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SEGUNDA PARTE

LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO CRISTIANO


PRIMERA SECCIÓN
LA ECONOMÍA SACRAMENTAL.

La liturgia es la celebración del Misterio de Cristo y en particular de su


Misterio Pascual. Mediante el ejercicio de la función sacerdotal de
Jesucristo, se manifiesta y realiza en ella, a través de signos, la
santificación de los hombres; y el Cuerpo Místico de Cristo, esto es la
Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público que se debe a Dios.
La liturgia, acción sagrada por excelencia, es la cumbre hacia la que tiende
la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que emana su
fuerza vital. A través de la liturgia, Cristo continúa en su Iglesia, con ella y
por medio de ella, la obra de nuestra redención.
La economía sacramental consiste en la comunicación de los frutos de la
redención de Cristo, mediante la celebración de los sacramentos de la
Iglesia, de modo eminente la Eucaristía, «hasta que él vuelva» (1 Co 11,
26).
CAPÍTULO PRIMERO
EL MISTERIO PASCUAL
EN EL TIEMPO DE LA IGLESIA
LA LITURGIA, OBRA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

En la liturgia el Padre nos colma de sus bendiciones en el Hijo encarnado,


muerto y resucitado por nosotros, y derrama en nuestros corazones el
Espíritu Santo. Al mismo tiempo, la Iglesia bendice al Padre mediante la
adoración, la alabanza y la acción de gracias, e implora el don de su Hijo y
del Espíritu Santo.
En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su
misterio pascual. Al entregar el Espíritu Santo a los Apóstoles, les ha
concedido, a ellos y a sus sucesores, el poder de actualizar la obra de la
salvación por medio del sacrificio eucarístico y de los sacramentos, en los
cuales Él mismo actúa para comunicar su gracia a los fieles de todos los
tiempos y en todo el mundo.
En la liturgia se realiza la más estrecha cooperación entre el Espíritu Santo
y la Iglesia. El Espíritu Santo prepara a la Iglesia para el encuentro con su
Señor, recuerda y manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea de creyentes,
hace presente y actualiza el Misterio de Cristo, une la Iglesia a la vida y
misión de Cristo y hace fructificar en ella el don de la comunión.

EL MISTERIO PASCUAL EN LOS SACRAMENTOS DE LA


IGLESIA

Los sacramentos son signos sensibles y eficaces de la gracia, instituidos por


Cristo y confiados a la Iglesia, a través de los cuales se nos otorga la vida
divina. Son siete: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción
de los enfermos, Orden y Matrimonio.
Los misterios de la vida de Cristo constituyen el fundamento de lo que
ahora, por medio de los ministros de su Iglesia, el mismo Cristo dispensa
en los sacramentos. «Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a
sus sacramentos» (San León Magno).
Cristo ha confiado los sacramentos a su Iglesia. Son «de la Iglesia» en un
doble sentido: «de ella», en cuanto son acciones de la Iglesia, la cual es
sacramento de la acción de Cristo; y «para ella», en el sentido de que
edifican la Iglesia.
El carácter sacramental es un sello espiritual, conferido por los sacramentos
del Bautismo, de la Confirmación y del Orden. Constituye promesa y
garantía de la protección divina. En virtud de este sello, el cristiano queda
configurado a Cristo, participa de diversos modos en su sacerdocio y forma
parte de la Iglesia según estados y funciones diversos.
Queda, por tanto, consagrado al culto divino y al servicio de la Iglesia.
Puesto que el carácter es indeleble, los sacramentos que lo imprimen sólo
pueden recibirse una vez en la vida.
Los sacramentos no sólo suponen la fe, sino que con las palabras y los
elementos rituales la alimentan, fortalecen y expresan. Celebrando los
sacramentos la Iglesia confiesa la fe apostólica. De ahí la antigua sentencia:
«lex orandi, lex credendi», esto es, la Iglesia cree tal como reza.
Los sacramentos son eficaces ex opere operato («por el hecho mismo de
que la acción sacramental se realiza»), porque es Cristo quien actúa en ellos
y quien da la gracia que significan, independientemente de la santidad
personal del ministro. Sin embargo, los frutos de los sacramentos dependen
también de las disposiciones del que los recibe.
Para los creyentes en Cristo, los sacramentos, aunque no todos se den a
cada uno de los fieles, son necesarios para la salvación, porque otorgan la
gracia sacramental, el perdón de los pecados, la adopción como hijos de
Dios, la configuración con Cristo Señor y la pertenencia a la Iglesia. El
Espíritu Santo cura y transforma a quienes los reciben.
La gracia sacramental es la gracia del Espíritu Santo, dada por Cristo y
propia de cada sacramento. Esta gracia ayuda al fiel en su camino de
santidad, y también a la Iglesia en su crecimiento de caridad y testimonio.
En los sacramentos la Iglesia recibe ya un anticipo de la vida eterna,
mientras vive «aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria
del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tt 2, 13).

CAPÍTULO SEGUNDO
LA CELEBRACIÓN SACRAMENTAL
DEL MISTERIO PASCUAL
CELEBRAR LA LITURGIA DE LA IGLESIA

En la liturgia actúa el «Cristo total» (Christus totus), Cabeza y Cuerpo. En


cuanto sumo Sacerdote, Él celebra la liturgia con su Cuerpo, que es la
Iglesia del cielo y de la tierra.
La liturgia del cielo la celebran los ángeles, los santos de la Antigua y de la
Nueva Alianza, en particular la Madre de Dios, los Apóstoles, los mártires
y «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación,
razas, pueblos y lenguas» (Ap 7, 9). Cuando celebramos en los sacramentos
el misterio de la salvación, participamos de esta liturgia eterna.
La Iglesia en la tierra celebra la liturgia como pueblo sacerdotal, en el cual
cada uno obra según su propia función, en la unidad del Espíritu Santo: los
bautizados se ofrecen como sacrificio espiritual; los ministros ordenados
celebran según el Orden recibido para el servicio de todos los miembros de
la Iglesia; los obispos y presbíteros actúan en la persona de Cristo Cabeza.
La celebración litúrgica está tejida de signos y símbolos, cuyo significado,
enraizado en la creación y en las culturas humanas, se precisa en los
acontecimientos de la Antigua Alianza y se revela en plenitud en la Persona
y la obra de Cristo.
Algunos signos sacramentales provienen del mundo creado (luz, agua,
fuego, pan, vino, aceite); otros, de la vida social (lavar, ungir, partir el pan);
otros de la historia de la salvación en la Antigua Alianza (los ritos
pascuales, los sacrificios, la imposición de manos, las consagraciones).
Estos signos, algunos de los cuales son normativos e inmutables, asumidos
por Cristo, se convierten en portadores de la acción salvífica y de
santificación.
En la celebración sacramental las acciones y las palabras están
estrechamente unidas. En efecto, aunque las acciones simbólicas son ya por
sí mismas un lenguaje, es preciso que las palabras del rito acompañen y
vivifiquen estas acciones.
Indisociables en cuanto signos y enseñanza, las palabras y las acciones
litúrgicas lo son también en cuanto realizan lo que significan.
Puesto que la música y el canto están estrechamente vinculados a la acción
litúrgica, deben respetar los siguientes criterios: la conformidad de los
textos a la doctrina católica, y con origen preferiblemente en la Sagrada
Escritura y en las fuentes litúrgicas; la belleza expresiva de la oración; la
calidad de la música; la participación de la asamblea; la riqueza cultural del
Pueblo de Dios y el carácter sagrado y solemne de la celebración. «El que
canta, reza dos veces» (San Agustín).
La imagen de Cristo es el icono litúrgico por excelencia. Las demás, que
representan a la Madre de Dios y a los santos, significan a Cristo, que en
ellos es glorificado. Las imágenes proclaman el mismo mensaje evangélico
que la Sagrada Escritura transmite mediante la palabra, y ayudan a
despertar y alimentar la fe de los creyentes.
El centro del tiempo litúrgico es el domingo, fundamento y núcleo de todo
el año litúrgico, que tiene su culminación en la Pascua anual, fiesta de las
fiestas.
La función del año litúrgico es celebrar todo el Misterio de Cristo, desde la
Encarnación hasta su retorno glorioso. En días determinados, la Iglesia
venera con especial amor a María, la bienaventurada Madre de Dios, y hace
también memoria de los santos, que vivieron para Cristo, con Él padecieron
y con Él han sido glorificados.
La Liturgia de las Horas, oración pública y común de la Iglesia, es la
oración de Cristo con su Cuerpo, la Iglesia. Por su medio, el Misterio de
Cristo, que celebramos en la Eucaristía, santifica y transfigura el tiempo de
cada día. Se compone principalmente de salmos y de otros textos bíblicos,
y también de lecturas de los santos Padres y maestros espirituales.
El culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24) de la Nueva Alianza no está
ligado a un lugar exclusivo, porque Cristo es el verdadero templo de Dios,
por medio del cual también los cristianos y la Iglesia entera se convierten,
por la acción del Espíritu Santo, en templos del Dios vivo.
Sin embargo, el Pueblo de Dios, en su condición terrenal, tiene necesidad
de lugares donde la comunidad pueda reunirse para celebrar la liturgia.
Los edificios sagrados son las casas de Dios, símbolo de la Iglesia que vive
en aquel lugar e imágenes de la morada celestial.
Son lugares de oración, en los que la Iglesia celebra sobre todo la
Eucaristía y adora a Cristo realmente presente en el tabernáculo.
Los lugares principales dentro de los edificios sagrados son éstos: el altar,
el sagrario o tabernáculo, el receptáculo donde se conservan el santo crisma
y los otros santos óleos, la sede del obispo (cátedra) o del presbítero, el
ambón, la pila bautismal y el confesionario.

DIVERSIDAD LITÚRGICA Y UNIDAD DEL MISTERIO

El Misterio de Cristo, aunque es único, se celebra según diversas


tradiciones litúrgicas porque su riqueza es tan insondable que ninguna
tradición litúrgica puede agotarla. Desde los orígenes de la Iglesia, por
tanto, esta riqueza ha encontrado en los distintos pueblos y culturas
expresiones caracterizadas por una admirable variedad y
complementariedad.
El criterio para asegurar la unidad en la multiformidad es la fidelidad a la
Tradición Apostólica, es decir, la comunión en la fe y en los sacramentos
recibidos de los Apóstoles, significada y garantizada por la sucesión
apostólica.
La Iglesia es católica: puede, por tanto, integrar en su unidad todas las
riquezas verdaderas de las distintas culturas.
En la liturgia, sobre todo en la de los sacramentos, existen elementos
inmutables por ser de institución divina, que la Iglesia custodia fielmente.
Hay después otros elementos, susceptibles de cambio, que la Iglesia puede
y a veces debe incluso adaptar a las culturas de los diversos pueblos.

SEGUNDA SECCIÓN LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA


IGLESIA
Los siete Sacramentos de la Iglesia
1. Bautismo
2. Confirmación
3. Eucaristía
4. Penitencia
5. Unción de los enfermos
6. Orden
7. Matrimonio

Los sacramentos de la Iglesia se distinguen en sacramentos de la iniciación


cristiana (Bautismo, Confirmación y Eucaristía); sacramentos de la
curación (Penitencia y Unción de los enfermos); y sacramentos al servicio
de la comunión y de la misión (Orden y Matrimonio).
Todos corresponden a momentos importantes de la vida cristiana, y están
ordenados a la Eucaristía «como a su fin específico» (Santo Tomás de
Aquino).

CAPÍTULO PRIMERO LOS SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN


CRISTIANA

La Iniciación cristiana se realiza mediante los sacramentos que ponen los


fundamentos de la vida cristiana: los fieles, renacidos en el Bautismo, se
fortalecen con la Confirmación, y son alimentados en la Eucaristía.
EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

El primer sacramento de la iniciación recibe, ante todo, el nombre de


Bautismo, en razón del rito central con el cual se celebra: bautizar significa
«sumergir» en el agua; quien recibe el bautismo es sumergido en la muerte
de Cristo y resucita con Él «como una nueva criatura» (2 Co 5, 17).
Se llama también «baño de regeneración y renovación en el Espíritu Santo»
(Tt 3, 5), e «iluminación», porque el bautizado se convierte en «hijo de la
luz» (Ef 5, 8).
En la Antigua Alianza se encuentran varias prefiguraciones del Bautismo:
el agua, fuente de vida y de muerte; el arca de Noé, que salva por medio del
agua; el paso del Mar Rojo, que libera al pueblo de Israel de la esclavitud
de Egipto; el paso del Jordán, que hace entrar a Israel en la tierra
prometida, imagen de la vida eterna.
Estas prefiguraciones del bautismo las cumple Jesucristo, el cual, al
comienzo de su vida pública, se hace bautizar por Juan Bautista en el
Jordán; levantado en la cruz, de su costado abierto brotan sangre y agua,
signos del Bautismo y de la Eucaristía, y después de su Resurrección confía
a los Apóstoles esta misión: «Id y haced discípulos de todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt
28, 19-20).
Desde el día de Pentecostés, la Iglesia administra el Bautismo al que cree
en Jesucristo.
El rito esencial del Bautismo consiste en sumergir en el agua al candidato o
derramar agua sobre su cabeza, mientras se invoca el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo.
Puede recibir el Bautismo cualquier persona que no esté aún bautizada.
La Iglesia bautiza a los niños puesto que, naciendo con el pecado original,
necesitan ser liberados del poder del maligno y trasladados al reino de la
libertad de los hijos de Dios.
A todo aquel que va a ser bautizado se le exige la profesión de fe,
expresada personalmente, en el caso del adulto, o por medio de sus padres
y de la Iglesia, en el caso del niño.
El padrino o la madrina y toda la comunidad eclesial tienen también una
parte de responsabilidad en la preparación al Bautismo (catecumenado), así
como en el desarrollo de la fe y de la gracia bautismal.
Los ministros ordinarios del Bautismo son el obispo y el presbítero; en la
Iglesia latina, también el diácono.
En caso de necesidad, cualquiera puede bautizar, siempre que tenga la
intención de hacer lo que hace la Iglesia.
Éste derrama agua sobre la cabeza del candidato y pronuncia la fórmula
trinitaria bautismal: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo».
El Bautismo es necesario para la salvación de todos aquellos a quienes el
Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este
sacramento.
Puesto que Cristo ha muerto para la salvación de todos, pueden salvarse
también sin el Bautismo todos aquellos que mueren a causa de la fe
(Bautismo de sangre), los catecúmenos, y todo aquellos que, bajo el
impulso de la gracia, sin conocer a Cristo y a la Iglesia, buscan
sinceramente a Dios y se esfuerzan por cumplir su voluntad (Bautismo de
deseo).
En cuanto a los niños que mueren sin el Bautismo, la Iglesia en su liturgia
los confía a la misericordia de Dios.
El Bautismo perdona el pecado original, todos los pecados personales y
todas las penas debidas al pecado; hace participar de la vida divina
trinitaria mediante la gracia santificante, la gracia de la justificación que
incorpora a Cristo y a su Iglesia; hace participar del sacerdocio de Cristo y
constituye el fundamento de la comunión con los demás cristianos; otorga
las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo.
El bautizado pertenece para siempre a Cristo: en efecto, queda marcado con
el sello indeleble de Cristo (carácter).
El nombre es importante porque Dios conoce a cada uno por su nombre, es
decir, en su unicidad.
Con el Bautismo, el cristiano recibe en la Iglesia el nombre propio,
preferiblemente de un santo, de modo que éste ofrezca al bautizado un
modelo de santidad y le asegure su intercesión ante Dios.
EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN

En la Antigua Alianza, los profetas anunciaron que el Espíritu del Señor


reposaría sobre el Mesías esperado y sobre todo el pueblo mesiánico. Toda
la vida y la misión de Jesús se desarrollan en una total comunión con el
Espíritu Santo.
Los Apóstoles reciben el Espíritu Santo en Pentecostés y anuncian «las
maravillas de Dios» (Hch 2,11). Comunican a los nuevos bautizados,
mediante la imposición de las manos, el don del mismo Espíritu. A lo largo
de los siglos, la Iglesia ha seguido viviendo del Espíritu y comunicándolo a
sus hijos.
Se llama Confirmación, porque confirma y refuerza la gracia bautismal. Se
llama Crismación, puesto que un rito esencial de este sacramento es la
unción con el Santo Crisma (en las Iglesias Orientales, unción con el Santo
Myron).
El rito esencial de la Confirmación es la unción con el Santo Crisma (aceite
de oliva mezclado con perfumes, consagrado por el obispo), que se hace
con la imposición de manos por parte del ministro, el cual pronuncia las
palabras sacramentales propias del rito.
En Occidente, esta unción se hace sobre la frente del bautizado con estas
palabras: «Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo». En las Iglesias
Orientales de rito bizantino, la unción se hace también en otras partes del
cuerpo, con la fórmula: «Sello del don del Espíritu Santo».
El efecto de la Confirmación es la especial efusión del Espíritu Santo, tal
como sucedió en Pentecostés.
Esta efusión imprime en el alma un carácter indeleble y otorga un
crecimiento de la gracia bautismal; arraiga más profundamente la filiación
divina; une más fuertemente con Cristo y con su Iglesia; fortalece en el
alma los dones del Espíritu Santo; concede una fuerza especial para dar
testimonio de la fe cristiana.
El sacramento de la Confirmación puede y debe recibirlo, una sola vez,
aquel que ya ha sido bautizado. Para recibirlo con fruto hay que estar en
gracia de Dios.
El ministro originario de la Confirmación es el obispo: se manifiesta así el
vínculo del confirmado con la Iglesia en su dimensión apostólica.
Cuando el sacramento es administrado por un presbítero, como sucede
ordinariamente en Oriente y en casos particulares en Occidente, es el
mismo presbítero, colaborador del obispo, y el santo crisma, consagrado
por éste, quienes expresan el vínculo del confirmado con el obispo y con la
Iglesia.

EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

La Eucaristía es el sacrificio mismo del Cuerpo y de la Sangre del Señor


Jesús, que Él instituyó para perpetuar en los siglos, hasta su segunda
venida, el sacrificio de la Cruz, confiando así a la Iglesia el memorial de su
Muerte y Resurrección.
Es signo de unidad, vínculo de caridad y banquete pascual, en el que se
recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la vida
eterna.
Jesucristo instituyó la Eucaristía el Jueves Santo, «la noche en que fue
entregado» (1 Co 11, 23), mientras celebraba con sus Apóstoles la Última
Cena.
Después de reunirse con los Apóstoles en el Cenáculo, Jesús tomó en sus
manos el pan, lo partió y se lo dio, diciendo: «Tomad y comed todos de él,
porque esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros».
Después tomó en sus manos el cáliz con el vino y les dijo: «Tomad y bebed
todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza
nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres,
para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía».
La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana. En ella alcanzan
su cumbre la acción santificante de Dios sobre nosotros y nuestro culto a
Él.
La Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia: el mismo Cristo,
nuestra Pascua. Expresa y produce la comunión en la vida divina y la
unidad del Pueblo de Dios.
Mediante la celebración eucarística nos unimos a la liturgia del cielo y
anticipamos la vida eterna.
La inagotable riqueza de este sacramento se expresa con diversos nombres,
que evocan sus aspectos particulares.
Los más comunes son: Eucaristía, Santa Misa, Cena del Señor, Fracción
del Pan, Celebración Eucarística, Memorial de la Pasión, Muerte y
Resurrección del Señor, Santo Sacrificio, Santa y Divina Liturgia, Santos
Misterios, Santísimo Sacramento del Altar, Sagrada Comunión.
En la Antigua Alianza, la Eucaristía fue anunciada sobre todo en la cena
pascual, celebrada cada año por los judíos con panes ázimos, como
recuerdo de la salida apresurada y liberadora de Egipto.
Jesús la anunció en sus enseñanzas y la instituyó celebrando con los
Apóstoles la Última Cena durante un banquete pascual. La Iglesia, fiel al
mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía» (1 Co 11, 24), ha
celebrado siempre la Eucaristía, especialmente el domingo, día de la
resurrección de Jesús.
La celebración eucarística se desarrolla en dos grandes momentos, que
forman un solo acto de culto: la liturgia de la Palabra, que comprende la
proclamación y la escucha de la Palabra de Dios; y la liturgia eucarística,
que comprende la presentación del pan y del vino, la anáfora o plegaria
eucarística, con las palabras de la consagración, y la comunión.
El ministro de la celebración de la Eucaristía es el sacerdote (obispo o
presbítero), válidamente ordenado, que actúa en la persona de Cristo
Cabeza y en nombre de la Iglesia.
Los elementos esenciales y necesarios para celebrar la Eucaristía son el pan
de trigo y el vino de vid.
La Eucaristía es memorial del sacrificio de Cristo, en el sentido de que hace
presente y actual el sacrificio que Cristo ha ofrecido al Padre, una vez por
todas, sobre la Cruz en favor de la humanidad.
El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las mismas palabras
de la institución: «Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros» y «Este
cáliz es la nueva alianza en mi Sangre que se derrama por vosotros» (Lc 22,
19-20).
El sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la Eucaristía son un único
sacrificio. Son idénticas la víctima y el oferente, y sólo es distinto el modo
de ofrecerse: de manera cruenta en la cruz, incruenta en la Eucaristía.
En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también sacrificio de los
miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento,
su oración y su trabajo se unen a los de Cristo.
En cuanto sacrificio, la Eucaristía se ofrece también por todos los fieles,
vivos y difuntos, en reparación de los pecados de todos los hombres y para
obtener de Dios beneficios espirituales y temporales.
También la Iglesia del cielo está unida a la ofrenda de Cristo.
Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable.
Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su
Cuerpo y con su Sangre, con su Alma y su Divinidad. Cristo, todo entero,
Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo
las especies eucarísticas del pan y del vino.
Transubstanciación significa la conversión de toda la sustancia del pan en
la sustancia del Cuerpo de Cristo, y de toda la sustancia del vino en la
sustancia de su Sangre.
Esta conversión se opera en la plegaria eucarística con la consagración,
mediante la eficacia de la palabra de Cristo y de la acción del Espíritu
Santo. Sin embargo, permanecen inalteradas las características sensibles
del pan y del vino, esto es las «especies eucarísticas».
La fracción del pan no divide a Cristo: Él está presente todo e íntegro en
cada especie eucarística y en cada una de sus partes.
La presencia eucarística de Cristo continúa mientras subsistan las especies
eucarísticas.
Al sacramento de la Eucaristía se le debe rendir el culto de latría, es decir la
adoración reservada a Dios, tanto durante la celebración eucarística, como
fuera de ella.
La Iglesia, en efecto, conserva con la máxima diligencia las Hostias
consagradas, las lleva a los enfermos y a otras personas imposibilitadas de
participar en la Santa Misa, las presenta a la solemne adoración de los
fieles, las lleva en procesión e invita a la frecuente visita y adoración del
Santísimo Sacramento, reservado en el Sagrario.
La Eucaristía es el banquete pascual porque Cristo, realizando
sacramentalmente su Pascua, nos entrega su Cuerpo y su Sangre, ofrecidos
como comida y bebida, y nos une con Él y entre nosotros en su sacrificio.
El altar es el símbolo de Cristo mismo, presente como víctima sacrificial
(altar-sacrificio de la Cruz), y como alimento celestial que se nos da a
nosotros (altar-mesa eucarística).
La Iglesia establece que los fieles tienen obligación de participar de la
Santa Misa todos los domingos y fiestas de precepto, y recomienda que se
participe también en los demás días.
La Iglesia recomienda a los fieles que participan de la Santa Misa recibir
también, con las debidas disposiciones, la sagrada Comunión,
estableciendo la obligación de hacerlo al menos en Pascua.
Para recibir la sagrada Comunión se debe estar plenamente incorporado a la
Iglesia Católica y hallarse en gracia de Dios, es decir sin conciencia de
pecado mortal.
Quien es consciente de haber cometido un pecado grave debe recibir el
sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.
Son también importantes el espíritu de recogimiento y de oración, la
observancia del ayuno prescrito por la Iglesia y la actitud corporal (gestos,
vestimenta), en señal de respeto a Cristo.
La sagrada Comunión acrecienta nuestra unión con Cristo y con su Iglesia,
conserva y renueva la vida de la gracia, recibida en el Bautismo y la
Confirmación y nos hace crecer en el amor al prójimo.
Fortaleciéndonos en la caridad, nos perdona los pecados veniales y nos
preserva de los pecados mortales para el futuro.
Los ministros católicos administran lícitamente la sagrada Comunión a los
miembros de las Iglesias orientales que no están en plena comunión con la
Iglesia católica, siempre que éstos lo soliciten espontáneamente y tengan
las debidas disposiciones.
Asimismo, los ministros católicos administran lícitamente la sagrada
Comunión a los miembros de otras comunidades eclesiales que, en
presencia de una grave necesidad, la pidan espontáneamente, estén bien
dispuestos y manifiesten la fe católica respecto al sacramento.
La Eucaristía es prenda de la gloria futura porque nos colma de toda gracia
y bendición del cielo, nos fortalece en la peregrinación de nuestra vida
terrena y nos hace desear la vida eterna, uniéndonos a Cristo, sentado a la
derecha del Padre, a la Iglesia del cielo, a la Santísima Virgen y a todos los
santos.
«En la Eucaristía, nosotros partimos “un mismo pan que es remedio de
inmortalidad, antídoto no para morir, sino para vivir en Jesucristo para
siempre”» (San Ignacio de Antioquía).

CAPÍTULO SEGUNDO LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN

Cristo, médico del alma y del cuerpo, instituyó los sacramentos de la


Penitencia y de la Unción de los enfermos, porque la vida nueva que nos
fue dada por Él en los sacramentos de la iniciación cristiana puede
debilitarse y perderse para siempre a causa del pecado.
Por ello, Cristo ha querido que la Iglesia continuase su obra de curación y
de salvación mediante estos dos sacramentos.

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y LA
RECONCILIACIÓN

Este sacramento es llamado sacramento de la Penitencia, de la


Reconciliación, del Perdón, de la Confesión y de la Conversión.
Puesto que la vida nueva de la gracia, recibida en el Bautismo, no suprimió
la debilidad de la naturaleza humana ni la inclinación al pecado (esto es, la
concupiscencia), Cristo instituyó este sacramento para la conversión de los
bautizados que se han alejado de Él por el pecado.
El Señor resucitado instituyó este sacramento cuando la tarde de Pascua se
mostró a sus Apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).
La llamada de Cristo a la conversión resuena continuamente en la vida de
los bautizados. Esta conversión es una tarea ininterrumpida para toda la
Iglesia, que, siendo santa, recibe en su propio seno a los pecadores.
La penitencia interior es el dinamismo del «corazón contrito» (Sal 51, 19),
movido por la gracia divina a responder al amor misericordioso de Dios.
Implica el dolor y el rechazo de los pecados cometidos, el firme propósito
de no pecar más, y la confianza en la ayuda de Dios. Se alimenta de la
esperanza en la misericordia divina.
La penitencia puede tener expresiones muy variadas, especialmente el
ayuno, la oración y la limosna. Estas y otras muchas formas de penitencia
pueden ser practicadas en la vida cotidiana del cristiano, en particular en
tiempo de Cuaresma y el viernes, día penitencial.
Los elementos esenciales del sacramento de la Reconciliación son dos: los
actos que lleva a cabo el hombre, que se convierte bajo la acción del
Espíritu Santo, y la absolución del sacerdote, que concede el perdón en
nombre de Cristo y establece el modo de la satisfacción.
Los actos propios del penitente son los siguientes: un diligente examen de
conciencia; la contrición (o arrepentimiento), que es perfecta cuando está
motivada por el amor a Dios, imperfecta cuando se funda en otros motivos,
e incluye el propósito de no volver a pecar; la confesión, que consiste en la
acusación de los pecados hecha delante del sacerdote; la satisfacción, es
decir, el cumplimiento de ciertos actos de penitencia, que el propio
confesor impone al penitente para reparar el daño causado por el pecado.
Se deben confesar todos los pecados graves aún no confesados que se
recuerdan después de un diligente examen de conciencia. La confesión de
los pecados graves es el único modo ordinario de obtener el perdón.
Todo fiel, que haya llegado al uso de razón, está obligado a confesar sus
pecados graves al menos una vez al año, y de todos modos antes de recibir
la sagrada Comunión.
La Iglesia recomienda vivamente la confesión de los pecados veniales,
aunque no sea estrictamente necesaria, ya que ayuda a formar una recta
conciencia y a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por
Cristo y a progresar en la vida del Espíritu.
Cristo confió el ministerio de la reconciliación a sus Apóstoles, a los
obispos, sucesores de los Apóstoles, y a los presbíteros, colaboradores de
los obispos, los cuales se convierten, por tanto, en instrumentos de la
misericordia y de la justicia de Dios.
Ellos ejercen el poder de perdonar los pecados en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo.
La absolución de algunos pecados particularmente graves (como son los
castigados con la excomunión) está reservada a la Sede Apostólica o al
obispo del lugar o a los presbíteros autorizados por ellos, aunque todo
sacerdote puede absolver de cualquier pecado y excomunión, al que se
halla en peligro de muerte.
Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las
personas, todo confesor está obligado, sin ninguna excepción y bajo penas
muy severas, a mantener el sigilo sacramental, esto es, el absoluto secreto
sobre los pecados conocidos en confesión.
Los efectos del sacramento de la Penitencia son: la reconciliación con Dios
y, por tanto, el perdón de los pecados; la reconciliación con la Iglesia; la
recuperación del estado de gracia, si se había perdido; la remisión de la
pena eterna merecida a causa de los pecados mortales y, al menos en parte,
de las penas temporales que son consecuencia del pecado; la paz y la
serenidad de conciencia y el consuelo del espíritu; el aumento de la fuerza
espiritual para el combate cristiano.
En caso de grave necesidad (como un inminente peligro de muerte), se
puede recurrir a la celebración comunitaria de la Reconciliación, con la
confesión general y la absolución colectiva, respetando las normas de la
Iglesia y haciendo propósito de confesar individualmente, a su debido
tiempo, los pecados graves ya perdonados de esta forma.
Las indulgencias son la remisión ante Dios de la pena temporal merecida
por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa, que el fiel, cumpliendo
determinadas condiciones, obtiene para sí mismo o para los difuntos,
mediante el ministerio de la Iglesia, la cual, como dispensadora de la
redención, distribuye el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos.

EL SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

En el Antiguo Testamento, el hombre experimenta en la enfermedad su


propia limitación y, al mismo tiempo, percibe que ésta se halla
misteriosamente vinculada al pecado.
Los profetas intuyeron que la enfermedad podía tener también un valor
redentor de los pecados propios y ajenos. Así, la enfermedad se vivía ante
Dios, de quien el hombre imploraba la curación.
La compasión de Jesús hacia los enfermos y las numerosas curaciones
realizadas por él son una clara señal de que con él había llegado el Reino de
Dios y, por tanto, la victoria sobre el pecado, el sufrimiento y la muerte.
Con su pasión y muerte, Jesús da un nuevo sentido al sufrimiento, el cual,
unido al de Cristo, puede convertirse en medio de purificación y salvación,
para nosotros y para los demás.
La Iglesia, habiendo recibido del Señor el mandato de curar a los enfermos,
se empeña en el cuidado de los que sufren, acompañándolos con oraciones
de intercesión.
Tiene sobre todo un sacramento específico para los enfermos, instituido por
Cristo mismo y atestiguado por Santiago: «¿Está enfermo alguno de
vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan
con óleo en el nombre del Señor» (St 5, 14-15).
El sacramento de la Unción de los enfermos lo puede recibir cualquier fiel
que comienza a encontrarse en peligro de muerte por enfermedad o vejez.
El mismo fiel lo puede recibir también otras veces, si se produce un
agravamiento de la enfermedad o bien si se presenta otra enfermedad
grave. La celebración de este sacramento debe ir precedida, si es posible,
de la confesión individual del enfermo.
El sacramento de la Unción de los enfermos sólo puede ser administrado
por los sacerdotes (obispos o presbíteros).
La celebración del sacramento de la Unción de los enfermos consiste
esencialmente en la unción con óleo, bendecido si es posible por el obispo,
sobre la frente y las manos del enfermo (en el rito romano, o también en
otras partes del cuerpo en otros ritos), acompañada de la oración del
sacerdote, que implora la gracia especial de este sacramento.
El sacramento de la Unción confiere una gracia particular, que une más
íntimamente al enfermo a la Pasión de Cristo, por su bien y por el de toda
la Iglesia, otorgándole fortaleza, paz, ánimo y también el perdón de los
pecados, si el enfermo no ha podido confesarse.
Además, este sacramento concede a veces, si Dios lo quiere, la
recuperación de la salud física. En todo caso, esta Unción prepara al
enfermo para pasar a la Casa del Padre.
El Viático es la Eucaristía recibida por quienes están por dejar esta vida
terrena y se preparan para el paso a la vida eterna. Recibida en el momento
del tránsito de este mundo al Padre, la Comunión del Cuerpo y de la Sangre
de Cristo muerto y resucitado, es semilla de vida eterna y poder de
resurrección.
CAPÍTULO TERCERO
LOS SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIÓN Y DE
LA MISIÓN

Dos sacramentos, el Orden y el Matrimonio, confieren una gracia especial


para una misión particular en la Iglesia, al servicio de la edificación del
pueblo de Dios. Contribuyen especialmente a la comunión eclesial y a la
salvación de los demás.

EL SACRAMENTO DEL ORDEN

El sacramento del Orden es aquel mediante el cual, la misión confiada por


Cristo a sus Apóstoles, sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los
tiempos.
Orden indica un cuerpo eclesial, del que se entra a formar parte mediante
una especial consagración (Ordenación), que, por un don singular del
Espíritu Santo, permite ejercer una potestad sagrada al servicio del Pueblo
de Dios en nombre y con la autoridad de Cristo.
En la Antigua Alianza el sacramento del Orden fue prefigurado por el
servicio de los levitas, el sacerdocio de Aarón y la institución de los setenta
«ancianos» (Nm 11, 25).
Estas prefiguraciones se cumplen en Cristo Jesús, quien, mediante su
sacrificio en la cruz, es «el único [.....] mediador entre Dios y los hombres»
(1 Tm 2, 5), el «Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec» (Hb
5,10).
El único sacerdocio de Cristo se hace presente por el sacerdocio
ministerial. «Sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros
suyos» (Santo Tomás de Aquino).
El sacramento del Orden se compone de tres grados, que son insustituibles
para la estructura orgánica de la Iglesia: el episcopado, el presbiterado y el
diaconado.
La Ordenación episcopal da la plenitud del sacramento del Orden, hace al
Obispo legítimo sucesor de los Apóstoles, lo constituye miembro del
Colegio episcopal, compartiendo con el Papa y los demás obispos la
solicitud por todas las Iglesias, y le confiere los oficios de enseñar,
santificar y gobernar.
El obispo, a quien se confía una Iglesia particular, es el principio visible y
el fundamento de la unidad de esa Iglesia, en la cual desempeña, como
vicario de Cristo, el oficio pastoral, ayudado por sus presbíteros y diáconos.
La unción del Espíritu marca al presbítero con un carácter espiritual
indeleble, lo configura a Cristo sacerdote y lo hace capaz de actuar en
nombre de Cristo Cabeza.
Como cooperador del Orden episcopal, es consagrado para predicar el
Evangelio, celebrar el culto divino, sobre todo la Eucaristía, de la que saca
fuerza todo su ministerio, y ser pastor de los fieles.
Aunque haya sido ordenado para una misión universal, el presbítero la
ejerce en una Iglesia particular, en fraternidad sacramental con los demás
presbíteros que forman el «presbiterio» y que, en comunión con el obispo y
en dependencia de él, tienen la responsabilidad de la Iglesia particular.
El diácono, configurado con Cristo siervo de todos, es ordenado para el
servicio de la Iglesia, y lo cumple bajo la autoridad de su obispo, en el
ministerio de la Palabra, el culto divino, la guía pastoral y la caridad.
En cada uno de sus tres grados, el sacramento del Orden se confiere
mediante la imposición de las manos sobre la cabeza del ordenando por
parte del obispo, quien pronuncia la solemne oración consagratoria.
Con ella, el obispo pide a Dios para el ordenando una especial efusión del
Espíritu Santo y de sus dones, en orden al ejercicio de su ministerio.
Corresponde a los obispos válidamente ordenados, en cuanto sucesores de
los Apóstoles, conferir los tres grados del sacramento del Orden.
Sólo el varón bautizado puede recibir válidamente el sacramento del Orden.
La Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del mismo Señor.
Nadie puede exigir la recepción del sacramento del Orden, sino que debe
ser considerado apto para el ministerio por la autoridad de la Iglesia.
Para el episcopado se exige siempre el celibato. Para el presbiterado, en la
Iglesia latina, son ordinariamente elegidos hombres creyentes que viven
como célibes y tienen la voluntad de guardar el celibato «por el reino de los
cielos» (Mt 19, 12); en las Iglesias orientales no está permitido contraer
matrimonio después de haber recibido la ordenación. Al diaconado
permanente pueden acceder también hombres casados.
El sacramento del Orden otorga una efusión especial del Espíritu Santo,
que configura con Cristo al ordenado en su triple función de Sacerdote,
Profeta y Rey, según los respectivos grados del sacramento.
La ordenación confiere un carácter espiritual indeleble: por eso no puede
repetirse ni conferirse por un tiempo determinado.
Los sacerdotes ordenados, en el ejercicio del ministerio sagrado, no hablan
ni actúan por su propia autoridad, ni tampoco por mandato o delegación de
la comunidad, sino en la Persona de Cristo Cabeza y en nombre de la
Iglesia.
Por tanto, el sacerdocio ministerial se diferencia esencialmente, y no sólo
en grado, del sacerdocio común de los fieles, al servicio del cual lo
instituyó Cristo.

EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO

Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar.


Creando al hombre y a la mujer, los ha llamado en el Matrimonio a una
íntima comunión de vida y amor entre ellos, «de manera que ya no son dos,
sino una sola carne» (Mt 19, 6). Al bendecirlos, Dios les dijo: «Creced y
multiplicaos» (Gn 1, 28).
La alianza matrimonial del hombre y de la mujer, fundada y estructurada
con leyes propias dadas por el Creador, está ordenada por su propia
naturaleza a la comunión y al bien de los cónyuges, y a la procreación y
educación de los hijos.
Jesús enseña que, según el designio original divino, la unión matrimonial es
indisoluble: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,
9).
A causa del primer pecado, que ha provocado también la ruptura de la
comunión del hombre y de la mujer, donada por el Creador, la unión
matrimonial está muy frecuentemente amenazada por la discordia y la
infidelidad. Sin embargo, Dios, en su infinita misericordia, da al hombre y
a la mujer su gracia para realizar la unión de sus vidas según el designio
divino original.
Dios ayuda a su pueblo a madurar progresivamente en la conciencia de la
unidad e indisolubilidad del Matrimonio, sobre todo mediante la pedagogía
de la Ley y los Profetas.
La alianza nupcial entre Dios e Israel prepara y prefigura la Alianza nueva
realizada por el Hijo de Dios, Jesucristo, con su esposa, la Iglesia.
Jesucristo no sólo restablece el orden original del Matrimonio querido por
Dios, sino que otorga la gracia para vivirlo en su nueva dignidad de
sacramento, que es el signo del amor esponsal hacia la Iglesia: «Maridos,
amad a vuestras mujeres como Cristo ama a la Iglesia» (Ef 5, 25)
El Matrimonio no es una obligación para todos. En particular, Dios llama a
algunos hombres y mujeres a seguir a Jesús por el camino de la virginidad
o del celibato por el Reino de los cielos; éstos renuncian al gran bien del
Matrimonio para ocupase de las cosas del Señor tratando de agradarle, y se
convierten en signo de la primacía absoluta del amor de Cristo y de la
ardiente esperanza de su vuelta gloriosa.
Dado que el Matrimonio constituye a los cónyuges en un estado público de
vida en la Iglesia, su celebración litúrgica es pública, en presencia del
sacerdote (o de un testigo cualificado de la Iglesia) y de otros testigos.
El consentimiento matrimonial es la voluntad, expresada por un hombre y
una mujer, de entregarse mutua y definitivamente, con el fin de vivir una
alianza de amor fiel y fecundo.
Puesto que el consentimiento hace el Matrimonio, resulta indispensable e
insustituible. Para que el Matrimonio sea válido el consentimiento debe
tener como objeto el verdadero Matrimonio, y ser un acto humano,
consciente y libre, no determinado por la violencia o la coacción.
Para ser lícitos, los matrimonios mixtos (entre católico y bautizado no
católico) necesitan la licencia de la autoridad eclesiástica.
Los matrimonios con disparidad de culto (entre un católico y un no
bautizado), para ser válidos necesitan una dispensa.
En todo caso, es esencial que los cónyuges no excluyan la aceptación de los
fines y las propiedades esenciales del Matrimonio, y que el cónyuge
católico confirme el compromiso, conocido también por el otro cónyuge,
de conservar la fe y asegurar el Bautismo y la educación católica de los
hijos.
El sacramento del Matrimonio crea entre los cónyuges un vínculo perpetuo
y exclusivo. Dios mismo ratifica el consentimiento de los esposos.
Por tanto, el Matrimonio rato y consumado entre bautizados no podrá ser
nunca disuelto.
Por otra parte, este sacramento confiere a los esposos la gracia necesaria
para alcanzar la santidad en la vida conyugal y acoger y educar
responsablemente a los hijos.
Los pecados gravemente contrarios al sacramento del Matrimonio son los
siguientes: el adulterio, la poligamia, en cuanto contradice la idéntica
dignidad entre el hombre y la mujer y la unidad y exclusividad del amor
conyugal; el rechazo de la fecundidad, que priva a la vida conyugal del don
de los hijos; y el divorcio, que contradice la indisolubilidad.
La Iglesia admite la separación física de los esposos cuando la cohabitación
entre ellos se ha hecho, por diversas razones, prácticamente imposible,
aunque procura su reconciliación.
Pero éstos, mientras viva el otro cónyuge, no son libres para contraer una
nueva unión, a menos que el matrimonio entre ellos sea nulo y, como tal,
declarado por la autoridad eclesiástica.
Fiel al Señor, la Iglesia no puede reconocer como matrimonio la unión de
divorciados vueltos a casar civilmente. «Quien repudie a su mujer y se case
con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se
casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11-12).
Hacia ellos la Iglesia muestra una atenta solicitud, invitándoles a una vida
de fe, a la oración, a las obras de caridad y a la educación cristiana de los
hijos; pero no pueden recibir la absolución sacramental, acercarse a la
comunión eucarística ni ejercer ciertas responsabilidades eclesiales,
mientras dure tal situación, que contrasta objetivamente con la ley de Dios.
La familia cristiana es llamada Iglesia doméstica, porque manifiesta y
realiza la naturaleza comunitaria y familiar de la Iglesia en cuanto familia
de Dios. Cada miembro, según su propio papel, ejerce el sacerdocio
bautismal, contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de gracia y
de oración, escuela de virtudes humanas y cristianas y lugar del primer
anuncio de la fe a los hijos.
CAPÍTULO CUARTO
OTRAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS LOS
SACRAMENTALES

Los sacramentales son signos sagrados instituidos por la Iglesia, por medio
de los cuales se santifican algunas circunstancias de la vida. Comprenden
siempre una oración acompañada de la señal de la cruz o de otros signos.
Entre los sacramentales, ocupan un lugar importante las bendiciones, que
son una alabanza a Dios y una oración para obtener sus dones, la
consagración de personas y la dedicación de cosas al culto de Dios.
Tiene lugar un exorcismo, cuando la Iglesia pide con su autoridad, en
nombre de Jesús, que una persona o un objeto sea protegido contra el
influjo del Maligno y sustraído a su dominio.
Se practica de modo ordinario en el rito del Bautismo. El exorcismo
solemne, llamado gran exorcismo, puede ser efectuado solamente por un
presbítero autorizado por el obispo.
El sentido religioso del pueblo cristiano ha encontrado en todo tiempo su
expresión en formas variadas de piedad, que acompañan la vida
sacramental de la Iglesia, como son la veneración de las reliquias, las
visitas a santuarios, las peregrinaciones, las procesiones, el «Vía crucis», el
Rosario.
La Iglesia, a la luz de la fe, ilumina y favorece las formas auténticas de
piedad popular.

LAS EXEQUIAS CRISTIANAS

El cristiano que muere en Cristo alcanza, al final de su existencia terrena, el


cumplimiento de la nueva vida iniciada con el Bautismo, reforzada con la
Confirmación y alimentada en la Eucaristía, anticipo del banquete celestial.
El sentido de la muerte del cristiano se manifiesta a la luz de la Muerte y
Resurrección de Cristo, nuestra única esperanza; el cristiano que muere en
Cristo Jesús va «a vivir con el Señor» (2 Co 5, 8).
Las exequias, aunque se celebren según diferentes ritos, respondiendo a las
situaciones y a las tradiciones de cada región, expresan el carácter pascual
de la muerte cristiana, en la esperanza de la resurrección, y el sentido de la
comunión con el difunto, particularmente mediante la oración por la
purificación de su alma.
De ordinario, las exequias comprenden cuatro momentos principales: la
acogida de los restos mortales del difunto por parte de la comunidad, con
palabras de consuelo y esperanza para sus familiares; la liturgia de la
Palabra; el sacrificio eucarístico; y «el adiós», con el que se encomienda el
alma del difunto a Dios, fuente de vida eterna, mientras su cuerpo es
sepultado en la esperanza de la Resurrección.

COMPORTAMIENTO ETICO

Una decisión en la que este envuelto el comportamiento ético, siempre va


estar enmarcada en uno de los principios y valores aquí señalados:

1. Honestidad: aprender a conocer sus debilidades y limitaciones y


dedicarse a tratar de superarlas, solicitando el consejo de sus
compañeros de mayor experiencia.

2. Integridad: defender sus creencias y valores, rechazando la


hipocresía y las personas que no tienen escrúpulo y no adaptar ni
defender la filosofía de que el fin justifica los medios, echando a un
lado sus principios.

3. Compromiso: mantener sus promesas y cumplir con sus


obligaciones y no justificar un incumplimiento o rehuir una
responsabilidad.
4. Lealtad: actuar honesta y sinceramente al ofrecer su apoyo,
especialmente en la adversidad y rechazar las influencias indebidas y
conflictos de interés.

5. Ecuanimidad: ser imparcial, justo y ofrecer trato igual a los demás.


Mantener su mente abierta, aceptar cambios y admitir sus errores
cuando entiende que se ha equivocado.
6. Dedicación: estar dispuesto a entregarse sin condición al
cumplimiento del deber para con los demás con atención, cortesía y
servicio.

7. Respeto: demostrar respeto a la dignidad humana, la intimidad y el


derecho a la libre determinación.

8. Responsabilidad ciudadana: respetar, obedecer las leyes y tener


conciencia social.

9. Ejemplo: Ser modelo de honestidad y moral ética al asumir


responsabilidades y al defender la verdad, ante todo.

10.Conducta intachable: La confianza de otros descansan en el


ejemplo de conducta moral y ética irreprochable.

LA VIDA ECONOMICA EN LA DSI PUNTO CENTRAL Y


PRINCIPIOS DE REFLEXIÓN SOBRE ECONOMÍA.

La persona humana: naturaleza corporal y espiritual, creada a la semejanza


divina con vocación trascendente, libre, pero con responsabilidad de
someterse a la voluntad divina.

*Hay cuatro principios de reflexión sobre la vida económica según la


doctrina social de la Iglesia:

1. La persona humana, por mandato divino ha de someter la tierra.


2. Para cumplir este mandato es necesario que todo ser humano tenga
derecho al uso de los bienes del universo, esto es el fin del Destino
Universal de los Bienes.

3. La actividad económica es el medio para que se realice ese destino


universal, al aumentar la calidad y cantidad de satisfacción en los
bienes naturales al servicio de los seres humanos.

4. En esta actividad económica el primero y fundamental elemento es el


trabajo humano, que está íntimamente unido a la dignidad de la
persona. El primer medio en la historia del trabajo está en la riqueza
y recursos que el hombre encuentra, como la principal donación por
parte del Creador.

PAPEL E INTERVENCIÓN DEL GOBIERNO SEGÚN LA DSI

El gobierno ha de intervenir, pero subsidiariamente.

Primero es necesaria la presencia activa del poder civil en la economía,


para garantizar una producción creciente que promueva el progreso social y
redunde en beneficio de todos los ciudadanos.
En segundo lugar, dentro de los límites de esa subsidiariedad, el Estado y
las demás instituciones públicas, deben de poseer bienes de producción.
En tercer lugar, ya que el desarrollo no debe quedarse en manos de unos
pocos ni en manos de una comunidad política o ciertas naciones más
poderosas, debe darse una planeación concentrada entre los principales
agentes económicos de la sociedad.
Finalmente, también ha de intervenir el gobierno en pugnar por reformar el
sistema monetario y financiero internacional, uno de cuyos principales
asuntos es la deuda internacional.

LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA, MORAL Y


ECONOMÍA

La DSI insiste en la connotación moral de la economía. Pío XI, en la


encíclica Quadragesimo anno, recuerda: “Aun cuando la economía y la
disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, a pesar
de ello es erróneo que el orden económico y el moral estén tan distanciados
y ajenos entre sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste” (190-
191).
La necesaria distinción entre moral y economía no comporta una
separación entre los dos ámbitos, sino al contrario, una reciprocidad
importante.
«También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la
dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la
sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida
económico-social» (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 63).
La moral debe estimular al hombre y a la sociedad para combatir con
espíritu de justicia y de caridad, dondequiera que existan, las estructuras de
pecado que generan y mantienen la pobreza, el subdesarrollo y la
degradación.
Objeto de la economía es la formación de la riqueza y su incremento
progresivo, en términos no sólo cuantitativos, sino cualitativos: todo lo cual
es moralmente correcto si está orientado al desarrollo global y solidario del
hombre y de la sociedad en la que vive y trabaja.
El Papa Francisco hace un llamado a que la ética reencuentre “su espacio
en las finanzas”, calificando de “escándalo” las especulaciones en el precio
de los alimentos y criticó que “los mercados financieros gobiernen las
suertes de los pueblos”.
El Papa llama a las instituciones financieras a utilizar recursos para
“promover el desarrollo económico y social de las poblaciones pobres, con
fondos de inversión destinados a satisfacer sus necesidades básicas ligadas
a la agricultura, al acceso al agua, a la posibilidad de contar con viviendas
decentes a precios asequibles, así como a servicios primarios para la salud
y la educación”.
El Papa Francisco dijo que “es importante que la ética reencuentre su
espacio en las finanzas y que los mercados se pongan al servicio de los
intereses de los pueblos y del bien común de la humanidad”.
“La innovación tecnológica –señaló-, ha aumentado la rapidez de las
transacciones financieras, pero ese aumento tiene sentido si se demuestra
capaz de mejorar la capacidad de servir al bien común”.
“En particular, la especulación sobre los precios de los alimentos es un
escándalo que acarrea graves consecuencias en el acceso a la comida de los
más pobres. Es urgente que los gobiernos del mundo entero se
comprometan a poner a punto un marco internacional capaz de fomentar el
mercado de la inversión con alta repercusión social, para poder
contrarrestar así la economía de la exclusión y del descarte”.
El Papa Francisco aseguró que el trabajo es sagrado y que expresa la
dignidad de la persona humana y fortalece fundamentalmente a la
institución familiar.
El Papa menciona que la falta de trabajo “daña también al espíritu, como la
falta de oración daña también la actividad práctica”.
El Santo Padre alerta sobre los peligros del individualismo libertario en la
cultura y la educación, que “minimiza el bien común, es decir, el “vivir
bien”, la “vida buena”, en el marco comunitario, y exalta un ideal egoísta
que engañosamente invierte las palabras y propone la “buena vida”.
El Papa resalta que “la propuesta del Evangelio: “Buscad primero el Reino
de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” ha sido y
sigue siendo una nueva energía en la historia que tiende a suscitar
fraternidad, libertad, justicia, paz y dignidad para todos”.

LA VIDA ECONÓMICA

(Doctrina Social de la Iglesia)

I. ASPECTOS BÍBLICOS

a) El hombre, pobreza y riqueza


En el Antiguo Testamento se encuentra una doble postura frente a los
bienes económicos y la riqueza. Por un lado, de aprecio a la disponibilidad
de bienes materiales considerados necesarios para la vida: en ocasiones, la
abundancia —pero no la riqueza o el lujo— es vista como una bendición de
Dios. En la literatura sapiencial, la pobreza se describe como una
consecuencia negativa del ocio y de la falta de laboriosidad (cf. Pr 10,4),
pero también como un hecho natural (cf. Pr 22,2). Por otro lado, los bienes
económicos y la riqueza no son condenados en sí mismos, sino por su mal
uso. La tradición profética estigmatiza las estafas, la usura, la explotación,
las injusticias evidentes, especialmente con respecto a los más pobres
(cf. Is 58,3-11; Jr 7,4-7; Os 4,1-2; Am 2,6-7; Mi 2,1-2). Quien reconoce su
pobreza ante Dios, en cualquier situación que viva, es objeto de una
atención particular por parte de Dios: cuando el pobre busca, el Señor
responde; cuando grita, Él lo escucha. A los pobres se dirigen las promesas
divinas: ellos serán los herederos de la alianza entre Dios y su pueblo.

b) La riqueza existe para ser compartida


Los bienes, aun cuando son poseídos legítimamente, conservan siempre un
destino universal. Toda forma de acumulación indebida es inmoral, porque
se halla en abierta contradicción con el destino universal que Dios creador
asignó a todos los bienes. La salvación cristiana es una liberación integral
del hombre, liberación de la necesidad, pero también de la posesión misma:
«Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por
dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe» (1 Tm 6,10).
II. MORAL Y ECONOMÍA
 La doctrina social de la Iglesia insiste en la connotación moral de la
economía. Pío XI, en un texto de la encíclica Quadragesimo anno, recuerda
la relación entre la economía y la moral: «Aun cuando la economía y la
disciplina moral, cada cual, en su ámbito, tienen principios propios, a pesar
de ello es erróneo que el orden económico y el moral estén tan distanciados
y ajenos entre sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste. Las leyes
llamadas económicas, fundadas sobre la naturaleza de las cosas y en la
índole del cuerpo y del alma humanos, establecen, desde luego, con toda
certeza qué fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la
actividad humana dentro del orden económico; pero la razón también,
apoyándose igualmente en la naturaleza de las cosas y del hombre,
individual y socialmente considerado, demuestra claramente que a ese
orden económico en su totalidad le ha sido prescrito un fin por Dios
Creador. La relación entre moral y economía es necesaria e intrínseca:
actividad económica y comportamiento moral se compenetran
íntimamente.

III. INICIATIVA PRIVADA Y EMPRESA


La doctrina social de la Iglesia considera la libertad de la persona en campo
económico un valor fundamental y un derecho inalienable que hay que
promover y tutelar: «Cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y
podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia
provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos».
El Estado tiene la obligación moral de imponer vínculos restrictivos sólo en
orden a las incompatibilidades entre la persecución del bien común y el
tipo de actividad económica puesta en marcha, o sus modalidades de
desarrollo.

a) La empresa y sus fines


La empresa debe caracterizarse por la capacidad de servir al bien común de
la sociedad mediante la producción de bienes y servicios útiles. En esta
producción de bienes y servicios con una lógica de eficiencia y de
satisfacción de los intereses de los diversos sujetos implicados, la empresa
crea riqueza para toda la sociedad: no sólo para los propietarios, sino
también para los demás sujetos interesados en su actividad. Además de esta
función típicamente económica, la empresa desempeña también una
función social, creando oportunidades de encuentro, de colaboración, de
valoración de las capacidades de las personas implicadas. En la empresa,
por tanto, la dimensión económica es condición para el logro de objetivos
no sólo económicos, sino también sociales y morales, que deben
perseguirse conjuntamente.
El objetivo de la empresa se debe llevar a cabo en términos y con criterios
económicos, pero sin descuidar los valores auténticos que permiten el
desarrollo concreto de la persona y de la sociedad. 

b) El papel del empresario y del dirigente de empresa


La iniciativa económica es expresión de la inteligencia humana y de la
exigencia de responder a las necesidades del hombre con creatividad y en
colaboración. En la creatividad y en la cooperación se halla inscrita la
auténtica noción de la competencia empresarial: un cum-petere, es decir, un
buscar juntos las soluciones más adecuadas para responder del modo más
idóneo a las necesidades que van surgiendo progresivamente.
El sentido de responsabilidad que brota de la libre iniciativa económica se
configura no sólo como virtud individual indispensable para el crecimiento
humano del individuo, sino también como virtud social necesaria para el
desarrollo de una comunidad solidaria: « En este proceso están implicadas
importantes virtudes, como son la diligencia, la laboriosidad, la prudencia
en asumir los riesgos razonables, la fiabilidad y la lealtad en las relaciones
interpersonales, la resolución de ánimo en la ejecución de decisiones
difíciles y dolorosas, pero necesarias para el trabajo común de la empresa y
para hacer frente a los eventuales reveses de fortuna ».718

IV. INSTITUCIONES ECONÓMICAS
AL SERVICIO DEL HOMBRE
Una de las cuestiones prioritarias en economía es el empleo de los
recursos, es decir, de todos aquellos bienes y servicios a los que los sujetos
económicos, productores y consumidores, privados y públicos, atribuyen
un valor debido a su inherente utilidad en el campo de la producción y del
consumo. 
a) El papel del libre mercado
El libre mercado es una institución socialmente importante por su
capacidad de garantizar resultados eficientes en la producción de bienes y
servicios. 
Históricamente, el mercado ha dado prueba de saber iniciar y sostener, a
largo plazo, el desarrollo económico. Existen buenas razones para retener
que, en muchas circunstancias, «el libre mercado sea el instrumento más
eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las
necesidades». Un mercado verdaderamente competitivo es un instrumento
eficaz para conseguir importantes objetivos de justicia: moderar los excesos
de ganancia de las empresas; responder a las exigencias de los
consumidores; realizar una mejor utilización y ahorro de los recursos;
premiar los esfuerzos empresariales y la habilidad de innovación; hacer
circular la información, de modo que realmente se puedan comparar y
adquirir los productos en un contexto de sana competencia.

b) La acción del Estado


La acción del Estado y de los demás poderes públicos debe conformarse al
principio de subsidiaridad y crear situaciones favorables al libre ejercicio
de la actividad económica; debe también inspirarse en el principio de
solidaridad y establecer los límites a la autonomía de las partes para
defender a la más débil. La solidaridad sin subsidiaridad puede degenerar
fácilmente en asistencialismo, mientras que la subsidiaridad sin solidaridad
corre el peligro de alimentar formas de localismo egoísta. «El Estado tiene
el deber de secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que
aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o
sosteniéndola en momentos de crisis.

c) La función de los cuerpos intermedios


El sistema económico-social debe caracterizarse por la presencia conjunta
de la acción pública y privada, incluida la acción privada sin fines de lucro.
Se configura así una pluralidad de centros de decisión y de lógicas de
acción. Existen algunas categorías de bienes, colectivos y de uso común,
cuya utilización no puede depender de los mecanismos del mercado 743 y
que tampoco es de competencia exclusiva del Estado. La tarea del Estado,
en relación a estos bienes, es más bien la de valorizar todas las iniciativas
sociales y económicas, promovidas por las formaciones intermedias que
tienen efectos públicos.
d) Ahorro y consumo
Los consumidores, que en muchos casos disponen de amplios márgenes de
poder adquisitivo, muy superiores al umbral de subsistencia, pueden influir
notablemente en la realidad económica con su libre elección entre consumo
y ahorro.  Hoy, más que en el pasado, es posible evaluar las alternativas
disponibles, no sólo en base al rendimiento previsto o a su grado de riesgo,
sino también expresando un juicio de valor sobre los proyectos de inversión
que los recursos financiarán, conscientes de que «la opción de invertir en
un lugar y no en otro, en un sector productivo en vez de en otro, es siempre
una opción moral y cultural». La utilización del propio poder adquisitivo
debe ejercitarse en el contexto de las exigencias morales de la justicia y de
la solidaridad, y de responsabilidades sociales precisas: no se debe olvidar
«el deber de la caridad, esto es, el deber de ayudar con lo propio
“superfluo” y, a veces, incluso con lo propio “necesario”, para dar al pobre
lo indispensable para vivir ».

V. LAS « RES NOVAE » EN ECONOMÍA

a) La globalización: oportunidades y riesgos


Nuestro tiempo está marcado por el complejo fenómeno de la globalización
económico-financiera, esto es, por un proceso de creciente integración de
las economías nacionales, en el plano del comercio de bienes y servicios y
de las transacciones financieras, en el que un número cada vez mayor de
operadores asume un horizonte global para las decisiones que debe realizar
en función de las oportunidades de crecimiento y de beneficio.
La globalización alimenta nuevas esperanzas, pero origina también grandes
interrogantes. Puede producir efectos potencialmente beneficiosos para toda
la humanidad: entrelazándose con el impetuoso desarrollo de las
telecomunicaciones, el crecimiento de las relaciones económicas y
financieras ha permitido simultáneamente una notable reducción en los
costos de las comunicaciones y de las nuevas tecnologías, y una
aceleración en el proceso de extensión a escala planetaria de los
intercambios comerciales y de las transacciones financieras. En otras
palabras, ha sucedido que ambos fenómenos, globalización económico-
financiera y progreso tecnológico, se han reforzado mutuamente, haciendo
extremamente rápida toda la dinámica de la actual fase económica.
Una solidaridad adecuada a la era de la globalización exige la defensa de
los derechos humanos. A este respecto, el Magisterio señala que la
presencia «de una autoridad pública internacional al servicio de los
derechos humanos, de la libertad y de la paz, no sólo no se ha logrado aun
completamente, sino que se debe constatar, por desgracia, la frecuente
indecisión de la comunidad internacional sobre el deber de respetar y
aplicar los derechos humanos.

b) El sistema financiero internacional


Los mercados financieros no son ciertamente una novedad de nuestra
época: desde hace ya mucho tiempo, de diversas formas, se ocuparon de
responder a la exigencia de financiar actividades productivas. La
experiencia histórica enseña que en ausencia de sistemas financieros
adecuados no habría sido posible el crecimiento económico. Las
inversiones a gran escala, típicas de las modernas economías de mercado,
no se habrían realizado sin el papel fundamental de intermediario llevado a
cabo por los mercados financieros, que ha permitido, entre otras cosas,
apreciar las funciones positivas del ahorro para el desarrollo del sistema
económico y social. Una economía financiera con fin en sí misma está
destinada a contradecir sus finalidades, ya que se priva de sus raíces y de su
razón constitutiva, es decir, de su papel originario y esencial de servicio a
la economía real y, en definitiva, de desarrollo de las personas y de las
comunidades humanas. Los procesos de innovación y desregulación de los
mercados financieros tienden efectivamente a consolidarse sólo en algunas
partes del planeta. Lo cual es fuente de graves preocupaciones de
naturaleza ética, porque los países excluidos de los procesos descritos, aun
no gozando de los beneficios de estos productos, no están sin embargo
protegidos contra eventuales consecuencias negativas de inestabilidad
financiera en sus sistemas económicos reales, sobre todo si son frágiles y
poco desarrollados.

c) La función de la comunidad internacional en la época de la


economía global
La pérdida de centralidad por parte de los actores estatales debe coincidir
con un mayor compromiso de la comunidad internacional en el ejercicio de
una decidida función de dirección económica y financiera. 
Cuanto mayores niveles de complejidad organizativa y funcional alcanza
el sistema económico-financiero mundial, tanto más prioritaria se presenta
la tarea de regular dichos procesos, orientándolos a la consecución del bien
común de la familia humana. Surge concretamente la exigencia de que, más
allá de los Estados nacionales, sea la misma comunidad internacional quien
asuma esta delicada función, con instrumentos políticos y jurídicos
adecuados y eficaces.

d) Un desarrollo integral y solidario


Una de las tareas fundamentales de los agentes de la economía
internacional es la consecución de un desarrollo integral y solidario para la
humanidad, es decir, « promover a todos los hombres y a todo el hombre
». Esta tarea requiere una concepción de la economía que garantice, a nivel
internacional, la distribución equitativa de los recursos y responda a la
conciencia de la interdependencia —económica, política y cultural— que
ya une definitivamente a los pueblos entre sí y les hace sentirse vinculados
a un único destino. Un desarrollo más humano y solidario ayudará también
a los mismos países ricos. Estos países «advierten a menudo una especie de
extravío existencial, una incapacidad de vivir y de gozar rectamente el
sentido de la vida, aun en medio de la abundancia de bienes materiales, una
alienación y pérdida de la propia humanidad en muchas personas, que se
sienten reducidas al papel de engranajes en el mecanismo de la producción
y del consumo y no encuentran el modo de afirmar la propia dignidad de
hombres, creados a imagen y semejanza de Dios». Los países ricos han
demostrado tener la capacidad de crear bienestar material, pero a menudo
lo han hecho a costa del hombre y de las clases sociales más débiles: «No
se puede ignorar que las fronteras de la riqueza y de la pobreza atraviesan
en su interior las mismas sociedades tanto desarrolladas como en vías de
desarrollo. Pues, al igual que existen desigualdades sociales hasta llegar a
los niveles de miseria en los países ricos, también, de forma paralela, en los
países menos desarrollados se ven a menudo manifestaciones de egoísmo y
ostentación desconcertantes y escandalosas».

e) La necesidad de una gran obra educativa y cultural


Para la doctrina social, la economía «es sólo un aspecto y una dimensión de
la compleja actividad humana. Si es absolutizada, si la producción y el
consumo de las mercancías ocupan el centro de la vida social y se
convierten en el único valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro,
la causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el sistema económico
mismo, cuanto en el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar
la dimensión ética y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la
producción de bienes y servicios». Ante el rápido desarrollo del progreso
técnico-económico y la mutación, igualmente rápida, de los procesos de
producción y de consumo, el Magisterio advierte la exigencia de proponer
una gran obra educativa y cultural. Al descubrir nuevas necesidades y
nuevas modalidades para su satisfacción, es necesario dejarse guiar por una
imagen integral del hombre, que respete todas las dimensiones de su ser y
que subordine los materiales e instintivas a las interiores y espirituales. Es
necesaria y urgente una gran obra educativa y cultural, que comprenda la
educación de los consumidores para un uso responsable de su capacidad de
elección, la formación de un profundo sentido de responsabilidad en los
productores y sobre todo en los profesionales de los medios de
comunicación social, además de la necesaria intervención de las
autoridades públicas».772

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