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Las Marcas de La Mentira

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ISBN:978-950-46-4483-5

www.loqueleo.santillana.com

Andrea Ferrari
Otros títulos
publicados en esta
colección Un auto se desbarranca en una ruta
turística y cae al vacío. Cuando logran
recuperarlo, encuentran en su interior
Pablo De Santis el cadáver de un hombre que lleva en
Trasnoche Andrea Ferrari nació en Buenos
la espalda el tatuaje de una enorme
águila. ¿Quién es realmente? ¿Qué
Aires. Es periodista y escritora.
Andrea Ferrari esconde? Convertida ya en periodista, Trabajó durante más de veinte años
La velocidad de la música Sol Linares se sumerge en una historia en medios gráficos argentinos hasta
que rápidamente domina las pantallas que se volcó a la literatura infantil y
Griselda Gambaro y las tapas de los diarios, asistida otra juvenil. En 2003 obtuvo el Premio

las
La malasangre y otras obras de teatro vez por el inquietante A. L. Timón. Barco de Vapor de España con su
Pero para ella será también el novela El complot de Las Flores y en

Marcas de la Mentira
Luis María Pescetti momento de enfrentar el pasado de 2007, el Premio Jaén Narrativa
Cartas al Rey de la Cabina una madre a quien casi no conoció, Juvenil con El camino de Sherlock,
y las dudosas circunstancias que primera parte de la trilogía
rodearon su muerte. “El nuevo Sherlock”. Es también
Jordi Sierra i Fabra
Las Chicas de Alambre autora de las novelas Café solo, La
rebelión de las palabras, Aunque diga
fresas, También las estatuas tienen
Una joven pasante
miedo, Los chimpancés miran a los ojos,
de periodismo
El círculo de la suerte, No me digas
Un accidente misterioso Bond, No es fácil ser Watson, La
fábrica de serenatas y El hombre que
¡NO TE PIERDAS quería recordar.
LA SEGUNDA PARTE
DE ESTE ATRAPANTE
POLICIAL!

www.andreaferrari.com.ar
www.loqueleo.santillana.com
© 2015, Andrea Ferrari
© De esta edición:
2015, Ediciones Santillana S.A.
Av. Leandro N. Alem 720 (C1001AAP)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina

ISBN: 978-950-46-4483-5
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina. Printed in Argentina.

Primera edición: noviembre de 2015

Dirección editorial: María Fernanda Maquieira


Edición: Lucía Aguirre - Verónica Carrera
Ilustración de cubierta: Carlus Rodríguez

Dirección de Arte: José Crespo y Rosa Marín


Proyecto gráfico: Marisol Del Burgo, Rubén Churrillas y Julia Ortega

Ferrari, Andrea
Las marcas de la mentira / Andrea Ferrari ; ilustrado por Carlus Rodríguez. - 1a ed. . -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Santillana, 2015.
224 p. : il. ; 22 x 14 cm. - (Roja)

ISBN 978-950-46-4483-5

1. Literatura Juvenil. I. Rodríguez, Carlus, ilus. II. Título.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida,


ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de
recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea
mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,
o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

Esta primera edición de 6.000 ejemplares se terminó de imprimir en el mes de


noviembre de 2015, en Artes Gráficas Color Efe, Paso 192, Avellaneda, Buenos
Aires, República Argentina.
1

El auto de Fermín Brusco cayó al vacío poco antes del 7


amanecer. Llevaba varias horas sumergido en las heladas
aguas del lago Lácar, cuando unos turistas dieron la voz
de alarma tras ver las defensas rotas y las marcas de neu-
máticos que señalaban el camino a una muerte segura.
Pero fueron necesarias todavía varias horas más hasta
que la policía logró sacar el auto del lago y el cadáver de
su interior. Al darlo vuelta, ya sin ropa, descubrieron el
enorme tatuaje en su espalda. Un águila.
Pese a su espectacularidad, la muerte de Brusco no
fue una gran noticia en la prensa nacional. En aquellos
días los medios estaban demasiado concentrados en la
ola de calor que batía récords y en los reiterados cortes
de luz que encendían la furia popular como para dedi-
car más que unas pocas menciones al caso de ese hombre
que había desaparecido en Buenos Aires y reapareci-
do muerto a más de mil kilómetros de su casa. A fin de
cuentas, se trataba del dueño de una pequeña inmobi-
liaria, un tipo sin fama ni otros atractivos que pudieran
distraer a la gente de las apabullantes temperaturas que
llevaban catorce días ininterrumpidos haciendo hervir
los ánimos.
Sol estaba por entonces tan lejos física y emocio-
nalmente de lo que sucedía en Buenos Aires que la noti-
cia apenas la rozó. El viaje a Londres había resultado una
experiencia feliz pero agotadora y al final de cada día solo
lograba echar una rápida mirada a su computadora y res-
ponder algún mensaje de su padre antes de derrumbarse
en la cama.
8 Esa noche, sin embargo, un remitente captó su aten-
ción: A.L. Timón. Llevaba casi dos meses sin saber nada
de él. Dos meses intensos en los que prácticamente lo ha-
bía olvidado. Le parecía extraño pensar ahora que había
estado obsesionada por conocer la identidad real de ese
tipo enigmático que aportaba información para su blog.
El asunto decía: “Una noticia interesante”. Lo abrió.
“Hola, Julián. Vi que llevás un tiempo sin actualizar
el blog, espero que no lo hayas abandonado precisamente
ahora, cuando creo haber encontrado una historia en la
que podríamos trabajar juntos. Me llamó la atención el
nombre del protagonista, que coincide con el de alguien
que conocí hace mucho tiempo. Si estás interesado, luego
te cuento los detalles. Mientras tanto, copio aquí el enla-
ce de la noticia por si no la viste. Un saludo, Al”.
Por algún motivo, el mensaje la fastidió. De pronto
todo le resultaba un poco infantil: ese tipo que se escondía
tras el nombre A.L. Timón –o Al, como ella lo había bau-
tizado– y parecía saber tantas cosas. Y ella misma, que
había adoptado el seudónimo de Julián Monterreyes
para firmar en su blog. Tantas mentiras. Con desgano
cliqueó en el enlace y leyó por encima el breve artículo
publicado por un diario de Neuquén. Hablaba de un tal
Fermín Brusco, cuyo auto se había desbarrancado una
noche en la ruta 234, a pocos kilómetros de San Martín
de los Andes, y había caído al lago Lácar desde una al-
tura de cincuenta metros. Lo más llamativo era que su
mujer había denunciado dos días antes que Brusco ha-
bía salido de su casa porteña en la mañana, camino a la
inmobiliaria que tenía en el barrio de Almagro, y nunca 9
había llegado. En teoría, no tenía ningún motivo para
estar en la provincia de Neuquén. Una fuente policial
citada por el diario sostenía que el caso estaba siendo
investigado, pero al mismo tiempo sugería que el hom-
bre se había ido por un asunto personal, probablemente
otra mujer.
Eso era todo. A Sol no le pareció demasiado inte-
resante y estuvo a punto de dejar el mail sin respues-
ta. Incluso consideró la posibilidad de abandonar el
blog: a la distancia había empezado a pensar que qui-
zás ese proyecto era un derroche de tiempo. Pero mien-
tras se lavaba los dientes concluyó que en medio del
terremoto emocional en el que estaba sumida desde
su llegada a Londres era preferible evitar decisiones
abruptas. Ya en la cama, tecleó una rápida respuesta,
donde le explicaba a Al que estaba en el exterior y que
apenas volviera a Buenos Aires estudiaría ese asunto.
Cerró la tapa de la computadora y los ojos casi al mismo
tiempo.
La familia la había esperado con los brazos abiertos.
Muy abiertos: eran cinco los que estaban en el aeropuer-
to de Heathrow el día en que bajó del avión, preparados
para abrazarla, quitarle la valija, volver a abrazarla, con-
tarle lo contentos que estaban de verla, abrazarla una
vez más.
A la única que reconoció de entrada fue a su abuela.
Granny: así tenía que decirle. Era como en las fotos y al
mismo tiempo no lo era. El pelo canoso corto y ondulado
10 era igual, y también el cuerpo delgado y la sonrisa am-
plia. Pero había en su cara una ansiedad, una agitación
que no se esperaba.
En esos primeros momentos, Sol pensó que todo ha-
bía sido un gran error. Aceptar la invitación al casamiento
de su prima Beth, hacer que su padre comprara el pasa-
je y viajar hasta Londres a pasar un mes con esa fami-
lia casi desconocida que hablaba en forma incontrolable
y por momentos incomprensible. Quizá fue la reticencia
de su sonrisa lo que empezó a acallarlos en el camino a
la casa, mientras de un lado al otro del auto se cruzaban
algunas miradas preocupadas. Al fin su abuela le apretó
una mano y preguntó:
—¿Algo no está bien?
—Estoy bien, sí —dijo en su inglés dubitativo—, pero
no entiendo muchas de las cosas que dicen.
—¡Les dije! —gritó acusadora su prima Carol—. ¡Ha-
blan demasiado rápido!
Y luego, volviéndose hacia ella con una sonrisa encan-
tadora, anunció:
—Yo hablé un poco español de escuela y explicar tú
todo.

En la casa de su abuela también estaban los que no


habían podido ir al aeropuerto. Eran caras vagamente co-
nocidas por foto que solo lograría unir a los respectivos
nombres tras los primeros días, en los que vivió en un
permanente estado de confusión y somnolencia. Había
dos tías, Rachel y Maggie. Mark, el marido de Rachel.
John, vecino y amigo de Granny que solo había ido por 11
curiosidad, pero que ella confundió con el marido de
Maggie, que en realidad estaba separada. Las primas
Rose, Carol y Beth. Jonathan, el novio con el que Beth se
casaría en pocos días. Y Daniel, el único primo varón, que
le pareció distante y quizá ligeramente hostil.
Granny había bajado del altillo una enorme cantidad de
álbumes y cajas de recuerdos pertenecientes a su madre. Se
los señaló a poco de llegar: un rincón completo de la sala
donde ella podría bucear entre los rastros de la infancia y
adolescencia de Anne. Fotos, cuadernos, dibujos, pulseras
trenzadas, una cadena con un corazón plateado, el trofeo
de un torneo de natación, algunas cartas enviadas poco an-
tes de su muerte. Carol estaba a su lado y frunció el ceño.
—Es un poco abrumador —dijo.
Sol asintió. Esa sería la marca del viaje. Conocer a
su familia inglesa iba a resultar divertido, conmovedor,
excitante. Y, al mismo tiempo, un poco abrumador.
Era lógico entonces que en Londres no le prestara ma-
yor atención al caso de Fermín Brusco. No podía imaginar
que en poco tiempo más ese nombre iba a taladrar día y
noche sus pensamientos. Que iba a obsesionarse por sa-
ber todo sobre el hombre extraño al que ya había conoci-
do muerto.

12
2

En esos días sintió que empezaba a descubrir a su ma- 13


dre. Recién entonces tomaba conciencia de que lo que
su padre le había contado a lo largo de los años no eran
más que pinceladas, un toque aquí y otro allá, unas pocas
anécdotas ilustradas con unas cuantas fotos. La extrema
sensibilidad que él mostraba con todo lo que tenía que
ver con Anne siempre había frenado las preguntas de Sol.
Era como si el recuerdo de su madre fuese un jarrón de
porcelana antiguo ubicado en el medio de la casa: cerca
de él había que andar en puntas de pie.
En Londres, en cambio, las cosas eran distintas. Ha-
blaban de Anne todo el tiempo, sin ninguna solemnidad.
El asunto de la gata, por ejemplo.
—Blackie, se llamaba. Anne la encontró por la calle
—dijo Maggie—. Tenía una debilidad por los animales
abandonados.
—A mamá casi le da un ataque —siguió Rachel son-
riendo—, porque apenas la vio se dio cuenta de que esa
gata estaba preñada. Trató de que Annie la llevara a don-
de la había encontrado, pero ahí vino el drama: ella decía
que estaba lastimada y hambrienta y que no podían de-
jar a una futura madre abandonada.
Granny asintió mientras tragaba un bocado. Estaban
sentadas a la mesa, terminando el almuerzo del domingo.
Su abuela, sus dos tías y las tres primas. Daniel y Mark se
habían ido temprano para ver un partido de fútbol. A esa
altura, la comunicación se había vuelto más fluida: no era
solo que Sol entendía mejor, sino que toda la familia se
había acostumbrado a bajar el ritmo y abrir más la boca,
14 según las precisas instrucciones de Carol.
—Tu madre era una experta en chantaje emocional
—dijo Granny—. Me preguntó llorando si yo me haría
responsable de la muerte segura de todas las crías.
—Obviamente la gata se quedó —remató Maggie.
—Sí, pero le hice prometer que cuando nacieran ella
se encargaría de encontrar una casa para cada uno.
—¿Y cuántos tuvo?
—¡Seis!
—¿Consiguió casa para todos?
—Todos menos uno —siguió Rachel—. Los llevó al
parque en una caja y rápidamente ubicó a cinco. Pero con
el sexto no hubo caso. Entonces lo trajo de vuelta y lo
metió en un armario. Le llevaba leche a escondidas.
—Por supuesto, a las dos horas todos nos habíamos en-
terado del secreto, el gato no hacía más que chillar —son-
rió Granny—. Y se quedó. Ese era Tom. Seguro viste una
foto que le sacó Annie, está colgada en el pasillo de arriba.
Sí, había visto la foto: el momento exacto en que el
gato saltaba para cazar una mosca. Varias de las fotos
tomadas por su madre estaban enmarcadas y colgadas
en la casa. La pasión por la fotografía, le contaron, ha-
bía empezado en la adolescencia. Pero ese fue el tema de
otra conversación, días más tarde, cuando caminaba con
Granny por el puente del Milenio.
—Empezó con una camarita automática, a los quince
o dieciséis años. Era antes de la era digital y se gastaba
todos sus ahorros en rollos y revelado. Después se inscri-
bió en un curso, y para el cumpleaños le regalamos una
cámara profesional. Desde entonces no paró. A veces nos 15
volvía locos, te sacaba un primer plano de la oreja o el
dedo del pie.
—¿Siempre supo que iba a dedicarse a la fotografía?
—Creo que sí, era lo suyo. Cuando tenía unos vein-
ticuatro años y ya trabajaba en una revista, conoció a
la gente de Médicos sin Fronteras y se fue con ellos al
África, a fotografiar su trabajo. Volvió feliz. A partir de
entonces empezó a decir que quería ser corresponsal
de guerra, estar en las zonas de conflicto. Imaginate, nos
queríamos morir. Tu abuelo, Harry, se puso tan loco y le
gritó tanto que durante diez días no se hablaron.
—¿Y después?
—Después lo conoció a tu papá y abandonó la idea.
Estaban paradas en medio del puente mirando el Tá-
mesis y, más allá, la escenográfica Londres. Tras cuatro
días grises y helados, esa mañana las había sorprendido
un cielo límpido y un aire tibio que les permitió desemba-
razarse por un rato de guantes y bufandas.
—¿Lo odiaste a papá por llevársela a la Argentina?
Granny sonrió.
—No, cómo iba a odiarlo… si tu mamá lo quería tan-
to. Se la veía feliz. Además, eso hizo que se olvidara de
ir a cubrir guerras, que era lo que nos aterraba. Que le
dieran un balazo…
Se detuvo, súbitamente consciente de lo que estaba
diciendo.
—Y se lo dieron en Argentina —terminó Sol.
El brazo de Granny rodeó sus hombros.
16 —Sí, fue tan triste… Pero podría haber pasado en
cualquier lado. Una bala perdida…
—Sé bastante poco, a papá no le gusta mucho hablar
de lo que pasó.
—Yo tampoco supe mucho más de lo que dijeron los
medios en esos días. Ni quise saber. Fue un shock tan
grande… Viajamos con Harry al día siguiente, todavía sin
poder creerlo. Lo único bueno de ese viaje fue estar con
vos, disfrutarte un poco. Hasta te quedaste a dormir una
noche con nosotros en el hotel. Pero no te acordarás de
nada.
—No, era muy chica.
—Siempre me dio un poco de culpa no volver a
Buenos Aires a verte, Sol. Pero un tiempo después murió
Harry y se me hizo todo muy difícil.
—Sí, ya sé. Igual nunca dejaste de escribirme.
—Y me hace tan feliz que estés acá. Me gustaría que
vengas seguido. Unos días cada año, ¿qué te parece? Pue-
do destinar parte de mis ahorros a ese pasaje.
Sol sonrió.

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