo
prólogo se aclara que la obra ha sido motivada por la narración de un
«Caso de honra», el mismo, como sabemos, que se descubre en el último
tratado. Si a ello se añade que el tratado III, centro del libro, tiene como
uno de sus ejes el contraste de dos actitudes y concepciones opuestas
sobre la honra, la del mozo y la del escudero, se comprenderá hasta qué
punto el tema es una obsesión para el autor (obsesión que Bataillon [ 1969 ]
extiende a todo el género picaresco).
La historia de Lázaro, hay que indicar también, es la historia de un
proceso educacional pervertido, como han resaltado, entre otros, Ward-
346 RENACIMIENTO

ropper [ 1961 ] , Jaen [1968] , Deyermond [1975] y Sabat [ 1980]. Már­


quez Villanueva [ 1968 ] (y con él, más recientemente, Rodríguez-Puérto­
las [1976] ) insiste en el «pecado» de Lázaro al final del tratado VI: cómo,
a pesar de la dura crítica hecha al escudero, el mozo ha quedado hechizado
por su empaque y presencia, y por ello no resiste la tentación de inte­
grarse en la sociedad cuyos valores tan radicalmente ha censurado. Ese
«pecado» ha sido visto también por R. W. Truman [ 1969 ] , F. Rico
[ 1 970] y L. J. Woodward [ 1977 ] en la perspectiva del ideario huma­
nístico.
El sentido religioso del Lazarillo es bastante más complejo, y da pie
a interpretaciones diversas y, a veces, encontradas. De los nueve amos de
Lázaro, cinco pertenecen al estamento eclesiástico, del que ofrecen un
muestrario variado, si bien es verdad que sólo en sus estratos inferiores.
Parece evidente, de todas formas, una actitud de condena y desprecio
hacia ese mundo, actitud que da al Lazarillo un claro aire de anticlerica­
lismo. A. Castro [ 1957 ] sostiene la tesis de que el libro es obra de un
converso que, al margen de la sociedad, denuncia el clima espiritual de
la época. A la tesis del autor converso, cercano a la incredulidad, se
suman, entre otros, S. Gilman [ 1966] y F. Lázaro [1972] ; F. Rico (1970] ,
en cambio, atendiendo a la peculiaridad de la estructura y técnica narra­
tiva de la obra, conjetura al novelista como un espíritu relativista y escép­
tico (cuando menos, de tejas abajo). M. J. Asensio [ 1959 ] considera que
la crítica religiosa del libro debe entenderse de modo positivo e inspirada
en una clara orientación iluminista, convergente -por lo menos- con
la postura de los «alumbrados». También para Márquez [ 1968] se trata
de un libro esencialmente religioso, cuyos cimientos ideológicos y espiri­
tuales cree asentados en ideas y motivos de signo erasmista e iluminista,
sin olvidar la estrecha relación que los conversos tienen con esas corrien­
tes espirituales. Según él, lo fundamental es la denuncia de la sociedad
irremisiblemente anticristiana de la época. Ya Morel-Fatio había apuntado
la inclinación erasmista de la obra. Contra el erasmismo del Lazarillo se
manifestó repetidas veces M. Bataillon, tanto en el Erasmo y España
[ 1 937, 1966 ] , como en algunos de sus estudios específicos sobre el Laza­
rillo [1958] ; para Bataillon (y pese a la posibilidad de ciertas huellas del
Elogio de la locura [ 1977 ] ), el anticlericalismo de nuestra novela es de
obvio cuño medieval, y en sus páginas ro existe el menor asomo de
erasmismo. En análogo sentido se han pronunciado J. Joset [ 1967 ] y
V. G. de la Concha [ 1 972] , quien, al par que niega también la tesis del
autor alumbrado, llega, por distintos caminos, a las mismas conclusiones
de Bataillon, y rechaza la específica intención religiosa inicial del libro,
donde no encuentra una crítica de la fe práctica de los cristianos viejos,
aunque sí nota la denuncia de una falsa devoción, que el mismo Lázaro
guarda al servicio de sus intereses.
«LAZARILLO DE TORMES» 34 7

Desde el punto de vista estilístico, puede encontrarse un buen pano­


rama en el estudio de G. Siebenmann [ 1 953] y en las introducciones de
F. Rico [ 1976 a] y A. Blecua [ 1974] a sus respectivas ediciones. En este
sentido, lo más destacable es que el decoro del personaje obligó al autor
a un estilo «humilde», ajustándose el libro, por otro lado, a las normas
estilísticas t:xpuestas por Valdés en su Diálogo de la lengua: sobriedad,
huida de toda afectación, selección del léxico empleado, ausencia casi
completa de neologismos, economía expresiva (utilizando para ello las
construcciones gerundivas, de participio, de infinitivo o preposicionales).
El fondo básico de la lengua del Lazarillo lo proporciona el habla de
Toledo, y el autor concede destacado valor al refranero y expresiones
populares, que utiliza con frecuencia en sus páginas. Un buen índice de
las materias que atañen a la lengua y el estilo del libro se encuentra en
el estudio de S. Aguado [ 1965] . A un nivel más hondo, H. Sieber [ 1978 ]
propone una sugestiva meditación sobre el significado de Lázaro, su cir­
cunstancia y sus problemas como lenguaje.
Una última cuestión: ¿el Lazarillo es o no es una novela picaresca?
M. Bataillon [ 1968 ] , F. Lázaro Carreter [ 1972] y F. Rico [ 1 970] , con
razones muy convincentes, defienden la inclusión del libro -el primero
de la seri� en la novela picaresca (véase también A. Francis [ 1978] ).
No piensa lo mismo A. Parker [ 1 967, 197 1 ] , al que contesta F. Lázaro
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MARCEL BATAILLON

PARA LEER EL LAZARILLO

Porque Lázaro cuenta su historia en primera persona y se planta


en la España del Emperador victorioso, Fonger de Haan [ en 1 903 ]
y otros han podido ver en él a un español real de tal tiempo, aun
cuando más de una de sus historias pertenecen a un folklore inter­
nacional sin época precisa. El error consiste en creer que esta inmer­
sión en el medio histórico era la finalidad del autor, cuando era para
él sólo un medio. Lázaro es el único personaje de la novelita que
tiene un nombre, un estado civil, un lugar de nacimiento, una infan­
cia, una juventud. Pero ello basta para que soporte todo el resto y se
muestre como testigo y juez. El yo afirmado con tal insistencia tiene
una enorme fuerza persuasiva. Este yo crea una gran distancia entre
biografía y autobiografía jocosas, entre Till Eulenspiegel y Lazarillo.
[ . . ] Pero ¿ppr qué ha habido empeño en interpretar el Lazarillo
.

como una historia verdadera, en descubrir el hombre que se identi­


ficaría con el narrador y con el héroe? Es, sin duda alguna, porque
el novelista, como al descuido, ha encuadrado la biografía de Lázaro
entre dos fechas históricas: el héroe tiene ocho o diez años cuando
su padre muere en una expedición a los Gelves ( 1520); y puede
tener unos veintiocho años cuando «en la cumbre de toda buena
fortuna» ve al Emperador victorioso entrar en Toledo para celebrar
Cortes. Entre ambas fechas, Lázaro ha vivido difícilmente, pero ha
vivido. Y la mayor proeza literaria consiste en hacerle vivir y durar,
junto al escudero, estas semanas en que no pasa nada, en la «casa
Marce! Bataillon, ed., La vie de Lazarillo de Tormes, Aubier, París, 1958;
trad. cast. (del prólogo) por L. Cortés: Novedad y fecundidad del «Lazarillo de
Tormes», Anaya, Salamanca, 1968, pp. 48-49, 52-53, 57-58, 60-61, 63-64, 66-70.
PARA LEER EL «LAZARILLO» 353

sin ajuar», vacía y perfecta como una pompa de jabón, artificial mi­
crocosmos hecho de nada y mantenido en su lugar hasta el instante
en que pueda estallar sin echarlo todo a perder. La primera jornada
que el arte del narrador teje sin otro objeto que situar este episodio
y conducir al clarividente Lazarillo al término de su desilusión, es
una memorable novedad en la historia de la novela.
[Nos conviene] ponernos en guardia contra ciertas sistematiza­
ciones deformantes : bien la aplicación intempestiva en su última
etapa de la noción de «realismo», tal como la concebía el siglo XIX,
bien la interpretación en términos de «crítica social» o bien la clasi­
ficación con referencia a «épocas» a las que se supone que imponen
un espíritu y «estilo» común a los productos artísticos más diversos
de un mismo tiempo. Naturalmente que se ha formulado la pregun­
ta de si el Lazarillo es «Edad Media» o «Renacimiento». Y aunque
no es preciso exagerar la cultura clásica que su autor deja transpa­
rentar, es difícil no encontrar un aire nuevo en la sencillez ágil del
relato y de los diálogos. El error consistiría en creer que el Lazarillo
adopta tal tono y toma como materia la prosa de la vida diaria, para
llevar la contraria a las novelas de caballería, reacción que revelaría
las nuevas tendencias del Renacimiento, en lucha contra una tradición
medieval. Esta dialéctica belicista, según la cual las «épocas» se suce­
den negándose las unas a las otras, no es más que un hegelianismo
barato que falsea hoy día la historia de la cultura. Cuando González
Palencia [ 1946] cree descubrir en el nacimiento de Lazarillo en un
molino, en su infancia, en la presentación de sus padres, en su educa­
ción por un ciego, en la profecía burlesca de su porvenir, una especie
de imitación paródica del Amadís, tal idea, por ingeniosa que pueda
ser, no convence. Lazarillo aparece en el momento en el que la crítica
de los libros de caballería está en pleno auge. Si su autor hubiera
querido verdaderamente unir su voz al concierto, hubiera sido un
bonito tema para su prólogo el afirmar, aunque sólo fuera en dos
líneas, la superioridad de la autobiografía real de un pobre diablo,
sobre la literatura que da como pasto al lector anacrónicas hazañas.
Pero el gusto de la época era a menudo ecléctico. Un Francisco De­
licado, admirable pintor verista del mundo de las prostitutas en La
Lozana andaluza, editaba, por otro lado, Amadís y Primaleón moder­
nizando algo su estilo, y en el prefacio de Primaleón pretende reac­
cionar contra el desprecio injusto de los pretendidos sabios contra
tales «crónicas» novelescas que tratan de «fablillas». [ . . . ]
354 « LAZARILLO DE TORMES»

Fray José de Sigüenza admira en la obra más que la novedad de


la materia, la manera. Admira al autor por el «singular artificio y
donaire» con el que hace brillar, en tan humilde asunto, «la propie­
dad de la lengua castellana y el decoro de las personas que introdu­
ce» . Propiedad y decoro no eran sino dos aspectos de un mismo
mérito, que el autor ya reivindica en su prefacio, cuando el héroe
habla de dar idea de una vida como la suya empleando un «grosero
estilo». Sigüenza y él son hombres del Renacimiento, en la medida
en que hacen suyos conscientemente los preceptos del Arte poética
de Horado: «recte scribendi sapere» y «reddere personae conve­
nientia cuique» . Justeza del lenguaje, sencillo para un asunto sencillo,
conveniencia de las palabras y de los actos con el carácter de cada
personaje, tal era igualmente el ideal en nombre del cual Juan de
Valdés juzgaba a los novelistas y a los dramaturgos amados por el
público de 1536.
«Guardar el decoro» es la exigencia clave de tal crítica [y] , para
el padre del Lazarillo, era, ante todo, ser fiel a una cierta imagen
folklórica del mozo de ciego; después, renovar esta imagen sin alterar
la relación fundamental entre ambos personajes. El ciego sagaz y
cruel le llegaba al autor unido al mozo ingenuo y pícaro. El clérigo
avaro, carácter de una pieza, está en análoga relación con Lázaro, cuya
historia enriquece sin cambiar su tonalidad. La «variación» genial es
la constituida por la entrada en escena del escudero, carácter dibu­
jado, como los dos anteriores, según una tradición, pero más rico en
matices. Nada hay que inspire odio en este personaje simpático y
ridículo al par, mentiroso y quimérico. Lázaro, a su lado, permanece
fiel a sí mismo, en el sentido de que lo vemos recurrir a su primera
industria de mendigo para no morir de hambre, pero se supera, des­
pojándose de todo rencor y astucia, ante este amo a quien cobra
compasión y a quien le parece natural alimentar, en lugar de ser
alimentado por él.
Hay algo, sin embargo, que desconcierta e indispone a nuestro
héroe con el escudero. Es la superstición del honor que inspira sus
actos y actitudes. Y así, en contacto con él, Lázaro nos mostrará un
rasgo de carácter que es probablemente un descubrimiento, un ha­
llazgo genial del anónimo autor: este espíritu positivo, insensible al
sentimiento de la honra, pero respetuoso del prestigio social en cuan­
to se reconoce en el vestido y en cuanto su jerarquía coincide con la
de la riqueza. ¿Por qué --comenta Lázaro con admiración- no os
PARA LEER EL «LAZARILLO» 355

quitabais el bonete ? : «si él era lo que decís y tenía más que vos, ¿ no
errábades en no quitárselo primero . . . ? ». Hay una perfecta adecuación
entre el carácter de Lázaro, tal como acaba de dibujarlo este diálogo,
y el destino social que ha forjado para él, con un profundo humor,
el autor del Lazarillo. De casta le viene al mozo su positivismo. Su
madre, viuda de un acemilero condenado por robo, no tarda en
amancebarse con un mozo de cuadra mulato, de honradez igualmente
dudosa. Admiremos la fórmula proverbial por la que el autor hace
expresar al hijo el razonado movimiento que induce a la madre a
buscar protección y dinero, y que la lleva a «frecuentar las caballeri­
zas» de las gentes importantes: «determinó arrimarse a los buenos
por ser uno de ellos». Lázaro aplicará con mayor fortuna el mismo
precepto. [ . . . ]
Lázaro termina asentándose. La última frase del libro, en imper­
fecto, aunque abra la puerta a una posible continuación, no por ello
deja de presentarnos al héroe provisto de un «oficio real» y casado,
es decir, a un hombre que ha llegado. Pero ¿de qué oficio real se
trata? Y ¿de qué burlesca manera realiza Lázaro el proverbio de los
tres caminos de la fortuna: «Iglesia, o mar, o casa real»? El mozo
se ha J igado amistosamente con la clerecía de Toledo, en la persona
de un capellán que le hace trabajar a destajo como aguador. El oficio
no �s malo, puesto que, pagando al patrón una renta de treinta mara­
vedís por día, Lázaro economiza en cuatro años lo bastante para
poder comprarse, en casa de un ropavejero, un «hábito de hombre
de bien», con aditamento y todo de <<Una espada de las viejas prime­
ras de Cuéllat». ¡Adiós trabajo manual! Tras una experiencia desgra­
ciada al servicio de un alguacil, oficio que encuentra peligroso, Láza­
ro, por medio de sus protectores, logra el cargo de pregonero. Oficio
real , ciertamente; pero, para ser sensible al lado humorístico de este
ascenso es preciso saber que era el más ínfimo, el menos brillante de
todos. El pregonero tiene entre sus prerrogativas la de pregonar los
vinos que Jos propietarios tienen que vender. Y ello le granjea una
reputación de catador: pregonero y mojón público son sinónimos.
Lázaro pregona los vinos del señor arcipreste de San Salvador. Este
último concibe Ja idea de casar al mozo «con una criada suya», sin
renunciar por ello a sus servicios. Lázaro, colmado de beneficios por
tal protector, vive entre él y su mujer la más venturosa existencia;
acoge con mayor facilidad los consejos filosóficos del arcipreste que
l os ru mores mal ignos que corren sobre su matrimonio: «Señor -le
356 «LAZARILLO DE TORMES»

dije-, yo determiné de arrimarme a los buenos». Y a los amigos


que le cuentan lo que se dice: «Mirá, si sois amigo, no me digáis
cosa con que me pese, que no tengo por mi amigo al que me hace
pesar. Mayormente si me quieren meter mal con mi mujer . . . Que yo
juraré sobre la hostia consagrada que es tan buena mujer como vive
dentro de las puertas de Toledo, y a quien otra cosa me dijere, yo
me mataré con él». Lázaro, dispuesto a defender con su vieja espada
su felicidad más bien que su honor conyugal, es la más graciosa antí­
tesis del honor que nos ofrece la literatura española.
Vemos, pues, cómo el autor anónimo, no contento con integrar
en una historia continuada las historietas tradicionales de Lazarillo
de Tormes, y de darles una continuación magistral, hace al personaje
artesano consciente, aunque oportunista, de su propio destino. Muy
diverso de Ulenspiegel, «el cual no se dejó engañar por falacia algu­
na» (según el título de las viejas ediciones francesas), nuestro ingenuo
no por ello es un primo. Hay en esta recreación tal fidelidad al ca­
rácter tradicional, y en el enriquecimiento de esta figura una cohe­
rencia interna tan fuerte, que el padre Sigüenza podía, con mucha
razón, considerar el Lazarillo como una obra maestra del arte de
«guardar el decoro» en la elaboración de los personajes. En ello,
justamente, debemos buscar el vínculo de la obra con las búsquedas
literarias de su época, no en un verismo de detalle, que no es de
aquel tiempo. Podríamos hablar de realismo psicológico, si no te­
miéramos traicionar una vez más, con anacrónica pedantería, esta
especie de «verdad» jocosa a la que ha tendido el autor, y en la que
reside un secreto de la estructura del Lazarillo.
El color local de las «costumbres» tiene verdad global manifiesta
sobre todo en el personaje del escudero. Se reduce, en los porme­
nores, a cinco o seis alusiones : bonetes toledanos, intrigas de las
toledanas de costumbres fáciles, cabezas de carnero comidas el sába­
do, confituras de Valencia, lechugas murcianas, espadas de Cuéllar . . .
La «crítica' social» preocupa aún menos a nuestro autor. Uno de los
temas favoritos de la crítica social en la España de Carlos V es la
plaga de la mendicidad profesional y del vagabundaje. Pues ni siquie­
ra apunta en el episodio del mendigo. Como se recordará, hay en el
tratado 111 una alusión a la lucha contra esta plaga, a propósito de
la mendicidad a la que Lázaro se ve reducido por la miseria del escu­
dero: el hambre, aquel año, hace que el Ayuntamiento de Toledo se
vea obligado a tomar medidas de expulsión contra los mendigos
LA DISPOSICIÓN TEMPORAL 357

forasteros. Pero Lázaro, que a menudo es sentencioso y gusta de


dar su opinión, se guarda bien de decir una sola palabra sobre la
oportunidad del edicto que le amenaza con el látigo. Simplemente,
fiel a su carácter (guardando el decoro), nos hace contemplar la ad­
versidad a que se ve reducido, él que había creído que saldría fácil­
mente del paso con sus dotes de mendigo.

CLAUDIO GUILLÉN

LA DISPOSICIÓN TEMPORAL DEL LAZARILLO

Es el Lazarillo, en primer lugar, ·una epístola hablada. Se dirige


el narrador o personaje central de la obra a un «vuestra merced», a
una personalidad de rango superior al suyo, de que sólo sabemos
que es el protector de su protector, el «amigo» del arcipreste de San
Salvador: «En este tiempo, viendo mi habilidad y buen vivir, tenien­
do noticia de mi persona, el señor arcipreste de San Salvador, mi
señor, y servidor y amigo de Vuestra Merced, porque le pregonaba
sus vinos, procuró casarme con una criada suya». Digo que se trata
de una epístola «hablada», con términos algo contradictorios, por­
que parece que escuchamos, de hurtadillas, la confesión dirigida por
Lázaro al amigo de su protector. Cierto que en los primeros párrafos
del prólogo el autor, con no poco orgullo, manifiesta el propósito de
«que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan
a noticia de muchos . . . ». Mas la confesión pública de Lázaro, cuando
pasamos del prólogo al relato propiamente dicho, tiene por oyente,
no al lector, sino a la persona que ha solicitado tal relato: «Y pues
vuestra merced escribe se le escriba y relate el caso muy por exten­
so», etc. La redacción del Lazarillo es ante todo un acto de obe­
diencia.
Obediencia que tiene numerosos antecedentes literarios. [ Por
ejemplo, Diego de San Pedro dice haber compuesto la Cárcel de

Claudia Guillén, «La disposición temporal del Lazarillo de Tormes», His­


panic Review, XXV ( 1 957), pp. 264-279 (268-275, 278).
358 « LAZARILLO DE TORMLS»

amor «más por necesidad de obedecer que con voluntad de escribir» . ]


Tenemos presente, además, por tratarse de una obra renacentista,
compuesta en una época en que la confesión de tipo agustiniano o
introspectivo era del todo concebible, la autobiografía de Santa Te­
resa, que fue escrita por mandado de su confesor.
Como quiera que sea, la motivación de este acto de obediencia
no deja de ser oscura. ¿Conocería el amigo del arcipreste de San
Salvador la indigna relación que con éste tenía Lázaro («pues vuestra
merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso . . . »)?
[ . . . ] ¿Responde o no la confesión final de Lázaro a una petición de
cuentas? No es equívoca, de todos modos, la función literaria de este
procedimiento. Lázaro, por una razón o por otra, se manifiesta de
cuerpo entero, afirma su propio ser. Lo cual me lleva a señalar un
segundo rasgo genérico.
El principal propósito del autor no consiste, al parecer, en narrar
-en contar sucesos dignos de ser contados y, por decirlo así, autó­
nomos-, sino en incorporar estos sucesos a su propia persona:
«Y pues vuestra merced escribe se le escriba y relate el caso muy
por extenso, parecióme no tomarle por el medio, sino del principio,
porque se tenga entera noticia de mi persona» . [ . . . ] O, dicho de
otra manera, el pasado está supeditado al presente. Lázaro refiere los
hechos capitales de su existencia, se sumerge en la duración de su
vida, porque estos hechos son el fundamento de su persona. Pero
esta mirada hacia el pasado es ineludible. Ni a Lázaro le interesa lo
pretérito como tal, lo transcurrido como algo divisible del presente,
ni tampoco le es posible prescindir del tiempo para valorarse a sí
mismo. El hombre maduro, Lázaro, reúne en sí las conclusiones que
el muchacho, Lazarillo, sacó de sus experiencias. La afirmación del
ser lleva implícita la conciencia de un progreso activo, de una larga
b�talla librada contra el mundo, de un «haber llegado a ser», es
decir, la conciencia del tiempo. [ Aquí] lo primordial es el término
de un proceso educativo. El narrador es un hombre hecho, formado,
maduro, desengañado. Lázaro, más que Lazarillo, es el centro de
gravedad de la obra.
Si consideramos el Lazarillo como una «relación», sus aparentes
discontinuidades cesan de ser defectos o torpezas, propios, según
pensaba la crítica del siglo XIX, de un arte más o menos «esquemá­
tico». Ya no nos extraña que la forma de la narración no se amolde
perfectamente al continuo transcursn del tiempn. No nos sorprende
LA DISPOSICIÓN TEMPORAL 359

que el informe del narrador -biográficamente incompleto- revele


al parecer bruscas soluciones de continuidad, puesto que el héroe no
se subordina al fluir independiente o biográfico de su vida. El proceso
de selección a que Lázaro somete su existencia nos muestra aquello
que le importa manifestar: los rasgos fundamentales de su persona.
Los puntos culminantes de la obra coinciden con unos hechos de
conciencia : con los componentes esenciales de la memoria de Lázaro.
Situados y contemplados en el plano de la conciencia, en el presente,
los acontecimientos no dan lugar a huecos o interrupciones. Todo
sucede, por lo tanto, como si una memoria, penetrando en sí misma,
sacase a la superficie unos elementos básicos y luego los desenvolviese
en el tiempo, a lo largo de una duración unilinear. Y entre estos
elementos, ya «proyectados» o vueltos a colocar en el tiempo, no
subsisten interrupciones o soluciones de continuidad, sino intervie­
nen, como veremos más adelante, unas aceleraciones.
La relación que Lázaro escribe consiste, pues, en un ir desple­
gando o «desarrollando» aquello que él sabe forma parte de su vivir
y su ser actuales. La forma de la novela es la «proyección» -o, me­
jor dicho, autoproyección- de la persona en el tiempo. No sólo
desde el presente, sino con él, se construye un pasado. Y esta dispo­
sición temporal, puesto que Lázaro es a la vez narrador y héroe, se
funda en una valoración de la temporalidad. Lázaro, al referir o «dis­
poner» los sucesos de su vida, muestra cómo siente e interpreta el
tiempo.
·

Toda novela comprende tres planos temporales. Un primer tiem­


po de narración, o sea, el momento en que el narrador cuenta, habla
o escribe. Y dos niveles integrados en la trama de la acción misma.
Un tiempo, en primer lugar, cronológico, o astronómico, o público
-el de las horas, los días y los años, medidos por instrumentos exte­
riores al hombre. Y un tiempo que llamaremos personal, o psicoló­
gico -el de los hechos de conciencia, de una temporalidad que el
hombre siente fluir dentro de sí mismo y que sólo su propia sensibi­
lidad puede captar o medir. En el Lazarillo estos tres planos poco a
poco se reducen a dos, pues al final Lázaro es simultáneamente per­
sonaje central de la novela y narrador de ella. En el momento preciso
en que escribe, Lázaro es pregonero de la villa de Toledo y marido
de la barragana del arcipreste de San Salvador. El presente del verbo
sirve para pintar este oficio o estado último: «En el cual el día de
hoy vivo y resido a servicio de Dios y de vuestra merced». [ . ] . .
360 «LAZARILLO DE TORMES»

En el primer tratado del Lazarillo el tiempo cronológico está indi­


cado con suma vaguedad. [ . . ] Basta por ahora con indicar un tenue
.

hilo temporal. Dato negativo pero muy revelador. A Lázaro le im­


porta ante todo el tiempo psicológico, p..:m para que éste aparezca
es preciso que Lazarillo empiece a ser persona . El primer detalle
cronológico, en efecto, coincide con el instante en que aquél despierta
«de la simpleza en que como niño dormido estaba» . Es más, la con­
ciencia del tiempo, el comienzo de una maduración interior y el pri­
mer dolor surgen simultáneamente: es la burla del toro de piedra:
«que más de tres días me duró el dolor de la cornada». Tiempo cro­
nológico que lleva implícito una experiencia íntima. No se trata de
un marco o escenario con que el hombre no se identifica, sino de tres
días de sufrimiento interior. De ahora en adelante el sentido de la
temporalidad irá unido, por lo general, a determinados instantes de
sufrimiento. [ . . . ]
La misma vaguedad cronológica y el mismo uso del imperfecto
para expresar acciones repetidas o habituales [ que predominan en el
capítulo inicial, salvo en los tres momentos de iluminación interior
correspondientes a las escenas del jarrazo, las uvas y la longaniza, ]
caracterizan los primeros párrafos del segundo tratado. Y tropezamos
de repente con un procedimiento nuevo, que poco a poco se irá
afianzando. Es la utilización de frecuentes referencias cronológicas
como instrumento para subrayar la trayectoria de la experiencia per­
sonal. Sabemos que transcurren seis meses en la casa del clérigo de
Maqueda. Y los pormenores de esta clase se multiplican conforme
aumentan el hambre y la congoja de Lázaro. «A cabo de tres semanas
que estuve con él, vine a tanta flaqueza que no me podía tener en
las piernas de pura hambre.» [ . . . ] El sentido del tiempo -del fluir
inmediato e intenso de la existencia- se apodera del hombre cuando
éste se halla en lo que Lazarillo llama «una continua y rabiosa
muerte».
La técnica que acabo de indicar se desarrolla considerablemente
en el tratado tercero. Me limitaré a algunas observaciones de detalle.
Las referencias cronológicas no son ya meros toques descriptivos.
Constituyen la base del relato, el fondo contra el cual se dibuja la
dilatación de un tiempo experimentado por Lazarillo. Recuérdese con
qué exactitud el autor mide el curso de las horas durante los dos
primeros días que Lazarillo pasa en compañía del escudero. En nin­
gún otro momento del relato van tan estrechamente ligados el con-
LA DISPOSICIÓN TEMPORAL 361

tento y el descontento, el hambre y la ilusión, la esperanza y la


espera. Las horas se suceden lentas y desesperantes. Dan las ocho,
las once, la una, las dos, y, al día siguiente, las dos y las cuatro;
hasta que Lazarillo, otra vez al borde del abismo, vuelve a pedir
limosna. «Desta manera pasaron ocho o diez días.» Y de nuevo aprie­
ta el hambre, de nuevo la emoción se intensifica y el tiempo tiende
a reducirse al instante. Transcurren cuatro días, y luego «dos o
tres», etc. (Lo mismo le ocurre al escudero, ansioso también de salir
del apuro en que se encuentra: «yo deseo que se acabe este mes para
salir della».) Tras la burla de la «casa lóbrega, obscura», una vez más
la cifra tres sirve para medir los efectos de un momento de hondo
sobresalto: «ni en aquellos tres días torné en mi color». Y el desen­
lace del capítulo se adapta asimismo a un renovado proceso de acele­
ración.
Aceleración que continúa y se extiende hasta el final de la novela.
Lazarillo no permanece con el fraile de la Merced sino el tiempo de
romper unos zapatos: « . . . no me duraron ocho días. Ni yo pude con
su trato durar más». Con el verbo «durar» basta para designar la
fatiga y el atosigamiento que el mismo Lazarillo siente. Y el paso del
relato se hace cada vez más rápido. Cuatro meses abarca el tratado
del buldero, cuatro años el del capellán. Volvemos a la técnica inicial
(el capítulo del buldero, aunque limitado a un solo episodio, se ase­
meja mucho a los capítulos iniciales) , a la vaguedad cronológica, al
empleo del imperfecto del verbo para retratar acciones habituales.
El aprendizaje de Lázaro, en realidad, ha terminado. Lázaro ya es,
y su persona ha adquirido su forma definitiva. La fortuna, además,
empieza a sonreírle. Y el hombre maduro pone en práctica las lec­
ciones de su adolescencia con la rapidez y la decisión que caracterizan
el ritmo de los últimos capítulos. [ . ]
. .

La disposición temporal del Lazarillo es sumamente sencilla. Es


un progreso unilinear, continuo, de andadura y velocidad cambiantes.
Al principio este progreso, encauzado en una vaga cronología, es
muy rápido. La ausencia de todo tiempo personal manifiesta la niñez
del héroe, su ignorancia del mundo. Después -capítulos del ciego,
del clérigo y del escudero- la narración fluirá tanto más despacio
cuanto más agudo sea el sufrimiento de Lázaro. Junto con este mar­
cado ralenti emerge un tempo lento psicológico, que se perfila contra
un fondo de indicaciones cronológicas. Perseguido por su mala for­
tuna, pero ayudado por el recuerdo de sus experiencias anteriores,
362 «LAZARILLO DE TORMES»

Lazarillo vive lenta e intensamente. Con esta conciencia de la tem­


poralidad queda puesto de relieve el carácter angustioso de la vida.
Pero Lazarillo crece, aprende, acendra su voluntad. Tras el tercer
tratado, observamos un velocísimo proceso de. aceleración. Al final
Lázaro se siente inestablemente «descuidado» : ni gozoso, en realidad,
ni afligido. La rapidez de las últimas páginas subraya la transición
del cuidado al «descuido», del vivir en lucha con el mundo al man­
tenerse a una prudente distancia de él, con ob}eto de evitar sus
escollos materiales, morales y sociales.

FERNANDO LÁZARO CARRETER

LAZARO Y EL CIEGO: DEL FOLKLORE A LA NOVELA

Partiendo de un viejo método, aplicado en el Asno de oro y, en


la época moderna, [por ejemplo ] , en el Till Eulenspiegel ( 1519), y
consistente en atribuir diversas peripecias folklóricas a un personaje
único, el Lazarillo lo trasciende con otras iniciativas que constituyen
su novedad:

l. Las peripecias, lej os de ordenarse en una sarta inconexa, se ar­


ticulan entre sí, y no desaparecen del recuerdo de los personajes, sino
que, en ocasiones, son aludidas y hasta condicionan su comportamiento
posterior.
2. Los materiales se someten a una intención. El autor no los colec­
ciona y ensarta, simplemente, sino que los selecciona del patrimonio cir­
culante, para supeditarlos a determinados propósitos.
3. Ni las estructuras ni los materiales folklóricos se ajustan siempre
a sus designios ; de ahí que tenga que adaptarlos, darles otras formas u
otros significados, y que, en casos especialmente difíciles, se vea forzado
a la invención.
4. Esta empresa, que en sí es un hito importante en la historia de
la narrativa, se corona con una proeza más: todos los materiales, más o

Fernando Lázaro Carreter, «Construcción y sentido del Lazarillo de Tormes»,


Abaco, I ( 1969), pp. 45-134; reimpr. en «Lazarillo de Tormes» en la picaresca,
Ariel, Barcelona, 1972, pp. 59-192 (65-67, 1 10-122).
I.ÁZARO Y EL CIEGO 363

menos mostrencos, que constituyen la vida del protagonista, son aducidos


para ilustrar o justifica r la situación a que esa vida ha llegado en el mo­
mento de rendir cuentas de ella.1

El héroe del relato épico era, hasta entonces, un personaje no


modificado ni moldeado por sus propias aventuras ; son precisamente
las dotes y los rasgos connaturales al héroe los que imprimirán su
tonalidad a dichas aventuras. En el Lazarillo, por el contrario, el pro­
tagonista es resultado y no causa; no pasa, simplemente, de una difi­
cultad a otra, sino que va arrastrando las experiencias adquiridas;
el niño que recibe el coscorrón en Salamanca, no es ya el mismo que
lanza al ciego contra el poste en Escalona; ni el que sirve al hidalgo,
tolera el trote ni las asechanzas del fraile de la Merced. Y, de este
modo, el pregonero que soporta el deshonor conyugal es un hombre
entrenado para aceptarlo por la herencia y por sus variados aprendi­
zajes. Es esto lo que, pensamos, hace de Lázaro un héroe novelesco,
lo que constituye su modernidad como personaje.
[ A lo ]argo del tratado 1 ] , el autor echa mano de materiales
folklóricos. La rivalidad entre el ciego y su destrón está presente en
la narrativa y en el teatro europeos de carácter popular, desde la
Edad Media. Esa pareja ha dejado alguna huella en la literatura cas­
tellana anterior al Lazarillo, como síntoma de su popularidad. Así,
en un pasaje de la Farfa moral, en que Sánchez de Badajoz enfrenta
a figuras alegóricas de distinto signo, se compara su violenta querella
con la «porrada de moc;o y ciego». [ . . . ] Este primer amo -no olvi­
demos: en posición de Toppgewicht, [ es decir, de figura o cosa prin­
cipal en una serie folklórica de tres elementos ]- asume rasgos tópi­
cos del carácter del ciego: sutileza y mezquindad. [ . . . ] Tal es e]
hombre con quien Lázaro sale del hogar para servirlo y adestrarlo.

l. [ «No se trata, por tanto, de un relato abierto, sino de una construcción


articulada e interrn:!mente progresiva, con piezas subordinadas a un hecho su­
bordinante. Si hiciera falta un indicio de que las interpolaciones de la edición
Alcalá, 1554, son apócrifas, bastaría con observar el añadido final: ''De lo que
de aquí adelante me suscediere, auisaré a Vuestra Merced". Quien esto escribió
no había entendido : a) que a "vuestra merced" sólo le interesaba el caso sin­
gular narrado por Lázaro en el capítulo final; b) que si Lázaro -mejor dicho,
el autor- cuenta otras cosas es porque las juzga antecedentes necesarios para
que el lector comprenda su s ituación de marido complaciente; y e) que el narra­
dor ha terminado en aquel punto, cuando ha satisfecho la curiosidad de "vues­
t ra merced"» {p. 86).]
364 « LAZARILLO DE TORMES»

Y, sin embargo, acabarán i nvirtiéndose los papeles : «siendo ciego,


me alumbró e adestró en l a carrera de viuir » . Este quiasmo o cruce
de papeles es también susceptible de una interpretación basada en lo
folklórico, en un refrán , de abolengo bíblico, que Gonzalo Correas
formula así: «Cuando guían los ciegos, ¡ guay de los que van de­
trás ! » . [ . ] El autor del Lazarillo contaba, sin lugar a dudas, con
. .

u n conocimiento del refrán por parte de sus lectores, para que la


proclamación del magisterio del ciego que hace el protagonista fuera
entendida con plenitud, y para que fuera comprendido uno de los
significados del libro, en cuanto cumplimiento implacable del epifo­
nema « ¡ guay de los que van detrás ! » . De este modo, la vida de Lá­
zaro irá gobernada, no sólo por la sangre sino por su educación. Se
ha puesto a servir, conforme a la ley de tres, [ al esquema folklórico
de los tres elementos encabezados por un Toppgewicht] , con el amo
más importante. Y la importancia de este amo consiste en que es
ciego, en que sus enseñanzas lanzarán el alma del niño al extravío,
m ás allá del marco de los tres amos, mucho más allá, para el resto
de su vida. Al fin del primer tratado, predestinado por la sangre y
guiado, además, por u n ciego , su suerte estará echada.
Desde esta interpretación, resulta claro que el autor, para iniciar
su relato, no ha tomado la pareja ciego-mozo simplemente porque la
hallaba ya formada en la tradición, sino que, al contrario, dados sus
fines de mostrar el fracaso de una vida como consecuencia -en par­
te- de un extravío educativo, ha aprovechado las posibilidades de
aquella pareja folklórica, para que el ciego guíe al niño y se haga
ejemplo del refrán . De nuevo, un rasgo del Lazarillo, todo lo manido
que se quiera, adquiere pleno sentido fuera de sí mismo, es decir,
visto desde el «caso» final.
El destrón sale graduado en malicias cuando abandona al amo.
Su aprendizaje -se ha señalado alguna vez- discurre entre dos
hechos simétricos : el testarazo que el ciego le asesta golpeándolo
contra el toro , y el que él propina al ciego. Han sido bien marcados,
para que no puedan escapársenos: «diome vna gran calaba(ada en el
diablo del toro»/ «póngome detrás del poste como quien espera tope
de toro . . ; y da con la cabeza en el poste, que sonó tan rezio como
.

si diera con vna gran calaba(a».


Ambas tretas, la del ciego al mozo y la del mozo al amo, son
folklóricas. La primera -empujar la cabeza contra el «toro» de pie­
dra , a los incau tos que la acercan para oír algo en él- pervive aún
LÁZARO Y EL CIEGO 365

en Ciudad Rodrigo. La segunda está sustancialmente descrita en un


repertorio de Dichos graciosos de españoles,'.!. manuscrito de 1 540
(hoy en la biblioteca de A. Rodríguez-Moñino). Son tretas originaria­
mente independientes; la primera no es típica de aquella pareja, sino
de niños. Hay una falta de lógica en que el muchachillo salmantino la
ignorara, y la conociese en cambio el ciego forastero. Ello obliga a
pensar que el incidente ha sido inventado como preparación de la
venganza final, que el autor hallaba ya elaborada como cuento popu­
lar, y al que destinaba la función de cierre climático del tratado.
Forzado a imaginar una situación inversa, que sirviera de base de
simetría, recordó sin duda aquella broma infantil de Salamanca.
Quién sabe,. incluso, si Lázaro nace aquí tan sólo porque era el lugar
donde se daban coscorrones contra el «toro» del puente; el cual
a su vez, inducirá la imagen taurina del cuentecillo final. De esta
manera, la correspondencia simétrica resultaba nítida.
Esta correspondencia se ajusta, temática y estructuralmente, al
esquema folklórico del tipo «burlador burlado». El súbito final re­
conoce el mismo Qrigen: se trata del remate abrupto habitual en el
cuento y en la novella. Pero, entre las dos incidencias, el autor ha
introducido otros elementos que alteran aquel esquema, lo dilatan y
lo hacen más complejo. Tratemos de examinarlos por orden.
La primera burla del ciego queda integrada, apenas se ha produ­
cido, en el orbe intencional del relato, trascendiendo su función de
mero punto de referencia para la anécdota final: «aprende que el
moc;o del ciego vn punto ha de saber más que el diablo» ; «me cum­
ple abiuar el ojo y auisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa
valer». El propósito «docente» que tendrá este conjunto de querellas
está explícitamente declarado: no se sumarán en sarta, sino que fun­
cionarán como piezas de un conjunto.
Las tretas siguientes --con el fardel, con las blancas- resultan
victoriosas para Lázaro. Hay una indudable pericia psicológica en esta
disposición: debe darse lugar a que el niño se olvide de la calabazada,
y vuelva a vivir descuidado; de esta manera, podrá sucederle un
segundo descalabramiento, el que recibe con el jarro del vino, cuan-

2. «Un mochacho de un ciego asaba un torrezno, y su amo díjole que le


diese dél y comióselo todo. El mochacho le preguntó que quién le dijo del
torrezno; respondió que lo había olido. Y yendo por una calle, dejóle encontrar
con una esquina y comenzóle a dar palos. Díjole el mochacho: -Oliérades vos
esa esquina como olistes el torrezno.»
366 « LAZARILLO DE TORMES»

do «de nada desto se guardaua, antes, como otras vezes, estaua des­
cuydado y gozoso». Y surge así el sentimiento que prepara el desen­
lace: el deseo de venganza («Desde aquella hora quise mal al mal
ciego . . . ; quise yo ahorrar dél, mas no lo hice tan presto por hazello
más a mi saluo y prouecho» ) . Así, el episodio que, de ser estricta­
mente popular, tendría limitado su sentido a sus propios términos
-el robo del vino y la venganza del ciego-, adquiere un valor fun­
damental, al convertirse en segundo punto de referencia, ahora exclu­
sivamente psicológico, para el episodio final del tratado. Ignoramos,
por lo demás, si toda la peripecia es folklórica; no hay duda de que
tiene este origen el hurto del vino con la paja de centeno: el hecho
es sobradamente conocido. Y puede ser tradicional -pero ya no hay
seguridad- el ardid del agujerillo y el descalabramiento del mozo.
Lo que de ningún modo tiene tal carácter es el propósito de aplazar
la venganza; al convertir los incidentes del jarro en elementos de
una serie trabada con otros elementos argumentales heterogéneos, el
autor realizaba un esfuerzo de composición precozmente novelesca:
de tal modo podemos calificar esta creación de causas para la poste­
rior actuación del personaje.
Esas causas, hemos dicho, son psicológicas ; creo que en la des­
cripción de éstas, alcanza el escritor la mayor altura, dentro del
tratado l. El jarrazo no ha desencadenado sólo el odio de Lázaro:
ha despertado el del ciego. Hasta entonces, este sentimiento no exis­
tía en ninguno de los dos : la «calabazada» contra el «toro» sólo
provoca en Lázaro el deseo de vivir atento; y las rapiñas que sufría
el amo, no las tenía por tales . Ahora, de pronto, el destrón se pone
a odiar al amo, y éste se dedica a golpear al niño: él mismo nos
cuenta el «maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante me
hazía, que sin causa ni razón me hería». Y es que Lázaro está apren­
diendo más aprisa de lo que el maestro deseaba. Los barruntos que
la escasez de blancas le producían ( « ¿ Qué diablos es esto, que des­
pués que conmigo estás no me dan sino medias blancas?») se han
convertido en certidumbre: ya sabe que ha de habérselas con un
bellaco capaz de engañarlo. Y el resultado es la cólera, la guerra sorda
entre los dos, el mutuo intercambio de tropezones y bastonazos, que
hallarán el desenlace natural de la venganza del mozo.
La historia del racimo que viene a continuación parece traída a
este lugar sólo por su belleza; María Rosa Lida [ 1964 ] no le hallaba
función definida y estaba, casi seguro, en lo cierto. Puede, tal vez,
LÁZARO Y EL CIEGO 367

encontrársele una reminiscencia posterior, cuando Lázaro se come dos


mendrugos de pan al observar que el escudero se apropia de uno:
ahora es él quien toma la iniciativa de aumentar la ración, como
antes vio hacer al ciego. Pero el cuento de las uvas es mucho más
rico de matices e, insistimos, quizá su incorporación al Lazarillo se
deba sólo a que gustó al autor por su perfecta construcción mental.
Esta última sospecha, tal como la formularnos, implica nuestra creen­
cia en que se trata de un relato popular, aunque no haya podido do­
cumentarse como tal. Nos induce a ella el que esté montado sobre
dos motivos típicos del folklore: el de «reparto ventajoso de alimen­
tos», y el aún más característico que Stith Thompson [ en el Motif­
Index o/ Folk-Literature] enuncia así: «Master brought to say, "You
líe"!»; compárese: «Lázaro, engañado me has».
Sea cual sea su origen, y reconocida su escasa importancia estruc­
tural, la maestría del autor brilla, sin embargo, en el engaste. Por lo
pronto, introduce un cierto sosiego en el ritmo del relato, y una
variación inteligente en la naturaleza de las tretas. Contribuye tam­
bién a hacer real el aplazamiento de la venganza que el niño se ha
propuesto, y que es síntoma esencial del progreso de su carácter
ladino. Y, además, aporta una serie de notas realistas que enriquecen
novelescamente el capítulo. El ciego ha decidido ir a tierras toledanas
«porque dezía ser la gente más rica». [ . . ] Y el marco local -Almo­
.

rox, junto a San Martín de Valdeiglesias, principal centro vitícola de


España- y temporal -el otoño: pronto llegarán las lluvias, y el
ciego se estrellará contra un poste, al ir a saltar un regato-, convie­
nen perfectamente al ambiente realista de la novela y a la articula­
ción interna de su anécdota.
Tras ese remanso de ingenio, el capítulo desemboca en el episodio
subordinante, cuyo carácter folklórico conocemos ya. Si el manus­
crito de 1540 ofrece una versión desarrollada del mismo, ¡ qué pro­
digios de ampliación, matiz y expresión ha realizado el autor ! ; pero
no es nuestro propósito describirlos. Atendiendo sólo a la estructura
del relato, en este suceso convergen, por un lado, el haz de simetrías
planeadas con la calabazada en el verraco; por otro, el odio aplazado
y el proyecto de venganza de Lázaro. Nada de esto contenía el cuen­
tecillo en su existencia popular; el destrón, se vengaba en él de la
malicia del ciego, que descubrió el robo del torrezno con su olfato;
eso era todo: una ocurrencia autónoma. El rencor que pone Lázaro
368 «LAZARILLO DE TORMES»

en su venganza no estaba en el cuento; ni éste poseía el carácter de


doctorado en malicia que tiene en ese tratado.
En cuanto término de una simetría, el episodio responde a un
hábito folklórico en el autor: es el recurso que tiene más a mano para
organizar una materia compleja. Pero observemos que el esquema
«burlador burlado», es decir, el esquema simétrico, queda sumamen­
te alterado por estos hechos :

a) entre ambos términos, s e introducen otros episodios que los dis­


tancian, contrariamente a lo que sucede en los relatos que obedecen a
aquella construcción;
b) la burla o venganza final no responde al episodio inicial más que
formalmente: calabazada, imagen taurina; psicológicamente, es respuesta
a otro episodio intermedio, el del jarro, y al progresivo encrespamiento
de . voluntades que desencadena. El incidente de la longaniza es uno más
de la serie; en el cuento de 1540, [y en otras versiones ] , era exclusivo.

Están claros el designio de aprovechar moldes tradicionales, y la


precisión de quebrantarlos cuando la materia narrable no cabe en
ellos. El autor se nos aparece como un cuentista, en trance de escribir
algo que ya no es cuento. De esa tensión, sale el Lazarillo con su hí­
brida apariencia estructural: lo surcan líneas folklóricas incuestiona­
bles, que se rompen a trechos y dejan vislumbrar una composición
más suelta, menos geométrica, incipientemente novelesca. En cuanto
a los materiales, los hábitos tradicionales del autor se muestran en el
acopio de anécdotas y facecias de curso general; su modernidad, o, si
se quiere, su originalidad, resalta en el sentido que les infunde, en el
modo de trabarlas, en su enriquecimiento ambiental y espiritual.
En este primer tratado, la maestría noveladora del escritor se
acredita especialmente con este intercambio de odios entre los dos
personajes. No se maltratan sin consecuencias, o con consecuencia!:
inmediatas, como ocurre en el guiñol popular; son personas, y sus
bellaquerías acaban prendiendo una chispa de mutuo rencor. Este se
hace, en Lázaro, ansia de venganza, ladinamente aplazada, y, en el
ciego, irritación constante y progresiva, que estallará salvajemente al
descubrir que el mozo le ha birlado el embutido: «Fue tal el corage
del peruerso ciego, que, si al ruydo no acudieran, pienso no me dexara
con la vida». Ambos han llegado al punto en que uno debe acabar con
el otro. Es Lázaro quien, esta vez, logra triunfar, y lo hace con rabia:
«cayó luego para atrás, medio muerto, y hendida la cabe�a . . . No supe
LÁZARO Y EL ESCUDERO 369

más lo que Dios dél hizo, ni curé de lo saber» . Esto es mucho más
que una venganza de folklore : supone la descarga de una pasión hu­
mana incontenible. Y, literariamente, el alumbramiento en la prosa
moderna de vetas y modos inéditos de narrar.

FRANCISCO Rico

LAZARO Y EL ESCUDERO:
TÉCNICA NARRATIVA Y VISIÓN DEL MUNDO

También nuestra novela, [como la pintura renacentista, frente a


los códigos del arte medieval, ] rechaza los prejuicios tradicionales
--el patrón fijo e inmutable de las cosas- y concibe la realidad, ver­
sátil, en función de un punto de vista. El vehículo autobiográfico de
la carta -valga recordarlo aún- permitía contrabandear el humilde
tema del Lazarillo con el disfraz de historicidad y género literario
familiar que exigían los tiempos; pero el recurso al molde epistolar,
dado el carácter del contenido, pedía a su vez un pretexto. Lo cono­
cemos de sobras : Lázaro escribe para explicar el caso; el caso explica
qué y cómo escribe Lázaro. (No sabría decir si fue primero el huevo
o la gallina.) Había que ser consecuente: si el caso hacía verosímil
que el pregonero refiriera su vida, el caso debía presidir también la
selección y organización de los materiales autobiográficos. La novela
se presentaba, así, sometida a un punto de vista: el del Lázaro adulto
que protagoniza el caso.
He usado el adjetivo verosímil. Vientos de verdad agitaban la
fronda intelectual de Europa, a mediados del siglo XVI. Una nueva
sed de autenticidad desasosegaba los estudios clásicos, la historiogra­
fía, la creencia . . . En el dominio de la literatura de imaginación, la
gran empresa de los humanistas y de los beneficiarios del humanismo
consistió en forjar una realidad «fingida -propone Torres Naharro-,
que tenga color de verdad aunque no lo sea»; la gran meta se fijó

Francisco Rico, La novela picaresca y el punto de vista, Seix-Barral, Barce­


lona, 1970, 1973 2 (y reimpresiones), pp. 37-44.
370 « LAZARILLO DE TORMES»

en la verosimilitud («Verisimilitudo . . . media est fabulosae fictionis


et certissimae veritatis», adoctrinaba ya Coluccio Salutati y confir­
maría la Poética de Aristóteles), en la invención subordinada a la
razón y a la experiencia. Sin duda el autor del Lazarillo participaba
de semejante ideal. Quizá fue el deseo de realismo el que lo movió
a adoptar la autobiografía; quizá fue el gusto por la autobiografía
(al par que toda una visión del mundo) el que lo llevó de la mano al
realismo. No hay medio de averiguarlo. A posteriori, en cualquier
caso, uno y otra se implicaban, y la coherencia se imponía nueva­
mente: la novela debía ser fiel por entero a la ilusión autobiográfica,
el mundo sólo tenía cabida en sus páginas a través de los sentidos de
Lázaro y Lazarillo.
[La pulcritud con que Lázaro deslinda lo que capta por sí mismo
y lo que deduce de las referencias ajenas (por ejemplo, en el trata­
do II: «De lo que sucedió en aquellos tres días siguientes ninguna fe
daré, porque los tuve en el vientre de la ballena, mas [daré fe ] de
cómo esto que he contado oí -después que en mí torné- decir a
mi amo, el cual a cuantos allí venían lo contaba por extenso») ] es,
desde luego, la forma más obvia de consecuencia con el punto de
vista que informa todo el libro. Pero la singularidad de la perspec­
tiva, por otra parte, frecuentemente se realza reconstruyendo con
detalle el proceso de la percepción de Lázaro (que no sólo presen­
tando sus resultados) . La redacción de la novela -recordémoslo­
es un momento de su trama; análoga y solidariamente, el Lázaro autor
evoca lo percibido por el Lázaro protagonista y, además, el acto
mismo de la percepción. A tal propósito, el capítulo tercero --con la
prodigiosa revelación de la figura del escudero, lenta y burlescamente,
casi minuto a minuto, para que el lector viva con Lázaro el episodio­
es quizá una de las cimas de la narrativa de todos los tiempos.
Releamos sólo las primeras páginas. Lazarillo y su nuevo amo,
«un escudero . . . con razonable vestido, bien peinado», caminan por
las calles de Toledo, una mañana de verano. El mozo acaba de ser
contratado y no sabe nada de su señor: «hábito y continente», sin
embargo, parecen traslucir un buen acomodo. Las plazas del mercado
quedan atrás, y Lázaro presume satisfecho: «Por ventura no lo ve
aquí a su contento . . . y querrá que lo compremos en otro cabo»; la
presunción, más tarde, toma otro cariz favorable, cuando el chico
advierte que no se han ocupado en buscar de comer: «Bien consideré
que debía ser hombre, mi nuevo amo, que se proveía en junto» (es
LÁZARO Y EL ESCUDERO 371

decir, 'al por mayor', como era propio de una gran casa señorial) .
La pareja pasea hasta las once, entra en l a catedral («muy devota·
mente le vi oír misa», recuerda Lázaro) y, a la salida, marcha «a buen
paso . . . por una calle abajo» (luego se hablará sencillamente de «su­
bir la calle» o «mi calle») : el muchacho va «el más alegre del mun­
do», imaginando «que ya la comida estaría a punto». Da el reloj la
una, cuando llegan «a una casa» (Lázaro todavía no puede decir «a
casa»: ignora que va a ser la suya), «ante la cual mi amo se paró,
y yo con él» (el narrador no escribe «nos paramos» : deslinda con
toda precisión el momento en que se detiene el escudero y el momen­
to en que, al advertirlo, se detiene el chico). El hidalgo abre la puerta,
descubriendo una «entrada obscura y lóbrega», se quita y pliega la
capa con infinita calma, e inquiere de Lázaro «de dónde era y cómo
había venido a aquella ciudad». El criado le satisface con las mentiras
más apropiadas a la coyuntura, deseoso de ?Cabar pronto, «poner la
mesa y escudillar la olla». Cesa la charla, dan las dos y Lazarillo em­
pieza a inquietarse de veras : recuerda con alarma que la puerta estaba
cerrada, que no ha visto «viva persona por la casa», que ni siquiera
hay muebles . . . La pregunta del escudero le saca de sus cavilaciones :
«Tú, mozo, ¿has comido? » . Y el comentario inmediato a su respuesta
negativa acaba con toda esperanza: «Pásate como pudieres, que des­
pués cenaremos».
La frase suena como un mazazo en los oídos de Lázaro: de pronto,
cae en la cuenta de que su tercer amo es (por lo menos) t¡m escaso
como los dos primeros para el apetito del criado; que los buenos in­
dicios del encuentro (la desatención al «pan y otras provisiones») son
muestra, en realidad, de avaricia o pobreza . . . Luego, la duda que­
dará harto disipada, al par que van revelándose --con igual técnica
sapientísima- otras facetas del escudero. Mas, por el momento,
Lazarillo ha descubierto lo principal: ha de seguir ayunando. De re­
pente, todo ha cobrado sentido: la puerta cerrada (signo de casa sin
servicio) , las cámaras desnudas, el silencio . . . Los datos hasta enton­
ces neutros, ajenos, desatendidos, se han hecho presentes en la con­
ciencia de Lázaro: la «luz [ de ] la hambre» los ha alumbrado a la
auténtica vida. El lector ha acompañado al protagonista en la inocen­
cia de la mirada, se ha engañado como él y como él se ha sorprendido
al comprender el alcance de todos y cada uno de los factores de la
escena.
La primera lección de tal forma de narrar, por lo que ahora inte-
372 «LAZARILLO D E TORMES»

resa, se nos antoja con pretensiones de epistemología. Es el yo


quien da al mundo verdadera realidad: las cosas y los gestos nada
valen --en cierto modo, pues, nada son-, mientras no se los incor­
pora el sujeto; el mundo, vacío de significado o con todos los sig­
nificados posibles (escójase a gusto), se modifica en la misma medida
y al mismo tiempo que el individuo. La tercera persona novelesca
(la preferida por el Dios invisible y omnipresente con que Flaubert
identificaba al artista) frecuentemente supone un universo estable y
unívoco, de consistencia y significación dadas de una vez para todas.
La primera persona, en cambio, se presta a problematizar la realidad,
a devolverle la incerúdumbre con que el hombre la enfrenta, huma­
nizándola.
Así ocurre sin duda en nuestro libro. Implícita y no tan implíci­
tamente, la técnica narrativa queda integrada en una visión del
mundo (del protagonista, desde luego, pero ¿ también del auténúco
autor ? ) ; y queda, además, integrada en el tema último de la novela.
Pues Lázaro niño no deja constancia sino de lo que ve y oye, y le
confiere realidad y sentido sólo en cuanto le afecta. ¿Y qué otra cosa
hace el Lázaro adulto del caso? ¿Cómo va el pregonero a admitir lo
que malas lenguas le dicen de su mujer, si no lo ha visto o si ocurrió
-advierte- «antes que comigo casase» ? Puede únicamente juzgar
por los efectos: da verdad» del asunto no está en los rumores, ni
en la conducta de la barragana, sino en el propio Lázaro. La cabeza
descalabrada le certificaba la crueldad del clérigo de Maqueda; el
hambre de todo un día daba su auténtico valor a la indiferencia del
escudero ante las tiendas de comestibles; la «prosperidad» que ahora
goza es el más cierto testimonio del bien obrar de su mujer y el arci­
preste. Según éste le explica: «No mires lo que pueden decir, sino
a lo que te toca». Excelente consejo --como de quien es-, pero
innecesario: Lázaro nunca ha hecho otra cosa.
La presentación «ilusionista», mediante la cual el lector repite
las experiencias del personaje y como él queda burlado o confundido,
se agudiza en la segunda mitad de la novela. El capítulo tercero
aplica a los dos meses en compañía del escudero la misma fórmula
magistral que hemos reconocido en el preámbulo. El capítulo quinto
remacha el clavo concienzudamente. Ahí, Lázaro sirve a un buldero
y consigna el milagro a que su amo recurre para acreditar y vender
las bulas. Falso milagro, desde luego, pero contado -desde el prelu­
dio a las consecuencias- con el mismo candor con que hubiera po-
LÁZARO Y EL ESCUDERO 373

dido hacerlo cualquiera de los lugareños embaucados: Lázaro se asus­


ta igual que los demás espectadores («Al ruido y voces que todos
dimos . . . »); no pone en duda ni un instante la realidad de cuanto
presencia, ni se permite una ironía; queda, en fin, tan «espantado . . .
como otros muchos». Sólo después, viendo la risa y zumba que el
buldero y su cómplice gastan al propósito, da con la clave del pro­
digio : «conoscí cómo había sido industriado por el industrioso e
inventivo de mi amo; y, aunque mochacho, cayóme mucho en gracia».
De nuevo, pues, todo un episodio se ha fragmentado en dos tiempos :
un primer tiempo de percepción pura (cabría decir), y un segundo
tiempo en que el protagonista asume un factor adicional, que altera
el sentido de la escena, concediéndole una distinta especie de rea­
lidad.
Tal técnica, como digo, domina el relato desde el pórtico del
capítulo tercero; y, gracias a ella, el autor nos ejercita en el género
de lectura que hará plenamente comprensible la conclusión y anudará
todos los hilos de la novela. Pues Lázaro (lo advertimos ya) ordena
su Vida del mismo modo que presenta el encuentro con el hidalgo
o el milagro del buldero : a lo largo del libro, propone unos datos
con interés propio; y en el último capítulo, introduce un nuevo ele­
mento -el caso- que da otra significación a los materiales allegados
hasta el momento. El pregonero se incorpora el pasado a nueva luz,
de idéntica forma que Lazarillo, a partir de una experiencia comple­
mentaria, reinterpreta lo percibido ingenuamente: la manera narra­
tiva es una versión a escala reducida de la traza general. Así se
cumple el proceso de novelización del punto de vista. Y los ingre­
dientes con apariencia de ser tan sólo forrnales (las invocaciones a
Vuestra Merced, propias de una carta, por ejemplo) se revelan en
posesión de mucha enjundia biográfica (el redactar tal carta es un
episodio en la vida de Lázaro) ; mientras los ingredientes que en
principio se dirían con consistencia autónoma se descubren plenos
de validez estructural, en tanto ahora se les advierte subordinados a
un diseño unitario.
374 «LAZARILLO DE TORMES»

FRANCISCO MÁRQUEZ VILLANUEVA

CRfTICA SOCIAL Y CRfTICA RELIGIOSA


EN EL LAZARILLO :
LA DENUNCIA DE UN MUNDO SIN CARIDAD

La más honda preocupac1on religiosa del Lazarillo de Tarmes


se centra en torno a un complejo obsesivo con la virtud teologal de
la caridad. Tal vez no exista libro más intensamente dedicado a
exponer la crueldad del hombre para el hombre, las infinitas formas
de violencia con que el fuerte oprime al débil. El nombre de Lázaro,
originalmente un personaje proverbial, alcanza plena intención, en
el contexto del libro, por reencarnar al mendigo evangélico, el iden­
tificado por el pueblo con la laceria, las llagas y la gafedad, titular
de un hospital extramuros de Toledo.
En un primer plano, el tema del castigo físico, transgresión ele­
mental contra la caridad, se define así tan básico, por lo menos,
como el del hambre. Pero no se trata sólo de los golpes, repelones,
calabazadas y garrotazos que Lázaro recibe de sus dos primeros
amos, sino de muchas otras insinuaciones con que el autor nos
subraya que la violencia es base del orden social, que la supuesta
;usticia es mero instrumento de opresión sufrido por los desgra­
ciados. La «persecución por justicia» de su padre el molinero des­
articula a la familia de Lázaro y lanza a su madre a una vida de
prostitución. En contraste con la triunfante rijosidad de los ricos
clérigos, el amancebamiento con el negro es objeto de un castigo
desproporcionado: la madre recibe cien azotes {«el acostumbrado
centenario») y salida a la vergüenza ; «al triste de mi padrastro a�ota­
ron y pringaron», dice Lázaro con laconismo encaminado a sugerir
sin ofender, pues todos sabían en la época que este pringar, castigo
habitual de los esclavos, era un tormento inhumano consistente en
flagelar el vientre y untarlo después con tocino derretido al fuego.
Cuando vienen a embargar la imaginada hacienda del escudero, el
alguacil echa mano de Lázaro y lo acogota, como a un animalejo,

Francisco Márquez Villanueva, Espiritualidad y literatura en el siglo XVI,


Alfaguara, Madrid, 1968, pp. 1 10-1 15, 128-129.
CRÍTICA SOCIAL Y CRÍTICA RELIGIOSA 375

por el collar del jubón, estúpida violencia contra un niño que bas­
ta por sí sola para retratar la catadura moral del servidor de la
iusticia de los hombres.
A lo largo de los primeros tratados no tiene Lázaro otra misión
que la de servir de módulo a la maldad humana. El «mal ciego», «el
cruel ·ciego», «aquel malvado», «perverso ciego» son los calificativos
con que apropiadamente se recuerda al primer amo. El clérigo de
Maqueda es también cruel sin atenuante: «cruel ca�ador» cuando le
asesta el garrotazo y «cruel sacerdote» cuando hace chistes a costa
de la desgracia de Lázaro. Éste ha de sufrir todavía las infames indig­
nidades del fraile, la semiesclavitud en beneficio del capellán tole­
dano y el robo de su honor viril por parte del arcipreste de San Sal­
vador. En medio de este erial, las florecillas de la limosna de unas
triperas y la compasión de las vecinas hilanderas; pero, sobre todo,
el oasis del escudero, único ser amable que, después de su madre,
halla Lázaro en su peregrinar por la vida: el amo que comparte con
él el trabajo de hacer la cama y de quien no oye nunca una mala
palabra, ni siquiera cuando vuelve un poco tarde de subir agua del
río. Pero son sólo seres despreciados, como las triperas y las mujer­
cillas, o fantasmales y absurdos, como el escudero, quienes renuncian
a ser lobos para el hombre.
No cabe duda de que el autor apunta hacia el lado religioso con
toda esta exploración implacable de la maldad humana, prueba abru­
madora de la ausencia de caridad en el seno de una sociedad muy
orgullosa de titularse cristiana. El clérigo de Maqueda le guardaba
«poca caridad», le mataba de hambre, le daba las raeduras de pan
que sentía asco de comer y terminaría por expulsarlo con una herida
grave aún abierta. En Toledo, sencillamente, «no avía caridad» . Los
sórdidos campesinos no quieren «hazer obras de caridad» y por su
«poca charidad» los obsequia el buldero con milagros de su particu­
lar cosecha . En suma, Lázaro apenas logra sobrevivir al garrotazo,
pidiendo de puerta en puerta, «porque ya la charidad se subió al
cielo». Buscarla sobre la faz de la tierra es, pues, la más insensata
pretensión.
Este desolador dar fe de la falta de caridad es decisivo para con­
figurar el pesimismo de un espíritu religioso orientado en sentido
moderno. Una lamentación similar es frecuente en la literatura e
ideología afín a la del Lazarillo : «Dezís verdad; pero ya no ay cari­
dad en el mundo», reconocía tan tranquilo el arcediano del Viso en
376 «LAZARILLO D E TORMES»

el Diálogo de las cosas ocurridas en Roma. Y sin embargo, nadie


hace tanto hincapié como el autor de la vida de Lázaro, ningún con­
temporáneo ha convertido, con tanto sistema, en sustancia de su
obra las palabras tajantes, imposibles de tergiversar, con que el Após­
tol declara absurdo todo cristianismo que no se funde en caridad:
«Si hablando lenguas de hombres y de ángeles no tengo caridad, soy
como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y si teniendo el don
de profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia y tanta
fe que traslade los montes, no soy nada. Y si repartiere toda mi
hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada
me aprovecha» (1 Cor., 1 3 , 1-3 ) .
E s muy visible a l o largo de todo el Lazarillo u n claro propósito
de ir remachando cómo no se siguen las directrices prácticas esta­
blecidas por San Pablo para una mínima cristianización de la sociedad.
Por lo pronto, la vida de Lázaro es prueba del olvido de lo mandado
acerca de la relación heril: «Amos, proveed a vuestros siervos de lo
que es justo y equitativo, mirando a que también vosotros tenéis amo
en los cielos» (Col., 4, 1 ) . Por dos veces recuerda San Pablo el pre­
cepto de la Ley vieja que prohibía alimentar mal a las mismas bestias
de carga [ I Cor., 9, 9 ; 1 Tim., 5 ] . Pero al pobre Lázaro lo matan de
hambre sus amos, que sólo le retribuyen en golpes y malos tratos
debido al carácter básicamente injusto y abusivo del servicio a mer­
ced. En cuanto al servir al uso, tal como lo desempeñaría el escudero
con el señor de título, no es sino burla y deliberada transgresión de
otra enseñanza paulina: «Siervos, obedeced en todo a vuestros amos
según la carne, no sirviendo al ojo como quien busca agradar a los
hombres, sino con sencillez de corazón, por temor del Señor» (Col., 3 ,
22). M . J . Asensio [ 1959 ] h a señalado con acierto el cuadro de
parasitismo social, de actividades improductivas que, con los clérigos
a la cabeza, pinta el Lazarillo, cuya intención se relaciona en esto con
el entusiasmo de los erasmistas hacia el trabajo asiduo y de manos.
Vives, en efecto, nos trazará en su De subventione pauperum el sueño
utópico de una república cristiana en que todos se ocupen en un
oficio honesto y donde hasta los ciegos (en lugar de mendigar con el
rezo de oraciones supersticiosas) «manejen los fuelles de los herre­
ros». Cuantos así pensaban no hacían sino aplicar el pensamiento de
San Pablo en su primera epístola a los Tesalonicenses: «Todavía os
exhortamos, hermanos, a progresar más y a que os esforcéis por lle­
var una vida quieta, laboriosa en vuestros negocios, y trabajando
CRÍTICA SOCIAL Y CRÍTICA RELIGIOSA 377

con vuestras manos como os lo hemos recomendado, a fin de que


viváis honradamente a los ojos de los extraños y no padezcáis nece­
sidades» (4, 10-12).
El Lazarillo de Tormes no hace, pues, otra cosa que proyectar
a través de sus páginas un programa sistemático de crítica social y
religiosa conforme a la más pura enseñanza neotestamentaria. [ . ] . .

Lo que decisivamente moldea la actitud espiritual del Lazarillo


de Tormes no puede acabar de explicarse, sin embargo, con el recurso
a libros, a doctrinas o tendencias ideológicas de la época. Cuanto de
veras pesa como única realidad irreductible es la conciencia del
hombre de carne y hueso que lo escribió; el drama interno de un
alma a solas consigo misma y para la que una gran sabiduría, según
la fórmula bíblica, significaba mucho dolor. La raíz del conflicto se
hallaba en que aquel espíritu, fundado en el compromiso vital con
un limpio cristianismo neotestamentario y cuyos sentires tenían
hasta un dejo de anticipo tolstoiano, creía ver a su alrededor una
sociedad irremisiblemente anticristiana. Una sociedad que, tras quin­
ce siglos de cristianismo oficial, no aceptaba en realidad otros valores
que la violencia, el placer y la riqueza. Los hombres de ahora son
peores, porque al menos los paganos no fueron hipócritas. Lo deso­
lador no es que se tratara de un simple triunfo de la maldad humana,
sino que ese estado de cosas se le apareciese respaldado e incluso
producido, en gran parte, por la religión institucionalizada. Porque
no cabe hacerse ilusiones: el «anticlericalismo» del Lazarillo trascien­
de con mucho el alcance normal del término, pues no se limita a
señalar la depravación de los eclesiásticos, sino que los presenta como
puntales y fuentes del mal en la sociedad. El verdadero problema
espiritual del autor no se plantea en términos de iluminismo o de
erasmismo más que como rebote de una convicción atormentada de
que los ideales cristianos son traicionados por sus propios guardianes
y vienen a definirse así, quiérase o no, como un gigantesco fracaso
histórico.
378 «LAZARILLO DE TORMES»

ALBERTO BLECUA

LA DUALIDAD ESTILfSTICA DEL LAZARILLO

El autor se sirve de dos sistemas estructurales distintos que pro­


ducen un evidente desequilibrio en la constitución de la obra. Esti­
lísticamente el Lazarillo no es tampoco uniforme, ni podía serlo
porque de otro modo se hubiera perdido todo el artificio, extraordi­
nario, que vertebra la obra: la autobiografía de un personaje de ínfi­
ma condición social que pretende justificar cínicamente su deshonra.
Los dos Lázaros, el niño y el pregonero, son dos protagonistas psico­
lógicamente distintos, aun cuando el segundo sea producto y conse­
cuencia del primero. Y esta doble personalidad es advertida de
inmediato por el lector sin esfuerzo crítico alguno; por eso simpa­
tiza con el niño desvalido. Con la figura del Lázaro pregonero, vil y
cínico, ocurre, en cambio, 1o contrario: el lector no se identifica con
él, sino con el auténtico autor de la obra con quien se aúna en su
.
desprecio por el personaje. En este sentido el Lazarillo puede divi­
dirse en dos partes nítidamente diferenciadas : por un lado, el pró­
logo, presentación de los padres y los tratados Sexto y Séptimo; por
otro, el grueso de la narración, que tiene como protagonista a Laza­
rillo. En la parte correspondiente al Lázaro hombre domina lo auto­
biográfico, lo subjetivo; en la del niño, prevalece, en cambio, la
facecia, la ánécdota, la descripción más o menos objetiva de la reali­
dad, aunque estos cuentecillos condicionen su comportamiento y
estén jalonados por sus introspecciones infantiles.
Esta dualidad, que ha motivado las diversas interpretaciones de
la novela y que es producto de la propia estructura de la obra, se
refleja o, mejor, se hace patente en los recursos estilísticos de que
se sirve el autor. Al escoger la fórmula autobiográfica, se ve obligado
a seguir el punto de vista del personaje para no faltar al decoro;
pero como este personaje expresa una ideología opuesta a la de su
autor, éste sólo cuenta, para indicar cuál es su auténtico pensamiento,
con un medio: la ironía. Y, en efecto, toda la parte que tiene como

Alberto Blecua, ed., T.n vida de Lazarillo de Tormes, Castalia, Madrid, 1974,
pp .38-44.
.
LA DUALIDAD ESTILÍSTICA 379

protagonista al Lázaro hombre -prólogo, presentación de los padres


y tratados Sexto y Séptimo- está dominada por la ironía y la antí­
frasis, procedimiento económico, pero difícil, porque depende del
contexto. El autor es maestro en el uso de esta figura que consigue
incluso por medio tan sutil como es el ritmo de la frase.
El resto del libro, de mayor complejidad estructural, era, sin em­
bargo, más fácil de resolver en el aspecto estilístico. El Lazarillo se
escribe en una época en que está de moda el relato de facecias y
cuentecillos tradicionales, y es también el momento de gran difusión
de la Retórica. Los estudiantes practicaban sus conocimientos retóri­
cos relatando en distintos estilos anécdotas, fábulas, dichos y hechos
célebres --:-las llamadas ebrias-, que se incorporaban como ejemplos
o como digresiones en el discurso oratorio. El autor del Lazarillo
conoce bien esta tradición y se aprovecha hábilmente de ella en el
grueso de la obra, constituido, como ya se ha indicado, por numerosas
facecias de mayor o menor extensión. En esta parte, la ironía como
recurso general cede el paso a todos aquellos artificios que recomen­
daba la retórica para conseguir la evidentia de la narración, esto es,
que el lector se represente la escena como si la estuviera viendo. Los
recursos retóricos aptos para lograr evidencias son numerosos, y a
todos ellos acude el anónimo escritor : descripciones minuciosas , o rá­
pidas, según el tipo de anécdotas y su finalidad funcional ; discordan­
cias temporales; diálogos, poco significativos, pero que imprimen un
tono dramático a la escena; intensificaciones, etc.
Con estos dos procedimientos generales que constituyen la estruc­
tura estilística de la obra -siempre supeditada, claro está, a la
construcción novelesca-, consigue el autor presentarnos la tesis de
su obra -por medio de la ironía- y, a la vez, deleitar al lector con
unas facecias narradas verosímilmente, que condicionan, además, el
desarrollo psicológico del protagonista. Sin embargo, como en el
Lazarillo el ingrediente cómico es de gran importancia, su autor acu­
de constantemente a todas aquellas figuras y recursos lingüísticos
que puedan provocar la risa en el lector. No tienen otra función las
perífrasis («queriendo asar al que de ser cocido, por sus deméritos,
había escapado»; «todas aquellas causas se juntaron y fueron causa
que lo suyo fuese devuelto a su dueño») ; las antítesis («el día que
enterrábamos, yo vivía»; «acabamos de comer, aunque yo nunca em­
pezaba» ; «matábalos por darme a mí vida»); los zeugmas («porque
verá la falta el que en tanta me hace vivir» ; «se fue muy contento,
380 « LAZARILLO DE TORMES»

dejándome más a mÍ»); las paronomasias («hará falta faltando» ; «En


fin, yo me finaba de hambre»; «nueve/ nuevas», Lazarillo/ lacerado»);
las deslexicalizaciones («rehacer no la chaza, sino la endiablada fal­
ta»; «por no echar la soga tras el caldero»; «el negro de mi pa­
drastro»).
La estructura de la frase y el ritmo dependen de causas muy di­
versas. El autor procura evitar el hipérbaton y sólo lo utiliza en
contadas ocasiones para conseguir el homeoptoton («que en casa del
sobredicho Comendador no entrase, ni al lastimado Zaide en la suya
acogiese» ; «de lo que al presente padecía, remedio no hallaba»), que
es, en definitiva, un medio de lograr el isocolon, muy grato al escritor
(«para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo
bajos y dejarse abajar siendo altos cuánto vicio» ; «mi trabajosa vida
pasada y mi cercana muerte venidera»). Esta figura puede desembocar
en la antítesis, como en el último ejemplo, en la gradación («por lo
cual fue preso y confesó y no negó y padesció . . . »), o en la acumula­
ción («allí se me representaron de nuevo mis fatigas y torné a llorar
mis trabajos; allí se me vino a la memoria . . . ; en fin, allí lloré mi
trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera»). Suelen apare­
cer estas figuras en aquellos momentos en que la gravedad de la
situación lo exigiría, como en algunas reflexiones del protagonista,
gravedad que se matiza de ironía al funcionar en un contexto jocoso
y coloquial. Las similicadencias no son frecuentes -menos que el
homeoptoton- («preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí»);
sí, en cambio, es característico del estilo del Lazarillo el uso de la
sinonimia y de la acumulación, que se alcanza por coordinación y
yuxtaposición; consigue el autor, con estas figuras, intensificaciones
como las ya señaladas cuando los elementos no son meros sinónimos,
pero en otros casos su presencia obedece al deseo de crear un ritmo
binario, más armónico y renacentista, y un estilo más abundante:
«Y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía,
acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y aguiero sotil»;
«un rostro humilde y devoto, que con muy buen continente ponía
cuando rezaba, sin hacer gestos ni visaies con boca ni o;os como otros
suelen hacer» . .
La extensión de la frase depende de la función narrativa que
tenga su contenido. Cuando el autor acude a la descripción de una
acción, la oración se ramifica, por lo general, en numerosas subordi­
nadas que dependen de una principal situada al final del período, con
LA DUALIDAD ESTILÍSTICA 381

lo cual s e consigue una tensión apropiada a l contenido. Como contra­


partida, las unidades temáticas pueden cerrarse con una frase breve,
de carácter sentencioso, y, con frecuencia, con un juego de palabras
o una ironía.
El Lazarillo, por el decoro del personaje, debe estar escrito en
estilo humilde o cómico -«grosero» dirá su protagonista-. Su len­
gua, al igual que la condición de sus personajes y las situaciones,
tiene que mantenerse dentro de los límites permitidos por la retórica.
El estilo humilde tiende a una lengua de uso habitual, en la que se
permite todo tipo de palabras 'bajas', como jarro, narices, cogo­
te, etc., impensables en los otros estilos, así como se exige la pre­
sencia frecuente de refranes y de frases hechas, o de barbarismos
y solecismos. Son artificios que el autor utiliza sabiamente para dar
ese tono coloquial, natural que recorre toda la obra y que produce
en el lector la sensación de estar leyendo una «epístola "hablada"».
Huye, como Boscán, como Garcilaso, como· Valdés, de la afectación,
lo que no significa el abandono de la retórica, sino el rechazo de una
retórica, la medieval, para aceptar de lleno las normas de Quintiliano.
Por eso su vocabulario y su sintaxis se mantienen en un término
medio, ni arcaizantes ni innovadores en exceso; por eso gusta del
ritmo binario; por eso huye del hipérbaton y busca el isocolon ; por
eso puede escribir un prólogo como el que abre la obra; por eso, en
fin, puede salpicar su obra de sales. El Lazarillo es renacentista por­
que sigue a Quintiliano.

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