El Huésped - Amparo Dávila
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EL HUÉSPED
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y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y
salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y
los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas
y el jardín había corredores que protegían las habita-
ciones del rigor de las lluvias y del viento que eran
frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cui-
dado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era
tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores
estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi
todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tar-
des, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la
ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas
y de las buganvilias.
En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos,
violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras
yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscan-
do gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas,
callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de
agua que se escapaban de la vieja manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia
el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día dur-
miendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando
estaba preparando la comida, veía de pronto su sombra
proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás
de mí... yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos
y salía de la cocina corriendo y gritando como una
loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada
hubiera pasado.
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca
se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y
a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible
pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre
en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi
cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que
aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de
los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro
rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está
ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.
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Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía
que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso.
Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmien-
do, él, él, él...
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levan-
taba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes
de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la
bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del
cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que
yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no proba-
ba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba
la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo
que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez
terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su peque-
ño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el
sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto que-
daba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, te-
miendo que en cualquier momento pudiera entrar y
atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba
siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensa-
do… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo,
dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo
entretenían...
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Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo... Gua-
dalupe había salido a la compra y dejó al pequeño
Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante
el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era
cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños
cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños
gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando
cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le
quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una
tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la
furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a cau-
sarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Gua-
dalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y
a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangra-
ban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles.
Afortunadamente el niño no murió y se recuperó
pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si
no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente
que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese
día nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le
exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a
nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño
Martín. “Cada día estás más histérica, es realmente
doloroso y deprimente contemplarte así... te he expli-
cado mil veces que es un ser inofensivo.”
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi mari-
do, de él... Pero no tenía dinero y los medios de comu-
nicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quie-
nes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar
en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando
Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en
mi cuarto.
—Esta situación no puede continuar —le dije un día
a Guadalupe.
—Tendremos que hacer algo y pronto —me con-
testó.
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— ¿Pero qué podemos hacer las dos solas?
—Solas, es verdad, pero con un odio...
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y
alegría.
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mer ni dormir, ¡eran terribles los gritos...! A veces
pensábamos que mi marido regresaría antes de que
hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así...! Su resistencia
fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas...
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento...
Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el
cuarto.
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