El Edén Caldeo
El Edén Caldeo
El Edén Caldeo
MORTUM
ORDO TEMPLIS SOLARIS ET SACTUM MORTUM
MONOGRAFIA 7.2
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EL EDÉN DE LA BIBLIA
El Edén no es mito, topográficamente considerado (3), porque así se llamaba (4) de
muy antiguo la comarca regada por el Éufrates y sus afluentes, que abarcaba desde la Armenia
hasta el mar Eritreo. El Libro de los Números de Caldea señala numéricamente la posición
topográfica del edén, cuya acabada descripción está en el cifrado manuscrito rosacruz que legó
el conde de San Germain. Las Tablillas asirias llaman al Edén Gan-Duniyas (5).
Los ..... (Elohim ) del Génesis dicen: “He aquí que el hombre ha llegado a ser como uno
de nosotros”. Los Elohim pueden considerarse en un sentido como dioses o potestades, y en
otro como aleímes o sacerdotes iniciados en todo lo bueno y malo de este mundo, porque
había un colegio de sacerdotes llamados aleímes , cuyo jerarca supremo era el Java-Aleim . En
vez de empezar por la categoría de neófito para obtener gradualmente por medio de regular
iniciación los conocimientos esotéricos, el Adán (símbolo del hombre) ejerce sus facultades
intuitivas, e instigado por la serpiente (la materia y la mujer ) come indebidamente del fruto del
árbol de la ciencia y del bien y del mal (doctrina esotérica). Los sacerdotes de Hércules (Mel-
Karth o señor del Edén) llevaban “vestiduras de piel! (6).
Las Escrituras hebreas delatan su doble origen, a pesar de que en el fondo contienen
tanta verdad como las demás cosmogonías primitivas. El Génesis es sencillamente una
reminiscencia de la cautividad de Babilonia, pues los nombres de lugares, personajes y aun de
cosas coinciden con los empleados por los caldeos y por sus antecesores y maestros, los
acadianos de raza aria. Mucho se ha discutido acerca de si los acadianos de Caldea y Asiria
tuvieron o no parentesco con los brahmanes del Indostán; pero hay más pruebas en pro de la
afirmativa. Los asirios debieran llamarse con mayor propiedad turanios, y los mogoles, escitas;
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pero si, en efecto, existieron los acadianos, y no tan sólo en la imaginación de unos cuantos
filólogos y etnólogos, no serían en modo alguno una tribu turania, como suponen varios
asiriólogos, sino sencillamente emigrantes que de la India, cuna de la humanidad, pasaron al
Asia Menor, donde sus adeptos civilizaron a un pueblo bárbaro. Halevy ha demostrado que los
acadianos, cuyo nombre se alteró muchas veces, no pudieron pertenecer a la raza turania, y
otros orientalistas han demostrado que la civilización asiria no brotó en aquel país, sino que de
la India la importaron los brahmanes.
Opina Wilder que de ser los asirios turanios y los mogoles escitas, las guerras de Irán y
Turán y de Zohak y Jemshid o Yima hubieran sido tan notorias como la entre Persia y Asiria,
que terminó con la destrucción de Nínive, "“uyo palacio de Afrasiab quedó en poder de las
telarañas"”(7).
Añade Wilder que los turanios calificados de tales por Müller y su escuela son
evidentemente los salvajes nómadas del Cáucaso, de quienes procedieron primero los
constructores etíopes o camitas; después los semitas (mezcla tal vez de camita y ario); más
tarde los arios (medos, persas e indos); y finalmente los pueblos góticos y eslavos de Europa.
Supone también que los celtas eran, como los asirios, un pueblo cruzado de los arios que
invadieron la Europa y los habitantes ibéricos (acaso etíopes) de esta parte del mundo.
Si así es, resulta válida nuestra afirmación de que los acadianos fueron una tribu de los
primitivos indos; pero dejaremos a que los filólogos del porvenir diluciden si pertenecieron a los
brahmanes de la región propiamente brahmánica (40º latitud Norte), o del Indostán, o bien del
Asia Central.
Por un procedimiento inductivo de nuestra especialidad, que a los científicos les
parecerá deleznable y basado en una prueba que desdeñarían por circunstancial, hemos
formado una opinión que para nosotros equivale a certidumbre. Durante muchos años estamos
observando que en países sin la menor filiación histórica, en apariencia, hay idénticos símbolos
y alegorías de una misma verdad. Hemos advertido que la Kábala y la Biblia remedan los
“mitos” (8) babilónicos, y que las alegorías caldeas e índicas se reproducen formal y
substancialmente en los antiquísimos manuscritos de los monjes talapines de Siam y en las no
menos antiguas tradiciones populares de Ceilán.
RELIQUIAS CEILANESAS
En esta isla tenemos un antiguo, fiel y muy sabio amigo pali que posee una curiosa
hoja de palmera (incorruptible gracias a ciertas manipulaciones químicas) y una enorme media
concha. En la hoja de palmera está la figura del ciego gigante Somona el Menor (9) de
cabellera larga hasta el suelo, que abrazado a las cuatro columnas centrales de una pagoda, la
derriba sobre el numeroso concurso acudido a la fiesta. La concha ostentaba en su nacarada
superficie un grabado díptico de labor y composición múchísimo más artística que los crucifijos
y otras piadosas bagatelas del mismo material que se elaboran hoy en Jaffa y Jerusalén. En la
primera división del grabado está representado el Siva indo con todos sus atributos, en actitud
de sacrificar a su hijo (10), colocado sobre una pira. El padre aparece suspendido en el aire,
con el arma levantada a punto de herir a la víctima, pero con el rostro vuelto hacia un árbol en
cuyo tronco ha clavado profundamente los cuernos un rinoceronte, quedando allí preso. La otra
división del díptico representa el mismo rinoceronte sobre la pira con el arma hundida en el
costado, y el ya libre hijo de Siva ayudando a su padre a encender el fuego del sacrificio.
Para remontarnos al origen de este mito bíblico hemos de recordar que Siva, Baal,
Moloch y Saturno son idénticos; que aun hoy mismo los árabes mahometanos consideran a
Abraham como a Saturno en la Kaaba (11); que Abraham e Israel eran distintos nombres de
Saturno (12); y que Saturno ofreció su hijo unigénito en sacrificio a su padre Urano y que se
circuncidó a sí mismo y obligó a la circuncisión a sus parientes y aliados (13). Pero este mito no
es de origen fenicio ni caldeo, sino puramente indo, porque su modelo se halla en el Mahâ-
Bhârata , y aunque fuese budista, remontaría su antigüedad más allá del Pentateuco hebreo,
compilado por Esdras (14) después de la cautividad de Babilonia y revisado por los rabinos de
la Sinagoga Mayor.
Por consiguiente, nos atrevemos a discrepar en estos puntos del criterio de muchos
científicos cuya superior erudición reconocemos. Una cosa es la inducción científica y otra el
conocimiento de hechos , por muy contrarios a la ciencia que a primera vista parezcan. Pero las
indagaciones científicas han bastado para demostrar que los originales sánscritos de Nepal
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fueron traducidos por los misioneros budistas a casi todas las lenguas asiáticas. Asimismo
tradujeron al siamés los manuscritos palis que llevaron a Birmania y Siam, por lo que es muy
fácil explicar la divulgación de las mismas leyendas y mitos religiosos en estos países.
Maneto nos habla de los pastores palis que emigraron a occidente; y así, las
tradiciones ceilanesas que encontramos en la Kábala caldea y en la Biblia judaica nos inducen
a sospechar que, o bien los caldeos y babilonios estuvieron en Ceilán y la India, o bien que las
tradiciones de los palis fueron gemelas de las de los acadianos, cuyo origen tantas dudas
envuelven, aunque Rawlinson acierte al decir que vinieron de Armenia. Como el campo está
actualmente abierto a todas las hipótesis, podemos admitir que los acadianos llegaron a
Armenia por las orillas del mar Caspio (15) y del Ponto Euxino, procedentes de allende el Indo
o bien de Ceilán. Es imposible descubrir con seguridad las huellas de los arios nómadas, y por
lo tanto, no cabe otro recurso que juzgar por inducción, previo el cotejo de sus mitos esotéricos.
Tal vez, como sin duda no ignorarán los eruditos, el mismo Abraham fue uno de los pastores
palis que emigraron a Occidente, pues le vemos salir con su padre de Terah de Ur de los
caldeos (16).
EL GÉNESIS Y LA KÁBALA
Aunque el estilo del Génesis no denote procedencia brahmánica, hay poderosas
razones en pro de que sus alegorías derivan de las tradiciones acadianas, cuyo nombre tiene
por raíz ak-ad , con morfología idéntica a la de Ad-am , Ha-va y Ed-en (17).
Pero si los tres primeros capítulos del Génesis no son sino desfigurados remedos de
otras cosmogonías, el capítulo IV desde el versículo 16, y todo el capítulo V, refieren hechos
rigurosamente históricos, aunque mal interpretados, y recogidos palabra por palabra del Libro
de los Número de la Kábala oriental. Enoch, el patriarca de la masonería, da comienzo a la
genealogía de las familias turania, aria y semítica, si así pueden llamarse, en que cada mujer
personifica un país o una ciudad, y cada patriarca una raza o subraza. Las mujeres de Lamech
dan la clave del enigma que los verdaderos eruditos pudieran desentrañar aun sin auxilio de la
ciencia esotérica, pues cada palabra tiene un sentido propio sin que entrañe revelación alguna
(18), sino que todo el texto es una compilación de hechos históricos , aunque la historia no se
decida a darles la importancia que merecen.
En el Euxino, Cachemira y allende estas comarcas, hemos de buscar la cuna de la
humanidad y de los hijos de Ad-ah , dejando el Ed-en de las riberas del Éufrates al colegio de
los sabios astrólogos y magos aleímes (19). No es, pues, maravilla que Swedenborg, el vidente
del Norte, aconsejara buscar la palabra perdida entre los hierofantes de Tartaria, China y Tíbet,
porque únicamente allí se conserva en la actualidad, aunque la hallemos inscrita en los
monumentos de las primitivas dinastías egipcias. Un mismo fundamento tienen los Vedas con
su grandiosa poesía; los Libros de Hermes ; el caldeo Libro de los Números ; el Código de los
Nazarenos ; la Kábala de los tanaímes; el Sepher Jezira ; el Libro de la Sabiduría de Salomón; el
tratado secreto sobre Muhta y Badha (20) (atribuido por la cábala budista a Kapila, fundador del
sistema filosofía sankhya); los Brahmanas (21) y el Stan-gyur de los tibetanos (22). Todos
estos libros enseñan, bajo diversidad de alegorías, la misma doctrina secreta, que cuando
acabe de pasar por el tamiz del estudio, aparecerá como el último término de la verdadera
filosofía. Entonces se nos revelará la PALABRA PERDIDA.
No cabe esperar que los eruditos hallen en estas obras nada interesante, a no ser lo
que directamente se relacione con la filología y mitología comparadas, pues aun el mismo Max
Müller sólo ve “absurdos teológicos” y “desatinos quiméricos” en cuanto se refiere al misticismo
y metafísica de la literatura sánscrita. Al hablar de los Brahmanas , cuyos misterios le parecen
absurdos, dice Max Müller:
La mayor parte de estos libros son pura charlatanería, y lo que es peor, charlatanería
teológica .
Nadie que de antemano conozca el lugar que los Brahmanas ocupan en la historia
del pensamiento indo, puede leer más de diez páginas sin aburrirse (23).
No nos sorpende la severa crítica de este erudito orientalista, porque sin la clave de
esa charlatanería teológica , ¿cómo juzgar de lo esotérico por lo exotérico?
Hallaremos respuesta a esta pregunta en otra de las interesantísimas conferencias del
erudito alemán, que dice así:
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Ni los judíos ni los romanos ni los brahmanes intentaron jamás propagar sus creencias
religiosas entre los pueblos vecinos, pues para ellos era la religión algo inherente y privativo de
la nacionalidad, que debía resguardarse de toda influencia extraña, y así mantenían en el
mayor secreto los sacratísimos nombres de los dioses y las plegarias con que impetraban el
favor divino. Ninguna religión era tan exclusivista como la brahmánica (24).
LA LITERATURA ÍNDICA
Por esta misma razón, nos maravilla el engreimiento de los eruditos, que en cuanto
aprenden de boca de un sratriya (25) la significación de unos cuantos ritos esotéricos, ya se
forjan la ilusión de interpretar todos los símbolos y de escudriñar las religiones de la India. Y is,
como el mismo Müller reconoce, no sólo los brahmanes dos veces nacidos , sino ni siquiera la
ínfima casta de los sudras, podía admitir en su seno a un extraño, mucho menos posible sería
que revelaran los sagrados misterios de su religión, cuyo secreto tan celosamente preservaron
de profanos oídos durante siglos sin cuento.
No; los eruditos no comprenden, o mejor dicho, no pueden comprender debidamente la
literatura índica, pues para ello tropiezan con la misma dificultad que los escépticos para
compartir los sentimientos de un iluminado o de un místico entregado de por vida a la
contemplación. Tienen los eruditos perfecto derecho de embelesarse con el suave arrullo de la
propia admiración y ufanarse de su saber, pero no de engañar a las gentes diciendo que han
descifrado el enigma de las literaturas antiguas, y que, tras su externa “charlatanería”, nada
hay que no conozcan los filósofos modernos, ni que el sentido literal de las voces y frases
sánscritas encubran profundos pensamientos, obscuros para el profano e inteligibles para los
descendientes de aquellos que lo velaron en los primitivos días del mundo.
No es maravilla que los escépticos y aun los mismos cristianos repugnen el licencioso
lenguaje de las obras brahmánicas y sus derivantes: la Kábala , el Codex de Bardesanes y las
Escrituras hebreas, que el lector profano juzga reñidas con el “sentido común”. Pero si por ello
no cabe vituperarles, pues, como dice Fichte, “indicio es de sabiduría no satisfacerse con
pruebas incompletas”, debieran tener en cambio la sinceridad de confesar su ignorancia en
cuestiones que ofrecen dos aspectos y en cuya resolución tan fácilmente puede errar el erudito
como el ignorante.
En su obra: Desarrollo intelectual de Europa , llama Draper “edad de fe” al tiempo
transcurrido desde Sócrates, precursor de Platón, hasta Carneades; y “edad decrépita”, al
tiempo que media entre Filo Judeo y la disolución de las escuelas neoplatónicas por Justiniano.
Pero esto demuestra, precisamente, que Draper conoce tan poco la verdadera tendencia de la
filosofía griega, como el verdadero carácter de Giordano Bruno. Así es que cuando Müller
declara por su propia autoridad que la mayor parte de los Brahmanas son pura “charlatanería
teológica”, suponemos con profunda pena que el erudito orientalista debe de estar mejor
enterado del valor gramatical de los verbos y nombres sánscritos que del pensamiento indo, y
deploramos que un erudito tan bien dispuesto siempre a hacer justicia a las religiones y sabios
de la antigüedad, estimule en esta ocasión la hostilidad de los teólogos cristianos. Sin el
significado esotérico de los textos, tendría razón Jacquemont (26) al preguntar con aire de
duda para qué sirve el sánscrito, porque si hemos de poner un cadáver en vez de otro, tanto da
disecar la letra muerta de la Biblia hebrea como la de los Vedas indos. Quien no esté
intuitivamente vivificado por el espíritu de la antigüedad, nada descubrirá más allá del
“charlatanismo exotérico”.
Al leer por vez primera que “en la cavidad craneal del Macroprosopos (la Gran Faz) se
oculta la SABIDURÍA aérea que en parte alguna está abierta ni descubiera”, o bien que “la
nariz del Anciano de los Días es vida en todas partes”, nos sentimos inclinados a diputar estas
frases por incoherentes extravagancias de un orate. Y al leer en el Codex Nazar oeus que “Ella
(el Espíritu ) incitó a su frenético y mentecato hijo Karabtanos a cometer un pecado contra
naturaleza con su propia madre”, cerraríamos disgustados el libro. Pero ¿no hay en ello más
que fruslerías sin sentido expresadas en lenguaje burdo y aun obsceno? En apariencia, no
cabe juzgarlo ni más ni menos que, como en apariencia también, se juzgan profanamente los
símbolos sexuales de las religiones induísta y egipcia, la licenciosa expresión de la misma
Biblia , llamada “santa”, o la alegoría de la serpiente tentadora de Eva. El inquieto y siempre
insinuante espíritu, luego de “caído en la materia”, tienta a Eva o Hava (símbolo de la materia
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caótica “frenética y sin juicio”). De la propia suerte, Karabtanos (materia ) es el hijo de Sophia-
Achamoth (el Spiritus , según los nazarenos), que a su vez es hija del espíritu puro y mental, o
aliento divino. Cuando la ciencia descubra plenamente el origen de la materia y demuestre que
tanto los ocultistas y filósofos antiguos como sus actuales sucesores se equivocan al
considerar la materia correlativa del espíritu, entonces podrán los escépticos menospreciar la
sabiduría antigua y acusar de obscenidad a las antiguas religiones.
SÍMBOLO DE SIVA
Dice a este propósito la escritora Lidia María Child:
Desde tiempo inmemorial ha sido adorado en el Indostán el emblema de la creadora
potencia originaria de la vida. Es el símbolo más frecuente de Siva (Bala o Mahâdeva), con
cuyo culto está universalmente relacionado... Siva no es tan sólo entre los induistas el
reproductor de la forma humana, sino que representa el principio fructificante y la potencia
creadora que penetra el universo...
Hay pequeñas imágenes de este emblema talladas en marfil, oro o cristal, que se
llevan colgantes del cuello a manera de adorno... El emblema maternal tiene asimismo carácter
religioso, y los devotos de Vishnú se lo marcan en la frente en sentido horizontal... ¿Qué
extraño es que miren con reverencia el profundo misterio de la generación? ¿Eran ellos los
obscenos al hacerlo así, o lo somos nosotros por no hacerlo? Mucho camino hemos andado, y
seguido senderos muy sucios desde que los antiguos anacoretas hablaron por primera vez de
Dios y del alma en las solemnes profundidades de sus primitivos santuarios, no nos riamos de
su manera de indagar la Causa infinita e incomprensible a través de los misterios de la
Naturaleza, pues acaso proyectaríamos la sombra de nuestra rudeza sobre su patriarcal
sencillez (27).
Muchos eruditos intentaron con buena voluntad hacer justicia a la antigua India.
Colebrooke, William Jones, Barthelemy St.-Hilaire, Lassen, Weber, Strange, Burnouff, Hardy y
Jacolliot han aportado su testimonio en pro de los adelantos de la India en jurisprudencia, ética,
filosofía y religión. Nadie en el mundo aventajó todavía a los teólogos y metafísicos sánscritos
en sus conceptos de Dios y el hombre. Jacolliot, que gracias a su larga residencia en la India y
al estudio de la literatura del país, es testimonio de superior competencia, nos dice acerca del
particular:
Al paso que admiro el profundo saber de muchos orientalistas y traductores, me quejo
de ellos, porque como no han vivido en la India , no aciertan con la expresión exacta ni
comprenden el simbólico sentido de los himnos, plegarias y ceremonias, por lo que
frecuentemente caen en deplorables errores de traducción o de interpretación... la vida de
varias generaciónes apenas bastaría para leer siquiera las obras que la antigua India nos legó
sobre historia, ética, poesía, filosofía, religión y ciencias (28).
Sin embargo, Jacolliot sólo podía juzgar por los escasos fragmentos que en sus manos
puso la complacencia de unos cuantos brahmanes con quienes contrajo estrecha amistad.
Pero ¿le enseñaron todo lo que atesoraban? ¿Le explicaron todo cuanto deseaba saber? Lo
dudamos, porque de otra suerte no hubiese juzgado sus ceremonias religiosas con la ligereza
en que incurre algunas veces, sin otro apoyo que lo que eventualmente pudo ver. Sin embargo,
es Jacolliot el viajero más justo e imparcial en sus apreciaciones sobre India. La severidad que
muestra respecto a la actual degradación del país, sube de punto cuando la descarga contra la
casta sacerdotal que la determinó durante estos últimos siglos; pero sus apóstrofes están en
relación con la intensidad en estimar las pasadas grandezas. Señala Jacolliot las fuentes de
que manaron las antiguas creencias reveladas, incluso los Libros de Moisés , y considera la
India como cuna de la humanidad, madre de las demás naciones y semillero de las artes y las
ciencias, ya envueltas de mucho antes en las cimerianas tinieblas de las edades arcaicas.
Sigue diciendo Jacolliot:
Estudiar la India es inquirir los orígenes de la humanidad... La sociedad moderna
tropieza a cada paso con la antigua. Nuestros poetas imitan a Homero, Virgilio, Sófocles,
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EL MUNDO ORIENTAL
Parece que no está lejano el día en que los adversarios de este sagaz erudito se vean
confundidos por la irresistible fuerza de las pruebas; y cuando los hechos hayan confirmado
cuanto dice, verá el mundo que a la desconocida e inexplorada India le debe sus idiomas, sus
artes, leyes y civilización. El progreso de este país se atascó siglos antes de nuestra era (30),
hasta paralizarse por completo en los siguientes; pero en su literatura hallamos la prueba
irrefragable de sus pasadas glorias. Si no fuera tan espinoso el estudio del ´sanscrito, de
seguro que se despertara la afición a la literatura índica, incomparablemente más rica y
copiosa que ninguna otra. Hasta ahora, la generalidad de los intelectuales se ha relacionado
incompletamente con el antiguo mundo oriental por mediación de unos cuantos eruditos que,
no obstante su gran cultura y honrada sinceridad, discrepan en la interpretación y comento de
las pocas obras llegadas a sus manos de entre el sinnúmero de las que, no obstante el
vandalismo de los misioneros, integran todavía la enorme masa de la literatura índica (31).
No ha mucho, en la ceremonia de la cremación del cadáver del barón de Palm, un
teósofo pronunció un discurso diciendo que el Código de Manú se conocía ya mil años antes
de Moisés. Contra esta afirmación, arguyó el reverendo Dunlop Moore, de Nueva Brighton,
replicando en un periódico (32) que “todos los orientalistas de alguna importancia convienen
hoy en atribuir a distintas épocas las Instituciones de Manú , cuya parte más antigua data
probablemente del siglo VI antes de la Era cristiana ”. Pero el alarde de piedad e ingenio que
supone esta discrepancia, no invalida la opinión de orientalistas tan doctos como William Jones
y Jacolliot:
Resulta evidente que las Leyes de Manú , según las conocemos con sólo 680 dísticos,
no pueden ser la obra atribuida a Sumati (el Vriddha Mânava o Antiguo Código de Manú , según
toda probabilidad), no reconstruida aún enteramente, si bien la tradición ha conservado muchos
fragmentos que con frecuencia citan los comentadores.
Por su parte, dice Jacolliot:
En el prefacio de un tratado sobre legislación, de Nârada, escrito por uno de sus
adeptos, copartícipe del poder brahmánico, leemos que Manú escribió las leyes de Brahma en
cien mil dísticos que formaban veinticuatro libros con mil capítulos, y entregó después esta
obra a Nârada, el sabio entre los sabios, quien, para que las gentes pudieran aprovecharse de
ella, la compendió en doce mil dísticos, que Sumati, hijo de Brighu, redujo a cuatro mil para su
mejor comprensión... Entiendo, pues, que las leyes indas fueron codificadas por Manú más de
tres mil años antes de la Era cristiana , y de ellas derivaron su legislación los pueblos antiguos y
especialmente Roma, la única que nos ha legado un código escrito, el de Justiniano, sobre el
cual se basan las legislaciones modernas (33).
El mismo autor añade en otra de sus obras (34), al discutir con Textor de Ravisi (35):
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LA ÉPOCA DE MANÚ
Pero Jacolliot no ha oído hablar del reverendo Dunlop Moore, sin duda porque con
otros orientalistas está disponiéndose a demostrar que los textos védicos y los de Manú
enviados a Europa por la “Sociedad Asiática de Calcuta”, no son auténticos , sino amañados
hábilmente por algunos misioneros jesuitas con deliberado propósito de extraviar a los
comentadores y cubrir la historia de la India con una nube de incertidumbre que envuelva
sospechas de superchería contra los modernos brahmanes. Termina diciendo Jacolliot que
Europa debe conocer estos hechos, sobre los cuales ya ni siquiera se discute en la India (36).
Además, el Código de Manú , que los orientalistas europeos consideran como el
comentado por Brighu, no forma parte del Vriddha-Mânava , que se conserva completo en los
templos, aunque los eruditos sólo hayan descubierto de él pequeños fragmentos. Jacolliot
demuestra que las copias enviadas a Europa difieren del original existente en las pagodas del
Sur de la India. También podemos aducir el testimonio de William Jones, quien lamenta que
Callouca no haya tenido en cuenta en sus comentarios, que “las leyes de Manú se contraen a
las tres primeras épocas (37).
Según los cómputos, estamos en el Kali Yuga , o tercera época a contar desde la Satya
o Kritayuga, en que, conforme asegura la tradición, se establecieron las Leyes de Manú , cuya
autenticidad acepta implícitamente William Jones. Aun admitiendo todo cuanto se diga acerca
de la cronología inda (38), tendremos que como han transcurrido unos 4.500 años desde que
comenzó la cuarta edad del mundo, o sea el Kali Yuga , hay razón para que uno de los más
insignes orientalistas, y cristiano por añadidura, afirme que Manú es de muchos miles de años
más antiguo que Moisés. Verdaderamente, nos encontramos ante un dilema: o bien se ha de
reformar la historia de la India para uso exclusivo de quienes niegan la precedencia de Manú
sobre todos los legisladores, o bien han de estudiar la literatura inda antes de arremeter en
este punto contra los teósofos.
Pero dejando de lado la opinión de los reverendos redactores de La Bandera
Presbiteriana , cuyo objeto muy poco nos importa, atendamos a lo que dice la Nueva
Enciclopedia Americana respecto de la antigüedad e importancia de la literatura inda. Afirma
uno de los articulistas, que las Leyes de Manú no datan más allá del siglo III antes de J. C. Esta
afirmación es muy elástica, porque pudiera parecer verosímil si por Leyes de Manú se entiende
el compendio que hicieron los últimos brahmanes en apoyo de sus ambiciosos proyectos; pero
tan ilógico es equiparar dicho compendio al verdadero código de Manú, como si alguien
afirmase que la Biblia no data más allá del siglo X de la Era cristiana, porque no hay ningún
manuscrito anterior a esta época; o bien suponer que la Ilíada no es anterior al hallazgo de su
texto original. No conocen los eruditos europeos ningún manuscrito sánscrito que se remonte a
más de cuatro o cinco siglos (39); y sin embargo, no vacilan en asignar a los Vedas cuatro o
cinco mil años de antigüedad. Hay valiosas pruebas de la antigüedad de las Leyes de Manú ;
pero prescindiendo de las opiniones de los eruditos, por no haber dos que coincidan,
aduciremos la nuestra en lo concerniente a la incomprobada afirmación de la Nueva
Enciclopedia .
Si, como Jacolliot demuestra texto en mano, el Código de Justiniano es copia del de
Manú, conviene indagar ante todo la antigüedad de aquél, no ya como código perfecto de leyes
escritas, sino en su primitivo origen. Nos parece que la tarea no es difícil.
EL CÓDIGO DE MANÚ
Según Varrón, Roma fue fundada el año 3961 de la Era juliana (754 años antes de J.
C.). la recopilación que Justiniano hizo con el nombre de Corpus Juris Civilis , no era un código,
sino un digesto de costumbres seculares. Aunque nada sabemos en la actualidad acerca de las
primeras autoridades romanas en jurisprudencia, es indudable que la fuente principal del jus
scriptum o ley escrita, fue el jus non scriptum o ley consuetudinaria, en la que precisamente
hemos de apoyar nuestra argumentación sobre el caso. La Ley de las Doce Tablas se
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promulgó hacia el año 300 de la fundación de Roma; pero derivándola los legisladores de
fuentes aun más primitivas que coinciden con las Leyes de Manú , cuya codificación remontan
los brahmanes al Kritayuga , o sea la edad anterior a la actual Kaliyuga . Por lo tanto, es lógico
inferir que las leyes consuetudinarias y tradicionales de que derivaron las Doce Tablas , son
unos cuantos siglos anteriores a la promulgación de esta ley escrita, con lo que llegamos, por
lo menos, a mil años antes de J. C.
El Mânava Dharma Sâstra , que contiene la cosmogonía inda, es en opinión general la
obra más antigua después de los Vedas , cuyo origen remonta Colebrooke al siglo XV antes de
J. C.; por lo que las Leyes de Manú han de datar de mucho más allá del siglo III antes de
nuestra Era (40).
Los brahmanes jamás pretendieron atribuir a revelación divina el Código de Manú ,
según lo demuestra la distinción establecida entre los Vedas y los demás libros sagrados. Al
paso que todas las sectas induístas consideran los Vedas como la palabra directa de Dios o
revelación divina (shruti ), el Código de Manú es tan sólo una recopilación de tradiciones orales
(smriti ), que todavía subsisten entre las más antiguas y veneradas de la India. Pero el
argumento de mayor valía en pro de la antigüedad de las Leyes de Manú estriba tal vez en que
los brahmanes refundieron estas tradiciones hace muchos siglos e interpolaron más tarde otras
leyes con ambiciosas miras. Por consiguiente, esta interpolación debió ya efectuarse 2.500
años atrás, cuando todavía no se practicaba la cremación de las viudas (sutti) , ni había
barruntos de tan atroz costumbre, no estatuida en los Vedas ni en el Código de Manú (41).
Los brahmanes aducían, en apoyo de esta práctica, un versículo del Rig Veda , pero
recientemente se ha comprobado que era apócrifo (42). Si los brahmanes hubiesen sido los
autores del Código de Manú , en lugar de adulterarlo con interpolaciones tendenciosas, no
descuidaran de seguro un punto cuya omisión ponía en tan grave riesgo su autoridad. Esto es
prueba suficiente de la remota antigüedad del Código de Manú .
La lógica y racional virtualidad de esta prueba nos mueve a afirmar que si Roma recibió
la civilización de Grecia y Grecia de Egipto, el Egipto a su vez, en los ignotos tiempos de
Menes (43), recibió de la India prevédica leyes, instituciones, artes y ciencias (44); y por
consiguiente, en la antigua iniciadora de los sacerdotes y adeptos de todos los demás países,
hemos de buscar la clave de los misterios de la humanidad. Pero no nos referimos a la India
contemporánea, sino a la India arcaica (45), la reconocida cuna del género humano, sobre la
cual vamos a referir una curiosa leyenda.
Según tradición explicada en los anales del Gran Libro , mucho antes de los días de Ad-
am y de su curiosa mujer Heva, allí donde hoy sólo se ven lagos salados y áridos desiertos, se
dilataba por el Asia central un vasto mar interior hasta las estribaciones occidentales de la
majestuosa cordillera de los Himalayas. En aquel mar había una isla de insuperable belleza,
habitada por los últimos restos de la raza anterior a la nuestra, cuyos individuos podían vivir
indistintamente en el agua, en el aire o en el fuego, porque ejercían ilimitado dominio sobre los
elementos. Eran los “hijos de Dios”; pero no los que se prendaron de las “hijas de los hombres”,
sino los verdaderos Elohim , aunque la Kábala oriental les dé otro nombre. Ellos revelaron a los
hombres los secretos de la Naturaleza y les comunicaron la palabra “inefable”, hoy día perdida .
Esta palabra, que no es palabra, se difundió en otro tiempo por toda la redondez de la tierra, y
todavía perdura como lejano y moribundo eco en el corazón de algunos hombres privilegiados.
Los hierofantes de todos los colegios sacerdotales (46) conocían la existencia de esta isla, pero
únicamente el Java Aleim , o presidente del colegio, conocía la palabra que, en el momento
preciso de la muerte, comunicaba a su sucesor.
Ya vimos que, según tradición aceptada por todos los pueblos antiguos, existieron otras
razas humanas anteriormente a la nuestra. Cada una de ellas fue distinta de la precedente, e
iban desapareciendo al aparecer la que había de sucederla. En los Libros de Manú se habla
explícitamente de seis sucesivas razas. Dice así:
De este Manú Swayambhuva (el menor, correspondiente a Adam Kadmon), emanado
de Swayambhuva o Ser existente por sí mismo, descendieron otros seis Manús (hombres
símbolos de progenitores), cada uno de los cuales engendró una raza de hombres... Estos
Manús todopoderosos, entre quienes Swayambhuva es el primero, han producido y gobernado,
cada cual en su respectivo período (antara), este mundo compuesto de seres inmóviles y
semovientes (47).
En el Siva Purana (48), leemos:
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¡Oh Siva!, ¡dios del fuego! Consume mis pecados como consume el fuego la hierba
seca de los yermos. Tu potente soplo dio vida a Adhima (el primer hombre) y a Heva
(complemento de vida), los antecesores de esta raza de hombres , que poblaron el mundo con
su descendencia.
LA ISLA TRANSHIMALÁYICA
La hermosa isla de que hemos hablado no tenía comunicación marítima con el continente
sino por medio de pasadizos submarinos, conocidos únicamente de los jefes. La tradición
señala entre el número de colegios sacerdotales, las majestuosas ruinas de Ellora, Elephanta y
las cuevas de Ajunta (en la cordillera de Chandor), que comunicaban con los pasadizos
submarinos (49). ¿Quién puede decir si la desaparecida Atlántida (también mencionada en el
Libro Secreto , aunque con el nombre sagrado), existía ya en aquella época? ¿No fuera acaso
posible que el continente atlante se hubiese dilatado por el Sur de Asia, desde la India a la
Tasmania (50)? Si algún día llega a comprobarse la existencia de la Atlántida, que unos
autores ponen en duda y otros niegan resueltamente, considerando esta hipótesis como una
extravagancia de Platón, tal vez se convenzan entonces los eruditos de que no fue fabuloso el
continente habitado por los “hijos de Dios”, y de que la cautela de Platón al aludir a la Atlántida
con supuesta atribución del informe a Solón y los sacerdotes egipcios, tenía por objeto
comunicar prudentemente esta verdad al mundo, de modo que, combinando la verdad con la
ficción, no quebrantase el sigilo a que le obligaba la iniciación. Por otra parte, Platón no pudo
inventar el nombre de Atlanta , porque en la etimología de este nombre no entra ningún
elemento griego (51).
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Una de estas losas intercepta la galería por la parte de Lima, y la otra por la de Bolivia.
Esta última rama se dirige hacia el Sur y pasa por Trapaca y Cobijo, porque Arica no está muy
lejos del riachuelo Payquina (58) que separa Perú de Bolivia.
No lejos de allí se yerguen tres picachos andinos, distanciados en forma de triángulo.
Según tradición, en uno de estos picos se abre la única entrada expedita de la galería que va al
Norte; pero sin conocer los puntos de referencia que a la entrada encaminan, fuera en vano
que un ejército de titanes apartara las rocas con intento de descubrirla. Y aun suponiendo que
alguien diese con ella y llegara por la galería hasta la losa que cierra la cámara sepulcral,
resuelto a derribarla, nada conseguiría, porque las rocas de la bóveda están asentadas de
modo que, en tal caso, cegarían la tumba con todos sus tesoros (59). La cámara de Arica no
tiene otra entrada que la abierta en la montaña inmediata al río Payquina. A lo largo de la
galería que desde el Cuzco pasa por Lima hasta llegar a Bolivia, hay pequeños escondrijos,
donde durnte muchas generaciones acumularon los incas incalculables riquezas en oro y
piedras preciosas (60).
Los tesoros descubiertos en las excavaciones de Micenas por Schliemann despertaron
la codicia de los aventureros, que desde entonces ponen la mira en las ruinas donde
sospechan ha de haber criptas o cuevas subterráneas con escondidos tesoros. No hay paraje
alguno, ni siquiera el Perú, del que se refieran tantas tradiciones como del desierto de Gobi, en
la Tartaria independiente. Esta desolada extensión de movediza arena fue, si la voz popular no
miente, uno de los más poderosos imperios del mundo. Se dice que el subsuelo esconde oro,
joyas, estatuas, armas, utensilios y cuanto supone civilización, lujo y arte en cantidad y calidad
superior a lo que pueda hoy hallarse en cualquier capital de la cristiandad. Las arenas del
desierto de Gobi se mueven regularmente de Este a Oeste, impelidas por el huracanado viento
que de continuo sopla. De cuando en cuando, dejan las arenas al descubierto parte de los
tesoros ocultos, pero ningún indígena se atreve a echarles mano porque le herirían de muerte
los bahti , espantosos gnomos a cuya fidelidad está confiada la custodia de aquellas riquezas,
en espera de que la sucesión de los períodos cíclicos permita revelar la existencia de aquel
pueblo prehistórico para enseñanza de la humanidad.
Según tradicional local, en las cercanías del lago Tabasun Nor está todavía la tumba
del khan Ghengiz, donde el Alejandro mogol duerme para despertar dentro de tres siglos y
conducir a su pueblo a nuevas victorias y más verdes laureles (61).
El desierto de Gobi, así como toda la Tartaria independiente y el Tíbet, están
celosamente guardados contra la intrusión de los extranjeros. Quienes obtienen licencia para
atravesar dichos territorios, quedan sujetos a la vigilancia de los agentes de la suprema
autoridad del país, con la restricción de no divulgar nada de lo referente a lugares y personas
(62).
EL EJERCICIO DE LA MAGIA
Marco Polo, el audaz viajero del siglo XIII, dice que “las gentes de Pashai están muy
versadas en brujería y diabólicas artes” (63). Pero los tiempos antiguos son exactamente como
los modernos en lo tocante al ejercicio de la magia, sin más diferencia que la reserva de los
adeptos y el secreto de las prácticas aumenta en proporción de la curiosidad de los viajeros.
Hiuen-Thsang dice de los habitantes de dichos países que “los hombres son
aficionados al estudio, aunque no se entregan a él con mucho ardor, y la ciencia mágica es
entre ellos una profesión ordinariamente mercantil ” (64). No queremos contradecir en este
punto al venerable peregrino chino, y admitiremos sin reparo que en el siglo VII hubo quienes
lucraron con la magia como también lucran algunos hoy día, aunque no seguramente los
verdaderos adeptos. El piadoso e intrépido Hiuen-Thsang, que arriesgó cien veces la vida para
contemplar la sombra de Buda en la cueva de Peshawur, no se atrevería a acusar de
mercaderes de magia a los santos lamas y monjes taumaturgos. Hiuen-Thsang debió tener
presente la respuesta de Gautama a su protector el rey Prasenagit, que le había llamado para
que obrase milagros. Díjole Buda: “¡Oh príncipe! Yo no enseño la ley a mis discípulos
diciéndoles que a la vista de los brahmanes y de los padres de familia operen por sobrenatural
poder milagros mayores que hombre alguno, sino que cuando les enseño la ley, les digo: Vivid
de modo que ocultéis vuestras buenas obras y mostréis vuestros pecados ”. Sorprendido el
coronel Yule por los relatos que de las manifestaciones mágicas hicieron los viajeros que en
toda época visitaron la Tartaria y el Tíbet, dedujo que “los naturales debieron tener a su
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disposición laenciclopedia completa de los modernos espiritistas”. Duhalde menciona, entre las
diversas hechicerías de estas gentes, el arte de evocar la sombra espectral de Lao-Tsé (65) y
de las divinidades aéreas, así como el fenómeno de que un lápiz escriba, sin tocarlo nadie, las
respuestas a varias preguntas (66).
Las evocaciones formaban parte de los misterios religiosos del santuario; pero estaban
rigurosamente prohibidas, por hechiceras y nigrománticas, las de propósitos profanos o
lucrativos.
Cuando Hiuen-Thsang deseaba adorar la sombra de Buda no recurría a los magos
profesionales, sino que le bastaba el invocativo poder de su propia alma acrecentado por la fe,
la plegaria y la contemplación. Pavorosas tinieblas rodeaban la cueva donde se dice que de
cuando en cuando aparece la sombra de Buda. En ella entró Hiuen-Thsang y comenzó sus
rezos con cien jaculatorias; pero como nada veía ni oía, creyóse demasiado pecador para
recibir la suspirada merced y prorrumpió en dolientes y desesperadas voces. Iba ya a
desalentarse, cuando advirtió en la pared oriental de la cueva un débil resplandor muy luego
desvanecido. Recobrada con ello la esperanza, volvió a ver por un instante el resplandor, y
entonces hizo voto solemne de que no saldría de la cueva sin la inefable dicha de ver la
sombra del “Venerbale de los Tiempos”. No hubo de esperar mucho rato, porque apenas
rezadas doscientas plegarias, iluminóse de repente la tenebrosa cueva, en cuyo muro oriental
apareció blanco, majestuoso y resplandeciente, el espectro de Buda como Montaña de Luz tras
desgarradas nubes. El rostro de la divina aparición deslumbraba con su brillo. Hiuen-Thsang,
extático y absorto ante el prodigio que contemplaban sus maravillados ojos, no podía apartarlos
de la sublime e incomparable visión. Añade Hiuen-Thsang en su diario Si-yu-ki , que sólo puede
ver claramente el espectro de Buda, aunque sin gozar de su vista mucho tiempo, quien ora con
sincera fe y recibe misterioso influjo de lo algo (67).
LEYENDAS CHINAS
A los que tan fácilmente acusan de irreligiosos a los chinos, les recomendamos la
lectura del siguiente pasaje:
Por los años Yuan-ye del Sung (68), una piadosa matrona y sus dos criadas vivían en
todo y por todo en el País de la Iluminación . Cierto día, una de las criadas le dijo a la otra: “Esta
noche iré al reino de Amita (69)”. Aquella misma noche llenóse la casa de balsámicos olores y
la muchacha murió, sin que cupiera achacar a enfermedad su muerte. Al día siguiente, la otra
criada le dijo a su ama: “Ayer se me apareció en sueños mi compañera declarándome estas
palabras: -Gracias a las reiteradas súplicas de nuestra querida ama, estoy en el Paraíso con
inefable bienaventuranza”. La señora repuso: “Si se me apareciese también a mí, creería
cuanto me dices”. A la noche siguiente aparecióse la difunta a la señora, y ésta le preguntó:
“¿Podría yo visitar por una vez siquiera el País de la Iluminación? –Sí- respondió el alma
bienaventurada; -sígueme”. La señora siguió en sueños a la aparecida, y muy luego descubrió
un vastísimo lago cubierto de multitud de lotos blancos y rojos de varios tamaños, unos lozanos
y otros ya marchitos. Preguntó la señora qué significaban aquellas flores, y la aparición
respondió diciendo: “Son los moradores de la tierra cuyo pensamiento se convierte al País de
la Iluminación. El primer anhelo sincero por el paraíso de Amita, engendra en el celeste lago
una flor, que crece más bella según adelanta en su perfeccionamiento quien la engendró. dE lo
contrario, se aja y marchita (70)”. Quiso entonces la señora saber el nombre de un iluminado
que reposaba en un loto con ondulantes y resplandecientes vestiduras. La aparecida
respondió: “Es Yang-Kie”. Preguntó el nombre de otro, y la criada le dijo: “Es Mahu”. Volvió a
preguntar la señora: “¿Dónde naceré en mi venidera existencia?” entonces, el alma
bienaventurada condujo a la señora más lejos todavía, y mostrándole una colina
resplandeciente de oro y azul, le dijo: “He ahí vuestra morada futura. Seréis del primer coro de
bienaventurados”.
Al despertar de aquel sueño, mandó la señora inquirir noticias de Yang-Kie y Mahu. El
primero había ya muerto. El otro gozaba aún de perfecta salud. Y así supo la señora que el
alma del que adelanta en santidad sin retroceder en el camino, puede morar en el País de la
Iluminación, aunque su cuerpo resida todavía en este transitorio mundo (71).
En la misma obra traduce Schott otra leyenda china de índole análoga, que dice así:
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Un hombre mató durante su vida a muchos seres vivientes, hasta que por fin murió de
un ataque apoplético. Los sufrimientos que aguardaban a esta alma pecadora conmovieron mi
corazón. Fui a verle y le exhorté a que invocase a Amita, pero no quiso en modo alguno. La
perversidad le cegaba el entendimiento, pues las malas acciones le habían empedernido el
corazón. ¿Qué porvenir esperaba a este hombre después de la muerte? Todos sabemos que
en esta vida tras el día viene la noche y el invierno sigue al verano; pero, ¡oh ciega
obstinación!, nadie repara en que después de la vida viene la muerte.
Estos dos modelos de la literatura china bastan para rebatir el cargo que de
irreligiosidad y materialismo suele hacerse contra dicha nación. La primera leyenda rebosa
encanto espiritual, y bien podría hallar lugar propio en cualquier devocionario cristiano. La
segunda es digna de todo elogio, y sólo fuera necesario poner Jesús en vez de Amita , para
darle carácter ortodoxo con respecto al sentimiento religioso y al código de la filosofía moral.
La leyenda siguiente es todavía más interesante, y la copiamos en beneficio de los
cristianos restauradores:
Hoang-ta-tie era un herrero que vivía en T’anchen en la época del Sung. En el trabajo
acostumbraba a invocar incesantemente el nombre de Amita Buda. Un día repartió entre sus
vecinos para que los divulgasen, unos versos que decían:
¡Ding, dong! Vigorosos y rápidos martillazos caen sobre el hierro, que al fin se convierte
en duro acero. Pronto amanecerá el larguísimo día del reposo. La mansión de la
bienaventuranza eterna me llama a sí.
El herrero murió en aquel punto, pero sus versos se divulgaron por todo el Honan, y
muchos aprendieron a invocar el nombre de Buda.
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Al atravesar este desierto se oyen unas veces cantos y otras gemidos. Con frecuencia
se han extraviado o del todo perdido los viajeros que por curiosidad quisieron saber de dónde
salían las voces, que de cierto eran de espíritus y duendes.
Añade Yule por su parte, que estos duendes no son privativos del desierto de Gobi, y
aunque parece que aquél es un lugar preferido, se congregan en otros desiertos al amparo del
pavor que infunden las vastas soledades.
Sin embargo, si aceptáramos con Yule que las misteriosas voces del desierto de Gobi
tienen por causa el pavor que infunde el vasto desierto, ¿por qué han de ser de mejor
condición los duendes del país de los gadarenos (73), y por qué no sería alucinación de Jesús
el demonio que le tentó durante los cuarenta días de prueba en el desierto? Además, sea o no
cierta la hipótesis de Yule, conviene aquí referirla por su imparcial aplicación a todos los casos.
Plinio habla de fantasmas que aparecen y desaparecen en los desiertos de África (74); Etico,
cosmógrafo cristiano de los primeros tiempos, menciona, aunque sin darles crédito, los relatos
acerca de los cantos y algazara que se oían en el desierto; Mas’udi alude a los espectros que
en altas horas de la noche se aparecen a los viajeros que cruzan el desierto, y refiere que en
cierta ocasión Apolonio de Tyana y sus compañeros vieron a la luz de la luna, en el desierto
cercano al río Indo, un espectro (empusa o ghûl ) que tomaba infinidad de formas y se
desvaneció entre agudos chillidos en cuanto le increparon (75); y por último, Ibn Batruta relata
parecidos casos respecto al Sahara occidental, diciendo que “si el viajero va solo, los demonios
juegan con él y le fascinan para que se extravíe y perezca (76).
Ahora bien: si estos fenómenos admiten “explicación racional”, como así nos parece en
la mayoría de los casos, también han de entrar en la misma regla los demonios tentadores del
desierto, según la Biblia, que serían asimismo efecto de supersticiosos temores , y por lo tanto,
hubiéramos de diputar por falsos los relatos bíblicos, con lo que, habiendo falsedad siquiera en
un solo versículo, pierden los demás el derecho a que se les considere de revelación divina . Y
una vez admitido esto, los libros canónicos caen bajo el dominio de la crítica tan
cumplidamente como cualquier colección de fábulas (77).
LA ARENA MUSICAL
Hay en el globo muchos parajes donde ocurren fenómenos acústicos que, según se ha
comprobado últimamente, son efecto de causas naturales. En varios puntos de la costa
meridional de California, cuando se mueve la arena produce un ruido semejante al de
campanas, que llaman allí arena musical y cuya causa se atribuye a la electricidad.
Sobre el particular, dice el coronel Yule:
Otra clase de fenómenos es el son de instrumentos músicos, principalmente de
tambores, que se producen al agitar los montículos de arena... El monje Odoric relata un
fenómeno de esta clase que atribuye a causas sobrenaturales , y he podido experimentar en el
Reg Ruwán o arenas movedizas de Kabul. Además de este notable caso, observé igualmente
el no menos famoso de la “Cuesta de la Campana” (Jibal Nakies ) (78) en el desierto de Sinaí...
Una narración china del siglo X menciona este fenómeno y lo da por generalmente conocido
con el nombre de “arenas cantoras” en las cercanías de Kwachau, en el límite oriental del
desierto de Lop (79).
No cabe duda de que estos fenómenos proceden de causas naturales; pero ¿qué decir
de las preguntas y respuestas clara y distintamente dadas y recibidas?, ¿qué de las
conversaciones de algunos viajeros con los invisibles espíritus o desconocidas entidades que
suelen manifestarse objetivamente a toda una caravana? Si tantos millones de personas creen
en la posibilidad de que los espíritus se materialicen tras la cortina de un médium y aparezcan
en el círculo , no ha de negarse igual posibilidad en los espíritus elementales del desierto. Aquí
del ser o no ser de Hamlet. Si los espíritus son capaces de llevar a cabo cuanto alegan los
espiritistas, ¿por qué no han de poder aparecerse a los viajeros en las soledades del desierto
(80)?
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¡Qué de incrédulas burlas debieron provocar durante siglos las tildadas de absurdas y
supersticiosas narraciones de Marco Polo acerca de las facultades “sobrenaturales” de los
abraiamanes (81)!
Al describir la pesca de perlas en Ceilán, según se efectuaba en su época, dice el
famoso viajero:
Los mercaderes están obligados a pagar la vigésima parte de la pesca a los hombres
que encantan a los peces grandes con objeto de que no devoren a los buzos. Estos
encantadores de peces se llaman abraiamanes (82), cuya influencia sólo duraba mientras la
pesca, pues por la noche rompían el hechizo y los peces recobraban su actividad. Estos
abraiamanes saben también encantar cuadrúpedos, aves y todo ser viviente.
En las notas aclaratorias sobre esta llamada “degradante superstición” asiática, dice el
coronel Yule:
El relato de Marco Polo en lo referente a las pesquerías de Ceilán, es exacto en el
fondo... En las minas de diamantes del país de los circares, están los brahmanes encargados
de mantener propicios a los genios tutelares. En lengua tamil, los encantadores de tiburones se
llaman kadal-katti (atadores de mar), y en lengua indostánica hai-banda (atadores de
tiburones). En Aripo estos encantadores son todos de una misma familia, en cuyos individuos
se vinculan las facultades hechiceras. El jefe de los encantadores está, o por lo menos no hace
muchos años estaba retribuido por el gobierno inglés, y recibía además diez madréporas
diarias por cada embarcación que tomaba parte en la pesca. Al visitar Tennent aquellos lugares
echó de ver que el jefe de los encantadores era católico de religión, sin que esta circunstancia
afectase al ejercicio y validez de sus funciones. Es digno de notar que, desde la ocupación
británica, no haya ocurrido más que un solo accidente debido a los tiburones (83).
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SESIÓN DE MAGIA
Nueva York, 7 de Febrero de 1877.
Con muchísimo gusto defiero a su deseo de poseer un informe escrito acerca de lo
que, según ya expuse a usted de palabra, presencié en París el verano pasado en casa de un
médico muy respetable cuyo nombre no debo revelar, pero a quien llamaré el doctor X.
Me presentó en la casa mi amigo el señor Gledstanes, un inglés muy conocido en los
círculos espiritistas de Londres. Había en aquella ocasión unas diez o doce visitas más entre
señoras y caballeros, acomodados todos en butacas que ocupaban la mitad del salón, cuya
capacidad agrandaba un espacioso jardín contiguo. En la otra parte del salón había un
magnífico piano de cola, y entre éste y los circunstantes un par de butacas en espera de
ocupante. Cerca de ambos sitiales se abría la puerta de comunicación con los aposentos
interiores.
Entró en el salón el doctor X y con fácil palabra nos estuvo hablando veinte minutos.
Según colegí de lo que dijo, el doctor se había dedicado durante veinticinco años a la
investigación ocultista, sobre que tiempo ha pensaba escribir un libro, y se disponía a provocar
algunos fenómenos con el principal intento de que los presenciaran sus colegas científicos,
aunque pocos o ninguno concurrían.
Acabado el discurso entraron en el salón dos señoras. La de menos edad era su
esposa, y la otra (a quien llamaré señora Y) una médium en quien el doctor X había
experimentado durante sus veinte años de estudios, gracias a la abnegación y espíritu de
sacrificio con que ella se puso a su servicio para el caso.
Ambas señoras tenían los ojos cerrados como si estuvieran en trance. Colocólas el
doctor X de pie a uno y otro lado del piano, cuya tapa estaba caída, y apenas puso él encima
las manos de ellas, cuando resonaron en batalladora confusión las notas de marchas, galopes,
tambores, cornetas, descargas de fusilería y artillería,, gritos y gemidos. Esto duró de cinco a
diez minutos.
Se me olvidaba decir que por indicación del señor Gledstanes, ya conocedor de estos
fenómenos había yo escrito con lápiz en un papel sin que nadie lo supiera tres nombres de un
músico difunto, de una flor y de una torta . Escogí por músico a Beethoven , por flor la margarita
y por torta la que los franceses llaman plombières . Anotados los tres nombres en el papel sin
que nadie, ni aun mi amigo, supiese cuáles eran, hice con el papel una pelotilla que guardé en
la mano. Terminada la tocata, el doctor X hizo sentar a la médium en una de las butacas
desocupadas, mientras que su esposa se acomodaba en el otro extremo del salón. Me dijo
entonces el doctor que entregase el arrugado papel a la médium, quien lo tomó, dejándolo sin
abrir sobre la falda del vestido de merino blanco, cuyos amplios pliegues reverberaban a la luz
de los candelabros. A poco, echó el papel al suelo, de donde yo lo recogí. El doctor mandó a la
médium que se levantase para “evocar al muerto”. Levantada que estuvo, apartó el doctor las
dos butacas y puso en la mano de la señora Y una varilla de acero, cosa de metro y medio de
larga, rematada por un extremo en una tau egipcia. Con esta varilla trazó la médium en torno
suyo un círculo de unos dos metros de diámetro por el extremo de la cruz, y en seguida se la
devolvió al doctor. Quedóse la médium todavía algún rato de pie, con las manos colgantemente
cruzadas sobre el inmóvil cuerpo y la vista dirigida en alto hacia uno de los ángulos fronterizos
del salón. Después empezó a mover los labios con leve murmullo al principio, y luego en frases
brevemente entrecortadas a manera de letanía, pues reiteraba a intervalos algunas palabras
con inflexión de nombres. Me sonaba aquello a lengua oriental. El rostro de la médium
aparecía vivamente agitado, y de cuando en cuando ceñudo. De quince a veinte minutos duró
esta misteriosa escena que todos los circunstantes presenciábamos con religioso silencio. De
pronto, sus palabras fueron más vehementes y rápidas, hasta que extendiendo un brazo en
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dirección al punto donde tenía fija la vista, exclamó con voz que más bien semejaba alarido que
grito: ¡BEETHOVEN!; y cayó postrada en el suelo.
Acudió presuroso el doctor X en socorro de la señora Y, dándole enérgicos pases
después de acomodarle la cabeza sobre almohadones. Así quedó como si estuviera enferma,
gimiendo y ladeándose de postura a cada punto, de suerte que parecía pasar por todas las
fases de una dolencia de muerte; y así era en efecto, pues según después supe, reproducía la
médium exactamente todas las incidencias de la muerte de Beethoven. Prolijo fuera describir
los pormenores de esta escena, y así diré únicamente que cesó el pulso y fue enfriándosele
gradualmente el cuerpo de extremidades a vísceras, e hinchándosele horriblemente pies y
piernas.
El doctor nos invitó a todos a ver de cerca el fenómeno. Empezaron los estertores de la
agonía en intervalos cada vez más largos y desmayados, hasta que en los últimos momentos
inclinó la cabeza y dejó caer las manos con que arrugaba los pliegues del vestido. El doctor
nos dijo que “estaba muerta”, y en efecto lo parecía. Rápidamente sacó no sé de dónde dos
áspides, que muy de prisa puso uno en el cuello y otro en el seno de la médium, a la que dio
después enérgicos pases. Al cabo de un rato fue la médium recobrando gradualmente el
sentido, y entonces el doctor y sus criados la trasladaron al gabinete, de donde no tardó en
regresar aquél diciéndonos que el momento era verdaderamente crítico y que la menor
tardanza daría lugar a que la muerte aparente se convirtiese en real.
No hay para qué decir el efecto que la descrita escena causó en los circunstantes ni
necesito advertir que no fue artificio de prestidigitador contratado para ilusionar al público, pues
la reunión era privada sin que nadie hubiera podido entrar en la casa a espaldas del dueño,
aparte de que infinidad de pormenores de lenguaje, modales, actitud y expresión denotaban
con entera independencia del fenómeno en sí, aquella formalidad y buena fe que llevan el
convencimiento al ánimo de los circunstantes con suficiente firmeza para transmitirlo de
palabra o por escrito a otras personas.
Al poco rato entró de nuevo en el salón la señora Y, y sentada que estuvo en una de
las butacas, me invitó el doctor a que ocupara la contigua. Guardaba yo todavía en mi mano el
arrugado papel en que secretamente escribiera las tres palabras aludidas, de las cuales era
“Beethoven” la primera. Permaneció la médium unos minutos con las manos apoyadas en la
falda hasta que empezó a moverlas agitadamente, al punto que sus facciones se contraían con
dolorosa expresión y exclamaba: “Me abraso, me abraso”. A los pocos momentos levantó la
mano mostrando una lozana y fresca margarita , esto es, la flor cuyo nombre había yo escrito
en el papel. Me la dio, y la enseñé a los circunstantes antes de guardármela. Dijo el doctor que
aquella margarita era de una variedad desconocida en París, pero se equivocaba en ello,
porque días después vi la misma variedad en el mercado de flores de la Magdalena. No sé si la
médium materializó la flor en sus manos o si fue un fenómeno de aporte como los de las
sesiones espiritistas; pero forzosamente había de ser una de dos, porque la señora Y no tenía
la flor cuando a plena luz del salón se sentó a mi lado.
La tercera palabra escrita en el papel era, según queda dicho, la de una torta de
repostería llamada plombières . La médium hizo ademán de comer, aunque no había manjar
alguno a la vista, y me preguntó si quería acompañarla a Plombières (86). Esto pudo ser muy
bien un caso de lectura del pensamiento.
EL ESPÍRITU DE BEETHOVEN
Después de esto nos dijo el doctor que su señora estaba en aquel momento poseída del
espíritu de Beethoven, y a ella se dirigió él como si en efecto hablara con el insigne compositor.
La señora X no oyó lo que su marido le decía hasta que éste hubo levantado la voz, y este
pormenor daba verosimilitud a la escena, pues ya sabemos que Beethoven era muy sordo.
Entonces la médium respondióle con exquisita cortesía, y después de un rato de conversación
instó el doctor a su mujer a que tocase el piano, y aunque, según supe después, era en estado
de vigilia menos que mediana pianista, interpretó magistralmente algunas obras de Beethoven
e improvisó otras piezas de estilo inconfundiblemente beethoviano.
Al cabo de media hora pasada en música y conversación con el espíritu de Beethoven
infundido en el cuerpo de la señora X, cuyo rostro tomó notable parecido con el del famoso
maestro, su marido el doctor le puso en las manos papel y lápiz, rogándole que dibujase las
facciones de la entidad espectral a quien ante sí veía. La médium bosquejó rápidamente de
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perfil una cabeza parecida a los bustos de Beethoven, aunque más joven, y trazó debajo a
manera de firma el nombre del compositor, sin que me sea posible decir hasta qué punto se
parece al autógrafo. De todos modos, conservo este dibujo.
Ya muy tarde empezaron a despedirse los concurrentes, y como no era oportuno interrogar al
doctor acerca de cuanto acababa de presenciar, fui a verle pocos días después en compañía
del señor Gledstanes, y me dijo que admitía la actuación de los espíritus, pero que era algo
más que espiritista, pues había estudiado a fondo durante mucho tiempo los misterios de
Oriente. Sin embargo, me pareció que el doctor eludía hablar de este punto, pues declaróme
que aquel mismo año iba a publicar un libro sobre la materia. Eché de ver encima de la mesa
unas cuantas hojas sueltas con caracteres orientales, que yo no conocía, trazados por la
señora X en estado de trance, según me dijo su marido, añadiendo que en tales casos se
convertía en una sacerdotisa egipcia , o sea, a mi entender, que quedaba poseída del espíritu
de la sacerdotisa. Ocurría esto porque un erudito amigo del doctor le había regalado unas
cuantas vendas de lino de la momia de una sacerdotisa, adquiridas en Egipto, y el contacto de
esta tela, avalorada por tres mil años de antigüedad y por la abnegación con que estudiaba las
relaciones ocultas, fue causa eficiente de las facultades de ambas médiums.
A la señora Y le oí hablar el sagrado idioma de los templos, no tanto por inspiración como por
los repetidos ejercicios con que solemos aprender un idioma extranjero, hasta el punto de que
la reprendían y aun castigaban cuando se mostraba desaplicada o perezosa. Me dijo el doctor
que entre quienes la habían oído hablar en el sagrado idioma se contaba Jacolliot, cuya opinión
fue de que, en efecto, pronunciaba palabras con la fonética propia del antiquísimo lenguaje
sagrado que en los templos de la India se conserva desde época anterior, si mal no recuero, a
la del sánscrito.
Respecto a los áspides o culebras de que el doctor se había valido para reanimar a la señora
Y, o mejor dicho, tal vez para impedir que de veras muriese, me dijo que había en ello un
profundo misterio relacionado con los fenómenos de vida y muerte; pero comprendí que los
reptiles eran indispensables en la operación, aunque nada dejó traslucir el doctor sobre el
particular, sino que por el contrario rechazaba enojado toda insinuación y me exigió profunda
reserva de aquel pormenor. Únicamente podía explicar algo de los fenómenos durante la
sesión, en lo cual hermanaba la elocuencia con la cultura, siendo inútil que fuera de este caso
apuntáramos la conversación, pues nos remitía al libro cuando se publicara.
Me proponía concurrir alguna que otra tarde a estas sesiones, pero supe por mi amigo
Gledstanes que el doctor X las había suspendido en vista del poco interés de médicos y
científicos por aquellos fenómenos.
Aparte de otros pormenores de escaso interés, esto es cuanto recuerdo de la extraña y
misteriosa velada. lE he comunicado a usted confidencialmente el nombre y dirección del
doctor X porque creo que también va por los mismos caminos de estudio que la Sociedad
Teosófica; pero no estoy autorizado para publicarlos.
De usted, respetuoso amigo y obediente servidor,
J. L. O’Sullivan
En este interesante caso traspone el simple espiritismo los límites de su rutina e invade el
terreno de la magia. Se advierten los rasgos característicos de la mediumnidad, en que la
señora Y cae en trance y actúa distintamente de su estado normal, subordinando la suya a una
voluntad ajena para personificar el espíritu de Beethoven y de la sacerdotisa egipcia. En
cambio, son fenómenos mágicos la influencia del doctor X en la médium, la forma de la varilla
con que traza el místico círculo, la evocación del espíritu, la materialización de la flor y de los
áspides y el aprendizaje idiomático de la señora Y. Esta clase de fenómenos son de interés y
valía para la ciencia, pero expustos al abuso cuando caen en manos de experimentadores
menos escrupulosos que el conspicuo doctor X. Un verdadero cablista oriental no aconsejaría
la repetición de estos fenómenos.
Mundos desconocidos gravitan bajo nuestros pies y otros mundos más desconocidos todavía
planean sobre nuestras cabezas. Entre unos y otros, un puñado de topos, ciegos a la brillante
luz de Dios y sordos a los rumores del mundo invisible, presumen de guías de la humanidad.
¿Hacia dónde la guían? “Hacia delante”, responden ellos; pero nosotros tenemos motivos para
dudarlo. El más eminente fisiólogo europeo quedaría frente a un analfabeto fakir indo, tan
atontado como un escolar que no supiese la lección. Ni los vivisectores experimentos en
pobres animales ni la hoja del escalpelo podrán demostrar jamás la existencia del alma. A este
propósito pregunta Sergeant Cox, presidente de la Sociedad Psicológica de Londres:
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¿Quién será tan mentecato que, sin saber nada de magnetismo ni de fisiología, ni haber
presenciado jamás un fenómeno ni estudiado sus principios, niegue los hechos e impugne su
teoría?
Podríamos responder cumplidamente a la pregunta diciendo que las dos terceras partes de
los científicos modernos. Y si alguien calificara de impertinente la respuesta, creído de que en
la verdad cabe impertinencia, le replicaríamos advirtiéndole que así respondió uno de los pocos
científicos con suficiente valor y sinceridad para declarar las verdades por amargas que sean,
quien añadió muy atinadamente:
El químico aprende electrotecnia del electricista; el fisiólogo aprende geología de los
geólogos, y cada cual consideraría impertinencia de los demás que dogmatizaran en
cuestiones de la especialidad ajena. Pero es tan extraño como cierto que no se tiene en cuenta
tan razonable regla cuando se trata de psicología. Los médicos se consideran competentes
para juzgar sentenciosamente sobre psicología y sus derivados, sin haber presenciado ningún
fenómeno psíquico ni conocer los principios de su experimentación (87).
ESTATUAS ANIMADAS
La universalidad de una creencia debe de basarse forzosamente en una abrumadora
acumulación de hechos que la robustezcan de generación en generación. La más arraigada
creencia universal es la magia o psicología oculta. Los que en nuestro tiempo se percatan de
las formidables virtudes mágicas, aunque en los países cultos sean débiles sus efectos, ¿se
atreverán a desmentir a Porfirio y Proclo que afirman la posibilidad de animar durante algunos
momentos las estatuas de los dioses? No serán capaces de negarlo quienes bajo su firma
aseguran haber visto moverse mesas y sillas y escribir lápices sin que nadie los toque. Cuenta
Diógenes Laercio que el Areópago ateniense desterró al filósofo Estilpo por haberse atrevido a
decir en público que la imagen de Minerva esculpida por Fidias no era más que un trozo de
mármol; pero nuestro siglo, no obstante remedar a los antiguos en todo (88), presume
aventajarles en conocimientos psicológicos, hasta el extremo de que encerraría en un
manicomio a cuantos creen en el fenómeno de las “mesas semovientes”.
De todos modos, la religión de los antiguos será la religión del porvenir . Dentro de
algunos siglos ya no habrá creencias dogmáticas en las religiones culminantes de la
humanidad. Induísmo y budismo, cristianismo e islamismo desparecerán sepultados bajo el
pujante alud de los hechos . “Infundiré mi espíritu en toda carne”, dice el profeta Joel. “En
verdad os digo que mayores obras que éstas haréis vosotros”, prometió Jesús, mas para ello
es preciso que el mundo se reconvierta a la capital religión del pasado, al conocimiento de los
majestuosos sistemas precedentes de mucho al brahmanismo y aun al monoteísmo de los
antiguos caldeos.
Entretanto, hemos de recordar los efectos consiguientes a la revelación de los
misterios. Para infundir en la obtusa mente del vulgo la idea de la CAUSA PRIMERA, de la
omnipotente VOLUNTAD creadora, los sabios sacerdotes de la antigüedad no disponían de
otro medio que el transporte aéreo de cuerpos pesados, la animación divina de la materia
inerte, el alma en ella infundida por la potencial voluntad del hombre, imagen microcósmica del
gran Arquitecto. ¿Por qué el católico piadoso ha de repugnar, por ejemplo, las prácticas, que
llama paganas, de los indios tamiles? El milagro de sangre de San Genaro, en Nápoles, lo
hemos presenciado también en la población inda de Nârgercoil. ¿Qué diferencia hay entre uno
y otro prodigio? La coagulada sangre de un santo del catolicismo hierve y humea en la redoma
para satisfacción de rapazuelos devotos, y desde su magnífica hornacina lanza la imagen del
mártir radiantes sonrisas de bendición sobre el concurso de fieles cristianos. El sacerdote
católico sacude la redoma y se opera el milagro de la sangre. Por otra parte; el sacerdote indo
introduce una redoma de arcilla llena de agua en el abierto pecho del dios Suran y después le
clava una flecha, a cuyo golpe brota la sangre en que se convertido el agua. Y tanto cristianos
como indos quedan extasiados a la vista de semejantes prodigios. No hay entre ambos
fenómenos la más leve diferencia; ¿y no pudiera ser que el mismo San Generao les hubiese
enseñado la impostura a los indos?
Dice Hermes:
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-Sabe, ¡oh Asclepio!, que así como el altísimo es el padre de los dioses celestiales, del
mismo modo es el hombre el artífice de los dioses que están en los templos y se complacen en
la compañía de las gentes. Fiel a su origen y naturaleza, la humanidad persevera en esta
imitación de los poderes divinos. Si el Pare creador hizo a su propia imagen los dioses
inmortales , el hombre hace a los dioses a su propia imagen.
-¿Y hablas tú de las imágenes de los dioses?, ¡oh Trismegisto!
-Cierto que sí, Asclepio; y por mucha que sea tu desconfianza, ¿no adviertes que estas
imágenes están dotadas de razón , animadas por un alma, y que pueden obrar los mayores
prodigios? ¿Cómo negaríamos la evidencia, cuando estos dioses tienen don profético y
vaticinan lo futuro, siempre que a ello les mueven las fórmulas mágicas de los sacerdotes?...
Maravilla de maravillas es que el hombre haya inventado dioses... Verdaderamente, la fe de
nuestros antepasados anduvo extraviada, y en su orgullo no supieron descubrir la real
naturaleza de estos dioses..., sino que los identificaron consigo mismos. Impotentes para crear
almas y espíritus, evocan los de ángeles y demonios para animar las imágenes sagradas de
modo que presidan los Misterios, y comunican a los ídolos su propia facultad de obrar bien o
mal.
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Vuestros ídolos e imágenes sagradas son habitación de demonios . Sí; estos espíritus
inspiran a vuestro sacerdotes, animan las entrañas de vuestras víctimas, gobiernan el vuelo de
las aves, y entremezclando continuamente lo verdadero con lo falso, dan oráculos y obran
prodigios con intento de arrastraros invenciblemente a su adoración (91).
El fanatismo en religión, ciencia o cualquiera otra modalidad, degenera en manía y no
puede por menos de obcecar los sentidos. Siempre será inútil discutir con un fanático. Al llegar
a este punto, hemos de admirar una vez más el profundo conocimiento que demuestra
Sergeant Cox en el siguiente pasaje del discurso a que antes aludimos:
No hay error más fatal que creer en el prevalecimiento de la verdad por sí misma o de
que basta evidenciarla para recibirla. Muy pocas mentes anhelan la verdad real, y muchas
menos todavía son capaces de discernirla. Cuando los hombres dicen que indagan la verdad,
no hacen más que buscar una prueba evidente de tal o cual preocupación o prejuicio. Sus
creencias se amoldan a sus deseos. Ven cuanto les parece estar de acuerdo con sus anhelos;
pero son tan ciegos como topos respecto de lo que se oponga a su modo de pensar. Los
científicos no están libres de este defecto.
LA PAVOROSA THEOPOEA
Sabemos que desde remotísimas épocas la temible y pavorosa ciencia llamada
theopoea enseñó a infundir temporánea vida inteligente en las imágenes de los dioses, cuya
inerte materia vivificaba la poderosa voluntad del hierofante. El fuego robado del cielo por
Prometeo cayó en la tierra durante la lucha para abarcar las regiones inferiores del firmamento
y condensarse en las oleadas del éter cósmico. Era el potencial akâsha de los ritos induístas.
Al respirar aire puro, se esponja en este fuego celeste todo nuestro organismo, que de él está
saturado desde el instante de nuestro nacimiento, aunque sólo cabe actualizarlo por influjo de
la VOLUNTAD y del ESPÍRITU.
Por espontáneo impulso, este fuego o principio vital obedece ciegamente las leyes de
la Naturaleza, y según las circunstancias, engendra salud y exuberancia de vida o determina la
muerte y disgregación. Pero cuando está dirigido por la voluntad del adepto, la obedece para
restablecer el equilibrio del organismo, y sus corrientes llenan el espacio y operan los milagros
psíquico-físicos perfectamente conocidos de los hipnitizadores. Infundido el principio akásico
en la materia inorgánica, le da apariencias de vida, y por lo tanto de movimiento; pero como le
falta inteligencia personal, el operador puede transmitirle su propio cuerpo astral (scin-lecca ) o
bien prevalecerse de su influencia en los espíritus de la Naturaleza para que uno de ellos se
infunda en la imagen de mármol, madera o metal. También puede valerse de espíritus
elementarios por la identificación que entre estas entidades y las elementales establece la
afinidad psíquica; pero estos seres (92) inferiores sólo son capaces de dar apariencias de vida
y movimiento a los objetos inanimados y no de infundir en ellos su esencia pasional cuando es
de índole armónica y elevada el propósito del operador, quien entonces envía su influencia
como rayo de luz divina, a través de las entidades interventoras. La condición necesaria para
ello, según ley de la naturaleza espiritual, es la sinceridad del motivo, la pureza de la atmósfera
magnética circundante y la pureza personal del operador. De este modo, un “milagro” pagano
puede ser mucho más santo que otro cristiano.
Cuantos han presenciado los fenómenos de los fakires indos no dudan de que la
theopoea se conoció ya en antiguos tiempos. Un escéptico tan empedernido como Jacolliot,
que no desaprovecha ocasión de atribuir estos fenómenos a tretas de prestidigitadores, no
puede menos de atestiguar los hechos (93), diciendo a propósito del fakir Chibh-Chondor de
Jaffnapatnam:
No me atrevo a describir todas las suertes que hizo. Hay cosas que uno no se atreve a
referir aun después de presenciarlas, por recelo de que le tilden de iluso. Sin embargo, diez y
hasta veinte veces he visto y vuelto a ver cómo producía el fakir los mismos efectos en la
materia inerte. Era para nuestro hechicero juego de chiquillos, que la luz de una vela colocada
en un rincón de la estancia palideciese o se apagase a su albedrío; mover los muebles y aun el
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mismo sofá en que estábamos sentados; abrir y cerrar repetidas veces las puertas, y todo esto
sin moverse de la esterilla sobre que se sentaba en el suelo.
Tal vez diga alguien que padecí ilusión. Es posible. Pero centenares y miles de
personas vieron y ven lo que yo, y aun todavía más sorprendentes fenómenos. No obstante,
¿ha descubierto alguien el secreto ni logrado reproducirlos? Nunca me cansaré de repetir que
esto no ocurría en el escenario de un teatro con tramoyas dispuestas para el servicio del
operador, sino que un mendigo acurrucado en el suelo se burla de vuestra razón, de vuestros
sentidos y de las que llamamos leyes inmutables de la Naturaleza que, según parece, domina a
su antojo.
¿Altera el fakir estas leyes? No. Según dicen los creyentes, las actualiza mediante
fuerzas que todavía no conocemos. Sea como fuere, asistí en persona a veinte sesiones de
esta índole en compañía de profesores, médicos y oficiales del ejército, y todos convinieron en
que los fenómenos eran abrumadores para la inteligencia humana. Cada vez que presencié el
experimento de sumir a las serpientes en catalepsia de modo que parecían secas ramas de
árbol, se convirtió mi pensamiento a la narración bíblica que atribuye a Moisés y a los magos
de Faraón los mismos poderes (94).
Seguramente que los músculos del hombre, del cuadrúpedo y del ave son tan
susceptibles del magnético principio vital como la inerte mesa del médium moderno. O ambos
fenómenos se han de admitir como verdaderamente posibles, o entrambos deben desecharse
junto con los milagros de los tiempos apostólicos y los más recientes de la Roma pontificia.
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selección natural, polaridad atómica y evolución de las especies. Mas, para baldón de nuestro
orgullo, de nuestros plagios y de nuestras infidencias, oigamos lo que dijo Manú diez mil años
antes del nacimiento de Cristo:
El agua y el calor desarrollaron el primer germen de vida (99).
El agua sube hasta el cielo en forma de vapor. Del sol desciende en lluvia. De la lluvia
nacen las plantas y de las plantas los animales (100).
Todo ser adquiere las cualidades del que inmediatamente le precede. Así es que
cuanto más se asimila un ser del primitivo átomo de su serie, tantas más cualidades y
perfecciones reúne (101).
El hombre ha de recorrer todo el universo en progresión ascendente, pasando por las
piedras, plantas, gusanos, insectos, peces, serpientes, tortugas, fieras, seres pecuarios y
animales superiores... Tal es el grado inferior (102).
Éstas son las metamorfosis que desde la planta hasta Brahmâ han de sucederse en
este mundo (103).
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movimiento de la tierra sobre su eje y alrededor del sol. Creíamos que por lo menos aquellos
dos luminares habrían seguido ardiendo sin novedad en el fanal de las academias hasta la
consumación de los siglos; pero he ahí que un profesor berlinés desvanece nuestra esperanza
de que siquiera en un punto demostraría la ciencia su exactitud. El ciclo está verdaderamente
en su punto ínfimo y empieza una nueva era. ¡Curioso sería que la tierra estuviese fija para
reivindicar a Josué!
UN CIENTÍFICO DISIDENTE
El profesor Shoëpfer no admite la fuerza centrífuga ni la hipótesis de Newton que
explica el achatamiento de los polos por el movimiento de rotación de la tierra, en que se
fundan los geógrafos para creer que la mayor parte de la masa terrestre gravita hacia el
ecuador, al paso que la fuerza centrífuga determina el abultamiento de la masa en dicha línea.
Considera el profesor alemán que una de las pruebas más corrientes de la rotación terrestre ha
sido la de la fuerza centrífuga, porque alegan sus defensores que sin ella no habría gravitación
en las latitudes ecuatoriales, y esto es precisamente lo que dicho profesor niega, diciendo en
conclusión:
¿No es redículo que, confiados en lo que aprendimos en la escuela, hayamos admitido
el movimiento de rotación de la tierra como verdad demostrada, cuando nada absolutamente
hay que lo demuestre ni puede demostrarse (105)? ¿No es maravilla que desde Copérnico y
Kepler, los sabios de todo el orbe civilizado hayan aceptado apriorísticamente el movimiento de
la tierra, y que tres siglos después se estén buscando todavía las pruebas? Pero ¡ay!, por más
que busquemos, nada encontramos como era de esperar. ¡Todo es en vano!
¡Así, de golpe y porrazo, pierde la tierra su movimiento de rotación y el universo se ve
abandonado de sus guardianes y protectores, las fuerzas centrífuga y centrípeta! Pero aún hay
más. El mismo éter, arrebatado del espacio, es una quimera, un mito nacido de la mala
costumbre de emplear palabras huecas; el sol presume de magnitudes que jamás le
correspondieron; las estrellas son puntos centelleantes “dispuestos a considerable distancia
unos de otros por el Creador del universo, probablemente con la intención de que iluminaran
simultáneamente los vastos espacios en que se mira nuestro globo”, según dice el profesor
Shoëpfer (106).
Si tres siglos y medio no han bastado para que los científicos establecieran una
hipótesis inatacable por ellos mismos; si la astronomía, la única ciencia asentada sobre los
diamantinos fundamentos de las matemáticas, sufre tan rudos ataques a pesar de que las
demás ciencias la consideran infalible e invulnerable como la verdad misma, ¿qué hemos
logrado con denigrar a Platón en provecho de los Babinet? ¿Cómo osan mofarse del modesto
experimentador que sinceramente atestigua la realidad de los fenómenos mediumnímicos y
mágicos? ¿Cómo se atreven a fijar infranqueables límites a la investigación filosófica? A pesar
de todo, los pendencieros partidarios de las hipótesis persisten en acusar de ignorantes y
supersticiosos a los eminentes sabios de la antigüedad que manejaban las fuerzas naturales
como titanes constructores de mundos y realzaban a la humanidad hasta el nivel de los dioses.
¡Extraño destino el de un siglo que, después de vanagloriarse de haber puesto a la ciencia en
la cumbre de la fama, se ve conminado a retroceder para empezar de nuevo el abecedario!
Recapitulando cuanto llevamos expuesto en esta primera parte de nuestra obra, vemos
que, desde los arcaicos e ignotos tiempos del hermético Pymander hasta la época presente
(107), existió siempre la universal creencia en la magia. Hemos expuesto las ideas de
Trismegisto en su diálogo con Asclepio; y prescindiendo de las mil pruebas del predominio de
esta creencia en los primeros siglos del cristianismo, extractaremos para nuestro propósito
citas paralelas de un autor antiguo y otro moderno.
Algunos miles de años después de la época de Hermes, decía el insigne filósofo
Porfirio con respecto al escepticismo dominante en su siglo:
No es maravilla que el vulgo (.....) vea en las imágenes tan sólo pedazos de piedra o
madera. Lo mismo les sucede a quienes por desconocer los caracteres no ven más que piedra
en las inscripciones estilísticas y tejido de papiro en los manuscritos.
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Quince siglos después, declara Sergeant Cox a propósito del proceso incoado contra
un médium:
Sea o no culpable el médium, resulta evidente que el proceso ha producido el
inesperado efecto de llamar la atención pública hacia fenómenos cuya realidad han atestiguado
gran número de competentes investigadores. Quienquiera puede convencerse personalmente
de dicha realidad para desarraigar de una vez para siempre las tristes y denigrantes doctrinas
materialistas.
De acuerdo con Porfirio y otros teurgos que distinguieron entre la naturaleza de las
entidades manifestadas y la del espíritu humano, añade Sergeant Cox como opinión personal:
Verdaderamente hay y habrá siempre discrepancia de opiniones respecto a la causa
eficiente de estos fenómenos; pero tanto si son efecto de la fuerza psíquica de los
circunstantes como si son espíritus de difuntos, según otros afirman, o bien espíritus
elementales, como asegura una tercera opinión, resulta evidente que el hombre no es del todo
material, sino que su organismo está animado y movido por algo no material, esto es, no
molecular, que además de tener inteligencia puede actuar como fuerza sobre la materia . A este
algo le hemos llamado alma a falta de mejor nombre. Gracias al proceso de que vamos
tratando, se han enterado de tan buenas nuevas miles de gentes cuya dicha en la vida
presente y cuya esperanza en la futura habían tronchado los materialistas con sus insistentes
predicaciones de que el alma era una superstición, el hombre un autómata, el pensamiento una
secreción, la vida terrena una mera serie de funciones fisiológicas y la futura... lo desconocido.
EL DIVINO PYMANDER
Por su parte, dice Pymander:
Únicamente la verdad es eterna e inmutable y el supremo bien. Pero la verdad no
existe ni puede existir en la tierra. Cabe en lo posible que Dios conceda a unos pocos hombres
la facultad de entender rectamente la verdad además de la de comprender las cosas divinas;
pero nada hay verdadero en este mundo, porque todo contiene materia y está revestido de
forma corpórea sujeta a mudnzas, alteraciones y corrupción. El hombre no es la verdad,
porqueúnicamente es verdadero lo que de sí mismo toma la esencia y permanece inmutable.
¿Cómo puede ser verdadero lo que varía y cambia radicalmente? Por lo tanto, la verdad es
únicamente lo inmaterial, lo que no está encerrado en corpórea envoltura, lo que no tiene color
ni forma ni está sujeto a mudanza ni alteración, en una palabra: lo ETERNO. Todo cuando
perece es ilusorio. En la tierra no hay más que disolución y generación. Toda generación
procede de disolución. Las cosas de la tierra son apariencias y remedos de la verdad, como lo
pintado respecto de lo vivo. La muerte es para muchas personas un mal, puesto que la temen
profundamente. Esto es ignorancia. La muerte es la disgregación del cuerpo, pero el ser que
mora en él no muere ... El cuerpo material pierde su forma. Los sentidos que lo animaban se
restituyen a su origen y recobran sus funciones; pero van desprendiéndose gradualmente las
pasiones y deseos y el espíritu asciende a los cielos para convertirse en ARMONÍA. En la
primera zona desecha la facultad de crecer y menguar; en la segunda, la malignidad y los
fraudes de la pereza; en la tercera, los desengaños y la concupiscencia; en la cuarta, la
ambición insaciable; en la quinta, la arrogancia, la osadía y la temeridad; en la sexta, la codicia;
y en la séptima, la mendacidad. Purificado así el espíritu por influencia de las armonías
celestes, vuelve de nuevo a su primitivo estado fortalecido por el mérito y la fuerza que adquirió
por sí mismo y que legítimamente le pertenecen. Entonces empieza a convivir con los que
eternamente loan al PADRE. Desde aquel punto mora entre las Potestades y alcanza, por lo
tanto, la suprema bienaventuranza del conocimiento. Se ha convertido en DIOS... No; las cosas
de la tierra no son la verdad.
Después de emplear toda su vida en la egiptología, los hermanos Champollión
declararon públicamente, contra los preconcebidos juicios de ciertos críticos superficiales e
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ignorantes, que los Libros de Hermes “acopian gran número de tradiciones egipcias
continuamente corroboradas por los más antiguos y auténticos documentos egipcios” (108).
Al resumir las doctrinas psicológicas de los egipcios, las sublimes enseñanzas de los
sagrados libros herméticos y los progresos en metafísica y filosofía práctica de los sacerdotes
iniciados, pregunta Champollión en presencia de las pruebas logradas:
¿Existió jamás en el mundo otra corporación o casta de hombres que les hayan
igualado en fama, poder, sabiduría y capacidad, tanto para el bien como para el mal? ¡Nunca!
Y posteriormente fue esta casta maldita y anatematizada por quienes, supeditados a no sé qué
clase de influencias modernas, la declararon enemiga de la humanidad y de la ciencia.
JUICIO DE CHAMPOLLIÓN
Cuando esto decía Champollión, el sánscrito era poco menos que desconocido en
Europa, y por consiguiente no cabía comparar los méritos de los filósofos egipcios con los de
los brahmanes. Pero posteriormente se ha descubierto que las doctrinas de los sacerdotes
egipcios están entresacadas de las literaturas induísta y budista. El sistema filosófico basado
en nuestros días por los metafísicos alemanes sobre el principio de la ilusión de los sentidos y
de la irrealidad de las cosas mundana, es una derivación de las doctrinas de Kapila y Vyâsa,
así como de los dogmas cardinales de la filosofía budista expuestos por Buda en las Cuatro
verdades . La expresión de Pymander “se convierte en Dios”, está resumida en la palabra
nirvana , que los eruditos orientalistas confunden lastimosamente con aniquilación .
El juicio crítico de los hermanos Champollión es valiosísimo para nosotros, aunque no
sea más que en réplica a nuestros adversarios. Los hermanos Champollión fueron los primeros
orientalistas europeos que, tomando de la mano al estudiante de arqueología, le condujeron a
las silenciosas criptas para demostrarle que la civilización no tuvo su cuna en Occidente, pues
“aunque sean desconocidos los orígenes de Egipto, ha llegado la investigación histórica a
estudiar sus leyes y costumbres, a reconstruir sus ciudades y catalogar sus reyes y dioses”. Y
yendo todavía más lejos, encontramos ruinas pertenecientes a cilizaciones de mayor esplendor
en épocas de indecible antigüedad, pues como dice Champollión:
En Tebas hay ruinas que delatan restos de construcciones aún más antiguas, cuyos
materiales sirvieron posteriormente para levantar los edificios que han permanecido en pie
durante treinta y seis siglos... Todo cuanto refieren Herodoto y los sacerdotes egipcios ha sido
corroborado por los arqueólogos contemporáneos (109).
Pero despidámonos ya de la taumatofobia y sus corifeos para considerar la
taumatomanía en sus múltiples aspectos. Vamos a revisar los “milagros” del paganismo y
pesarlos con los del cristianismo en la misma balanza. No ya inminente sino iniciado está el
doble conflicto entre el materialismo científico y el espiritualismo trascendente, por una parte, y
entre la teología y la antiquísima ciencia mágica, por otra. Hemos expuesto multitud de
razonadas pruebas en pro de la magia, pero todavía no está agotada su defensa (110).
Psicománticos y psicófobos han de chocar necesariamente en fiero conflicto. A la ansiedad que
los primeros mostraban de ver sancionados sus fenómenos por la investigación científica, ha
sucedido glacial indiferencia. Disgustados de tanto prejuicio y mala fe, pierden todo miramiento
a los segundos, quienes a su vez les responden con dicterios reñidos con la cortesía. El tiempo
dirá cuál de ambos bandos tiene razón; pero por de pronto podemos predecir que el último
reducto de los misterios de Dios con la clave para descifrarlos, no deben buscarse en el
torbellino de las moléculas de Avogadro.
Los que juzgan superficialmente, o llevados de la impaciencia quisieran mirar el sol
deslumbrador antes de que sus ojos puedan resistir la luz de una lámpara, tildan de
ininteligibles las obras de los herméticos antiguos y sus sucesores por el obscuro lenguaje en
que están escritas. Respecto a los de superficial criterio, no vale la pena de perder el tiempo;
pero a los impacientes les rogamos que moderen su ansiedad y recuerden la frase de
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EL POTEGMA DE NÂRAD
A las pocas mentes elevadas que interrogan a la naturaleza en vez de señalar leyes
para su ordenamiento, que no encierran toda posibilidad en los límites e sus facultades
personales y que no identific n la incredulidad con la ignorancia, les recordar mos el apotegma
del antiguo filósofo Nârada.
Nunca digas: yo ign ro esto, luego es falso. Para saber es preciso estudiar y saber
para comprender y comprender para juzgar.
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