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Mateo-Seco, L. - Misterio de Dios (1) - 156-176

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156

LA TRASCENDENCIA
DE DIOS SOBRE TODO SER
Y TODO CONOCIMIENTO
Este tema está dedicado a la naturaleza y perfecciones divinas, es decir,
a la consideración de cómo es Dios en su unidad y en sus atributos. Se
centra en la trascendencia de Dios sobre todo ser creado y, en conse­
cuencia, también sobre todo entendimiento creado: no hay idea creada
que pueda expresar suficientemente la infinita perfección de Dios. Esta
idea se va desarrollando en las diversas dimensiones que nos son co­
nocidas: Dios es más perfecto que la materia; Dios no está sometido al
tiempo (no es un ser temporal); tampoco está sometido al espacio. Dios
es infinito en perfección y, por eso, es único. La afirmación de que no
existe más que un solo Dios vertebra todo el pensamiento del Antiguo
y del Nuevo Testamento. Esta afirmación es primaria y fundamental en
la fe cristiana.

SUMARIO
1. LAS PERFECCIONES Y ATRIBUTOS DIVINOS • 2. LA TRASCENDENCIA DE
DIOS SOBRE EL UNIVERSO MATERIAL • 2.1. La simplicidad divina • 2.2. La
espiritualidad divina • 3. LA TRASCENDENCIA DE DIOS CON RESPECTO AL ES­
PACIO Y AL TIEMPO • 3.1. La inmensidad de Dios • 3.2. La omnipresencia
divina • 3.3. La eternidad divina • 4. LA UNICIDAD DE DIOS • S. ASEI­
DAD DIVINA Y CONTINGENCIA CREATURAL.
1. Las perfecciones y atributos divinos 1 57
Nos adentramos en el estudio de las perfecciones divinas con los ojos puestos
en el mandato misional de Cristo (d. Mt 28, 19), que hemos citado tantas veces
y sobre el que descansan las confesiones cristianas de fe en un Dios que es a la
vez unidad y trinidad. En este tema buscamos ante todo qué es ese Dios predi­
cado por Cristo. Nos preguntamos por aquello que tienen en común las tres
divinas Personas, aquello que las constituye en un único Dios.
En nuestra reflexión sobre las perfecciones divinas tendremos como punto de
referencia constante cuanto se ha dicho en torno a las razones e importancia
de la teología negativa. Es bien certera la sobria afirmación que santo Tomás
coloca precisamente en el frontispicio de las cuestiones referentes a las perfec­
ciones y atributos divinos:
«Como de Dios no podemos saber lo que es, sino lo que no es, tampoco podemos
tratar de cómo es, sino más bien de cómo no es» (Tomás de Aquino, Suma Teoló­
gica I, q. 3, pro!).
En efecto, la naturaleza divina está por encima de todo conocimiento y, en
consecuencia, nuestras afirmaciones en torno a su perfección y atributos han de
hacerse con toda la modestia posible. La enumeración y ordenamiento de las
perfecciones divinas ha de hacerse, pues, con clara conciencia de la infinita dis­
tancia existente entre lo que nosotros pensamos sobre Dios y lo que Dios es.
Y lo primero que viene al pensamiento al hablar de Dios es el hecho de que
Él es el Ser, como veíamos al comentar Éxodo 3, 14. Esta afirmación lleva
consigo, como la otra cara de una moneda, la afirmación de que Dios es infi­
nito: precisamente por su plenitud de ser, posee en grado infinito todas las
perfecciones.
Incluso esta forma de hablar que acabamos de utilizar, y que parece obvia,
muestra la limitación de nuestro lenguaje. En efecto, hablando con propie­
dad, Dios no posee en grado infinito todas las perfecciones, sino que Él es
una única perfección en grado infinito, que contiene en sí mismo todas las
perfecciones. Pero el discurso humano es incapaz de concebir una perfección
infinita, sin «descomponerla» en las innumerables perfecciones que esa infi­
nitud implica. De ahí que se pueda decir de modo paralelo que Dios no tiene
nombre y, al mismo tiempo, afirmar que tiene múltiples de nombres. Como
escribe L. Clavell:
«Todo nuestro hablar sobre Dios se edifica sobre el fundamento de que Dios es
el Ser. Los demás nombres no harán más que expresar la riqueza inagotable con-
158 tenida en el Ser subsistente, que encierra todas las perfecciones. Sin embargo, si
por la poca fuerza y penetración de nuestras ideas necesitamos incluso dividir las
esencias de las cosas creadas y considerar sucesivamente sus diversos aspectos,
todavía es más necesario esto en el caso de Dios, que es Todo el Ser, inagotable
para la inteligencia creada. De ahí que debamos emplear muchos nombres para
Dios, y que nunca sean suficientes. Pero igual que nada puede ser conocido si no
es por resolución en el ente, tampoco los nombres de Dios se entienden sino sobre
su fw1damento que es la verdad metafísica más alta: Dios es el Ser» (L. Claven, El
nombre propio de Dios, Pamplona 1980, 189-190).

Así pues, todo cuanto digamos en torno a las perfecciones divinas no es


otra cosa que explicitación de la perfección contenida en el Ser, es decir, no
es otra cosa que la «descomposición» de una sola perfección, simplicísima e
infinita, que vemos en su rica variedad cuando el arco iris «descompone» la
luz en sus maravillosas tonalidades. De ahí la justeza con que la patrística,
especialmente el Pseudo Dionisia, llamó a Dios panónimos, anónimos, hyperóni­
mos: el de todos los nombres, el de ningún nombre, el que está por encima de
todo nombre.
Todas las perfecciones que vemos en los seres creados se encuentran en
Dios, ya que Él es su causa. Pero no todas se encuentran en Dios del mismo
modo.
• Hay algunas perfecciones cuyo concepto no entraña imperfección alguna.
Se les llama perfecciones simples o puras; como la belleza o la bondad.
• Hay otras, cuyo concepto entraña imperfección. Se las llama perfecciones
mixtas o impuras, por ejemplo, las relacionadas con la corporeidad.
Las perfecciones simples se encuentran en Dios según su propia razón de
ser, aunque en grado infinito y en una forma superior al modo en el que se
pueden encontrar en cualquier ser creado: Dios es verdadera y propiamente
sabio, justo, poderoso, lleno de misericordia. Dios es Amor (1 Jn 4, 16). Es todo
esto en grado infinito y simplicísimo, aunque nosotros, por la limitación de
nuestra inteligencia, distingamos conceptualmente las diversas facetas de esa
única perfección divina.
Las perfecciones mixtas, precisamente porque entrañan imperfección en
su mismo concepto, solo se encuentran en Dios virtualmente, es decir, en
cuanto que proceden de Él como de su causa. En efecto, las perfecciones
mixtas están hasta tal punto mezcladas con el límite y la imperfección que es
imposible liberarlas de esa imperfección. Así, por ejemplo, las de la corporali­
dad están tan sujetas a las limitaciones de la divisibilidad y de la corrupción,
que es imposible aplicarlas a Dios más que en forma metafórica y virtual.
No se le pueden aplicar en forma propia, pues despojarlas de toda divisibili- 1S9
dad y corruptibilidad para poder referirlas a Dios, implica que dejan ser cor­
porales. Y, sin embargo, todo lo que la corporalidad contiene de perfección se
encuentra en Dios como en su causa, aunque en un modo infinitamente más
sublime que lo que se significa directamente con los conceptos relativos a la
corporalidad.
Por eso, aunque todas las perfecciones se encuentren en Dios, no todas re­
ciben el nombre de atributos divinos. De entre todas las perfecciones, este
nombre solo se utiliza para designar las perfecciones simples, que, al no en­
trañar en su concepto ninguna imperfección, se encuentran necesaria y pro­
piamente en Dios. Son como las propiedades del ser divino, las notas que lo
caracterizan. Los atributos divinos pueden describirse, pues, como las cuali­
dades o virtudes que constituyen la esencia de Dios. Se trata de perfecciones
comunes a las tres divinas Personas, pues cada una de ellas posee en común
y sin división toda la esencia divina.
Los atributos se identifican con la esencia divina, es decir, son la misma y
única esencia divina, la cual es simplicísima. Dada la simplicidad divina,
los atributos divinos no pueden entenderse como realmente distintos; sin
embargo, tampoco pueden tomarse como sinónimos. El concepto de lo que
designamos con el nombre de justicia no es idéntico al de sabiduría o al de
misericordia. Incluso aplicado a Dios, el concepto de ser no es lo mismo que el
concepto de bondad o de verdad, aunque en la realidad ser, verdad y bondad
se identifiquen. Existe entre estos conceptos una auténtica distinción de razón,
fundamentada en la misma naturaleza de las cosas. Esto quiere decir, que
aunque en la realidad divina las perfecciones se incluyen mutuamente unas
a otras y son de hecho una única perfección, son distintas en nuestro cono­
cimiento y en nuestro lenguaje: cuando decimos que Dios es infinitamente
misericordioso damos por supuesto que esta misericordia es justa, y cuando
decimos que es infinitamente justo, damos por supuesto que su justicia es
misericordiosa; pero cuando decimos que Dios es justo no estamos diciendo
exactamente lo mismo que cuando le llamamos misericordioso.
Aunque alcancemos a expresar la realidad de los atributos de Dios, sabemos que
Dios está más allá de nuestro pensamiento y de nuestro lenguaje. Sin embargo,
en este lenguaje nuestro es en el que tenemos que hablar de Dios; no existe otro
lenguaje humano. Además, el mismo Dios ha utilizado este lenguaje nuestro para
hablarnos.
160 2. La trascendencia de Dios sobre el universo material

Desde las primeras palabras de la Sagrada Escritura se afirma la trascenden­


cia de Dios respecto al universo entero. Yahvé es el Creador y el Señor de
todo. Él es antes que todo y está por encima de todo. Él es supratemporal y
supracósmico. Él es un mysterium tremendum et fascinosum, un misterio tre­
mendo y fascinante, que sobrepasa infinitamente al hombre. Incluso, cuando
Dios se acerca definitivamente al hombre en Cristo, sigue siendo el Dios santo
y sublime, trascendente y cercano.
Esta trascendencia divina acompaña siempre y explícitamente la «persona­
lidad» del Dios cristiano, tanto en la Sagrada Escritura como en la gran tra­
dición de la Iglesia. La confesión de la Encarnación no tiene nada que ver con
ninguna de las formas de panteísmo que tentaron especialmente a algunos
pensadores de los siglos xvm y XIX. El Dios cristiano es un Dios entrañable­
mente personal, que tiene un nombre concreto (cf. Ex 3, 14), que establece su
Alianza con el hombre, y al que el hombre le puede llamar Tú, pero es trans­
cendente al universo material: nunca entra en composición con el mundo
formando parte de él.

2.1. La simplicidad divina

Al llegar aquí, nuevamente nos sale al paso la condición de nuestro conoci­


miento, que tiene como punto de partida lo que entra por los sentidos. En esta
perspectiva, es claro que la complejidad material equivale a mayor riqueza y
a mayor calidad de ser. En nuestro mundo, cuanto mayor sea el nivel en los
grados de ser propios de un ente, le corresponderá una mayor complejidad en
su composición.
Por eso, al tratar la cuestión de la simplicidad divina es necesario tener pre­
sente que la simplicidad de que estamos hablando no se opone a riqueza, a
pluralidad o a multiplicidad, sino a composición, a mezcla, a divisibilidad
y, por tanto, a mortalidad. Cuando decirnos que Dios es infinitamente simple,
no decirnos que no tenga una vida infinitamente rica en pensamiento y amor;
estamos diciendo exactamente lo contrario: Dios es un simplicísimo, infinito
e indeficiente acto de conocimiento y de amor.
• Dios no es una realidad unitaria compuesta de diversas partes, vulnera­
ble y divisible; tampoco es una totalidad compuesta por distintos princi­
pios metafísicos como esencia y existencia, sino una unidad que contiene
en sí toda la perfección, un puro e infinito acto de ser, de entender y de 161
amar.
• La simplicidad de Dios ha sido solemnemente afirmada por el Magisterio
de la Iglesia, recogiendo así la enseñanza de la Sagrada Escritura y una
tradición teológica unánime. «Dios es una naturaleza completamente sim­
ple», dice el Concilio IV de Letrán (Definitio contra albigenses et catharos [a.
1215], DS 800); «Dios es una simple sustancia espiritual completamente in­
mutable», enseña el Concilio Vaticano I, teniendo presentes precisamente
los diversos panteísmos que se encuentran en la cultura occidental en el
siglo xrx (Dei Filius [24.IV.1870], cp. I, DS 3001).

El problema se presentaría al concebir a Dios como corpóreo. Si Dios fuese


cuerpo, precisamente por ser extenso, seria divisible y entrañaría imperfec­
ción, pues entrañaría potencialidad, entre otras, la propia del movimiento, por
tanto, no sería acto puro.

Es imposible que Dios esté compuesto de partes o que, junto con otros seres,
entre a formar parte en la composición de un todo. Ni es razonable el panteís­
mo -en la medida en que todavía se hable de teísmo-, ni es razonable hablar de
Dios en un modo que implique composición, como si Dios fuese una suma de
sus componentes.

Así se verá más adelante en la consideración del misterio trinitario: Padre,


Hijo y Espíritu Santo son Dios, pero no forman parte de Dios. Dios no es la
suma de las tres divinas Personas. Por esta razón es preciso afirmar que toda
la divinidad está en el Padre, toda está en el Hijo y toda está en el Espíritu
Santo. He aquí cómo lo expone el Concilio XI de Toledo (9.XI.675):
«Así, pues, confesamos y creemos que cada Persona en particular es plenamente
Dios; y las tres un solo Dios. Su divinidad, única indivisa e igual, su majestad o
su poder, ni se disminuye en cada uno, ni se aumenta en los tres; porque ni tiene
nada de menos cuando singularmente cada Persona se dice Dios, ni tiene algo de
más cuando las tres Personas son llamadas un solo Dios» (DS 529).

Padre, Hijo y Espíritu Santo no se pueden concebir como «sumandos» de una


unidad superior, sino como comunión perfecta en la misma y única esencia.
La esencia divina no se multiplica con las Personas. Al engendrar al Hijo,
el Padre entrega al Hijo toda su esencia, sin división y sin multiplicación. La
esencia del Hijo es numéricamente la misma del Padre. Y lo mismo hay que
decir de la Persona del Espíritu Santo. La esencia divina es simplicísima y
única.
162 2.2. La espiritualidad divina

La simplicidad e inmaterialidad divinas nos llevan a la consideración de Dios


como espíritu. Nuestro Señor también utilizó este término para decir cómo es
Dios: «Dios es espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en
verdad» (Jn 4, 24). Como ya se ha visto, en la Sagrada Escritura, el concepto de
espíritu y los diversos términos utilizados para designarlo coinciden en apun­
tar hacia algo libre, que vive con una vida superior a la vida material. Espíritu
y vida están estrechamente relacionados.

Decir que Dios es espíritu lleva consigo la afirmación de que Él no es cuer­


po. En consecuencia, tampoco se puede entender que el sexo esté propiamen­
te en Dios. El sexo solo está en Dios virtualmente, es decir, en cuanto que Dios
tiene poder para crear seres sexuados. Esto es así por la propia definición del
sexo, que es corporeidad y división dentro de un género. Lo masculino y lo
femenino son las dos formas de realización de lo humano: dos formas que
se complementan y se necesitan. La forma en que Dios se realiza es infini­
tamente simple, sin división alguna.
• No se puede, pues, concebir a Dios como masculino o como femenino.
Dios está más allá del sexo. En el sexo se reflejan la infinita perfección y
fecundidad de la vida divina, de igual forma que en el cuerpo humano se
refleja la perfección de Dios. Pero ni se puede decir que Dios sea cuerpo,
ni que sea varón o mujer. Tampoco se puede concebir que, en el seno de
la Trinidad, se pueda aplicar un sexo determinado a una Persona deter­
minada y otro a otra. Corno ya se ha dicho, Padre, Hijo y Espíritu Santo
no son tres partes de la misma y única Divinidad, sino que los tres son un
mismo y único Dios, sin que exista entre ellos la más mínima división ni
distinción de naturaleza.
Jesucristo utilizó el nombre de Padre para dirigirse a Dios, y le llamó su Abbá.
También lo describió como Padre, por ejemplo, en la parábola del hijo pródigo. Al
mismo tiempo ha dejado suficientemente claro el sentido superior en que utiliza
este lenguaje. No trató con él de presentar el sexo masculino como superior al
sexo femenino. Los cristianos no pueden, pues, abandonar el lenguaje que utilizó
Jesús. Sencillamente deben entender este lenguaje en el sentido en que lo empleó
Jesús, reconociendo en Dios un amor maternal y paternal a la vez (cf. J. Galot,
Pere, qui es-Tu?, Versalles 1 996, 92-96).
3. La trascendencia de Dios respecto al espacio y al tiempo 163
Las limitaciones del ser material se hacen especialmente palpables en su de­
pendencia de las coordenadas de espacio y de tiempo. Espacio y tiempo son
la medida de los límites en la extensión y en la duración de los seres. Decir
que Dios trasciende infinitamente al mundo conlleva el afirmar que Él no
está sometido a las coordenadas de espacio y tiempo, es decir, que Él es su­
pracósmico y supratemporal.
Inmensidad, omnipresencia y eternidad aparecen vigorosamente descritas
tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Son rasgos propios, ex­
clusivos e inseparables del Dios de la Alianza. Yahvé jamás está circunscrito
por nada, ni siquiera por sus lugares de culto. Yahvé está más allá de cual­
quier lugar: Él interviene al mismo tiempo en todas partes, sin tener que
trasladarse. Tampoco su vida es limitada en duración: Yahvé existe desde
siempre y para siempre; jamás envejece. Inmensidad, omnipresencia y eter­
nidad son el fundamento real de la fe en que el Dios de la Alianza pueda
salvar siempre a su pueblo, interviniendo a su favor en cualquier tiempo y
en cualquier lugar.
En la perspectiva propia de la estructuración sistemática, estos atributos son
aspectos necesariamente incluidos en el concepto de Ser infinito, de Ser
Subsistente por Sí mismo, o de Acto puro. En efecto, el ser subsistente, como
es simplicísimo, no se «realiza» expandiendo sus componentes por el espacio,
pues no está compuesto de nada; tampoco se realiza extendiendo su vida en
una sucesión de actos, pues su vida no es un conjunto de actos, sino un acto
puro. La simplicidad divina se manifiesta precisamente en su trascendencia
a todo límite tanto en extensión como en duración. Se manifiesta también
en la trascendencia a una forma de vida temporal, es decir, a una vida que se
realiza en un constante movimiento entre un antes y un después.

3.1 . La inmensidad de Dios

Afirmar que Dios es inmenso equivale a decir que Dios no tiene medida y
que, por lo mismo, está en todo lugar, sin que nunca esté circunscrito por
límites o localizaciones. Se utilizan dos nombres para designar esta realidad:
inmensidad y omnipresencia. Se trata de dos conceptos indisolublemente
unidos, pero que no son sinónimos.
• La inmensidad es un atributo absoluto, según el cual Dios es inmensu­
rable, y no porque tenga una extensión infinita, sino porque no tiene
164 extensión. Él no realiza su ser expandiéndose espacialmente, sino en la
absoluta simplicidad de un acto de inteligencia y amor.
• La omnipresencia, en cambio, es un atributo relativo, en el sentido de
que indica la relación de indistancia que Dios mantiene con respecto a
todo el universo. Dios está presente en todas partes, pero sin estar ligado
a ninguna de ellas. Esta relación de presencia a todas las cosas es manifes­
tación de la inmensidad de Dios.
La inmensidad divina es descrita en la Sagrada Escritura con elocuencia y en
un lenguaje de gran belleza. Aunque el templo de Jerusalén es lugar privile­
giado de la presencia de Yahvé, ni siquiera él puede contenerle. A este respec­
to, es paradigmática la plegaria de Salomón en la inauguración del templo de
Jerusalén: «¡He aquí que ni la tierra ni los cielos pueden conteneros, cuánto
menos esta casa que yo he construido!» (1 R 8, 27).
La afirmación explícita de inmensidad divina se encuentra presente en la tra­
dición de la Iglesia, en el Símbolo Quicumque y en los Concilios IV de Letrán
y Vaticano I:
«Inmenso el Padre, inmenso el Hijo, inmenso el Espíritu Santo, eterno el Padre,
eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo, y, sin embargo, no tres eternos, sino un
eterno. De igual forma que no son tres increados o tres inmensos, sino un increa­
do y un inmenso» (Símbolo Quicumque, DS 75).

«Creemos firmemente y confesamos con sencillez que solamente hay un único y


verdadero Dios, eterno, inmenso, inmutable, incomprehensible. . . » (Concilio IV
de Letrán, Definitio contra albigenses et catharos [a. 1215), DS 800).

«La Santa católica y apostólica iglesia romana cree y confiesa que hay un solo
Dios, verdadero y vivo ( . . . ) omnipotente, eterno, inmenso, incomprehensible . . . »
(Concilio Vaticano I, Dei Filius [24.IV.1870), DS 3001).

Se recoge así una enseñanza unánime en la Sagrada Escritura y en la tradición


de la Iglesia. No es posible creer en el Dios de la Alianza, Señor del tiempo
y de la historia, sin proclamar al mismo tiempo su trascendencia sobre todo
lo creado, su inabarcabilidad por cualquier espacio. El panteísmo en cual­
quiera de sus manifestaciones no solo es una grosera confusión de Dios con
la materialidad, incompatible con el sentido común, sino que también resulta
incompatible con los rasgos fundamentales del Dios de la Alianza.
• Esta in-circunscriptibilidad de Dios encontró quizás sus formulaciones
más lúcidas en la pluma de san Agustín, quien perfiló el concepto de in­
mensidad divina que ha seguido toda la tradición teológica posterior. En
las Confesiones narra cómo era su primera concepción de la inmensidad 165
divina, y cómo descubre que esa concepción es falsa:
«Cierto que no te concebía, Dios mío, en figura de cuerpo humano desde que
comencé a entender algo de la sabiduría; de esto hui siempre y me alegraba de
hallarlo así en la fe de nuestra Madre espiritual, tu Católica ( . . . ) con toda mi alma
te creía incorruptible, inviolable, inconmutable (. . . ) Pero creía que cuanto no se
extendiese por determinados espacios, o no se difundiese ( . . . ) era absolutamen­
te nada ( . . . ) Te imaginaba como un Ser grande extendido por espacios infinitos
que penetra por todas partes toda la mole del mundo, y fuera de ellas, en todas
las direcciones, la inmensidad sin término, de modo que te poseyera la tierra,
te poseyera el cielo y te poseyeran todas las cosas y todas terminaran en Ti, sin
terminar Tú en ninguna parte (. . . ) De este modo discurría yo, mas eso era falso.
Porque si fuera de este modo, la parte mayor de la tierra tendría mayor parte de
Ti, y menos la menor. Y de tal modo estarían todas las cosas llenas de Ti, que el
cuerpo del elefante ocuparía tanto más de tu Ser que el cuerpo del pajarillo (. . . )
y así, dividido en partículas, estarías presente a las partes grandes del mundo en
partes grandes, y pequeñas a las pequeñas, lo cual no es así» (Agustín de Hipona,
Confesiones VII, 1, 1).
He aquí perfectamente descrita la contradicción que comporta confundir la
inmensidad divina con una extensión infinita. Esa concepción resulta tan
incompatible con la infinita perfección de Dios como el panteísmo, y toma
imposible la presencia de Dios a todas las cosas. En efecto, al concebir a Dios
como extenso se comete el absurdo de intentar hacer coincidir a dos seres ex­
tensos: Dios y el mundo. Más que una presencia creadora, sería una invasión
o tendría con las cosas la misma relación que el espacio. La inmensidad divina
concebida en forma espacial resulta absurda. La inmensidad divina es equi­
valente a su inespacialidad.

3.2. La omnipresencia divina

Dios está en todas partes, es decir, es omnipresente. Baste recordar estas her­
mosas palabras de Job: «¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? ¿Adónde huir
de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás Tú; si bajare a los abismos, allí
estás presente. Si, robando las plumas a la aurora, quisiera habitar al extremo
del mar, también allí me recogería tu mano y me tendría tu diestra» (Jb 23,
8-9). Esta es la doctrina que Nuestro Señor da por supuesta en el diálogo con
la samaritana al contestar a su pregunta sobre dónde se debe adorar a Dios.
Dios es espíritu y, por lo tanto, se le ha de adorar en todo tiempo y lugar (cf.
Jn 4, 20-24).
166 Precisamente porque Dios no pertenece al espacio, puede estar presente en
todos los lugares y en todas las cosas, íntimamente, sin «avasallarlas», como
la fuente de su ser. Los mismos pasajes de la Escritura que hablan de la in­
mensidad de Dios hablan de su presencia universal.
Es lo que dice san Pablo en el Areópago: «Dios no está lejos de ninguno de
nosotros, porque en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 27-28).
La presencia de Dios a las cosas implica, al mismo tiempo, su trascendencia
respeto a ellas: la omnipresencia equivale a que todo está en Dios y Dios está
en todo; pero no se dice esto en el plano de la espacialidad, sino en el de la
dependencia que el ser creado tiene con respecto a su Creador.
He aquí cómo lo razona santo Tomás:
«Como Dios causa el efecto de ser en las cosas, no solo cuando empiezan a exis­
tir, sino durante todo el tiempo que lo conservan, a la manera como el sol está
causando la iluminación del aire mientras este tiene luz, síguese que ha de estar
presente en lo que existe mientras tenga ser y según el modo como participe el
ser. Ahora bien, el ser es lo más íntimo de cada cosa y lo que más profundamente
las penetra, ya que es principio formal de cuanto en ellas hay. Por consiguiente es
necesario que Dios esté en todas las cosas, y en lo más íntimo de ellas» (Tomás de
Aquino, Suma Teológica I, q. 8, a. 1 in c.).

La intimidad de la presencia divina a las cosas es consecuencia de la intimidad


que conlleva la acción creadora: es todo el ser lo que sale de las manos del
Creador. Dios, precisamente por su diversidad cualitativa, está presente en
las cosas de la manera más íntima y universal. Lo está porque todo el ser de
las cosas brota de su infinito poder. Por la creación, el atributo absoluto de la
inmensidad se convierte en el relativo de la omnipresencia.
Desde san Gregario Magno (t 604) esta presencia se suele describir como una
presencia «por esencia, potencia y presencia». Dios está presente en las cosas:
• por esencia, porque les está dando el ser;
• por potencia, porque su poder se extiende a todas partes;
• y por presencia, porque todo está presente a sus ojos.
Se trata de una inmediatez absoluta, de una intimidad infinitamente mayor
que la que pudiera darse en la más estrecha relación espacial. Nada hay
más íntimo y que penetre más en el hondón de los seres que la propia existen­
cia -que están recibiendo directa e inmediatamente de Dios- y que el conoci­
miento divino, que constituye su más íntima y definitiva verdad, su verdad
ontológica.
«Dios está en el interior de todas las cosas, está fuera de todas las cosas, está sobre 167
todas las cosas, está debajo de todas las cosas, y es superior por su poder e inferior
porque las sustenta, exterior por su grandeza e interior por su sutileza ( . . . ) Todo
Él, uno y el mismo, sostiene todas las cosas al gobernarlas y sosteniéndolas las
gobierna, las penetra al rodearlas y penetrándola las rodea» (Gregorio Magno,
Morales, 2, 12, 20).

3.3. La eternidad de Dios

En la Sagrada Escritura la eternidad es un atributo propio e inseparable del


ser divino: solo Dios es eterno. Dios no tiene principio: es desde siempre; Él
es el creador del mundo, y posee plenamente la existencia. Los hagiógrafos
ni siquiera se esfuerzan por demostrar que Dios es eterno, pues les resulta
obvio. Dios es el que vive por siempre con vida indeficiente; por eso su fide­
lidad dura para siempre: «Antes de que fueran engendrados los montes y de
que fuera formada la tierra y el orbe Tú eres Dios desde la eternidad y para
siempre» (Sal 90, 2).
Dios lo abarca todo, no solo en el espacio, sino también en el tiempo. Él
existe, pues, con una forma de existir que no puede ser medida. Se trata de
un modo único de existencia, pues Dios ni se muda, ni envejece: «En tiem­
pos antiguos fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos, pero éstos
perecerán y Tú permanecerás, mientras todos se gastan como un vestido. Los
mudas como un vestido y se cambian, pero Tú siempre eres el mismo y tus
años no tienen fin» (Sal 102, 26-28).
No se trata de una simple duración ilimitada. Dios no se cambia porque está
dotado de una vida que no envejece. Él es siempre el mismo. Por esta razón
es el Dios verdadero: «Pero Yahvé es verdadero Dios, el Dios vivo y el Rey
eterno» (Jr 10, 10). Él es la «Roca eterna» (Is 26, 4). La plenitud vital es la carac­
terística más íntima de Yahvé y el fundamento interno de su eternidad.
El Nuevo Testamento insiste en que la decisión salvífica de Dios, que se rea­
liza con el envío de su Hijo al mundo en los últimos días (cf. Hb 1, 2), es una
decisión eterna, que se manifiesta en el tiempo (cf. 1 Co 2, 7; Ef 1, 4; 3, 9; Col
1, 26). Dios y sus decisiones trascienden la historia. Él es Alfa y Omega (cf.
Ap 1, 8; 21, 6), el principio y el fin.
A esta concepción tan vital de la Sagrada Escritura se remite la teología cuan­
do utiliza el concepto de eternidad o de acto puro para referirlo a Dios. El Se­
ñor de la historia no puede estar sometido a la historia: no hay en Él ni pasado
ni futuro. Él vive en un presente eterno. Incluso sus libres intervenciones en
168 la historia, que son temporales en sus efectos, no son temporales consideradas
en sí mismas. Verdaderamente Dios ama al hombre con amor eterno, aunque
el hombre únicamente exista en el tiempo. La eternidad se nos presenta, pues,
como una realidad misteriosa e inabarcable: esto es así porque la eternidad
no es otra cosa que el ser de Dios -que supera todo conocimiento-, a la que
solo podemos contemplar desde nuestra experiencia de la pasajera duración
de nuestro ser. Escribe san Agustín:
«La eternidad es la misma sustancia de Dios, la cual no tiene nada que sea muda­
ble; allí no hay nada pasado, nada que ya no exista; nada que sea futuro, como si
todavía no existiese. Allí no hay nada que no sea presente» (Agustín de Hipona,
Comentario a los Salmos 101,25).

En el Magisterio de la Iglesia, la enseñanza en torno a la eternidad de Dios se


encuentra en los mismos textos en que se afirma su inmensidad. Dios está por
encima de toda medida, tanto en extensión como en duración. Dios no forma
parte de los seres que extienden su existencia por el espacio o por el tiempo
(cf. Símbolo Quicumque, DS 75; Concilio IV de Letrán, Definitio contra albigen­
ses et catharos [a. 1215], DS 800; Concilio Vaticano I, Dei Filius [24.IV.1870], DS
3001). Inmensidad, omnipresencia y eternidad son atributos indisolublemente
ligados entre sí, pues solo son aspectos del infinito y simplicísimo acto de ser
divino.
La eternidad no se puede concebir, pues, como un tiempo eterno. Tampoco
la inmensidad se puede confundir con un espacio infinito. Ni la inmensidad
es espacial, ni la eternidad es temporal; más bien es lo contrario al tiempo. La
eternidad implica posesión plena de una vida infinita.
Hablando con propiedad, no existen ni la eternidad ni el tiempo: existen
seres temporales o eternos, es decir, seres cuya existencia se va desgranando
en una duración cambiante y, por tanto, puede ser medida por el tiempo, o
un Ser que se posee plenamente, sin un antes y un después y que, por esto
mismo, es eterno. Eternidad y tiempo son los sustantivos utilizados para de­
signar las «medidas» de esos modos tan distintos de ser.
Ambos revisten, pues, la misteriosidad que circunda al ser. San Agustín describe
así la cuestión dirigiéndose a Dios: «Ningún tiempo te puede ser coeterno, por­
que Tú eres permanente, y éste, si permaneciese, no sería tiempo. ¿Qué es, pues,
el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá com­
prenderlo con el pensamiento para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa
más familiar y conocida mencionamos en nuestras conversaciones que el tiempo?
Y cuando hablamos de él sabemos, sin duda qué es, como sabemos o entendemos
lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es, pues el tiempo? Si nadie me
lo pregunta, lo sé: pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo 169
que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado;
y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo
presente» (Agustín de Hipona, Confesiones XI, 12, 14).

Aunque se pudiera hablar de un tiempo de duración infinita -sin principio ni


fin-, ese tiempo no se convertiría en eternidad, pues se trataría de seres cuya
existencia se desarrolla en un presente fugaz entre un pasado y un futuro.
Dada esta fugacidad, el ahora del tiempo es siempre imperfecto; tampoco
todo el tiempo es «ahora», ya que consta además de pasado y de futuro; el
ahora de la eternidad es perfecto, no solo porque no es fugaz, sino porque
toda la eternidad coincide con ese ahora (d. Tomás de Aquino, Suma Teológi­
ca I, q. 10, a. 1, ad 5. ).
Por esta razón, la eternidad, propiamente hablando, conviene exclusiva­
mente a Dios. Solo a Él compete ese inefable modo de existencia de quien
posee plenamente su vida toda a la vez. Al tratar de la inmensidad divina, se
hacía necesario trascender toda materialidad; al hablar de la eternidad de Dios
se hace necesario trascender toda temporalidad.
«La eternidad es la medida propia del ser, como el tiempo lo es del movi­
miento. Por eso, cuanto más apartada de la permanencia en el ser y sometida
a cambios esté una cosa, tanto más estará alejada de la eternidad y sujeta al
tiempo. Por consiguiente, el ser de las cosas corruptibles, que es mudable, no
se mide por la eternidad, sino por el tiempo. Pero el tiempo no solo mide lo
que actualmente cambia, sino también lo que puede cambiar, por lo cual no
solo mide el movimiento, sino también el reposo, que es el estado de un ser que
puede estar en movim iento y no se mueve» (Tomás de Aquino, Suma Teológica
I, q. 10, a. 5, ad 3).

A pesar de que la eternidad es propiamente un atributo divino, hay en el


hombre -imagen y semejanza de Dios (d. Gn 1, 26)-, un ínsito deseo de eter­
nidad. Este deseo es inseparable del amor verdadero, esencialmente ligado al
deseo de que la unión con la persona amada sea para siempre. El descanso en
el Bien solo puede ser perfecto si ese descanso no tiene fin. Y tendría fin, si
el hombre no perviviese siempre. El deseo de eternidad se muestra también
en el hecho de que el hombre intenta poseer su vida en un «ahora perpetuo»,
recuperando el pasado mediante el recuerdo y adelantando el futuro median­
te la espera. A un amor eterno nos llama Dios: eterno porque no tendrá fin;
eterno porque será un amor indefectible, sin vacilaciones ni descentramientos.
He aquí cómo lo expresa santo Tomás:
«Únicamente en Dios hay eternidad en sentido propio y riguroso, porque la eter­
nidad sigue a la inmutabilidad, y solo Dios es absolutamente inmutable. Sin em-
170 bargo, en la medida en que los seres obtienen de Dios la inmutabilidad, en esa
medida participan de la eternidad» (Tomás de Aquino, Suma Teológica I, q. 10, a.
3, in c.).

4. La unicidad de Dios
Es lógico concluir nuestro recorrido por los atributos divinos considerando la
unicidad de Dios. No hay más que un solo Dios, porque Él está por encima
de todo otro ser. Él no recibe el ser de nadie, mientras que todo cuanto existe
fuera de Él pertenece al mundo de lo creado y de lo contingente. Incluso los
ángeles y los demonios, de los que con frecuencia se habla en la Sagrada Escri­
tura, no son más que sus servidores.
El monoteísmo implica la afirmación de que Dios trasciende absolutamente
a todos los seres. Y viceversa, afirmar que Dios trasciende todos los seres
equivale a afirmar que Él es único. El monoteísmo es antes que nada afir­
mación de la absoluta trascendencia divina. El ser de Dios es único, porque
cualitativamente trasciende todos los seres.
En el Antiguo Testamento se exige la adoración a un solo Dios, porque Él es el
único Dios. El texto paradigmático es el de Deuteronomio 6, 4-5: «Oye, Israel,
Yahvé es nuestro Dios, Yahvé es único. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas».
• Quizás los capítulos que más vigorosamente fustigan a los ídolos se en­
cuentren en el Deutero-Isaías: la ironía contra los dioses viene razonada
no solo por la inutilidad de los ídolos, sino por la unicidad de Yahvé. «Yo
soy el primero y el último, y no hay otro Dios fuera de mí. ¿Quién como
yo? (. . . ) Todos los forjadores de ídolos son nada (. . . ) Yo soy Yahvé el que
lo ha hecho todo, el que solo despliega los cielos y afirma la tierra. ¿Quién
conmigo?» (Is 44, 6. 7. 24). Nuestro Señor confirma la fe en la unicidad de
Dios, citando precisamente Deuteronomio 6, 4-5 (cf. Mt 22, 37; Me 12, 30;
Le 10, 27).
Como ya se ha dicho -pero conviene insistir en ello- la enseñanza bíblica no
solo se opone a todo politeísmo, sino también a toda confusión entre lo divino
y las fuerzas de la naturaleza. El monoteísmo cristiano posee unos rasgos que
lo hacen inconfundible con cualquier otro monoteísmo. La diferencia funda­
mental estriba en la claridad con que se afirma la doctrina de la creación de
la nada y, en consecuencia, la absoluta diversidad cualitativa existente entre
el ser de Dios y el ser creado. Así se ha visto con claridad, al estudiar a fondo
los atributos divinos.
Tocamos aquí una cuestión clave para el concepto de Dios. La diferencia 171
esencial entre monoteísmo y politeísmo no radica tanto en el número de dio-
ses a los que se adora o en los que se cree, sino que radica, sobre todo, en la
hondura y autenticidad con que se concibe el ser divino, como ser trascen-
dente. El politeísta no solo adora a dioses falsos, sino que tiene un concepto
devaluado de la divinidad. Hay muchos dioses, porque realmente ninguno
de ellos es verdaderamente infinito. El politeísmo solo es posible cuando se
ignora la trascendencia de Dios sobre el mundo creado, es decir, cuando no
hay conciencia clara de la auténtica grandeza de Dios.
De ahí que en la afirmación del monoteísmo haya algo mucho más importante
aún que la cuestión del número de dioses. Se trata de la cuestión de la natura­
leza misma de Dios. La teología de la creación es aquí decisiva. Solo se da una
auténtica intelección del monoteísmo cuando se concibe a Dios como crea­
dor y dueño absoluto de todo cuanto existe, es decir, como Señor de cielos y
tierra, que trasciende abismalmente todo los seres, porque únicamente Él es
el Ser. Los demás, participamos del ser, pero no somos el ser.
• Como se verá en el tema siguiente, la revelación del monoteísmo llega
a su plenitud con la revelación del misterio trinitario. No se trata de un
correctivo al monoteísmo, sino de una profundización en la verdad sobre
el Dios único. Esta revelación muestra, en efecto, cómo es la vida íntima
del único Dios. Dios no solo es un ser personal, sino que es una unidad
en comunión de personas. Existe en Dios una perfecta conjugación entre
unidad y comunión. El misterio trinitario indica, a la vez, la riqueza de la
afirmación monoteísta y la profundidad de la afirmación de que Dios es
Amor (d. 1 Jn 4, 8).
En su lucha contra el politeísmo, los santos Padres recurrieron con frecuencia
al sentido común para mostrar la unicidad de Dios. Baste, como ejemplo, la
argumentación aducida por san Juan Damasceno, que es de una claridad y
contundencia envidiables:
«La esencia divina es perfecta, no le falta nada en bondad, en sabiduría y po­
der; carece de principio y de fin, es eternamente ilimitada, en pocas palabras, es
absolutamente perfecta. Si suponemos que hay muchos dioses, necesariamente
habrá una diferencia entre ellos, ya que, si no hubiese ninguna diferencia, serían
un solo Dios y no muchos. Ahora bien, si hay una diferencia entre ellos, ¿dónde
está entonces la perfección? Pues uno estaría por debajo de lo perfecto respecto a
la bondad o al poder o a la sabiduría o al lugar, y no sería Dios. Pero la perfecta
identidad demostraría que existe w10 solo y no muchos. ¿Y cómo sería posible
que se conservara la infinitud en la existencia de muchos? (. . . ) Uno es, pues, Dios,
172 perfecto, ilimitado, creador, conservador y gobernador del universo, omniper­
fecto y totalmente feliz. Además es una necesidad natural que la unidad sea el
fundamento de la dualidad» Guan Damasceno, E:rposición de la fe ortodoxa, V, 5).

La argumentación de san Juan Damasceno sintetiza siglos de esfuerzo inte­


lectual por mostrar a los paganos que la unicidad de Dios es una verdad ac­
cesible a la luz de la razón natural y que el politeísmo resulta absurdo. El dis­
curso seguido es bien sencillo: parte de la perfección divina, que para que sea
tal debe ser absolutamente perfecta; y muestra cómo esta perfección infinita
tiene que ser única, pues no admite en sí división o grado alguno, es decir,
no admite límites. Por esta razón no pueden existir diversos dioses, pues una
perfección que no tiene límites, como la divina, no puede distinguirse de otra
perfección absoluta, y, por tanto, se identifica con ella: es necesariamente una
sola. Solo puede existir un único Dios, como solo puede existir un Ser infi­
nitamente perfecto. El Damasceno concluye recordando que Único ha de ser
también quien gobierna el mundo con tan maravilloso orden y que la unidad
es el fundamento de la multiplicidad.

S. Aseidad divina y contingencia creatural


La trascendencia sobre todo lo creado se basa en lo más profundo de la esencia
de Dios y de la esencia de los seres creados. Dios es el Ser que existe por sí
mismo, mientras que el universo ha sido creado de la nada. Existe, pues, no
solo una diferencia de grado entre Dios y el mundo creado, sino una diferen­
cia esencial, un abismo en cierto modo infinito: la diferencia que existe entre el
tener dentro de sí la razón de la propia existencia, o no tenerla.
La profundidad del monoteísmo solamente se entiende cuando se le conside­
ra en su fundamento, es decir, en la aseidad divina, en el hecho de que Dios
existe por sí mismo, de que es el Ser subsistente por sí mismo. Insistamos:
Dios tiene en sí mismo la razón de su existencia; nada de cuanto existe fuera
de Él tiene en sí mismo la razón de su existencia, sino que la tiene en Dios. Ser
creado significa no solo haber recibido de Dios todo lo que uno tiene, sino
también todo lo que uno es. Esto quiere decir que todo existe en la medida
en que Dios lo piensa y lo mantiene en el ser.
• Todo cuanto sucede -en los fenómenos naturales o en los acontecimientos
históricos- acontece porque Él lo quiere, o porque -aun yendo contra su
voluntad- lo permite. Como veremos más adelante, la objeción que el mal
plantea a la existencia de Dios no se soluciona nunca por el camino de res­
tar omnipotencia a Dios. Tampoco se puede negar a Dios la posibilidad de
intervenir en la historia o en la naturaleza dando como razón que semejan- 173
te intervención alteraría el orden del mundo, como si este orden debiese
estar siempre cerrado sobre sí mismo. Una concepción mecanicista de un
mundo cerrado en el que no cabe Dios se ha mostrado absolutamente falsa
y, desde luego, no es compatible con la visión cristiana de Dios ni de la
historia de la salvación.
• Baste recordar, por ejemplo, la figura de Cristo, Hijo de Dios hecho hom­
bre. Es Dios mismo el que se nos ha revelado en Cristo y el que en Cris­
to interviene decisivamente en la historia. Baste pensar en la maternidad
virginal de santa María o en la resurrección del Señor, que inauguran una
época nueva, rompiendo el orden habitual del mundo. El creyente debe
tener presente que el rechazo moderno de estos misterios no proviene
principalmente de la paradoja que presentan a la razón humana, sino del
rechazo frontal a la posibilidad de cualquier intervención divina en la his­
toria. Es decir, proviene de la negación de la trascendencia de Dios y, en
definitiva, de la negación de la creaturalidad del mundo; proviene tam­
bién de la concepción de un mundo cerrado totalmente en sí mismo).

Ejercicio 1 . Vocabulario
Identifica el significado de las siguientes palabras y expresiones usadas:

• Teología negativa • I nmensidad

• Perfecciones simples o puras • Omnipresencia

• Perfecciones mixtas o impuras • Eternidad

• Atributos divinos • Monoteísmo

• Trascendencia divina • Politeísmo

• Simplicidad divina • Aseidad divina

Ejercicio 2. Guía de estudio


Contesta a las siguientes preguntas:
1 . ¿Es posible encontrar una idea que exprese adecuadamente a Dios?

2. ¿Qué quiere decir que Dios es inefable?


174
3. Enumera los principales atributos divinos.
4. ¿Todas las perfecciones están en Dios de igual forma?
S. ¿Las perfecciones mixtas o impuras se encuentran en Dios?
6. Dios es inmenso: ¿significa esto que Dios ocupa un espacio infinito?
7. ¿Cómo se suele explicar la presencia de Dios en todas las cosas?
8. ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que Dios es eterno?
9. Desde el punto de vista racional, ¿es posible que exista más de un solo Dios?
1 O. ¿Por qué es importante la doctrina de la creación de la nada en la comprensión
del monoteísmo?
1 1 . ¿Qué significa la aseidad divina?
1 2. ¿Qué tipo de distinción se da entre Dios y los seres creados?

Ejercicio 3. Comentario de texto


Lee los siguientes textos y haz un comentario personal utilizando los conte­
nidos aprendidos:

«Creer en Dios, el Único, y amarlo con todo el ser tiene consecuencias inmensas para
toda nuestra vida:

Es reconocer la grandeza y la majestad de Dios: "Sí, Dios es tan grande que supera nues­
tra ciencia» (Jb 36, 26). Por esto Dios debe ser «el primer servido''. [Santa Juana de Arco]

Es vivir en acción de gracias: si Dios es el Único, todo lo que somos y todo lo que po­
seemos viene de Él: "¿Qué tienes que no hayas recibido?" (1 Co 4, 7). "¿Cómo pagaré al
Señor todo el bien que me ha hecho?" (Sal 1 1 6, 1 2).

Es reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los hombres: Todos han sido
hechos "a imagen y semejanza de Dios" (Gn 1 , 26).

Es usar bien de las cosas creadas: La fe en Dios, el Único, nos lleva a usar de todo lo que
no es Él en la medida en que nos acerca a Él, y a separarnos de ello en la medida en
que nos aparta de Él (cf. Mt 5, 29-30; 1 6, 24; 1 9, 23-24): "Señor mío y Dios mío, quítame
todo lo que me aleja de Ti / Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a Ti /
Señor mío y Dios mío, despójame de mí mismo para darme todo a Ti" (San Nicolás de
Flüe, Oración).
175
Es confiar en Dios en todas las circunstancias, incluso en la adversidad. Una composi­
ción poética de santa Teresa de Jesús lo expresa admirablemente: "Nada te turbe, Nada
te espante, Todo se pasa, Dios no se muda, La paciencia, Todo lo alcanza; Quien a Dios
tiene, Nada le falta: Solo Dios basta" (poes. 30)».
Catecismo de la Iglesia católica, nn. 222-227
***
«Pero si la mente volandera de alguno, vagando por las imágenes de los tiempos ante­
riores [a la creación], se admirase de que tú, Dios omnipotente, creador y conservador
de todo el universo, artífice del cielo y de la tierra, dejaste pasar un sinnúmero de siglos
antes de que hicieses tan gran obra, despierte y advierta que admira cosas falsas. Por­
que ¿cómo habían de pasar innumerables siglos, cuando aún no los habías hecho tú,
autor y creador de los siglos? ¿O qué tiempos podían existir que no fuesen creados por
ti? ¿Y cómo habían de pasar, si nunca habían sido? Luego, siendo tú el obrador de todos
los tiempos, si existió algún tiempo antes de que hicieses el cielo y la tierra, ¿por qué
se dice que "cesabas de obrar"? Porque tú habías hecho el tiempo mismo; ni pudieron
pasar los tiempos antes de que hicieses los tiempos. Pues si antes del cielo y de la tierra
no existía ningún tiempo, ¿por qué se pregunta qué era lo que "entonces" hacías? Por­
que realmente no había tiempo donde no había "entonces".
Ni tú precedes temporalmente a los tiempos: de otro modo no precederías a todos dos
tiempos. Pero precedes a todos los pretéritos por la celsitud de tu eternidad, siempre
presente; y superas todos los futuros, porque son futuros, y cuando vengan serán pre­
téritos. "Tú, en cambio, eres el mismo, y tus años no mueren" (Sal 1 02, 28). Tus años ni
van ni vienen, al contrario de estos nuestros, que van y vienen, para que todos sean.
Tus años existen todos juntos, porque existen; ni son excluidos los que van por los que
vienen, porque no pasan; pero los nuestros todos llegan a ser cuando ninguno de ellos
exista ya. "Tus años son un día"(2 P 3, 8), y tu día no es un cada día, sino un "hoy'; porque
tu "hoy" no cede el paso al mañana ni sucede al día de ayer. Tu "hoy" es la eternidad;
por eso engendraste coeterno a ti a aquel a quien dijiste: "Yo te he engendrado hoy"
(Sal 2, 7). Tú hiciste todos los tiempos, y tú eres antes de todos ellos; ni hubo un tiempo
cuando no existía el tiempo».
SAN AGUSTÍN,
Confesiones, XI, 1 5-16
* * *
176
«Renucia a los sentidos, a las operaciones intelectuales, a todo lo sensible y a todo lo
inteligible. Despójate de todas las cosas que son y aun de las que no son. Deja de lado
tu entender y esfuérzate por subir lo más que puedas hasta unirte con aquel que está
más allá de todo ser y de todo saber. (. .. )
¡Trinidad supraesencial, más que divina y más que buena! Maestra de la sabiduría di­
vina de los cristianos, guíanos hasta más allá del no saber y de la luz, hasta la cima
más alta de las Escrituras místicas. Allí los misterios de la Palabra de Dios son simples,
absolutos, inmutables en las tinieblas más que luminosas del silencia que muestra los
secretos. Ellos desbordan fulgurantes de luz en medio de las más negras tinieblas. Ab­
solutamente intangibles e invisibles, los misterios de hermosísimos fulgores inundan
nuestras almas deslumbradas. ( . . . )
Debemos afirmar que, siendo Causa de todos los seres, habrá de atribuírsele todo
cuanto se diga del ser, porque es supraesencial a todos. Esto no quiere decir que la
negación contradiga a las afirmaciones, sino que por sí misma aquella Causa trasciende
y es supraesencial a todas las cosas, anterior y superior a las privaciones, pues está más
allá de cualquier afirmación o negación. ( . . . )
Esto significa que las cosas más santas y sublimes percibidas por nuestros ojos y razón
son apenas medios por los que podemos conocer la presencia de aquel que todo lo
trasciende. A través de ellos, sin embargo, se hace manifiesta su inimaginable presen­
cia. ( . . . ) Allí [en las misteriosas Tinieblas del no-saber], renunciado todo lo que pueda
la mente concebir, abismado totalmente en lo que no percibe ni comprende, se aban­
dona por completo en aquel que está más allá de todo ser. Allí, sin pertenecerse a sí
mismo ni a nadie, renunciado a todo conocimiento, queda unido por lo más noble de
su ser con Aquel que es totalmente incognoscible. Por lo mismo que nada conoce,
entiende sobre toda inteligencia».
PSEUDO DIONISIO AREOPAGITA,
De mystica theologia,
PG 5 1 000; tr. T. Martín-Lunas, Obras completas
del Pseudo Dionisia Areopagita,
Madrid: BAC, 1 995, 371-373

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