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Ibo Alfaro

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IBO ALFARO, MI BARRIO Y SU GENTE *

En los años cuarenta del pasado siglo, Hermigua, con 5.824 vecinos, la cifra más
alta de toda su historia, ocupaba el tercer lugar, en el aspecto demográfico, entre los
municipios de La Gomera; detrás de Vallehermoso, el más extenso, que llegaba a los
7.369, y de San Sebastián, la capital, que contaba con 6.652. (1)
Disponía este amplio y hermoso valle gomero, famoso desde la conquista por la
bondad de su clima, “uno de los mejores del mundo” (2) y por su riqueza acuífera, regado
por tres barrancos (La Calle, Monforte y Liria), de un pescante (3), de una central
hidroeléctrica (4) y de una carretera incompleta que lo aproximaba a San Sebastián, Agulo
y Vallehermoso.
La década se inició con un trágico acontecimiento: el temporal de la noche del 30
de octubre de 1941, que asoló toda la isla, arrastrando hasta el mar a personas, animales,
casas y fincas.

Cicatrices del temporal del 41. Cedida por Antonio Gómez Izquierdo
Al fondo, en la parte alta, Ibo Alfaro

El recuerdo de esa triste riada permanece en la memoria de los que la vivimos y en


las veintidós décimas de un poeta popular:

2 19

Vino la noche sombría, Pobre Gomera querida,


a la vez bramaba el viento en que desgracia has caído,
y la luz del firmamento la opulencia que has tenido
entre nubes se perdía. se halla en polvo convertida.
El mar inquieto rugía Azotada y destruida
en lucha desenfrenada. es tu situación gravada
Fue la lluvia desplomada y tu riqueza fraguada
al paso del cataclismo, entre escombros atroces.
siendo un torrente el abismo, Gomera quién te conoce
la tierra quedó inundada. tan maltrecha y arruinada.

Su autoría ha sido atribuida por unos, a Manuel Navarro y, por otros, a José
Hernández, prestigiosos poetas de Valle Gran Rey. (5)
Entre los caseríos de Hermigua, destacaba Ibo Alfaro, situado sobre la margen
izquierda del barranco de Liria, el más populoso, que llegó a alcanzar la cifra de 460
personas censadas (6); reducidas hoy día a 109 (7).
Disfruta este barrio de un enclave privilegiado, ya que se halla en el vértice de la
inflexión que realiza, hacia la derecha, el barranco de La Calle en su confluencia con el
de Liria. Esta situación y su altura, con respecto a la carretera general, le permiten
dominar visualmente todo el Valle. Su nombre conlleva resonancias árabes y, a su vez, se
halla cargado de connotaciones de costa, de luz, de vigía… Frecuentemente nos
referíamos a él como “El Lomo de Ibo Alfaro”, porque se eleva sobre la pendiente
uniforme de la ladera de solana.
Para acceder a esta fortaleza natural era necesario, partiendo de la carretera, a la
altura del puente de El Curato, recorrer un primer tramo de tierra, paralelo al barranco,
luego girar a la derecha y ascender por un camino empedrado, pasando por El Portillo,
donde vivían los Ramos, los Cabrera, los García y los Correa, hasta llegar a la altura del
llano de la acequia del medio, que era un pequeño ensanchamiento de tierra, donde,
durante el recreo, jugábamos a la piola, al agarrar, al boliche y a la pelota. Desde aquí,
una desviación, paralela al canal de regadío, nos llevaba a la escuela.
La zona urbana del barrio, en forma de triángulo equilátero, lindaba, en su parte
baja, la base, con la acequia del medio, y la más elevada, el vértice superior, se hallaba
próxima a la acequia alta.
El camino central, empedrado en las pendientes y de tierra en las zonas llanas,
ascendía atravesando de abajo arriba todo el barrio. A medida que subía se iba ramificando
para acceder a las viviendas que se hallaban separadas de ese eje.

Hermigua en días de lluvia. Al fondo las cascadas de La Bica y del Ancón.


También al fondo, a la derecha, Ibo Alfaro. Cedida por el Ayuntamiento.
Las casas se hallaban, generalmente, agrupadas por familias, y éstas eran conocidas
por los apellidos o por los nombretes. Es curioso observar que una parte de estos motes
tenía, como es habitual, carácter personal, individualizador, y la otra, colectivo, ya que
contaminaba a toda la parentela. Con estos ocurría como con los grandes apellidos que,
ganados por un antepasado gracias a un relevante hecho histórico, militar o de otra índole,
luego heredaban todos sus descendientes con mayor o menor orgullo. Los sobrenombres
tratan, en general, de resaltar algún rasgo del aspecto físico, una característica relevante
de la personalidad o un hábito o costumbre reiterada del rebautizado. Los que iban
jalonando la subida, eran de lo más variopinto. Entre los individuales teníamos: Caleto,
Carao, Chirimbilla, Parranda, Pijo, Potaje, Puto, Regañado, Tabalí… Y entre los
colectivos: Burros, Camorros, Carijas, Cocos, Chicos, Gatos, Guirres, Manoplas, Pájaros,
Picudas, Porrones, Prácanes, Prines, Pujas, Rengues, Turres, Yarús…
El paso de los años y la incidencia de diversos acontecimientos, como la
emigración, el acceso a la cultura, la mejora del nivel de vida y la democracia, entre otros,
han contribuido a la reivindicación de los apellidos y al abandono y olvido de esos apodos
que fueron tan habituales y numerosos en otros tiempos.
En cuanto a los apellidos se usaban algunos en femenino, cuando en la familia
predominaban las mujeres. De manera general en las Méndez y de forma puntual en las
Izquierdo o en las Brito. A propósito de ese uso, se cuenta que cuando, en 1936, con
motivo del triunfo de la coalición de izquierdas denominada Frente Popular en las terceras
elecciones generales de la 2ª República, la gente del pueblo lo iba festejando, una vecina
de uno de los barrios del Valle Alto, preguntó a gritos a los que venían carretera arriba:
- ¿Quiénes ganaron?
- Las izquierdas, le contestaron.
- Pues serán las de Ibo Alfaro, comentó la buena señora, porque yo Izquierdas no
conozco otras.
En la franja inferior del barrio, la comprendida entre la acequia del medio y el camino
central, nos encontramos con tres grupos de viviendas bien diferenciados: el primero,
formado por cinco casas, muy próximas entre sí, correspondía a los Izquierdo, mi familia;
en el siguiente, separado por varias eretas de plátanos, se ubicaba la familia de Lola
Correa y Domingo Padua, barbero y zapatero, hombre cordial e ingenioso, de nítido
recuerdo, y el matrimonio formado por Domingo Hernández y Ana Cubas; y en el último,
en varias casas rodeadas de árboles, entre los que galleaban los quíqueres y se
bamboleaban los patos, residían las Méndez.
Si retomamos el camino principal y continuamos la subida, nos encontraremos con
los Ortiz. Encima vivía la familia de Chano Herrera, ganador del primer premio en un
concurso de cava realizado en el municipio, y, al otro lado, Águeda, los Herrera, Petra y
Manuel (“el lisiado”). Luego, un repecho que llevaba a la escuela de niñas y que, más
arriba, se habría en dos senderos, uno a la derecha y el otro a la izquierda. Por éste se
llegaba a Rosario Gómez y a los Arteaga. Volviendo al camino principal, en el segundo
tramo, que era llano, encontramos con comadre Gregoria y María Mesa y, al final, dos
opciones: seguir en línea recta, pasando junto a la barbería de Domingo Padua y delante
de la vivienda de los padres de Mongo y de Artemio hasta llegar a la casa de las Méndez
(donde se ubica el excelente Hotel Ibo Alfaro), o continuar el camino principal, empinado
de nuevo, con la casa de Perico, Policarpo y Mariquita Fino, a la izquierda y la de la
familia Cruz (Los Pájaros), a la derecha.
Un poco más arriba, nos encontramos con una bifurcación doble: en el ramal de la
izquierda, se iba a unir con el que venía de la escuela de niñas, vivía José Silverio y en el
de la derecha, que conducía al Cerrillal, Manuel Prieto y María Mesa. Estamos en Los
Cuatro Caminos. Una nueva subida, que pasaba junto a las viviendas de José Herrera,
Domingo Cruz, Delmiro Izquierdo, Antonio Arzola, Olga Brito, Neri Herrera y Domingo
García, entre otros, nos llevaba al Terrero Grande, que era una pequeña plaza cuadrada
de tierra y, veinte metros más arriba, al Terrero Chico. En estos dos espacios se celebraban
las fiestas: se enramaba, se tiraban voladores y se bailaba. En el entorno del primero se
hallaban las casas de Antonio Brito, compañero de Bachillerato que emigró a Venezuela
(hijo de Antonio Padua), Pepe Valladolid, Francisco Mercedes, Yaya, José Joaquina… y
en el último, Sebastián Pineda, Sabas, Carmen Valladolid y los padres de Remigio
Ventura.
Si continuamos, ahora llaneando, encontramos viviendas a un lado y a otro, entre
ellas, la de Antonio Herrera, padre de Dora, la novia de Domingo Pájaro, la de María
Cruz, la de mi tía Guillermina, mi tío Antonio y mis primos Emma y Antonio, que emigró
a Brasil, la de Ángeles y Yaya Herrera, la de don Antonio Morales, que tenía varias hijas
a cual más guapa, la de Andrés Brito, la de Joaquina Herrera, la de Manolo Correa, la de
Blasa Brito, la de los Amaya y la de Domingo Brito. Finalmente, una subida empinada
nos llevaba hasta la acequia alta.
Un poco separados, en dirección a El Rincón, vivían los Marichal, a los que se
respetaba porque tenían gran dominio de la lengua oral, hasta tal punto que les sacaron
los siguientes versos:
Si los Marichales se ponen en eso,
no hay alcalde en el pueblo que los ponga presos.

Casi todas las familias disfrutaban de vivienda propia y, junto a ella o muy próximo,
de un corral con varias gallinas, una o dos cabras y un chiquero; algunos también tenían
conejos. La mayoría de los hombres se dedicaba a la agricultura, en terrenos propios o
ajenos, en éste caso, en régimen de medianería. En las eretas y en los llanos de plátanos,
también se plantaban papas, millo, judías y, en las orillas, batatas.

Ibo Alfaro. Cedida por el Ayuntamiento y por Ricardo Valeriano

Los elementos cotidianos de la alimentación eran la leche, el gofio de millo, las


papas guisadas y el potaje de verduras. Como complemento estaba el conduto, cuando lo
había (queso, carne, pescado…) género de más calidad y mejor paladar, pero servido
siempre en pequeñas cantidades, racionado, porque era un bien escaso, casi un lujo. El
queso se llevaba a la mesa duro para que rindiera más. Se decía que había que ponerlo
sobre el hombro: fuera del alcance de la boca, pero cerca de la nariz para ayudarse a comer
sin gastarlo, solo con el olor.
No existían supermercados, pero en algún momento llegamos a contar con cuatro
tiendas de ultramarinos, llamadas también ventas: la de mi padre, la de mi primo Alfonso
Armas, una de las personas más nobles y bondadosas que he conocido, la de don Juan
Fino y la del compadre Domingo Ventura; las tres primeras en la parte baja y la última
arriba, en el Terrero Chico. Todas ellas tenían en común un mostrador que ocupaba todo
el frente y sobre él una báscula o pesa, y en el suelo una romana. Las ventas eran muy
peculiares, en ellas se podía encontrar alpargatas de goma o de esparto; aceite, que venía
en grandes bidones; pescado salado, en grandes tamboras de madera (cajas cilíndricas de
poca altura); sardinas en aceite, también en tamboras, pero más pequeñas y de hojalata;
azúcar, que se despachaba con la ayuda de una pala metálica semicilíndrica, con mango
y la punta cortada en bisel o con una güira, especie de calabaza hueca, y se envolvía con
gran habilidad en papel vaso, un papel rústico de color canelo claro. También de esta
manera se expedían las lentejas, los garbanzos, la judías y el arroz, que venían en sacos;
velas, carburo y petróleo, éste venía en bidones, para alumbrarse… Generalmente
disponían de una trastienda donde se almacenaban las mercancías de más bulto e,
inclusive, de un rincón del mostrador en el que se servía vino, acompañado de chochos.
Había poca liquidez, por lo que las ventas se hacían al fiado; esto es, el cliente
compraba sin pagar y el tendero iba anotando en una libreta, en la que dedicaba una página
a cada parroquiano, el nombre del artículo, la cantidad y el importe de la venta. Se pagaba
periódicamente, de forma total o parcial, cuando se cobraban los plátanos, cada mes o
cada dos meses; cuando se vendía algún producto, muchas veces al propio ventero; o
cuando se cobraba por algún trabajo.
No se conocían las cocinas eléctricas ni las de butano, pero las madres y las abuelas
se las arreglaban con leña o con carbón vegetal hecho en el monte. Algunas mañanas
bajaban, por el risco de Camacho, mujeres con sacos de carbón sobre la cabeza y hombres
cargados con pasto (ramas de brezos y de hayas) para alimento de vacas y cabras.
Nadie sabía de charcuterías, pero en casi todas las casas se criaba un cochino para
sacrificarlo a principios del invierno, y de él se sacaba manteca y se hacían chicharrones,
chorizos (siempre han existido, aunque antes eran más escasos y de menor relieve),
longanizas y morcillas; se comía carne fresca y, sobre todo, se guardaba salada y, en
algunos casos, también ahumada, para irla consumiendo durante los meses siguientes.
En cuanto a panaderías contábamos con la de los Rodríguez en El Curato (el pan
estuvo algún tiempo racionado), pero en las fiestas más importantes del año se hacía pan
en las casas y bollos de leche, que duraban algunas semanas guardados en cajas de latón.
Es cierto que cuando habían pasado varios días se iban cubriendo de moho, pero no
importaba: se limpiaba el moho y se comía sin muchos remilgos, lo mismo que otros
alimentos cuando se ponían rancios o el grano cuando había que compartirlo con los
gorgojos.
Disfrutábamos de dos escuelas: la de niños, regentada por don José Manuel
González, natural de Garafía (La Palma) y casado en Hermigua con doña Carmen
Quintero, y la de niñas, por doña Jerónima Bencomo (Momita), que fue mi primera
maestra, ya que asistí a sus clases cuando tenía cinco años, y guardo de ella un gratísimo
recuerdo.
La escuela de niñas estaba en la planta baja de la casa de mi prima Carmelina, que
abandonó su propósito de hacerse maestra para casarse con Melquíades Trujillo.
Carmelina y su hermana Matilde eran grandes lectoras y dos mujeres excepcionales,
adelantadas a su época. La escuela de niños se hallaba en la planta baja de la casa de mi
tía María. En esos dos locales estuvieron siempre.
No teníamos médico propio, pero nos asistía el doctor Sandoval, casado con doña
Momita. El doctor murió joven y no dejó descendencia. Luego, don Gil Méndez, que tenía
la consulta cerca del puente de El Curato, y, posteriormente, don Antonio Barroso.
Como practicante contábamos con mi tío Pancho Izquierdo que, con total solvencia,
lo mismo desinfectaba una herida que ponía una inyección. Aún recuerdo verle hervir la
jeringa y la aguja, que llevaba en una cajita metálica alargada, antes de entrar en faena.
Esa afición la heredaron sus hijos Paco y Manolo.
No habíamos oído hablar de odontólogos, pero Julieta, la hija mayor de don José
Mesa, mi padrino, todo un caballero, que tenía una mansión en El Cerrillal y el único
aparato de radio de toda la zona, se casó con Joaquín Yumar, que era mecánico dentista y
lo hacía tan bien que aún conservo un par de empastes de los cuatro que me hizo cuando
tenía doce años.
Disponíamos de una partera, María Mesa, siempre dispuesta, a cualquier hora del
día o de la noche, a colaborar en el acto más luminoso e ilusionante de la vida, el
nacimiento.
Para resolver los males menores (empachos, torceduras, mal de ojos…)
disponíamos de tres curanderos: comadre Gregoria, su hijo, Antonillo, y Domingo
Rodríguez, que abordaban esas situaciones con santiguados, rezados, masajes y “aguas
guisadas” (infusiones).
Un poco antes de la escuela de niñas, vivía Manuel, “el lisiado”. Todos los días
bajaba hasta El Callejón y subía al anochecer. Caminaba con las manos, porque su cuerpo
nació condenado a estar siempre en cuclillas. Era buena persona. No pedía limosnas y
llevaba su penosa situación con una dignidad que aún admiro al recordarlo.
Algo más arriba de los Cuatro Caminos, estaba la casa de Domingo Cruz, “el mudo”,
que gozaba de una habilidad especial para hacer pelotas de papel bien apretadas con una
malla de ristras de plátanos. La suyas eran tan duras que botaban. También fabricaba unos
monederos de piel en forma de tacón, muy parecidos a un modelo actual. No hablaba, pero
lo entendía todo y jugaba con nosotros como uno más.
Aunque tuvimos algún tiempo Banda Municipal de Música, disfrutábamos los
bailes con una orquesta de pulso, púa y viento, a la que habían bautizado con el más
apropiado de los nombres: “Los Pájaros”. Los que yo conocí, la segunda generación, eran
cuatro hermanos: Domingo y Ramón, los más jóvenes, que podían tocar cualquier
instrumento (frecuentemente, violín y saxofón); Valentín, bandurria o laúd; y Manuel,
guitarra.
Los que se habían ganado el nombre habían sido sus dos tíos, hermanos de la madre,
que murieron jóvenes, al parecer de tuberculosis, y sin descendencia. Era gente humilde,
con una capacidad excepcional para la música. De ellos se decía que les bastaba oír una
sola vez un tema musical, tanto popular como clásico, para reproducirlo exactamente.
Los Pájaros eran contemporáneos de Los Chávez, de San Pedro, la otra orquesta
referencial. Las dos fueron orgullo del pueblo y amenizaban los bailes de las tres
sociedades que existían en el municipio: el Casino del Valle Alto, el Casino Central y el
Casino de la Playa. Cada una de ellas conllevaba un marcado carácter social: elitistas y
cerradas las dos primeras y popular la última.
Carecíamos de comercios de tejidos, pero contábamos con una costurera, doña
Blasa Brito, que lo mismo hacía un vestido de señora que un traje de caballero, y luego,
en los cincuenta, con un sastre profesional, Manolo, natural de Las Palmas de Gran
Canaria que, aunque trabajaba en El Callejón, vivía en el barrio. En cuanto a las telas,
había que ir a comprarlas en uno de los dos comercios del ramo, situados cerca de la iglesia
de La Encarnación: el de don Lorenzo Hernández o el de Chijeb, más conocido como el
árabe.

Vista parcial de Hermigua. Al fondo, a la izquierda y en alto, Ibo Alfaro.


Cedida por el Ayuntamiento

No había peluquerías, pero disponíamos de un barbero que lo mismo cortaba el pelo


con peine y tijeras, que afeitaba con una de aquellas navajas tan afiladas como la catana
de un samurái.
Tampoco disfrutábamos de comercios de calzado, pero existía un zapatero que era
capaz de hacer zapatos nuevos a la medida o, lo que era más asombroso, remendar y
rescatar los zapatos viejos e inservibles que habían usado los hermanos mayores.
No sabíamos de impermeables, pero el grano venía en unos sacos grandes, llamados
de tres listas, y cuando llovía los usábamos de capucha y abrigo.
No existían las fruterías, pero muchas familias tenían pedazos de tierra en El Rincón
o en Las Rosas, zonas apropiadas para cultivos menores, fruta e, inclusive, ñames. En la
vertiente comercial de esos productos hay que destacar la figura de Antonio Ortiz, que
poseía la visión panorámica de los centrocampistas, porque no se le escapaba ningún frutal
en toda la zona.

- ¿Hay muchos nísperos, Antonio?


- ¡Huy, cristiano! Este año no se aguarecieron.
- ¿Cómo están las ciruelas?
- Verdes en chilla.
- ¿Y los duraznos?
- No hay ni amparo de las “nacías”.
Ningún año había suficiente fruta, pero Antonio Ortiz tenía la habilidad de surtir de
fruta, eso sí, más bien verdosa, desde El Callejón hasta La Castellana. Fue un personaje
entrañable.
No existía la televisión y los aparatos de radios, casi tan grandes y culones como los
primeros televisores, eran tan escasos que había que bajar a El Callejón para poder oír a
Matías Prats, el viejo, radiar apasionadamente algún partido de fútbol de la selección
española.
Tampoco disponíamos de teléfonos, ni fijos ni móviles, pero si necesitábamos
comunicarnos urgentemente con otra localidad nos acercábamos a El Curato, donde estaba
la central telefónica, en la planta baja de la casa de don Francisco Cabrera, junto a la
estafeta de Correos, en los bajos de la casa de los Rodríguez y el telégrafo, en la de mi
tío Antonio Brito.
No teníamos una sociedad, pero sí tertulias nocturnas, sentados junto al camino. Allí
oíamos contar hazañas de la guerra y cuentos de miedo. Ramón Ortiz, antes de hablar,
escupía hacia un lado, se echaba la gorra para atrás, para despejar la frente y la memoria,
y recordaba:

- En el frente de Teruel, “enene”, los “proyetiles” silbaban encima de las cabezas y


nosotros quietos, aculados en las trincheras, esperando que pasara el temporal.

No disponíamos de vehículos de motor, aunque tampoco hubiese resultado fácil


usarlos en aquellos caminos, calles a veces, estrechos y pendientes; pero esa dificultad la
subsanaba Arzola con su burro, con el que lo mismo subía un bidón de aceite que dos
sacos de azúcar.
Era Antonio Arzola un hombre fornido, entonces de mediana edad, que vivía en la
portada alta del barrio. A primera hora de la mañana subíamos a la azotea de la casa de
nuestra abuela para oírle silbar. Era un espectáculo que mantenía siempre el mismo ritual:
salía al patio, separaba las piernas, aflojaba y bajaba el cinto, inflaba el pecho, acercaba
los dedos a la boca y dejaba en libertad el silbo más poderoso que jamás he vuelto a oír.
Poco después llegaba la respuesta atenuada por la distancia, pero perfectamente audible.
Los hermanos Arzola se daban el parte diario, del lomo de Ibo Alfaro al lomo de San
Pedro, ida y vuelta. Quienes conozcan la distancia creerán que exagero, pero les aseguro
que ocurría todos los días tal como lo he contado.

1. Canarias isla a isla, C.C.P.C., La Laguna, 2000, pág. 430


2. Enciclopedia Universal Ilustrada, Espasa Calpe, Madrid-Barcelona, 1991, v. 27, pág.
1210.
3. Díaz Padilla, Gloria, Pescantes de La Gomera, Cabildo insular de La Gomera, 2008.
4. Díaz Padilla, Gloria, o. c., pág. 28.
5. Hernández Méndez, Miguel Ángel, Décimas de La Gomera. Poetas de Valle Gran Rey,
Asociación Granate, La Laguna, Tenerife, 1998, pág. 86.
6. Afonso Pérez, Leoncio y otros, Geografía de Canarias, Santa Cruz de Tenerife, 1988,
p.115.
7. Valeriano Rodríguez, Ricardo, Archivo municipal de Hermigua, 2013.

INFORMADORES
1. Mirta Armas Izquierdo
2. Arsides Izquierdo Montesinos
3. Emma Brito Dorta
4. Luciano Lemus Izquierdo
5. Ricardo Valeriano Rodríguez
6. Luz María Armas Izquierdo
7. Naida Izquierdo Cabrera

* La Prensa, El Día, 1 de diciembre de 2013

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