Mateo-Seco, L. - Misterio de Dios (1) - 156-176
Mateo-Seco, L. - Misterio de Dios (1) - 156-176
Mateo-Seco, L. - Misterio de Dios (1) - 156-176
LA TRASCENDENCIA
DE DIOS SOBRE TODO SER
Y TODO CONOCIMIENTO
Este tema está dedicado a la naturaleza y perfecciones divinas, es decir,
a la consideración de cómo es Dios en su unidad y en sus atributos. Se
centra en la trascendencia de Dios sobre todo ser creado y, en conse
cuencia, también sobre todo entendimiento creado: no hay idea creada
que pueda expresar suficientemente la infinita perfección de Dios. Esta
idea se va desarrollando en las diversas dimensiones que nos son co
nocidas: Dios es más perfecto que la materia; Dios no está sometido al
tiempo (no es un ser temporal); tampoco está sometido al espacio. Dios
es infinito en perfección y, por eso, es único. La afirmación de que no
existe más que un solo Dios vertebra todo el pensamiento del Antiguo
y del Nuevo Testamento. Esta afirmación es primaria y fundamental en
la fe cristiana.
SUMARIO
1. LAS PERFECCIONES Y ATRIBUTOS DIVINOS • 2. LA TRASCENDENCIA DE
DIOS SOBRE EL UNIVERSO MATERIAL • 2.1. La simplicidad divina • 2.2. La
espiritualidad divina • 3. LA TRASCENDENCIA DE DIOS CON RESPECTO AL ES
PACIO Y AL TIEMPO • 3.1. La inmensidad de Dios • 3.2. La omnipresencia
divina • 3.3. La eternidad divina • 4. LA UNICIDAD DE DIOS • S. ASEI
DAD DIVINA Y CONTINGENCIA CREATURAL.
1. Las perfecciones y atributos divinos 1 57
Nos adentramos en el estudio de las perfecciones divinas con los ojos puestos
en el mandato misional de Cristo (d. Mt 28, 19), que hemos citado tantas veces
y sobre el que descansan las confesiones cristianas de fe en un Dios que es a la
vez unidad y trinidad. En este tema buscamos ante todo qué es ese Dios predi
cado por Cristo. Nos preguntamos por aquello que tienen en común las tres
divinas Personas, aquello que las constituye en un único Dios.
En nuestra reflexión sobre las perfecciones divinas tendremos como punto de
referencia constante cuanto se ha dicho en torno a las razones e importancia
de la teología negativa. Es bien certera la sobria afirmación que santo Tomás
coloca precisamente en el frontispicio de las cuestiones referentes a las perfec
ciones y atributos divinos:
«Como de Dios no podemos saber lo que es, sino lo que no es, tampoco podemos
tratar de cómo es, sino más bien de cómo no es» (Tomás de Aquino, Suma Teoló
gica I, q. 3, pro!).
En efecto, la naturaleza divina está por encima de todo conocimiento y, en
consecuencia, nuestras afirmaciones en torno a su perfección y atributos han de
hacerse con toda la modestia posible. La enumeración y ordenamiento de las
perfecciones divinas ha de hacerse, pues, con clara conciencia de la infinita dis
tancia existente entre lo que nosotros pensamos sobre Dios y lo que Dios es.
Y lo primero que viene al pensamiento al hablar de Dios es el hecho de que
Él es el Ser, como veíamos al comentar Éxodo 3, 14. Esta afirmación lleva
consigo, como la otra cara de una moneda, la afirmación de que Dios es infi
nito: precisamente por su plenitud de ser, posee en grado infinito todas las
perfecciones.
Incluso esta forma de hablar que acabamos de utilizar, y que parece obvia,
muestra la limitación de nuestro lenguaje. En efecto, hablando con propie
dad, Dios no posee en grado infinito todas las perfecciones, sino que Él es
una única perfección en grado infinito, que contiene en sí mismo todas las
perfecciones. Pero el discurso humano es incapaz de concebir una perfección
infinita, sin «descomponerla» en las innumerables perfecciones que esa infi
nitud implica. De ahí que se pueda decir de modo paralelo que Dios no tiene
nombre y, al mismo tiempo, afirmar que tiene múltiples de nombres. Como
escribe L. Clavell:
«Todo nuestro hablar sobre Dios se edifica sobre el fundamento de que Dios es
el Ser. Los demás nombres no harán más que expresar la riqueza inagotable con-
158 tenida en el Ser subsistente, que encierra todas las perfecciones. Sin embargo, si
por la poca fuerza y penetración de nuestras ideas necesitamos incluso dividir las
esencias de las cosas creadas y considerar sucesivamente sus diversos aspectos,
todavía es más necesario esto en el caso de Dios, que es Todo el Ser, inagotable
para la inteligencia creada. De ahí que debamos emplear muchos nombres para
Dios, y que nunca sean suficientes. Pero igual que nada puede ser conocido si no
es por resolución en el ente, tampoco los nombres de Dios se entienden sino sobre
su fw1damento que es la verdad metafísica más alta: Dios es el Ser» (L. Claven, El
nombre propio de Dios, Pamplona 1980, 189-190).
Es imposible que Dios esté compuesto de partes o que, junto con otros seres,
entre a formar parte en la composición de un todo. Ni es razonable el panteís
mo -en la medida en que todavía se hable de teísmo-, ni es razonable hablar de
Dios en un modo que implique composición, como si Dios fuese una suma de
sus componentes.
Afirmar que Dios es inmenso equivale a decir que Dios no tiene medida y
que, por lo mismo, está en todo lugar, sin que nunca esté circunscrito por
límites o localizaciones. Se utilizan dos nombres para designar esta realidad:
inmensidad y omnipresencia. Se trata de dos conceptos indisolublemente
unidos, pero que no son sinónimos.
• La inmensidad es un atributo absoluto, según el cual Dios es inmensu
rable, y no porque tenga una extensión infinita, sino porque no tiene
164 extensión. Él no realiza su ser expandiéndose espacialmente, sino en la
absoluta simplicidad de un acto de inteligencia y amor.
• La omnipresencia, en cambio, es un atributo relativo, en el sentido de
que indica la relación de indistancia que Dios mantiene con respecto a
todo el universo. Dios está presente en todas partes, pero sin estar ligado
a ninguna de ellas. Esta relación de presencia a todas las cosas es manifes
tación de la inmensidad de Dios.
La inmensidad divina es descrita en la Sagrada Escritura con elocuencia y en
un lenguaje de gran belleza. Aunque el templo de Jerusalén es lugar privile
giado de la presencia de Yahvé, ni siquiera él puede contenerle. A este respec
to, es paradigmática la plegaria de Salomón en la inauguración del templo de
Jerusalén: «¡He aquí que ni la tierra ni los cielos pueden conteneros, cuánto
menos esta casa que yo he construido!» (1 R 8, 27).
La afirmación explícita de inmensidad divina se encuentra presente en la tra
dición de la Iglesia, en el Símbolo Quicumque y en los Concilios IV de Letrán
y Vaticano I:
«Inmenso el Padre, inmenso el Hijo, inmenso el Espíritu Santo, eterno el Padre,
eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo, y, sin embargo, no tres eternos, sino un
eterno. De igual forma que no son tres increados o tres inmensos, sino un increa
do y un inmenso» (Símbolo Quicumque, DS 75).
«La Santa católica y apostólica iglesia romana cree y confiesa que hay un solo
Dios, verdadero y vivo ( . . . ) omnipotente, eterno, inmenso, incomprehensible . . . »
(Concilio Vaticano I, Dei Filius [24.IV.1870), DS 3001).
Dios está en todas partes, es decir, es omnipresente. Baste recordar estas her
mosas palabras de Job: «¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? ¿Adónde huir
de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás Tú; si bajare a los abismos, allí
estás presente. Si, robando las plumas a la aurora, quisiera habitar al extremo
del mar, también allí me recogería tu mano y me tendría tu diestra» (Jb 23,
8-9). Esta es la doctrina que Nuestro Señor da por supuesta en el diálogo con
la samaritana al contestar a su pregunta sobre dónde se debe adorar a Dios.
Dios es espíritu y, por lo tanto, se le ha de adorar en todo tiempo y lugar (cf.
Jn 4, 20-24).
166 Precisamente porque Dios no pertenece al espacio, puede estar presente en
todos los lugares y en todas las cosas, íntimamente, sin «avasallarlas», como
la fuente de su ser. Los mismos pasajes de la Escritura que hablan de la in
mensidad de Dios hablan de su presencia universal.
Es lo que dice san Pablo en el Areópago: «Dios no está lejos de ninguno de
nosotros, porque en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 27-28).
La presencia de Dios a las cosas implica, al mismo tiempo, su trascendencia
respeto a ellas: la omnipresencia equivale a que todo está en Dios y Dios está
en todo; pero no se dice esto en el plano de la espacialidad, sino en el de la
dependencia que el ser creado tiene con respecto a su Creador.
He aquí cómo lo razona santo Tomás:
«Como Dios causa el efecto de ser en las cosas, no solo cuando empiezan a exis
tir, sino durante todo el tiempo que lo conservan, a la manera como el sol está
causando la iluminación del aire mientras este tiene luz, síguese que ha de estar
presente en lo que existe mientras tenga ser y según el modo como participe el
ser. Ahora bien, el ser es lo más íntimo de cada cosa y lo que más profundamente
las penetra, ya que es principio formal de cuanto en ellas hay. Por consiguiente es
necesario que Dios esté en todas las cosas, y en lo más íntimo de ellas» (Tomás de
Aquino, Suma Teológica I, q. 8, a. 1 in c.).
4. La unicidad de Dios
Es lógico concluir nuestro recorrido por los atributos divinos considerando la
unicidad de Dios. No hay más que un solo Dios, porque Él está por encima
de todo otro ser. Él no recibe el ser de nadie, mientras que todo cuanto existe
fuera de Él pertenece al mundo de lo creado y de lo contingente. Incluso los
ángeles y los demonios, de los que con frecuencia se habla en la Sagrada Escri
tura, no son más que sus servidores.
El monoteísmo implica la afirmación de que Dios trasciende absolutamente
a todos los seres. Y viceversa, afirmar que Dios trasciende todos los seres
equivale a afirmar que Él es único. El monoteísmo es antes que nada afir
mación de la absoluta trascendencia divina. El ser de Dios es único, porque
cualitativamente trasciende todos los seres.
En el Antiguo Testamento se exige la adoración a un solo Dios, porque Él es el
único Dios. El texto paradigmático es el de Deuteronomio 6, 4-5: «Oye, Israel,
Yahvé es nuestro Dios, Yahvé es único. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas».
• Quizás los capítulos que más vigorosamente fustigan a los ídolos se en
cuentren en el Deutero-Isaías: la ironía contra los dioses viene razonada
no solo por la inutilidad de los ídolos, sino por la unicidad de Yahvé. «Yo
soy el primero y el último, y no hay otro Dios fuera de mí. ¿Quién como
yo? (. . . ) Todos los forjadores de ídolos son nada (. . . ) Yo soy Yahvé el que
lo ha hecho todo, el que solo despliega los cielos y afirma la tierra. ¿Quién
conmigo?» (Is 44, 6. 7. 24). Nuestro Señor confirma la fe en la unicidad de
Dios, citando precisamente Deuteronomio 6, 4-5 (cf. Mt 22, 37; Me 12, 30;
Le 10, 27).
Como ya se ha dicho -pero conviene insistir en ello- la enseñanza bíblica no
solo se opone a todo politeísmo, sino también a toda confusión entre lo divino
y las fuerzas de la naturaleza. El monoteísmo cristiano posee unos rasgos que
lo hacen inconfundible con cualquier otro monoteísmo. La diferencia funda
mental estriba en la claridad con que se afirma la doctrina de la creación de
la nada y, en consecuencia, la absoluta diversidad cualitativa existente entre
el ser de Dios y el ser creado. Así se ha visto con claridad, al estudiar a fondo
los atributos divinos.
Tocamos aquí una cuestión clave para el concepto de Dios. La diferencia 171
esencial entre monoteísmo y politeísmo no radica tanto en el número de dio-
ses a los que se adora o en los que se cree, sino que radica, sobre todo, en la
hondura y autenticidad con que se concibe el ser divino, como ser trascen-
dente. El politeísta no solo adora a dioses falsos, sino que tiene un concepto
devaluado de la divinidad. Hay muchos dioses, porque realmente ninguno
de ellos es verdaderamente infinito. El politeísmo solo es posible cuando se
ignora la trascendencia de Dios sobre el mundo creado, es decir, cuando no
hay conciencia clara de la auténtica grandeza de Dios.
De ahí que en la afirmación del monoteísmo haya algo mucho más importante
aún que la cuestión del número de dioses. Se trata de la cuestión de la natura
leza misma de Dios. La teología de la creación es aquí decisiva. Solo se da una
auténtica intelección del monoteísmo cuando se concibe a Dios como crea
dor y dueño absoluto de todo cuanto existe, es decir, como Señor de cielos y
tierra, que trasciende abismalmente todo los seres, porque únicamente Él es
el Ser. Los demás, participamos del ser, pero no somos el ser.
• Como se verá en el tema siguiente, la revelación del monoteísmo llega
a su plenitud con la revelación del misterio trinitario. No se trata de un
correctivo al monoteísmo, sino de una profundización en la verdad sobre
el Dios único. Esta revelación muestra, en efecto, cómo es la vida íntima
del único Dios. Dios no solo es un ser personal, sino que es una unidad
en comunión de personas. Existe en Dios una perfecta conjugación entre
unidad y comunión. El misterio trinitario indica, a la vez, la riqueza de la
afirmación monoteísta y la profundidad de la afirmación de que Dios es
Amor (d. 1 Jn 4, 8).
En su lucha contra el politeísmo, los santos Padres recurrieron con frecuencia
al sentido común para mostrar la unicidad de Dios. Baste, como ejemplo, la
argumentación aducida por san Juan Damasceno, que es de una claridad y
contundencia envidiables:
«La esencia divina es perfecta, no le falta nada en bondad, en sabiduría y po
der; carece de principio y de fin, es eternamente ilimitada, en pocas palabras, es
absolutamente perfecta. Si suponemos que hay muchos dioses, necesariamente
habrá una diferencia entre ellos, ya que, si no hubiese ninguna diferencia, serían
un solo Dios y no muchos. Ahora bien, si hay una diferencia entre ellos, ¿dónde
está entonces la perfección? Pues uno estaría por debajo de lo perfecto respecto a
la bondad o al poder o a la sabiduría o al lugar, y no sería Dios. Pero la perfecta
identidad demostraría que existe w10 solo y no muchos. ¿Y cómo sería posible
que se conservara la infinitud en la existencia de muchos? (. . . ) Uno es, pues, Dios,
172 perfecto, ilimitado, creador, conservador y gobernador del universo, omniper
fecto y totalmente feliz. Además es una necesidad natural que la unidad sea el
fundamento de la dualidad» Guan Damasceno, E:rposición de la fe ortodoxa, V, 5).
Ejercicio 1 . Vocabulario
Identifica el significado de las siguientes palabras y expresiones usadas:
«Creer en Dios, el Único, y amarlo con todo el ser tiene consecuencias inmensas para
toda nuestra vida:
Es reconocer la grandeza y la majestad de Dios: "Sí, Dios es tan grande que supera nues
tra ciencia» (Jb 36, 26). Por esto Dios debe ser «el primer servido''. [Santa Juana de Arco]
Es vivir en acción de gracias: si Dios es el Único, todo lo que somos y todo lo que po
seemos viene de Él: "¿Qué tienes que no hayas recibido?" (1 Co 4, 7). "¿Cómo pagaré al
Señor todo el bien que me ha hecho?" (Sal 1 1 6, 1 2).
Es reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los hombres: Todos han sido
hechos "a imagen y semejanza de Dios" (Gn 1 , 26).
Es usar bien de las cosas creadas: La fe en Dios, el Único, nos lleva a usar de todo lo que
no es Él en la medida en que nos acerca a Él, y a separarnos de ello en la medida en
que nos aparta de Él (cf. Mt 5, 29-30; 1 6, 24; 1 9, 23-24): "Señor mío y Dios mío, quítame
todo lo que me aleja de Ti / Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a Ti /
Señor mío y Dios mío, despójame de mí mismo para darme todo a Ti" (San Nicolás de
Flüe, Oración).
175
Es confiar en Dios en todas las circunstancias, incluso en la adversidad. Una composi
ción poética de santa Teresa de Jesús lo expresa admirablemente: "Nada te turbe, Nada
te espante, Todo se pasa, Dios no se muda, La paciencia, Todo lo alcanza; Quien a Dios
tiene, Nada le falta: Solo Dios basta" (poes. 30)».
Catecismo de la Iglesia católica, nn. 222-227
***
«Pero si la mente volandera de alguno, vagando por las imágenes de los tiempos ante
riores [a la creación], se admirase de que tú, Dios omnipotente, creador y conservador
de todo el universo, artífice del cielo y de la tierra, dejaste pasar un sinnúmero de siglos
antes de que hicieses tan gran obra, despierte y advierta que admira cosas falsas. Por
que ¿cómo habían de pasar innumerables siglos, cuando aún no los habías hecho tú,
autor y creador de los siglos? ¿O qué tiempos podían existir que no fuesen creados por
ti? ¿Y cómo habían de pasar, si nunca habían sido? Luego, siendo tú el obrador de todos
los tiempos, si existió algún tiempo antes de que hicieses el cielo y la tierra, ¿por qué
se dice que "cesabas de obrar"? Porque tú habías hecho el tiempo mismo; ni pudieron
pasar los tiempos antes de que hicieses los tiempos. Pues si antes del cielo y de la tierra
no existía ningún tiempo, ¿por qué se pregunta qué era lo que "entonces" hacías? Por
que realmente no había tiempo donde no había "entonces".
Ni tú precedes temporalmente a los tiempos: de otro modo no precederías a todos dos
tiempos. Pero precedes a todos los pretéritos por la celsitud de tu eternidad, siempre
presente; y superas todos los futuros, porque son futuros, y cuando vengan serán pre
téritos. "Tú, en cambio, eres el mismo, y tus años no mueren" (Sal 1 02, 28). Tus años ni
van ni vienen, al contrario de estos nuestros, que van y vienen, para que todos sean.
Tus años existen todos juntos, porque existen; ni son excluidos los que van por los que
vienen, porque no pasan; pero los nuestros todos llegan a ser cuando ninguno de ellos
exista ya. "Tus años son un día"(2 P 3, 8), y tu día no es un cada día, sino un "hoy'; porque
tu "hoy" no cede el paso al mañana ni sucede al día de ayer. Tu "hoy" es la eternidad;
por eso engendraste coeterno a ti a aquel a quien dijiste: "Yo te he engendrado hoy"
(Sal 2, 7). Tú hiciste todos los tiempos, y tú eres antes de todos ellos; ni hubo un tiempo
cuando no existía el tiempo».
SAN AGUSTÍN,
Confesiones, XI, 1 5-16
* * *
176
«Renucia a los sentidos, a las operaciones intelectuales, a todo lo sensible y a todo lo
inteligible. Despójate de todas las cosas que son y aun de las que no son. Deja de lado
tu entender y esfuérzate por subir lo más que puedas hasta unirte con aquel que está
más allá de todo ser y de todo saber. (. .. )
¡Trinidad supraesencial, más que divina y más que buena! Maestra de la sabiduría di
vina de los cristianos, guíanos hasta más allá del no saber y de la luz, hasta la cima
más alta de las Escrituras místicas. Allí los misterios de la Palabra de Dios son simples,
absolutos, inmutables en las tinieblas más que luminosas del silencia que muestra los
secretos. Ellos desbordan fulgurantes de luz en medio de las más negras tinieblas. Ab
solutamente intangibles e invisibles, los misterios de hermosísimos fulgores inundan
nuestras almas deslumbradas. ( . . . )
Debemos afirmar que, siendo Causa de todos los seres, habrá de atribuírsele todo
cuanto se diga del ser, porque es supraesencial a todos. Esto no quiere decir que la
negación contradiga a las afirmaciones, sino que por sí misma aquella Causa trasciende
y es supraesencial a todas las cosas, anterior y superior a las privaciones, pues está más
allá de cualquier afirmación o negación. ( . . . )
Esto significa que las cosas más santas y sublimes percibidas por nuestros ojos y razón
son apenas medios por los que podemos conocer la presencia de aquel que todo lo
trasciende. A través de ellos, sin embargo, se hace manifiesta su inimaginable presen
cia. ( . . . ) Allí [en las misteriosas Tinieblas del no-saber], renunciado todo lo que pueda
la mente concebir, abismado totalmente en lo que no percibe ni comprende, se aban
dona por completo en aquel que está más allá de todo ser. Allí, sin pertenecerse a sí
mismo ni a nadie, renunciado a todo conocimiento, queda unido por lo más noble de
su ser con Aquel que es totalmente incognoscible. Por lo mismo que nada conoce,
entiende sobre toda inteligencia».
PSEUDO DIONISIO AREOPAGITA,
De mystica theologia,
PG 5 1 000; tr. T. Martín-Lunas, Obras completas
del Pseudo Dionisia Areopagita,
Madrid: BAC, 1 995, 371-373