Katz - Cómo Aprender Del Pasado para Dar de Leer
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1
Nate Silver, The Signal and the Noise: Why So Many Predictions Fail — but Some Don't, Nueva York,
Penguin, 2012.
2
Albania De la Mare, Vespasiano da Bisticci Historian and Bookseller, (Londres, London University,
2007, p. 207. Citado por Silver, op. cit.
3
Elizabeth Eisenstein, The Printing Revolution in Early Modern Europe, Cambridge,
Cambridge University Press, 1993.
1/10
bajo el sol’, como dicen los bellos versos del Eclesiastés, no se debía a que
todo estuviera ya descubierto, sino a que todo sería olvidado.”
Figura 2
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Dominios de internet
(en miles)
300000
250000
240000
200000
Dominios
150000
28000 30000
50000 21000 26000
22000 56000
46000
0
may-93
nov-93
may-94
nov-94
may-95
nov-95
ene-93
abr-93
ago-93
sep-93
oct-93
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ene-94
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ago-95
sep-95
oct-95
dic-95
ene-96
feb-93
jun-93
jul-93
feb-94
jun-94
jul-94
feb-95
jun-95
jul-95
mar-93
mar-94
mar-95
Enero '94 - Enero '96
Fuente: World Internet Users Statistics: Usage and World Population Stats, en
http://www.internetworldstats.com/stats.htm
Figura 3
Hosts de internet
(en millones)
10
9,5
6,6
6
4,9
4
3,9
3 3,2
1,8
2 2,2
1,3
2,1
1,5
1
0
fe 3
ju 3
se 93
fe 4
ju 4
se 94
fe 5
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se 95
96
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ab 93
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9
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Fuente: World Internet Users Statistics: Usage and World Population Stats, en
http://www.internetworldstats.com/stats.htm
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Pero lo más sorprendente es el incremento de la cantidad de usuarios de
Internet. Entre diciembre de 1995 y junio de este año, los usuarios de la red se
multiplicaron 150 veces, pasando de 16 millones a 2405 millones, es decir casi
el 35% -exactamente el 34,3%- de la población mundial.
Figura 4
Usuarios de internet
(en millones)
3000
2405
2500
2336
2267
2000
1802
1500
1319
1000
719
500
16 248
0
December, 1995 December, 1999 December, 2003 December, 2007 December, 2009 December, 2011 March, 2012 June, 2012
Fuente: World Internet Users Statistics: Usage and World Population Stats, en
http://www.internetworldstats.com/stats.htm
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- La rápida y brutal disminución del costo de reproducir y distribuir
información provocó
- Dificultades para organizar y utilizar los crecientes volúmenes de
información y una
- multiplicación de errores y de textos apócrifos
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síntesis de un tipo de oferta. La ansiedad producida por las dificultades para
organizar y utilizar volúmenes cada vez mayores de contenidos comenzó a
calmarse cuando una serie de actores se apropiaron, por así decirlo, de
segmentos diferentes de esos contenidos, agrupándolos del modo que los
expertos de marketing del siglo XX denominaron “segmentación”. Al crear
marcas editoriales introdujeron un principio de orden y organización que
simplificó, tanto para los consumidores finales como para los libreros, el
proceso de selección, al diferenciar los conjuntos de lo que era importante para
cada uno. Así, ya no era necesario mirar todo para encontrar algo, sino
simplemente buscar entre las propuestas de aquellos que sabemos que hacen
algo para nosotros. Ese principio de orden y organización, la segmentación de
la oferta, simplemente volvió a reducir la oferta a volúmenes aprehensibles (es
decir comprensibles, acotados, racionales) para cada usuario potencial. Los
editores hicieron algo más: asociar su marca con estándares de calidad para
reducir la cantidad de errores y textos apócrifos y para agregar información al
consumidor a través de esa marca. Asociar la marca con estándares de calidad
no es lo mismo (aunque tiene puntos en común) que establecer criterios de
valor. No se trataba tanto de decir, a través de los libros cobijados bajo cada
marca editorial, cuales eran buenos y cuales no, sino asegurar de que cada
texto fuera lo que se suponía que debía ser. Retomando el ejemplo de las
seudociencias que mencioné antes, la preocupación de los editores no
consistió tanto en establecer las jerarquías entre ciencia y seudociencia, sino
simplemente decidir si las obras publicadas bajo un sello editorial eran de uno u
otro tipo. Como todos ustedes saben, aun hoy se publican textos de astronomía
y textos de astrología. Decidir cual de esos saberes es más verdadero fue
cuestión de filósofos y de científicos, pero ofrecer conjuntos coherentes de
unos y otros tipos de libros lo fue de los editores. Hoy, ningún editor de
astrología publicará obras de astronomía. (Posiblemente, los editores de
astronomía estarían encantados de publicar libros de astrología…).
Por fin, los editores hicieron algo más, algo fundamental que se
desarrolló, fundamentalmente, en el Renacimiento primero, y en el siglo XX
después. Aprendieron a organizar el texto y a presentar el libro. Organizar el
texto: separarlo en partes, en capítulos, en secciones, añadir índices, tablas,
notas al pie, bibliografías, y aprendieron (no todos) el arte de la tipografía, es
decir, el arte de facilitar la lectura. Y aprendieron, más tarde, la semántica de
los metatextos: desde la importancia del título a los textos de contratapa, las
noticias sobre los autores, los mecanismos por los cuales el diseño gráfico
comunica, ayuda a que cada tipo de público entienda –a un golpe de vista,
literalmente- si ese libro es para uno o no lo es.
Ya que he mencionado qué aprendieron a hacer los libreros y qué
aprendieron a hacer los editores para gestionar la ansiedad resultante del
exceso de oferta, digamos también lo que hicieron “entre ellos”: hicieron, a mi
entender, dos cosas básicas. Primero, aprendieron a intercambiar información:
quién edita qué, quién vende qué, quién conoce el público que el editor
necesita, quién edita el libro que satisface a un cliente. Y aprendieron, por fin, a
negociar. A negociar qué parte de la renta obtenida del cliente era para cada
uno.
Quedémonos ahora, tal como lo hemos hecho antes, con unas primeras
constataciones: ante un proceso que parecía descontrolado de incremento de
la oferta de contenidos textuales, contenido registrado y distribuido con
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tecnologías nuevas que rápidamente se dispersaron por todo el mundo (o por
buena parte del mundo), multiplicando al infinito la oferta de contenidos
disponibles, la comunidad de profesionales cuya tarea era la gestión de esos
contenidos realizó algunos aprendizajes fundamentales y se dotó de ciertas
habilidades imprescindibles. Mencionemos, como síntesis de lo antes dicho, lo
siguiente:
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- Aprendieron (y esto no lo mencioné antes) a interactuar con los poderes
públicos con varios fines:
o Obtener los marcos legislativos y fiscales adecuados para el
desarrollo de su actividad
o Involucrar a los estados en el desarrollo de un público lector y de
políticas de ampliación de mercados
Ante la ansiedad que provoca en muchos profesionales del mundo del libro la
irrupción de las nuevas tecnologías, la historia de nuestro propio oficio nos
deja, creo, algunas lecciones que podemos intentar aprender. Algunas,
vinculadas con lo que no es estratégico en este momento de nuestras vidas
profesionales. Las cuestiones que no son estratégicas son, a mi entender, las
siguientes:
- Uno: la segmentación
- Dos: los metatextos, a los cuales, a partir de nuestra entrada en el
mundo digital, llamamos metadatos.
Uno: la segmentación: como señala el gurú del mundo digital, la persona que
probablemente sea el observador más agudo, mi ídolo en este camino de
espinas, el gran Mike Shatzkin, las editoriales deben comenzar a enfocarse en
su público, es decir, escoger contenido para nichos verticales. Debemos tener
conciencia de que el aumento de la cantidad de información producida por la
sociedad contemporánea se traduce fundamentalmente como ruido: infinita
cantidad de señales emitidas por infinita cantidad de productores de contenido
que se vuelven ruido para una infinita cantidad de personas que reciben esas
señales de modo simultáneo en cualquier lugar del mundo en que se
encuentren. Eso, en la ciencia de la información, se denomina ruido. Y, tal
como hicieron nuestros ancestros, los primates de la era de la información
conocidos como editores y libreros, nosotros estamos nuevamente ante el
desafío de convertir el ruido en información, el barullo en señales
comprensibles. Para hacerlo, el mejor recurso –también el único del que
disponemos- es utilizar eficazmente las herramientas que esa misma
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tecnología proporciona. Y esa tecnología permite identificar, prácticamente uno
a uno, a los posibles interesados en nuestros contenidos, y hacerles saber de
la existencia de nuestros libros. Pero, para ello, es fundamental trabajar en
nichos verticales. A diferencia del mundo analógico, en el que la información
era fundamentalmente transmitida de uno a muchos (la reseña del libro en un
periódico, firmada por un columnista, y recibida por decenas de miles de
lectores), en el mundo digital la información circula mayormente de uno a uno,
dentro de comunidades de intereses compartidos: una newsletter que el editor
o el librero envía a cada uno de los posibles compradores, un mensaje por
twitter que cada receptor enviará a sus pares, una mención en un facebook que
será recuperada por los “amigos”. Pero en ese sistema las señales funcionan
en nichos verticales. Ya no es la multitud que circula por el andén de una
estación de metro, integrada por individuos que solo comparten entre sí la
necesidad de trasladarse de una estación a otra y que se detienen delante del
puesto de libros allí instalado. No son los individuos que circulan delante de
una oferta que debe ser suficientemente variada para convocar intereses
diversos y dispersos, sino la información la que circula entre individuos, y que
es hecha circular por individuos en la medida en que compartan un sistema de
intereses y no la ocasional necesidad de transportarse.
Dos: los metadatos. Para que esa información circule adecuadamente
debe primero ser descubierta y luego ser transmisible. Y para que ambas cosas
ocurran el trabajo fundamental del editor es el de dotar, a cada uno de sus
libros, de un aparato periférico con toda la información necesaria. Información
necesaria para dos cosas: primero, que sea posible saber rápidamente de qué
se trata el contenido, y segundo, para que ese contenido sea percibido por el
lector como atractivo, útil o necesario para él. El primer requisito hemos
aprendido a satisfacerlo con los metatextos: el título justo, el texto adecuado de
contraportada, o de solapa, los datos oportunos sobre el autor. Para cumplir el
segundo debemos todavía hacer un aprendizaje. Porque una parte importante
de la tarea de seducción, de generación de interés en el lector, la dejábamos
en manos de aquellos a quienes llamábamos intermediarios culturales: los
críticos, los profesores, los formadores de opinión. Ahora, debemos incluir en
los metadatos todo aquello que contribuya a generar ese interés: videos,
podcasts, entrevistas con los autores, críticas de sus libros anteriores,
comentarios de personas de referencia en la comunidad a la que nos dirigimos.
Nunca será suficiente la insistencia en que los metadatos completos y de
calidad son la clave para el negocio digital, y que éstos solo serán útiles si
trabajamos, como dice Shatzkin, en nichos verticales.
Dije también que haría dos advertencias. La primera: hay que poner
atención en las curvas de las figuras incluidas al inicio de este texto. La forma
de las curvas es bastante semejante, y marca el incremento sideral de la
cantidad de contenidos que se volvieron disponibles como resultado de esos
dos cambios tecnológicos revolucionarios, la invención de la imprenta y la
invención de Internet. La primera mostraba la cantidad de oferta que permitió
aportar la imprenta, las siguientes el aumento en la cantidad de usuarios de la
tecnología nueva. La diferencia de las curvas no está en su forma, sino en el
período en el que cada una se fue dibujando. La primera es el resultado de cien
años de impresión de libros. Las otras, de unos pocos años en el primer caso,
de apenas 17 años, menos de dos décadas, en los siguientes. Eso significa,
por razones autoevidentes, que, como se dice, el tiempo apremia. No
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disponemos de cien años para aprender a gestionar la nueva tecnología,
porque los lectores, nuestro público, se incorpora a ella a tasas
inconcebiblemente altas. Debemos aprender ya a estar ahí.
La segunda advertencia, muy relacionada con aquella, es que así como el
público aprende hoy muy rápido a hacer uso de las tecnologías nuevas,
también jugadores recién llegados aprenden muy rápido. Amazon tiene sólo
veinte años de existencia. Al librero Arthème Fayard le llevó medio siglo
convertir su librería en una editorial exitosa, acompañando el desarrollo del
mercado francés. Nosotros no disponemos de ese tiempo, si queremos evitar
que nuestros conocimientos, generados y aprendidos con esfuerzo a lo largo
de generaciones, nos sean expropiados por gente cuya característica es la
capacidad de aprendizaje y la falta de escrúpulos para convertir esos
aprendizajes en dinero.
Entre aquellas cosas que los editores, los libreros y los lectores habíamos
aprendido, una fundamental era la belleza sensual de un objeto al que siglos de
cuidadosa dedicación artesanal, industrial e intelectual convirtieron en algo
magnífico. Mucho me temo que, al menos por ahora, en este nuevo mundo
digital esa belleza la pondremos en el cajón de la nostalgia, y la recordaremos
con la tristeza de la pérdida. Afortunadamente, nuestra cultura aprendió a
tramitar la pérdida por medio del duelo. Al entrar en el mundo digital, hagamos
ese duelo, para no perder lo esencial: nuestra capacidad de dar de leer.
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