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Katz - Cómo Aprender Del Pasado para Dar de Leer

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Editar y vender en el mundo digital.

Como aprender del pasado para dar de


leer.
Por Alejandro Katz
Para Trama, febrero de 2013

Uno de los errores más frecuentes que cometemos al intentar resolver un


problema consiste en no saber distinguir si se trata de un nuevo problema, de
un problema antiguo que ya fue resuelto o de una nueva forma de un viejo
problema. La irrupción de lo digital en el mundo del libro se nos aparece a priori
como algo absolutamente novedoso, y como toda novedad provoca a la vez
atracción y rechazo, admiración y temor. Sin embargo, si bien la tecnología
digital es relativamente reciente, y su utilización para la fabricación de
productos editoriales lo es más aun, no todas las transformaciones que de allí
09-025-064 -- 10 copias I.A.E.

se desprenden ocurren por primera vez en la historia del impreso.


Quizá, por tanto, resulte interesante intentar comprender qué hay de
nuevo en el mundo del libro como consecuencia de la aparición de la
tecnología digital, y qué, por el contrario, encuentra en el pasado momentos
semejantes.
“La revolución en la tecnología de la información – afirma Nate Silver en
un libro reciente 1- no se produjo con la llegada del microchip, sino con la
imprenta.” El invento de Gutenberg de 1440 permitió que la información se
volviera disponible para las masas y la explosión de las ideas que eso provocó
tuvo consecuencias inesperadas y efectos impredecibles. Los libros, claro,
existían antes de Gutenberg, pero, dice Silver, no eran ni ampliamente escritos
ni ampliamente leídos. Eran, de hecho, objetos de lujo para la nobleza y el
clero, producidos ejemplar por ejemplar por los escribas. El costo promedio de
reproducción de un manuscrito era de alrededor de un florín cada cinco
páginas, que, en valores actuales, es el equivalente de unos 200 dólares.
Obtener un ejemplar completo podía costar alrededor de veinte mil dólares. 2
Por añadidura, es muy probable que cada ejemplar estuviera plagado de
errores, a los que se añadían los errores de la copia anterior, haciendo que los
errores se multiplicaran y mutaran en cada generación de copias. La lentitud
del trabajo, el costo de su realización, los errores introducidos, hacían
extremadamente difícil la acumulación de conocimiento, explica Elizabeth
Eisenstein en The Printing Revolution in Early Modern Europe 3. Como
sabemos, de los tiempos antiguos hemos conservado algunas ediciones de la
Biblia así como una pequeña cantidad de textos canónicos, tales como los de
Platón y Aristóteles, pero la mayor parte de los libros que reproducían el
conocimiento creado en la antigüedad se ha perdido.
“La búsqueda de conocimiento –escribe Silver- parecía inherentemente
fútil, sino absolutamente vana. Si hoy tenemos un sentimiento de transitoriedad
porque las cosas cambian tan rápidamente, la transitoriedad era mucho más
literal en las generaciones que nos precedieron. Que no hubiera ‘nada nuevo

1
Nate Silver, The Signal and the Noise: Why So Many Predictions Fail — but Some Don't, Nueva York,
Penguin, 2012.
2
Albania De la Mare, Vespasiano da Bisticci Historian and Bookseller, (Londres, London University,
2007, p. 207. Citado por Silver, op. cit.
3
Elizabeth Eisenstein, The Printing Revolution in Early Modern Europe, Cambridge,
Cambridge University Press, 1993.

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bajo el sol’, como dicen los bellos versos del Eclesiastés, no se debía a que
todo estuviera ya descubierto, sino a que todo sería olvidado.”

La imprenta cambió esto, y lo hizo de un modo permanente y profundo.


Prácticamente de la noche a la mañana, el costo de producir un libro disminuyó
unas 300 veces, de modo que aquel ejemplar cuya obtención costaba veinte
mil dólares pasó a costar setenta. La imprenta se expandió rápidamente por
todas las grandes ciudades europeas en sólo diez años, y la cantidad de libros
producidos creció exponencialmente, unas treinta veces en el primer siglo
posterior a la invención de la imprenta.

Figura 1. Evolución de la producción de libros en Europa, 600 - 1800

Fuente: Nate Silver, The Signal and the Noise

El incremento en la cantidad de información producida y distribuida se produjo


entonces, como hoy, de un modo mucho más veloz que nuestra comprensión
acerca de qué hacer con esa inmensa cantidad de información, e igualmente
mucho más veloz que nuestra capacidad para diferenciar la información útil de
la inservible.
Podríamos utilizar prácticamente los mismos conceptos para describir
qué ha ocurrido en años recientes con la aparición de Internet.
En los primeros tres años de existencia de la red –entre enero de 1993 y
enero de 1996- la cantidad de dominios asignados pasó de 21 mil a 240 mil.

Figura 2

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Dominios de internet
(en miles)
300000

250000
240000

200000
Dominios

150000

100000 71000 120000

28000 30000
50000 21000 26000
22000 56000
46000

0
may-93

nov-93

may-94

nov-94

may-95

nov-95
ene-93

abr-93

ago-93
sep-93
oct-93

dic-93
ene-94

abr-94

ago-94
sep-94
oct-94

dic-94
ene-95

abr-95

ago-95
sep-95
oct-95

dic-95
ene-96
feb-93

jun-93
jul-93

feb-94

jun-94
jul-94

feb-95

jun-95
jul-95
mar-93

mar-94

mar-95
Enero '94 - Enero '96

Fuente: World Internet Users Statistics: Usage and World Population Stats, en
http://www.internetworldstats.com/stats.htm

En el mismo período, la cantidad de hosts aumentó de 1.3 millones a 9,5


millones.

Figura 3

Hosts de internet
(en millones)

10
9,5

6,6
6

4,9
4
3,9
3 3,2

1,8
2 2,2
1,3
2,1
1,5
1

0
fe 3

ju 3

se 93

fe 4

ju 4

se 94

fe 5

ju 5

se 95

96
oc 3

di 3
en 93

oc 4

di 4
en 94

oc 5

di 5
en 95
m -93

ju 3
ag 93

no 93

m -94

ju 4
ag 94

no 94

m -95

ju 5
ag 95

no 95
m 93
ab 93

m 94
ab 94

m 95
ab 95
9

-9

-9

-9
9

9
9

9
e-

o-

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ay

ay

ay
r

r
ar

ar

ar
en

Fuente: World Internet Users Statistics: Usage and World Population Stats, en
http://www.internetworldstats.com/stats.htm

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Pero lo más sorprendente es el incremento de la cantidad de usuarios de
Internet. Entre diciembre de 1995 y junio de este año, los usuarios de la red se
multiplicaron 150 veces, pasando de 16 millones a 2405 millones, es decir casi
el 35% -exactamente el 34,3%- de la población mundial.

Figura 4

Usuarios de internet
(en millones)
3000

2405
2500

2336
2267
2000

1802
1500

1319

1000

719

500

16 248

0
December, 1995 December, 1999 December, 2003 December, 2007 December, 2009 December, 2011 March, 2012 June, 2012

Fuente: World Internet Users Statistics: Usage and World Population Stats, en
http://www.internetworldstats.com/stats.htm

Cuáles fueron las consecuencias de la explosión de información provocada por


el nacimiento de la imprenta, y cual fueron las soluciones que se encontraron
para ellas es quizá un camino fértil para entender qué está ocurriendo hoy, y
cómo actuar en el escenario actual.

Uno de los efectos de la explosión de información producida por el


nacimiento de la imprenta fue que la calidad de la información se volvió
sumamente variada. Mientras que rápidamente la imprenta fue capaz de
producir mapas de alta calidad, la “lista de best sellers” de la época fue
dominada por textos religiosos heréticos y pseudocientíficos. Y, así como en
las épocas de los copistas, éstos introducían errores que pasaban de una copia
a las siguientes, en la primera época de la imprenta los errores introducidos –
no menos frecuentes que los anteriores- se convertían en errores distribuidos
masivamente.

Quedémonos por ahora con unas primeras constataciones:

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- La rápida y brutal disminución del costo de reproducir y distribuir
información provocó
- Dificultades para organizar y utilizar los crecientes volúmenes de
información y una
- multiplicación de errores y de textos apócrifos

¿Cuáles fueron las respuestas encontradas en los siglos posteriores a la


invención de la imprenta para subsanar estos problemas? En un proceso que
demoró varios siglos, el mundo de lo escrito diseñó algunas soluciones con las
que todos, hoy, nos sentimos familiarizados. La respuesta a las dificultades
para organizar y utilizar esos volúmenes de información y conocimiento
disponible fue la “invención” de dos figuras profesionales bien conocidas por
nosotros: el librero, primero, y el editor, algún tiempo después. En un principio,
el librero era suficiente para organizar la demanda, garantizando por una parte
la calidad de las obras editadas. Una garantía que se refería tanto a la calidad
del texto mismo (diferenciando, por ejemplo, las obras científicas de las
seudocientíficas, las obras canónicas de las apócrifas) como a la calidad de su
producción editorial: erratas y errores introducidos en el proceso de su
fabricación. Sin embargo, los crecientes volúmenes de información, la cada vez
mayor dimensión de los públicos lectores, el abandono creciente del latín como
lengua franca del conocimiento y su sustitución por las lenguas vernáculas dio
lugar, en tiempos tan recientes como las postrimerías del siglo XVIII, al
surgimiento del editor, una profesión cuyos rasgos básicos se mantuvieron
constantes desde entonces hasta el último cuarto del siglo XX.
Es evidente que no es posible describir, en un solo párrafo y de una
forma tan, por decirlo de algún modo, estilizada, las características de un
proceso que demoró casi cuatro siglos y sobre el cual hay una abundantísima –
y muy atractiva- bibliografía ampliamente disponible. Pero convoco la tolerancia
del lector con esa simplificación, porque es útil a nuestros fines, que no son
aquí los de hacer la historia del libro y la edición sino tan solo comprender
mejor algunos rasgos de nuestro presente al delinearlos sobre el horizonte de
las experiencias del pasado.
Así, estos dos colectivos profesionales nuevos, el de los libreros y el de
los editores, gestionaron con eficiencia la revolución del libro y de la lectura
producida por el invento de Gutenberg. Y lo hicieron desarrollando algunos
recursos que hoy parecen naturales al sistema de lo escrito. Mencionemos
unos cuantos.

Los libreros hicieron algo fundamental: aprendieron a conocer a los


lectores y a proveerles lo que aquellos necesitaban tanto como a proponerles lo
que los lectores no conocían pero los libreros imaginaban que podía serles útil.
Hoy diríamos que aprendieron a hacer dos cosas básicas: satisfacer la
demanda preexistente, y crear una demanda nueva. Ello los obligó a conocer
tanto la oferta como el mercado, y valorar con justeza los precios en los que
esa demanda estaba dispuesta a encontrarse con la oferta.

Los editores también aprendieron algunas cuestiones fundamentales.


Por una parte, la importancia de la marca. La marca es simplemente el sitio de

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síntesis de un tipo de oferta. La ansiedad producida por las dificultades para
organizar y utilizar volúmenes cada vez mayores de contenidos comenzó a
calmarse cuando una serie de actores se apropiaron, por así decirlo, de
segmentos diferentes de esos contenidos, agrupándolos del modo que los
expertos de marketing del siglo XX denominaron “segmentación”. Al crear
marcas editoriales introdujeron un principio de orden y organización que
simplificó, tanto para los consumidores finales como para los libreros, el
proceso de selección, al diferenciar los conjuntos de lo que era importante para
cada uno. Así, ya no era necesario mirar todo para encontrar algo, sino
simplemente buscar entre las propuestas de aquellos que sabemos que hacen
algo para nosotros. Ese principio de orden y organización, la segmentación de
la oferta, simplemente volvió a reducir la oferta a volúmenes aprehensibles (es
decir comprensibles, acotados, racionales) para cada usuario potencial. Los
editores hicieron algo más: asociar su marca con estándares de calidad para
reducir la cantidad de errores y textos apócrifos y para agregar información al
consumidor a través de esa marca. Asociar la marca con estándares de calidad
no es lo mismo (aunque tiene puntos en común) que establecer criterios de
valor. No se trataba tanto de decir, a través de los libros cobijados bajo cada
marca editorial, cuales eran buenos y cuales no, sino asegurar de que cada
texto fuera lo que se suponía que debía ser. Retomando el ejemplo de las
seudociencias que mencioné antes, la preocupación de los editores no
consistió tanto en establecer las jerarquías entre ciencia y seudociencia, sino
simplemente decidir si las obras publicadas bajo un sello editorial eran de uno u
otro tipo. Como todos ustedes saben, aun hoy se publican textos de astronomía
y textos de astrología. Decidir cual de esos saberes es más verdadero fue
cuestión de filósofos y de científicos, pero ofrecer conjuntos coherentes de
unos y otros tipos de libros lo fue de los editores. Hoy, ningún editor de
astrología publicará obras de astronomía. (Posiblemente, los editores de
astronomía estarían encantados de publicar libros de astrología…).
Por fin, los editores hicieron algo más, algo fundamental que se
desarrolló, fundamentalmente, en el Renacimiento primero, y en el siglo XX
después. Aprendieron a organizar el texto y a presentar el libro. Organizar el
texto: separarlo en partes, en capítulos, en secciones, añadir índices, tablas,
notas al pie, bibliografías, y aprendieron (no todos) el arte de la tipografía, es
decir, el arte de facilitar la lectura. Y aprendieron, más tarde, la semántica de
los metatextos: desde la importancia del título a los textos de contratapa, las
noticias sobre los autores, los mecanismos por los cuales el diseño gráfico
comunica, ayuda a que cada tipo de público entienda –a un golpe de vista,
literalmente- si ese libro es para uno o no lo es.
Ya que he mencionado qué aprendieron a hacer los libreros y qué
aprendieron a hacer los editores para gestionar la ansiedad resultante del
exceso de oferta, digamos también lo que hicieron “entre ellos”: hicieron, a mi
entender, dos cosas básicas. Primero, aprendieron a intercambiar información:
quién edita qué, quién vende qué, quién conoce el público que el editor
necesita, quién edita el libro que satisface a un cliente. Y aprendieron, por fin, a
negociar. A negociar qué parte de la renta obtenida del cliente era para cada
uno.
Quedémonos ahora, tal como lo hemos hecho antes, con unas primeras
constataciones: ante un proceso que parecía descontrolado de incremento de
la oferta de contenidos textuales, contenido registrado y distribuido con

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tecnologías nuevas que rápidamente se dispersaron por todo el mundo (o por
buena parte del mundo), multiplicando al infinito la oferta de contenidos
disponibles, la comunidad de profesionales cuya tarea era la gestión de esos
contenidos realizó algunos aprendizajes fundamentales y se dotó de ciertas
habilidades imprescindibles. Mencionemos, como síntesis de lo antes dicho, lo
siguiente:

- Aprendieron a conocer al público. Conocimiento personalizado de los


lectores de alto nivel de especialización, conocimiento de los modos de
circulación y de los hábitos de consumo y necesidades de los públicos
masivos. Ese conocimiento se cifra en una palabra: proximidad. La clave
fue, en efecto, estar cerca del lector.
o Cerca simbólicamente, en el caso de los públicos especializados,
es decir, conocer qué puede ser útil para un profesor de filosofía,
saber quién es proveedor de ese libro útil, disponer de ese libro
útil e informar al profesor de filosofía de la aparición de ese nuevo
libro que le resultará útil. Informar significaba alguna o varias de
las siguientes cosas: ponerlo en el escaparate, en la mesa de
novedades o en la sección específica de la librería, pero también,
según la época, enviarle una carta, llamarlo por teléfono o enviar
una newsletter con la información. Significaba también organizar
actividades en el local para acercar a aquellos a quienes se
quería convocar en torno de una oferta determinada.
o Cerca físicamente, en el caso de los públicos masivos, es decir,
instalar los puntos de venta allí donde la gente circula, por
ejemplo en las estaciones de tren, tal como ocurrió
tempranamente en Inglaterra en el siglo XIX, o en las estaciones
de metro del siglo XX, en las grandes arterias comerciales, en los
pequeños centros comerciales de las zonas residenciales
periurbanas o -¡desgracia!- en las gasolineras, los centros
comerciales, los supermercados, las tiendas departamentales.
- Aprendieron a fijar precios, algo indeciblemente complejo y bastante
bien logrado.
- Aprendieron a hacer más legibles los libros, gracias a las intervenciones
sobre los textos (desde el editing y la corrección de estilo hasta la
tipografía, desde los índices hasta las notas al pie)
- Aprendieron a establecer criterios de calidad rápidamente reconocibles
por todos los involucrados en la cadena del libro
- Aprendieron a segmentar la oferta, creando comunidades de sentido
coincidentes con comunidades de interés.
- Aprendieron a ampliar el mercado, haciendo saber a los consumidores
que aquello que ellos hacían –los editores- y vendían –los libreros- podía
ser de interés para quienes no sabían que podía ser de interés
- Aprendieron a comunicar rápida, fácil y eficazmente el contenido de
cada libro, a través de los metatextos y el diseño gráfico.
- Aprendieron a compartir información, creando sistemas infinitamente
complejos que, a pesar de mostrarnos cada día sus insuficiencias son
sin embargo altamente satisfactorios para la mayor parte de la oferta y
para la mayor parte de la demanda

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- Aprendieron (y esto no lo mencioné antes) a interactuar con los poderes
públicos con varios fines:
o Obtener los marcos legislativos y fiscales adecuados para el
desarrollo de su actividad
o Involucrar a los estados en el desarrollo de un público lector y de
políticas de ampliación de mercados

Ante la ansiedad que provoca en muchos profesionales del mundo del libro la
irrupción de las nuevas tecnologías, la historia de nuestro propio oficio nos
deja, creo, algunas lecciones que podemos intentar aprender. Algunas,
vinculadas con lo que no es estratégico en este momento de nuestras vidas
profesionales. Las cuestiones que no son estratégicas son, a mi entender, las
siguientes:

- No es estratégico saber de tecnología, como no era necesario saber


operar una linotipo, una prensa plana o una offset para ser editores de
libros impresos, ni para vender esos libros impresos en las librerías.
Saber que debía recurrirse a buenos tipógrafos y buenos impresores era
más que suficiente. Buenos por calidad, por servicio y por precio.
- No es estratégico discutir demasiado sobre agregadores, distribuidores,
plataformas o librerías virtuales. Es simplemente suficiente saber que
existen unos y otros, y que cumplen funciones semejantes a las de los
distribuidores y libreros tradicionales.

¿Qué es, entonces, estratégico? Fundamentalmente, lo estratégico es saber


adaptar los conocimientos viejos al entorno nuevo. No se trata de adquirir
conocimientos nuevos, sino de ponerlos en valor. Ponerlos en valor significa,
en alguna medida, cambiar los énfasis de lugar y, en mi opinión, hay dos
lugares sobre los que hay que detenerse con mayor atención. Señalaré cuales
son esos dos lugares, y terminaré con dos advertencias y un lamento.

- Uno: la segmentación
- Dos: los metatextos, a los cuales, a partir de nuestra entrada en el
mundo digital, llamamos metadatos.

Uno: la segmentación: como señala el gurú del mundo digital, la persona que
probablemente sea el observador más agudo, mi ídolo en este camino de
espinas, el gran Mike Shatzkin, las editoriales deben comenzar a enfocarse en
su público, es decir, escoger contenido para nichos verticales. Debemos tener
conciencia de que el aumento de la cantidad de información producida por la
sociedad contemporánea se traduce fundamentalmente como ruido: infinita
cantidad de señales emitidas por infinita cantidad de productores de contenido
que se vuelven ruido para una infinita cantidad de personas que reciben esas
señales de modo simultáneo en cualquier lugar del mundo en que se
encuentren. Eso, en la ciencia de la información, se denomina ruido. Y, tal
como hicieron nuestros ancestros, los primates de la era de la información
conocidos como editores y libreros, nosotros estamos nuevamente ante el
desafío de convertir el ruido en información, el barullo en señales
comprensibles. Para hacerlo, el mejor recurso –también el único del que
disponemos- es utilizar eficazmente las herramientas que esa misma

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tecnología proporciona. Y esa tecnología permite identificar, prácticamente uno
a uno, a los posibles interesados en nuestros contenidos, y hacerles saber de
la existencia de nuestros libros. Pero, para ello, es fundamental trabajar en
nichos verticales. A diferencia del mundo analógico, en el que la información
era fundamentalmente transmitida de uno a muchos (la reseña del libro en un
periódico, firmada por un columnista, y recibida por decenas de miles de
lectores), en el mundo digital la información circula mayormente de uno a uno,
dentro de comunidades de intereses compartidos: una newsletter que el editor
o el librero envía a cada uno de los posibles compradores, un mensaje por
twitter que cada receptor enviará a sus pares, una mención en un facebook que
será recuperada por los “amigos”. Pero en ese sistema las señales funcionan
en nichos verticales. Ya no es la multitud que circula por el andén de una
estación de metro, integrada por individuos que solo comparten entre sí la
necesidad de trasladarse de una estación a otra y que se detienen delante del
puesto de libros allí instalado. No son los individuos que circulan delante de
una oferta que debe ser suficientemente variada para convocar intereses
diversos y dispersos, sino la información la que circula entre individuos, y que
es hecha circular por individuos en la medida en que compartan un sistema de
intereses y no la ocasional necesidad de transportarse.
Dos: los metadatos. Para que esa información circule adecuadamente
debe primero ser descubierta y luego ser transmisible. Y para que ambas cosas
ocurran el trabajo fundamental del editor es el de dotar, a cada uno de sus
libros, de un aparato periférico con toda la información necesaria. Información
necesaria para dos cosas: primero, que sea posible saber rápidamente de qué
se trata el contenido, y segundo, para que ese contenido sea percibido por el
lector como atractivo, útil o necesario para él. El primer requisito hemos
aprendido a satisfacerlo con los metatextos: el título justo, el texto adecuado de
contraportada, o de solapa, los datos oportunos sobre el autor. Para cumplir el
segundo debemos todavía hacer un aprendizaje. Porque una parte importante
de la tarea de seducción, de generación de interés en el lector, la dejábamos
en manos de aquellos a quienes llamábamos intermediarios culturales: los
críticos, los profesores, los formadores de opinión. Ahora, debemos incluir en
los metadatos todo aquello que contribuya a generar ese interés: videos,
podcasts, entrevistas con los autores, críticas de sus libros anteriores,
comentarios de personas de referencia en la comunidad a la que nos dirigimos.
Nunca será suficiente la insistencia en que los metadatos completos y de
calidad son la clave para el negocio digital, y que éstos solo serán útiles si
trabajamos, como dice Shatzkin, en nichos verticales.
Dije también que haría dos advertencias. La primera: hay que poner
atención en las curvas de las figuras incluidas al inicio de este texto. La forma
de las curvas es bastante semejante, y marca el incremento sideral de la
cantidad de contenidos que se volvieron disponibles como resultado de esos
dos cambios tecnológicos revolucionarios, la invención de la imprenta y la
invención de Internet. La primera mostraba la cantidad de oferta que permitió
aportar la imprenta, las siguientes el aumento en la cantidad de usuarios de la
tecnología nueva. La diferencia de las curvas no está en su forma, sino en el
período en el que cada una se fue dibujando. La primera es el resultado de cien
años de impresión de libros. Las otras, de unos pocos años en el primer caso,
de apenas 17 años, menos de dos décadas, en los siguientes. Eso significa,
por razones autoevidentes, que, como se dice, el tiempo apremia. No

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disponemos de cien años para aprender a gestionar la nueva tecnología,
porque los lectores, nuestro público, se incorpora a ella a tasas
inconcebiblemente altas. Debemos aprender ya a estar ahí.
La segunda advertencia, muy relacionada con aquella, es que así como el
público aprende hoy muy rápido a hacer uso de las tecnologías nuevas,
también jugadores recién llegados aprenden muy rápido. Amazon tiene sólo
veinte años de existencia. Al librero Arthème Fayard le llevó medio siglo
convertir su librería en una editorial exitosa, acompañando el desarrollo del
mercado francés. Nosotros no disponemos de ese tiempo, si queremos evitar
que nuestros conocimientos, generados y aprendidos con esfuerzo a lo largo
de generaciones, nos sean expropiados por gente cuya característica es la
capacidad de aprendizaje y la falta de escrúpulos para convertir esos
aprendizajes en dinero.

Por último, un lamento:

Entre aquellas cosas que los editores, los libreros y los lectores habíamos
aprendido, una fundamental era la belleza sensual de un objeto al que siglos de
cuidadosa dedicación artesanal, industrial e intelectual convirtieron en algo
magnífico. Mucho me temo que, al menos por ahora, en este nuevo mundo
digital esa belleza la pondremos en el cajón de la nostalgia, y la recordaremos
con la tristeza de la pérdida. Afortunadamente, nuestra cultura aprendió a
tramitar la pérdida por medio del duelo. Al entrar en el mundo digital, hagamos
ese duelo, para no perder lo esencial: nuestra capacidad de dar de leer.

Este texto es una versión modificada de la conferencia presentada por el autor en la


“Tarde del libro electrónico” celebrada durante la Feria Internacional del Libro de
Guadalajara, en diciembre de 2012

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