La Luna No Es Pan de Horno
La Luna No Es Pan de Horno
La Luna No Es Pan de Horno
(Laura Antillano)
Usted, Señora mía, me dejó como regalo el desgarre, y siempre tuvo la victoria
final. Usted, Señora, no tenía derecho a dejarnos la desesperanza como legado eterno,
con este ahogarse en su ausencia y con ella, con esta sensación eterna de lo inconcluso.
Entre usted y yo había demasiado que decir todavía... y sin embargo, ahí estaba, vestida
de blanco, con es vestido blanco de florecitas menudísimas, y su perfil siempre digno,
sereno, y el cabello negro-azabache, acostada en un ataúd, que no tenía nada que ver
con usted, como tampoco tienen nada que ver con usted esa sala de funeraria con
cortinas de terciopelo oscuro, y las sillas pegadas a la pared, todas circunspectas, los
trajes negros, el café, aquellos rostros casi todo conocidos por historias distintas, y las
coronas de flores secas, con anotaciones hechas en escarcha sobre la cinta. No, Señora
mía, ese no era su mundo, se trataba con más acierto de una representación teatral
donde a usted me la habían metido en el centro, de actriz principal, de punto de partida
para la historia. Usted pertenece a otras latitudes, a una luz de cielo suavecito, a un sol
quemante, al mercado viejo de Maracaibo, a los que traen el plátano de Bobures en la
madrugada, al periquito que está sobre la nevera y sufre de los nervios, las canciones
de Agustín Lara, Toña La Negra, Leo Marini, Los Panchos y Guty Cárdenas, Clark Gable,
las florecitas de bellalasonce, los encurtidos en su frasco mostrando todos los colores, el
vino Sagrada Familia, los cromos de niños comprados en el mercado de Las Pulgas, los
cojines de retazos, los cuentos de Sabana de Uchire y el río Manzanares, la historia del
caballo Marco Polo, la infancia alimentada de recortes de pan, los desmayos en el
colegio, sus faldas anchas de muchacha de veinte años, su cabellera cascada que cae
sobre los hombros, su mirada lejana, serena, perdida, la sorpresa frente a esa Caracas
desconocida, los primeros dibujos, los esbirros, el Morrocoy Azul, la cárcel de papá, el
apartamento de El Silencio, los siete hijos, un parto tras otro, el retrato grande de la
abuela, los recuerdos de Barcelona, Uchire, Clarines, Puerto La Cruz, el terremoto de
Cumaná, la imagen de la virgen de Lourdes con su manto azul, los dibujos de
muñequitos, las historias de cuando se bañaba en el aljibe del patio, la enredadera de
nomeolvides, con sus flores amarillas, las dos trinitarias, su risa. Una risa rara, de pocas
veces, pero hermosa risa, como un estallido, con los ojotes arrugaditos en los extremos,
y los dientes blancos, con toda la apertura de los labios y esa sonoridad, toda muy suya.
No sabe cómo la busco, madre, no sabe. No tiene idea. Usted está en todas
partes, como nos dijeron que estaba el ojo de Dios, cuando estudiábamos catecismo en
la escuela, entiéndame bien, no se trata de hacer un poema, ni de caer en lugares
comunes, entiéndame bien, Señora, que lo que le digo reviste toda la seriedad que el
caso requiere. Usted está en todas partes, con decirle que me ha tenido varios días
preguntando por ahí quien podrá conseguirme una matica de malabar, y tanto le di al
asunto, que la señora del mercado libre, después de venderme un ramito de esas flores
blancas y aromáticas, un ramito redondo, que parecía bouquet de novia, se decidió a
venderme una matica, que hoy por fin tengo en casa, y que es como tenerla a usted de
alguna manera, aunque en la casa grande de El Milagro, nunca haya habido una mata
de malabar.
Hace algunos días, decidí ir a cortarme un poco el pelo, yo creo que más por la
distracción propia de mi observación al mundo de la peluquería, que es una especie de
centro de catarsis para la generalidad de las mujeres, porque allí pueden hablar mal de
los maridos, o porque encuentran eco para los comentarios más simples y más íntimos.
Entré al local, con la natural timidez y el desconcierto de no hallar por dónde comenzar
a explicar lo que quería, me senté mientras esperaba mi turno, y como quien se instala
frente al televisor, había señoras bajo el secador, y otras frente a ellas con la mesita de
pedicurista, arreglando sus uñas y oyendo la historia de turno, sobre la amante nueva
del marido, el aumento del precio del café, la nueva escuela para perros, las últimas
vacaciones de Miami... estaba absolutamente ensimismada en las diversas
conversaciones, observando los gestos, inventando mentalmente la historia de cada
cliente, de cada peluquera, cuando se abrió la puerta del local y vi la entrada de una
señora no mayor de treinta años, vestida con sencillez y circunspección, seria, de perfil
y mirada serenos, pero con rictus de total decisión y firmeza remarcado en la línea de
sus labios, tenía el cabello muy negro recogido en lo alto de su cabeza, y con ella venía
una niña, de unos ocho años, muy robusta, con el cabello largo, y el uniforme de la
escuela, blancos con pespuntes rojos, sus medias tobilleras, y los zapatos de tira
cruzada, se le notaba nerviosa y excesivamente tímida, no miraba de frente, parecía
esquivar todas las miradas que su entrada provocara. La madre se dirigió directamente
a la que parecía la encargada de la peluquería, y la niña nos miraba, casi agarrada de
su falda (y digo casi porque su gesto hacía pensar que lo deseaba pero era como si una
película invisible le impidiera palpar esa superficie, esa película estaba definida en ciertas
miradas de la madre). A la niña la sentaron frente al espejo. Apenas sus deditos tocaban
el brazo del sillón, se miraba al espejo sin querer mirarse. La peluquera cogió tijeras,
navaja y peine, y comenzó su tarea. La madre estaba de pie justo a ella, conservando
la seriedad que parecía habitual. El cabello cortado comenzó a caer al piso, y la imagen
del rostro de la niña a transformarse frente al espejo, no se movía, parecía una estatura,
creo que temía por las tijeras, a la vez era latente su timidez, no quería mirarse, y de
pronto su cabeza se movía mimosa cuando el movimiento de las tijeras parecía
producirle algún cosquilleo detrás de las orejas, entonces sonreía a medias, y su rostro
todo se ruborizaba, la madre la miraba e impedía que ella levantara las manos previendo
algún movimiento brusco inconsciente, para evitar ese cosquilleo, largo rato estuvieron
cayendo al piso los mechones de cabello castaño, ya yo no pude cambiar el centro de
mi atención desde que las vi llegar: porque, Señora, esa niña era yo, y por supuesto,
esa mamá tenía que ser usted. Me levanté, olvidando la razón por la que me encontraba
en ese lugar, y salí aceleradamente a la calle, necesitaba respirar el sol, volver a atajar
la realidad del presente.
Luego ocurrió en un consultorio médico, esperaba mi turno ojeando algunas de
esas revistas viejas y desteñidas que adornan los consultorios (y que usted a veces se
llevaba de regreso a casa por haber descubierto un artículo que podría interesarnos,
como aquel que me consiguió sobre la vida de Selma Lagerlöf, la poetisa sueca), estaba
pues en la espera, cuando en la sala contigua, la de espera en pediatría, descubrí una
señora, con las mismas señas, el mismo gesto de resignación, la misma tristeza, y esa
belleza extraña casi serena, acompañada de dos niñas, muy parecidas, vestidas con
trajes iguales, casi del mismo tamaño, con el cabello largo, las piernas colgando del
asiento porque no alcanzan el piso, sentadas una a cada lado de la madre, las tres
calladas, como suspendidas en un hilo, y una luz blanca en el fondo, entra por el balcón.
Recordé el consultorio del doctor Mendoza, las esperas largas, el tratamiento de la dieta
de adelgazamiento, la balanza de peso, la toma de las medidas, la paletica de madera
dentro de la boca, la calva del doctor auscultando, sus preguntas. Me acordé del
sarampión y una larga noche de fiebre en que, entre neblinas veía el rostro de usted con
el termómetro en la mano, recordé la lechina, en la que todos caíamos a la vez y usted
tenía que pasar de una cama a la otra, con el frasco de loción fría mentolada y el polvo
boricado. Como comprenderá, aquella señora sentada, tan serena, me hizo olvidar la
razón de mi espera en el consultorio y abandoné el edificio de la clínica, sin ninguna
seguridad de adónde quería dirigirme.
Ahora me pregunto cómo pudo combinar ambas cosas, cómo construyó ese mundo
de dibujos menudos, de delicado encaje, de filigrana, y a la vez... todo esto. Usted,
Señora, ha sido injusta al dejarnos el legado de su desdoblamiento, esa doble mirada al
mundo que nunca palpamos antes. He leído sus apuntes de paseos, sus observaciones
de letra cuidadosa sobre la gente en la calle, la ciudad, el sol, las cosas, los pájaros; he
leído los borradores de sus caras, sus anotaciones para nuevos dibujos... Todos son
detalles que construyen una mujer que no fue la que conocía, y me recuerdan la noche
en que nos encontramos, casualmente, a una hora insólita (diez de la noche) en el área
del mercado. Yo regresaba de la Universidad, mis clases terminaban muy tarde y debía
venir al centro de la ciudad para tomar cualquier transporte que me llevara a casa;
siempre teníamos problemas por mis horas de llegada, a usted le parecía insólito que la
Universidad terminara a esa hora, para mí era un asunto de mirada, de punto de vista,
de escalas de importancia. Esa noche me acordaba de parar en la esquina a esperar el
paso de algún carrito por puesto –la zona despertaba mi curiosidad, una noche vi una
redada policial para detener a las prostitutas, y siempre pasaban cosas extrañas entre
esas cuevuchas semiiluminadas-; de pronto, esa noche la distingo nada menos que a
usted; allí, muy cerca de mí, comprando cigarrillos en un puesto, mi mamá, con su
cabello negro recogido, su camisa de florecitas, ancha y suelta, su perfil sereno. El
asunto era poco menos que insólito; me acerqué, nos saludamos como dos amigas que
se encuentran, tan sorprendidas estábamos una frente a la otra; el resto del trayecto a
casa lo hicimos juntas, usted no me contestó nada muy preciso sobre la razón por la que
se encontraba por allí, yo tampoco recuerdo haber preguntado mucho, pero sí me llamó
notablemente la atención el conocimiento que la gente parecía tener de usted, desde los
vendedores de plátanos hasta la señora del puesto de periódicos y cigarrillos.
Regresamos a casa silenciosas, cómplices de alguna manera.
Sus cosas las estamos embalando poco a poco, papá no quiere tocar nada (parece
un cristal a punto de estallarse), y entonces, cuando hablamos de limpiar el polvo,
envolver en tela las muñecas, guardar su ropa en un baúl... él coge un libro de poemas
y se pone a leerlos en voz alta, o a mirar por la ventana los barcos que atraviesan el
lago como si los descubriera por primera vez, o habla de que hay que llevar los gatos al
veterinario, o se busca los tomos de la revista Élite y se sienta a hojearlos lentamente...
Entonces nos miramos y sabemos que él no podrá ayudarnos por ahora; hacemos
nuevamente de “tripas corazón”, y tratamos de tocar todo por encima, de no mirar, de
no pensar, de despersonalizar la tarea necesaria. Desde su ventana se sigue viendo el
lago, Señora, y las matas del patio tienen quien las riegue, el periquito sigue siendo un
histérico, y de vez en cuando hay que poner goticas para los nervios en el agua que
toma.
Señora, si al final somos la misma, por qué tanto subterfugio, tanta distancia,
tanto silencio, tanto dejar de decir, Señora mía, quiero decirle que, en su velatoria (y
cómo odio usar estas palabras), la gente que venía de su rama familiar me identificaba
al verme (vino gente de muy lejos, gente que quizás usted no vio en muchísimos años);
al verme pensaban: “Esta tiene que ser su hija y es innegable la mirada, el tono bajo,
la sensación de estar flotando en otras galaxias”; usted y yo nos parecemos hasta en
eso, Señora; son cosas del destino, de la historia. Y nunca nos detuvimos a medir ni
siquiera nuestras posibilidades de rebelión, porque debe usted saber que lo fue a su
manera y yo a la mía y que es casi ley del contexto esto de la dialéctica; un acuerdo
total entre las dos hubiera sido historia falsa, puro artificio, pero, en el fondo, usted
debió saber siempre que yo era su prolongación, la continuación de la anécdota. Qué
difícil se nos hizo todo, madre, qué difícil, hablarse, entenderse, qué de claves tuvimos
que inventarnos, cómo no es dulce ni bondadoso el amor cuando se trata de seres
nacidos para las más tortuosas pasiones, cómo somos duras cuando amamos y suaves
frente a los que nos son indiferentes. Como dejamos que nos ahogue ese laberinto
antidialéctico cuando emociones y orgullo están en juego, en franca batalla, en aguerrido
y abierto combate, cómo lágrimas ocultas, palabras no dichas, gestos resguardados,
pueden acorralar el mar.
Mi huida. Ese escape del mundo cálido. La ventura de aprender a vivir. Y aquella
frase suya retumbando fuerte: “La luna no es de pan-de-horno”; claro que no es, mamá,
ahora sé lo mucho que no es; es de piedra y fuego, y dura, con un palo, con todo, hay
que estar de pie, y con “el ánima bien templada”, porque como dice el poeta: “el ánima
bien templada salva la doliente criatura...”.
Cuando ya una calma sin palabras ocupaba todo aquel espacio, con la luz blanca
y grande de la ventana al fondo... usted me miró. Su rostro tenía una expresión
indefinible; no había dolor ni tristeza, había algo como decisión, pero no era exactamente
eso tampoco; yo pude ver sus ojos, eran los mismos de la fotografía, esa grande, que
está en mi habitación. Entonces oí su voz, creo que fue la primera vez que habló, me
dijo: “Recoge tus cosas porque vine a buscarte”. Ah, Señora mía, qué difícil era decirnos
simplemente que nos queríamos, qué difícil. Usted nunca pudo, en ese entonces,
hablarme como lo que yo era, una muchacha de veinte años, que descubría al mundo
como un gran circo, con equilibristas, payasos y también empresarios. Pero yo tampoco
era capaz de dilucidar todo el amor que podía haberla llevado a usted a subir los cinco
pisos de aquella escalera, húmeda y oscura.
En estos días, limpiando la habitación, encontré por casualidad la tarjeta que usted
me envió de Huston... La habían ocultado para que yo no la viese, llegó después de su
muerte, como todas las que envió a cada uno de sus hijos. Querida madre, me hablaba
usted de los niños, los parques y los pájaros, estaba feliz y quería verme... ¿Qué imagina
que puede sentir al leerla? En cosa de horas, usted se traslada a la sala de cirugía,
vestida con la ilusión de un próximo retorno. En unas horas se nos notifica que ha
muerto. En unas horas se nos participa que seremos seres inconclusos per secula
seculorum. En unas horas nos desgarran el sueño. En unas horas nos la entregan a
usted, metida en una caja gris. En unas horas nos hacen reconocer que ya no hablará
más del aljibe de la casa de Clarines, ni de los caballitos sanjuaneros, ni de las muñecas
de trapo, no de la no me olvides, ni cantará Perfume de gardenias, ni servirá la cena de
año nuevo, ni cuidará los gatos, ni se reirá, ni construirá esos encajes dibujados de
muñequitos, oficio de alquimista, de artesano chino. En unas horas, en un puñadito
chiquito de horas, quieren enseñarnos, de una vez por todas, que “La luna no es pan-
de-horno” ¿Se imagina, Señora mía? Es el desgarre total, es que lo agarren a uno y le
den palo y palo, es como si lo rasgaran con una hojilla desde el centro mismo de la
cabeza, es como si de pronto la ciudad se vaciara y no te quedara ni un alma conocida.
Es el vacío. El silencio infinito y blanco. Es como quedarse mudo y tragarse el grito. Por
eso, usted comprenderá, pedí que cerraran el ataúd; por eso, no pude seguir viéndola
así, con el vestido blanco y su rictus de seriedad, porque uno tiene sus límites, Señora
mía, y sabe cuándo está a punto de desgranarse en filamentos de vidrio incinerable,
porque uno se empeña en eso de que “el ánima bien templada salva la doliente criatura”.
Yo quiero que usted se ponga en mi lugar por un segundo... ¿Lo comprende ahora? Tiene
ahora que comprender, Señora, por qué le digo que nos dejó como legado la
desesperanza, porque no ha habido nada como ahogarse en esta ausencia, en esta
sensación de lo inconcluso.