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Forn Frivolidad

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Juan

Forn ha cifrado en esta novela una época de la Argentina donde el


dinero y el éxito se erigieron en la mayor de las doctrinas, por encima de la
salud mental, de las convicciones y hasta del amor. En ese tiempo y en ese
lugar se enlazan los destinos de nueve personas enfrentadas al mal de la
época: la frivolidad. Esa dolencia invisible que impide no solo hallar
respuestas sino también enunciar preguntas sobre la naturaleza de las
cosas.
«Juan Forn es uno de los mejores escritores argentinos de los últimos años.
Tiene una voz propia, inédita, a contramano de todo lo que se viene leyendo.
Una enorme riqueza de vida, limpieza de escritura y sagacidad para
entretejer el relato con relfexiones, sin aflojar el paso». Tomás Eloy Martínez.

ebookelo.com - Página 2
Juan Forn

Frivolidad
ePub r1.0
Titivillus 28.04.15

ebookelo.com - Página 3
Juan Forn, 1995

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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ebookelo.com - Página 5
Agradezco al Woodrow Wilson International Center (Washington, DC) y al
Fondo Nacional de las Artes (Buenos Aires) el apoyo otorgado durante la
escritura de este libro.

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Al contemplar las cosas del espíritu, nos parecemos demasiado
a los moluscos que observan el sol desde el fondo del mar, y
creen que esa agua tan densa es la más transparente de las
atmósferas.
HERMAN MELVILLE

Hay que morir primero


para poder contar enteramente
ciertas historias.
ARAM ELDERIAN

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HORDAS IRLANDESAS
EN PALACIO

Después sabríamos lo que quería decir en japonés el nombre del lugar: cuando le
quedaba poco y nada de Palacio de Manjares Imperiales; cuando conseguimos entre
cuatro dominar a Manú y liberar de la asfixia al minúsculo nipón encargado del Ko
San Tei; cuando las aterrorizadas camareras asomaron por la puerta vaivén de las
cocinas y las inequívocas señales de que la fiesta había terminado fueron posándose
sobre lo que quedaba del Palacio.
Hacía falta, quizá, tener veinte años —y yo era el único de los invitados a la fiesta
que no superaba con creces tal edad— para notar que, en esas cinco o seis horas
nocturnas del 19 de septiembre, los presentes no solo habían envejecido cinco o seis
horas: lo supieran o no, habían ido adentrándose, minuto a minuto, en esa mediana
edad que ya delataban de sobra sus cuerpos; habían alcanzado esa meseta desde la
cual veían panorámicamente la juventud a su espalda y la vejez allá adelante, mucho
menos lejana de lo que habían querido creer hasta entonces.
La escandalosa categoría con que empezó la noche, un par de meses más
temprano, en la cabeza de Leo Ferradás, había ido perdiendo en esas horas gran parte
del sello originario que él quiso darle; sin embargo, el desenlace tuvo todas las
características de sus golpes de efecto de grand regisseur.
Dos meses antes, una helada mañana de julio, Ferradás recorrió el restaurant en
construcción, obviando olímpicamente el frío que a todos los demás nos tenía al
borde del Parkinson más espasmódico, habló con los dueños mientras miraba los
bocetos que anticipaban el aspecto que tendría el salón principal y los salones
adyacentes, y dio por terminada la búsqueda del lugar ideal. El equipo de producción
de Data se encargó del resto: reservar entero el Ko San Tei para la noche del 19 de
septiembre —tres días antes de su inauguración al público—; elegir un menú
estrictamente japonés y despachar las invitaciones, con riguroso RSVP, a los
egresados de las treinta y cinco promociones del Saint Ethan’s. Atrás quedaban las
negociaciones con las autoridades del colegio para convencerlos de festejar así sus
treinta y cinco años de existencia: Data correría con todos los gastos de la fiesta pero
exigiría, a cada invitado que quisiera asistir, una donación de ciento cincuenta dólares
para la Fundación Saint Ethan’s. Ese sería el filtro natural para dejar afuera a los
fracasados y a los demasiado jóvenes —salvo a mí, que era de la familia.
El silenciado propósito de ese gesto dispendioso, insensato y tan típico de Leo
Ferradás, era convertir el evento en una bruta nota —o incluso dedicarle un número
entero— de Data. Y obviamente se necesitaba el aval del colegio para hacer las cosas

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como era debido. ¿Por qué? Porque del Saint Ethan’s había salido un porcentaje
considerable del gotha social, artístico, deportivo y político de nuestra bienamada
patria. Y Data era el ojo de la cerradura por donde los infelices mortales espiaban
desde su mundo a la Casta de los Glamorosos y los Malditos: el provocativo pasquín
que disecaba, para bien o para mal, a todos aquellos que eran alguien —no al estilo
de Hola o Paris Match, sino con esa combinación de agudeza y malicia que en
nuestra época se confunde con inteligencia.
Leo Ferradás pertenecía a la primera camada del Saint Ethan’s, cuando el colegio
estaba todavía en la calle Alsina y había entre los alumnos más apellidos armenios,
italianos o judíos que criollos y anglosajones. En aquella época solo se veía alguna
sotana en la capilla (una zona más bien simbólica del edificio, que recibía muchas
menos visitas que la enfermería o la dirección) y el manejo del colegio y casi toda la
enseñanza estaban en manos de rotarios irlandeses borrachos y de temeraria
vocación. El arancel de la matrícula era casi como un bono contribución, el único
campo de deportes era el patio del colegio y más de la mitad de los alumnos vivía de
la avenida Santa Fe hacia el sur. Pero el alcohol y la enseñanza encarados
simultáneamente tienen sus efectos secundarios, y la comunidad educativa laica
irlandesa en la Argentina no ha sido nunca lo que se dice muy nutrida.
Así fue como empezaron a introducirse los curas en el Saint Ethan’s: pasando de
las suplencias temporarias en las materias complicadas a la inclusión de clases de
religión, retiros espirituales y jornadas conjuntas de oración para padres y alumnos.
Por cada viejo rotario borrachín que iba sucumbiendo en olimpíadas etílicas de fin de
semana, aparecía un nuevo Father Patrick al frente del aula. Más o menos entonces
llegó la primera donación de fondos, que fue aceptada de inmediato por el consejo de
profesores —con mayoría religiosa, ya—; un descampado enorme sobre la ruta
Panamericana que se convirtió en el campo de deportes del colegio y que permitió a
los curas mostrar una faceta hasta entonces desconocida para los alumnos: su
fanatismo por la salud corporal.
Nunca quedó en claro la relación causa-efecto de lo que pasó después: si fue
debido al incremento de alumnos que se encaró el traslado del colegio hacia el
corazón de Barrio Norte, o si la mudanza —estimulada en gran parte por la flamante
asociación de padres— dio cabida a nuevos ethanianos. Lo concreto es que el
incremento en el alumnado superó la capacidad del plantel docente. Y la decisión que
se tomó entonces marca el principio del fin de aquel Saint Ethan’s laico, caótico y
vecinal. (Ese Saint Ethan’s que yo no llegué a conocer, porque no había nacido aún, y
que Ferradás a veces me describía, cuando los dos quedábamos solos en la casa de
Palermo Chico, él se aburría de ganarme al pool y jugueteaba con la idea de que
algún día, cuando yo tuviera su edad, digamos, terminaría sentándome a escribir su
biografía).
El consejo de profesores decidió entonces que, para poder importar más curas de
Irlanda, debían aumentarse los aranceles. El encarecimiento de las cuotas aumentó

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casi mágicamente el prestigio del colegio. Y, si bien es cierto que los nuevos precios
generaron una batalla campal con la asociación de padres y el posterior éxodo de
buena parte del alumnado original, la nueva combinación que ofrecía el colegio
(léase: inglés, más religión, más deporte) y, especialmente, las características de esa
combinación (un inglés presuntamente sólido pero al mismo tiempo libre de flema
británica y chabacanería yanqui; una formación religiosa intensa pero presuntamente
más civilizada que las medievales variantes españolas o italianas; un deporte como el
rugby, que ofrecía cierta la intensidad del fútbol pero obviaba todo salvajismo
«popular») hizo que las vacantes se cubrieran enseguida y que empezara a rodar el
mito acerca del Saint Ethan’s.
Víctor Jesús Leonardo Ferradás era uno de los poquísimos bachilleres de la
primera camada que había entrado al colegio en primer grado. Víctor Jesús Leonardo
Ferradás era en aquella época tan gordo, ambicioso y brillante como ahora, pero con
mucho menos dinero. De hecho, al año siguiente del cisma entre rotarios y curas,
cuando su madre enviudó y las hermanas debieron internarla en un geriátrico por la
precoz senilidad en que quedó a la muerte del marido, se le ofreció una beca —la
única beca que dio el Saint Ethan’s— para que él siguiera estudiando allí. Y allí se
recibió de bachiller, seis años después, con medalla de oro al mejor promedio en toda
la secundaria.
Es probable, sin embargo, que casi ninguno de los invitados a la fiesta de los
treinta y cinco años del colegio conservara en la memoria ese episodio (el apartado
Ferradás, en la cabeza de casi todos ellos, empezaba generalmente a fines de los años
setenta). Es probable que casi ninguno supiera que, siete meses después de salir del
colegio, en 1967, Ferradás liquidó los bienes de su madre, después de velarla a solas
en la morgue municipal, inició con eso juicio al geriátrico donde estaba internada y al
taxista que la atropelló segundos después que ella tomara furtivamente la calle,
aceptó sin protestas el arreglo extrajudicial que se le propuso y con ese dinero
desapareció del país.
En qué momento volvió a Buenos Aires; cómo fue desdibujando a Víctor Jesús y
componiendo encima de él a Leo Ferradás; qué delicadísimos hilos pulsaron sus
ciento cinco kilos de masiva corpulencia para convertirlo en uno de los más
conspicuos exalumnos del Saint Ethan’s (devenido ahora un antro de casi inaccesible
snobismo), en ese sólido empresario periodístico, director y accionista de la revista
más vendida del país (para no mencionar su matrimonio con mi hermana mayor,
Valentina Schiaffino, una de las mellizas Schiaffino, de la política y los campos y los
invisibles millones Schiaffino), eso lo irían sabiendo muy de a poco y unos pocos,
poquísimos confidentes, elegidos sin razón aparente por él mismo, a medida que esa
criatura en que se había convertido pudo —o quiso— darse el lujo de recordar en voz
alta ciertas zonas brumosas del pasado.
La noche del 19 de septiembre empezó con un viento inesperado y bienvenido
que se llevó los últimos restos de luz y también la humedad que había aplastado la

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ciudad durante todo el día. Detrás del viento solo cabía esperar una tormenta, pero a
las nueve y media el aire de la noche era de una tibieza insólita en septiembre y el
cielo reventaba de estrellas contra la silueta muerta de los edificios del centro. A esa
hora empezaron a llegar los primeros invitados al Ko San Tei.
La primera impresión del Ko era bastante estremecedora. El lugar combinaba el
refinado ascetismo nipón con una grandilocuencia de hotel internacional cinco
estrellas: las clásicas paredes de papel de arroz y laca negra abarcaban no mínimas
habitaciones de techo bajo y puertas corredizas sino una superficie bestial, con
jardines de piedra regados por cascadas y enmarcados por una vegetación bonsai
aquejada de gigantismo. Había murales pintados a la más tenue acuarela, con motivos
abstractos e ideogramas orientales, y una música de fondo ad hoc, de leve percusión
y melodía inexistente.
La mezcla de gente y el Ko en sí parecieron cohibir inicialmente a los invitados.
Al entrar, casi todos buscaban en la multitud las caras reconocibles de aquellos con
quienes se seguían viendo frecuentemente, fuera por amistad, trabajo o pura inercia, y
hacia ahí iban, casi sin mirar a los costados. Así reaccionaban Los Elegidos. O quizás
habría que puntualizar: aquellos Elegidos que llegaron puntuales (léase: temprano),
aquellos que no querían perderse nada de la fiesta. Aquellos que, como diría
Ferradás, no eran la fiesta sino la comparsa, el cabello de ángel que siempre decora el
pavo bien servido.
La incomodidad palpable de la primera media hora se fue atenuando solo gracias
a la circulación intensiva de alcohol de todos los colores, servido por camareras
orientales vestidas como geishas. Cuando el lugar estuvo más o menos lleno, los
invitados abandonaron de a poco su inmovilidad para recorrer el interminable
ambiente circular que rodeaba el salón principal, hasta entonces cerrado. Y tarde o
temprano terminaban hablando con alguien a quien casi no conocían ya, o no habían
conocido nunca.
Es curioso descubrir en qué se ha convertido una persona que era apenas una cara
familiarmente anónima para nosotros diez años antes; imaginemos ese efecto
multiplicado por trescientos. En mayor o menor medida, esos cruces fugaces
despertaban en cada uno de los itinerantes la misma compulsión: saber qué parecían a
los ojos de los demás.
Porque en aquel salón convivían las estrellas del equipo de rugby a quienes
mirábamos con devoción cuando teníamos diez años y ellos quince
(metamorfoseados en oficinistas exhaustos que apenas habían tenido tiempo de
ducharse, afeitarse y cambiar de camisa antes de venir, después del sacrificio que les
había significado pagar los ciento cincuenta dólares de admisión), con aquellos
chupacirios arrasados por el acné juvenil (ahora millonarios de la City, o políticos
faranduleros, o cadavéricos reptiles con aspecto de venir de una orgía y estar
haciendo tiempo para dirigirse a otra); los diletantes bonvivants de entonces (iguales
a sí mismos diez años después, o sencillamente intensificados por algunas canas y

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arrugas en su aura invulnerable), con los que pasaban más o menos inadvertidos
entonces y ahora eran anónimos profesionales más o menos bien pagos, más o menos
resignados, que vivían en countries o barrios cerrados y veraneaban en Punta del Este
o Pinamar.
La comida japonesa no es lo mismo que la comida china, incluso en Occidente, y
la diferencia abismal entre ambas fue una más de las analogías —siempre según
Ferradás— que dividieron a unos y otros invitados al festejo: aquellos que tenían
conciencia de La Diferencia y aquellos que iban por la vida comiendo siempre bife de
lomo, repitiendo los mismos gestos, taras y lugares comunes que arrastraban ya
durante el secundario.
Hasta ese momento el Gordo no había aparecido; se supo después que estaba
encerrado en las oficinas del primer piso del Ko, rodeado de la parafernalia que le
permitiría editar a toda velocidad el documental en video del evento, que quería
proyectar después del postre y antes de su discurso. El video consistió en brevísimas
entrevistas o preguntas falsamente inocentes a los invitados, sopladas en su mayoría
por el propio Ferradás al oído de los camarógrafos que recorrían los salones del Ko, a
través de un complejo sistema de micrófonos y auriculares que conectaban al gran
jefe con su tropa.
Cuando se abrieron las puertas del salón principal descubrimos que cada uno
tenía su lugar asignado en las mesas, y que aquellos que no se habían dejado llevar
hasta entonces por el impulso de hablar con semidesconocidos tendrían que hacerlo
irremediablemente en el curso de las dos horas siguientes. Pero ya se había impuesto
en casi todos cierta atmósfera de irrealidad temporaria (generada vaya a saberse por
qué: el alcohol, lo exótico del lugar, una camaradería estudiantil rediviva o la
sospecha inconfesada de que todos éramos marionetas de una pantomima
gigantesca); y aceptamos la imposibilidad de elegir a nuestros vecinos de mesa a
cambio del panorama monumental del acuario lleno de peces raros, los cocineros
japoneses que maniobraban con sus cuchillas en el aire a velocidad inaudita y la
variedad incesante de exquisiteces que nos servían las geishas.
La filmación no abarcó la comida en sí, de manera que solo se incluye aquí lo que
pasó en nuestra mesa, aunque puede suponerse que fue una variación bastante
representativa de lo que tenía lugar en las demás. No hace falta dar nombres; baste
saber que en nuestra mesa había: un banquero; un diputado nacional; dos
empresarios; un jugador de polo; un periodista de televisión; un juez; un director de
cine; una precoz eminencia universitaria recién llegado de Cambridge; el dueño de
una agencia publicitaria y Manú, claro, Manú Pujol (además de dos o tres caras como
la mía, de esas imposibles de retener).
Después de un rudimentario intento de confraternizar democráticamente con
nosotros, Empresario Uno cruzó un par de dardos con Diputado sobre un tecnicismo
de la escandalosa licitación de esa semana; Banquero contó una nueva perlita del
Presidente en el último almuerzo con la Asociación de Bancos; Eminencia empezó a

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pintar un panorama apocalíptico de la sociedad; Empresario Dos y Juez coincidieron
en que no era para tanto (uno por considerar el comentario izquierdista y demodé, el
otro porque había sido de izquierda y no quería ser demodé); Director de Cine y
Polista descubrieron que habían compartido la misma millonaria panameña;
Periodista tanteó con su característica sutileza televisiva a Empresario Dos para ver si
seguía en buenos términos con el gobierno y Diputado interrumpió su conversación
para escuchar con una mueca de sorna la respuesta intrascendente de rigor; Director
de Cine preguntó a Empresario Uno si seguía persiguiendo a la actriz de su última
película; Empresario Uno lo mandó a la mierda; Eminencia felicitó a Director de
Cine por esa película y Director de Cine lo mandó a la mierda; Banquero quiso saber
cómo iba la vida de casado de Manú con Myriam Haeff; Publicitario aprovechó para
preguntar si era verdad que Myriam había despedido a sus administradores para
hacerse cargo ella misma del imperio Haeff; Director de Cine y Polista obviaron a
Publicitario y quisieron saber cómo estaba ella —porque alguien como Myriam Haeff
no podía internarse en una cura de desintoxicación sin que se supiera—; y
Empresario Uno —que había estafado al viejo Haeff unos años antes—, también se
mostró interesadísimo en saber.
Desde el principio, Manú había seguido la conversación sin particular interés por
el rumbo que adoptara, dejándose llevar y limitándose cada tanto a hacer un
comentario gracioso y levemente obtuso, o a murmurar palabras inaudibles para
todos nosotros a la geisha que le renovaba una y otra vez su vaso de sake. Cuando
Banquero, Polista y Director de Cine mencionaron el nombre de Myriam Haeff, nos
miró con su sonrisa de buda anoréxico y dijo:
—Nadie como Myriam para conocer a fondo las delicias del contrato
matrimonial.
Eso fue todo. O, al menos, fue suficiente para que todos volvieran a perderse en
opiniones cada vez más bizarras sobre la realidad nacional. En algún momento Manú
me pidió en voz baja que le señalara en qué mesa estaba Ferradás. «Es una tara de
familia», agregó enseguida: «saber dónde está el anfitrión».
Ferradás, claro, seguía arriba, y seguramente hubiera sufrido un golpe
considerable a su narcisismo de haber oído la frase de Manú. El resto de la mesa, en
cambio, la interpretó a su manera, y vorazmente. Fue inútil que Manú intentara
explicar que sí sabía quién era Leo Ferradás, que no tenía del todo registrada su cara
solamente. Hay gente que suscita ese efecto: ser tema irresistible de conversación
para los demás. Aunque se digan las mismas cosas una y otra vez; aunque la
distorsión de aquello que uno oyó meses o semanas antes haya alcanzado un grado
ridículo de inverosimilitud; aunque las fulgurantes mentiras terminen por envolver
una verdad endeble y escasamente atractiva. El efecto es el mismo, el tema conserva
el mismo magnético atractivo. Y Leo Ferradás adoró siempre producir ese efecto.
Lo que se dijo de él a partir de aquel momento no fue, seguramente, muy distinto
de lo que se habrá dicho en las otras mesas, y conformaba el catálogo de obviedades

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ni muy ciertas ni muy falsas referidas a su persona:
· su olfato y su ocasional chantajismo periodístico;
· sus pantagruélicos excesos y sus arranques de avaricia con el dinero propio y el
de la revista;
· sus perversiones extramatrimoniales (y las de Valentina, que había posado
desnuda y pintada de dorado para la tapa del primer aniversario de Data, mucho antes
de casarse con Ferradás);
· la oscura inyección de capital que regeneró la revista a principios de los ochenta
y le hizo ganar su notoriedad y éxito de ventas posterior;
· el supuesto caos financiero que estaba ahora encorsetándola, a pesar de su éxito,
y que el Gordo negaba alegremente con gestos públicos como esta fiesta;
· la nunca aclarada explosión de una bomba en la redacción original de Data en
plena dictadura militar, que obligó a cerrar la revista, en la cual Ferradás perdió una
mano (Dios, cuántas veces tendríamos que oír hablar de la mano de plástico de
Ferradás) y en donde murieron, según las diferentes versiones, entre dos y seis
personas.
Manú suspiró cándidamente cuando el tema pareció agotarse y hasta se dignó a
probar el único bocado sólido de la noche: uno de los minúsculos li-chis rellenos que
nos sirvió nuestra geisha con la misma invisible delicadeza con que posó y retiró el
sinfín de platos anteriores. Más o menos entonces se apagaron las luces y una voz en
off anunció que lo que veríamos a continuación era un retrato grupal de la
concurrencia, «un poco tosco quizá, pero elocuente a su manera de la idiosincrasia
ethaniana que supimos conseguir». La voz se extinguió con una risita y las primeras
imágenes de los invitados, entrando en el Ko y enfrentando las cámaras del Gordo, se
materializaron en la pantalla gigante.
Para el momento en que apareció la figura de Ferradás en la pantalla (sentado en
su sillón del primer piso del restaurant, frente a la consola donde había editado el
video, listo a empezar su monólogo), casi un tercio de los invitados se había ido. De
los que quedaban, unos pocos se sentían tan ridiculizados como los ausentes (o más;
ya que ni siquiera habían atinado a reaccionar) y el resto se relamía, esperando que lo
que viniera a continuación estuviese a la altura de lo que ellos mismos (o sus mejores
amigos, o sus peores enemigos) habían contestado más o menos así a las cámaras:
—Porque hace años que no veo a la mayoría, y me pareció una idea excelente
esto de reunirnos. Para nada, no quería perderme ni un minuto de esta fiesta. (Por qué
decidió venir. ¿Sintió que había llegado demasiado temprano?)
—Diez. O doce. ¿Por qué; se me notan? (Cuántos kilos engordó en los últimos
diez años).
—Eso es de dominio público. Hace cuatro meses entré en convocatoria de
acreedores. Pero te puedo mencionar algunos de los que me colgaron. (¿Debe dinero
o estafó alguna vez a alguno de los invitados?)
—¿Porque soy la oveja negra de la familia, tal vez? (Por qué cree que no

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invitaron a sus otros hermanos, si también son exalumnos).
—Eh… meando. No, no; es que me agarraron por sorpresa. (¿Qué estaba
haciendo? ¿Le molesta que lo filmemos en el baño? ¿Por qué se escondió al vernos,
entonces?)
—Misionero, médico rural, esas cosas. Sí, bastante satisfecho. Acabo de donar un
tomógrafo al Hospital Muñiz. Tendrías que preguntarle a mi mujer. (Qué soñaba ser
cuando era chico. ¿Está satisfecho consigo mismo? ¿Cuánto le paga a su mucama?)
—Eso es un verdadera bajeza. Incluso viniendo de Leo Ferradás. (¿Es cierto que,
para su última película, lo obligaron a hacerse el análisis de HIV?)
—Comentando por teléfono con alguna amiga las compras que hizo hoy,
seguramente. Porque con su amante se ve a la tarde, ja, ja, ja. (¿Sabe qué está
haciendo su mujer en este preciso instante?)
—No; nunca. Espero que no sea muy rebuscada. (¿Alguna vez probó comida
japonesa?)
—Gin-tonic. El segundo… Y está más aguado que el primero, incluso. ¿Falta
mucho para sentarse a comer? (Qué bebe. ¿Es el primero?)
—A veces. (¿Cree en Dios?)
—Una señora al volante de un viejo Mercedes Benz bastante estropeado
interrumpe el tránsito. Cuando finalmente cede el paso al que viene atrás, una cupé
Mazda, el que maneja le grita de todo. La mujer le contesta sin inmutarse: «¿Sabe lo
que pasa? Que usted es primera generación con auto y yo soy primera generación sin
chofer». (Cuente un chiste).
—Jamás. No tengo la menor idea. Mi familia, seguro. No sabría decirle,
realmente. (¿Fue secuestrado alguna vez? Cuánto cree que pedirían de rescate. ¿Lo
pagarían, su familia o su empresa? ¿Le parece ético pagar a los secuestradores?)
—Por supuesto. Soy rugbier, macho, no activista. (¿Cree en la igualdad
universal entre los hombres? ¿No le da un poco de vergüenza haber ido a jugar a la
Sudáfrica de Botha, entonces?)
—Psicólogo. Bueno, eso fue hace tiempo. Después, aunque suene inverosímil.
Con una compañera de la facultad. (Profesión actual. ¿Por qué dejó los hábitos?
¿Perdió la virginidad antes o después del seminario? ¿Con un hombre o con una
mujer?)
—Cuál de ellas. BMW. Qué pícaro, este pendejo. (¿Cuántos ambientes hay en su
casa? ¿Qué auto tiene? ¿Sigue en buenos términos con el embajador colombiano?)
—Dos. El varón sí. Hasta que pueda pensar por sí mismo, no veo por qué no.
(¿Tiene hijos? ¿Van al Saint Ethan’s? ¿Planea obligarlos a seguir cada uno de sus
pasos?)
—Mentiría, supongo. Ehh… No, por el momento. (¿Cómo se describiría
físicamente ante una mujer ciega? ¿Piensa retornar a la función pública?)
—Prefiero los jugos. No es problema suyo. ¡No es problema suyo, dije, carajo!
(¿Por qué no toma alcohol? ¿Cuánto tiempo hace que dejó de tomar? ¿Tuvo alguna

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recaída?)
—Absolutamente. No, ninguna; tengo campo. Y seis hijos. No me queda más
remedio que creer, ¿no te parece? (¿Cree en el futuro de este país? ¿Tiene alguna
cuenta bancaria en el exterior?)
—No es un cuadro; es un ideograma. No tengo apuro; acabo de llegar. (¿Le
gustaría comprar ese cuadro? ¿Por qué no fue todavía a sentarse, con todos los
demás?)
Esta última respuesta era de Manú. Sobre el fundido de su cara —que ya había
desviado los ojos de la cámara y se salía de cuadro como flotando—, resonó un
carraspeo y una risita en la negrura de la pantalla y después, muy de a poco, fue
dibujándose frente a nosotros la figura de Leo Ferradás en su sillón del primer piso
del Ko.
—Espero que no estén decepcionados con la fiestita. Coincidirán conmigo en que
la ocasión exigía apartarse un poco de lo convencional. Mérito considerable el del
Saint Ethan’s, ¿verdad?
Digno de esta celebración. Una de las especialidades de la cocina japonesa, esta
cocina que hoy podemos disfrutar en grado tan superlativo, es un pescado exquisito
llamado fugu. Tan exquisito como peligroso, hay que aclarar. Parece que en las
glándulas sexuales del fugu hay un líquido altamente venenoso cuando se mezcla con
su carne. Si no se extirpan limpiamente estas vesículas laterales al prepararlo, el
inofensivo fugu se vuelve mortal. El problema es que no hay manera de saber si se
han extirpado correctamente… hasta que lo comemos. Lo que me pregunto es qué
sería del país si en este preciso instante todos nosotros… Ya saben: cosas así pasan
todo el tiempo. ¿Y qué sería del país sin nosotros? Por eso dije: mérito considerable
el del Saint Ethan’s. En cuanto al país, no nos engañemos: a lo sumo, habría quince
minutos de revuelo entre las pirañas que se disputaran los lugares vacantes. El mundo
es cruel y nosotros, en el fondo, somos unos sentimentales sin remedio. Nos gusta
creer que nos necesitan porque necesitamos que nos quieran. ¿No es así? Ah, el fugu.
Solo se consigue en Japón, lamentablemente; no se preocupen. Como me dijo una vez
cierto viejo millonario eslavo en Nueva York, hace mucho tiempo: «Cuanto más alto
llega uno, menos distancia hay hacia arriba y más hacia abajo. Nunca se asome a los
balcones, y no lo tentará la caída». Amigos, amigos. Vivimos en un país de edificios
bajos y demasiados balcones; esa es mi humilde opinión. Sin verdadero vértigo por
las alturas y sin demasiado riesgo en las caídas. ¿O no es así? A veces tengo la
ingenua esperanza de llegar a ver alguna vez a alguien de este país arañar las nubes o
dejar un pozo profundo con su cuerpo cuando caiga. Con desmesura; con grandeza —
aunque sea estúpida. Y ya que estamos confesionales, déjenme contarles otra cosa:
Data existe para eso. Ni más ni menos. Para registrarlo cuando ocurra y garantizar
que no pase inadvertido a nadie en este país. ¿Será alguno de ustedes el que lo
consiga? ¿O, en todo caso, alguno de sus hijos? Bonita idea, ¿no es cierto?
Brindemos, entonces, por treinta y cinco años más de Saint Ethan’s. Y por treinta y

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cinco años más de vida para todos nosotros. Brindemos por todo lo que querramos
brindar, hasta que no quede una gota de champagne. Y, por favor, siéntanse como en
su casa. En diez minutos voy a estar con ustedes.
El último golpe de efecto de Ferradás después que desapareció de la pantalla fue
el modo en que volvió la luz al salón: no se encendieron las lámparas del techo sino
unos spots desde todos los rincones, a la altura del piso. En esa impúdica penumbra
lunar volvimos a vernos las caras y se sirvió el champagne. La aparición de las
camareras y el retorno de la música aliviaron un poco el ambiente, y los lugares
vacíos que quedaron en casi todas las mesas sirvieron de excusa o estímulo para que
los más inquietos empezaran a circular.
Fue como si la fiesta adoptara entonces la forma proteica, previsible, que hasta
ese momento le había negado Ferradás: gente intercambiando martingalas financieras
o panaceas deportivas; borrachos incapaces ya de moverse de su silla o en
movimiento perpetuo combustionado por el alcohol; un par de patéticos donjuanes
detrás de las geishas que servían el champagne; carcajadas coronando anécdotas
prehistóricas y archirrepetidas; sopor anodino de muchos por debajo del estruendo de
unos pocos.
Eso fue lo que debió haber visto Ferradás cuando bajó. Pero a esa altura de la
noche ya tendría material de sobra para el número especial de la revista, porque
avanzó por el salón saludando de mesa en mesa con su sonrisa papal y su despiadado
criterio selectivo. Cuando depositó sus ciento cinco kilos en una de las sillas vacías
de nuestra mesa, cerró los ojos hasta que recuperó el aliento, ignoró la copa de
champagne que le sirvieron en cuanto se sentó y dijo, mirando a Manú:
—Y vos sos Pujol, el príncipe consorte de Myriam Haeff.
El dedo de Manú recorrió circularmente el borde del vaso de sake y su cabeza
asintió una vez por cada giro del dedo.
—Gran video —dijo después.
Ferradás estiró el cuello en dirección a la nada a su espalda, gritó: «¡Sake!» y se
dedicó a mirar las demás mesas hasta que nos sirvieron: habrán sido cuarenta
segundos.
—Sí; gran video. Y mucho trabajo. Ezequiel, acá presente, es testigo.
Hubo que lidiar con la Asociación de Ex Alumnos, convencer a los curas, leer
todos los anuarios del colegio, qué sé yo cuántas cosas. ¿Y sabés qué? En medio de
toda esa basura encontramos dos joyas genuinas. A ver si me acuerdo bien: un elogio
del yogur en frasco de vidrio y una especie de decálogo insensato sobre los beneficios
de la castidad involuntaria. ¿De qué año eran, Ezequiel? —Pero no esperó a que yo
asintiera—. No importa. Lo que importa…
—77 y 78 —dijo Manú.
—Lo que importa es que quiero que escribas en Data, Pujol. Quiero una nota tuya
todos los números.
Antes de Myriam, Manú había estado casi seis meses en Ascochinga, en una cura

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de desintoxicación. Y antes de eso había rodado casi diez años por el oblicuo mundo,
sin urgencia ni destino fijo, los últimos tres años en brazos de la heroína. Eso, y su
inesperado casamiento en Montevideo con Myriam Haeff, sin ceremonia ni invitados,
era casi todo lo que el mundo —o yo, al menos— sabía de él esa noche.
Manú se quedó pensando, o tratando de adivinar el recorrido del sake por su
cuerpo durante un minuto entero, hasta que al fin dijo:
—Por qué.
—Porque como príncipe consorte te vas a echar a perder.
Y, ante lo que amenazaba ser otro silencio místico, o alcohólico, de Manú,
Ferradás agregó:
—¿No alcanza? ¿Querés que te dore un poco el ego? Pedile a Ezequiel, que es
más joven y fue el que te descubrió. Yo no sabría cómo, para serte franco.
—¿Y sobre qué tendría que escribir?
—Ese es mi problema. El tuyo es darme el mundo según Pujol, en entregas
mensuales de trescientas líneas.
Manú vació su vaso de sake. Se lo volvieron a llenar al instante, pero esta vez él
no miró a la geisha. Me pidió una lapicera, escribió una cifra en su servilleta de hilo y
me la pasó.
—¿Es poco? —dijo.
Ferradás se apropió de la servilleta con dos dedos, la desplegó sobre la mesa, sacó
su propia lapicera y firmó debajo de la cifra escrita por Manú. Cuando se levantó para
depositarle la servilleta en el bolsillo volcó su sake, así que levantó el mío para
brindar. No chocaron los vasos; simplemente los alzaron sin decir palabra y con la
misma expresión más bien perpleja. En cuanto Ferradás depositó el vaso sobre la
mesa, soltó un soplido de buey por la nariz y se puso de pie.
—El lunes en la redacción, Pujol.
—Sí, amo —contestó Manú, con las dos manos juntas contra el pecho.
Ferradás le sonrió, me palmeó la cara y nos dejó solos en la mesa. Mientras
miraba a su flamante jefe recorrer el salón, Manú dijo:
—Ezequiel, o como te llames, ¿cuánto es trescientas líneas?
Y yo vi, detrás del sake que le enturbiaba los ojos, una confusión más tóxica y
más negra que una borrachera. O quizá no fue en ese momento, sino una hora más
tarde: cuando sus ojos delataron el callejón sin salida que era el futuro para él hasta
esa noche.
En esa hora blanca de mi cerebro pasaron algunas cosas que seguramente harían
más fluido este relato. Inútil rastrearlas: serán para siempre apenas un pestañeo, un
impecable efecto de montaje cinematográfico que dejó el salón casi vacío, salvo la
mesa en donde Manú pontificaba, los últimos seis o siete invitados que quedaban en
el Ko San Tei lo dejaban despacharse a gusto y yo ya miraba todo con el prisma del
alcohol, esa especie de sabio ecualizador del brillo, el sonido y el color de aquella
escena.

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—A ver si se entiende —decía Manú—; es muy importante que esto quede claro,
porque puede servirles de algo, llegado el momento. No importa leer la letra chica
del contrato. Créanme; nunca importa. Veamos un ejemplo: yo descubro un día que
ya no puedo ser Manú Pujol de Haeff. No importa cómo. Digamos que me lo hacen
saber. ¿Entonces? Myriam se queda con sus millones, y eso está bien. Alguien tiene
que quedárselos. Entre otras cosas, porque los millones nunca son tan reales como la
sensación de tenerlos. Y lleva demasiado tiempo aprender no solo a sentir algo así
sino a transmitírselo a los demás. Pero eso no es lo importante. La letra chica del
contrato, en cambio, sí. ¿Y quieren saber por qué? Porque dice una cosa al redactarla
y otra cuando la leemos después.
Las últimas dos frases las había dicho de pie, jugando con una servilleta entre las
manos. De pronto anudó uno de sus extremos y empezó a regarlo de champagne, sin
dejar de hablar. No hubo la menor alteración en su sonrisa mientras revoleaba con
más y más velocidad la servilleta, hasta que destrozó el farol de papel que decoraba el
centro de nuestra mesa. El efecto no pareció conformarlo, porque se subió a la mesa
más cercana y esta vez pulverizó el farolito respectivo de una patada. No escuchaba
las risas; simplemente iba de mesa en mesa, pateando cuanto objeto se levantaba en
su camino —copas, botellas vacías, tazas de porcelana nipona, faroles de papel—
recitando, a cada patada, una sola palabra dividida en dos sílabas, la primera antes y
la otra después de cada impacto: «¡Banzai!».
Cuando se le acabaron las mesas, por unos segundos no supo qué hacer. Hasta
que registró la presencia del maître, un minúsculo oriental de smoking que había sido
testigo mudo de toda la escena, y enfiló hacia él preguntándole a gritos qué carajo
quería decir en japonés Ko San Tei. Para el momento en que conseguimos entre
cuatro dominar a Manú y liberar de la asfixia al gnomo, no solo había traducido las
tres palabritas sino que también confesó en su pésimo castellano que toda la
decoración del local venía en realidad de Hong Kong y no era irreemplazable ni
mucho menos.
Manú se sentó, aparentemente calmado, vació el vaso de sake que había dejado
sin terminar en nuestra mesa y me guiñó un ojo. Pero antes de darnos tiempo a
convertir su salvajada en algo inofensivamente cómico, se levantó de un salto y
avanzó trotando hacia el acuario a la entrada del salón, con una silla en alto. Cuando
ya todos esperábamos la catástrofe se frenó, pareció pensarlo mejor y tiró la silla a un
costado, pero en el mismo movimiento alzó con las dos manos una maciza banqueta
de laca y la incrustó contra la pared de vidrio que tenía delante.
Una cascada de agua, cristales rotos y peces de colores se derramó sobre la
alfombra del salón. Ya nadie se reía. Nadie hacía nada, salvo mirar cómo terminaba
de vaciarse el acuario. El ruido del agua que corría y el aleteo desesperado de los
peces sobre la alfombra empapada, cubierta de vidrios rotos, eran el único sonido de
fondo de la escena, hasta que Manú giró hacia nosotros.
—La comida no estaba mal, pero ningún restaurant japonés se llama Palacio de

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Manjares Imperiales. Esas son mariconadas chinas —fue lo único que dijo.
Cuando enfilaba chapoteando hacia la salida se resbaló, pero con dos pasos
torpemente coreográficos recuperó el equilibrio y así desapareció del Ko San Tei, sin
simular siquiera el menor gesto de despedida.

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2

EL TRATAMIENTO PUJOL
PARA CORAZONES AVERIADOS

Yo no estaba, pero fue así. Créanme:


Manú dijo Iván Pujol. Esa fue la contraseña que lo llevó de sala en sala hasta la
biblioteca de la Clínica de Reposo Martorell. La biblioteca era una más de las
habitaciones de planta baja de la enorme casona frente al río, a la altura de San
Fernando, e Iván Pujol era el encargado de la biblioteca: casa y comida —y alguna
que otra pastillita— a cambio de su devoto cuidado de los libros.
Un año antes, cuando su cuadro clínico fluctuaba entre el alta y la amenaza de
sumirse en estado estacionario, Iván había aceptado una renegociación de los
términos de su estadía allí. Desde entonces, su nuevo status en el Martorell era una
combinación de bibliotecario y residente ambulatorio, con permiso para salir durante
el día o los fines de semana. Así y todo, en ese año había pisado la calle escasísimas
veces. Agorafobia leve, según los médicos. Antropofobia, habría dicho en cambio el
propio Iván. O afuerafobia, sencillamente, para llamar a las cosas por su nombre,
pensó Manú. Lo que no quería Iván era ver gente allá afuera. Lo que no quería era
estar allá afuera. En realidad, lo único que le interesaba era que no le jodieran la vida
(eso había terminado por ser afuera para él: un lugar donde te jodían la vida).
Esta clase de cosas le había explicado a Manú anoche la hermana mayor de Iván:
que desde entonces no había habido recaídas pero tampoco mayores signos de
evolución; que la medicación era mínima y los costos de internación casi nulos; que
ya dependía exclusivamente de Iván su permanencia o abandono de la clínica. Casi
todo eso le repitió la supervisora del Martorell antes de chequear la nota que había
redactado Marisa, la hermana de Iván, y de autorizar la visita de Manú a la biblioteca.
En suma: que Iván seguía prefiriendo hacerse el loco —así veía las cosas Manú—,
aunque ahora usara de escenario un cuarto lleno de libros viejos, soporíferos, donados
en su mayoría por los múltiples herederos de las mansiones de la zona que no sabían
qué hacer con la biblioteca de digamos tía Herminia y pensaban: «O los tiramos o
quedamos como duques con el directorio del Martorell».
Manú no anotó su verdadero apellido en el formulario que le hicieron llenar. Por
las dudas. La nota de Marisa solo decía «el portador de la presente», por expreso
pedido de Manú, y solicitaba que lo dejaran pasar directamente —«A ver si tu
hermano se niega a verme y hago el viaje hasta allá al pedo», le había dicho la noche
anterior—; pero ni ese sencillo recurso hizo falta para superar sin problemas las
elásticas normas de seguridad del Martorell.
Y seguía sin tener un plan definido mientras caminaba detrás del enfermero por

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los pasillos bañados de luz —y con rejas en las ventanas—, pero sabía que algo se le
iba a ocurrir, tarde o temprano: por la sencilla razón de que las cosas casi siempre
funcionaban así en la vida de Manú. Consiguió que lo dejaran solo antes de entrar en
la biblioteca y abrió la puerta sin hacer ruido. Iván estaba en cuclillas, acomodando
unos libros en un estante empotrado en la pared, y no lo oyó. ¿Uno de los síntomas?
Un carajo, pensó Manú, toda la vida se hizo el sordo. Se acercó en puntas de pie hasta
él y le susurró al oído:
—«My style is the art of fighting…».
Iván quedó paralizado y después dijo con una voz gutural y automática:
—«… without fighting». —Recién entonces giró la cabeza. Pero no de costado
sino hacia arriba, hasta apuntar al techo con el mentón y la nuez de Adán.
—Qué hacés acá, vos.
¿Y si estaba loco de verdad?, pensó Manú y estuvo a punto de arrepentirse de lo
que había venido a hacer. El blanco de los ojos de Iván era gris, con millones de
ínfimos hilitos sanguíneos. La ropa, el pelo, los zapatos, son fáciles de imaginar; hay
suficiente bibliografía sobre el tema. Manú lo miró desde arriba un poco espantado y
dio un paso atrás cuando la cabeza de Iván le rozó el bulto en el pantalón. Iván ahora
estaba sonriendo. O pensando; difícil saber.
—Notable: que me acuerde de la frase pero no de quién la dijo.
—No me mires a mí —dijo Manú—. El literato eras vos. Entre paréntesis, ya
empiezo a sentir un poco de náuseas, entre tantos libros.
—Quién era. Tengo que acordarme. Voy a anotar, para después. —Pero no se
movió de donde estaba; miró fijamente el estante frente a su nariz y empezó a mover
imperceptiblemente la cabeza, arriba, abajo, arriba, abajo, casi dos minutos seguidos
—. Y después Lanza del Vasto y Achmatova, pero obviamente no era de ninguno de
ellos dos. De Elderian tampoco. Ni de Ouspensky, ni de Merton. Después zen;
después Buber, que tampoco. Una película, entonces. No era de ninguna película, ¿no
es cierto?
Manú dijo Es tu problema con las cejas, sin mucho énfasis, y supo que
decididamente iba a necesitar un plan, y rápido, por la sencilla razón de que no
concebía la idea de volver a pisar ese lugar en los siguientes mil años.
No; claro que no era de una película eso del arte de pelear sin pelear, si es que
aplicamos a la frase las categorías de Manú: era de uno de sus más duraderos fetiches
de cierta época de su vida. Porque, entre las escasas cualidades que nadie le había
discutido nunca, podía incluirse su prodigiosa memoria para lo inútil; y entre sus
debilidades descollaba, o había descollado, el virus del cine malo. En una época —la
época dorada, como la había bautizado mucho después, durante su internación para
desintoxicarse en Ascochinga— era divertido para Manú ir al cine con Iván:
arrastrarlo a una película atroz; escucharlo después hablar interminablemente de lo
que habían visto; dejarse llevar por el impulso, mientras tanto, y empezar
disimuladamente a comportarse como los personajes (fumar o beber aparatosamente,

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hablar con monosílabos, ignorar a las chicas que los acompañaban, mirar el mundo
con apática sabiduría), hasta que la invariable torpeza de Iván lo desenmascaraba
(«Manú, ¿te pasa algo? Tenés la boca como torcida»), y de pronto se hacía evidente
toda la chatura de la situación: su actitud impostada, la candorosa estupidez de las
chicas, el monótono soliloquio de Iván.
—No puedo pensar en cuclillas —dijo Iván, y se levantó. Manú dio otro paso
atrás y miró de cuerpo entero a su primo por primera vez. ¿Tanto tiempo pasó? ¿Yo
estaré igual de arruinado?, pensó con cierta alarma, y su dedo pulgar hizo girar
automáticamente el anillo tibetano que era su amuleto desde hacía tres años. Libros,
vejez, rejas, dementes: mal karma. Mal karma.
—Tenés razón —dijo con falso entusiasmo—. Salgamos a estirar las piernas.
¿Querés salir?
Y de pronto supo que no hacía falta un plan, ni montar una farsa de mentiras
verosímiles, ni apelar siquiera (a falta de otra cosa) a la verdad, para sacar a Iván de
ese loquero. Simplemente bastaría con la vieja magia de los viejos tiempos. Apelar a
aquella complicidad, con algo tan redondamente inocente como:
—¿Querés venir a conocer mi departamento? ¿Querés que salgamos de acá,
ahora, ahora mismo, y vamos a ver mi departamento nuevo y, si te gusta, podés
quedarte? ¿El tiempo que quieras? En vez de esto. Rajarte de este lugar de mierda.
Para siempre. Ahora. ¿Qué te parece?
Los ojos de Iván rebotaron en los de Manú y quedaron blandamente fijos ahí, sin
el menor pestañeo. Algo curvó su boca en una versión libre de sonrisa, entonces.
—Bruce Lee.
—Iván, ¿te sentís bien?
—Operación Dragón. ¿La siguen dando? ¿La seguís yendo a ver?
Decididamente iba a ser difícil. Manú se encogió de hombros y palmeó la cara de
su primo mientras peinaba la habitación con los ojos. ¿Envolverlo adentro de esa
alfombra, por ejemplo? No podría avanzar ni diez metros con una bestia vegetal al
hombro. Un disfraz. Pero de dónde mierda iba sacar ropa para disfrazarlo en ese
hospicio. Y, además, ¿para qué? El problema no era el personal de la clínica. Si Iván
figuraba como ambulatorio, podía salir. Claro que podía. El problema radicaba en
cómo sacarlo de ahí voluntariamente. Y convencerlo después de no volver.
Iván seguía mirándolo, en blanco. De pronto dio dos pasos hacia Manú y le tocó
un mechón de pelo.
—Antes no era así. Qué te pasó.
—Algunas canas. Y restos de un par de tinturas. Una etapa terminada de mi vida.
Y otra que amenaza empezar, parece. ¿Qué tiene de maravilloso este lugar, me podés
decir?
Iván no contestó.
—¿Y por qué no querés venir conmigo, entonces?
Silencio. ¿Otra velocidad mental? ¿O simplemente lo tenían mucho más

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medicado de lo que suponía Marisa, por más ambulatorio que fuese?
Los ojos de Iván volvieron a la cara de Manú y se dispararon de vuelta, no a la
ventana esta vez, sino a la alfombra, y de ahí a la pared. Manú creyó saber lo que iba
a oír a continuación pero no pudo evitar sentirse, ahí mismo y otra vez, el primo
menor que siempre tenía que sorprender a todos, y que a veces —muy raras veces—
hacía o decía lo que su idolatrado primo mayor esperaba ver u oír de él, y así
alcanzaba a ser por un rato su perfecto igual en el mundo, en aquel mundo de
entonces.
—Porque tenemos que avisar —dijo Iván, con su voz de zombie.
—Error. No tenemos que avisar nada. Y lo sabés mejor que yo —oyó Manú que
decía su propia voz.
¿Pero el tenemos de Iván incluía solo a ellos dos o a algún misterioso Amigo
Invisible de Ciertos Dementes Ambulatorios? Poco y nada cambiaba la situación; así
que mejor obviar ese detalle. El plan. Cuál iba a ser el plan.
—Simplemente salimos al jardín —dijo Manú entonces, uniendo sílaba con
sílaba, como recitando la moraleja de una fábula maravillosa—, enfilamos hacia el
portón, lo pasamos muy tranquilos y nos metemos en el auto que dejé estacionado
afuera.
—Afuera.
—Afuera, sí. ¿Vamos?
—Afuera.
Manú cerró los ojos, movió la cabeza a un lado y a otro mientras imitaba la voz
de Iván y la suya propia en un monótono ping-pong:
«¿Afuera? Sí; afuera. ¿Afuera? No; adentro. ¿Adentro? No; afuera.
»Afuera es cuando no estamos adentro, y adentro es cuando no estamos afuera».
Volvió a abrir los ojos y dijo:
—No te hagas el loco conmigo, querés.
Y mientras lo tironeaba de un brazo y abría la puerta, agregó:
—Algún día me vas a agradecer esto, primito. Creéme.

* * *

Acá va la película de la página 40 de la edición anterior, que dice:

Ingreso al establecimiento: voluntario, o casi.


Familiar a cargo: ninguno en especial.
Motivos de ingreso: cansancio agotamiento, más bien, y, por qué no, pavor.
Diagnóstico: aún sin definir.
Tratamiento: reposo, por el momento.
Disposición del paciente a sesiones de psicoterapia: en aparente estado de revisión

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(con tendencia positiva).
Cuadro familiar: padre muerto (edad del paciente a la fecha del suceso: trece años);
madre perturbadoramente lúcida (reincidente en el matrimonio cinco años
después de enviudar, fuera del país en la actualidad); una sola hermana, mujer,
casada y feliz, cuatro hijos, no tan lúcida pero sí más sensata que su madre (o
más suburbana y deportista, al menos).
Supuestos desórdenes mentales de algún miembro de la familia: materia altamente
discutible. ¿Hay que hablar de eso? Una aproximación útil, entonces, al
diagnóstico aún sin definir del paciente, realizada por cierto familiar sanguíneo,
que hoy debería rondar los noventa años de edad: «Los varones de esta familia
no saben evitar que las mujeres los pongan a parir».
Nombre del familiar aludido: Galo Pujol.
Internación de alguno de sus miembros: ninguna por desórdenes mentales (tampoco
por decrepitud).
Suicidios: ninguno.
Intentos: ninguno conocido.
Contactos con psicoanálisis u otras formas de terapia, del paciente u otros miembros
de la familia: ninguno, a la fecha.
Duración de la internación: aún sin definir.
Visitas autorizadas por el paciente: Galo Pujol; Manú Ibáñez Pujol (si presentan sus
respectivos certificados de defunción).
Otras observaciones: esta vida apesta.

* * *

La situación era arquetípica, dijo Manú en el auto, por eso resultaba tan fácil de
definir. Lo sugestivo era que, justamente siendo tan fácil, nadie se lo hubiera puesto
nunca delante de su nariz, en palabras concretas y palpables: si todos sabemos que
cierta clase de personas que viven juntas pierden progresivamente la capacidad de
hacerse felices, mientras que la capacidad de lastimarse se mantiene intacta, la
cuestión se remitía a detener cierto proceso antes de que llegara a su extremo.
Pero el problema era que él siempre lo había enfocado desde su punto de vista. O
sea: lograr que Ella —llamémosla así— no llegara nunca a odiar en uno las mismas
cosas que, dos semanas o dos años antes, la habían enamorado de uno. Mantenerse en
lo posible dentro del sector positivo. En otras palabras: conseguir renovar el aspecto
de aquellas cosas que Ella amaba en uno, o al menos clavarse en zona neutral (evitar
que Ella empezara a odiarlas, evitarlo por todos los medios). Incluso absteniéndose
uno de hacer tales cosas por un tiempito. O echando una cortina de humo que
funcionara como un simulacro de cambio al menos temporario: para conservar —o,

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con suerte, renovar— el misterio que evitara, en fin, el comienzo de las agresiones sin
retorno.
Allí radicaba al menos una parte infinitesimal —pero importantísima, a los ojos
de Manú— de la batalla de los sexos, de la batalla de amor entre los sexos, que se
libra día a día, minuto a minuto, en cada departamento del planeta. ¿El objetivo?
Luchar contra el tiempo para postergar indefinidamente el fin del amor. Mantener
vivo, a través de acrobáticas mutaciones de camuflaje, el aspecto idílico y casi
fraternal de las belicosidades. Para que no se convirtieran en hostilidades sin retorno.
Para que no asomara nunca el lado oscuro, el lado sórdido de la cuestión. A saber: el
momento en que Ella llegaba al fondo de la personalidad de uno y emprendía el viaje
de vuelta, descubriendo a cada paso lo que había detrás de cada decorado. El
momento que involucraba sin remedio la cuantificación («Antes vos eras más…»;
«Nunca querés saber si yo…»; «Otra vez pidiéndome que…»; etcétera) y, tarde o
temprano, el fin del amor.
Pero lo que Manú había aprendido últimamente era que esa era una manera de
enfocarlo. Había al menos otra: que fuese uno el que sentía esas cosas, y que Ella no
hiciera nada, nada en absoluto, para evitarlo. Que eso estipulara la letra chica del
contrato, y que Ella se ajustara despiadadamente a esas prerrogativas, lamentando o
ignorando lo que le pasaba a él.
Esto es lo que había aprendido en las noventa y seis horas anteriores al momento
en que logró subir a Iván al auto estacionado a la entrada de la Clínica Martorell, para
instalarlo en el departamento de Talcahuano y Arenales que le había cedido
temporariamente Myriam Haeff, su flamante exesposa.
Esto es lo que trató de explicarle a Iván durante el viaje en auto al centro, un poco
para ponerlo al día con su accidentada vida reciente, otro poco para distraerlo de la
inquietante rigidez que empezaba a mostrar su primo ante las señales de insanidad de
la calle.
Iván escuchó con atención más bien vegetal el monólogo. Cada tanto salía de su
mutismo —pero no de su rigidez— para confirmar si ese edificio o aquel puente eran
efectivamente novedosos en el paisaje o algo que nunca había registrado antes. A la
tercera interrupción, Manú estaba empezando a fastidiarse cuando se acordó de que
esa clase de preguntas eran las que había hecho él también al volver de Europa; y se
preguntó por qué sería que necesitamos irnos de nuestra ciudad para aprender a
mirarla con ojos más o menos atentos.
Salvo esas observaciones topográficas, Iván no abrió la boca hasta que subieron al
departamento, pero se negó a entrar en el living mientras su primo no bajara las
persianas del enorme ventanal que dejaba ver media ciudad y una lengua de río
marrón a lo lejos.
—Listo. Ahora te voy a decir lo que necesito yo —dijo Manú después que bajó
las persianas.
Iván seguía parado en el umbral del living.

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—¿Qué: muy oscuro para tu gusto, ahora? Es porque todavía estás acostumbrado
a la luz de afuera. No la hagas difícil, primo: sentate, por favor, y oíme. Lo que yo
necesito —y no supo del todo cómo empezar. No era tan fácil pedirle a un supuesto
insano que detallara sensatamente su patología.
—Lo que yo necesito es que me expliques, y podés tomarte todo el tiempo del
mundo, cada una de las cosas que te molestan, que te hacen mal. La idea es que estés
a gusto, ¿me explico?
Iván no se sentó pero entró en el living en penumbras. Había dos sofás que no
combinaban y un bloque de piedra entre ellos que hacía de mesa. Las paredes estaban
desnudas y la única lámpara era una varilla curva de hierro con una bombita envuelta
en un cono de papel de diario. En el pasillo que comunicaba con los dos dormitorios
había unas cajas de cartón llenas de ropa desordenada. La mínima cocina y el living
se unían en una mesada de ladrillos de vidrio con dos taburetes de metal despintado.
Iván cerró la heladera, se arrepintió y volvió a dejarla abierta como estaba, miró a su
primo y dijo:
—Es muy alto, esto.
—¿Te da vértigo? ¿Serías capaz de tirarte por la ventana en el momento menos
pensado? Por favor, hacé un esfuercito y dame un poco de precisión y detalle. ¿No te
das cuenta de que estoy haciendo todo esto por tu bien?
—¿Vos vivís acá? ¿Todo el tiempo?
Manú se mordió el labio y no dijo nada hasta recuperar la paciencia. Quince
segundos después no la había recuperado todavía, y se cansó del silencio:
—Es cierto. No puede compararse al palacio en donde estabas hasta hace una
hora, para qué engañarse. Pero tampoco está lleno de locos que se cagan encima,
hablan solos de noche y no te dejan dormir. Es cuestión de ver el lado positivo, ¿no te
parece?
Sobre la mesa había un paquete de Marlboro. Manú lo abrió, pero estaba vacío.
Buscó en su bolsillo. Tampoco tenía. Fue al dormitorio y volvió con un cigarrillo
encendido. El cenicero sobre la mesa estaba a punto de rebalsar. Manú lo ignoró:
cuando sacudió por primera vez el cigarrillo a un costado del sillón, Iván se quedó
mirando el bloque desmoronado de ceniza en el parquet.
—Yo no limpio —dijo, de pronto.
—No me digas. ¿Y qué otras cosas no hacés?
—No fumo. No uso espuma de afeitar. No salgo a la calle. No guardo agua en la
heladera.
—Problema tuyo. ¿Puedo preguntarte cómo te afeitás, antes que sigas con tu
enumeración?
—En la ducha.
—No con afeitadora eléctrica, supongo.
A Iván no le hizo la menor gracia, o no entendió. Manú decidió no hacer más
chistes y preguntó qué más. Aparentemente no había nada más, por el momento. O la

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maquinaria de Iván acababa de entrar en cortocircuito. Manú apagó como pudo el
cigarrillo entre la montaña de puchos del cenicero y dijo:
—¿Pasa algo?
El ruido ensordecedor de un avión se tragó la respuesta. Manú esperó a que
volviera el silencio con los ojos entrecerrados pero, fuera lo que fuere que Iván había
dicho, no lo repitió. Después de respirar hondo y soltar el aire por un costado de la
boca, Manú lo miró y dijo:
—Iván, soy yo. ¿Te acordás? Tu primo, tu compadre. Bajá la guardia; ya no
estamos más en esa puta clínica: te saliste. Nadie más te va a tratar como un loquito.
Se acabaron las rejas en las ventanas, los enfermeros despóticos, las pastillitas
embrutecedoras y los médicos condescendientes. The end. Finito. Esto es el principio
de tu nueva vida. Buena o mala, pero tuya: de nadie más.
Iván ni pestañeó.
Manú miró el piso en la dirección en que miraba su primo, se mojó la punta de un
dedo con la lengua y levantó con inesperada habilidad la ceniza del parquet. Después
de sacudirla en el cenicero y limpiarse el dedo contra el pantalón, fue hasta la
mesada, apoyó las manos sobre las de Iván y dijo, mirándolo muy fijamente:
—Por eso es que necesito que me expliques cada uno de los síntomas, cada uno
de los detalles que te ponen mal. Para evitártelos. Para que estés a gusto y… y te
mejores, de a poco. ¿Tan terrible suena? No es que me haya convertido en la Madre
Teresa de Calcuta de repente.
Sigo tan saludablemente egoísta como siempre: lo que pasa es que yo también
necesito alguien que me ayude a salir del pozo negro. ¿No te diste cuenta todavía de
que estoy en tus mismas condiciones: más o menos como el reverendísimo culo, para
definirlo de alguna manera? Lo que Manú no se tomó el trabajo de definir, ni en ese
momento, ni antes, ni después, fue su propio cuadro clínico: ciertos sudores fríos en
medio de la noche; inapetencia casi permanente; insomnios y narcolepsias
inesperadas; pavores tan súbitos como ingobernables a las primeras luces del
amanecer, en la soledad supuestamente envidiable de esos cuartos con vista al río;
inexistencia ya ostensible de erecciones de cualquier tipo en su aparato reproductor
—para no mencionar las pastillas de simpáticos colores que le habían recetado
cuando terminó la peor parte del tratamiento de abstinencia en Ascochinga, y que
languidecían en el botiquín del baño desde que Myriam dijo Adiós, fue un placer
mientras duró, pero yo tengo una empresa que manejar, y lo desterró a ese
departamento—; en fin, nada particularmente grave, según el criterio a veces no del
todo objetivo de Manú.
Iván seguía sin mover las manos, o sin sentir el peso de las manos de su primo
sobre las suyas. Por un instante Manú se enorgulleció de que pertenecieran a la
misma familia: una familia sin ningún integrante al que le transpiraran las manos.
Una vez que se desvaneció el flash genético en su cabeza, dijo:
—No hay nadie allá afuera, primo. No importa allá afuera. Y lo que te puedo

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garantizar, quieras creerme o no, es que estos casos no se curan vegetando en un
loquero; ni pretendiendo ingenuamente tocar fondo; ni esperando, hecho un ovillo,
que el mal karma se digne a irse. Se trata de aplicar, acá, ahora, una medicina
alternativa de verdad: el Tratamiento Pujol Para Corazones Averiados. Qué decís:
¿nos arriesgamos? ¿O volvemos al Martorell y conseguís un lugar para mí también?
Pestañeá una vez si nos quedamos, y dos veces si te parece una locura.
Evidentemente Iván no sintonizaba la frecuencia en que se transmitía cierta clase
de oscuro humor. Ni siquiera sonrió por cortesía.
—No hace falta que contestes hoy, por supuesto.
Un disco con risas; eso era lo primero que Manú iba a comprar, si ese vegetal
aceptaba quedarse en el departamento.
Iván despegó las manos de la mesada y las metió en los bolsillos. Miró la persiana
baja del living y después la entrada del departamento, sin rozar siquiera a Manú en su
recorrida visual.
—No soy atrasado mental. Ni quedé tarado —dijo entonces.
Manú clavó los ojos en sus zapatos a toda velocidad, para no encontrarse con la
mirada de su primo. Pero sintió que esas palpitaciones que le ardían en la nuca y en
toda la cara eran tan visibles como el resplandor intermitente de un auto de policía en
una ruta nocturna.
—Solamente tengo algunas manías. Yo sé que son manías, pero por ahora no
puedo hacer nada.
—Por supuesto —dijo Manú, en voz baja, cuando creyó que estaba amainando el
bombeo de líquido incandescente debajo de su cuero cabelludo—. Y qué problema
hay: todos tenemos manías. Es… es cuestión de adaptarse. Ya sé que todo esto parece
un caos, pero en diez minutos se puede ordenar. —Y, sin levantar la cabeza, agregó
—: Volviendo a lo nuestro, ¿vos creés que estamos muy dementes? ¿Querés volver a
la clínica?
—Puedo cocinar, pero no hacer las compras —dijo Iván, después de una
insufrible eternidad.
Seguía sin sonreír y sin moverse de su lugar. Pero había cierta dignidad en esas
palabras. Vapuleada y asmática, pero todavía manifiesta. Como si supiera, por un
instante al menos, las pocas habilidades que le quedaban, de aquel envidiable arsenal
que había tenido, o que Manú le había adjudicado. Como si supiera que, a pesar de
todo, seguía siendo el primo mayor. Transitoriamente maquinal y dependiente,
extranjero de gran parte de sí mismo, pero genéticamente incapaz de ser primo menor
de su primo menor, incluso en ese momento: Puedo cocinar, pero no hacer las
compras.
—Ningún problema —dijo Manú, imperturbable—; yo las hago. Decime qué
más.
Iván giró con las manos todavía en los bolsillos y su brazo cerró blandamente la
puerta de la heladera. Manú se rio para adentro y retrocedió unos pasos para darle

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más perspectiva y ocultar su sonrisa.
—Dale. Decí todo lo que se te vaya ocurriendo.
Iván iba a sentarse en uno de los sofás pero se frenó a mitad de camino. Se apoyó
la mano abierta contra una oreja, como tratando de escuchar voces internas y dijo, sin
mirar a su primo:
—Si suena el timbre, o el portero eléctrico, o el teléfono… ¿Hay?
—Sí, hay. Está bien: no atiendas nunca. Yo me ocupo. ¿Qué más? Televisión hay;
video hay. Libros, eso estás pensando, ¿no? Me hacés una lista y yo te los traigo;
podemos instalar unos estantes en algún lado. En tu cuarto. Ropa hay de sobra, y me
parece que seguimos teniendo el mismo tamaño. Así que despreocupate. ¿Querés ver
tu dormitorio?
Iván siguió a su primo por el pasillo; parecía menos interesado por ver su cama
que por no perder de vista a Manú.
El primer cuarto donde entraron era bastante oscuro, tenía un colchón de plaza y
media, una lámpara en el piso, un placard abierto y vacío y una ventana de uno por
uno, que daba al contrafrente del edificio.
Manú dijo desde la entrada que podía instalarse él ahí, si a Iván no le gustaba,
pero ni siquiera le dio tiempo a contestar. Dijo: «Primero probemos. En todo caso, si
no te adaptás vemos qué hacer», y siguió con la visita guiada.
El baño tendrían que compartirlo, y la televisión también, explicó desde el otro
dormitorio. Iván se asomó a la habitación, que tenía un ventanal similar al living, aire
acondicionado, una cama de dos plazas contra una pared que era un enorme espejo y
el aparato de TV y la videocassettera apoyados sobre una silla, delante de la cama.
Las persianas del ventanal estaban bajas.
—No me lo digas: ya sé que faltan muebles. Es algo que va a solucionarse en
estos días. Junto con los libros que necesites… y la computadora, claro. ¿Sabés de
computadoras, vos?, pareció decir la cara sorprendida de Iván. Manú se sentó en la
cama, alzó desde allí la cabeza para dedicarle a su primo una de esas preocupantes
sonrisas suyas y dijo:
—En la clínica me contaron que manejabas una. Para archivar los libros y esas
cosas, ¿no? Me pareció un crimen que perdieras la costumbre; así que pensé en un
trabajito que pudieras hacer acá, sin salir, con la computadora que te consiga. Una
especie de sociedad entre los dos: dividimos el trabajo, dividimos las ganancias. Qué
te parece. No me digas nada: querés más detalles. Es una historia un poco larga. ¿No
preferís sentarte?
Iván se sentó a distancia prudencial de su primo y lo miró, no de costado sino con
la cara casi completamente horizontal y vuelta hacia él, como una mosca. Manú no
pudo resistirle la mirada mucho tiempo; se dejó caer de espaldas contra el colchón y
habló con los ojos fijos en el techo.
—Hace poco hubo una fiesta por los treinta y cinco años del Saint Ethan’s. Ya
averigüé: no te invitaron; vos sabés mejor que yo cómo son de hijos de puta cuando

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quieren. En realidad, no sé por qué fui; supongo que para no quedarme en esta cueva.
En fin; la cuestión es que un tipo me propuso… A que no te acordás de esas huevadas
que escribiste para la revista del colegio. Mis diez maneras de hacerse la paja, y lo
asqueroso de comer yogur en frasco de plástico. Fueron ideas mías, ¿no te acordás?
Yo te las dije y vos las escribiste. Y las publicaron. Nos cagábamos de risa haciendo
esas cosas, ¿no?
Manú torció la cabeza pero solo alcanzó a ver la nuca imperturbable de su primo.
—No importa; ya las voy a rescatar para que las leas. La cuestión es que el tipo
este las leyó, alguien se las hizo leer, un pendejo que trabaja con él, y me ofreció
escribir para su revista. Hay una torta de gui…
—Cómo se llama.
Manú volvió a mirar a su primo.
—Data. ¿La conocés?
La cabeza de Iván dijo sí. Manú se incorporó sobre un codo y le preguntó si
también sabía quién era Leo Ferradás. También sabía.
—Fue el que me ofreció el laburo. Es exalumno del colegio, también.
Una especie de magnate que hace alguna que otra locura, como esta fiesta que te
digo. En fin. Quiere que escriba todos los meses. Trescientas líneas. ¿Te parece
mucho?
Iván no contestó. O no supo qué contestar. Manú suspiró hondo, cerró los ojos y
se lanzó.
—Tal como yo lo veo, no puede ser tan difícil. A fin de cuentas, ya lo hicimos
una vez. Y, si al tipo le gustaron esas dos huevadas, es más que probable que le
gusten las cosas que hagamos ahora, que somos supuestamente más… maduros. El
tipo qué pretende: nuestra mirada, o nuestra opinión sobre ciertos temas, o personas.
Perfecto. Yo voy adonde haya que ir, veo a quien haya que ver, hago las preguntas,
confío en mi radar para captar los detalles. Vos sabés que soy bueno para eso: tengo
como un sexto sentido. Y a la gente le da por confesarme cosas insólitas, por lo
general. Después te cuento todo y vos lo escribís. Bingo. Así de simple. Pensalo
como la versión laboral del Tratamiento Pujol: entre los dos hacemos uno mucho
mejor que lo que somos por separado, ¿o no? Y, mientras nos vamos recuperando,
hacemos casi lo único que podemos hacer sin que duela la zona averiada. ¿No es
perfecto?
Iván miró a Manú con la exasperante cara de nada que parecía ser su expresión
principal.
—Esperá, que no terminé todavía. Hay tiempo. Yo tengo que presentarme el
lunes, pero los primeros días van a ser puro formulismo. En estas revistas trabajan
con anticipación, y el número que viene ya estará hecho. O sea que tenemos tiempo
de sobra… No. Pará un poco. Se me está ocurriendo una idea mejor. La mayor parte
del número está dedicada a esta fiesta que te conté. Esa es la clase de ideas de Leo
Ferradás: hacerle creer a los demás lo que él supone ver en un fenómeno

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determinado; ya me estuve informando. Y, si yo estuve, si me quedé hasta el final,
incluso, debería llevar algo escrito, ¿no? Es que. La fiesta, digo, terminó de una
manera un poco fuerte. Ya sabés cómo son esas cosas: te llenan el vaso todo el
tiempo, te hablan sin parar, y de pronto hacés algo inesperado. Hasta para vos mismo.
Alguna burrada. No muy grave, pero… Sí, decididamente convendría que fuese con
algo ya escrito. Sería, sería muy profesional, ¿no?
Hay seres cuyo mérito más notorio es esa indefinible combinación de elementos
mal llamada encanto, ángel, o carisma. Los seres así no son necesariamente
privilegiados; pueden carecer de otros dones, y hasta no saber sacarle el jugo a esa
cualidad. Pero hay algo que los caracteriza siempre: el estar químicamente protegidos
de concebir los riesgos que nos depara a todos el futuro. El mañana, el instante
siguiente, es un territorio de pura e inofensiva promisoriedad, adonde se dejan
transportar sin el menor titubeo. Por la sencilla razón de que, en su mundo prelógico,
las cosas tienden a salir bien. Para qué preocuparse, entonces (y, además, cómo
preocuparse por anticipado, envueltos como están en esa burbuja de amniótica
inconsciencia).
Manú había integrado esa cofradía, con impunidad y brillo propio, casi toda su
vida. Lo que le pasaba últimamente era que esa burbuja protectora había empezado a
debilitarse, muy de a poco. ¿En qué forma? En forma de difusos presentimientos,
ominosos por un instante y, al segundo siguiente, tan incorpóreos como una pátina de
alcohol que se ha evaporado. Pero que le producían, mientras duraban, una sensación
comparable a la de tener un pelo microscópico en la boca y no poder localizarlo, por
más contorsiones que hiciera su lengua.
Claro que estamos hablando de segundos, ínfimos y muy intermitentes, que se
desvanecían antes que Manú tuviera necesidad de apelar a alguno de sus rituales de
protección. Y de alguien que veía el cambio de su vida en las últimas semanas como
una mutación apenas discernible en el polimorfo itinerario de su existencia. ¿Por qué
iba a dedicarle algo parecido a una moderada atención a ese microscópico pelo en la
boca, que el resto de los mortales paladeamos en casi todo momento y que
conocemos familiarmente con el nombre de inseguridad? ¿Por qué iba a concebir
siquiera que el Tratamiento Pujol Para Corazones Averiados podía tener inesperados
efectos secundarios, y no sobre Iván sino sobre él mismo?
Para no hablar de las pastillas de colores que languidecían en el fondo de su
botiquín. Esas pastillas que había dejado de tomar al instalarse en el departamento de
Talcahuano, porque ya no le interesaba en lo más mínimo ser un organismo
controlado químicamente para no desentonar con el medio ambiente. Esas pastillas
que pertenecían a un período breve, remoto y ya perimido de su vida, en que creyó
haber conocido finalmente a su exacta contraparte: una criatura de vehementes
instintos y deseos, sometida en Ascochinga a un proceso de desintoxicación tan
voluntario como el suyo, que respondía al nombre de Myriam Haeff. Y cuya sola
mención seguía produciéndole un poco de vértigo, todavía.

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Manú miró expectante a Iván y repitió:
—¿No te parece que, juntos, no puede salirnos mal?
—¿Te acordás de Galo? —dijo Iván como toda respuesta.
—Cómo no me voy a acordar de mi propio abuelo.
—¿Te acordás cuando nos decía que, entre los dos, no hacíamos uno?
Manú se quedó callado pensando; hizo un verdadero esfuerzo de rastreo por el
desván polvoriento de su infancia, pero no encontró nada que se pareciera
remotamente a esa frase.
—No te acordás.
—Refrescame la memoria, entonces —dijo Manú, con cierta impaciencia.
—Cuando nos sentaba al piano, vos frente a las graves, yo frente a las agudas, y
nos hacía tocar a los dos juntos lo que acababa de tocar él con las dos manos.
Manú tensó los labios, sin saber del todo por qué no quería que su primo lo viera
sonriendo, y después dijo:
—Ahí tenés otra buena razón: demostrémosle al viejo, en donde esté, que sí
podemos.
Iván volvió a mirar a Manú. Pero solamente dijo:
—Tengo un poco de hambre.
A pesar del escaso efecto que había tenido su apelación épica, Manú descubrió
que él también estaba famélico. Y algo más: que era bueno tener hambre; era bueno
que los dos sintieran lo mismo.
En la penumbra de aquel dormitorio creyó ver la primera señal titilante de que esa
alianza podía funcionar. Y, desde el fondo negro de su karma, sintió corporizarse en
esas ganas de comer el primer síntoma de cura que generaba el Tratamiento Pujol en
sus dos primeros pacientes.
—Supongo que nos merecemos una buena pizza. Antes de ponernos a laburar —
dijo. Y agregó, enseguida—: No hace falta salir; no te preocupes. La pedimos por
teléfono. ¿No es genial? Ahí tenés un buen argumento para justificar el teléfono, a
pesar de todo: pizza a domicilio.
Y, cuando miró a su primo, Iván increíblemente sonrió, por una décima de
segundo, al menos.

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3

LO QUE ESTÁ POR OCURRIR


YA HA OCURRIDO

La misma chica que había acompañado a Manú hasta su futura oficina volvió a
anunciarle que Ferradás lo esperaba ahora en su despacho. Mientras Manú la seguía
por la redacción de Data, todo siguió pareciéndole igual de decepcionante en tamaño,
aspecto y densidad demográfica que al entrar. Había visto demasiadas películas sobre
periodistas, evidentemente.
Al llegar a la recepción, la chica lo abandonó sonriendo y retomó su lugar frente a
la consola de teléfonos, y diez metros más allá Manú estuvo frente a la única oficina
real de todo el piso: un bunker con dobles puertas negras pintadas a la laca y paredes
auténticas, hasta el techo (nada de vidrio esmerilado, nada de tabiques divisorios para
enanos, como en el resto del piso). No había ni la menor señal de secretaria
custodiando el santuario. Una de las puertas estaba entornada. Manú golpeó y entró.
Los ventanales daban a la calle, pero eran de vidrio ahumado y seguramente a
prueba de ruidos, porque convertían a la enorme habitación alfombrada en una isla de
silencio. Más que una oficina parecía un living a media luz.
No sé si Manú nos vio, y de todos modos no creo que se acordara de mí. Parecía,
hasta que Ferradás lo saludó desde uno de los sofás, un animal recién instalado en
una de esas parcelas de zoológico que imitan la selva, y nosotros dos los testigos del
otro lado de la cerca. Cuando finalmente reaccionó y vino a sentarse con nosotros,
Manú trató de no mirar la prótesis que asomaba de la manga del saco de Ferradás y
descansaba inerte sobre sus piernas cruzadas, como una mano verdadera en distraído
estado de reposo. La mesa ratona entre los sofás era un bloque caótico de libros,
revistas y diarios. En el extremo de la pila más cercano al zapato de Ferradás, Manú
reconoció ciertas páginas escritas a máquina.
—Interesante versión de nuestra fiestita —dijo el Gordo, señalándolas con la
punta del pie—. Un poquito estrábica, diría yo. Pero es importante, indispensable,
diría, tener cierta clase de enfoque personal. ¿De verdad creés que les gustó que no
hubiera mujeres?
Habría arruinado el fantástico clima de cofradía testicular, para decirlo en
términos similares a los tuyos. Y a propósito de mujeres, me engañaste la otra noche.
Príncipe consorte, las pelotas. ¿Cuánto hace que dejaste a la Haeff?
Manú sonrió con resignación y cerró los ojos, pero Ferradás no le dio tiempo a
contestar. Tampoco registró el aspecto que tenía la cara de Manú con los ojos
cerrados: esa máscara de marfil con dos huecos violáceos como pozos en el único
lugar de donde podía emanar vitalidad.

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—No importa. Lo lamento, si de algo te sirve. Y permitíme decir que podría
haber sido peor, por lo que sé de ella. Pero no es asunto mío.
¿Café? Yo tampoco. Muy bien; vamos a lo nuestro, entonces. «Vamos a lo
nuestro» era la introducción predilecta del Gordo para sus monólogos.
—Como bien sabrás, en este país hay algo más que protagonistas y espectadores
—dijo Ferradás—: yo los llamo apuntadores. Ya sabés: los pesimistas y optimistas
públicos de siempre. Esos que tratan de hacerse oír en todo momento, sea por
incontinencia verbal, por mero narcisismo o por convicción auténtica. Los pesimistas
se preguntan qué duda hay, ya, de que el progreso y la esperanza son un mero
ejercicio masoquista, como el turismo de aventuras, y que el bien común se reduce a
la prohibición de fumar en lugares públicos, los planes de financiación de las deudas
externas y los dudosos encantos de la programación televisiva.
Manú pareció estar esperando las características de los optimistas, como si
quisiera saber a cuál de los dos grupos le tocaba pertenecer.
—Los optimistas, por su parte —siguió Ferradás—, dicen que no es para tanto, y
para demostrarlo enuncian los beneficios de la caída del Muro, la nueva cultura de la
comida natural y el aerobismo, el fin de la escalada armamentista, el avance de la
ecología, el potencial sin fronteras de la computación… Para desconsuelo de ambos,
el país en que vivimos es el país del argentino medio. Y el argentino medio no solo
tiene la rudimentaria sabiduría de pasarse por el quinto forro de las pelotas toda esa
diarrea verborrágica; además, no se da cuenta de que lo hace.
Manú sonrió apenas, como reconociéndose al fin en alguna de las categorías.
—Ese es el público de Data, nos guste o no nos guste. Y así tiene que ser todo lo
que se publica en esta revista: los predicadores que se vayan a la iglesia.
Ferradás hizo una pausa y, cuando volvió a abrir la boca, fue como si ya estuviera
a años luz de lo que acababa de decir:
—¿Hablaste últimamente con algún chico de once años? Es notable cómo se ve el
mundo desde esa perspectiva. No los once años que tuvimos nosotros cuando éramos
chicos, ni siquiera los de Ezequiel, acá presente, sino la mentalidad actual del chico
de esa edad: la convivencia de ambiciones adultas con propósitos infantiles, la
presencia permanente del dinero en casi cualquiera de sus entretenimientos. Será por
la televisión, por el aceleramiento cada vez mayor que tiene el mundo, por la falta de
distancia y de misterio entre los padres e hijos de hoy… No importa. Yo creo que hoy
todos tenemos once años la mayor parte del día: Ezequiel, vos, yo…
¿Qué decir de los quince minutos siguientes? Es cierto que Ferradás tenía una
manera endiablada de hacer que cualquier proyecto de nota sonara fácil, por
descabellado que fuese. Pero también es cierto que Manú tenía una inconsciencia
similar para encarar la vida.
Ferradás pretendía exprimirle a Manú esa combinación de fe más bien ciega en la
nitidez última de las cosas y porosidad casi absoluta a cualquiera de los múltiples
mundos de este mundo —aquello que Data últimamente no conseguía reflejar como

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en sus mejores épocas. Y todo indicaba que Manú no registraba, en el pirotécnico
monólogo del Gordo, nada que se sintiera particularmente incapaz de hacer, o
transmitir después a Iván.
Pero la versión más fidedigna sería quizá que ninguno de los dos pudo o quiso
saber qué pensaba el otro de él: Ferradás por esa seguridad demiúrgica con que
decretaba como acierto cada impulso trasnochado que tenía; y Manú por esa
confianza kamikaze que profesaba en «las vueltas de la vida».
Lo cierto es que, cuando Ferradás dio por terminada su explicación, se llevó las
manos a la nuca y estiró su cuerpo contra el respaldo del sofá.
—Soy un tipo que falla muy pocas veces en sus pálpitos, Pujol. Y me parece que
vos sos igual. ¿Me equivoco?
Manú exhibió su expresión predilecta. Cuando se levantaba para irse, y yo me
levantaba con él, Ferradás le devolvió aquellas páginas a máquina que coronaban la
pirámide sobre la mesa.
—Una última cosa: prefiero cierto descontrol en la prosa y un poco de
previsibilidad, un poco nomás, en el comportamiento de la gente que trabaja acá. ¿Me
explico? Hablo de tu despedida del Ko San Tei. El próximo arranque destructivo se te
descuenta del sueldo. Hay que decir en favor de Manú que no me hizo el menor
reproche. Ni siquiera me miró acusadoramente, cuando oyó esas palabras del Gordo.
Solo dijo:
—Claro como el agua.
Y por un momento yo creí que lo había dicho para no quedarse callado, como nos
pasaba a todos, tarde o temprano, en presencia de Ferradás. Pero no había sido por
eso, sino para dar por terminado el tema y pasar a algo que sí le interesaba de verdad:
—Estaba pensando —dijo entonces— si me podrían habilitar un adelanto del
sueldo esta semana. Hay algunos gastos que… Algunos gastos —repitió,
encogiéndose de hombros.
Ferradás lo miró en silencio un buen rato, y Manú le sostuvo la mirada: como si
los dos supieran que era irrelevante aclarar de qué clase de gastos se trataba.
—Voy a avisar a Contaduría —dijo al fin Ferradás—. Ezequiel después te
acompaña.
Eso fue todo. Mientras decía eso, el Gordo agitó su mano ortopédica en el aire,
como si con eso alcanzara para esfumarnos de su presencia, atendió el teléfono
inalámbrico con la otra y Manú me miró sonriente, como esperando que lo escoltara
fuera del despacho del jefe.
¿Cómo había definido Ferradás aquella noche de la fiesta lo que pretendía de
Manú: el mundo según Pujol? El Pujol había quedado afuera. Manú tenía que
encontrar un chico de once años absolutamente standard: clase media, familia tipo, ni
muy brillante ni muy idiota, todos los lugares comunes. Podía ser de Buenos Aires o
del interior, de capital o provincia, pero debía ser absolutamente standard y cumplir
veintiún años el 1.º de enero del 2000. Y Manú tenía que estar con él día y noche,

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durante el tiempo que fuese necesario: en la casa, en el colegio, en la calle, en el club,
en la iglesia, en los jueguitos electrónicos, donde fuera. Hasta que el chico le contara
todo: lo que pensaba de su familia, de sus amigos, de sus profesores, del dinero, de la
televisión, de su futuro, de Dios, del planeta y de su hermana o hermano mayor o
menor. Manú tenía que hablarle como si ya fuese un adulto, sin que él se diera cuenta,
y registrar cada una de sus reacciones, hasta conseguir un retrato del argentino tipo
del siglo XXI, diez años antes que las demás revistas.
Cuando salimos del despacho de Ferradás caminamos juntos hasta la redacción.
Con los ojos abiertos y a la bruta luz natural del mediodía que entraba por las
ventanas, las ojeras de Manú eran un poco menos intimidantes.
En cuarenta minutos yo tenía que encontrarme con mi hermana Consuelo para
almorzar. Quizás ese era el momento de escabullirme, con la excusa de que tenía
cosas que hacer. O quizás era el momento de preguntarle a Manú qué planes tenía
para el almuerzo, llevarlo al restaurant donde iba a encontrarme con Consuelo y
presentarlos uno al otro. Pero ¿qué puede hacer o decir alguien de veinte años, y
virgen, a una persona que acaba de separarse? ¿En qué puede contribuir, si ni siquiera
entiende realmente por qué se une y se separa la gente, para empezar?
Más fácil fue ir presentándole a la gente que nos cruzábamos por el camino.
Primero pasamos por Contaduría, donde nos avisaron que el cheque de Manú estaría
listo para el día siguiente. Después recorrimos la redacción.
Ya había más gente en los escritorios y se los fui presentando uno a uno. Cuando
le preguntaron cómo le estaba resultando su primera jornada laboral, Manú dijo que
el ambiente de la revista empezaba a resultarle de lo más estimulante. De todas
maneras, dijo, prefería escribir en su departamento y aparecer para reportarse,
simplemente, tres o cuatro veces por semana, y contar cómo avanzaban las cosas. No
parecía muy preocupado por lo que tenía que escribir para el número siguiente. Ni
siquiera se alteró cuando le dijimos cuál era la fecha de cierre. Un rato después
estábamos instalados en mi escritorio, yo en mi silla y él sentado sobre los aparatos
de calefacción, con la espalda contra la ventana. Parecía haber venido de visita y no
tener nada muy importante que hacer, salvo fumar su cigarrillo y mirar las idas y
venidas de la gente de la redacción.
A las dos menos veinticinco le pregunté si pensaba quedarse mucho tiempo más.
Él dijo: «Creí que no ibas a preguntar nunca», y se levantó como un resorte. Mientras
bajábamos en el ascensor y caminábamos por la calle, sentí que acababa de poner en
marcha una enorme equivocación: por mi cabeza cruzó la expresión de Consuelo
mirando su reloj, en el restaurant, pero me resultó mucho más difícil adivinar qué
cara pondría cuando me viese entrar con Manú. Al llegar a la puerta del restaurant,
ya había imaginado media docena de reacciones de Consuelo, ninguna mínimamente
entusiasta, y seguía sin saber cómo sacarme de encima a Manú. A tal punto que
apenas me di cuenta de que él no frenaba conmigo en la puerta, sino que acababa de
palmearme la espalda y seguía alegremente su camino por la calle.

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La gente de Producción se encargó de localizar el chico que hacía falta. Manú no
se opuso. Aunque en un principio había dicho que en realidad podía buscarlo solo,
apenas supo que tendríamos que chequear su candidato para ver si daba el perfil
exacto dijo que prefería, en ese caso, que lo eligiésemos nosotros.
Dos días después, en medio del loquero habitual de las reuniones de cuadrícula, el
Gordo y Bahiana aprobaron la elección del chico. Manú no estaba en la reunión.
Después de cobrar su adelanto casi no había aparecido por la revista. Y, por algo que
dijo Bahiana durante la reunión, me di cuenta de que todavía no se habían conocido.
La tarde siguiente Manú supo que debía viajar a Rosario a registrar para la
posteridad la concepción del mundo de Marcelo Omar Martínez, argentino, nacido en
la provincia de Santa Fe el primer día del año 1979, hijo de Raúl Ernesto ídem y
María Eva Luchessi, y único hermano de Nora Patricia, cinco años mayor que él.
Producción había arreglado todo con la familia Martínez, que se mostró encantada de
abrir para Manú las puertas de su casa, por el tiempo que fuera necesario. Cuando
Manú considerase que ya tenía material suficiente, viajaría un fotógrafo a hacer las
tomas del chico que ilustrarían la nota. El pasaje de avión tenía fecha para esa misma
noche y los viáticos para hotel y demás gastos ya estaban disponibles en Contaduría.
Lo que hizo Manú, con el pasaje y la plata en el bolsillo, fue dirigirse a su
oficinita, con toda la intención de enclaustrarse ahí a fumar hasta que se extinguieran
las últimas luces de la tarde en su ventana. En realidad, necesitaba pensar si era mejor
decirle personalmente a Iván que iba a estar unos días fuera de la ciudad, o si
convenía más dejárselo anunciado por escrito, como un hecho consumado, cuando
pasara sigilosamente a buscar su bolso por el departamento.
Aunque había estado poco y nada en su cubículo, no le hizo mucha gracia
encontrarlo ocupado. La invasora estaba sentada en el sillón de él, con una pierna
recogida. Al ver a Manú dijo, separando apenas su mandíbula de la rodilla para
hablar:
—Nadie se toma nunca el trabajo de desviarse hasta acá. Será por eso que es el
único lugar pacífico en estas oficinas.
Más que un oasis de paz, a Manú le seguía pareciendo el típico cuartito vacante
del fondo, con sus dos sillones que no combinaban, el escritorio de fórmica surcado
de rayones y quemaduras, el calendario amarillento en la pared y una planta seca en
el enorme macetero debajo de la ventana. Así y todo, ya lo consideraba su lugar. Y lo
que empezaba a inquietarle, tanto o más que la presencia de esa desconocida, era la
flamante computadora instalada perpendicularmente al escritorio.
Igual se sentó en la silla que había contra la puerta. No tuvo problemas en hacer
abstracción de la computadora pero le fue mucho menos sencillo desviar los ojos de
esa presencia insólita del otro lado del escritorio, que le devolvía la mirada con una
sonrisa beatífica, tres botones desprendidos de la camisa que dejaban ver la llanura de
su pecho plano, y una enorme, imperdonable nariz echándolo todo a perder sin
remedio.

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—Te traje el último número —dijo ella, empujando la revista que había sobre el
escritorio hacia Manú—. Acaba de salir de imprenta. Y, mientras él la hojeaba como
si estuviera haciendo tiempo en un consultorio de dentista, mirándola cada tanto,
volviéndose a topar con la estremecedora nariz una y otra vez, ella le preguntó qué
día había nacido.
—Géminis, lo hubiera jurado —dijo, cuando Manú contestó.
Acto seguido, clavó los ojos en el techo y empezó a recitar:
—Marte en la Casa Ocho. Estos son los síntomas: ardor, como si el aire tuviera
partículas microscópicas de hielo ardiente, como si nos asustara, al respirar, llenarnos
de algo nuevo y vaciarnos de algo propio. Lo que sospechamos que está por ocurrir
ya ha ocurrido. El mundo se mueve y nosotros nos movemos en el mundo. Algo
irrumpe; algo abandona nuestra vida. Que la salud no sea esclava del amor ni señora
del trabajo; esa es la consigna.
Manú había levantado los ojos de la revista y miraba con cierto asombro, no ya la
nariz sino a ella. Y ella le devolvía la mirada, después de haber recitado casi
textualmente las palabras que aparecían impresas acerca de Géminis en la columna
astrológica de Data.
—Qué se supone que haga ahora: ¿comprar las demás revistas, comparar lo que
dicen ahí con lo que dijiste y, a fin de mes, determinar quién estuvo más cerca?
—Para qué.
Él no supo qué contestar, pero tampoco le importó demasiado. Releyó el título de
la columna, Mañana hoy, y el nombre que la firmaba.
—O sea que vos sos Berenice.
—Bahiana —dijo ella—. Firmo Berenice la columna pero todos me conocen
como Bahiana por acá.
Manú se preguntó cuánto mediría, parada; era bastante probable que fuese más
alta que él.
—No lo tomes a mal, pero siempre creí que las pitonisas tenían obligación de ser
gordas, y vestirse como bazares turcos ambulantes para ejercer el oficio. Y,
decididamente, no tener esas piernas.
—Y yo creía que los periodistas que entran en un nuevo lugar de trabajo estaban
más tiempo en su oficina. Los primeros días, al menos —dijo ella, con su voz de
barítono—. Salvo cuestiones de emergencia.
Manú se tomó su tiempo para contestar, y la respuesta fue lo que podría
considerarse reflexiva, dentro de sus heterodoxos parámetros.
—Cuestiones de emergencia. Digamos que ni siquiera leyendo mi horóscopo
hubiera visto venir la emergencia que me cayó encima hace unos días.
—Mirá vos —dijo Bahiana.
—Pero supongo que los que leen tu columna se pierden esa clase de sorpresas,
¿no?
Ella alzó las cejas ponderativamente, o dilató sin querer sus enormes fosas

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nasales, y él supo de pronto que había hablado más en serio de lo que pretendía.
¿Hacía falta confesar esas cosas a los demás? ¿Hacía falta recordarse a sí mismo
cierto evento cercano? Claro que antes había que determinar si era mejor hablar de
Myriam —entrar en esa recámara cerrada de su pasado reciente, para empezar a
dejarlo atrás de una vez—, o si convenía más ignorarlo todo lo posible; un par de
años, por ejemplo. Demasiado pronto para enfrentarse a esa clase de dilemas.
Especialmente con esa luz. Especialmente con un personaje como ese delante.
Manú quedó en silencio un rato largo. Cuando le preguntó, unos segundos
después, si era realmente brasileña, y ella se apartó el mechón de pelo teñido de rojo
que le rozaba los labios (como dejando de lado la conversación trivial; como
disponiéndose por fin a explicar qué hacía ahí), descubrió que también funcionaba el
teléfono en esa oficina.
Pero no fue él sino Bahiana quien levantó el aparato, dijo: «Voy para allá» y
colgó. En el mismo movimiento con que depositó el teléfono sobre el escritorio,
estiró la mano hasta que sus dedos huesudos, larguísimos, rozaron la pantalla de la
computadora. Manú vio una mínima luna menguante dorada adherida al rincón
superior y se resignó a escuchar a continuación cuáles eran los poderes de protección
que invocaba esa calcomanía en un aparato tan estremecedor.
Bahiana habló en portugués. Lo que Manú alcanzó a entender fue:
—Usá siempre floppies y no dejes nada bueno grabado en el disco rígido. Digo, si
pensás usar esa máquina para tus notas, y mostrar alguna de las ideas que dicen que
tenés. Las buenas ideas son más escasas que la generosidad y la decencia, en este
lugar. —Y, mientras desocupaba el futuro sillón de él y pasaba a su lado, agregó, en
castellano—: Bienvenido a bordo, precioso.
De manera que eso había sido una especie de rito: la enigmática hechicera de la
revista esperándolo para desmadejarle un poco el astral, a modo de bienvenida, y
precaverlo al mismo tiempo de las miserias corrientes de aquella redacción.
Manú se preguntó si acababa de agenciarse un gargolesco ángel de la guarda, o
como se llamaran esas criaturas en las esferas astrológicas, cualquiera fuese su sexo.
No era momento de dedicarle mucho tiempo al asunto, porque todavía estaba
pendiente el asunto Iván. Pero, en el fondo de su cabeza, casi independiente de su
voluntad, ya empezaba a perfilarse una idea al respecto, cuando volvió a sentir, unos
minutos después, el perfume y la voz de Bahiana, ahora susurrándole desde atrás,
contra su nuca:
—A propósito, me encantó, la palabra pitonisa.
—Podría haberlo jurado —dijo Manú con involuntaria resignación.
La risa que oyó a su espalda tuvo el vibrato de una fumadora de dos atados de
cigarrillos negros por día y el eco pareció permanecer en el aire más tiempo del que
tardó Bahiana en volver a instalarse en el sillón vacío, el supuesto sillón de él.
Que Bahiana reapareciera precisamente entonces. Que volviera a sentarse frente a
Manú, esta vez en silencio. Que al rato, cuando él suspiró sin darse cuenta, dijera que

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ella tampoco había tenido una tarde inolvidable exactamente. Todas esas cosas
debieron ser, para Manú, indicios evidentes de que estaba ocurriendo una más de esas
casualidades providenciales que regían su vida. No necesitó pensar demasiado lo que
iba a hacer a continuación:
Primero le abrió la mano con parsimonia, y se sorprendió genuinamente de las
cosquillas de ella mientras le anotaba con una birome el teléfono de su departamento.
Manú podía hacer esa clase de cosas. Podía decir algo como lo que dijo a
continuación, después de anotar el nombre de su primo y el número de teléfono en la
mano de Bahiana: que había alguien viviendo con él, alguien llamado Iván, un ser
medio místico y levemente desequilibrado, que estaba saliendo de una etapa
contemplativa y no quería pisar la calle hasta que esta terminara.
Hubo algo en la forma en que Bahiana alzó las cejas que le hizo agregar a Manú
que no era nada grave. Tampoco era algo que pudiera contarle a cualquiera; pero
tenía la sensación de que ella podría entender esas cosas, dijo. Especialmente las
razones cabalísticas por las cuales convenía no aludir a ese confinamiento delante de
Iván, en caso de que lo conociera.
—Un hermano astral —dijo Bahiana.
Manú asintió sin pensar.
—Ponele; algo así.
Bahiana volvió a alzar las cejas. Manú la imitó, sonriendo, hasta hacerla sonreír, y
entonces dijo alegremente que la revista lo mandaba a Rosario esa misma noche.
¿Y qué diferencia podía haber entre pedirle a alguien tan obviamente sensato y
generoso como ella que pasara una vez al día a regarle las plantas o que fuese a
constatar que no le faltaran comida y videos a un inofensivo eremita?
La pregunta obvia es: cómo fue que Manú seguía sin conocer la función real de
Bahiana en Data. Respuestas tentativas: Porque no se había quedado nunca en la
revista el tiempo suficiente para verla ir y venir supervisando todo. O bien: Porque
nadie se lo había dicho. Esa clase de detalles decisivos eran los que ni Ferradás ni
Bahiana se tomaban el trabajo de explicar. Esa clase de detalles eran los que
supuestamente yo debí haberle hecho saber a Manú, en su momento.
—Son pocos días. Tres; a lo sumo cuatro. Y él se las arregla solo bastante bien.
La heladera está llena, los del videoclub entregan a domicilio y las películas que le
gustan son todas viejas; nadie las saca nunca.
—¿No dijiste que era medio místico?
Por una décima de segundo Manú pareció quedar en blanco, pero enseguida dijo:
—Es un misticismo no ortodoxo. No atiende el teléfono, por ejemplo. Pero a
veces escucha los mensajes en el contestador. Lee. Pero siempre los mismos libros. El
único líquido que toma es agua. Pero nunca de la heladera. Si le muestro tu columna
de la revista, seguramente va a decir que no es práctica. Como un elogio.
La boca de Bahiana se distendió por un par de segundos, enigmática. Manú
siguió:

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—¿Entendés lo que quiero decir con poco ortodoxo? No es precisamente gentil.
Pero el mundo tampoco ha sido muy gentil que digamos con él. Eso es lo que está
tratando de hacer: replantear los términos entre el mundo y él, de una forma un poco
más llevadera. Ahí es donde entramos nosotros. O vos, ahora que yo tengo que ir a
Rosario. Lo único que tenés que hacer es llamar por teléfono…
—No sirve de nada que llame por teléfono, si no atiende.
—… digas quién sos y dejes el número de donde estés. Decí que sos Bahiana. Si
necesita algo, cuando llames de vuelta, al rato, te va a atender. ¿Es mucho pedir?
Llamarlo una vez por día.
—Nada más que eso —dijo ella.
—Nada más —dijo él, y se quedó esperando en silencio.
Antes de que llegara la respuesta, una cabeza se asomó al cubículo. Una cabeza
que obvió a Manú, saludó a Bahiana tocando un pianito imaginario en el aire con tres
dedos y anunció con redundancia y sin el menor afán de justificar su irrupción: «Ya
llegué». Bahiana miró su reloj:
—¿No dijiste a las diez en el restaurant?
—Sí, pero como dejé el auto estacionado acá abajo, se me ocurrió subir y
chequear que no me dejes plantada.
—Decime alguna vez que te haya dejado esperando.
—Ya sé, ya sé —dijo la recién llegada, mirando la hora en el reloj de Bahiana—.
Uy, las ocho y media. Ya estoy llegando tarde. Junior me va a matar. A las diez en
punto, entonces. ¿Me prometés?
—Prometido —dijo Bahiana a su amiga y agregó, mirando ahora a Manú—: Y a
vos también. ¿Todos conformes?
—¿No es un ángel? —dijo la recién llegada a Manú, con una sonrisa radiante.
Cualquier otra persona de sexo masculino en su lugar hubiese respondido, en ese
momento, con el más irreprimible de los afanes de seducción, con la más furtiva de
las esperanzas eróticas. Y no hacia Bahiana, precisamente, sino hacia esa tercera
persona que estaba con ellos en la oficina, esa persona que enrarecía
sistemáticamente todo sistema hormonal varonil en su radio de influencia.
Claro que cualquier otra persona de uno u otro sexo, que no fuese Manú, habría
relacionado instantáneamente a esa amiga de Bahiana con la reproducción gigante de
la tapa aniversario de Data que cubría una de las paredes de la entrada de la revista.
Con la figura femenina, desnuda y pintada de dorado viejo sobre un fondo igual de
dorado viejo, que posaba en aquella tapa. Con esa cara de facciones perfectas que
había vuelto atractivos los productos más inverosímiles en toda clase de fotos
publicitarias. Con esa criatura vana y universalmente irresistible que era una hermana
astral para Bahiana, una hermana más que terrenal para Consuelo y para mí, y
Valentina Schiaffino de Ferradás para el resto de los mortales.

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4

REVISANDO CAJONES
EN CASA AJENA

Qué decir de las mellizas.


Para empezar de alguna manera, que eran muy parecidas, al menos físicamente, al
menos hasta que cumplieron dieciocho años. Y tan cómplices entre sí como
parecidas. Tenían un chiste privado, uno de los tantos de aquella época antes que
empezaran a cansarse de ser siempre la mitad de una persona: si estaban juntas en
alguna disco, o fiesta, o reunión, una siempre decía en voz alta y näif: «Mi hermana
es de Escorpio», esperando que la víctima le preguntara: «¿Y vos?».
Aunque yo no sea el más indicado para decirlo, las mellizas eran la clase de hijas
que se espera de alguien como Junior Schiaffino. Una perfecta cristalización de
consentimiento paterno y férrea educación inútil. Una de esas ideas platónicas que
por raro azar se corporizan de tanto en tanto en nuestro mundo. Tenían diez años
cuando murió mamá —mi madre y la de ellas—, después del parto en que nací yo.
(Que yo sea un típico producto de colegio pupilo es en cierta medida culpa de ellas:
demasiado problema era para Junior tener esas dos adolescentes frenéticas y
enigmáticas en su casa como para ocuparse de sus negocios, la política y un
huerfanito que ya iba a cumplir seis años).
Tanto Consuelo como Valentina habían sido criadas según la idea de Junior de lo
que debían ser los ejemplares femeninos de la raza Schiaffino: purasangres
puntillosamente idóneos para el mejor casamiento. Lo que significa, entre otras cosas
—y casi todas más bien misóginas, si se quiere—, entender la discreción como un
factor indispensable de carácter. A causa de esa discreción, es poco lo que se sabe de
la ruptura entre ellas. Porque algo pasó en determinado momento de sus vidas, algo
que volvió esa complicidad frente al mundo súbitamente rancia, problemática,
agotadora. A tal punto que las obligó a descubrir nuevos términos para mantener su
identidad a salvo de tan intenso parecido.
Pueden cuestionar mi imparcialidad acerca de lo que sigue, pero lo que
corresponde decir ahora es que, además de discretas y Schiaffino, eran
escandalosamente hermosas las dos. Y, sin entrar demasiado en el terreno de la
psicología barata, ya se sabe en qué se apoya todo narcisismo: en la quimera ingenua,
brutal, de ser único. He ahí una radiografía bastante precisa de Valentina: nunca se le
ocurrió pensar que su hermana era la otra mitad de esa entidad llamada mellizas
Schiaffino. A lo sumo la veía como su reflejo. ¿A Consuelo le caía un mechón sobre
la cara? Valentina constataba disimuladamente que su pelo estuviera perfecto y se
despreocupaba en el acto. Consuelo, en cambio… Consuelo se irritaría si leyera estas

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líneas.
Lo concreto es que algo pasó entre ellas cuando tenían dieciocho años. El hecho
de verlas salteado, cada vez que mis visitas del colegio coincidían con la rara
presencia de las dos en casa, fue lo que me permitió notar algo que quienes las veían
cotidianamente tardaron más en descubrir: cómo se fueron diferenciando, en su
aspecto en general e incluso en sus facciones, hasta volverse tan disímiles entre sí
como el resto de los hermanos de este mundo. Valentina siguió sintiéndose igual a sí
misma y no vio la menor razón para detenerse o desviarse de su rumbo, recto y filoso
como el borde de una infinita hoja de afeitar. Consuelo empezó unos vaivenes
pendulares que la fueron alejando cada vez más de los reflectores de la notoriedad
social, tratando a tientas de averiguar cómo ser algo más que la mitad de alguien.
Hay una foto del casamiento de Valentina y Ferradás que apareció en su momento
en varias revistas. Flanqueado por los novios, ella a su izquierda, él a su derecha,
aparece Junior, abrazando por el cuello al Gordo y Valentina. Consuelo asoma a la
derecha, desprendiéndose del brazo de su flamante cuñado por la fuerza con que
Junior une las cabezas de Valentina y Ferradás a la de él. Consuelo es la única de los
cuatro que mira a cámara y no se ríe a carcajadas, como si nadie le hubiera explicado
nunca la artificiosa naturalidad con que deben dejarse fotografiar los seres
acostumbrados a los flashes de la prensa. Tiene el pelo corto y de color caoba, y está
vestida con uno de esos andróginos smokings negros que hicieron célebre a Marlene
Dietrich. Era de Valentina; Consuelo se había negado a comprar un vestido para el
casamiento, y aceptó ponerse ese smoking media hora antes de que empezara la
ceremonia. Yo estaba ahí cuando Ferradás pasó para dejárselo y yo me quedé a
convencerla cuando el Gordo partió a su casa a vestirse.
La foto es del comienzo de la fiesta. Consuelo se fue enseguida, directamente a
Ezeiza; también se había negado a pedirle a alguna de sus colegas azafatas que la
reemplazara en el vuelo de American a Nueva York de esa medianoche. Alguna vez
Bahiana me dijo que le parecía increíble —«muy digno de tu padre, en realidad»—
haber llamado así a las mellizas. ¿A nadie se le había cruzado por la cabeza qué clase
de consecuencias podía tener a la larga una insensibilidad tal? Aunque yo jamás
defendía a Junior cuando Bahiana hablaba mal de él, aquella vez le recordé que, en
honor a la verdad, había que repartir las culpas entre mi madre y él, en todo caso.
La mayoría de la gente cree que Ferradás conoció a Valentina durante su etapa
como publicitario (después de volver al país, antes del inicio de la segunda época de
Data). En realidad, conoció primero a Consuelo, en un vuelo de vuelta desde Estados
Unidos, cuando hacía casi un año que la revista estaba nuevamente en la calle. Se
acercaba el primer aniversario de la reapertura y el Gordo estaba planeando un
número especial. Cuando vio venir a Consuelo sirviendo champagne por el pasillo de
primera clase tuvo la idea: el falso dorado viejo de la bandeja combinado con la
gélida entrega del cuerpo de Consuelo dentro del uniforme. Apenas apagaron las
luces para la primera película se levantó de su asiento y fue a hablar con ella.

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Consuelo simplemente le dijo que estaba confundiéndola con otra persona.
Hizo algo más, en realidad, vaya a saberse por qué: le dijo que entendía lo que
estaba buscando y le dio el nombre de Valentina. En ningún momento mencionó el
hecho de que era su hermana; simplemente le dijo que a un tipo como él no iba a
serle difícil localizar la agencia de modelos que representaba a Valentina, y lo mandó
de vuelta a su asiento.
Casi dos años después, cuando Valentina y el Gordo empezaron a hablar de
casamiento, Ferradás encargó a uno de los ilustradores de la revista que le hiciera un
Cupido vestido de azafata y se lo mandó a Consuelo con una carta escrita a dúo por él
y Valentina. Consuelo les mandó el dibujo de vuelta con un mínimo globo de
historieta saliendo de la boca del angelito. Decía solamente: «Felicidades. Pero yo no
tuve nada que ver».
Ferradás nunca trató de averiguar qué había pasado entre Valentina y Consuelo.
Tampoco hizo el menor intento por estimular una reunión. Fuese por la clase de vida
que llevaban Valentina y él, o porque el Gordo entendía aun mejor que nosotros cuán
débiles pueden ser los lazos familiares, se adaptó desde el primer momento y sin la
menor señal de sorpresa a la situación entre las mellizas, así como a la relación que
teníamos con Junior.
El regalo de casamiento lo compré yo en nombre de los dos, el mismo día en que
le confesé a Consuelo que Ferradás me había propuesto vivir con ellos, en la casa que
acababa de comprar en Palermo Chico. A Consuelo le pareció bien. (Mentira; dijo eso
porque creyó que era lo que yo quería. Mentira, nuevamente; digo esto porque yo
esperaba que ella decidiera por mí qué era lo que yo quería). El mismo día en que me
mudé ella contrató un albañil que, una semana después, había hecho desaparecer la
pared que separaba nuestros dos ambientes, para convertirlos en un solo páramo
desolado y autosuficiente. Seguimos viéndonos los dos cada vez que Consuelo estaba
en Buenos Aires; no hubo cambios visibles en la forma en que me trataba; pero yo
sabía que había vuelto a convertirme en el hermano menor, ya no más el mellizo de
ella que creí ser durante los quince meses en que viví en ese departamento.
En cuanto al casamiento de Valentina y Ferradás, incidió poco y nada en el
comportamiento de los flamantes marido y mujer. Como si ambos dieran por sentado
la improbabilidad de convertirse en el móvil excluyente de los desvelos del otro,
como si fueran ellos mismos los más conscientes de la incongruencia de su pareja,
encararon muy privadamente su matrimonio.
Había, sin embargo, algo impúdicamente intenso cuando estaban juntos: algo que
solo ellos dos conocían y podían ver, y que nunca se preocuparon por develar al resto
del mundo. Quizá no querían; quizás era que no podían hacerlo, sencillamente,
después de haber vivido tanto tiempo, cada uno a su manera, a la luz de los focos de
la exhibición social. Lo cierto es que, a los ojos de los demás, optaron por seguir
siendo juntos lo que habían sido por separado hasta ese momento.
En el caso de Ferradás, una más de esas enigmáticas novas irrumpiendo de la

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nada en la opaca bóveda estelar de nuestra sociedad, que, con el tiempo, parece haber
estado ahí desde siempre —entre otras razones, por la característica indolencia
argentina con respecto a todo lo que pertenece al pasado. En el caso de Valentina, esa
entelequia que empezaba a definirse con cierta nitidez cuando entraba en el radio de
acción de alguno de los muchos hombres que desfallecían por ella, o por las fotos de
ella.
Después del casamiento, su carrera de modelo conservó esa indolencia que le
permitía darse el lujo de rechazar la mitad de las ofertas que recibía sin perder la más
mínima notoriedad. Pero un día descubrió que el rubro Valentina Schiaffino en su
cabeza se había vuelto más y más impermeable a todo nuevo agregado: como si cada
cosa que le ocurría en los últimos tiempos tuviese un equivalente anterior de
inquietante similaridad, y el futuro se pareciera demasiado al acto de revisar
furtivamente todos los cajones en una casa que alguna vez había sido suya.
Su amor propio le impedía dar el paso siguiente al ritmo de la mayoría de sus
camaradas: nada le aburría más que la idea de convertirse en empresaria sui generis
(dirigiendo su agencia o escuela de modelos, representando a una marca francesa o
fabricando su propia ropa), y le parecía incluso más ridículo probar suerte como
figurita de televisión (a diferencia de tantas, que creían que la imperfección creciente
de su belleza generaba de por sí un viraje neuronal que automáticamente las
capacitaba como periodistas, animadoras o actrices).
Quizás añorara sin saberlo en esos momentos a su hermana melliza —o a lo que
era Consuelo para ella cuando aún la sentía su melliza. Porque el leve desasosiego
que se había ido filtrando en Valentina por las grietas de su vida cotidiana era de una
naturaleza aun más íntima que esos asuntos femeninos que una mujer comenta quizá
con una gran amiga pero nunca con su marido.
Hablaba, sí, del tema. Y con Ferradás, más que con sus colegas y excolegas, o con
Bahiana. Pero a la manera en que hablaban siempre los dos: en el confortable terreno
de las hipótesis, o del escarnio cómplice con que ambos juzgaban los actos de los
demás. Lo que ella nunca pudo, o quiso, hacerle saber, ni a Ferradás ni a nadie, era el
creciente dejo de sequedad que la invadía cuando pensaba en cierto tema. Valentina
sospechaba que Ferradás podía, quizás, «ayudarla». Pero la clase de consejo que le
prestaría su marido, de darle a entender ella su desazón, sería de un orden demasiado
práctico, demasiado concreto y ejecutivo para el grado de brumosa abstracción en que
ella prefería mantenerse.
Valentina temía precisamente eso: que Ferradás le reenunciara los términos de
aquel íntimo dilema en forma tal que planteara una salida, o dos a lo sumo, tan nítidas
como ineludibles una vez enunciadas. Y que eso desatara obligatoriamente un cambio
drástico a partir de entonces. Para ambos, es cierto; pero especialmente para ella.
La fecha en que Valentina hizo este descubrimiento estaba a menos de un mes,
según el calendario astral, del tercer decanato de Escorpio; a veintiocho días de su
cumpleaños, para ser más precisos. A lo largo de esa aciaga jornada de mediados de

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octubre estuvo vagando sola por la ciudad, sin encontrar nada que quisiera regalarse,
sin saber qué pedir en el restaurante donde paró a almorzar, sin decidirse en qué
dirección arrancar el auto cada vez que retornaba a él, dispuesta a persistir en su
peregrinaje sinuoso y solitario.
A las cinco de la tarde se desplomó en una reposera de la quinta en Tortugas y ahí
se quedó, hasta que empezó a caer el sol. Inmóvil. Componiendo primero una serie
interminable de listas mentales (nombres, cosas y hechos más o menos remotos, más
o menos trascendentales en su vida). Adjudicándole después a una tal Valentina
Ferradás las pocas cosas que había hecho en esos dos años. Y contemplando luego
con cierto detenimiento, y por primera vez, a esa desconocida de incierto apellido y
casi treinta años que se había convertido en ella.
Cuando la mucama salió a avisarle que la llamaban por teléfono desde Buenos
Aires, acababa por fin de encontrar en el cielo nocturno un germen de idea que,
aplicada a esa extraña de nombre Valentina Ferradás, podía darle el relieve
indispensable para retornar al mundo. Así que le dijo a su marido que no podía comer
esa noche con él porque debía encontrarse con Junior.
Cortó, discó otro número y verificó con el laboratorio la fecha en que estarían
listos los análisis que se había hecho esa misma mañana. Volvió a cortar y a discar y
pidió hora con su ginecólogo para esa misma semana. Entonces volvió a su reposera
en el jardín en un estado de flotante promisoriedad, hasta que con las primeras luces
de la noche partió rumbo al Centro, a encontrarse con su padre.
Antes, claro, pensaba pasar por la revista, a dejar el auto estacionado y pedirle a
Bahiana que apareciera por el restaurante a rescatarla en no más de una hora y media.
Porque ese era el plazo máximo que alcanzaban a tener las conversaciones entre
Junior y ella, aquellas conversaciones que, por alguna razón que Valentina nunca se
había detenido a analizar, su padre se empeñaba en mantener con ella, al menos
quincenalmente.

* * *

Estaban los dos sentados en uno de los reservados del fondo del restaurant,
debajo de la foto del avión de Saint-Exupéry y relativamente a salvo de las miradas
indiscretas. Junior iba por su tercer jugo de tomate —y, por el grado cada vez más
puntilloso y monosilábico de sus comentarios, Valentina suponía que los jugos debían
contener una considerable dosis de vodka—, cuando llegó Bahiana al restaurant.
Había un tercer cubierto colocado en la mesa y Bahiana ocupó ese lugar, después
de obviar la mano que le tendía Junior y plantarle en cambio un beso en la mejilla.
Valentina notó el rictus de disgusto de su padre y la mirada de soslayo que le dedicó
Bahiana a ella simultáneamente, y se sintió un poco culpable por haberle pedido a su
amiga que la rescatara. Pero la sensación se esfumó enseguida, cuando Junior dijo,
mirándola a ella pero aludiendo al lugar que había ocupado Bahiana:

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—¿No estábamos esperando a Ezequiel?
—Ezequiel tiene para rato, todavía —mintió con todo descaro Bahiana,
desplegando la servilleta sobre sus rodillas y buscando un mozo con la mirada, para
pedirle un menú—. Me pidió que les avisara cuando me vio salir. ¿Ya pidieron el
plato principal o van a comer solamente eso?
—Yo tengo que irme ya, hija —dijo Junior—. Me espera gente en el escritorio.
Decile a Ezequiel que no le hace mal ver a su padre de tanto en tanto. No. Tenés
razón; no le digas nada. Nos hablamos. Cada una de estas frases acompañó la
puntillosa serie de movimientos con que fue incorporándose, besando a su hija y
saliendo del reservado de manera tal que pudiera obviar despedirse de Bahiana en el
proceso.
—Sí, claro. No hay problema —dijo Valentina. Y se quedó mirando a su padre
con la cara completamente vacía de toda expresión. Junior conferenció brevemente
con el mozo, le depositó unos billetes en la mano y salió del restaurant con el mismo
paso con que entraba y salía siempre de todo lugar público: dejando un reguero de
cabezas vueltas hacia él pero sin dar tiempo de reaccionar a todos aquellos que lo
habían reconocido.
—Digan lo que digan de él, hay algo que no se puede negar: está cada día más
guapo.
—Bahiana, por favor —dijo Valentina, volviendo bruscamente en sí.
—No te preocupes, no es mi tipo. Tauro; ajjj. Diferencias astrales irreconciliables.
Para no mencionar el aspecto ideológico. Y, a propósito de…
—No empecés con eso.
—¿Es verdad que tenía una reunión, ahora, o simplemente huyó de mí? ¿Con
quién más puede aliarse, a esta altura? Algo te debe haber dicho.
—Sabés perfectamente que no habla nunca de política conmigo.
—Lástima. Siempre es útil saber cómo piensa el enemigo. Está bien, está bien.
Cambiemos de tema.
En cuanto el mozo les tomó el pedido, Valentina se fue al baño. Con el tiempo
había descubierto que ese era el método más eficaz para serenar a su amiga y
recomenzar en nuevos términos la conversación. Y también era un respiro para ella
misma encontrarse a solas con su silueta frente a un espejo, retocar mínima y
morosamente su aspecto, hasta darse el visto bueno para volver.
Antes de levantarse, se había negado a compartir con Bahiana la especialidad de
la casa, unos spaghetti con caviar de dos colores; y cuando volvió a la mesa procedió
a mordisquear sin ganas su ensalada, mientras su amiga devoraba metódicamente sus
fideos rojinegros.
—Es un misterio que no engordes con lo que comés. ¿Estás haciendo gimnasia, o
algo?
—Yoga, como siempre —dijo Bahiana, entre bocado y bocado.
—Si eso hace el yoga, yo tendría que estar esquelética con mis dos horas diarias

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de…
—¿Cuántas veces te lo voy a tener que repetir?
—Qué cosa.
—Que no dejás que las cosas fluyan; que estás demasiado pendiente de vos
misma. Todo el santo día. A veces te parecés a tus colegas, realmente. A propósito,
¿no dijiste que ayer no trabajabas? Me podés decir dónde te metiste.
Valentina hizo una mueca. Pero después se decidió a confesar lo que suponía era
una versión adaptada y un poco menos trágica de su itinerario físico y mental de sus
últimas horas. Al oírse a sí misma, pensó con cierto alivio que toda la jornada, en su
interminable y agotadora duración, empezaba a parecerse más y más a uno de esos
días premenstruales. Y, para cuando llegó al momento del relato en que estaba
recostada bajo el cielo del crepúsculo en su reposera de Tortugas, ya había decidido
abstenerse de confesar la súbita revelación interior que desembocó en su llamado al
ginecólogo. Bahiana se sirvió más vino blanco mientras escuchaba.
—¿Ves lo que te digo? —dijo, cuando Valentina le robó un sorbo—. No te
permitís servirte un vaso entero para vos.
—Te estoy contando algo serio y mirá con lo que salís.
—Tenés razón; tenés razón. Estabas tirada en la reposera, mirando las estrellas,
y…
—Y de pronto entendí cómo funcionan los horóscopos. Estaba haciendo listas
mentales completamente arbitrarias, de gente que conozco y de cosas que me pasaron
con cada una de ellas, o de cosas que les pasaron a ellas, y de pronto entendí.
—Qué entendiste.
—Nada. Ya sé que no funcionan así; y que todo esto te va a parecer una estupidez
completa. Pero entendí cómo aparece el futuro. Cerrás los ojos y pensás en dos
personas que conozcas, del mismo signo: un varón y una mujer. Las dos primeras que
se te ocurran. Es cierto; tenés que tener buena memoria para los signos. Pero el resto
es fácil: las imaginás como pareja y tenés el pronóstico sentimental; las imaginás en
una oficina y tenés el pronóstico laboral; las imaginás en el consultorio de un médico
y… El futuro aparece, ¿no? Ya sé que no es así. Pero la sensación, el proceso, ¿tiene
algo que ver con esto que te cuento?
—La pasaste mal, ayer y hoy ¿no? Además de esas gansadas, digo. La pasaste
mal.
Valentina sintió una pulsación en la sien, una única pulsación y de un solo lado de
la cara, cuando Bahiana dijo eso. Esperó un instante a ver si se repetía y, cuando
decidió que no hacía falta apoyar ahí las yemas de sus dedos para aplacarla, preguntó:
—¿Por qué?
—¿Vas a comer postre? —dijo Bahiana, como toda respuesta, mientras les
levantaban los platos—. Un helado de limón, para mí. Y el inalámbrico. —Esperó
que el mozo se alejara de la mesa, antes de agregar—: Si son los treinta,
despreocupáte. Primero, porque no se te van a notar: seguís siendo la misma de

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siempre. Y, segundo, porque no es otra cosa que un día más en la vida. Después que
los cumplís, al menos.
El silencio duró hasta que el mozo depositó el helado y el teléfono sobre la mesa.
—Yo sé qué es lo que te preocupa —dijo entonces Bahiana. Acababa de abrir la
mano donde Manú le había anotado el número de teléfono y estaba verificando,
mientras hablaba, que los números escritos en birome en su palma siguieran siendo
legibles—. Que tenga que haber algo más. En la vida. Eso es lo que estás pensando,
¿no? Algo que no te deje vacía; algo nuevo.
Mientras un sector de su cabeza decidía si preguntarle o no a Bahiana a quién
estaba llamando por teléfono justamente en ese momento, la vocecita interior a la que
Valentina siempre prestaba la mayor atención le dijo, muy reposadamente, como si no
quisiera que cundiese el pánico en su interior, que había que seguir hablando a toda
costa, decir algo, lo que fuese, y tarde o temprano recuperaría un tono de voz más o
menos normal. Pero Bahiana no le dio tiempo a abrir la boca:
—Supongo que no me vas a salir con que necesitás distancia de tu marido. O que
te gustaría estudiar algo. O que tendrías que tener un hijo. Sí; pensaste todas esas
cosas. Ay, ay, ay, pichona. Qué tontita sos a veces.
—No pensé en ninguna de esas cosas —dijo Valentina, detestando la susurrante
voz de telenovela que le había salido—. Y no me digas pichona, querés. Que no sepa
lo que me pasa no significa que haya pensado alguna de esas pavadas. No me
subestimes.
El mozo retiró el bol vacío de Bahiana y preguntó si habían terminado con el
teléfono. Bahiana dijo no y pidió un café. Valentina pidió un té de hierbas.
—Muy bien; cambiemos de tema. Hablemos de Manú —dijo Bahiana de pronto
—. Habiéndolo conocido a él, ¿no te inspira curiosidad cómo será el otro? No me
hagas caso; yo me entiendo. A propósito, es el último hallazgo de tu marido para
mejorar nuestra alicaída redacción —agregó, mientras tecleaba el número que tenía
anotado en la mano—. Soy Bahiana. Este es un mensaje para Iván. Sé que Manú se
fue hace un rato a Rosario. Dudo que necesites nada, pero voy a llamar de nuevo en
cinco minutos.
Cuando cortó el teléfono miró a Valentina y dijo:
—Decime que no te inspira ni un poquito de curiosidad. Un místico de nuestro
tiempo.
—De qué estás hablando. ¿Qué Iván? ¿Quién es un místico?
Bahiana sonrió y dijo:
—Alguien que vive encerrado desde hace no sé cuánto tiempo en un
departamento. Como vos. En sentido figurado, quiero decir. Con la diferencia de que
vos no intentás nada para remediarlo. Él, aunque sea, se encierra en su departamento.
Vos te engañás, nos querés hacer creer que está todo fantástico, pero tenés pavor
hasta de encerrarte.
—Bahiana…

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—Lo lamento, pero hoy te toca.
Valentina hizo un último esfuerzo para cambiar de tema: miró fijamente a su
amiga, con toda la admonición que pudo incorporarle a su mirada, pero ya era
demasiado tarde, o sus ojos carecían del poder suficiente para hacerla callar.
—¿Nunca tenés el impulso de hacer algo —dijo entonces Bahiana— con la
certeza de que, eso que hagas, va a equilibrarse con otra cosa?
Misteriosamente. Con otra cosa que va a tomarte por sorpresa y a reconciliarte
con vos misma, en su momento.
—Te conté recién que ayer le compré un traje a Ezequiel, sin saber por qué. De
qué me estás hablando.
Bahiana aspiró hondo y soltó el aire sonoramente.
—Está bien; es cierto. Pero no me refiero a tus personas cercanas, a aquellos a
quienes querés. O no solamente. Hay un equilibrio de las cosas, ¿sabés? Y un plano
astral por encima de nosotros, en donde repercuten nuestras acciones. Lo veas o te
niegues a verlo, existe igual. Blablablá para vos, ya sé. Dejame terminar, antes de
poner esa cara. ¿Estás o no estás en un círculo vicioso? Adonde mirás, ves tu cara; y
es siempre la misma. ¿Nunca pensaste que no sacás nada de tu vida por la sencilla
razón de que esperás recibir siempre lo mismo? ¿Y que creés recibir siempre lo
mismo porque tenés pánico de dar otra cosa?
Valentina quedó en silencio, pero hubo un cambio casi imperceptible en su cara,
como el titilar de las lámparas cuando baja apenas la tensión.
—A quién no le pasa eso —dijo después.
Pero de pronto descubrió que su amiga era un ejemplo ambulante de que no
siempre la vida era así. Estuvo a punto de decir la frase que Bahiana más odiaba: Vos
no podés entender.
Consiguió callarse a tiempo, entre otras razones porque una mujer de ropa
andrajosa forcejeaba con uno de los mozos a la entrada del restaurant. Valentina no
era la única que contemplaba la escena. Otro de los mozos también pareció darse
cuenta, pero se apichonó ante las miradas curiosas. La mujer aprovechó entonces para
soltarse y avanzar entre las mesas agitando una biblia en la mano. No gritaba; no se
dirigía a nadie en particular; no parecía tampoco estar repitiendo mecánicamente un
monólogo dicho mil veces ante mil auditorios tan reticentes como ese.
—A mí ya me han crucificado —decía—. Por eso no me miran. Esta ciudad están
llenas de cruces que ustedes no miran. Nuestro Señor el Cristo será uno de esos que
ustedes no quieren mirar ni escuchar, cuando vuelva a estar entre nosotros. Nuestro
Señor el Cristo los escupirá de Su boca cuando esté de vuelta en Su cruz, y ustedes lo
ignoren. Yo no vengo a pedir. No quiero limosna de ustedes. Lo que quiero es que se
vayan al infierno, mierdas. Que se vayan todos al infierno.
Hicieron falta uno o dos minutos, después que se fuera la mujer, para que el
restaurante volviera a ser el mismo. Valentina miraba una mesa particularmente
ruidosa, como preguntándose por qué no los había oído hasta ese momento. Cuando

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volvió la cara hacia Bahiana dijo:
—A lo mejor tenés razón. Qué sé yo.
—Qué cosa con los católicos: no pueden ser más esquemáticos. O son santos o
son hipócritas, pero nada les cuesta más que enfrentarse con su sensibilidad.
Valentina se encogió de hombros; se sentía tan católica como argentina, por lo
general.
—No estaba hablando de caridad indiscriminada, de actos reflejos generados por
la culpa —dijo Bahiana—. Y tampoco de incomodidad ante episodios como el de
recién. Hablaba de la gran balanza astral.
De las consecuencias de esa… esa indiferencia militante que te caracteriza. A lo
mejor, estás como estás por escaparle a tu propia generosidad como a la peste.
¿Nunca lo pensaste?
—Muchas gracias. ¿Tan egoísta te parezco?
—Sos mi amiga; no te juzgo.
—¿Entonces?
—Me preocupo por vos. Y, si me pedís opinión, te la doy. Alguna vez podrías
tener un poco de confianza en mis diagnósticos. ¿O conocés a alguien más que te
pueda hablar con su intuición femenina y sus cojones?
Valentina no festejó el comentario. No era la primera vez que lo oía y sabía que
no iba a ser la última. Desde el comienzo de su amistad —que ya llevaba casi cinco
años— Bahiana había dejado eso en claro, en caso de que Ferradás no hubiese
alertado a Valentina. Porque Bahiana había sido Bahiano hasta el fin de la primera
época de Data, en 1976: uno de los tantos furibundos idealistas que querían corregir
con sus consignas el rumbo de la historia. A pesar de sus veintitrés años, Bahiano ya
era por entonces la mano derecha y hombre de confianza del Gordo en la primera
Data: el que disimulaba cualquier desmayo en la verborragia barbuda de Ferradás.
Para Valentina, el sexo de Bahiana era un asunto que se daba elíptica y
discretamente por sentado. No sabía si se había operado o simplemente inyectado
hormonas femeninas; no sabía nada de la vida sentimental pasada y presente de su
amiga; y lo mismo le pasaba con la primera época de Data, o con los oscuros ocho
años entre el fin de la primera época y el comienzo de la segunda. Solo sabía que
Bahiana había estado en el norte de Brasil hasta que Ferradás la convocó por teléfono
al lanzarse de nuevo a la aventura, en 1983. Y que desde entonces era más o menos lo
mismo que había sido para Data en la primera época: como si su nueva encarnación
femenina se complementara a la perfección con la nueva versión de la revista que
imponían los tiempos posmodernos.
Fuera cual fuere la verdadera historia del sexo de su amiga y de la ideología de la
revista, Valentina prefería sobrevolar sin escalas esos temas cada vez que asomaban
en la conversación, o se manifestaban de otra manera: como el episodio de un rato
antes, cuando Bahiana esquivó la mano de Junior y lo besó, en cambio, en la mejilla.
Por eso se quedó en silencio un tiempo prudencial y después dijo, por decir algo,

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mientras removía el saquito de té en el agua ya tibia de su taza:
—Ya pasaron los cinco minutos. ¿No vas a volver a llamar?
Bahiana chequeó el reloj de su amiga y apretó la tecla Redial antes de levantar el
inalámbrico de la mesa.
—¿Está el contestador? —dijo Valentina, tratando de restarle interés a la
pregunta. Bahiana asintió en silencio—. ¿Vas a dejar otro men…?
—Soy Bahiana —dijo ella, al teléfono, al oír el bip—. Iván, soy Bahiana.
—Y, casi veinte segundos después: —Hola. Qué bueno. Estaba segura de que ibas
a atender.

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5

EL TELÉFONO CELULAR
DEL CIELO

Cuando Valentina salió del ascensor en el séptimo piso, creyó que se había
equivocado, hasta que vio la puerta esmaltada en beige, la misma puerta y el mismo
picaporte redondo de acrílico que, al acompañar a Bahiana dos días antes, le había
parecido tan horrible, y que ahora le produjo un mínimo déjà-vu reconfortante.
Alguien llamó el ascensor desde otro piso; el ruido deshizo ese alivio de los
últimos tres o cuatro segundos, pero también la puso en movimiento hacia la puerta
beige. Tocó el timbre una vez. Después golpeó. Con los nudillos, como una
minúscula Gretel frente al portón de mazapán. El ruido del ascensor se extinguió, en
algún lugar remoto de las alturas o las profundidades. Cuando se apagó la luz del
palier, ella no solo se arrepintió de estar ahí: tuvo la pavorosa sensación de haberse
quedado fuera del mundo, suspendida en la líquida negrura de un lugar sin
dimensiones ni resquicios de salida.
Apoyó la cabeza contra la madera pintada de la puerta y dijo en voz muy baja:
«Por favor, por favor», como si hubiera alguien escuchándola en la misma posición
del otro lado. O peor aún: como si no hubiera nadie, como si ya no quedara nadie en
el universo que pudiese escucharla.
El esfuerzo de haber pronunciado esas cuatro palabras le extinguió las últimas
reservas de ánimo. Estaba llorando; no era muy consciente de eso aún, pero estaba
llorando, en la oscuridad de aquel pasillo anónimo.
Entonces la puerta se abrió. El palier se iluminó apenas, con la semipenumbra que
venía del interior del departamento y Valentina vio a Iván parado enfrentándola, con
la mano todavía en el picaporte.
Le hubiera gustado reponerse instantáneamente cuando lo vio. Le hubiera gustado
sonreír como solo ella, y decirle: «Te acordás de mí, supongo». Pero ningún creativo
publicitario había escrito el guión de esa escena. Ni había una docena de técnicos y
maquilladores a su espalda, pendientes de cada detalle de iluminación y vestuario. No
había jingle ni música de fondo, ni jefes de cuenta ni gerentes de la empresa
anunciante preocupados por la exhibición de su producto. Solo ellos dos. La
espantosa y opaca, la incorregible vida real. Un agorafóbico en trance pseudomístico,
encerrado en un departamento, visitado de sorpresa por una mujer llorando, una
mujer que en ese preciso momento se daba cuenta de que estaba llorando, al oír el
tono atribulado con que su propia voz acababa de preguntar:
—¿Puedo pasar?
Iván se hizo a un lado, cerró la puerta y volvió de la cocina con un rollo de

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servilletas gigantes de papel. Arrancó una y se la ofreció sin decir una palabra.
Valentina seguía parada junto a la puerta. Con la servilleta apretada en la mano se
dejó llevar hasta el sofá y, cuando él le soltó el brazo, se dejó caer sin resistencia, con
la mano que estrujaba la servilleta todavía apretada contra la boca y la nariz. Iván no
se sentó. Tampoco le preguntó qué hacía ahí, qué le pasaba. Lo único que dijo fue:
—Te traigo un vaso de agua.
Y tuvo la maravillosa gentileza de demorar una eternidad. El tiempo suficiente
como para que ella depositase finalmente la espalda contra el respaldo del sofá y, con
la cabeza echada hacia atrás y los ojos clavados en el techo, consiguiera un mínimo
control sobre las lágrimas y recuperase la voz y cierta compostura.
—Ya pasó —dijo, cuando lo vio a su lado por el rabillo del ojo—. Perdón por la
escena. Creo que ya pasó.
—No hay problema.
El silencio era tan completo que casi podía oírse el milimétrico movimiento de la
luz, de la impiadosa luz del sol de la tarde afuera, sobre los muebles del living en
penumbras.
—¿Siempre estás con las persianas bajas? ¿No te da, no sé, melancolía? Desde
acá arriba se debe ver hasta el río.
—Se ve Uruguay, los días despejados.
—Entonces no estás siempre con las persianas bajas.
No fue un rictus el gesto de Iván, pero se le pareció bastante: abrió la boca, como
si fuera a decir algo. Sin embargo, la única manifestación de vida que le notó
Valentina estaba localizada en el infinitesimal y silencioso movimiento de los labios
de él.
Acaso era el momento de decir: «No sé qué con qué derecho me aparezco en este
estado. Apenas te conozco. Y ni siquiera llamé antes, como hizo Bahiana la otra
noche. Quizá te enerva que te invadan así». Pero pasaban los minutos y cada vez le
parecía más redundante decir algo así. Y, al mismo tiempo, era inconcebiblemente
prematuro decir cualquier otra cosa, en especial referida a lo que le había pasado
antes de llegar al departamento.
Valentina aspiró hondo, con la cabeza echada hacia atrás, contra el respaldo del
sofá. Necesitó cerrar los ojos para hacerlo, y sintió cómo iba desvaneciéndose el
ardor en sus párpados hinchados, cómo iban sedándose sus palpitaciones a medida
que absorbía a través de los poros la liviandad casi hipnótica de ese lugar.
—¿Las oís? —dijo Iván, de pronto.
Y esperó, para que Valentina descubriese por sí misma lo que él podía oír. Pero
Valentina era incapaz de escuchar algo debajo de lo que oía. Era así de nacimiento, en
todo caso, a diferencia de Consuelo, que había aprendido a convivir con los ecos del
mundo externo dentro de ella.
—Las bocinas; las sirenas —dijo él—. No paran nunca, están ahí todo el tiempo:
más arriba o más abajo, más cerca o más lejos, de frente o de costado. Si te quedás

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con los ojos cerrados, empiezan a aparecer de a poco. Como esos microscópicos
puntos luminosos cuando cerrás los ojos después de mirar al sol.
Valentina lo miró como si no entendiera del todo. Hasta que desde algún lugar de
sí misma emergió, inesperado, un símil. En otro momento se hubiera quedado
callada, pero esa brusca expresividad de él era, a su manera, un estímulo.
—Como los teléfonos celulares en un restaurant —dijo. Y, cuando vio la mirada
intrigada de Iván, también se sorprendió ella misma por lo que acababa de decir.
—¿Viste que siempre hay uno sonando? Y cada vez que suena uno todos
manotean el suyo; es ridículo. Aunque no los veas. A alguna gente no le molesta
oírlos; a mí me enervan. Me pongo a mirar las otras mesas, la gente que tengo
alrededor; es como un tic.
—Cómo es que suenan, exactamente.
—No sé —dijo ella mientras pensaba, inmersa en una exigencia insólita y
sorpresivamente nada desagradable: la de charlar más atenta a lo que pensaba su
propia cabeza que a las señales de la adulación y del coqueteo (el lenguaje paralelo
del cuerpo, los dobles sentidos, los chispazos de sarcasmo o ironía). La evidente
ausencia de todo eso en las palabras de él era contagiosa; hacía posible que también
ella pudiera, en ese extravagante lugar, y por primera vez en muchísimo tiempo,
simplemente decir lo que iba pensando su cabeza.
—No sé cómo describirlos. Si tuviera que decir algo, diría… Qué diría. Si estás
distraída cuando suenan, al principio es como la alarma de un despertador. Esa
sensación horrible de volver de a poco a la realidad: como si el despertador perforara
el sueño en diferentes lugares hasta sacarte de ahí. No sé; supongo que soy
terriblemente distraída, porque me pasa cada dos por tres: me toman por sorpresa, me
sobresaltan… Y todos suenan igual; no son como los teléfonos comunes. No podés
darles más o menos volumen, siquiera.
—Por eso suenan todos igual —dijo él.
Ella estuvo a punto de sonreír, pero no supo del todo si a él también le hacía
gracia. Así que dijo:
—Encima dicen que traen cáncer. ¿Podés creer? Y ahora sí se rio. En silencio.
Mirándolo un poco de costado. Olvidada de sus párpados hinchados, de la servilleta
de papel estrujada y húmeda entre sus dedos, de la dureza del sofá desfondado donde
estaba sentada.
Todavía se estaba riendo silenciosamente cuando Iván dijo:
—Ahora parecés la de los avisos. Por momentos sos la viva imagen de esas fotos
y al instante siguiente no tenés nada que ver con esa persona.
Valentina dejó de reírse y dijo: Ya lo sé. A él no pareció alterarlo en lo más
mínimo el cambio de expresión, o de humor, de ella. Alzó las cejas y dijo, con la
misma voz monocorde:
—Vos ni te darás cuenta. Pero hay que acostumbrarse.
—No —dijo ella—. No te acostumbres.

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Y enseguida se rio un poco más, para atenuar sus palabras.
Porque lo que no quería por nada del mundo era salir de esa burbuja de balsámica
serenidad: la media luz, el tenue olor a cuero del sofá, la transparencia empañada del
vaso de agua sobre la mesa, la cansada liviandad en todo su cuerpo después de llorar
como había llorado.
Sintió que le gustaría ir y venir, recorrer cada una de las habitaciones. Saber si
siempre era así, ese departamento. Poder sentir cómo era para él, cuando estaba solo.
Sintió que estaba absolutamente a gusto. Y de pronto dijo, revolviendo en su bolso,
mientras hablaba:
—Ahora que me acuerdo, creo que tengo por acá un té de mango que me trajeron
de… Sí; acá está.
Una lata anaranjada irrumpió de las profundidades del bolso.
—¿Ponés agua a hervir? Y mostrame dónde está el baño. Pero todavía no.
Quedémonos así un ratito más.
En los minutos de silencio que siguieron, mientras ella estuvo frente al espejo del
baño y él mirando la llama azul de la hornalla de la cocina, ninguno fue muy
consciente de la presencia del otro a unos metros, o unas paredes de distancia. Era
como si estuvieran en suspensión latente, en mecánico movimiento corporal, hasta
que volvieron a ocupar, con sus respectivas bebidas, los asientos que habían dejado
vacíos en el living.
El té era perfumado, pero tenía un sabor apenas dulzón y bastante tolerable. De
todas maneras, Iván había preferido uno de sus vasos de agua sin enfriar. Valentina
dio un par de sorbitos a su tazón de té y dijo:
—Tenía que ir a un lugar acá cerca. Deben estar esperándome todavía. Pero de
pronto me arrepentí. Estaba parada en medio de la calle, entorpeciendo el camino, y
había tanto sol… Todo parecía tan remoto, y tan impúdico. La gente entraba y salía
de los negocios y los edificios, y yo era la única que no sabía adónde ir. Quería
meterme en un bar, o volver al auto. Entonces reconocí la entrada de este
departamento. Me acordaba de que era el último piso, y cuando vi la puerta, y el
picaporte de acrílico…
—Está bien. No hay problema.
—No. Es cierto; ya pasó —dijo Valentina—. Pero fue tan raro. ¿No te pasó nunca
sentir que entre un instante cualquiera y el siguiente de pronto hay como una
hendidura, muy pero muy finita, casi invisible… pero lo suficientemente nítida como
para que el tiempo deje de ser esa… esa cosa continua y homogénea? Y a través de
esa hendidura, por un micrón de segundo, te vieras a vos misma de una manera
irreconocible.
—Espasmos —dijo Iván.
—¿Perdón?
—Es la manera que tenemos de sentir el paso del tiempo: en espasmos.
—Sí, claro. No lo había pensado —dijo ella, no muy convencida.

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Y al rato agregó:
—¿No es horrible? Digo, mirarte, en ese momento, y sentir que de un segundo a
otro te convertiste en esa persona que seguramente se fue moldeando sola, minuto a
minuto, en los últimos cinco años. O diez. O los que sean. Es espantoso no poder
distinguir cuánto, de toda esa masa irreconocible, sos vos realmente. La de siempre.
Y cuánto…
Iván miró las manos lánguidas de Valentina, sus dedos larguísimos y perfectos, la
cavidad que formaban los huesitos de su clavícula a ambos lados del cuello, esa doble
hondonada que podía llenarse de gotas de lluvia sin que se derramase nada. Y se
preguntó qué mierda quería decir toda esa masa irreconocible en boca de una mujer
como esa. Salvo que ella estuviera hablando en sentido figurado, pensó,
aproximándose a tientas a lo que un sector de su mente estaba rutinariamente tratando
de decodificar.
—No me hagas caso —dijo ella entonces.
Pero lo dijo de una manera que fue evidente para Iván que le estaba pidiendo
precisamente lo contrario. Aunque fuera en una dosis mínima, gentil, de mera
cortesía.
Hacía demasiado tiempo que él no practicaba esa clase de ejercicio natural de
conversación. Su urbanidad, su tacto, era un músculo adormecido, sin tonificación.
Oyó que Valentina decía:
—No tiene por qué ser necesariamente malo, esto que me pasa, claro. Pero
preferiría…
—No. No tiene por qué ser necesariamente malo —había dicho él.
Estaba hablando demasiado, para su promedio habitual. Eso alcanzó a pensar, al
mismo tiempo que, por primera vez en mucho tiempo, dejaba llegar al terreno oral las
palabras que venían de su cerebro:
—No tiene por qué ser necesariamente malo. Como con esos celulares.
Y, cuando Valentina lo miró, dijo:
—Siempre puede ser Dios que está llamando a alguien por teléfono. Porque había
una escena legendaria, en uno de los pocos libros que seguía releyendo, en el último
libro de Aram Elderian, que trataba exactamente de eso. Una escena entre un viejo
magnate insomne y su leal chofer analfabeto. El magnate le hacía creer al chofer que
la limusina tenía una línea telefónica directa con Dios; y una noche, muy tarde, en
que la única hija del chofer había sido hospitalizada y sin embargo él estaba fielmente
instalado en el coche, en la residencia del magnate, llamaba desde allí a ese número y
dialogaba con alguien que literalmente sanaba su ánimo. Pero no se atrevía a
confesarle nada a su patrón, en los años que seguían. Hasta que el magnate moría, y
el chofer volvía a llamar a Dios, por segunda vez, para preguntarle qué hacer de su
vida. Por supuesto, ya nadie contestaba del otro lado.
Al oír el nombre Elderian, Valentina estuvo a punto de decir que su marido era
una especie de fanático de un escritor que se llamaba así, o algo así. Al menos podía

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jurar que había oído ese nombre, referido a la incongruente foto de un viejo sin
afeitar que Ferradás atesoraba como un tesoro en la biblioteca de su casa en Palermo
Chico. Y, aunque estaba segura de que no había siquiera tocado nunca un libro de ese
Elderian, en ese momento sintió una inesperada satisfacción por sospechar de quién
estaba hablando Iván. Como si aquella foto hasta entonces incongruente fuese de
golpe, también para ella, la imagen de un venerable miembro de la familia muerto
antes de que llegara a conocerlo.
Y, como si el nombre de Elderian fuese la última palabra de un conjuro, sintió de
pronto que ya no veía el menor rastro de autismo, ni de recelo hostil, ni la menor
pátina de extravagancia en la persona sentada frente a ella que dos noches le había
parecido todas y cada una de esas cosas. Ahora veía, sencillamente, a alguien que le
había abierto las puertas de su casa sin preguntar nada. Y, después de dejarla llorar un
rato, le había hecho oír los diversos sonidos de las bocinas urbanas. Y, un poco más
tarde, le confesó que al verla sonreír no le costaba tanto reconocerla. Todo eso
mientras bebía su humilde vaso de agua sin enfriar y la miraba a ella sorber su té de
mango.
Por un instante brevísimo sintió que, en un momento como ese, en un lugar como
ese, podría confesar sus más secretas intimidades. Por un instante brevísimo sintió
que no solo podría, sino que quizá debería aprovechar el momento para confesar el
ciclo completo de sus jornadas recientes. Incluso creyó oír, en asombrosa dicción,
cómo fluiría de su boca el sinfín de pequeños episodios inconfesables, sin
enmascararse en ninguno de aquellos lenguajes que le eran familiares (la efervescente
vacuidad de sus colegas de la pasarela; la corrosiva verborragia de su marido; la
intemperante magnanimidad astral de Bahiana; el hermético dialecto, oral y escrito,
de su ginecólogo).
Y, aunque no dijo una palabra, aunque solamente quedó con los ojos en blanco
por un instante, mirando la luz que se filtraba por las persianas bajas, de hecho fue
como si realmente lo hubiera confesado todo:
* por qué estaba ahí, y no en cierto consultorio médico a apenas una cuadra de
distancia, donde quizá la siguieran esperando aunque la hora de su consulta ya
hubiera pasado largamente;
* por qué conservaba en su cartera el resultado de ciertos análisis, que prefirió
retirar ella misma en vez de permitir que el laboratorio los derivara directamente a su
ginecólogo;
* por qué había terminado llorando a oscuras en el inhóspito palier de ese
departamento, y no depositando sus sospechas más bien irracionales en los confiables
brazos de la ciencia.
Cuando parpadeó, y cerró la boca, y humedeció el techo de su paladar con la
lengua, no necesitó decir nada porque de golpe descubrió que, en efecto, aquello que
le pasaba, que le había pasado, no tenía por qué ser necesariamente malo.
En ese estado de clarividencia extrema depositó el tazón sobre la mesa, se puso de

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pie y caminó hasta el sillón donde estaba él, apoyó las manos a ambos lados de la
cabeza de Iván y lo besó, muy despacio, largamente. Primero solo con los labios,
después con la lengua también. Sin la menor urgencia. Sin avasallarlo ni obligarlo a
seguirla. Simplemente dejándose besar mientras lo besaba. Absolutamente ajena a lo
que le estaba pasando a él entretanto.
Con los ojos cerrados y la nuca contra el respaldo del sillón, Iván sintió el retorno
de una ceremonia pródiga, después de un tiempo inmemorial. Poco a poco, la
languidez casi religiosa de los labios de ella empezó a despertarle del ostracismo
otras partes de su cuerpo y a convocarlas a esa ceremonia. Cuando esas partes de su
cuerpo despertaron y ya acudían al llamado, inmerso en ese vértigo del instante
anterior a saltar en cámara lenta desde un trampolín altísimo, se vio a sí mismo de pie
en esas alturas, como si le hubieran inyectado un líquido fosforescente en todo el
cuerpo que hiciera refulgir impúdicamente cada una de sus cicatrices, cada una de las
heridas de esa incesante batalla emocional que en los últimos tiempos parecía haber
entrado en una tregua de clemente y bienvenido vacío. Y supo ciegamente que ese
beso, o lo que preanunciaba la voluptuosa morosidad de ese beso, tenía el poder de
borrar una a una esas cicatrices. De dejarlo sin marcas. Pero también sin memoria —
y, por eso mismo, sin defensa— de lo que había causado cada una de esas heridas.
Valentina estaba mirándolo con las pupilas apenas más dilatadas que lo normal, a
escasísimos centímetros de los ojos de Iván, respirando casi sin esfuerzo por su
insuperable nariz. Tenía un minúsculo lunar en el nacimiento de la garganta y de allí
parecía irradiar ese aroma de frescura saturada, de jazmines después de una tormenta.
—¿Nunca te dijeron que sos feo, en cierta manera encantador, pero realmente
feo? No, dijo él, mientras ella retrocedía, o más bien derivaba rumbo al sofá,
caminando hacia atrás sin dar la menor impresión de que retrocedía.
—Te salva el aire caballuno. A las mujeres les gustan los tipos con cara de
caballo. Tiene algo… no sé, noble.
Iván estaba demasiado atento a cada uno de los pasos de ella como para prestarle
atención, al momento en que empezara a sentirse fuera del radio de influencia —a
salvo, para decirlo más crudamente: de regreso en el solitario asteroide Iván Pujol.
Por eso no registró tampoco que la expresión de ella no había variado en absoluto
entre el camino de ida y el camino de vuelta del sofá hacia él.
Había, en esa expresión, un distanciamiento que desestimaba toda importancia en
el contacto corporal que acababan de tener. Había algo que a Iván le llevaría algún
tiempo entender: que Valentina era una criatura acostumbrada desde que tenía uso de
razón a ser adorada por la gracia animal de sus movimientos, por la música que
creaba involuntariamente a su paso. Y a ese orden pertenecía el beso que acababa de
darle: no pretendía ni esperaba consecuencias, porque no era móvil de ningún
propósito concreto, ni romántico, ni sexual, ni impulsivo, ni platónico, ni
experimental. Empezaba y terminaba en sí mismo, como todo en ella.
Afuera atardecía; el color de la penumbra en el departamento había ido virando a

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un púrpura sucio y opaco. Valentina resopló dentro del tazón, cerró los ojos
esperando el vaho caliente de vapor contra la cara, pero el té ya estaba tibio.
—Si te dijera que te envidio no me creerías, ¿no es cierto? No tanto la decisión de
encerrarte sino… Esta soledad. Quizá cuando vine la primera vez me pareciste un
poco excéntrico. Pero ya no.
Iván pensó que había conocido pocas personas mejor equipadas que esa que tenía
enfrente para desenvolverse con impune gozo «allá afuera», pero no lo dijo en voz
alta, porque empezaba a preferir no preguntarse qué iba a pasar a continuación.
—No estoy todo el tiempo solo —dijo, en cambio.
—Cierto. Tu primo. Me había olvidado. Sabés lo que dice Bahiana, ¿no? Que vos
y tu primo son un poco como… No. No creo que tengan nada que ver, una cosa y la
otra.
—¿Como vos y tu hermana? Porque tenés una hermana. Una melliza, ¿no?
—No hablaba de ella. Para nada. Hablaba de Bahiana y…
Y, como si recién entonces acabara de registrar las palabras de Iván:
—Qué sabés de mi hermana. No me digas que la conocés.
—Las revistas. En una época leía muchas revistas.
—No te imagino con una revista, la verdad. Te digo más: vos tenés algo de ella,
ahora que lo pienso. No sabría decir qué, pero decididamente… Decididamente debe
ser tardísimo —dijo de pronto.
Depositó el tazón vacío sobre la mesa y pareció dudar un instante.
—¿Querés que te deje la lata de té?
Ya tenía el bolso al hombro. No estaba de pie todavía, pero era como si ya
hubiese puesto en marcha el proceso de irse del departamento. Había muy poca luz,
ya, y un mechón de pelo le cubría la cara a Valentina cuando agregó,
inesperadamente:
—Lo que quiero decir es que me encantaría volver. Si no te molesta que venga de
nuevo.
Iván se preguntó si de eso se trataba, a fin de cuentas, el Tratamiento Pujol: de
empezar a parecerse, aunque fuera un poco, a las personas como Manú, o como
Valentina. De confiar contra toda esperanza que el primer paso de retorno al mundo
de los vivos consistía no en mantener a rajatabla aquella inane rutina cotidiana que
tenía él como toda defensa, sino en dejarla perforar por lo imprevisible, hasta que
empezara a drenar la sustancia tóxica que, día a día, minuto a minuto, lo había secado
por dentro con los años.
—No —dijo entonces.
—¿«No, no me molesta», o «No, no vengas»?
Había una confianza envidiable en el asomo invicto y expectante de sonrisa en la
cara de ella. Iván supo que la pregunta ya se había contestado sola. Y que no era tan
difícil devolverle la sonrisa con un gesto al menos remotamente similar.
—No, no me molesta —dijo, como un escolar aplicado.

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6

EL HOMBRE NUEVO

El único miembro de la familia Martínez en aceptar con cierta naturalidad la


presencia de Manú en Rosario fue Omarcito. Cuando Manú desconcertó a mamá Eva
y a su hija Nora, no más conocerlas, preguntando si, en vez de ir a dormir en el hotel,
podía instalarse en la cucheta de arriba del dormitorio de su futuro entrevistado,
empezó a arruinar el prolijo trabajo previo de la producción de Data con la familia,
para que se comportaran como si Manú fuera invisible y no variasen en lo más
mínimo su rutina cotidiana. Omarcito, en cambio, aceptó a su compañero de cuarto
con la misma indolencia con que dormía con su perro Chimbo en la cucheta de abajo.
Básicamente porque Manú le hacía tan pocas preguntas como Chimbo —y también
porque le pagó desde el principio todos los comestibles y fichas de videojuegos que
él necesitaba para mantenerse en movimiento.
Manú se acopló a los horarios y actividades de Omarcito, dentro y fuera de la
casa, desde el mismo momento en que se instaló en la residencia Martínez. Pero
después de las primeras horas descartó el consejo que le dieron en Data —que
variase entre una distancia estratégica y una cercanía mimética, para que el chico se
olvidara de él—, un poco por falta de necesidad y otro por incapacidad propia.
Mucho más fácil le resultó imitar el grado semiautista de contacto que tenía Omarcito
con los demás miembros de su familia y con el mundo en general.
Pero lo que todos aceptaban como normal en Omarcito les pareció, en Manú, una
incitación constante al abordaje verbal. No era tanto que quisieran ponerlo al tanto de
elementos poco visibles pero decisivos en la personalidad de su entrevistado. Más
bien se trataba de estimularlo: como si conocer al verdadero Omarcito fuese una tarea
muy por encima de las posibilidades de Manú, y recayera en cada uno de ellos —
familiares, compañeros de escuela, maestras, vecinos—, la responsabilidad de que
llegara a buen término el proyecto.
Hasta que Manú lo conoció, Omarcito Martínez idolatraba a Jean-Claude Van
Damme, a BonJovi y a los Mario Bros en todas sus variantes. Era capaz de recitar el
alfabeto entero eructando, hacer 540 000 puntos al Tetris y meterse hasta once chicles
en la boca sin perder capacidad de vocalización. Pero ignoraba por qué empezaban a
desvirtuarse todas estas cosas, no tanto para él mismo como para algunos congéneres
suyos (que se jactaban, en cambio, de saber cómo ponerse correctamente un forro o
tragar el humo del cigarrillo). Simulaba soportar bajo protesta las horas muertas en su
casa (aunque le resultaba más inquietante decidir qué hacer en casa ajena o en la
calle, con otros chicos de su edad), estaba secretamente perturbado por la escasez de
pelos que tenía en cierta zona del cuerpo y bastante satisfecho del olor supuestamente

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viril que ya irradiaban sus axilas lampiñas.
Todavía no tenía del todo resuelto su futuro como adulto: fluctuaba entre el
idealismo de ser guardabosques (para proteger a las especies en vías de extinción) y
el cinismo pecuniario de estudiar odontología («o en todo caso ser dentista», decía,
como una segunda opción menos redituable). Y parecía entender así las diferencias
políticas en su familia: todas las mujeres eran radicales, todos los hombres peronistas
y su hermana mayor, Nora, era un engendro de la naturaleza. Es que, según Omarcito,
Nora suspiraba como una idiota cada vez que veía en la televisión a «ese tipo que
quería ser Presidente», y pensaba viajar a Buenos Aires a trabajar para él en cuanto
terminara el Comercial (a Manú le resultó increíble que alguien llamado Junior
Schiaffino despertara esa clase de pasiones en el interior del país, pero se guardó muy
bien de decirlo).
En su primera jornada en Rosario, Manú supo que Nora se psicoanalizaba,
tomaba clases de inglés y computación, además de asistir al Comercial, y empezó a
entender sin ayuda de nadie que la vocación de Nora de militar en política se debía
mucho menos a las elocuencias ideológicas de Junior Schiaffino que a la abrumadora
chismografía que había coleccionado sobre él. Por supuesto, Nora sabía que Manú
trabajaba para Data, y que el director de Data estaba casado con la celebérrima hija
de su ídolo, y que Valentina había posado, entre muchas otras imágenes míticas,
desnuda y pintada de dorado para un número especial de la revista de su marido.
Nora sabía infinidad de cosas fundamentales de la realidad que Manú ignoraba
océanicamente. Y, en cada uno de los interrogatorios y elucubraciones a que lo
sometió, fue delatando el efecto combinado que tenían en ella la elocuencia y el porte
televisivo de Junior, la belleza pública de Valentina y la notoriedad de Ferradás y la
revista. Todas esas cosas habían ido alimentando, en la soñadora primogénita de la
familia Martínez, la certeza de que, cuando llegara a Buenos Aires con su título de
perito mercantil y su energética ambición provinciana, se convertiría en la
colaboradora de mayor confianza, y tal vez amante de su candidato favorito a
Presidente de la Nación.
Desde el principio de su estadía en Rosario, Manú supuso que en algún momento,
tarde o temprano, su organismo le emitiría desde adentro la señal de que había
acumulado suficiente información y era hora de irse. Por eso navegó con piloto
automático por las coordenadas de la residencia Martínez. Pero no hubo señal.
A las cuarenta y ocho horas, en cambio, ya no le quedaban argumentos para
justificar lo poco que comía de las destrezas culinarias de mamá Eva y empezó a
sospechar que las pulgas de Chimbo habían decidido trasladarse en masa a él o a su
cama. También llegó a la conclusión de que jamás conseguiría puntajes decentes en el
Tetris con tanta expectativa a su alrededor —no de Omarcito sino de sus compañeros
de clase y parientes más o menos cercanos, que parecían conformar un interminable
sistema de relevos cuyo objetivo era no dejar la casa vacía en ningún momento del
día. A eso hay que sumarle las primeras pesadillas ante el panorama de vegetar otra

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media mañana sentado al fondo de la clase de Omarcito —gentil iniciativa propuesta
por la dirección de la escuela, que lo hizo pasar por supervisor del Ministerio de
Educación provincial.
Así que dejó que su inmunosistema de emergencia se hiciera cargo, tomando una
de esas decisiones drásticas que por lo general lo sacaban de apuros. La decisión fue
alquilar un auto, con los viáticos que tenía para el hotel, preguntarle a Omarcito si
quería ir a dar una vuelta por ahí y arrancar rumbo a Buenos Aires con él.
El auto no tenía radio ni pasacassette, pero en cuanto salieron de la zona de
influencia virósica de la residencia Martínez, en cuanto estuvieron en la ruta con
todas las ventanillas abiertas, los dos parecieron empezar a sentirse mejor. Omarcito
tenía unas figuritas de kick-boxing y de golpe se puso a explicarle a Manú por qué
prefería no aprender artes marciales, a pesar de su fanatismo por Van Damme. Manú
escuchó alrededor de dos minutos y medio, y después interrumpió sin pudor a su
entrevistado: «¿Te dice algo el nombre Bruce Lee?», dijo, y al oírse supo que acababa
de encontrar un plan B ideal para cumplir el encargo de Data: en vez de esforzarse en
vano por desentrañar cómo veía el mundo Omarcito, le contagiaría en grageas su
propia concepción de la vida.
La criatura que, trescientos kilómetros después, entró con Manú en el
departamento de la calle Talcahuano era una versión todavía imperfecta de lo que la
familia Martínez y demás allegados irían descubriendo a lo largo de los meses
siguientes. Manú había pensado que a su primo le daría cierta perspectiva adicional
tener un contacto directo con Omarcito, para cuando debiera retratarlo por escrito. De
todas maneras, antes de salir del departamento, en un aparte con Iván, le aclaró que
todas aquellas impresiones de primera fuente debían quedar en stand-by hasta que él
terminara el trabajo con su entrevistado y volviese a Buenos Aires con el informe
definitivo.
El retorno en el auto a Rosario y las doce horas más que Manú pensaba quedarse
allá se irían, supuestamente, en retoques y detalles de último momento, para que las
manifestaciones de lo que brotaba ahora de la cabeza de Omarcito no dejaran
estupefactos a quienes lo rodeaban sino parecieran, en todo caso, la razón por la cual
lo habían elegido en esa revista de Buenos Aires.
No fueron doce sino cincuenta y ocho horas más, en realidad, las que se quedó
Manú en Rosario. Y no tanto porque Omarcito necesitara más pulido sino, entre otros
motivos, porque ese fue el tiempo que tardaron los dos en agotar lo que quedaba de
los viáticos de la revista, en una bacanal de videojuegos, hamburguesas, películas de
kick-boxing y confesiones mutuas con la boca llena. No hubo preguntas molestas
acerca de la desaparición de ambos durante todo el día, quizá porque el nuevo aire de
solemnidad conspirativa que hermanaba a entrevistado y entrevistador era lo que la
familia Martínez podía considerar atmósfera de trabajo y contemplar a la distancia,
respetuosamente y sin intrusiones.
Dos noches después, Manú supo que era hora de irse.

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Faltaba poco para comer. Omarcito estaba viendo televisión, acostado boca abajo
en la alfombra del comedor, golpeando distraídamente sus talones en el aire, y su
hermana y su madre lo esquivaban una y otra vez mientras iban y venían de la cocina
preparando la mesa para la cena. Manú terminaba de vestirse, arriba, después de
darse un baño, cuando el señor Martínez entró en el cuarto y cerró la puerta a su
espalda. Apoyado contra la ventana y mirando en todo momento hacia afuera, le
confesó sin el menor preámbulo a Manú que su mujer y él habían estado encarcelados
en un campo clandestino de detención durante casi toda la dictadura, que Omar había
nacido en cautiverio y que, gracias a los furtivos buenos oficios de un suboficial
pariente suyo, había ido a parar a manos de sus suegros hasta que ellos dos
recuperaron la libertad.
Antes de salir del cuarto tal como había entrado, agregó que muy poca gente lo
sabía (la producción de Data había salteado increíblemente este detalle); que tanto
Eva como él querían dejar atrás el hecho (por eso habían decidido en su momento no
declarar para la Conadep); pero que en las últimas horas había pensado que quizá
fuese un elemento necesario para el trabajo de Manú. En cuanto a él, se sentía mejor
ahora que se lo había dicho y confiaba en que Manú sabría ver cómo incidía eso en la
personalidad de Omar, sin ponerlo necesariamente en la nota.
Unas horas después, cuando Manú bajó a la cocina para distraer su insomnio con
un poco de cerveza, vio a mamá Eva y a Nora, las dos en camisón, desinfectándole
una herida a Chimbo en el piso de mosaicos de la cocina. Ninguna de las dos decía
una palabra. Una sostenía la cabeza del perro y lo acariciaba, mientras la otra
cauterizaba la herida en la pata de Chimbo, con la delicadeza con que se trata a un
enfermo terminal.
Fuese por los dóciles gemidos de Chimbo o por el olor astringente de la
sulfamida, Manú fue sintiendo que ya era hora de irse de esa casa. Se sentó en el
living a oscuras, redactando mentalmente una nota de despedida a Omarcito donde lo
hacía depositario de las fichas de videojuegos que le quedaban, mientras esperaba que
mamá Eva y Nora volvieran a sus dormitorios para subir a hacer su bolso.
Llegó a la terminal de ómnibus a las cuatro. Su ómnibus salía a las cinco y media,
pero no le importó. Primero vagó por ahí, dejándose envolver por la atmósfera de
espera hueca, anónima, ensimismada, que caracteriza a toda estación terminal en el
mundo. Porque, en cuanto entró, había sentido un reflejo familiar: la sensación de
volver a estar en tránsito. Vacío de futuro. Acumulando el bienvenido cansancio que
le permitiría sumergirse en las comarcas del sueño, durante el viaje o en todo caso al
llegar, cuando los cansinos ramalazos de recuerdos terminaran de disolver su
insomnio.
Hizo durar casi una hora la botella de cerveza que pidió en el bar. Fue el último
en subir al ómnibus, después de mirar largamente y desde lejos cómo descargaban de
un camión destartalado los paquetes de diarios locales para el quiosco de la estación.
No le tocó nadie en el asiento vecino. Vio el amanecer doblemente oscurecido: por el

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enorme parabrisas polarizado del ómnibus y por los cristales de sus anteojos negros.
Y estaba a punto de sumirse en uno de sus ataques de narcolepsia cuando llegaron
a Puente Saavedra e hicieron la primera parada delante de un negocio de telefonía
electrónica —uno de los tantos que parecían corporizarse de la noche a la mañana por
todo Buenos Aires. Manú miró los aparatos en la penumbra de la vidriera y de pronto
se acordó de dos de los mensajes que había escuchado al rebobinar el contestador
automático del departamento de Talcahuano, mientras Iván tenía sus primeros
contactos con Omarcito. No los de Bahiana, sino otros dos, tan corteses como
similares. Del estudio de los abogados de Myriam. Pidiéndole ambas veces que se
comunicara con ellos cuanto antes.
Al entrar en el departamento de Talcahuano, Manú tiró a un costado el bolso y la
campera de cuero y arrastró a su primo a la computadora, casi sin decir palabra y sin
el menor interés por leer lo que Iván ya había escrito sobre Omarcito. Dijo que el
viaje en ómnibus había cristalizado la combinación ideal de cercanía y perspectiva
para pintar al chico con toda fidelidad. Y que lo que hacía falta ahora era que Iván lo
escuchara sin interrumpirlo, porque el hilo era muy delgado y él estaba al borde de
cierta iluminación.
Dicho esto, se dedicó a interrogarse a sí mismo en voz alta y a contestarse como
si fuera Omarcito, transfigurando incluso la voz, mientras iba y venía por todo el
departamento, frenándose delante de un objeto al azar y dejándose llevar por esa
elocuencia febril que le despertaba todo aquello que tenía ante sus ojos o en su mente
—fueran zapatos, el televisor, la caja abierta de un videocassette, el titilar del
contestador automático, los ceniceros vacíos y limpios, una foto de Kyoto pegada a la
puerta de la heladera, ropa sucia para el LaveRap, su bolso aún sin abrir, el hollín en
las junturas de las persianas bajas, un par de facturas impagas, la grieta casi invisible
en el techo del living, su paquete de cigarrillos y las llaves y monedas y documentos
y un minúsculo tatuaje de Metallica en la mesa donde vació sus bolsillos en algún
momento de su hiperkinético peregrinaje.
De pronto se interrumpió y fue a abrir la ducha. Reapareció en el dormitorio de
Iván quince minutos después, empapado, con una toalla a la cintura y la mandíbula
cubierta de espuma blanca. Pero lo único que agregó mientras se afeitaba, y con una
voz completamente distinta a la que había usado en su soliloquio minutos antes, fue
que no todo en Omarcito era sencillo de explicar y que ahora sí necesitaba dormir.
Cuando volvió a abrir los ojos era de noche. Tuvo un brevísimo instante de pavor
en la penumbra en donde flotaba. Después se dio cuenta de que estaba en su cama, de
que era Iván quien estaba sentado a su lado, y de que eran de unos rusos las voces
extrañísimas que oía: de unos rusos melenudos y en harapos, del video en blanco y
negro que estaba viendo Iván a oscuras.
—¿Ya terminaste de escribir? —dijo, con un pedazo de pizza fría en una mano y
una cerveza en la otra, cuando volvió de la cocina.
Iván negó con la cabeza, en la penumbra plateada del dormitorio. Problemas, dijo

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después, sin apartar los ojos de las figuras inmóviles en la pantalla. Manú se quedó
esperando, igual que los impertérritos rusos del video, hasta que Iván aspiró por la
nariz y dijo que efectivamente no era fácil, que no encontraba la forma de describir a
Omarcito sin que pareciera, sin que le resultara…
—Qué; sin que parezca qué.
Iván se quedó pensando. Manú apretó pause en el control remoto de la video.
Iván pestañeó. Después, sin mirarlo, le preguntó si se acordaba de Aram Elderian.
—¿Eldequé? —dijo Manú, aunque ese era el nombre que figuraba en la tapa de
tres de los libros que le había pedido su primo cuando decidió quedarse en el
departamento.
Aram Elderian, dijo Iván, casi un minuto después, era un armenio exiliado en
California durante la Segunda Guerra, que había escrito solo tres libros, todos en
inglés, dos de ellos en California antes de hacerse famoso y el tercero cuando ya vivía
en la Argentina. Iván había leído esos tres libros cuando Manú ya estaba en Europa; y
le impresionaron a tal punto que en una carta a su primo le había incluido un
fragmento copiado de uno de ellos, un fragmento que a Manú evidentemente no le
había hecho el menor impacto, si no se acordaba siquiera del nombre del armenio.
—Iván, el problema. Cuál es el problema. A quién le importa ese Elderian.
El problema era Omarcito. El problema era que Omarcito le parecía
involuntariamente insensibilizado por dentro. No, no era eso exactamente. Inmaduro.
Sí: inmaduro como un adulto. Como un adulto con brutas cicatrices que le han
esterilizado sectores del corazón, y por eso se aferra a esa inmadurez. Por la cabeza
de Manú pasó brevísimamente el señor Martínez confesándole el origen de Omarcito,
pero tampoco ahora se lo contó a Iván. En cambio dijo:
—Tiene once años. Cómo no va a ser inm…
Iván negó con la cabeza. Vos sos inmaduro, dijo, por la edad que tenés. Omarcito
no. Los personajes de Elderian a veces empezaban así, pero nunca llegaban a ese
punto; los redimía algún momento epifánico, en que el corazón mudaba de piel y
recobraba sensibilidad.
Manú pasó por alto la acusación de inmaduro y la palabra epifánico; preguntó qué
tenía que ver el tal Elderian con eso, pero se corrigió sobre la marcha: ¿era bueno
escribiendo, el tipo?
Iván asintió con la cabeza.
—¿Muy bueno?
A algunos les parecía insufrible, dijo Iván. Como Hesse, como Salinger, como
Dostoievski. A él mismo le pasaba desde hacía un tiempo, que empezaba a desconfiar
de esa complicidad que le inspiraba Elderian desde la primera línea de un libro. Pero
sí; era muy bueno.
Manú esperó a que Iván le preguntara por qué quería saberlo, pero ya se estaba
acostumbrando a la nula concepción de la gimnasia dialógica que tenía su primo. Así
que tomó una vez más la iniciativa.

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—Qué necesidad hay de complicar las cosas, entonces: ¿no tenés ya las opiniones
de Omarcito sobre casi todas las cosas de las que puede opinar alguien de once años?
Y no hay que inventarlo; ya existe: lo tuviste sentado enfrente hace unos días. Sacale
lo estéril; poné alguna epifanía. Que sea como un personaje de ese Elderian, y chau.
Iván no contestó, pero recuperó el control remoto y dejó correr la película de
nuevo. Manú miró un rato a los rusos hasta que se armó del sopor necesario para
dormirse de vuelta. Pero, antes de cerrar los ojos del todo y dar por terminado aquel
día interminable, le preguntó a su primo para qué carajos se le había ocurrido
mandarle una cosa tan estrambótica en una carta como un fragmento de Elderian.
Iván salió del cuarto sin decir palabra. Volvió con unos de sus libros en la mano.
No tuvo mayores inconvenientes en localizar la página. El fragmento estaba
subrayado en lápiz. Decía: «Al aproximarse a la mediana edad, las células cerebrales
relacionadas con la ansiedad dejan de reproducirse. Es notable la energía que hace
falta para no llegar a la mediana edad. ¿De eso se trata estar vivo, sentirse vivo? ¿Del
esfuerzo que implica tal actividad?».
Manú miró a su primo con cara de nada.
—¿Me querés decir algo? Decilo sin tantas complicaciones, porque me estoy
quedando dormido.
Después de publicar su tercer libro, en 1971, Elderian se había esfumado de
Argentina sin dejar rastros, dijo Iván. E ignoró el comentario de su primo («Lo bien
que hizo», había dicho Manú). Después de leer y releer una y otra vez los tres libros
de Elderian, siguió diciendo Iván, especialmente el último, creía haber develado,
precisamente en esas páginas, el paradero del armenio. Manú levantó la cabeza de la
almohada, dijo: «Te felicito, ¿ahora me dejás dormir?», y la dejó caer como un peso
muerto. Está en Uruguay, dijo Iván. En algún lugar cercano al río Yi, en el Uruguay.
Y, cuando salía del dormitorio de su primo, oyó:
—Cómo va a haber un río que se llame Yi en Uruguay. ¿No se te estarán
mezclando los místicos en la cabeza?
Al mediodía siguiente, cuando Manú se despertó, encontró el texto de la nota
listo, clavado con una tachuela en la puerta cerrada del dormitorio de Iván, y dos
horas después me lo entregaba en la redacción. No mostró el menor interés en que
Bahiana o yo lo mirásemos por encima siquiera, ni quiso saber cuándo iba a tenerlo
leído Ferradás. Tampoco pareció registrar el aire enrarecido de la revista. Dijo que
rendiría los viáticos al día siguiente, que ahora tenía que encontrarse con unos
abogados, y se fue.

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7

EL RODAR
DE LAS ESFERAS

La nota de Manú, con sugestivos cortes y retoques y una bajada introductoria de


cinco líneas redactada por Ferradás, fue la pieza central del número siguiente de la
revista. El título, en letras rojas sobre una foto a doble página, en fantasmal blanco y
negro, de Omarcito —vestido de traje como un adulto, con un tablero de Nintendo en
la mano y el perro Chimbo a sus pies—, también era de Ferradás: «EL HOMBRE
NUEVO». En la tapa de la revista aparecía el mismo título con las mismas letras
rojas, pero esta vez caladas sobre el contorno indiscernible de una figura humana que,
después de ver la foto inicial de la nota, se descubría que era el propio Omarcito.
Para cuando la familia Martínez leyó la revista, Omarcito seguramente era para
todos una encarnación textual de lo que aparecía diciendo en Data y Manú un
recuerdo cada vez más borroso en su rutina cotidiana. Nunca supieron que su hijo
había salido de Rosario, nunca supieron cuánto de la nota era testimonio original del
nuevo Omarcito, cuánto habían contribuido Iván y Manú, y cuánto había agregado y
suprimido Ferradás en la versión final.
Había otra nota, en ese número de la revista, con el mismo título, o casi. Era la
inmediatamente anterior a la de Manú, tenía solo dos páginas, no llevaba firma ni
fotos y el encabezamiento decía: «¿EL HOMBRE NUEVO?». Aunque no se lo
mencionaba en ningún momento, el aludido principal era Junior Schiaffino. Por más
que en aquel número de la revista el nombre de Junior aparecía solo en la nota
firmada por Manú (en boca de Nora Martínez, acompañado de los descabellados
elogios que le hacía la hermana de Omarcito), después de leer esas cáusticas ciento
veinte líneas, redactadas por Ferradás la noche misma del cumpleaños de Valentina y
entregadas a último momento, antes del cierre del número de noviembre de Data, el
efecto era por lo menos polémico. Y, para quien quisiera entenderlo, anunciaba el
comienzo de las hostilidades, de parte del Gordo. (Hostilidades incomprensibles, para
casi todo el mundo, y no solo porque las relaciones entre suegro y yerno eran hasta
entonces de lo más cordiales: lo que sorprendió a casi todo el personal de Data fue
que, para incluir ese brulote anónimo de ciento veinte líneas, hubo que levantar un
aviso de doble página color, anatema completo en una revista que necesitaba sumar a
sus ventas una facturación fuertísima de publicidad para cubrir los desmesurados
costos que se empeñaba en mantener).
El festejo de cumpleaños de Valentina tuvo una inesperada moderación,
comparado con otros años.
Tal como parecían estar las cosas entre ella y Ferradás últimamente, fue una

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sorpresa que lo festejaran, incluso así. Pero con ellos nunca se sabía: otras veces antes
habían estado días enteros sin hablarse, incluso durmiendo en casas separadas —uno
en la quinta de Tortugas, el otro en la casa de Palermo Chico—, y en cada uno de
esos casos a la falta de contacto entre ambos sobrevenía un renacimiento de su
hermético romance. La hosquedad de Ferradás podía preanunciar una monstruosa
fiesta sorpresa organizada en el más completo de los secretos. La abulia de Valentina
podía perfectamente desembocar en una limusina pasando a buscar al Gordo por la
revista a media tarde para llevarlos, a él y a ella, a Ezeiza, y de ahí a Tahití, por una
semana. Cuando llamé a Valentina desde la revista, el día anterior al cumpleaños, y le
pregunté si pensaba usar su auto esa tarde, dijo que no, que estaba a mi disposición,
siempre y cuando pasara por casa a buscarlo antes de que ella saliera. Estaba
esperándome en la cocina cuando llegué, como si fuera su lugar predilecto de la casa.
No solo eso; además me sacó de las manos y terminó de preparar el sandwich que yo
me estaba haciendo y, cuando volvió a la mesa y me lo depositó delante, dejó también
al costado del plato una lista de nombres, escritos a mano con su letra infantil,
algunos acompañados de un número de teléfono, otros no.
—Hay que avisarles que festejamos mañana, y que vengan a eso de las nueve —
dijo.
Yo me limité a mirar los nombres en el papel. Ella suspiró y agregó:
—Mucho más triste sería no festejarlo, ¿no te parece? Y, de todas maneras, voy a
tener que verme igual esta semana con los franceses y el brasileño. Así es mejor. Más
informal con ellos, y más llevadero para los demás. No sé por qué tengo que darte
explicaciones, de todas maneras. ¿Hay algún problema?, pregunté, estúpidamente.
—Ninguno —dijo ella—. Salvo que cumplo treinta años, según Bahiana. Algún
día entenderás. Cosas de mujeres.
Acto seguido miró mi reloj, anunció lánguidamente que tenía que salir en cinco
minutos, y que no sabía a qué hora volvería esa noche. De todas maneras, ya había
dejado órdenes en la cocina acerca del menú, el número de invitados y todas esas
cosas.
Mirando la lista, chequeé con ella la pronunciación de un par de nombres
extranjeros que no le había oído nunca mencionar, y volví a sentir la ausencia de
cierto nombre en esa lista. Terminé de masticar lo que había en mi boca y le dije que
tenía que ir a Ezeiza en un rato. La miré mientras estaba diciéndolo, pero supe que no
había la menor posibilidad de que Valentina me preguntara qué tenía que hacer en el
aeropuerto.
Quizás era una tara de familia la tendencia a apelar a circunloquios para decir las
cosas; quizás era una característica que solo las mellizas podían dominar; y, lo que en
ellas era un estilo fructífero de comunicación, en mi caso era vaguedad sin remedio.
De todas maneras, mientras ella me miraba comer el sandwich y me robaba sorbos de
café, seguí esperando. Esperando cualquier pregunta que me diera pie para decir lo
que quería, y no sabía cómo, decir.

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Un par de horas antes, había confirmado con American y sabía que Consuelo
integraba la tripulación del vuelo directo que llegaba desde Nueva York. Lo que
significaba que, por primera vez en los últimos tres años, pasaría su cumpleaños en
Buenos Aires. Consuelo no sabía, por supuesto, que yo planeaba ir a Ezeiza a
buscarla. Como siempre, no le había avisado a nadie dónde pensaba festejar su
cumpleaños, y cómo, si es que festejaba.
Eso era lo que yo seguía esperando, lo que hubiera querido decirle a Valentina —
o, en realidad, lo que quería oírle decir a ella. Una sola frase, sencilla, como al pasar.
Algo como: «¿La invitamos, mañana?». Pero la egocéntrica redondez del mundo de
Valentina había dejado limpiamente afuera a su única hermana mujer, del mismo
modo que dejaba fuera de la cuestión la posibilidad de llamar ella misma a los
invitados a su cumpleaños, o que alguno de los incluidos en la lista tuviese otra cosa
que hacer y dijera que no. Lo único que agregó, un minuto después, al pasar a mi lado
y revolverme el pelo con la mano, fue: «¿No podés dejar que te lo corte un peluquero,
de vez en cuando, en vez de hacerte esos desastres?». Contra toda evidencia
mínimamente previsible, yo seguía esperando en esa silla de la cocina que Valentina
reapareciera y preguntase por Consuelo cuando oí el ruido de la puerta de entrada al
cerrarse. Alguna vez Bahiana trató de hacerme entender que no se esperaba nada de
mí a modo de pago, por vivir donde vivía y con quien vivía. Ni siquiera la gratitud
emocional era obligatoria, si eso implicaba una paralización de mis propias
emociones.
Los mecanismos de la conciencia humana son misteriosos. Algunas personas solo
están en el mundo y otras son parte del mundo: la única diferencia entre ambas es la
conciencia que tienen, no del mundo, sino de sí mismas. Eso es lo que diferencia a los
planetas de sus satélites: el campo magnético. Un planeta no tiene por qué tener
conciencia de su campo magnético. Un satélite, en cambio, no tiene más conciencia
que esa. Así como un planeta rota sobre su eje y su motor principal es la conciencia
que tiene de sí mismo, el satélite no puede perder jamás de vista al planeta en torno
del cual gira: su razón de ser está en esa permanente traslación circular, alrededor de
un centro ajeno a sí mismo.
Eso es todo lo que habría podido decirle a Bahiana aquella vez. No se lo dije; era
incapaz de explicarme en esos términos, por entonces. Pero importaba muy poco que
mi comportamiento pareciese gratitud excesiva o mal entendida. Desde que tenía uso
de razón, las manifestaciones emocionales pertenecían a la órbita de lo ajeno: parte
de lo que presenciaba pero nunca experimentaba, quisiera o no quisiera
contaminarme.
Durante la hora siguiente, mientras confirmaba por teléfono a las personas de la
lista, pensé qué pocos amigos reales tenían Ferradás y Valentina; qué parecidos eran
al resto de nosotros, al menos en ese sentido, y qué bien lo disimulaban, o sabían
ignorarlo. Contando a ellos dos, serían catorce en la mesa, si me sumaba a mí mismo
como acompañante de Bahiana y Junior venía acompañado —y Valentina sabía de

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sobra que Junior siempre iba acompañado a todas partes.
Además de nosotros, en la lista figuraban: un par de exmodelos que habían
amadrinado a Valentina en sus inicios, devenidas ahora periodista de televisión y
decoradora respectivamente, ambas con sus maridos; los franceses de Thai, que
habían contratado cinco semanas antes a Valentina para su nueva campaña
publicitaria de ropa y perfume en América Latina; el representante de la agencia
Eileen Ford en Sudamérica —un brasileño que estaba en esos días en Buenos Aires
con su secretario y amante, para decidir con Valentina si ella seguiría siendo una
chica Ford o pensaba repetir en el futuro las indecisiones de los últimos tiempos.
Junior mandó decir que iría con una española llamada Blanca Mones Roig, y Bahiana
fue con Manú de acompañante, cuando le avisé en la revista al día siguiente que yo
prefería comer con Consuelo y sus amigos —pero me hizo prometer que llegaría a
casa a tiempo para el momento en que Valentina soplara las velas de la torta de
cumpleaños.
Consuelo se encargó de que cumpliera la promesa. A las once y media de la
noche me sacó la copa de plástico que tenía en la mano, me llevó a la cocina y me
despachó de su departamento por la puerta de servicio, para ahorrarme dar
explicaciones de despedida a sus demás invitados. Así como no quiso saber por qué
había aparecido por ahí unas horas antes —después de recibirla en Ezeiza la noche
anterior, y comer con ella, y esperar las doce para brindar juntos—, no pareció pensar
en ningún momento que no hubiera festejo en casa de Ferradás, o que Valentina y el
Gordo estuviesen fuera de Buenos Aires. Y, cuando llegaron las once y media, me
despachó rumbo a Palermo Chico sin mencionar en ningún momento a su hermana
melliza.
Oí la voz de Junior por encima de las demás en cuanto abrí la puerta de casa.
Todavía estaban en el comedor. Manú y una de las exmodelos —que estaba a su
izquierda— juntaron sus sillas y me hicieron sentar con ellos, pero a los pocos
minutos hubo que trasladarse al living. Bahiana me dijo por lo bajo que me encargara
de apagar las luces en cuanto todos se hubieran acomodado y ella entrara con la torta.
Valentina necesitó soplar tres veces para apagar las velas. Junior siguió acaparando la
conversación después que volvió la luz, mientras Valentina hacía circular las
porciones de mano en mano y participaba de la conversación en francés entre el
brasileño y los de Thai.
La española que había venido con Junior fue la primera en encender un cigarrillo.
Casi no había probado su pedazo de torta y, aunque en el living habría cerca de doce
ceniceros distribuidos en diferentes lugares, fue a buscar uno en la repisa de la
chimenea, junto a la que estaba parado Ferradás. Y ahí se quedó un buen rato,
monologando con el Gordo mientras él deglutía su porción, la mano buena
sosteniendo el tenedor, el plato apoyado en la repisa.
En el curso de la hora siguiente se fueron casi todos: primero los franceses de
Thai, después Junior y su española, después las dos excolegas de Valentina con sus

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maridos. Cuando solo quedaban el brasileño y su secretario y Bahiana y Manú,
Ferradás ya había abierto las puertas que comunicaban el living con su estudio —un
cuarto gigante con biblioteca de pared a pared y una enorme mesa de pool en el
centro de la habitación. Valentina se quedó en el living conversando con el secretario
mientras el brasileño jugaba contra Manú, Ferradás bebía una copa de cognac y
Bahiana y yo mirábamos.
Las únicas luces encendidas en el estudio eran las que iluminaban la mesa. Los
estantes y estantes de libros quedaban en completa penumbra; sin embargo, en
determinado momento, el brasileño se acercó a la foto enmarcada que había entre los
infinitos lomos de libros —la única imagen de toda la habitación—, y le preguntó a
Ferradás quién era. Bahiana cruzó los ojos con los míos, bajó la cabeza y sonrió para
sí misma.
La foto no era muy nítida; se notaba que había sido sacada a distancia, con
teleobjetivo, y daba un efecto atemporal: podía ser de los años cuarenta o setenta, o
incluso de ayer, si pensábamos en ayer como un pasado remoto e irremediablemente
lejano. La figura de la foto era un viejo de pelo muy blanco, con suéter negro de
cuello alto y pantalones gruesos y deformados por el uso, retratado en el instante en
que, sin saber que estaban tomándole la foto, parecía adivinar en el aire una presencia
hostil y giraba a medias el torso hacia la cámara.
—Aram Elderian, una especie de sabio —contestó Ferradás—. ¿Alguien quiere
más torta? —dijo, y salió de la habitación.
El brasileño alzó las cejas ante la palabra sabio y contó que, en los setenta, había
estado un año en la India viviendo en un ashram. Bahiana vació su copa de cognac y
dijo que Elderian no era un gurú sino un escritor, un escritor muy admirado en
Europa y Estados Unidos, que no publicaba desde hacía treinta años, y que había
cometido la ingenuidad de huir de California para vivir y morir en paz en la
Argentina. De esa época era la foto, la última imagen conocida de él. Pero tuvo que
esfumarse de un día para el otro de nuestro país para que sus admiradores, no solo
europeos y yanquis sino también locales —entre ellos Ferradás, dijo en voz más baja
—, lo dejaran tranquilo.
El Gordo estaba volviendo del living cuando el brasileño preguntó si Elderian
seguía vivo. Con el cuerpo encogido contra la mesa y el taco a punto de hacer
impacto en la bola blanca, Manú murmuró: «Sí, claro. En el Uruguay», pero a pesar
del estrépito de su tiro no pudo embocar la bola rayada en la tronera elegida.
Bahiana y yo miramos a Ferradás al mismo tiempo, pero el Gordo evidentemente
no había oído la pregunta. Venía caminando abstraído, limpiándose con la lengua los
restos de crema de las comisuras de la boca. Manú sonrió al brasileño y agregó: «Una
cosa así no pasa sin que el mundo se entere enseguida, ¿no te parece?». Por alguna
razón el brasileño ya no pareció sentirse muy a gusto, como si Manú hubiera aludido
muy veladamente a su homosexualidad, o a su profesión, y después de liquidar el
partido dijo que ya iba siendo hora de irse.

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El Gordo ocupó el lugar del brasileño y le dijo a Manú que acomodara las bolas.
Mientras tanto, colocó en el índice de su mano ortopédica el adminículo de marfil que
se había mandado a hacer especialmente para jugar al billar —una minúscula ve,
forrada en terciopelo para que el extremo angosto del taco se deslizara sin asperezas
—, apoyó la mano artificial en el paño y, con el brazo bueno, llevó el taco hacia atrás
para romper el triángulo de bolas lisas y rayadas.
—¿Te diste cuenta? —dijo al rato, con la cara vuelta en dirección a Bahiana, y el
primer partido casi definido a su favor.
Manú había ido al baño. Después de señalarle dónde estaba, yo me había quedado
apoyado contra la puerta que comunicaba el living con el estudio, mirando a
Valentina a través del ventanal que daba al jardín a oscuras. Desde ahí oí la voz de
Bahiana diciendo:
—Qué: ¿la española que vino con tu suegro?
—Sí. Me cago en su putísima madre. Cuando habló con vos, ¿también elogió sin
parar a Junior?
Bahiana dijo que simplemente había elogiado la revista. Y que después le había
dicho, sin pestañear siquiera, que trabajaba para Orbe y estaba en Buenos Aires para
organizar el desembarco del grupo en la Argentina.
—A mí me hizo lo mismo. En realidad me preguntó cómo veía yo las cosas; qué
estrategia utilizaría si estuviese en el lugar de ella. Esas huevadas. Son iguales en
todos lados, sean hombres o mujeres. Creen que pueden llevarse el mundo por
delante. Salvo que…
—Qué —dijo Bahiana.
—Que no sea nada torpe. Que sepa algo que nosotros no sabemos.
—Por favor, no. No empecemos con la paranoia.
Ferradás miró de costado a Bahiana pero no contestó porque Manú había vuelto
del baño.
—Pujol, ¿te vas dando cuenta de que la potencia por lo general es un defecto en
este juego? —dijo en cambio.
Jugaron dos partidos más, en silencio casi absoluto y un clima cada vez más tenso
y enrarecido por los comentarios de Ferradás. Si Bahiana y yo tardamos en darnos
cuenta del viraje en el humor de él fue, quizá, porque mirar el paño verde de la mesa
desde la penumbra era como mirar el fuego en una chimenea, y al principio pensamos
que los velados ataques del Gordo a Manú solo eran competitividad exacerbada por el
alcohol. Pero entonces dijo:
—La mitad del número que viene era una mierda. Tuve que reescribir la mayoría
de las notas.
—No es de los mejores; es cierto —dijo Bahiana desde su rincón—. Pero no es
tan grave, tampoco.
—Vos qué opinás, Pujol —dijo Ferradás—. Qué opinás de tu nota, por ejemplo. A
cuántos de los que estuvieron acá esta noche les puede gustar.

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A Junior casi seguro, dije yo. Bahiana también había reparado en el breve párrafo
de la nota en que aparecía el nombre de Junior y la idea que tenía acerca de él la
hermana de Omarcito. «Mirá lo que piensan de tu padre en el interior», me había
dicho.
—Y a los franceses, quizá —murmuró Bahiana, mirando el tiro de Ferradás—.
¿No dijeron que querían lanzar ropa para chicos, también?
—Ja —dijo el Gordo.
Pero ya se había roto aquel trance de las esferas. Por debajo del sonido de las
bolas chocando entre sí o golpeando sordamente contra las bandas o el borde de las
troneras, casi podía oírse el rumor de la mente de Ferradás y, como un eco, la
preocupación de Bahiana. Aunque no pegaba nunca con la espectacularidad de Manú,
el Gordo escondía mejor la blanca y tiraba a dos bandas mucho más seguido. En
determinado momento, la disposición de las bolas en la mesa le impidió apoyar
cómodamente la prótesis y tuvo que resignar un tiro fácil para cualquiera con una
mano normal.
—Tu nota fue la que necesitó más reescritura —dijo entonces.
Manú demoró su tiro, y cuando se incorporó y se alejó un par de pasos de la mesa
no supe si había errado por lo que acababa de oír o si tiró así adrede, haciendo rebotar
la bola mansamente en los topes y dejándola en el paño, para que Ferradás volviera a
la mesa.
Lo cierto es que, a partir de entonces, el Gordo siguió jugando en silencio; daba la
sensación de que las bolas rodaban hacia las troneras como si la mesa adquiriera de
pronto inclinación hacia el punto que él elegía, y acabó con las lisas y la negra sin
que Manú volviese a jugar.
Valentina ya había subido hacía rato cuando terminaron el segundo partido.
Ferradás dijo que necesitaba tomar aire y salió al jardín, con su copa de cognac en la
mano. Bahiana fue detrás de él. Cuando quedamos solos, yo le ofrecí a Manú llevarlo
a su casa en el auto de Valentina. Ya estábamos en el garaje cuando le pregunté de
dónde había sacado que Elderian estaba en el Uruguay. Manú se quedó mirando el
auto de Valentina antes de contestar.
—¿Es mucho pedir que me dejes manejar a mí? Y que le bajemos la capota
también, ya que estamos. Este autito es una gloria. —Después que abrió la puerta y se
sentó, dijo—: Tengo una carta de él.
No fuimos directamente hacia su departamento sino en dirección a la Costanera.
Manú respetó cada uno de los semáforos, pero, en la recta de Lugones, ya de vuelta al
Centro, puso el auto a ciento noventa. Como si con eso se diera por satisfecho,
hicimos el resto del trayecto a una velocidad que permitía hablar. Traté de explicarle,
entonces, que el exabrupto de Ferradás era efecto del alcohol, o de la presencia de la
española que había llevado Junior a casa, y que no había ningún problema grave en
su nota sobre Omarcito, ni en el enfoque ni en la escritura —porque eso había dicho
Bahiana cuando le pregunté qué le parecía, en su momento.

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Pero Manú dijo que no me preocupara, que para él no había pasado nada,
tampoco. Al llegar a la puerta de su departamento le pregunté si podía llevarme esa
carta de Elderian a la revista.
—Tendría que buscarla. Para qué.
No sé, dije, puede ser importante. Por la calle desierta se acercaba ruidosa y
lentamente uno de esos camiones de Manliba con cepillos giratorios para barrer la
calzada. Manú ya se había bajado del auto.
Mirando las luces intermitentes del camión, sonrió y asintió con la cabeza.
—Si la encuentro, te la llevo. —Y, antes de que yo arrancara, me gritó desde la
vereda, por encima del ruido del camión—: Le va a impresionar bastante a tu jefe,
¿no?
La casa estaba a oscuras cuando volví a Palermo Chico. Después de recoger el
diario en la entrada y de reconectar el sistema de alarma, dejé las llaves del auto a la
entrada y, al no ver el llavero de Ferradás, supuse que se habría ido a la revista y no
volvería a casa a dormir.
—Son las mil, Ezequiel. ¿Qué hacés despierto, todavía? —dijo Valentina, a mi
espalda.
Estaba sentada a oscuras en uno de los sofás del living, en camisón y con un plato
de torta en la mano. No se veían copas ni platos ni ceniceros sucios por ningún lado;
ni siquiera se olía, en aquel aire azul e irreal, que hubiera habido un ruidoso festejo de
cumpleaños horas antes. Fui a sentarme a su lado y le pregunté qué hacía ella
levantada, si era tan tarde.
—Esperando que me haga efecto la pastilla para dormir —dijo sin mirarme.
Comió uno o dos bocados inapetentes de la mínima porción que se había servido
y, un rato después, depositó el plato en mis manos y se recostó contra mi hombro.
—No fue tan malo, ¿no? —dijo, en voz baja.
—No. Salió todo bien —le contesté, pensando que no era tan falso lo que decía,
al menos en la calma azulada de ese momento.
Al rato sentí que su cabeza giraba apenas contra mi hombro y vi que estaba
acariciando con dos dedos la correa flamante del reloj que le había regalado Ferradás
esa mañana.
—¿Te parece que habría sido diferente si yo estuviera embarazada? — preguntó
de pronto. Y antes de darme tiempo a contestar agregó—: El regalo, digo.
Seguramente, le contesté, por decir algo, porque me pareció que era lo que ella
quería escuchar.
—Tenés razón —dijo ella, y supe sin mirarla que había cerrado los ojos.
Faltaba una buena media hora para que saliese el sol, pero ya se oía el canto de
los pájaros en la quietud lunar del jardín. Pensé dejar pasar un rato más antes de
levantarme y acompañarla hasta su dormitorio, pero quizás era verdaderamente
demasiado tarde. Terminé de comer su torta con la mano que no tenía inmovilizada,
cerré los ojos yo también y así nos quedamos el resto de la noche.

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8

HISTORIA
DE UNA MANO

Estaba solo en el living, y con el cuello atenazado de tortícolis, cuando me desperté a


la mañana siguiente. Valentina se había encerrado arriba y pedido que no la
molestaran, y en la cocina ya estaba todo limpio. Con una taza de café y dos aspirinas
inútiles en la mano, me senté como pude frente al teléfono.
Bahiana, que tenía problemas crónicos de espalda, había tratado de explicarme
varias veces cómo era ese dolor: en los peores momentos, decía, todo su ser parecía
encogerse literalmente hasta caber en una mínima parcela de inmovilidad, rodeada
por todos lados de dolor insoportable, como en esos sueños en que uno tiene el
tamaño de una hormiga en una habitación gigantesca, vacía y al mismo tiempo
asfixiante. No hizo falta que le describiera mi propio dolor, cuando la ubiqué en la
revista. Me consiguió una cita con su quiropráctico enseguida, con la condición
expresa de que ni se me ocurriera ir a trabajar después.
Cuando me vio entrar en la redacción, horas más tarde, no me preguntó cómo me
sentía ni por qué la había desobedecido. Para entonces, los noticieros del mediodía ya
habían anunciado el aneurisma cerebral que había dejado en coma a Mauricio
Kleinman. Ferradás estaba encerrado en su oficina. Bahiana tampoco quería hablar
del tema; a pesar de todo, aquel día seguía siendo el cierre del número de noviembre.
Al verme volver a entrar en la redacción desde el despacho de Ferradás solo dijo que,
si dejaba de pasearme por los escritorios, yo también descubriría que tenía
demasiadas cosas que hacer.
Pocas personas sabían hasta entonces que Kleinman era uno de los dos socios
capitalistas de Ferradás en Data. En el curso de las veinticuatro horas siguientes, sin
embargo, casi toda la redacción de la revista y un sector considerable del espinel
periodístico se puso al tanto. Y no solo de eso, sino también de la presencia en
Buenos Aires de los negociadores del grupo multimedia Orbe.
Ya era vox populi que los españoles de Orbe estaban sobrevolando la revista
como buitres. En los últimos meses habían comprado una radio y después una señal
codificada de cable, y la expectativa general pasaba ahora por averiguar si los
herederos de Kleinman —porque ya todos daban por muerto al viejo— se sentarían
primero con Ferradás o con los negociadores de Orbe, para vender su parte de la
revista.
La redacción era un hervidero de rumores. Las relaciones de los Kleinman con
Ferradás, el revoloteo de la gente del grupo Orbe y la capacidad financiera real del
Gordo para quedarse con el paquete de acciones de Data eran el tema excluyente de

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conversación. Salvo Bahiana, todos parecían estar esperando que Orbe copara la
revista tarde o temprano y la salvara de los delirios de Ferradás; antes de que se
repitiera, en versión adecuada al cambio de los tiempos desde el setenta al noventa, lo
que ya había pasado una vez.
Esto es lo que se sabía del fin de la primera época de Data: que era un hecho
irreversible para Ferradás ya a principios de 1976, a la luz de su módica tirada y las
escasas páginas de publicidad, pero que se precipitó con el estallido de una bomba en
la redacción, después de una reunión secreta entre operadores políticos —algunos
decían que también había personeros de la guerrilla y de la ultraderecha sindical—,
que buscaban una salida de la dictadura a negociar con los militares. A nadie le
parecía extraño que la noticia no hubiera salido publicada en ningún diario; así eran
aquellos tiempos oscuros. Los sobrevivientes habían pasado a la clandestinidad o al
exilio, y nunca supieron con seguridad quiénes habían puesto la bomba, ni cuántos de
los que engrosaron la lista de desaparecidos habían muerto realmente en la explosión
(si es que había muerto alguien) o en operativos posteriores.
En el exilio había dos clases básicas de personas, me había contado Bahiana: los
que odiaban su propia nostalgia y los que ni eso podían, y con ninguno de los dos
grupos era verdaderamente posible reconstruir lo que había pasado en el país, sin
despertar o sentir desconfianza en el empeño. Ferradás reapareció meses después de
la bomba, en Estados Unidos, solo y con el muñón de su mano izquierda ya
cicatrizado. Para Bahiana había sido peor; la secuestraron del departamento donde
estaba escondida, horas antes de que pudiera cruzar furtivamente al Uruguay. Casi
tres años después —y, en gran medida, gracias a la presión combinada de los
organismos norteamericanos que Ferradás consiguió movilizar desde allá, y a la
insistencia pacífica pero inquebrantable en los tribunales argentinos de una tía vieja
de Bahiana, que la había criado y sido casi una madre para ella—, la dejaron partir a
Brasil. Para entonces Ferradás había vuelto a desvanecerse en el aire sin dejar
domicilio conocido y la vieja tía había muerto en Buenos Aires. De manera que
Bahiana no tuvo a quién agradecer lo que habían hecho por ella.
Estaba sola en el mundo, en aquel lugar del norte de Brasil que tantas veces había
visitado desde su adolescencia, cuando aún creía que era posible un mundo mejor, un
mundo donde se conciliaran las dos facetas de su personalidad con la misma
tolerancia igualitaria con que coexistían en aquella ciudad de Brasil ricos y pobres,
negros y blancos, homosexuales y heterosexuales, creyentes y escépticos. Y ese
mundo piadosamente nuevo fue el único testigo de su nueva vida, del cambio de piel
y la nueva vida que Bahiana trató de construirse para sí misma, hasta que Ferradás la
llamó inesperadamente por teléfono desde Buenos Aires, durante los últimos
estertores de la dictadura, y le mencionó el nombre de Mauricio Kleinman por
primera vez.
La única persona que había tomado en serio al Gordo cuando empezó a fantasear
con la idea de reabrir Data, a principios de los ochenta, fue el viejo Kleinman. Ni

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siquiera Bahiana le creyó del todo cuando él la llamó a Brasil para contarle la idea y
proponerle volver. Nadie lo consideró plausible, a pesar del nuevo espíritu que quería
darle el Gordo a la revista, a pesar de la evidente inexistencia de una revista así en la
Argentina y el potencial inmenso que podía tener, según él.
Cuatro años después de la bomba Ferradás había vuelto a la Argentina, y trabajó
en publicidad hasta 1983. Así había conocido a Kleinman: cuando tuvo que rearmar
él solo en un fin de semana una campaña de lanzamiento de producto para una
empresa del viejo, que dos días antes Mauricio había declarado desastrosa. Después
de rearmarla tuvo que interceder ante él, en nombre de la agencia, un lunes negro de
agosto, a las ocho de la mañana, en las oficinas de Kleinman. En el curso de una
semana, le tocó escuchar todas las puteadas que ambas partes habían postergado hasta
ese momento, y mientras tanto operó empecinadamente en busca de una reanudación
de las relaciones. Y, una vez que amainó el temporal, se negó a abrirse por las suyas
con la cuenta Kleinman (como le sugirió el viejo) o a cobrar un solo peso por el
ciclópeo trabajo que había realizado (como le ofreció la agencia).
Cosas así eran infrecuentes en un medio como la publicidad; Ferradás lo sabía y
dejó que se supiera lo que había hecho. A partir de ese momento, se convirtió en una
especie de comodín para la agencia y empezó a verse con Kleinman aunque no
hubiera asuntos laborales de por medio. Escuchó infinidad de veces sus filípicas
sobre la decadencia de este país y la falta de dignidad del nuevo mundo empresario,
sobre la estrechez de miras de los que habían ascendido de la nada y la perezosa
cautela de los que habían nacido en cuna de oro. Disintió y a veces coincidió con esos
apasionamientos, y empezó casi sin darse cuenta a revisitar también él comarcas de
su pasado, simpatizando con Kleinman tanto como sabía que le simpatizaba él al
viejo. A punto tal que, en una de esas sesiones, se animó a confesarle su proyecto de
reabrir Data algún día.
Aquella noche me acosté muy temprano, todavía bajo los efectos del misterioso
ungüento verdoso que me había dado el quiropráctico de Bahiana —un refuerzo
adicional a la despiadada sesión de enderezamiento de mi columna—, y a las cinco y
media de la mañana siguiente, cuando me desperté con la vejiga a punto de explotar,
descubrí a Ferradás sentado en el piso de mi baño, con la luz encendida y la puerta
abierta.
Nunca había visto al Gordo borracho, y tardé en darme cuenta de que no era
alcohol lo que embrutecía su expresión. En cuanto abrió los ojos y me miró supe que
no estaba en sus planes volver a dormirse ni dejarme dormir a mí. No quiso que lo
ayudara a levantarse: cuando lo agarré del brazo bueno, tiró hacia abajo como
queriendo sentarme en el inodoro, a su costado.
Al sentir la presión de su brazo, un ramalazo de electricidad despejó por completo
el sopor de mis gestos mecánicos. No sentí dolor, sino otra cosa, mucho más
alarmante: había pasado algo irremediable entre él y Valentina. Cuando yo subiera
corriendo por las escaleras encontraría algo horroroso; y ya era demasiado tarde para

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hacer nada. Como única manera de espantar de mi mente la imagen que no me atrevía
a imaginar siquiera, para frenar la llegada de esa imagen, miré a Ferradás a los ojos y
le pregunté qué había pasado y dónde estaba mi hermana.
Él pareció adivinar instantáneamente mi pavor. La voz con que me contestó
alcanzó para desactivarlo, más incluso que lo que dijo. Valentina estaba durmiendo
arriba. Y sí; había algunos problemas entre ellos, pero nada que no fuera a
solucionarse en unos días. No valía la pena que me preocupara, agregó mirándome, y
lo repitió, en voz más baja y sin sacarme los ojos de encima, hasta que verificó el
efecto de sus palabras en mi expresión. ¿O todavía no me daba cuenta de que esos
cortocircuitos eran un elemento inseparable del matrimonio entre los dos?, agregó en
el mismo tono de voz.
Después de mear a solas en el toilette de la entrada, volví al otro baño y, como
Ferradás no había cambiado de posición, me senté sobre el inodoro, a su lado. Si
Valentina había tomado una de sus pastillas, no había muchas posibilidades de que
nos oyera desde arriba, pero igual cerré la puerta. Ferradás tenía puesto uno de sus
trajes oscuros, infamemente arrugado, los dos primeros botones de la camisa
desabrochados y la corbata suelta. Había estado en la clínica donde internaron a
Kleinman, dijo. Al volver entró en mi cuarto pero le dio no sé qué despertarme, y no
encontró por ningún lado las pastillas de Valentina, así que había vuelto abajo a
buscar en mi baño algo que se pareciera a un somnífero.
—La luz —dijo entonces—. La luz de este lugar es el mejor somnífero.
Habría que instalar un diván, acá, para casos extremos. Dormís como un angelito
con esta luz.
Después me pidió que le alcanzara la pasta de dientes. Tragó un poco en seco,
chasqueó los labios, como si hubiera recobrado la sensibilidad de sus papilas, se
acomodó contra la pared y dijo:
—Habrás oído por ahí que tu viejo estuvo la noche que explotó la bomba, y que
de ahí viene la plata con que reconstruí la revista.
Nunca nadie me había mencionado a Junior en relación con la bomba. Ni siquiera
Bahiana. Alguna vez me dijo que ella ya estaba en la clandestinidad cuando explotó
la redacción original de Data, pero nunca más había vuelto a mencionar el tema.
—Estupideces —dijo Ferradás—. Mezclan el casamiento de tu hermana con eso.
Mauricio Kleinman consiguió la plata en su momento, y para cuando Valentina y yo
nos casamos la revista ya era un éxito. Lo que sí es cierto es que tu viejo se rajó de
Buenos Aires cuando pusieron la bomba. Pero volvió al tiempito, después de tantear
discretamente el terreno desde Chile. Flor de cagazo se habrá pegado. ¿Por qué te
creés que se desentendió de sus fantasías y relaciones políticas hasta que aclaró el
panorama? La lástima es que no le haya durado para siempre, el susto.
Era la primera vez que Ferradás emitía alguna opinión sobre Junior en mi
presencia y la primera noticia que tenía yo de que se conocieran antes de Valentina.
Efectivamente, Junior había estado en Chile, no como exiliado sino como ministro

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plenipotenciario, y después embajador, y no un tiempito sino casi tres años, y
ninguno de nosotros fue con él. Durante el primer año no pisó Buenos Aires. A partir
de entonces, empezó a hacerse fugaces escapadas, pero las mellizas ya habían
terminado el secundario y cortado sus lazos miméticos, y paraban cada vez menos en
casa: Valentina por su trabajo como modelo; Consuelo por el curso de capacitación
como azafata, en Dallas. El único que lo veía, muy de vez en cuando, era yo, algún
fin de semana, cuando coincidían mis salidas del colegio pupilo donde estaba
entonces con la presencia de Junior en Buenos Aires.
En el mundo en que vivíamos las mellizas y yo, la gente aparecía y desaparecía
de nuestra vista sin consecuencias. Incluso nosotros mismos nos veíamos y
dejábamos de ver en forma completamente azarosa, y muy pocas veces nos
deteníamos a pensar qué había cambiado en el otro entretanto. Cada uno parecía ser
siempre lo mismo para los otros dos: una abstracción, un grado de parentezco, un
extraño solo reconocible por la familiaridad del afecto que sentíamos por él.
En cuanto a Junior, sus relaciones y actividades eran tan remotas para nosotros
como su vida previa a nuestro nacimiento. Sabíamos poquísimo de él, o al menos yo
sabía poquísimo y creía que las mellizas no sabían mucho más. Hasta ese momento,
habíamos asistido distraídamente y sin hacer el menor comentario entre nosotros a la
evolución de su persona pública, desde el retorno de la democracia hasta el imperio
de la ostentación y el enriquecimiento repentino en que había desembocado el país,
después de la hiperinflación.
En una época así, sus costumbres «patricias» (veranear en el campo, vivir en la
mansión que había heredado sin hacerle ampulosas reformas ni ampliaciones,
mantener una inalterable discreción en su promiscuidad sexual e inmobiliaria)
alcanzaban para crear un camuflaje perfecto de sobriedad a su persona. Siendo
productor agropecuario, no era la «voz» del campo sino su crítico mayor, pregonando
la necesidad de modernizar y aplicar un criterio empresario que acabara con la inercia
de paisano del estanciero clásico. Y siendo en cierta manera empresario, criticaba la
patente de corso de sus colegas más conspicuos, que crecían por acumulación
indiscriminada y caprichosa, sin distinción de rubro ni criterio de complementación
en sus múltiples adquisiciones empresariales.
Invitado perenne a todo programa de televisión, jornada, coloquio, foro o reunión
a puertas cerradas en donde se discutieran los virajes necesarios en el rumbo del país,
Junior había conseguido que los medios moldearan una imagen suya de sensatez,
elocuencia y ecuanimidad casi apolíticas. Sobre estos trazos esquemáticos y
enormemente eficaces, se limitó a agregar a su persona pública sutiles facetas a
contrapelo de lo que se «esperaba» de él, hasta alcanzar la complejidad necesaria para
perfilarse como principal candidato a intendente de la ciudad —y, teniendo en cuenta
su edad, futuro presidenciable.
La mayor parte de esta información venía de Bahiana, que consideraba una
especie de misión personal hacerme entender cada uno de los matices intrigantes de

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mi padre, a quien consideraba mucho más peligroso que la corte de cuestionados
funcionarios que integraban el gobierno y con los cuales Junior se codeaba cada vez
más. Lo increíble era que, en cada una de esas filípicas, Bahiana hubiese obviado
sistemáticamente el vínculo entre Junior y Ferradás.
Y ahora el Gordo me hacía saber que los planos separados resultaban estar en
contacto entre sí: Junior y Ferradás no solo habían tenido algo que ver en el pasado,
antes de nosotros, sino que parecían volver a tocarse ahora, por encima de nosotros, a
través del grupo Orbe y la revista, a través de Blanca Mones Roig y el coma quizás
irreversible de Mauricio Kleinman.
Pero eso era todo lo que Ferradás estaba dispuesto a decir sobre Junior esa noche.
Cuando le pregunté si lo había tanteado en su momento para que aportase capital al
relanzamiento de la revista, se rio y dijo que afortunadamente no había hecho falta. Y
cuando quise saber qué relación había entre Orbe y Junior, sus maxilares se crisparon
por una décima de segundo y después dijo, con los ojos cerrados, si quería oír toda la
historia o qué.
«Toda la historia» era, esa noche al menos, la historia a partir de la segunda época
de Data solamente. Y, una vez más, como con cada una de sus confesiones, sentí que
las cosas que me hacía saber nunca terminaban de acoplarse unas con otras. Carecían
de nexos fundamentales, quizás uno solo, quizá varios, que definieran más
nítidamente todo aquello que él se abstenía de precisar.
Al conformarse la sociedad en torno a Data, casi seis meses después de la
reaparición de la revista, por insistencia de los administradores del viejo Kleinman,
Ferradás no conservó bajo su nombre la marca registrada de la revista; pero recibió, a
cambio de su trabajo hasta entonces, el 15% de las acciones. Otro 36% quedó en
manos de Kleinman y el resto fue para un tercer socio traído por el viejo, que había
aportado sin decir ni pío el dinero que Kleinman no pudo aportar. Y que no volvió a
aparecer, salvo para las reuniones de memoria y balance anual.
En el segundo balance, cuando Ferradás le confesó al viejo que estaba dispuesto a
hipotecar todo lo que tenía para comprarles a él y al otro socio sus partes, Kleinman
le hizo ver que era una locura, a la luz del nada moderado ritmo de vida que llevaba
el Gordo y la comodidad con que hacía y deshacía en la revista, sin fijarse en gastos y
sin tener que responder a sus dos socios. La palabra del viejo —que ni él ni el otro
socio venderían, ni harían tampoco el menor intento de meterse en el terreno del
Gordo— fue posponiendo indefinidamente esa operación, hasta que estuvo fuera del
alcance de Ferradás. Y ahora el viejo estaba en coma.
Yo pregunté qué pensaba hacer el otro socio. ¿Lo había llamado ya?
El Gordo sonrió amargamente.
—Ojalá pudiera —dijo—. Lástima que esté igual de incomunicado.
Después de muchas vueltas se lo había confesado uno de los administradores de
Kleinman, cuando Ferradás lo llamó al oír la noticia. El otro socio era nada más que
un testaferro. Toda la plata había sido de Mauricio; la marca Data también. Era tan

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obvio, y él nunca lo había pensado siquiera.
Y ahora qué, dije.
Ahora había que esperar cómo evolucionaba el viejo. Si pasaba lo peor, la revista
iba a convertirse en una presa más que apetecible para cualquier grupo multimedia
extranjero dispuesto a instalarse en el país: la cabeza de playa ideal para lanzar
después sus demás productos gráficos. No dijo Orbe; dijo simplemente «grupo
multimedia extranjero». Con solo racionalizar los absurdos gastos de producción de
Data y atraer nuevos anunciantes, ofreciéndoles publicidad no solo allí sino en las
demás áreas del grupo, se minimizaba el monto que hacía falta ofrecer para tentar a
los herederos de Kleinman.
En cuanto a él, le ofrecerían permanecer a cargo a cambio de un puñadito más de
acciones o le darían salida menos elegante, si se negaba. Así de precaria era su
situación, si el viejo no se recuperaba y los hijos estaban dispuestos a vender.
El administrador había mencionado un testamento que debía abrirse solo después
de la muerte de Kleinman, pero Ferradás no quiso oír una palabra de eso, como
tampoco de las muy escasas probabilidades que había de que su amigo saliera del
estado de inconsciencia en que estaba sumergido. El administrador había sugerido
también que Ferradás evitara todo tanteo personal con la familia Kleinman mientras
no se definiera la situación; o, al menos, hasta que ellos dieran el primer paso.
—Entonces para qué había ido a la clínica, dije.
Ferradás levantó abruptamente la mano ortopédica que descansaba sobre su
rodilla:
—Te sorprendería saber cuánto vale esta prótesis. Mauricio no solo la pagó;
también me convenció de que la necesitaba.
La mano volvió a apoyarse sobre la rodilla. Después de un instante de silencio
Ferradás agregó:
—Parece que nadie tiene en cuenta la obstinación del viejo. Hablan de él como si
todo dependiera de la ciencia, como si la posibilidad de recuperarlo estuviera solo en
los médicos y en las máquinas.
Eso le había contado al Gordo la enfermera a la que sobornó para que lo dejase
entrar en la sala de terapia intensiva. La pregunta que él se negó a formularle, sin
embargo, lo que se negó a saber a través de ella o de cualquier otro era si el viejo
estaba solamente cuadripléjico o si el colapso había arrasado también con toda
actividad mental. Prefirió adivinarlo por las suyas. Pero los larguísimos minutos que
se pasó contemplando el cuerpo inerte y los ojos blandamente cerrados de su mentor,
detrás de la mascarilla de oxígeno, no le habían dado la menor señal, en uno u otro
sentido.
—¿Querés saber a qué fui? Fui a decirle que fue lo más parecido a un padre que
tuve en mi vida. Que me ayudó y me engañó como a un hijo.
Cuando el Gordo dijo hijo yo me di cuenta de que, en el fondo de mi cabeza,
había quedado rebotando una de sus frases. Embotadamente, con la lentitud del sueño

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empastándome la boca y el eco de nuestras voces retumbando en el baño, mi cabeza
seguía dándole vueltas a aquella frase: «Habrás oído por ahí que tu viejo estuvo la
noche que explotó la bomba». Si Junior había ido a Santiago de Chile como
representante diplomático, ¿de qué se había escapado? ¿A quién representaba en
aquellas reuniones secretas de Data? ¿Por qué habían simulado ambos no conocerse
cuando Valentina los presentó, antes del casamiento? ¿Y qué tenía todo eso que ver
con Orbe y la presencia de Blanca Mones Roig en casa como acompañante de Junior?
Ferradás me preguntó en qué estaba pensando. Dije lo primero que se me ocurrió:
si podría comprarle él a los herederos de Kleinman.
No pretendía que me contestase. En realidad, ni siquiera hacía falta. Yo era el
encargado de ir al Banco a pagar sus cuentas, de llevar y traer los papeles locales y
del exterior a su contador. Quizás existieran otros bienes tangibles o intangibles que
yo no conocía. Pero, por lo que había visto en esos papeles, Ferradás vivía al día:
tenía sus pequeñas inversiones y un par de créditos menores, con los que estaba
terminando de pagar la casa de Palermo Chico y la quinta de Tortugas, pero carecía
de verdadero capital.
Sin embargo, debajo del dolor y la aparente impotencia que lo habían derrumbado
en ese baño, noté que no le disgustaba del todo el aire de conspiración en su contra
que estaba adoptando el asunto. De alguna extraña manera, iba a aferrarse
precisamente a eso para paliar la ausencia de Kleinman, para estimular su
recuperación incluso, en caso de que el coma no fuese irreversible. Y de la única
forma que concebía: demostrándole una vez más a ese mundo hostil que no era lo
más aconsejable meterse con un tipo como él, especialmente para pretender
devolverlo al lugar de donde había venido.
Los primeros síntomas visibles de esa actitud aparecerían en aquel brulote que
había escrito sobre Junior la noche anterior e incluido a último momento en el
número de Data de noviembre. No solo en el texto en sí, sino en el hecho de hacerlo
en caliente, y de desplazar un aviso de doble página antes de que decantara su
momentánea irritación y pudiese contemplar el panorama con la pasión helada que
era su principal rasgo de carácter. Salvo, claro, que supiese perfectamente lo que
hacía: que su aparente paranoia fuera en realidad el combustible que necesitaba para
dar batalla no solo a los fantasmas de su pasado sino a la considerable alianza
enemiga que enfrentaba.
—Café —dijo de pronto y fue como si los sanitarios se hicieran a un lado para
que él no los quebrara al incorporarse.
Ya entraba luz por la ventana, y a mí me dolían de nuevo todos los músculos de la
espalda por estar sentado tanto tiempo en ese inodoro. Ferradás dijo que me
encargara yo, mientras él se daba un baño y se ponía ropa limpia. Antes de salir me
palmeó la cara, como siempre, y al estirar los brazos detrás de la nuca hizo crujir
horrorosamente los huesos de su columna.
Eran las siete y media cuando apareció en la cocina. Se sirvió dos veces café de la

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máquina expresso que no dejaba que ninguna de las mucamas tocara, devoró todas las
medialunas que había calentado en el microondas y de pronto quiso saber qué
opinaba yo de la nota de Manú. Simulé pensar un poco y después dije que el chico
quizá resultara un poco irreal para algunos. Ferradás siguió mirando en silencio el
cielo blanco de la mañana, o los cables que cruzaban el cielo de un techo a otro de las
casas, más allá del ventanal de la cocina.
—Justamente —dijo—. Es lo mejor que tiene.
Y agregó:
—Eso es lo que hay que intensificar, si lo queremos realmente verosímil. Si
queremos que sea el Hombre Nuevo.

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9

NO ME OLVIDES
MUY RÁPIDO

El estudio de los abogados de Myriam pretendía ser un silencioso homenaje a la


campiña inglesa, pero había algo que no terminaba de equilibrarse entre la decoración
de la ilustre firma y el edificio donde estaba instalada. Manú volvió a sentir la tenue
desazón de otras veces, al entrar, y esta vez tuvo tiempo para descubrir a qué se
debía.
Por más paneles de madera y grabados de cacería que recubriesen las paredes, por
más sofás de noble cuero borravino y escritorios de roble oscurecido por el tiempo, el
efecto atemporal se resquebrajaba como el maquillaje de un mimo en una actuación
callejera al sol. Y, por debajo del impecable decorado, asomaban los detalles de
modernidad funcional del edificio torre en donde estaban aquellas oficinas. Aunque
se negaran coquetamente a aceptar la estética mobiliaria de esa clase de edificios, los
abogados de Myriam se habían trasladado allí, como tantos otros, para no desentonar
con el ostentoso signo de nuestros tiempos.
Hicieron esperar bastante a Manú —la cita arreglada por él mismo era para seis
días antes, y no había avisado nada en su momento, cuando decidió postergarla hasta
nuevo aviso, cuando estuvo a punto de entrar en los aerodinámicos ascensores del
edificio antes de arrepentirse y seguir de largo por la calle. Pero a Manú no le importó
demasiado. Se sentía liviano, satisfecho, más paciente que nunca, porque llevaba en
el bolsillo un sobre que podía llegar a postergar saludablemente su futuro, y también
el de su primo. De manera que hizo abstracción de su purismo arquitectónico y se
dedicó a disfrutar el airecito artificialmente fresco mientras esperaba, instalado en
uno de los butacones victorianos de recepción.
Una de las empleadas le ofreció café, le sonrió, le dijo que enseguida lo harían
pasar. El café era instantáneo y la empleada, que se llamaba Leticia, parecía tener
todo el tiempo del mundo para conversar. Manú preguntó cómo iban los trámites del
divorcio. ¿Haría falta viajar a Montevideo? No, las audiencias se harían en descargos
por escrito, le explicó Leticia. En cuanto los papeles estuvieran listos lo llamarían
para firmar. El motivo de las llamadas era otro, aparentemente, y ella no estaba al
tanto, así que no podía adelantarle nada. Lo que sí podía, y lo hizo, cuando Manú
mostró interés en el procedimiento, fue explicarle con lujo de detalles cómo manejaba
el estudio todo el envío y la recepción de papelería con Uruguay.
Veinte minutos después lo hicieron pasar a un despacho no muy grande, donde lo
esperaban dos abogados que seguramente eran los más jóvenes de la firma, por lo que
alcanzó a ver Manú durante la espera y en el trayecto por los pasillos hasta aquella

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oficina. A uno de los dos, al más alto, ya lo conocía: desde la fiesta de Data en el Ko
San Tei. Sabía que, a pesar de la calva prematura, era dos años menor que él. Cosa
que le hizo cierta gracia en la fiesta del Ko: que tantos pendejos de entonces hubiesen
mutado en adultos mientras él seguía siendo el mismo de siempre. Aquella noche
también se había enterado de que el tipo trabajaba para Myriam, y supo a través de él
que Myriam ya había puesto en marcha los trámites de divorcio.
Sin embargo, fue el otro abogado, el que Manú no conocía, el de anteojos, cara
lampiña de nene y movimientos más impacientes, el que dio por terminadas las
brevísimas informalidades de rigor y cortó de plano el clima de camaradería
ethaniana.
Con opaca voz profesional dijo que no había, en la voluntad de su cliente, ningún
afán de fijar una fecha concreta de liberación del inmueble que estaba ocupando
Manú, pero agradecerían que les mostrara cierta adaptación a los tiempos que estaba
manejando el estudio para la disolución de la sociedad matrimonial, en vista de su
falta de respuesta hasta entonces a los sucesivos preavisos recibidos. En otras
palabras, cuánto tiempo más necesitaba para irse del departamento.
El ethaniano alzó las cejas, dando a entender lo irreversible de la situación y hasta
ofreciendo cierto difuso apoyo moral, pero no agregó nada, y el tiburón de cara
lampiña se quedó esperando la respuesta de Manú como si tuviera asuntos mucho
más importantes que resolver antes que se extinguiese la tarde.
En su más que moderada experiencia con el mundo jurídico, Manú nunca se había
topado con algunos de esos fascinantes abogados de las películas, que reducen el
mundo a una sencilla ecuación legal, juguetean con la lapicera o los anteojos para
explicar esa ecuación para ellos evidente y verifican después, como si sufriesen un tic
ingobernable, los dos centímetros de puño de camisa que deben asomarles por debajo
de la manga del saco. De los dos exponentes que tenía delante, ninguno hubiera dado
con idoneidad el papel de abogado, salvo quizás en una miniserie televisiva nacional.
Sin embargo, se esforzaban. Quizá fuese una cuestión de tiempo, nomás. Por de
pronto, ya sabían hacerse más que correctamente el nudo de la corbata, ese nudo
macizo, abultado y triangular como el cráneo de un insecto, que todos los abogados
del mundo llevan como una segunda nuez de Adán. Y los dos ostentaban la misma
fluidez nasal para apocopar las palabras de más de dos sílabas y hablar
convincentemente en jerga —un karma de tipo oral comparable al karma de tipo
escrito que arrastran los médicos, con su letra ilegible.
Manú terminó su segundo café y dijo que por el momento no era muy sencillo
subordinar su equilibrio existencial a los tiempos legales. Iba a agregar algo más.
Estaba buscando las palabras para decirlo en esos términos eufemísticos que tanto
parecían tranquilizar a sus interlocutores y mantener la conversación en el terreno de
la seriedad, cuando se abrió la puerta del despacho y apareció uno de los venerables
socios de la firma.
—Señores, ¿me acompañan un minuto? Pujol, espere acá, por favor.

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Manú quedó solo en la oficina. Menos de un minuto después volvió a abrirse la
puerta y entró Myriam.
¿Cuántas cosas pueden cambiar en sesenta días del carácter y el aspecto de una
persona? O, mejor: ¿cuántas cosas de una persona pueden fijarse en nuestra memoria
en un matrimonio de ocho meses? Manú ya sabía de sobra que un mes es muy pocas
veces exactamente equivalente a otro mes cualquiera, pero al ver entrar a Myriam en
el despacho supo que había almacenado muy pero muy pocas cosas de ella en esos
meses juntos. O que, desde entonces, ella había eliminado de sí casi todas aquellas
características.
—No pensaban decirme nada que estabas acá —dijo ella—. Si no es por Leticia,
que me avisó recién, no me enteraba.
—Tendrían miedo de que hiciéramos una escena.
Myriam había apoyado la cadera contra el escritorio y estaba cruzada de brazos,
con las manos a la vista, apoyadas lánguidamente a mitad de camino entre los
hombros y los codos. Las puntas encorvadas hacia adentro de su melena rubia le
rozaban la mandíbula, esa mandíbula que delataba gran parte de la vibrante
personalidad de su dueña.
—Podríamos hacer una escena —dijo, sonriendo apenas.
—No, ya no —contestó Manú—. Tengo una reputación que cuidar.
—Es cierto. Cómo cambian las cosas, ¿no?
No había la menor condescendencia en esas últimas palabras, sino aquella
solapada, belicosa camaradería que alguna vez había sido el registro preferido de los
dos para comunicarse entre ellos.
—Vi un artículo con tu firma en Data. Muy tuyo: eso de tratar a un chico de once
años como si fuese la última Coca-Cola en el desierto.
—Tendrías que conocer a Omarcito. Gran valor.
—No soy buena para tratar con criaturas; ¿no te acordás?
Manú jugueteó con su anillo tibetano, sin dejar de mirarla. Había algo en las
manos, y en la boca de Myriam, que muy de a poco, muy remotamente, empezaba a
entrar en foco con la familiaridad que siempre le había producido a Manú la voz de
ella. Especialmente cuando agregó, casi en un susurro:
—Estás más flaco, todavía. Cómo va todo.
—Es más cómodo. Digo, que la ropa me quede suelta —contestó él.
Porque en los tiempos de Ascochinga, en aquel limbo de temblores, sudor frío y
confesiones grupales, Manú había desarrollado una barriga que contrastaba, al más
puro estilo Biafra, con su flacura general. En cuanto a la pregunta, después de uno o
dos segundos de silencio, estuvo a punto de decir en voz alta una frase que había sido
un mantra para muchos de sus camaradas en Ascochinga (y, para ellos dos en cambio,
la consigna secretamente cómica que regía el despropósito de cada jornada). Estuvo a
punto de decir: «Día por día», pero esta vez sin pudor y sin la menor ironía. Porque le
resultaba mucho más sencillo contestar con cierta franqueza a ese cómo va todo que a

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la intangible familiaridad que seguía creciendo dentro de él frente a la presencia de
Myriam.
Pero, benignamente quizás, ella no le dio tiempo.
—Me tomó completamente por sorpresa ver tu nombre en la revista, cuando me
lo mostraron anoche. ¿Y sabés qué? Recién ahora me doy cuenta de algo más: que me
dio orgullo, también. Todo lo relacionado con vos resulta tan confuso. Cuando quiero
explicarlo, especialmente.
Las veces que traté de hablar con alguien acerca de nosotros sentí que… Que
nadie podía entenderlo realmente, salvo vos y yo. ¿No es irónico? ¿No es irónico que
solo puedas hablar del fracaso del amor con quien fracasaste? —Y, ante el silencio de
Manú, agregó—: ¿Por qué tenemos que darnos cuenta de estas cosas? ¿No sería
mejor, no sería más piadoso si ninguno de los dos…?
La frase quedó inconclusa, pero Myriam hizo un movimiento mínimo de los
dedos, despegándolos por un instante de los brazos y volviéndolos a apoyar donde
estaban antes, para tratar de completar o contestar la pregunta. Y al mismo tiempo
cerró los ojos y sacudió la cabeza, con resignada desolación. Mientras tanto, la
sensación seguía intensificándose en Manú. De a poco. Muy de a poco, pero a ritmo
sostenido. Y ni siquiera corrió el riesgo de interrumpirse cuando ella parpadeó,
suspiró audiblemente y dijo:
—Me están esperando en la otra oficina.
Porque no se movió.
Estuvieron casi un minuto así, mirándose en silencio, recuperando como pudieron
todo aquello que en algún momento lejano pareció ser significativo y eterno y
fundamental en el otro, cuando empezaron a conocerse, en Ascochinga, y los dos
sintieron la misma magnética fascinación por el desconocido que tenían enfrente.
Hay distancias engañosamente breves. Como cuando uno ha hecho mil kilómetros
en el desierto o el mar, por ejemplo, y de pronto ve algo que parece la civilización al
fondo del horizonte y siente que ya ha llegado, aunque esté lejísimos todavía. Hay
distancias que parecen mínimas, al conocerse con alguien, y sin embargo contienen
enormidades: lo que significó para uno y para otro cierta canción, cierta película,
cierto año, cierto país. La abismal diferencia entre lo que hacía el otro cuando uno
estaba viviendo su gran amor adolescente, o viendo morir a alguien muy querido, o
masturbándose empecinadamente en su cuarto, o marchando por la democracia o por
la revolución en cierta plaza. Hay distancias engañosamente mínimas, que con el
tiempo se abisman hasta delatar a gritos la incompatibilidad absoluta entre dos
personas.
Manú sintió que Myriam lo miraba así: como preguntándose si alguna vez,
cuando el paso del tiempo lo asentara todo, cuando cada uno ocupara su casillero
correspondiente en el archivo de los recuerdos del otro, podrían visitar a solas, cada
uno por su lado, en medio de una noche de insomnio, aquellos buenos tiempos en que
cada uno era perfecto para el otro.

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Así se miraron, hasta que ella dijo:
—Nunca me preguntaste qué sentía por vos, ¿sabés? Y no sé qué pensás ahora.
Pero pienses lo que pienses, quiero que sepas que…
—¿Que no nos arrepentimos de nada? —dijo Manú con sequedad.
—No te hagas esto. No hay manera de protegerse, no hay manera de esquivarlo.
Es más dañino. Mucho más dañino, a la larga.
—O sea que todavía falta lo peor.
—¿Me quisiste de verdad, en algún momento? ¿Me querés, todavía?
Manú se tomó su tiempo, antes de contestar. Alguna vez le habían preguntado lo
mismo, en algún lugar de Europa, y cuando quiso contestar descubrió con cierto
pavor que, si había querido algo realmente, como se supone que se quieren aquellos
que están dispuestos a darlo todo por el otro, ese algo se llamaba heroína. No había
sido uno de los grandes momentos de su vida, precisamente. Y no era algo que
quisiera confesarle, ni a Myriam ni a nadie.
—Es un poco demasiado pronto para saber —dijo, en cambio.
Myriam se mordió apenas el labio inferior sin dejar de mirarlo, pero como si no
enfocara del todo. Ya no quedaba mucho más por decir.
Manú alzó las cejas y le preguntó cuánto tiempo más estaba permitido tener a los
abogados esperándola en el otro despacho, sin que se imaginaran las hipótesis más
descabelladas acerca de ellos dos. Ella murmuró: «Tenés razón». Pero antes de salir,
desde la puerta, lo miró por última vez y dijo:
—No me olvides muy rápido.
Los abogados tuvieron la decencia de darle unos minutos a solas a Manú antes de
reaparecer. En esos minutos, él evaluó su situación y decidió que no tenía nada que
perder que ya no estuviera perdido.
Era muy improbable que Myriam estuviera al tanto de una minucia como el
desalojo de Talcahuano. Y también era improbable que los abogados pusieran en
duda o se atrevieran a chequear después con la gran patroncita, si Manú les daba a
entender que ya había resuelto el tema del departamento en esos largos minutos a
solas con ella. De manera que, cuando volvieron a entrar los dos en el despacho,
Manú simplemente agregó que pronto, con un poco de suerte en el corto plazo podría
hacerse cargo, tal como había arreglado con Myriam, de las expensas y demás gastos
de Talcahuano. Y que se los haría saber en su momento. Eso fue todo lo que dijo. Y
surtió efecto, aparentemente.
Al salir del despacho, se acercó a Leticia, le agradeció el café y el aviso a Myriam
y, muy conspirativamente, le tendió la carta que llevaba en su bolsillo. Mientras
Leticia miraba con sorpresa los datos que figuraban en el sobre —la carta estaba
dirigida al mismo Manú, no a la dirección de Data sino a Talcahuano, y no tenía
remitente—, él le preguntó si había alguna manera segura de que le despacharan esa
carta desde Uruguay. Y, ante la mirada interrogativa de ella, dijo: «Es muy importante
para mí», con tal intensidad y elocuencia que ablandó el corazón sensible de Leticia.

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No necesitó exagerar casi nada, en realidad: aquel encuentro con Myriam le había
adelgazado considerablemente la circulación de fluido protector que generaba su
organismo. Eran las cinco de la tarde cuando salió a la calle. Lloviznaba. Caminó por
el Bajo hasta Córdoba y subió por la avenida en la misma dirección que el tránsito.
Iba mirando el cielo, como siempre que caminaba bajo la lluvia: tratando de ver el
lugar exacto de donde emanaban las gotas allá arriba o, al menos, el momento de su
caída en que se hacían visibles, un metro o dos antes de golpear en su cara.
No quería pensar en nada; estaba casi seguro de que iba pensando en nada pero,
una o dos cuadras después, su atención derivó a los carteles de alquiler que había en
balcones y ventanas de ambos lados de la calle, y lo aturdió un poco la cantidad que
creyó ver en cada cuadra. Como si los nombres de las distintas inmobiliarias, y las
limitadas y repetidas variantes con que decían Alquilo o Vendo, reverberaran en el
aire como gritos mudos, electrificados con la urgencia de toda aquella gente que
quería irse cuanto antes del lugar donde vivía.
La lluvia oscurecía y daba brillo a la piedra y el metal de la fachada de los
edificios, especialmente a las cúpulas que coronaban los departamentos más viejos.
Ninguna parecía disponible; o, al menos, en ninguna vio un cartel. Sin embargo,
empezó a juguetear con la idea de instalarse con Iván en una de ellas, y se puso a
mirarlas con más atención, comparando unas y otras, imaginándolas por dentro.
La notable cantidad de ventanas tapiadas en casi todas ellas le hizo pensar que
quizá funcionaran como territorios secretos o prohibidos, donde se encerraba a la loca
de la familia o se escondían papeles secretos e incriminatorios. Pero los agujeros en el
techo y los vidrios rotos de las ventanas en casi todas ellas lo hicieron sospechar que
quizá no fueran ni siquiera eso, sino un anacrónico elemento de decoración. Y no
para que los habitantes de esas casas lo disfrutaran desde adentro, sino para ver desde
la calle, solamente. La gran consigna argentina: agregarse algo, pero no saber usarlo.
Exhibirlo, sin embargo, y si hacía falta aparentar que también era indispensable, por
más hueco que fuese.
No había tantas, de todas maneras; evidentemente el recurso había pasado de
moda, decretó Manú al doblar por Suipacha, porque los edificios más modernos
carecían de cualquier tipo de remate decorativo. Claro que los edificios nuevos eran
más altos, y nadie miraba tan arriba cuando caminaba por la calle. Quizá fuera por
eso. Pero, incluso sin ventanas, incluso vacías y podridas o polvorientas por dentro,
con su deteriorado exterior verdoso o rojizo recuperando momentáneamente el brillo
gracias a la lluvia, esa clase de afectación inútil y tan eminentemente argentina era de
las cosas que a Manú le simpatizaban sin remedio. Como esas inexplicables últimas
frases del Himno Nacional: «Coronados de gloria vivamos / O juremos con gloria
morir» —tan inexplicables para él hasta que un día descubrió que no decían O
juremos sino Oh, juremos.
Lo distrajo de sus reflexiones patrias una terraza relativamente baja, de un sexto o
séptimo piso, de donde asomaba la corona frondosa de un árbol. No un arbusto de

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balcón ni un pinito enano, sino un árbol real, con todas las de la ley: un tronco firme
y oscurecido por la lluvia, con un sinfín de ramas muy tupidas, increíblemente verdes
en la luz gris de la tarde. ¿Sabrían las raíces de ese árbol lo que tenían debajo del
metro, metro y medio a lo sumo, de tierra que las rodeaba? ¿Sabrían a qué distancia
del piso estaban, y el minúsculo milagro de haber crecido hasta ese punto, allá arriba,
tan lejos de todos sus convencionales hermanos de especie?
Al parecer, era un día de preguntas, de interrogantes y observaciones, al estilo de
los documentales que tantas veces terminaban siendo su último bastión de compañía
nocturna cuando el resto del mundo decidía finalmente dormir. Muchas noches, frente
al televisor, en diferentes rincones del planeta, Manú había pensado que a eso se
reducía su educación, su visión del mundo: a las infinitas horas que había pasado, y
pensaba pasar, viendo documentales de lo más diversos, apasionantes e inútiles.
Horas y horas muertas, que habían terminado por hacerle ver el mundo como un
documental más, inconexo e interminable, acompañado de una voz en off muy
parecida a la suya. Una voz que nunca callaba, pero nunca se alteraba tampoco dentro
de su cabeza, que hacía abstracción completa de sus propias vicisitudes emocionales
para dedicarse sesgada y obsesivamente a referir lo que mostraba la cámara.
Para librarse de la incomodidad que le oprimía la región cercana al corazón,
Manú sintonizó esa voz en su cabeza y se dejó llevar por la cantinela de interrogantes
que enunciaba sin mayor énfasis. A saber:
* por qué la piel humana despide su aroma real cuando está húmeda o mojada;
* cuándo había sentido Iván por última vez el picoteo de una lluvia así en la cara;
* cómo se instalaban esos cables que recorrían metros y metros y metros en el
vacío, desde la azotea de un departamento hasta el techo de otro;
* a cuántos metros bajo tierra llegaba la ciudad, en forma de túneles, cámaras
sanitarias y pasadizos en uso o abandonados;
* para qué sirven los dedos de los pies;
* qué sentido tenía el elástico de las medias —el de aquellas que tenía puestas,
por ejemplo—, si apenas llegaban a la mitad de la pantorrilla y había que subírselas
cada dos por tres;
* qué clase de problemas recurrentes de esta naturaleza tendría un tipo profundo,
alguien como Elderian, por ejemplo;
* cuánto tardaría en llegarle aquella carta desde Uruguay;
* qué día pagaban los sueldos en la revista;
* cuánto duraría el plazo de clemencia de los abogados de Myriam antes de
desalojarlos a él y a Iván del departamento;
* qué riesgo corría de pescarse una pulmonía si seguía caminando bajo el agua.
Pudo entrar en un café, cuando se dio cuenta de que la lluvia se había vuelto más
intensa. Sin embargo, se metió en la primera iglesia que le salió al paso, por una
especie de lealtad a las cúpulas y al solitario árbol de las alturas.
No había nadie sentado en los bancos de la nave central, y el altar languidecía a

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oscuras al fondo, pero alguien tocaba el órgano. Practicaba, más bien, porque se
interrumpía cada tanto y probaba acordes plenos, que vibraban mortuoriamente en el
aire húmedo y hermético de la iglesia. A la tercera o cuarta interrupción Manú se
puso abruptamente de pie y empezó a vagar por las naves laterales, en busca de una
escalera que lo llevase hasta el organista. No sabía si iba a quejarse, cuando lo tuviera
enfrente —por su cabeza pasó fugazmente la frase: «Hay gente confesándose allá
abajo, ¿sabe?»—, o si iba conversar amigablemente con él.
No encontró por ningún lado el acceso arriba. Al abrir una puerta, sin embargo, se
descubrió en una habitación horrorosa, llena de reliquias rotas y polvorientas, donde
una ancianita pintaba delicadamente la túnica de yeso de un santo ignoto, a la luz de
una lámpara de pie. Al oír el ruido que había hecho Manú al entrar, ella giró hacia la
puerta, se llevó la mano a la frente a modo de visera y le hizo señas de que se
acercara a la luz.
—¿Quién es? —dijo él, señalando a la estatua con la cabeza, cuando estuvo lo
suficientemente cerca como para hablar en voz baja.
—¿No lo reconoce, joven? —dijo la viejita e interrumpió su trabajo para mirar
bien al visitante—. Pero usted está empapado. Siéntese acá, donde lo pueda ver —y
palmeó con su manito el largo banco descascarado de iglesia donde estaba sentada.
El santo estaba en una precaria base cuadrada frente a ella, y debía medir un
metro y medio. Los pies de yeso de la efigie estaban a la altura del banco, y Manú se
preguntó cómo se las arreglaría la viejita cuando llegara el momento de pintar la cara
del santo. En el banco, a un costado de ella, había un par de galochas vueltas hacia
arriba, un paraguas plegable, de colores estridentes y mango plateado, y un termo.
—Ábralo y sírvase una taza. Es mate cocido. Le va a entibiar un poco el cuerpo.
¿A quién buscaba, al padre Anselmo?
Manú le explicó, entre sorbo y sorbo del mate caliente, que había querido subir al
piso del órgano, para apreciar la vista desde arriba y quizás hablar un rato con el
organista, pero no dijo nada del fastidio que le habían producido los arranques
truncos de cada himno.
—Es un paparulo; no se gaste. Hable conmigo, si quiere.
—De qué quiere que hablemos —dijo Manú.
—Usted tiene pinta de ser judío. Facciones demasiado sensibles, para ser católico.
Mala combinación: joven y católico. Por lo general, da estúpido. Y, si me pregunta a
mí, prefiero joven despierto que mal cristiano. ¿Es judío o no?
—De parte de madre solamente —mintió Manú, sin el menor remordimiento.
—Y qué lo trae por acá: ¿anda buscando iluminación?
Ante la expresión perpleja de Manú, la anciana agregó:
—Fe, quiero decir. Algo en que creer. ¿Está en crisis?
—No —dijo Manú, sonriendo apenas—. No, que yo sepa. En ese terreno, al
menos.
—Ya me parecía. No lo sabe, ¿eh? Y lo que cree que necesita es una muchacha

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que lo quiera bien. ¿Me equivoco? ¡Ja! Tímido, además. Si fuera eso lo que necesita,
hace bien, viniendo a una iglesia. No me mire así, que le estoy hablando en serio. Si
yo misma lo hubiera sabido de jovencita, me habría ido mejor en amores. El mejor
lugar para encontrar un hombre como la gente son las iglesias. Un joven como usted,
conflictuado pero mansito. Eso les diría a las chicas de hoy: pasen por una iglesia. Y,
en donde vean un joven como usted, agárrenlo de las pestañas y llévenselo a su casa.
Y no vuelvan nunca a esa iglesia. Pero las muchachas de hoy…
—Qué —dijo Manú.
—No importa, no me haga hablar de eso.
—¿Le sirvo uno? —dijo Manú, con la taza vacía en una mano y el termo en la
otra.
—Ya se siente mejor, ¿eh? Como este pobrecito San Esteban. Hay que lijar
primero, para que la pintura nueva asiente bien y seque rápido. Ese es el truco. Pero
nadie se toma el trabajo de lijar. Mucho esfuerzo, claro. Así quedan después, los
pobres santos. ¿Qué me estaba contando? Perdóneme, pero a esta edad me distraigo,
a veces.
—Que las chicas de hoy deberían recorrer iglesias en busca de novio.
—¿De verdad piensa eso? ¿Y le da resultado? Nunca se me hubiera ocurrido.
Ahora sí —dijo, depositando el pincel en un plato con restos de esmalte marrón y
aceptando la taza que le tendía Manú—. Sígame contando. ¿Se psicoanaliza, usted?
—No. ¿Por qué? ¿Por ser judío?
—No sea tilingo, quiere.
Manú enrojeció, a su pesar.
—Le gusta que le hablen así, ¿eh? Mírese la cara. Ni se psicoanaliza, ni reza, ni le
importa su trabajo, ni está enamorado. Y así va por la vida, caminando bajo la lluvia
con esa cara de ángel, distrayéndose voluntariamente todo el tiempo. Como ahora: se
entretiene con esta vieja, entonces todo lo otro puede pasar a un segundo plano.
¿Quiere saber el nombre de su enfermedad?
—Momentito. ¿De dónde sacó que no…?
—Qué importa de dónde lo saqué, si es cierto.
La boca de Manú se curvó con divertida resignación. Miró la estatua recién
pintada y las demás imágenes polvorientas en la destartalada habitación. Trató de
imaginárselas al natural, en blanco, sin pintura, recién salidas del molde, o del horno,
o lo que fuera, y se imaginó una fábrica o un taller que produjera cien San Esteban
por jornada y los acumulase, uno al lado del otro, en un patio a la intemperie, cada
uno de ellos esperando recorrer todo el camino que los llevara, años después, hasta
los pinceles de la viejita. Y preguntó:
—Mientras los pinta, ¿usted les habla a los santos?
—¿Usted se cree que estoy senil? Son pedazos de yeso —dijo la vieja—, ¿a quién
se le ocurre?
Manú trató de que no se le notara la sonrisa y pensó de repente en su primo. Y en

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la carta que había pedido a Leticia que le despachara desde Uruguay.
Cuando Iván aceptó irse de la clínica, la gente del Martorell había pedido a
Marisa que fuese a retirar los efectos personales y firmara una aceptación del alta,
como familiar a cargo. Marisa no parecía nada convencida de que su hermano se
instalara a vivir con Manú. «¿Estás seguro de lo que estás haciendo?», le preguntó
cuando volvían de firmar en la clínica. Manú se limitó a decir: «¿Acaso no me dijiste
vos misma que no hubo ninguna evolución desde que lo hicieron ambulatorio?», y
abrió una caja de papeles que les habían dado junto con los demás efectos personales
de Iván. Marisa lo miró furibunda y él tuvo que explicarle que Iván le había pedido
que confirmara que no faltase nada. Entre otros papeles, había en esa caja una insólita
correspondencia entre Iván y dos interlocutores más que inesperados, al menos para
Manú: Galo Pujol y Aram Elderian. Las cartas de Iván estaban escritas a máquina,
pero las supuestas respuestas de ambos estaban escritas a mano, con una caligrafía
que a Manú le resultó reconocible de inmediato, después de haber recibido él mismo
su considerable ración postal de Iván mientras vagabundeaba por el mundo.
Lo primero que pensó Manú al ver esa locura fue que era un ejercicio terapéutico,
recomendado por los médicos. Pero, de haber sido así, las cartas habrían quedado en
el expediente clínico de Iván, y no entre sus pertenencias personales. Entonces se
preguntó, sin decirle nada de lo que acababa de descubrir a Marisa —que iba al
volante en hermético silencio—, si Iván no habría pasado por una fase de espiritismo
epistolar, y realmente creía entrar en trance cuando se sentaba a contestarse a sí
mismo esas cartas como si fuera su propio abuelo muerto o Elderian.
El contenido del sobre que Manú había entregado a Leticia para que se lo
despachara desde Uruguay era una de esas «cartas» del armenio escritas por Iván. La
primera de todas, supuestamente, ya que ninguna tenía fecha. La que incluía esa frase
que, por alguna razón, le había quedado grabada en la cabeza a Manú, como un jingle
pegadizo: «Solo atento no hay que estar: preparado», en el castellano incorrecto y
burdamente lírico que su primo parecía haber inventado para Elderian.
—Veo que se quedó en babia. No querrá ponerse a hablar usted con el santito,
¿no? —dijo la viejita, después de dar un trago bestial al tazón de mate hirviendo.
La frase tomó un poco de sorpresa a Manú.
—Escúcheme, m’hijo, en vez de mirarme con esa cara de pavo. Y hágale caso a
esta vieja. Si le piden que barra la escalera llena de mugre de un sótano, usted
seguramente va a barrerla para abajo, escalón por escalón, ¿no? Sacándose de encima
la mugre, echándola para adelante. Pero, si no tiene una palita para juntar la mugre
una vez que llegue abajo, ¿qué hace? La escalera está limpia, pero usted se quedó allá
abajo, sucio y con una montaña de mugre a sus pies. Y, si vuelve a subir, vuelve a
ensuciar la escalera. ¿Usted tiene palita?
Manú dijo que no con la cabeza, tan fascinado como estupefacto por la pregunta.
—¿Entonces para qué anda por la vida llevándose la mugre para abajo, m’hijo?
Manú le dedicó un largo instante de reflexión a la pregunta, y después dijo

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abruptamente:
—Usted no será una monja camuflada de civil, ¿no?
—¿Y usted no será medio pelotudo?
—No, no, le pregunto en serio. No tengo ningún problema con las monjas. Es
más: de chico, pensé seriamente ser misionero, dedicar mi vida a evangelizar
aborígenes en alguna selva o isla remota. Y, la verdad, todavía me despiertan cierta
emoción las historias de sacerdotes y monjas víctimas de antropofagia.
La viejita lo miró echando chispas por los ojos.
—Hágame el favor de mandarse mudar.
—No me diga que se…
—Ya mismo.
Manú retrocedió hacia la puerta, oyendo la voz de la vieja, no hablándole a él sino
a sí misma, cada una de sus palabras vibrando con nitidez en el aire saturado de polvo
húmedo y esmalte fresco:
—Que a una le guste pintar. Que a una le gusten los santos. Que a una le gusten
estas estatuas baratas. Y acepte compartir su mate cocido y hablar un rato. Para que le
tome el pelo un hereje de pacotilla.
Cuando salió de la iglesia seguía lloviendo, y llegó al departamento de
Talcahuano con la ropa tan mojada como una hora antes. Al entrar fue directo a la
cocina. Mientras calentaba agua para el café, creyó oler un aroma dulzón en el aire, y
casi al mismo tiempo se fue convenciendo de que aquel murmullo que oía no era una
alucinación auditiva.
Dos voces diferentes. Y en argentino básico: es decir que no era un video. Buena
señal, fue lo primero que pensó Manú: que Iván aceptara dialogar con alguien, que
incluso le franqueara a esa persona la entrada al departamento, era una señal de
mejoría.
No podía decirse que fuera un diálogo muy nutrido en onomatopeyas y signos de
exclamación, pero tampoco un cruce de monosílabos que solo evidenciaran pavor al
silencio. Más bien parecía una conversación por teléfono a larga distancia en la que,
por algún extraño fenómeno, se oyeran las dos voces de la línea, con ese segundo de
demora satelital entre una y la otra. Quizá por eso, casi al mismo tiempo que se
alegró, Manú sintió un punzada de inquietud, porque creyó adivinar la identidad de la
persona que estaba hablando con su primo. Se acordó de aquellos dos mensajes de
Bahiana que había en el contestador cuando él hizo el viaje relámpago a Buenos
Aires con Omarcito y sintió una punzada de inquietud. Porque, a esa altura, Manú ya
sabía muy bien el lugar que ocupaba Bahiana en la revista. Ya la había visto actuar, a
pesar del escaso tiempo que él pasaba en la redacción, definiendo cuadrícula, fijando
la pauta publicitaria, repartiendo tareas a diestra y siniestra e imponiendo calma en
momentos de frenesí, tanto en ausencia como en presencia de Ferradás. No fue
alarma sino inquietud, sin embargo, lo que sintió: porque sabía de la discreción casi
pétrea de Iván, y porque sospechaba que, incluso si Bahiana descubría la pequeña

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ayudita de Iván a las notas que firmaba Manú, iba a guardárselo para sí misma, al
menos mientras el trabajo estuviera bien hecho.
Mientras vertía el café en un tazón, casi igual de indiferente a esa tarea como al
agua que tenía en los zapatos, Manú oyó la puerta del baño y unos pasos que se
acercaban al living. Supo enseguida que no eran de su primo, porque no tenían la
monótona pesadez que ya se había acostumbrado a oír día y noche. Pero al ver en la
penumbra del pasillo a la figura que se acercaba, instantáneamente se preguntó si la
viejita de la iglesia no le habría enviado una furibunda maldición celestial.
Lo único que dijo Valentina al verlo ahí parado fue:
—¿Tanto llueve?
Manú supo que debería sacarse cuanto antes esa ropa empapada si no quería
pescarse una pulmonía. Sin embargo, lo más conveniente en el corto plazo parecía ser
esfumarse del departamento y darle a su primo y a la mujer de su jefe por lo menos
un cuarto de hora para despedirse en paz. Aunque ya sintiera detrás de los ojos los
primeros síntomas de embotamiento gripal.

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10

CUSTODIANDO
EL SANTUARIO

En la segunda semana de noviembre la ciudad sufrió el primero de esos golpes de


calor que en otras épocas eran solo una avanzada del verano y, ahora, un anticipo de
lo que sería Buenos Aires todo el año, en el futuro post-ozónico: cuatro días seguidos
de sol blanco y humedad postrante, con los respectivos cortes de luz,
embotellamientos de tránsito y anuncios de mayores catástrofes a la llegada de la
tormenta que venía causando estragos en el sur.
Por alguna razón genética o imprevisto efecto colateral de sus experiencias con
las drogas, el organismo de Manú tendía a sobrellevar la fiebre y la gripe como las
mujeres sobrellevan esos dos grados adicionales de temperatura que tiene su cuerpo
durante el embarazo. Así que no pudo determinar si durante esos días era una víctima
benigna de la Sensación Térmica o si efectivamente se había enfermado después de
aquella caminata bajo la lluvia.
De haber tenido que definir sus síntomas, los habría comparado a la sensación de
estar todo el tiempo ruborizado, con uno o dos litros adicionales de sangre en el
cuerpo. En ese estado entre el trance y la sofocación, que le permitía enajenarse sin
esfuerzo de los episodios recientes —los abogados, Myriam, la aparición de Valentina
Schiaffino, el futuro del departamento de Talcahuano— fue a la nueva oficina de su
viejo amigo Javier Messen: en busca de información para su nota del número de
diciembre de Data.
Hacía tiempo que Javier y Manú no se veían: desde que Manú volvió a la
Argentina proveniente de su largo exilio boreal, en enero del 90, y se instaló por un
par de semanas en casa de Javier y su mujer, Daniela. En realidad, no se veían desde
entonces por lo que había ocurrido en esos días —que para Javier fueron tan vívidos
como fugaces, pero para Manú se prolongaron iguales a sí mismos durante meses,
hasta que se internó a desintoxicarse en Ascochinga.
En esas jornadas de enero de 1990 Manú había llevado a su amigo de paseo por el
borde peligroso de las cosas, químicamente hablando. Las consecuencias de ese
paseo no habían sido del todo nefastas para Javier: no se había hecho adicto a
ninguna droga, ni tenido problemas con la policía, ni perdido su trabajo. De hecho, al
retornar a la realidad después de esa jornada interminable volvió a vivir en pareja con
su mujer, que lo había abandonado temporariamente en esos días.
Lo que opacaba todo el episodio era el hecho de que Daniela estaba embarazada y
a punto de parir mellizos en aquel momento, y que uno de los ellos nació muerto (por
causas completamente ajenas a Javier, a Manú, a Daniela y a los médicos incluso).

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Quizá por eso Javier solo conservaba un sabor amargo de aquellos días y no había
vuelto a ver a su amigo desde entonces.
Lo que Javier nunca supo era que Manú había ido a visitar a Daniela al sanatorio
después del parto, una mañana muy temprano, cuando el otro mellizo ya había salido
de incubadora y estaba fuera de peligro. Y que había seguido llamándola durante las
semanas siguientes, hasta que ella decidió abandonar la casa de su madre y volver a
vivir con su inconsolable marido. Por eso, cuando Manú necesitó ayuda para su
segunda nota en Data, llamó primero a Daniela y le preguntó si le parecía muy
insensata la idea de ir a ver a Javier al Banco. Conociendo como conocía a su marido,
ella le dijo a Manú que no perdía nada con probar. Y no le comentó una palabra a
Javier, pero en cambio le avisó a la secretaria de su marido que le diera una cita al
señor Manuel Ibáñez Pujol e hiciera lo imposible para que ambos quedaran a solas un
buen rato.
Javier quedó atónito cuando vio que el señor Manuel Ibáñez, que tenía cita con él
y acababa de entrar en su oficina, no era otro que Manú. Nunca había sido de reflejos
rápidos y necesitó un par de segundos más de la cuenta para convertir la sorpresa en
frialdad. Pero, mientras escuchaba en pétreo silencio a Manú poniéndolo al tanto de
su nueva encarnación como periodista, no se permitió dejar de pensar en ningún
momento en una única cosa: mantenerlo alejado de su vida privada y de su familia.
Cuando finalmente supo para qué había venido a verlo su amigo, y para terminar
rápido con todo el trámite, decidió darle a su visitante los mínimos contactos
indispensables, con la expresa condición de que no lo mencionara nunca: ni cuando
tratara de entrevistarse con cada uno de ellos ni en lo que escribiera después.
Sin embargo, una vez que Javier terminó de anotar aquellos cuatro nombres
inofensivos y de explicarle expeditivamente la función de cada uno de ellos en la
City, su secretaria trajo café para los dos y lo obligó a postergar el momento en que
pensaba dar por terminada la visita. En esos instantes de silencio, mientras daba
sorbos impacientes a su taza y se abstenía de mirar a Manú, cedió por fin a su
curiosidad y le preguntó si era cierto que se había casado. (Porque había habido una
única vez en esos últimos veintiún meses en que le mencionó a Daniela el nombre de
Manú, y lo había hecho incrédulamente: cuando oyó comentar en el Banco con quién
se había casado Myriam Haeff).
Manú contestó la pregunta con un movimiento mecánico de cabeza.
—Me casé y me separé, en realidad —dijo después, con un rictus indefinible en la
boca, como si la fiebre lo hubiera dejado sin tonalidad muscular en la mandíbula.
De haber sabido que Manú había dejado las drogas casi quince meses antes y que
lo que tenía ahora era treinta y ocho grados de fiebre simplemente, Javier no hubiese
accedido a la súbita revelación que tuvo entonces. Porque esto es que sintió: que el
individuo que tenía delante no era el mismo Manú que había conocido, sino una
versión erosionada por las inclemencias de cierto tipo de vida. Y que él mismo era
mucho menos vulnerable de lo que había supuesto a la amenaza que corporizaba

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aquella reaparición.
Manú estaba terminando su café y dispuesto a levantarse y abandonar la oficina
cuando Javier hizo lo que hizo. Fuera en nombre de los viejos tiempos anteriores a
aquel tumultuoso enero, o de la compasión por el implacable paso del tiempo en
general, lo cierto es que Javier estiró la mano e hizo un bollo con el papel donde
había garabateado aquellos nombres intrascendentes. Y, sin saber del todo por qué,
redactó una nueva lista, bastante más larga, bastante más comprometida. Mientras
tanto, le explicó a Manú quién era cada uno de esos nombres, y se dejó llevar por su
propio arrebato oral y escrito, anotando nuevos nombres. Después pidió más café a su
secretaria y empezó a intercalar también en su monólogo —con el pedido expreso de
que quedaran off the record, eso sí— una serie de legendarias anécdotas de
inescrupulosidad financiera, que había conocido de primera mano o de oídas a lo
largo de su carrera extrabursátil.
La idea inicial de Ferradás era que Manú recorriera, y relatara después, la City
porteña tal como un viajero del siglo XIX describía los lugares remotos del planeta
adonde se aventuraba: como si fuera una verdadera civilización, con su propio
lenguaje, sus costumbres, sus mitos y sus tabúes. Aunque Manú no había leído en su
vida algún libro de esos escritores viajeros, fueran del siglo XIX o cualquier otro,
mirar el mundo de esa manera era su involuntaria especialidad. De manera que se
limitó a caer simpático a cada uno de los contactos que le dio su amigo —que
resultaron de suma utilidad, por la reputación opacamente intachable que tenía Javier
en el mundo financiero—, y en menos de una semana había transmitido a Iván
material suficiente para dejarlo esclavizado a la computadora durante horas y horas.
Teniendo en cuenta lo que hizo Ferradás con la nota antes de publicarla, fue una
suerte para Javier, una verdadera bendición, que casi todos los demás entrevistados
también se hubieran ido de boca con Manú. Porque los agregados del Gordo al
inofensivo texto redactado por Iván generaron un escandalete en la City; y los que
hablaron con Manú solo se salvaron del despido —o de las consecuencias de su
indiscreción— por el simple hecho de que todos sentían que habían hablado de más,
y nadie quería hacer más ruido ni atraer todavía más la atención de la prensa.
Bastante antes de que la nota apareciera publicada, más precisamente a los cuatro
días de recibir la inesperada visita de su amigo, Javier se topó con Manú a la entrada
del restaurant de la Bolsa y, un poco por inquietud y otro poco para verse de nuevo
con él, se ofreció a pasar por la revista esa nochecita, a su salida del Banco —o, si era
muy tarde, por el departamento de Manú, si él le daba la dirección— para echarle una
ojeada al texto aun cuando no estuviera terminado. Pero, a diferencia del caso
Omarcito, Manú prefirió esta vez evitar todo contacto entre sus fuentes de
información y su amanuense. (Sus propios contactos con Iván se habían reducido al
mínimo en aquellos días, y prefería no pensar demasiado en ese tema). Aceptó
encontrarse con Javier, pero en ese mismo restaurant —porque en esos últimos días
pasaba jornadas de hasta doce horas en oficinas, bares y demás dependencias de la

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City, ejerciendo su inefable don de hacer hablar a los demás—, y al verse con él de
nuevo, a las ocho y media de la noche, hizo básicamente lo mismo que haría en los
días siguientes con Iván: contar todo lo que le habían contado a él, pero con su
particular método para conectar y realzar las cosas más heterogéneas.
Javier se limitó a corregirle algunos errores técnicos de terminología o de
interpretación; el resto del tiempo se dejó cautivar por el caudal de pequeñas historias
insólitas que había conseguido su amigo, incluso por aquellas que él mismo le había
contado, fragmentadas y reinterpretadas en el relato de Manú hasta recrear la City
porteña como una kasbah impiadosa, irreal y frenéticamente cautivante: el mercado
persa que casi todos los operadores habían olvidado que era. En la vorágine de datos
que había acumulado Manú hasta entonces convivían operaciones complicadísimas y
pases breves y milagrosos; testimonios de damnificados en busca de revancha y de
perpetradores cansados de ganar siempre; gastritis crónicas e insomnios incurables;
linajes de cinco y seis generaciones en el ramo y recienvenidos que conocían y hacían
respetar mucho más el código de honor del oficio; supersticiones metódicas y
escepticismos casi místicos; madrugadores del mercado local de granos y
trasnochadores que operaban con Tokio o Zürich; patologías inescrutables;
infantilismos desenfrenados; adicciones de puntillosa frugalidad; monsergas
moralistas; aficionados increíblemente iluminados y profesionales increíblemente
rutinarios; novatos con suerte; funcionarios corruptos y funcionarios insólitamente
honrados; extranjeros; porteños; provincianos; grandes jefes y oscuros empleados;
igualmente anónimos todos, e idénticamente indispensables para la cotidiana
representación de esa comedia de crispadas costumbres.
Javier miró en silencio las mesas semivacías del restaurant cuando Manú terminó
con su relato, como si estuviera oyendo el estrépito que tenía el lugar al mediodía.
Pero, más que la interpretación de Manú, Javier estaba viendo su propio fresco de la
City, con todo aquello que faltaba y sin los matices fuera de foco que su amigo había
incorporado.
Manú encendió un nuevo cigarrillo y Javier se sentía tan a gusto con aquella
complicidad rediviva que quiso prolongar la charla. Pero en una dirección
completamente diferente. Porque en esos cuatro días se había descubierto varias
veces sintiéndose un poco culpable por algo que no había hecho cuando se vio con
Manú en su oficina: preguntarle a su amigo dónde estaba viviendo, con quién. Y,
especialmente, cómo sobrellevaba el colapso matrimonial. Habiendo pasado él
mismo por esa experiencia, al menos temporariamente, era lo mínimo que
correspondía hacer por su viejo camarada.
Pero cuando encendió también él un cigarrillo y le preguntó a Manú cómo iban
las cosas en general, fuera de la nota, Manú dijo evasivamente: «De lo más bien», y
enseguida miró la hora en el reloj de Javier. Entonces agregó que lo esperaban en otra
parte —un psicoanalista especializado en casos de colapso nervioso relacionados con
profesionales de las finanzas— y que ya estaba llegando tarde. Y, señalando las

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cervezas, dijo:
—¿Invitabas vos?
Ya se había levantado de su silla, y evidentemente no solo daba por sentado que
no le correspondía pagar, sino algo más abstracto pero más flagrante también: que ya
no quedaba nada que pudiera serle útil de Javier —a pesar de que, minutos antes, le
hubiese asegurado que volvería a llamarlo, si tenía alguna duda de último momento.
Javier sintió dos cosas casi simultáneas, entonces. La primera fue alivio —por no
haber desarticulado del todo sus mecanismos de defensa. La segunda tuvo un dejo
más amargo, que se mezcló con el sedimento de la cerveza en su paladar. Mientras
decía que sí con la cabeza y se quedaba esperando al mozo para pagar, mientras
miraba a Manú salir del bar sin despedirse, Javier sintió que aquella amistad de años
y años pertenecía irremediablemente a su pasado. Y, a pesar de que en su casa lo
esperaban Daniela y las incansables sorpresas que le deparaba día a día su hijo
Nicolás —algún nuevo monosílabo gutural que podía llegar a considerarse una
palabra, otro objeto de la casa pulverizado por su bestialidad sin respiro, un nuevo
magullón o herida cortante en su anatomía de luchador de sumo en miniatura—, a
pesar de todo eso, Javier demoró el regreso a su casa, caminando más de la mitad del
trayecto por las despobladas calles del microcentro, hasta sentir que se iba librando
de esa tenue y absurda melancolía.
Manú, por su parte, siguió durante dos días más en aquel trance combustionado
por la fiebre, desapareciendo de Talcahuano durante todo el día y abrumando después
a Iván con nuevo material, en cuanto entraba. Sus interminables jornadas en la City
se prolongaban por la noche en el departamento, tirado en la cama del dormitorio de
su primo o dando vueltas alrededor de la computadora, mientras Iván asentía como
un metrónomo a aquel discurso sin fin y tecleaba mecánicamente. En determinado
momento de esas jornadas Manú se interrumpió en mitad de una frase y, cuando Iván
le preguntó qué pasaba, le dijo, en estado de transfiguración: «Es como un videogame
alucinógeno. Tenés que estar ahí para entenderlo».
Era un sábado a la madrugada cuando dio por terminada su interpretación de los
hechos y datos acumulados, y la fiebre ya había amainado. Quizá por eso le pidió a su
primo que pusiera en pantalla todo lo que llevaban escrito: no tanto porque sintiera la
inesperada necesidad de verlo todo prolijamente procesado antes de sacárselo para
siempre de su cabeza, como por no perder del todo aquel estado de ebullición
sanguínea que lo había tenido casi en vilo esos últimos días.
Después de leer —y de languidecer de a poco, como le pasaba siempre con
cualquier lectura—, partió al videoclub en busca de stock fílmico, y reapareció veinte
minutos después con tres películas que sabía que eran de las poquísimas que le
gustaban a su primo (Los años luz, de Tanner; Encuentros con hombres notables, de
Brook y Stalker, de Tarkowski), sospechando que Iván necesitaría desintoxicarse de
alguna manera de lo que había tenido que escribir, y sintiendo ya los primeros
síntomas de uno de sus arranques narcolépticos.

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Pero cuando se despertó de la siesta, en la penumbra húmeda del anochecer, las
tres cajas de los videos seguían en la bolsa de plástico que colgaba del picaporte del
dormitorio. Ya no se oía el teclear de la computadora, pero se veía luz detrás de su
puerta entornada.
Manú fue hasta el living, obvió la luz titilante de mensajes en el contestador
automático, encendió un cigarrillo y se dejó caer en el sofá, con un cenicero sobre la
barriga. Desde ahí gritó:
—¿Vas a cocinar vos o pedimos comida por teléfono?
Cuando Iván apareció por el pasillo y dijo con su voz uniforme que le daba igual,
Manú creyó ver algo diferente en él. Algo difuso y fluctuante, algo que ya venía de
antes, si se lo observaba con la milimétrica cautela con que uno se acerca a un animal
silvestre sin espantarlo, pero que hasta ese momento no había registrado en absoluto.
Lo que Manú no podía definir aún era si se trataba de cierta mejoría o qué. Y si
había que adjudicar aquella evolución a: 1) que Iván había terminado de eliminar de
su organismo los efectos de la medicación que le daban en el Martorell; 2) que el
Tratamiento Pujol empezaba a exhibir sus primeros resultados; o 3) que todo se
reducía a la incidencia en su primo de ciertas visitas inquietantes en las que prefería
no pensar demasiado.
Fuese o no mejoría lo que estaba exhibiendo Iván, Manú sabía que cualquier
palabra de más de su parte podía demorar, obstaculizar, incluso arruinar,
cabalísticamente hablando, aquello que debía sucederle a su primo. Las cosas debían
desencadenarse. Las cosas se estaban desencadenando, ya, y Manú se sentía el
encargado de velar para que nada estorbara aquello que estaba sucediendo.
A su manera, claro. Haciendo de él mismo, cosa que no era tan fácil cuando había
que cumplirla tan puntillosamente. Por ejemplo, absteniéndose de todo comentario
acerca de las visitas femeninas que recibía Iván cuando él no estaba. O del episodio
con los abogados de Myriam. O de aquella ordalía de drogas con Javier, y su reciente
reencuentro con él.
En otros aspectos le era mucho más sencillo. Por ejemplo, cuando debía simular
que dormía para ignorar esas preguntas que le hacía su primo, desde la oscuridad de
un dormitorio al otro, en medio de la noche. Había, en esas preguntas, un inesperado
interés de Iván por saber cuánto ganaban en la revista, o si podrían alquilar un
departamento y llegar con el resto del sueldo a fin de mes. Aquellos escuetos
interrogatorios no dejaban entrever si Iván estaba realmente dispuesto a trasladarse a
un departamento desconocido, a pesar de su agorafobia. O si se trataba de puro
resquemor ante lo que les deparaba el futuro inmediato. O si era solamente una
cuestión principista —y le bastara con hacerle saber a su primo que consideraba
ilícita la permanencia de ambos en Talcahuano, con el divorcio de Manú en
inminente culminación.
Y Manú no quería saberlo.
Por todas esas razones, le resultaba bastante más sencillo cumplir con su tarea de

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custodio de aquel indefinible santuario pasando más tiempo fuera del departamento,
simplemente —en su cubículo de Data, por ejemplo—, que en el mismo ambiente
que su primo.
Allí lo localizó Leticia por teléfono. En la redacción de la revista. Ya le había
dejado por lo menos cuatro mensajes en el contestador de Talcahuano. La sentencia
de divorcio estaba lista; solo faltaba la firma de Manú para terminar con todo el
trámite. Por suerte lo había ubicado, finalmente, porque el estudio ya estaba por
mandarle una carta documento, intimándolo a que se presentara a firmar y desalojara
el departamento a la brevedad.
Manú escuchó en silencio y después prometió que pasaría por el estudio en
cuanto le fuera posible, pero Leticia dijo que tenía que enviarle igual la intimación de
desalojo.
Está bien, dijo él, siempre y cuando se la enviara a la revista, y no a Talcahuano.
No puedo hacer eso, dijo ella. Manú cerró los ojos, volvió a abrirlos y dijo:
—Leticia: puede mandarla a los dos lugares, cosa que sus jefes vean lo eficiente
que es… Pero cometer un pequeñísimo error de tipeo en la dirección de Talcahuano.
Poner 876, en lugar de 786, por ejemplo. La carta me llega igual. Y eso, a fin de
cuentas, es lo que importa. Pero acá; no al departamento. Y ellos no tienen cómo
enterarse de nuestro secreto. Ya sé que no es muy ortodoxo, pero realmente ¿es
mucho pedir?
Hubo un instante de silenciosa vacilación del otro lado de la línea. Después
Leticia dijo:
—La señora Myriam no está en el país. Lo hacen porque ella dio orden de
trasladar a Casa Central a un gerente de la planta de Neuquén. Pero ella no dijo nada
de desalojarlo a usted del departamento.
Manú sonrió y dejó de juguetear con su anillo tibetano.
—Myriam sabe que me voy a ir pronto del departamento —dijo, y oyó un suspiro
del otro lado de la línea.
—Está bien. Con la condición de que venga a firmar mañana. Sin falta.
Manú volvió a prometerle que iría y cortó.
Esa misma tarde entregó la nota sobre la City, repitiendo el mismo procedimiento
que con la de Omarcito. Me la dio a mí para que yo se la diera a Ferradás y se
preocupó más por rendir los viáticos en Caja que por conocer la opinión de su jefe.
Sin embargo se quedó hasta tarde en la revista, ese día y los días siguientes, hasta
que empezamos a acostumbrarnos a su presencia —dando lánguidas vueltas por la
redacción, conversando con todo aquel que le diera charla, salvo cuando estaba en su
cubículo con la computadora encendida, monásticamente enfrascado en mejorar sus
puntajes en el Tetris.
Lo que sí siguió mostrando era el mismo impermeable desinterés en los rumores
acerca del grupo Orbe, el estado de salud de Mauricio Kleinman y la actitud de sus
herederos. A pesar de que en esos días sucediera algo que alimentó aún más la

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hoguera de especulaciones acerca del futuro de Data.

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11

EL SENSEI ARMENIO
RESPONDE

Una de las secciones preferidas de la revista, para Manú y unos pocos lectores, era un
recuadro en las últimas páginas titulado Separados al nacer. Se trataba de colocar las
fotos de dos personas conspicuas que no tuvieran el menor parentezco entre sí —y, en
lo posible, que fueran de lo más incompatibles, en edad, sexo y actividad por la cual
eran públicamente conocidos—, dos fotos en las cuales aparecieran inesperadamente
parecidos uno al otro. Ferradás la había copiado de una revista americana pero
decidió simplificarla al máximo. La única leyenda que llevaban las dos imágenes era
un cruce de los nombres de ambos personajes (apellido de uno con nombre del otro)
entre respectivos signos de interrogación. Nadie en la redacción entendía del todo por
qué había sobrevivido tanto tiempo una idea tan sosa, pero nadie dejaba de preguntar
puntualmente quiénes eran los Separados al Nacer del mes. Y, a pesar de lo simple
que parecía, nadie podía hacerla funcionar realmente salvo Bahiana: cuando ella lo
hacía, uno tenía instantáneamente la sensación de que esos dos personajes siempre
nos habían resultado increíblemente parecidos. No solo en una foto accidental.
Incluso sin necesidad de fotos funcionaba (aunque las fotos elegidas por Bahiana eran
implacablemente idóneas). Y ese era el efecto dadá («certero, perfectamente inútil, y
en espacio reducido») que Ferradás pretendía que generara la sección.
Manú tenía verdadera debilidad por los Separados al Nacer —al punto que iba al
archivo a ver números viejos de la revista, exclusivamente para leer esa sección—,
aunque no conocía ni la mitad de los personajes que aparecían. Casi nunca se reía
cuando veía las fotos. Se quedaba estudiándolas como si tuvieran un mensaje cifrado,
como si en esos ejercicios de absurdo fisonómico hubiera un mensaje zen.
El gran misterio era, en realidad, que le gustara tanto la sección y no entendiera el
mecanismo básico que la hacía funcionar: lo mismo le pasaba con el Tetris, con el
que insistía empecinadamente aunque no pudiese pasar nunca la barrera de los cien
mil puntos. Varias veces creyó tener un buen par de candidatos y había venido a
comentármelos, pero su idea de los parecidos fisonómicos era demencial. Por
empezar, no traía fotos: simplemente mencionaba un nombre, después el otro (a veces
elegía a desconocidos anónimos para casi todo el mundo) y se quedaba esperando
como si acabara de enunciar la asombrosa respuesta a un enigma que obsesionaba a
toda la humanidad.
El último de sus intentos fue el paralelo entre Pablo Rodríguez Harte y yo. La
única persona en notar el más mínimo parecido había sido Manú, por supuesto. Según
él, no se había dado cuenta enseguida, al tenernos delante a ambos, sino después que

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Rodríguez Harte se fuera de la revista (y la maquinaria de rumores de la redacción
empezara nuevamente a funcionar). Era cierto que Harte y yo teníamos más o menos
la misma altura, que los dos usábamos anteojos y que parecíamos una edad
aproximada —porque a casi todo el mundo le resultaba inverosímil que Rodríguez
Harte tuviese treinta y dos años, fuese licenciado en Economía, y padre de tres hijos
—, pero hasta ahí llegaba la supuesta similitud.
En cuanto Bahiana lo trajo a mi escritorio, en cuanto Rodríguez Harte me tendió
la mano y esperó que ella se alejara para decir: «Conozco a tu padre», pude detectar
algo más que condescendencia debajo de su impecable cordialidad. Pero hasta una
semana después, cuando volví a verlo, sentado a la derecha de Junior en una solitaria
mesa del Jockey Club, esperando con él que yo llegara a esa inesperada convocatoria
que me había hecho mi padre, no sabría exactamente qué era.
Pablo Rodríguez Harte estaba casado con la mayor de las hijas de Mauricio
Kleinman, y había venido a Data después de pedir una cita con Ferradás por teléfono,
sin conocerlo, el día anterior. Aunque el viejo Kleinman seguía en coma, era evidente
que su familia ya lo daba por muerto, porque Rodríguez Harte había pedido la
entrevista con Ferradás en nombre de los herederos, y se había aparecido esa tarde
por la revista, afable, inteligente, cordial, todo oídos al funcionamiento de la revista, a
las perspectivas de evolución y rendimiento en el corto y mediano plazo.
Desde el inicio de la segunda época de Data, Ferradás no había tenido que dar ese
tipo de explicaciones a nadie. Y la idea de tener que tolerar preguntas falsamente
cándidas de un desconocido lo puso hecho un basilisco. Fue Bahiana quien dio el
visto bueno a la entrevista, fijó la hora para el día siguiente y quien, a pesar de la
cantidad de trabajo que tenía con el control del número de diciembre de la revista,
estuvo presente durante los quince minutos de audiencia en el despacho de Ferradás.
Fue ella quien se encargó de llevar después a Rodríguez Harte hasta mi escritorio
para que yo lo paseara por la redacción, mientras el Gordo rumiaba su furia encerrado
en su despacho y esperaba el retorno de ella para descargarse.
—Me gustaría escuchar una buena razón que justifique haber recibido a ese
pendejo —dijo Ferradás, sin levantar los ojos de la pantalla de su computadora, en
cuanto ella reapareció en su despacho.
—Ya hablamos de eso ayer, y sabés mejor que yo que no teníamos opción. Así
que sacátelo de encima de la manera más cortés e inofensiva y sigamos trabajando.
Ezequiel está mostrándole la redacción, pero en cualquier momento aparecen por acá.
—Yo ya lo recibí. Ahora tengo trabajo. Despedilo vos.
—De ninguna manera.
—Que lo despida Ezequiel, entonces.
—Lo tenés que despedir vos, porque sos el jefe —dijo Bahiana, delatando por
primera vez su irritación—. Y porque conocés de sobra esa rutina: sonreír un poco,
palmearle la espalda y preguntarle si le gustó la visita guiada. Y, una vez que se haya
ido, vos y yo vamos a hablar de cosas más importantes.

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La mano de buena de Ferradás —con la que tecleaba casi cuarenta palabras por
minuto en sus momentos de inspiración— se detuvo en el aire, y su dueño desvió los
ojos de la pantalla y miró a Bahiana sin la menor expresión.
—¿Algún problema? —dijo.
Antes de que ella contestara, Ferradás supo que estaba furiosa. Y furiosa con él,
por la manera en que salió de la oficina dando un portazo, después de decir:
—Primero despedís a Rodríguez Harte y después hablamos de eso.
Bahiana había leído la versión corregida y aumentada de la nota sobre la City,
cuando estaba revisando todo el número de diciembre, ya compuesto en el formato de
la revista, listo para que ella chequeara por última vez las ilustraciones y fotos y la
pauta de publicidad. Su reacción fue instantánea, y a eso se debía su irritación. Pero
debió postergarla por esa visita de Rodríguez Harte, que le preocupaba menos, mucho
menos, que lo que acababa de descubrir.
Cuando me vio pasar con Harte por la recepción, Bahiana dijo que Ferradás
estaba esperándonos y siguió su camino al Taller, donde dio orden de no pelicular el
pliego de la revista que incluía la nota de Manú. Después se quedó esperando en su
escritorio que Ferradás se liberara de la visita, con un juego de pruebas de la revista
enrollado en la mano y una expresión tal en la cara que a nadie se le ocurrió acercarse
al escritorio siquiera. Diez minutos después, la secretaria le avisó por el interno que el
Gordo ya estaba desocupado y la vimos cruzar la redacción a las zancadas, rumbo al
despacho de su jefe. Antes de entrar, dijo que no les pasaran ninguna llamada.
Ferradás salía del baño cuando ella entró, pero volvió a sentarse enfrentando la
pantalla de su computadora como si estuviera solo en su despacho. Para un ojo
experto, se notaba que había dormido ahí varias noches de la última semana. En
cualquier otro momento Bahiana hubiera levantado en peso a la gente de limpieza y
al propio Ferradás, y hubiera puesto un poco de orden mientras sermoneaba al Gordo
por la desidia imperante. Pero esta vez ni se fijó en el caótico aspecto del despacho.
Depositó sobre el enorme escritorio negro las fotocopias que traía en la mano y
señaló los fragmentos de la nota de Manú que había subrayado con resaltador
fluorescente.
—¿Vos escribiste eso o fue Pujol? —dijo.
Casi todo el movimiento lateral de Ferradás para leer aquellas fotocopias lo
hicieron sus ojos, mientras el resto de su cuerpo seguía enfrentado a la pantalla. Por el
escaso tiempo de atención que les dedicó, fue evidente para Bahiana que se había
fijado solo en las partes subrayadas. A falta de respuesta, ella volvió a preguntar:
—¿Tenemos pruebas? ¿Manú tiene la grabación de los que hablaron con él, por
empezar? Conociéndolo, y conociendo los personajes de la City que hablaron con él,
lo dudo mucho. ¿Y vos; tenés alguna clase de documentos que prueben lo que dice
ahí?
Ferradás ni se dignó a mirar el texto de nuevo.
—No —dijo, después de mantenerle la mirada a Bahiana durante un minuto

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entero.
—Por supuesto. Sin embargo, mandaste la nota a componer así.
—Lo que dice es cierto. No se puede citar la fuente, pero es cierto. Y, además, no
hace falta citarla.
—¿No hace falta citarla?
—¿Gustó o no la nota anterior de Pujol? Con esta va a pasar lo mismo. No es una
denuncia; ni siquiera es un exposé financiero. Creéme: nadie va a saltar cuando salga
publicada.
—No va a salir —dijo ella—. Al menos, no va a salir así.
—¿Me estás queriendo decir algo?
—Estoy tratando de entender qué te pasa. Estoy tratando de entender si
enloqueciste o si ya das por perdida la revista, simplemente.
Ahora sí Ferradás giró su sillón hasta quedar de frente a Bahiana, y apoyó su
inmensa espalda en el respaldo.
—¿Hace falta que te recuerde de quién fue la insistencia en recibir a ese gusano
que se acaba de ir? —dijo—. ¿No entendés nada de lo que está pasando?
—Ese gusano representa a los socios mayoritarios de la revista, y no fui yo quien
eligió esos socios.
—Error. El socio mayoritario de esta revista se llama Mauricio Kleinman. Pero
dejemos eso de lado, por el momento. ¿Qué querés decir con «dar por perdida la
revista»?
—¿No es una manera de hundirla, todo esto que estás haciendo? ¿Para desquitarte
de los herederos de Kleinman, y de Orbe, entregándoles una estructura deficitaria y
sin la menor posibilidad de resurrección? ¿Me vas a decir que no estás pensando en
los avisadores, en este momento: en el modo en que huyan despavoridos cuando
huelan nomás el viraje que le estás dando a la revista? ¿Y me querés explicar cómo se
financia un elefante blanco como este sin publicidad?
Ferradás escuchó en silencio imperturbable el modo en que se desvanecieron en
el aire los últimos ecos de la parrafada de Bahiana. Después sonrió y movió varias
veces la cabeza.
—No es tan mala idea. Tiene su encanto mesiánico: el capitán del barco que se
niega a permitir que su nave pase a manos del enemigo y prefiere hundirse con ella.
Pero no; no era esa mi idea. Es probable que perdamos alguna publicidad en los
próximos números. Es probable, también, que no se incrementen las ventas. Al
menos en el corto plazo. Es probable incluso que eso nos obligue a ajustar ciertos
costos… Usar papel más barato; reducir el número de páginas. Pero la revista va a
seguir siendo la misma. Y quienes la hagan van a seguir siendo los mismos. Ahora
hablemos de esto —dijo entonces, y apoyó su manaza sobre las fotocopias
subrayadas con resaltador—. Dejame adivinar qué es lo más te molesta de la nota:
¿las alusiones a Junior Schiaffino, tal vez? Por supuesto que las incluí yo. Dudo que
Pujol sepa lo que es una zona franca bancaria. O que sospeche que mi querido suegro

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esté usando ese argumento para ganar el apoyo de la banca local y extranjera. Pero
tiene su olfato periodístico: en la nota anterior, retratando la imagen que tiene Junior
entre los sectores más ignorantes e ingenuos de la clase media; y, ahora, con la gente
de la City. Un trabajo sutil, pero constante, para alertar a nuestros lectores, y a los
pajarones de la prensa que no ven más allá de sus narices.
Bahiana apoyó las manos en el borde del escritorio para darle más énfasis a sus
palabras:
—Estás manipulando a Manú. El brulote sin firma del número anterior ya fue
totalmente gratuito. Y, además de no firmarlo, imitaste el tono que tenía la nota de él:
la mitad de los lectores creyeron que lo escribió Manú.
—Toda nota sin firma refleja la opinión de la dirección de la revista —dijo
Ferradás.
—Leo, por favor. ¿Querés que empecemos a recitarnos mutuamente el ABC del
periodismo? No podemos mezclar nuestros asuntos personales con la información
que aparece en la revista.
—Sí podemos. En este caso, especialmente.
—¿Aunque eso implique distorsionar la imagen de una persona pública en
nombre de tu propia paranoia? A mí tampoco me hace ninguna gracia lo que pasa con
Kleinman. No lo conozco como vos, pero trabajo acá. Y ya sabés cuál es mi opinión
acerca de tu suegro y sus aspiraciones políticas. Pero no podés mezclar las dos cosas.
Menos que menos usando a alguien como fachada. Y como cabeza de turco, en caso
de que haya problemas. ¿Qué va a pasar con Manú cuando haya que salir a
desmentir? ¿Y qué va a pasar con la revista? ¿No te das cuenta de que solo vas a
conseguir debilitar aún más tu posición con los herederos de Kleinman?
La corpulencia de Ferradás disimulaba por lo general su cansancio o sus
escasísimos períodos de depresión. Pero, en ese prolongado momento de silencio en
que Bahiana dejó inconclusa su última frase, notó una opacidad grisácea en la cara
rubicunda de su jefe. Como si toda la piel de Ferradás hubiese adquirido el mismo
color muerto de la mano ortopédica. Como si debajo de la piel circulara un líquido
turbio, denso, que impregnara no solo su humanidad sino toda la habitación. Como si,
por primera vez desde que se conocían, él estuviese frente a un dilema sin solución,
donde ni siquiera se tratara de achicar las pérdidas, sino de acelerar la caída hacia el
fondo de ese pozo negro, para, al menos, liberarse de toda expectativa.
Y de pronto creyó entender su verdadero propósito:
—¿Esta es tu enrevesada manera de separarte de Valentina? ¿Atacando a su
padre, boicoteando tu único capital, mostrándole toda la ruindad de que sos capaz,
para ahuyentarla?
—No metas a Valentina en esto —dijo Ferradás en voz muy baja.
—¿No es eso?
Ferradás no contestó.
—¿Y por qué estás durmiendo acá casi todas las noches y ella en la quinta de

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Tortugas?
—No es problema tuyo, carajo.
Bahiana se echó instintivamente hacia atrás. Ferradás se llevó la mano buena a la
cara y dejó escapar un resoplido entre los dedos.
—Lo lamento —dijo después—, pero no voy a discutir mi matrimonio, ni con vos
ni con nadie. ¿Está claro?
—Está claro —murmuró ella, sin saber qué hacer con los brazos hasta que los
cruzó, cubriendo su pecho plano—. Perdón.
—No tenés que pedirme perdón.
—Es que nunca te vi así, Leo. En los veinte años que te conozco, nunca te vi así.
—¿Así cómo?
Bahiana se encogió de hombros para no contestar. Para no mencionar nuevamente
a Valentina. Para no volver a enfurecerlo. Ferradás giró en su sillón hasta enfrentar
los ventanales y dijo:
—Se le metió en la cabeza que no podemos tener hijos. No me preguntes por qué.
Ya la conocés; es inútil hablar racionalmente con ella cuando se pone así. Tampoco es
que me lo diga; no hablamos así de las cosas, ella y yo. —Bahiana cerró los ojos
cuando oyó esa última frase, y volvió a abrirlos—. En fin. Al principio se echaba la
culpa a sí misma. Ahora no sé si sigue creyendo eso o piensa que yo soy estéril.
—Hizo una larga pausa y agregó: —No soy yo.
Bahiana lo sabía. Bahiana aún se acordaba de una chica que trabajó en la revista
durante la primera época y que había quedado embarazada. También sabía quién pagó
el aborto de esa chica, porque había sido ella quien la acompañó y quien la tuvo en su
casa los dos días siguientes, consolándola, escuchándola, consiguiéndole otro trabajo
para que pudiera renunciar y no ver más a Ferradás.
—Respecto a Pujol —dijo el Gordo, todavía dándole la espalda—, va a estar en
Uruguay cuando aparezca la nota. Todo el mes. Trabajando en algo que voy a
encargarle esta semana.
—¿Y eso en qué cambia las cosas? —dijo Bahiana, tentativamente.
Ferradás volvió a girar en su sillón, abrió uno de los cajones del escritorio y sacó
de allí la carta que Manú se había hecho enviar a sí mismo desde Uruguay, a través de
Leticia, la empleada del estudio de abogados de Myriam.
—Oficialmente lo mandamos a hacer una historia de Punta del Este —dijo. Y
agregó, mientras le tendía a Bahiana el sobre abierto con la carta aún adentro—: Pero
la verdadera historia está ahí. Bahiana se sentó después de leer la carta, volvió a leerla
de punta a punta, miró el sello borroneado que tenía el sobre y la ausencia de
remitente en el reverso, y dijo, con un cansancio que le enronquecía aún más la voz:
—No dice en dónde está. No da la menor pista.
—La carta se despachó en Montevideo.
—¿Te parece realmente que Elderian pueda estar en Montevideo? —dijo Bahiana,
viendo como si tuviera delante la cara de Manú contra el paño verde de la mesa de

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billar, la noche del cumpleaños de Valentina.
—Por supuesto que no.
—¿Y entonces?
Con un fastidio casi superior a sus fuerzas, Ferradás dijo:
—Si Pujol consiguió que le escribiera, a lo mejor consigue llegar hasta él. Y, a
pesar del fastidio, y de la tensión que había acumulado en ambos toda aquella
disputa, lo que agregó a continuación lo dijo en voz muy baja y controlada, pero sin
mirar a Bahiana:
—Especialmente si empieza a sentir, antes de irse a Uruguay, la presión que
generaron sus notas acá. Si cree que su futuro en la revista depende de esa nota. Y
creo que no hace falta explicarte lo que significaría una exclusiva a Elderian, con
fotos. Para Pujol y para la revista.
Bahiana guardó la carta en el sobre, la depositó de canto contra la lámpara que
había encima del escritorio y se levantó de su silla.
—Es justo, si lo pensás fríamente —estaba diciendo Ferradás—. Si consigue la
nota, demuestra que es un periodista de excepción. Y, si no la consigue, se merece lo
que le pase. En caso de que realmente pase algo con la nota de la City, por supuesto.
De pie junto a la silla, Bahiana lo miraba como si estuviera en trance. Quizá por
eso Ferradás agregó:
—Y una última cosa, por si te interesa saber.
Ella seguía moviendo mínimamente la cabeza, a izquierda y derecha, súbitamente
envejecida, y vulnerable, y desolada: todo aquello que Ferradás odiaba ver en ella y
despertaba en él una crueldad gratuita. Quizá lo agregó por eso, precisamente. Para
espantarla, para alejarla de él, para no llegar a ver eso que había aprendido con los
años a no ver en ella: la patética, falsa femineidad, que empezaba a asomar en
Bahiana en momentos así. O tal vez fue porque estaba arrepentido de haberse
sincerado con ella. O simplemente porque no sabía callarse, no sabía detener el
proceso de destrucción anímica de su oponente, una vez que reaccionaba a un
cuestionamiento como aquel.
—Una última cosa —dijo Ferradás—: tu querido Rodríguez Harte no solo está
casado con la hija de Mauricio. Además, forma parte del comité de campaña que está
reclutando Junior Schiaffino.

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LA TEORÍA
DE LOS GORILAS

Una diferencia más de las muchísimas que separaban a Valentina de su hermana: para
Consuelo, cumplir treinta no significó ni un conflictivo cambio de dígito ni la puesta
en marcha de un proceso irrevocable en su existencia. Una de las primeras cosas que
hizo, después de su primer vuelo como azafata treintañera, y antes de sus vacaciones
—que empezaban una semana después—, fue encerrarse en el laboratorio de
Alejandra, su amiga fotógrafa, durante un día entero, a revelar los rollos que tenía
acumulados y copiar algunas pocas fotos en papel.
Sus planes eran tomarse vacaciones antes que empezara la temporada veraniega,
desde la última semana de noviembre hasta el 15 de diciembre, en una playa al norte
de Punta del Este, llamada José Ignacio. Allá había una posada, un par de restaurantes
y despensas y un faro rodeado de casas precarias, sin delimitación alguna del fin del
terreno propio y el comienzo del vecino —aunque el panorama ya empezaba a
modificarse, a medida que la codicia inmobiliaria de los argentinos avanzaba por la
costa oriental, alterando la pachorra autóctona con la prepotencia del dinero.
Consuelo sospechaba el advenimiento de ese «progreso», y quería ir por última vez
mientras la mayoría de las casas nuevas estuvieran cerradas o en la última fase de su
construcción.
Llevaría, como a todos lados, su cámara de fotos y su minigrabador. El primero
de esos grabadores se lo había regalado un compañero de tripulación, al que ella
había guiado por los lugares de compra de electrónicos en Nueva York adonde no
llegaban los bagayeros típicos en sus compras de contrabando. A Consuelo le pareció
un objeto perfectamente inútil, y pensaba regalármelo en cuanto volviera a Buenos
Aires —yo acababa de entrar en la revista—, pero una mañana muy temprano en el
Marriott de Broadway se puso a hablar mirando el amanecer por la ventana —para
probar el aparato: una de sus manías—, y lo que salió la dejó tan perpleja que decidió
quedarse no solo con la cinta sino con el grabador, y también con esa costumbre
raramente a tono con su concepción de la privacidad. Desde entonces había
acumulado decenas de cintas, que solo escuchaba en el cuarto oscuro de Alejandra o
cuando estaba sola fuera del país.
En cuanto a las fotos, usaba una de esas máquinas hipercompactas con autozoom:
una sofisticada versión hi-tech de aquella que había comprado cuando empezó a
volar, como todas las chicas de su tripulación —antes de descubrir cómo se veía el
mundo desde el visor de una máquina, antes de descubrir los infinitos matices del
blanco y negro, antes de descubrir el rojo e íntimo mundo del cuarto oscuro y el olor

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astringente de los líquidos para revelar.
Así como acumulaba minicassettes acumulaba rollos, y una vez cada tres o cuatro
meses iba a la casa de Alejandra y revelaba. Había una relación directa entre su
ánimo y ese rito de encierro periódico: revelar sus fotos y escuchar su voz en el
minigrabador era como pasar en limpio y purificar su organismo de los eventos
ocurridos en esos meses, cosa de poder partir —en este caso al pueblito de la costa
uruguaya donde iba a pasar sus veinte días libres—, sin resaca, con los poros limpios
y abiertos, liviana de todo equipaje sensorial, por así decirlo.
Consuelo podía pasarse un día entero en el cuarto oscuro, pero copiaba muy
pocas fotos en papel y no tenía ni una sola exhibida en las paredes de su
departamento. Ni siquiera su favorita: aquella de un gorila en el zoológico de Nueva
York, sentado sobre una piedra como el Pensador de Rodin, con una expresión de
tristeza infinita, irremediable, en su negra cara peluda.
Las personas que pasan mucho tiempo solas desarrollan rutinas: Consuelo
también. Describir esas rutinas distorsiona la razón de ser de tales actos; los vuelve
extravagantes. Consuelo no era extravagante; simplemente le gustaba estar sola, y
que respetaran su privacidad como ella respetaba la privacidad ajena. En algún
momento dije que no le habría gustado nada que se hablara así de ella. A causa de su
discreción, de su empecinada y amable discreción —la que imponía a sus actos, y la
que mostraba para con los actos de los demás—, había desistido del psicoanálisis:
porque la violentaba hablar de otras personas casi tanto como hablar de ella. Hacía
demasiado tiempo que sospechaba que era imposible no desvirtuar la naturaleza de
los actos ajenos al contárselos a un tercero, y prefería mantenerse ajena a esa clase de
relatos, como oyente y como objeto: para que las personas siguieran siendo normales,
al menos desde esa distancia. Esa era la clase de normalidad que había perseguido
Consuelo durante tanto tiempo: el mundo donde quería vivir.
Nunca pisó la redacción de Data, por ejemplo. Nunca llegó a conocer a Bahiana,
aunque yo suponía que se hubieran llevado espectacularmente bien. Y, si registraba la
mitad de las cosas que yo le contaba acerca de lo que pasaba en la revista o en casa de
Ferradás y Valentina, era en el proceso de mantenerse al tanto de mi vida. En cuanto a
la costumbre de regalarme una foto de cada una de sus sesiones de revelado, era su
manera de mantenerme al tanto de su vida. O de demostrarme que, a pesar de su
nomadismo y su privacidad, yo formaba parte de su vida.
Ferradás descubrió una vez el sobre donde yo guardaba esas copias, en mi
escritorio de Data. Accidentalmente. Estaba buscando papel en mis cajones para
dejarme un mensaje; así fue como las encontró. Cuando supo que eran de Consuelo,
cuando supo —a través de mí, es cierto— de las teorías que Consuelo edificaba a
veces, a partir de ciertas fotos, como la del gorila en Nueva York, alzó una ceja, pero
no dijo nada, y pareció olvidarse. Yo creí que se había olvidado. Yo me había
olvidado. Pasaron meses. Pasó la noche del Ko San Tei. Pasó el cumpleaños de las
mellizas. Pasó el aneurisma de Kleinman y la visita de Rodríguez Harte a la revista.

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Y entonces, a mediados de noviembre, Consuelo me contó que había aceptado —
tentativamente en principio, y a causa de la insistencia de Ferradás; pero de todas
maneras había aceptado— hacer algo para Data: su primer trabajo profesional como
fotógrafa. En Uruguay. Mientras estuviera de vacaciones.
Las relaciones entre Ferradás y Consuelo eran de lo más esporádicas. Había, sin
embargo, una secreta camaradería entre los dos, o en todo caso del Gordo hacia ella.
Por ejemplo: Consuelo recibía una suscripción gratuita de Data, por más que rara vez
leía u hojeaba siquiera algún número. Otro ejemplo: para el cumpleaños, Ferradás
siempre le mandaba un escueto telegrama, con alguna cita seleccionada de los libros
que había leído a lo largo de esos meses y que suponía que Consuelo sabría valorar.
Un ejemplo más: cuando el Gordo viajaba solo al exterior, por motivos de trabajo, y
le tocaba una de las rutas de ella, trataba de hacer coincidir sus vuelos con los de
Consuelo, o de verse allá para comer o tomar un trago a la noche, si ella se mostraba
dispuesta. Consuelo, por su parte, nunca tomaba la iniciativa, pero a veces parecía
apreciar esas llamadas o telegramas de Ferradás: como quien acepta con beneplácito
que alguien le encienda una lámpara aunque pudiera seguir leyendo un rato más con
la menguante luz del atardecer.
Y, por más que simulara no prestar atención cuando yo le hablaba de la revista, o
del Gordo y Valentina, estaba bastante al tanto de la situación: del operativo Orbe; de
la situación financiera de Data; del aneurisma de Kleinman; de la aparente crisis
matrimonial entre su hermana y su cuñado, y del beligerante estado de ánimo de
Ferradás con todos nosotros. Quizá fue por eso que no se enojó cuando supo que el
Gordo había visto sus fotos, y no solo escuchó en silencio la propuesta de él sino que
aceptó, en principio. Por esa razón, o porque le gustó que Ferradás apreciara una
teoría como la de los gorilas.
Cuanto más compleja es una sociedad, más tardan sus individuos en madurar. Y
cuanto más grande es el cerebro de una especie, más compleja es la sociedad que
conforman sus individuos. El tamaño del cerebro de un gorila no varía mucho del
humano, y es considerablemente mayor que el de los chimpancés. Sin embargo, de
todos los primates, la familia más capacitada para acercarse a una conducta parecida
a la humana es la de los chimpancés. Eso es porque los gorilas necesitan usar más la
mente para madurar: en su sociedad, el lenguaje corporal es tan complejo, y tan
importante para la convivencia, que demanda uso activo de una parte considerable de
su cerebro —a diferencia de la sociedad chimpancé, cuyas reglas son mucho más
laxas y primarias. Por eso es que los chimpancés son los primates favoritos del
mundo científico: porque tienen más espacio cerebral disponible para aprender la
clase de monerías que los científicos tanto aprecian.
Los gorilas no quieren ser humanos; no pueden. Si nacen en cautiverio, nunca
maduran. Si son capturados cuando ya han alcanzado su madurez, languidecen en
cautiverio. Su cabeza rechaza toda enseñanza que no continúe el proceso de
maduración de su especie. Ningún gorila consigue asimilar el mecanismo pavloviano

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clásico de laboratorio: se niegan sistemáticamente a hacer una monería para recibir
una banana. En la selva la banana está: para el que tiene hambre, no para el que hizo
la monería para ganársela. Los gorilas no creen en la acumulación: no quieren una
banana de más, cuando están satisfechos. Porque no tienen vanidad: ningún gorila
trata de ganarse la simpatía ajena con monerías.
El chimpancé, en cambio, evoluciona en cautiverio. En la misma forma, casi, en
que el ser humano evoluciona en las ciudades: propulsado por la vanidad, por el afán
de ser lo que no es, a través de la emulación. Por eso es que en el chimpancé, como
en el humano tipo, la madurez no se alcanza nunca del todo: porque los anhelos se
redefinen paso a paso, permanentemente, a medida que varían sus parámetros de
emulación.
Pero, si existiera un científico capaz de comprender la nula importancia que le
dan los gorilas a la concepción humana de emular; si ese científico fuera capaz de
seguir la madurez del gorila en la dirección adecuada —es decir, según los
parámetros de la especie gorila—, el ejemplar favorecido con ese tratamiento sería
seguramente muy parecido a un santón hindú, o a un monje zen, o a un staretz ruso, o
a un chamán indoamericano.
Hasta ahí llegaba la hipótesis de Consuelo. Ferradás le había agregado un
corolario de su propia cosecha, cuando vio las fotos y yo le conté la teoría: que todo
eso demostraba, entre otras cosas, que el camino de la sabiduría demanda cierto
apartamiento de las monerías humanas. Y que a Aram Elderian no le hubiera
disgustado nada ese manifiesto contra lo pavloviano.
¿Por qué Elderian? ¿Qué tenían que ver Consuelo y sus gorilas con el escritor
armenio? La casualidad, otra vez. Por esos días Ferradás había leído finalmente la
carta que trajo Manú a la revista. Estaba solo en su despacho. Nadie sabe cómo
reaccionó cuando identificó incrédulamente las iniciales A. E. en el garabato que
firmaba aquellas líneas de su escritor preferido. Yo había dejado el sobre en manos de
su secretaria, con una nota que decía simplemente: «Manú recibió esto».
Cuando Manú había encontrado el sobre debajo de la puerta en el departamento
de Talcahuano, cuando lo tuvo en sus manos, se sorprendió genuinamente, como si el
simple hecho de haber pasado por el correo uruguayo y argentino de alguna manera
hubiese vuelto casi genuina aquella carta. De todas maneras, borroneó
convenientemente el sello con la fecha del correo uruguayo, antes de llevarlo a la
revista y dármelo sin explicaciones, sabiendo de sobra que yo lo haría llegar a manos
de Ferradás.
La carta decía pocas cosas: reflexiones más bien esotéricas que permitían suponer
que Elderian seguía escribiendo, y que justamente para seguir escribiendo se había
aislado del mundo en aquel remoto rincón: para congelar la incesante novedad de ese
mundo y no sucumbir a tal exceso, para mantenerse dentro de las fronteras
atemporales de su propio universo personal, y poder seguir adentrándose sin
distracciones de ninguna especie en aquella mínima parcela mental que, a su criterio,

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ya contenía la enajenación del mundo y su respectiva posibilidad de redención.
Entonces venía la frase que había impactado inesperadamente a Manú, la breve frase
que despertó en Ferradás el cosquilleo familiar de la primicia periodística latente, y lo
llevó a decidir lo que decidió. La frase que decía: «Solo atento no hay que estar:
preparado».
En la primera reunión de sumario para el número especial de fin de año —un
número doble que debía llevar toneladas de publicidad—, Ferradás anunció cuál sería
la nota central, y quiénes la harían. La gente de Medios estaba dedicada a la tarea de
atraer avisadores extra desde hacía meses, y casi todos temían que Ferradás le diera
un giro completamente agresivo a lo que apareciera en ese número. Las ventas de
noviembre no habían sido buenas, los rumores acerca del futuro de Data crecían día a
día.
Las habladurías de la redacción, entretanto, ya incluían a Manú como una pieza
más o menos descartable dentro del juego de poder que encorsetaba la revista. No
solo por las dos notas que él había entregado hasta entonces, sino por el caparazón de
indiferencia que mostraba hacia los vaivenes cotidianos de información que
circulaban de boca en boca. Nadie podía desentenderse de aquello, salvo que supiera
algo más: algo que no confesaba, algo que no podía confesar. En ese sentido, algunos
rumores le adjudicaban a Manú un rol desequilibrante en la guerra entre Orbe y
Ferradás —como quintacolumnista de Orbe infiltrado dentro de la revista, atacando
en sus notas a Junior Schiaffino para resquebrajar el frente interno familiar del
Gordo. Otras versiones, menos insidiosas y disparatadas, lo daban por caído en
desgracia: solo, junto a Ferradás o junto a Bahiana, indistintamente. Pero, de una u
otra manera, despedido en el cortísimo plazo.
Quizá por eso todos los presentes se miraron sorprendidos cuando oyeron, de
boca de Ferradás, quién haría la nota central del número de fin de año. La idea, dijo el
Gordo ignorando las miradas de sorpresa, era un retrato bizarro de Punta del Este,
mostrando cómo se había ido convirtiendo lentamente en un territorio matriarcal. Ya
tenía el título, incluso: «La ciudad de las mujeres». Y quería que la nota mostrara esa
evolución en todos los terrenos, con la heterodoxa mirada de Manú en el relato y el
equivalente de Consuelo en las imágenes. Cuando mencionó a Consuelo, obvió otra
vez las miradas de sugestivo silencio, despertadas ahora por el apellido Schiaffino, y
dijo simplemente que quería probar gente nueva, porque estaba un poco harto del
tratamiento fotográfico que tenía últimamente la revista.
Días antes, le había dicho a Consuelo que le daba igual que ella y Manú
trabajaran juntos o por separado, mientras intercambiaran opiniones de cuando en
cuando. Y, como sospechaba que a Consuelo no le iba a gustar nada que Manú se
alojase en el mismo lugar que ella, le dijo que partiera tranquila a Uruguay; Pujol ya
se pondría en contacto al llegar. Consuelo todavía no conocía a Manú ni había leído
sus notas sobre Omarcito y la City. Y nunca se imaginó que él iría a parar, no a un
hotel de Punta del Este, sino a la misma posada de José Ignacio donde iba ella, la

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única del lugar.
Porque esa fue una de las cosas que le ordenó Ferradás en secreto a Manú —
además de explicarle la verdadera razón por la cual había elegido a Consuelo y no a
alguno de los fotógrafos de la revista para el operativo uruguayo. En el caso
hipotético de que Manú consiguiera llegar hasta Elderian, Ferradás no quería
arriesgarse de ninguna manera a perder la exclusiva de esas imágenes. Y cualquiera
de los fotógrafos de Data pretendería conservar para sí los derechos de esas tomas,
una vez que supiera el valor que tenían, y negociarlos para el mundo entero a través
de una agencia internacional. Consuelo, en cambio, era de absoluta confianza.
Siempre y cuando se la convenciera de ir con su cámara a la guarida de Elderian,
claro. La táctica para convencerla, agregó Ferradás, era exclusivo asunto de Manú,
una vez que estuvieran juntos allá.
Para entonces Consuelo ya estaba a punto de empezar sus vacaciones, el número
de noviembre de Data impreso y listo para su distribución, y Manú ya creía que
estaba en problemas: desde aquella tarde en que Ferradás lo convocó a su despacho y
le dio la orden, no de escribirle nuevamente a Elderian lo antes posible —como él
había supuesto que ocurriría, a lo sumo, y para lo cual todavía conservaba las demás
cartas redactadas por Iván en sus trances solitarios de la clínica Martorell—, sino de
prepararse para viajar a Uruguay.
—O sea que finalmente voy a conocer a tu otra hermana —me dijo esa noche,
cuando salió de la reunión con el Gordo y me encontró esperando el ascensor.
Ya no quedaba casi nadie en la redacción, nadie bajó con nosotros y nadie entró
en el ascensor en los demás pisos, y el comentario de Manú era relativamente trivial
en sí. Pero al oírlo me acordé instantáneamente de lo que me había dicho Bahiana
después del aneurisma de Kleinman —«Tené mucho cuidado con lo que decís ahora;
las paredes oyen»—; y al mirar instintivamente a mi espalda y comprobar que
estábamos solos, tuve la súbita conciencia de que incluso en el mejor de los casos
aquel aire enrarecido que había invadido la revista dejaría un sedimento: un
sedimento tan malsano como imborrable.
Hasta que empezaron los rumores, el mejor momento del mes en Data era, sin
duda, esa tierra de nadie que abarcaba los dos días posteriores al cierre de cada
número. Hasta el gusto del café era más normal en las horas muertas de esas dos
jornadas: fuera porque podíamos saborearlo mientras estaba aún humeante, o porque
podíamos darnos el lujo de tirar el que estuviera recalentado y esperar junto a la
cafetera que terminara de filtrarse el nuevo, sin apuro. No era anormal en esos días
ver gente regando con un vaso de agua la maceta más cercana, acomodando papeles
en su escritorio o devolviendo mensajes atrasados. Había un ritmo perezoso, casi
bucólico, en cada uno de nuestros movimientos por la redacción: uno podía sentir en
el aire la satisfacción del deber cumplido y, al mismo tiempo, la falta de importancia
de todo aquello que nos había enloquecido veinticuatro horas antes. Durante esos dos
días éramos capaces de una amnesia protectora, de una ecuanimidad que adormecía

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los rencores acumulados durante el mes anterior. Todo parecía posible para el
siguiente número, durante esos dos días. Todos formábamos parte de una verdadera
hermandad —hasta el momento en que Ferradás empezara a definir cuadrícula y el
contenido de esa cuadrícula se volviera más y más imposible de lograr; hasta que
Bahiana empezara a señalar los huecos y defectos y distracciones inadmisibles en
cada una de las notas del número en preparación, y todos entrásemos de nuevo en el
ritmo febril de siempre.
Manú no había experimentado ninguno de esos remansos. Y, de todas maneras,
era improbable que los valorara en su justa medida. Entre otras razones, porque él
suponía que el mundo era así, en todo momento.
Pero en aquel momento en que miré la redacción desierta, pensando que las
jornadas postcierre y la volátil camaradería general quizá pertenecieran
irremediablemente al pasado, de nada sirvieron todos esos atenuantes. Si hasta
entonces me parecía inconcebible sentir el menor resentimiento hacia alguien como
Manú, si hasta entonces había llegado a preocuparme su situación de zozobra
creciente, en ese momento no solo lo culpé de hacerme ver el triste futuro de la
revista. Y, además, supe que esa clase de personas eran las que traían, sin saberlo, las
peores desgracias a quienes estaban a su alrededor, justamente porque los tenía sin
cuidado aquello que se pulverizaba para los demás.
Hicimos el viaje en el ascensor en silencio y, al llegar a planta baja, tuvimos que
esperar que el sereno nos abriera la puerta del edificio. Ya era de noche, afuera, y yo
quería salir de una vez, estar solo. Pero, mientras el sereno maniobraba con las llaves,
Manú le preguntó por la familia, y se quedó escuchando las aburridísimas novedades
domésticas. Tenía el hombro apoyado contra el marco metálico mientras el sereno
sostenía la puerta abierta, obstaculizando entre los dos mi paso al exterior.
Desde donde estaba podía ver que no pasaba un solo taxi libre por la calle. Y, por
la forma en caminaban las pocas personas que quedaban en las veredas, era como si
creyeran que en cualquier momento empezaría no a llover sino algo muchísimo peor.
Ya se oían los primeros truenos, y el cielo se iluminaba con las grietas plateadas de
los relámpagos. Cuando Manú dio por terminado su diálogo con el portero y salimos
por fin a la calle, no llegamos a hacer veinte metros que estalló uno de esos furiosos
diluvios tropicales.
No quedó más remedio que refugiarnos en la entrada del bar de la esquina y mirar
la cortina de agua y las pepitas blancas de granizo que rebotaban con violencia a
nuestros pies. Era ridículo quedarse en aquellos escalones, con la espalda contra la
puerta del bar. Cuando Manú entró, yo entré detrás de él, a pesar de todo.
—¿Te parece que es para tanto? —dijo, por encima del ruido de la lluvia, cuando
ya estábamos sentados. Y tuvo que aclarar que no hablaba de la tormenta sino de lo
que sería volver después de tantos años a Punta del Este—. No puede haber cambiado
tanto.
Habíamos estado en silencio hasta entonces. Era extraño contemplar la versión

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nocturna del bar con ese ruido de lluvia. No solo el bar sino todo el barrio mutaba por
completo al caer la noche: se volvía menos céntrico, más fantasmal. Y al mismo
tiempo más verdadero: como si los habitantes reales esperaran la caída del sol para
recuperar posesión de su territorio. La tormenta hacía doblemente manifiesto el
cambio. Los mozos del turno noche eran caras extrañas y nosotros éramos caras
extrañas para ellos. A ellos parecía fastidiarle la ausencia de habitués a causa de la
lluvia y se palpaba en el aire la impaciencia de cada uno de nosotros, esperando en
esa penumbra naranja, con la música ambiental casi inaudible por el estruendo de
afuera, que terminara de llover para irnos de ahí de una vez. Para distraerme de la
mirada ominosa que nos dedicaban los mozos a todos los clientes accidentales que
invadían sus dominios, después de la segunda cerveza le pregunté a Manú si
realmente creía poder llegar hasta Elderian.
—Una vez tenía que encontrarme con una persona en Venecia —empezó él. Y,
aunque yo dije que no me importaba en absoluto lo que le hubiera pasado en Venecia,
él siguió como si nada—: Una chica holandesa llamada Lilli. Pero me retrasé un par
de días en el camino y, cuando por fin llegué a Venecia, no tenía la más remota idea
de dónde buscarla. Había una niebla increíble. No podías ver nada a más de un metro
de distancia. Yo estaba sentado en un café de San Marco.
Afuera, porque adentro estaba lleno de gente. Todo era gris y húmedo y
deprimente. Y la chica esta me gustaba mucho. Y no sabía ya por dónde buscar. Así
que me puse a repetir el nombre de ella mirando la niebla. Lilli, Lilli, decía, como un
mantra. Y de pronto Lilli apareció, dije yo, con fastidio, sin mirarlo.
—No seas tarado —dijo él—; te estoy contando algo que pasó en la realidad.
Cuando me dejé de joder con el mantra y el bajón, fui a recorrer todas las pensiones y
albergues baratos de la zona de la estación. Hasta que la encontré. ¿Y la anécdota?,
pregunté.
—Te dije que era un episodio real. No hay anécdota —contestó Manú—. En
algún lado estará, Elderian. Habrá que armarse de paciencia y rastrear toda la zona
del Yi, hasta encontrarlo.
Ya había dejado de caer granizo; en cualquier momento dejaría de llover. Yo
prefería mojarme antes que seguir ahí. Así que, sin decir una palabra me levanté de la
mesa y salí del bar.
Eran casi las diez de la noche. Caminé guareciéndome como pude de la lluvia,
bajo los techos y balcones, las diez cuadras hasta el departamento de Bahiana. Al
llegar a su edificio toqué el portero eléctrico. Varias veces. No contestó nadie. Nadie
salió ni entró al edificio tampoco.
A las diez y veinticinco dejó de llover. Paré el primer taxi libre que pasó,
enfilamos hacia Palermo Chico y dejé que el viento de la noche me mantuviera los
ojos cerrados durante el viaje, mientras pensaba en aquellas palabras de Manú que lo
pintaban de cuerpo entero, en su inconsecuente peregrinaje por la vida:
No hay anécdota.

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13

LA LUZ BLANCA
DEL MUNDO ALLÁ AFUERA

Lo primero que notó Iván al despertarse fue el calor asfixiante del dormitorio y las
sábanas humedecidas con su transpiración. Antes de levantarse supo remotamente
que el aire acondicionado no funcionaba, pero pareció necesitar una recorrida por los
otros ambientes para aceptarlo como un hecho.
Las persianas de todo el departamento seguían bajas, como siempre, pero las
ventanas estaban abiertas de par en par y había una nota de Manú en la mesada de la
cocina, anunciando que no solo estaban sin aire acondicionado: también sin
electricidad y sin gas. No daba más explicaciones; solo decía que las ventanas las
había abierto él antes de irse y que se encargarían del desperfecto a su regreso. Iván
encontró la caja de luz en la cocina y probó los interruptores en vano. Lo mismo con
el termotanque. Al menos había agua, comprobó al abrir las canillas de la cocina.
Después de ducharse con agua fría en la penumbra del baño se sentó en el living
con el único desayuno posible: un cartón de leche y un puñado de galletitas. Dedicó
el resto de la mañana a una variación obligada de su rutina a causa de la falta de
electricidad: lavó a mano un par de camisas y calzoncillos sucios y, después de
colgarlos a secar en el lavadero, volvió al sofá con uno de sus libros de Elderian
mientras esperaba la eventual visita de Valentina. A las dos de la tarde, el
departamento era un horno, Valentina no había llegado todavía e Iván dormitaba en el
sofá, cuando lo despertó de golpe un estruendo brutal.
Estaba demasiado atontado, cuando abrió los ojos, para reparar en el silencio que
siguió a la explosión. Por encima del zumbido de sus oídos, creyó oír una sonoridad
completamente diferente a la habitual, allá abajo, en la calle. El ritmo mecánico y
rutinario de los autos arrancando o frenando, según los semáforos de la avenida,
había sido reemplazado por gritos y sirenas, que fueron intensificándose en los
minutos siguientes.
Había una tensión ácida en el aire, incluso en el aire caliente del interior del
departamento. Iván caminó con aprensión hasta el baño, evitando acercarse a las
ventanas en su camino, y dejó un buen rato la cabeza bajo el chorro de agua. Pero, al
volver al living, no pudo repetir el mismo cuidadoso trayecto de ida: se dejó llevar
hasta el ventanal, y ahí se quedó, sin subir las persianas, tratando de desentrañar lo
que decían los gritos de abajo.
Cuando empezó a sonar el teléfono, cuando siguió sonando y sonando se acordó
de que estaban sin electricidad —es decir: sin contestador automático—; y, aunque al
noveno timbrazo le bajó completamente el volumen al aparato, no pudo hacer lo

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mismo con aquello que sentía adentro: ese zumbido que había ido transformándose
en una vibración generalizada, un escozor eléctrico en todo el cuerpo, debajo de la
piel. Entró en su dormitorio, se puso una camisa encima, sin secarse el agua que le
goteaba del pelo por la espalda, volvió al living y dio una vuelta completa en torno a
los muebles antes de decidirse a abrir la puerta del departamento y bajar las escaleras
muy despacio, piso por piso, aun cuando en el trayecto descubrió que el ascensor
funcionaba y las luces del resto del edificio también.
Había mucha gente en la calle, no solo en la vereda sino en la calle, porque el
tránsito estaba interrumpido. La reverberación del calor y el convulsivo movimiento
humano le impidieron oír lo que se decían unos a otros. Caminó en la misma
dirección y al mismo paso acelerado que la mayoría, superó la zona de sombra y
siguió caminando igual cuando entró en la comarca incandescente de sol. La luz y el
calor anulaban la distancia entre las cosas y lo volvían todo blanco, asfixiantemente
blanco, como un paño hirviente en la cara. De pronto sintió que alguien lo agarraba
del brazo.
—¿No me oías? Hace media cuadra que te estaba gritando. ¿Adónde vas? —dijo
Valentina. Estaba sin aliento y con los ojos dilatados; casi no era ella, en esa luz
inclemente.
Iván señaló con el brazo en la dirección hacia donde estaba caminando.
—¿No sabés lo que pasó? —dijo ella, y se le plantó delante para detenerlo—. ¿No
oíste la explosión?
Sí, dijo él, creo que sí, y la hizo a un lado y siguió caminando. Porque en el
momento en que estuvo quieto, con Valentina delante, sintió que de quedarse un
segundo más así, frente a la mirada desorbitada de ella y a la palpitación candente de
las cosas a su alrededor, ya no podría moverse, en ninguna dirección.
La calle era un caos: policías, bomberos, ambulancias, cámaras de televisión, pero
nadie lo detuvo cuando dejó atrás a Valentina. Alguien vociferó en su oído:
«¡Voluntarios!», pero nadie parecía reparar en quien tenía al lado. Llegó a los
primeros escombros y siguió avanzando entre nubes de polvo, todavía prisionero de
esa reverberación interior, hasta que alguien le sacudió el hombro y le pidió ayuda
para remover un enorme bloque de hormigón.
No supo cuánto tiempo estuvo así. Cuando oía gritos, o gemidos, o cualquier
señal humana entre los escombros, retrocedía hasta que alguien ocupaba su lugar y
recomenzaba a escarbar en otro lado, trastabillando, tosiendo, tratando de respirar
otra cosa que polvo y aire caliente. Solo tenía conciencia de la pulsación
ensordecedora en sus sienes, y quizá por eso tardó en reaccionar cuando un policía
tiró brutalmente de su camisa y le ladró, con la cara a centímetros de la suya: «¡Atrás
de la valla, carajo! ¡Todos los civiles atrás de la valla!». Tropezó con una camilla
vacía y cayó al piso. Dos personas lo agarraron de los brazos y lo arrastraron varios
metros hacia atrás. Cuando comprobaron que estaba sano, lo dejaron tirado en la calle
y volvieron a la montaña de escombros.

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Iván se levantó por sus propios medios, miró a su alrededor y retrocedió entre
empujones hasta la avenida. Ahí se apoyó contra un árbol y una arcada de vómito lo
dobló en dos.
Había algo más nocivo y denso que ese líquido viscoso que salía de su boca. No
solo estaba expulsando el contenido de su estómago: era como si su cuerpo entero
estuviera vaciándose de aquella sustancia electrificada. Cuando se incorporó, con las
piernas temblorosas, los ojos ardiendo y una sequedad acre desde el estómago hasta
los conductos nasales, necesitó respirar en bocanadas interminables. Con las piernas
abiertas y dos manos apoyadas contra el tronco del árbol, respiró y respiró ese aire
polvoriento y bienvenido.
No oía su respiración; no oía la tensión de sus piernas tiesas; no oía el vacío en su
estómago ni el movimiento de sus párpados, pestañeando hasta que los ojos se
adaptaron al ardor. No oía tampoco nada de lo que sucedía a su alrededor. Como si,
por encima de la tierra que pisaba, existiese el mismo silencio que debajo:
primigenio, atemporal, inmutable.
En ese silencio tomó conciencia, muy lentamente, de que estaba fuera del
departamento.
El sol ya no se veía detrás de los edificios de la avenida, sobre el lado de
Talcahuano, pero el calor no había disminuido nada. Mientras caminaba de vuelta
hacia su edificio Iván descubrió, sin la menor alteración en su estado de ánimo, que
no solo no tenía manera de volver a entrar, sin llave: tampoco sabía la dirección
exacta del departamento, ni se acordaba del aspecto exterior de esa entrada que había
franqueado una sola vez, dos meses antes. Miró las ventanas del último piso de todos
los edificios de la cuadra, descartó los más antiguos y buscó, entre los más altos, un
piso sin balcones y con todas las persianas bajas. Había uno solo con esas
características, aunque parecía mucho más angosto visto de afuera que viviendo en él.
Antes de entrar en el edificio, giró hacia la avenida a su espalda y miró en
dirección al tumulto: seguían llegando ambulancias y patrulleros, seguía
acumulándose gente; lo que había sucedido continuaba sucediendo sin parar. Eso era
el mundo, supo de pronto, sordamente. Ignoró a los curiosos de la entrada de su
edificio y siguió de largo al pasar frente al ascensor. Se tomó su tiempo para llegar
hasta arriba; en mitad del trayecto apoyó la frente contra el pasamanos de hierro de la
escalera y esperó hasta que el frío del metal se entibió contra su piel. Sentía el cuerpo
entumecido y blando, tenía una costra de sangre sucia en los dedos y un resto de
náusea terrosa disipándose contra el techo del paladar.
Solo al llegar al palier desierto del último piso se permitió preguntarse si
encontraría a Valentina allí arriba, sentada en la alfombra seguramente, con la cabeza
apoyada contra la puerta del departamento, los ojos cerrados y el pelo en la cara.
Sí, allí estaba, imaginó. Y mientras seguía su ascenso por las escaleras, rumbo a la
azotea ahora, se dejó invadir por la escena imaginada: sin decir una palabra, él se
agachaba junto a ella y la despertaba acariciándole la cara. Ella abría los ojos y decía:

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«Dónde estabas; adónde fuiste», alejando la cara de la mano de él. Él le apartaba el
pelo de la cara y la obligaba suavemente a mirarlo de nuevo. Ella murmuraba: «Me
hubiera ido. A cualquier parte. Pero estaba todo tan lleno de gente. No sabía qué
hacer allá abajo. Ni siquiera me acordaba adónde dejé el auto». Shh, le decía Iván, sin
tocarle los labios, hasta que ella misma apoyaba su boca en la mano de él y cerraba
los ojos. Y cuando a él empezaban a dolerle las rodillas de estar tanto tiempo
flexionado en esa posición, le decía que era inútil quedarse ahí, porque no tenía llave.
Mientras la ayudaba a levantarse, ella abría los ojos de nuevo. «A la calle no. A la
calle no», repetía, hasta notar que la mano de él la guiaba hacia arriba, por la escalera.
No había nadie en la azotea, ningún curioso apuntando morbosamente sus
largavistas hacia los escombros de la explosión allá abajo. Iván seguía llevando de la
mano a Valentina, mentalmente. Ni uno ni el otro se asomaba a mirar en dirección a
la avenida, cuando llegaban arriba —cada uno tenía sus propias razones, pero no
hablaban de eso.
Valentina se sentaba contra una saliente, recubierta, como el piso, con una
membrana plateada con juntas de alquitrán, dando la espalda al lugar de la explosión.
Él iba a sentarse con ella después de beber un poco de agua y refrescarse la cara en
una canilla que había al lado de la escalera. Ahí se quedaban, contemplando en
silencio el viraje del amarillento al rojo y del rojo al púrpura en el cielo del atardecer.
Cuando ya estaba oscuro y hacía rato que Iván había abandonado a Valentina y
toda otra actividad fluida de su mente, descubrió de pronto, en el paisaje desolado de
las demás azoteas, que ya nadie ponía la ropa a secar allá arriba. Miró la planicie
plateada a su alrededor y se acordó de la aprensión que le daba, cuando era chico, el
blanco de la ropa contra la mugre y el hollín. Y, casi inmediatamente, estalló en su
cabeza un recuerdo terrible de aquella época.
Era algo que había hecho. Algo furtivo y sin explicación, que en su momento
creyó que se desvanecería tal como se había desvanecido el impulso que lo llevó a
hacerlo. Y que, para su sorpresa y su ignominia, no se desvaneció en absoluto. Siguió
estando allí, toda la noche y gran parte de la mañana siguiente; y solo entonces
adoptó su entera y gratuita maldad, cuando Iván oyó cómo describía otra persona ese
acto clandestino: una de las agraviadas por aquel acto miserable y caprichoso.
Era un sábado, tenía que ser un sábado porque él estaba de pie al lado de su
madre esperando el ascensor, y era a media mañana. Tenía que ser a la fuerza un
sábado a la mañana, porque él no estaba en el colegio. Esperaban el ascensor cuando
salió al palier una señora tan anónimamente distinguida como su madre, que vivía en
el departamento contiguo. Sin el menor preámbulo, la mujer les contó algo que había
ocurrido la tarde anterior. Algo que su madre escuchó con enorme vergüenza, lo
notara o no la vecina. Sí, él podía dar fe; él conocía esa expresión de su madre: una
vergüenza abrumadora, ante el anonimato cobarde y gratuito de aquella humillación.
Y, en todo momento, mientras su madre oía a la vecina y él estaba silenciosamente
parado junto a ellas, los tres esperando el ascensor para bajar, él había pensado: «Yo

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lo hice. Yo fui».
Una estrella de David, dibujada con una birome, hasta saltar la pintura, en la
puerta de servicio de sus vecinos. Él era el culpable. Aunque no pudiera, aunque no
supiera explicar por qué. Quizá por la sencilla razón de que había llegado al
departamento desde el colegio y no había nadie para abrirle la puerta y servirle el té,
nadie para contestar sus furibundos timbrazos y dejarlo entrar en su propia casa,
nadie para recoger su portafolios y el saco del colegio que él dejaría tirado en su
camino hacia el televisor, nadie para permitirle continuar hipnóticamente su rutina
cotidiana.
¿Cuánto tiempo había estado esperando: quince minutos? A lo sumo quince
minutos. Hasta que la mucama llegó del supermercado y por fin le abrió. Lo
suficiente, sin embargo, para ir hasta el palier de servicio, sacar una birome de su
portafolios, repetir una y otra vez esos trazos hasta hacer saltar la pintura, y volver
inocentemente a la puerta principal del departamento, a seguir esperando y tocando el
timbre de su propia casa. La primera infamia absolutamente propia, absolutamente
gratuita y absolutamente sin castigo, de la que tenía recuerdo.
Iván abrió los ojos y miró la ciudad más allá de la terraza, y pensó en Valentina
nuevamente. Pensó en un mundo paralelo, donde él y ella fuesen versiones menos
imperfectas e infames e insípidas de sí mismos: un mundo paralelo donde ese día
atroz ocurría de manera distinta. De manera tan rutinaria como la de cualquier día. Y
en ese día común y corriente, al final de una tarde pacífica, perfecta, él se dejaba
llevar por ella fuera del departamento rumbo a la azotea. Y miraban por primera vez
ese cielo escaso de estrellas, juntos, y él tenía la cándida certeza de que, a partir de
entonces, podría volver a pisar la calle, y caminar al aire libre y mirar las caras de la
gente, sin pensar en eso como un suplicio, sin sentir en el fondo de su corazón lo que
sentía en este momento: que sería capaz de volver al mundo, que ya lo había hecho,
pero en el despiadado mundo real. Y podría hacerlo porque había purgado, a solas y
de una manera horrorosamente insuficiente, una lejana infamia infantil.
Para ahuyentar esas imágenes, se concentró en Valentina; trató de ir hasta el
fondo de esa angosta calle que se abría en su cabeza y llevaba el nombre de ella.
Pensó en la ausencia casi absoluta de intereses en común. Pensó en lo poco que sabía
ella acerca de él y en lo que sabía él de la vida de ella. Pensó en la entrega y la
pasividad simultánea de Valentina, cuando hablaba, y cuando no hablaba, cuando la
tuvo desnuda a su lado por única vez, cuando la desvistió, no solo de la ropa que
llevaba puesta sino de todo aquello que parecía envolverla en las mil imágenes
superpuestas que él tenía de ella, que él descubrió que tenía de ella cuando la tuvo por
única vez en sus brazos. La disponibilidad y, al mismo tiempo, la falta de toda
respuesta corporal de Valentina al cuerpo de él, la confesión posterior de que le había
gustado, sin embargo, y de que nunca llegaba más lejos que eso, salvo unas pocas
veces, con su marido.
Entonces, de golpe, entendió.

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Con la pureza fortuita de cierta clase de descubrimientos, entendió de golpe que,
en ese olímpico desdén de Valentina por todo lo que no fuera ella, estaba incluido un
elemento adicional, inesperadamente generoso, inesperadamente liberador.
Como una cama ajena donde uno se dejó caer cierta noche vencido por el
agotamiento, como una canción oída al pasar en la radio, como tantas cosas remotas
que después uno recuerda apenas, pero ya no puede describir, y a veces ni siquiera
identificar. Eso era Valentina para él. Lo mismo que él había sido para ella. Algo
pasajero en el sentido más cabal del término. Algo que se evaporaba, que ya se estaba
evaporando quizá, sin dejar mayores rastros emocionales.
Cuando bajó, una hora más tarde, había vuelto a refrescarse la cara y las manos, y
se sentía relativamente capaz de enfrentar las preguntas que le hiciera Manú. Pero al
llegar al palier vio que la puerta del departamento estaba abierta y que varias de las
cajas de cartón con las pertenencias de Manú estaban acumuladas ahí afuera.
—¿Se puede saber qué pasa? —dijo, al entrar y encontrarse con un desconocido
maniobrando de rodillas con la cerradura de la puerta abierta.
—¿Vos sos Pujol? —le preguntó otro intruso, tan corpulento como el arrodillado,
que apareció por el pasillo cargando el monitor de la computadora.
Iván asintió con la cabeza y el de la cerradura le dijo, sin desviar los ojos de su
tarea, que mejor se buscara un nuevo lugar donde vivir, a partir de ese momento. Iván
preguntó con qué derecho habían entrado. El que sostenía el monitor lo hizo a un lado
de un empujón y depositó su carga junto a las cajas del palier. Después agarró a Iván
de la camisa y le dijo que, si no quería problemas, los dejara terminar su trabajo en
paz.
—¿Qué es esto? ¿Están locos?
El que estaba lidiando con la cerradura ni se dignó a contestar. Le dijo a su
compañero: «Hacete cargo, que yo ya termino», y siguió con su tarea. El otro dobló a
Iván en dos de una trompada en el estómago, le levantó la cabeza de los pelos y
volvió a golpearlo, esta vez con un frentazo brutal, en la nariz.
Iván dio contra la pared y se deslizó al piso con las manos todavía contra el
vientre. Sangrando por la nariz y todavía sin aire por el golpe en el estómago, oyó
que el de la puerta decía: «Ya está» y le preguntaba a su compañero si quedaba algo
más por sacar. «A este, solamente», contestó el otro, e Iván sintió que lo arrastraban
al palier y cerraban la puerta y echaban llave.
Mientras uno llamaba el ascensor el otro se acercó y dijo, en un tono
parsimonioso:
—Oíme bien, pibe. Nosotros queríamos hacer un trabajo civilizado y sin
problemas. No compliques más las cosas. Llevate estas cajas de acá antes de mañana,
y todos en paz. ¿Está claro? —Y le levantó la mandíbula con dos dedos.
Iván cerró los ojos, porque la luz lo lastimaba, porque creía que iban a pegarle
otra vez.
—No es nada; no te calentés. Quedate boca arriba hasta que pare de sangrar.

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Después vas a cualquier guardia de hospital y te dejan como nuevo en dos minutos.
Pero primero —agregó, después de limpiarse la sangre en la camisa de Iván e
incorporarse—, te llevás todo esto.
Iván oyó el ruido de la puerta del ascensor y supo que lo habían dejado solo.
Cuando pudo abandonar la posición fetal se acostó boca arriba, muy despacio y
obedientemente, se palpó la inflamación ya considerable de la nariz. Trató de secarse
la sangre pero le dolía tanto tironear de los faldones de la camisa como tocarse la
cara, así que se resignó a esperar en esa posición a que amainara el dolor, respirando
por la boca con los ojos cerrados, al ritmo de las palpitaciones en su tabique nasal, y
riendo silenciosamente, a pesar de su estado maltrecho.
Porque se estaba riendo, a pesar de todo. Tendría que aprender de a poco, tendría
que rastrear de a poco qué había pasado en su organismo. Tendría que encontrar una
vía más fluida de circulación para esa sustancia que aparecía en los momentos más
fortuitos y que, para el resto del mundo, era un fenómeno tan común y corriente, tan
inofensivo, llamado risa. No oyó a Manú salir del ascensor.
No lo oyó hasta que lo tuvo a su lado, preguntándole dónde se había metido toda
la tarde y qué hacían todas esas cajas en el palier.
—Te estuve buscando por todos lados. ¿Qué pasó, me querés decir? Estás lleno
de sangre. Esperá que abra, primero.
—Cambiaron la cerradura —dijo Iván desde el piso.
Manú miró su llavero y volvió a mirar las cajas. No hizo falta nada más. Después
de ir y venir varias veces por el palier repitiendo que no lo podía creer, que por eso
estaban sin luz, haciendo tintinear las inútiles llaves en la mano entretanto, se agachó
junto a Iván y le preguntó si podía levantarse. Sin esperar respuesta, le estiró un
brazo, se lo pasó por encima de su cuello y se incorporó con su primo a cuestas.
Cuando Iván estuvo de pie, Manú le desprendió la camisa, lo ayudó a sacársela,
rebuscó en las cajas de cartón hasta encontrar otra y se la puso a su primo como si
vistiera a un maniquí, mientras Iván se frotaba torpemente la cara con la camisa
ensangrentada.
—¿Te podés mantener en pie? Dejate la cara que te la vas a poner peor. Y oíme:
vamos a tener que salir.
—Las cajas —dijo Iván.
—Después las busco; es lo de menos. Primero tengo que llevarte a que te curen.
¿Y te podés dejar de reír, por favor?
Eso fue lo que Iván creía haber oído. Pero quizás estuviera más atontado de lo
que pensaba porque, después de caminar varias cuadras entre el tumulto de gente,
hasta encontrar un taxi, y bajarse de él un rato más tarde; después de entrar y salir de
otro ascensor y caminar por un pasillo a oscuras, el lugar donde lo depositó Manú no
era una guardia de hospital, ni un consultorio, ni una enfermería. Había una ventana,
una enorme planta seca, un calendario amarillento, un escritorio de fórmica con una
computadora a un costado y una lámpara encendida, la única luz de toda la

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habitación. Iván estaba sentado en un sillón giratorio y Manú estaba sentado enfrente
en otro igual, con una caja de primeros auxilios abierta sobre sus rodillas.
—Es lo único que encontré. Después traigo hielo —dijo Manú, y empezó a pasar
una gasa embebida en agua oxigenada por la cara manchada de sangre de su primo.
—¿Está quebrada? —dijo Iván.
—Difícil decir, con esa hinchazón. ¿Arde? —Pero no esperó la respuesta. Dijo, en
voz baja—: Me parece que viene alguien —y depositó la gasa en la mano de Iván.
Varios minutos después, Iván oyó voces por el pasillo. Cerró los ojos y siguió
sosteniendo la gasa contra su nariz hasta que la voz de Bahiana dijo a su lado: «A ver
cómo está», y una mano le apartó consuavidad la gasa ensangrentada de la cara.
—Esto va a doler un poco —dijo ella y le apoyó dos dedos a los costados del
tabique. Iván echó la cara hacia atrás y soltó un gemido gutural, pero los dedos de
Bahiana siguieron atenazándolo hasta que se oyó un leve crujido.
—Ya está. Perdón, pero había que acomodarlo ahora, o hubiese sido peor.
Iván abrió los ojos. Bahiana le sonrió, mientras seguía secándole las lágrimas y
limpiándole la sangre seca de la cara. Con la misma metódica delicadeza dijo:
—Te vamos a llevar a mi casa, que queda muy cerca. Allá tengo antiinflamatorios
y una bolsa de hielo, y vas a poder acostarte y estar más cómodo que acá. Así; muy
bien. No hables, pero no te duermas todavía, que ya termino.
Después de la cara le limpió las manos, dedo por dedo, deteniéndose cada vez que
él las sacudía a causa del dolor, y en determinado momento le preguntó a Manú:
—Qué le pasó en las manos, por el amor de Dios. Y por qué sonríe así. Esta
ciudad se está volviendo loca.
El departamento de Bahiana estaba en una casa vieja de cuatro pisos. Había
varios cuartos que daban a un mismo hall de entrada, todos de techos igualmente
altos, con excesivos muebles y una cantidad de lámparas de pie y de mesa que
Bahiana fue encendiendo a su paso.
Después de acostarlo en un diván, trajo un par de píldoras y un vaso con agua,
mientras Manú se encargaba de preparar la bolsa de hielo en la cocina. Bahiana no
quedó del todo conforme con la primera limpieza que le había hecho a Iván en la
revista. Así que se instaló a su lado con una palangana y volvió a frotarle la cara y las
manos con un paño embebido en agua tibia y Espadol, antes de dejarlo sumergirse en
el sopor de los antiinflamatorios, con la bolsa de hielo contra la cara.
Ni Bahiana ni Manú durmieron en toda la noche. Primero se encargaron de
transportar hasta el hall de entrada de la casa de Bahiana las cajas que habían
quedado en Talcahuano. Después se sentaron a conversar en la cocina. Manú fumaba
y bebía vaso tras vaso de una botella de cachaça que ella sacó de un armario, Bahiana
se limitó a terminar ella sola una jarra entera de café.
Con las luces del amanecer Manú empezó a exhibir los primeros temblores, fuera
a causa de la cachaça o de todo lo que le había confesado a Bahiana —la
desintoxicación en Ascochinga; el principio, apogeo y final con Myriam; las pastillas

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que dejó de tomar al instalarse en Talcahuano; las visitas de Valentina a Iván; el
desalojo; el verdadero origen de la carta de Elderian. Escuchó mansamente los
consejos de ella —llevarse a Iván con él a Uruguay; tratar de todas maneras de
encontrar al armenio; pero no volver a Buenos Aires, sino ir a ver a un amigo y
colega de ella en Montevideo y ofrecerle trabajar para él, con la nota de Elderian o
sin ella, en el modesto diario uruguayo donde él hacía la revista dominical. Cuando
Manú la miró interrogativamente Bahiana le dijo:
—Quizá me equivoque; pero no quiero que Ferradás te tenga a mano en los
próximos meses. No me preguntes por qué. Pero no vuelvas.
Después de esta admonición, ella reparó en los temblores de Manú. Apoyó sus
manos sobre las de él, las presionó contra la mesa, se levantó sin soltárselas y lo llevó
con ella a su dormitorio.
Al día siguiente, yo vi a Iván por primera vez. Tenía la cara tan hinchada que no
podía abrir del todo los ojos, y una horrorosa mancha violácea en forma de mariposa
debajo de los pómulos y sobre el protuberante puente de su nariz. Sin embargo, había
una semisonrisa permanente en su cara. Yo venía de cobrar en el Banco el cheque
para las expensas de Manú, y de comprar el pasaje adicional para que Iván viajara
con su primo al Uruguay, tal como me había pedido Bahiana por teléfono. La ciudad
entera parecía en carne viva: como si fuese a reaccionar al menor estímulo de la
manera más impresivisible. Fue un alivio llegar al departamento de Bahiana.
Estaban los tres ahí cuando llegué: ella preparando algo de comer en la cocina,
Manú sentado frente al diván donde su primo acababa de despertarse. En el hall de
entrada se amontonaban varias cajas de cartón mal cerradas, donde alcancé a ver ropa
y un teclado de computadora.
Todavía ignoraba, como todos los demás en la redacción, que Bahiana seguía
yendo furtivamente a la revista de noche —a pesar de su licencia, a pesar de su
discusión con Ferradás. Primero chequeaba que el auto del Gordo no estuviera en el
garaje del edificio y después subía. Era más fuerte que ella: hasta que no decidiera
que su abandono de Data era definitivo, iba puntualmente a la redacción a chequear
que las cosas no se desbarrancaran, y disimulaba después sus pequeñas y anónimas
colaboraciones, para que nadie sospechara.
El vuelo a Punta del Este salía a las cinco de la tarde, pero Bahiana me despachó
enseguida y se quedó a solas con los dos, tal como se quedaba cada noche en la
revista, hasta que Manú e Iván partieron rumbo a Aeroparque.
Esa noche, mientras comía solo en la cocina de Palermo Chico, me imaginé de
pronto a Ferradás enclaustrado en su oficina de la revista, y a Valentina en Tortugas, y
a Bahiana en su departamento, y a Consuelo en el aeropuerto de Nueva York, cada
uno en una mesa solitaria, comiendo sin ganas. Y no supe si esa dispersión geográfica
nos protegía o nos hacía más vulnerables al destino que acechaba a cada uno de los
habitantes de una ciudad tan enloquecida como la nuestra.

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14

¿QUÉ PREGUNTA
UNA PREGUNTA?

El mar se oye de manera diferente de noche y de día. Como si hubiera una relación
directa entre su sonido y su color. De noche no se oye el viento, no se oye otra cosa
que el rumor oscuro del agua rompiendo una y otra vez contra la arena mojada,
retrocediendo después para volver de nuevo a lamer la orilla sin descanso. De día, en
cambio, especialmente en las primeras horas de la mañana, la luz parece acallar con
su blancura el rumor verdoso de las olas. El día empieza tan rotundamente frente a la
costa que silencia el mar allá afuera. En ese inmenso espacio de luz solo hay lugar
para el aire cargado de salitre y humedad, que viene y va en invisibles oleadas,
similares a la marea nocturna.
Hacía rato que había amanecido. Tres horas, quizá cuatro. El sol ya estaba
secando el rocío sobre los muebles blancos de aquella terraza y yo esperaba ahí a
Consuelo desde el amanecer. Tenía la certeza de que ella sería la primera en bajar
para el desayuno. Y que, en cuanto me viera en la terraza, vendría a sentarse
conmigo.
Yo le contaría entonces que había llegado en el último avión a Punta del Este la
noche anterior, y gastado mi última plata en un taxi desde el aeropuerto hasta José
Ignacio. Le diría que no pensaba quedarme en la posada, aunque estuvieran todos los
cuartos vacíos, salvo el que ocupaba ella y el de Manú e Iván. Y que preferí no
despertar a nadie al llegar, a la una y media de la mañana.
Desde mi silla en la terraza podía ver el único auto estacionado junto a la posada:
un Fiat Uno con patente uruguaya, una enorme calcomanía de Avis en el vidrio
trasero, y el baúl cerrado sin llave. Sabía eso porque, al llegar, me había metido ahí
dentro a dormir hasta el amanecer, después de probar todas las puertas hasta
encontrar que el baúl estaba sin llave. Sabía también que los papeles de alquiler en la
guantera figuraban a nombre de Manú.
Pero incluso después de las horas de viaje, del paréntesis de nervioso sueño
dentro del Fiat y de la espera al sol en aquella terraza húmeda de rocío marino, seguía
sin saber cómo relatar ordenadamente lo que había ocurrido las últimas cuarenta y
ocho horas. Seguía pensando cómo iba a decirle a Consuelo, cuando la tuviera
enfrente, que yo quería, que yo tenía que estar en ese auto cuando Manú saliera a
rastrear a Aram Elderian.
La calma perfecta de ese desayuno es mi último recuerdo de ella. Los dos solos
en esa terraza, primero; el sabor bienvenido del café caliente y del pan casero y del
jugo de naranja recién exprimido. Su charla a solas con Manú, después. Manú

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esperándome en el auto, con el motor en marcha, y yo todavía en la terraza, mientras
Consuelo volvía de su habitación para darme su cámara de fotos («Acordate de que
no sirve para sacar de muy lejos. Y cuidate, por favor. Cuidate»). El ruido del motor
del auto acelerando a mi espalda, apurándome. El viento revolviéndole el pelo a
Consuelo y dibujando el contorno de su cuerpo al soplar contra su vestido amarillo
sin mangas. Sus pies descalzos contra la piedra ya seca y tibia de la terraza. El
movimiento de su cuello para sacarse el pelo de la cara, y el movimiento de sus
manos, recogiéndoselo contra la nuca. Su sonrisa final cuando la miré por última vez
antes de subir al auto: abstraída, beatífica, deslumbrante, sin ningún propósito
concreto. Suerte, parecía decir. Todo va a salir bien, parecía decir. Te espero, parecía
decir. No necesitás decirme nada, parecía decir.
Esto que sigue es lo que no le conté. Esto es lo que ella no supo y no sabrá nunca:
Probablemente había sido una secretaria quien llamó a la revista y pidió hablar
conmigo. Pero, cuando atendí mi interno —«Ezequiel, te paso con tu padre»—,
Junior ya estaba en el teléfono. No dio muchas vueltas; quería almorzar conmigo en
el Jockey Club. No en San Isidro, sino en la sede del Centro, dijo. Un encuentro de
padre e hijo. Por lo general, Valentina estaba presente en esos encuentros familiares,
y yo era solo un apéndice silencioso. Pero esta vez sería a solas: para saber cuáles
eran mis planes, dijo.
Alguna vez Bahiana me había preguntado por qué no me sinceraba nunca con
nadie respecto de mis planes. No podía creer que no tuviera ninguno. Según ella, lo
que yo hacía era confiar infantilmente en los poderes telepáticos de Valentina y
Consuelo, pero ninguna de las dos podía hacer otra cosa que incorporarme a los
planes de ellas, a lo sumo. Fuese o no así, lo cierto es que las cosas no habían
funcionado tan mal hasta ese momento.
¿Qué clase de planes podía tener yo ese diciembre, aparte de encontrarme en
Uruguay con Consuelo para su última semana de vacaciones? Aparte de aquellas
cansadoras y rudimentarias cosas pendientes, las mismas de otros meses, las mismas
de otros años, que seguirían sin cumplirse indefinidamente: aprender computación,
no cortarme más el pelo, perder la virginidad… Hasta donde me acuerdo, no había
nada que pudiera o que quisiera confesarle a Junior. ¿Qué podía esperar de él, fuera
de la seca discreción de siempre? Era difícil imaginarme expectativas de su parte, si
es que las había.
Llegué temprano al club, pero Junior ya estaba esperándome en el salón de fumar.
Rodríguez Harte estaba sentado a su lado y ambos revisaban unas planillas que tenían
sobre la mesa.
—Hijo. Ya conocés a Pablo —dijo mientras me tendía la mano sin incorporarse.
Rodríguez Harte me sonrió sin decir una palabra y un mozo con lumbago me
preguntó qué iba a tomar. Junior pidió otro jugo de tomate para él y una cerveza para
mí. Rodríguez Harte alzó la mano, como diciendo que eso era todo, y el mozo se fue
con su espalda a cuestas y murmurando para sí.

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—Te olvidaste que hace falta corbata para entrar en el comedor —dijo Junior,
después de quedarse contemplando mi vestimenta: mocasines sin medias, camisa azul
y un traje de lino que era una especie de uniforme, desde que me lo había regalado
Valentina, un par de meses antes—. Y no te vendría mal una pasada por la tintorería.
—Es inútil. En cuanto me lo pongo queda así.
—Me imagino.
¿Por qué hablaba así cuando estaba con Junior? Es un misterio, todavía hoy. No
era reticencia, ni estar a la defensiva: en presencia de él las palabras salían solas,
como un reflejo condicionado, incluso con una seca elocuencia que yo no tenía con
nadie más. Era falsa, sin embargo; yo mismo me daba cuenta. Me oía, y me veía
hablar como si fuese otra persona. Era una experiencia agotadora, también: mientras
estaba con él no lo sentía, pero en cuanto nos despedíamos me invadía un cansancio
absoluto.
Hasta ese día no supe, sin embargo, cuánto apreciaba Junior esa manera mía de
hablarle, y qué clase de distorsionado retrato de mí mismo se había hecho con el
correr de los años. La presencia de Rodríguez Harte atenuó un poco las cosas al
principio; en gran medida porque fue él quien tomó la iniciativa, mientras Junior se
echaba hacia atrás y nos contemplaba a los dos con la cabeza erguida desde el
respaldo de su sillón.
—Qué bueno que hayas venido —dijo Harte—. Tenía ganas de hablar con vos
desde que estuve en la revista. Van a haber ciertos cambios en Data; creo que sabés.
Así que aproveché la intercesión de tu padre para poder encontrarme con vos y
comentártelos.
Cuando miré a Junior él me devolvió la mirada inexpresivamente y siguió
bebiendo su jugo de tomate.
—Como bien sabés, vivimos en una época interactiva. Las empresas tienden a
amalgamarse en busca de nuevos horizontes y mercados. Data es un producto
efectivo, dentro de una estructura que regule y maximice su potencial. Y esa
responsabilidad solo puede ser compartida: el jefe de redacción debe responder al
presupuesto que se le adjudica para cada número de la revista, y ese presupuesto debe
conformarlo una gerencia que tenga a su cargo las ventas directas y suscripciones, la
facturación de publicidad y el considerable margen para merchandising diversos que
ofrece la marca.
Harte hizo una pausa. A mí me pareció teatral, hasta que oí lo que dijo a
continuación:
—La figura de Ferradás es anacrónica, en ese sentido. Hace falta pensar insertado
en una estructura, y proyectar y trabajar en equipo. Personalmente, le tengo un
inmenso respeto. Creo que Data es su creación. Lo sugestivo, lo paradójico es que su
mayor mérito lo vuelve prescindible: Data tiene su sello; y al mismo tiempo es una
entidad per se. Con él o sin él, seguirá siendo lo que Ferradás construyó en estos
años. Mi primera reacción fue negarme a seguir escuchando; levantarme de la mesa y

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terminar con todo aquello. Pero, mientras esperaba una pausa en el afable y viscoso
monólogo de Rodríguez Harte, pensé que quizá fuese mejor escuchar hasta el final,
para contárselo después a Ferradás.
Harte siguió hablando sin tocar su vaso de agua mineral.
—No estoy hablando de hechos consumados, sino de opciones —dijo, finalmente
—. Lo que nos interesa es reunir un equipo que piense en la misma dirección, se
complemente en su funcionamiento y responda en un ciento por ciento al diseño de la
estrategia establecido en el directorio. Una de las pocas cosas que estoy en
condiciones de asegurarte es que te queremos en ese equipo. Por favor, te pido que
me escuches y no digas nada ahora. Hay tiempo, todavía, y una serie de opciones que
se irán definiendo en su momento. Simplemente quería hacerte saber cuánto te
valoramos, y que esperamos poder contarte entre los miembros del nuevo equipo que
te mencioné.
Entonces levantó de la mesa la carpeta con planillas que había estado revisando
con Junior y la guardó en un maletín. Cuando se incorporaba para despedirse, Junior
llamó al mozo y le pidió una corbata para mí. Antes de levantarse, Rodríguez Harte
me dijo:
—Puedo imaginarme lo que estás pensando ahora. Es lógico; y habla de tu
lealtad. Simplemente dale tiempo para que decante en tu cabeza. Y, en cualquier
momento que necesites hablar conmigo, me llamás a este número.
La tarjeta quedó sobre la mesa y Rodríguez Harte nos dejó solos, con mi cerveza,
el jugo de Junior y la corbata a rayas que había traído el mozo. Miré esa
circunferencia de mármol y después miré todo el lugar. No había nada que tuviera
menos de sesenta años en aquel salón, desde los muebles a los mozos a las fotos
enmarcadas en las paredes. Cuando saqué el paquete de cigarrillos, le pedí a Junior
que no me preguntara cuándo había empezado a fumar. Él alzó las manos y sonrió.
Televisivamente; no podía evitarlo. Tenía las uñas manicuradas; detalle novedoso, e
inesperado en él.
—Qué más te contagiaste en ese trabajo: ¿gastritis crónica, de tanto café y
cigarrillos? ¿Rapidez para escribir a máquina con dos dedos?
Dije que no era periodista y que ya no había máquinas de escribir en las
redacciones.
—Tenés razón. —Y, después de un último trago de su jugo de tomate—: ¿Listo?
—¿Listo para qué? ¿No debería irme, ahora, a reflexionar con calma lo que acabo
de oír?
—Tenemos que almorzar, todavía, hijo.
—¿Y hablar, también?
—También; si no tenés inconveniente. ¿Estamos de acuerdo? Ponete la corbata,
entonces, y vamos. Vas a parecer un mafioso, con esa camisa oscura. Pero en fin.
El restaurant era una versión magnificada pero idéntica del salón de fumar.
Mientras avanzábamos de un lugar al otro tuve la sensación de estar dentro de las

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vísceras de una enorme bestia inmemorial de madera y yeso, que digería
morosamente las sustancias anómalas a su organismo, las sustancias como yo, y que
me expulsaría de sus entrañas, un rato después, convertido en otra cosa. Junior
parecía familiarizado con aquella metamorfosis. Junior me pareció, en ese momento,
uno de los agentes aminoácidos de esas vísceras: el encargado de producir ese cambio
en mí.
Cuando estuvimos sentados hizo flamear su servilleta y esperó que yo lo imitara
antes de colocársela sobre las rodillas. Entonces dijo:
—Se te ve bien. Aunque supongo que no tenés tiempo para ir a un gimnasio.
—Lo que no tengo es voluntad.
—Interés, diría yo, que no es lo mismo. Voluntad tenés; no creas que no me di
cuenta. Cuando eras más chico temí que te hicieras seminarista, ¿sabías?
No, no tenía idea, dije.
—Y después pensé que quizá fueras homosexual. No me hizo nada de gracia que
estuvieras cerca de ese engendro que trabaja en la revista. Se lo dije varias veces a tu
hermana.
—No me digas. Y ella qué te contestó.
—No importa qué me contestó. Porque estoy más que satisfecho con vos. No sé si
tuviste oportunidad de notarlo, pero es así. Deberíamos vernos más seguido.
Deberíamos dejarnos de joder con las falsas aprensiones y vernos más seguido.
¿Alguna vez habíamos tenido una conversación similar a esa? ¿Alguna vez nos
habíamos sentado a hablar de hombre a hombre, o como padre e hijo? Sí. Una noche,
cuando me faltaban rendir dos materias para terminar primer año, y él ya planeaba el
retorno a Buenos Aires después de su etapa diplomática en Chile. Valentina y yo
éramos los únicos que vivían en aquella casa. Pero Valentina era una sombra, entre
sus viajes y su trabajo como modelo, y yo había estado pupilo en Córdoba todo el
año. Por intercesión de ella (que convenció a Junior cuando la llamé por teléfono
desde Córdoba), conseguí que me dejaran vivir en Buenos Aires después de rendir las
materias. Pero él y yo no habíamos hablado del tema hasta esa noche, esa noche de
diciembre en que Junior apareció en mi cuarto cerca de medianoche, con un vaso de
whisky en la mano y evidentes intenciones de pontificar delante de su único hijo
varón.
Eran tantas las cosas pendientes entre los dos que no le era fácil decidir por dónde
empezar. Eso era lo que pensaba yo, claro. Junior se acomodó en el butacón frente a
mi escritorio y, como retomando una conversación interrumpida brevemente por el
teléfono, dijo: «Entonces, cuáles son tus planes».
Fue como si la pregunta abarcara no solo los días siguientes, o el verano, sino los
futuros cinco, diez, o quince años de mi vida, obviando toda la distancia que
habíamos acumulado hasta entonces. Tal vez aquella noche había inaugurado esa
manera mía de hablarle a Junior: aquel momento en que fui capaz de no confesarle
que mis únicos planes eran mudarme cuanto antes con Consuelo, al departamento

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donde se había instalado ella después de irse de aquella casa.
—Lo de vernos más seguido, ¿incluye a tu amigo Rodríguez Harte, también? —
dije, ahora.
Junior movió la cabeza a izquierda y derecha, varias veces, antes de contestar.
—¿Te creés que a mí me cambia algo que aceptes o no aceptes lo que te propuso
Pablo? Él pudo haber tenido la misma conversación con vos sin que yo estuviera
presente. No me preguntes a mí por qué te valoran; preguntáselo a él. Y, si querés
saber si incide el hecho de que seas hijo mío…
—Sí. Quiero saber.
—… esto lo único que te puedo decir al respecto: que es algo que no podés
cambiar. Y yo tampoco.
—Fantástico.
—Momentito, momentito. ¿Alguna vez interferí en tu vida? Que yo sepa, vivís
dónde querés, trabajás donde querés y te juntás con la gente que querés. Ni siquiera
he opinado acerca de esa gente. Nunca.
—¿Tenés algo que decir sobre Leo o Bahiana? A fin de cuentas, los conocés
desde mucho antes que Valentina y yo los conociéramos. ¿No es cierto?
Junior detuvo el tenedor a mitad de camino rumbo a su boca y me miró, pero
demoró la respuesta hasta que terminó de masticar y tragar.
—¿Ferradás te lo dijo?
Yo no contesté.
—¿Y ahora querés cotejar su versión con la mía? No importa; en realidad no
importa. No hay mucho que contar, realmente.
—Hubo una bomba; ¿te parece poco?
—No es eso —dijo él—. Me refiero al enfoque; a la manera parcial en que se
tiende a reconstruir y a reinterpretar aquellos tiempos. Y no te estoy subestimando,
hijo, creéme.
—No se nota.
—Muy bien. Como prefieras. Qué querés saber.
—Qué eran esas reuniones. Por qué ibas vos. Por qué se hacían en Data.
—Éramos representantes de los distintos sectores. Referentes, si querés. No
venían miembros de la guerrilla sino contactos, así como no había militares ni
pesados de los sindicatos en esas reuniones. Y no creo que hubiera mucho margen
para nada, tal como estaban las cosas.
Había que trabajar con mucha cautela y mucha paciencia, hasta conseguir una
base mínima de acuerdo para trasladar después a quienes decidían. Lo que pretendía
discutirse en esa mesa es lo que nunca se ha discutido desde entonces en este país. Y
que algunos volvamos a la escena, después de tantos años, es natural. Los de pellejo
más duro sobreviven mejor y son necesarios para seguir discutiendo con propiedad el
futuro rumbo de los acontecimientos.
—¿Podés hablar como una persona normal y decir qué fue lo que pasó?

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Junior aspiró hondo, pero cuando soltó el aire volvió a ser el mismo de siempre,
aquel que nunca se quedaba sin palabras, sin argumentos que explicaran
cristalinamente el mundo según su visión.
—Ferradás era un improvisado. Un arribista, también. En cualquier otro lugar
hubiera sido solamente un inofensivo izquierdista de salón, como tantos. Nunca
debimos permitirle estar en esas reuniones. Hubiésemos debido aceptar que pusiera
las oficinas, pero dejarlo afuera de las discusiones. No era nadie; no representaba a
nadie. Sin embargo, lo dejamos adentro. Hasta el día de hoy me sigo preguntando por
qué.
—¿Qué querés decir?
—Nada.
—Cómo que nada.
—Con la bomba se acabaron las reuniones. Eso es todo. Para esa época se
pusieron tensas las relaciones con Chile y yo formé parte del equipo de negociadores
diplomáticos que se instaló en Santiago.
—¿Vos estabas en las oficinas de Data cuando explotó la bomba?
Junior dijo que no con la cabeza.
—Por qué.
—¿No te lo dijo Ferradás? A él también le avisaron que se suspendía la reunión.
Él tampoco estuvo.
En el silencio que siguió, Junior terminó de comer con toda parsimonia. Después
de beber un trago de agua y limpiarse la boca con la servilleta, agregó:
—El mundo en que vivimos hoy es hijo de ese mundo. Aquella volatilidad
irracional; la indiferencia de hoy. Cuando veo esa belicosidad conformista de los
jóvenes de hoy, esa estúpida ironía con que determinan que los dilemas actuales no
tienen solución, me pregunto qué nos espera. Antes era la panacea proletaria; ahora es
ese falso sarcasmo con el que reducen la realidad. Dejame decirte una cosa: el peor
estigma de nuestro tiempo no es la falta de creencias sino la falta de realismo para
encontrarlas. Y eso no es escepticismo sino frivolidad. La misma frivolidad de
entonces, con otra cara. Así es como se ahogan, después, en un vaso de agua. Mirá el
desertismo en la universidad. Mirá el aumento de los índices de drogas. Mirá los que
se van a probar suerte en el extranjero. Mirá a tu alrededor, nomás, la confusión
imperante. Tu hermana, por ejemplo.
Por un segundo creí que iba a hablarme de Consuelo; ese fue el único motivo que
me hizo seguir tolerando su sermón.
—Cuál es su problema —dijo Junior.
—Cuál es —dije yo.
Y recién entonces me di cuenta de que él no estaba hablando de Consuelo sino de
Valentina: de su supuesto pánico a tener hijos; de que, en el fondo de su corazón,
sabía que se había casado con la persona equivocada; y sin embargo iba a negar tal
cosa aunque uno se lo demostrara de mil maneras, porque no le daba la cabeza para

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entenderlo. Y el resultado era que ahí estaba, paralizada en un mar de dudas, por su
propia incapacidad para descubrir la causa de sus padecimientos.
Entonces mencionó a Consuelo.
Y yo me sentí enfermo de que fuera mi padre.
Físicamente enfermo.
No solo por ser su hijo. También por carecer de la voluntad suficiente para
hacerlo callar. Por permitirle creer, con mi silencio, que podía hablar esos términos,
de mis hermanas y del resto del mundo. Por hacerme pensar, en suma, que quizá yo
terminara siendo como él algún día.
El resto del almuerzo y la despedida están borrados de mi memoria. Lo único que
ocupa ese espacio vacío es una serie de lentísimas y a la vez espasmódicas
circunvalaciones de mi mente en torno a una noche lejana de mi infancia, en casa de
Junior. Y a una visión involuntaria en esa noche de mi infancia. La visión incluía a
Junior y a Consuelo —y a mí, como observador involuntario—; y correspondía a
aquella época en que todavía vivíamos todos en esa casa: cuando todavía creíamos —
o, al menos, yo creía— que éramos una familia casi normal. Sin madre, es cierto,
pero casi normal, fuera de eso. Una familia que llevaría una vida normal, o casi
normal, hasta que nos fuéramos yendo, uno a uno, de esa casa, hacia el entonces
tranquilizador y prolijo mundo adulto que nos esperaba en el futuro, más allá de las
puertas de esa casa.
Supongo que terminé de comer, y me levanté de la mesa, y estreché la mano de
Junior, y salí del Jockey Club, como si estuviera allí, como si estuviera viviendo
realmente esos momentos. Porque esa era la clase de fraude que yo podía ser, delante
de mi padre. A eso me reducía su presencia.
El resto de la tarde fue una patética agonía de conmiseración y silencio. Pensé en
hablar con Consuelo, y no me atreví. Pensé en hablar con Valentina, y no me atreví.
Finalmente llamé a Bahiana. Y, una vez más, ella supo exactamente qué hacer.
La llamé desde la revista. Había ido a Data pensando que encontraría ahí el
teléfono de la posada de José Ignacio: todavía pensaba en llamar a Consuelo. Revisé
primero todos los papeles en mi escritorio, pero el número no estaba ahí. Nadie me
detuvo cuando me metí en el despacho de Ferradás. Estuviese o no el Gordo en su
oficina, yo tenía acceso libre al santuario. Yo era, a fin de cuentas, una prolongación
familiar de Ferradás en la revista.
Busqué el número de teléfono por todas partes. Incluso me metí en su
computadora, cuando terminé con los cajones: sobrevolé archivo por archivo —
pensando que, fanático como era Ferradás de los secretos, no lo habría incluido ni en
el sumario del número de fin de año de Data, ni con el título de la nota sobre Punta
del Este, ni con el nombre de Consuelo, sino con alguna clave.
Supongo que no fui precisamente silencioso, pero no me importó. El
decepcionante esfuerzo de esa tarea me hizo entender de a poco que sería incapaz de
hablar con Consuelo, incluso si encontraba su número. Ni con ella ni con Valentina.

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Paradójicamente, el mismo ruido que estaba haciendo, al abrir y cerrar cajones, al
golpear con torpeza impaciente las teclas de la computadora, respirando como un
animal acorralado por la boca y por la nariz, me llevó a recapacitar en frío toda la
situación.
¿Qué podía decirle a Consuelo? ¿Qué podía decirle a Valentina, de toda aquella
conversación con ese miserable que era nuestro padre? Ya había marcado el número
de Bahiana, desde el teléfono del Gordo, y ella me estaba diciendo que fuera para su
casa enseguida, cuando vi a Ferradás parado frente a mí, a menos de un metro de su
propio escritorio.
Colgué el teléfono, apagué su computadora y me levanté del sillón. Cuando
Ferradás se desplomó en el sofá, con los pies sobre la mesa ratona, sin dejar de
mirarme en ningún momento, empecé a hablar. No a explicarle qué estaba haciendo
en su oficina (eso vendría después, eso era menos importante, pensé en aquel
momento), sino a recitar mecánicamente la conversación entera con Rodríguez Harte
y Junior.
—¿Qué esperabas que te dijera Leo? —me preguntó Bahiana una hora después,
en la cocina de su casa—. Ponete en su lugar: te dio casa, trabajo, te hizo depositario
de toda la confianza que es capaz de dar… ¿Y vos? ¿Qué pruebas de fidelidad, de
auténtica fidelidad, le diste, desde que se conocieron hasta hoy?
Ferradás escuchó en silencio mi enrevesado soliloquio. Incluso esperó a que yo
terminara con mis conclusiones, antes de decir, con toda parsimonia: «¿Qué me
querés decir, con eso? Dudo que estés proponiendo escribir una denuncia contra tu
padre, en el próximo número de la revista. ¿O me equivoco?». Y, cuando yo lo miré
sin entender, preguntó para qué mierda se lo contaba, entonces.
—Y vos le dijiste que se lo contabas porque querías ayudarlo, porque estabas de
su lado —dijo Bahiana.
Nunca antes yo había visto al Gordo así. Pareció necesitar un rato de silencio para
que su boca se vaciara del mal sabor que le habían producido mis palabras, antes de
decir, sin sacarme los ojos de encima: «Haceme el favor, querés. Vivís entre nosotros,
sos un cómodo producto de todo esto: la revista, la gente que nos rodea a tu hermana
y a mí, la vida que llevamos… Sos nada más que eso. Una materia informe a moldear
por cualquiera. No tenés nada propio que entre en colisión con lo que absorbés de
nosotros. Sos un pelele. Sos la clase de hijo que merece tu padre».
—Sí, es capaz de decir esas cosas. No sabe el poder para dañar al otro que tiene
en esos momentos. Esa horrible capacidad para tocar donde más duele —dijo
Bahiana.
Yo simplemente había sentido, al oír las palabras de Ferradás, un mensaje
imperativo que me llegaba desde todos los rincones del cuerpo: tenía que salir de ahí.
Dije que no quería escucharle una palabra más, que lo desconocía, que prefería
esperar a que las cosas se calmaran. Dije, estúpidamente, que me iba —en vez de
irme de una vez.

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No tuve ni la convicción ni la rapidez para salir de su oficina y dejarlo con las
palabras en la boca. Apenas había conseguido darle la espalda y alejarme unos
cuantos pasos hacia la puerta cuando me gritó, porque hasta ese momento no había
necesitado alzar la voz: «Así es fácil irse. Cualquiera puede darse ese lujo, cuando
tiene dónde refugiarse».
—Ponete en su lugar —repitió Bahiana—: ni siquiera llegaste a decirle qué hacías
en su oficina, revisando sus papeles. Y acordate de lo que te hemos dicho todos más
de una vez: nadie sabe qué pasa por tu cabeza.
Cuando miré atónito a Bahiana, preguntándome cómo podía ponerse a favor de
Ferradás, en vez de a mi favor, vi de golpe aquello que los demás veían en mí.
Durante un segundo me vi a mí mismo en el despacho de Ferradás mientras le hacía
saber el plan de Rodríguez Harte. ¿Qué otra cosa pudo ver en mí, salvo a un emisario
de sus enemigos haciéndole saber que estaba derrotado, que había perdido la revista?
Yo nunca había demostrado de qué lado estaba. Y quizá no había tomado real partido
hasta entonces. Quizá ya era tiempo de definir claramente lo que hasta ese momento
creía que se daba por sobreentendido.
—¿A Uruguay? ¿Para qué vas a ir a Uruguay? —dijo Bahiana cuando oyó mi
propósito.
Antes de contestarle fui hasta las cajas con las pertenencias de Manú —que
seguían en el pasillo de entrada— y revolví y revolví hasta encontrar lo que había
supuesto que iba a encontrar: los tres libros de Elderian y uno de W. H. Hudson,
llamado La tierra púrpura. Todos ellos tenían múltiples subrayados y anotaciones de
Iván, tal como me había contado Manú. Llevé los libros a la mesa y le mostré a
Bahiana los subrayados, y le conté lo que me había contado Manú aquella noche de la
lluvia, en el bar de la esquina de la revista. Teniendo en cuenta lo improbable de
encontrar a Elderian, dije, teniendo en cuenta la clase de persona que era Manú, por
un lado, y el carácter esquivo de Consuelo y el de Iván para una tarea como esa, no
estaría de más que yo también diera una mano.
Bahiana se quedó en silencio mientras yo seguía pensando febrilmente; tan
febrilmente que me costó escuchar lo que dijo unos minutos después:
—Si Manú sigue mi consejo, no va a volver a la revista, ni a Buenos Aires. Y no
va a mandar ninguna nota, tampoco. Va a publicarla allá.
En caso de que encuentre a Elderian, claro.
No, dije yo. No entendés, dije. Manú era más hábil que todos nosotros juntos para
salvar el pellejo. Manú probablemente no volviese a Data, ni a Buenos Aires. Pero
por sus propios motivos: porque no podía estar demasiado tiempo en ningún lado.
Las iras de Junior, o de la gente de la City, o del gobierno, o de Ferradás, le
resbalaban, en última instancia, porque no tenía nada para cuidar. Eso era lo que lo
hacía intocable. Había muchas, demasiadas cosas que yo podía no entender. Pero en
ese aspecto, le dije a Bahiana, ella tenía que creerme: aunque sonara inverosímil, yo
entendía a Manú mejor que ella.

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Lo importante, lo verdaderamente importante era encontrar a Elderian, y que
Data publicase la exclusiva. No importaba quién firmase la nota, quién sacara las
fotos. El Gordo haría el resto. Elderian podía ser el primer paso de retorno. Data
ganaría prestigio, y el prestigio haría reaccionar al Gordo: le permitiría ver
nuevamente la zona más genuina de la revista, y enfrentar con nuevo espíritu el caos
financiero que la embargaba. No podía explicar por qué, pero yo sabía, yo creía
empecinada y supersticiosamente, que esa nota sería el punto de inflexión. No solo
para el Gordo y la revista, sino para todos nosotros: Valentina y Consuelo, Bahiana y
yo, e incluso Iván y Manú.
Bahiana leyó sin esfuerzo en mí aquel ingenuo y flamante afán que me
embargaba por demostrar —al Gordo, y al mundo, y a mí mismo— de qué lado
estaba. Sin expresar la menor opinión acerca de mi plan, preguntó:
—¿No te estás olvidando de algo?
Sí, claro: aún quedaba el tema Orbe, y Rodríguez Harte, y Junior. Había que
anularlos, primero, para que aquello funcionara. Y yo no sabía cómo.
Bahiana me paró en seco. Lo que quería saber era qué más había dicho Junior en
el almuerzo.
Nada, dije. Pavadas. El problema central no era Junior, sino Orbe y Rodríguez
Harte. Pero ella obvió mis palabras.
—Ezequiel, qué fue lo que dijo Junior.
No dijo nada; nunca dijo nada, grité yo. ¿No entendés? Y de pronto se me
enturbió la vista. Y oí, desde afuera, la voz de Bahiana, preguntando una vez más:
—Qué fue lo que hizo Junior, entonces.
Nuestro cuerpo conoce por sí solo las prioridades al cerrar una herida. Primero
silencia el dolor, para poder empezar en paz la tarea de cubrir, muy lentamente, día
tras día, capa tras capa de nueva piel, la zona damnificada, hasta que por fin cicatriza.
A veces, sin embargo, la herida queda abierta, debajo de la cicatriz. Entumecida por
las capas protectoras, sorda y muda, pero sin haber cerrado nunca. Si nuestro cuerpo
hizo bien su trabajo, si la herida drenó hasta secarse, no importa que haya quedado
abierta.
Desde el almuerzo con Junior hasta que Bahiana me hizo confesar lo que yo
mismo me había obligado a borrar de mi memoria durante tanto tiempo, creí que
aquella herida seguía infectada. Y que, después de años y años de absoluta
desatención, era ahora una gangrena incurable.
Sin embargo, cuando empecé a hablar, cuando me rendí a la perentoriedad de la
pregunta de Bahiana, o a la manera en que me estaba escuchando —tan sinceramente
alarmada, tan cabalmente de mi lado—, supe que los tejidos de esa herida estaban
insensibilizados desde hacía mucho, y para siempre.
Lo supe en el momento en que vi lo que había interpretado Bahiana de la forma
enrevesada y fragmentaria de mi relato: en el momento preciso en que pude haber
corregido su confusión, con una sola frase, y lo dejé pasar sin decir una sola palabra.

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Bahiana había entendido —había malentendido— que la víctima, en aquella
noche lejana de mis ocho años, la víctima de abuso sexual —qué eufemismo más
perfecto para obviar lo inconfesable, lo asqueroso, lo imborrable del acto— por parte
de Junior, no había sido Consuelo, sino yo. Y que el testigo accidental del horroroso
episodio no había sido yo, sino Consuelo.
Muchas veces me he preguntado por qué no corregí el enorme malentendido de
Bahiana. Por qué dejé que siguiera confundiendo la víctima de aquella atrocidad. Hay
una sola explicación.
No solo para Bahiana, sino para cualquiera —incluso para mí mismo— era más
tolerable, era más concebible que aquella aberración me hubiese sucedido a mí. Al
ver la expresión de Bahiana, vi que ese episodio explicaba mi naturaleza.
Y liberaba finalmente a Consuelo.
Y preferí dejar así las cosas.
La herida cerraba, definitivamente.
Supe eso y creí que ya no quedaba más por decir. Bahiana estaba mirándome en
silencio. Después preguntó, en voz muy baja:
—¿Valentina lo sabe?
Y por primera vez yo entendí, con clarividente facilidad, por qué las mellizas
habían dejado de ser aquella entidad dual.
Para Consuelo había sido inconcebible que su hermana melliza no adivinara lo
que había pasado, sin que ella le confesara una palabra. Y que no la ayudase a
eliminarlo por completo. No a superarlo u olvidarlo, sino a eliminarlo: de raíz,
enteramente. Hasta lograr que no hubiera ocurrido. Porque esa era la clase de vínculo
que unía a las mellizas hasta entonces. Pero Valentina nunca supo lo que había
pasado. Ni siquiera lo sospechó. Y tampoco entendió lo que exigía, le rogaba
silenciosamente Consuelo.
Junior se había ido a Europa, después de mandarme pupilo a Córdoba. Las
mellizas quedaron solas en casa: Valentina sumergiéndose paso a paso en su carrera
de modelo, ignorando el mudo, lento e incorregible ensimismamiento de Consuelo, y
sin ofrecer la menor resistencia a la disolución del lazo que las unía. Antes que Junior
volviera a Buenos Aires, Consuelo se presentó y fue aceptada por Braniff, y la
mandaron a Dallas a hacer el curso de capacitación como azafata. A su vuelta había
alquilado el departamento donde vivía desde entonces, y adonde fui a vivir yo, casi
cuatro años después, cuando Valentina convenció a Junior de que me dejara
abandonar el colegio de Córdoba.
Para entonces ya éramos mucho menos que hermanos: éramos tres extraños,
viviendo en tres lugares diferentes, unidos y separados por el tenue vínculo de la
sangre. En los meses y años posteriores a aquella noche horrorosa, ninguno de los
tres dio la menor señal de que hubiese pasado algo. Cada uno siguió viviendo su vida
como si nada.
Hasta que pareció que, efectivamente, no había pasado nada.

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—¿Valentina lo sabe? —repitió Bahiana.
No, dije yo. Valentina no estaba en casa esa noche. Y me levanté de la mesa, y fui
al baño, y me tomé mi tiempo para volver.
Después de una eternidad, Bahiana dijo:
—¿Estarías dispuesto a usar eso?
Para qué, dije yo.
Eso era lo que diferenciaba a Bahiana de todos nosotros: la rara combinación de
respeto hacia el otro y compromiso absoluto con lo que al otro le pasaba. Bahiana ya
sabía perfectamente qué hacer, pero primero necesitaba que yo dijera sí. Yo decidía.
Y en ese sí pude sentirme, por primera vez, por única vez en mi vida, algo menos
banal que hasta entonces. En ese sí yo tomaba partido finalmente.
Desde entonces hasta el momento en que abordé el último avión de la noche a
Punta del Este, lo que hice fue dejarme guiar por las instrucciones de Bahiana.
Primero volví a Palermo Chico y recogí mis cosas. De vuelta en el departamento de
ella, grabé en un cassette el breve testimonio que redactó Bahiana a las apuradas. Eso
fue todo.
Del resto se ocuparía ella, en los días siguientes.
Ella y el azar, como sucede en tantos casos.

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15

EN BUSCA
DE ARAM

¿Hubo azar en nuestra búsqueda de Elderian?


Manú hubiese dicho que no, y probablemente Bahiana coincidiera con él —cada
uno por sus propias y diferentes razones. A Ferradás no le hubiese importado en
absoluto: en su mundo, una primicia era simplemente una primicia, con azar o sin él.
Iván y Consuelo habrían sido de la opinión que tuvimos suerte, pero no nos lo
hubiesen dicho: les habría parecido una acusación injusta, que desmerecía nuestra
búsqueda.
Yo, por mi parte, sigo sin saber qué contestar todavía. A veces, lo que llamamos
azar solo consiste en tener la suficiente ecuanimidad o indolencia para dejar que las
cosas ocurran por sí solas. Bahiana lo sabía bien. Manú y Valentina lo intuían sin
saberlo. Claro que las personas como Manú y Valentina siempre parecerán, al resto de
los comunes mortales, injustamente afortunados. Y, para muchos, Bahiana nunca
dejaría de ser una criatura digna de compasión, en el mejor de los casos.
Sabemos muy poco del mundo, y nos comportamos en consecuencia. Demasiadas
cosas pasan frente a nuestros ojos, día a día, de la mañana a la noche, para dar abasto
además con lo que no es visible. Y, de eso, lo ignoramos casi todo.
Elderian, por ejemplo.
¿Qué sabíamos de él, cuando salimos en su busca?
Manú ni siquiera había leído sus libros. Prefirió que Iván le administrara por vía
oral, en esos primeros días en José Ignacio, toda la información acumulada a lo largo
de sus años de devoto fanatismo. Puedo verlo: escuchando las respuestas de su primo
y mirando distraídamente a lo lejos, no hacia el mar sino al otro lado, pensando que
en algún lugar de esa llanura verde que se perdía en el horizonte estaba Elderian; sin
sentir el menor apuro ni ansiedad por salir en su busca.
Aquellos dos días han de haber sido edénicos para Iván: poder caminar al aire
libre, por la arena limpia de las playas uruguayas, solo o hablando con su primo de su
tema predilecto, mientras mejoraba de los golpes recibidos setenta y dos horas antes.
Su agorafobia había quedado atrás. Su nuevo estado de ánimo era una especie de
pudor festivo: una lenta reconciliación con el sencillo hecho de estar de vuelta en el
mundo.
El viejo matrimonio dueño de la posada se encariñó con él de inmediato, cuando
se quedó una tarde entera ayudándolos con los preparativos para la temporada de
verano —revisando cada uno de los artefactos de luz, sanitarios y demás, en las
habitaciones que habían estado vacantes todo el año—, en vez de acompañar a Manú

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en el auto hasta Punta del Este, a recoger a Consuelo en el aeropuerto.
Es probable que Iván haya disfrutado esos dos días más que los anteriores cuatro
años de su vida. Al menos hasta que supo cuál era el objetivo real de Manú —y de
Consuelo, y de él mismo incluso— en Uruguay.
Con Iván presente en José Ignacio, el plan de Ferradás se hacía escasamente
viable, claro. ¿Qué clase de complicidad podía establecerse entre Consuelo y Manú
con Iván en medio, y en ese estado facial calamitoso?
Durante el viaje desde el aeropuerto a la posada, Manú había puesto a Consuelo al
tanto de la deformación de su primo (incluso le contó que era muy probable que la
nariz de Iván quedara diferente, cuando sellara el hueso y desapareciera la
hinchazón). Pero ella no había dicho nada, ni en el auto ni cuando se lo cruzaron
fugazmente al entrar (Iván estaba revisando las últimas habitaciones que le faltaban).
Al sentarse los dos para el almuerzo, minutos después, Manú le preguntó a Consuelo
si al primer golpe de vista el aspecto de su primo le parecía muy impresionante.
«Bastante», dijo ella. ¿Por qué no sacarle fotos entonces cada dos o tres días, para
registrar el proceso evolutivo de tan tremenda deformación? Consuelo miró a Manú
nada convencida y se salvó de contestar porque en ese momento Iván fue a sentarse
con ellos.
Para una persona que había puesto tanto empeño en cambiar silenciosamente de
fisonomía, hasta tener por fin un aspecto físico que coincidiera con su forma de ser y
la deslindara para siempre del radio de influencia de su hermana melliza, aquella
hinchazón violácea que desfiguraba a Iván tenía que despertar interés en Consuelo.
Especialmente si sumamos al hecho fisonómico la hosca alegría con que Iván
sobrellevaba su nueva relación con el mundo y la disposición casi mormona con que
colaboraba con los viejitos de la posada.
Sin embargo, desde el principio, fue como si los dos respetaran casi
supersticiosamente el campo magnético del otro. El primer momento que tuvieron a
solas fue al atardecer de ese día. Para entonces Manú ya le había contado a su primo
el verdadero propósito del viaje, e Iván había bajado a la playa para poner un poco de
distancia y calmarse un poco.
Allí lo encontró Consuelo: saliendo del agua que se oscurecía minuto a minuto
con la caída del sol. Iván fue acercándose al lugar donde ella se había detenido en la
orilla con su máquina de fotos en la mano, y se limitó a mirarla con triste desdén.
Ante la sorpresa de ella, le preguntó si invadir la solitaria existencia de Elderian le
parecía tan lícito como sacar intrascendentes fotos del atardecer.
Así fue como se enteró Consuelo de lo que Ferradás esperaba que hicieran ella y
Manú para la revista.
El único motivo por el cual ella no descargó su furia con Ferradás esa noche fue
porque no consiguió que las precarias líneas de la posada la comunicaran con Buenos
Aires. Manú ni se tomó el trabajo de calmarla. Esperó que Consuelo se cansara de
insistir con el teléfono y, cuando se sentaron los tres a cenar en absoluto silencio, se

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limitó a confesarles, a ambos, cómo veía él las cosas.
Menos de quince minutos después había conseguido lo imposible. Si bien
Consuelo e Iván seguían firmes en la decisión de no colaborar en la búsqueda, cuando
Manú les preguntó de dónde mierda habían sacado que Elderian no quería que se le
acercara nadie, se invirtió por completo la situación: ni uno ni la otra encontraron
verdaderos argumentos para contestarle. La única respuesta a ese interrogante, dijo
entonces Manú, aprovechando el silencio de los dos, la sabrían cuando él intentara
llegar por las suyas hasta el viejo armenio, viera cómo reaccionaba ante la visita y
qué principios regían esa reclusión.
Aunque a Iván seguía pareciéndole herética la idea de entrometerse en la
existencia de Elderian, una curiosidad malsana le impidió disuadir a Manú de partir
en su busca. Consuelo reaccionaría en forma casi idéntica conmigo, a la mañana
siguiente: fue incapaz de negarme su cámara o de detenerme, cuando supo a qué
había ido yo también a José Ignacio.
Tanto uno como el otro nos vieron partir esa mañana sin decirnos nada. Acaso
preguntándose si seríamos capaces de dar con Elderian. Acaso deseando estar
invisiblemente con nosotros cuando por fin lo tuviésemos frente a frente. Pero
incapaces por igual de traicionar la venerada intimidad ajena. En el caso de Consuelo,
de toda intimidad ajena. En el caso de Iván, la de aquella persona que lo había
protegido con sus libros de dejarse desahuciar, cuando lo internaron en el Martorell.
Apenas salimos a la ruta, Manú me dijo que abriera su bolso y sacara un mapa
que tenía ahí. Era de la región del Yi. Yo también había venido preparado, pero por
alguna razón preferí concentrarme en el mapa y no confesar qué llevaba en mi
mochila.
La primera etapa del viaje fue de doscientos kilómetros, por caminos angostos, a
veces de asfalto descuidado, a veces de tosca dura y polvorienta. A diferencia de la
ruta de la costa, no había un solo cartel indicador, ni paradores al costado del camino.
Las únicas estaciones de servicio estaban a la entrada o salida de cada pueblo. Entre
medio no había nada, salvo campo verde sin alambrar y, cada tanto, algún montecito
de árboles achaparrados.
Cuando le pregunté a Manú cómo empezar, él dijo que lo iríamos sabiendo sobre
la marcha. Suponíamos —o yo suponía, y Manú no me contradijo cuando lo dije en
voz alta— que Elderian viviría apartado, a cierta distancia del pueblo más cercano. Y
que, por más habilidades chacareras que tuviese, era poco probable que se
autoabasteciera por completo. También dudábamos de que hiciera él mismo las
compras de provisiones: habría seguramente una persona de confianza. Con respecto
al Banco y al Correo, pensamos que Elderian seguramente tendría una casilla postal,
y sus asuntos ordenados de tal manera que recibiera los dineros de derechos de autor
en forma de giros postales en moneda local, en esa casilla de correos, llegados desde
el exterior a algún banco de la capital uruguaya y, desde allí, anónimamente hasta él.
En uno u otro caso, la manera más precariamente eficaz de encontrarle la pista

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parecía ser a través de los almacenes y las despensas de cada pueblo. Siempre
quedaba la opción del banco y el correo —además de la comisaría de cada localidad
—, pero Manú dijo que prefería evitar las dependencias públicas, al menos hasta que
no nos quedara otro remedio.
Nomás entrar en las calles asfaltadas de Durazno nos dimos cuenta, sin cruzar una
palabra, de que Elderian no podía estar por ahí: ni en ese engendro de urbanismo
anacrónico ni en el campo circundante. Eran cerca de las cuatro de la tarde y casi
todos los postigos de las prolijas casas de Durazno estaban cerrados. La etapa más
directa del viaje ya había terminado. A partir de allí los tramos serían cortos y
repetidos, y necesitaríamos fijar un cuartel general adonde volver cada noche, salvo
que durmiésemos en donde nos cayera la oscuridad.
Mientras recorríamos las calles silenciosas, dopadas por el sol de la mediatarde,
conté más de doce despensas y almacenes. Manú también pareció contarlas y de
pronto dijo que lo mejor sería dejar Durazno para el final, si no teníamos suerte en los
pueblos más chicos. Cuando partimos hacia el caserío siguiente, la gente empezaba a
despertarse de la siesta para reabrir los negocios.
La técnica que repetimos en las dos localidades siguientes consistió en
circunvalar primero el pueblo, en un radio de cinco kilómetros, preguntando en cada
puesto que se alzaba junto al camino, y después en los almacenes del pueblo en sí. Yo
sugerí comprar algo en cada despensa donde entrásemos, para ganar la confianza de
los encargados y darles conversación. No había por qué preocuparse de las
provisiones que fuésemos acumulando en el baúl, dije: el armenio sabría darles uso.
Manú se rio: el dueño de la posada de José Ignacio también, comentó alegremente. Y
agregó: en caso de que no encontrásemos a Elderian, claro.
Para entonces, fatalmente tal vez, y sin que Manú se diera cuenta al principio, yo
ya había empezado a pensar en forma novelesca acerca de nuestra búsqueda: el
camino que recorríamos era el modo de empezar a acercarnos simbólicamente a
Elderian, huyéndole paso a paso a la civilización y al mundanal ruido. Al mismo
tiempo, los primeros rasgos de paranoia y de interpretación deformada de los hechos
más nimios empezaba a manifestarse a mis ojos.
El aspecto de los lugares que recorríamos se volvió engañosamente misterioso y
elocuente. Cada ventana cerrada, cada silencio o mirada esquiva en las personas con
quienes hablábamos parecía cargarse para mí de un sentido adicional, apenas visible.
Y, por otro lado, cada mínima resonancia extranjera, no familiar, de nuestra parte —
en especial de Manú, que llevaba la voz cantante en las conversaciones— parecía
llamar a la desconfianza.
Al llegar a San José nos dividimos. Después de tomar un cuarto en la pensión del
pueblo, Manú decidió bajar solo y hacer una ronda por los bares, a pie. Las despensas
quedaron a mi cargo, junto con las llaves del auto. El Banco y el Correo ya habían
cerrado, pero los demás negocios todavía no.
En la tercera despensa alguien me habló de un europeo que vivía cerca, un viejo

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hosco que le daba poca importancia a los animales y a sus sembrados, que parecía
ajeno a la suerte de las cosechas, como si viviese de otra clase de dinero. Yo llevaba
encima algo que permitiría identificar a Elderian, pero preferí no mostrarlo, hasta
hablar primero con Manú. Fui de bar en bar hasta encontrarlo, y cuando me senté a su
mesa y le conté en un nervioso murmullo lo que había averiguado, me dijo que ya lo
había oído él también.
—Dudo que sea él —agregó—. Parece que viene a este bar, cada tanto, a echarse
una ginebrita. ¿Te lo imaginás a Elderian haciendo algo así? —Y siguió tomando su
cerveza sin inmutarse.
Podríamos mostrar la foto, dije yo.
—¿Qué foto?
Saqué de mi bolsillo la foto del armenio que Ferradás tenía exhibida en su
biblioteca de Palermo Chico y se la pasé a Manú por debajo de la mesa.
—Qué idea brillante. También podemos contar para qué lo buscamos, y decir que
somos periodistas. ¿Se te ocurre algo mejor que eso?
El europeo resultó ser un húngaro, que nos recibió con una escopeta y tres perros
allantes cuando frenamos delante de la tranquera que daba al camino de tierra de su
propiedad. Ya era de noche. Después de mucho insistir, yo había conseguido que
Manú me acompañara hasta allá. Por indicación suya, dejé los faros encendidos y
toqué bocina hasta que apareció el viejo con el arma. Entonces Manú bajó del auto, se
le acercó unos metros a parlamentar y, a los pocos minutos, me hizo señas desde ahí
para que estacionara el auto a un costado de la casa, bajo los árboles.
Esa noche no dormimos en la pensión sino en la casa del húngaro, pero la única
pista que nos dio sobre Elderian fue que al menos en San José y sus alrededores no
vivía, porque él conocía a todos los vecinos de la zona y no había ningún otro
extranjero. Manú le había contado todo lo que sabía de Elderian, con lujo de detalles,
salvo el verdadero motivo por el cual lo buscábamos. Y el húngaro disfrutó
ruidosamente cada una de las falsas peripecias que Manú le fue inventando, sobre
nuestro peregrinaje en busca del hombre que considerábamos un iluminado, y a quien
queríamos ofrecernos como discípulos, ayudantes, peones o lo que fuese que Elderian
necesitara a su lado.
El siguiente pueblo, según el mapa, era Sauce del Yi. El húngaro nos había dicho
que era un caserío infame, de tierras bajas, que no daban ni para sembrar ni para tener
animales. Por lo que él sabía, nadie iba a instalarse allá; el lugar estaba en franco
estado de abandono, si es que no se había convertido ya en un pueblo fantasma.
—Si ese armenio tiene tanto dinero, ha de estar más al norte, en las tierras altas
que hay antes de la curva del río —dijo, al despedirnos la mañana siguiente, mientras
Manú descargaba las pocas cosas que yo había comprado en mi recorrida por las
despensas de San José y se las dejaba al húngaro, a modo de compensación por el
hospedaje.
Cuando estuvimos en el camino Manú dijo:

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—¿Para el Norte?
No, dije yo, para Sauce del Yi primero. Manú frenó en la banquina y una nube de
tierra entró por las ventanillas abiertas. Fue la primera y única vez que lo vi perder su
coraza de perenne tranquilidad.
—Esto no es un policial, querido. Esto no es una persecución de película. El
húngaro dijo que es un pueblo fantasma, ¿no lo oíste?
Yo dije que no perdíamos nada con probar. Era un desvío de cincuenta
kilómetros: en el peor de los casos estaríamos en camino hacia el Norte al mediodía,
a más tardar. Y no nos quedaría la duda. Manú se quedó mirando el camino un rato
largo. Después se encogió de hombros, tiró el cigarrillo por la ventana y arrancó. La
siguiente hora y media la hizo manejando en silencio.
El camino empezó a volverse arcilloso y mucho más poceado a medida que nos
acercábamos a Sauce del Yi, y el paisaje a los costados del camino fue cambiando en
la misma forma. Poco a poco dejamos de ver campo verde y casas a lo lejos. Después
desapareció la acequia a ambos lados de la ruta y solo hubo arbustos cada vez más
densos y retorcidos, de hojas carnosas, oscuras, aromáticas, alzándose desde las dos
márgenes hacia el centro del camino, hasta que solo hubo espacio para nuestro auto
en el angosto carril transitable. A medida que fue subiendo el sol, el calor se hizo
insoportable.
A las diez y media la ruta se convirtió en la calle principal de un pueblo desolado:
una calle que desembocaba en una pared altísima de árboles tupidos. Era difícil decir
si las construcciones a los dos lados de la calle habían sido abandonadas cuando
comenzó a engullirlas la vegetación o habían quedado desiertas primero, a merced de
esa invasión verde.
Manú frenó el auto y, cuando yo estaba a punto de decir Sigamos viaje; tenías
razón, habló por primera vez desde que habíamos discutido en la ruta.
—Es increíble —murmuró—. Es increíble.
No se oía ningún sonido. No había pájaros ni perros ni la menor presencia
humana. No había viento siquiera: la vegetación estaba inmóvil pero palpitante, como
tomándose un respiro de minutos o meses antes de seguir avanzando sobre las
construcciones abandonadas. No parecía haber más signos de civilización detrás de la
fachada de casas desiertas. Eso era, o había sido, todo el pueblo, en épocas mejores.
Manú dijo que necesitaba mear y se bajó del auto. El aire caliente de la mañana
olía a malsano fermento medicinal. Yo también bajé, y cuando vi que él obviaba la
calle y se internaba por un claro entre las plantas hice lo mismo, por otra abertura.
Era un alivio estar a la sombra, aunque el retorcido tejido de ramas y hojas impedía
que corriera aire. El claro era angosto y ascendente y lo seguí intrigado por el
murmullo que se oía venir desde el fondo. Habré hecho menos de cien metros cuando
me arrepentí, pero para entonces creía estar más cerca del sonido que del lugar donde
habíamos dejado el auto. Así que seguí avanzando, contra mi propia aprensión, hasta
toparme con una pared de tallos colgantes de los que se desprendían miles de hojas

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ensortijadas, con una inmunda pelusa espinosa. Lo que se oía era ruido de agua:
abajo, a mis pies.
Me saqué la camisa, me envolví la mano y el brazo con ella y traté de abrir un
agujero entre las hojas. Cinco minutos después oí una risita a mi espalda: era Manú.
—Si lo que querés es ver el agua allá abajo, hay otro lugar bastante mejor —me
dijo.
Desandamos el camino hasta la calle donde el auto se calcinaba al sol y Manú me
guio entre las ramas. La sensación, al caminar, era de estar pisando víboras: el follaje
no solo colgaba en torno a nosotros, también se extendía a ras del suelo. Pero, en
medio de esa espesura asfixiante, y a bastante menos distancia que por donde me
había metido antes, se abría un hueco limpio en la corteza de un árbol, a la altura de
nuestras rodillas. Manú me dejó pasar primero. El árbol parecía haber crecido en
torno de ese agujero con la misma tupida violencia del resto de la vegetación. Al
asomarme entre la cortina de hojas vi una barranca a mis pies, que caía a pique unos
veinte metros, y allá abajo un hilo de agua verde y espumosa.
Del otro lado del río había una casa inesperadamente cuidada, pintada a la cal de
color amarillo. A un costado de la casa, dos hombres descargaban cajas de cartón de
un jeep. El más joven se limpió las manos en el pantalón, al terminar con las cajas, se
subió al jeep y se alejó por el camino de tierra que se perdía entre los árboles.
—¿Será o no será? —murmuró Manú a mi lado.
Yo saqué la máquina de fotos de Consuelo, que llevaba en el bolsillo, y enfoqué
con el autozoom entre las hojas, en dirección a la puerta por donde había entrado el
presunto dueño de casa. Si el follaje me permitía enfocar decentemente, en cuanto
volviera a salir sabríamos si era Elderian, pensé.
—¿Podés avanzar un poco más? —dijo Manú a mi espalda.
El viejo volvió a salir de la casa. Con la correa de la máquina en torno a mi
muñeca, me arrastré en cuatro patas por el viscoso tronco del árbol. No iba a ser tan
fácil: el viejo no se quedaba quieto y los pocos huecos libres de vegetación eran
demasiado reducidos como para seguir por el visor sus movimientos. Vi, por encima
de mi cabeza, un claro más grande entre las hojas, me incorporé y apunté desde ahí la
máquina hacia el otro lado del río. Mientras trataba de poner en foco al viejo, sentí de
pronto que la suela de una de mis zapatillas se deslizaba sin control por la corteza del
tronco y quebraba el equilibrio de mis rodillas.
¿Cuánto duró el instante siguiente?
Lo suficiente para ver la expresión atónita de Manú; para sentir que ni mis pies ni
el resto de mi cuerpo se apoyaban en alguna superficie sólida; para preguntarme a mí
mismo si había hecho foco en la cara del viejo y apretado el disparador de la cámara;
para pensar que eso era lo que se sentía al volar, después de todo.
Y entonces supe que estaba cayendo en el vacío. Como si no fuesen veinte
metros, los que me separaban del fondo verde y rumoroso de la barranca allá abajo,
sino una distancia enorme y panorámica. Una distancia que no solo estaba hecha de

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espacio sino también de tiempo. Y, en esa inmensidad sin límite, pude ver a cada una
de las personas que tenían alguna resonancia en mi vida.
Vi a Consuelo e Iván caminando por la orilla del mar en José Ignacio. Vi a
Valentina despertándose a la madrugada en su habitación de hotel de provincia. Vi a
Bahiana conferenciando en voz muy baja con Blanca Mones Roig, en la mesa del
fondo de un lujoso bar. Vi a Junior tomando sin saberlo sus últimas decisiones
políticas en el cuartel general en que había convertido sus oficinas. Vi a Ferradás
entrando en medio de la noche en la habitación de la clínica donde yacía el viejo
Kleinman. Vi incluso a Omarcito llegando como todos los días del colegio a su casa
del Parque Independencia, en Rosario.
Los vi a todos al mismo tiempo y por última vez: microscópicas presencias en la
desmesura anónima del mundo real. Y alcancé a pensar que no tenía en todo mi ser
nada en particular que decirles. Ni una sola palabra que alcanzara a describir la
inigualable sensación de verlos a todos, de estar así con todo ellos por un instante,
antes de golpear con mi cabeza contra las piedras al fondo de la barranca,
limpiamente, sin dolor.

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16

EL REPOSO
EN LA TIERRA

—No importa dónde estoy —dijo la voz de Manú en el teléfono.


Eran cerca de las dos de la mañana en la posada de José Ignacio. Iván terminó de
despabilarse y le preguntó otra vez desde dónde llamaba, pero Manú solo dijo:
—Voy para la frontera con Brasil. De hecho, ya estoy ahí. Ezequiel se quedó. Es
una historia larga, que no vale la pena contar. Elderian aceptó a uno solo de los dos. Y
yo sigo viaje a Brasil. Ahora buscá papel para anotar y oíme bien, porque no tengo
mucho tiempo.
Papel para qué, pensó Iván, pero obedeció a su primo. Manú le dictó un nombre y
una dirección, que parecía no saber de memoria sino estar leyendo a medida que la
dictaba.
—El tipo ya está al tanto. Cree que vas a llevarle una exclusiva de Elderian, pero
eso no importa. Igual te va a dar trabajo. Conoce nuestras notas de Data, le gustan,
necesita alguien como vos en el diario donde trabaja. Y supongo que, por un tiempo,
vos vas a preferir Montevideo a Buenos Aires: menos frenesí, menos gastos, menos
gente conocida. Bien pensado, es un lugar perfecto para volver a conectarte con el
mundo, sin tantas presiones. ¿O no?
¿Por qué será que los impacientes creen que deben ayudar a decidir a los que se
toman su tiempo? ¿Por qué será que los más egoístas son casi siempre los primeros o
los más interesados en dar consejo? Si algo había entendido Iván, desde que podía
caminar nuevamente bajo el sol, era que día a día estaba reponiéndose de síntomas
que ni siquiera identificaba en su interior, y que reponerse era tomar sus propias
decisiones, a pesar del tiempo que le llevara cada una, por trivial que fuere cada una
de ellas.
—Sí, ya sé. Ya sé que podés arreglarte solo —dijo Manú—, y el tipo también lo
sabe. No me hagas preguntas que pierdo el hilo, y no tengo mucho tiempo. Qué más.
Podés quedarte con la pilcha que dejé. No me agradezcas; yo no la necesito. Prefiero
viajar liviano de equipaje; especialmente cuando devuelva el auto y me quede sin
movilidad propia. Lo que sí, vas a necesitar alguien que te pague el hotel, porque creo
que me llevé toda la plata.
Iván sacudió resignado la cabeza en la oscuridad de su habitación.
—Tengo que cortar, ahora —dijo la voz de Manú—. No te preocupes por mí. Me
voy a mantener en contacto, de alguna manera.
—Esperá, esperá.
Iván se dejó caer contra la almohada con el auricular en la mano. De pronto sintió

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alivio de estar hablando por teléfono, de no tener a Manú delante, porque
probablemente hubiese sido incapaz de decir lo que dijo a continuación:
—Quería decirte que funcionó. O está funcionando, al menos. El Tratamiento
Pujol.
Se oyó una risita y la voz de Manú que decía:
—¿Me estás diciendo gracias, primito?
—Supongo que sí.
—¿Te das cuenta ahora de que tenías que tenerme confianza?
Iván creyó oír, en el eco de esas palabras en su cabeza, que Manú estaba
diciéndole algo más: algo referido no solo a ellos dos, sino a la escasa valoración de
los lazos sanguíneos que había existido siempre en la familia Pujol. Pero nunca se
sabía, con Manú. Pensó, en cambio, que era bueno que su primo hubiese podido por
fin darle algo a cambio de lo que él supuestamente le había dado desde que eran
chicos. Y pensó que era bueno que Manú supiera, aunque fuese por teléfono, que él
también le estaba agradecido.
—Ahora sí tengo que cortar.
—Pará, una última cosa.
Pero Manú no le dio tiempo a decir nada:
—Sí, lo encontramos. Lo encontramos de verdad. Y es tan sabio como siempre
sospechaste. Adiós, Ivancho. Hasta la próxima.
Y la línea quedó muda.
Alguna vez Bahiana me dijo que la Historia era un viento que sopla a veces
suavemente y a veces brutalmente sobre todas las personas, y que su vida había sido
un largo peregrinaje para aprender a adaptarse a las consecuencias de ese vendaval en
ella. Le había llevado mucho tiempo entender que solo existen dos opciones: disfrutar
o protegerse de ese viento, según cómo sople. Y que no llevaba a nada, salvo al
desquicio, preguntarse las razones morales por las cuales ese viento sopla así para
cada uno.
En las horas posteriores a mi partida de Buenos Aires, Bahiana comprendió, sin
embargo, que el cassette que tenía en su poder era una herramienta para corregir el
rumbo de los acontecimientos: para dictar el modo en que ese viento soplara para
ciertas personas. Y supo también que el tiempo corría en su contra. Se conocía a sí
misma lo suficiente para predecir que, en las horas y días siguientes, sus propios
escrúpulos serían su peor enemigo: a medida que pasaran las horas se sentiría más y
más incapaz de encarar el resto de la operación que, aquella última noche que nos
vimos en su departamento, brotó con la implacable asepsia de un acto reflejo, ante la
atrocidad que yo le había confesado.
Lo que en un primer momento, mientras estábamos frente a frente en su cocina, le
pareció que sería un hecho despojado de toda autoría y connotación personal —
alguien le haría saber a alguien que alguien había cometido un hecho imperdonable, y
que ese hecho saldría irremediablemente a la luz, salvo que aceptaran que no saliera a

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la luz, disolviendo cierta alianza de fuerzas—, ahora se asemejaba más y más a un
chantaje, que ella misma iba a proponerle cara a cara a Pablo Rodríguez Harte, con el
breve y tremendo testimonio donde yo acusaba a mi propio padre de abuso sexual.
Ese cassette era, en síntesis, la herramienta para clausurar para siempre la carrera
política de Junior Schiaffino y desmantelar al menos por un tiempo la amenaza
combinada que significaban para Data el grupo Orbe y el portavoz de la familia
Kleinman. Pero la que debía llevar adelante ese chantaje era ella: ahí se acababa la
asepsia de su plan y comenzaban sus escrúpulos.
Por supuesto, Ferradás habría sabido mejor que nadie cómo potenciar el valor de
trueque de ese cassette. Pero apelar a él estaba completamente fuera de la cuestión:
Ferradás no tenía que enterarse nunca de aquel remoto episodio doméstico de la
familia Schiaffino. Tampoco debía sospechar siquiera la conversación que tendría
Bahiana con Rodríguez Harte.
En cuanto a ella, no solo debía mantener el secreto: sabía también que en ningún
momento debería desprenderse del cassette, ni entregar copias. El peso mayor de mi
testimonio radicaba en el hecho de mantenerse en manos confiables; y las únicas
manos confiables eran las de ella. Lo importante era hacerlo escuchar una única vez y
retirarse de la escena sin que quedara en manos de nadie más.
Para eso quería Bahiana el encuentro con Rodríguez Harte. Y por eso fue en
aumento su frustración a medida que pasaban las horas sin que consiguiera franquear
los filtros hasta él.
Para entonces, la aparición del número de diciembre de Data ya había empezado
a generar los primeros síntomas de revuelo que Bahiana le anticipara a Ferradás en su
momento. Uno de los diarios financieros de mayor tirada cuestionaba la información
que Ferradás había incluido en la nota de Manú sobre la City y pretendía comenzar
una polémica en torno a la conveniencia de que Buenos Aires se convirtiese en zona
franca bancaria. Junior todavía se negaba a hacer declaraciones al respecto, tratando
de tomarle el pulso a la opinión pública y a sus aliados en el gobierno. Mientras tanto,
especulaba entre el escándalo de un juicio por injurias a la revista de su yerno y las
promesas hechas bajo cuerda a los empresarios y financistas que apoyaban su
candidatura.
Su única reacción visible había sido tratar de ubicar por teléfono a Valentina, para
encontrarse y sonsacarle algún dato que Ferradás hubiese soltado al pasar con ella —
pero Valentina estaba en plena producción fotográfica de la campaña de Thai, en la
Salina de San Luis, y Junior sabía los riesgos de hablar de esas cosas por teléfono.
Los anunciantes del número de fin de año de la revista, entretanto, se preguntaban
si las cifras de venta de Data de los últimos meses se revertirían en ese número
especial —lo suficiente, al menos, como para justificar la insensata tarifa que había
pautado Ferradás—, y temían secretamente que el escándalo recién iniciado llegara a
mayores y dañara la credibilidad de la revista para el momento en que apareciese el
número, en los últimos días del año.

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La redacción, por su parte, era un maremágnum de rumores encontrados: algunos
se rasgaban las vestiduras por la falta de ética periodística de Manú, otros aseguraban
que eso nunca hubiese pasado con Bahiana presente y el resto simplemente auguraba
que en cuestión de horas se produciría la fulminante entrada de Orbe.
En ese clima Ferradás controlaba maquinalmente la evolución del número de fin
de año y evaluaba los pasos a seguir. Desde que Valentina había abandonado la casa
de Palermo Chico para instalarse en la quinta de Tortugas y partir luego a San Luis, el
Gordo iba por lo menos tres noches a la semana a la clínica donde vegetaba Mauricio
Kleinman. Gracias a los buenos oficios de la enfermera sobornada por él, se instalaba
subrepticiamente en la habitación de su viejo mentor, entre las máquinas y cánulas
que lo monitoreaban día y noche. A veces le hablaba en un murmullo, sabiendo que
Kleinman no podía oírlo; a veces simplemente dormitaba en una silla hasta el
amanecer. De allí iba a la revista, donde se daba una ducha y encaraba su jornada
cotidiana.
Una de esas noches, Mauricio Kleinman pareció sumergirse en un abandono
mayor en su postración, una inmovilidad tal que Ferradás fue a buscar corriendo a su
enfermera de confianza, para preguntarle si estaba pasando algo malo, algo
decisivamente malo con el viejo. La enfermera llamó al médico de guardia y entre los
dos trataron de explicarle que no veían ningún nuevo síntoma ni agravante: había
noches peores y noches mejores, simplemente.
El diagnóstico no consiguió calmar del todo a Ferradás, que terminó sentado al
borde de la cama, con la mano exánime del viejo en la suya murmurando a su pesar
palabras que no se había permitido pronunciar durante décadas.
A las cinco de la mañana, cuando ya creía que estaba asistiendo a la muerte
solitaria y sin la menor grandeza de su mentor, le pareció sentir un espasmo, una
mínima contracción en los dedos de Kleinman. Al mirarlo a la cara se topó con los
ojos abiertos del viejo. No era, sin embargo, la mirada de los muertos. Era un
parpadeo titilante, acompañado de los tentativos movimientos del que recupera la
conciencia.
—¿Mauricio? —Fue todo lo que pudo decir.
La arrasada mueca del viejo Kleinman fue lo suficientemente expresiva: «Qué
hago acá», parecía decir. «Por qué me duele todo, y quién te dio derecho para
mirarme de esa manera», gritaban mudamente sus ojos lacrimosos y surcados de
venas rojas.
En esos minutos posteriores al titánico esfuerzo de revivir, el viejo no dijo
palabra, pero en ningún momento desvió los ojos de Ferradás. En esa mirada se
reflejaron cada uno de los síntomas de reconocimiento con que su conciencia se
familiarizaba con el cuerpo postrado que durante semanas había funcionado por sí
solo. Cuando finalmente entornó los ojos, Ferradás presionó el timbre y esperó, sin
soltar la mano de Kleinman. La enfermera comprobó lo que pasaba sin preguntar
nada y volvió, no con uno sino con dos médicos esta vez. Para entonces, el viejo ya

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podía gruñir monosílabos de respuesta a las preguntas que le hacían, y afuera estaba
amaneciendo.
Ferradás aceptó retirarse de la habitación cuando los dos médicos le aseguraron
que su amigo ya estaba fuera de peligro y milagrosamente recuperado del coma, pero
que era indispensable dejarlo descansar ahora. No quería cruzarse con los primeros
miembros de la familia Kleinman que llegaran a la clínica. No tenía nada que hacer
ya en ese lugar.
Cuando salió de la clínica, y subió a su auto, y quedó inmóvil, sin encender el
motor, descubrió cuánto había transpirado en esa última media hora y lo mal que olía,
ahora que su ropa iba reabsorbiendo el sudor en la hermética cabina del auto. No le
fue difícil saber a qué hedía: ese era el olor del miedo, puro y simple; del más
primario reflejo humano ante la cercanía de lo incorregible.
¿Hubo algún cambio en él, en ese momento? ¿Qué había visto en los ojos de
Mauricio Kleinman cuando creyó que el viejo se deslizaba hacia la muerte? ¿Qué
sintió que le transmitía a su mano la mano blandamente crispada de Kleinman? No
hay palabras que no trivialicen esos momentos. Lo único que supo con certeza
Ferradás dentro del auto fue que necesitaba cambiarse y que no tenía ropa limpia en
su despacho de Data, así que enfiló hacia Palermo Chico.
Dos horas más tarde, ya bañado y cambiado, mientras se preparaba un expresso
en la cocina antes de salir rumbo a la revista, sonó el teléfono. Una de las mucamas se
le acercó con cautela y dijo que llamaba la misma persona que había llamado dos
veces la tarde anterior: un doctor que preguntaba por la señora. ¿Quería atenderlo él?
Ferradás bebió de un trago su café y levantó el teléfono.
Era el ginecólogo de Valentina. No parecía muy a gusto hablando con Ferradás:
explicó que Valentina había cancelado varias citas sucesivas en las últimas dos
semanas, y que él se tomaba la libertad de llamar porque, después de la última
cancelación, había pedido al laboratorio que le enviaran directamente —como debió
ser en un principio, a pesar de la oposición de Valentina— una copia de los análisis
que le había mandado hacer a ella casi un mes atrás.
—Qué análisis —preguntó Ferradás.
—Bueno, no sé si debería, y menos por teléfono —dijo el médico—. Preferiría
hablarlo con ella, realmente.
—Soy el marido. Ella está en San Luis, en una producción de fotos, y no hay
manera de localizarla. Hable conmigo.
—Perdone que insista, pero no creo que sea un tema para hablar por teléfono.
—Escúcheme: mi mujer está en algún lugar de la Salina de San Luis y yo pasé
toda la noche en un sanatorio, al lado de un amigo que estuvo a punto de morir
delante de mis ojos. ¿Me explico?
—Sí, claro. Y le repito que yo nunca hubiera llamado, de no haber aparecido algo
adicional en uno de los resultados. Pero ya han pasado más de quince días sin noticias
de su esposa, y…

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—¿Es grave? —dijo abruptamente Ferradás.
La pregunta tomó por sorpresa al médico.
—No, no, en absoluto —contestó, antes de darse cuenta de que había develado
parte de lo que el secreto profesional le impedía divulgar sin autorización expresa del
paciente.
—Deme la dirección del consultorio, entonces y dígame a qué hora paso por ahí.
Si bien esa mañana Ferradás había decidido bajo la ducha no acercarse a la clínica
hasta que los medios anunciaran la recuperación de Kleinman (o el viejo lo mandara
llamar expresamente), al salir del consultorio del ginecólogo de Valentina una hora
después, decidió ignorar todo movimiento calculado y se encaminó hacia allá.
Rodríguez Harte fue la primera persona que se le acercó, cuando Ferradás salía
del ascensor. Su rostro era una impecable máscara sonriente. Dijo que Mauricio había
revivido y que Ferradás no podía ser más oportuno: unos minutos antes Kleinman
había pedido verlo a solas. El mismo Rodríguez Harte le franqueó la entrada a la
nueva habitación donde habían instalado al viejo, sin tubos ni sondas ni aparatos de
ninguna especie conectados a su cuerpo, y cerró la puerta al salir.
Ferradás abandonó la clínica al mediodía. Desde entonces trabajó como una
máquina encerrado en su despacho, sin delatar la menor señal de alegría o alivio, sin
poner mayores reparos ante todo aquello que en otro momento le hubiese parecido
remanido o previsible en el material que empezaba a entrar para el número de fin de
año de Data. Nada podía sorprenderlo en una forma que no fuese benigna: ese era el
inédito estado de ánimo que lo había tomado por asalto a lo largo del día.
Ni siquiera la aparición inesperada de Bahiana despertó en él ese rencor que había
sentido desde el momento de fines de noviembre en que ella lo abandonó en medio de
la batalla. Eran casi las ocho de la noche; la ciudad calcinada por la caída del sol
parecía un decorado de película, más allá de los ventanales del despacho de Ferradás.
Salvo él, no quedaba nadie en las oficinas de Data cuando Bahiana reapareció.
Después de sus fracasados intentos por llegar hasta Rodríguez Harte, y cuando el
tiempo parecía ya acorralarla contra sus escrúpulos cada vez más ensordecedores,
Bahiana había tenido una idea salvadora. En menos de una hora averiguó en qué hotel
estaba parando Blanca Mones Roig; y lo único que hizo entonces fue instalarse en el
lobby a esperarla.
El encuentro fue muy breve. Había muy poca gente en el bar del hotel a las siete
de la tarde, cuando la española se acercó a recepción a retirar sus mensajes y Bahiana
la interceptó. Se sentaron en una mesa apartada, Bahiana sacó de su bolso el grabador
y le hizo escuchar el cassette. Eso fue todo. Cuando la española se hubo alejado de la
mesa, Bahiana caminó hasta el baño, se encerró en uno de los cubículos, desenrolló la
cinta del cassette y acercó un encendedor a la serpentina oscura donde estaba mi
testimonio.
El aire caliente de la calle no le molestó en absoluto al salir del hotel. Ese vaho
hirviente que secaba la boca y hacía difícil respirar le permitía también no pensar en

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lo que había hecho. La operación —o su rol en la operación— había terminado. Eran
las ocho menos cuarto de la noche. Quedaba una sola cosa pendiente. Bahiana sabía
que el Gordo estaría aún en la revista, y fue caminando sin apuro hasta allá, pensando
qué decirle exactamente.
Al entrar en la redacción a oscuras, y oler el familiar dejo rancio —cigarrillos,
adrenalina— que el aire acondicionado disimulaba durante el día, pensó cuánto
extrañaba ese lugar. Había luz en el despacho de Ferradás. Bahiana entró sin golpear.
El Gordo estaba sentado en su sillón, de costado al escritorio, mirando a través del
ventanal las primeras estrellas en el cielo del atardecer.
—Tengo buenas noticias y buenas noticias. ¿Cuáles preferís oír primero? —le
dijo él, sin saludarla pero sonriendo hacia la oscuridad allá afuera.
Bahiana caminó hacia el ventanal y se apoyó contra el aparato de refrigeración.
—Las que prefieras vos —dijo.
—Kleinman revivió. Estuve hablando con él, a solas, esta mañana.
Todo va a seguir como hasta ahora. Nada de vender, nada de cambiar. Vieras la
expresión de Rodríguez Harte, cuando me hizo pasar a la habitación de Mauricio: no
se le caía la sonrisa de la cara. Hay que reconocerle cierto nervio, a pesar de todo.
—¿No quiere vender a Orbe?
—No quiere ni que se lo mencionen. Salvo que algún día yo quiera vender.
Textual. Por supuesto, ya estaba al tanto de todo lo que pasó mientras estuvo
inconsciente, el viejo zorro. Cuando nos despedimos, me pidió que me acercara a
abrazarlo y me dijo al oído que me da un año para licuar las pérdidas de estos últimos
meses. Sin amenazas, sin presiones: acuerdo de caballeros. Una cosa por la otra. Es
justo, supongo.
—O sea que sí vas a tener que hacer cambios, a pesar de todo.
—Ya veremos, ya veremos.
—Qué más, Leo. Hay algo más, ¿no?
Ferradás sonrió sin despegar los labios.
—Hay algo más, sí. No es inmediato, sino para dentro de unos meses. ¿Te
gustaría ser madrina?
Al oír esas palabras Bahiana pudo creer, por unos instantes al menos, que lo que
había hecho media hora antes era justo: que no habría una terrible contrapartida astral
a su acción en el hotel con la española de Orbe. Que tal vez se avecinara una época
signada por la felicidad o la buenaventura para todos nosotros.
¿Quién puede culparla?
¿Quién iba a imaginar que justo entonces entraría esa llamada desde San Luis al
teléfono directo de Ferradás?
Eso fue lo que pasó.
La producción de fotos de Thai en San Luis debía durar entre tres y cuatro días. A
lo sumo cinco, si el tiempo y la luz no ayudaban. De haber existido trailers decentes
para alquilar, la francesa encargada de la producción hubiese optado por instalar a

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todo el equipo directamente en la Salina y ahorrarse el tiempo muerto de traslado
cotidiano de ida y vuelta. Pero, en cuanto vio la precaria oferta de parque automotor
de San Luis, prefirió inclinarse por la opción menos riesgosa: Valentina y el resto del
equipo se instalaron en un hotel de la ciudad y cada mañana, a las siete en punto,
debían reunirse en el lobby para partir en dos camionetas rumbo a la salina.
Las primeras jornadas no habían sido del todo malas. La tercera mañana todos
bajaron con la esperanza de liquidar lo que faltaba antes de la caída del sol y, con un
poco de suerte, dormir esa noche en Buenos Aires. Por eso el fastidio se hizo general
cuando Valentina seguía sin aparecer en el lobby a las ocho menos veinte.
No hizo falta que nadie subiera a buscarla. Ella misma apareció, pocos minutos
después, con el pelo revuelto, una expresión arrasada en la cara y todavía envuelta en
una bata blanca de toalla. Lo único que dijo fue: «Perdonen, pero creo que no voy a
poder trabajar hoy», y cayó desmayada al piso. Cuando la llevaron de vuelta a su
habitación descubrieron las sábanas hechas un revoltijo sanguinolento y un reguero
oscuro en la moquette, desde la cama hasta el baño.
Las dos opciones que veía el médico que la atendió fueron mandarla a Buenos
Aires esa misma tarde o hacerle allí mismo el raspaje que completara el aborto
espontáneo que había tenido ella esa madrugada.
La francesa de Thai quiso llamar a Buenos Aires. Valentina pidió hablar con el
médico primero. Cuando quedó a solas con él, lo miró a los ojos y le preguntó:
«¿Puede hacerlo usted? ¿Me jura que puede hacerlo bien?».
Para entonces el médico ya había revisado la masa gelatinosa que encontraron en
el inodoro de la habitación del hotel y estaba en condiciones de contestarle con
franqueza. Era, a fin de cuentas, una operación de rutina. Valentina no necesitó
pensarlo mucho: decidió quedarse en esa clínica y volver al día siguiente a Buenos
Aires, con el hecho consumado.
La francesa se obstinó en permanecer a su lado después de autorizar al resto del
equipo a volverse ese mismo día. Mientras preparaban a Valentina para llevarla al
quirófano le preguntó si quería que ubicara a Ferradás, si quería hablar con él antes
de la operación. «Quiero un sedante y que no me duela mucho al despertarme. Nada
más», contestó ella. Y antes de cerrar los ojos agregó: «¿Vas a buscar otra chica para
la campaña?».
La francesa llamó de todas maneras a Ferradás, pero a última hora de la tarde,
después de conocer los resultados positivos de la operación y confirmar que Valentina
estaba en perfecto estado. Esa fue la llamada que recibió el Gordo cuando se
preparaba a salir con Bahiana de su oficina.
Antes que él cortara la comunicación, Bahiana supo que tendría que encargarse
del número de fin de año de la revista. No hizo falta que él se lo pidiera. Tampoco se
lo pidió: durante la media hora siguiente se dedicó febrilmente a alquilar y tener lista
esperándolo en Aeroparque una avioneta particular equipada con una silla de ruedas,
y partió cerca de medianoche rumbo a San Luis.

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De no haber recibido esa llamada, de haber ido con Bahiana a algún restaurant,
tal como se proponía cuando sonó el teléfono de su despacho, Ferradás seguramente
hubiera terminado confesándole el episodio de aquella madrugada con Mauricio
Kleinman. Y a Bahiana no le hubiese costado mucho entender la irónica crueldad
astral: a la misma hora en que el viejo Kleinman revivía en la clínica, Valentina se
despertaba de golpe con el vientre atenazado de contracciones y un charco de sangre
en las sábanas de su cama de hotel.
¿Pero de qué sirve percibir el secreto vínculo entre los hechos?
En los días siguientes los diarios anunciaron el abrupto fin de la carrera política
de Junior. El gobierno se había manifestado en absoluta oposición a la creación de
una zona franca bancaria en Buenos Aires y al apoyo a un extrapartidario en la puja
por la intendencia. Junior convocó a una conferencia de prensa donde leyó un escueto
comunicado anunciando que, por motivos personales, retiraba su candidatura para
dedicarse exclusivamente a sus negocios, y se negó a contestar preguntas después. Es
probable que Nora Martínez, la hermana de Omarcito, haya escuchado la noticia con
lágrimas en los ojos. Los periodistas y las cámaras de televisión, en cambio,
cubrieron el hecho formulariamente: en el veleidoso y cambiante nuevo orden, Junior
era apenas una noticia vieja más.
Como en casi todas sus opiniones acerca de nosotros, Junior estaba
completamente errado respecto de Valentina y Ferradás. Valentina no se había casado
con la persona equivocada; solamente había demorado más que lo corriente en
descubrir por entero la personalidad de su marido. Las cosas pasan muy rápido o muy
lentamente, por lo general, y ninguno de ellos dos había precisamente cultivado la
paciencia hasta entonces.
Ferradás y Valentina se enclaustraron en la quinta de Tortugas cuando volvieron
de San Luis. Bahiana fue a visitarlos una única vez, pocos días antes de Navidad:
llevaba las pruebas del número de fin de año de Data y una noticia que creyó que
perturbaría a Ferradás: el grupo Orbe preparaba una ofensiva fulminante para fin de
año, una revista propia que lanzarían con bombos y platillos para competir con Data.
El Gordo no se alteró al oírla. Revisó las páginas en silencio y agradeció a
Bahiana el trabajo que había hecho. Al llegar a la nota titulada «Un Este que no es
Oriente» (y firmada Pujol/Schiaffino a secas), alzó las cejas y sonrió con un dejo de
decepción, pero ni siquiera aludió a Elderian.
Consuelo había vuelto una semana antes a Buenos Aires y entregado, a pesar de
todo, sus fotos. No de Elderian sino de Punta del Este. Al enterarse del desenlace de
nuestra búsqueda, compró una máquina de fotos igual a la que me había prestado y le
pidió a Iván que la ayudara, escribiendo un texto que siguiera las directivas pautadas
en su momento por Ferradás. Bahiana salvó lo poco rescatable de las opacas páginas
de Iván, a modo de largos epígrafes para las fotos y la nota quedó como un dossier
fotográfico casi convencional.
Lo que Bahiana entrevió de Valentina y Ferradás, esa tarde en Tortugas, le

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confirmó que no podía seguir estando cerca de ellos.
Ferradás no encontró nada que objetar al opaco número de fin de año. Valentina
prefirió dejarlos trabajar a solas y se despidió enseguida. La perfección del jardín y
del celeste impoluto de la pileta allá afuera eran tan opresivos como el silencio
aireado de la casa en penumbras.
Bahiana había creído toda su vida que el alma está en perpetuo movimiento
dentro del cuerpo, y que Ferradás había tenido la desdicha de perder la mano en el
momento en que su alma se hallaba precisamente allí. Esa era una de las razones por
las cuales había seguido a su lado, a lo largo de los años: para ayudarlo a
reencontrarla, o para protegerlo de sí mismo, en caso contrario.
Pero lo que veía ahora en él era sencillamente a otra persona.
Alguien que ya no imponía, a las cosas que le pasaban, su caprichosa
interpretación, sino que se sometía convencionalmente a ellas: el instante de pavor
que le había mostrado Kleinman antes de revivir; la esperanza de un hijo, depositada
y arrebatada de sus manos en pocas horas; el agridulce sabor del triunfo y la tarea tan
titánica como monótona de reflotar y racionalizar la revista… Ferradás ya no
necesitaba cuidarse de sí mismo.
El hombre en que se estaba convirtiendo podía llegar a ser, paradójicamente, un
marido perfecto para la mujer en que se estaba convirtiendo Valentina, si es que
ambos aprendían a convivir con la moderación de sus propias limitaciones. Y
Bahiana no era otra cosa que un testigo incómodo para ambos: nadie resiste —y
quizá tampoco merezca— que le recuerden cómo rebajó sus propias expectativas para
poder cumplirlas.
Solo quedaba presentarle a Ferradás su renuncia a Data, hacer los arreglos
necesarios para ser ella y no Manú quien ocupara la vacante en aquel diario de
Montevideo. Y constatar una última cosa con él, antes de partir:
—Tengo que preguntarte algo que nunca te pregunté, Leo. Algo que pasó hace
mucho tiempo. Pero tenés que decirme la verdad. Por favor.
—¿Hace mucho tiempo?
—Decime que no le avisaste a Junior Schiaffino que no fuera a la reunión, la
noche de la bomba. No me interesa saber si estuviste o no; tampoco me interesa si
estabas al tanto o no. Simplemente necesito saber que no fuiste vos el que le avisó.
Porque, desde aquella noche de mi confesión, había un tema que perturbaba a
Bahiana: si la bomba en Data había explotado antes de aquella noche horrible para
Consuelo y para mí, Ferradás era en cierto modo culpable, de una manera indirecta y
azarosa y retorcida, de lo que había pasado en nuestra familia.
—Leo, contestame.
—No me pidas que te mienta —contestó Ferradás sin mirarla, y sin saber a qué
había, en el fondo, respondido.
Valentina y Ferradás no aparecieron en ninguna de las fiestas de famosos de fin
de año. A Consuelo le tocaba un viaje el 23 de diciembre a la noche, y a causa de las

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tormentas de nieve que azotaban Estados Unidos debió quedarse en Nueva York hasta
después de fin de año. Por eso no llegó a conocer a la madre de Iván, que viajó desde
Milán con su nuevo marido, para festejar el fin de año con sus hijos y sus nietas en el
Uruguay.
Iván había aceptado la propuesta que le hicieron los dueños de la posada:
quedarse toda la temporada a ayudarlos. Había pasado Nochebuena con sus sobrinas
en la casa que su hermana Marisa alquilaba en Punta del Este, pero no repitió el viaje
la noche de Año Nuevo. Para entonces Punta del Este ya era un gigantesco
hormiguero de gente desesperada por ir de un lugar a otro y a otro, con la esperanza
de llegar en algún momento al epicentro de la noche. Marisa y su madre, los dos
maridos y las chiquitas se trasladaron la noche del 31 a José Ignacio. Y, después de
cenar con Iván, bajaron todos juntos a la playa a tirar los espléndidos fuegos
artificiales que habían traído de Italia.
Consuelo fue varias veces a José Ignacio durante la temporada, a pesar de su
aversión a los turistas argentinos. En cada uno de sus viajes le llevó a Iván el último
número de Data, que seguía recibiendo por suscripción en su departamento de
Buenos Aires. A través de la revista —en una breve nota de despedida, firmada por el
propio Ferradás— supieron que Bahiana había renunciado. Ni uno ni el otro notaron
el notorio cambio de Data. El papel era menos lujoso, la publicidad se había
reducido, adelgazando en dos pliegos la revista.
A partir del 20 de diciembre había empezado una bestial campaña de promoción y
publicidad, en Punta del Este, Mar del Plata y Buenos Aires al mismo tiempo, de la
revista lanzada por el grupo Orbe. No era mensual sino semanal, pero cualquiera
podía notar que estaba burdamente copiada del modelo Ferradás. La competencia
duró poco. A fines de febrero, las ventas de la revista de Orbe ya habían alcanzado y
superado las marcas históricas de Data.
Paradójicamente, el empeño de Ferradás por volver a ser fiel al espíritu inicial de
la revista, había vuelto a Data más crispada: donde antes hablaba en un murmullo
seductor, ahora parecía gritar sin darse cuenta. Como todas las demás revistas, en
realidad: justamente aquello que él siempre había criticado en los que querían hacerle
la competencia.
En cuanto a mí, no hay mucho que decir. Los días son tranquilos y casi idénticos
en la comarca perdida de Elderian.
Lo que en principio creímos que era el río, no era más que un hilo de agua, un
afluente menor. El verdadero corría varios kilómetros más arriba, y pasaba por el
auténtico pueblo de Sauce del Yi. Manú se enteraría después que el caserío fantasma
en el que habíamos desembocado no tenía nombre. ¿El húngaro nos indicó mal el
camino? ¿El húngaro sabía que Elderian estaba ahí, y nos orientó a sabiendas en esa
dirección?
Lo cierto es que, para cuando Manú consiguió llegar hasta el lugar donde caí,
había ya otra persona a mi lado. El hilo de agua era mucho más fácil de cruzar que la

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tupida vegetación por donde debió ir bajando Manú. Para entonces, Elderian ya había
comprobado que yo estaba muerto. Manú alcanzó a ver cuando se acuclillaba a mi
lado, apoyaba dos dedos en mi garganta para tomarme el pulso y me cerraba después
los ojos, antes de reincorporarse.
En su descenso, Manú había encontrado la cámara de fotos de Consuelo, que yo
había soltado durante la caída. Pocos pasos antes de llegar hasta Elderian, sin siquiera
llevársela a los ojos, apuntó aproximadamente en su dirección y disparó, una sola
vez, antes de esconderla en su bolsillo.
No se quedó mucho tiempo. Entre los dos trasladaron mi cuerpo hasta el otro
lado. Elderian reapareció con una pala y le ordenó a Manú cavar un pozo debajo del
único árbol que había a la orilla del agua, a unos cincuenta metros de la casa. Ahí me
enterraron. Elderian le permitió a Manú quedarse un rato más, para aclarar las ideas o
recuperarse del esfuerzo. De aquel lado hacía mucho menos calor y corría un aire
insospechadamente fresco. Elderian no le ofreció nada y Manú tampoco pidió nada.
Se refrescó la cabeza y bebió un poco de agua entre las piedras de la orilla. Después
de fumar un cigarrillo, sentado sobre las piedras, emprendió el cruce y el posterior
ascenso hasta donde había quedado el auto. Lo que hablaron él y Elderian, antes y
después de enterrarme, será para siempre un secreto entre ellos dos.
Casi dos meses después, cerca del final de la temporada de verano, Iván recibiría
un sobre, en la posada de José Ignacio. El sobre fue entregado por mano y tenía
membrete de una de las empresas de Myriam Haeff. Adentro había otro sobre, mucho
menos protocolar e inmaculado, con el nombre de Iván garabateado en lápiz grueso.
Iván lo abrió y sacó de él tres fotos en blanco y negro y una carta de quince líneas,
escrita enteramente en mayúsculas con la caligrafía tosca de Manú. Decía que estaba
en Buzios, enseñando a bucear a turistas y viviendo fuera del pueblo, en una cabaña
sin electricidad ni agua potable. Myriam había aparecido una vez —una escapada
relámpago de unas horas, aprovechando un viaje de negocios a Río— y por eso se
servía de ella para hacerle llegar a Iván las tres únicas fotos que pudo revelar del rollo
de Consuelo.
La máquina había quedado irremediablemente dañada pero, misterio, esas tres
fotos habían salido bien. La primera de ellas era un primer plano de Iván saliendo del
agua en la playa de José Ignacio, con la cara horrorosamente hinchada. La segunda
mostraba una figura difusa delante de una casa y la tercera era un primer plano no
muy nítido de un viejo que Iván supo en el acto quién era.
Manú no decía nada sobre las fotos. La carta terminaba explicando que, después
de todo, aquel fuera probablemente el mejor arreglo posible, entre Myriam y él —
encontrarse cada tanto por unas horas o unos días— y quizá también fuera la
combinación más viable entre Iván y Consuelo, si todavía se seguían viendo. «Tomá
esto como la última sesión del Tratamiento Pujol», terminaba la carta. «Conociste
primero la versión glamorosa y después la versión terrestre de la chica de tus sueños.
Y encima tuviste la suerte de estar curado cuando te tocó cruzarte con la más

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adecuada para vos. Muy poca gente tiene esa oportunidad. No la arruines».
Aunque me gustaría estar tan seguro como Manú, aunque me gustaría decir ahora
que Iván fue para Consuelo todo eso que ella necesitaba, prefiero conformarme con
este final, que posterga piadosamente las imperfecciones de cada uno de ellos dos, y
ahoga en el futuro los visibles riesgos de una recaída de cualquiera de ellos. ¿Acaso
no es eso lo que nos enseñó Elderian? ¿A callar en el momento preciso, y a saber
descubrir ese momento cuando llega?
El tiempo se acaba.
Si es verdad lo que dicen ciertos historiadores, que nuestro siglo empezó tarde, en
1914, y terminó convulsiva e inesperadamente, con la caída del Muro y de los
regímenes comunistas, estamos viviendo en una tierra de nadie, que ya no es este
milenio y todavía no empieza a ser el milenio que viene. Por primera vez la especie
humana sabe que no vive siquiera en el mismo día, en la misma hora: entra y sale a
través de satélites y cables de fibra óptica, en el pasado y en el futuro del prójimo más
remoto. ¿Y todo para qué? Cuando hay tantas cosas, sobra tanto que parece que falta.
Abran la mano. Ahora ciérrenla. ¿Qué lograron salvar? Miren a su alrededor. En
una época sin respuestas, ¿qué hacer con las preguntas?
Cuando pienso en ellos, no solo en Iván y Consuelo, sino también en Valentina y
Ferradás, Bahiana y Manú, imagino a Elderian sentado bajo el árbol de su casa
amarilla, a la orilla del agua. Omarcito está a su lado, escuchando la historia que él le
cuenta tarde a tarde, con toda parsimonia, como las gotas de una bolsa de suero
invisiblemente conectada a su organismo. Yo soy la historia que cuenta Elderian. No
soy otra cosa que esa bolsa inacabable de suero, entrando gota a gota en el corazón de
Omarcito, para convertirlo acaso, poco a poco, día a día, en el Hombre Nuevo que
pise este mundo el próximo milenio.

Buenos Aires, 1995.

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JUAN FORN (Buenos Aires, 5 de noviembre de 1959) es un escritor, traductor y
asesor literario argentino. Su abuela, nacida en Gran Bretaña, y un vecino que durante
su adolescencia le prestaba libros en inglés, determinaron su anglofilia. Los autores
que traduce son siempre de este idioma.
El primer libro que publicó fue uno de poesía, en 1979, pero pronto se convenció que
ese no era su género. Viajó a Europa y de regreso comenzó a trabajar en 1980 como
editor, primero en Emecé y después Planeta (hasta 1995). En 1994 fue invitado por el
Woodrow Wilson International Center (Washington DC) para terminar su novela
Frivolidad, que fue publicada en 1995. Posteriormente publicó Puras mentiras. En
1996 creó el suplemento cultural Radar Libros del diario argentino Página/12, que
dirigió hasta 2002. Tiene, desde 2008, una columna semanal, que sale los viernes en
la contratapa de Página/12. Ya ha editado dos libros con las crónicas que allí publica.
Tiene otra —La tierra elegida— en la revista literaria colombiana El Malpensante.
En 2007 obtuvo el Premio Konex de Platino en la disciplina Periodismo Literario,
otorgado por la fundación del mismo nombre.

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