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La sal de la tierra
Volumen 2
DANIEL IGLESIAS GRÈZES
CONTENIDO
Dedicatoria 2
Prólogo 3
6 Cristianismo y relativismo 51
7 El año 1968 53
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DANIEL IGLESIAS GRÈZES
DEDICATORIA
Dedico este libro a todos los que han militado esforzadamente durante
muchos años por la defensa del derecho humano a la vida y los derechos
naturales de la familia en el Uruguay, con una mención especial a: Carlos
Iafigliola, Dr. Gustavo Ordoqui, Lic. Néstor Martínez, Pbro. Eliomar
Carrara, Dr. Víctor Bordoli, Ing. María de las Nieves Freira, Ing. Agr.
Álvaro Fernández, Dra. María Lourdes González, Dr. Eduardo Casanova,
Dr. León Muñoz, Dr. Juan Antonio Pisano, Dr. Gianni Gutiérrez, Lic.
Miguel Pastorino, Lic. Adriana Abraham, Esc. Gianella Aloise, Marta
Grego, María Teresa Rodríguez y Dr. Carlos Álvarez Cozzi (fallecido este
año; pido una oración por su alma).
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PRÓLOGO
“Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no
sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la
luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco
se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que
alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para
que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”.1
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1) Mateo 5,13-16.
2) Juan 13,34-35.
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El Papa Benedicto XVI alerta contra estas tendencias con las siguientes
palabras: “El desarrollo de la persona se degrada cuando ésta pretende ser la
única creadora de sí misma. De modo análogo, también el desarrollo de los
pueblos se degrada cuando la humanidad piensa que puede recrearse
utilizando los «prodigios» de la tecnología. Lo mismo ocurre con el
desarrollo económico, que se manifiesta ficticio y dañino cuando se apoya
en los «prodigios» de las finanzas para sostener un crecimiento antinatural y
consumista. Ante esta pretensión prometeica, hemos de fortalecer el aprecio
por una libertad no arbitraria, sino verdaderamente humanizada por el
reconocimiento del bien que la precede. Para alcanzar este objetivo, es
necesario que el hombre entre en sí mismo para descubrir las normas
fundamentales de la ley moral natural que Dios ha inscrito en su corazón”. 18
En esta perspectiva, el error principal hoy en boga consiste en la
concepción que reduce el desarrollo humano y social al mero desarrollo
económico. El ser humano es una unidad sustancial de cuerpo material y
alma espiritual. La sociedad que, por medios técnicos, busca únicamente el
desarrollo material e ignora la dimensión espiritual y religiosa de la persona
humana, sólo puede lograr un desarrollo que no respeta la verdad integral
sobre el hombre y que, a la corta o a la larga, se vuelve contra el mismo
hombre. Como respondió Jesucristo nada menos que a Satanás, “no sólo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. 19
Al respecto, Benedicto XVI nos enseña lo siguiente: “El desarrollo
tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la técnica, cuando
el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués
que lo impulsan a actuar. Por eso, la técnica tiene un rostro ambiguo.
Nacida de la creatividad humana como instrumento de la libertad de la
persona, puede entenderse como elemento de una libertad absoluta, que
desea prescindir de los límites inherentes a las cosas. El proceso de
globalización podría sustituir las ideologías por la técnica, transformándose
ella misma en un poder ideológico, que expondría a la humanidad al riesgo
de encontrarse encerrada dentro de un a priori del cual no podría salir para
encontrar el ser y la verdad. En ese caso, cada uno de nosotros conocería,
evaluaría y decidiría los aspectos de su vida desde un horizonte cultural
tecnocrático, al que perteneceríamos estructuralmente, sin poder encontrar
jamás un sentido que no sea producido por nosotros mismos. Esta visión
refuerza mucho hoy la mentalidad tecnicista, que hace coincidir la verdad
con lo factible. Pero cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la
utilidad, se niega automáticamente el desarrollo. En efecto, el verdadero
desarrollo no consiste principalmente en hacer. La clave del desarrollo está
en una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado
plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de
sentido de la persona considerada en la globalidad de su ser. Incluso cuando
el hombre opera a través de un satélite o de un impulso electrónico a
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eugenésica de los nacimientos. Por otro lado, se va abriendo paso una mens
eutanásica [mentalidad eutanásica], manifestación no menos abusiva del
dominio sobre la vida, que en ciertas condiciones ya no se considera digna
de ser vivida. Detrás de estos escenarios hay planteamientos culturales que
niegan la dignidad humana. A su vez, estas prácticas fomentan una concep-
ción materialista y mecanicista de la vida humana. ¿Quién puede calcular los
efectos negativos sobre el desarrollo de esta mentalidad? ¿Cómo podemos
extrañarnos de la indiferencia ante tantas situaciones humanas degradantes,
si la indiferencia caracteriza nuestra actitud ante lo que es humano y lo que
no lo es?”28
La extrapolación de estas tendencias ya presentes en la actual “cultura de
la muerte” nos enfrenta a un futuro posible particularmente inquietante,
anticipado en la novela (profética, en mi opinión) Un mundo feliz29 de Aldous
Huxley, que hace casi 90 años previó el advenimiento de una sociedad
hedonista, masificada y clasista, marcada por la manipulación del origen de
la vida humana, por medio de la clonación. De proseguir el curso actual, el
ser humano se convertirá en un producto técnico más, comprable y
vendible por catálogo.
Séptima tesis. Nuestro Señor Jesucristo, único Redentor del
hombre y Salvador del mundo, es también el Salvador de la ciencia y
de la técnica.
Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, asumió la naturaleza humana
y, al asumirla, la redimió, uniéndola a su divinidad. Nada de lo
verdaderamente humano le es ajeno. Dado que la ciencia y la técnica son
realidades humanas, Cristo también ha redimido la ciencia y la técnica.
El físico, historiador y teólogo húngaro Stanley Jaki, en varias de sus
numerosas obras, insistió en que Cristo es el Salvador de la ciencia,
mostrando que sólo el cristianismo proporcionó las condiciones espirituales
y culturales adecuadas para hacer posible el florecimiento de la ciencia.30 No
es ninguna casualidad que la ciencia moderna haya nacido en la civilización
cristiana, y no en otras.
Jesucristo fue carpintero31 e hijo adoptivo de un carpintero.32 En el
original griego, en ambos casos se utiliza el término tekton, que significa
carpintero, pero tiene también un sentido más amplio de artesano, albañil o
constructor. De ese término deriva la palabra “arquitecto”, que etimológica-
mente significa “constructor principal”. Los años de la vida oculta de Jesús
en Nazaret nos muestran que Jesús santificó el trabajo, en su caso
concretamente un trabajo técnico. Por lo tanto, también para nosotros la
técnica puede ser un medio de santificación. En la parábola de la casa sobre
roca33, Jesús, el tekton, enseña el camino de salvación para nuestra
civilización técnica. Debemos reconstruirla sobre la roca firme de la Palabra
de Dios revelada por Cristo. Él mismo es la piedra que los constructores
desecharon y que se ha convertido en piedra angular del edificio espiritual
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del que todos debemos formar parte como piedras vivas. 34 “Si el Señor no
edifica la casa, en vano trabajan los albañiles”.35
Octava tesis. Para superar la actual crisis moral de nuestra
civilización técnica, necesitamos ante todo personas y comunidades
santas.
Benedicto XVI escribió que “El desarrollo es imposible sin hombres
rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuerte-
mente en su conciencia la llamada al bien común”.36
Durante su largo pontificado, el gran Papa San Juan Pablo II insistió
mucho en que el primer deber de los cristianos es ser santos. 37 De ahí que
un elemento fundamental de su “estrategia evangelizadora” (por así decir)
fueron las canonizaciones y beatificaciones, que llevó a cabo en gran
número, para re-proponer con fuerza al mundo el testimonio de los santos.
Para ser santos, es decir, para alcanzar la plena realización de nuestra
vocación sobrenatural, no alcanza la práctica de las virtudes técnicas. Todos
sabemos, por experiencia, que es posible ser un buen ingeniero, un buen
mecánico o un buen pianista y ser a la vez una mala persona. Para llegar a
ser hombres cabales necesitamos adquirir y practicar otra clase de virtudes,
las virtudes morales, que no nos perfeccionan en uno u otro aspecto
particular, limitado o relativo, sino globalmente, en cuanto personas. A las
virtudes morales, el santo añade las virtudes teologales practicadas en grado
heroico.
Al final de su ya citado libro Tras la Virtud, Alasdair MacIntyre subraya
que nuestra civilización, en su presente estado de crisis moral, tiene una
urgente necesidad de comunidades abocadas a la conservación y el cultivo
de la práctica de las virtudes morales. Haciendo un paralelismo entre la
situación actual y la del final del Imperio Romano de Occidente, MacIntyre
dice que, en nuestro caso, los bárbaros ya llevan bastante tiempo
gobernándonos y termina afirmando que esperamos a un nuevo San Benito,
indudablemente muy distinto del primero.38
G. K. Chesterton escribió una vez que la actual crisis moral es ante todo
una crisis mental. Creo que hay mucho de verdad en ello. Por eso, sin negar
nada de lo anterior, agregaré que hoy también necesitamos con urgencia
doctores o maestros que cultiven eficazmente el apostolado intelectual, la
evangelización de la cultura. Nos puede animar una idea que expuso
Christopher Dawson en uno de sus libros: el enemigo contra el que
luchamos (podríamos llamarlo el "secularismo tecnocrático") puede parecer
un Leviatán inexpugnable, pero tiene un punto débil: es un monstruo
grande con un cerebro pequeño. Creyendo firmemente que somos humildes
portadores del único mensaje de salvación que nuestro mundo necesita y en
cierto modo también espera, no nos desanimemos; y redoblemos nuestros
esfuerzos por cooperar, en la verdad y la caridad, con la obra redentora de
Jesucristo, el Técnico que nos liberó –entre otras cosas– también de nuestra
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bárbaros no están esperando más allá de las fronteras; ellos ya han estado
gobernándonos por bastante tiempo. Y es nuestra falta de conciencia de
esto lo que constituye parte de nuestro problema. No estamos esperando a
un Godot, sino a otro –indudablemente muy diferente– San Benito.”
(Alasdair MacIntyre, After Virtue. A Study in Moral Theory, University of
Notre Dame Press, Notre Dame-Indiana, 1984, Second Edition, p. 263;
traducido del inglés por mí). MacIntyre, nacido en Escocia en 1929 y
residente en los Estados Unidos, se convirtió al catolicismo a principios de
los ’80 y ahora procura seguir un enfoque tomista en la filosofía moral. El
texto aquí reproducido es el párrafo final de After Virtue.
39) Juan 16,33.
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visión individualista en una frase famosa: “El infierno son los otros”. ¿Qué
implica el individualismo cuando se aplica a escala social? Thomas Hobbes,
el pensador inglés del siglo XVII que sentó las bases de la filosofía política
absolutista, partió de este principio: “Homo homini lupus” (“El hombre es el
lobo del hombre”). Según Hobbes, los seres humanos somos por naturaleza
enemigos los unos de los otros. Por lo tanto, en el “estado de naturaleza”
con frecuencia los hombres se dañaban y mataban los unos a los otros. Para
poner fin a ese peligroso estado de anarquía, los hombres realizaron el
“contrato social”, renunciando a sus libertades individuales a favor del
monarca absoluto, en busca de seguridad. Jean-Jacques Rousseau, partiendo
de una antropología mucho más optimista (suyo es "el mito del buen
salvaje"), llegó a una conclusión parecida: el hombre es bueno por
naturaleza, pero la sociedad lo corrompe y esclaviza. Según Rousseau, en el
“contrato social” el individuo cede sus derechos a la “voluntad general”,
que es infalible, y así alcanza la verdadera libertad. En la visión de Rousseau,
la soberanía absoluta, que según Hobbes correspondía al monarca absoluto,
pasa a pertenecer al “pueblo”. De este modo Rousseau y la Revolución
Francesa (de la que fue uno de sus principales inspiradores) sembraron la
semilla de los modernos totalitarismos colectivistas. En la perspectiva
individualista de Hobbes, Rousseau y otros pensadores, la sociedad es un
mal necesario y el “contrato social” es un intento de balancear la libertad y
la seguridad de los individuos. Es interesante notar que gran parte de la
“derecha” y de la “izquierda” políticas comparten la misma premisa
individualista. La “derecha” intenta maximizar la libertad a expensas de la
seguridad, mientras que la “izquierda” busca maximizar la seguridad (o
magnitudes correlativas a ella, como la justicia y la igualdad) a expensas de la
libertad. Para el individualista, el amor verdadero, la búsqueda desinteresada
del bien ajeno, no es más que una quimera. Por tanto, la sociedad individua-
lista no es una “civilización del amor”, sino una trama trabajosa y en cierto
modo contra natura que intenta lograr el equilibrio de los distintos intereses
de los individuos, necesariamente contrapuestos entre sí.
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1) Romanos 14,7-8.
2) Marcos 8,34-37.
3) Cantar de los Cantares 6,3.
4) 2 Samuel 7,14.
5) Apocalipsis 21,3.7.
6) Hechos de los Apóstoles 20,35.
7) Cf. Código de Derecho Canónico, canon 1055,1.
8) Código de Derecho Canónico, c. 1057,2.
9) Génesis 2,24.
10) Génesis 4,9.
11) Cf. Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et Spes, nn.
36, 59, 76.
12) Cf. Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 36.
13) Mateo 22,21.
14) Como la llama el político católico español Josep Miró i Ardèvol.
15) San Agustín, La Ciudad de Dios, 14,28.
16) Gálatas 5,16-25.
17) Cf. Mateo 13,24-30.36-43.
18) Cf. Juan Pablo II, Gratissimam sane, Carta a las familias, 2/02/1994,
n. 13.
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entidad en cuestión podría ser una asociación privada de fieles. Es decir que
la Iglesia la reconocería como una asociación católica, pero que no actúa
oficialmente en representación de la Iglesia, sino de un modo autónomo.
Obviamente, sería una asociación voluntaria, pero sería muy conveniente
que tendiera a abarcar a todos los políticos y legisladores católicos y a
concitar el apoyo de todos los ciudadanos católicos del país. Naturalmente,
sería importante que la Jerarquía de la Iglesia viera con simpatía una
iniciativa de este tipo (o al menos no se opusiera a ella) y que se estableciera
un diálogo fructífero entre los Obispos y la nueva asociación.
La creación de una plataforma política cristiana transversal a fin de
practicar la “unidad en lo necesario” en el terreno político no es en absoluto
una tarea fácil. Entre los obstáculos principales destaco los siguientes dos:
por una parte, algunos católicos rechazarán esta iniciativa, calificándola de
un modo superficial, erróneo e incluso irrelevante como “preconciliar”; por
otra parte, los sectores laicistas la rechazarán por considerarla falsamente
como un atentado contra la laicidad del Estado. Sin embargo, la auténtica
laicidad no puede suponer que los cristianos se vean impedidos de brindar
su aporte a la comunidad política en cuanto cristianos.
Termino este capítulo con algunas conclusiones prácticas. La grave
situación actual requiere que los fieles laicos salgamos cuanto antes de la
apatía o la resignación políticas. Lo primero que debemos procurar es que
los cristianos conozcan la doctrina de la Iglesia y no voten a candidatos o
partidos cuyas propuestas la contradicen gravemente. La demanda para una
fuerza política cristiana existe; falta sólo organizarla y manifestarla. Es
necesario que nos fijemos objetivos realistas y que trabajemos fraternal-
mente unidos para alcanzarlos. En el camino no faltarán dificultades ni
persecuciones. Estemos dispuestos al sacrificio por el Reino de Cristo.
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ción del monto de la limosna en cada caso concreto pone en juego, a través
de la virtud de la prudencia, un equilibrio entre los extremos de la mezquin-
dad egoísta y la prodigalidad insensata. Sin embargo, esto se da dentro de
una clara jerarquía de valores. San Pablo, en el Capítulo 13 de su Primera
Carta a los Corintios, subrayó que sin caridad (es decir, sin amor) ninguna
virtud tiene verdadero valor moral ante Dios. Por eso San Agustín escribió
que las virtudes practicadas sin caridad no son más que “espléndidos
vicios”; y Santo Tomás de Aquino expresó esta jerarquía de valores
diciendo que la caridad es la “forma” (o sea, el núcleo esencial) de todas las
virtudes.
El “centro” católico
Apliquemos ahora las consideraciones anteriores a la vida política. En el
capítulo anterior sostuve que los dos problemas políticos principales
pueden plantearse por medio de las siguientes preguntas: ¿Cuál debe ser el
rol del Estado en la vida de la sociedad? ¿Y cuál debe ser la actitud del
Estado con respecto a la ley moral natural? La representación gráfica sobre
una línea horizontal de las respuestas a la primera pregunta da un sentido
inteligible a los conceptos corrientes de “izquierda” y “derecha”, muy
utilizados todavía en política, pero cuyo significado suele ser bastante vago.
Esto permite comprender en qué sentido la postura política de todos los
católicos debe ser de “centro”. Sólo en determinado segmento central de
ese eje horizontal imaginario (o sea, en un “justo medio”) se cumplen a la
vez el principio de subsidiariedad y el principio de solidaridad, dos pilares
básicos de la doctrina moral social católica. Sólo allí, entonces, está la zona
del pluralismo político legítimo dentro de la Iglesia Católica. Fuera de esa
zona, en cambio, se ubican las posturas políticas incompatibles con la fe o
la moral católicas.
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Nueve sectores
En el capítulo anterior mostré que las distintas respuestas a la segunda
cuestión política fundamental (¿Cuál debe ser la actitud del Estado con
respecto a la ley moral natural?) pueden ser representadas gráficamente
sobre un eje vertical. Representando ambos ejes (horizontal y vertical) en un
mismo plano y combinando las tres respuestas básicas que esbocé para cada
una de las dos cuestiones planteadas, resulta que el plano queda dividido en
nueve sectores. Sólo tres de esos nueve sectores dan respuestas coherentes
entre sí a las dos cuestiones, por lo que los otros seis sectores son poco
frecuentados en la práctica. Veámoslo.
La doctrina católica se inscribe en el sector “central superior”.
Precisamente por su aprecio fundamental por la dignidad de la persona
humana, imagen de Dios, la doctrina social de la Iglesia reconoce la
necesidad de que el Estado valore y respalde la ley moral natural, expresión
de esa dignidad. Y esa misma dignidad hace que cada persona humana sea
digna de ser amada por sí misma, por lo cual se debe respetar su libertad y
se debe buscar su bien. De ahí surgen, en definitiva, los principios de
subsidiariedad y solidaridad.
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5. EL TESTIMONIO CRISTIANO
EN LA SOCIEDAD SECULAR
Una reflexión sobre el secularismo
Jesucristo es el Rey de Reyes, el Rey del Universo, pero su Reino no es
de este mundo.1 Nuestra vocación cristiana nos impulsa a contribuir al
crecimiento del Reino de Cristo en el mundo. Los fieles cristianos laicos, en
particular, están llamados a vivir esa vocación inmersos en las realidades
temporales, ordenándolas de acuerdo con la voluntad de Dios revelada por
Cristo y transmitida por la Iglesia. Sin embargo el creciente influjo de la
ideología secularista, orientada hacia la completa disociación entre la fe
religiosa y la vida pública, se presenta como un gran obstáculo para el
cumplimiento de esta misión cristiana en el mundo. Conviene pues que
reflexionemos sobre el secularismo.
El auténtico principio de laicidad (asumido por la doctrina social de la
Iglesia) implica una distinción entre la esfera religiosa y la esfera política. No
me detendré aquí a analizar este principio, que permite garantizar a la vez la
libertad religiosa y la legítima autonomía de la comunidad política. Sólo
recordaré que, según el conocido adagio escolástico, “distinguir no es
separar”; y mucho menos –agrego– divorciar, construir un foso infranquea-
ble entre ambas esferas, impidiendo la sana y fructífera cooperación entre
ambas. El liberalismo clásico, con su pretensión de establecer la neutralidad
moral del Estado, representaba una amenaza a la auténtica laicidad. Sin
embargo, la actual tendencia a la “dictadura del relativismo”, con su
pretensión de que la pacífica convivencia social esté basada en la renuncia
de cada ciudadano a las certezas absolutas en el ámbito religioso y moral,
representa un notable agravamiento de esa amenaza.
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Secularismo y secularización
En este apartado presentaré unas someras reflexiones sobre el
secularismo y la secularización. Llamo "secularidad" o "laicidad" a la
autonomía relativa de las realidades mundanas con respecto a la fe cristiana.
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La secularidad así entendida forma parte del mensaje del Evangelio. Llamo
"secularismo", "laicismo", "inmanentismo" o "humanismo secular" a la
ideología que concibe la realización de la persona y de la sociedad humanas
al margen de su relación religiosa con un Dios trascendente al mundo. Es
claro que, según esta definición, el secularismo tiene una estrecha relación
con el ateísmo práctico (vivir como si Dios no existiese). Además, aquí
llamo “secularización” al proceso histórico de desarrollo e implantación de
la ideología secularista. La relación entre el secularismo y la secularización
(así definidos) es análoga a la que existe entre cristianismo y cristianización.
Por supuesto, el término “secularización” puede tener también otros
significados. Por ejemplo, se podría distinguir entre una “secularización
positiva” (relacionada con el avance de la secularidad) y una “secularización
negativa” (relacionada con el avance del secularismo). Como decían los
escolásticos, de definitionibus non est disputandum (las definiciones no se
discuten). Dicho de otro modo, existen grados de libertad en el lenguaje, y
las discusiones terminológicas son de segundo orden con respecto a las
discusiones sustanciales sobre un asunto dado. Basta que los términos
utilizados sean comprensibles.
Discernir cuáles elementos de nuestra historia y nuestra cultura
responden al concepto expuesto (negativo) de secularización y cuáles
cabrían dentro de una acepción más amplia y positiva del término
“secularización” es una cuestión demasiado compleja y ardua para abordarla
adecuadamente en este breve análisis. No obstante, diré que las difíciles
relaciones entre la Iglesia y el mundo en nuestra época no se deben sólo a la
incomprensión mutua, a una oposición sólo aparente que podría ser
eliminada mediante el diálogo, la cooperación y la buena voluntad. Esa
incomprensión mutua entre cristianos y “humanistas laicos” ha existido y
existe, y es un factor importante. Sin embargo, el enfrentamiento entre
cristianismo y secularismo tiene una causa mucho más profunda: una
oposición sustancial, no eliminable sino mediante la conversión del secula-
rista o la apostasía del cristiano. En qué medida influye cada una de estas
dos causas en cada individuo alejado de Dios o en la sociedad secularista en
su conjunto es un misterio que para cada ser humano sólo puede ser objeto
de un juicio relativo y provisional. En definitiva, el juicio absoluto y último
queda siempre en manos de Dios.
El tema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado es un aspecto
particular del problema general de la secularidad y el secularismo. El
carácter pluralista de la sociedad moderna (la de nuestra época histórica y la
del futuro previsible) es incompatible con el Estado confesional. Mediante
la separación entre el Estado y la Iglesia muchas veces también la Iglesia
ganó libertad en más de un aspecto. La Santa Sede aceptó esa separación en
varios concordatos de las últimas décadas. En mi opinión, más allá de
discusiones teóricas, en esos casos se trata de reconocer jurídicamente una
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6. CRISTIANISMO Y RELATIVISMO
Uno de los aspectos principales de la moderna sociedad pluralista es la gran
difusión que ha alcanzado en ella el relativismo cultural, moral y filosófico.
“Cultura” es la parte del ambiente hecha por el hombre. El relativismo
cultural parte de la constatación de las amplias diferencias existentes entre
las diversas culturas. En efecto, las diversas sociedades humanas han dado
lugar a distintas lenguas, distintas tradiciones, distintas formas de pensar y
de actuar, etc. A partir de allí el relativismo cultural niega la existencia de
una escala de valores que permita juzgar objetivamente a todas las culturas.
Esta tendencia a dar el mismo valor a todas las manifestaciones culturales
está en profunda contradicción con la fe cristiana. Es verdad, como se dice
con frecuencia, que el Evangelio debe encarnarse en todas las culturas (éste
es el gran problema de la “inculturación” del cristianismo, tan agudo hoy en
África y en Asia). Pero esto no implica solamente buscar modos de
expresión de la fe cristiana adecuados a cada cultura, sino también –y
principalmente– transformar todas las culturas según el Evangelio. La
Iglesia debe “alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios
de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de
pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la
humanidad que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio
de salvación… Lo que importa es evangelizar –no de una manera
decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad
y hasta sus mismas raíces– la cultura y las culturas del hombre”.1 Por lo
tanto, no es correcto aceptar costumbres contrarias a la voluntad de Dios
(por ejemplo: la poligamia o el infanticidio en muchas sociedades primitivas;
la prostitución o la pornografía en muchas sociedades modernas) con el
argumento de que son características de una cultura y que el respeto debido
a esa cultura implica aceptarla tal cual es. El pecado debe ser combatido
tanto en el nivel individual como en el nivel social o cultural. El tan
mentado “pecado social” no es otra cosa que un pecado arraigado en la
cultura.
Esto nos lleva al tema del relativismo moral, doctrina que niega la
existencia del bien y el mal en un sentido absoluto. En un sistema relativista,
el bien y el mal se convierten en conceptos totalmente relativos, en función
de los pensamientos o deseos propios de cada individuo, cada cultura o
cada época histórica. Combinado con el individualismo, el relativismo moral
conduce a que cada uno busque la felicidad a su manera y a dar el mismo
valor a todas las maneras de buscar la felicidad. No es necesario razonar
mucho para convencerse de que esta mentalidad amoral tiende a facilitar
todo tipo de inconductas. A esta funesta concepción el cristianismo opone
la fe en la existencia y vigencia de la ley moral, natural y revelada. La ley
moral natural ha sido inscrita por Dios en la conciencia de cada ser humano
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y puede ser conocida incluso por la sola razón natural, sin la ayuda de la
Divina Revelación. Está basada en el respeto a la dignidad del hombre,
creado por Dios. La ley moral cristiana ha sido revelada por Dios a los
hombres en Jesucristo y puede ser conocida por la fe en la Divina
Revelación. Lleva a su plenitud la ley moral natural y está basada en el doble
mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
Consideremos por último el relativismo filosófico, doctrina que niega la
existencia de la verdad absoluta. En este sistema, verdad y falsedad se
vuelven conceptos puramente relativos. Cada persona tiene “su verdad”. Se
da igual valor a todas las opiniones y puntos de vista subjetivos. Esta
versión moderna del escepticismo es en definitiva absurda, ya que postula
como verdad absoluta que la verdad absoluta no existe. El relativismo
filosófico corrompe completamente las bases sobre las que se asientan todo
diálogo, todo razonamiento y toda ciencia. De por sí tiende a facilitar la
manipulación y la violencia: cuando en una sociedad se debe tomar una
decisión conjunta, si es imposible que uno convenza a otros de la verdad de
su opinión apelando a su valor objetivo, independiente del sujeto, sólo le
queda tratar de manipularlos (procurando con engaño y astucia que los
otros hagan lo que él quiere) o de vencerlos mediante la fuerza (ya sea física
o electoral), para imponerles su modo de pensar. Se advierte fácilmente la
frontal oposición entre el relativismo filosófico, por un lado, y la fe
cristiana, la recta razón y el sentido común, por otro lado.
La vida cristiana no es sólo gracia; es también lucha. Los cristianos no
podemos dejar de luchar a favor de la verdad y del bien y, por consiguiente,
contra el relativismo.
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Las creencias más típicas de nuestra cultura contemporánea son las siguientes: A) la
razón humana natural es capaz de resolver todos los problemas; B) la historia humana
es un proceso de progreso continuo que desembocará en un estado final de felicidad
perfecta para todos; C) los valores éticos principales son la libertad, la igualdad, la
fraternidad y los derechos humanos; D) la ciencia, la educación y la democracia son
los medios principales que hacen avanzar a la humanidad hacia el progreso.1
Esta forma de pensar está tan difundida hoy que no nos es fácil cuestionar-
la, ni darnos cuenta de cuánto influye en nosotros. Es relativamente nueva:
aunque tiene raíces anteriores, floreció fundamentalmente a partir de la Ilustra-
ción del siglo XVIII. Al igual que la revolución científica que la precedió, la
revolución política, social y metafísica de la Ilustración se originó dentro de la
civilización cristiana. Sólo en la Cristiandad, con su fe en el diseño inteligente
del mundo por parte de Dios y en la racionalidad del ser humano, pudo darse y
se dio la revolución científica; y sólo en la Cristiandad, con su fe en el libre
albedrío humano y en la igual dignidad ontológica de todos los seres humanos,
creados por Dios a su imagen y semejanza, pudo darse y se dio el desarrollo de
la democracia moderna y su concepción inicial de los derechos humanos como
dones inalienables de Dios, inherentes a la naturaleza humana.
La Ilustración es un fenómeno complejo, una gran mezcla de verdades y
errores. Es difícil hacerse una idea exacta de ella y adoptar ante ella una actitud
adecuada. El escritor católico G. K. Chesterton dijo que los valores modernos
son ideas cristianas que se han vuelto locas. Por ejemplo: la libertad desconecta-
da de la verdad alimenta un individualismo egoísta; la igualdad absolutizada
conduce a un colectivismo despótico; y la fraternidad sin la redención es una
utopía inalcanzable. A consecuencia de la Ilustración se han dado varios
intentos de construir una sociedad perfecta prescindiendo de Dios. Se trata de
organizar la sociedad para que funcione "como si Dios no existiera".
Aunque tuvo raíces cristianas, muy pronto la Ilustración se separó de ellas,
dando lugar a una civilización cada vez más descristianizada. Me bastará aquí
evocar el carácter anticristiano de la Revolución Francesa y el carácter
antirreligioso de la Revolución Rusa. Sólo comienza a entenderse la Ilustración
cuando se la reconoce como una herejía cristiana, es decir una forma de
cristianismo que repudió su matriz y se extravió. En el fondo la Ilustración es
una nueva religión que, como el Islam, nació del cristianismo pero se convirtió
en su adversario. Frente a la religión del Dios que se hizo hombre se alza hoy
desafiante la "religión" del hombre que quiere hacerse Dios a sí mismo por
medio de sus solas fuerzas.2
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DANIEL IGLESIAS GRÈZES
1) Cf. Philip Trower, The Catholic Church and the Counter-Faith. A Study of
the Roots of Modern Secularism, Relativism and de-Christianisation, Capítulo 1.
2) Cf. Papa Pablo VI, Discurso en la última sesión pública del Concilio Vaticano
II, 07/12/1965.
3) El modernismo es la variante "católica" de la pseudo-religión
progresista.
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LA SAL DE LA TIERRA
COLOFÓN A CARGO DE
SAN JOHN HENRY NEWMAN
"Hablando estrictamente, la Iglesia cristiana, como sociedad visible, es
necesariamente una fuerza política o un partido. Podrá ser un partido
victorioso o un partido perseguido, pero siempre será un partido, anterior
en existencia a las instituciones civiles de las que está rodeado, formidable e
influyente a causa de su divinidad latente hasta el final de los tiempos. La
garantía de permanencia se concedió desde el principio no meramente a la
doctrina del Evangelio, sino a la Sociedad misma construida sobre la base
de la doctrina, prediciendo no sólo la indestructibilidad del cristianismo,
sino también del medio a través del cual había de manifestarse ante el
mundo. Así el Cuerpo de la Iglesia es un medio señalado por Dios hacia la
realización de las grandes bendiciones evangélicas. Los cristianos se apartan
de su deber, o se vuelven políticos en un sentido ofensivo, no cuando
actúan como miembros de una comunidad, sino cuando lo hacen por fines
temporales o de manera ilegal; no cuando adoptan la actitud de un partido,
sino cuando se disgregan en muchos. Si los creyentes de la Iglesia primitiva
no interfirieron en los actos del gobierno civil, fue simplemente porque no
disponían de derechos civiles que les permitiesen legalmente hacerlo. Pero
donde tienen derechos la situación es distinta, y la existencia de un espíritu
mundano debe descubrirse no en que se usen estos derechos, sino en que se
usen para fines distintos de los fines para los que fueron concedidos. Sin
duda pueden existir justamente diferencias de opinión al juzgar el modo de
ejercerlos en un caso particular, pero el principio mismo, el deber de usar
sus derechos civiles en servicio de la religión, es evidente. Y puesto que hay
una idea popular falsa, según la cual a los cristianos, en cuanto tales, y
especialmente al clero, no les conciernen los asuntos temporales, es
conveniente aprovechar cualquier oportunidad para desmentir formalmente
esa posición, y para reclamar su demostración. En realidad, la Iglesia fue
instituida con el propósito expreso de intervenir o (como diría un hombre
irreligioso) entrometerse en el mundo. Es un deber evidente de sus
miembros no sólo asociarse internamente, sino también desarrollar esa
unión interna en una guerra externa contra el espíritu del mal, ya sea en las
cortes de los reyes o entre la multitud mezclada. Y, si no pueden hacer otra
cosa, al menos pueden padecer por la verdad, y recordárselo a los hombres,
infligiéndoles la tarea de perseguirlos.”
(John Henry Newman, Los arrianos del siglo IV; citado en: John Henry
Newman, Persuadido por la Verdad, Ediciones Encuentro, Madrid, 1995, pp.
105-106).
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DANIEL IGLESIAS GRÈZES
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