Entre Relojes El Tiempo Separa Mundos El Amor, Los Une Spanish Edition
Entre Relojes El Tiempo Separa Mundos El Amor, Los Une Spanish Edition
Entre Relojes El Tiempo Separa Mundos El Amor, Los Une Spanish Edition
Camila Silva
Derechos de autor © 2021 Camila Silva Santa Cruz
y en la vida.
Contenido
PRÓLOGO
Conocí a Cami en un Taller de Novela que impartí hace un año.
Pero ella dice que me conocía desde que tenía diez años cuando
me leyó por vez primera. Esa es la magia de los libros, que une
generaciones y que nos encuentra hoy de adultas compartiendo la
misma pasión.
Y no solo la descubrí como ese ser maravilloso que es, humano,
sensible y reflexivo, sino también como una autora que nos invita a
redescubrir la vida.
Lo hace a través de una prosa rica, plagada de sueños, que
deambula por el espacio cotidiano, el de todos los días, el del café
con leche en la mañana, pero también por el otro, en la dimensión
que va más allá de lo que sabemos de esta existencia y de este
plano.
En esta, su primera novela, Cami nos hará sumergirnos y bucear
entre relojes, entre tiempos, entre lo onírico y lo real. Como lectores,
nos empujará al abismo, nos lanzará y nos dejará caer…
Y volar.
Cecilia Curbelo
1
Es lunes por la tarde, aunque el aire huele a domingo. Un
miserable y aplastante domingo. El reloj recién gritó las seis, y en
mis ojos vidriosos se reproduce el amarillo fulgurante de las pastillas
que tengo enfrente, mientras me pregunto cuántas bastarían para
dejar de escuchar el agobiante e incesante tic-tac del reloj.
Hubo un tiempo en que ese mismo canto me resultaba amigable,
incluso bailaba a su ritmo. Era cuando los lunes eran lunes, y los
domingos, domingos. El sol siempre entraba por la ventana a
pintarme las mejillas de un dorado esperanzador. Pero era antes.
Cuando mis dudas rondaban sobre el cielo; no alrededor de
calmantes, y me preguntaba cuántas estrellas bastarían para
iluminar cada alma, así como conmigo, bastaba solo una; la de mi
alma gemela.
Eran tiempos de gloria, de paz y abundancia, en particular si el
polvo se acumulaba en nuestra billetera, y no teníamos la más
remota posibilidad de ser cegados por el brillo que nos llevaría a la
perdición. Éramos nosotros, y el universo. El vasto y misterioso
universo. Tan grande y tan pequeño, jugando a través del viento y
las sombras que arrojaba la luz de la luna, sembrando la ilusión de
la eternidad.
Hoy, la única luz que recibo, o estoy dispuesta a aceptar, es la de
mi mejor y única compañía; el celular. Esa que congela mi cara con
su tono frío, y como un sello contundente marca las ojeras que visto
día a día, tras un largo insomnio.
¿Cinco? ¿Seis? ¿Veintiséis? ¿Cuántas? Mi vida se redujo a un
número exacto de pelotitas amarillas, que intento sea par, pues el
TOC es más fuerte que yo. Obsesiva empedernida. Y no vaya a ser
que entre ellas se cuele una verde, odio el verde. Odio su orgullo de
vestir tantas hectáreas de pradera él solo, y fingir la suerte al
encontrar un trébol de cuatro hojas.
Pero en el amarillo encontré refugio, seguridad, comodidad. Es
él quien a veces logra liberarme de las voces taladrantes de mi
cabeza, que me repiten al oído, una y otra vez, que mis manos
fueron las culpables de que el corazón de mi compañero de vida, se
convirtiera en piedra.
¿Realmente fue así? No lo recuerdo. Ya no sé si confiar en mi
memoria, en las noticias de los jueves, o en el anillo bañado en rojo
que descansa en mi mesa de luz. Inalterable, acusatorio.
2
Una ráfaga de viento otoñal irrumpe en la habitación, cortando
en tajadas mis pensamientos. Me acerco a cerrar la ventana, y
siento que algo me llama. No con palabras, sino con otro lenguaje
que no logro descifrar.
Y allá arriba, sonriéndome, cómplice, se encuentra la luna.
Quiere pedirme prestada el alma por una noche, para curar las
heridas que todo el amarillo del mundo no podría zurcir. Mi
compañera, mi aliada. Se guarda mis victorias, mis deseos y mis
culpas. No pide nada a cambio, pero está. A veces se funde con
alguna nube, o se tiñe del color del cielo. Pero cuando vuelve,
renace, radiante.
Desde pequeña he mostrado gran admiración por el astro de la
noche. Una bola de luz que, a diferencia del sol, no ciega; invita a
observar. Entre el negro abrasador de una noche silenciosa, allí se
encuentra. Cautelosa, misteriosa. No intenta destacar; únicamente
brindar el brillo necesario, para iluminar las ideas de un alma
perdida como la mía.
Si la luna hablara, me contaría secretos. Los tuyos, los nuestros,
los de su cielo infinito. Quiero creer que se los guarda porque tiene
una razón contundente, quizá mantener el equilibrio de las cosas,
para perpetuar mi olvido y con él lo que queda de mi cordura al
pensar en lo que no recuerdo. En eso que me obliga a estar
permanentemente en vela, para poder atestiguar cómo cada célula
de mi cuerpo se retuerce un poco más tras cada noche insomne.
Lo que ella calla, las estrellas revelan, con su incesante
resplandor. Muy pocos, sin embargo, saben hablar su idioma. Debo
aprender a hacerlo, si quiero descubrir la verdad.
A veces me pregunto si no sería más sencillo si me explicaran lo
que sucedió. Pero los médicos insisten en que es mejor para mi
recuperación que haga mi propio proceso, y no lo fuerce, pues
podría arrepentirme. Además, los verdaderos testigos dicen haberse
esfumado.
— ¿Otra vez mirando la luna?
—Ah, hola, Kati. Se me pasó la hora.
Mientras cierro cuidadosamente la ventana oxidada pienso en lo
afortunada que soy, de que todavía me dirija la palabra. Desde el
incidente, nuestro vínculo subsiste gracias a mi enfermedad, entre
doctores, pastillas amarillas y galletas de avena.
Cada lunes por la noche se reescribe la misma historia, una y
otra vez: se entromete en mis pensamientos, sueños y diálogos con
la oscuridad, después de entrar sin siquiera tocar la puerta. Luego,
tras lanzarme como un dardo su mirada acusatoria, me ordena que
cierre la ventana, que “hace frío”, que “te vas a resfriar”. Me lo dice
siempre, aunque haga veinticinco grados. Yo obedezco, no quiero
discutir. No quiero someter a un cruce de vocablos el destino de
nuestra amistad, que a esta altura ya pende de un hilo. Y yo la
quiero, la necesito. Ella es todo lo que me queda.
Con un chirrido se corta la comunicación, como si una tijera
especialmente afilada desgarrara el cable de un antiguo teléfono,
cuyo único deseo, era vincular dos viejas amigas.
Que “si tomé las pastillas”, que “cómo estuvo mi día”. Mi
respuesta es siempre la misma, automática y aburrida: que bien, lo
de siempre, repartiendo miradas entre el celular y el techo.
—Bueno, cualquier cosa me llamás.
Y tras depositar un plato de galletas en la mesa, tan rápido como
si le estuvieran quemando la mano –aunque el calor ya se ha
desvanecido-, se despide de un portazo. El mismo portazo con el
mismo tono de todos los lunes desde hace un mes.
Esa fría y abismal distancia entre sus ojos y los míos no existía
antes.
Cuando uno es joven, lleno de vitalidad, esperanzas y sueños,
tiende a estar inmerso en redes de relaciones que entretejen su
propio ser. Es parte de uno, y todos conforman una sólida -y frágil-
unidad. Es inimaginable siquiera pensar en la posibilidad de que esa
aparente estable red de historias, reviente en un punto en tensión.
Esos puntos, los que tienden a romperse, son los que más hay
que cuidar. Pero también son los más difíciles de detectar.
Las tardes solían ser amargas por el mate y dulces, por el
prometedor futuro que de a poco se delineaba bajo nuestras ilusas
cabelleras veinteañeras. Pulmones desgastados de risas. Té
humeante y fórmulas matemáticas; muchas más de las que mi
memoria me permite contar.
Katia llegó a mi vida con mi primer año de facultad. Cada una
cargando con su pasado doloroso, encontró refugio en la otra. Un
hombro amigo en quien apoyarse cuando la vida estrujara, o
simplemente para compartir el cansancio de noches de estudio en la
biblioteca de la Facultad de Química de la UdelaR.
Esos años nos permitieron forjar un vínculo que creímos
indestructible. Y luego, con el título en mano, considerándonos
prácticamente familia, seguimos compartiendo nuestra profesión en
la misma empresa que se había vuelto el principal objetivo durante
los últimos años de la carrera.
Yo siempre fui la simpática, desestructurada. La que se
preocupaba solo un poco, lo suficiente. Lo moderadamente
aceptable como para contrarrestar los clásicos y descontrolados
nervios de Katia previos a cada examen. Hacíamos un buen equipo,
demasiado perfecto para el intenso y fugaz año que llevábamos
conociéndonos.
Dicen que lo que surge rápido, también se desvanece antes de
tiempo, convirtiendo en cenizas cualquier indicio de lo que alguna
vez, intentó ser genuino.
3
Tomo un sorbo de mi café, ya frío de la desazón. Olvidé que
estaba ahí desde esta tarde. El viento juguetea entre las lavandas
de la ventana y da golpecitos al descuidado cristal, acentuando las
cicatrices de un tiempo sin mantenimiento.
Es que de eso se encargaba él, de evitar que la casa dejara
traslucir su verdadera edad. Es una de esas ventanas hasta un
techo alto, y de puertas dobles. Cuando alguien entraba, le daba la
bienvenida con su perfume a jazmín, que todo invitado señalaba
como característico. Atravesaba con su potencia delicada hasta al
alma más inexpresiva, y la convertía en flor.
Eso, mezclado con el aroma particular de cada historia que
descansaba en estanterías de madera de pino. ¡Ah, el olor a pino!,
ya lo había olvidado. Pero persiste aun la memoria de su penetrante
frescor, que mantenía encendidas las ganas de zambullirse en ese
montón de libros y perderse en algún mundo lejano.
Y como si algo le hiciera falta a esta casa idílica, cada viernes
por la tarde se percibía el rumor de un pan de banana crujiendo en
el horno. El más delicioso del barrio, y del mundo. Quizá sería
porque los horneaba mi marido, o porque se empeñaba tanto en
cada asunto en que se envolvía, que le dedicaba hasta la última
gota de su sincera alegría. Inclusive el paladar más insulso daría
cuenta de ello.
Qué tiempos aquellos. Tan cercanos pero tan inalcanzables.
Pasados. Perdidos. Ahora viven únicamente en la memoria
medicada. Las historias con esencia a pino se rindieron ante el
desamor de sus fervientes lectores. Al olor a jazmín lo mató su falta
de visitas y halagos y, por lo tanto, narices que satisfacer. Ahora
descansa triste, inerte, en el rincón del patio donde fue plantado, un
tiempo atrás.
El recuerdo de nuestro amor no parece alcanzarle para subsistir,
aunque en mi caso, es su inercia la que empuja a mi corazón a
seguir latiendo.
Late más despacio, rezagado y sin ganas. Pero late. En mis
ojeras marchitas, en las venas que ramifican el mapa de mi piel
transparente. En mis ojos caídos al vacío por la incertidumbre. Por
la falta de amor de mi esposo ausente. La escasez de su tacto y su
mirada azulada me retuerce y comprime como a un trapo húmedo
hasta dejarme hecha un bollito en el suelo, donde mis uñas amorfas
agregan más surcos en mis pantorrillas.
Cierro los ojos y siento que puedo palpar el momento en que lo
vi por primera vez.
No era más que un día normal, calmo, iluminado solamente por
las intermitentes luces de una calle que llevaba años sin ser
mantenida. Y de los vehículos. Esas latas que, como zombis, se
cruzaban, iban y venían al son de la rutina de un jueves por la
noche. Yo caminaba de la facultad a mi casa.
Hacía frío, y nadie parecía percatarse de lo desnuda que estaba
la ciudad, tan descuidada, tan sola. Tantos allí, y nadie para
brindarle abrigo.
Una multitud encadenada a la imagen, aparentemente hipnótica,
de un celular.
Y entre ring
tones apurados, bocinas chillonas y luces que
cegaban, se escribía una historia, de la que nadie participaba, a
menos que fuera a través de una pantalla, y como protagonista.
La ciudad agonizante se movía ausente. Seguía los pasos de
unos pies que apenas se arrastraban a lo largo del pavimento, con
el único anhelo de llevar a sus dueños a casa, y encender la
televisión.
Cualquier grito de cuerpos contaminados de rutinas vacías y
pantallas sería en vano, nada que la voz fuerte y potente de una
mente aun más contaminada no pudiera acallar.
Fue así, entre luces y sombras, que lo encontré. Lo único vivo
que allí habitaba. A pesar de ser uno más del montón, tenía una
chispa que saltaba sin permiso al mundo exterior. Se colaba entre
tanto caos, y lograba sobrevivir.
El resto no quería mirar. Veían, pero no miraban. Y yo miré.
Me encontré a mí misma en esos ojos vidriosos de un ser casi
tan consumido por la vida misma, pero que se resistía a iniciar su
metamorfosis a robot del siglo XXI.
Él también me encontró, y no a través de una cámara. Al igual
que yo, se vio reflejado en una mirada ajena. Lo sentí. Su chispa me
acarició y se hizo más fuerte cuando se dio cuenta, que la mía
también estaba presente. Que yo, de hecho, sí estaba.
Pero la fugacidad del momento me arrebató las palabras para
describir más; lo único que me permite contar, es que me salvó.
Mi mirada ya no era la misma, desde que descubrió a otra de su
misma especie, rondando en una avenida de luces intermitentes, un
jueves por la noche.
Se percató de que no estaba sola, allá afuera había más. Pero
estaban camufladas por los colores varios de anuncios publicitarios.
Juraría que vi una pequeña llama encenderse, que daba un poco
de calor a la ciudad, entonces no tan congelada.
Y estaba en lo cierto. Pues ya fuera por azar o por una obra del
destino, al día siguiente Katia me lo presentó como su hermano
mayor.
4
Supongo que es un denominador común a los seres humanos
tener un pasado que nos gustaría borrar. Hojas escritas de una
historia con la que ya no congeniamos. Antes de Katia y en
particular de Ramiro, no se me había hecho posible experimentar el
amor como lo muestran en las películas. El amor desenfrenado de
quien tiene agallas para experimentarlo. El que supe saborear, con
él. Pero que ahora yace inerte en donde van los cuentos rotos.
Aunque la idea de un romance de ese calibre no nació con mi
esposo, sino que ya había comenzado mucho antes, cuando tenía
alrededor de ocho años.
Soñaba con princesas y con las falacias irrisorias que nos hacían
creer antes de que nuestra edad rozara la adolescencia. Incluso
durante ella también.
Siempre tuve una gran imaginación, y la utilizaba a mi favor.
Cerraba los ojos y visualizaba que estaba en un castillo en el medio
del bosque, junto a un arroyo mágico con peces parlantes. Yo era la
reina, vestía siempre un vestido rosa, para variar, y en mi cabello
llevaba una corona que había hecho de palitos y flores silvestres.
Pero luego abría los ojos y el mundo se oscurecía. Mi mundo se
oscurecía, se disolvía en forma de brillantina y volaba por la
ventana. Lejos, a otro lugar, donde otro niño fuera capaz de
sostener por un rato más la fantasía.
O a otra niña que supiera honrar su vestimenta idílica. Yo soñaba
con vestidos, sí, y con coronas de verdad, pero eso no mutilaba mi
voz, y tenía la costumbre de prestársela a los que no tenían una
propia, para hacerle frente a las injusticias. Las aborrecía, así como
aborrezco el verde. Eso descolocaba a quienes fuera que
incumbiera mi crianza. “Tan pequeña, y con ideas absurdas de
igualdad y respeto” oí decir una vez, cuando intenté defender a un
niño cuyo sobrepeso era considerado motivo de burla.
Era frecuente que se hicieran audibles las discusiones de mis
tutores de turno, unos de los tantos que se hicieron pasar por mis
progenitores durante varios años de mi vida. Pues yo sabía que mis
verdaderos padres ya se habían despedido tiempo antes, cuando
tenía cinco años:
Recién habían comenzado las vacaciones, y para honrarlas nos
dirigíamos a algún destino turístico. Mamá hacía sonar los clásicos
de siempre en la radio, esos que tanto amaba; Yellow Submarine,
de Los Beatles, Hotel California, de Eagles, mientras dejaba fluir su
voz. No puedo decir que cantaba porque sería una ofensa a esos
íconos del rock setentero, pero a esa altura ya se había auto
convencido de que formaba parte de esas instituciones, así que los
demás le seguíamos la corriente.
De vez en cuando esas melodías se alternaban con eminencias
locales como Zitarrosa, así papá también era feliz y hacía bailar el
volante al son de sus canciones.
Y yo, en mi mundo de arcoíris de colores.
Aunque había notado una minúscula mancha gris en una de sus
franjas.
El clima sobre esas cuatro ruedas parecía perfecto. Notas
musicales se cruzaban con risas pícaras, y pensamientos positivos
daban el toque a ese viaje eterno, pero acogedor.
¿Qué podría arruinar esa perfecta fusión de buenas vibras que
se había generado? Un pequeño detalle; que este mundo no es
perfecto, aunque yo no lo sabía.
Y se dio el primer paso hacia la locura.
Me dispuse a observar a lo lejos. Noté un punto minúsculo que
se hacía más grande cada vez. Se acercaba a la velocidad de la luz.
Vi negro.
De repente un rojo vivo azotaba mis pupilas… un calor
insoportable. Veía borroso… una lluvia grisácea mojarme. A varios
metros, una chatarra, en llamas.
Mi papá, irreconocible, parecía estar parado en el mismo
infierno. Nadie escuchaba sus lamentos de desesperación. Pero al
menos, mostraba señales de vida. Al menos por unas horas.
Luego vi las manos de mamá. Esas manos tiernas que me
acariciaban y despedían cada noche. Ahora estiradas a lo largo del
pavimento, teñidas de rojo, inmóviles.
Las mismas que, como de costumbre, se habían despedido la
noche anterior, y que ya no lo harían más.
5
Los tres años que siguieron los pasé con mi abuela, la única
familia que me quedaba, aunque su salud luego del accidente se
deterioró con avidez, y se despidió también cuando yo tenía ocho.
Mi adolescencia consistiría en recorrer distintas casas de
acogida hasta que alguna finalmente me recibiera como suya.
Eso jamás ocurrió.
Nunca encajé, mi rebeldía me lo impedía. Es que ya lo dije;
siempre detesté las injusticias. Detestaba cómo los niños con
complejo de superioridad se aprovechaban de los inofensivos, o de
quienes no cumplían con los estereotipos a tan temprana edad.
Alguien debía hacerles frente.
Fue entonces que al cumplir dieciocho y al fin libre para tomar
las riendas sobre mi vida, trabajé un tiempo en un restaurante, de
mesera, alquilando una pensión de mala muerte en la periferia de la
ciudad. También contaba con la herencia de mis padres a la que
siendo mayor de edad podía acceder, aunque no me daba para
cubrir el mes.
Mientras tanto, lenta pero persistentemente, hacía la carrera de
Química Farmacéutica. Tanta inestabilidad en mi vida necesitaba
algún tipo de seguridad, y la ciencia me la proveía. Por lo menos era
consciente de que el objeto de estudio era el universo tangible,
observable. Fabuloso, repleto de misterios y sin embargo, ninguno
que no fuera posible develar.
La química como forma de ver el mundo, de entenderlo. Un
mundo tan irracional a veces. Pues esta ciencia explica su
comportamiento. Lo hace menos incoherente, más real.
HILOS
Movimiento. Contacto.
Todavía la siento en mi piel, a la esencia de la madera. Escala
mis piernas, recorre todo mi cuerpo.
Mis tímpanos todavía escuchan el ritmo de las almas
comunicándose, contándose secretos. Así, dejan espacio en su
interior para que entre la música, hecha de hilos de seda.
Esos hilos, avisan que ya no son dos; es una. Es un alma la que
se despliega y acaricia esas tablas. A veces, hasta se funde con
ellas.
Mis ojos también lo saben. En ellos se quedaron grabados esos
hilos, de los más variados colores, tensándose, estirándose,
enredándose. Desatándose. Dibujando tapices.
Atando corazones.
Y luego, silencio. El sonido del silencio. Ese, es el que deja al
descubierto la respiración agitada, agotada.
En ese instante hasta las miradas suenan. El poder de su eco
ensordecedor estremece hasta el más lejano rincón del teatro.
Todos lo saben. Allí, la magia se crea.
Movimiento. Calor. Resistencia.
Los hilos, ahora serpentinas, envuelven el momento, y lo atan en
un recuerdo.
El olor a madera compuesta de historias. Allí, se desliza la seda.
La seda de los que alguna vez, dejaron hilos. El aroma es de ellos,
que tejen las mismas tablas.
Generaciones bailando, años de escucha, de conexión. De zurcir
viejas heridas, y convertirlas en luz.
Para entender esta historia, ni siquiera hace falta ver. Cierro los
ojos, así lo siento mejor. Es la brisa fresca que desprende un
montón de seda, indefinida, amorfa, tan frágilmente indestructible.
Hace volar mi pelo. Desprende mis pies de las tablas, y les avisa
que se dejen llevar, que el límite, es el cielo.
“Y ahora
fe miro
fijo
a los ojos
y no estás.”
MARCHITAR(SE)
Es lo que hacen las flores. Traidores, engañosos seres. Con sus
delicadas hojas, de vez en cuando salpicadas por un rocío pasajero,
insinúan su posible fin, desgarre. Tan débiles.
Pero los colores. Sus brillantes colores, y su belleza exorbitante
hacen creer en su infinitud, que van a prevalecer para las futuras
generaciones, manteniendo en sus pétalos vivas a las miradas
brillantes de sus antepasados.
Lamentablemente, todo lo que brilla es porque ha visto, o verá,
la oscuridad. Y se encargará de apagar consigo a aquellos que se
atrevan a ser testigos de su lento deterioro.
Las flores son así.
Y yo soy una.
ES TEMPRANO
Ahí está. ¿La ves? Allá arriba, en el cielo. Justo ahí, la estrella
que más brilla.
No dejes que se escape. Andá, atrapala.
Pedí un deseo, volá.
Saltá, lo más alto que puedas. Así, quizá, puedas sentir su calor.
Invitala a jugar, a fundir su brillo con el barro de tus zapatos.
Dejá, que el barro brille.
Que lo moldee, que lo convierta en flor.
Esa flor, ponela en tu oreja, combina con tu pelo ondulado.
Luego, que el agua de lluvia llene a esa flor de colores, y que
estos a su vez tiñan cada fibra de esa melena. De rojo, o amarillo.
De todos. Por qué no.
Que los colores recorran tu cara, aun lisa, y pinten una acuarela.
Que cada gota de agua te haga sentir un poco más viva. A
veces, un poco es mucho.
Ese mucho, puede convertirse en río, que en el horizonte,
converge con un cielo estrellado.
Sí, ahora hay más estrellas, reflejadas en el río.
Se miran entre sí; se dan cuenta que no hay una igual a la otra,
son únicas. Como aquella luz que te animaste a atrapar: el cielo aun
no conocía la expresión de tu cara, que con los ojos cerrados, vio
más que nunca.
Fue testigo de la estrella fugaz que convertirse en gotas frescas
corriendo por tu rostro, encandilado por los sueños que tiene por
alcanzar.
— “Quizás
si te alejas
un poco
un poco más
te vea.”
“Sé la luz
que la noche necesita
para seguir latiendo.”
24 DE DICIEMBRE
Luces se encienden, tintinean por doquier. Viejas llamas se
reencuentran, y nuevas se descubren. Hay luces de muchos
colores, que bailan formando uno.
Nace la magia y se adueña de la noche, y de todos los
corazones. Y no, no me refiero a Papá Noel.
De qué otra forma se explicaría la unión de tantas luces en un
mismo lugar, de distintas tonalidades, colores y temperaturas. Unas
que el tiempo ha vuelto más tenue y otras que recién comienzan a
brillar; encandilan.
Pero hoy… hoy parecen tener la misma intensidad. Tan distintas,
pero tan iguales.
Brilla, el lugar.
Magia. Fugacidad. Encuentro.
Entre almas, que dan y reciben, que cuentan, se conectan,
sueñan. Perdonan.
Hoy, mientras el cielo negro elige teñirse de colores, todas las
miradas apuntan en una dirección. No hay barreras; es el cielo, y
nosotros.
La ciudad entera lo sabe. Aguarda el mismo momento, el mismo
despertar, expectante.
La hora se acerca. Nuevas ilusiones se forjan. Distintas
creencias se unifican.
Todos esperan.
Algunos, la llegada de un ser. Otros, la de un nuevo
comienzo.
El cielo ya no es negro. Las luces brillan más que nunca.
Ya eran las doce. Miré a Daniel para saludarlo, pero se había
dormido, como muchos otros. Me tomé unos segundos para
apreciar el salón, un poco más luminoso.
45
—Lina… Lina, perdón que te moleste, pero Katia tiene visita.
Abro los ojos, para darme cuenta que me había rendido ante el
sueño. Uno profundo, en muchas semanas. Miro la hora en el
celular; 9:30 de la mañana. La mañana de navidad.
La persiana destila haces de luz fresca por sus rendijas, que se
desintegran al contacto con las paredes color hielo. Pautan un día
despejado.
— ¿Visita? ¿A Katia? —pregunto a la enfermera, confundida,
intentando abrir los ojos, con un pie en los sueños y otro en la
realidad.
—Sí, es su mamá.
Salto de lleno a la realidad.
— ¿Su mamá? ¿Cómo que su mamá? Ellas no se hablan hace
mucho. ¿Estás segura?
—Sí, Lina… eso es lo que me dijo. Amelia Disparu. —La voz
angelical de María hace parecer que la situación no es tan
disparatada como yo la veo. Dudo de si he despertado de verdad.
—Bueno… que pase.
Se asoma por el umbral de la puerta y, evadiendo mi presencia,
dirige su mirada hacia la camilla. Una mujer de unos sesenta años,
estatura media, canas. Su apariencia refinada contrasta con la
sencillez que caracteriza a sus hijos.
El pigmento almendrado de sus ojos parece fragmentarse al
visualizar la escena. Luego, sus piernas la siguen. Sus piernas cada
vez más temblorosas a medida que se acorta la distancia con la
camilla. Por un momento pienso que la van a traicionar y no va a
poder llegar, pero logra hacerlo.
Toma la mano de Katia y la aprieta fuerte. La piel casi
fantasmagórica de su hija contrasta con el tostado de la suya.
Apoya su frente en la de ella y se permite dejar salir el lamento.
Lo expulsa desconsoladamente, y corre por la mejilla blanca de mi
amiga.
—Perdón —pronuncia, al cabo de unos minutos, revelando su
voz dulce, pero quebradiza, mientras despega sus canas húmedas
del rostro de su hija, mirándola directo a los párpados rendidos. No
me habla a mí.
Decido escabullirme fuera de la habitación para darle privacidad
en el reencuentro. Y admito que también para evitar desmoronarme
y arruinar la escena.
Camino a lo largo y a lo ancho del pasillo, una y otra vez.
Primero rápido, acompañando mi pulso y recostándome en las
paredes por miedo a caerme. Luego, sin dejar de ir y venir, respiro
hondo. Una, dos, siete veces. Logro calmarme un poco.
Cuando considero oportuno, aunque no podría definir cuánto
estuve deambulando, regreso a la habitación.
Cualquier duda que pude haber tenido al principio sobre su
consanguinidad, se evapora cuando clava sus ojos en mí.
Ojos vidriosos. Los ojos de Katia.
Esos vidrios se quiebran aun más cuando reflejan mi presencia,
que aguarda expectante desde la puerta.
Esto es demasiado. Ahora mis piernas también tiritan. Allí no
está solo Katia, está Ramiro también. En su cabello pardo, cejas
prominentes, expresión ingenua y franca, a pesar del desastre que
fecunda la escena, y al que no escapa el dolor que tergiversa su
caminar.
Me doy cuenta de que trata de hablar, pero no puede. El delgado
hilo que divide la vida y la muerte se le atravesó en la garganta,
imposibilitándole el habla. Ella sabe quién soy.
—No hace falta —digo, al ver su frustración al no poder emitir
otro sonido que no sea el del llanto.
Me acerco con sutileza, y le doy un abrazo. Ella me lo
corresponde, casi como un seguro para evitar desplomarse. Para
evitar desplomarme. Un abrazo sincero, que intenta reconfortarnos
en el tacto de dos vidas rotas.
Por un tiempo que soy incapaz de medir, nos mantenemos así,
entrelazadas, forjando amor entre tanta miseria.
La máquina que monitorea el corazón de Katia parece haberle
prestado los latidos a su madre, para que en el contacto yo la
reconozca. Es mi amiga, no hay duda, empaquetada en una
vestimenta fina y elegante, que nunca en la vida usaría.
Una completa desconocida y sin embargo, me regala el roce
más sincero y familiar que he experimentado en semanas. Lo más
cercano en estos momentos a mi hogar resquebrajado.
Cuando finalmente nos despegamos, le sugiero ir a la cafetería,
donde estaremos más tranquilas.
Pero se resiste, y como aun le cuesta modular, hace gestos
indicando que no quiere abandonar a su hija.
—Amelia… —a mí también me cuesta hablar—. Te hará bien un
poco de aire, y quizá algo dulce. En la cafetería hacen un café
riquísimo. Las enfermeras están acá al lado, Katia está en buenas
manos.
Creo que no logro convencerla completamente, pero accede.
Le sugiero que se instale mientras yo ordeno. Le pregunto si un
cappuccino está bien, y asiente con la cabeza. Luego me uno a ella
en una mesa para dos junto a la ventana, que arroja al interior
inmaculado el verde de las plantas que se hallan del otro lado del
cristal, y lo manchan con su tinte.
El trayecto desde la habitación parece haberle brindado impulso
para, finalmente rasgar el silencio, y pronunciar:
—Siento la necesidad de explicarte ciertas cosas…
—No es necesario, de verdad…
—No, quiero hacerlo.
46
Suspira. Parece estar juntando coraje para comenzar su
declaración.
—No sé qué visión te habrán dado mis hijos de mí… —al notar
que su voz insiste en seguir quebrándose, carraspea—. Pero
supongo que sí sabías que desde que se fueron de casa, el
contacto se debilitó rotundamente.
—Sí, de algo estoy al tanto, aunque a ninguno de los dos le
gustaba hablar mucho sobre el tema. Lo único que sé es que
tuvieron una gran pelea y decidieron irse y no volver jamás. Ya veo,
que además llevan tu apellido… eso nunca lo mencionaron.
— ¿Un cortado y un cappuccino? —interrumpe una chica.
—Sí, gracias —digo, mientras recibo las dos bebidas y les echo
azúcar.
Continúa: —Ramiro y Katia tuvieron una infancia complicada, y
siempre me culpé de que hubiera sido así.
—Sí, su padre era violento, ¿no?
—Bueno, sí… la violencia era de hecho un efecto secundario de
su enfermedad. Sufría trastorno de personalidad. —Toma un sorbo
de su café—. Yo lo amaba, y los niños también, pero no soportaba
vivir con el corazón en la boca cada vez que tenía una recaída. Huí
sin mirar atrás, me mudé con los niños y cambié sus apellidos para
desligar por completo la relación con su padre.
—No sabía lo de su enfermedad. Solo me dijeron que era
violento, y no mucho más.
—Es que ellos eran muy pequeños. No entendían a fondo lo que
ocurría. Además, en sus días buenos era el hombre más adorable y
tierno del mundo, pero cuando se desbalanceaba… —hace un
gesto de resignación.
—Sí, lo entiendo. Tengo un amigo con el mismo trastorno.
— ¿Sí? Qué curioso, no es muy común. —Su celular comienza a
vibrar, pero decide ignorar a quien fuera que estuviera detrás de la
línea. Lo guarda en su cartera—. ¿En qué estaba? Ah, sí. Resulta
que comenzamos una vida lejos de casa, en otra ciudad y
estableciendo otros vínculos. Pero nunca dejé de temer que nos
encontrara, y con el tiempo me di cuenta de que fui extremadamente
sobreprotectora, muchas veces coartando la libertad de mis hijos
adolescentes. Esa libertad que, irónicamente, era el fin último del
nuevo comienzo. Pero en ese momento no era consciente de ello.
Yo solo quería lo mejor para mis hijos, y estaba convencida de que
protegiéndolos del mundo les evitaría el sufrimiento…
Su voz dulce vuelve a desbalancearse, perdiendo fuerza con
cada palabra que emite. Es evidente lo doloroso que es para ella
revivir tales recuerdos.
Carraspea otra vez, se seca una lágrima que escapó sin
permiso, y sigue adelante: —En fin, nunca me perdonaron que no
les hubiera dado explicaciones de nuestra huida, y de que fuera una
“maniática controladora”, como decían ellos. Es que nunca encontré
el valor suficiente para darles esa explicación que se merecían.
Vivía cansada, y nunca parecía hallar el momento. ¿Te ha ocurrido?
¿Percatarte de que no podés con todo y que la vida te aplasta un
poco más, a cada día que pasa?
Claro que conozco esa sensación. Parece que hurga en la llaga
a propósito. Así es como me siento hace un año. Pero me limito a
asentir con la cabeza.
Suspira otra vez. —Bueno, les insistí que estudiaran cerca de
casa, aunque las únicas opciones fueran en el área de la docencia.
No era lo que querían ni para lo que estaban destinados, y yo lo
sabía. Pero mi necesidad de control y de mantenerlos a salvo
superaba cualquier razonamiento lógico. Aunque eso no fue todo. —
Las lágrimas encuentran la forma de seguir saliendo. Se las seca
con un pañuelo y, al ver mi expresión de lástima, reúne los
fragmentos de su sonrisa rota para regalármela como un gesto
compasivo.
—Cuando Ramiro tenía quince y Katia trece —prosigue—, recibí
una carta de su padre. El primer contacto desde que lo habíamos
dejado. Sigo sin entender cómo nos encontró, pero ya dejé de
preguntármelo hace años. La carta expresaba remordimiento por lo
sucedido, y suplicaba que le diera otra oportunidad para
reencontrarse con sus hijos. Que estaba mucho mejor, que había
pasado los últimos años en rehabilitación y ya se creía capacitado
para verlos otra vez. Pero yo no estaba lista. Como te dije… mi
necesidad de control.
Olvidé que tenía el cappuccino enfrente. Ya está frío. Pero no es
motivo para interrumpir la historia, entonces me lo tomo así. Odio el
café frío.
Ella mira hacia afuera, buscando en el verde el consuelo que no
encuentra adentro. Un minúsculo gramo de fortaleza que la ayude a
terminar la historia.
El rocío mañanero acaricia las plantas, dándoles los buenos
días. Pero parece no ser suficiente para animarla a continuar.
—Disculpame, necesito lavarme la cara —dice, casi susurrando,
y se va.
47
Ya han pasado quince minutos, y todavía no ha vuelto. Mientras
espero, juego con la taza vacía haciéndola girar, o imagino que veo
figuras en los restos de café.
Decido ir a corroborar que esté bien. Recojo mi cartera y la suya,
que también la esperaba en su silla, y me dirijo al baño.
Pero no está ahí.
Comienzo a caminar hacia la habitación de Katia, quizá ha
regresado. Pero a mitad de camino la veo, sentada en un banco del
otro lado de la ventana, con los ojos perdidos en el cielo.
—Está lindo el día, ¿no? —pronuncio, al salir, y me siento a su
lado.
—Escondí la carta —declara, volviendo su mirada hacia mí,
haciendo un gesto de remordimiento—. La escondí, como si pudiera
concederme ese derecho y fuera la única afectada en la situación.
Acaricio su hombro, en señal de apoyo.
Ella continúa:
—Estaba convencida de que hacía lo correcto, que una vez más,
los estaba protegiendo, pero no estaba en mis cabales. No me
encontraba capacitada para tomar esa decisión. Y cinco años
después, la encontraron.
— ¿Y qué pasó? —pregunto, por inercia, aunque me arrepiento
al instante. A esta altura no sé si es lo mejor que siga reviviendo el
pasado
—Lo inevitable, lo que temía que ocurriera: se enfurecieron
conmigo. Por días no me dirigieron la palabra. Intentaron
contactarse con él, rastreando el remitente de la carta. Encontraron
la clínica en la que estaba internado, pero cuando fueron… —por un
momento, su voz se reduce a un hilo. Respira hondo— les dijeron
que había muerto.
Me contagia el dolor, y ahora la llaga se instala en mis pulmones.
—En fin… —suspira—, eso empeoró todo, te imaginarás. Si
antes no querían hablarme, el hecho de que los privara de ver a su
padre unos años atrás, significó que las puertas se cerraban por
completo, y no lo podrían volver a ver jamás. Eso, junto al rencor
que ya sentían por intentar retenerlos, fue más que suficiente para
decidir cortar el vínculo.
— ¿Y nunca más se vieron? ¿Se fueron así, sin más? —atino a
preguntar, con la poca saliva que me queda.
—Bueno, la separación no fue tan tajante. Ramiro ya estaba en
tercero de facultad, y Katia a mitad del primer año. La distancia
física era inevitable, pues se tuvieron que mudar a la capital para
poder estudiar lo que querían. Cada vez iban menos a casa, y
cuando lo hacían apenas intercambiábamos palabras. Con el tiempo
consiguieron empleos y comenzaron a sustentarse ellos mismos,
por lo que el contacto conmigo que subsistía gracias a lo
económico, se volvió casi nulo. Entendí que debía dejar enfriar las
cosas, que se tomaran el tiempo que necesitaran. Dejé de forzar la
comunicación. Aunque nunca me imaginé, que estuviera destinada
a congelarse para no revivir jamás. Pasaron los meses, luego los
años, y ya ni siquiera aparecían para Navidad. Yo intenté
contactarme un par de veces, en esas fechas especiales o en sus
cumpleaños, pero supuse que habrían cambiado de número porque
nunca conectaba la llamada. Entendí que los debía dejar ir, por más
doloroso que fuera. El amor a veces implica eso, ¿sabés? Uno lo
aprende con el tiempo, o por las malas, como yo.
La brisa toma por un instante la conversación, resbalando sus
partículas en nuestros rostros, revitalizándolos, devolviéndoles un
poco de color.
—No tenía idea… —me animo a decir, al cabo de varios
segundos, intentando contener el llanto.
—No esperaba que la tuvieras, los chicos siempre fueron
reservados. Aunque sí me extraña que Ramiro no te lo haya
mencionado nunca… —se detiene al notar mi mirada brillosa, y
dedica las escasas energías que le brindaron el café y la brisa para
tomarme de las manos—. No te preocupes, posiblemente yo hubiera
hecho lo mismo. Con los años lo entendí. Se sentían asfixiados. No
los dejaba respirar, necesitaban un cambio, aunque implicara poner
en pausa su vínculo conmigo. Es que ya no veían en mí a la
salvadora que los había sacado de la violencia, sino a la que los
había privado de continuar sus vidas. Yo me estanqué, y los
estanqué a ellos conmigo.
— Amelia… perdón que te pregunte esto, y no me tenés que
responder si no querés… pero, ¿Qué te hizo venir hoy, y no cuando
falleció Ramiro?
—Katia me llamó el día de su muerte para ponerme al tanto. En
ese momento no pude atender. Luego, cuando vi su llamada -un
número desconocido- advertí que había dejado un mensaje de voz.
Ahí me lo decía. Quedé completamente en ruinas. Pasé semanas
sin moverme de la cama, apenas comía. Tenía intenciones de venir,
pero no pude. No sé por qué no pude. Les fallé otra vez, a los dos,
cuando me necesitaban más que nunca… —Su voz comienza a
temblar—. Y ahora… ahora mi Kati quizá tampoco vuelva. —No
puede retener la angustia.
Esta conversación es agobiante. No puedo creer que por fin
conozca a mi suegra, pero en estas condiciones. Es todo tan
doloroso.
—Después me enteré en el informativo del incendio y de sus
heridos. Me prometí que juntaría fuerzas para venir, que no volvería
a defraudarlos, aunque con uno ya no fuera posible hacerlo y con
otro… —Inhala profundo, y avergonzada, añade: —Y un tiempo y
cierta dosis de terapia después, acá estoy.
Saca de su cartera un pañuelo descartable para sonarse la nariz,
y cederle a él su sollozo. También saca su billetera
—Mirá —dice, extrayendo de ella una cédula vieja. A juzgar por
su deterioro, no debe tener menos de veinte años—, es Rami, de
pequeño. Siempre fui de guardar sus documentos viejos, pero
cuando se fueron me aferré a ellos de una manera descomunal. El
de Katia lo perdí hace mucho.
Me lo entrega. Un sudor helado se retuerce en cada célula de mi
cuerpo. Comienzo a marearme, pero parece que no lo suficiente
para concretarlo en un desmayo, pues hasta el malestar queda
paralizado.
Junto a un niño con una ilusa sonrisa, al margen de los
problemas de la vida y de su desgarrador destino, y un intento de
firma igual de ingenua, se encuentra su nombre. O el que solía
serlo. Tres palabras, veinte caracteres. Firme, inextinguible,
imborrable, en el pedazo de plástico:
Ramiro Altergo Disparu
LOS COMIENZOS
Una lapicera gritando sus últimas gotas de tinta.
Una hoja en blanco que se asoma por la esquina.
Y detrás, esa tinta y lo que fue, baila en forma de historias
escritas, en tu piel, en la mía, en los ojos de hasta el alma más
perdida.
Que el cielo estalle de alegría, y que cada estrella se encuentre
reflejada, en los sueños que destila tu mirada.
Que el mundo explote en mil pedazos, y se funda en tu piel
tostada. Para darle un poco de brillo, un poco de caos, a esa tela
gastada.
Y que tus ojos, en el intento por descubrir el mañana, se
encuentren cantando entre atardeceres, brindando por el despertar
de otro reloj.
Que despierte el alma, y se convierta en mar.
Y al ritmo de las olas, encuentre en la marea, la magia de un
nuevo cielo.
55
La tensión se palpa en cada partícula. Desde mi posición en el
volante noto las fluctuaciones del asiento de al lado, provocadas por
los nervios de Amelia.
El trayecto nos encuentra en silencio, ninguna tiene nada que
aportar, a decir verdad. Las dos sabemos el riesgo que corremos.
Todo se resume a un poco de suerte. O quizá, al destino.
Ahora con Katia de vuelta en su cuerpo, convencí a su mamá de
que quizá era buena idea visitar a su viejo amor, con la esperanza
de influir positivamente en la recuperación de su hija, si se
encuentran unidos.
El ocaso se asoma en el horizonte de un cielo que se intensifica
a cada minuto, y la luna comienza a insinuarse en el lienzo
abovedado. La luna… hacía mucho no le prestaba atención. Mi
eterna compañera, mi consejera sigilosa, mi ojo protector. Hoy, un
ojo en forma de hilo de luz, que a su vez se curva como una sonrisa.
Sí, un ojo que sonríe.
Llegamos al recinto. El firmamento se estabiliza en naranjas, y el
hilo plateado resalta un poco más.
Estaciono el Chevrolet gris a unos cuantos metros de la entrada.
Amelia, sin despegar sus ojos del suelo del auto, rompe el silencio:
—No puedo hacerlo.
—Sí podés, ya hablamos de esto.
—Pensar que fue un error de papeleo. Me pregunto qué giro
habrían tomado nuestras vidas si hace diez años les hubieran dado
a mis hijos la información correcta; que su padre estaba vivo.
—Eso no lo sabremos nunca. No vale la pena siquiera
cuestionárselo. Lo que es, es. Hoy llegaste hasta acá, y yo voy a
estar contigo. Te prometo que si no es un buen momento, nos
vamos sin dudarlo.
—Gracias —dice, y aprieta mi mano.
Al ingresar nos encontramos con la misma persona de siempre;
mirada larga, desanimada, quien pregunta nuestros nombres.
—Ya nos conocemos, vine varias veces… Lina Lost. Ella es
Amelia Disparu.
Se le escapa una mueca de burla que desfigura por un instante,
sus labios pintados con descuido. — ¿Disparu? ¿Qué clase de
apellido es ese? —Masca chicle de una forma teatral.
Estoy comenzando a perder la paciencia.
—Es francés. ¿Nos das los pases, por favor? Venimos a ver a
Daniel Altergo.
—Uh, suerte con eso… está en el jardín —agrega la señora, en
tono de burla.
—Yo me voy —declara Amelia.
—No, te quedás acá. —Tomo su brazo mientras le dedico una
mirada penetrante a la funcionaria, y arranco del mostrador los
pases de visitante.
—Siempre lo mismo —reprocho, ya lejos del acceso.
Un grito desgarra el aroma artificial a hogar.
Para llegar al fondo del nosocomio debemos atravesar un pasillo
que recientemente ha sido disfrazado con fotografías, enmarcadas
como una especie de trofeo. Rebosan de orgullo de una felicidad
fingida, por el blanco helado y estremecedor de esas sonrisas
macabras.
—No puedo creer que estuviste internada acá.
—Sí, yo también me cuestiono cómo aguanté tantos meses,
aunque muchos no tienen tanta suerte y se pasan años. Supongo
que me mantenía viva la posibilidad de que saldría eventualmente.
Y la compañía de Dani, por supuesto. Eso fue clave.
—Se hicieron buenos amigos, ¿eh? —pregunta, con una voz
insegura pero alegre.
—Sí, y luego vengo a enterarme que somos familia… las vueltas
de la vida.
Al final del pasillo atravesamos la puerta de hierro que nos
separa del exterior. Comida por el óxido, chilla un ruido espantoso al
abrirla, pero al cabo de unos segundos ya no constituye una barrera
entre nosotras y el momento tan ansiado.
A unos metros, bajo un fresno centenario, un hombre
desgastado por la vida forcejea para zafar de dos enfermeros que
intentan llevárselo.
Es él.
Amelia se cubre la boca, y se ancla a mi brazo. Me es imposible
imaginar lo duro que debe ser para ella verlo así, después de tantos
años.
—Nada ha cambiado —comenta, ganada por la desilusión.
Pero él, aun acorazado por venas de odio de su otro yo, la
escuchó. Deja de resistirse, y comienza a recuperar su color. La
armadura se desgrana y diluye en la noche.
Dirige su mirada hacia nosotras. Su mirada de mar, y de
tormenta también.
La mirada oceánica de Ramiro. Me desarma por completo. Un
río se retuerce en mi garganta, suplicando que lo deje salir. Pero no
es momento, no es mi momento. Deberé sostenerlo para después.
— ¿Amelia?
Sí, es él.
56
Me cuesta muchísimo pronunciar las palabras. Las que he
pensado y repensado durante este tiempo, carcomiéndome por
dentro, deseando que llegara este momento. El momento de la
verdad.
Lo cierto es que hacerlo apenas Katia despertó hubiera sido muy
inoportuno. Esto obviando el hecho de que tantas semanas de
sueño no le devolvieron de inmediato sus vivencias recientes, como
era de esperar, según los médicos. Así que decidí aguardar a que
se estabilizara y comenzara a recordar, para afrontar eso que
consume mi consciencia. Además, ella también tiene cuestiones que
procesar, que cayeron como un balde de agua helada para darle la
bienvenida; el reencuentro con su madre y la existencia de su padre.
Pero ahora estamos solas. La mañana me cedió su canto para
que hable, pues ningún pájaro se escucha. Pero la espera parece
haberme arrancado las cuerdas vocales, imposibilitándome a hacer
frente a la verdad.
—Kati…
Me observa, serena. Con parsimonia vuelve a su cuerpo.
Deduzco que discierne enseguida a dónde me dirijo. También
esperaba esta instancia hacía mucho, y junta energías para su
confesión.
—Sí, lo sé. Es hora.
Respira hondo, inhala confianza, y sigue:
—Lo que encontré en el laboratorio era un documento. Uno que
posiblemente sea la clave que te falta para terminar el
rompecabezas.
Abro mi cartera y saco el trozo de papel que supongo, es parte
de la historia. Se lo entrego.
— ¿Dónde lo conseguiste?
—Fui al laboratorio.
— ¡Lina! ¿En qué estabas pensando? ¡Si te descubrían…
—Pero no lo hicieron. Tranquila, aprendí a cuidarme sola en el
tiempo que no estuviste.
—Entonces supongo que ya sabés lo que vi.
—Necesito que lo confirmes.
—Era un contrato de Fix me, donde se explicitaba el equipo de
personas que llevó a cabo el proyecto.
— ¿Y?
—Bueno, entre ellas estaba… —hace una pausa para poder
convencerse de lo que saldrá de su boca —mi hermano.
Distingo cómo cada arteria de mi cuerpo detiene su flujo, para
poder procesar también lo que acaba de escuchar. Claro que lo sé,
en el fondo, en lo más profundo de mi ser. Lo sé. Tiene un tétrico
sentido. Pero había decidido no verlo, como si eso me privara del
dolor.
En mi interior se hace audible cómo la carcasa que había
construido se quiebra en fragmentos indivisibles. La coraza que no
sabía que había creado, pero que ahora rota, deja ver más allá.
— ¿Ramiro… Altergo? —logro pronunciar, arrastrando las
palabras.
—Sí… usó nuestro antiguo apellido para que no sospecharas,
supongo, en caso de que lo vieras en las noticias, o en los diarios.
Claro que tuvo la suerte o el plan de que su nombre nunca se
relacionara con el producto, porque de haber salido a la luz, yo me
hubiera dado cuenta. Y él lo sabía. No sé cómo logró zafar.
—Necesito tomar aire fresco.
— ¡Lina…
Salgo exasperada, en busca de algo que calme mi ansiedad.
Pero ni todo el oxígeno del mundo podría contrarrestar la falta de
vida que siento ahora.
Claro que fue Ramiro. Había sido él todo el tiempo. Los clientes
misteriosos, las mentiras, la precisión milimétrica. El aroma a
traición. De sus principios, de su ser, de su relación conmigo. Al final
se reducía a ese maldito reloj. Mi esposo se encargó del diseño de,
literalmente, la miseria de quienes pecan por no estar lo
suficientemente despiertos.
El pecho me punza, avisando que en cualquier momento se
desgarrará para dejar salir la rabia. La vida sangra, el calor asfixia.
¿De verdad hace tanto calor?
La cordura arde, el desdén rasga.
El reloj. Debo encontrar ese reloj.
57
Mi juicio no es el mejor para conducir, desde luego. Pero
tampoco para darse cuenta de que no está capacitado para
conducir.
Entonces solo lo hace.
Semáforos en rojo, carteles de PARE. Reclamos de fastidio.
Nada importa.
Llego a casa y estaciono el auto en el medio de la calle.
¿Balizas? Claro que no.
Revoluciono cada mueble, cada maceta, cada adorno inútil.
Nada.
De la desesperación me jalo el cabello tan fuerte, que juraría que
arranqué la prudencia.
Me rindo en el suelo. Abrazo mis piernas. Dejo los surcos de mis
uñas en ellas.
La guitarra.
Tiene que estar en la guitarra. Es el único objeto que no he
desmembrado.
Entonces solo lo hago.
Extirpo sus cuerdas, todas a la vez. Destrozo la tapa con las
llaves del auto. Y en el fondo, cobarde, incapaz de aceptar la
derrota, yace el arma homicida. El destructor de parejas. El
destructor de vidas. El desatador de locura.
Fix me.
No habla porque el auto ya había cesado su alarido, y su fracaso
se refleja en la pantalla quebrada, en su pintura seca carmesí. Pero
no había visto que junto a él se halla la otra prueba del crimen. Una
cédula, con vencimiento en 2020, a nombre de Ramiro Altergo.
También, salpicada de rojo.
Después de un año, los recuerdos comienzan a llover
torrencialmente, calando hondo en mi memoria. Ahora lo veo.
Lo veo fuerte y claro.
58
10 de diciembre de 2017
— ¡No puedo creerlo!
—Bueno, tampoco es para tanto.
— ¡Ramiro! ¡¿Sos consciente de lo que estás haciendo?! ¡¿Sos
mínimamente consciente?! —Su impunidad me daba asco.
En su portafolio guardaba una cantidad desorbitante de objetos
aleatorios, simplemente para justificar su carga. Se había vuelto
adicto a ese bendito maletín con aires de grandeza.
—Sí, ¡estoy trayendo comida a la casa! Y el viaje a Perú que
vamos a hacer no se va a pagar por su cuenta.
— ¡¿Me estás tomando el pelo?! ¿Retrocediste en el tiempo
cincuenta años? ¡Hola! ¡Siglo XXI! ¿Cómo pensás que cubríamos
nuestros gastos cuando a vos no te surgían proyectos? ¡¿Cómo?!
¡Era lo único que faltaba! ¡Que te volvieras un codicioso arrogante!
Y del viaje olvidate, no va a haber ningún viaje. Mucho menos con
dinero manchado.
Sus zapatos presumían su dureza impactando en el suelo.
Salió puerta afuera, golpeándola con una fuerza descomunal. Lo
seguí.
— ¡Ah no! ¡No te vas a librar tan fácil! —grité, mientras lo
perseguía entre las tinieblas.
Un tintero se había volcado en el cielo, impregnándolo de su
color oscuro. Una noche sin luna que aplastaba con su
pigmentación saturada, su tacto macizo, su desgarradora
premonición.
— ¿A dónde creés que vas? —agregué, ya al descubierto, en el
escenario urbano.
—Tengo que cerrar un trato.
— ¡¿Qué clase de trato?! —le gritaba a su nuca, pues iba unos
cuantos metros más adelante, con paso apresurado.
— ¡No preguntes si no querés saber la respuesta!
Clavé mis pies en el pavimento. Nunca había experimentado esa
rabia antes.
— ¡Tiene que ser una broma!
— ¿Qué más querés que te diga? ¡Ya sabés lo que hago! ¡Me
descubriste! Ahora, ¡Dejame en paz!
— ¡¿Qué te deje en paz?! ¡¿QUE TE DEJE EN PAZ?! —Estaba
fuera de mí—. No sé quién sos, pero no sos con quien prometí que
pasaría el resto de mi vida. Sos responsable de esta ola de gente
infeliz, y no te mueve un pelo. ¡Sos una máquina, Ramiro! ¡¿Qué
sos, exactamente?!
Su ignorancia era derrochadora. Avanzaba a un ritmo
inalcanzable.
Cruzamos la calle. La noche se hacía aun más oscura, y las
estrellas escaseaban. No por polución lumínica, porque las luces de
la ciudad también habían decidido esconderse, para no ser testigos
de la catástrofe.
Comencé a llorar. De angustia, desesperación, tormento. Sentía
que el aire no llegaba a mis pulmones. En su lugar había cenizas.
El cielo me acompañaba en el sentimiento, y también comenzó a
llorar. El ardor de su piel en llaga viva se palpaba en cada gota. No
era agua, era fuego.
Y él seguía inalterable, con su portafolio.
Ruidos de vehículos se interponían en mis palabras. Palabras
sin sentido, palabras aleatorias. Palabras vacías. Pero palabras en
fin. No dejaría que gritara el silencio, eso era lo que él quería.
Fue así que emití mi juicio final, con la última gota de aliento, y al
borde de desmoronarme por completo:
— ¡Si no sos capaz de darte cuenta de que sos un asesino, no
puedo ayudarte!
Se detuvo a mitad de la calle.
A mitad de la vida.
Se detuvo.
Un auto blanco interpeló su maletín.
Un auto blanco y rojo. Obstaculizó la pelea.
Ya no había más pelea.
Solo había silencio. Finalmente reinó el silencio.
Sus latidos sucumbían en el río escarlata. Se habían quedado
con la última palabra.
La Tierra desconsolada, garganta desgarrada, pautaba su fin.
Mi fin.
Ni siquiera la lluvia estaba de mi lado. Huía a gran velocidad,
llevándose el delito en sus partículas, arrastrando la injusticia,
desvaneciéndola.
Las únicas pruebas serían su cuerpo irreconocible, su piel rojiza,
su impresión vitalicia en el asfalto.
Un círculo dorado rodaba en el perímetro de la escena. Un anillo
dorado y rojo. En una noria rodaba, rodaba y no paraba.
Su portafolio se había abierto, exponiendo su culpabilidad, y sus
gafas de sabelotodo. El arma homicida se desprendía de él,
aceptando la derrota. El aparato que como a muchos, me había
arrancado la vida.
Era el reloj.
Se había detenido.
59
Los días que siguieron a mi descubrimiento estuvieron sumidos
en una nube de agobio. Era como si cualquier evolución que pudiera
haber tenido en los últimos meses se arrugara y se tirara a la
basura.
Me falta el aire, y no sé cómo manejar la información. La
información que por tiempo me faltó para poder respirar, y ahora que
la tengo, decidí que respirar es demasiado doloroso. Aun más que
no hacerlo.
Utilicé el dolor para justificar mi inasistencia en el hospital. Mi
inasistencia de la vida. Porque no sé dónde estuve estos días. Debo
descubrir qué lugar ocuparán estos datos en mi historia.
La rabia me consume lentamente, pero una cosa tengo clara:
luego de recuperarme de esta locura, porque lo haré, cueste lo que
cueste, nunca volveré a permitirme tal dependencia de otro ser
humano. Eso es lo que casi me succiona por completo. Roma dice
que no existen los “nunca”, aunque este es un buen momento para
que comiencen a hacerlo. Y ahora que por fin me encuentro, aunque
en medio de la cólera, no volveré a soltarme jamás.
Katia todavía necesita mi ayuda. Su recuperación apenas
comienza y yo no puedo darme el lujo de desvanecerme, otra vez.
Pero antes de ir con ella, debo hacer una parada.
Dani ha vuelto a su hogar. Por fin fue liberado de las garras de
Clutter. Al menos el 2019 trajo dicha para algunas personas, y mi
nivel de egoísmo no es tan alto. Me alegro muchísimo por él.
Su casa es en los suburbios, alejado del alboroto. Un cambio
radical, luego de estar dos años en aquel lugar del horror. Pero un
cambio en fin, y se espera lo mejor.
Cuando llego, él se encuentra en el porche tomando mate. No
puedo creer la paz que denota. Es otra persona. El Dani que
conozco, pero exacerbado en tranquilidad. Bueno, que resulta no
conocía tanto, pues el estatus de relación cambió de un instante a
otro, de amistad a familia. Y yo estoy en el proceso de incorporarlo.
Apenas me ve, saluda con alegría, y me da un fuerte abrazo. De
esos que reinician, que curan. Nos envuelven en canciones, en paz.
Sacan viejas estrellas y planetas de nosotros, que creímos nunca
volver a ver.
—Servite pan, está caliente —dice, cuando nos despegamos.
—Gracias.
—Supongo que ya lo sabés.
—Sí. ¡No puedo creer que no me lo dijeras!
—Quería hacerlo, no te imaginás cuánto. Pero era mi deber
respetar tu proceso, no se pueden forzar las circunstancias. Yo lo
aprendí por las malas, pero vos todavía tenías esperanzas.
—No entiendo, ¿Cómo que por las malas?
Se instala en un tronco que hace de banco e instantáneamente,
ceba un mate. Yo me siento a su lado en una silla plegable, y
observo cómo el bosque de enfrente bulle de gozo. Una brisa
vigorizante hace bailar sus hojas.
—El tiempo se apodera de la mente de las personas de una
forma inigualable. Se arraiga de su prudencia, la incinera sin ser
visto.
Yo lo miro, concentrada. Él toma un sorbo de la bebida caliente,
y continúa:
—Lina, lo que tenés que saber es que no hay tal embrollo como
envejecer o marchitarse. Una vez en ese estado, es lo único que
existe; ese estado. El día anterior era otra cuestión. El pasado solo
existe en forma de recuerdos, y vos misma experimentaste, que no
son una fuente confiable. Esta conversación que estamos teniendo
ahora, en un tiempo no existirá, porque la habremos olvidado, o la
recordaremos diferente. Es una cuestión de perspectiva. Pero por
más cliché que suene, es realmente la clave del asunto. Nunca
podremos saber con seguridad cómo sucedió un determinado
acontecimiento, o si realmente lo hizo. A la mente le encanta jugar
sucio, y nosotros la dejamos. Es cuando intentamos controlar lo
imposible, que perdemos por absoluto el control. O creemos que lo
hacemos. Es que el control no existe, ¿sabés? Es una ilusión. No se
sabe qué ocurrirá mañana, y está bien. Debemos permitirnos, que
esté bien. No existe nada más que no sea el presente, es cuestión
de lógica. Pero insistimos en ir contracorriente. De testarudos que
somos.
Intento reunir sus palabras en una idea que tenga sentido, pues
mi comprensión va más lento que ellas.
Prosigue, y mientras lo hace, me perfora con su mirada:
—El tiempo es uno, y son muchos. Está acá y en todas partes. Y
en ningún lado. Cuando era joven ya temía que mi tiempo se
acabara, y comencé a buscar alternativas, formas de extenderlo, o
de inmortalizarlo. Y eso fue lo que hizo que hasta mi personalidad
se doblegara; porque los dos tipos no se ponían de acuerdo a qué
tiempo ir, y los dos eran parte de mí. Yo trabajaba con relojes, eso
ya lo sabés —se ríe, con ironía—. Me dejé llevar por el ruido de sus
agujas. Me desviví por encontrar alguna otra manifestación del
tiempo, una que no se extinguiera. ¡Quería la inmortalidad!
¿Entendés lo absurdo que suena?
—Entonces… supongo que no encontraste nada.
—Ah, no, sí lo hice. Sí que lo hice —ríe de nuevo, nerviosamente
—. Pero eso no viene al caso.
— ¡Pero necesito saberlo!
—No, de hecho lo último que necesitás es saberlo. Te estoy
diciendo que es lo que me llevó a la perdición, ¡por el amor de Dios!
—suspira—. Además, lo tendrás que descubrir por tu cuenta, y
presiento que será pronto. Pero está bien, te doy una pista. —Su
voz se torna misteriosa—. Digamos que hay lugares, parecidos a
este pero con diferencias muy sutiles, en los que un año pueden ser
treinta. O en treinta años, solo transcurrir uno.
Hace una pausa y añade: —La vida siempre halla la forma de
resurgir. Como te dije; es tan solo, cuestión de perspectiva.
60
Me voy completamente descolocada. La vida tiene cada vez
menos sentido. Si es que se supone que deba tenerlo. Quizá es
cierto, quizá el sentido está hoy, ahora. Justo frente a mis ojos, que
recién comienzan a abrirse.
Aparco en el estacionamiento del hospital, en el lugar de siempre
cerca de la entrada. Ingreso a la habitación 306, y Katia me recibe
sorprendentemente radiante. Como si en estos días hubiera
encontrado su luz entre las cosas perdidas.
— ¿Y? ¿Los reyes te dejaron algo? —pregunta.
—No te imaginás cuánto. —Y la abrazo—. Quizá para la próxima
pido menos intensidad en el regalo. —Reímos—. Estuve con Daniel
hace un rato, creo que se deben una charla… no vas a poder
ignorar sus llamadas para siempre.
—Ya sé, ya sé. Estoy juntando fuerzas para hablar con él. Es
que se siente demasiado.
—Ni me digas. ¿Y Amelia?
—Se fue hace un rato, estaba exhausta. Iba a esperar a que
vinieras pero le dije que llegarías pronto y que no se preocupara.
—Perfecto. ¿Querés dar un paseo? Está re lindo el día.
—Dale, sí. Me vendría bien un poco de aire.
La llevo al patio en su silla de ruedas. El sol arrulla el alma.
Kati cierra los ojos e inhala profundo. Luego exhala, dejando ir la
adversidad. Dejando ir.
Yo también, intento dejar ir. Pero hay un nudo en mi estómago
que insiste en arraigarse, y no lo hace posible. Es todo muy
reciente. Le haré caso a Daniel y me daré el tiempo para procesarlo.
Bueno, si es que eso existe. Ya no estoy segura de nada.
— ¡Puedo sentirlo otra vez! —Exclama, mientras un panadero se
posa en su brazo—. ¿Vos no? La textura del viento, el sonido de la
naturaleza. ¡El aroma a vida!
Me da mucha ternura y alegría al mismo tiempo, y sonrío para
acompañarla. Aunque no, aun no lo percibo.
—Lina, hay algo que no te he dicho…
Respondo a su comentario con una mirada curiosa.
—El incendio… —agrega—, lo provoqué yo.
— ¿Qué?
—No fue a propósito, ¡claro que no! Pero es que descubrir ese
archivo me dejó en un estado tal de nerviosismo, que ya no podía
controlar mis reflejos. Había una vela prendida, Dios sabrá por qué,
quizá alguien la había encendido un rato antes para aromatizar el
ambiente. No lo sé. Pero recién habían desinfectado la habitación, lo
hacían una vez a la semana, como sabrás. En fin, cuando te llamé
estaba desesperada, y apenas corté comencé a juntar los papeles
para irme, y en esa imprudencia la tiré sin querer. Recién le habían
pasado alcohol a las mesas… —Es incapaz de seguir, sus lágrimas
se lo impiden.
—Kati… esto se lo tenés que contar a la policía. Están
investigando el caso porque creen que fue intencional.
— ¿Murió gente? —Parecía temerle a la pregunta, pues le costó
pronunciarla.
—No, quedate tranquila. Vos fuiste la más grave, y acá estás. Ya
pasó.
No logro contenerlo más, y me uno al llanto. Esta vez, con la
brisa arropándonos.
61
En otro reloj (5)
Allí se encuentra, en el lugar acordado. El sol haraganea en el
filo del mar, y en señal de pereza, expide rayos tenues, sin fuerza,
que descosen el cielo verdoso característico de estas horas.
El mar sí ha madrugado, y aguarda el encuentro destilando
música en cada ola que araña la costa.
Todavía se golpean las ideas dentro de su cabeza, aunque sin
ruido metálico, luego de la llamada de ayer, directo desde Nueva
York. El planteo ridículo, y que por supuesto rechazó, de hacer un
reloj que ayude a adelgazar. Aunque ayudar es una palabra gentil
de describirlo. En este momento no recuerda el nombre, pero era
algo similar a arreglar, en inglés. Irónico.
Enlazada con una de las olas, está ella. Mirada profunda, rostro
de luna llena, piel fruncida, que parece moldearse a partir de la
mismísima arena.
—No pensé que llegarías tarde —susurra, de espaldas, distraída
con el brillo del agua.
— ¿No habíamos quedado a esta hora?
—Cinco y media, sí.
—Entonces...
—Son cinco y cuarenta.
El sujeto la mira, confundido.
Roma le regala también sus ojos, y añade: —El hecho de que no
lo notes es aun más fascinante. Hace unas semanas pensar en la
posibilidad de llegar diez minutos tarde socavaba tu existencia. —
Sonríe, y vuelve a posar la vista en la espuma que se derrite al
envolver sus pies.
Sorprendido y tranquilo, mientras procesa el comentario, se
instala en un tronco cuya función se transformó con el tiempo. Se
descalza, sin siquiera cuestionarlo, y entierra sus pies en el
terciopelo húmedo. Luego cierra los ojos y respira la sal.
Exhala. Abre los ojos.
—Se siente bien, ¿no? —La mujer de tercera edad se ha
acomodado a su lado, estilo indio.
—Sí… la verdad es que sí. Pero, ¿Qué es?
— ¿Qué es qué?
—Eso que percibo… acá —dice, tocándose el pecho.
—Vida, querido. Vida.
Sostienen el silencio por unos segundos. El sonido del silencio,
en la cantidad adecuada, colma cualquier corazón hueco.
—Siento que todavía falta algo. No sé qué es. Pero ya no creo
pertenecer a este lugar.
— ¿No te gusta la playa?
—No, sí… quiero decir, la playa es justamente el único sitio en
donde me siento como en casa. La ciudad, en cambio…
—Te resulta ajena, sacada de otro cuento.
Él la observa con detenimiento, mientras curva sus cejas
gruesas, en forma de sospecha, enmarcadas por sus gafas.
—Es una forma escalofriantemente exacta de describirlo.
—El cielo no es siempre verde, ¿sabés? Bueno, siempre no es
el adverbio indicado… everywhere, queda mejor.
—Pero esa palabra ni siquiera es en español.
—Eso es porque nuestro idioma escasea del término adecuado
para esta ocasión. Rompé las barreras, querido. Ablandate. Saltá
las reglas. Los idiomas deberían mezclarse más a menudo. ¿Qué
ocurre cuando querés decir te quiero, en inglés?
—I love you
—No exactamente. Eso significa te amo.
La mira, confundido.
—No podés. En ese caso, debería usarse el español. ¿Ves cómo
es más fácil así? Siempre buscamos complicar lo simple —declara
la anciana.
Al sol le está costando levantarse, por lo que las luces de la
ciudad aun forman parte del ropaje oceánico.
—Como sea, nos desviamos del tema —agrega—. ¿Cómo es
eso de que no te sentís parte?
—Es como si mi propia vida, no me perteneciera.
Roma vuelve su mirada al infinito.
—Así como el mar refleja a su manera las luces de la ciudad,
cada uno interpreta diferente sus experiencias. El agua guarda
gotas de luz en sus partículas, las incorpora, las hace suyas. Ya son
parte de su memoria.
Cada vez entiende menos las palabras enigmáticas de la señora,
y ella percibe su confusión. Pero jamás pierde la calma. En cambio
prosigue, imperturbable:
—Mirá donde rompen las olas. La arena mojada refleja; la arena
seca, no. Es como si en la zona húmeda se dejara ver lo que hay
detrás, como cuando se arranca una cascarita y vemos la verdadera
piel; no la capa de afuera, que está sucia del mundo. —Se acerca a
la orilla y con una cuchareta, recoge un poco de agua. Luego se la
vuelca en el brazo desnudo. —Mojate, Ramiro. Arrancá la cascarita.
Es hora de cruzar.
Esperá
no te vayas todavía.
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