Huelga Fraguada - Ian Stuart
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Huelga Fraguada - Ian Stuart
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Ian Stuart
Huelga fraguada
El séptimo círculo - 352
ePub r1.0
Titivillus 13.08.2022
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Título original: The Renshaw Strike
Ian Stuart, 1980
Traducción: Martha Aboaf
Diseño de cubierta: Malcolm W. Grealy
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Para Barbara y Bud Laming
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UNO
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—Gracias a Dios —comentó Anna French. Su guardapolvo blanco sin
forma caía sobre un par de jeans y un pulóver suelto, ocultando cualquier
femineidad que pudiera poseer su figura. Tenía el pelo largo y oscuro tirante
en la nuca, formando una cola de caballo, y la única concesión aparente a su
sexo era un toque de lápiz de labios y dos enormes argollas de oro que
colgaban de sus orejas.
Estaban parados contemplando la unidad como si tuvieran miedo de que
al dejar de mirarla cesara de funcionar.
—Voy a decírselo a Bill Skinner —dijo MacNeil.
Peter Haworth hizo una mueca.
—Más ganancias para los malditos capitalistas —dijo.
—Para eso te pagan —le contestó Dickson de buena manera.
—No necesitas refregármelo.
Haworth era el más joven del grupo. MacNeil, que sabía de su militancia
de izquierda en el politécnico, nunca estaba seguro de las opiniones que
Haworth decía profesar. Eso no le preocupaba, Haworth valía lo que pesaba.
MacNeil se sacó el guardapolvo y se puso la chaqueta. No necesitaba
hacerlo y sabía que a los demás ni se les hubiera ocurrido, pero desde sus
comienzos allí le habían enseñado que nunca se iba a la gerencia en ropa de
trabajo.
Al salir de la iluminación brillante del laboratorio, el patio le pareció casi
oscuro. Soplaba una brisa helada y las nubes que colgaban sobre el pueblo
amenazaban lluvia. MacNeil se detuvo en el umbral uno o dos segundos y
luego caminó hasta el edificio de las oficinas y subió las escaleras. Gillian
Wright, la secretaria de Skinner, estaba escribiendo a máquina en su
escritorio. Era una joven gordita, con camisa rayada y falda marrón oscuro.
—¿Bill está desocupado? —le preguntó MacNeil.
—Creo que sí. A menos que esté hablando por teléfono.
Esperó mientras Gillian atravesaba una puerta en la pared más alejada del
corredor angosto que separaba la oficina central de la gerencia. Volvió
enseguida.
—Puede pasar —le dijo.
—Gracias —MacNeil se dirigió a la puerta de Skinner, golpeó y entró.
Era una habitación bastante pequeña, con muebles de oficina comunes y
una alfombra de pared a pared color bronce. Las persianas estaban levantadas
y MacNeil pudo ver a través del patio y del otro lado de la calle las ventanas
impersonales y ciegas de otra fábrica. Skinner era el gerente de producción,
un hombre de cuarenta y tres años, bajo y corpulento con pelo oscuro alisado
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sobre una cabeza redonda. Sus ojos también eran oscuros y brillantes, y aun
cuando estaba quieto irradiaba un aire de energía reprimida.
—Siéntese, muchacho —dijo con voz cálida y amistosa—. ¿En qué puedo
servirle?
MacNeil se sentó en una silla enfrente al escritorio.
—Pensé que le gustaría saber que ya hemos terminado las pruebas de la
UC1 —dijo.
—¿Y? —preguntó Skinner.
—Salieron bien.
—¿Nada más que bien?
—Tan bien como esperábamos. Tal vez mejor.
—Eso vale un trago.
Para MacNeil era muy temprano, pero no dijo nada. Skinner tomó una
botella de whisky, dos vasos y una jarra de agua de un armario. Sirvió dos
porciones generosas y le alcanzó uno de los vasos a MacNeil.
—Bueno, felicitaciones, Alan. Es su criatura.
—Gracias.
Bebieron. MacNeil pensó que, de todos los gerentes de Renshaws,
Skinner era el único con el que se sentía cómodo. Sin excluir al presidente. El
único con el que tenía algo de afinidad. Lo que era extraño, porque sus
antecedentes eran muy distintos. MacNeil había pasado del colegio a una
escuela técnica en Iverness y de allí a la industria, comenzando desde abajo
en una pequeña firma de Glasgow. Lo único que le había gustado de ese
trabajo eran los fines de semana, cuando podía recorrer Argyll o los Campsies
con un grupo de amigos. El padre de Skinner había sido un próspero hombre
de negocios del sur de Inglaterra y Skinner había ido a Cambridge.
—¿Podría decírselo al viejo? —preguntó MacNeil.
Skinner no le contestó enseguida. Parecía estar meditando el asunto y su
vacilación sorprendió a MacNeil, que suponía que Skinner desearía contárselo
a Astley lo antes posible. Después de todo Renshaws había invertido un
montón de tiempo y dinero en el proyecto, y si se convertía en un éxito
comercial podía significar la entrada de la compañía en primera división.
MacNeil suponía que eso era lo que quería Skinner. Él ya había decidido. El
presidente podía ser su suegro, pero MacNeil no le daría la noticia.
—Sí, por supuesto —dijo Skinner—. Estará encantado.
—Dudo de que lo demuestre —comentó MacNeil con sequedad.
George Astley era de Yorkshire y se enorgullecía de su parquedad. El
hecho de que MacNeil fuera el responsable de la unidad no haría más que
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aumentar su reserva.
Skinner sonrió.
—Ralph Fitzpatrick lo hará por él. Ha estado rogando por un nuevo
producto para vender. Si este asunto marcha, se le abrirá un enorme mercado.
MacNeil no necesitaba que le dijeran eso. Deseaba que el resto de los
directivos tuviera el entusiasmo y el empuje de Skinner. A pesar de su
relación incómoda, respetaba a Astley, pero el presidente era cauteloso, y
Fitzpatrick, el gerente de ventas, demasiado voluble. A los otros, Walton y
Anderson, casi no los conocía. Se dijo que no tenía nada que ver con todo eso,
él había hecho su trabajo y no dudaba de que ahora lo respaldarían.
—Será mejor que vuelva —dijo, apoyando su vaso—. Gracias.
—Está bien —aprobó Skinner—. Bien hecho, Alan. Puede confiar en mí
para hacerle ver a la junta lo importante que es esto.
MacNeil salió de la habitación y bajó las escaleras hasta el patio. Hasta
hacía un par de años, Renshaws no tenía un departamento de investigación.
Skinner había persuadido a los otros gerentes de instalar uno y lo había
recomendado a él como jefe. Astley se había resistido, pensando que podían
acusarlo de nepotismo, pero al final Skinner había ganado.
Al principio trabajaron para mejorar los productos ya existentes, pero
luego MacNeil concibió la idea de crear un nuevo sistema de control
relativamente barato que podía adaptarse con facilidad a una amplia gama de
procesamientos. Y otra vez Skinner había persuadido a la junta para que
proveyera los fondos.
Mientras MacNeil no estaba, los otros habían vuelto a trabajar en la
unidad, y a su regreso lo miraron con aire avergonzado, como padres a los
que se pesca jugando con un juguete del hijo.
—Será mejor que guardemos esto —dijo.
Aparte de los cuatro que estaban allí, los únicos que sabían de las pruebas
eran Skinner y el presidente, la unidad era un secreto muy bien guardado, y
hasta los demás gerentes solo sabían que Investigaciones estaba trabajando
«en algo de MacNeil» y que Skinner les había dicho que parecía prometedor y
que tenían que apoyarlo. Por otra parte no habría cambiado mucho de saber
más; eran hombres de negocios y sabían muy poco de electrónica.
Anna abrió uno de los armarios metálicos. Los otros desmantelaron las
distintas secciones y las guardaron.
Cuando terminaron, MacNeil volvió a cerrar con llave el armario y se
guardó la llave en el bolsillo.
—Ha sido un gran día —comentó Haworth.
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Los otros asintieron.
El viento había cesado y comenzaba a llover. A lo largo de las tristes
callecitas entre las fábricas la gente se apuraba para tomar los ómnibus y los
autos se abrían paso desde las playas de estacionamiento hacia el río de
tránsito que se arrastraba paragolpes a paragolpes, a paso de hombre. Ya se
estaban formando charcos en los costados de la calle.
En el cruce, el semáforo se puso rojo y MacNeil se detuvo. ¿De qué
humor estaría Rosemary? Hubo un tiempo, uno o dos años atrás, en que
todavía deseaba llegar a su casa después de un día de trabajo. No porque su
trabajo le disgustara, sino porque disfrutaba de su hogar. Ahora en cambio
casi temía llegar.
¿Qué pensaba ella que hacía en el trabajo? Si anduviera con otras mujeres
no sería allí. A lo mejor creía que andaba con Anna, porque siempre la metía
en sus conversaciones. Anna, que parecía estar asustada o avergonzada de su
sexo. Sería gracioso si no fuera tan molesto y humillante.
Si las sospechas de Rosemary hubieran sido más definidas, habría sido
más fácil para los dos, porque le habría demostrado su poco sentido. Así
como eran, cada vez que él se alejaba, Rosemary se sentía torturada por la
duda. Había momentos en que el enojo y el resentimiento se apoderaban de él
y lamentaba que esas dudas no tuvieran una base. Ya no se querían, a veces se
preguntaba si alguna vez se habían querido y si todo lo que los mantenía
unidos no era sino sentido de responsabilidad. Eso y su conciencia
presbiteriana.
A veces Rosemary se odiaba por sus celos, y entonces él le tenía lástima.
Otras, parecía disfrutar con ellos, y los fomentaba mientras contemplaba el
efecto que producían.
El semáforo cambió y MacNeil siguió viaje. Cuando estaban separados
podía pensar en ella con bastante objetividad y supuso que eso debería
significar que ya no la amaba.
Siempre había sido posesiva. Al principio no era más que el deseo de
estar con él lo más posible y de atraer toda su atención. Todavía se acordaba
de su enojo cuando una de sus amigas le había dicho riendo si confiaba en él
cuando estaba fuera de su vista. Estos celos obsesivos solo se habían
manifestado a partir del último par de años.
Las fábricas dieron paso a una serie de casitas. Más adelante había casas
más modernas, más grandes, cada una con su jardín al frente. Casi todo el
tráfico había doblado en el último desvío, saliendo del camino principal, y,
más por costumbre que por deseos de llegar rápido a casa, MacNeil aceleró.
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La casa estaba en las afueras del pueblo. Era de tres dormitorios y se
destacaba sobre el terreno por su pintura blanca. Una casa como cualquiera de
las que la rodeaban. La habían comprado cuando estaba recién terminada,
hacía unos tres años, y el camino todavía tenía un aire salvaje, con escaso
pasto en los bordes y algunos pinitos moribundos. Cerca de la casa había un
matorral y los árboles más pegados a ella casi sobrepasaban la verja. El año
anterior había anidado allí un par de lechuzas y cada tanto algunas ardillas
saltaban por el parque. MacNeil entró, estacionó enfrente al garaje y bajó del
auto.
Rosemary estaba en la cocina.
—¿Eres tú, Alan? —preguntó.
Dobló su impermeable sobre la baranda de la escalera y se dirigió hacia
allí. Rosemary estaba amasando y tenía las manos blancas dé harina. Era tres
años mayor que MacNeil, alta y angular; su pelo oscuro siempre parecía lacio
y caído y esos enormes ojos marrones que tendrían que haber sido su mejor
atributo pero que demasiadas veces mostraban resentimiento.
—Llegas tarde —dijo con voz acusadora.
Era mentira, pero ya había aprendido a través de las amargas experiencias
anteriores que era mejor no defenderse cuando Rosemary estaba de mal
humor. Con un poco de suerte también esta vez se le pasaría.
—Voy a cambiarme —dijo.
Cuando volvió a bajar Rosemary todavía estaba en la cocina. Entró al
living y encendió la televisión.
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DOS
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La Cabeza del Rey era un gran pub en el camino principal. MacNeil
hubiera preferido algo más chico y tranquilo, pero cuando Heslop sugirió ese
lugar no se había molestado en decir que no. Una sinfonola atronaba con
música de rock cuando abrió la puerta del salón. A esa hora de un día de
semana el lugar estaba casi desierto y vio enseguida a Heslop, parado en la
barra con un hombre alto y robusto vestido de oscuro. El periodista lo vio en
ese mismo instante y le hizo señas para que se acercase.
—Alan MacNeil, Ray Burton —dijo—. ¿Qué va a tomar, Alan?
—Una cerveza, por favor.
—¿Eso es todo? Tómese un whisky.
—No, gracias.
—Una cerveza, por favor, tesoro —le dijo Heslop a la camarera.
—Tenía muchas ganas de conocerlo, Alan —dijo Burton. Tenía unos
cuarenta y cinco años y a pesar de que estaba engordando sus ojos eran
astutos y su mandíbula firme. Parecía un tipo peligroso para cruzarse en su
camino.
—¿Ah sí? No me imagino por qué —MacNeil no pensaba que Burton
fuera de los que hacen cumplidos sin razón, y sentía curiosidad.
Heslop pagó las bebidas.
—Vamos a sentarnos —sugirió.
Los guio hasta una mesa contra la pared y alejada de la puerta. Había tres
sillas, él se sentó mirando hacia la puerta, Burton en la de la izquierda y
MacNeil quedó dando la espalda al salón.
—Salud.
—Salud —MacNeil se dirigió a Ray Burton—. Disculpe, no sé todavía a
qué se dedica usted.
Burton sonrió.
—Estoy en su mismo negocio.
—¿Está bien su cerveza, Alan? —preguntó Heslop—, parece un poco
desabrida.
—Está muy bien —MacNeil tenía la impresión de que el reportero no se
encontraba cómodo. Pero él había arreglado ese encuentro, así que debía de
ser su imaginación.
—He oído hablar mucho de Renshaws —dijo Burton—. Tienen una
buena reputación.
—¿Con quién está usted? —preguntó MacNeil.
—Tyzacks UK.
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MacNeil los conocía. Era la subsidiaria inglesa de una gran compañía
americana con fábrica en Hertfordshire y fama de agresividad para la
comercialización.
—¿Hace mucho que está con ellos? —preguntó. No estaba demasiado
interesado, no hacía más que seguir la conversación. Si Heslop había pensado
que le gustaría conocer a Burton por el simple hecho de que trabajaban en la
misma industria estaba equivocado; probablemente era lo único que tenían en
común.
—Seis años —contestó el hombre—. Estuve cuatro en los Estados Unidos
y me mandaron aquí de vuelta hace ya dieciocho meses cuando compramos
Hondux.
—Ray es el gerente general —explicó Heslop.
MacNeil se sorprendió un poco.
—¿Ya están listos para otra vuelta? —preguntó Burton—. ¿Lo mismo,
Gordon? ¿Está seguro de que no quiere otra cosa, Alan?
—No gracias —le dijo MacNeil—. Así está perfecto.
Burton recogió los vasos y se dirigió a la barra.
—¿Por qué quería que lo conociera? —preguntó MacNeil. Estaba
molesto, Heslop lo había engañado.
—Dijo que quería conocerlo a usted.
—¿Por qué?
—No me lo pregunte porque no lo sé.
—Es un gerente general, yo no puedo importarle un comino. Me
sorprende que haya siquiera escuchado alguna vez mi nombre.
—¿Qué importancia tiene?
MacNeil no lo sabía, pero se sentía un poco inquieto.
Burton volvió con sus bebidas.
—¿Cómo anda su gente en este momento, Alan? —preguntó mientras
apoyaba los vasos en la mesa.
—Estamos con mucho trabajo. Pero yo no tengo nada que ver con
producción o ventas.
—No —Burton se inclinó. Tenía una manera de hablar más bien fuerte,
como si fuera un poco sordo—. Ya he oído hablar de su trabajo. ¿No le
gustaría unirse a nosotros?
MacNeil se sorprendió. No era eso lo que se esperaba.
—Ahora somos una gran empresa y nos vamos a agrandar todavía más
—prosiguió Burton—. Acá y en el resto de Europa. Necesitamos gente
adecuada, y cuando los conseguimos, pagamos bien.
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MacNeil sabía que eso era cierto. También sabía que Heslop estaba
evitando mirarlo. Así que era por esto que se sentía molesto, sabía de qué se
trataba y sospechaba que a MacNeil no le gustaría el modo de encararlo.
¿Pero por qué? Burton le estaba haciendo una oferta justa y si no hubiera sido
por el trabajo que todavía tenía que hacer en la unidad de control habría
estado tentado de aceptar. Últimamente había pensado si no sería mejor dejar
Renshaws. Irse enseguida. Pero sabía que Rosemary no querría. Y si lo hacía,
no por eso iba a cambiar de carácter, por el solo hecho de vivir en otra parte;
hasta podía empeorar si no podía ver a su madre una o dos veces por semana.
—Usted estaría a cargo del departamento —estaba diciendo Burton—.
Con bastante mano libre y un presupuesto generoso. Y pagaríamos todos los
gastos de su traslado, por supuesto.
—Gracias, pero mi respuesta es no —le dijo MacNeil.
Burton no pareció desconcertado.
—Esto es lo que esperaba que dijera —asintió—. Pero me gustaría que lo
pensara. Si cambia de idea hablaremos de las condiciones. No le haremos
perder el tiempo.
MacNeil no lo dudaba, no lo hubieran buscado si no tuvieran esperanzas
de que pudiera aceptar y debían saber que se necesitaba bastante más de lo
que estaba ganando para tentarlo. Renshaws era una buena empresa, pero no
se destacaba por pagar grandes sueldos a sus ejecutivos.
—Lo pensaré —prometió—. Pero no creo que cambie de idea.
—Me parece justo. Hágame saber su decisión lo antes posible. ¿De
acuerdo?
MacNeil asintió.
Durante los siguientes diez minutos hablaron del tiempo y de deportes.
Tenía la sensación de estar pasando el rato, de que el asunto principal ya
estaba hablado. Burton miró su reloj y dijo que tenía que irse.
—Yo también —dijo Heslop.
MacNeil no lo sentía. Burton se había esforzado para ser amable pero de
todas maneras la atmósfera era muy tensa. Se pusieron de pie y comenzaron a
dirigirse hacia la puerta. Mientras estaban sentados, había entrado bastante
gente y ahora las mesas estaban casi todas ocupadas. Había un hombre
sentado solo cerca de la que acababan de dejar y MacNeil vio con sorpresa
que se trataba de Bill Skinner. Estaba por detenerse para hablarle cuando
Heslop dijo detrás de él:
—Hay algo que me gustaría conversar con usted antes de irme, Alan.
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Skinner estaba leyendo el diario. Era probable que no lo hubiera visto,
pensó MacNeil mientras salía.
Afuera había dejado de llover, pero aún hacía frío.
—Bueno, buenas noches —dijo Burton—. Un gusto haberlo conocido,
Alan. Espero sus noticias.
—Lo llamaré por teléfono —prometió MacNeil.
—Bien. Buenas, Gordon.
—Buenas noches, Ray —dijo Heslop.
Miraron cómo el hombre se alejaba por el estacionamiento y se metía en
un Jaguar grande.
—Un tipo simpático, este Ray —comentó el periodista.
—Si —el tono de MacNeil no era comprometedor—. Usted dijo que
quería hablarme.
—¿Eh? Ah, solo quería decirle que esperaba que no se hubiera molestado
cuando descubrió por qué quería conocerlo. Yo no lo sabía. Esta tarde
estábamos hablando y dijo que le gustaría conocerlo y que si yo podía
arreglarlo.
—Está bien —MacNeil quería irse. Había algo desagradable en la
ansiedad de Heslop por demostrar que él no era culpable. ¿Por qué tendría
que culparlo? De todas maneras la oferta de Burton lo había perturbado.
—Salud entonces —dijo el reportero. Se alejó.
MacNeil pensó en la posibilidad de entrar y tomar una copa con Bill
Skinner; tal vez hasta decirle lo que había pasado. Pero seguramente Skinner
estaba esperando a alguien. Se dio vuelta y caminó hacia su auto.
Rosemary estaba en el living mirando un programa de noticias en la
televisión. Cuando él entró lo apagó.
—No tardaste mucho —dijo.
—No.
Se había puesto un vestido más sentador y algo de maquillaje. Hasta su
pelo estaba más prolijo. Se le acercó, puso sus brazos en torno a su cuello y lo
beso. Era su manera de disculparse, más fácil, menos hiriente para su orgullo
que decir algo. Tal vez estaba realmente arrepentida y odiaba haber
sospechado, pensó MacNeil. O tal vez lo único que quería era descubrir si su
chaqueta olía al perfume de otra mujer. Ni lo sabía ni le importaba, ya había
pasado demasiadas veces.
—¿No te gustaría ir a la cama, Alan? —murmuró.
Pensaba que con eso se arreglaba todo. Se preguntó si ella todavía creía
amarlo. Pero había dudado demasiado.
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—Está bien —dijo Rosemary suspirando y alejándose.
—No es eso —murmuró él—. Estoy cansado y… —¿cómo podía
explicárselo?
—No necesitas decírmelo —su voz era otra vez amarga—. De todas
maneras yo me voy a la cama.
—Recién son las nueve menos cuarto.
—Yo también estoy cansada. Estuve todo el día en la cocina como una
esclava.
—Subo enseguida.
Cuando Rosemary se fue MacNeil volvió a encender el televisor. Pero no
veía lo que estaba pasando. Debí haber subido con ella, se dijo a sí mismo.
Llevarle la corriente, aprovechar mientras duraba la buena racha. A lo mejor
la ayudaba a olvidar los demonios que la perseguían.
Eran casi las 11.00 cuando apagó el televisor y se fue a acostar.
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—¿Por qué?
—Porque tienes lindos ojos y quiero ver cómo eres sin ellos.
—¿Mis ojos? —dijo con ironía. Pero se los sacó.
Le agradó ver que había tenido razón, que era linda. No bonita, sino
atractiva.
—¿Por qué me invitaste a salir esta noche? —preguntó.
Fitzpatrick estaba un poco desilusionado. Ella quería que la halagara,
como las otras.
—Me pareció una buena idea —dijo.
—No soy tu tipo.
Fitzpatrick hizo una mueca. Pensaba que lo hacía parecer juvenil y
encantador.
—¿Cómo piensas que es mi tipo? ¿Rubias tontas con figuras neumáticas y
pestañas falsas?
Anna sonrió.
—Yo no dije nada.
—Está bien, no sé por qué. Tenía ganas. ¿Estás arrepentida de haber
dicho que sí?
—Extrañamente, no lo estoy.
—¿Por qué extrañamente?
—En realidad no lo sé. Tú tampoco eres mi tipo.
Podía imaginarse cuál era su tipo de hombre con tanta claridad como ella
había imaginado el suyo; jóvenes entusiastas que se pasaban la velada
discutiendo filosofía y política de izquierda. Todos intelectuales a medio
cocinar.
—¿Y cuál es? —preguntó. Estaba acostumbrado a este finteo verbal y lo
podía mantener sin prestarle más de la mitad de su atención.
—Casi lo opuesto a ti.
—Por lo menos eres franca.
—Lo siento, no quise ser ofensiva. Lo que quise decir es que lo estoy
pasando mejor de lo que esperaba. Puedes tomarlo como un cumplido.
—Está bien —asintió sonriendo—. Te diré por qué. Estaba pensando en
lo que haría esta noche; tenía ganas de salir pero no tenía a nadie. Entonces
tropecé contigo y vi que tenías aire de estar harta. Me dije que en realidad no
te conocía y que sería divertido descubrir si en realidad eras tan… —Se
detuvo.
—¿Tan qué? —Sus ojos lo desafiaron.
—Tan cerdo feminista como parecías.
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Había esperado que se enojara, pero en lugar de eso se rio.
—Cerda —le dijo—. Cerdo hembra—. ¿Cuántos años tenía él? ¿Treinta y
seis o treinta y siete? Ni siquiera sabía si era casado.
—Uno no habla de un chivo macho chauvinista —objetó Fitzpatrick.
—No —hizo una pausa—. Me molestó un poco—. Era algo que había
dicho Peter Haworth; ahora ni siquiera recordaba qué era.
—¿Qué hiciste hoy? —preguntó Fitzpatrick.
—Las pruebas finales del UC1. Ya sabes, la nueva unidad de control.
—¿Salieron bien?
—Sí, perfectas.
—Bien. ¿Quieres más café?
Anna sacudió la cabeza.
—No, gracias.
—¿Otra copa?
—No.
—¿Entonces podemos irnos, si estás lista?
—Sí —Anna estaba consciente de una súbita tensión.
Fitzpatrick pagó la cuenta y la ayudó a ponerse el abrigo. Cuando la tomó
del codo ella dejó que su mano quedara allí, sin responder pero sin sacar el
brazo. Hacía frío y al salir del cálido restaurant hacia el frío de la calle,
tembló.
A Fitzpatrick le hubiera gustado manejar un Jaguar o un Mercedes. Esos
eran autos que andaban de acuerdo con la imagen que tenía de sí mismo, pero
Renshaws no se avenía a esos lujos costosos y había tenido que conformarse
con un Ford Granada. Encontró el camino de vuelta al departamento de Anna
sin tener que preguntarle y estacionó contra el cordón.
—¿Vas a subir? —preguntó Anna—. Tengo cognac. O, si prefieres,
puedo hacer café. Dime lo que quieres.
Vaciló. El instinto le decía que ese era el momento de decir adiós e irse,
pero por alguna razón incomprensible deseaba estar con ella.
—Me parece una buena idea —dijo.
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TRES
GEORGE ASTLEY dio vuelta una página del Telegraph, encontró lo que
estaba buscando y gruñó. Su mujer no dijo nada; al principio de su
matrimonio había aprendido que su marido pretendía leer el diario en la mesa
del desayuno sin que lo interrumpieran. A ella todavía le molestaba, pero
aceptaba que quisiera asimilar lo máximo posible de las noticias del día antes
de ir a la fábrica… y casi todos los días se iba antes de las ocho. Lo que la
irritaba más era que las noticias incluyeran la página de deportes.
El gruñido de Astley había sido provocado por una noticia en la sección
financiera, tan breve que si no la hubiera estado buscando era casi seguro que
la perdía. La actividad inusual en Renshaws Electrónica había hecho subir las
acciones siete puntos más hasta llevarlas a setenta y cuatro peniques, un
aumento de once peniques en tres días. Un vocero de la compañía había
negado que el directorio supiera de alguna razón especial para esta alza o que
otra compañía hubiera hecho una oferta de compra.
El vocero había sido el mismo Astley; el día anterior lo habían llamado
tres diarios de Londres. Pensó intrigado que esta era la primera vez que
habían demostrado algún interés en Renshaws desde que estaban en el
mercado. Esta súbita compra lo desconcertaba tanto como a ellos. Renshaws
no era tan grande como para atraer a las empresas importantes y los pequeños
accionistas tendían a conservar sus acciones Además él y su familia todavía
controlaban la compañía, él mismo tenía el treinta y seis por ciento, su mujer
el diez por ciento y Rosemary, el cinco. El resto del directorio se repartía un
nueve por ciento.
Era muy difícil que un montón de personas distintas hubieran decidido de
pronto que Renshaws era la inversión que les convenía. Segura sí, pero los
rendimientos no eran demasiado excitantes y el balance del año pasado recién
se conocería en unos tres meses. ¿Quién estaba comprando?
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Astley sentía cierto malestar. Se enorgullecía de conocer bastante bien
todo lo que había que saber sobre la compañía, pero esto era algo que se le
escapaba. Bueno, en realidad nunca había pretendido entender los misterios
de la Bolsa.
—¿Pasa algo, George? —se aventuró su mujer, hablando en voz un poco
alta porque él tenía una ligera sordera.
—No. ¿Por qué?
—Estás frunciendo el ceño.
—Hoy en día las noticias bastan para hacerle fruncir el ceño a cualquiera.
No valía la pena contárselo a Joan, pensó. Cuando llegaba a casa a la
noche ella siempre le preguntaba como había sido su día, pero daba por
sentado que Renshaws iba bien. Siempre había ido bien desde que se
conocieran. Su interés por los negocios de la compañía se limitaba a una
aparición en el día de los campeonatos deportivos anuales y el baile en el club
social. Renshaws era su problema, y ella confiaba absolutamente en su
habilidad para manejarlo; dedicaba sus energías a su casa, su familia y unas
pocas actividades sociales.
—¿Más café, George? —preguntó.
—Por favor —le alcanzó la taza. Sin duda saldría algo también en los
otros diarios. Tal vez debería hablar con el Banco.
Tomó rápido el café y se levantó de su silla.
—¿Ya te vas? —preguntó Joan, sorprendida. Faltaban veinte minutos
para las ocho.
—Esta mañana quiero llegar temprano —dijo Astley.
Le dio el beso de rutina y fue a buscar su abrigo. Un minuto después Joan
escuchó que se cerraba la puerta delantera. ¿En el diario habría algo que lo
había perturbado? Si era así, tarde o temprano se lo diría, pensó mientras se
servía otra taza de café.
Mientras manejaba su Rover 3500 por el agradable camino bordeado de
árboles y de grandes casas con jardines amplios, Astley se dijo que no tenía
por qué preocuparse. Si la gente compraba acciones de Renshaws era porque
tenía confianza en la compañía. Ni se le ocurrió pensar en que hoy sus propias
acciones valían mucho más que hacía una semana; no tenía intención de
venderlas y el precio podía volver a caer mañana. Después de sus
declaraciones era probable que así fuera.
Los contadores lo habían persuadido de entrar a la Bolsa doce años atrás.
Renshaws necesitaba más capital y no tenía de dónde sacarlo. Tal vez también
había existido algo de vanidad en eso, vanidad por la compañía, más que por
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sí mismo. Ahora se cuestionaba si no hubiera sido más feliz siguiendo como
antes. En esos tiempos había menos interferencias externas y tenía más
libertad para concentrarse en manejar la compañía a su manera. A lo mejor se
estaba poniendo viejo.
Había hecho este mismo camino hacia el trabajo casi todos los días
durante veintidós años. Desde que su padre mudó a Renshaws de su viejo
edificio cerca del centro del pueblo. Había un estacionamiento de varios
pisos, en el domicilio anterior; nada más que una nueva escualidez
reemplazando a otra. En esos años había visto muchos cambios, negocios que
se iban, tiendas que cambiaban de mano una y otra vez.
Últimamente pensaba más en retirarse. Pero cuando se fuera, ¿quién
tomaría su lugar? Hugh Walton era el más antiguo de los otros gerentes, pero
no tenía visión ni empuje. Todo lo que quería era una situación cómoda y sin
problemas. Y Walton no era ingeniero, no sabía nada de electrónica. Bill
Skinner tenía la visión y la energía suficiente, trabajaba más que cualquiera de
los otros, pero hacía solo dos o tres años que estaba con la compañía. Astley
era un firme creyente en los beneficios de la experiencia. Anderson y
Fitzpatrick eran bastante buenos en sus respectivos trabajos, pero no podía
imaginarse a ninguno de ellos manejando la empresa. No, Bill era el
candidato obvio. Se alegraba de que se llevaran tan bien, eso facilitaría las
cosas cuando llegara el momento de dejar el mando.
Disminuyó la marcha y dobló hacia la entrada de la fábrica. El viejo
Boothroyd lo vio y salió de su casilla.
—Buenas, señor.
—Buenas, Joe —dijo Astley.
Boothroyd también estaba allí desde hacía tiempo, desde la guerra. Dentro
de poco iban a tener que jubilarlo. Se preguntó si Boothroyd estaría deseando
jubilarse y enfiló su Rover hacia el sitio que le correspondía en el
estacionamiento del edificio de oficinas. Un letrero proclamaba: Reservado
para el Sr. G. Astley. Apenas había sitio para los autos de los directivos y los
de algunos visitantes, el estacionamiento principal estaba en la parte trasera.
Tomando su portafolios, Astley cerró el auto y subió las escaleras hasta su
oficina.
La habitación era un poco más grande que la de Skinner y Walton, que
estaban a cada lado de la suya, pero por lo demás era casi idéntica;
desconfiaba de la ostentación. Cuando se sacó el abrigo abrió el archivo, tomó
una pila de papeles y los llevó hasta su escritorio. Se sentó y comenzó a
leerlos, haciendo anotaciones breves cada tanto.
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Justo antes de las 8.30 oyó que llegaba Skinner, y un poco después los
otros directores. Esperó unos minutos y luego se dirigió a la oficina de
Skinner, que estaba leyendo un informe.
—Buenas, George —dijo—. Estaba por ir a verlo.
—¿Ah? ¿Por qué?
—Alan hizo las primeras pruebas de la UC1 ayer. Dice que anduvo bien.
Si todos están de acuerdo, pronto podremos empezar su producción.
Astley gruñó y Skinner reprimió una sonrisa. Alan había tenido razón al
decir que no demostraría mucho entusiasmo, pensó.
—¿Le pasa algo? —preguntó.
—No creo que sea por nada importante, pero nuestras acciones han
subido once peniques en los últimos días. Alguien está comprando mucho.
Fue el turno de Skinner de decir: «¿Oh?».
—Ayer me llamaron por teléfono de tres diarios. Querían saber si nos
habían hecho alguna oferta de compra.
—¿Qué les contestó?
—Que no, y que no tenía le menor idea de quien estaba comprando. Hay
una nota en el Telegraph.
—Todavía no lo he leído —Skinner parecía indiferente—. No creo que
tenga importancia.
—No. Estoy curioso, nada más. ¿Por qué tienen que subir las acciones de
golpe y justo ahora?
—No me pregunte a mí.
Se miraron.
—Será mejor que pongamos la UC1 en la agenda para esta mañana —dijo
Astley—. Se lo dejo a usted, Bill, usted sabe más de eso que yo —sonrió
astutamente.
Skinner pensó que Astley estaba empezando a disfrutar su papel de
simple hombre de negocios que no entendía de electrónica. Tal vez era una
manía de la edad; Skinner le había escuchado decir a los contadores que no
entendía sus cifras, que era solo un ingeniero. Sabía que el presidente odiaba
la idea de que hubiera algo concerniente a la compañía que él no supiera o
entendiera. Por inclinación y entrenamiento era un ingeniero electrónico, y
muy bueno además, pero cuando se trataba de negocios no había quien le
ganara.
Skinner sospechaba que si quisiera saber algo de algún desarrollo técnico,
elegiría el cerebro de Alan MacNeil. ¿Cómo andarían esas relaciones? Los
dos eran muy reservados para hablar de sus asuntos privados con él pero no
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era un secreto que no se llevaban bien. Skinner tenía la sensación de que era
importante; Rosemary era la única hija de Astley y ya poseía un sustancioso
paquete de acciones propias.
Desde el corredor llegó el sonido apagado de los empleados que llegaban.
Astley se levantó y caminó hasta la ventana.
—Cada año odio más el invierno —se quejó con un gruñido.
—Pronto llegará la primavera —le dijo Skinner En el camino ya hay
algunos pimpollos.
El presidente gruñó y volvió a su oficina. Cuando terminó de leer el
correo que su secretaria le había puesto sobre el escritorio, se instaló a hacer
algunas anotaciones para la reunión de directorio. Se reunían formalmente
todos los miércoles a la mañana y tenía la costumbre de informarse a fondo de
los temas que iban a discutir. De esa manera se aseguraba que la reunión se
llevara a cabo como él quería y mantenía un firme control. Sabía que ninguno
de los otros se tomaba el mismo trabajo, a menos que estuvieran en juego sus
propias responsabilidades. Al terminar llamó a su secretaria para dictarle
algunas cartas.
Justo antes de las diez sonó el teléfono de su escritorio.
—El señor Heslop para usted, señor —le informó la chica del
conmutador.
Ese nombre no le decía nada a Astley.
—¿Dijo de qué se trata?
—No, señor —más de una vez le habían dicho de averiguar antes de pasar
las llamadas, pero se había olvidado.
—Está bien, pásemelo —le dijo Astley. Debía de ser otro de los diarios.
—¿Señor Astley? —el tono de Heslop era casi respetuoso—. Soy Gordon
Heslop, el corresponsal de la sección Industria del Evening Mail.
Astley recordó haber visto una nota suya.
—¿Sí? —dijo enfurruñado.
—Entiendo que Renshaws está desarrollando un nuevo producto. Algo
revolucionario en su campo. Me pregunto si usted podría decirme algo de eso.
Al Mail siempre le gusta darle una mano a la industria local.
Sí, le gustaba muchísimo, pensó Astley, recordando algunos de los
artículos retorcidos que había publicado. Pero lo que acaba de decir Heslop lo
había dejado helado y no sabía muy qué responder. Podía negar que hubiera
un nuevo producto, pera sabía que cuando apareciera el informe se vería
claramente que existía y no estaba preparado para hablar de ello. ¿Cómo
demonios lo había descubierto Heslop? Si no sabía más que lo que había
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dicho, no sería problema, pero si había oído hablar de la UC1 podía haber
más gente enterada.
—Siempre estamos trabajando en ideas nuevas —dijo de mala gana—.
Para eso tenemos un departamento de investigaciones. ¿De cuál está hablando
usted?
—Una unidad de control electrónica —contestó Heslop—. He oído decir
que será mejor y más barata que cualquiera de las que hay en el mercado.
Astley maldijo en silencio. Es cierto que el diseño estaba siendo
patentado, pero eso no le impediría a los competidores de Renshaws
adaptarla. ¿Quién se lo había contado a Heslop?
—¿Quién demonios le contó una historia semejante? —preguntó,
forzándose a reír.
—Me temo que no se lo puedo decir, señor. Los periodistas tenemos
nuestras fuentes de información, como ya sabrá. ¿Entonces puedo darlo por
cierto?
—No. No puede. Todo lo que estoy dispuesto a decirle es que estamos
trabajando en una cantidad de proyectos.
—¿Cree que tiene algo que ver con la manera en que han subido las
acciones de la compañía en los últimos días? —preguntó el periodista.
Astley se sorprendió; no se le había ocurrido. Pero si había gente fuera de
la compañía que sabía lo de la nueva unidad, era más que posible.
—No tengo ni idea —contestó de mal humor. Demasiado tarde se dio
cuenta de que con eso había admitido la existencia de la unidad.
—Bien, muchas gracias, señor Astley —Heslop no sonaba ofendido—.
Me ha ayudado mucho.
Le estaba revolviendo el cuchillo en la herida, se dijo Astley. ¡Maldito
Heslop! Él no había querido ayudarlo para nada. Uno podía decirle cualquier
cosa a la prensa, siempre lo daban vuelta. Colgó el teléfono y se quedó
sentado mirando al vacío.
Pensó en ir a hablar con Bill Skinner, pero luego decidió esperar hasta
después de la reunión. Una o dos horas más no iban a cambiar nada; el daño,
si había alguno, ya estaba hecho.
Su secretaria, Barbara Dean, entró en la oficina.
—Acá están las cifras que quería para la reunión, señor Astley —dijo,
apoyando una hoja de papel en el escritorio.
—¿Eh? —salió de su ensimismamiento—. Ah, gracias, Barbara.
¿Cuánta gente sabía de la existencia de la UC1? Skinner, Alan y su
equipo, él mismo. ¿Quién más?
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Tomó las notas que le había dejado Barbara Dean y les echó una mirada,
pero no retuvo lo que veía y tuvo que leerlas una segunda vez. En ocasiones
normales era capaz de concentrarse por completo en lo que estaba haciendo,
como si pudiera desconectarse del resto del mundo, y lo irritaba no poder
hacerlo ahora. Anotó una o dos cosas en el margen y miró su reloj. Eran
exactamente las 10.15.
Durante los diez minutos siguientes se ocupó de algunos de sus otros
trabajos, luego tomó las hojas que le había traído Barbara Dean y las notas
que había hecho antes y caminó por el corredor hasta la habitación del fondo.
Era bastante más grande que cualquiera de las oficinas de los gerentes y la
llamaban el salón de directorio, aunque se la usaba más a menudo para las
conversaciones con los clientes y los proveedores.
Walton ya estaba allí; casi siempre era el primero en llegar. Astley
sospechaba que lo hacía para dar una impresión de eficiencia, pero sabía que
en realidad era porque Walton tenía menos trabajo que los demás. Por suerte
para él tenía un ayudante concienzudo.
—Buenos días, George —dijo.
—Buenas —gruñó el presidente.
Walton decidió que estaba de mal humor y pensó que esa mañana no diría
más de lo necesario.
Los otros llegaron enseguida y se sentaron en sus lugares. Astley en la
cabecera, Walton un par de asientos más a su izquierda. Era el secretario de la
compañía, pero Barbara Dean tomaba las notas en las reuniones de directorio.
Se deslizó en la habitación detrás de Fitzpatrick y se sentó al lado del
presidente.
Astley los miró, considerándolos en forma individual, cosa que hacía muy
pocas veces. Walton tenía cincuenta y cuatro años pero parecía mayor; era un
hombre alto y delgado de cutis rojizo y pelo claro bastante ralo en las sienes.
Tenía ojos más bien protuberantes y su nariz fina y un poco ganchuda le daba
un aire de águila, lo cual desconcertaba, porque era un hombre débil y tenía
tendencia a jactarse. Tal vez por eso lo habían dejado sus dos mujeres, pensó
Astley. Ahora vivía con una chica casi treinta años menor. Esa mujer debía
costarle sus buenos pesos fuera lo que fuese.
Dennis Anderson, el gerente de finanzas, tenía treinta y un años, era bajo
y regordete y usaba anteojos de armazón dorado. Era contador y había llegado
a Renshaws desde Birmingham. Astley sabía que era muy bueno en su
trabajo, pero no le gustaba como persona, era demasiado ambicioso. Su mujer
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era una personita patética que se vestía mal y siempre parecía incómoda
cuando la veía. Sospechaba que Anderson se avergonzaba de ella.
Fitzpatrick era un tipo de ideas grandiosas, fatuo. Sin embargo debía de
tener algo más de lo que aparecía a flor de piel. Era difícil creer que alguien
podía ser tan superficial y obtener buenos resultados.
A pesar de las reservas que podía tener de cada uno como individuo,
pensó Astley, no era un mal equipo. Tal vez él fuera demasiado criticón,
buscando faltas como a veces hacen los viejos, con resentimiento hacia los
jóvenes que los reemplazarían. Pero él no era viejo.
Estaban esperando que comenzara.
—Bien —dijo—. Adelante.
Barbara Dean empezó a leer las anotaciones de la última reunión en el
tono sencillo y directo que usaba para casi todas sus cosas, y la reunión siguió
su curso habitual. Cada tanto Astley consultaba sus notas. Su seguridad y
conocimientos de los hechos acababan con las objeciones antes de que fueran
siquiera expuestas.
Cuando llegaron al ítem 6, «Productos Nuevos», se volvió hacia Skinner.
—Bueno, Bill —dijo— esta es su especialidad.
Skinner reseñó brevemente las características de la UC1 y les informó del
resultado de las pruebas. Todavía había que trabajar un poco, pero podrían
empezar a producir un prototipo en cuanto la junta diera su aprobación.
—¿Qué pasa con los costos? —preguntó Anderson.
La producción inicial tendría que ser financiada y pasarían meses antes de
que las primeras ventas dieran ganancias. Ya la liquidez de la empresa
mostraba signos de resentirse, y se preguntó si el Banco estaría dispuesto a
aumentar de nuevo el límite del descubierto.
—Quiero que me preparen un presupuesto lo antes posible —dijo
Astley—. Producción y Ventas. ¿Cuándo podrá tener listas sus previsiones,
Ralph?
—Me va a tomar algún tiempo —le previno Fitzpatrick. Esta es una línea
nueva para nosotros.
—¿Eso es lo que quería, no es así?
—Sí, por supuesto. Comenzaré enseguida —se dijo que no iba a dejarse
empujar a previsiones demasiado optimistas para que después le reprocharan
que no se podían llevar a cabo.
—Ya hemos metido bastante dinero en esto —señaló Astley— y tenemos
que recuperarlo lo antes posible. ¿Podrían usted y Dennis sacar el presupuesto
de producción, Bill?
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Skinner asintió, y por algunos minutos discutieron cifras antes de pasar al
próximo tema. Cuando llegaron al final del temario Astley dijo:
—No sé si se han dado cuenta de que en los últimos días nuestras
acciones han subido.
Walton sonrió satisfecho.
—No nos podemos quejar por eso.
—No —dijo el presidente. Le echó una mirada a Anderson, pero la
expresión del gerente financiero no reflejaba sus pensamientos. Fitzpatrick
garabateaba en un papel. Astley supuso que como de costumbre estaría
dibujando sus absurdas mujeres voluptuosas—. Los diarios me han estado
pidiendo una explicación. ¿Supongo que ninguno de ustedes sabe nada?
Sacudieron la cabeza.
—Tal vez alguien quiere comprarnos —sugirió Fitzpatrick riendo.
—Se les va a hacer un poco difícil —le dijo Astley con frialdad—. Yo no
tengo intenciones de vender. Y mi familia tampoco. —No estaba de más
recordarles su posición, pensó. Aunque ninguno de ellos lo necesitaba—.
Bien, entonces, es todo. ¿A menos que alguien tenga algo más para discutir?
Nadie habló. Salieron en tropel, dejándolo sentado a la cabecera de la
mesa. Barbara Dean lo miró, dudó unos segundos y luego siguió a los otros
fuera de la habitación. La puerta se cerró detrás de ella.
Alguien le había dado información al Mail sobre la unidad de control,
pensó Astley. Alguien de la fábrica. ¿Sería uno de ellos? La idea lo irritó y
deprimió. Se dijo que estaba poniéndose viejo. Diez años antes ya hubiera
armado un escándalo. Pero no se van a salir con la suya; averiguaré quién fue,
y cuando lo descubra terminaré con él.
Se puso de pie y juntó sus papeles.
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CUATRO
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—Supongo que alguien puede haberlo descubierto —dijo Skinner. Pero
su tono sugería que no lo creía posible.
—¿Cómo? Usted no cree eso más que yo.
—¿Cree que alguien le contó a Heslop lo de la unidad?
—No —le dijo Astley sin vueltas—. Creo que alguien se lo dijo a otra
compañía y han estado comprando nuestras acciones, obteniéndolas baratas
antes de que digamos nada sobre la UC1, para poder copamos. Heslop lo supo
por ellos.
—¿Cómo pueden hacerlo? Usted y su familia tienen el cincuenta y uno
por ciento y acaba de decir que no venden.
—Es cierto.
—Ahí tiene.
Astley pensó si debía decirle a Skinner lo de la carta que acababa de
recibir, pero estaba acostumbrado a seguir sus propios impulsos y ese hábito
estaba demasiado arraigado en él para poder romperlo ahora con toda
facilidad.
Skinner parecía molesto.
—Será mejor que se lo diga —dijo—. La otra noche fui a tomar un trago
a La Cabeza del Rey. Lo hago muchas veces cuando he trabajado hasta tarde,
y me queda camino a casa. Alan estaba allí. Estaba con Heslop y Ray Burton,
de Tyzacks.
Astley lo miró fijo.
—¿Qué está sugiriendo? —preguntó.
Nada, George. No lo iba a mencionar, pero después de lo que acaba de
decir pensé que sería mejor.
—¿Está seguro de que era Alan?
—Por supuesto. Me vio, y pensé que se acercaría, pero salió junto con los
otros dos, Heslop y Burton.
—¡Mi Dios! —murmuró Astley.
—Mire, seguro que no tuvo importancia. Sé que Heslop suele hablar de
cosas técnicas con Alan; puede haber sido una coincidencia que Burton
estuviera allí.
Astley lo miró enojado.
—No trate de arreglarlo —dijo con rudeza.
—No quiere decir que Alan les haya dicho necesariamente algo de la
UC1.
—No sea tonto. No creo en esa clase de coincidencias. Y tampoco usted.
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Skinner no dijo nada. El presidente demostraba algunas veces su
irritación, pero nunca lo había visto enojado como ahora. Skinner pensó que
su orgullo estaba herido y que eso lo afectaba tanto como saber que alguien
había hablado. Astley era un hombre orgulloso y la sospecha de que su yerno
había dado o vendido informaciones confidenciales a un rival tenía que
haberlo herido en lo más íntimo.
—No hay pruebas —señaló—. Si hacemos algo apresurado no servirá de
nada.
—¿Qué quiere decir?
—Hoy en día las cosas no son tan simples. Aun si Alan le dijo algo a
Burton, no será fácil probarlo a menos que él mismo lo admita, lo cual no
creo muy probable. Si lo despedimos sin pruebas podría hacernos las cosas
bastante difíciles. No le haría ningún bien a la compañía.
—Usted está hablando como un abogado —le dijo Astley disgustado—.
Si me convenzo de que habló con Burton, se va.
Skinner lo miró preocupado. Nunca lo había visto así. No era solo que
estuviera herido y enojado, había algo más. Algo que Skinner no podía
discernir y que lo molestaba.
—¿Va a hablar con él?
Astley dudó.
—Todavía no. Y cuando lo haga quiero que usted esté allí, Bill.
—¿Yo?
—Sí.
—¿Eso no dificultará las cosas? Es su yerno.
—Si está vendido a Tyzack, mala suerte para los dos —dijo Astley con
frialdad—. No quiero que nadie diga el día de mañana que lo traté
blandamente porque es el marido de Rosemary.
—Mire… —comenzó Skinner.
—Nada, Bill. Quiero que esté allí.
—Está bien —no tenía sentido discutir con el viejo cuando estaba de mal
humor y Skinner lo sabía. Podía ser terco como una mula—. ¿Me imagino
que no les dirá nada a los otros?
—¿No cree que deben saberlo?
—No. Por lo menos, no por ahora.
—Tal vez tenga razón —concedió Astley—. Pero en algún momento se
enterarán.
Cuando despida a MacNeil, pensó Skinner. En ese momento no habría
manera de ocultarlo. Sin duda Astley diría que había renunciado por razones
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personales, pero la gente sumaría dos y dos…
—Para ese entonces las cosas se habrán calmado —dijo.
—Tal vez —dijo Astley—. Es un asunto muy sucio.
Skinner sacudió la cabeza. Él no hubiera usado ese adjetivo.
Después de la partida del presidente, se quedó sentado mirando fijo los
papeles de su escritorio. Había esperado que Astley ridiculizara cualquier
sugestión de que Alan era el responsable de la información, pero en cambio
parecía como si quisiera creer en su culpabilidad. Con él nunca se sabía,
aparte de la compañía era impredecible en todo. Y podía ser retorcido.
¿Estaba tramando algo? En sus ojos había visto una mirada extraña,
calculadora. Skinner salió de su ensimismamiento y bajó una palanquita de su
intercomunicador para pedirle a Gillian Wright que viniera.
De vuelta en su oficina Astley se puso a mirar por la ventana. En todos
sus años de trabajo nunca había pasado por una experiencia semejante. Se
sentía profundamente irritado, afectado por lo sucedido. Renshaws y su
familia eran toda su vida. Desde que su padre la había fundado, él la había
llevado a donde estaba ahora. No un enorme imperio industrial, nunca había
querido eso, sino una empresa sólida, respetada. Todavía conocía a muchos
empleados por su nombre; le gustaba pensar que estaban satisfechos con su
trabajo y que compartían su orgullo en la firma. Las relaciones con los
sindicatos eran buenas y no habían tenido ni una disputa seria en treinta años.
Una traición como esta era una traición para todos.
Pensó en MacNeil. Su yerno, el marido de Rosemary. ¿Qué sabía
realmente de él? Muy poco. Y nunca había querido saber más. A la madre de
Rosemary no le había gustado desde el principio, y nunca había tratado de
ocultar sus sentimientos. Parte del problema era que no lo entendía; nunca se
sentía cómoda con gente a la que no pudiera leer como un libro abierto. Para
ella la reserva debía significar hostilidad y Alan se había vuelto cada vez más
reservado. Peor aún, a sus ojos era un técnico, un empleado. Uno de los
trabajadores. A ella no le importaba que fuera un ingeniero muy capaz,
sobresaliente.
Rosemary tenía casi treinta y seis años cuando se casaron, pero su madre
todavía acariciaba el sueño de que se casaría con el hijo de alguno de sus
amigos más prósperos. «De nuestra clase», como insistía en llamarlos.
¿Rosemary se había dado cuenta de que no sucedería nunca? Se había
quedado con Alan.
Durante los primeros años el matrimonio había parecido bastante feliz, y
el tranquilo sentido común de Alan había servido para equilibrar el
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temperamento más volátil de Rosemary, pero Astley sabía que en los últimos
tiempos cada vez estaba más deprimida. Acusaba a Alan de eso. Según Joan
andaba con otras mujeres, y fuera eso cierto o no, podía ser un gran ingeniero,
pero como marido era un fracaso.
Astley no estaba de acuerdo con ese matrimonio pero no se había opuesto.
Uno debía dejar que la gente cometiera sus propios errores; Joan se metía
demasiado. Ahora, cuando Rosemary iba a visitar a sus padres lo hacía sola.
Al otro lado de la calle un equipo de demolición estaba tirando abajo un
viejo edificio. El techo ya no estaba, y mientras Astley miraba, la gran bola en
el extremo de la cadena atacó una de las paredes, mandando toda una sección
de construcción de ladrillo volando varios metros hasta el patio de abajo. El
polvo se levantó como una pequeña nube y luego se posó despacio. Era
fascinante ver el proceso de destrucción y se quedó mirando mientras se
repetía una y otra vez hasta que la pared desapareció.
Ahora sabía que Tyzacks no quería a la compañía por sí misma, sino que
se habían enterado de la UC1. Sin embargo tenían que saber que no era
probable que él vendiera, y sin las acciones suyas y de la familia no podían
obtener el control. De todas maneras, si ya tenían el veinte por ciento de las
ordinarias, como decía en la carta, podían pedir que uno de los suyos integrara
el directorio. Un caballo de Troya.
Como una maldita quinta columna, pensó Astley con amargura.
Skinner dio vuelta la última hoja del documento que había estado leyendo
y cerró la carpeta. Deseó poder saber lo que haría Astley. Parecía como si ya
hubiera decidido despedir a Alan MacNeil, ¿pero tenía pensada alguna otra
cosa? Y bueno, ahora quedaba fuera de sus manos. De todas maneras hubiera
deseado que el presidente no insistiera en que estuviera allí cuando hablara
con Alan. Empujó su silla y se dirigió a la puerta.
En cada extremo del corredor había escaleras que llevaban a la planta
baja; las de la izquierda al área de recepción, las de la derecha al patio. Fue
hacia la derecha.
Unas violentas ráfagas de viento giraban alrededor de los edificios,
arrastrando basura por el cemento. Había un débil olor a aceite y a una docena
de cosas más, como si los viejos ladrillos grises estuvieran impregnados luego
de tantos años.
El edificio principal se extendía a lo largo de casi setenta metros; del otro
lado del patio se encontraba una construcción más nueva que albergaba los
depósitos y el departamento de expedición. Investigaciones ocupaba otro
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edificio más chico detrás de los depósitos, e involuntariamente Skinner miró
hacia ese lado mientras caminaba hasta la puerta del edificio central.
Adentro estaba claro y muy aireado. Renshaws compraba casi todos los
componentes que usaba, pero tenía una pequeña sección para trabajos en
metal en el extremo más alejado, separada del resto. En ese lado corría un
pasaje ancho a todo lo largo del edificio, que llevaba a la oficina del gerente
de personal. Casi todos los obreros eran mujeres. Estaban sentados delante de
unas largas mesas, haciendo delicados trabajos de ensamblado bajo el brillo
de las luces de neón. Los amplificadores que emitían música pop ahogaban el
rumor apagado de las máquinas. Desde donde estaba parado, en la entrada,
Skinner podía ver las bocas de las mujeres abriéndose y cerrándose mientras
conversaban con sus vecinas, pero las palabras se perdían en el ruido. Se
preguntó como tantas otras veces cómo alguien podía trabajar con ese rumor
constante en sus oídos todo el día. Tal vez, después de un tiempo ni siquiera
se daban cuenta.
Un hombre abandonó su mesa de trabajo y atravesó el corredor para
dirigirse a los baños del otro lado. Más allá, Ben Rivett, el jefe de capataces,
hablaba con uno de ellos. Rivett era un hombre tranquilo que daba la
impresión de ser capaz de hacer cualquier cosa para evitar problemas, pero
que si surgía uno podía ser bastante enérgico. Skinner comenzó a dirigirse
hacia él.
Estaba a la altura de los baños cuando el hombre que hacía un rato había
ido hacia allí salió nuevamente al corredor y llamó:
—¡Ben!
Rivett levantó la vista. El hombre estaba justo en el paso de Skinner y al
girar de golpe, chocaron.
—Mire por dónde va —dijo Skinner enojado, empujándolo con una
mano.
El hombre fue tomado de sorpresa y se tambaleó hasta la pared, a punto
de caerse. Era un tipo robusto, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta,
con ojos muy juntos bajo una mata de pelo negro.
—Que lo cuelguen —dijo con claridad.
Skinner le lanzó una mirada furiosa.
—¿Qué dijo? —preguntó.
—Dije que se haga colgar —el hombre había recuperado su equilibrio—.
¿Quién diablos se cree que es para empujar a la gente? Usted trabaja aquí
como el resto de nosotros, aunque seamos unos pobres gatos.
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La música no dejaba oír lo que decían, pero la gente que estaba en las
mesas cercanas había dejado de trabajar y miraba entre fascinada y temerosa.
Rivett había visto lo que pasaba y se adelantó. El capataz lo siguió con aire
preocupado.
—Puede buscar sus cosas —estalló Skinner—: ¿Cómo se llama?
Leonard. ¿Y usted?
—Skinner. Soy el gerente de producción. Salga de aquí.
—¿Qué pasa, señor Skinner? —preguntó Rivett.
—Este hombre está despedido —le dijo Skinner. Tenía las mandíbulas
apretadas y su cara estaba roja. Miró con rabia al jefe de taller.
—¿Por qué?
—Ya vio lo que pasó. Casi me voltea y encima me insultó.
—Él me empujó a mí —dijo Leonard con tono ofendido.
—Será mejor que hablemos de esto en la oficina, ¿no le parece, señor?
—sugirió el capataz.
—No hay nada de que hablar —le respondió Skinner con frialdad—. Está
despedido, eso es todo.
—Fue un accidente —dijo Rivett con suavidad—. Yo lo vi. Y usted lo
empujó, señor Skinner.
El jefe de taller era unos cuantos centímetros más alto que Skinner, y para
hablarle tuvo que mirar hacia arriba.
—¿Me está diciendo mentiroso? —le preguntó.
—No. Por supuesto que no, señor. Pero no creo que haya sido
exactamente como usted cree que fue.
El tono de Rivett era conciliatorio. No le gustaba este asunto, nunca había
visto a Bill Skinner en ese estado. Algo tenía que haberlo perturbado mucho
antes de llegar al taller y ahora parecía listo a pelear. Si insistía en despedir a
Leonard podía significar problemas, allí había hombres y también mujeres,
que no estaban esperando más que un pretexto para armar lío.
—Dije que está despedido —masculló Skinner con voz tensa—. Tengo
mejores cosas que hacer que quedarme aquí parado discutiendo. Entre ellas,
una cita.
Doscientos pares de ojos lo vieron recorrer el pasaje y salir por la puerta
del extremo. La cerró de un golpe.
—¡Demonios! —murmuró Rivett.
—Nunca lo vi así —observó nervioso el capataz.
—Yo tampoco — dijo Rivett.
Los dos estaban preocupados.
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—¿Y conmigo qué pasa? —preguntó Leonard.
—Ya oyó lo que dijo —le contestó Rivett.
—¿Quiere decir que lo va a dejar salirse con la suya? ¿Que me dará el
maldito despido?
Los dos hombres lo miraron intranquilos. Hacía solo quince días que
Leonard trabajaba allí y ninguno de ellos había tenido mucho tiempo de
ocuparse de él, pero sabían que tenía motivos para estar ofendido. De todas
maneras, no podían hacer nada por el momento.
—Ya veremos —le dijo el jefe de taller.
—Será mejor que lo hagan, compañero.
Leonard arrastró los pies en dirección de la cantina. Los hombres y
mujeres de las mesas volvieron a su trabajo al ver que el espectáculo había
terminado.
—Esto puede significar problemas, Ben —dijo el capataz.
Rivett asintió. No necesitaban decírselo. ¿Qué demonios pensaba Skinner
que estaba haciendo? Si hubiera sido alguno de los otros no le habría
sorprendido tanto, no porque vinieran muy seguido al taller, pero Skinner era
un hombre razonable.
—Me pregunto para qué habrá venido —dijo.
—Por lo que sea, se le olvidó —recalcó el capataz. O decidió que era
mejor irse. ¿Qué vas a hacer?
—Supongo que ir a verlo y pedirle que reincorpore a Leonard —contestó
Rivett—. Esperemos que cuando se haya enfriado un poco sea más fácil
hablarle.
—Ojalá —dijo el capataz.
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CINCO
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—¿Quién cree que soy? Ni siquiera la mencioné.
—¿Entonces por qué le ofreció trabajo?
—Tal vez se enteró de que soy bueno en mi especialidad… y de que aquí
no me pagan mucho.
—Tranquilo, Alan —dijo Skinner con calma—. Hablar así no lo va a
ayudar.
—Es la verdad.
Se hizo silencio. Entonces Astley preguntó con rudeza:
—¿De qué hablaron entonces?
MacNeil trató de recordar. No había habido nada en particular aparte de la
oferta de Burton. Fútbol, el tiempo, una huelga en la industria automotor,
política. Las típicas cosas de las que hablan los hombres cuando toman una
copa en un bar y casi no se conocen.
—Nada especial —contestó.
—¿Ya lo conocía?
—No.
—¿Así que se encontró con él por casualidad?
—No. Heslop me llamó a casa y me preguntó si no quería tomar una copa
con él, dijo que había alguien que quería conocerme. No me dijo quién era
—MacNeil casi agrega que si Rosemary no hubiera estado en uno de sus días
difíciles no habría ido, pero no le gustaba discutir sobre su matrimonio con
nadie. Ni siquiera con su suegro—. No tenía nada mejor que hacer, así que
fui.
—¿Espera que nos creamos eso?
—Esa es cuestión suya —estaba demasiado enojado para que le
importara.
—Si usted no se lo dijo a Tyzacks, tiene que haberlo hecho alguno de su
equipo.
—No creo.
—Le puedo asegurar que no fuimos ni Bill ni yo —dijo Astley con
frialdad.
—Debe darse cuenta de la gravedad de la situación —se disculpó Skinner.
—Por supuesto que me doy cuenta.
—Puede haberlo mencionado sin querer. Es fácil dejar escapar algo
cuando uno está hablando de lo que le interesa.
—No lo hice. Apenas mencionamos Renshaws —Mac Neil sabía que
Skinner estaba tratando de ayudar, pero no estaba de humor.
—¿Entonces de qué hablaron? —volvió a preguntar Astley.
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—Política, fútbol, la huelga.
—¡Fútbol! —exclamó el viejo con desprecio—. ¿Burton mencionó por
qué estaba allí?
—No.
—¿Nos está pidiendo que aceptemos que viajó ciento cincuenta
kilómetros para tomar una copa y ofrecerle un puesto?
—Yo no le pido que acepte nada —retrucó MacNeil—. Si usted cree que
yo vendería información a Tyzacks, entonces creo que estaría mucho más
tranquilo con ellos.
—No me hable en ese tono —le dijo Astley enojado.
—¿Por qué no? Ya han decidido que yo lo hice. Se les nota en la cara.
Por un instante Astley no dijo nada, y luego continuó en un tono más
calmado.
—Esta mañana me llamó Heslop para decirme que tenía entendido que
estábamos desarrollando una nueva unidad de control. ¿Todavía espera que le
creamos que no le dijo nada a él o a Burton?
—No puedo hacer nada para que me crean, pero les repito que no lo hice
—dijo MacNeil.
Los dos hombres se miraron a través del escritorio. MacNeil sabía que
entre ellos no estaba solo la traición a los secretos de la compañía, sino
Rosemary y todas las corrientes subterráneas de las relaciones familiares.
—Que me cuelguen si voy a tener aquí algún maldito traidor —gruñó
Astley—. Si no siente ninguna lealtad hacia la compañía, será mejor que se
vaya.
—George… —comenzó Skinner.
—Déjeme esto a mí, Bill —dijo Astley.
—Ya se lo dije, no he abierto la boca sobre la UC1 con nadie salvo con
ustedes dos —dijo MacNeil.
—Y yo no le creo.
—No quiere creerme. Habla de lealtad, pero me parece que se olvida del
respeto. No sabe el verdadero significado de la palabra.
—No me hable así —rugió Astley.
—¿Supongo que querrá que le mande mi renuncia?
—Si no lo hace, será despedido. Esperaba que por una vez mostrara
alguna consideración hacia Rosemary.
—¿Qué demonios quiere decir con eso?
—No queremos que se sepa nada de esto —intervino Skinner—: Si
renuncia le pagaremos dos meses de sueldo, Alan.
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Astley abrió la boca para decir algo, pero cambió de idea.
—Se los puede guardar —dijo enojado MacNeil. Se sentía humillado y
lleno de amargura. Había trabajado para Renshaws seis años y ellos creían
que podía traicionar a la compañía por un trabajo mejor. Si era todo lo que
pensaban de él, sería mejor quedar libre—. Y no pienso renunciar.
—Está bien —dijo Astley—. Está despedido.
Por un instante MacNeil lo fulminó con la mirada, luego giró y salió de la
habitación, cerrando la puerta despacio detrás de él. Tendría que haberla
golpeado, pensó Skinner.
La rabia de Astley parecía haberse evaporado. Estaba aplastado en la silla
y parecía cansado, pero Skinner se sorprendió al ver una sombra de sonrisa
jugando en las comisuras de sus labios. Era una sonrisa torva. ¿Acaso el viejo
odiaba tanto a Alan como para haber disfrutado con la escena? Astley podía
ser vengativo, lo sabía, y no había duda de que todo señalaba a Alan como el
culpable de haberle dado la información a Burton y Heslop, pero al igual que
en la mañana, lo sorprendió el hecho de que el presidente estuviera tan
dispuesto a aceptar la culpabilidad de MacNeil.
—Voy a continuar con los presupuestos para Dennis —dijo.
Astley pareció no haberlo escuchado. Cuando Skinner se fue se quedó
mirando al vacío y jugando con un lápiz. Se preguntó cómo lo tomaría
Rosemary: en estos últimos días era difícil predecir su humor. En todo
matrimonio era improbable que la culpa estuviera de un solo lado, y debía de
ser complicado vivir con ella. ¿No había ido demasiado lejos recién?
Sonó el teléfono.
—Ben Rivett quiere verlo —dijo Barbara Dean.
Astley se preguntó para qué lo querría el jefe de taller; en ocasiones
normales trataba con Skinner o Walton.
—¿De qué se trata? —preguntó.
Hubo una pausa y pudo oír a Barbara hablando con Rivett.
—Dice que prefiere no decírmelo pero que es importante.
Astley maldijo por lo bajo. No estaba de humor para discutir problemas
del taller, ¿para qué quería molestarlo Rivett? Pero por otra parte sabía que el
jefe de taller no lo iría a ver si no pensara que era importante.
—Está bien —dijo de mala gana.
Rivett no le disgustaba como hombre, pero representaba algo que odiaba,
y que viniera de donde viniera, de los sindicatos o del gobierno, significaba la
interferencia en el manejo de una empresa. Según Astley el gerente era el que
mandaba y los empleados los que producían. Él les pagaba sueldos razonables
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y proveía buenas condiciones de trabajo. Hasta un cierto punto admitía una
responsabilidad hacia ellos, pero ni loco iba a permitir que le dijeran cómo
debía manejar la empresa. Y era demasiado honesto para disfrazar sus
opiniones con actitudes conciliadoras.
—¿Qué sucede, Rivett? —preguntó impaciente.
Rivett conocía con quién trataba y fue directamente al punto que se
hallaba en cuestión.
—Temo que tengamos problemas —dijo sin vueltas.
—¿Qué quiere decir?
—Esta mañana el señor Skinner vino al taller principal. Chocó con uno de
los hombres y lo empujó, casi lo hace caer. Leonard lo insultó y el señor
Skinner le dijo que estaba despedido.
—¿Y bien?
—Yo vi lo que pasó. También lo vieron Fred Vincent y la mitad de la
gente del taller. No fue culpa de Leonard, fue un accidente. Le podía haber
pasado a cualquiera.
—Usted dice que el hombre insultó al señor Skinner.
—Ya sé, no debería haberlo hecho —concedió Rivett.
—Así que no se puede quejar si lo despiden.
—No es así como lo ven ellos. Lo hizo en el calor del momento, cuando
casi lo tira al suelo. Es un pobre tipo.
A Astley no le gustó. ¿En qué había estado pensando Bill? No era muy de
él eso de perder la paciencia con los obreros. Pero el incidente seguramente
había ocurrido justo después de haber oído lo de la unidad y de comprender
que Alan era el presunto culpable; era comprensible entonces que estuviera un
poco perturbado.
—¿Qué está tratando de decirme? —preguntó—. Vamos siéntese,
hombre.
El jefe de taller obedeció, sentándose muy tieso en la silla.
—Los hombres quieren que el señor Skinner se disculpe y Leonard
vuelva a su puesto —dijo.
Astley gruñó.
—¿Y si no lo hace?
—Esta tarde va a haber una reunión. Podrían decidir alguna medida
desagradable.
—¿Quiere decir una huelga? ¿Por una cosa tan estúpida como esta?
—A ellos no les parece estúpida, señor Astley. Se trata del trabajo de
Leonard.
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—Está bien, está bien.
—Espero que no lleguen a eso. No lo harán si vuelven a tomar a Leonard.
—¿Quién es Leonard?
El presidente estaba tratando de convertir a Leonard en un agitador, pensó
Rivett. No lo iba a lograr. Nadie había vuelto a ver a Leonard desde la
mañana; debía de haberse ido a su casa.
—Entró hace unos quince días —dijo.
—Nadie va a hacer huelga porque un hombre que solo ha estado aquí un
par de semanas es despedido por insultar a un gerente —le dijo Astley casi
con sorna—. Usted sabe muy bien que no lo harán.
—Tal vez no —asintió Rivett— pero hay una cuestión de principios en
juego y les importa mucho.
—Que los principios se vayan al diablo.
—¿Entonces tengo que entender que el señor Skinner no se disculpará y
Leonard está despedido?
—¿Qué pueden esperar si insultan a un directivo?
—Fue culpa del señor Skinner. Tal vez Leonard no debería haberlo
insultado, pero lo provocaron. No es suficiente para perder el trabajo.
Se miraron, los dos sintiéndose desgraciados por la situación en la que se
encontraban, molestos por verse forzadas a afrontarla.
—Déjemelo a mí —dijo Astley.
—¿Qué quiere decir con eso, señor?
—Lo que dije. Pero no vale la pena que espere a que yo convenza al señor
Skinner de que se disculpe, porque no lo haré.
Se produjo una pausa.
—¿Cuándo podremos saber algo? —preguntó Rivett al fin.
—No me empuje, Rivett —gruñó Astley.
—Están enojados, señor.
—Entonces será mejor que aprendan a tener paciencia.
Rivett pareció querer decir algo más. Si era así, después cambió de idea.
Se puso de pie y se dirigió a la puerta.
—No estamos buscando lío —dijo.
Salió, y la puerta se cerró detrás de él. Astley maldijo con amargura. Ya
tenía bastante sin necesidad de esto. Pensó que sería mejor hablar con Bill
Skinner; estaba seguro de que el asunto no era tan claro como lo había
pintado Rivett. Pero también sabía que nadie sale ganando en esta clase de
líos. Se levantó sin ganas.
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Si esperaba que Skinner estuviera arrepentido de su acción se llevó una
desilusión; el gerente de producción estaba más bien truculento.
—No miró por dónde iba —dijo enojado. Le molestaba que Astley le
interrogara de esa manera, como si él fuera un empleadito en falta—. Le dije
que se fijara por dónde caminaba y me contestó que me hiciera colgar.
Entonces, cuando supo quién era yo, se insolentó. No tengo la menor
intención de disculparme.
—Rivett dice que usted lo empujó —dijo el presidente.
—Entonces miente.
—Rivett es honesto.
—Está bien, está equivocado. Tal vez no pudo ver bien lo que pasaba
desde su sitio.
—No queremos líos, Bill —Astley frunció el ceño— ya hemos metido un
montón de dinero en la nueva unidad, y si queremos recuperarlo tendremos
que comenzar la producción lo antes posible.
—No necesita decírmelo.
—Está bien, pero su testarudez no nos va a ayudar.
Skinner respiró hondo.
—¿Me está diciendo que tengo que pedirle disculpas a ese enano?
—preguntó.
—Esa es cuestión suya —le dijo Astley—. Le sugiero que hable con
Rivett y le diga que aunque haya parecido lo contrario, usted no empujó a
Leonard y que todo es un malentendido. Dígale que no lo vamos a echar, sino
que está suspendido por uno o dos días. Por Dios, Bill, no necesito
deletreárselo.
—¿Y si no lo hago? —preguntó Skinner.
Por un instante Astley no contestó.
—Habrá problemas. Esta tarde se reúnen.
—¿El directorio me va a apoyar? —preguntó.
—Sí —le dijo Astley con frialdad—, lo respaldaremos.
—Me alegra saberlo —Skinner hablaba con tono amargo.
El presidente pareció no darse cuenta.
—Piénselo —dijo. Una vez en la puerta agregó—: no tenemos mucho
tiempo.
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—¡Papá! —exclamó. Era la primera vez que había ido allí en casi un año.
Le echó los brazos al cuello y lo besó con calidez.
Astley la estudió como no lo había hecho en mucho tiempo. Estaba más
delgada, pensó, y había señales de tensión alrededor de sus ojos y boca. Se
preguntó si MacNeil ya le habría contado; en su saludo demasiado efusivo
había algo molesto.
—¿Cómo andan las cosas? —le preguntó, mientras la seguía hasta el
living.
—Muy bien —ya su calidez se había esfumado—. ¿Por qué viniste?
—Quería ver a Alan. ¿Está en casa?
—No. Está llegando cada vez más tarde. ¿Quieres una taza de té?
Astley notó un fondo de resentimiento en su voz y sintió una súbita
oleada de impotencia; realmente no entendía a su hija. Alguna vez habían
estado muy unidos y cuando ella tenía algún problema solía recurrir a él más
que a su madre. Ahora era casi una extraña.
—No, gracias —le dijo.
—No tardaré más que un minuto.
No solía analizar los motivos que tenía la gente para hacer las cosas, pero
adivinó que ella necesitaba hacer algo. Tal vez estar sola. No le importaba, al
contrario, así se evitaba tener que contarle lo de esa tarde.
Por la puerta abierta de la cocina se coló un desagradable olor a comida.
La podía sentir moviéndose de un lado a otro, llenando una pava y sacando
leche de la heladera, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Cosa muy
rara en él, se sentía inseguro. Tal vez, a la tarde se le había ido la mano y Alan
no quisiera escucharlo. Pero tenía que hacerlo. Y comprender. Era típico de
Astley obviar la opinión de Rosemary; se trataba de negocios, y los negocios
eran cosa de hombres.
Después de un rato Rosemary volvió y se quedó parada en el umbral, lista
para retroceder cuando sintiera que hervía el agua.
—Últimamente Alan siempre llega tarde —se quejó—. Dice que está
trabajando.
Astley logró salir de su ensimismamiento.
—¿No le crees?
—Desearía poder hacerlo.
—¿Hay alguna razón para que no sea así?
—No lo sé. No puedo soportar la idea de que esté con otra mujer. A veces
me quedo despierta pensando en eso.
Astley la miró sin simpatía.
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—¿Qué te hace pensar así?
—No sé.
—Entonces lo estás imaginando.
—No —dijo Rosemary con aspereza—. No. Es una sensación… como
tener miedo de estar enferma de algo horrible. A veces estoy segura de que
está en algún lado con una mujer.
—¿Le has dicho a él algo de esto?
—Lo sabe.
Astley se preguntó si tenía alguna base para sus sospechas. Buenos,
tendrían que arreglarse entre ellos, él no podía hacer nada, y mientras tanto
necesitaba la ayuda de Alan. Las dificultades particulares de los demás le
interesaban muy poco. No era solo falta de comprensión, sino que siempre
había resuelto solo sus problemas y esperaba que los demás hicieran lo
mismo. Hasta ahora.
La pava empezó a hervir y Rosemary volvió a la cocina. El Mail de la
tarde estaba en el asiento al lado de Astley. Lo levantó y dio vuelta las
páginas. La noticia estaba en la página cinco, dos párrafos en el medio de una
columna. O Heslop no sabía lo suficiente como para convertirla en un artículo
o su editor no había considerado que merecía más espacio. Hojeó el resto del
diario pero no encontró nada que le interesara y estaba apoyándolo de nuevo
cuando entró Rosemary con una bandeja. La puso en una mesita entre los dos
y se sentó en uno de los sillones.
Todavía estaban tomando el té cuando oyeron que entraba MacNeil.
Astley notó cómo Rosemary levantaba la vista y fruncía el ceño. Un instante
después se abrió la puerta dando paso a MacNeil, que miró a su suegro con
abierta hostilidad.
—¿Qué hace aquí? —preguntó.
—Vine a verlo —contestó Astley.
—¿Para qué?
—No le hables así a papá —le dijo Rosemary con tono cortante—.
¿Adónde has estado? Son casi las siete.
—Fui a ver a unas personas para pedirles trabajo.
—¿Trabajo? —Rosemary se frunció aún más—. ¿Qué quieres decir?
—Pregúntale a él —dijo MacNeil sin dejar de mirar a Astley.
—¿Lo consiguió? —preguntó Astley.
—No.
—Bien.
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—¿Has dejado tu trabajo? —Rosemary no podía creerlo—. ¿Es por eso
que papá vino a verte? ¿Por qué no me dijiste nada?
—Yo no lo dejé —le dijo MacNeil.
Rosemary se quedó mirándolo.
—¿Quieres decir que te despidieron? ¿Qué hiciste? —Estaba aturdida por
la rabia y la humillación.
—Nada —contestó MacNeil. Saboreó la amargura en su voz. Decírselo
delante de Astley era una manera de contestar el golpe.
—No pueden haberte despedido por nada —insistió Rosemary—. Tienes
que haber hecho algo. ¿Qué fue, papá?
—Ya te lo dijo —contestó Astley—. No hizo nada.
MacNeil no podía creerlo. Sin embargo el viejo había hablado en serio.
¿A qué estaba jugando?
—¿Por qué no me dicen de que están hablando? —gimió Rosemary.
—En estos últimos meses Alan ha estado trabajando en una nueva unidad
de control electrónica —le dijo su padre—. Hemos invertido un montón de
tiempo y dinero y era un secreto; aparte de Bill Skinner y yo no lo sabían ni
siquiera los otros gerentes. Pero alguien le pasó la información a Tyzacks y
han estado comprando nuestras acciones antes de que tuviéramos tiempo de
lanzarla al mercado. Ahora quieren coparnos.
Para MacNeil esto era una novedad.
—¿Y crees que Alan…? —Rosemary se dio vuelta para mirarlo—. No lo
puedo creer.
—Yo tampoco —dijo Astley.
—¿Entonces por qué lo despediste?
—Porque tenía que hacerlo. Bill lo vio con el gerente de Tyzacks la otra
noche. Burton le ofreció trabajar con ellos. Heslop, del Mail también estaba
allí, y ahora sabe lo de la unidad. No hay razón para que Tyzacks se lo haya
dicho. Si hubiera conservado a Alan después de saber eso hubiera parecido
que lo estaba protegiendo porque es tu marido. Que me condenen si dejo que
la gente diga eso.
—Pero dijiste que sabes que él no lo hizo —protestó Rosemary.
—Dije que creía que no había sido él.
—Entonces no es justo.
—Tal vez no —MacNeil se sorprendió al ver una sonrisa jugando en las
comisuras de los labios de Astley—. Ve a hacer algo, quiero hablar con Alan.
Rosemary miró a uno y otro y por un instante pareció que estaba por
negarse. Luego se puso de pie y se dirigió a la cocina sin decir nada más.
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—¿A qué demonios está jugando? —preguntó MacNeil. Estaba muy
enojado y también confundido.
Su suegro lo miró con calma.
—Por Dios, siéntese —dijo.
MacNeil obedeció.
—¿Por qué no dijo esta tarde que no creía que yo le hubiera pasado la
información a Tyzacks? —insistió.
—Porque me convenía hacerlo así. Se lo estoy diciendo ahora, ¿no le
basta?
No. Dejó que Bill Skinner pensara que usted lo creía.
—No importa lo que piense Bill.
—Todo el mundo sabrá que me despidieron. ¿Cómo piensa que voy a
encontrar otro trabajo?
Más bien a desgano Astley le contestó:
—Supongo que le debo una disculpa. Está bien, lo siento. Pero tenía mis
razones. Muy buenas razones.
—¿Cuáles?
—Algo extraño está ocurriendo en la compañía; lo he sabido desde hace
dos o tres semanas. Este asunto de la UC1 es solo una parte. Ahora, encima
de todo tenemos esta maldita huelga, y Tyzacks quiere comprarnos.
—¿Qué huelga? —Era la primera vez que MacNeil oía hablar de eso.
—Bill tenía que despedir a ese hombre esta tarde. Alguno de los otros lo
ven como una oportunidad para armar lío.
El tono de Astley había sido casi indiferente, pero MacNeil vio la
preocupación en sus ojos. La huelga tenía que haberle caído muy mal. Hacía
tiempo que Renshaws no tenía esa clase de problemas y ya habían llegado a
pensar que eran inmunes a ellos.
—¿Irónico, no es cierto? —continuó—. Hacen huelga por un hombre
como Leonard pero podemos sacarlo a usted a patadas sin que les importe un
comino —se interrumpió—. Ha ocurrido en un mal momento. Tenemos
ganancias, pero no es lo mismo que dinero en efectivo y hemos gastado más
de lo que podíamos permitirnos en su bendita unidad. Ya sé que valía la pena
—o que lo valdrá— pero Dennis Anderson está siempre encima de nosotros
por la disponibilidad de efectivo. Si esta huelga dura mucho tendremos
problemas.
—Todavía no alcanzo a ver qué tiene eso que ver conmigo —dijo
MacNeil—. Ya no trabajo para Renshaws.
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—Olvídelo —le dijo Astley con impaciencia—. Quiero descubrir todo lo
que sea posible sobre Tyzacks y quiero que usted mismo se encargue de eso.
MacNeil estaba estupefacto.
—No, gracias.
—¿Qué quiere decir?
—En primer lugar, ¿por qué tendría que hacer algo por usted? Esta tarde
me dijo que yo era un vendido. Me llamó maldito traidor.
—No sea tonto. La única otra persona que lo sabe es Bill Skinner y él no
lo creyó ni por un instante.
—Podría haberle dicho que usted tampoco lo creía y allí hubiera
terminado todo. Pero le dejó creer que sí, solo porque tiene la idea de que algo
anda mal. Y ahora quiere que lo ayude.
—Sabía que iba a decir eso —admitió Astley de mala gana—. Pero no se
trata de una idea, estoy seguro de que hay algo más. Alguien descubrió lo de
la unidad y le contó a Burton.
—Está bien —admitió MacNeil. Estaba sorprendido al descubrir que su
enojo había desaparecido. No cabía duda de que el viejo estaba ansioso. Y
preocupado—. ¿Pero por qué pedírmelo a mí?
—Porque puedo confiar en usted. Y es de la familia —le dijo Astley.
MacNeil se quedó mirándolo.
—Gracias —le dijo con ironía—. Lo siento, pero no es mi tipo de trabajo;
no sabría por dónde empezar. Vaya a una agencia de investigaciones.
—¿A ver a algún hombrecito rasposo con impermeable que sigue maridos
que se han desviado del buen camino y golpea puertas para cobrar deudas?
—Astley parecía asqueado—. Necesito a alguien que conozca la industria.
—Ha visto demasiadas películas —el tono era mordaz—. De todas
maneras no podría hacer nada; ya no estoy más allí.
—No es necesario. —Las oficinas centrales de Tyzacks están en Nueva
York. Allí tenemos un representante, Mark Stern. Él podría decirle algo… o
conectarlo con alguien que sepa. Le pagaría su sueldo y todos los gastos.
MacNeil estaba sorprendido.
—Estaría desperdiciando su dinero —dijo. Al ver la desilusión en los ojos
de su suegro sintió culpa. Era la primera vez que veía a Astley demostrando
ser vulnerable. Pero decir que iría, sabiendo que no podría enterarse de nada,
hubiera sido como sacarle el dinero con falsos pretextos.
Astley se puso de pie.
—Piénselo —le dijo—. Hágame saber lo que ha decidido mañana a la
mañana.
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MacNeil lo acompañó hasta la puerta.
—Le telefonearé —prometió— pero no voy a cambiar de idea.
—Es terco como una mula —dijo Astley disgustado.
MacNeil hizo una mueca.
—Entonces somos dos.
El viejo pareció sorprendido y luego largó una risita. Era la primera vez
en mucho tiempo que MacNeil veía simpatía, casi aprecio en sus ojos.
—Tal vez tenga razón —admitió.
Se instaló en el asiento del Rover con dificultad, y MacNeil se preguntó si
habría envejecido de golpe o era que antes no se había dado cuenta. Después
de todo últimamente se veían muy poco.
—¿De qué quería hablarte papá tan en secreto? —preguntó Rosemary
cuando volvió al living.
—Está preocupado por algo del trabajo —contestó MacNeil.
—¿Eso es todo? —Había temido que quisiera hablar con Alan de su
miedo de otra mujer. Lo que pasaba en Renshaws le interesaba tanto como a
su madre.
—Quería que fuera a Nueva York.
—¿Nueva York? ¿Tú? —Rosemary estaba sorprendida—. Si te despidió.
—Dijo que me olvidara de eso.
¿Por cuánto tiempo te irías?
—No sé. No mucho.
—¿Le dijiste que sí, no?
—No.
—Pero si él quiere debes hacerlo.
—¿Por qué? ¿Y si no quiero? —Rosemary no contestó, y después de un
momento MacNeil preguntó—. ¿Quieres que vaya?
—¿Qué diferencia habría? Nunca te importa lo que yo quiero —lo
enfrentó y MacNeil quedó impresionado por la enemistad en sus ojos—. Está
bien, sí. Ya viste lo preocupado que estaba.
MacNeil sabía que, por el momento, la preocupación por su padre
superaba cualquier otra consideración. Después torturaría a los dos con sus
sospechas sobre lo que haría si iba, pero en ese instante quería que fuera.
—Estaría tirando su dinero —dijo con aspereza.
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SIETE
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quedado a mirar en el patio abrieron una de las verjas y tres autos avanzaron
en medio de un coro de insultos.
Astley vio que Skinner estacionaba y se dirigía hacia la puerta del pie de
la escalera. Se alejó de la ventana, se sacó la chaqueta y abrió su portafolios.
Huelga o no, él tenía mucho trabajo que hacer.
Pero le fue imposible concentrarse y, después de un rato, volvió a la
ventana. Ya había llegado el último de los que habían decidido ir a trabajar
ese día y algunos de los piquetes se estaban retirando, yendo a sus casas o al
café, para protegerse del viento helado.
Sonó el teléfono en el escritorio de Astley, y se acercó para contestar.
—Habla Saunders, señor. Pensé que querría saber que se han presentado a
trabajar ciento veintinueve operarios del equipo de producción.
Menos de la mitad, pensó Astley. Aun tomando en cuenta casos de
enfermedad y el ausentismo normal, significaba que una buena cantidad de
gente estaba apoyando la huelga. Muchos de ellos de mala gana, porque no
estaban preparados para enfrentar las consecuencias de desafiar a los piquetes.
A nadie le gusta que lo llamen camero, o aguantarse lo que viene después.
Solidaridad, se dijo asqueado. Lo hacían sonar como un sinónimo de
lealtad.
—Gracias, Saunders —dijo entonces—. ¿Ya se lo ha comunicado
también al señor Skinner?
—Sí, señor —le dijo Saunders.
Lo primero que notó MacNeil fue el silencio. No se escuchaba ninguno de
los habituales ruidos de otra persona moviéndose por la casa, vistiéndose,
abriendo canillas, abriendo y cerrando puertas. Al despertarse le había tomado
uno o dos segundos recordar que Rosemary ya no estaba allí. Aun ahora le
costaba aceptar que hubieran llegado a eso.
Después se dio cuenta de que no necesitaba levantarse a la hora de
siempre; no tenía adonde ir. Renshaws lo había despedido. Corrigió eso, no
había sido Renshaws sino George Astley, y por razones que solo él sabía.
No lo consolaba mucho saber que Astley no creía que se hubiera vendido
a Tyzacks, otra gente estaría más que dispuesta a creerlo. ¿Quién demonios
creía ser el viejo para disponer así de la gente? No le debía nada, y no tenía
nada que agradecerle, a no ser por una mujer celosa que lo acababa de
abandonar y mil menos por año que podría haber ganado en otra empresa Y
Astley pensaba que eso le daba derecho a pedirle que olvidara todo lo que
había pasado y que se fuera a Nueva York como a una cacería de gansos
salvajes.
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La noche anterior, Astley le había dado la impresión de haber perdido fe
en su propia habilidad para enfrentar una situación cualquiera y, para un
hombre como él, debía ser una experiencia traumática. Sus miedos por la
compañía podían ser imaginarios, pero para él eran muy reales. ¿Sucedía algo
raro? Alguien le había informado a Tyzacks de la UC1. A Heslop también.
MacNeil se dijo que todo eso ya no tenía nada que ver con él. El viejo
podía haber armado esa escena de ayer por sus propias razones tortuosas, pero
MacNeil no podía perdonarlo tan fácilmente. Así había empezado la pelea de
la noche anterior, con Rosemary. Nunca habían peleado así. En el pasado, él
había dejado pasar sus acusaciones, pero esta vez había gritado a la par de
ella, acusándola también, hasta que al final se puso a llorar, empacó y le dijo
que lo dejaba.
Sentía haber llegado a ese punto, pero hacía tiempo que el matrimonio no
significaba nada para ninguno de los dos, y ahora que estaba terminado sentía
una sensación de alivio por haberse librado de Rosemary y de sus sospechas y
de la necesidad de aceptar sus cambios de humor. Se preguntó si algún día
ella querría volver y si él la recibiría.
Los otros miembros de su equipo serían informados de que en los últimos
meses él había trabajado demasiado y que el médico le ordenaba un descanso.
Algo así. Con el tiempo aceptarían tácitamente que ya no volvería.
MacNeil terminó su café y fue a telefonear a Astley.
—El señor MacNeil pregunta por usted, señor —dijo Jackie. George
Astley se puso tenso.
—Pásemelo —le dijo.
—Prometí contestarle esta mañana —dijo MacNeil.
—Bien, ¿qué decidió? ¿Va a ir?
—No.
—Muy bien —Astley se dijo que no iba a rogarle.
—Lo siento, pero todavía pienso que sería una pérdida de tiempo para mí
y de dinero para usted —dijo MacNeil.
—Está bien. Si eso es lo que piensa, adiós.
Astley colgó y trató de ocultarse la desilusión que sentía. Tendría que
pensar lo que iba a hacer de allí en más, pero lo primero era esta maldita
huelga.
Justo a las diez Barbara Dean le trajo su café, y él le pidió que tratara de
conseguir a Rivett en las oficinas del sindicato.
—Después quiero hablar con Wallace del Banco Mercantil.
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Barbara salió y Astley esperó con impaciencia. Pasaron cinco minutos.
¿Qué demonios estaba haciendo? El teléfono sonó y se precipitó a contestarlo.
—Intenté llamar a la oficina pero Rivett no está allí —dijo Barbara—. Lo
esperan más tarde. En su casa no contestaba nadie.
Astley dudó. No quería que pensaran que estaba muy ansioso de hablar
con la gente del sindicato, y una hora más o menos no cambiaría nada. Es
más, una vez que Rivett hubiera hablado con la gente de arriba la posición
podía cambiar.
—Déjele un mensaje pidiendo que me llame antes del mediodía, por favor
Barbara —dijo—. Y después comuníqueme con el Banco.
El teléfono volvió a sonar a los pocos minutos.
—Señor Astley, el señor Wallace —dijo Barbara.
La forma de hablar de Graham Wallace, muy atildada y de colegio
privado había irritado siempre a Astley, y hoy le chocaba más que nunca.
—Hola, George —dijo arrastrando las palabras—. ¿Cómo está? Pensé
que me llamaría.
—¿Ah, sí? —dijo el presidente—. ¿Por qué?
—Imagino que será por el alza de las acciones de Renshaws, ¿no? Ya vi
que los diarios se enteraron.
—Hay más que eso. Necesito verlo.
—Por supuesto. ¿Cuándo quiere venir?
Astley estaba por sugerir que Wallace se ganara parte de sus jugosas
comisiones en el Banco viniendo a verlo, pero decidió que sería mejor
encontrarse en Londres. Cuanto menos gente se enterara, mejor.
—Lo más pronto posible —dijo—. ¿Mañana le viene bien?
Se produjo una pequeña pausa antes de que Wallace dijera disculpándose:
—Me temo que mañana no puede ser. ¿Y el martes?
Eso significaba casi una semana de demora, pensó Astley. Sospechaba
que Wallace le estaba diciendo de una manera suave que el Banco no estaba a
su disposición cuando a él se le ocurriera llamar. En lo que a ellos se refería,
Renshaws era poca cosa.
—Está bien —dijo—. Si es lo más pronto que puede.
—Creo que sí. ¿A mediodía le viene bien?
—Sí.
—Bien. Así podremos comer algo aquí después.
Astley se sintió más reconfortado. Sabía por experiencia que los vinos del
comedor de los directores del Banco eran de primera.
—Estaré con usted a las 12.00 —dijo.
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—Magnífico. Espero verlo el martes, entonces. Adiós, muchacho.
Cortó la comunicación. Astley colgó el tubo y se quedó mirando el
teléfono.
Cuando se fue a almorzar a la 1.00, Rivett todavía no había llamado.
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Tratándome como a un capataz, pensó Saunders con resentimiento. Se
sentó al lado de Fitzpatrick.
—Queremos oír lo que tenga que decir acerca de esta huelga —dijo
Astley.
Saunders vaciló, deseando poder presentar algún plan para un arreglo que
los impresionara.
—Creo que ya saben todo, señor —dijo—. Creen tener un motivo válido.
—Malditos tontos —murmuró Walton—. Se han dejado empujar por unos
pocos agitadores de izquierda.
—Lo siento, señor, me parece que no estoy de acuerdo —podía hablar
con la seguridad que le daba el conocimiento, pensó Saunders. Era un
experto—. Le garantizo que si uno o dos de ellos no los hubieran arrastrado
puede ser que la huelga no se llevara a cabo, pero aun así creen tener razón.
—¿Eso significa que usted está de acuerdo con ellos? —preguntó Walton.
Saunders no le gustaba. Era débil, siempre viendo el lado de los otros. Por la
forma en que hablaba a veces, uno pensaría que era un sindicalista.
El jefe de personal sabía que tendría que hilar muy fino. La huelga le
preocupaba, y nunca había tenido que manejar una situación como esta, pero
ver que los directivos habían recurrido a él lo llenaba de orgullo y le daba
coraje.
—Puedo ver su punto de vista —concedió.
—No le pagan para eso —le dijo Walton secamente.
—¿Cree que actué en forma precipitada? —preguntó Skinner con tono
neutro.
—No dije eso, señor.
—Ese hombre casi me voltea y después me insultó.
—Permítame, señor, no es así como ellos lo ven.
—Bueno, así fue como sucedió —Skinner miró a su alrededor buscando
el apoyo de los otros directores.
Por unos minutos se hizo un silencio incómodo.
—Puede que muchos de ellos no hayan visto nada —dijo Saunders—.
Creen lo que les han dicho. No importa cuál sea la verdad, eso es lo que ellos
creen que es.
—De acuerdo —asintió Fitzpatrick. Sentía pena por Saunders.
—¿Entonces qué piensa que debemos hacer? —preguntó Astley.
Saunders evitó mirar de frente a cualquiera de ellos.
—O nos mantenemos firmes con la esperanza de que la huelga se termine
en unos pocos días o volvemos a tomar a Leonard. No veo otra solución.
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—No lo volveremos a tomar —dijo Walton enojado. No le había gustado
el uso del «nosotros» por parte de Saunders, como si formara parte del
directorio—. Puede sacárselo de la cabeza.
—¿Cree que tendría que disculparme? —preguntó Skinner. Su tono era
tan suave que parecía como si realmente estuviera interesado en la opinión de
Saunders.
—No puedes hacerlo —le dijo Walton—. Si lo hicieras lo tomarían por
un signo de debilidad y el mes próximo tendríamos el mismo problema.
—No podemos volver a emplearlo —dijo Astley serio. Sabía que si lo
hacían la posición de Skinner sería insostenible. Y además Walton podía tener
razón al decir que los hombres estarían más dispuestos a ir a la huelga cada
vez que tuvieran una razón real o imaginaria—. ¿Qué cree que harán si les
decimos con claridad que no hay probabilidades de que eso suceda?
Saunders deseó saberlo.
—O todo el asunto se diluye o el sindicato lo hará oficial —contestó—. Si
lo hacen, podría durar bastante tiempo. Todos se van a unir. Hasta pueden
ensuciarnos con nuestros proveedores.
Astley asintió y miró su reloj.
—Tengo que ver a Rivett y al representante del sindicato en su oficina a
las tres —dijo—. Después de eso tal vez sepamos más. Está bien, Saunders.
Muchas gracias.
Saunders se puso de pie. El presidente había arreglado esa reunión a la
tarde sin decirle una palabra y era obvio que no se esperaba que fuera. Ahora
lo echaban de la habitación como a un estudiante que despiden del despacho
del director.
—¿Puedo hacer algo, señor? —preguntó muy tieso.
—No creo que por el momento podamos hacer nada —le dijo Astley—.
Hablaré con usted más tarde.
—De acuerdo.
Saunders salió.
—No sirve para nada —declaró Walton—. Una niñita de edad escolar
podría hacer más que él.
—El problema es que no tiene ninguna autoridad —observó
Fitzpatrick—. Los hombres saben que tiene que venir corriendo a
consultarnos si sucede algo más importante que un papel atascado en la
alcantarilla.
El presidente los ignoró.
—¿Estamos de acuerdo en tomar una línea firme? —preguntó.
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—Por supuesto —contestó Walton.
Skinner estaba mirando a Astley.
—No está muy feliz con esto, ¿no es así, George?
—No estoy feliz con ninguno de estos líos —retrucó Astley—. Y no me
importa decírselo. Supongo que tendremos que ser duros, pero quiero mano
libre esta tarde.
—Está bien —dijo Fitzpatrick.
Los otros asintieron.
—Usted dijo que teníamos que discutir dos cosas —le recordó Anderson
al presidente—. ¿Cuál era la otra?
Astley no respondió de inmediato. Le molestaba que lo apremiaran y
sobre todo los jóvenes ambiciosos como el gerente financiero.
—He recibido una oferta de Tyzacks —dijo—. Quieren compramos.
Eso los sacudió, pensó mirando sus caras. Saberlo le causaba una amarga
satisfacción.
—Así que son ellos los que han estado comprando las acciones
—comentó Anderson.
—Dicen que poseen un poco menos del veinte por ciento. Ahora ofrecen
ochenta por acción en efectivo.
—Es un precio justo, el valor real es solo sesenta y ocho.
—Al demonio con el valor real —gruñó Astley.
Walton se revolvió incómodo en su silla.
—¿Va a aceptar, George? —preguntó—. Si usted y su familia no venden
ellos no podrán tener el control.
—No.
—Eso incluye a Rosemary y Joan, supongo.
—Así es.
—Ya está entonces —comentó Fitzpatrick—. No van a seguir adelante.
Anderson frunció el ceño.
—Si esta huelga dura mucho es probable que las acciones pierdan valor.
Me pregunto qué harán entonces con su veinte por ciento.
—¿Eso cambia algo? —preguntó Walton.
—No creo —Anderson se detuvo—. Solo me pregunto por qué
compraron tanto sin averiguar si George estaría dispuesto a vender.
—Sabían lo de la unidad de control —dijo Astley— por eso quieren
coparnos. Compraron las acciones porque podían obtenerlas baratas antes de
que saliera al mercado. Ahora tendremos que decir algo, porque quedaría feo
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si nuestros accionistas vendieran por saber menos que Tyzacks. ¿Puede
redactar algo para la prensa, Hugh?
Walton asintió.
—¿Cómo se enteraron? —preguntó Fitzpatrick—. ¿Lo sabe?
Astley vio que estaba en tensión. Había hablado en tono casual pero con
una rigidez que delataba su interés.
—Me estoy ocupando de eso —replicó en un tono que no admitía más
preguntas— si eso es todo…
Empujaron sus sillas. Barbara Dean cerró su anotador, miró al presidente
y como este no le hizo ninguna seña se dirigió a la puerta. Fitzpatrick se la
sostuvo y ella le sonrió en agradecimiento. El único que se quedó con aire de
duda fue Skinner.
—He estado pensando, George —dijo cuando estuvieron solos—.
Supongo que me dirá que me ocupe de mis propios asuntos, pero podría ser
ventajoso unirse a Tyzacks.
Astley lo miró sorprendido. Luego frunció el ceño.
—No sería una unión, sería el aniquilamiento. Nos sacarían nuestros
cerebros y los clientes, y, dentro de un año, este lugar estaría cerrado. A
nosotros nos pagarían y la gente perdería su trabajo.
—No lo sabe.
—¿Ah, no? Tienen una nueva fábrica propia con el doble de la capacidad
que necesitan.
—Está bien —concedió Skinner—. Puede ser que a veces pase. Pero
Tyzacks es una empresa importante, si nos dan garantías en cuanto a los
trabajos y las demás cosas, podría ser una buena oportunidad para nosotros.
Tienen más energía que la que nunca podríamos tener.
—¿Cree que debo vender?
—Eso es asunto suyo. Lo único que digo es que Renshaws podría obtener
ventajas.
—Nos masticarían hasta reducimos a pedacitos para después escupirnos
—dijo Astley con rudeza.
—Podría mantener parte de sus acciones.
—¿Y qué demonios cree que cambiaría? Tendrían el control para hacer lo
que se les ocurra. No vendo Renshaws por una limosna, Bill.
—Me parece justo —sonrió Skinner—: No estoy tratando de persuadirlo.
—¿Ah, no?
—No, por supuesto que no.
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Sus ojos se encontraron y de pronto Astley sonrió. Era una extraña
sonrisa, pensó Skinner, y de nuevo se sintió preocupado.
—Entonces, déjelo —dijo el presidente—. Ya he tomado mi decisión.
Al llegar a la puerta Skinner se dio vuelta.
—¿Cree que logrará algo esta tarde? —preguntó.
—Solo Dios lo sabe —dijo Astley.
Skinner se preguntó si tendría un as en la manga.
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OCHO
LA OFICINA del sindicato del distrito era una casita aislada en un camino
residencial, del otro lado del pueblo donde estaba Renshaws. Había autos
estacionados a cada lado de la calle, pero enfrente de la oficina y unos treinta
metros antes había unos caballetes que mantenían libre un espacio. Acababan
de sacarlos y Astley metió el Rover marcha atrás, bajó y cerró la puerta.
Mientras lo hacía, a unos cien metros otro automovilista que estaba con el
motor en marcha, aceleró el auto y se alejó del cordón.
Astley comenzó a cruzar la calle, caminando en diagonal hacia la casa.
No escuchó al otro auto hasta que estuvo a mitad de camino y, cuando lo hizo,
no le dio importancia. Había bastante espacio para que le pasara por atrás.
Demasiado tarde miró en esa dirección y vio que el auto no había
disminuido su velocidad. Aceleraba hacia él. Por un instante lo miró
sorprendido, incrédulo. Estaba a unos pocos metros. A través del parabrisas
pudo ver los rasgos de la persona que iba en su interior, borrosa y escondida a
medias por el parasol bajo. En ese momento entendió. Trató de correr hacia
adelante, pero el auto lo siguió. El paragolpes golpeó sus piernas como un
latigazo y el radiador dio contra sus caderas. Fue arrojado sobre el capot, rodó
y cayó en un costado de la calle.
Después del primer shock del impacto quedó aturdido. Sintió que se caía
y su cabeza golpeó el suelo con una fuerza tremenda. Quedó inmóvil.
Rivett estaba parado delante de la ventana del primer piso esperando su
llegada.
—¡Dios! —exclamó.
—¿Qué pasa? —preguntó Bassett. El secretario del distrito era un hombre
rechoncho de unos cincuenta años, con pelo rojizo y cuello grueso.
—Astley. Un auto acaba de atropellarlo. Se desvió hacia él.
—¿Qué?
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Rivett ya estaba a medio camino de la puerta. Bassett se puso de pie y lo
siguió.
—Llamen una ambulancia —gritó al pasar delante de la puerta que daba a
las oficinas de abajo. Las dos chicas que estaban allí levantaron la vista
sorprendidas. Ha habido un accidente.
Rivett se arrodilló al lado de la figura inmóvil de Astley y le tomó el
pulso.
—Todavía está vivo —dijo. Apenas, pensó.
Bassett se paró al lado de él, respirando con dificultad. Tenía una panza
como una pelota de fútbol, herencia de incontables litros de cerveza en todos
los bares y clubes por asuntos sindicales, y fumaba cincuenta cigarrillos por
día.
—Será mejor que no lo movamos —dijo.
—No. Ojalá la ambulancia no tarde todo el día para llegar aquí —Rivett
se enderezó y miró arriba y abajo el camino. No se veía a nadie.
—Parece que eres el único que vio algo —le dijo Bas— set—. Es mejor
que no le cuentes a la policía más de lo necesario.
Rivett se sorprendió, pero aceptó. No quería verse envuelto en el asunto.
Le parecía que el auto se había desviado justo antes de chocar a Astley, como
si la persona que iba al volante lo hubiera hecho en forma deliberada, pero
debía de estar equivocado. O tal vez se había desviado para evitar chocar al
viejo y había apuntado mal, luego el pánico y el miedo a parar…
Bassett vio su indecisión.
—Mira —le dijo— ya saben de tu lío en Renshaws, si les pones ideas en
la cabeza, empezarán a sospechar.
Rivett no había pensado en eso. Sabía cómo era la policía, le harían un
montón de preguntas. Y si Astley moría no ayudaría a él ni a ninguno decir
que pensaba que el automovilista había hecho un viraje a propósito. De todas
maneras no se sentía conforme.
—¿Adónde demonios está esa ambulancia? —murmuró.
La policía llegó unos minutos después, dos agentes en un patrullero
seguidos casi enseguida por la ambulancia. Levantaron a Astley con cuidado
en una camilla y la llevaron hasta el vehículo. Las puertas se cerraron y se
alejó haciendo sonar la sirena.
Astley murió cinco minutos después. En el hospital lo registraron
simplemente como «muerto al llegar», y la policía fue notificada. Enviaron un
agente para comunicárselo a su viuda.
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Después de haber hablado con su suegro, MacNeil se sintió inquieto. Por
un rato dio vueltas por la casa, sin poder dedicarse a nada, después se subió al
auto y manejó por la carretera hasta que llegó a un pueblito anidado en un
valle. Se bajó del auto y caminó por las colinas.
Era algo que hacía años que no hacía (a Rosemary no le gustaba caminar
y utilizaba el auto aunque fuera por seis cuadras) y se sorprendió recordando
paseos de fin de semana en los Campsies cuando tenía diecinueve o veinte
años. Recordando, la vida de ese entonces le parecía tan simple… El viento le
golpeaba la cara y algunos chaparrones ocasionales pinchaban su piel como
agujas, pero siguió adelante, caminando compulsivamente, sin dirección.
En su momento, se había sentido sorprendido y aliviado cuando Astley no
mencionó por teléfono la partida de Rosemary. Ahora se daba cuenta de que
el viejo no había querido mencionar el asunto para no irritarlo mientras
todavía existía una probabilidad de que aceptara ir a Nueva York. Hasta su
propia hija Rosemary estaba en segundo término, detrás de eso.
A la 1.00, llegó a un pequeño bar a kilómetros de cualquier parte. Comió
un poco de pan con queso y cebollines y tomó dos vasos de cerveza de barril.
Ahora sabía que la reunión en La Cabeza del Rey había sido arreglada para
hacerlo aparecer como si hubiera sido el informante de Tyzacks con respecto
a la UC1. En realidad, Burton no estaba interesado en que él trabajara para
ellos. Sentía una rabia sorda, amarga. Astley podía estar convencido de que él
no había vendido a Renshaws, pero Bill Skinner lo estaba a medias, y lo
habían despedido. El viejo lo había usado tan sin escrúpulos como Burton,
esperando que si estaba sin trabajo haría lo que él pedía. Bien, se había
equivocado. Ahora que Rosemary lo había dejado estaba libre para buscar un
trabajo en otra parte, mañana empezaría.
Cuando volvió a su auto estaba exhausto. Manejó hasta su casa, guardó el
Marina en el garaje y entró. El living estaba a media luz y recién cuando
prendió la luz vio a Rosemary. Estaba sentada en la silla de costumbre y le
pareció que había algo extraño en el hecho de que lo esperara en esa
semioscuridad. Se sorprendió, pero el volver a verla no le produjo ningún
placer.
—Hola —dijo muy seco. Vio que había estado llorando, pero ya estaba
acostumbrado a sus lágrimas, y casi siempre se originaban en su
autocompasión.
—No he vuelto —dijo.
—¿Ah?
—¿Eso es todo lo que puedes decir?
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—¿Qué otra cosa esperabas?
Levantó la vista y él se dio cuenta de que estaba afligida de verdad.
—Papá murió —le dijo.
—¿Qué?
—Esta tarde lo atropelló un auto. El conductor no se detuvo. Murió
camino al hospital.
No era posible, pensó MacNeil. Pero lo era, había sucedido. Estaba
aturdido, y más dolorido de lo que creía posible.
—Lo siento —dijo.
—¿De veras? —preguntó Rosemary—. Sé lo que pensabas de él. Vine
nada más que porque pensé que deberías saberlo.
—Sí —MacNeil se sacó la chaqueta. Se preguntó si querría pelear con él;
a lo mejor la hacía sentir mejor. Pero no iba a ayudarla, estaba demasiado
cansado—. ¿Puedo hacer algo?
Rosemary sacudió la cabeza.
—¿Me lo harás saber si puedo ser útil?
—Está bien. —Se puso de pie para irse—. Anoche cuando estuvo aquí
algo lo preocupaba. No me dijiste qué era.
—Sí te lo dije, era relativo a la empresa. Pensaba que las cosas no
andaban bien, que sucedía algo extraño. Pero no sé qué, no me lo dijo.
—¿Y por eso quería que fueras a Nueva York?
—Sí.
—¿Y ahora irás?
MacNeil vaciló. ¿Para qué?
—No, no sabría que buscar allí; él mismo no lo sabía. De todas maneras
tengo que empezar a buscar otro trabajo.
—No puedes pensar, más que en ti mismo, ¿no? —dijo Rosemary con
amargura.
MacNeil lo dejó pasar. Había querido mucho a su padre y debía de estar
muy perturbada.
—Ir a Nueva York no es como ir a Londres —le hizo notar sin enojarse
Sería una pérdida de tiempo y de dinero.
—Hubiera sido mejor no venir —Rosemary agarró su bolso.
—¿Cómo lo tomó tu madre? —le preguntó MacNeil.
—Es muy valiente.
Esta frase gastada lo irritó.
—Dile cuánto lo siento —dijo.
—Quisiera creerlo. Nunca te llevaste bien con él.
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—Tampoco mal. No me gustaban algunas de las cosas que hacía —y de
una manera extraña lo había respetado, pensó MacNeil.
Fueron juntos hasta la puerta.
—Te haré saber la fecha del entierro —le dijo Rosemary— pero no estás
obligado a ir.
Por supuesto que iría. Era curioso cómo la muerte borraba los
sentimientos. Esa tarde había pensado en Astley con una amargura cercana al
odio, pero ahora recordaba su risa de la noche anterior y la admiración en sus
ojos.
—¿Cómo viniste? —preguntó. El Mini de Rosemary no estaba a la vista.
—En taxi. No me sentía de humor para manejar.
—Te llevaré de vuelta.
—No —habló casi con rabia, y sorprendida por su propia vehemencia,
agregó—. Tomaré un ómnibus en la esquina. Pasará uno enseguida.
MacNeil no discutió. Si eso es lo que quería…
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La entrada era de baldosas frías. Había una bicicleta apoyada contra una
pared y en el piso marcas de ruedas y de zapatos mojados. El aire olía a
humedad y a una docena de otras cosas. Subió los escalones cubiertos de
linóleo y encontró una puerta en un descanso con otra tarjeta con el nombre
de Heslop. Tocó el timbre.
El periodista abrió, de pulóver y jeans. Tenía una cadena de oro alrededor
del cuello que le colgaba casi hasta la cintura.
—¡Alan! —exclamó—. ¡Qué agradable sorpresa!
Su expresión desmentía sus palabras, pensó MacNeil. No parecía
especialmente sorprendido de verlo y sobre todo nada feliz con la visita.
—Quiero hablar con usted —le dijo.
Heslop dudó.
—Estaba saliendo.
—Seré breve.
MacNeil entró en una gran habitación amueblada con descuido. Se sentía
un fuerte olor a incienso.
Al parecer, Heslop había decidido aceptar lo inevitable.
—Lo que sea para un amigo —dijo, tratando de ser simpático—. ¿De qué
se trata?
—La otra noche… ¿quién está detrás de eso?
—¿Qué quiere decir?
—No se haga el tonto, lo sabe muy bien. ¿Quién le pidió que me
convenciera para ir a La Cabeza del Rey a encontrarme con usted y con
Burton?
—Nadie —la expresión de Heslop sugería sorpresa e inocencia, pero sus
ojos parpadeaban de nerviosismo—. Pensé que le gustaría conocerlo, en su
campo es un tipo importante.
—¿Entonces cuánto le pagó él?
—¿Pagarme? ¿Por qué?
—Ese encuentro estaba arreglado para implicarme —dijo Alan con
dureza—. Si Burton no le pagó, ¿quién fue?
—Usted está loco. Si esa es su forma de agradecerle a alguien que trata de
darle una mano…
—¿Qué clase de estúpido cree que soy? —MacNeil no ocultó su enojo—.
Burton nunca había oído hablar de mí hasta hace pocos días. ¿Para qué vino
aquí?
—No sé —tartamudeó Heslop. De pronto había dejado de fanfarronear.
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MacNeil sabía que podía estar diciendo la verdad. Era bastante probable,
porque parecía difícil que Burton le hubiera dicho la verdadera razón por la
que quería verlo. Pero alguien sabía que Bill Skinner acostumbraba a pasar
por La Cabeza del Rey camino a su casa.
Alguien de Renshaws; allí se había producido la filtración. Tal vez una
docena de personas lo sabían. MacNeil recordaba que Skinner parecía estar
esperando a alguien, ¿él también tenía una cita?
—¿Así que la reunión fue idea suya? —preguntó.
—Eso es lo que le digo desde el principio.
—Y yo no le creo.
MacNeil miró con asco al reportero. Había venido aquí a averiguar quién
había organizado la reunión y no le importaban mucho los medios para
lograrlo. Se adelantó un paso y Heslop retrocedió. La parte trasera de sus
piernas chocó con el sillón y se sentó pesadamente. MacNeil lo agarró por el
pulóver y lo hizo poner de pie.
—¿Quién fue? —exigió.
Sus caras estaban casi juntas y Heslop pudo ver la rabia en los ojos de
MacNeil.
—Burton —murmuró. Estaba asustado—. Ya lo conocía. Me telefoneó a
la oficina el martes por la mañana y dijo que había oído hablar de usted y que
quería conocerlo. No quería ir a Renshaws o a su casa y me pidió que lo
llevara al bar.
—¿Él sugirió La Cabeza del Rey?
—Sí.
—¿Cuánto le pagó?
—No me pagó nada. ¿Qué cree…?
—Sí. ¿Cuánto?
MacNeil agarró con su mano la muñeca del periodista y se la dobló detrás
de la espalda. Heslop jadeó de dolor o de miedo. MacNeil no estaba seguro.
—¿Cuánto? —repitió.
—Veinte libras.
Veinte libras nada más que para conocerlo y charlar un rato. No era de
extrañar que Heslop hubiera estado nervioso toda la noche, tenía que haber
sospechado que detrás de la ansiedad de Burton por conocerlo había algo más.
Pero era demasiado voraz para que le importara.
—¿Por qué en La Cabeza del Rey? —preguntó MacNeil.
—No sé. Dijo que lo conocía y que le resultaba cómodo. Cristo, está
lastimándome el brazo.
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MacNeil apretó un poco más.
—¿Eso es todo lo que sabe?
—Sí —chilló Heslop.
MacNeil pensó que era posible que estuviera diciendo la verdad, Burton
no debía haberle dicho más de lo necesario. Pero todavía estaba lejos de
descubrir quién le había dicho a Burton que Bill Skinner solía ir a La Cabeza
del Rey. Empujó al periodista.
—Está bien —dijo.
Heslop se quedó mirándolo mientras se dirigía a la puerta y salía.
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NUEVE
UNA SOSTENIDA brisa fría del norte empujaba los bancos de nubes grises
que atravesaban el cielo a baja altura y doblaba los árboles desnudos que
bordeaban el cementerio. Las personas que habían concurrido al entierro se
arrebujaban en sus abrigos tratando de mantener el calor sin dar la impresión
de estar haciéndolo. Había casi cien personas en el funeral de Astley.
Un sacerdote anciano entonaba las palabras del servicio fúnebre en el
tono lúgubre que consideraba adecuado para estas ocasiones y deseaba
haberse puesto otro pulóver debajo de su vestimenta.
MacNeil estaba con Rosemary y su madre. Era la primera vez en semanas
que se encontraba con Joan Astley y en el fondo los dos se sentían aliviados
de no tener la obligación de sostener una conversación sociable. MacNeil
sabía que su suegra daba por sentado que él tenía la culpa de que Rosemary lo
hubiera dejado, y que cuanto antes él desapareciera de su círculo, más
satisfecha estaría.
Barbara Dean enjugó una lágrima. Más que ningún otro en el trabajo, ella
sabía cuán generoso y considerado podía ser Astley y su pena era sincera.
Una vez terminado el servicio la gente comenzó a dispersarse caminando
despacio hacia las verjas para no dar la impresión de estar apurados. Joan y
Rosemary le daban gracias al vicario y cuando se volvieron para irse MacNeil
las siguió. Más adelante podía ver a Rivett y Bassett y pensó que era muy
decente de su parte haber venido.
—Lo siento, sinceramente —dijo una voz detrás de él. Era Martin
Geeson, el gerente de una asociación de fabricantes locales, un hombre
mayor, corpulento, de cutis rojizo y manojos de pelo gris.
—Sí —asintió MacNeil.
—George era uno de los de la vieja escuela. Con él se sabía adonde
pisaba uno, ¿no?
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—Sí —dijo otra vez MacNeil. Pensó que aquello era una mentira, el viejo
era retorcido como un político.
—¿Quién va a ocupar su lugar en Renshaws? ¿Lo sabe? —preguntó
Geeson.
—No tengo idea. Ya no trabajo allí.
—¿Cómo? —El viejo parecía sorprendido, escandalizado; los yernos no
se iban de la empresa familiar. Sobre todo cuando sus mujeres eran hijas
únicas—. ¿Qué está haciendo ahora?
—Por el momento, nada —admitió MacNeil.
Se fueron quedando detrás de la gente que hacía fila para salir por la
estrecha verja. Joan y Rosemary ya estaban a unos veinte metros.
—Supongo que Renshaws será copada —dijo Geeson.
—¿Por qué? —Le tocaba a MacNeil sorprenderse.
—Es lo que pasa. El hombre que de una manera u otra es propietario de
una empresa se muere y la familia no quiere ocuparse de ella; están contentos
de poder vender. Y casi siempre se ven obligados, por todo el asunto de la
transferencia de capital, los impuestos y el resto. Es una lástima, pero es así.
Mire lo que le pasó a Proctors. El viejo Norman Proctors se mató y a los
pocos meses una compañía americana compró y cerró la fábrica. Ya sé que
hoy en día las cosas son así, pero de todas maneras, me parece mal.
MacNeil recordó haber oído hablar de Proctors. Tres años antes, Proctors
se mató en un accidente, su auto se desvió del camino cuando iba por el
campo y rodó por una barranca empinada.
—Y bueno, lo que tenga que ser, será, ¿no? Geeson suspiró. —Adiós.
—Adiós —dijo MacNeil.
Ya casi toda la gente se había ido y Joan y Rosemary esperaban
impacientes en la vereda del cementerio. Estaba por unirse a ellas cuando vio
a Ben Rivett y a Bassett parados al lado del auto de Rivett, cruzando el
camino, y en un impulso caminó hacia ellos.
Bassett lo vio venir. Clásica actitud paternalista de patrón, pensó. Viene a
agradecernos que hayamos venido. Abrió la puerta del auto y empezó a
entrar. Pero Rivett también había visto a MacNeil y lo estaba esperando.
—Hola, Ben —dijo MacNeil.
—Hola, Alan.
Bassett se enderezó de mala gana.
—Siento mucho si ya está cansado de que le pregunten lo mismo —dijo
MacNeil— ¿pero está seguro de que no puede recordar nada más de lo que
pasó cuando mataron al viejo?
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—Usted estuvo presente en la indagación —le dijo Bassett.
MacNeil estaba mirando a Rivett. Le pareció que el jefe de taller estaba
incómodo.
—Fue como dije, vi al señor Astley cruzar la calle. Entonces apareció ese
auto. Andaba bastante rápido y Astley al parecer no lo escuchó.
—Era un poco sordo.
—Lo sé. Me dio la impresión de que el conductor trató de esquivarlo pero
no pudo.
—¿Qué quiere decir con eso de tratar de esquivarlo?
Rivett dudó.
—Lo que dice —gruñó Bassett—. ¿Qué cree que quiere decir?
Había hablado con tono parejo pero MacNeil no pudo dejar de notar la
agresión en su voz. Por alguna razón Bassett no quería que hiciera preguntas.
—¿Se desvió? —le preguntó a Rivett.
—Y… —el jefe de taller admitió con evidente desgano— tal vez un
poquito.
—¿Entonces por qué lo atropelló? Ahí la calle es ancha.
—No sé. Todo pasó tan rápido.
—¿Pero le pareció que el conductor lo veía?
—Sí, así parecía.
—Había espacio de sobra y ningún otro auto. Lo vio y tuvo tiempo de
desviarse. ¿Por qué lo atropelló?
—¿Qué demonios sabemos nosotros? —preguntó Bassett.
—Y no se detuvo —en cierto modo la hostilidad de Bassett era más
reveladora que la resistencia a comprometerse de Rivett, pensó MacNeil—.
¿Acaso se desvió para el lado equivocado? ¿Es eso?
—Puede haber sido así —admitió el jefe de taller—. Ya le dije que
sucedió muy rápido.
—¿Qué está sugiriendo? —preguntó Bassett.
—Nada, estoy tratando de darme una idea —le dijo MacNeil—. ¿Está
seguro de que no puede recordar nada más del auto, Ben?
—Solo que era oscuro y parecía un Cortina. No sé mucho de autos, y
estaba demasiado impresionado para darme cuenta.
MacNeil le creyó. Pensó que la calle Watson no llevaba a ninguna parte
en especial y que no circulaba mucho tráfico. Pero por unas cuatro cuadras
era derecha y muchos conductores se aprovechaban de eso para apretar el
acelerador.
—Lo siento —dijo—. Siento entonces haberlo molestado, Rivett.
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—Está bien —murmuró Rivett. Pareció aliviado al ver que MacNeil se
iba.
—¿Por qué no le dijiste que no sabías nada? —preguntó Bassett
disgustado—. Lo primero que dirán es que uno de nuestros miembros se dejó
llevar por la rabia e hizo justicia con sus propias manos.
Rivett no dijo nada.
MacNeil dio vuelta la página del Telegraph. En realidad todavía no había
hecho ningún esfuerzo para encontrar trabajo. Miró la columna de empleos
ofrecidos pero había solo uno al que le dedicó más de una ojeada; una
compañía que conocía necesitaba un ingeniero electrónico. Pero la fábrica
estaba en Somerset y eso significaba lograr el acuerdo de Rosemary para
vender la casa e irse. Por alguna razón la perspectiva le resultó poco atractiva.
La noche anterior se había quedado sentado, pensando. Astley estaba
seguro de que en Renshaws estaba pasando algo raro, algo suficientemente
serio para pedirle que viajara a Nueva York por su cuenta a ver qué podía
descubrir. En su momento lo había atribuido a la imaginación del viejo, pero a
pesar de sus defectos, Astley no era el tipo de hombre que se imaginara algo
así. Y no solo le preocupaba la filtración sobre la UC1, porque había dicho
que ya hacía una semana o dos que estaba pensando en eso.
Según Heslop, Burton había instigado el encuentro e insistido en que
fuera en La Cabeza del Rey, adonde tenía buenas probabilidades de que Bill
Skinner lo escuchara ofreciéndole un trabajo. Pero ¿por qué? Tyzacks ya
sabía lo de la UC1. ¿Para desacreditarlo? No tenía sentido, él no era tan
importante. Más bien, entonces, para proteger el contacto de Tyzacks en
Renshaws. Si Astley y Skinner creían que él le había contado a Burton lo de
la unidad, no seguirían buscando un culpable.
Pero Astley no lo había creído. Y ahora estaba muerto.
Por más que se resistiera a admitirlo, se veía que Rivett estaba convencido
de que el auto se había desviado para no errar su blanco. Y el conductor no se
había detenido. Bassett veía las implicaciones, no era ningún tonto, ¿pero por
qué estaba tan ansioso con respecto al silencio de Rivett?
Tyzacks quería apoderarse de Renshaws. Ayer, después del entierro,
Martin Geeson le había hecho notar que ahora era de esperar que fueran
copados igual que Proctors. Y el viejo Proctors había muerto en un accidente.
Eran apenas las 8.00 pasadas; con un poco de suerte, Geeson todavía
estaría en su casa.
El mismo contestó el teléfono.
Página 72
—¿Señor Geeson? —dijo MacNeil—. Habla Alan MacNeil —se preguntó
si recordaría su nombre.
—Hola, muchacho. ¿En qué lo puedo servir?
Así que se acordaba.
—Discúlpeme por llamarlo tan temprano —dijo MacNeil— pero se trata
de algo que usted dijo ayer. Sobre Proctors. ¿Se acuerda quién compró la
empresa?
Hubo un momento de silencio. La compañía de Geeson se ocupaba de
ingeniería ligera y se había interesado en lo sucedido solo porque conocía a
Proctors.
—Era un nombre raro —dijo— empezaba con una T. Tylers. No. Algo
parecido sin embargo.
—¿Tyzacks?
—Eso es. ¿Los conoce?
—Sí —dijo MacNeil— los conozco. Muchas gracias.
—De nada. ¿Era todo lo que necesitaba?
—Sí.
Se despidieron y MacNeil colgó, pensativo.
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DIEZ
UNA VEZ que se hubo decidido, MacNeil se sorprendió al ver qué poco
tiempo se necesitaba para hacer todos los arreglos para el viaje. Antes de irse
llamó a Rosemary para decírselo. Parecía encantada, y por uno o dos minutos
su tono fue casi amistoso.
—Allá vas a encontrar muchas cosas para hacer —dijo, y él se imaginó
sus labios apretados.
—Me voy nada más que por dos o tres días —le aclaró, tratando de que
no notara la irritación de su voz.
—No te apures por mí. No voy a volver.
—Hablaremos de eso cuando vuelva a casa —dijo MacNeil.
Rosemary colgó sin decir adiós.
El avión estaba medio vacío. MacNeil encontró su asiento, empujó el
bolso debajo y miró la extensión desolada de Heathrow.
—Hola.
La chica tenía unos veintiséis años, alta y delgada, con suave pelo rubio.
Americana. Tenía puesto un elegante abrigo blanco y la cara muy bien
maquillada. La boca, un poco grande para ser la de una belleza clásica, tenía
aire de sonreír mucho. MacNeil la contempló mientras se sacaba el abrigo y
lo doblaba en el asiento vacío de adelante. MacNeil se sentó, abriendo el libro
que acababa de comprar en el aeropuerto. Muy pronto el avión comenzó a
corretear hacia el final de la pista.
—¿Va a Nueva York? —preguntó la chica después de un rato.
—Sí —contestó MacNeil—. ¿Y usted?
Asintió.
—Vivo allí. ¿Ya ha estado antes?
—No.
—Es una gran ciudad si uno no afloja.
MacNeil sonrió.
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—Trataré —prometió.
Hablaron de una y otra cosa. Era fácil conversar con ella, pensó MacNeil.
Se llamaba Sandy Matheson y tenía un negocio en Nueva York junto con una
amiga.
—Accesorios —le dijo—. Guantes y pañuelos, ¿sabe? Estuve en Francia
e Italia para ver lo que tienen allí y, de vuelta, paré en Londres. Era la primera
vez que iba a Inglaterra.
Su padre era médico en un pueblito de Nueva Jersey y ella vivía sola en
un departamento de Greenwich Village, no lejos de Washington Square. Estos
nombres no le decían gran cosa a MacNeil.
Miraron cómo se ponía el sol en un vasto semicírculo naranja que parecía
llenar el cielo. Durante un rato MacNeil pudo ver hielo debajo, y se preguntó
dónde estarían, luego se volvió muy oscuro afuera y quedaron encerrados en
el cascarón del avión. Ni él ni Sandy habían alquilado los auriculares para la
película y los actores se movían en silencio por la pantalla. MacNeil estaba
cansado. Al lado de él, Sandy descansaba con los ojos cerrados. Las luces de
la cabina pestañeaban cada tanto. Era como volar por el limbo, pensó, con
toda la existencia encapsulada en esa cabina y los motores rugiendo. ¿Qué
estaba haciendo allí?
Un rato después una voz inmaterial anunció que comenzaban el descenso
hacia el Aeropuerto Kennedy y que esperaba que hubieran tenido un buen
viaje. Los pasajeros que dormían se movieron y desperezaron.
—Ya falta poco —dijo Sandy.
—Estará contenta de volver a casa —dijo MacNeil.
—Creo que sí. Pero ha sido un viaje magnífico —se interrumpió y
continuó con timidez—. Si no tiene nada mejor que hacer mientras está en
Nueva York, ¿por qué no pasa por el negocio? Tal vez pueda llevarlo a ver
algo.
—Muy amable de su parte —dijo MacNeil.
Sandy buscó en su cartera, sacó una tarjeta y escribió algo en el dorso.
—Este es el número de teléfono de mi departamento. Pero casi siempre
estoy en el negocio.
MacNeil puso la tarjeta en su billetera, sabiendo que sería como tantas
otras invitaciones casuales y que no haría nada al respecto. Ella tampoco lo
esperaba, no era más que un gesto amable porque era un extranjero en su país
y los americanos son gente hospitalaria.
—¿Ya sabe adónde se va a alojar? —preguntó.
—No —admitió—. No tuve tiempo.
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—Si no busca un hotel importante, podría probar en el Flora. Los precios
no son malos.
Cuando se estaban preparando para bajar del avión volvió a dirigirse a él.
—Si quiere una guía gratis, no me olvide.
Tenía una manera de sonreír que sugería alguna broma privada y lo
invitaba a uno a compartirla, pensó MacNeil.
—No lo haré —le aseguró. Tenía intención de no hacerlo. Pero eso no
significaba que haría algo para recordarlo.
Lo último que vio de ella fue su espalda mientras entraba al edificio de la
terminal.
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ruido se convirtió en otro más persistente, como el de una enorme aspiradora.
Nueva York debe tener el sistema de limpieza más ruidoso del mundo,
decidió en medio del sueño.
Eran las 7.00 cuando se despertó. Desalentado por las tarifas del
restaurante del hotel que encontró en su mesa de luz, salió a ver qué
encontraba para desayunar. Era una hora pico y en la 43 Este la gente se
aglomeraba a la salida de la Estación Central. Las chicas, casi todas bien
vestidas y maquilladas le recordaron a Sandy Matheson, y supuso que no
tardaría en llegar a la ciudad para ir a su negocio. Retrocedió y entró en un
pequeño restaurante. Más por la novedad que porque realmente le gustara
pidió jamón con huevos, wafles, tostadas y café.
La oficina de Mark Stern estaba en el doceavo piso de un edificio no lejos
del Empire State. La chica de la recepción tenía pelo lacio y pecas y parecía
aburrida.
—El señor Stern me está esperando —le dijo MacNeil. Había telefoneado
desde el hotel para pedir una cita—. Me llamo MacNeil.
La chica levantó uno de los dos teléfonos de su escritorio.
—Aquí hay un hombre que dice llamarse MacNeil y que usted lo espera
—tenía una voz aguda y nasal. Después de unos segundos colgó—. OK,
puede entrar.
Detrás de ella había otra puerta. MacNeil la empujó y se encontró en una
oficina un poco más grande o más llamativa que la primera. Mark Stern era
un hombre bajo y delgado de cuarenta años. Aparte de su piel, que era pálida,
todo él era oscuro, su pelo, sus ojos brillantes y curiosos, hasta su traje y
corbata.
—¿Qué tal?, señor MacNeil —dijo, saliendo de atrás de su escritorio para
darle la mano—. Entre y siéntese. ¿Tuvo un buen viaje?
—Muy bueno, gracias le aseguró MacNeil. Se sentó en una de las dos
sillas que enfrentaban el escritorio. Al lado del codo del americano, había una
canasta de alambre para las cartas y una pila desprolija de carpetas y papeles
sueltos en grave peligro de caer al suelo. Reprimió el deseo de enderezarla
antes de que pasara lo inevitable.
—Me dijo que George Astley le pidió que viniera a verme —dijo Stern—.
¿Cómo está el viejo?
—Muerto —contestó MacNeil.
—¿Muerto? —Los ojitos de Stern se abrieron con sorpresa. Al parecer
nadie se lo había dicho. Lo siento mucho. No era un jovencito, pero siempre
pareció muy sano.
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—Lo atropelló un auto —dijo MacNeil.
—Demonios, qué feo. Debe haber sido un golpe para la familia.
—Sí.
—¿Y usted es su yerno? —MacNeil asintió—. Bien, ¿en qué lo puedo
ayudar, señor MacNeil?
—Una compañía americana quiere apoderarse de Renshaws y mi suegro
tenía la esperanza de que usted pudiera decirme algo acerca de ello.
Stern le dirigió una mirada astuta.
—Hizo un largo camino para obtener una información así. ¿Por qué no se
dirigió a una agencia?
—Esperaba que usted pudiera decirme algo que las agencias no supieran.
—¿Ah?
—Hemos desarrollado una nueva unidad de control. Todavía no ha salido
al mercado, recién hemos terminado las primeras pruebas, pero creemos que
es más barata y más versátil que cualquiera de las que existen. De alguna
manera esta gente descubrió el asunto y compró una cantidad de acciones de
Renshaws a muy bajo precio.
No sonaba muy convincente, pensó MacNeil, pero no quería decirle a
Stern ni una palabra más. Todavía no.
—Creía que el viejo Astley controlaba Renshaws —dijo el americano.
—Así era, junto con su familia.
—Entonces, ¿por qué se preocupaba?
—Quería saber con qué clase de gente estaba tratando.
—Supongo que eso tiene sentido. Él no andaba con vueltas. ¿Quiénes
son?
—La Corporación Tyzacks.
Por unos segundos Stern no dijo nada. Estaba tan quieto que MacNeil se
preguntó si lo habría escuchado. Después vio que el americano silbaba entre
dientes.
—¿Eso significa que él pensaba que Tyzacks estaba metido en algo
sucio? —preguntó Stern.
—No dije eso. Ni siquiera sé lo que pensaba. Lo único que quería era que
averiguara todo lo posible sobre ellos.
—Si pensaba en algo sucio, puede olvidarse del asunto. Sea lo que sea,
Walter es derecho. Jesús, conoce a la mitad de la sociedad neoyorquina por su
nombre de pila —Stern sonrió con malicia—. Es uno de los elegidos.
—¿Elegidos? —repitió MacNeil.
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—Del grupo de los pares. Un Wasp. ¿Nunca lo escuchó antes? Un Blanco
Anglo Sajón Protestante. Demonios, es miembro del Club Atlético. Y no se
crea que las clases sociales terminan en aquel lado del océano. Walter es OK.
Tal vez no sea de mi clase, pero yo no opero a su nivel. No me importa.
—Así que es derecho —dijo MacNeil—. Pero Tyzacks arregló las cosas
de manera que yo apareciera como vendiendo los planos de la unidad y al día
siguiente, cuando Astley descubrió el asunto, lo atropelló un auto. El
conductor tuvo el tiempo suficiente para evitar el accidente pero se desvió en
dirección equivocada. Y no se detuvo.
—¿Está sugiriendo que Tyzacks tuvo algo que ver con eso?
—No estoy sugiriendo nada, le cuento los hechos.
—Si eso es lo que piensa, será mejor que se lo guarde —dijo Stern—.
Déjelo, o terminará con tantos juicios alrededor del cuello que no va a saber
ni adonde ir. Walter es un hombre muy respetado y con muchos amigos.
—Eso suena a advertencia —observó MacNeil.
—Exacto, es una advertencia. Todo lo que sabe es que a George Astley lo
atropelló un sinvergüenza que no se detuvo. A lo mejor, el tipo se acobardó.
Tyzacks quiere comprar Renshaws. ¿Y qué? OK, descubrieron un invento de
su gente. Si se lo fueron a contar, ¿qué quiere que hicieran? ¿Decírselo a
Renshaws? Si este fuera un mundo perfecto lo habrían hecho. Pero no es un
mundo perfecto y no estoy diciéndole que sean ángeles.
—Quiero saber quién se lo dijo. Tengo mis razones.
Stern lo miraba pensativo.
—¿Usted cree que el mismo tipo mató al viejo? —preguntó.
No lo sé. ¿Qué puede decirme de Tyzacks?
—Nada que no pueda leer en los diarios si tuviera tiempo. Comenzaron
siendo una empresita en Nueva Jersey apenas terminada la guerra del cuarenta
y cinco. No llegaron a primera división hasta hace unos cinco, seis años.
Ahora son uno de los diez grandes grupos de electrónica en Estados Unidos.
Walter está todavía al frente. Tienen plantas en Nueva Jersey, Ohio y
Arizona. Y más en Europa. Está muy bien manejada y todos los años tienen
buenas ganancias. Bien —Stern hizo una pausa. Después siguió en un tono
más calmado—. Mire, yo le tenía aprecio a George Astley. He trabajado para
Renshaws muchos años y siento mucho que haya muerto. Pero si usted cree
que Tyzacks tuvo algo que ver con eso, está cavando en el sitio equivocado.
Y puede lastimarse.
—¿Cómo? —preguntó MacNeil.
Stern hizo una mueca.
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—¿Acaso no le molestarían un par de juicios por difamación?
—Pienso que sí —admitió MacNeil.
No tenía sentido quedarse más tiempo, pensó. Stern lo había prevenido, y
todo lo que sabía lo hubiera podido encontrar en un registro público. Astley
había estado manoteando en la oscuridad.
—Gracias —dijo, poniéndose de pie.
—Me parece que no lo he ayudado mucho —le dijo Stern disculpándose.
—No esperaba que me pudiera decir mucho.
—Me siento aliviado. Temí que creyera que yo sabía un montón de
basura.
—No —MacNeil le dio la mano.
—Me alegro de haberlo conocido, Alan —dijo Stern estrechándosela—.
Si puedo hacer algo por usted mientras esté aquí, llámeme.
—Gracias, lo haré —le aseguró MacNeil:
Mientras bajaba en el ascensor, sabía que Stern no había dicho toda la
verdad. Si no esperaba enterarse de nada más que lo que le había dicho, ¿para
qué había venido a Nueva York? ¿Solo para acallar su conciencia porque
Astley se lo había pedido y ahora estaba muerto?
Stern le había hecho una advertencia. No dudaba de que era un sabio
consejo, pero en el fondo, ¿qué le importaba a él si MacNeil terminaba con un
montón de demandas? Era una posibilidad muy real si continuaba por ese
camino; uno no anda diciendo cosas contra las compañías como Tyzacks sin
tener consecuencias. Y los tribunales americanos adjudicaban enormes sumas
por daños y perjuicios.
A menos que las compañías le tuvieran miedo a la publicidad.
¿Era posible que le estuviera ladrando al árbol equivocado? Todo
indicaba que Tyzacks era lo que parecía, una compañía bien manejada y de
buena reputación. Era casi inconcebible que una empresa así tuviera algo que
ver con la muerte de Astley. Pero Burton había organizado la reunión en La
Cabeza del Rey.
El ascensor se detuvo en la planta baja. MacNeil cruzó la recepción y
salió a la calle. No había venido hasta aquí para enterarse de tan poca cosa.
Astley quería que viera a Stern. Bien, ya lo había hecho, y de ahora en
adelante estaba por su cuenta.
Decidió tratar de ver a Walter Tyzacks. Por lo menos así vería por sí
mismo cómo era ese hombre.
Resultó ser casi tan difícil como conseguir una cita con el presidente de
Estados Unidos, pero, al final, lo comunicaron con una mujer que sonaba
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eficiente y que le informó que era la secretaria personal de Walter Tyzacks. El
señor Tyzacks estaba muy ocupado y no podía ver a nadie por varios días. Si
el señor MacNeil era tan amable de hacer una cita para la semana próxima…
—Vuelvo a Inglaterra mañana o pasado —le dijo MacNeil—. ¿Podría
decirle que he venido de parte del señor Astley, de Electrónica Renshaws?
—Temo… —empezó con frialdad la secretaria.
—Dígaselo —dijo MacNeil.
Suspiró.
—Está bien.
MacNeil esperó.
—El señor Tyzacks lo verá hoy a las 12.00 —dijo al volver.
—Gracias —dijo MacNeil. Se preguntó qué iba a decirle.
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ONCE
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Pasó un cuarto de hora antes de que volviera para decirle que el Señor
Tyzacks lo vería enseguida.
La oficina de Tyzacks era convencional, una habitación amplia y aireada
con sólidos muebles modernos y pinturas abstractas en las paredes. MacNeil
pensó si habrían venido en el mismo paquete con el resto del decorado.
A pesar de lo que había dicho Stern, el hombre en sí era una sorpresa.
Podría haber pasado por un inglés de clase media alta, proveniente de una
escuela privada o del ejército. Medía más de un metro ochenta y tenía el
aspecto de alguien que hace mucho ejercicio, con la piel bronceada y el pelo
claro apenas salpicado de canas a pesar de que debía tener casi sesenta años.
Su cuerpo todavía era esbelto, trabajado.
No estaba solo. Parado al lado de una silla, un poco hacia el costado del
escritorio había un hombre más joven, opuesto a Tyzacks en casi todo su
aspecto. Era unos cuantos centímetros más bajo, ya un poco calvo y con los
comienzos de una barriga. Pero la blandura de sus facciones se contrarrestaba
con los ojos oscuros y astutos.
—Buenos días, señor MacNeil —Tyzacks se inclinó sobre el escritorio
para darle la mano—. Le presento a Carter Willis, nuestro vicepresidente
ejecutivo. Tenía mucho interés en conocerlo.
Willis inclinó la cabeza y le dio la mano. Era un hombre reservado,
decidió MacNeil; si había estado muy ansioso por conocerlo lo ocultaba muy
bien. La palma de su mano era blanda y tibia.
—Me han dicho que tiene muchas ganas de hablar con nosotros dijo
Walter Tyzacks.
MacNeil sonrió.
—Tenía la impresión de que las ganas eran suyas —dijo.
—¿Oh? —Tyzacks alzó un poco sus cejas espesas. Luego reaccionó y
señaló una de las sillas—. Le pido disculpas, señor MacNeil, por favor,
siéntese.
MacNeil se sentó.
—De apoderarse de Renshaws —explicó.
Se hizo un silencio.
—Yo no lo pondría en esos términos —dijo Tyzacks sin perturbarse—.
Nuestra gente de Inglaterra piensa que sería conveniente para nosotros
adquirir su compañía, así que por supuesto estamos interesados —se
interrumpió con delicadeza—. Lo siento, no entiendo muy bien su posición en
este asunto.
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—Soy el yerno de Astley. Trabajo para Renshaws y él me pidió que
viniera.
—Astley murió —dijo Willis. Tenía una voz áspera, muy diferente del
tono cortés del hombre mayor.
—Sí —dijo MacNeil.
—¿Cuándo le pidió que viniera?
—El día antes de morir.
—Ya veo —murmuró Tyzacks—. Nunca conocí al señor Astley, pero sé
que Ray Burton tenía muy buen concepto de él. Sentimos mucho saber que
había muerto.
—Lo mataron —dijo MacNeil.
Tyzacks frunció el ceño.
—¿Cómo?
Lo atropelló en forma deliberada un tipo que no detuvo el auto. Podría
haberlo evitado de haber querido.
—Qué mal. No lo sabíamos.
MacNeil se preguntó quién les habría dicho que Astley había muerto; la
noticia solo se había publicado en los diarios locales. ¿Burton o alguien de
Renshaws? No entendía por qué alguien se había tomado la molestia de
hacerlo a menos que tuviera muy buenas razones para saber que a Tyzacks le
interesaría.
—¿Ahora quién tiene sus acciones? —preguntó Willis.
—Su viuda. Ella tampoco vende.
—A lo mejor cambia de idea.
—No creó.
—Por supuesto que es cosa de ella —dijo Tyzacks con suavidad—. No
queremos presionarla. Sobre todo en este momento. Pero la oferta fue buena.
—Lo hubiera sido si no estuvieran enterados de la nueva unidad de
control —asintió MacNeil. Vio que Willis lo observaba con atención.
—¿La unidad de control? —preguntó Tyzacks—. ¿Sabemos algo de eso,
Carter?
—No —dijo Willis.
MacNeil estaba seguro de que mentía.
—Burton estaba enterado —dijo—. Sobornó a un reportero para que
organizara un encuentro conmigo de modo que pareciera que yo le había dado
la información.
Tyzacks frunció el ceño.
—Esa es una acusación muy seria, señor MacNeil.
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—Así es.
¿Tiene pruebas de lo que dice?
—El mismo reportero me lo dijo.
—¿Y usted le creyó?
—Tenía mis buenas razones para hacerlo —MacNeil se detuvo. ¿Qué
harán con Renshaws si la compran?
—La manejaríamos igual que nuestra compañía inglesa —contestó
Tyzacks.
—¿Igual que con Proctors?
—No lo entiendo.
—La cerraron.
Willis se revolvió en la silla.
—Tal vez tendríamos que llevar a cabo algunas reformas, tanto en el
campo de producción como en el laboral concedió.
—Eso significa que tomaría la línea de productos y vendería el resto
—dijo MacNeil—. Y si no pudieran venderla como una empresa en
funcionamiento, la cerrarían.
—No —dijo Tyzacks—. Como dice Carter, pueden producirse algunos
cambios. Entiendo que en este momento están en huelga.
—La enfermedad inglesa —acotó Willis. Sonaba algo así como
despreciativo.
—Ustedes también tienen huelgas —dijo MacNeil—. Peores que las
nuestras. Es la primera vez en treinta años que Renshaws tiene un problema
así.
Tyzacks sonrió.
—No lo dudo, pero tiene una influencia en nuestro modo de pensar.
—La huelga no es problema —dijo Willis con impaciencia—. Podemos
terminarla cuando se nos dé la gana. Pero Renshaws no puede aguantarla, ya
han cortado sus márgenes hasta el hueso y todavía no son competencia. Si no
venden, tendrán problemas.
—¿Quién le contó eso? —le preguntó MacNeil.
Willis hizo una mueca. Era una extraña expresión lobuna para un hombre
tan rechoncho.
—¿Cree que no conozco nuestro negocio?
—Me parece más bien una expresión de deseos —MacNeil le devolvió la
mueca. Pero sabía que Renshaws podía tener problemas, Astley se lo había
dicho.
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—Por supuesto que estaríamos dispuestos a intentar un acuerdo para
proteger lo más posible a sus trabajadores —dijo Tyzacks.
Sonaba bien, pero MacNeil sabía que había maneras de buscarle la vuelta
a esos acuerdos. Ya había pasado antes.
—Tenemos fe en Gran Bretaña —continuó el mayor de los dos
hombres—. Claro que ahora tienen problemas, pero también los tienen otros
países, aunque no griten tanto. Ustedes tienen mucha mano de obra calificada
y el idioma para nosotros es una gran ventaja. Tenemos planeado expandirnos
allí.
—La familia no va a vender —le dijo MacNeil.
—No tienen más remedio —dijo Willis. Miró su reloj sin mucho
disimulo.
MacNeil se dijo que era mejor irse. No había esperado enterarse de nada
en especial allí, ya que había venido nada más que con la intención de
conocer a Tyzacks, pero, por lo menos, había hecho la prueba.
—No les robaré más tiempo —dijo.
—Ha sido un verdadero placer conocerlo —le dijo Tyzacks
cortésmente—. Carter, si está libre, ¿por qué no almuerza con el señor
MacNeil?
A MacNeil no le fascinaba pasar otra hora más en compañía de Willis,
pero pensó que si iba tendría probabilidad de enterarse de algo más.
—Muy amable de su parte —dijo.
—Será un gusto —le aseguró Willis. Ahora que habían terminado de
hablar de negocios sus modales eran amables, casi amistosos—. Pero antes
tengo que terminar con algunas cosas aquí. ¿Ya conoce el World Trade
Center?
—No —dijo MacNeil.
—Debe conocerlo. ¿Digamos allí a la 1.00? Del lado de Liberty. ¿Sabe
dónde queda?
—Lo encontraré —le prometió MacNeil.
En la oficina externa la señorita Kelly estaba encarpetando unos papeles.
—¿Ray Burton viene muy seguido de Inglaterra? —le preguntó.
Lo miró con frialdad, dando a entender que no tenía tiempo para chismes.
—Es mi amigo —explicó MacNeil.
—Ahora está aquí.
—¿Ah, sí? No me dijo que venía. ¿Cuándo llegó?
—Hace una semana. Está parando en el Biltmore —la señorita Kelly sacó
otra carpeta y metió en ella una sola hoja de papel.
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—Iré a visitarlo —dijo MacNeil.
Atravesó la recepción hasta el ascensor y apretó el botón de planta baja.
Si hacía una semana que Burton estaba allí, había viajado antes de la muerte
de Astley y no podía habérselo contado a Tyzacks. ¿Quién entonces?
Las torres gemelas del World Trade Center se elevaban cuatrocientos
cinco metros hacia el cielo sin nubes. MacNeil pensó que impresionante era
una palabra inadecuada. Encontró a Willis esperando en la entrada de Liberty
y descendieron juntos la escalera que llevaba al hall central. Hervía de gente
haciendo compras, turistas y empleados de oficina aprovechando su hora de
almorzar. Una ordenada multitud ocupada de sus propios asuntos.
Entonces, como un vidrio que se rompe, todo cambió. La gente que estaba
delante de MacNeil empezó a juntarse en un lado del hall con las cabezas
dadas vuelta en dirección a uno de los negocios. MacNeil casi se sale de sus
zapatos. La súbita desbandada había dejado un espacio libre enfrente del
negocio y vio a dos hombres saliendo de él. Uno de ellos enfrentaba a la
gente, pero el otro caminaba hacia atrás, mirando por la puerta abierta. Los
dos llevaban bolsos y pistolas.
La gente parecía estar conteniendo el aliento. Una mujer gritó adentro del
negocio. El hombre que había salido marcha atrás levantó la pistola y disparó
un tiro al aire. El estruendo fue ensordecedor. Ondas de sonido rebotaron
contra las paredes y retumbaron por el hall. MacNeil buscó a Willis con la
mirada y se sorprendió al ver que se tapaba los oídos y que estaba pálido
como un muerto. Parecía estar en un estado cercano al pánico total y tenía la
mirada vidriosa.
Los pistoleros corrían hacia los escalones de salida, con la multitud
apretándose a su paso. Pocos segundos después habían desaparecido en la
calle. La tensión se rompió y la gente empezó a hablar en tono nervioso,
excitado.
Willis vio que MacNeil lo miraba e hizo un esfuerzo notorio para
reaccionar, pero parecía enfermo.
—Salgamos de aquí —murmuró.
MacNeil no discutió. Se sentía molesto de haber visto el terror del otro
hombre y de todas maneras había suficientes testigos. Dejó que Willis lo
guiara a un restaurante.
—No soporto los ruidos fuertes —murmuró Willis cuando estuvieron
sentados—. Tiene algo que ver con mis oídos. —MacNeil no dijo nada. A lo
mejor Willis estaba diciendo la verdad. El americano estaba recobrando su
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compostura. Miró a su alrededor—. En Inglaterra no tiene nada como esto
que ocurrió —comentó.
—No —admitió MacNeil, resistiendo la tentación de agregar que
tampoco tenían muchos de los problemas que tenía Nueva York. Por lo menos
no en el mismo grado.
—Ese es el problema con ustedes —continuó Willis. Sonreía, pero su
tono era arrogante—. Piensan en pequeño. Por supuesto que cada tanto salen
con alguna buena idea, ¿pero qué hacen con ella? ¿Sabe que cuando
excavaron este lugar sacaron lo suficiente como para hacer doce hectáreas de
parque en Battery? Acá mismo tienen tres millones de metros cuadrados de
oficinas y cincuenta mil personas trabajando.
A su pesar, MacNeil quedó impresionado.
—¿Adónde se aloja? —preguntó Willis.
—En el Flora.
—¿Es bueno?
—No está mal.
—Magnífico.
Willis daba la impresión de querer ser amistoso. Después de almorzar
sugirió que subieran a la plataforma de observación del piso ciento siete. Por
los cuatro costados las ventanas iban del piso al techo. MacNeil pudo ver toda
la ciudad con sus ríos y puentes hasta las islas, y a una media distancia, la
Estatua de la Libertad. Era una vista impresionante, pero la altura lo
molestaba un poco y, después de echar una mirada a la calle, más de
trescientos metros hacia abajo, retrocedió detrás de la barrera de protección
más cercana. Vio que Willis sonreía, y pensó si lo habría traído allí para
probarlo luego de su anterior debilidad.
—Vayamos a la terraza —dijo Willis.
Un ascensor los llevó tres pisos más arriba y salieron al aire libre. Para su
sorpresa allí MacNeil no sintió vértigo, y la vista era todavía más
impresionante. Los turistas con cámaras colgadas del cuello paseaban o
charlaban en grupos. Había un hombre parado cerca de la salida del ascensor.
Se acercó y se detuvo al lado de la baranda adonde estaban MacNeil y Willis,
y MacNeil notó que su acompañante le dirigía una rápida mirada. El hombre
tendría unos cuarenta años y era una figura anónima con bigote oscuro e
impermeable gris. No llevaba una cámara como la gran mayoría de los
turistas.
—¿Para qué vino? —le preguntó de pronto Willis.
—Ya se lo dije —contestó MacNeil—. George Astley quería que viniera.
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—¿Para qué?
—Para echar una mirada.
—¿Me quiere decir que vino de Inglaterra para decir «hola»? —la
expresión de Willis no decía nada. Parecía tener la habilidad de convertir su
cara en una máscara inexpresiva que irritaba a MacNeil.
—He estado mirando —dijo—. Quería saber qué clase de gente era la que
quería comprar Renshaws.
—Bien, supongo que ahora lo sabe. Somos la clase de gente que toma
decisiones. Cuando queremos algo, vamos y lo obtenemos. Así se tratan los
negocios aquí; no como en Inglaterra, con todo su jueguito agradable.
—¿Alguna vez conoció a mi suegro? —preguntó MacNeil.
—No.
—Era tan juguetón como un oso.
—Y ahora está muerto. Qué pena —Willis se dio vuelta—. ¿Y qué va a
hacer ahora?
—¿Con qué?
—¿Le dirá a Renshaws que acepte nuestra oferta?
—No sé, todavía no lo he decidido —MacNeil consideró inútil decirle a
Willis que lo habían despedido y que ya no trabajaba para la empresa. A lo
mejor, ya lo sabía.
—Si no venden, van a estallar en un año. Tal vez menos.
—Yo no estaría tan seguro.
El americano se encogió de hombros.
—Ya hicimos que nuestra gente revisara las cifras —dijo.
Su tono indicaba que a él no le importaba lo que pasara, pero MacNeil
pudo ver que estaba tenso. Tal vez lo estaba siempre; había comido como un
hombre incapaz de relajarse.
—Mire hacia abajo —dijo—. Esa sí sería una caída, ¿no?
Sonreía, pero absurdamente MacNeil se sintió feliz de tener la baranda
apretada contra él, dándole seguridad.
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DOCE
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Miró a su alrededor cuando entró MacNeil, y por un instante él pensó que no
lo había reconocido. Sintió un pinchazo de desilusión. Luego Sandy le sonrió.
—¿Puedo servirlo en algo, señor?
No había visto a la otra chica. Era baja y regordeta y muy morocha, con
ojos brillantes y una boca llena de humor.
—Quisiera hablar con la señorita Matheson —le dijo MacNeil sin mucha
naturalidad.
—Si, por supuesto, enseguida estará libre —la chica sonrió—. Me
imagino que usted debe de ser el inglés que conoció en el avión al volver.
—Escocés —dijo MacNeil sonriendo y pensando en qué habría dicho
Sandy de él.
—Perdóneme. Mientras espera, ¿no le gustaría ver algunos pañuelos o
carteras?
—Creo que no. No sabría qué hacer con ellos.
Después de elegir varios pañuelos, la clienta cargó su perro y se fue en
medio de una oleada de perfume caro.
—¡Hola! —dijo Sandy.
—Hola —MacNeil se dijo que era ridículo sentirse tan inseguro—. Usted
me dijo que viniera a verla —le recordó.
—Y lo ha hecho. Magnífico.
Parecía realmente contenta de verlo. Pero eso no quería decir nada. Los
americanos eran gente amistosa, pero se negaba a pensar que se tratara solo
de eso.
—¿Qué ha visto? —preguntó Sandy.
—El World Trade Center, el interior de dos oficinas y un par de
restaurantes.
Sandy rio.
—Me parece que deja bastante que desear.
—Y un asalto.
—¡No! ¿Dónde?
—En el World Trade Center. Creo que nadie resultó herido —MacNeil
dudó—. Pensé que si no tiene nada mejor que hacer, podría comer conmigo
esta noche.
En cuanto habló, se arrepintió de sus palabras. Eran casi extraños y era
muy probable que ella tuviera montones de programas. Diría que no, y allí se
terminaría todo.
Pero no fue así. Sandy le contestó con suavidad.
—Gracias, me gustaría mucho, Alan.
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Le encantó que recordara su nombre; habría sido molesto para los dos si
lo hubiera olvidado.
—¿La paso a buscar a las 8.00?
—Perfecto. Lo estaré esperando.
Acababa de entrar un hombre que se ubicó de espaldas a ellos mirando la
vidriera. Un hombre de mediana estatura con impermeable gris.
—Nos vemos a las 8.00, entonces —dijo MacNeil.
—Sí. Hasta luego, Alan —Sandy se acercó al cliente—. ¿Qué desea ver?
El hombre se dio vuelta y MacNeil alcanzó a echar una ojeada veloz a su
cara mientras salía. Le pareció conocida, pero no logró recordar adonde la
había visto antes.
Caminó hasta la Quinta Avenida pensando que tendría que haberle
agradecido a Sandy su sugerencia de alojarse en el Flora. No importaba, se lo
diría a la noche.
Estaba a mitad de camino cuando recordó adonde había visto al hombre
del negocio. Estaba en la terraza del World Trade Center, y cuando MacNeil y
Willis salieron del ascensor se había acercado hasta la baranda donde estaban.
Willis lo había mirado.
Podía ser una coincidencia, se dijo, pero repentinamente tuvo un
presentimiento de algo.
El cemento gris y las barandas de acero del subterráneo le recordaron a
MacNeil un mercado de ganado. Compró un cospel, lo metió en la ranura del
molinete y bajó los escalones hasta la plataforma. Después de un rato apareció
un tren destartalado y se subió deseando no haberse equivocado y que este lo
llevara a Washington Square.
El expreso se sacudió y rechinó camino al centro y MacNeil se sintió
aliviado cuando salió al aire fresco de la calle. Le preguntó el camino a una
pareja que pasaba y siguió caminando. Allí no había rascacielos, pero pudo
ver luces en los edificios y oír el zumbido continuo del tráfico a pocas cuadras
de distancia.
James Place se parecía más a una callecita de pueblo que a una calle de
ciudad. Dos faroles dejaban oscuros charcos de sombra y las casas de cada
lado eran viejas y tenían nada más que dos o tres pisos. Había llegado al
número 27 cuando sintió detrás de sí el sonido apagado de zapatos con suela
de goma, e instintivamente se dio vuelta. A menos de un metro había un
hombre con el brazo derecho levantado, destacándose contra la luz del farol
más cercano.
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Por un instante MacNeil quedó inmóvil por la sorpresa, pero luego se hizo
a un lado. Mientras lo hacía el brazo del hombre bajó con fuerza y alcanzó a
ver el brillo de algo que tenía en la mano. MacNeil sintió un golpe en su
hombro derecho que lo dejó atontado y su atacante gruñó de dolor. Ese leve
movimiento había bastado para que errara el golpe, y su antebrazo había
chocado contra el hombro de MacNeil.
MacNeil sabía que cuanto más cerca estuviera del hombre, menos
posibilidades tendría de usar su cuchillo. Pasó sus brazos por los hombros del
otro y lo atrajo hacia él, levantando la rodilla derecha con fuerza. Le acertó en
el muslo y el hombre ahogó una maldición.
Mientras luchaban, la luz le dio en la cara y MacNeil lo reconoció. Era el
mismo hombre que había visto en el World Trade Center y que luego había
aparecido en el negocio de Sandy. Aún llevaba el impermeable gris.
MacNeil apenas se daba cuenta de que pasaba gente. A lo mejor estaban
acostumbrados a ver asaltos a peatones. O no querían meterse.
El hombre pegó una patada en dirección al tobillo de MacNeil. Él la evitó,
pero al hacerlo sintió que su pie derecho resbalaba sobre algo y que se caía.
Por instinto puso los brazos para amortiguar el golpe y sintió cómo el impacto
contra el pavimento casi le arrancaba los brazos. Miró hacia arriba, vio que el
hombre volvía a levantar el cuchillo y rodó hacia la calle. Al caer de la vereda
sintió una sacudida por todo el cuerpo, pero no le hizo caso. Reaccionó,
sacudió la cabeza y logró ponerse de pie.
Su atacante lo estaba mirando, con el brazo derecho bajo, para lanzar su
golpe desde la cadera, en un arco que si acertaba despanzurraría a MacNeil.
Esperó jadeante, atento al menor movimiento de ese brazo. Cuando se
produjo, se tiró hacia la izquierda. El cuchillo pasó rozándolo, errando su
objetivo por menos de dos centímetros.
La fuerza del golpe hizo que el hombre perdiera el equilibrio y MacNeil
se arrojó sobre él, buscando con desesperación la muñeca derecha. La
encontró y la aferró con las dos manos, torciéndola contra la espalda del otro.
El hombre maldijo. Su peso lo empujaba hacia adelante, aumentando la
presión en su hombro. MacNeil se apoyó con más fuerza. Ahora el miedo
había dejado paso a la rabia. Ya no solo quería defenderse, sino lastimar a su
atacante. Su rabia era tan primitiva y profunda como lo había sido el miedo.
Forzó todavía más el brazo del otro, obligándolo a doblar el cuerpo. Podía
sentir su respiración como un silbido entre los dientes. Entonces, cuando la
presión se volvió intolerable, el hombre soltó la mano y el cuchillo cayó,
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golpeando el pavimento. MacNeil estiró un pie y lo pateó contra el cordón de
la vereda. Su enojo estaba desapareciendo tan rápido como había aparecido.
El otro se dio cuenta. Logró soltar el brazo, le largó una trompada y corrió
por la calle hasta que desapareció.
MacNeil lo dejó ir. Tenía el labio partido y cuando se pasó la mano por la
cara sintió el gusto a sangre. Esperó unos segundos para recuperar el aliento y
caminó hasta el número 31. La pelea lo había dejado deshecho, y tuvo que
hacer un esfuerzo para subir el tramo de escaleras hasta el primer piso.
Sandy abrió la puerta casi enseguida, como si lo hubiera estado esperando
allí detrás.
—Hola —dijo—. Entre, Alan, enseguida estaré lista.
La siguió a un living pequeño, confortable. En el rellano de la escalera no
había mucha luz y cuando estuvieron a la luz MacNeil pudo ver cómo
cambiaba su expresión.
—¿Qué pasó? —dijo sin aliento—. Parece que hubiera estado peleando.
MacNeil se miró y vio que tenía los pantalones y la chaqueta llenos de
polvo.
—Me atacó un loco en la calle —dijo.
—¡Ay, no! ¿Está bien?
—Más bien sin aliento. Voy a sobrevivir —trató de sonreír, pero le dolía
el labio roto.
—Siéntese y le traeré algo.
Sandy desapareció en otra habitación y volvió un minuto después con un
bol con agua y un trapo. Se inclinó sobre él y le limpió el labio y un corte en
la mejilla del que ni siquiera se había dado cuenta. Tenía las manos suaves.
—Me parece que no es grave —dijo—. Pero su chaqueta está rota.
Tenía un cuchillo.
—¡Mi Dios! Sáquesela; se la coseré.
MacNeil obedeció. Ahora estaba sintiendo los efectos de la pelea y era
reconfortante sentir que se preocupaba por él.
—Pasa a cada rato —dijo agarrando la chaqueta—. Casi siempre son
drogadictos que buscan dinero para una nueva dosis. ¿Le sacó algo?
—No.
MacNeil decidió que no tenía sentido contarle que estaba seguro de que el
hombre no quería su billetera. Para empezar, un drogado no lo hubiera
seguido desde el mediodía. Se sacudió los pantalones. Le dolía la cabeza.
Sandy terminó de remendar la chaqueta y se la devolvió. El corte no tenía más
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de cinco centímetros, pero sabía que con cinco centímetros más el cuchillo
habría penetrado en su cuello.
—Gracias —dijo.
—De nada —lo miró ansiosa—. Me imagino que ahora no tendrá muchas
ganas de salir.
—¿Por qué no?
—Pensé que tal vez…
—Me duele un poco la cabeza, pero estoy bien —ya se estaba
recuperando y pronto sería verdad lo que había dicho.
—Le traeré una aspirina.
Cuando Sandy volvió, tenía puesto un abrigo de cuero marrón con un
gran cuello de piel y una cartera en la mano. La abrió, sacó un tubo de
aspirinas y se lo dio, contemplándolo mientras sacaba dos tabletas y se las
tragaba.
—¿Está seguro de que está bien? —le preguntó—. Está un poco pálido.
MacNeil hizo una mueca.
—En Inglaterra no tendremos mucho cerebro, pero somos testarudos
—dijo.
Sandy sonrió no muy convencida y se anudó el cinturón del abrigo.
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—No en Inteligencia, sino para una empresa relativamente pequeña que
hace componentes y equipos.
—No puede tener nada que ver con eso, ¿no? Él no podía saber que usted
estaba aquí.
—No —dijo MacNeil, no muy seguro de que fuera cierto.
—Entonces creo que debe de haber sido algún chiflado. Los chiflados
eran tan seguidores como los drogados, ¿no?
MacNeil recordó la manera en que Willis había mirado al hombre del
impermeable en la terraza del World Trade Center.
En ese momento llegó la comida y por uno o dos minutos hablaron de
otras cosas.
—¿Cuánto tiempo se va a quedar aquí y para qué? —preguntó Sandy.
—Uno o dos días más. Quiero volver a ver a una persona.
—Quédese hasta el fin de semana y le podré hacer ver algunas cosas
—dijo Sandy. Sonrió—. Me parece que no es una oferta muy interesante.
—MacNeil pensó que era lo que más deseaba. Quería volver a hablar con
Stern —y esta vez no se dejaría convencer tan fácilmente— ¿pero qué otra
cosa podía hacer allí? Era un extranjero sin contactos y nadie le diría nada en
contra de Tyzacks. En cuanto hubiera visto a Stern ya no tendría ninguna
razón para quedarse.
—Si puedo, lo haré con gusto —prometió.
Afuera en la calle soplaba un viento frío. No se veía a nadie, estaban en
una zona comercial, y una vez que la gente dejaba su trabajo y se iba a casa,
quedaba como muerta hasta el día siguiente.
—¿Le gustaría ir a alguna parte a tomar una copa? —preguntó MacNeil.
—Ok —asintió Sandy.
Caminaron hasta Baltimore, entraron al hall y pasaron bajo el reloj para
llegar al bar. Había una pareja bailando. La mujer no estaba muy sobria; no
borracha, pero lo suficiente como para que no le importaran las miradas
divertidas de la gente de las mesas. Su compañero era bastante más alto y
tenía que estirarse para poder mantener las manos en torno a su cuello. Se
apretaba contra él y le daba a sus movimientos lentos y relajados un toque
erótico. MacNeil se preguntó si quería que se detuviera o no.
—Bailemos —sugirió Sandy de pronto.
MacNeil la siguió a la pista.
—No me pareció bien que lo desperdiciara en ella —dijo.
—¿Desperdiciara qué?
—Sus ganas.
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Él se rio.
—¿Era tan notorio?
—Ujú —los ojos de Sandy brillaban divertidos.
La pista de baile era muy pequeña y no les permitía más que unos pasos
lentos, íntimos. A pesar de que cada nervio de MacNeil deseaba apretarla
más, una necesidad casi masoquista de no dejarle ver que esperaba lo mismo
de ella, se lo impedía.
Sandy se acercó más.
—¿Alan? —dijo con suavidad.
—¿Sí?
Lo estaba mirando sonriente, y apoyó la cabeza contra su hombro.
MacNeil la apretó contra su cuerpo. Uno de los músicos sonrió con
aprobación y, de pronto, MacNeil tuvo la sensación de que por el momento al
menos, nada importaba salvo estar allí, bailando con Sandy.
Cuando la música se interrumpió, volvieron a su mesa.
—¿Nos vamos? —dijo Sandy.
MacNeil se sintió sorprendido y desilusionado; había pensado que ella
también estaba disfrutando la velada.
—¿No quieres tomar otra copa antes? —preguntó.
—Por ahora no —dijo negando con la cabeza.
La ayudó a ponerse el abrigo y salieron a la calle. Apareció un taxi desde
la estación y lo tomaron.
—Subiré contigo —le dijo cuando llegaron a James Place.
—Ok —asintió Sandy. Si estaba sorprendida no lo demostraba.
Mientras cruzaban la calle MacNeil miró el cordón. El cuchillo ya no
estaba.
—Déjame entrar primero —dijo MacNeil.
La luz del hall de entrada era tenue y los escalones crujían bajo sus pies.
En el descanso de la escalera, MacNeil tomó la llave que le alcanzó Sandy y
abrió la puerta de golpe antes de entrar al departamento.
No pasó nada. El único sonido era el ruido apagado del tráfico a la
distancia. Encendió la luz y recorrió las otras habitaciones, controlando. En el
departamento no había nadie.
Sandy había entrado al living.
—Pensaste que el hombre que te atacó estaría aquí, ¿no? —le preguntó—.
Por eso quisiste subir.
—No creí que estuviera, pero quise asegurarme —contestó MacNeil.
—¿Pero cómo podía saber adónde tenía que venir?
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—Lo sabía; antes me estaba esperando. Y me siguió toda la tarde.
—¿En serio?
—Sí. Estaba en la terraza del World Trade Center y volví a verlo luego en
otros sitios. ¿Te acuerdas del hombre que entró a tu negocio mientras
estábamos conversando?
—Por supuesto.
—¿Lo habías visto antes?
—No. Pero era de la Municipalidad.
—¿Estás segura?
Sandy frunció el ceño.
—No. Eso dijo él. Estaba haciendo una especie de encuesta. Algo sobre
las necesidades habitacionales de la gente que trabaja en Manhattan.
—Y te preguntó dónde vivías —dijo MacNeil. Si lo hubiera sabido podría
haberle dicho de encontrarse en otro lado, ¿pero cómo podía saberlo?
—Sí, eso es lo que hizo. También se lo preguntó a Bett.
Porque si no, hubiera parecido demasiado sospechoso. Lo había seguido
hasta el negocio, esperado afuera unos minutos y entrado justo para oírle decir
que buscaría a Sandy a las 8.00. Cuando él se fue, averiguó la dirección. Tan
simple como eso.
—Lo reconocí esta noche —dijo MacNeil.
—Todavía no entiendo. ¿Por qué razón un hombre que no te conoce te
siguió toda la tarde y trató de matarte si no es un loco?
—No lo sé —admitió MacNeil—. Son meras suposiciones. De todas
maneras, es una larga historia.
—Y prefieres no contármela.
—No es eso —no tenía nada que ver con ella y no quería meterla en el
asunto aunque fuera a distancia.
—Tenemos mucho tiempo. ¿Quieres un trago? O si prefieres puedo
preparar café.
—Café, por favor.
Sandy se sacó el abrigo y se dirigió a la cocina. Después de unos minutos
volvió y se sentó en el brazo del sillón. MacNeil se sentó en el sofá.
—No tardará mucho —dijo—. Si no tienes inconveniente, quisiera que
me contaras.
A MacNeil le pareció que había cosas que antes no habían importado pero
que, de pronto, eran demasiado pesadas para cargarlas solo.
—Mi mujer me dejó justo antes de venir —dijo—. Su padre era el dueño
de la empresa para la cual trabajaba. Yo era jefe del departamento de
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investigaciones y habíamos desarrollado una nueva unidad de control.
Alguien se lo contó a otra compañía y lo arreglaron de manera que yo
pareciera el culpable. Compraron baratas una cantidad de acciones para
conseguir la mayoría, pero el viejo no quiso vender. Después lo atropelló un
auto que no se detuvo y murió. La noche antes me pidió que viniera a Nueva
York para averiguar lo que pudiera sobre la otra empresa; tienen su base aquí.
Le dije que no, pero después de su muerte escuché algo y cambié de idea.
—¿Crees que lo mataron a propósito? —preguntó Sandy, horrorizada.
—Ahora sí. Un hombre que vio lo sucedido dijo que el conductor pudo
haber evitado el choque pero que se desvió hacia él.
—Es una locura; matar a alguien nada más que porque no quiere vender.
—Eso es lo que yo pensaba, pero George Astley estaba convencido, ya
desde antes, de que allí pasaba algo raro. No me dijo qué. Y no era el tipo de
hombre que imagina cosas —MacNeil se interrumpió—. Entonces vine a
Nueva York y alguien al que no he visto nunca antes me sigue y trata de
clavarme un cuchillo en la espalda.
—¿Pero por qué a ti, Alan? —quiso saber Sandy— ¿tú no heredas las
acciones de tu suegro no?
MacNeil hizo una mueca.
—Difícil. Pero he estado haciendo un montón de preguntas.
—Es horrible.
Sandy se puso de pie y fue a la cocina a buscar el café. Al volver, puso la
bandeja en una mesita baja y se sentó en el sofá al lado de él.
—¿Quiénes son los que quieren copar tu compañía? —preguntó.
—La Corporación Tyzacks.
Se quedó mirándolo con la cafetera en la mano.
—No puede ser.
—Es lo que me dijo Mark Stern.
—¿Quién es?
—El representante de Renshaws aquí.
—Son una corporación enorme. Tienen fábricas en el pueblo donde viven
mis padres. Yo me crie allí. Y Walter Tyzacks es un importante ciudadano de
Nueva York. Está siempre en las columnas sociales de los diarios.
—También figuran un montón de sinvergüenzas —dijo MacNeil con
ironía—. De todas maneras es posible que él no sepa lo que está pasando.
—No puedo creerlo —dijo Sandy. Le alcanzó el café—. ¿Vas a seguir
haciendo preguntas?
—No encuentro a nadie que me las sepa contestar —le dijo MacNeil.
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Sandy dudó, como si no quisiera decir lo que estaba pensando pero
supiera que tenía que hacerlo.
—Conozco a alguien que trabaja en Tyzacks. A lo mejor no te puede
decir más de lo que ya sabes, pero si te parece que puede servir, podría tratar
de comunicarme para que venga mañana aquí.
A MacNeil no se le había ocurrido que ella podría estar en posición de
ayudarlo. O que quisiera hacerlo.
—¿Lo harías? —dijo.
Sandy asintió y él sintió remordimientos por pedirle que hiciera algo que
al parecer la disgustaba. Pero se dijo que no podía dejar pasar una posibilidad
así, por remota que fuera.
—Está bien —dijo Sandy.
Terminaron el café y MacNeil miró su reloj.
—Tengo que irme.
—No tienes por qué —dijo Sandy en voz tan baja que casi no la oyó.
MacNeil se sorprendió. No podía creer que ella quisiera que se quedara.
¿Por qué? Era joven y linda, y podía elegir un hombre de su edad. Se
conocían poco, pero en ella había algo que le decía a MacNeil que no era de
las que se acuestan porque sí.
—Mira… —dijo MacNeil.
Sandy lo miró.
—No sé por qué —dijo—, pero quiero que te quedes.
—¿Estás segura? —dijo MacNeil.
Ella asintió.
—Tenía miedo, cuando te dije que pasaras por el negocio, de que no lo
hicieras. ¿Por qué viniste, Alan?
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Casi deseó no haber empezado todo aquello, porque ahora tendría que
aceptar que alguien a quien apreciaba era un traidor. Se dijo que la palabra era
demasiado fuerte, demasiado emotiva. ¿Pero había otra? Y la misma persona
era responsable aunque fuera de manera indirecta, de la muerte de Astley.
Ahora ya no podía abandonar el asunto y hacer como que no había pasado
nada.
Tanto Sandy como Mark Stern le habían dicho que Tyzacks era una
empresa conocida y de buena reputación, que no se mezclaría en una cosa así;
pero el hombre del impermeable había estado esperando en el World Trade
Center y Willis lo miró fugazmente antes de que se acercara a ellos. Como si
quisiera verlo más de cerca. La única persona que sabía que MacNeil iba a
estar allí era Carter Willis.
Y Burton le había pagado a Heslop para arreglar el encuentro en La
Cabeza del Rey.
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panceta y huevos fritos. Parecía repulsivo, pero resultó ser sabroso y
consistente y el café era excelente.
Cuando terminó de comer miró su reloj, decidió que era mejor esperar
otros veinte minutos y pidió más café. Sandy ya estaría camino al negocio.
Aunque eran más de las nueve, seguía llegando gente para desayunar, camino
al trabajo.
Esperó otros diez minutos, pagó su cuenta y salió. Del otro lado de la
calle a unos doce pisos del suelo los edificios estaban iluminados por el sol,
pero allí abajo en esa garganta de concreto todo estaba en sombras. Dobló a la
derecha y luego a la izquierda, por la calle donde tenía las oficinas Mark
Stern.
La chica de la recepción lo miró cuando atravesó la puerta, y MacNeil se
preguntó si se acordaría de él.
—Quisiera ver al señor Stern —le dijo.
—Salió —dijo la chica. Sus ojos se encontraron y ella desvió la vista,
ruborizándose.
Ni siquiera sabía mentir, pensó MacNeil. Desde detrás de la puerta de la
oficina de Stern llegó el ruido metálico del cajón de un archivo al cerrarse.
—Voy a entrar —dijo.
—No puede —la chica parecía alarmada—. Está con otra persona.
—¿Cómo es posible si no está? —preguntó MacNeil.
Caminó alrededor de su escritorio y empujó la puerta. Stern estaba parado
al lado de un archivo, con una pila de papeles en la mano. Cuando se abrió la
puerta miró a su alrededor y MacNeil vio un chispazo de temor atravesar sus
facciones oscuras. Luego sonrió. No hubiera convencido a una criatura, pero
MacNeil reconoció que de todas maneras tenía que haberle costado un gran
esfuerzo.
—Ah, hola Alan —Stern apoyó los papeles y le dio la mano—. No
esperaba verlo de nuevo tan pronto. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Su empleada me dijo que no estaba —le dijo MacNeil.
La sonrisa de Stern se borró.
—Yo le pedí que dijera eso; tenía que hacer un trabajo y no quería que me
molestaran. Pero con usted es diferente. Siéntese.
MacNeil ignoró la invitación.
—¿Usted le dijo a Tyzacks que Astley había muerto? —preguntó.
La sorpresa de Stern parecía genuina.
¿Yo? No. ¿Por qué tendría que hacerlo?
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—No lo sé, Mark. Pero tampoco hay una razón para que no lo haya
hecho. Usted habló con ellos después de mi visita de anteayer, ¿no?
Stern se sentó de golpe.
—¿Cómo se le ocurre?
—Son clientes suyos, ¿no es así? Como Renshaws.
—Hemos hecho algunos negocios. Está bien, son clientes. ¿Y qué?
—Puede haber saltado cuando estaba hablando con ellos de otras cosas.
Lo mismo que mis preguntas sobre su empresa.
—No lo hice.
—¿Pero sí les dijo que yo había estado aquí?
Stern se movió, incómodo, y no dijo nada.
—¿Cuánto valen ellos para usted, Mark?
Escuche Alan, ¿de qué se trata todo esto?
—¿Cuánto valen?
No puedo contestar esa pregunta. Está bien, es una buena cuenta en este
momento y va a pagar mucho más aún, pero…
—Así que no le gustaría nada perderla. No puede permitírselo, ¿no?
—Sobreviviría.
No le gustaría nada probar. Por eso no quiso que yo causara problemas. Y
por eso llamó a Willis para prevenirlo apenas me fui.
—Está loco —dijo Stern—. Lo previne para su bien. Podría terminar con
más líos de los que se imagina. Pueden llegar a jugarle fuerte.
—Ya lo sé —asintió MacNeil—. Ayer, Willis me llevó a la terraza del
World Trade Center. Allí tenía un hombre esperando a que él me señalara; y
cuando me fui, me siguió. Anoche me saltó encima con un cuchillo. Solo dos
personas sabían que yo iba allí, Mark: Willis y Tyzacks.
Stern empezó a sudar.
—No harían una cosa semejante —protestó—. Debe de haber sido algún
drogadicto.
—Los drogadictos no siguen a la gente todo el día y esperan varias horas
para atacarlos —dijo MacNeil—. Usted le avisó a Willis que yo había estado
aquí y él quiso sacarme de en medio. ¿Qué les dijo, Mark? —MacNeil se
acercó unos pasos al escritorio.
—Nada —Stern parecía tener dificultad para hablar.
MacNeil se inclinó sobre él. El americano vio la expresión de sus ojos y
se retractó.
—Ok, le dije que usted había estado aquí y que me había hecho algunas
preguntas sobre Tyzacks. Eso es todo. No vi que tuviera nada de malo. Y no
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le dije que George Astley había muerto.
—Está bien, ahora me va a decir todo lo que pueda. Todo lo que no quiso
decirme ayer.
—Ok, Ok —Stern casi tartamudeaba—. Pero por el amor de Dios,
siéntese. No puedo ni pensar con usted parado allí.
MacNeil se sentó.
—Walter tenía una buena reputación durante la guerra; estuvo en el
estado mayor junto con Eisenhower en Francia y terminó siendo coronel. Su
primera mujer fue una chica de la sociedad que conoció durante la guerra y de
la cual se divorció —Stern se mojó los labios, nerviosos Su padre trabajaba
con una de las grandes empresas de electrónica y después de la guerra se
retiró para instalarse por su cuenta. Walter se unió a él. Cuando el viejo
murió, hace diez, doce años, Tyzacks andaba bien, pero no llegó a lo que es
ahora hasta que Walter convirtió a Carter Willis en su mano derecha. Eso
habrá sido unos cinco años atrás. Ahora él maneja todo. Walter tiene una
mujer joven, la tercera, y tal vez ya no esté tan interesado en los negocios.
—¿De dónde salió Willis?
—Dicen que se graduó en Economía en Harvard, y que empezó a trabajar
en una de las fábricas de Tyzacks. La hizo crecer, pero en el proceso se creó
muchos enemigos. Desde que Walter lo trajo a Nueva York no ha habido
forma de pararlo.
—¿Qué más sabe? —Tiene que haber más, pensó MacNeil.
El nerviosismo de Stern, que se había hecho menos aparente mientras
hablaba, retomó.
—Es soltero.
—¿Mujeres?
—No que yo sepa.
—¿Eso significa…?
—No significa nada —parecía como si Stern estuviera arrepentido de
todo lo que había dicho—. Es un loco por los autos veloces.
¿Qué le había contado en realidad? —se preguntó MacNeil. Nada que no
fuera más o menos del dominio público. A lo mejor no sabía nada más. Pero
si no era así, no lo iba a revelar aunque lo amenazara, y MacNeil no estaba
dispuesto a usar la violencia.
—¿Para qué le sirve todo esto? —preguntó el americano.
—Tal vez para nada —admitió MacNeil— pero a lo mejor ayuda —se
puso de pie—. Puede seguir con su trabajo. Y no necesita preocuparse, no le
diré a Willis lo que acaba de contarme.
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La chica de pelo lacio lo miró al pasar y le dirigió una mirada resentida.
MacNeil la ignoró y bajó por el ascensor. Se preguntó si Stern ya estaría
telefoneando a Willis. Tal vez sería mejor mudarse del Flora, aunque fuera a
otro hotel. Recordó que había prometido a Sandy que la llamaría.
—Hola —dijo—. ¿Por qué te fuiste así?
—Me pareció mejor volver al Flora antes de que hubiera mucho
movimiento y no quise despertarte —le dijo MacNeil.
—Me hubiera gustado —parecía divertida—. ¿Dónde estás?
—En la Quinta Avenida. Fui otra vez a ver a Stern. ¿Podrás encontrar a
ese hombre que trabajó para Tyzacks?
—Ya lo hice. Viene al negocio después de las seis. Pero ya no trabaja allí.
—Ah —MacNeil se sintió desilusionado—. ¿Estás ocupada al almuerzo?
—Creo que sí.
No era razonable que le molestara, pensó. No podía entrar en su vida y
esperar monopolizarla.
—Tengo que encontrarme contigo —continuó Sandy.
—¿Sí? Qué bien.
—Supuse que te gustaría —se interrumpió—. Alan, llamé a la
Municipalidad. No sabían nada de una encuesta habitacional.
—Ah —dijo MacNeil en un tono diferente.
—¿Ya te has ido del Flora?
No.
—¿Por qué?
No sabía cómo explicarle.
—Te lo diré cuando te vea.
—Ok —dijo Sandy.
Quedaron en hablarse a la una y MacNeil colgó.
En la Quinta Avenida llamó a un taxi y le dijo al conductor que lo llevara
a Wall Street.
El empleado del agente de Bolsa era un hombre de mediana edad con pelo
ralo, anteojos sin armazón y la seguridad de un vendedor. MacNeil le explicó
que estaba en Nueva York por unos días y que quería unos consejos sobre
inversiones.
—Es una buena idea, señor —aprobó el empleado—. ¿Puedo saber si ha
pensado en algo en especial?
—Quisiera algunas acciones seguras para una inversión a largo plazo.
—De acuerdo. ¿Qué suma piensa invertir?
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—Unos cien mil dólares —le dijo MacNeil. El hecho de no tener el dinero
no significaba necesariamente que estuviera mintiendo, pensó.
El empleado pareció todavía más interesado.
—Ahora hay algunas buenas oportunidades.
—Estaba pensando en poner una parte en compañías electrónicas —dijo
MacNeil.
El hombre asintió con aire de experto.
—Son un campo de primera y si su idea es una inversión a largo plazo,
algunas de las acciones están bajas en este momento —le mencionó tres o
cuatro nombres famosos y MacNeil los anotó en su agenda.
—No ha mencionado a la Corporación Tyzacks —señaló—. Me han
dicho que es una compañía fuerte con buenas perspectivas.
—Bi… en, señor. No, no la he mencionado —el empleado fue hasta un
fichero, sacó una carpeta y de allí una tarjeta escrita en letra chica que era una
verdadera masa de datos—. En este momento no recomendamos comprar
Tyzacks. Opinamos que las acciones están un poquito altas.
—¿Ah? —dijo MacNeil.
—No me interprete mal, es una buena empresa y tiene buenos
antecedentes, muy buenos, pero… —el empleado se detuvo, indeciso.
—¿Sí? —lo alentó MacNeil.
—Bien, las últimas cifras sugieren que puede haber un problema de
liquidez. Han invertido mucho en investigación y pasará algún tiempo antes
de que lo recuperen. En este momento, el mercado no los mira con muy
buenos ojos.
—En ese caso me olvidaré de ellos —dijo MacNeil.
—Por favor, señor, no quiero decir que no puedan volver a ser
interesantes —el empleado parecía preocupado. Tal vez pensaba que había
sido demasiado derrotista con un posible cliente— pero en los últimos meses
las acciones han bajado varios puntos y tienen problemas.
—Gracias —dijo MacNeil—. Pensaré en las otras acciones y volveré para
charlar con usted.
—Será un placer, señor MacNeil —el empleado resplandecía—. Nos
sentimos felices de haber podido ayudarlo, señor.
MacNeil salió a la calle. Lo que acababan de decirle era muy interesante.
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QUINCE
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MacNeil no tenía especiales ganas pero consideró una buena política
acompañar a Chuck.
—Gracias —dijo.
Sandy fue hasta un armario, sacó una botella y dos vasos y los llevó a la
cocina. MacNeil sintió que abría la heladera y luego, el ruido del hielo.
—¿En qué trabajaba en Tyzacks? —preguntó.
—Era el ayudante especial de Carter Willis —después de lo que había
dicho de Tyzacks había algo ridículo en el evidente orgullo del muchacho.
—Suena como un trabajo de mucha responsabilidad. Debe de haberse
enterado de muchas cosas.
Chuck hizo una mueca desagradable.
—Bastaría con saber la mitad —dijo—. En sus ojos apareció una mirada
astuta—. ¿Por qué está tan interesado en Tyzacks?
—Curiosidad —le aseguró MacNeil—. Están por comprar una compañía
en la que trabajaba.
—Pobres desgraciados.
—¿Tyzacks?
—Su gente. Los de Tyzacks son unos estafadores —Chuck todavía estaba
resentido por la injusticia de la que pensaba haber sido víctima.
Sandy volvió con las bebidas. MacNeil notó agradecido que en la de él no
había puesto hielo, sino un poquito de agua. Chuck se tragó la mitad de su
whisky y se limpió la boca con el dorso de la mano. Sandy lo contemplaba,
con el rostro convertido en una máscara.
MacNeil sospechó que el muchacho no estaba lejos de ponerse
sentimental y que entonces hablaría. Por otra parte a lo mejor lo único que
hacía era seguir ventilando su autocompasión.
—¿Lo embromaron? —le preguntó interesado.
—Al diablo si no lo hicieron. Después de todo lo que yo hice por ellos. Y
nada más que porque le dije la verdad a Willis.
—¿Qué pasó? —preguntó Sandy. Estaba sentada en el brazo del sofá al
lado de MacNeil.
—Me escuchó cuando estaba diciendo que era un taimado bastardo.
—¿Y era taimado? —preguntó MacNeil.
—Es bastardo. De veras. ¿Cómo cree que llegó adonde está? Es el
bastardito de Walter K. Por eso. Y papá no quiere presentarlo a sus preciosos
amigos de la sociedad. Es muy quisquilloso con ese asunto.
—No sabes nada —le dijo Sandy en tono enojado. Se veía que ya lo había
escuchado antes.
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—Claro que sé. Y también sé quién es la madre; una tipa que hacía
striptease y que su viejo conoció en Cleveland —se rio Chuck.
MacNeil se preguntó si sería verdad. Ayer había captado algo raro en la
actitud de Tyzacks hacia el hombre más joven y lo había atribuido a una
preferencia por su hábil protégé, pero si siempre había deseado un heredero y
ninguna de sus mujeres se lo había dado, eso podría explicarlo. Tal vez, él
también tenía sentimientos de culpa.
—Tome otra copa —sugirió.
—Sí —dijo Chuck, terminando el whisky de su vaso.
—No creo… —comenzó Sandy. Se detuvo al pescar la mirada de
MacNeil. Llevó a la cocina el vaso vacío de Chuck.
—¿Alguna vez oyó hablar de Proctors, una compañía inglesa? —preguntó
MacNeil. Era un tiro en la oscuridad, pero se dio cuenta de que había
acertado.
—Seguro. Fue un gran negocio —sonrió Chuck.
Sandy volvió con el vaso (mucho más lleno esta vez, notó MacNeil) y
Chuck lo agarró con ansia.
—Yo hacía todo el trabajo de preparación de Willis —alardeó—.
Averiguar cosas para él. Había una empresita en Ohio. Una cosa chica. El
viejo propietario no quería vender, así que la fábrica se quemó. Eso le hizo
cambiar de idea.
—¿Hiciste eso? —preguntó Sandy, horrorizada.
—No, demonios.
—¿Pero lo sabías?
—Yo lo arreglé —el tono de Chuck era desafiante.
—MacNeil sospechó que estaba mucho más comprometido de lo que
quería admitir. Y sin embargo Willis lo había despedido. O había estado tan
furioso cuando Chuck lo llamó bastardo como para no pensar en las
consecuencias —y eso no concordaba con su carácter— o tenía agarrado al
muchacho de algún modo como para asegurarse su silencio. MacNeil se
inclinaba a pensar que se trataba de esto último.
—No sabe nada —dijo Sandy enojada—. Se manda la parte.
—¿Crees que no? Podría contarte… —Chuck se detuvo de golpe y en su
cara apareció una expresión de astucia.
—¿Cuál fue la verdadera razón por la cual lo despidieron?
—Ya se lo dije; no le gusta la verdad.
—Esa no es la razón. Hoy en día, a la gente no le importa tanto eso.
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Chuck lo miró con ojos nublados por la bebida. Estaba dividido entre el
miedo de hablar y el resentimiento, pero el whisky había debilitado sus
inhibiciones.
—Me pescó mirando unos papeles —murmuró.
—¿Qué papeles?
—Algo sobre un nuevo proyecto. Se enojó mucho, yo lo llamé bastardo
taimado y me despidió.
—El proyecto tenía que ser importante —y secreto— para que Willis lo
despidiera sabiendo tanto, pensó MacNeil.
—¿De qué se trataba? —preguntó.
—Un nuevo tipo de unidad de control. Habían gastado tanta plata en eso
que… —la voz de Chuck se perdió en la nada.
MacNeil trató de ocultar su sorpresa. Había estado manoteando en la
oscuridad, y lo que menos esperaba oír era eso. Pero no se animaba a
demostrarle a Chuck lo importante que era. Se esforzó por hablar con calma.
—¿Qué hace ahora?
—Tenedor de libros en una compañía piojosa de Brooklyn. ¡Yo!
—parecía que iba a escupir—. Necesito otro trago.
Sandy miró a MacNeil, que sacudió la cabeza.
—Ya tomaste bastante —dijo—. Será mejor que te vayas mientras puedas
llegar a tu casa.
Chuck la contempló con odio, y de alguna manera se puso de pie.
—Creo que me doy cuenta cuando sobro —le dijo—. Ustedes dos tienen
por delante una nochecita íntima. Tempranito a la cama, ¿no?
Sandy se ruborizó.
—La tendremos cuanto te vayas —le dijo.
MacNeil se contuvo y esperó hasta que Sandy logró sacar a Chuck del
departamento.
—Lo siento —murmuró cuando volvió al living, evitando mirar a
MacNeil, como si el contacto con Chuck la hubiera ensuciado—. No sabía
que se había vuelto alcohólico.
—¿Lo conocías bien?
—Creo que sí; estuvimos casados casi dos años.
MacNeil deseó que no viera la expresión de desagrado en su cara, porque
sabía que no podía ocultarla. Pensó en ella, casada con ese borracho, con ese
sinvergüenza malvado… Se preguntó por qué no lo había pensado; por qué
había supuesto que era un muchacho al que ella había conocido hacía unos
años y al que no apreciaba especialmente. Ahora entendía su resistencia a
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hablar de la noche anterior. Debía odiar la idea de ponerse de nuevo en
contacto con él. Sin embargo se lo había ofrecido para hacerle un favor.
—Supongo que tendría que habértelo dicho —murmuró—. Chuck es algo
que trato de olvidar.
—No te lo hubiera pedido sabiendo de qué se trataba —le dijo MacNeil.
—Pensaste que te podía decir algo.
—Sí. Y así fue. Estoy muy agradecido.
—No tienes por qué —le dijo Sandy enojada—. No lo hice para que me
lo agradecieras.
MacNeil no dijo nada y después de un rato Sandy agregó con una sonrisa
amarga:
—Lo siento, Alan.
Él la rodeó con el brazo.
—¿Por qué lo hiciste?
—¿Acaso no lo sabes?
Creyó adivinarlo y supo que se lo tendría que decir ahora, antes de que
fuera demasiado tarde. Tal vez ya era muy tarde.
—¿No sirve, no? —le dijo con suavidad—. No tenemos futuro.
Sandy se alejó y le habló con voz tensa.
—Ya veo.
—No vale la pena engañamos.
—No, supongo que no. Fui una tonta al pensar que podía ser.
—Tu vida está aquí. En un par de días estaré volando hacia mi país.
Ella lo miró.
—¿Eso es todo?
—¿No es suficiente?
—No; si…
—¿Si qué?
—Si no quieres que sea así —dijo despacio.
—¿Ya sabes lo que quiero, no? —preguntó MacNeil. Ahora lo podía
decir con una seguridad que lo asombraba.
—No, no lo sé.
—Te quiero a ti. No por una o dos noches. Para siempre. Pero no
pretendo que tú pienses lo mismo.
—¿Por qué?
—Para empezar, soy muy viejo.
Sandy se rio.
—Tienes treinta y siete años.
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—¿Cómo lo sabes?
—Anoche miré tu pasaporte mientras te estabas duchando. Quería ver tu
fotografía. ¿Te molesta?
—No, por supuesto que no.
—Yo tengo veintisiete. ¿Qué son diez años, por Dios? Mi padre tiene
doce años más que mi madre y son muy felices.
—Estoy sin trabajo.
—¿Pero lo tendrás pronto, no es así? —sonrió dudosa—. ¿Esa es la mejor
excusa que pudiste encontrar?
—Es todo lo que tengo —sonrió MacNeil. Se sentía casi liviano.
—¿Así que todo va a salir bien?
—Cuatro mil kilómetros es mucho.
Sandy volvió a reír con una mueca de felicidad.
—Siete horas —dijo—. Tres con el Concorde. Me parece que no es tanto.
—¿Cuándo vas a ir a buscar tus cosas al Flora? —le preguntó Sandy más
tarde, cuando estaban en la cama, el brazo de MacNeil a su alrededor y la
cabeza en su hombro.
—Mañana. Me siento raro entrando allí nada más que para afeitarme.
—¿Por qué no ahora? Podría preparar algo para comer mientras vas. O si
prefieres podemos ir a comer a algún lado.
—Comamos aquí y salgamos después.
—Está bien, tú mandas —MacNeil le mordió la oreja.
—¡Eh!
—Creí que estabas liberada.
—Me parece que me gusta un poco de cada cosa —lo besó, un largo beso
que siguió su camino.
—¡Epa! —protestó riendo—. Tengo que empezar a preparar algo si
vamos a comer aquí.
MacNeil saltó de la cama y empezó a vestirse.
Cuando llegó a la calle se detuvo y miró para ambos lados. No había
nadie a la vista. Se sentía inquieto, le costaba creer que Willis hubiera
abandonado la partida. Se encogió de hombros y caminó hacia la Quinta
Avenida.
MacNeil miró por sobre su hombro. Las luces estaban todavía allí, a cien
metros de ellos. Estaba nervioso, se dijo, probablemente se trataba de otro
auto común.
Había visto al Mercedes rojo separándose del cordón de la vereda cuando
salieron del departamento. Había estado allí, esperando en la esquina, la cara
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del conductor oculta por un diario, cuando salieron del estacionamiento de
varios pisos. Otros vehículos se habían interpuesto entre ellos y habían
doblado, pero cada vez que buscaba las luces ahí estaban, primero cerca,
después más alejadas a medida que iba desapareciendo el tráfico.
—Baja la velocidad —dijo.
Sandy obedeció. El velocímetro cayó de setenta y cinco a sesenta, luego a
cincuenta. Después de uno o dos minutos las luces no se habían acercado.
—¿Es ese auto de ahí atrás? —preguntó.
Así que ella también lo había visto; él había notado que miraba el espejito
retrovisor varias veces en los últimos kilómetros.
—Es un auto cualquiera yendo a alguna parte —dijo—. Ya nos
enteraremos. Acelera y da vuelta en la próxima esquina.
Un kilómetro más allá salía un caminito hacia la izquierda. Sandy
controló que el camino principal estuviera libre y dobló sin hacer señas. El
Ford se tambaleó, hundiendo la suspensión. Doblaron y empezaron a trepar.
MacNeil miró hacia atrás. El otro auto seguía detrás.
—¿A dónde lleva este camino? —preguntó.
—No sé —contestó Sandy—. Supongo que a otra autopista.
El conductor de atrás no mostraba ningún deseo de acercarse y MacNeil
se preguntó qué intenciones tendría. A lo mejor los mantenía en observación y
los seguiría de vuelta al departamento. Esperó unos veinte minutos y volvió a
mirar. Era difícil darse cuenta en la oscuridad, pero le pareció que ahora las
luces estaban más cerca.
—¿Bajo la velocidad para ver si nos pasa? —preguntó Sandy.
MacNeil miró el velocímetro, andaban a sesenta, setenta debía ser el
límite en este camino.
—No —le dijo— acelera.
Sandy apretó el pie contra el acelerador y el velocímetro trepó. Ahora el
camino era más empinado. A la luz de los faros MacNeil podía verlo
desenrollándose a lo largo de un precipicio, las colinas surgiendo casi desde el
borde izquierdo. A la derecha caía a pico. No había baranda.
—Calma —dijo.
Ahora no tenían dudas, el otro conductor había acortado distancias. Su
auto parecía ocupar tres cuartas partes del camino y se acercaba.
—Ahora vamos —murmuró Sandy.
Miraba con atención el camino que tenía delante. MacNeil se dijo que el
otro conductor no podría pasarlos allí, sería una locura. Si quería detenerlos
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tendría que esperar un tramo más ancho, más derecho, pasarlos y parar
cuando el camino volviera a hacerse angosto.
Estaba detrás de ellos, a una distancia equivalente a dos autos. De pronto
puso los faros altos.
—¡Maldición! —dijo Sandy con violencia. Bajó el espejito.
—No te muevas —dijo MacNeil—. Trata de mantenerlo ahí.
Demasiado tarde. Ya el otro conductor aceleraba, forzando su auto entre
el Ford y el talud del costado. Sandy apretó los dientes y se afirmó.
Ahora el Mercedes estaba al lado de ellos. MacNeil miró al conductor
desde unos sesenta centímetros, y a la débil luz de la luna, reconoció las
facciones rechonchas de Carter Willis. Pretendía sacarlos del camino.
La curva se acercaba velozmente. Si Sandy perdía la cabeza y se desviaba
unos centímetros para la izquierda, rozaría al Mercedes y saldrían despedidos
por el precipicio. Si frenaba, iban a resbalar en la grava suelta del camino con
el mismo resultado.
Durante un segundo Willis los miró, y MacNeil pudo ver que sonreía.
Luego volvió a concentrarse en el volante del Mercedes.
Su paragolpes golpeó al Ford justo adelante de la rueda delantera derecha.
Se sintió un ruido a metales y los dos autos se sacudieron con violencia.
—¡Dios! —jadeó Sandy.
Ya casi estaban en la curva. MacNeil vio al auto rojo apuntar hacia ellos y
se sostuvo con fuerza. Esta vez Willis tenía un poco más de espacio para
maniobrar y su auto golpeó el Ford en pleno. El choque fue brutal, y en medio
del sonido de metales arrancados el Ford saltó por el borde.
A MacNeil le pareció que giraban por el espacio. El motor todavía rugía y
en algún lugar adelante de él golpeaba algo metálico. Supuso que parte de la
carrocería se había desprendido, y esperó el impacto.
Cuando llegó, su cuerpo se forzó contra el cinturón de seguridad. Pero el
auto seguía cayendo. Hubo otro impacto menos violento que el primero, y
empezaron a rodar una y otra vez de costado. Se preguntó medio mareado
cuánto faltaría para el final de la cuesta. El tercer golpe, esta vez más fuerte
que el primero, llegó antes de lo que se esperaba. Se dio la cabeza contra el
costado y por uno o dos segundos estuvo al borde de la inconsciencia.
Cuando se le pasó el mareo, se dio cuenta de que ya no rodaban. El motor
se había parado y el silencio era casi pavoroso. Sentía el cuerpo como si se lo
hubieran apaleado y el cinturón le había cortado un hombro, pero sabía que
tenían que salir del auto, en cualquier momento podía incendiarse. Buscó
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como un desesperado el cierre del cinturón, maldiciendo el temblor de sus
manos. Al final encontró el botón, lo apretó y quedó libre.
A su lado Sandy colgaba como un trapo del asiento, con la cabeza en el
pecho y los ojos cerrados. MacNeil desabrochó su cinturón y Sandy cayó de
costado contra él. La empujó con suavidad y se inclinó para tratar de abrir su
puerta. No se movía. Juntando todas sus fuerzas empujó más. La manija se
movía pero la puerta solo se abría algunos centímetros; algo pesado la trababa
y no la dejaba abrirse.
Abandonó el partido y se dedicó a la puerta de su lado. Se abrió enseguida
y casi cayó al suelo, invadido por el alivio. Se agachó y puso los brazos bajo
las axilas de Sandy, la levantó lo más despacio posible y la arrastró fuera del
auto. El esfuerzo terminó con sus escasas fuerzas y descubrió que temblaba,
pero no se atrevió a detenerse.
La luz era apenas suficiente para ver que estaban a mitad de la cuesta.
Había algunos árboles salpicados aquí y allá, el auto se había estrellado contra
uno de ellos. Por eso no se abría la puerta de Sandy; el tronco estaba
presionándola.
MacNeil respiró hondo y notó algo, un olor, débil al principio pero que
iba en aumento. Gasolina. El tanque o un caño debía haberse roto cuando el
auto rebotó contra el suelo. Levantó a Sandy por los hombros y la arrastró,
hasta alejarse del lugar del accidente.
Había logrado hacer cuarenta metros cuando sintió un estallido detrás de
él. La explosión casi lo arroja al suelo y una ola de calor le pasó por la
espalda, pero estaban a salvo. Apoyó a Sandy en el pasto y esperó que sus
miembros recuperaban la fuerza.
En su ansiedad por alejarse del auto había olvidado el silencio ominoso de
Sandy, pero ahora volvió a sentir miedo y se arrodilló en el suelo a su lado
para tomarle el pulso. Estaba allí, débil pero estable. Después de un rato, se
movió.
—¿Qué pasó? —murmuró.
—Nos salimos del camino —le dijo MacNeil.
—¿Dónde estamos?
—A mitad de camino de la ladera. Un árbol nos detuvo. ¿Estás bien?
Asintió débilmente y se quejó de dolor.
—Eso creo. ¿Y tú, Alan?
—Sí —la rodeó con el brazo y la ayudó a sentarse.
—¿Dónde está el auto? —preguntó. Entonces vio las llamas y se
estremeció.
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—Está bien —le dijo MacNeil— estamos a salvo.
—¡Ay, Alan!
Empezó a llorar despacio, las lágrimas cayendo de sus ojos casi como si
no se diera cuenta. Él la abrazó y se quedaron allí, aferrados el uno al otro.
—Lo siento —dijo Sandy con una débil sonrisa.
—¿Seguro que no tienes nada roto? —le preguntó.
—Creo que no; puedo mover bien los brazos y las piernas —MacNeil la
ayudó a ponerse de pie—. Me siento como si un tren me hubiera pasado por
encima.
—Había una casa más o menos a medio kilómetro de aquí, ¿crees que
podrás caminar hasta allí? Quizás tengan un teléfono.
—Espero.
Subieron la cuesta muy despacio, MacNeil tuvo que ayudarla. Cada pocos
metros se detenían a descansar. A él le dolía mucho el hombro ahora, y
supuso que no se trataba solo de la cortadura del cinturón de seguridad sino
de algún golpe contra el costado del auto cuando rodaban cuesta abajo.
Una vez que llegaron al camino, todo se hizo más fácil.
—Hace un mes que compré ese auto —se lamentó Sandy.
—¿Estaba asegurado, no? —preguntó MacNeil.
—Sí, por supuesto. Pero le había tomado cariño, era el mejor auto que
tuve.
Por un rato MacNeil no dijo nada.
—¿Viste quién manejaba el Mercedes? —preguntó después.
—No. ¿Y tú?
—Willis.
Sandy se detuvo y lo miró asombrada.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¡Dios!
MacNeil sospechaba que, hasta entonces, una parte del cerebro de Sandy
se había negado a aceptar todo lo que él le había contado, pero ahora sabía
que era verdad. Un poco más adelante, sobre el camino, vio una lucecita.
—Allí está la casa —dijo.
Página 118
DIECISEIS
Página 119
—Conseguir mi pasaje de vuelta. Tendré que irme mañana a la noche.
—Oh, Alan, ¿es necesario? ¿Tan pronto?
—Ojalá no fuera así. Pero acá no puedo hacer nada más aparte de ver a
Tyzacks, y tengo que encontrar otro trabajo. Si me quedara sería peor.
Sandy anudó el cinturón de su abrigo.
—¿Nos vemos a la 1.00, entonces?
—Sí —MacNeil se alegraba de que no le hubiera rogado que se quedara
unos días más.
Sandy lo besó y se dirigió al living. Escuchó cómo se cerraba la puerta del
departamento y entró al baño a afeitarse.
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—Lo siento —dijo MacNeil preguntándose cuán enterada estaría, pero
decidió que podía aguantar un poco más; Diana Tyzacks le pareció una dama
bastante dura—. Tal vez usted pueda decirle que se trata de su hijo.
Algo brilló por un instante en sus ojos sombreados. ¿Sorpresa,
desconcierto o simple enojo? No estaba seguro. Luego desapareció y cuando
volvió a hablar su tono era frío.
—¿Hijo? —repitió, alzando las cejas delicadamente arqueadas—. Temo
que esté en un error. Mi marido no tiene hijos.
—¿Es lo que le ha contado? —dijo MacNeil.
—Creo que será mejor que se vaya, señor MacNeil —su voz ya era
helada.
—¿No sabía que Carter Willis es su hijo?
—No tengo por qué estar aquí parada escuchando esas…
—Entonces déjeme verlo —dijo MacNeil con calma.
—Ya le dije…
Al entrar, ella había cerrado la puerta; ahora se abrió para dar paso a
Tyzacks. MacNeil quedó impresionado al verlo; parecía haber envejecido
diez años. En lugar del nombre erguido y orgulloso que MacNeil había
conocido en la oficina, había un viejo de aspecto vulnerable. Estaba ojeroso y
parecía encogido. Pero sus ojos lanzaban llamaradas.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó con voz áspera.
—Buscando a su hijo —le dijo MacNeil.
—No tengo hijos —la negativa era total, despojada de amargura o
cualquier otro sentimiento. Aun de interés.
—Ya no engaña a nadie —dijo MacNeil—. Todo el mundo sabe que
usted es el padre de Carter Willis —todo el mundo no era más que Chuck, se
dijo MacNeil. Rogó que fuera verdad. Mirando a Tyzacks vio que era así.
Diana paseaba su mirada de uno al otro, con los ojos atentos.
—Si van a hablar será mejor que pasemos a la otra habitación —comentó
con frialdad—. No quiero que Julie escuche todo.
—~No vamos a hablae —le dijo su marido.
—Yo creo que será mejor que lo hagas, Walter.
Se adelantó a una habitación amueblada con lujo que miraba a la calle y
se colocó de espaldas a la ventana MacNeil la siguió y después de unos
segundos de vacilación también lo hizo su marido.
—Veamos, señor MacNeil —dijo Diana— si cree que nos puede
chantajear con sus ridículas insinuaciones…
—No he venido para eso —le dijo MacNeil.
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—¿Cómo? ¿Entonces para qué?
—Quiero saber dónde está Willis en este momento.
Tyzacks se enderezó. Parecía estar luchando para recuperar su antigua
autoridad, pero el esfuerzo era demasiado para él.
—No lo sé —dijo.
—No le creo.
—No me importa un comino si me cree o no.
—No trate de comportarse como un caballero fino —dijo MacNeil en
tono brutal—. Está demasiado involucrado.
—¿Involucrado? —repitió Diana con desprecio—. ¿En qué?
MacNeil la miró y después volvió sus ojos a Tyzacks. Estaba muy
enojado y amargado y no le importaba que se notara.
—Asesinato, entre otras cosas —contestó—. Willis me hizo seguir el día
que fui a su oficina. ¿Sabía eso? El hombre que él contrató me atacó con un
cuchillo. Anoche salí a dar un paseo por las afueras con una amiga. Willis nos
siguió en su auto. Nos empujó a propósito fuera del camino, cuesta abajo. El
auto se incendió.
—¿Espera que le creamos eso? —Diana hablaba con tono burlón—. Y
aun si fuera verdad, no sería un asesinato.
—No —asintió MacNeil—. Pero sí lo fue la muerte de George Astley.
—Usted está loco.
—No; tal vez Willis lo esté —MacNeil todavía miraba a Tyzacks—. ¿Es
eso lo que quieren que crea la gente, que está loco y no es responsable de sus
actos?
A lo mejor era verdad, por lo menos en parte. Si Tyzacks se había dado
cuenta recién esta mañana, eso explicaba su triste apariencia. Pero en ese caso
quería decir que Carter Willis había estado allí. Y aun cuando su padre no lo
supiera todo, tenía que haber adivinado algo.
Tyzacks estaba hundido en un sillón y sus rasgos encogidos ya no
mostraban ningún interés en el tema. MacNeil se dirigió a Diana.
—Tyzacks invirtió una gran cantidad de dinero en una nueva unidad de
control electrónica. Estaban muy apretados después de su rápido crecimiento
y no podían permitírselo. Entonces se enteraron de que Renshaws había
inventado una unidad que era mejor y más barata. Su marido y Willis
decidieron comprarnos. George Astley controlaba más del cincuenta por
ciento de las acciones y no quería vender. Así que lo hicieron matar porque
pensaron que con él fuera del camino podrían persuadir a su viuda. Y a mi
mujer.
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—¿Su mujer?
—Es la hija de George Astley.
—Ah.
—Siga —gruñó Tyzacks.
—¿No le basta?
—Es más que suficiente —dijo Diana con voz helada—. Es el montón de
mentiras más asqueroso y absurdo que oído nunca.
MacNeil miró a Tyzacks.
—Él sabe que es verdad —dijo—. Ya estaba enterado de casi todo; Willis
le contó el resto cuando vino aquí anoche. ¿O fue esta mañana?
—Váyase al diablo —rugió Tyzacks, volviendo a la vida—. ¡Salga de
aquí ahora mismo!
—No hasta que me diga dónde está. Entonces me iré.
—No lo sabemos.
Los modales de Diana todavía eran fríos, pero su tono había cambiado
sutilmente. MacNeil supuso que había decidido que lo mejor era negar que
Tyzacks hubiera estado enterado de algo y dejar que Willis se arreglara por su
cuenta.
—¿Cuándo vino? —preguntó.
—Anoche.
Tyzacks le echó una mirada furiosa desde abajo de sus cejas espesas.
Diana debió de haber visto el odio en sus ojos, pero se encogió de hombros y
se dio vuelta.
—¿A qué hora? —preguntó MacNeil.
—Estuvo aquí toda la noche —gruñó Tyzacks mirando la espalda de su
mujer—. Mi mujer había salido y él se quedó charlando y tomando unas
copas.
—¿Cuándo llegó?
—¿Cómo demonios puedo saberlo? No me paso el tiempo mirando el
reloj.
—Alrededor de las 11.00 —dijo Diana por sobre el hombro—. Yo estaba
aquí.
—¿Dijo adónde iba?
—No.
MacNeil supuso que había abandonado Nueva York. Después volvería
como si nada hubiese pasado y su padre respaldaría la historia. Pero Tyzacks
tendría que seguir viviendo con el conocimiento de lo que había hecho su
propio hijo. Alan se puso de pie.
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—Gracias —dijo.
Diana lo acompañó, MacNeil sospechó que no quería que hablara con la
mucama.
—Supongo que irá a hablar con la policía —dijo.
MacNeil negó con la cabeza. Sabía que debería hacerlo, pero ahora era
demasiado tarde y además no le creerían. No tenía ninguna prueba.
—No —le dijo—. Me vuelvo a Inglaterra.
Diana vaciló.
Carter dijo algo de ir allí. No sé si lo diría en serio, porque dijo otro
montón de cosas. ¡Ese maldito bastardo!
Su egoísmo apenas podía justificarse por su preocupación por Tyzacks,
pero a MacNeil le dio rabia.
—Mire —dijo—. Hizo que mataran a mi suegro y trató de matarme a mí.
—Usted lo dice.
Sí, lo digo. Y ustedes saben que es verdad.
Se dirigió al ascensor. Que Dios los ayude, pensó. Estaba cansado y
asqueado y no le importaba que la policía se enterara o no.
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MacNeil no podía creer lo que le estaba diciendo. Durante el almuerzo le
había preguntado por su vuelo, pero nunca se le había ocurrido que podía
hacer esto. Tenía miedo de su propio entusiasmo; esa felicidad podía perderse
con tanta facilidad…
—¿Qué dijo Bett? —preguntó.
Sandy se rio.
—Quería saber qué estaba esperando —dijo.
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DIECISEIS
MIENTRAS CRUZABAN el río, MacNeil miró hacia atrás, hacia las luces de
Manhattan brillando a través de una cortina de lluvia, y pensó que recordaría
esta escena aún mucho después que hubiera olvidado la mayoría de lo que
había visto. Las frases gastadas a veces son verdad, se dijo, y Nueva York era
una ciudad extraordinaria, rasposa, violenta, hermosa a veces, llena de
contrastes y de una manera muy especial, también excitante.
Pero Kennedy no era más que otro aeropuerto que hervía de pasajeros
esperando con mayor o menor impaciencia o apurándose para no perder sus
vuelos. Él y Sandy tuvieron que esperar. Su avión salió con dos horas de
demora y, después de comer, Sandy se quedó dormida. MacNeil trató de
hacer lo mismo, pero su cerebro estaba demasiado activo. De todas maneras,
estaba a punto de caer en un sopor cuando reaccionó sobresaltado.
Durante todo este tiempo había pensado que la huelga se había producido
en forma espontánea, pero ahora recordaba a Astley diciendo que no podía
haber caído en peor momento. En un esfuerzo por mitigar los efectos del alza
de precios, la empresa había invertido mucho en materiales y en la UC1,
estirando sus reservas, un poco como Tyzacks. La huelga agravaba la
situación. ¿Era posible que hubiera sido preparada, organizada de tal modo
que coincidiera con la oferta de Tyzacks? Si era así, alguien tenía que haber
sobornado a Leonard para que tropezara con Bill Skinner y reaccionara de
forma tan violenta que Skinner no tuviera otra alternativa que despedirlo. Y
en ese caso todo lo que había pasado formaba parte del mismo plan; Tyzacks
comprando las acciones, su encuentro con Burton, la oferta y la huelga. Hasta
la muerte de Astley. Alguien de Renshaws estaba metido hasta el cuello.
Vender información era solo el comienzo.
¿Quién podía haber sobornado a Leonard? Un solo hombre tenía más
oportunidades que cualquiera: Rivett. Tenía más libertad para moverse por la
fábrica y más posibilidades de recoger información. MacNeil recordaba que
Página 126
había ido al departamento de investigación dos o tres veces, al parecer para
hablar con uno de ellos. Se había opuesto a la huelga, pero no había hecho
demasiado para evitarla, y mirando hacia atrás le parecía que sus actitudes
podían haber detonado la situación. Sin embargo Rivett siempre le había
parecido un hombre sincero, honesto, y él había dicho que el auto que mató a
Astley se había desviado. Y por cierto que no lo manejaba él.
Era difícil creer que estuviera envuelto en un complot, pero no más difícil
que aceptar que Anna o Gerry o Peter estuvieran complicados en el asunto.
MacNeil decidió dejarlo para mañana y al final se durmió.
El avión aterrizó en Heathrow a las nueve. El sol brillaba, era uno de esos
días cálidos de marzo que son doblemente bienvenidos después de un
invierno malo. MacNeil esperó que Sandy terminara con los trámites y fueron
al estacionamiento a buscar su auto.
Tenía miedo de que Sandy se desilusionara al ver adonde iban, el pueblo
no era gran cosa y ella estaba acostumbrada a la vida de una gran ciudad.
—Esto es bastante aburrido —la previno—. No hay muchos edificios
antiguos, son casi todas fábricas e hileras de casas oscuras.
—¿Estás tratando de asustarme? —dijo Sandy con esa sonrisa medio
interrogante que él había llegado a conocer tan bien.
—No —le dijo— pero no quiero que pienses que te vas a encontrar aquí
con todo el encanto del viejo mundo. Ok, ya estoy prevenida. Y todavía estoy
deseando verlo.
MacNeil pensó que Nueva York ya parecía un mundo muy diferente.
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habitación. Era tan grande como el que había ocupado en el Flora y bastante
más alegre, con vista a una estrecha callecita todavía intacta.
—¿Está bien? —le preguntó.
—Es magnífico —los ojos de Sandy brillaban—. Todavía no puedo creer
que esté aquí.
—Yo tampoco —admitió MacNeil.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Ir a casa y ver a alguna gente de la empresa. Después dormiré un rato.
Te llamaré luego.
La besó y por un momento Sandy se aferró a él.
—Ten cuidado —le dijo.
MacNeil la dejó y bajó las escaleras. Estaba muy cansado. Le tomó un
cuarto de hora llegar a su antiguo trabajo y cuando se acercó a las verjas vio
solo tres piquetes de huelguistas. Conocía de vista a uno de los hombres, un
tipo corpulento, de mediana edad llamado Crawley, y se detuvo al lado de él,
bajando la ventanilla del auto.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Crawley—, creí que lo habían
despedido.
—¿Quién le dijo eso? —preguntó MacNeil.
—No me acuerdo. Es lo que dice la gente. ¿No es verdad acaso?
—Sí, es verdad. Quiero buscar algunas cosas que dejé. ¿Está bien?
—Creo que sí. Está bien, compañero.
MacNeil esperó mientras Crawley se dirigía hacia los otros piquetes y
hablaba con ellos. Asintieron con indiferencia y supuso que estaban perdiendo
entusiasmo; no debía de ser muy divertido estar parado allí la mitad del día.
Lo miraron con caras inexpresivas cuando entró al patio. Estacionó el
Marina contra la pared y subió las escaleras hasta la oficina principal. La
mitad de los escritorios estaban vacíos porque una buena parte del personal
había llegado a la conclusión de que perdían menos el tiempo llevándose el
trabajo a casa. Las chicas que quedaban levantaron la vista al verlo entrar.
Gillian Wright estaba allí y MacNeil caminó hasta su escritorio.
—¡Alan! —exclamó—. Creí que… —se detuvo, molesta.
—Es verdad —dijo—. ¿Barbara está?
—Creo que está en su oficina. ¿Le digo que está aquí?
MacNeil no quería encontrarse con ninguno de los otros directores.
—¿Está sola? —dijo.
Gillian caminó hasta una puerta en la pared de la izquierda. Después de
unos segundos volvió y le hizo señas para que entrara.
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Barbara Dean estaba escribiendo a máquina. Miró a MacNeil con frialdad.
No se alegraba de verlo y no le importaba mucho que él lo notara.
—¿Cómo andan las cosas? —le preguntó MacNeil.
—Un desastre. Esta maldita huelga ha arruinado todo. ¿Qué está haciendo
aquí?
—Quiero la dirección de Leonard. ¿Me la puede conseguir?
—¿Leonard? —Barbara pareció sorprendida—. ¿Ese tipo horrible que
empezó todo?
—Sí —dijo MacNeil.
—¿Para qué la quiere?
—Tengo que verlo —MacNeil contuvo su impaciencia. En cualquier
momento podía aparecer uno de los gerentes y encontrarlo allí.
Barbara dudó.
—Está bien —aceptó de mala gana—. Supongo que ahora no importa.
Se dirigió a la oficina central. Tardó dos o tres minutos y cuando volvió le
alcanzó un pedazo de papel con una dirección.
—Esta es la última que tenemos —le dijo—. No sé si todavía vive allí.
—Gracias.
—¿Alan?
—¿Sí?
—¿No tiene usted, por casualidad, la agenda de escritorio del señor
Astley?
Esta vez le tocó sorprenderse a MacNeil.
—No —contestó—. ¿Por qué?
—No la podemos encontrar y la señora Astley tampoco la tiene. Granta
dice que mañana tenía una cita con el gerente general de su división
electrónica y quieren saber si alguien lo reemplazará.
MacNeil se sorprendió. Granta era uno de los grupos más importantes del
país, una empresa grande con intereses en todo el mundo. ¿Para qué iba a
verlos Astley? No se hubiera molestado por un asunto de rutina. Y tampoco el
gerente general de Granta.
—¿Usted no sabía nada del asunto? —preguntó. Barbara sacudió la
cabeza—. ¿No le dijeron de qué se trataba?
—No lo saben. Llamó y tomó la cita el mismo día en que lo mataron. A
ellos les dio la impresión de que se trataba de algo muy importante.
—No sé qué decirle —dijo MacNeil—. ¿Quién se está ocupando de su
trabajo?
—Por ahora, el señor Skinner.
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—Lo siento, pero no sé nada de la agenda. Gracias por la dirección.
—De nada —Barbara hizo una pausa—. ¿Qué va a hacer ahora?
—No tengo idea. Tendré que encontrar otro trabajo.
—Espero que todo salga bien.
—Gracias.
MacNeil bajó al patio y se dirigió al departamento de Investigaciones.
Anna estaba leyendo una novela y Haworth hacía las palabras cruzadas del
Guardian. Gerry Dickson jugueteaba con una pieza de un equipo. El estado
letárgico de todos ellos le recordó su propio cansancio.
Cuando lo vieron, los dos hombres lo saludaron con la cabeza y Anna le
dijo: «Hola, Alan». Todos evitaron mirarlo. Su presencia los incomodaba,
pensó. Creían que él había pasado la información a Tyzacks. Tal vez uno de
ellos sabía que no era así y no se sentía capaz de enfrentarlo. Deseó no haber
venido y sin decir una palabra dio media vuelta y salió.
—¿Alan?
Anna había salido detrás de él. Estaba igual, con el pelo tirante atado en
una cola de caballo y los enormes aros de oro colgando de las orejas. Habían
pasado tantas cosas desde que la había visto por última vez que le costó
recordar que eran pocos días. Pero le pareció menos segura de sí misma.
—La gente anda diciendo que te despidieron por contarle lo de la UC1 a
otra compañía —dijo.
—No fue tan simple —le dijo MacNeil—. De todas maneras no lo hice.
—Yo no lo creí. Y los demás tampoco.
—Anna —MacNeil la estaba mirando con atención, y al final ella levantó
la vista—. ¿No se lo mencionaste a nadie, no? A alguien de aquí, quiero decir.
Lo supo enseguida por la manera en que desvió la vista y el color que
subió a sus mejillas. ¡Dios mío!, pensó MacNeil.
—Le dije algo a Ralph —murmuró.
—¿Fitzpatrick?
—Sí. No creí que importara, es un directivo.
—¿Ya lo sabía?
—No. Creo que se ofendió porque nadie se lo había dicho. Alan, él no
puede…
Parecía tan desesperada que MacNeil comprendió que el miedo de que
hubiera sido Fitzpatrick la había estado torturando durante todos esos días. Se
preguntó hasta qué punto estaría enredada con él. Nunca se le había ocurrido
que pudiera haber algo entre esos dos.
—¿Qué está pasando ahora con la unidad? —preguntó.
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—Nada. Han suspendido el trabajo.
—¿Qué?
—Se supone que será por poco tiempo. Creo que están esperando para ver
qué pasa con la venta de la empresa.
Tal vez tenían razón. Si Tyzacks llegaba a controlar a Renshaws
producirían la unidad en sus propios talleres, dejando de lado su diseño, o la
matarían de un solo golpe. Pero al interrumpir el trabajo, Renshaws estaba
debilitando su posición. ¿Era eso lo que alguien quería?
—Estuve pensando en buscarme otro trabajo —dijo Anna—: Acá me
estoy deprimiendo al no hacer nada.
—Yo no lo haría por ahora —le dijo MacNeil, preguntándose si tenía
derecho a darle ese consejo.
Anna lo miró dudosa.
—No es solo por la UC1 —dijo—. Bueno, Alan, adiós.
—Adiós, Anna.
Subió al Marina y manejó hasta las verjas. Los piquetes lo miraron
mientras se bajaba para abrirlas. Todo lo que deseaba ahora era dormir, pero
tendría que esperar; primero debía ver a Leonard.
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—¿Cuándo se fue? —preguntó.
La mujer se quedó pensando.
—Deben hacer unos diez días —dijo—. Era un miércoles, porque esa es
mi noche de Bingo.
—¿Cómo estaba? ¿Parecía preocupado?
—¿Él? Estaba feliz como un chico. Y tenía plata. Me pagó el alquiler y se
fue.
—¿Un montón de dinero, quiere decir? —insistió MacNeil.
—Ajá. Lo tenía en el bolsillo de atrás y cuando me pagó vi que era un
rollo grande.
—¿Supongo que no sabrá adónde fue?
Sacudió la cabeza.
—No, tesoro. Levantó campamento y se fue.
—Gracias —dijo MacNeil.
Debieron de haberle pagado el día que lo despidieron, pensó. Y le habían
dicho que se fuera enseguida. Quién sabe por dónde andaría ahora.
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DIECIOCHO
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—De nada, lo haré con gusto —Skinner se detuvo—. Parece que nos van
a copar.
—¿Por qué dice eso? —preguntó MacNeil.
—Joan Astley ha decidido vender sus acciones, y en cuanto ella lo haga,
los demás harán lo mismo.
—Será mejor que Tyzacks no cuente con eso.
—¿Cómo? —Skinner parecía sorprendido—. Ayer estuve con Joan y me
lo confirmó.
—Tengo la impresión de que cambiará de idea —dijo MacNeil.
—¿Por qué?
—Por varias razones.
—Y bueno, es asunto suyo —parecía como si a Skinner no le importara
mucho.
—Bill, ¿usted no le contó a ninguno de los otros lo de la UC1, no?
—No, por supuesto que no. George insistió mucho en que cuanta menos
gente lo supiera hasta que comenzáramos a producirla, mejor sería. ¿Por qué?
—Alguien lo sabía.
—Sí. Y si le sirve de consuelo, le diré que no creo que George pensara
que era usted.
—Ahora es un poco tarde para preocuparse.
—Sí. Lo que no puedo entender es por qué lo despidió y dejó que todos
creyeran lo contrario.
—Sí —MacNeil no le iba a decir por qué a cualquiera. Ni siquiera a Bill
Skinner—. ¿Le dijo que me había pedido que fuera a Nueva York?
—No. ¿Para qué demonios?
—Ah, por un asunto personal.
—No me dijo nada de eso. Bien, cuídese. Veré si puedo hacer algo por
usted.
—Gracias —dijo MacNeil.
Cuando colgó, se quedó mirando el teléfono un buen rato, después lo
volvió a levantar y llamó a Sandy para decirle que iría al hotel a las 7.00. Se
dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno en el avión y de
que tenía hambre. En el congelador de la heladera había unas salchichas, las
cocinó con unos tomates y se hizo tostadas.
Mientras comía, repasó lo aprendido esa mañana. Anna admitió haberle
contado lo de la UC1 a Fitzpatrick, ¿pero cuándo? Su trabajo la mantenía
alejada de las oficinas, y Fitzpatrick no iba casi nunca a Investigaciones.
MacNeil no conocía muy bien al gerente de ventas, pero lo creía capaz de
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vender información a Tyzacks. Fitzpatrick siempre le había parecido egoísta y
ambicioso y era posible que estuviera endeudado. Los tipos de su clase
siempre lo están. ¿Qué le veía Anna?
Anderson también era ambicioso, y Walton debía gastar mucho en
mujeres. MacNeil se preguntó si alguno de ellos sentía lealtad por Renshaws.
Empujó su plato. Recién eran las 4.30 y tenía tiempo. Se puso la chaqueta,
subió al auto y volvió a la empresa. Los piquetes ya no estaban.
Barbara Dean pareció tan sorprendida de verlo como a la mañana.
—¿A quién vio Astley el día que lo mataron? —le preguntó MacNeil.
No le contestó enseguida y él esperó, controlando su impaciencia,
temiendo que si la apuraba ella se negaría a decirle lo que quería.
—Esa mañana hubo una reunión de directorio —dijo al final.
—Aparte de eso.
—La gente que solía ver. ¿Por qué, Alan?
—Creo que puede ser importante.
Barbara Dean no era tonta, y lo miró, pensativa. Apreciaba a MacNeil y
confiaba en él, a pesar de lo que se suponía que había hecho, y estaba segura
de que no le hacía preguntas por pura curiosidad. Sin embargo su lealtad
estaba comprometida con la empresa y los directivos, no con él. Sabía que
podía haber un conflicto entre los dos.
—Lo siento, Alan, no puedo hablar de eso —dijo.
—¿Por qué no?
Lo miró de frente.
—Porque no creo que sea asunto suyo.
—Lo es.
—¿Cómo?
Se abrió la puerta y entró Walton. Cuando vio a MacNeil se detuvo y lo
miró con frialdad.
—Necesito hablar con usted cuando se desocupe, Barbara —dijo.
—Sí, señor Walton.
Walton se retiró, pero MacNeil vio que había dejado la puerta abierta
unos centímetros y se preguntó si estaría escuchando en el corredor.
—Mi suegro sabía que aquí estaba pasando algo raro —dijo despacio—.
Por eso quiso que me fuera de la empresa y me mandó a Nueva York.
Barbara todavía parecía preocupada.
—Vio al señor Walton y al señor Anderson —dijo sin muchas ganas—. Y
también al señor Skinner, creo. Pero la verdad es que se pasan el día yendo de
una oficina a otra.
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—¿Sabe de qué hablaron?
—No —dudó—. Creo que discutió con el señor Anderson. No sabía que
estaba con alguien y entré a llevarle unos papeles. Los dos parecían enojados
y cuando salí pude oírlos. El señor Astley gritaba.
—¿No vio a Ralph Fitzpatrick?
—No; que yo sepa. Alan, ¿de qué se trata?
—Se lo diré después —prometió MacNeil—. ¿Apareció su agenda?
—No. Mire, lo siento, tengo que irme.
—Sí —asintió MacNeil—. Gracias, Barbara.
Cuando se fue, MacNeil caminó por el corredor hasta una de las puertas y
golpeó. Una voz le dijo que entrara.
Anderson estaba solo. Cuando MacNeil entró levantó la vista,
sorprendido.
—¿Qué hace aquí? —le preguntó.
—Quiero hacerle un par de preguntas —le dijo MacNeil—. Primera: ¿por
qué se pelearon usted y Astley el día que él sufrió el accidente?
Anderson lo fulminó con la mirada. MacNeil pensó que parecía más
pomposo que nunca.
—¿Quién dijo que peleamos?
—¿No fue así?
—No; discutimos, eso es todo. Quería que volviera a pensar en la
posibilidad de unirnos a Tyzacks. Le dije que si la huelga duraba mucho,
sobre todo en este momento en que tenemos tanto dinero invertido,
tendríamos problemas.
—¿Qué le contestó?
—Me dijo que me ocupara de mis malditos asuntos —le contestó
Anderson con amargura—. Todavía se comportaba como si la empresa fuera
nada más que de él.
Podía ser verdad, pensó MacNeil, ¿pero por qué Anderson se había
sentido en la necesidad de dar explicaciones? Sobre todo a él. En su lugar
hubiera querido saber qué demonios le importaba. De pronto tuvo una idea.
—¿Cuándo se va? —preguntó con aire inocente.
—¿Irme? —repitió Anderson. Su expresión había cambiado y ahora
parecía atemorizado.
—A Tyzacks. Le han ofrecido trabajo, ¿no? ¿Mejor sueldo, mejores
perspectivas?
—¡No!
MacNeil supo que mentía.
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—¿Qué querían a cambio? ¿La muerte de George Astley?
El temor se había convertido en miedo y Anderson pareció encogerse en
su silla.
—Está bien —admitió—. ¿Qué hay con eso? No querían nada; lo único
que dijeron es que esperaban que yo estuviera a favor de la fusión de las dos
compañías. No cambiaba nada, de todas maneras yo hubiera votado por eso.
—¿Por qué les avisó que Astley había muerto? —le preguntó MacNeil.
—No lo hice —Anderson parecía sorprendido. Hizo un esfuerzo para
recuperar algo de su seguridad y su tono se volvió más dogmática—. ¿A usted
qué le importa? Lo despidieron, no tiene derecho a estar aquí.
—Una pregunta más y me iré —prometió MacNeil—. ¿Cuándo se enteró
de la existencia de la UC1?
—En la reunión de directorio de esa mañana. ¿Satisfecho?
MacNeil asintió. Anderson podía estar mintiendo, pero tenía la impresión
de que decía la verdad.
—Y ahora, si no le importa, tengo que trabajar —dijo Anderson.
MacNeil se retiró. Pensó en ir a ver a Walton pero decidió dejarlo por el
momento, quería hablar con Anna antes de que se fuera a casa.
No había nadie más en Investigaciones y el aire de abandono le pareció
más notorio que a la mañana. Tal vez solo fuera el efecto de esa iluminación
tan despiadada.
—¿Dónde están los demás? —preguntó.
—Gerry anda por algún lado. Peter se fue temprano —contestó Anna—.
No teníamos nada que hacer y dijo que no se sentía muy bien.
Por su tono MacNeil se dio cuenta de que Anna no le había creído la
excusa. Era comprensible, los dos estaban aburridos y tensos.
—Anna —le preguntó—. ¿Cuándo le dijo a Fitzpatrick lo de la UC1?
Vio cómo se ruborizaba, pero lo encaró con franqueza.
—El día que hicimos las últimas pruebas. Cenamos juntos.
—¿Está segura de que no fue antes?
—Segurísima. ¿Por qué, Alan? ¿Es importante?
—No lo sé —contestó MacNeil—. ¿Ya se va?
—En un minuto. Acá no hay nada que hacer.
MacNeil escuchó que la puerta se abría detrás de él y se dio vuelta.
Fitzpatrick los estaba mirando.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó.
Ya estaba cansado de que la gente le preguntara eso.
—Vine a preguntarle algo a Anna. Ya me voy.
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—En su lugar yo me mantendría alejado —le dijo Fitzpatrick—. Hay que
tener coraje para venir aquí después de lo que hizo. ¿Estás lista, Anna?
Ella lo miró enojada y MacNeil pensó que le iba a decir algo, pero luego
asintió y se dirigió al perchero donde estaba colgado su abrigo, mientras se
sacaba el guardapolvo. MacNeil caminó hacia la puerta.
—¿Astley le dijo que me había pedido que fuera a Nueva York?
—¿Usted? —exclamó Fitzpatrick—. ¿Después de despedirlo?
—Tenía sus razones. Sabía que yo no le había dicho nada a Tyzacks.
Fitzpatrick lo miró de arriba.
—¿Entonces por qué lo despidió?
—Porque era mucho más astuto de lo que ustedes creían. ¿No le dijo nada
de Nueva York?
—No; para nada.
—¿Usted le dijo a Tyzacks que Astley había muerto?
—No —Fitzpatrick parecía estar luchando por controlar su rabia—. ¿Por
qué habría de hacerlo?
—Tal vez para informarles que se había ganado su paga —le dijo
MacNeil.
Salió, dejando la puerta abierta.
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—¿Viste a tu mujer? —preguntó.
MacNeil supuso que necesitaba saber si había sentido la necesidad de
hablar con su mujer apenas vuelto a casa.
—No —dijo— ni siquiera le telefoneé.
—¿No deberías avisarle que estás de vuelta?
—No creo que le interese —Rosemary ya pertenecía a su pasado. ¿Se
debía a que hacía tiempo que estaban distanciándose o a que su subconsciente
quería olvidarla? No lo sabía.
Llegó el mozo para decirles que su mesa estaba lista y se dirigieron al
comedor.
Durante la comida Sandy no le preguntó nada sobre Renshaws, y ya
estaban tomando su segunda taza de café cuando le dijo con timidez:
—¿Alan?
—¿Sí?
—¿A la vuelta podemos pasar por tu casa? Me gustaría ver dónde vives.
MacNeil se sintió sorprendido por su falta de entusiasmo.
—Si realmente lo deseas —le dijo.
Suponía que cuando se divorciara de Rosemary, la casa se dividiría por la
mitad. Salvo que pudiera aumentar la hipoteca o conseguir un préstamo del
Banco para comprar su parte, tendrían que venderla. No le importaba, porque
nunca había sentido mucho afecto por esa casa y no pasaba de ser el lugar
adonde vivía, cómodo pero sin carácter, amueblada al gusto de Rosemary.
Ahora se daba cuenta de que nunca había creído realmente que se quedarían
allí durante mucho tiempo.
Mientras volvían, se le ocurrió que, a lo mejor, Rosemary había decidido
ir justo esa noche, aunque no había visto nada que le indicara que lo había
hecho en su ausencia y no tenía ninguna razón para pensar que lo haría hoy.
Pero la casa estaba a oscuras. Estacionó el Marina en la entrada y abrió la
puerta del frente.
—Está bastante desordenada —le previno a Sandy—. Me fui a la
disparada y esta tarde no pude ponerme a ordenar.
Estaba peor de lo que recordaba. Había pilas de platos sucios en la cocina
y después de comer no había limpiado la mesa. En las otras habitaciones, los
muebles estaban cubiertos por una fina capa de polvo. Toda la casa tenía un
aire descuidado y se dio cuenta de que la odiaba.
Sandy miraba a su alrededor.
—Podría venir mañana a hacer un poco de limpieza —dijo.
—Yo lo haré cuando vuelva a casa —le contestó MacNeil, más bien seco.
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—¿Prefieres que no lo haga, Alan?
Era demasiado sensible, pensó. Es posible que fuera ilógico, pero no
quería asociarla con la casa; pertenecía a su pasado, a su vida con Rosemary.
—No es eso —dijo.
—Entonces vendré. ¿Rosemary no estará, no?
—No tiene por qué. Ya te dije que me dejó y que me aclaró que no
pensaba volver. Y si viniera, yo no querría saber nada con ella.
Pero arriba todavía había algunas cosas de ella, recordó MacNeil.
Vestidos y abrigos en el ropero. Zapatos. Y más ropa en el cajón de la
cómoda. Las había visto esa tarde.
—Si está, diré que estoy haciendo una encuesta —Sandy sonrió.
—Mañana tengo que hacer algunas cosas —dijo MacNeil— tal vez no
esté.
—¿Tienes otro juego de llaves?
—¿Y si ella viene y estás aquí?
—Le diré que soy la empleada de la limpieza.
No había muchas posibilidades de que Rosemary se creyera eso, pensó
MacNeil. Se rio, a pesar de sí mismo, y se fue a buscar las otras llaves. Sandy
las guardó en su cartera.
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DIECINUEVE
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Fitzpatrick sino porque le había dicho dónde se guardaba la llave. ¿Tal vez se
la había dado ella misma? Pero no podía tratarse de Fitzpatrick, porque recién
se había enterado de la UC1 aquella noche.
¿Anna estaba mintiendo?
Si no era así, quedaban Walton, Anderson y Skinner y su propio equipo.
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Aquel día en la oficina de Tyzacks, Willis había dicho algo. ¿Qué era?
MacNeil tenía la impresión de que era importante pero tenía demasiado sueño
para seguir pensando con claridad. Se le cayó la cabeza hacia adelante.
Un segundo después estaba erguido y bien despierto, con la verdad
enfrente de él. Volvió a repasar todo, tratando de encontrar una falla en su
razonamiento. No encontró ninguna; todo coincidía.
Entonces recordó algo que borró los pensamientos de su mente. Según
Diana Tyzacks, Willis había dicho que pensaba venir a Inglaterra. Si lo hacía,
vendría aquí. Hasta podía estar alojado en el Crown. Y Sandy estaba allí.
MacNeil se puso de pie, pateando su vaso y haciéndolo rodar por la
alfombra y corrió al hall. Tuvo que buscar el número en la guía y maldijo
mientras luchaba con sus dedos torpes. Al fin, lo encontró y disco.
—Hotel Crown —era el portero nocturno.
—¿Podría decirme si allí está alojado el señor Carter Willis? —le
preguntó MacNeil—. Carter Willis, un americano.
—Me voy a fijar, señor.
MacNeil esperó impaciente, mientras pasaban los segundos.
—No hay nadie con ese nombre, señor —le dijo el portero.
¿Willis estaría usando un nombre falso? Era posible.
—¿Tiene algún americano alojado allí? —preguntó MacNeil.
—Un minuto, señor —el hombre no estaba molesto, a lo mejor estaba
contento de romper la monotonía de su trabajo.
—Hay una, señor. La señora Ruth M. Steenbrugger de Chicago. ¿No es la
persona que usted busca, no?
—No —dijo MacNeil—. Gracias de todas maneras.
Aliviado al saber que Willis no estaba allí, colgó y volvió a levantar el
tubo para telefonear al Roebuck. No tenían ningún americano, y nadie que se
llamara Willis.
A lo mejor después de todo no había venido a Inglaterra.
MacNeil decidió irse a la cama, esa noche no podía hacer nada más.
A pesar de su cansancio tardó bastante en dormirse y se despertó dos o
tres veces antes de caer en un sueño profundo. Cuando despertó el sol entraba
a la habitación a través de la hendija de las cortinas. Miró el reloj de su mesa
de luz. Eran las 8.20.
El sol no había llegado todavía a la parte de atrás de la casa y cuando
entró a la cocina sintió frío. No tenía hambre. Ahora que sabía lo que tenía
que hacer, estaba demasiado nervioso para comer, pero cortó dos rodajas de
pan y las metió en el tostador.
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Astley había dejado casi todo su patrimonio a Joan, y si ella decidía
vender sus acciones no tenía sentido que los demás las conservaran. MacNeil
no estaba seguro de la parte legal de todo esto, pero era posible que no
pudieran venderlas hasta que terminara la sucesión. Podían pasar semanas y
hasta meses, pero podían llegar a un arreglo con Tyzacks y si lo hacían se
verían obligados a cumplirlo. A menos que él pudiera probar que Tyzacks era
responsable de la muerte de Astley.
De pronto recordó a Philip Whitehead. Hacía más de un año que no lo
veía y en ese entonces estaba trabajando para una empresa de Coventry.
Aunque ya no estuviera allí, sabrían decirle adonde había ido. Hasta que
Tyzacks los compró y cerró la fábrica, Whitehead era un ingeniero en
Proctors.
MacNeil tenía suerte. Cuando llamó a la compañía de Coventry la chica
del conmutador le dijo que Whitehead todavía trabajaba allí y lo comunicó
con él. Hablaron uno o dos minutos y MacNeil se despidió, colgó y volvió a
la cocina. Sus tostadas estaban hechas.
La noche anterior, Sandy había dicho que vendría a hacer limpieza. Esta
mañana, más que nunca, no quería que fuera. Pensó en llamarla al Crown para
decirle que no se molestara, pero tuvo miedo de que ella no entendiera.
Cuando terminó de desayunar llamó al número de Astley, esperando que
Rosemary no contestara. No lo hizo, era su madre.
—¡Ah, usted! —exclamó—. ¿Qué quiere?
—Se trata de sus acciones de Renshaws —le dijo MacNeil—. ¿Las va a
vender?
—No veo qué puede importarle.
No tenían nada en común, salvo el tenue lazo a través de Rosemary,
pensó MacNeil. Era una mujer tonta y snob, pero de alguna manera tenía que
convencerla.
—Tyzacks hizo matar a su marido —le dijo sin vueltas.
Quería impresionarla, y por la manera en que reaccionó, se dio cuenta de
que lo había logrado.
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—Necesitaban Renshaws y no podían obtener el control sin sus acciones.
Cuando se negó a venderlas, lo hicieron matar porque supusieron que usted
sería más fácil de persuadir.
—¡Tonterías!
—Esperaba que fuera así. Su marido sabía que algo no andaba bien. Por
eso quería que yo fuera a Nueva York.
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—Y usted se negó. Después de todo lo que él había hecho por usted
—dijo Joan con amargura.
MacNeil lo dejó pasar; no tenía intenciones de verse envuelto en agrias
recriminaciones.
—Mientras estaba allá trataron de matarme dos veces —dijo—. No son
ideas mías, tengo un testigo. Todo lo que pido es que, por ahora, no acepte
vender y que les pida a los demás que tampoco lo hagan.
—Ya dije que lo haría.
Eso es lo que temía.
—¿Ha firmado algo? —preguntó.
—Todavía no —admitió Joan.
—No lo haga. Por favor. Usted sabe que su marido no quería que Tyzacks
se apoderara de la empresa. Él sabía que había algo raro.
—No sé qué decirle —le dijo Joan, ya no parecía tan segura.
—Unos pocos días no pueden hacer mucha diferencia.
—Está bien, hablaré con John Gooden. Si él me dice que venda, venderé.
Gooden era su abogado y albacea, un hombre prudente que, casi seguro,
decidiría esperar a ver qué pasaba. MacNeil se dijo que por lo menos había
alguna esperanza.
—Gracias —le dijo.
—Rosemary va a ir a Howard Road esta mañana —le dijo Joan—. Dice
que hay algunas cosas que necesita. No tengo intenciones de meterme en sus
asuntos, pero será mejor que usted sepa desde ya que estoy muy contenta de
que lo haya dejado.
MacNeil se preguntó qué le habría dicho Rosemary a su madre. Se
sorprendió de lo poco que le importaba. Y entonces se dio cuenta de lo que le
había dicho Joan; Rosemary iba a la casa y Sandy había dicho que iría a
limpiar. De ninguna manera tenían que encontrarse. Se despidió, colgó el tubo
y se dirigió al garaje.
Pasó más de una hora antes de que volviera a su casa y cuando lo hizo lo
primero que vio fue un auto de la policía parado afuera. El mini de Rosemary
estaba en la entrada y en el jardín había un grupo de personas contemplando
la puerta del frente. Aparte del lechero, eran todas mujeres y a pesar de que
había hablado nada más que con algunas de ellas, las conocía a casi todas de
vista. Se apartaron en silencio para dejarlo pasar, mirándolo casi a escondidas,
como si tuvieran miedo.
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La puerta estaba abierta, y al acercarse vio que tenía algo raro. Colgaba de
sus bisagras y el panel de vidrio estaba deshecho. Los fragmentos brillaban en
el sol que iluminaba el escalón. El miedo se apoderó de él y corrió hacia el
porche.
—¡Ay, Alan! —dijo una mujer. Sintió el horror en su voz y reconoció a
Winnie Scott, una de las pocas amigas de Rosemary en la cuadra.
—¿Qué pasó? —preguntó.
—Hubo una explosión. Debe de haber sido el gas.
¡Dios! —pensó.
En el hall parecía que había estallado una bomba. La mesita que estaba
contra la pared y que sostenía el teléfono estaba torcida, apoyada en las tres
patas que le quedaban, y con la parte de arriba rajada. El barómetro estaba en
el suelo a su lado, con el vidrio roto, y el viejo mapa de Warwickshire que
había comprado con Rosemary al poco tiempo de casados colgaba de costado,
con unos pedazos de vidrio todavía adheridos al marco.
MacNeil casi no lo notó; en el piso habían extendido una alfombra,
revelando muy claramente lo que se suponía que debía ocultar.
De la cocina salió un joven policía.
—¿Quién es usted, señor? —preguntó.
—Me llamo MacNeil. Esta es mi casa. —Le costó deletrear las
palabras—. ¿Qué pasó?
—Lo siento, señor. Ha habido un accidente —dijo el policía con más
gentileza.
MacNeil miró la alfombra.
—¿Quién…? —preguntó, pero ya lo sabía, el auto de Rosemary estaba
afuera.
—¿Su mujer estaba aquí, señor?
—No sé. Pero su auto está en la entrada —¿por qué no se lo decían?,
pensó con rabia.
Apareció otro hombre. Era mayor que el otro y por su uniforme vio que
era un sargento.
—La señora está muerta, señor —dijo suavemente. Miró la alfombra—.
Lo siento, tendré que pedirle que la identifique. No es muy…
MacNeil asintió y se preparó, mientras el sargento levantaba una esquina
de la alfombra. Le echó una mirada rápida a lo que estaba tirado allí y se dio
vuelta, sintiéndose incapaz de enfrentar la obscenidad de esos despojos de
carne y hueso.
—Es mi mujer —dijo.
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—Será mejor que vayamos a la otra habitación, señor —dijo el sargento,
apoyando una mano en su brazo.
Cree que me voy a desmayar o a descomponerme, pensó MacNeil. Era
cierto que se sentía inseguro, pero su sentimiento más fuerte era de rabia.
Fueron al living. Era extraño que allí no hubiera ningún daño visible,
pensó, cuando del otro lado de la pared todo era devastación.
—¿Qué pasó? —preguntó con voz neutra—. Alguien de afuera me dijo
que era el gas.
—No fue el gas, señor.
—¿Entonces?
—Parece que su mujer estaba abriendo un paquete; todavía estaba
aferrada a los restos. Debe de haber estallado en su cara. No creo que haya
sentido nada.
—¡Oh, Dios mío! —dijo MacNeil.
—Hemos encontrado casi todo el papel en que venía envuelto. Estaba
dirigido a usted, señor.
—¿A mí?
—Sí.
El silencio era como un estanque quieto y profundo, esperando que
alguien quebrara su superficie. MacNeil sabía que el sargento esperaba que
dijera algo, ¿pero qué podía decir?
—Pobre Rosemary —musitó. Le pareció tan inadecuado.
—¿Puede esperar aquí, señor? El CID vendrá en cualquier instante.
MacNeil asintió y el sargento salió, cerrando la puerta. A través de ella le
llegaba un murmullo de voces.
Rosemary hacía meses que le abría las cartas, él lo sabía, pero no le había
dicho nada; no tenía nada que ocultar y lo único que hubiera logrado era
aumentar sus sospechas. No valía la pena provocar otra pelea cuando le
importaba tan poco. Debía haber estado allí cuando el cartero entregó el
paquete. O tal vez lo dejaron en el porche y lo encontró al llegar. Él había
salido por la puerta trasera.
Sintió pasos en el hall. El CID había llegado.
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VEINTE
LAS LUCES del cruce se pusieron rojas y MacNeil frenó. Había ido a darle
personalmente la noticia a la madre de Rosemary, y para ahorrarle otro
disgusto, no le había mencionado que el paquete estaba dirigido a él. Parecía
aturdida por el shock. Más tarde, cuando él ya no estuviera y nadie la mirara,
lloraría, pensó, con un sentimiento de pena que se sobrepuso a su antipatía.
Parecía irónico pero, por algunos minutos, estuvieron más cerca que nunca.
Se rehusó a que él buscara alguien para hacerle compañía, insistiendo casi
enojada en que prefería estar sola y, al final, la dejó y fue al Crown para
avisarle a Sandy.
El semáforo se puso verde y siguió por la calle desierta. Los edificios de
ambos lados estaban a oscuras; hasta los limpiadores se habían ido a casa.
MacNeil tenía todavía sus llaves, y cuando llegó a la fábrica abrió las verjas y
entró al patio, estacionando el Marina al lado de las oficinas. Eran las 7.45.
Había llegado temprano, esperando que la persona con la que tenía que
encontrarse hiciera lo mismo, pero no había ningún otro auto. Ni señales de
nadie. Tomó el pequeño grabador que había comprado esa tarde y bajó.
Por unos segundos se quedó mirando fijo la oscuridad, esperando que sus
ojos se adaptaran a la penumbra, con los oídos atentos a cualquier ruido. Por
encima de las escuálidas paredes se veía el resplandor rojo de las luces del
pueblo reflejadas en las nubes pero, aquí en el patio, reinaba la oscuridad. El
viento que soplaba por las esquinas del edificio lo estaba helando. Dio media
vuelta y caminó a lo largo de la pared de las oficinas hacia el departamento de
Investigaciones, tratando de mantenerse en la profundidad de las sombras.
La puerta estaba cerrada. Caminó unos metros y miró por una ventana,
pero adentro estaba demasiado oscuro como para poder ver algo, y volvió a la
puerta. La abrió y se detuvo para escuchar. Una vez satisfecho se deslizó
adentro y la cerró.
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Ese extremo de la gran habitación estaba vacío y podía moverse sin el
temor de tropezar con algo, pero hasta el silencio le parecía amenazante.
Mientras avanzaba, se le ocurrió que podían haberle puesto una trampa, y se
detuvo, sintiendo los fríos dedos del miedo rozándolo. Cualquiera capaz de
mandar una bomba en un paquete poniendo en peligro a gente inocente,
también podía haber preparado algo aquí. Tan capaz como inescrupuloso y
determinado.
Luchó con la tentación avasalladora de irse mientras estaba a tiempo, y
después avanzó de a poco, contando los pasos. Había contado doce cuando su
mano izquierda estirada tocó algo sólido y por la forma se dio cuenta de que
tenía que ser uno de los bancos.
Para entonces sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y pudo distinguir
la forma borrosa de una de las mesas de trabajo más cercanas. La rodeó y se
dirigió a otra. Al costado del segundo ángulo contando del extremo había un
tomacorriente. Puso el grabador sobre un banco y sacando un rollo de tela
adhesiva de su bolsillo, lo aseguró bien. Luego, trabajando al tacto, enchufó el
cable y lo aseguró. Hubiera preferido tener el micrófono más cerca del centro
de la habitación, pero temía que se viera el cable. De todas maneras era el
micrófono más sensible que había podido encontrar en tan poco tiempo y lo
único que esperaba era que recogiera lo que se iba a hablar. Lo aseguró
debajo de la mesa, lo más cerca posible del borde delantero y volvió al otro
extremo de la habitación, preparándose a esperar detrás de la puerta que, al
abrirse, lo ocultaría. Miró la esfera apenas iluminada de su reloj. Faltaban diez
minutos.
Hacía mucho frío y la oscuridad parecía oprimirlo. Comenzó a contar los
segundos para hacer algo. Se arrastraron muy despacio hasta convertirse en
minutos. Cinco. Siete. El frío penetraba en sus huesos. Deseaba poder golpear
los pies contra el piso, pero se conformó con soplarse las manos. La
inactividad se convirtió en una prueba de estoicismo.
Nueve minutos. Faltaba uno.
Pasaron treinta segundos y MacNeil escuchó el sonido del motor de un
auto no muy lejos. Se detuvo, y una puerta se cerró con un débil golpe. Ahora
podía sentir el palpitar de su corazón y una sensación desagradable en la
garganta.
Una llave se movió en la cerradura y la puerta se abrió. Entró un hombre,
cerró la puerta a sus espaldas y encendió la luz. Temblaron durante unos
segundos y luego la habitación se inundó con una fría claridad blanca.
MacNeil cerró los ojos y volvió a abrirlos.
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—Hola, Peter —dijo.
Haworth pegó un salto y se dio vuelta. A la brillante luz de las lámparas
se lo veía pálido como la muerte, y MacNeil notó el miedo en sus ojos.
—¡Dios, me asustaste! —se quejó.
Los hombres se miraron. Haworth tenía puesto un anorak y sus bolsillos
eran demasiado chicos para esconder algo, pensó MacNeil. En las manos no
tenía nada.
—Dijiste que querías verme —dijo, pasándose la lengua por los labios—.
¿Qué querías?
—¿Acaso no lo sabes?
¿Cómo puedo saberlo?
—Estás tan asustado que no puedes pensar en otra cosa —MacNeil se
dirigió al centro de la habitación, más cerca del micrófono—. Tú vendiste a
Tyzacks los planos de la UC1, Peter.
—¿Yo? Sabes que no. Tú lo hiciste. Por eso te despidieron.
—No —dijo MacNeil—. Yo sé que fuiste tú.
—Nunca los he visto.
—Es posible que no hayas tenido contacto personal con ellos, pero sabías
lo que estabas haciendo. Te debes de haber asustado muchísimo cuando
mataron a Astley, al ver en lo que te habías metido.
—No tuve nada que ver con lo que pasó. Yo no… —Haworth se detuvo
de golpe.
—Ya sé que no —asintió MacNeil—. Pero le vendiste los planos a
Tyzacks. Sabías dónde se guardaba el duplicado de la llave del archivo y
tenías la oportunidad de poder hacerlo.
—¡No! Ya te dije que no tuve nada que ver con eso. Si no fuiste tú, deben
de haber sido Gerry o Anna —Haworth levantó la voz.
MacNeil vio que detrás de él la puerta se abría muy despacio y se preparó.
Hubiera sido demasiado esperar que Haworth no dijera nada de su cita, pero
era un riesgo que tenía que correr. Un hombre entró a la habitación.
—Así que decidió que era mejor venir, Bill —dijo MacNeil.
—Me pareció conveniente —dijo Skinner—. Considerando el daño que
ya le ha hecho a la compañía. Cuando Peter me dijo que usted le había pedido
que viniera aquí, pensé que era mejor saber lo que pasaba.
Mentiroso hijo de puta, pensó MacNeil.
—Usted mató a Rosemary, Bill —dijo con dureza—. Era como si
concentrándose en eso, dirigiendo toda su amargura y rabia a Skinner, pudiera
exorcizar la culpa que sentía por no poder llorarla.
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—¿Rosemary? —Skinner parecía sorprendido—. ¿Está muerta? ¿Qué
pasó?
—¿Acaso no lo sabe? Está en la primera página del Mail.
—No lo he leído.
—Su plan salió mal. Rosemary volvió a casa a buscar algunas de las
cosas. Yo no estaba y abrió el paquete. Usted no sabía que iba a ir y que
siempre abría mis cosas. Tuve que identificarla. ¿Alguna vez ha visto a
alguien con la cara volada por una bomba? La mitad de su cabeza
desapareció.
—¡Dios! —dijo Haworth. Se volvió hacia Skinner—: Usted dijo que lo
único que haría sería dañar un poco la casa, para asustarlo. Que la casa estaba
vacía.
—No trate de mezclarme en sus cosas —le dijo Skinner con frialdad—.
¿Por qué le mandaría una bomba, Alan?
—Es una historia muy larga —dijo MacNeil—. ¿Usted le aconsejó a Joan
que vendiera sus acciones, no?
—No tantas palabras. Le previne que si la huelga continuaba y Tyzacks se
echaba atrás, el precio bajaría.
—No va a vender, Bill. Y los demás tampoco.
—Ya dijo que sí, ahora no puede cambiar de idea.
—¿Por qué no? Todavía no firmó la transferencia. ¿No se animó a
presionarla demasiado, no?
—Es una buena oferta —dijo Skinner con tranquilidad—. Muy buena,
considerando lo que ha pasado desde que la hicieron.
—La huelga —asintió MacNeil—. El viejo dijo que no podía haber
comenzado en peor momento. Esa fue una de las cosas que me hizo pensar.
Era todo tan oportuno, la huelga y el accidente.
—¿Pensar en qué?
—En usted, Bill.
El silencio fue casi tangible. Después Skinner se rio.
—¿De qué demonios está hablando?
—La noche antes de morir Astley vino a hablar conmigo. Me pidió que
fuera a Nueva York, para ver si podía averiguar algo de una conexión entre
Tyzacks y lo que estaba pasando en Renshaws. Estaba convencido de que
había algo raro, pero no me dijo de qué se trataba —MacNeil hizo una
pausa—. Usted trabajaba en Proctors, Bill.
—¿Y con eso? —preguntó Skinner.
Ahora se sentía la tensión en el ambiente.
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—Tyzacks quería comprarla, pero el viejo Proctors no quería vender. Y
murió en un accidente. Compraron la compañía y en seis meses estaba
cerrada.
—Era antigua. Racionalizaron la producción en su propia fábrica. Pasa
continuamente.
—Proctors tenía una buena línea de productos, cosas nuevas —dijo
MacNeil.
—¿Quién le dijo eso?
Un conocido que trabajaba allí. Le hablé. ¿Se acuerda de Philip
Whitehead? Él se acuerda de usted.
—Yo me volví obsoleto junto con el resto.
—No, Bill, usted salió antes. Con el dinero suficiente para comprarse una
casa. No está mal para el gerente de producción de una empresa pequeña.
—Me dieron un despido de oro. Tyzacks era generosa.
—Apuesto que sí. Y ellos lo recomendaron aquí, ¿no? Eso era lo que
preocupaba al viejo cuando querían comprarnos, se acordaba de lo que había
pasado en Proctors —MacNeil podía ver la transpiración en la frente y el
labio superior de Skinner—: Hay demasiadas piezas que lo señalan, Bill, y
todo encaja.
—Usted está loco —le dijo Skinner con aspereza.
No. Aparte de mi equipo, usted y el viejo eran los únicos que sabían de la
existencia de la UC1. Usted se lo contó a Tyzacks y sobornó a Haworth para
que copiara los planos. Tyzacks estaba desesperada por obtenerlos; habían
gastado un montón de dinero para desarrollar una unidad propia y cuando se
enteraron de que no podían competir con la nuestra, decidieron apoderarse de
nosotros. Estaban en un lío peor que el nuestro y aquella era la única manera
de salvarse. Además, Willis necesita lograr el control de otras compañías; es
su obsesión. Planeó la huelga para debilitar a Renshaws y presionar al viejo.
Cuando él no quiso vender y pareció que podía convencer al sindicato para
suspender la huelga, lo mataron. Se acordó de lo que había pasado con
Proctors, ¿no?
—¿Qué quiere decir con eso de que planeé la huelga? —preguntó
Skinner—. Ese bastardo me atropelló y me insultó.
—Dicen que usted lo empujó. Se supone que es un hombre razonable,
Bill, nadie podía haber contado con una reacción suya de esa clase. Y si no
hubiera reaccionado así, no habría habido huelga. Sucedió lo mismo con el
arreglo en La Cabeza del Rey; nadie podía estar seguro de que usted
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aparecería allí y que se sentaría tan cerca como para escuchar la propuesta que
me hacía Burton. Tenía que ser usted.
—No voy a quedarme a oír toda esta basura… —comenzó Skinner.
—Yo creo que sí —le dijo MacNeil—. Porque quiere saber qué otras
cosas sé. La tarde en que mataron a George Astley, usted le dijo a Gill Wright
que tenía una cita, pero en su agenda no figura nada. Es gracioso eso de las
agendas; Bárbara no puede encontrar la del viejo. Tenía una cita con el
gerente general de la división electrónica de Granta, pero parece que nadie
sabe nada de eso. Yo pienso que iba a proponerles producir la UC1 bajo
licencia. Eso hubiera acabado por completo con las posibilidades de Tyzacks.
El viejo no le dijo a nadie lo que pensaba hacer, Bill, salvo a usted —MacNeil
hizo una pausa—. Rivett dijo que el auto que lo atropelló era parecido a un
Cortina. Dice no saber mucho de autos y el suyo es un Granada; no son muy
diferentes si uno no los mira detenidamente. Usted pensó que si sacaba a
Astley del medio podría persuadir a Joan para que vendiera sus acciones; y se
aseguró de que los otros gerentes lo apoyaran, en la línea firme con el
sindicato para que no se interrumpiera la huelga. Cuando estuve en Nueva
York, Willis me dijo que podían terminar con la huelga cuando se les diera la
gana. Creí que lo que quería decir es que si nos compraban, arreglarían con el
sindicato, pero no era así. Lo que quiso decir es que la terminarían librándose
de usted.
Skinner sonrió por primera vez, pero sin humor.
—En eso se equivoca —dijo con calma—. No pueden hacerlo.
—Sí podemos, Bill. Y lo haremos. Me parece que es demasiado riesgoso
tenerlo dando vueltas alrededor de nosotros.
Skinner estaba de espaldas a la puerta y no había visto a Willis, que
acababa de entrar. En su mano derecha tenía una pequeña pistola automática
negra apuntando hacia MacNeil.
—Muy listo —dijo con aire de aprobación, caminando hacia ellos— pero
lo estropeó viniendo aquí, Alan.
—¡No! —gritó Haworth.
Willis lo ignoró.
—Al suelo —ordenó—. De boca.
Skinner lo miró con rabia.
—¿MacNeil tenía razón, entonces? —preguntó—. Ustedes tenían la
intención de librarse de mí.
—Así es —Willis sonrió—. Pero sin matarlo, Bill. No hay necesidad de
eso, ¿no? Usted no se atrevería a hablar. Tal vez hasta le pague algo. Muy
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poco —se rio despacio.
—¡Bastardo!
Los ojos del americano echaron chispas.
—¡No me diga eso! —gritó.
Era un desequilibrado, pensó MacNeil. Enterarse de todo lo que su hijo
había hecho era lo que había perturbado y envejecido a su padre de un día
para otro.
Haworth estaba parado a un lado, detrás de Willis y Skinner. Ninguno de
ellos se fijaba en él. MacNeil vio que empezaba a deslizarse hacia la puerta.
La abrió en silencio y salió.
—Saquémoslo de aquí —dijo Skinner mirando a MacNeil.
—OK —aprobó Willis—. Creo que no importa el lugar —se volvió hacia
MacNeil—: Le dije que se arrojara al suelo —su tono había cambiado y ahora
tenía una nota de triunfo, casi de alegría. Señaló el piso con la pistola.
Así que allí terminaba todo, pensó MacNeil. El final. No se hacía muchas
ilusiones con respecto a las intenciones de Willis. Estaba asustado y esperaba
que no se le notara. No solo era la perspectiva de que lo mataran, sino la
imposibilidad de hacer algo al respecto. Willis estaba a unos tres metros y si
trataba de hacer algo estaría muerto antes de alcanzarlo. Para peor, Willis se
iría después, dejando a Skinner librado a su suerte para salirse del asunto.
Por lo menos habían estado tan ocupados mirándolo que no se habían
dado cuenta del grabador. MacNeil se preguntó quién lo encontraría y qué
pasaría cuando lo escucharan.
De pronto, recordó algo y sintió un ramalazo de esperanza; que, aunque
débil, parecía la respuesta a una plegaria.
—Abajo —ladró Willis. Se le estaba acabando la paciencia—. Busque
algo para atarlo, Bill.
MacNeil hizo como que obedecía y estiró los brazos para apoyarse en el
suelo, pero en lugar de bajar, se precipitó hacia adelante, con la cabeza baja.
La pistola de Willis todavía lo apuntaba y, por un interminable segundo,
pensó si se habría equivocado y esperó el estallido y el golpe de la bala.
Nunca llegó. Había pegado en el estómago del americano con la cabeza y
este retrocedió a los tumbos, sin resuello. Por un segundo se balanceó,
luchando por mantener el equilibrio, y luego cayó de espaldas con un jadeo
doloroso. Golpeó contra una esquina de la mesa y gruñó de rabia y dolor. La
pistola cayó de su mano y se deslizó al piso.
MacNeil tenía apenas conciencia de Skinner parado a unos pocos metros
y se tiró sobre la pistola, esperando que Skinner se lanzara sobre él. Pero
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Skinner se estaba escapando. La puerta se abrió y cerró. MacNeil se puso de
pie y pensó en perseguirlo. Pero Skinner estaba liquidado; la policía no
tardaría en atraparlo. Miró a Willis, apoyado contra la mesa, apenas
consciente.
MacNeil tomó la pistola. Era más liviana de lo que pensaba; ya había
sentido algo raro cuando golpeó el piso de cemento. La examinó con más
atención, raspándola con la uña. La pistola era de plástico, no más mortal que
un juguete realista. No había sospechado eso. Willis, que había quedado
reducido al más abyecto pánico cuando fueron testigos del tiroteo en el World
Trade Center, no hubiera podido disparar. Había corrido el riesgo con la
esperanza de que la pistola no estuviera cargada. Se había jugado la vida a esa
carta.
Willis respiraba entrecortadamente. MacNeil lo miró sin pena; a causa de
su codicia y su obsesión por el poder, Astley y Rosemary estaban muertos.
Llevaría el grabador a la policía y los convencería de arrestar a Skinner, pero
no quería llevar a Willis con él. Ni tampoco dejarlo allí para que se escapara
en cuanto recobrara el conocimiento. Se agachó, agarró un mechón del pelo
ralo del americano y le tiró la cabeza hacia adelante; después se la volvió a
golpear con la mesa. Willis se desplomó.
Había algunos rollos de cable en la punta de la mesa. MacNeil cortó
cuatro pedazos y ató las muñecas y los tobillos de Willis, asegurándolos a uno
de los bancos. Los ojos del americano se abrieron de golpe. Cuando se dio
cuenta de lo que pasaba empezó a forcejear, maldiciendo en forma
incoherente, las palabras saliendo de su boca en un torrente obsceno. De las
comisuras de sus labios colgaban hilos de saliva.
No importaba que gritara, pensó MacNeil, nadie lo oiría. Caminó hasta la
mesa, despegó la tela adhesiva y desenchufó el grabador. Luego lo llevó hasta
donde estaba Willis para que lo viera.
—Grabé todo —le dijo—. Ahora voy a llevar la cinta a la policía. Puede
pasar bastante tiempo antes de que vengan a buscarlo, pero vendrán.
La saliva corría por la barbilla de Willis; había algo extraño en sus ojos.
MacNeil lo dejó, apagó la luz y cerró la puerta.
Su Marina era el único auto en el patio. Se sentó detrás del volante,
arrancó y salió a la calle, preguntándose en qué dirección habría ido Skinner.
Supuso que se habría dirigido a su casa a recoger el dinero y alguna otra cosa
imprescindible que tuviera allí y que luego se iría.
La policía quedaba en la misma dirección.
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MacNeil había recorrido quinientos metros cuando vio un auto de la
policía estacionado en una esquina, con el faro azul girando. Al acercarse vio
que estaba en ángulo con la vereda, con las ruedas de adelante en el
pavimento y un guardabarros abollado. Un agente sentado en el asiento
delantero hablaba por radio.
El Granada estaba a unos treinta metros del otro lado del camino, con el
capot enterrado en la vidriera de una tienda. Los vidrios rotos tapizaban el
pavimento. Otro policía estaba parado al lado del auto, mirando hacia adentro.
MacNeil los pasó y se detuvo.
Cuando se acercó caminando, el policía se enderezó. Detrás de él,
MacNeil pudo ver a Skinner, todavía detrás del volante. No tenía cinturón de
seguridad y debía de haber golpeado la cabeza contra el parabrisas. La sangre
salía de una herida muy fea en la sien y su cuello estaba torcido en una forma
extraña. El frente del Granada estaba hecho un acordeón por el impacto y el
volante se había incrustado en su pecho.
—Está muerto —dijo el policía innecesariamente. Era un hombre maduro
y debía estar acostumbrado a ver muertes violentas pero parecía
impresionado—. Debía venir a más de ochenta. Salió de esa calle como un
maldito murciélago del infierno.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó MacNeil. Estaba sorprendido por su
propia calma. Tal vez le habían pasado demasiadas cosas últimamente, como
para ser capaz de impresionarse o sentir horror.
El policía reaccionó.
—No, gracias, señor. En seguida llegará la ambulancia.
MacNeil miró otra vez a Skinner y asintió. Ya nadie podía hacer nada por
él. Se preguntó si debería sentir pena.
—Buenas noches —dijo.
—Buenas noches, señor —le contestó el policía.
MacNeil caminó de vuelta a su auto.
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IAN STUART (Inglaterra, 1927). Hasta el momento ha escrito cuentos cortos,
publicados en diversas revistas, y diez novelas, entre ellas Huelga fraguada,
que aparece en El Séptimo Círculo. La mayoría de sus obras de ficción,
traducidas a varios idiomas, reflejan el mundo de los negocios y de las
empresas, que él conoce a fondo.
Está casado, tiene dos hijos. Con ellos y su mujer vive en un pueblo de los
alrededores de Londres.
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