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El Detective Del Ferrocarril - Victor L. Whitechurch

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www.elboomeran.

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PRESENTACIÓN

Un hombre menudo y de aspecto delicado, de sem-


blante pálido y rasgos refinados, cabello pelirrojo cla-
ro y ojos azules de expresión soñadora.
Esta una breve descripción de Thorpe Hazell,
coleccionista de libros y entusiasta del ferrocarril, ca-
ballero independiente y de holgados medios cuya eru-
dición en lo referente a ediciones y encuadernaciones
solo era equiparable a su saber casi científico sobre el
mundo de los trenes.
Varias compañías ferroviarias solicitaban a me-
nudo su experto juicio en la ardua tarea de cuadrar los
horarios de sus servicios y, de cuando en cuando, les
prestaba también su asesoramiento en situaciones en
las que sus especiales conocimientos sobre el ferro-
carril resultaban del todo impagables. La posible pu-
blicación del cuaderno privado en el que Hazell hacía
crónica de tales casos ha sido objeto de gran interés
durante largo tiempo para muchas editoriales.
Nuestro personaje, no obstante, tenía otras pe-
culiaridades. Era extremadamente remilgado en lo
referente a la alimentación y el deporte. Llevaba el ve-
getarianismo a extremos insospechados y practicaba a
diario ejercicios físicos de lo más particulares, lo que
provocaba el desconcierto de todo aquel que no estu-
viera familiarizado con sus excentricidades.

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Tras esta breve descripción del hombre nos pro-
ponemos, pues, hacer pública por primera vez una se-
lección de algunos casos del ferrocarril en los que, a lo
largo de los años, desempeñó un papel relevante.

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LOS CIGARROS DE PETER CRANE

—Le digo que solo he pagado por ellos cinco peniques


la unidad.
Harry Brett cogió el cigarro que su cliente tenía
en la mano, lo examinó con aire crítico, lo olió y acto
seguido sacudió la cabeza con decisión.
—¡Es imposible! Tiene que ser un fraude.
—Desenróllelo. Adelante.
El joven estanquero rompió el cigarro por la mi-
tad, frotó las hojas de tabaco entre las palmas de las
manos y las examinó cuidadosamente.
—Pues sí —admitió—. Parece que está bien.
Han utilizado una sola hoja.
—¿Qué le había dicho?
Brett se dio entonces la vuelta para buscar una
caja en uno de los estantes, la cogió y escogió un ci-
garro que comparó con los fragmentos del otro que
estaban sobre el mostrador.
—Es la misma marca —dijo finalmente—, pero
no acabo de entenderlo. Verá, no puedo permitirme
poner estos a la venta por menos de seis peniques la
unidad. Ni siquiera a siete peniques, cuando los vendo
por separado. Incluso así, el beneficio sería casi nulo.
Estos ha tenido que comprarlos al otro lado del char-
co, señor Wilson.
—Pues se equivoca.

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—No ha podido conseguirlos a ese precio en
ningún comercio.
—Siento contradecirle, pero así es.
—¡Ah! ¿Entonces, los compró en una tienda?
—Sí.
—¿Dónde?
—En este mismo pueblo.
—¿En Netherton?
—Exactamente.
—¡Dios! ¿De quién se trata, señor Wilson?
—Bueno... Pues ha sido en la tienda de Crane, ya
que tanto le interesa. No es ningún secreto.
Brett descargó el puño con tal fuerza sobre el
mostrador que hizo temblar la báscula. Era evidente
que la mención del nombre de Crane lo había alterado.
—Muy bien —dijo—. Pero le aseguro que no es
posible. O Crane es más idiota de lo que pensaba o
pretende dejarme sin clientes y promocionar su nego-
cio haciendo este tipo de cosas. Dios, pero si apenas
sabe cómo dirigir una tienda. No lleva más de seis me-
ses en esto. Por supuesto, es usted libre de comprar-
los, señor Wilson. Yo no puedo mejorar ese precio.
—Bueno —respondió el cliente—, sé distinguir
un buen tabaco del que no lo es, y si su intención es
colarme un producto de baja calidad a mí no me va
a engañar. En cualquier caso hasta entonces prefiero
ahorrar algún dinero, así que seguiré tratando con él.
Pero como no hace descuentos en otros artículos, le
seguiré comprando a usted mi mezcla de siempre.
—¡Bah, váyase a buscar su tabacucho al mismo
sitio donde ha comprado esos cigarros! —exclamó
Brett, sin poder contener su furia—. No estoy dis-

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puesto a rebajarme de esta manera, y mucho menos a
tener tratos con quienes apoyan ese tipo de chanchu-
llos. ¡Buenos días, señor mío!
El señor Wilson no pudo contener una sonrisa
ante el apasionado estallido de furia del joven. Se limi-
tó a encogerse de hombros y salió de la tienda.
Brett apoyó los codos sobre el mostrador mien-
tras observaba, aún furioso, los fragmentos del artí-
culo causante de que perdiera los estribos. Conocía el
negocio del tabaco desde la niñez, pues había empe-
zado a trabajar en la tienda de su padre al terminar la
escuela elemental. Al morir el viejo, tres años antes,
se había hecho cargo del negocio. No reportaba gran-
des beneficios, pero sus cimientos era sólidos y con el
paso de los años se había ganado la fidelidad de mu-
chos clientes. Tras hacer números recientemente, Bre-
tt había comprobado que la tienda rendía lo suficiente
para dar de comer a dos asociados, por lo que, desde
hacía un tiempo, sopesaba la posibilidad de buscar un
socio junto al cual llevar el negocio.
Sin embargo, durante los tres últimos meses
ciertas cosas habían comenzado a preocuparle. Los
ingresos se habían reducido notablemente, y algunos
clientes fijos habían dejado de serlo. No era de extra-
ñar que dichos problemas coincidieran en el tiempo
con la aparición en escena de Peter Crane y su negocio
rival en Netherton. Su oferta de apertura prometía a
la clientela un «cigarro de primera» por la compra de
ciento veinte gramos de tabaco.
Era algo humillante, pues ese Crane no tenía
nada que enseñarle a alguien como él. En Netherton
todo el mundo le tenía por un inútil que recurría a

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su pobre madre viuda —que regentaba una pequeña
confitería en el pueblo— cada vez que tenía ocasión.
Recientemente había retirado todos los artículos de
uno de los escaparates de la tienda para exponer en su
lugar fragante tabaco en todas sus variedades. Como
era de esperar, era la anciana quien atendía el negocio
y dispensaba también la nueva mercancía, ya que Cra-
ne se ausentaba a menudo.
—Hola, Brett —dijo una voz tranquila, rompien-
do el silencio de repente—. Pareces preocupado. ¿De
qué se trata? Dame medio minuto, por favor, antes de
responder. Es la hora de mis ejercicios del mediodía.
Brett levantó la mirada y vio a Hazell, que aca-
baba de entrar sin hacer un solo ruido y estaba de pie
frente a él. Hacía girar enérgicamente los brazos so-
bre la cabeza y a continuación los extendía con fuerza
hacia delante en un solo movimiento. Hazell vivía en
Netherton, pero tenía un piso de soltero en la ciudad
donde pasaba gran parte del tiempo. Era uno de esos
clientes habituales de Brett, a quien ya no le sorpren-
dían sus pequeñas excentricidades.
Cuando el caballero dio por concluido su ejerci-
cio, Brett se dispuso a hablarle acerca del cigarro que
había despertado sus sospechas. Hazell se apoyó en el
mostrador y escuchó atentamente.
—Conozco a ese joven Crane —observó—, y me
temo que no es precisamente un dechado de virtudes.
Por supuesto, algo así afectará a tu negocio, ¿no es así?
—Así es, señor. Hasta cierto punto.
—¿Tienes alguna sospecha?
—No sabría decirle, señor. Los puros de esta
marca en particular se pueden comprar muy baratos

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en Holanda y en Bélgica. Todo se explicaría si alguien
hubiera logrado introducirlos en el país sin declarar su
paso en la aduana.
—¿Piensa poner el asunto en manos de las
autoridades?
—Oh, no voy a denunciarlo —dijo Brett, desde-
ñosamente—. En el ramo del comercio, como en tan-
tos otros, existe un código de honor. Además, si no des-
cubriesen nada ilegal yo resultaría ser el malo en todo
este asunto. Algo así sería nefasto para el negocio.
—Ya veo. Has conseguido despertar mi curiosi-
dad, Brett. En fin, quiero mis cigarrillos de la marca ha-
bitual. Gracias. Si descubres algo acerca de las andanzas
de Crane, házmelo saber. Por cierto, de momento no
hables sobre esto con nadie más. Buenos días.
De camino hacia casa entró en la tienda de Cra-
ne. Compró una nadería, y fue la señora Crane quien
le atendió.
«Vaya», se dijo, tan pronto como estuvo de nue-
vo en la calle. «El cuello de su vestido era puro encaje
de Bruselas. Me pregunto si las suposiciones de Brett
estarán fundadas. Quizá merezca la pena investigar
este caso, después de todo».
Netherton está solo a unos cuarenta kilómetros
de Londres a bordo del tren de cercanías que cubre
las líneas sur y este, y Hazell iba a menudo a la ciudad.
Esa noche en particular tenía una cita en Kensington.
Acababa de ocupar su asiento en el vagón, cuan-
do un joven subió a bordo y se sentó frente a él. Le
echó una mirada por encima del periódico, e inmedia-
tamente lo reconoció. Sin duda era Peter Crane. Por
un momento recordó el pequeño contratiempo de

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Brett, pero en seguida le quitó importancia y siguió
leyendo el periódico.
No obstante, cuando el tren se aproximaba al fi-
nal del trayecto y se disponía a entrar en la estación,
Hazell se dio cuenta de que aún le quedaba mucho
tiempo para llegar a su cita. No tenía prisa por salir
hacia Kensington, de modo que decidió esperar hasta
la salida del tren Continental. Una máquina como esa
siempre atraía irresistiblemente su atención; el tipo
de motor, sus acabados y cromados, el número de va-
gones del convoy... Decenas de detalles que solo un
entusiasta del ferrocarril podía percibir y apreciar.
De pie en el andén, observaba con deleite cada
particularidad del aparato cuando, de repente, vio a
Crane caminando sin prisa hacia el despacho de bille-
tes del Continental. Movido por un impulso irresisti-
ble, al momento siguiente estaba en la cola de viajeros,
justo detrás del joven estanquero, y pudo escuchar
cómo este pedía un billete de ida y vuelta a Gante.
Empezaba a interesarle todo aquello.
«Bien», se dijo mientras salía de la estación
y tomaba un cabriolé, «es evidente que alguien está
haciendo contrabando de la manera más astuta. Pen-
semos. Un billete de vuelta. ¿Cómo trae los cigarros?
¿Cómo consigue pasarlos por la aduana? Es posible
que nos hayamos topado con un pequeño misterio del
ferrocarril. Por supuesto también podría hacer todo el
trayecto en barco, pero no lo creo. Habrá que profun-
dizar en todo esto. Siempre se ha hecho contrabando
a bordo del Continental, bien lo sé. En una ocasión
yo mismo vi cómo descubrían un alijo de veinticin-
co kilos de tabaco oculto en los bajos de un vagón de

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pasajeros, en la línea de San Gotardo que atraviesa
Chiasso. Creo que merece la pena investigarlo».
En cuanto tomó la decisión, Hazell no perdió ni
un minuto y retomó sus pesquisas tan pronto como
regresó a Netherton. No tardó en averiguar que Crane
solía ausentarse regularmente en una fecha concreta
todos los meses.
Y así fue cómo en la siguiente ocasión que el es-
tanquero compró un billete para Gante, Hazell, dis-
frazado con una peluca negra y con el atuendo propio
de un viajante, aguardaba la llegada del joven sentado
a bordo del Continental, provisto de un billete con
el mismo destino. Con los ojos bien abiertos en todo
momento, en seguida observó que el equipaje de Cra-
ne consistía en una gran maleta marrón estilo Glads-
tone y un petate militar de color negro, también de
considerable tamaño.
Hazell guardó las distancias con Crane duran-
te todo el trayecto, pues sabía muy bien que sería el
viaje de vuelta el que requeriría toda su atención. De
modo que aprovechó para dormir todo lo que pudo.
Llegaron a Gante de madrugada, y Hazell tomó nota
de que Crane dejaba el petate en una consigna antes
de dirigirse a un hotel en las inmediaciones de la es-
tación, donde un botones se hizo cargo en seguida de
su Gladstone.
Hazell, que casi no llevaba equipaje, miró a su
alrededor y escogió un hotel justo enfrente. Llamó al
timbre y le abrió la puerta un adormilado portero de
noche que, sin ceremonias, le entregó la llave de una
habitación de la parte delantera. De ese modo podría
seguir de cerca cada movimiento de Crane. En lugar

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de desvestirse, abrió su maleta y cambió su traje de
viajante por un atuendo más propio de un turista. A
continuación, se tumbó en la cama con el propósito
de no dormir más de dos horas.
Al amanecer estaba junto a la ventana, vigilando
atentamente. Después de un par de horas sus esfuer-
zos se vieron recompensados. Crane salía del hotel,
fumándose un puro y sin sospechar nada en absoluto.
De inmediato, Hazell salió a la calle y siguió a su
presa hasta la estación. Llegó a la taquilla justo a tiem-
po para escuchar cómo Crane pedía un billete de ida
y vuelta a Amberes. Después preguntó al vendedor,
como quien no quiere la cosa, si era posible comprar
un billete para Amberes y utilizarlo al día siguiente.
—No, señor, los billetes únicamente tienen vali-
dez por un día —respondió el cajero.
Hazell se encogió de hombros con gesto indo-
lente, pues no tenía por costumbre esforzarse en nada
más de lo necesario. Era obvio que Crane estaría de
vuelta en Gante ese mismo día. Lo único que tenía
que hacer era averiguar si llevaba consigo el petate de
color negro, cosa que hizo.
«Bien», se dijo Hazell, mientras caminaba ocio-
samente de regreso al hotel, «ese joven es muy astuto.
Es obvio que ha ido a Amberes para adquirir su mer-
cancía libre de impuestos. No hay un lugar mejor para
hacerlo en todo el norte de Europa. Pero, ¿por qué
motivo ha escogido esta ruta? Supone dar un gran ro-
deo si el objetivo es llegar a Amberes. Lo sé. Está claro
que el ardid se lleva a cabo en algún momento durante
el trayecto de la línea sureste. En otra le resultaría im-
posible hacerlo. Merece la pena averiguarlo, pero aún

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no puedo hacer nada al respecto».
Desayunó, dio un paseo por la ciudad y final-
mente regresó a su habitación. Había anotado las ho-
ras de llegada de los trenes procedentes de Amberes.
Entonces se dispuso a ejecutar unos ejercicios
de estiramiento para relajar los músculos, consistentes
en tumbarse de espaldas y sostener sobre la cabeza
un vaso lleno de agua hasta el borde, en series de diez
minutos cada vez, y cuyo objetivo era naturalmente
no derramar ni una sola gota. Se concentró en la tarea
casi por completo, haciendo coincidir sus pausas con
las llegadas previstas para los trenes de Amberes. Con
cada una de ellas se ponía de pie, se acercaba a la ven-
tana y observaba atentamente la calle de la estación.
Crane apareció al caer la tarde, y entró en su
hotel. Hazell pagó la cuenta de su habitación, se di-
rigió a la estación y esperó la llegada del tren. Ahora
estaba vigilante y atento. Si ese petate negro, que su-
puestamente estaba guardado en la consigna, contenía
cigarros, estaba ansioso por averiguar cómo lograba
saltarse el control de la aduana.
Según lo previsto, Crane se presentó en la es-
tación a tiempo para subirse al tren de enlace con el
barco que le llevaría de regreso a Inglaterra.
Y esto es lo que hizo. Sacó el petate negro de
la consigna y lo facturó con destino a Londres. Esto
suponía que, hasta que el bulto alcanzase su destino,
nadie podría acceder a su contenido, que sería debi-
damente registrado por los agentes de la aduana al
llegar a la ciudad, pues era allí donde tenía lugar la ins-
pección, y no en Dovehaven. La maleta marrón, que
parecía contener una carga bastante pesada, la llevó

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consigo en el tren.
Hazell trataba de controlar su desconcierto.
Asumiendo que la maleta estuviera repleta de puros
en ese momento, no veía el modo de hacerla pasar por
la aduana sin declarar su contenido. Observó cómo el
equipaje era trasladado a bordo del barco en Osten-
de, pero Crane no le prestó la menor atención a dicha
operación. Se había tumbado en una de las literas de la
zona común, quedándose dormido casi de inmediato
con la maleta marrón a su lado.
En Dovehaven tuvo lugar la inspección de los
equipajes de mano. Hazell se abrió paso entre la gente
hasta situarse junto a Crane, con el fin de poder ver lo
que había en la maleta marrón. Contenía un montón
de libros y algo de ropa. Nada sospechoso, en cual-
quier caso, con la excepción de una camisa de color
rosa bastante llamativa.
En cuanto dieron por concluido el registro, Cra-
ne se dirigió al maletero que llevaba su equipaje:
—Póngala en el furgón y etiquétela con destino
Londres. No quiero llevarla conmigo en el vagón.
Hazell, algo confundido, siguió de cerca al guar-
dia, se aproximó al furgón y observó cómo cargaban en
él las pertenencias de todo el pasaje, entre las cuales
estaban las dos maletas de Crane. El guardia se dispuso
a ayudar a los maleteros para acelerar un poco las cosas,
ya que el barco había llegado con bastante retraso.
—¿No piensa subir, señor? —dijo el guardia con
impaciencia, dirigiéndose a Hazell tan pronto como
dieron por concluida su tarea—. Ocupe su asiento,
por favor. ¡Ahora mismo!
Un estridente silbido, un par de señales con la

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lamparilla de color verde, y el tren se puso en marcha.
La única parada sería el final de trayecto, en la esta-
ción de Londres.
«Qué curioso», se dijo Hazell mientras sacaba de
su maleta un paquete de chocolate y una petaca con
leche y se disponía a cenar. «Quizá me haya equivoca-
do, después de todo». De repente, una idea le hizo ex-
clamar con cierta impaciencia: «¡Ah! En fin, lo mejor
será esperar hasta llegar a la ciudad».
Dos horas más tarde, esa misma noche, el tren
llegó a la terminal de Londres, después de haber atra-
vesado Netherton sin efectuar parada. Tras la larga ba-
rrera aguardaba un grupo de agentes de la aduana, dis-
puestos a registrar los equipajes facturados antes de
permitir su paso. Hazell observó cómo iban sacando
bultos, hasta que las maletas de Crane fueron deposi-
tadas en la plataforma. Crane cogió la marrón, y uno
de los maleteros lo acompañó con el petate negro has-
ta el mostrador donde se llevaban a cabo los registros.
Hazell se mantuvo cerca pero en un segundo plano,
esperando, ansioso, el desenlace de todo aquel asunto.
—¿Tiene algo que declarar, señor? ¿Tabaco, per-
fume, cigarrillos?
—No, nada.
—Abra la maleta, por favor.
—Por supuesto.
Retiró el cierre del gran petate negro y lo abrió
por completo. Hazell se estiró hacia delante y logró
entrever la camisa rosa y varios libros.
El petate contenía los mismos artículos que ha-
bía visto dentro de la maleta marrón en Dovehaven.
Se le ocurrió una solución para salir del paso.

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Miró a su alrededor y vio a un inspector al que co-
nocía. Apresuradamente se acercó a él y le dijo, entre
dientes: «Jarvis, soy Thorpe Hazell. Estoy aquí».
—Cielo santo, jamás le habría reconocido. Yo...
—Silencio. Contrólese, hombre. Rápido, ¿ve
a ese hombre del abrigo claro que cierra su maleta?
Acérquese con uno de sus agentes para que examine
la maleta de color marrón que tiene a su lado. ¡Ahora!
Al instante, Jarvis se encontraba detrás del mos-
trador, hablando con el oficial al cargo. Crane ya ha-
bía cerrado su petate, y estaba a punto de marcharse.
Hazell se alejó rápidamente.
—Señor, un momento.
—¿Qué ocurre?
—La otra maleta. Necesito verla.
—No es equipaje facturado. Ya ha sido registra-
da en Dovehaven. Puede ver la marca de tiza...
—Da igual. Ábrala, por favor.
—¡Oh, está bien! —chilló Crane, al tiempo que
soltaba una risotada y colocaba la maleta sobre el mos-
trador para abrirla—. Aquí la tiene.
El agente miró en su interior, y en su cara en
seguida se dibujó una sonrisa.
—¡Todo en orden, señor! —exclamó.
Jarvis, que estaba de pie a su lado, sonrió tam-
bién. Un minuto después, Hazell lo abordó, ansioso.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué había dentro de
la maleta?
—Nada, señor. ¡Estaba vacía!
—¿Vacía, dice? ¡Oh! Por favor, no comente esto
con nadie, Jarvis.
Se dirigió a la cantina y pidió una taza de café,

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encendió un cigarrillo y se sentó a reflexionar. Por pri-
mera vez en su vida se sentía completamente descon-
certado. Cuando aún se encontraba a bordo del tren
todo le parecía muy simple, y estaba seguro de que en
cuanto abrieran la maleta de color marrón el enigma
se resolvería. Minutos después, no obstante, ya había
trazado un nuevo plan de acción, y salió de la cantina
con paso decidido. Jarvis estaba aún en el andén.
—Jarvis —dijo—, no quiero que nadie sepa que
esta noche he viajado a bordo del ferry.
—Por supuesto, señor.
Jarvis sabía que Hazell había resuelto más de un
misterio del ferrocarril y que podía confiar en él.
—Pensaba que había pillado a un contrabandis-
ta, ¿verdad? —preguntó.
—¡Oh! —respondió, arrastrado las palabras—.
Tenía una leve sospecha, eso es todo. ¿El directo cir-
cula esta noche?
—Sí, señor. Bob Nobes es el maquinista. Un
buen conductor.
—Ah, por cierto, el guardia de Dovehaven fue
muy hábil con el equipaje.
—¿John Crane, señor? Sí, es uno de nuestros me-
jores agentes. Se ocupa habitualmente de este tren.
Los ojos de Hazell centellearon por un instante.
—Dígame una cosa... ¿No ha visto adónde se di-
rigía el joven, verdad?
—Ha subido al tren del andén número dos.
—Ah, es el mío, creo... El de Netherton. Buenas
noches, Jarvis.
Subió al tren con una sonrisa de satisfacción. Es-
taba decidido a resolver ese pequeño misterio.

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Dos días más tarde, estaba en el estanco comprando
cigarrillos.
—Ah, por cierto, Brett —dijo—, creo que puedo
prometerte que tu odiado rival pronto echará el cierre
a su negocio.
—¿Es eso cierto, señor? Bueno, no puedo decir
que vaya a sentir lástima por él. He perdido la mitad
de mis beneficios por la venta de puros.
—¡Ah! Brett, hay un tipo llamado John Crane o
algo por el estilo. ¿Le conoces?
—Es el primo de Peter, señor.
—Ya veo. Bien, mantén la boca cerrada y avísa-
me cuando te enteres del próximo viaje de nuestro
amigo Crane. Creo que entonces tendremos ocasión
de pasar un buen rato.
Tres semanas después Hazell recibió la esperada
nota de Brett, a la que respondió lo siguiente: «Ven
mañana a mi casa a las ocho de la tarde. Y ponte un
buen abrigo, lo vas a necesitar».
El estanquero se presentó puntual, y se reunió
con Hazell en su estudio.
—Siéntate, Brett. ¿Quieres agua y tostadas?
¿No? Bueno, entonces coge uno de tus cigarrillos.
—Gracias, señor.
—He pedido un coche para las 8.30, aproximada-
mente. Por eso te he dicho que trajeras un buen abrigo.
—¿Qué vamos a hacer, señor?
—Lo sabrás cuando llegue el momento.
Poco después avanzaban dando tumbos a bor-
do del pequeño coche de caballos por la carretera
que discurre en dirección opuesta a Londres. Hazell
sostenía las riendas, y se esforzaba por mantener la

30
boca cerrada. Después de recorrer unos once o doce
kilómetros, Hazell abandonó la carretera principal y
continuó por un camino.
—¿Sabes hacia dónde conduce este camino?
—Pues sí. Atraviesa las tierras comunales de
Pinkney, señor.
—Exacto —dijo, y después añadió—: ¿Ves las lu-
ces de la vía principal?
—Sí, señor.
Dos luces de color rojo rompían la negrura del
cielo nocturno.
—¿Y el paso a nivel?
—Sí, señor.
—Bien. Ahora apagaremos las nuestras.
Detuvo el coche un instante antes de llevar a
cabo la operación.
—Ahora seguiremos avanzando a campo travie-
sa por ese prado. Y si tienes algo que decir a partir de
ahora que sea en voz baja, por favor.
Se aproximaron un poco más a las vías. A su iz-
quierda, donde la carretera atravesaba el paso a nivel,
podía verse la brillante luz de la cabina del guardaba-
rrera. Hazell tiró de las riendas del caballo para dete-
ner el coche.
—Ataremos la jaca a este árbol —susurró—.
Está bien. No habrá que esperar mucho.
—Es un lugar solitario —dijo Brett.
—En efecto. No debemos acercarnos demasia-
do a las vías, de modo que aquí estaremos bien. El que
nos interesa es el tren de ida.
Preguntándose lo que iba a ocurrir, Brett esperó
sin decir palabra. Finalmente, fue Hazell quien rom-

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pió el silencio:
—Ya viene. Se pueden ver los faros. Ahora, ob-
serva y mantén los ojos bien abiertos.
Una luz blanca apareció en la distancia, por enci-
ma de la señal de color verde. Su brillo aumentaba por
momentos. A medida que se aproximaba escucharon
el aullido del expreso, y segundos después los vagones
comenzaron a pasar ante ellos a considerable veloci-
dad. Las vías del tren discurrían sobre un terraplén
cuya pendiente no era muy pronunciada.
—¡Mire! —dijo Brett, de repente—. Una de las
puertas está abierta. La del último vagón.
—Exacto. El vagón del guardia, Brett. Ahí lo tie-
nes. ¡Mira! ¡Ah, estás a punto de presenciar una pe-
queña e ilícita maniobra de contrabando!
Pronto pudieron ver con claridad la silueta del
guardia, recortada contra la luz encendida en el inte-
rior de su vagón. Situado en el umbral de la puerta,
trataba de mantener el equilibrio mientras sujetaba
un objeto grande y pesado que, un segundo después,
dejó caer sobre la blanda superficie cubierta de hierba
del terraplén. Cuando el tren atravesaba el paso a ni-
vel vieron aparecer por unos instantes una luz de color
verde en el portón del vagón del guardia. Acto segui-
do, este se dirigió hacia la parte trasera del convoy.
—Ahora —dijo Hazell— esperaremos a ver qué
ocurre. Pero antes nos acercaremos lo más posible a
ese paquete. ¡Ah, ahí está! Un arbusto de lo más con-
veniente, por cierto. ¡Ya se acerca, Brett!
Un hombre, con una linterna en la mano, se
aproximaba cojeando lentamente desde la cabina del
guardabarrera. Tras avanzar unos pasos se detenía,

32
como si estuviera buscando algo. De repente, soltó un
gruñido de satisfacción al ver caer el haz de luz sobre
el paquete tirado en la hierba.
Estaba a punto de recogerlo cuando Hazell salió
de la oscuridad y dijo, tranquilamente:
—¿Qué porcentaje se lleva de los beneficios de
esta pequeña transacción, amigo mío?
—¡Santo Dios! —exclamó el otro, dejando caer
la linterna de puro miedo.
Hazell la recogió del suelo y dirigió la débil y
temblorosa luz hacia él.
—¡Ah, veo que tiene una pierna de madera! No
le servirá de nada correr. Supongo que debía guardar
este pequeño lote hasta que Crane viniera a recogerlo.
—No sea duro conmigo, señor. Ni siquiera sé lo
que contiene. Si esto se sabe, señor, perderé mi trabajo.
Hazell se rio.
—Responda a mi primera pregunta, hombre.
¿Cuánto saca de esto?
—Diez chelines cada vez —dijo el delincuente,
titubeando.
—¡Una paga indigna del riesgo, sin duda! ¿Cuán-
to tiempo lleva Crane haciendo esto?
—Seis o siete meses, señor.
—Ya veo. Bueno, pues me temo que mañana no
recibirá este paquetito. Cuando venga a buscarlo pue-
de decirle que nos hemos adelantado. Mi recomenda-
ción es que le pida al menos medio soberano antes de
contarle lo ocurrido. Puede incluso decirle que llame
directamente a la Somerset House si quiere recupe-
rarlo. Buenas noches. Aquí tiene su linterna.
—Perderé mi empleo, señor.

33
—No por esta vez. En cualquier caso, puede con-
siderarse afortunado. Brett, ayúdame con el paquete.
Juntos llevaron el fardo hasta el coche, donde lo
aseguraron en la calesa y lo cubrieron con una lona,
antes de ponerse en marcha de regreso a casa. Una
hora más tarde, aproximadamente, los dos estaban
sentados en el estudio de Hazell.
—Creo que nos hemos ganado uno de estos antes
de que los envíe de vuelta a la aduana —dijo Hazell,
escogiendo un cigarro—. ¿Y bien? ¿Cuánto crees que
habría sacado de este lote?
Brett examinó las cuatro cajas de doce unidades.
—Bueno, señor... Si, como usted dice, las adquirió
en Amberes, no es difícil saber el precio que pagó. Se
habrá ahorrado veinticinco libras en impuestos, posi-
blemente más. Y en total, el lote cuesta al menos otras
cincuenta libras. Pero, ¿cómo lo averiguó usted, señor?
Hazell le contó su periplo a Gante, y el registro
en la aduana londinense.
—Reconozco que por un momento me sentí
perdido —dijo—, aunque estaba seguro de que nues-
tro amigo no había hecho un viaje tan largo para volver
de vacío. Solo tuve que indagar un poco para confir-
mar mis sospechas de que el guardia estaba implicado,
y poseía además un duplicado de la llave para abrir
el petate. Y ya tenía la solución. Era indudable que
los cigarros estaban en el país, la cuestión era encon-
trarlos. Un problema muy simple, pues. Solo tuve que
vigilar a Crane. No descubrió al ciclista que le seguía
al día siguiente, cuando salía del pueblo en un coche
de tiro. Tampoco vio al mismo ciclista, escondido con
unos gemelos tras los arbustos en los Pinkneys, mien-

34
tras recogía un paquete en la cabina del paso a nivel.
El resto ya lo sabes. Imaginé, con bastante tino, en
qué lugar arrojarían el siguiente envío. Y aquí está.
—Hay algo que aún no entiendo, señor —res-
pondió Brett—, y es lo siguiente: ¿por qué el guardia
no puso los cigarros en la maleta marrón para hacer la
entrega? Y no solo eso, ¿por qué utilizar dos maletas?
—¡Oh, pero si ese es el truco principal! Ahí resi-
de la mayor sutileza de todo este asunto. El petate ne-
gro fue pesado y registrado en Gante, y era imprescin-
dible que su peso fuera el mismo al llegar a Londres.
Por eso llevaba todos esos libros y necesitaba la otra
maleta. Además, tanto él como el guardia eran cons-
cientes de que los inspectores son muy metódicos en
estas lides. Por otro lado, si había constancia de que
había hecho el viaje de ida con dos maletas y solo re-
gresaba con una, despertaría sus sospechas. Por eso no
se podía deshacer de la otra maleta. Todo estaba muy
bien planeado. Ahora volveremos a empaquetar los
cigarros. Pero no, espera un momento. Quiero otros
tres o cuatro de estos. Así está bien.
Empaquetaron de nuevo las cajas y se dispusie-
ron a enviarlas a la aduana.
—Lo enviaremos de manera anónima. Espero
que el señor Crane se tome unas vacaciones después
de su próxima visita al cruce de Pinkneys. De veras
quiero darte las gracias, Brett, por haber puesto en
mis manos este pequeño e interesante caso. No creo
que sea necesario volver a actuar. Los tres implicados
se asustarán lo bastante como para olvidarse del asun-
to de una vez por todas. ¡Buenas noches!
Hazell estaba en lo cierto. Peter Crane desapa-

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reció repentinamente, y el escaparate reservado al ta-
baco volvió a exhibir productos de repostería.
Las perspectivas de futuro de Harry Brett mejo-
raron de tal modo con la vuelta a la normalidad adua-
nera que pronto se decidió a seguir adelante con el
proyecto de ampliar su negocio. El socio elegido acep-
tó sus condiciones, y ambos firmaron el contrato de la
nueva sociedad en la sacristía de la iglesia parroquial.
Semanas después del incidente, Hazell estaba en
uno de los andenes de la estación londinense, obser-
vando a los viajeros que descendían del Expreso Con-
tinental. Cuando el bullicio fue decayendo y la peque-
ña multitud terminó por disolverse, caminó hasta la
parte trasera del tren, donde estaba el guardia.
—¡Tenga un cigarro, agente! —dijo, mientras le
ofrecía su pitillera.
—Gracias, señor.
—Coja tres o cuatro. Son más suyos que míos.
—¿Perdone, señor?
—Creo que los dejó caer desde su vagón hace
unas semanas, justo al pasar por el cruce de Pinkneys.
¡Buenas noches!
Al llegar al final del andén se dio la vuelta. Allí
estaba el agente Crane, inmóvil como una estatua, ob-
servándole, con la cara tan pálida como si lo acabara
de alcanzar un rayo.

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