Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Entre Relojes El Tiempo Separa Mundos El Amor, Los Une Spanish Edition

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 185

ENTRE RELOJES

El tiempo separa mundos. El amor, los une.

Camila Silva
Derechos de autor © 2021 Camila Silva Santa Cruz

Todos los derechos reservados.

Queda terminantemente prohibida, sin la autorización del titular, la reproducción total o


parcial de esta obra por cualquier forma o medio, así como la distribución de ejemplares de
la misma mediante alquiler o préstamos públicos. La infracción de dichos derechos puede
constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Ilustración de portada por Camila Silva Santa Cruz


A mis padres,

por sostenerme en todo el proceso…

y en la vida.
Contenido
 

Página del título


Derechos de autor
Dedicatoria
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
53
54
55
56
57
58
59
60
61
62
63
SOBRE LA AUTORA
AGRADECIMIENTOS
 
Esta fue de las partes que más me costó escribir. La dejé para el
final, con la esperanza de que el tiempo sembrara las palabras
perfectas. Pero el tiempo no hace tal cosa. Entonces con o sin su
ayuda, las palabras que me surgen son estas, en un profundo
agradecimiento:
A Ceci Curbelo. Por ser un pilar fundamental en el desarrollo de
este libro; guía incesante desde hace diez años -aun sin ser
consciente de ello-, dejando huella y movilizando mi camino. Por la
generosidad extrema, por ser luz. Pero sobre todo, por creer mí.
A Sol Iannaci. Por hacer honor a su nombre; por inspirar con sus
palabras, por el apoyo incondicional, por impulsarme a alcanzar mis
sueños.
A mi familia y amigas. Por apoyarme, por escucharme; tanto
cuando explotaba de felicidad, o cuando me raspaba en el camino.
Por estar siempre; mi mayor sostén, mi mayor motor. Mi mayor
razón.
A mi abuela Teresita, o como le digo yo, “Eia”. Por compartir
conmigo el amor por las letras, por la fe sincera; por regarme esta
pasión tan poco común.
A mis profesoras de literatura. En especial Teresita Vergara, por
incentivarme a tan temprana edad, por ser parte de mi proceso en
las letras.
A Lauro Marauda. Por considerarme capaz de superar mis
propias expectativas, por ser la primera persona que generó en mí
la motivación de escribir esta historia.
A todos los escritores que conocí este año a través de las redes.
Jóvenes soñadores de diversas partes de Latinoamérica que como
yo, apuestan por lo que aman cada día. Por estar presentes a la
distancia, ya que el amor por algo en común no conoce de fronteras.
A Teodoro, mi perro. Cuya mirada me secó las lágrimas más de
una vez. Por acompañarme en las largas noches en las que se
gestaba esta historia.

PRÓLOGO
 
Conocí a Cami en un Taller de Novela que impartí hace un año.
Pero ella dice que me conocía desde que tenía diez años cuando
me leyó por vez primera. Esa es la magia de los libros, que une
generaciones y que nos encuentra hoy de adultas compartiendo la
misma pasión.
Y no solo la descubrí como ese ser maravilloso que es, humano,
sensible y reflexivo, sino también como una autora que nos invita a
redescubrir la vida.
Lo hace a través de una prosa rica, plagada de sueños, que
deambula por el espacio cotidiano, el de todos los días, el del café
con leche en la mañana, pero también por el otro, en la dimensión
que va más allá de lo que sabemos de esta existencia y de este
plano.
En esta, su primera novela, Cami nos hará sumergirnos y bucear
entre relojes, entre tiempos, entre lo onírico y lo real. Como lectores,
nos empujará al abismo, nos lanzará y nos dejará caer…
Y volar.

Cecilia Curbelo
1
 
Es lunes por la tarde, aunque el aire huele a domingo. Un
miserable y aplastante domingo. El reloj recién gritó las seis, y en
mis ojos vidriosos se reproduce el amarillo fulgurante de las pastillas
que tengo enfrente, mientras me pregunto cuántas bastarían para
dejar de escuchar el agobiante e incesante tic-tac del reloj.
Hubo un tiempo en que ese mismo canto me resultaba amigable,
incluso bailaba a su ritmo. Era cuando los lunes eran lunes, y los
domingos, domingos. El sol siempre entraba por la ventana a
pintarme las mejillas de un dorado esperanzador. Pero era antes.
Cuando mis dudas rondaban sobre el cielo; no alrededor de
calmantes, y me preguntaba cuántas estrellas bastarían para
iluminar cada alma, así como conmigo, bastaba solo una; la de mi
alma gemela.
Eran tiempos de gloria, de paz y abundancia, en particular si el
polvo se acumulaba en nuestra billetera, y no teníamos la más
remota posibilidad de ser cegados por el brillo que nos llevaría a la
perdición. Éramos nosotros, y el universo. El vasto y misterioso
universo. Tan grande y tan pequeño, jugando a través del viento y
las sombras que arrojaba la luz de la luna, sembrando la ilusión de
la eternidad.
Hoy, la única luz que recibo, o estoy dispuesta a aceptar, es la de
mi mejor y única compañía; el celular. Esa que congela mi cara con
su tono frío, y como un sello contundente marca las ojeras que visto
día a día, tras un largo insomnio.
¿Cinco? ¿Seis? ¿Veintiséis? ¿Cuántas? Mi vida se redujo a un
número exacto de pelotitas amarillas, que intento sea par, pues el
TOC es más fuerte que yo. Obsesiva empedernida. Y no vaya a ser
que entre ellas se cuele una verde, odio el verde. Odio su orgullo de
vestir tantas hectáreas de pradera él solo, y fingir la suerte al
encontrar un trébol de cuatro hojas.
Pero en el amarillo encontré refugio, seguridad, comodidad. Es
él quien a veces logra liberarme de las voces taladrantes de mi
cabeza, que me repiten al oído, una y otra vez, que mis manos
fueron las culpables de que el corazón de mi compañero de vida, se
convirtiera en piedra.
¿Realmente fue así? No lo recuerdo. Ya no sé si confiar en mi
memoria, en las noticias de los jueves, o en el anillo bañado en rojo
que descansa en mi mesa de luz. Inalterable, acusatorio.
2
 
Una ráfaga de viento otoñal irrumpe en la habitación, cortando
en tajadas mis pensamientos. Me acerco a cerrar la ventana, y
siento que algo me llama. No con palabras, sino con otro lenguaje
que no logro descifrar.
Y allá arriba, sonriéndome, cómplice, se encuentra la luna.
Quiere pedirme prestada el alma por una noche, para curar las
heridas que todo el amarillo del mundo no podría zurcir. Mi
compañera, mi aliada. Se guarda mis victorias, mis deseos y mis
culpas. No pide nada a cambio, pero está. A veces se funde con
alguna nube, o se tiñe del color del cielo. Pero cuando vuelve,
renace, radiante.
Desde pequeña he mostrado gran admiración por el astro de la
noche. Una bola de luz que, a diferencia del sol, no ciega; invita a
observar. Entre el negro abrasador de una noche silenciosa, allí se
encuentra. Cautelosa, misteriosa. No intenta destacar; únicamente
brindar el brillo necesario, para iluminar las ideas de un alma
perdida como la mía.
Si la luna hablara, me contaría secretos. Los tuyos, los nuestros,
los de su cielo infinito. Quiero creer que se los guarda porque tiene
una razón contundente, quizá mantener el equilibrio de las cosas,
para perpetuar mi olvido y con él lo que queda de mi cordura al
pensar en lo que no recuerdo. En eso que me obliga a estar
permanentemente en vela, para poder atestiguar cómo cada célula
de mi cuerpo se retuerce un poco más tras cada noche insomne.
Lo que ella calla, las estrellas revelan, con su incesante
resplandor. Muy pocos, sin embargo, saben hablar su idioma. Debo
aprender a hacerlo, si quiero descubrir la verdad.
A veces me pregunto si no sería más sencillo si me explicaran lo
que sucedió. Pero los médicos insisten en que es mejor para mi
recuperación que haga mi propio proceso, y no lo fuerce, pues
podría arrepentirme. Además, los verdaderos testigos dicen haberse
esfumado.
— ¿Otra vez mirando la luna?
—Ah, hola, Kati. Se me pasó la hora.
Mientras cierro cuidadosamente la ventana oxidada pienso en lo
afortunada que soy, de que todavía me dirija la palabra. Desde el
incidente, nuestro vínculo subsiste gracias a mi enfermedad, entre
doctores, pastillas amarillas y galletas de avena.
Cada lunes por la noche se reescribe la misma historia, una y
otra vez: se entromete en mis pensamientos, sueños y diálogos con
la oscuridad, después de entrar sin siquiera tocar la puerta. Luego,
tras lanzarme como un dardo su mirada acusatoria, me ordena que
cierre la ventana, que “hace frío”, que “te vas a resfriar”. Me lo dice
siempre, aunque haga veinticinco grados. Yo obedezco, no quiero
discutir. No quiero someter a un cruce de vocablos el destino de
nuestra amistad, que a esta altura ya pende de un hilo. Y yo la
quiero, la necesito. Ella es todo lo que me queda.
Con un chirrido se corta la comunicación, como si una tijera
especialmente afilada desgarrara el cable de un antiguo teléfono,
cuyo único deseo, era vincular dos viejas amigas.
Que “si tomé las pastillas”, que “cómo estuvo mi día”. Mi
respuesta es siempre la misma, automática y aburrida: que bien, lo
de siempre, repartiendo miradas entre el celular y el techo.
—Bueno, cualquier cosa me llamás.
Y tras depositar un plato de galletas en la mesa, tan rápido como
si le estuvieran quemando la mano –aunque el calor ya se ha
desvanecido-, se despide de un portazo. El mismo portazo con el
mismo tono de todos los lunes desde hace un mes.
Esa fría y abismal distancia entre sus ojos y los míos no existía
antes.
Cuando uno es joven, lleno de vitalidad, esperanzas y sueños,
tiende a estar inmerso en redes de relaciones que entretejen su
propio ser. Es parte de uno, y todos conforman una sólida -y frágil-
unidad. Es inimaginable siquiera pensar en la posibilidad de que esa
aparente estable red de historias, reviente en un punto en tensión.
Esos puntos, los que tienden a romperse, son los que más hay
que cuidar. Pero también son los más difíciles de detectar.
Las tardes solían ser amargas por el mate y dulces, por el
prometedor futuro que de a poco se delineaba bajo nuestras ilusas
cabelleras veinteañeras. Pulmones desgastados de risas. Té
humeante y fórmulas matemáticas; muchas más de las que mi
memoria me permite contar.
Katia llegó a mi vida con mi primer año de facultad. Cada una
cargando con su pasado doloroso, encontró refugio en la otra. Un
hombro amigo en quien apoyarse cuando la vida estrujara, o
simplemente para compartir el cansancio de noches de estudio en la
biblioteca de la Facultad de Química de la UdelaR.
Esos años nos permitieron forjar un vínculo que creímos
indestructible. Y luego, con el título en mano, considerándonos
prácticamente familia, seguimos compartiendo nuestra profesión en
la misma empresa que se había vuelto el principal objetivo durante
los últimos años de la carrera.
Yo siempre fui la simpática, desestructurada. La que se
preocupaba solo un poco, lo suficiente. Lo moderadamente
aceptable como para contrarrestar los clásicos y descontrolados
nervios de Katia previos a cada examen. Hacíamos un buen equipo,
demasiado perfecto para el intenso y fugaz año que llevábamos
conociéndonos.
Dicen que lo que surge rápido, también se desvanece antes de
tiempo, convirtiendo en cenizas cualquier indicio de lo que alguna
vez, intentó ser genuino.
3
 
Tomo un sorbo de mi café, ya frío de la desazón. Olvidé que
estaba ahí desde esta tarde. El viento juguetea entre las lavandas
de la ventana y da golpecitos al descuidado cristal, acentuando las
cicatrices de un tiempo sin mantenimiento.
Es que de eso se encargaba él, de evitar que la casa dejara
traslucir su verdadera edad. Es una de esas ventanas hasta un
techo alto, y de puertas dobles. Cuando alguien entraba, le daba la
bienvenida con su perfume a jazmín, que todo invitado señalaba
como característico. Atravesaba con su potencia delicada hasta al
alma más inexpresiva, y la convertía en flor.
Eso, mezclado con el aroma particular de cada historia que
descansaba en estanterías de madera de pino. ¡Ah, el olor a pino!,
ya lo había olvidado. Pero persiste aun la memoria de su penetrante
frescor, que mantenía encendidas las ganas de zambullirse en ese
montón de libros y perderse en algún mundo lejano.
Y como si algo le hiciera falta a esta casa idílica, cada viernes
por la tarde se percibía el rumor de un pan de banana crujiendo en
el horno. El más delicioso del barrio, y del mundo. Quizá sería
porque los horneaba mi marido, o porque se empeñaba tanto en
cada asunto en que se envolvía, que le dedicaba hasta la última
gota de su sincera alegría. Inclusive el paladar más insulso daría
cuenta de ello.
Qué tiempos aquellos. Tan cercanos pero tan inalcanzables.
Pasados. Perdidos. Ahora viven únicamente en la memoria
medicada. Las historias con esencia a pino se rindieron ante el
desamor de sus fervientes lectores. Al olor a jazmín lo mató su falta
de visitas y halagos y, por lo tanto, narices que satisfacer. Ahora
descansa triste, inerte, en el rincón del patio donde fue plantado, un
tiempo atrás.
El recuerdo de nuestro amor no parece alcanzarle para subsistir,
aunque en mi caso, es su inercia la que empuja a mi corazón a
seguir latiendo.
Late más despacio, rezagado y sin ganas. Pero late. En mis
ojeras marchitas, en las venas que ramifican el mapa de mi piel
transparente. En mis ojos caídos al vacío por la incertidumbre. Por
la falta de amor de mi esposo ausente. La escasez de su tacto y su
mirada azulada me retuerce y comprime como a un trapo húmedo
hasta dejarme hecha un bollito en el suelo, donde mis uñas amorfas
agregan más surcos en mis pantorrillas.
Cierro los ojos y siento que puedo palpar el momento en que lo
vi por primera vez.
No era más que un día normal, calmo, iluminado solamente por
las intermitentes luces de una calle que llevaba años sin ser
mantenida. Y de los vehículos. Esas latas que, como zombis, se
cruzaban, iban y venían al son de la rutina de un jueves por la
noche. Yo caminaba de la facultad a mi casa.
Hacía frío, y nadie parecía percatarse de lo desnuda que estaba
la ciudad, tan descuidada, tan sola. Tantos allí, y nadie para
brindarle abrigo.
Una multitud encadenada a la imagen, aparentemente hipnótica,
de un celular.
Y entre ring
tones apurados, bocinas chillonas y luces que
cegaban, se escribía una historia, de la que nadie participaba, a
menos que fuera a través de una pantalla, y como protagonista.
La ciudad agonizante se movía ausente. Seguía los pasos de
unos pies que apenas se arrastraban a lo largo del pavimento, con
el único anhelo de llevar a sus dueños a casa, y encender la
televisión.
Cualquier grito de cuerpos contaminados de rutinas vacías y
pantallas sería en vano, nada que la voz fuerte y potente de una
mente aun más contaminada no pudiera acallar.
Fue así, entre luces y sombras, que lo encontré. Lo único vivo
que allí habitaba. A pesar de ser uno más del montón, tenía una
chispa que saltaba sin permiso al mundo exterior. Se colaba entre
tanto caos, y lograba sobrevivir.
El resto no quería mirar. Veían, pero no miraban. Y yo miré.
Me encontré a mí misma en esos ojos vidriosos de un ser casi
tan consumido por la vida misma, pero que se resistía a iniciar su
metamorfosis a robot del siglo XXI.
Él también me encontró, y no a través de una cámara. Al igual
que yo, se vio reflejado en una mirada ajena. Lo sentí. Su chispa me
acarició y se hizo más fuerte cuando se dio cuenta, que la mía
también estaba presente. Que yo, de hecho, sí estaba.
Pero la fugacidad del momento me arrebató las palabras para
describir más; lo único que me permite contar, es que me salvó.
Mi mirada ya no era la misma, desde que descubrió a otra de su
misma especie, rondando en una avenida de luces intermitentes, un
jueves por la noche.
Se percató de que no estaba sola, allá afuera había más. Pero
estaban camufladas por los colores varios de anuncios publicitarios.
Juraría que vi una pequeña llama encenderse, que daba un poco
de calor a la ciudad, entonces no tan congelada.
Y estaba en lo cierto. Pues ya fuera por azar o por una obra del
destino, al día siguiente Katia me lo presentó como su hermano
mayor.
4
 
Supongo que es un denominador común a los seres humanos
tener un pasado que nos gustaría borrar. Hojas escritas de una
historia con la que ya no congeniamos. Antes de Katia y en
particular de Ramiro, no se me había hecho posible experimentar el
amor como lo muestran en las películas. El amor desenfrenado de
quien tiene agallas para experimentarlo. El que supe saborear, con
él. Pero que ahora yace inerte en donde van los cuentos rotos.
Aunque la idea de un romance de ese calibre no nació con mi
esposo, sino que ya había comenzado mucho antes, cuando tenía
alrededor de ocho años.
Soñaba con princesas y con las falacias irrisorias que nos hacían
creer antes de que nuestra edad rozara la adolescencia. Incluso
durante ella también.
Siempre tuve una gran imaginación, y la utilizaba a mi favor.
Cerraba los ojos y visualizaba que estaba en un castillo en el medio
del bosque, junto a un arroyo mágico con peces parlantes. Yo era la
reina, vestía siempre un vestido rosa, para variar, y en mi cabello
llevaba una corona que había hecho de palitos y flores silvestres.
Pero luego abría los ojos y el mundo se oscurecía. Mi mundo se
oscurecía, se disolvía en forma de brillantina y volaba por la
ventana. Lejos, a otro lugar, donde otro niño fuera capaz de
sostener por un rato más la fantasía.
O a otra niña que supiera honrar su vestimenta idílica. Yo soñaba
con vestidos, sí, y con coronas de verdad, pero eso no mutilaba mi
voz, y tenía la costumbre de prestársela a los que no tenían una
propia, para hacerle frente a las injusticias. Las aborrecía, así como
aborrezco el verde. Eso descolocaba a quienes fuera que
incumbiera mi crianza. “Tan pequeña, y con ideas absurdas de
igualdad y respeto” oí decir una vez, cuando intenté defender a un
niño cuyo sobrepeso era considerado motivo de burla.
Era frecuente que se hicieran audibles las discusiones de mis
tutores de turno, unos de los tantos que se hicieron pasar por mis
progenitores durante varios años de mi vida. Pues yo sabía que mis
verdaderos padres ya se habían despedido tiempo antes, cuando
tenía cinco años:
Recién habían comenzado las vacaciones, y para honrarlas nos
dirigíamos a algún destino turístico. Mamá hacía sonar los clásicos
de siempre en la radio, esos que tanto amaba; Yellow Submarine,
de Los Beatles, Hotel California, de Eagles, mientras dejaba fluir su
voz. No puedo decir que cantaba porque sería una ofensa a esos
íconos del rock setentero, pero a esa altura ya se había auto
convencido de que formaba parte de esas instituciones, así que los
demás le seguíamos la corriente.
De vez en cuando esas melodías se alternaban con eminencias
locales como Zitarrosa, así papá también era feliz y hacía bailar el
volante al son de sus canciones.
Y yo, en mi mundo de arcoíris de colores.
Aunque había notado una minúscula mancha gris en una de sus
franjas.
El clima sobre esas cuatro ruedas parecía perfecto. Notas
musicales se cruzaban con risas pícaras, y pensamientos positivos
daban el toque a ese viaje eterno, pero acogedor.
¿Qué podría arruinar esa perfecta fusión de buenas vibras que
se había generado? Un pequeño detalle; que este mundo no es
perfecto, aunque yo no lo sabía.
Y se dio el primer paso hacia la locura.
Me dispuse a observar a lo lejos. Noté un punto minúsculo que
se hacía más grande cada vez. Se acercaba a la velocidad de la luz.
Vi negro.
De repente un rojo vivo azotaba mis pupilas… un calor
insoportable. Veía borroso… una lluvia grisácea mojarme. A varios
metros, una chatarra, en llamas.
Mi papá, irreconocible, parecía estar parado en el mismo
infierno. Nadie escuchaba sus lamentos de desesperación. Pero al
menos, mostraba señales de vida. Al menos por unas horas.
Luego vi las manos de mamá. Esas manos tiernas que me
acariciaban y despedían cada noche. Ahora estiradas a lo largo del
pavimento, teñidas de rojo, inmóviles.
Las mismas que, como de costumbre, se habían despedido la
noche anterior, y que ya no lo harían más.
5
 
Los tres años que siguieron los pasé con mi abuela, la única
familia que me quedaba, aunque su salud luego del accidente se
deterioró con avidez, y se despidió también cuando yo tenía ocho.
Mi adolescencia consistiría en recorrer distintas casas de
acogida hasta que alguna finalmente me recibiera como suya.
Eso jamás ocurrió.
Nunca encajé, mi rebeldía me lo impedía. Es que ya lo dije;
siempre detesté las injusticias. Detestaba cómo los niños con
complejo de superioridad se aprovechaban de los inofensivos, o de
quienes no cumplían con los estereotipos a tan temprana edad.
Alguien debía hacerles frente.
Fue entonces que al cumplir dieciocho y al fin libre para tomar
las riendas sobre mi vida, trabajé un tiempo en un restaurante, de
mesera, alquilando una pensión de mala muerte en la periferia de la
ciudad. También contaba con la herencia de mis padres a la que
siendo mayor de edad podía acceder, aunque no me daba para
cubrir el mes.
Mientras tanto, lenta pero persistentemente, hacía la carrera de
Química Farmacéutica. Tanta inestabilidad en mi vida necesitaba
algún tipo de seguridad, y la ciencia me la proveía. Por lo menos era
consciente de que el objeto de estudio era el universo tangible,
observable. Fabuloso, repleto de misterios y sin embargo, ninguno
que no fuera posible develar.
La química como forma de ver el mundo, de entenderlo. Un
mundo tan irracional a veces. Pues esta ciencia explica su
comportamiento. Lo hace menos incoherente, más real.

Mi cuerpo está pidiendo a gritos cambiar del café al té de tilo; el


cosquilleo apareció. Ese de cuando tus venas están saturadas de
cafeína y no la pueden transportar más.
Abandono mi posición fetal y la tensión en mis pantorrillas para
lavar una taza y poder servirme, pues aun descansan allí, tatuadas
con los restos de café. Es que este día fue agotador. Demasiados
pensamientos que ordenar. No tuve tiempo ni de mirarme al espejo.
Quizá si le doy lugar a la tila de entrar en mi organismo, lograré
conciliar el sueño. No pego un ojo desde hace… ya perdí la noción
de cuánto. La noche me la pasé perdida entre las manchas de
humedad del techo. Mente en blanco. Ni un solo indicio de
cansancio, tal vez obedeciendo a la sobre estimulación de varios
litros de esa bebida energizante.
Durante el día traté de unir cabos sueltos. Recordar una pizca
siquiera, de la escena que mi mente adormecida se niega a revelar.
Pero cada vez que lo intento, llego siempre al mismo lugar; al
mismo conjunto de recuerdos idílicos, ahora hechos trizas. A la
serenidad de aquellos tiempos, cuando todavía ningún anillo tenía
una cáscara de sangre.
6
 
La radio, tan vieja como la casa, articulaba Antes, de Drexler.
“Antes de mí tú no eras tú
Antes de ti yo no era yo”
La radio de voz rasposa pero con ímpetu de sostener la canción.
Uno de los pocos objetos que no yacía entre otros, amasijados
sin orden aparente, en una de las tantas cajas que, por el momento,
hacía de mueble en el nuevo hogar.
Rayos de sol lograban filtrarse entre las persianas recién
colocadas.
Una leve caricia revolucionó mi espina dorsal, en toda su
extensión. Aun al descubierto, tras el intercambio corporal de la
noche anterior.
Luego me besó en el hombro.
—Voy a preparar el desayuno. —Palabras que emitió, para
interrumpir la canción.
—No te vayas, Rami. Quedate un rato más —demandé,
manteniendo los ojos cerrados y la voz afónica de las mañanas.
—Ya es tarde, Lina. Hay mucho que hacer.
— ¡Pero es domingo! —exclamé, un poco más despierta.
—Exacto, nuestro primer domingo acá. Mañana ya comienza la
semana y quiero dejar la casa en condiciones. —Ramiro y su
enérgica voluntad. Nunca entendí de dónde la sacaba.
Tras un suspiro de rendición, me entregué durante unos minutos
a Drexler y su encanto. Volví a cerrar los ojos.
“Después de todo

Lo que quiero es decir

Que no entiendo cómo podía vivir antes…”


Qué curioso. Yo tampoco podía recordar cómo era antes. Antes
de él. Es increíble que haya personas que, sin ser consciente de su
existencia, lleguen un día para dar vuelta el mundo, mi mundo, y
lograr que recordar cómo era no tenerlas se haga imposible.
No contar con él en mi vida me parecía imposible. Impensable.
Un sinsentido.
Me preguntaba cuántas almas habría allá afuera. Cuántas, cuyo
pasaje por la Tierra me resultaba indiferente, y que un buen día se
les ocurriría aparecer ante mí para pautar un nuevo comienzo. Uno
que implicaría el olvido de que antes sí había habido una historia,
una muy importante, pero que elegiríamos obviar.
La radio decidió silenciar el ambiente, y lo vi como una
oportunidad para darme una ducha.
Me miré en el espejo. ¿Quién era esa chica? Desarreglada,
desprolija. Despreocupada. Pero afortunada. Hacía mucho tiempo
que no experimentaba ese sentimiento.
Mi adolescencia se había caracterizado por una desconformidad
permanente con mi cuerpo. La supuesta etapa más feliz de la vida,
no me había regalado más que inseguridades.
Pero más de una década después podía decir que las había
dejado atrás, o me gustaba creer que así era. Me había esforzado
por cambiar mi cuerpo, por convertirlo en lo que no era. Fui a un
nutricionista, me dijo que no hacía falta hacer dieta. Quise hacer
dieta igualmente.
Practiqué deporte, mucho deporte. Me obsesioné por perder
kilos. Pero con cada uno de ellos, se desvanecía también mi
cordura.
Agradecía que hubiera sido tan solo una etapa. Por suerte, con
treinta años no es más que anécdota, pues a veces no son
pasajeras, y hasta quitan abruptamente la respiración. Resultando
en un cuerpo esbelto y pálido, marchito.
Como el de una de mis mamás adoptivas, a quien la carencia de
nutrientes en su constitución esquelética y su repulsión a la comida
condujo al más allá, justo ante mis ojos. Los de una niña que ya
había visto muerte antes; la muerte pasó muchas veces. Pero su
insistente recurrencia no la volvía menos impactante. De lo
contrario, con cada pasaje desarmaba un poco más mi juicio.
En razón de esquivar esos desoladores recuerdos, que ya no me
pertenecían, me dediqué a observar los rasgos que tanto cautivaban
a la persona con quien recién comenzaba mi vida de casada; ojos
color pradera -irónico, odio el verde- enmarcados por largas
pestañas y cejas bien definidas por su meticuloso cuidado. Sobre
mis hombros caían mechones castaños oscuros, medio ondulados
medio lacios. Indecisos como su portadora, libriana de corazón.
Mientras me lavaba los dientes, observaba los anteojos
cautelosamente ubicados a un lado del lavatorio, junto con otros
elementos personales de mi esposo. Esas gafas que comunicaban
su mirada índiga y la mía, cuando no se los quitaba para dejar de
ver con los ojos y ver con el alma, como unas horas antes.
Luego de escurrir su perfume de mi cuerpo y dejarlo ir con cada
gota de agua, con el pelo húmedo me envolví en una bata y regresé
a la habitación.
— ¿Me traes mis lentes por favor?
Fui atravesada por el exquisito aroma de mi desayuno favorito
en el mundo: panqueques con dulce de leche y frutillas encima. Y un
café negro, claro. Era un buen día.
Lector entusiasta de todo lo que tenía letras, Ramiro yacía
cómodamente con su libro de turno. A un lado de la bandeja de
comida, que además contenía un pequeño ramo de jazmín del país.
La radio sustituyó la melodía anterior con una canción
irreconocible para mis oídos, por lo que se volvió un balbuceo, pero
seguía expulsando con delicadeza sus notas al aire, con el volumen
más bajo.
Espié por la rendija de la puerta que daba al estar y estaba
entreabierta, y divisé, entre el desorden de la mudanza, algo
peculiar.
— ¿Qué hace una planta de jazmín en el living? —pregunté
sorprendida, aunque con alegría.
— Me había olvidado de contártelo. Matías, el del estudio, se va
a mudar y me la regaló. Él no se la podía llevar porque la casa
nueva no tiene patio, y como sabe que me encantan las plantas, me
la ofreció. Puedo intentar plantarla en el jardín, y si le gusta el lugar,
debajo podemos armar un rincón con un deck y otras flores —dijo,
tras despegar los ojos de El Código Da Vinci.
Entusiasmada, le dediqué mi atención a su comentario.
— ¡Me encanta la idea! Amo el olor a jazmín. Bueno… eso ya lo
sabés.
Esbozó una tierna sonrisa acompañada de una mueca,
afirmando mi comentario.
—Mañana mismo voy a empezar a quitar los escombros y
limpiar ese desastre.
Del otro lado de la ventana batiente característica de estas
construcciones, la naturaleza salvaje y descuidada aguardaba ser
atendida, entre una pila de materiales; restos del pequeño galpón
que antes se erguía allí, en el futuro rincón del jazmín. Nuestro,
futuro rincón.
— ¿Sabés qué simboliza esta flor? —cuestionó, levantándola y
analizándola. Luego me observó a mí, esperando una respuesta.
—No, ni idea. Pero lo importante es que es linda y que el aroma
que tiene es riquísimo. Ya me conocés, no creo en esas cosas.
Me corrió el cabello que todavía escurría y estorbaba en mi cara,
y me colocó la flor tras la oreja, para luego acotar:
—En India se cree que simboliza la esperanza y la espiritualidad.
Se dio cuenta que no lograba convencerme, por lo que agregó:
—Y en occidente, el cariño, el amor eterno… y la sensualidad. —
Me acarició la mejilla.
Sonreí.
—Bueno, me convenciste.
7
 
Parece que la tila nocturna surtió efecto, se apoderó de mi flujo
sanguíneo y no dio lugar a ninguna visita en mis sueños. Me tumbó
completamente, y hoy me pesan menos los pies. Me pesa menos la
falta de Ramiro.
Aprovecho este gramo de liviandad para ducharme después de
varios días. Ya había olvidado lo energizante que puede ser el agua.
Luego, con una nueva piel, considero oportuno desafiar mi
estancamiento un poco más y salir a la calle por primera vez en
semanas. Y en un intento por no desmerecer este avance y
aprovechar la inercia, decido dirigirme al hospital psiquiátrico. Ese
que tantos tormentos plantó en mi interior cuando tuve la desdicha
de ser víctima de su degradante sistema.
Nunca pensé que volvería voluntariamente. Bueno, hace cinco
días considerar la posibilidad de bañarme me resultaba imposible. Y
acá estoy, con ropa limpia, destilando olor a champú por las calles.
Todavía no me siento capacitada para manejar, así que decido ir
caminando. El viejo y confiable Chevrolet Prisma seguirá
aguardando al abrigo de la cochera para cuando esté lista.
Las bocinas me atormentan con su estruendoso grito. El
murmullo de la gente se siente como un agudo alfiler penetrando mi
consciencia. Y las risas de los niños estremecen la razón. Supongo
que el encierro aprovechó mi descuido para ponerse a trabajar,
debilitando mi tolerancia a la ciudad. Mitigando mi paciencia con la
vida.
Pero debo ser valiente. Por una vez, debo hacerme cargo de mi
destino. Y solo escapando de las garras de mi mente lo podré hacer.
En el camino me desvío unas cuadras para pasar por la
panadería de Rita. Quizá unos ricos bizcochos es justo lo que
necesito para enfrentar esta peculiar mañana de otoño.
Estoy nerviosa, no me voy a engañar. No con frecuencia una
decide darse un paseo por su viejo calabozo. Los gritos, las voces:
de afuera, de adentro. Las rejas cerrándose. El desgarrador sonido
a aislamiento; a una sierra que corta las alas de un ave que cada
día, pierde más esperanza.
No a menudo la salida es una opción. Yo tuve suerte.
La puerta amarilla que antecede el pequeño pero acogedor local
contagia a las hojas que descansan a sus pies, y las tiñe de su color
radiante. 
Una campana anuncia mi imprevisible llegada, a la sorprendida
pero alegre señora. Su buen humor de estas horas es un misterio
para mí.
— ¡Lina, querida! ¿Estoy soñando? ¿A qué se debe tan
inesperada visita? —por su mirada de compasión deduzco que le
preocupan mis ojeras.
Desde que vivimos en este barrio, Rita se ha vuelto nuestra
fuente principal de gustos. Esos que te regalás cuando hay un
evento que festejar o cuando simplemente tenés un mal día… Los
días malos han abundado estos últimos meses, por lo que mi paseo
por la panadería se hizo cada vez más recurrente, después de que
me fue permitido volver a casa.
—Buenos días, Rita. Ojalá fuera un sueño. Solo estoy de paso,
me dirijo al hospital.
— ¡Pero niña! ¿Has recaído de nuevo? Te noto más delgada, no
me digas que…
—No, tranquila. Tengo mis días, pero hoy no es uno de ellos. En
realidad voy a saludar a Daniel. Creo que podría ayudarme a
recordar.
—Ah, ese pobre desgraciado. Me pregunto cómo estará…
—Sí, yo también. No lo veo desde que me fui. Me siento mal por
no haber ido antes, pero hago lo que puedo. Debía permitirme estar
lejos de ese lugar un tiempo…
—Claro que sí —suspira—. ¿No has tenido más controles?
Pensé que eran cada semana.
—No desde que nos vimos hace quince días. Ese fue el último.
—Bueno, manteneme al tanto, sabés que podés contar conmigo.
Es bravo cuando se enferma la cabeza. Mi madre sufría depresión
y…
—Por cierto —la interrumpo—. Tus manjares eran los que me
daban energías para volver allí. —Sonrío—. Y acá me tenés, de
vuelta. La parada obligada antes de ir a Clutter.
La charla comienza a ponerme incómoda. No me gusta hablar
de mi estado a menos que sea conmigo misma, pues no lo tengo
que contar en voz alta.
—Me agrada oír eso —dice, mientras me regala una mueca
compasiva—. En estos días te llevo algo rico y nos reímos un rato.
Rita mantiene su esporádica costumbre de aparecer de sorpresa
en mi puerta para aliviar mis penas con un brownie o una de sus
famosas tartas. Yo la invito a entrar, para hacer por un rato más
amena mi soledad, y lo pasamos entre charlas superfluas y chistes
malos. De esos que me hacen olvidar por un momento, el desorden
astronómico que llevo dentro.
—Eso me gustaría.
—En fin… ¿Qué te sirvo?
—Media docena de bizcochos dulces, por favor.
—Perfecto… acá están, ¡que los disfrutes!
— ¡Gracias, Rita!
Me apuro a salir.
Ah, Rita. Un verdadero personaje. Pero no tiene límites verbales.
Y yo debo apurar el paso si pretendo llegar a mi destino sin antes
cambiar de opinión.
8
 
En el horizonte acaparado por una bruma mañanera se
comienza a delinear su fría silueta. A cada paso, la respiración se
vuelve más y más agitada. La bruma comienza a invadir mi vista y a
nublar mi juicio y… no. No dejaré que me afecte.
Decidida atravieso como una lanza las puertas
impenetrablemente opacas del Hospital Psiquiátrico de Clutter.
Nada parece haber mutado en este lugar, excepto por la nueva
funcionaria que me recibe.
—Buenos días. Vengo a visitar a Daniel Altergo.
— ¿Su nombre?
—Lina Lost
Con la tarjeta de visitante colgando del cuello, ingreso. El blanco
apagado de un revoque sin cuidar es interceptado por lúgubres
manchas de humedad.
Un ambiente sofocante penetra mi intelecto, sensible de tantos
medicamentos.
En lo profundo sé bien la razón de mi inquietud.
Sorprendentemente, no es el temor a destapar viejas heridas. Es la
incertidumbre de ver cuál de ellos me espera al final del pasillo. El
suicida, el testigo, el paranoico… o mi amigo.
Me consta la vida dura que ha tenido Dani, entre tantos centros
distintos, alternados con ocasionales estadías en su casa, y
tratamientos que no soy capaz de mencionar. Pero el verdadero
límite fue intentar quitarse la vida, un tiempo antes de conocernos.
Cuando yo ingresé al hospital y un día de casualidad nos
encontramos en el patio común, pues estábamos en distintos
pabellones, al instante reconocimos en el otro el dolor
inconmensurable que componía nuestras células. Y aunque eso es
usual en un hospital psiquiátrico, por cierto motivo que desconozco,
congeniamos al instante. Quizá entre tanto sufrimiento vislumbré en
él y él en mí, una gota de esperanza.
Recuerdo el día que me mostró el diario en el que solía escribir,
y que llevaba siempre consigo. Uno diría que aquella caligrafía
excéntrica delinearía más dudas en cualquier lector ajeno a su
dueño, pero en mí, apaciguó más de una interrogante:
“Ha pasado mucho tiempo desde que decidí interpretar este
papel. Claro que a esta altura, acostumbrado a darle vida, puede
que lo confunda con alguien que no soy. Pero no olvido por qué lo
creé en primera instancia; para sobrellevar aquello que tan duro me
resulta recordar.
Los gritos insisten en desgarrar mi mente. Eso cuando no se
alternan con los de la caldera, que siempre descuido cuando pongo
a hervir, y termina tragándose el agua y empañando el ambiente…
como aquel espejo. El que me acechó con su mirada acusatoria,
distorsionada por el vapor característico de una ducha caliente, y
dramática.
Tengo miedo. Desde el suceso mi noción del tiempo se paralizó,
como lo estuvo mi mirada en el agua teñida de rojo que me llegaba
al cuello.
Es que fui cómplice, querido diario. Una jugada macabra de la
vida me posicionó en el lugar incorrecto, en un momento inoportuno.
Simplemente, mala suerte.
A veces el teléfono queda afónico de tanto gritar y yo no sé si
responder, pues quizá es la policía. Aunque luego lo pienso mejor y
puede que me agrade la idea de formar parte del periódico local, en
la columna de los viernes, esa de los más buscados.
Pero nunca alcanzo a tomar la decisión, porque siempre se
termina entrometiendo la idea de afeitarme, y lucho contra ella, ya
que la última vez dicho acto rutinario se convirtió en una batalla
campal.
En aquel instante de debilidad, las cuchillas casi logran su
cometido.
Por eso te digo, diario, que hay una razón contundente para
interpretar este nuevo personaje. No es tan débil como aquel que
solía ser.
… ¿Pero si el loco me encuentra? ¿Si esta vez logra
doblegarme?
Siento que la máscara se rompe y no la puedo sostener más.
No soporto el silencio. Es hora de hablar…”
Cuando llego a la sala de visitas respiro hondo. Una… dos… tres
veces. Tomo coraje.
Personas armando puzles, ancianos jugando a la lotería.
Un grito.
Pies que se arrastran rendidos, exhaustos. Miradas perdidas.
Desconectadas.
“¡Déjenme llamar a mi madre, ella me va a llevar a casa!” suplica
una señora de unos noventa y pico.
Y allá, en la esquina, a media luz, se encuentra él. Viajando en
alguna nota musical que desprende su radio, tan vieja como sus
alpargatas, a esta altura fundidas con sus pies.
— ¿Lina?
Su voz ronca acaricia mis oídos con su sonido áspero pero
reconfortante. Sus ojos, enmarcados por unas gruesas cejas
blanquecinas, inspiran confusión. Pero su color celeste cielo deja
traslucir la felicidad de verme.
Puedo apreciar el esbozo de una sutil sonrisa.
Es él. Hoy es un buen día.
9
 
— ¡Te afeitaste! —exclamo, entusiasmada.
—No me queda nada mal, ¿eh?
—Estoy orgullosa de vos, Dani.
Los bizcochos, aun calientes, le regalan su dulce aroma a la
brisa que gentilmente atraviesa la conversación. Hemos salido al
jardín en busca de tranquilidad.
—Sí, he estado haciendo ciertos avances desde que te fuiste.
No te voy a aburrir con eso.
—No me aburrís, al contrario. Me hace bien verte y más aun,
escucharte.
Tras responderme con una sonrisa auténtica y como si todavía
no quisiera revelar el secreto de su bienestar, prosigue:
— ¿Qué te trae por acá?
—Mi mente se niega a despertar.
—Eso no es nada raro, ya lo sabés —dice, mientras elige qué
bizcocho ingerir.
—Sí, pero… quiero desenredar mis ideas. No logro conciliar el
sueño, Dani. Desde hace mucho tiempo. Cada día me siento más
alejada de mí misma y…
Me interrumpe:
—Querida, he aprendido en estos últimos meses que pensar de
más, está de más. Las respuestas están ahí, solo tenés que
aprender a verlas. Y no va a ser posible, a menos que aprendas a
salir del torbellino mental que creaste para defenderte.
Trago rápidamente para poder contestar.
— ¿Defenderme?
—De la verdad.
El fresno que nos abriga con su sombra desprende de a poco las
hojas que ya no le pertenecen, y las sopla entre nosotros.
— ¿Me decís que en realidad soy yo quien no quiere recordar?
¿Que estoy saboteando mi propia búsqueda? —pregunto, inquieta.
Daniel suspira.
—Es extraño cómo funciona el cerebro. A veces, inventamos
mecanismos para bloquear experiencias traumáticas —expone, y
levanta una mano antes de que pueda responderle—. Esto no lo
digo yo, ¿eh? Lo dicen los especialistas. Quizá, en realidad, no
queremos saber la verdad. Además, no sabríamos en qué verdad
confiar, porque hay muchas. —Se desprende cierto tono de
sabiduría de esos labios agrietados por el sol. No es el Dani que yo
recordaba.
— ¿Así que a vos te ha hecho bien este calabozo? ¡Mirá el
filósofo en que te convertiste! —le digo, reconozco que con un dejo
de sarcasmo.
— ¡No, querida! —Exclama entre risas—. Aunque sí confieso
que ha sido de ayuda para descubrir lo esencial. Al no poder buscar
confort o alivio afuera, me vi obligado a buscarlo acá —dice al
tocarse el pecho—. Aprendí a descubrirme, a quererme. A
querernos. A todos. La soledad despierta los peores monstruos. O
los mejores. Depende de qué estés dispuesto a ver.
—Eso es muy positivo, y me alegro que funcione para vos. De
verdad, me enorgullece que hayas podido lidiar con… ellos. Pero no
veo cómo esto puede ayudarme a recuperar recuerdos perdidos.
— ¡Pero si no están perdidos, Lina! No hay nada que buscar,
solo hay que…
—Aprender a ver, lo sé. Descubrir a los mejores monstruos…
Destapa una risa de ternura.
—Computadoras, celulares, publicidades. Son muchas las
distracciones. Imágenes, impuestas. Por doquier.
Da un mordisco a un bizcocho de crema y, al ver que aun me
cuesta entenderlo, agrega:
—A veces, la vista ciega. Hay que cerrar los ojos para ver.
10
 
Al salir del hospital decidí tomarme un respiro. Pasé el resto del
día girando en mi propia tormenta.
Un cielo desbordado de nubes grises cubre hasta el alma más
dichosa. Un algodón sucio, dispuesto a ensuciar.
Las hojas rojas dan vueltas, nerviosas, mientras pierden
lentamente su intenso pigmento.
En una roca amorfa se posa el cuerpo desanimado de un pájaro
de cuello verde. Porque a su alma parece habérsela robado el sol,
quien tras desteñir su color estridente y convertirlo en gris, se
escondió, cobarde, entre las nubes.
Es mucha información para procesar, si bien la razón de la visita
no está satisfecha. Fui en busca de respuestas, y solo se figuran
más preguntas, innecesarias, pero insistentes. Ahora mi cabeza
tiene un poco menos de espacio para integrar viejos olvidos.
Aunque esa última frase sí tuvo cierta resonancia entre tanta
confusión.
“Cerrar los ojos para ver”. Qué pavada.
Aun así, hace reaparecer como una mano que se retuerce en el
medio de un oscuro mar, implorando ayuda para no ahogarse, una
cosa que escuché. Un texto escrito por una bailarina, reflejando lo
que sentía al bailar. En aquel momento había resultado a mis
simples oídos un montón de incoherencias. Pero ahora no estoy tan
segura.

HILOS
Movimiento. Contacto.
Todavía la siento en mi piel, a la esencia de la madera. Escala
mis piernas, recorre todo mi cuerpo.
Mis tímpanos todavía escuchan el ritmo de las almas
comunicándose, contándose secretos. Así, dejan espacio en su
interior para que entre la música, hecha de hilos de seda.
Esos hilos, avisan que ya no son dos; es una. Es un alma la que
se despliega y acaricia esas tablas. A veces, hasta se funde con
ellas.
Mis ojos también lo saben. En ellos se quedaron grabados esos
hilos, de los más variados colores, tensándose, estirándose,
enredándose. Desatándose. Dibujando tapices.
Atando corazones.
Y luego, silencio. El sonido del silencio. Ese, es el que deja al
descubierto la respiración agitada, agotada.
En ese instante hasta las miradas suenan. El poder de su eco
ensordecedor estremece hasta el más lejano rincón del teatro.
Todos lo saben. Allí, la magia se crea.
Movimiento. Calor. Resistencia.
Los hilos, ahora serpentinas, envuelven el momento, y lo atan en
un recuerdo.
El olor a madera compuesta de historias. Allí, se desliza la seda.
La seda de los que alguna vez, dejaron hilos. El aroma es de ellos,
que tejen las mismas tablas.
Generaciones bailando, años de escucha, de conexión. De zurcir
viejas heridas, y convertirlas en luz.
Para entender esta historia, ni siquiera hace falta ver. Cierro los
ojos, así lo siento mejor. Es la brisa fresca que desprende un
montón de seda, indefinida, amorfa, tan frágilmente indestructible.
Hace volar mi pelo. Desprende mis pies de las tablas, y les avisa
que se dejen llevar, que el límite, es el cielo.

Un escalofrío revitalizador baña mi piel ante ese recuerdo.


De eso se trata, de sentir. Ojalá pueda volver a experimentar tan
básica pero escondida reacción.
…El olor a madera compuesta de historias…
Y me vino a la mente mi querida estantería de pino, que
descansa inanimada en el living apagado.
Cerrar los ojos para ver.
¿Será que es así, al cerrarlos, que se experimenta esa
sensación de infinitud que ahí habla? ¿Lograré conocerla? Estoy
desconcertada.
La envidio, la verdad. Por sentir tan inmensamente.
Creo que me ahogo. Necesito un cambio de escenario que
destape mis venas comprimidas por el encierro y las ayude a fluir
otra vez. Necesito respirar. Aire, sal, vida.
Está claro a dónde me tengo que dirigir. Al lugar que siempre
calma mis temores y los diluye en el viento. El sitio que queda tan
solo a unos pasos de mi hogar pero que llevo evitando todo este
tiempo, quizá por el extraño arraigo que tenía a mi locura.
Enfilo hacia la playa.
Ya estoy cerca, el murmullo del mar me lo dice.
No sé qué hace que me descalce.
Pronto, arena abrazando mis pies; tímidos, indefensos, al
hundirse en semejante superficie inestable.
El aire salado envuelve como una manta espesa y pesada mi tez
blanca. Tan delicada que siento cómo cada grano de sal se
desintegra al rozarme.
Se oyen los suspiros de las olas al acariciar la orilla. Y como
hechas de papel, las alas de unas gaviotas curiosas se deslizan
entre los tonos ahora rojizos de un cielo especialmente calmo.
Diviso a unos metros unos rizos descoloridos por los años
rebotando en el viento.
A un lado, el humo amargo de un mate recién hecho se mezcla
con la sal del ambiente.
A medida que la distancia se reduce, voy distinguiendo ciertos
rasgos que comprenden a aquella mujer: una sonrisa benévola y
genuina acentúa pliegues dibujados por el tiempo. Y los ojos.
El infinito mismo y la eternidad se adueñaron de esos ojos
oscuros como la noche. Una noche que, como en sus días de pocas
nubes, posee un brillo propio que irradian las estrellas.
Una mirada cargada de paz, luz y amor.
A su lado se erige un cartel escrito a tiza, cuyos trazos
imperfectos revelan un pulso avejentado, destilando con esas cuatro
palabras una ternura desbordante:
Escucho historias de amor
Un mimo al alma de la chica de corazón roto y memoria
degradada.
En el horizonte se recorta una pequeña figura que revolotea
vitalmente.
Riéndose de los últimos rayos naranjas de un sol travieso, que
resbalan en sus sedosas plumas, un cuello verde resalta por su
estruendoso color a esperanza.
11
 
En otro reloj (1)
 
Las nuevas venecianas deslizan la luz dorada, pero con un tinte
de verde, hacia el interior del estudio. Mientras tanto, afuera, un
pájaro de canto sereno anuncia los últimos retazos de otra jornada
gloriosa.
Sobre la mesa, marcadores verdes, amarillos, naranjas y rojos.
Así, en ese orden. Dispuestos junto a una pila de carpetas blancas
inmaculadas. Exactamente alineadas.
Laptop en su estuche, planos cuidadosamente enrollados. Está
listo para cerrar el día.
Luces apagadas, papeles azarosamente depositados en la
papelera. Así, sin más. A veces prefiere doblarlos cumpliendo con
las leyes de proporción áurea.
Al llegar a su pequeño pero pulcro apartamento deja sus
pertenencias, a su criterio, sobre la mesa de cristal que diseñó.
Pasó un año entero, solo dibujándola.
Exactamente a las 19:30 se dispone, como todos los
cronometrados días, a tomar su bebida favorita: Martini seco con
dos aceitunas. Frescas, claro. Extraño, considerando que recién
ingresa en la década de los treinta.
Le resulta curioso cómo el cielo se contagia del color olivo,
dentro de los límites del marco de la ventana.
Aromas florales provenientes de un balcón ajeno, enmascarados
por el alcohol. Cinco pisos más abajo, en la vereda, unas carcajadas
bañan el barrio de buen humor.
Pero el sonido de sus dedos tecleando el celular es demasiado
fuerte como para oírlas, y dejarse llevar por su naturaleza
descontracturada.
Es que si se distrae un segundo, corre el riesgo de dejar ir un
posible cliente.
Hace unos meses trasladó su vida, deseos y objetivos, al otro
lado del país. Para la pequeña superficie de Uruguay, el mercado
varía bastante de norte a sur. 
Abrió su nuevo estudio con varios colegas, y ya les llegan
decenas de mensajes por día, en respuesta a las publicidades de su
página web y sus posteos de Instagram.
Todo está en la imagen.
Una buena imagen, atrae buenos clientes. Y rápido. Eso es
fundamental.
El tiempo corre; para triunfar, hay que correr con él.
Si quieren establecer su firma en poco tiempo, y competir con las
ya establecidas, deben jugar rápido. Acaparar la atención.
Olvidó si en el pasado ha diseñado por satisfacción. Quizá en la
universidad, no lo recuerda bien. Como decía su padre, “ha corrido
mucha agua bajo el puente”.
El reloj no se entrega al disfrute. Apura, aprieta. No tiene
consideración.
Y si te atrapa despistado en un descanso, te pisa los talones.
12
 
—Sabía que no te ibas a rendir, Lina —comenta Roma, con una
dulzura inexplicable, sin quitarle la vista al mar.
Ni siquiera me atrevo a preguntarle cómo sabe mi nombre. Tan
solo presiento que debo confiar. Como si ya la conociera de antes.
— ¿Rendirme?
—En vos.

Añade, serena:
—Te estás haciendo preguntas, pero no las oportunas para la
ocasión.
—Lo único que intento averiguar es qué ocurrió con mi marido,
aunque eso no haga que su muerte duela menos. Pero quizá pueda
calmar esta culpa repulsiva que siento y no sé por qué.
—Sufriste una pérdida mucho más fuerte, antes de no verlo más
a él.
—Pero…
—Cuando abandonaste el estar completa, por ser tan solo una
parte de algo más, te perdiste.
— ¿“Algo más”…?
—De una unión, de una pareja.

La mujer de cabello esponjoso y sonrisa de estrella inspira


tranquila, inmutable. Cierra  los ojos y aspira esencias que la playa
tiene para ofrecerle.
De repente, dirige su mirada hacia mí, intentando atravesarme.
Y en una última declaración, recita lo que me desarmaría
completamente:
—“Y ahora
te miro
fijo
a los ojos
y no estás.”
13
 
Intento hablar pero me es imposible. Esas palabras robaron
cualquier frase que pudiera haber salido de mi boca. Siento cómo
mis cuerdas vocales se retuercen y se esconden, para evitar una
respuesta que no esté a la altura.
—No es una frase mía. Buscala. Buscá a Cecilia Borac, la autora
—dice, alejándose, bordeando el agua con sus pies descalzos.
Procuro seguir su trayecto con la mirada, pero cuando reacciono,
ya desapareció.
Trepada en una nube de incertidumbre y duda, emprendo, como
puedo, el camino a casa.
Creía que perder a mi esposo me había afectado, pero la idea de
además perderme a mí misma, me hace pedazos.
Si no me apresuro a comenzar a juntar, de a uno, esos trozos de
mi ser, y armar el puzle, no habrá esperanza.
El dolor de su ausencia me está comiendo por dentro. No me
deja respirar. Por más contradictorio que suene, constituye una
presencia en sí mismo. Una presencia perpetua, como la tinta
vitalicia de un tatuaje que recuerda, eternamente, la marca que deja.
Y mi alma desorientada, desbordada de incertidumbre y duda,
busca, incansable, brazos en que aterrizar.
Cada tanto, distraída en otros planes, me susurra que aun está
ahí, debajo de una gruesa capa de piel… o de protección.
¿Protección de qué? De la vida, claro. De sus insistentes golpes,
e interminables guerras. Guerras perdidas; corazas ganadas.
Ausencias acumuladas en forma de historias, escritas con pluma
invisible. Que solo aceptando su pérdida, se pueden leer.
Me sigue, incansable, su sombra. Proyectada en lo que alguna
vez fue, pero no será. Todo lo que no ocurrirá bajo el aroma del
jazmín. Todo el cariño que no me va a poder dar, cuando más
requiera un abrazo. La necesidad de tenerlo cerca estruja mis
entrañas, y me hace sentir chiquita, indefensa, desprotegida.
Un temblor eléctrico arrasa mis venas y me incita a buscar más
abrigo. Estiro el saco que llevo puesto para sosegar este glaciar que
llevo dentro, este abismo sin fin. Me abrazo con fuerza y observo
como mis uñas –o lo que queda de ellas- exprimen la tela. Estiro el
saco un poco más. Pero no logro abrigar este dolor.
Aun así, tras su transparencia desoladora, en su falta se refleja
aquello que vino y se fue. Pero quizá, incluso, en lo que tal vez
vuelva.
La luna me lo dijo. Que su luz toma diversas formas, según
quién la mire, y desde dónde. Que no solo recorre este mundo. Y
que si me atrevo a escuchar, tal vez, tendrá mensajes de otros
rincones.
14
 
Diez de la mañana. Estoy atónita.
Ya comenzaba a desconocer lo que se sentía mantener un
sueño profundo durante tantas horas.
La resaca de las brasas que por primera vez en meses dieron
vida a la estufa a leña, salpican sus gotas de fuego.
Afuera, el murmullo de las hojas secas revoloteando en la brisa
fresca anuncia el fin del otoño.
No salgo del asombro. Y quedo completamente boquiabierta
cuando, al abrir los ojos, observo el amarillo, ahora no tan potente,
de la pastilla que descansa, confundida, en la mesa de luz.
Las palabras de Roma me desarticularon de tal forma, que me
olvidé por completo que para poder darme el lujo de dormir, debo
ingerir químicos.
Decido que no necesito el café de buenos días. Estoy lo
suficientemente satisfecha con este extraño descanso como para
seguir alimentando mi cuerpo con tal amargura.
Jugo de naranja, una manzana y galletas de avena que se
mantienen crujientes.
Sin quitarme el pijama, me abrigo con mi viejo y querido saco de
lana, ese que me tejió mi abuela antes de dejarme, para cuando
creciera.
Coloco un mantel en el deck de madera junto al pasto, ahora un
poco más verde, y dispongo el desayuno sobre él. A un lado, la
computadora.
El jardín dormido está tan tranquilo como yo. El único y sutil
movimiento que se percibe es el de las pequeñas pero veloces alas
de un picaflor madrugador, que aprovecha el despiste de las flores
para pedir prestado su delicioso elixir. Nunca recibo visitas así. Es
vigorizador.

“Y ahora
fe miro
fijo
a los ojos
y no estás.”

Las teclas de mi Asus relativamente nueva tiritan conmigo al


digitar esas palabras.
Cecilia Borac, escritora, psicóloga, especialista en acoso escolar,
dice Google. Y autora de ese escalofriante cúmulo de palabras que
sin anestesia se abrió paso en mis ideas.
Al parecer, es un texto más de su libro titulado Confesiones de tu
alma.
Me tomo unos minutos para leer un artículo publicado hace unas
semanas, donde contó su historia:
“(…) Fueron años muy duros. Cada día llegaba con el uniforme
del colegio empapado en lágrimas. Entraba despacio para que nadie
lo notara, y corría a ponerme ropa seca y ocultar los machucones.
Claro que la mentira no se consolidaba solo con un poco de
rubor; lo fundamental era la sonrisa forzada pero necesaria con la
que yo misma me obligaba a disfrazarme. Esa copia pirata.
Necesaria porque, de lo contrario, si salía a la luz la gran farsa, en el
colegio intentarían contrarrestar mi declaración con marcas que ya
no me fuera posible ocultar.
Aunque cualquiera que hubiera prestado la suficiente atención,
hubiera notado la pérdida de brillo en mis ojos.
De esa forma escribía. Escribía aquello que no podía decir en
voz alta. Mi diario era donde escupía el dolor, y él lo sellaba entre
sus páginas amarillas y la tinta corrida por la angustia. Allí se
escabullía cada secreto que se había forjado durante todos esos
años de ojos apagados.
Con mi trazo aniñado diseñaba un futuro sin maquillaje y
sonrisas de plástico. Imaginaba el día en que lo que plasmaba allí
quedaría archivado, como una experiencia más.
Pero con el tiempo me di cuenta que ahí estaba la clave,
justamente. Tenía la herramienta más poderosa a mi disposición.
Solo debía cambiar el enfoque.
Todo estaba en el papel. Fui testigo de cómo el arte de hecho sí
mueve montañas. Incluso las más altas.
Mis compañeros solían molestarme por, entre otras cosas
absurdas, mi adicción a la escritura, a la expresión material del
pensamiento. Era irónico, la verdad, que justo eso fuera mi boleto de
salida.
Ahora, con mi interior a prueba de ruidos, me dedico a ayudar a
aquellos que transcurren situaciones similares, a vislumbrar el poder
que tienen en sus manos.
Ver el arte como escapatoria. Como el arma más poderosa. Una
vez que nos permitimos verlo, no hay vuelta atrás (…)”
15
 
Un pasado enredado entre bullying, maquillaje y un diario
confidente. Ahora, se dedica a ayudar a otros. Es fascinante.
Pero también escribe libros que se podrían categorizar como de
poesía, o “simples reflexiones”, según las llama ella. Aunque de
simples no tienen nada. Son tan simples como un tornado que sin
piedad arrasa con lo que sea que se le cruce por delante.
Investigo en qué tiendas puedo conseguirlo, y
sorprendentemente hay una cerca de casa.
Recojo rápido el despliegue, cambio mi vestimenta de entrecasa
por una más adecuada para recorrer las calles, e inicio mi camino.
Algunas casas todavía duermen, honrando el comienzo del fin
de semana. Los árboles susurran que siguen vivos, a través del
tímido movimiento de sus escasas hojas.
Niños riendo a carcajadas en bicicletas, ancianos disfrutando su
paseo matutino. Carcajadas que ahora incorporo como una melodía,
y no como un tormento. Siempre me gustó eso de este barrio; su
ambiente familiar, tranquilo. Además que se mantiene dentro del
presupuesto, claro. Recuerdo la conversación con Ramiro cuando le
planteé mudarnos para acá:
— ¿En serio? ¿A ese barrio aburrido?
Sus prejuicios me daban ternura.
—La vida que construiremos allí, entre libros y canciones, como
acordamos que queríamos, no será aburrida, ni buena, ni mala.
Será nuestra.
Cada vez que acudo a ese recuerdo me duele el pecho. “Algo
nuestro”. ¿Y ahora que él no está? ¿De quién es? ¿Qué queda?
En cuanto me enfrento a la puerta que parece salida de un
cuento fantástico entro, sin dudarlo, en busca de ese bendito libro.
Aroma a historias. Aun vivas. Aun latiendo. Cómo extraño que
impregnen mi hogar.
— ¿En qué puedo ayudarla?
Me toma desprevenida. Estaba sumergida en mi memoria.
—Hola, disculpe. Estoy buscando el libro Confesiones de tu
alma, de Cecilia Borac.
—Ah… Un alma valiente. Sí, lo tenemos.
Y allá, desde un rincón, me llama. Como si supiera que he
venido por él. Solitario, se imprime sobre una mesa pequeña, de
madera de pino. Pareciera que alguien lo ha estado leyendo, y en
un apuro, escapando de lo que allí está escrito, lo ha dejado, tirado,
entre otros universos.
16
 
—Lina, por el amor de Dios, ¡Un día! ¡Te pido un día de paz! —
perfora mi tímpano, a través del teléfono.
Es que sufrí una recaída. No sabía a quién más llamar.
—Perdón, Kati… ya sé que es tu día libre pero…
—Ese es tu problema. Lo sabés, pero lo ignorás —suspira para
poder seguir—. ¡Lo peor es que no te das cuenta de lo egoísta que
te volviste!
— ¿Egoísta? ¡Perdí a mi esposo!
— ¡Y yo a mi hermano! ¡Mi única familia!
Intento disimular el llanto con un suspiro, y contesto:
— ¿Cómo que tu única familia? ¡Yo sigo acá!
La comunicación se quiebra junto a su voz.
— ¿En serio? ¿Seguís acá? Porque la Lina que yo conocía no
subsistía gracias a esos degradantes químicos.
Por unos segundos, el silencio se apodera de la línea.
Yo no hablo más. No puedo. Si abro la boca, las palabras se
atragantarán con el agua de mi alma. Mi alma llora,
descontroladamente, aunque el llanto no se retransmita en la
distancia.
Pero Katia sí parece poder hacerlo. Sus palabras, en lugar de
atascarse, encuentran la forma de salir torrencialmente y
conmocionar la línea.
—Te ahogás en tu propia miseria, y tragás a los demás contigo.
No entendés que no sos la única implicada en este desastre. Por
alguna razón, te podés dar el lujo de poner tu vida en pausa
mientras los demás te la solucionan. Mientras doy lo que está a mi
alcance para apoyarte, e intento seguir con la mía. —El tormento en
su voz me da a entender que también quiere llorar, pero lo retiene,
testaruda, y prosigue: —Yo trato de distraerme, voy al cine una vez
por semana, que hoy ya no va a ser posible por tu intromisión. Me
uní a un equipo de handball, ya sabés lo que me gusta y lo bien que
me hace. Después llego a casa y grito, me hundo en la cama y lloro
hasta dormirme. Pero al otro día me levanto y sigo. Sigo porque mi
vida no terminó cuando lo hizo la de Ramiro. El punto es que busco
alternativas, intento salir adelante. Vos deberías hacer lo mismo.
Una vez que cesa la verborragia, el agua que tenía retenida
encuentra la forma de salir. Pero antes de desmoronarse por
completo, declara:
—No doy más, Lina. No doy más.
Entonces corta, de forma rotunda. Mi teléfono está exhausto por
la intensidad de la conversación. Yo también lo estoy.
De ojos hinchados y estrujando el celular en mis manos, como si
eso ayudara a descargar la ira en él, observo el plato de galletas de
avena que me trajo mi amiga hace unos días. El mismo snack que
me acompañó los meses que estuve internada, y que lo sigue
haciendo. Aunque tengo el presentimiento, de que no lo hará más.
17
 
Mi cabeza es una batalla campal de emociones adversas. No sé
a cuál de ellas prestarle atención.
Claro que entiendo, aunque duela, lo que se dijo en esa llamada.
Reconozco que quizá sí he sido un poco egoísta. Pero no sé ser de
otra manera ahora mismo.
Observo, del otro lado del estar, silenciosa y triste, la biblioteca.
No me he acercado a ella en mucho tiempo, pero no es necesario
hacerlo cuando los retazos de sus libros permanecen en mi
memoria. En este momento soy capaz de evocar uno en particular,
con el que resueno:

MARCHITAR(SE)
Es lo que hacen las flores. Traidores, engañosos seres. Con sus
delicadas hojas, de vez en cuando salpicadas por un rocío pasajero,
insinúan su posible fin, desgarre. Tan débiles.
Pero los colores. Sus brillantes colores, y su belleza exorbitante
hacen creer en su infinitud, que van a prevalecer para las futuras
generaciones, manteniendo en sus pétalos vivas a las miradas
brillantes de sus antepasados.
Lamentablemente, todo lo que brilla es porque ha visto, o verá,
la oscuridad. Y se encargará de apagar consigo a aquellos que se
atrevan a ser testigos de su lento deterioro.
Las flores son así.
Y yo soy una.

No sé quién soy. No sé quién ser con los demás. No sé qué


hacer para alivianar el peso que siento. El peso de la vida. ¿Cómo
se aliviana la vida?
Las pastillas.
Amarillas, seductoras…
No, Lina, no.
Mejor una galleta. Sí, mejor.
La mastico sin ganas. ¿Cómo podría tenerlas? Se me cerró el
corazón.
Pero en el medio de la psicosis, mi memoria me pega una
bofetada para reanimarme, con un recuerdo dulce, y así sentirle el
gusto a las galletas.
Rememoro la primera vez que las probé:
—No sé por qué desperdicias el tiempo estudiando química, la
verdad. Estás privando al mundo de este pedazo de paraíso.
—No seas boba —respondió Katia, entre risas—. Le estoy
haciendo al mundo un favor más grande al evitar que vos hagas
explotar el laboratorio con tus inventos raros.
Risas. Ahogadas en el humo de una jarra de té.
Adquieren consistencia, en mi piel erizada.
Es curioso cómo el pasado es capaz de revivir en forma de
sensaciones.
Para recordarme que estoy viva.
18
 
En otro reloj (2)
 
19:50. Ya debe irse si quiere llegar a tiempo a su visita nocturna
con Roma.
La conoció hace un par de días, pero siente que únicamente
cosas buenas pueden surgir, de arriesgarse a frecuentarla.
Ha comenzado una transformación, definitivamente, en algún
rincón de su ser.
En su primer encuentro se la cruzó de repente, durante un paseo
poco común por la playa, para distraer su mente por un momento,
de su ritmo galopante.
Calma, meditaba a la orilla del agua. La espuma se derretía al
impactar con su piel bronceada, y sus ojos se dirigían al infinito.
— ¿Por qué la prisa? —Las palabras parecían robarse el viento.
Cuando sonaban, solo ellas se escuchaban, en medio de un silencio
reblandecedor.
Él detuvo su caminata, para dedicarle su atención: — ¿Prisa? No
estoy corriendo —contestó, a la defensiva.
—Lo que las palabras no revelan, tu mirada me cuenta. Y la
prisa es de tu mente, que tu cuerpo, en el intento por esconderla, la
hace más evidente.

—Es que nunca paran —se excusó el joven, al cabo de unos
segundos. Los suficientes para reajustar las tuercas de su cabeza.
— ¿Qué cosa?
—Los relojes, de girar.
La noche brillaba, resplandeciente. Estática, pero en constante
movimiento. No corría. Iba justo a tiempo.
—Tu alma duerme. Despertá.
Luego se fue.

Hoy la luna es más azul de lo habitual, el cielo más verde, y la


anciana lo mira de una forma particular. Él siente que sus ojos de
águila lo atraviesan. Unos ojos negros, como muchos. Y sin
embargo, únicos en su especie.
—Despeiná esa rigidez, no has entendido el concepto de
perfección. No es sino el equilibrio entre el caos y el orden.
Equilibrio, de eso se trata —pronuncia la señora. —La naturaleza es
perfecta, y no está ordenada por color.
Aquellas palabras logran retumbar en su pecho de metal.
¿Acaso había malinterpretado su existencia entera? Su
organizada rutina le ha permitido lograr sus objetivos, y la
minuciosidad extrema con que ejecuta cada tarea le vale de
herramienta para ordenar las ideas. Porque, ¿quién puede pensar
con claridad cuando adentro hay un vendaval?
Además, hoy en día, la vida debe estar milimétricamente
pensada, si se quiere evitar desastres.
Fechas, horarios, límites.
Los persistentes límites que excusan el paso del tiempo y
recuerdan, que a cada inquietante movimiento de unas filosas
agujas, más cerca se encuentran. Allí, al final, con su rostro
macabro, esperando al acecho.
No puede más. Irá a dormir. Le duele la cabeza y mañana le
espera un largo día en el estudio.
A jugar carreras, contra un macabro reloj.
19
 
Desde la mesa ratona de la inerte sala de estar, me observa. El
libro de Cecilia Borac me observa. Aguarda, paciente, la atención de
su nueva dueña.
No es por desinterés que escasea el tacto. Claro que no. No me
he olvidado que allí reposa desde hace varios días, con su
intimidante presencia.
La cuestión es que no he contado con las agallas suficientes
para abrirlo, porque una cosa es segura: allí las palabras juegan,
entre las lágrimas de un lector emocionado. Me di cuenta en el
instante en que me llamó desde aquel rincón inhóspito de la librería.
Esas mismas palabras podrían terminar de desarmarme… o
devolverme la vida.
Supongo que es tiempo de averiguarlo.
Mientras me acerco, una sensación de abatimiento se ata en mi
garganta. Extraño a Ramiro. Más de lo que me creo capaz de
soportar.
Ahora enfrentada al libro, deposito el mate, aun caliente, y el
termo ya deshidratado, a un costado.
Finalmente lo abro, y se despliegan ante mí las siguientes
palabras:

“Este libro es un poco diferente. Tú no leerás a él; él te leerá a ti.


Deja que te encuentre. Abre tu alma.
Las palabras justas para ti tendrá, si te atreves a confiar.
Ciérralo de vuelta, y vuelve a abrirlo en donde tu corazón se
encuentra.”

Cierro los ojos y lo abro en una página cualquiera.


O cualquier página exacta.

“Que el eco de tu recuerdo se convierta en voz


y me diga al oído
que seguís ahí.”

No, no puede ser cierto.


Que el libro lea tus sentimientos, qué tontería. Tiene que ser una
mera coincidencia.
Cierro los ojos nuevamente. Lo abro en otra página.

“La vida pasa


y tú te quedas
eternamente
en mi memoria.”

Inmediatamente, la voz de Daniel se desliza dentro de mi


cabeza. “Cerrar los ojos para ver”
Sonrío.
Luego, no puedo evitar romper en llanto.
Allí están, las palabras, revolcándose en el charco de angustia.
Y al mismo tiempo, me consuelan en un abrazo.
La diferencia es que para mí, la vida no pasa. O así es como lo
siento.
Me encuentro ahogada en un eterno suplicio. Sin poder nadar y
naufragar en alguna isla paradisíaca, donde las penas no sean más
que anécdotas.
Él sigue ahí, eso es un hecho. Mientras mi mente lo dibuje, allí
permanecerá.
La cuestión es esa, de hecho. Si algo me da la espalda en estos
momentos, es mi memoria. El único recuerdo persistente es él, con
su pelo castaño claro y lentes de sabelotodo.
Pero yo… yo no recuerdo quién era, antes de él.
Roma me lo advirtió, pero recién ahora creo empezar a
entenderlo.
Recuerdo un catorce de febrero. Habíamos estado planeando
por días qué hacer en esa fecha tan promovida. A Ramiro se le
complicaron unos asuntos en el trabajo, y se vio obligado a cancelar
los planes. Para compensarme, me mandó un ramo de flores.
Dentro, una tarjeta que decía:

“Para mi otra mitad.


Perdoname.
Te amo.”

Me hierve la sangre de incomprensión.


¿Mitad? ¿En serio?
Roma tenía razón. Me perdí a mi misma, mucho antes de
perderlo a él. Debí haberlo previsto en ese momento de debilidad,
en que esa frase tan absurda me pareció afectuosa.
Las convicciones que aseguraba tener se derrumban, de a una,
como en un dominó sin fin.
Mi pasado e inseguridades me habían anestesiado a tal punto de
creer que me faltaba una parte, y que debía ir en busca de ella.
Claro que a ellos se les suma el conjunto de creencias de una
sociedad retrógrada, que alimenta ese sentimiento. Olvidé que, en
realidad, ya estaba completa.
O quizá nunca lo supe, y eso es un problema. Porque si no
recuerdo un período en que fuera consciente de mi completitud,
entonces… Si somos nuestra memoria ¿Quién soy realmente?
Si hurgo en mi cabeza, lo único que encuentro son vivencias en
que mi comportamiento se regía por la mirada de Ramiro. Sus
deseos, sus convicciones.
La verdadera pregunta es, ¿quién soy ahora, cuando él no me
mira?
20
 
Hoy revivo una escena ilustre de esa época, en la que a mi
silueta la moldeaban sus aspiraciones.
El cielo había olvidado sus estrellas, pero nosotros teníamos las
nuestras.
En donde iría el jazmín, habíamos colocado una guirnalda de
luces que hacía visible el nuevo jardín, con la tierra revuelta
esperando las flores que plantaría Ramiro el día siguiente. Y
también las velas, alumbrando el cariño.
Sentados sobre una manta en el deck recién colocado, el vino,
los rostros parcialmente iluminados, la música.
El amor y el enredo de quien quiere perpetuar la magia por
siempre.
—Vamos a tener que cubrir ese agujero pronto —mencioné,
observando el hueco en la pared en donde irían grandes ventanales.
Ventanales en “ele” que cerrarían la cocina y el living; en aquella
época, en forma de galería, parte del escenario silvestre.
—Sí, mañana van a venir a colocarlos. Pero, ¿No te gusta cómo
está así?
— ¿Gustarme? ¿Por qué me agradaría tener un hueco del
tamaño de las deudas en la pared de mi casa?
—Le da un toque diferente, único.
—Sí, único va a ser cuando terminen los muebles estropeados si
empieza a llover.
Reímos.
—Quizá podríamos acostumbrarnos. Un hogar sin límites,
literalmente. ¿Estamos afuera o adentro? No lo sabemos, tampoco
interesa.
—Estás creativo, ¿eh?
— ¡Desestructurate! ¿No es lindo pensar en las posibilidades?
—preguntó, con el brillo turquesa de sus ojos y haciendo un gesto
con las manos—. A veces creo que deberíamos ir más allá de lo que
la sociedad o la cultura nos han metido acá. —Y se toca la cabeza
—. ¿Y qué si quiero que mi casa no tenga paredes? Para crear
muros están los otros, los que creen en las fronteras.
Me reí tiernamente, negando con la cabeza.
—Ya empezó a hacerte efecto el vino.
—Si es el vino el que habla, que se exprese, tiene mucho para
decir. Hay que dejarlo. La esperanza está en las nuevas
generaciones, quizá sean menos cuadradas. Quizá no conozcan los
límites. Quizá el cielo sea una posibilidad y no algo inalcanzable. Tal
vez, incluso, puedan creer.
— ¿En qué?
—En sí mismos, en los otros, en la vida. En la magia de poder
creer, y crear lo impensable. Un poco menos de guerra; un poco
más de paz. ¿No sería lindo, verlos crecer? ¿Verlos crear ese
mundo impoluto?
Casi escupí el vino, no me lo vi venir.
— ¿Hijos? Pensé que habíamos acordado no tenerlos.
— ¿No te gustaría reconsiderarlo?
—Tal vez, no sé… pensé que ya había quedado sellado ese
asunto… ya veo que no. Seguro hasta tenés pensado cuántos.
—Claro que sí, cuatro.
— ¡¿Cuatro?! —Despedí una carcajada— ¿Te paso la posta y
los tenés vos?
—Trato hecho. —Sonreímos. Me dio un beso. Luego tomó la
guitarra.
— ¿Qué canción toco? —preguntó.
Nos miramos.
—Drexler —dijimos, al unísono.
— ¿La edad del cielo?
Sonreí.
—“Todo está en calma”.
21
 
Se ha vuelto costumbre los atardeceres de charlas místicas y
lecciones profundas, con el sonido marítimo de fondo.
Al anochecer, Roma suele aparecer bordeando la costa, rozando
sus huellas con la vestimenta amorfa color perla que acostumbra a
llevar, entre tanto observa un astro de la suerte rasgar el
firmamento. Aunque ella asegura, que la suerte no existe.
La caracteriza una calma inexplicable y una ternura celestial. Su
cabellera desteñida juega a mezclarse con el viento, y volverse
parte de él. A veces, incluso se entinta de su color.
A cada visita, noto una minúscula pérdida de opacidad en sus
ojos, volviéndose más transparentes. Como si en el intento por
desvelar eso que llevan escondiendo mucho tiempo, comenzaran a
dejarse atravesar.
A medida que me acerco a la playa siento cómo la sal cruje bajo
mis pies. Al enfrentarme a ella, diviso una especie de pequeña
colina de arena, que no deja ver más allá de sí. Encima, a lo lejos,
un hilo de plata. En ocasiones incluso se ve un conjunto de puntos
luminosos que se deslizan sobre él, a un ritmo propio, en un tiempo
aparte.
Cuando subo la duna y al fin logro apreciar a Roma, noto que
esta vez le pareció divertido modificar la rutina.
Allí se encuentra su piel agrietada, confundida entre las sombras
que producen los desniveles de una superficie irregular. Entregada
al universo, descansa tranquila al borde de la marea, pero no llega a
mojarla.
Me acerco despacio, pues está con los ojos cerrados y no quiero
asustarla. ¿Se habrá dormido? ¿Recordará que hoy la visito?
Me agacho lentamente y me acuesto a su lado. La arena está
más suave que nunca. Me ruega, que la deje acariciar mi piel. En lo
alto, un niño parece haber estado jugando con pintura blanca,
salpicándola inocentemente en el papel negro.
El viento cesa su silbido, para dar lugar a su voz. Su voz
angelical, que insinúa haber recorrido todos los planetas, y vuelto
para sanar.
— “Sos todo aquello
por lo que todavía
en la noche
las estrellas brillan.”
—… ¿Otra frase de Cecilia?
—Así que has estado investigando —dice, con picardía.
—El libro es muy curioso.
— ¿En qué sentido? —pregunta, sin dejar de apreciar por un
instante el esplendor de la noche.
—La forma en que está escrito. “Te dirá dónde se encuentra tu
alma”… No es que no le crea, ¿Eh? Ya me lo ha demostrado más
de una vez.
Sonríe.
—No es para nada curioso. Es… como debe ser. Los libros
siempre dirán sobre ti lo que necesites ver, aunque a veces lo
disfracen. Este, tan solo lo hace más evidente.
— ¿Cómo es eso? —indago, confundida.
—Los libros siempre encuentran la manera de elegirte a vos.
Ellos saben lo que necesitás escuchar. Tu alma, por su parte,
responde a ello. Por eso tu inquietud en averiguar de dónde
provenían semejantes palabras, cuando te las recité por primera
vez.
— ¿Y vos cómo sabías lo que yo necesitaba escuchar?
— “Escuché a diario tus susurros.
Ahora el mundo grita
y no escucho”
—…
— ¿No has llegado a esa parte?
—Tal vez mi alma no me lo ha querido mostrar.
Nos echamos a reír, a la par.
—Aprendés rápido.
Inspira un poco de mar, y prosigue:
—Tenés que aprender a escuchar nuevamente. Y a ver… bueno,
la vista está un tanto sobrevalorada. Te acostumbraste a un sonido,
hasta que se volvió familiar, tu hogar… El sitio cómodo a donde
regresar. Pero dejame decirte, que tu único hogar, sos vos.
— ¿Y por eso no escucho los gritos del mundo?
—Algo así. Lo evidente es lo que mejor se camufla, entre tus
inseguridades o miedos. Cuando logres advertir lo que el mundo
tiene para decirte, te preguntarás por qué no lo habías oído antes, si
tan alto lo pronunciaba.
De repente se asoma una tortuga bebé entre el agua espumosa,
que borra sus diminutas huellas.
—Vos sos esa tortuga. Bueno, todos lo somos.
— ¿Cómo?
—Por determinado motivo tuvo que separarse de su familia para
enfrentar al mundo ella sola. Lo que consideraba su hogar, seguro y
cómodo, ya no es más que un recuerdo. Aquello de lo que se sentía
parte, la obligó a ir en busca de su vida.
—Aprender a quererse, encontrar su corazón.
—Exacto.
—Pero… ¿no deberíamos ayudarla a salir del agua siquiera? Le
está costando…
—Tranquila. Está haciendo lo que debe hacer. Y ella sabe muy
bien a dónde se dirige, lo descubrió más rápido que muchos de
nosotros.
Por un rato, el silencio reina el lugar. Yo pierdo mi vista hacia
arriba. No hay límites. Las fronteras no existen.
Juego a esquivar estrellas, pero siempre hay otra, incrustada en
la bóveda oscura.
Para mi sorpresa, la luna se ausenta. Solo ella sabe a dónde
habrá ido. Quizá hoy reina en otro mundo.
Pero la luz… la luz no escasea. Tintineante, potente, tenue, en
sus formas más variadas. Como brillantina se pegotea en ese cielo,
y en todo aquel que la mire a los ojos.

—Esperá —digo de repente. Algo todavía no me cierra—. Son


muy lindas estas charlas, y las estrellas y los secretos de la
existencia. Pero… ¿No se supone que vos escuchás historias de
amor?
No puede evitar largar una carcajada.
—Ay, querida. Cuánto camino por recorrer. ¡El amor a uno
mismo es el más esencial y básico!
22
 
Está atardeciendo y la luna comienza a delinearse, tímida, en un
rincón del vasto cielo invernal. Tras pasarme el día enroscada en
elucubraciones, decidí que me haría bien una caminata por el barrio.
Los últimos rayos de sol, cuya potencia no alcanza para abrigar
espíritus frágiles como el mío, se desintegran gradualmente, como
granos de sal al fundirse en el mar abierto.
A su vez dedican una reverencia al astro de la noche, que
moderadamente va tomando fuerza, y baña las casas con su
resplandor tenue; que unos tildan de fantasmagórico y otros,
aseguran que es tranquilizador.
El barrio se muestra en pausa. Los vecinos están adentro, al
resguardo del clima feroz, refugiados tras una manta o el calor que
desprenden unos leños.
Observo, a través de las escasas ventanas encendidas, el
ambiente acogedor que allí se gesta. Abuelos jugando a las cartas
con los nietos, entre risas pícaras y trampillas.
Padres preparando la cena, niños haciendo los deberes.
En otra ventana, dos muchachas acurrucadas en un sillón,
descansando entre miradas tiernas, y festejos silenciosos por su
reciente amor. Han aprendido a quererse y a querer lo que muchos
consideran distinto o fuera de lo común, mientras tejen nuevas
creencias y se deshacen de las ya caducadas.
Logro conseguir algo de calor al atestiguar, a lo lejos, en un
horizonte recortado por bosques sobrevivientes a la desforestación,
un cielo prendido fuego. Parece desprender llamas, que impactan
en las latas rodantes carentes de corazón, que pasean por la costa.
Llamas de esperanza. Aparecen cada vez que el frío está a
punto de arrebatar mi último aliento. Son probables fugitivos del otro
hemisferio, donde se esconden los días buenos. Un recordatorio de
que están en camino; cada vez más cerca de cruzar la línea
divisoria, y reaparecer más radiantes que nunca.
Tomo una decisión sin pensar. De golpe y porque la vida me lo
pide, o yo se lo pido a la vida. Saco el celular de mi bolsillo, y
empiezo a redactar.

Del otro lado de la ciudad, Katia enciende los motores de su


escarabajo nuevo, adquirido como forma de tapar sus ansiedades
con olor a plástico sin uso, y enfila por la autopista, luego de otro día
en el laboratorio.
Su jornada no fue más interesante de lo usual. Ahora, en
retrospectiva, se ríe de la joven que en una ocasión tuvo la brillante
y boba idea de que ser química le traería una vida fascinante y llena
de descubrimientos. Es irónico cómo las ilusiones moldearon su
presente en aquel momento, y constituyeron el motor de todas sus
motivaciones.
La vibración del celular la dirige de vuelta a la ruta. Echa un
vistazo. Un mensaje de Lina.
Suspira.
De seguro se le han acabado los medicamentos. O quizá, en un
intento por recuperar la atención, le reclama la visita que no le
brindó la semana anterior. Es que no tuvo tiempo de hornear
galletas, ni las energías para ver una vez más el dolor que atraviesa
su cara de lamento constante.
«Piensa que no tengo una vida. Que solo estoy para ella. Que no
tengo nada más de qué ocuparme. Siempre me debo ocupar de
todo.»
«Estoy harta.»
Y cuando la presión sanguínea ya está por llegar al tope, del
enojo, del cansancio, o de una mezcla de ambos, luego de diversas
suposiciones, se digna finalmente a leer el mensaje.
Estaciona a un lado, prende las balizas y toma el celular.
No es lo que esperaba.
La tensión comienza a bajar paulatinamente. Los dígitos en ese
globo de diálogo le transmiten tranquilidad. Y vergüenza, por haber
juzgado el contacto de su vieja amiga.
“¡Kati! ¿Cómo te sentís para tomar unos mates? Venite cuando
salgas del lab, que tengo la estufa prendida y unas tortas fritas”
Es como si fuera una persona distinta. No recuerda haber leído
algo así, proveniente de ella, en mucho tiempo. Últimamente se
reporta tan solo con pedidos de ayuda o lamentos de una vida de
sufrimiento.
Aprovechará la oportunidad. Siente curiosidad sobre su
repentino cambio de humor.
“Voy en camino.”
23
 
Suena el timbre y corro hacia la puerta.
Me parece ver, en una maceta, el brote de una flor de dondiego,
aunque no recuerdo haberla plantado.
—Vení, pasá, que recién hice el mate.
El living sigue sin poder recuperar su color, pero el fulgor del
fuego tiñe el ambiente con un cálido tono cobrizo.
—Así que has estado leyendo —afirma Katia, al ver que sobre la
mesa descansa el libro con notas adhesivas incrustadas.
—Bueno… sí, digamos que sí. Lo descubrí recientemente, pero
me estoy dando el tiempo para procesarlo. A ese hay que integrarlo
con cuidado o te da un choque emocional.
— ¿“Choque emocional”? —Pregunta, riéndose—. Nunca te
había oído usar palabras así.
Esbozo una sonrisa.
—Estoy aprendiendo a usar palabras nuevas, porque las viejas
ya me están resultando vacías.
En la mesa, unas tortas fritas humeantes y un aroma amargo
nos invitan a sentarnos.
—Se te ha dado la cocina, también. Ya veo.
—Son solo arranques. A veces quiero darme un gustito y
mimarme un poco. Además… ¡sino tengo que esperar a que me
traigas tus galletas para deleitar mi paladar!—exclamo, sonriente.
—Sí… ya sé que no vine la semana pasada. Perdón por eso. He
estado con mucho trabajo y como no me llamaste, supuse que
estabas bien…
—Estoy mejor, de hecho. Es más, no te preocupes por seguir
trayéndome los medicamentos, o por chequearme cada semana.
Creo que desde ahora de eso me ocupo yo.
Cada declaración parece sorprenderla un poco más. Lo dilucido
por su expresión confusa, pero calma.
Nos pasamos la noche entera despiertas, entre cuentos y
destellos de unas velas que se consumían palabra a palabra,
confesión tras confesión. Recordamos viejos momentos y
comenzamos a coser heridas. Despacio, con amor y paciencia.
Despertamos del extravío la época dorada, en que ella, Ramiro y yo,
reíamos a carcajadas y desafiábamos la aventura, creyéndonos
invencibles.
Lloramos, también. Por su hermano y mi esposo. Regamos la
idea del irrisorio mundo que dejó, uno en el que es solo recuerdo.
Porque él cumplió cada rol lo mejor que pudo, y brindó a nuestras
vidas la luz que no éramos capaces de producir. Toda la luz que se
llevó, cuando se fue. Ahora rascamos en cada rincón, con la
esperanza de que se haya olvidado algún haz.
Hasta nos permitimos ver una película, entre tanta emoción
acumulada. Me dejó pensativa. Se llama Belleza inesperada… algo
que jamás debemos olvidar, aun en momentos de sumo dolor. Es
con Will Smith, actorazo. Siempre amé sus películas.
En esta, el personaje le escribe a cosas, no a personas. Cartas
que se dirigen al Tiempo, al Amor y a la Muerte. Pavada de
destinatarios. El poder que tienen sobre uno es inexplicable. Les
diría tanto…
Para empezar, les preguntaría la razón de su insistencia por
controlar mi vida, y entrometerse en mis planes.
Aunque eso no sea posible, sin adentrarme en los misterios del
universo me conformo con lidiar con mis vínculos terrenales.
Creo que comienzo a recuperar a mi amiga, o a una parte de
ella.
24
 
Y la parte que yo perdí y que aun no encuentro, busca la forma
de hacerse presente, a través del pasado.
Era pleno febrero, y el día se prestaba para absorber su textura.
El cielo llevaba puesto el color de su mirada. Las nubes escribían
canciones, la brisa jugaba a ser una cinta, que envolvía nuestra piel
y la enlazaba, la hacía una.
Cuando llegamos, el mar se desdoblaba como papel de
aluminio, al que le habían aplicado acuarelas en tonos azules.
Calmo, se regocijaba ante la playa desocupada. Éramos los únicos
en ella, y nos recibió con agrado.
Hacía calor. El sol marcaba su presencia en lo alto, pero su tacto
era suave, para nada arrollador. No necesitamos colocar una
sombrilla, pues su caricia nos invitaba a dejarnos tocar. Aunque
fueran las cuatro de la tarde.
Extendimos un pareo gigante en la arena, y la acondicionamos a
nuestros cuerpos. Esta se acomodaba también a la escena, como
harina salada, si es que eso existe. Y si no, la naturaleza la acababa
de inventar.
Salpicados en el extenso paisaje, se erguían las ruinas de
castillos de arena, cedidos a la inmensidad por almas a las que no
les costaba el desapego.
Me acerqué al agua para refrescarme, y apenas alcanzó mis
pies sentí cómo desnudaba los poros saturados de la semana, y se
llevaba la tensión para diluirla en la marea. Luego me di un
chapuzón, un tanto más liviana, entre pescaditos de colores. Los
colores más intensos que había visto.
—Está hermosa el agua —proclamé, al volver.
—Sí, parece que sí. En un rato me voy a meter.
—Mirá, te traje esto. —Le extendí una cuchareta,
desmesuradamente blanca—. Está un poco rota, pero igual me
llamó la atención.
—Es muy bonita. A mí lo que me gusta de ella es, precisamente,
su desgaste. Las cosas rotas son las más hermosas, significa que
han vivido.
Me agradaba esa idea. La belleza de las cosas rotas.
Especialmente porque si no fuera así, no existirían las personas
bellas.
Ramiro aspiraba profundo las fragancias exóticas del lugar.
Tomó la cuchareta y la interpuso entre su rostro y el sol.
—Observá —dijo, entrecerrando un ojo—, si mirás por acá, si
acotás la vista dentro de esta pequeña ranura, parecerá que el cielo
cambia de color. Supongo que se debe a que no tenés el resplandor
general del sol, sino que dejás pasar un único haz de luz. Eso
cambia la percepción de lo que ves; los colores incluidos.
Me generaba dulzura cuando sacaba su lado nerd y llevaba el
diseño, su profesión, a las cuestiones cotidianas, las más simples.
Las únicas que importan de verdad.
—Tenés razón. Nunca lo había visto así.
Comencé a jugar con la arena y la tomé en mis manos, haciendo
que se escurriera entre mis dedos, como una lluvia moderada. Me
cautivaba lo bien que se sentía. Era como si en el contacto,
purificara.
—Es increíble que esto sea capaz de medir el tiempo —agregué,
sin despegar los ojos de ella, hipnotizada por su encanto.
—Sí, la verdad que sí. Aunque simplemente depende de la
cantidad y frecuencia con que se manejan sus granos. Es cuestión
de perspectiva.
Sus palabras me dejaron pensativa. El tiempo como una
cuestión de perspectiva. Me estallaban las ideas de siquiera
considerarlo.
Aunque hay asuntos que solo con el tiempo, se hacen evidentes.
25
 
Ya es la segunda ocasión en dos semanas que vuelvo a este
lugar del horror, al Hospital de Clutter. Un nuevo y extraño récord,
para alguien a quien ya le fue concedida su libertad. Pero que a su
vez, se sigue sintiendo un prisionero.
Hoy se muestra más sombrío que nunca, lo que no creía posible.
Como si su presencia intimidante estuviera allí adrede, listo para
comenzar el rodaje de una película de terror. Recorta bruscamente
un cielo uniformemente nublado con su filoso y descuidado revoque.
No es el convencimiento de superar el trauma lo que me motiva
a volver a mi celda, sino el intento de ayudar a una persona querida,
a escapar de las rejas de su mente inestable. Y un poco también, la
actitud desafiante de enfrentar mis miedos.
El estómago se me retuerce, intoxicado por la neblina de esta
mañana cruel. Y no, todavía no ingresé al edificio.
Inspiro todo el aire que puedo, para que al exhalar se vaya con
él lo que hace que en este momento, mis piernas no dejen de
temblar.
Y como en una especie de ritual y un sentimiento de deja vú,
cierro los ojos para tomar coraje.
Finalmente atravieso la puerta al mismísimo infierno. Abro los
ojos.
No es tan malo como esperaba… campo visual y auditivo
despejado. Por ahora, nadie se ahoga en llanto o en súplicas de
desesperación. A lo lejos, hacia la zona de las habitaciones…
silencio.
Pero mis piernas siguen temblando.
A continuación, lo mismo de siempre.
Me acerco al mostrador, cuya madera parece haber sido atacada
por termitas hambrientas. Al parecer, los pacientes no son los únicos
que pasan necesidades. Detrás de él, la misma mujer de la otra vez.
Ahora, con el bosquejo de unos labios intentando sonreír.
Escalofriantes, malignos. Con la misma desconcertante amabilidad
pregunta mi nombre y el motivo de mi visita.
—Lina Lost, vine la semana pasada. Quiero ver a Daniel Altergo.
—Déjeme ver si está habilitado para recibir visitas.
Sus largas y desprolijas uñas arañando las teclas de una
computadora al borde del colapso hacen saltar entre mis recuerdos
el momento de mi ingreso acá, hace ocho meses. Todavía
estremecedor.
Tan vívido como si hubiera ocurrido ayer.
Aunque borroso y con fragmentos dejados en el olvido,
seguramente para mi beneficio, el momento se delinea intacto,
inamovible, en un rincón de mi memoria:
Entré por mis propios medios, como cualquier persona. Ya
estaba comenzando a aceptar la situación; que no estaba en mis
cabales, nadie lo podía negar. No era yo.
O quizá, era esa parte de mí tan oscura, que no había querido
ver a los ojos.
El Hospital de Clutter contaba con ciertas buenas reseñas, y era
el lugar donde mi psiquiatra había recomendado “recuperar la
cordura”, y lo cito.
Lo que no mencionó en ninguna instancia, fue que luego de
poner un pie dentro, por decisión propia o por recomendación
profesional, ya era presa de su degradante sistema. No había
escapatoria. Estaba sentenciada.
Conocía la clínica por comentarios y por fotos de su exterior.
Pero no investigué su funcionamiento. Grave error.
La cuestión es, que cuando entró en mis venas la verdadera
esencia del lugar, y voces roncas me advertían de su dolor, quise
irme, pero no me lo permitieron. Dos enfermeros musculosos me
tomaron de los brazos. Les dije que me lastimaban, pero parecían
no querer escuchar.
La sangre no llegaba a mis manos, se cortaba mi circulación.
Me caí.
Advertí que me arrastraban.
El único sonido que se filtraba en mis oídos sordos era el de mis
botas blancas; a esa altura grises del polvo. Como el chirrido de una
tiza contra un pizarrón. De esos viejos, descuidados. Rayaban el
piso humedecido de lejía. El piso desgastado por el producto, y por
otros cuerpos.
Creí sentir cómo una aguja atravesaba mi piel, capa por capa. O
quizá era el miedo de percibir una aguja atravesando mi piel. No
estaba segura, a ese punto muchas de mis facultades se
encontraban paralizadas, o confundidas.
Comencé a marearme.
Veía doble.
Luego triple.
Luego… la oscuridad.
26
 
—Señora… ¡Señora! —exclama la administrativa, chasqueando
sus dedos para llamar mi atención, de forma impertinente.
Me cuesta unos segundos reaccionar y reencausar en el motivo
de mi visita.
—Sí, sí… Disculpe…
Me duele la cabeza.
—Puede pasar a visitar a Daniel… pero debo advertirle que no
está en sus mejores días.
Lo que me faltaba.
—Tómeselo con calma —añade—. Y ante cualquier
inconveniente, acuda a uno de los enfermeros. Siempre hay alguien
cerca.
—Está bien —contesto, con un tono que intentó ser amigable.
No, está mal, está todo mal.
—Él la acompañará —dice, señalando a otro funcionario.
Al llegar a la sala común, esa que se volvió nuestro lugar de
encuentro mientras estuve acá, se me estremece el alma.
—Daniel, tenés visita —modula el señor, fingiendo interés, y se
retira.
Para mi sorpresa, es el único ser que habita el espacio, en un
rincón, arrodillado, mirando hacia una pared.
Huele a… no soy capaz de distinguirlo. ¿Desinfectante, quizá?
Desinfectante mezclado con un atroz olor a humedad.
Está oscuro. La precaria luz que entra por la única ventana de la
habitación aporta tan solo la suficiente como para discernir sus
rasgos. Ya está anocheciendo.
Se da la vuelta para mirarme. Creo distinguir cortes en sus
mejillas.
Prefiero no preguntar.
— ¿Cómo estás? —indago finalmente, para romper el silencio,
aunque aterrada de la respuesta.
—He estado mejor, la verdad. Pero me alegra volver a verte en
tan pocos días —modula.
Examino en silencio y con detenimiento las palabras que emitiré.
Su estado me hace dudar de si realmente es lo mejor divulgarle mis
descubrimientos. Pero con la esperanza de que él también se
beneficie de ellos, hablo:
—Estuve vislumbrando ciertos temas, y quería compartirlos
contigo.
Me escruta intrigado.
Saco el libro de mi cartera, con las manos temblorosas.
—Abrilo, sin mirar, en una página cualquiera —le digo.
—Pero, qué…
—Confiá en mí.

“Cuando la lucha termine
y la niebla se disipe
tu corazón agradecido
le cantará al sol.”

Sus ojos clavan la vista en el papel.


De repente, su mirada muta. Se torna más oscura que la
habitación.
Parece enojado. Pero no es el Daniel que me encontré cuando
llegué.
Es el otro.
Estaba aguardando bajo la superficie, esperando la oportunidad
de detectarlo vulnerable para salir. Y su puerta de escape fue ese
texto.
No quiere detener la lucha. Quiere continuarla hasta el final.
Destruir los escasos fragmentos que quedan de su noble corazón, y
apoderarse de su piel.
No debí haber venido. Lo que creí que ayudaría, lo acercó un
paso más hacia su completa desaparición. Debí retirarme al
momento en que la enfermera me advirtió de su inestabilidad.
Ya no hay vuelta atrás.
Se abalanza sobre mí.
Vocifera frases que no entiendo.
Intenta hacerme daño con una hoja de afeitar, que solo él sabe
cómo ha podido tener bajo custodia, pues se supone que el paciente
debe renunciar a los objetos filosos. 
No tengo más remedio. Debo pedir ayuda. Mi grito hace saltar la
pintura andrajosa de las paredes.
— ¡Ayuda! ¡Enfermero!
Llega enseguida con unos cuantos refuerzos más. Lo toman a la
fuerza, y se lo llevan de arrastro.
Mientras tanto, flashes de aquel primer día que estuve acá.
Como en una película, se interponen con la realidad.
Llanto, ahora mío, se suma a la escena.
Impotencia.
Furia.
El otro Daniel se aleja entre risotadas tenebrosas y frases sin
sentido, hasta que pronuncia algo que logra captar mi atención:
— ¡Y vos, ¿ya encontraste el reloj o seguís dando vueltas en sus
agujas, con la memoria apagada?!
Tardo unos segundos en moverme.
Cuando reacciono, salgo corriendo. Ni siquiera regreso mi tarjeta
de visitante.
Aunque ya es de noche, me voy caminando. No lo pienso. Solo
lo hago.
Escucho algo detrás de mí. Son pasos. Me pisa los talones, su
desgarrador significado.
En un poste, observo una foto mía que dice “DESAPARECIDA”.
Observo de vuelta. No soy yo.
Apuro el paso.
No quiero mirar hacia atrás.
Corro.
Rápido.
Más rápido.
“Una más” pensé.

Mientras tanto, en otra esquina del planeta, manos cobardes le


quitan el brillo a una joven de ojos violetas, arañando su libertad.
27
 
En otro reloj (3)
 
El pan de banana está listo. Hacía mucho no ponía en práctica
sus habilidades culinarias, pero hoy sintió una importante necesidad
de saciar su paladar con azúcar.
Corta unas rebanadas, se sirve un café con exceso de espuma,
y sale al balcón.
La tensión del día lentamente baja su pulso. Al resguardo de su
hogar, tanta precisión comienza a perder sentido.
Unas nubes verdes tormentosas se han adueñado de la noche.
Consigo se llevaron las estrellas, pero dejan al descubierto
porciones de una luna triste, melancólica.
Una luna azul que todo lo ve, y todo lo escucha. ¿Será un
testigo, o un espejo de quien la mire?
Recuerda el fragmento de un texto que encontró por ahí, de
autor desconocido:

“El latido de una noche sin estrellas retumba en los rincones.


Una luna solitaria pasea en el abismo, buscando a quien se llevó
la luz.
Abrí los ojos, despertá tu alma dormida, que en un sueño le robó
a la luna su compañía”.
Quizá es él, que en el intento por abrigar su corazón de plástico,
encontró en esas estrellas un calor vigorizante, y dejó a la luna
deambulando, sola, en medio de la oscuridad.
“Alma dormida”… lo mismo que le dijo Roma unos días atrás.
¿Qué quiere decir, exactamente?
Hace un par de semanas, un cliente llegó con un pedido un tanto
peculiar. Quería una “silla para meditar”. Es posible que en
respuesta a la cara de desconcierto total del diseñador, se
justificara: “En ocasiones es necesario tomarse el tiempo para
despertar. Y para ello necesito una forma que facilite el viaje…"
Despertar… ¿de qué?
El sujeto está dedicando muchas horas, junto a su equipo, a
investigar cómo llevar adelante semejante proyecto, ajeno a su
conocimiento.
Una particularidad que llamó su atención, fue que se refirió a la
silla no como un mero objeto inerte e intrascendente, sino como
forma. Forma que da vida. Que sirve como medio, para un fin.
Su vida entera, incluso luego de recibirse de diseñador industrial,
ha concebido la apariencia como un tema superfluo. Irónico,
proviniendo de un profesional que se dedica a ello, pero eligió la
carrera por otros motivos, que ahora no cree recordar.
La belleza, lo externo que se percibe, es mucho más que una
cuestión de marketing. Estamos permanentemente recibiendo
señales de ella relacionada a temas banales.
En la vorágine del tiempo, uno no se detiene a observar.
Busca lo rápido, lo inmediato.
A la gente se le olvida que el exterior, es en realidad reflejo de lo
que yace en lo profundo. Y que la forma es el nexo entre lo
mundano y lo divino.
Si se presta la suficiente atención, se descubrirá que esa forma
cuenta historias.
Ahora lo entiende.
Despertar, del mundo. De distracciones.
De su insistencia incansable, de no mirar hacia adentro.
28
 
Entreabro los ojos y enfoco una luminaria que me resulta
familiar. Estoy en el living de mi casa, en el piso glacial. Me duele
mucho la cabeza.
Solo recuerdo haber llegado anoche con el corazón a punto de
salirse de mi pecho, cerrar la puerta y… negro.
Debí haberme desmayado.
Ojalá el día de ayer se presentara ante mí como un vívido sueño
desagradable, nada más. Y no como una imagen que cuando
intenta asomar por un rincón de mi cabeza, trae consigo los aromas,
las voces, los ruidos.
La respiración convulsa.
Me dirijo a la cocina para prepararme un té, y mientras se
esparce el contenido del saquito sabor limón, volviéndose parte del
agua, solo puedo pensar en una cosa: el reloj.
Otra vez mi pecho comienza a subir sus pulsaciones.
Tomo un sorbo.
¿Qué intentaba decirme? hay un motivo detrás de un corazón
que palpita fuerte, y cada vez que pienso en lo que dijo Daniel, el
ritmo se acelera. Por momentos incluso logro involucrar a mi cabeza
en el drama, porque me siento mareada.
Es cierto que no puedo confiar a ciegas en lo que haya podido o
querido decir él ayer, los hechos lo demostraron. Pero algo no
encaja, y me está comiendo por dentro. Tiene que haber más detrás
de su divague.
Quizá no sabía lo que decía, y era uno más de sus sinsentidos,
provocados por la convivencia mortal de dos individuos en un único
cuerpo, y una posible mezcolanza del presente con su pasado como
relojero.
O quizá… quizá nunca había estado tan cuerdo.
Entre deducciones me doy cuenta de que no he tomado la
píldora amarilla. Tal vez es esa la razón de mis piernas
tambaleantes o de los chuchos de frío que llegan de repente.
Voy al cuarto directo hacia los comprimidos, y cuando voy a
tomar uno, me congelo.
Justo al lado, intentando colarse entre ellos, se encuentra el
redondo y opaco, marmolado con rojo, anillo de bodas. El corazón
retoma su ritmo impaciente. La misma sensación de cuando
rememoro las palabras de Daniel.
Siempre está allí, descansando junto a mí, noche tras noche,
vela tras vela. No sé por qué nunca lo limpié, o por qué insistí en
dejarlo a la vista.
Una advertencia, tal vez. ¿De qué?
Entonces recuerdo.
Bocinas.
Escucho bocinas. El agua moja desconsideradamente mi ropa
descubierta; antes violeta, ahora negra.
La noche y el caos.
La calle infernal.
El anillo intentaba alejarse dando círculos; hacia el otro lado, un
reloj hecho pedazos.
Se había detenido.
29
 
Pero sin previo aviso, entre las sombras reaparece una caricia,
para apaciguar la tensión; la nostalgia en forma de luz. Una luz que
ya se apagó. Cuando ese mismo anillo era insignia de nuestro amor,
y no de su destrucción.
Me aferro a ella, como al último rayo de sol que escapa el
horizonte, al anochecer.
Llegué, cerré la puerta, dejé las llaves, me saqué la campera. El
calor se sentía en el aire.
Penumbra.
¿Velas?
Iluminándote parcialmente, junto a una copa de vino y el compás
de Asilo. Drexler, debí haberlo supuesto.
Me tomaste de la mano, me invitaste a acompañarte, al abrigo
de la media luz. Me preguntaste sobre mi día, pero yo ya me había
olvidado. No me acordaba de cómo me había ido, ni cómo había
vuelto. Solo sabía que en ese momento, justo en ese instante te
grababas en mi retina, cada mirada, cada suspiro.
“…Dame una noche de asilo en tu regazo…”
Bailaba mi vestido rojo, ese que me regalaste en mi cumpleaños.
Primero volando entre el deseo, y luego derritiéndose en el suelo. El
aroma a vino desató tu corbata, haciéndote ignorar por qué te la
habías puesto.
“…Esta noche, por ejemplo, dejemos al mundo afuera…”
Nosotros, tejiendo la eternidad, haciendo realidad fantasías.
Aprendiendo a querer, olvidando el ayer.
Un espejo capturaba el encuentro. Desvestía las almas. Reflejo
disfrazado de colores; los tuyos, los míos. Esos que aparecen
cuando desbordan el cuerpo.
“…Abre tus brazos, ciérralos conmigo dentro…”
Te miré y no existían palabras. Te miré y me pregunté cómo era
factible, que nadie hubiera amado nunca tanto como para poner en
palabras lo que sentía. Lo que sentía refugiada en tu piel sudorosa y
escuchando tu corazón que bombeando al máximo volumen,
intentaba decirme que también me quería, como a nadie en el
mundo.
El sudor se desprendía en forma de tinta, y escribía una canción
sin letra.
Como el lenguaje no estaba a la altura busqué en el tacto la
posibilidad de descubrirte aun más, si eso era viable. Recorrí cada
centímetro, puse a prueba cada nervio, estudié la reacción a cada
estímulo, hasta que llegué a tu sonrisa. Genuina, presente. Aparecía
entre la textura suave de esos labios que tanto conocía, y que
siempre quería conocer mejor.
Pero luego tus ojos me encontraron, y me desorienté. Por sus
galaxias y sus estrellas, cada una de ellas, que daban brillo y eran la
fuente de tus ojos de mar, y de la alianza que vestía mi mano;
dorada, impoluta. Entre el vapor y el movimiento, tintineaban y se
reflejaban en mi piel, también húmeda.
Fue así que recorriste mi alma, la tomaste prestada. Como si
fuera un lienzo acariciaste mi espalda, dibujaste planetas, imprimiste
tu huella. Investigaste mis poros, uno por uno. El pelo también.
Morocho, largo. Se enredaba en los pensamientos. No podía
pensar. Únicamente podía mirarte sin comentar nada, porque ya lo
dije; no existían palabras.
Y me alegro, porque si hubiesen existido, no hubieras sido
permeable a mi tacto, no hubieras conocido mi textura. No habrían
brotado llamas donde antes solo había carne. Y los misterios que
escondía tu cuerpo y que ese día desentrañé un poco más, los
tendrías que haber cedido a un par de frías letras, que creen saber
de magia.
30
 
Perdí la noción de cuánto rato mi vista ha estado clavada en un
punto fijo. No hay nada especial allí, solo es el lugar aleatorio que
enfoqué cuando empecé a recordar, y me paralicé.
Ahora comienzo a preguntarme si evocar con exactitud lo
ocurrido aquel diez de diciembre de 2017 es verdaderamente lo que
quiero, o lo que es más conveniente. Los vagos retazos que
comienzan a develarse, son más escalofriantes que gratos.
Pero dudo que haya vuelta atrás. Me conozco lo suficiente, o
quiero creer que lo hago, como para querer convencerme de que
mañana amanecerá y seguiré siendo la misma chica anestesiada
que habita mi cuerpo desde hace varios meses.
No, no hay vuelta atrás. Ahora debo seguir despertando
fragmentos de una vida lejana, unir cabos sueltos, construir
memoria en el olvido. Aunque no puedo evitar preguntarme si al
revelar ese rollo, lo que allí veré será algo genuino, o un juego
macabro de mi imaginación.
Porque no hay manera de estar completamente segura, de que
lo que revivo, es efectivamente lo que ocurrió. Es lo que tiene el
pasado; como no existe, le podemos dar la forma que queramos,
para que cierre la ecuación del presente.
Me dispongo a buscar el reloj; el único testigo del crimen que
podría darme otra pista. Necesito una prueba física que justifique las
imágenes que se presentan ante mí, o las palabras de un loco en
una crisis psicótica.
Daniel… me dolió muchísimo verlo así. En un limitado período
de tiempo se había convertido en una persona muy especial, que
intentó calmar con la dulzura de su verdadero ser, el dolor del
espíritu hecho pedazos de una completa extraña. Aunque yo juraría,
que sus rasgos me eran familiares, que ya los había visto antes.
Busco en cada cajón, debajo de la cama, en el gabinete del
baño, detrás de los sillones, entre los libros. Pasan los minutos, las
horas. Sigo buscando. Sigo sin encontrar esperanza.
Me rindo. ¿Lo hago? Por ahora, estoy exhausta. El dolor de
cabeza sigue sin dejarme en paz, y el té… bueno, el té ya
desprendió todo el calor que poseían sus moléculas, dejándome con
una taza con agua saborizada fría.
Chequeo la hora en mi celular: 15:30. No he almorzado, y claro
que tampoco preví la comida. Esto de jugar al detective me quita
muchas horas del día como para continuar con la rutina con
normalidad.
Decido ir a lo de Rita a ver si le queda algo con que satisfacer mi
estómago hambriento. Unas medialunas bastarán para recobrar
energías y seguir con mi búsqueda.
Al abrir la puerta, el aire antártico atraviesa mi piel con violencia.
Parece enojado. El invierno ya está aquí, y no parece haber llegado
con buenas intenciones. Los pocos sectores de mi piel que se
exponen a él se retuercen con vigor, y como un trozo de hielo al que
le echan agua caliente, comienzan a quebrarse.
El cielo intenta compensar la ferocidad del clima con su radiante
azul, mientras deja al descubierto un sol a quien el mismo frío
parece haberle quitado calor.
Lo que separa mi casa del pequeño negocio son tan solo unas
cuadras, pero yendo al ritmo de unos pies gélidos, la vida parece ir
en cámara lenta.
Finalmente me enfrento a la puerta y entro con rapidez. Localizo
a una Rita acalorada, corriendo de acá para allá.
— ¿Pero no tenés frío, mujer? —cuestiono, mientras froto mis
manos para incorporar la calidez de este ambiente tan acogedor.
— ¡Hola, Lina! —saluda, risueña—. El invierno les ha despertado
el apetito a todos. ¡No doy abasto!
— ¡Ya veo! Es bueno tener la mente ocupada en estas fechas.
No sé si me habrá escuchado. Amasa y amasa, apurada,
salpicando partículas de harina por doquier, cubriendo el espacio
con su blancura.
—Mi intención no es distraerte, Rita… pero, ¿me decís si te
quedan medialunas de jamón y queso?
— ¡Ah, sí, querida! Disculpame… Acá están, recién salidas del
horno. ¿Cuántas querés?
—Dame tres, y uno de esos alfajores de maicena también.
Tienen una excelente pinta.
Pago y me despido: — ¡que tengas un buen día! —Luego me
entrego al cruel exterior. Nunca la había visto tan atareada. Al
menos a ella, el frío ha brindado dicha.
El aroma paradisíaco que desprende la bolsa de papel abre aun
más mi apetito, y las medialunas recién hechas cediendo su calor a
mis manos vuelven más amena la vuelta a casa.
El bolsillo de mi campera comienza a vibrar.
Es Katia.
Antes de emitir ninguna oración, por el teléfono percibo su
estado de nerviosismo.
Ruidos de papeles hacen interferencia con la comunicación
escasa de palabras.
—Lina, descubrí algo. Necesito hablar contigo.
31
 
“Lina, descubrí algo…”
“Lina…”
Tiemblan mis manos al compás del desastre. Tiembla mi
existencia.
Su voz… se inyecta en mi dolor.
“Necesito hablar…”
Ácido en los pulmones.
“…contigo.”
Solo atiné a salir, tomé el auto por primera vez, pues por primera
vez la ocasión lo amerita. Manejé como pude hasta donde trabaja
Katia, donde hasta hace poco, también trabajaba yo… y que
después de tanto me recibe prendido en llamas.
Macabra. Una vez más, la vida y sus jugadas.
Percibo en mi mano cómo se deposita, delicado y letal, el polvo.
— ¡Señora, no puede acercarse! ¡La zona está restringida!
Arde.
Mis piernas no responden, me caigo.
A veces me pregunto en qué juego está envuelta la vida, y cuál
de sus peones soy. El corazón me palpita desesperado, intentando
inexorablemente salir de mi pecho, para aterrizar en el asfalto, y
cesar su pesar.
A este juego no lo quiero jugar más. Mi piel, que empezaba a
recuperar su consistencia, ya no sirve de armadura. Tanto esfuerzo,
lucha continua. ¿Para qué? En cualquier momento se volverá tan
permeable, que absorberá las cenizas de este incendio,
desgranando lo que queda, lo poco que queda, de eso que tanto
esmero pone en proteger. Eso que ahora no es mucho, y lo poco
que es, perece indefenso en un rincón sin luz.
Siento que me ahogo.
Hoy, mis ojos son testigo de cómo la fe se convierte en trizas. El
rojo acaricia la barbarie. La vida quema. Brasas suplican, dejar de
arder.
Eco en mi cabeza.
La niebla no deja ver.
El piso hecho lava. El piso… del mismo infierno.
Penetra el calor por cada poro, se abre espacio en cada célula.
Quema.
Llamas por doquier. El rojo está enojado.
Estruendos. El edificio grita agonía. Estalla de ira.
No la ubico.
¡¿Dónde está?!
Siento que no puedo.
Entonces la veo.
— ¡Katia!
Rendida en una camilla, piel de ceniza, cabeza sangrando.
Mascarilla de por medio…
Arde.
Me abro paso entre bomberos y otras víctimas. Por fin la
alcanzo. Alcanzo su mano… hierve, entre el gris.
—Señora… no se acerque —creo oír decir a un hombre de
blanco.
—Soy su familia.
—No la toque.
—Pero… ¡¿Va a estar bien?!
—Haremos lo que podamos.
32
 
Las llamas. El fuego. El rojo… ya lo he visto antes.
—Más cuatro. Cambio de color a rojo.
El famoso destructor de relaciones. Una carta, definiendo el
curso del destino.
—Arrancamos con fuerza, ya veo —respondí.
Su fama la precedía, llegó a abrirse el paso. Rasgar una zanja
en donde antes existía armonía, y otras cartas aburridas, de relleno.
Lo leía en sus ojos, sus ojos llenos de intriga y deseo de victoria.
Nadie, absolutamente nadie se compenetraba más en el juego del
Uno que Ramiro. Cada vez que planteaba desempolvar las cartas,
la mesa ratona automáticamente se convertía en el escenario de
una batalla campal.
—Espero que no creas que me siento compasivo hoy.
—Nunca, cariño.
Intentamos contener la risa, pero hacía demasiadas cosquillas.
Esta quería desesperadamente sumarse al ambiente, y logró salir
de ambos; pícara, intranquila. 
Afuera, la lluvia se oía refrescante y feroz. En el intento por diluir
el calor agobiante que venía azotando a la zona esos días, regalaba
sus gotas frescas a quien quisiera un respiro. Igualmente, el sol se
las arreglaba para atravesar las nubes con sus débiles rayos, que
aterrizaban en la mesa de ese living todavía vivo. Con seguridad,
luego desataría un arcoíris. Demasiado idílico para perdurar.
— ¿Te has fijado en el estado de cuenta últimamente? —
cuestioné.
—No intentes distraerme, estoy en medio de una jugada
maestra.
—Hoy estaba revisando gastos —insistí— y me encontré con
una sospechosa cantidad de dinero, transferida a tu nombre, ayer.
—Debe haber sido un cliente con el pago atrasado.
— ¿Cliente? ¿Has visto la suma? ¿Acaso estás trabajando para
la reina de Inglaterra?
—Cambio de color a azul.
Las nubes parecían haber adquirido densidad de un momento a
otro, renegando al sol de su presencia parcial. La habitación tenía
un tinte más lóbrego, y el azul de la carta se empañaba con la
humedad, mostrándose más oscura de lo habitual.
—Necesito explicaciones…
—Lina… —tomó una bocanada de aire antes de proseguir—, no
te lo había contado porque no era nada seguro, pero hace meses
que estoy trabajando en un proyecto nuevo para una empresa muy
importante, y acaba de concretarse.
— ¿Qué empresa, si se puede saber?
Colocó un tres amarillo sobre un tres azul.
Evadiendo una respuesta a mi pregunta, pero desviando la
atención con una precisión excepcional sin despegar por un instante
los ojos de sus cartas, respondió:
—Sobre eso… tiene su base en Estados Unidos —hace una
pausa para pensar con qué carta subyugarme—. Me requieren en
Nueva York en dos semanas.
— ¡¿Nueva York?! —exclamé, sin poder distinguir el sentimiento
que suscitó mi tono elevado—. ¿Y ahora me lo decís?
Silencio.
Había deslizado una granada dentro de la conversación, y ahora
eludía las consecuencias mientras hacía eco en las paredes de mi
cabeza. Aunque últimamente no se mostraba muy comunicativo, y
escaseaban las palabras donde comenzaba a sospechar, se
gestaban secretos.
Traté volver al juego. Después intentaría sacarle más
información… aunque sin éxito.
Robé una carta.
—No tengo amarillo —anuncié, procurando mantener la calma.
De fondo se distinguía el monólogo de la televisión, modulando
noticias al aire. Voz áspera, rasposa.
... ¡Fix me!, el invento que estabas esperando. Ahora, tu reloj no
solo te dirá la hora. También te recordará que la belleza no es cosa
sencilla. El tic-tac que por fin logrará que te quieras a ti mismo, y
que te quieran los demás…”
— ¡UNO! —pregonó Ramiro.
Truenos. Mi corazón se aceleró.
Bañaron la habitación en una estela de luz, para luego sumirla
en una penumbra abismal. Se había hecho la noche, y recién eran
las tres de la tarde.
Justo cuando había parado la oreja para escuchar tales
barbaridades, mi marido apagó la tele.
—Qué loco está el mundo. No deja de sorprender.
—Sí… no deja de sorprender… —vociferó, esbozando una
sonrisa que no supe descifrar.
Arrojó su última carta, la estampó sobre la mesa. Nada más ni
nada menos que un “más dos” amarillo, potente, destructivo. Me
sobresalté.
– ¡Gané!
33
 
Ya han pasado diez días desde el desastre y los minutos
parecen retroceder en lugar de avanzar. La espera es denigrante, se
ríe en mis narices, amenazando con su posible eternidad.
Cables, sábanas pálidas como aquel que cubren, comida
deshidratada. Una persona, cuya vida depende de esos cables,
enredados, salvajes, inertes. Conectados a otro ser inerte, que
supervisa su corazón.
Su piel fue afortunada de escapar de las brasas, y conserva su
tinte color canela característico, aunque cada día se destiñe más.
Pero su cabeza no tuvo la misma suerte, y fue golpeada con
vehemencia con algún elemento que, entregado a las lenguas de
fuego, se desprendió y aterrizó sobre su cabellera. “Traumatismo
encefalocraneano con pérdida de conocimiento y hematoma
extradural” son las palabras de los médicos que, tras la operación
correspondiente, esperan también con expectativa su despertar, a
pesar de que no se animan a afirmar que eso suceda, o en cuánto
tiempo.
Las mismas enfermeras de siempre, yendo y viniendo. Viniendo
siempre con la misma frase: “¿Por qué no vas a casa? Deberías
descansar.” Y con las reducidas energías que me quedan,
disminuyendo cada vez que me lo dicen, respondo lo mismo; que no
la voy a abandonar, que soy su única familia. Que no me lo
perdonaría si al dejarla sola ocurriera algo que me hiciera lamentar
no haber estado. Que me necesita.
Alguien, me necesita, en mucho tiempo. No soy yo la que
depende de otra persona, ya no. Bueno, al menos por ahora.
No quiero dar lástima. Quizá les preocupan mis ojeras que junto
al cansancio brotan bajo mi mirada apagada. En la habitación de al
lado hay una señora que se pasa hablando sola; ella sí le conversa
a los cables, mientras yo intento no mirarlos. Me da mucha pena su
soledad. A veces canta en medio de la noche, reafirmando con cada
nota desafinada la negrura que se escurre de mis ojos.
Enseguida pienso en Roma. Pienso en la playa y en lo bien que
me haría su compañía en estos momentos. Podría decirse que la
única razón por la que me encuentro cerca de estar en mis cabales,
es ella. Entonces en cierta forma, sí, dependo de otro para ser la
que creo que soy. O ser alguien, siquiera.
Es desconcertante. A la vez que aprendo a incorporar la pérdida,
e incorporarme a mí, completa, con lo que conlleva, la incorporo a
ella, a su voz y su presencia. A tal punto de no poder lograr lo
primero sin contemplar su cara y perderme en sus ojos, mientras me
habla de tortugas y revela los secretos del universo.
Necesito verla. Lo necesito ahora mismo. Necesito que su voz se
mezcle con el aire mundano y me cante una canción
esperanzadora, de esas que dicen que todo estará bien. Y yo lo
creeré.
—Perdoname, Kati. Pero para poder cuidarte tengo que hacer
esto. Vuelvo en una hora.
Le doy un beso en su mano rendida.
Recojo mis pertenencias, aviso en enfermería, pido que me
informen al instante sobre cualquier novedad, y me voy a la playa.
El querido y viejo Chevrolet tiene sus años, pero no los
suficientes como para abandonarme en estas circunstancias.
Acelero lo más que puedo y reconozco, que yo estoy tan acelerada
como él.
Comienzo a temblar, a pensar en Katia y en lo que significa la
idea de perderla a ella también. En Ramiro y en todo lo que ha
sucedido en los últimos meses, asemejado a cualquier historia,
menos a la realidad. Mi realidad. ¿Será así a partir de ahora?
¿Luchar con fantasmas y conmigo misma, mientras pretendo que la
vida sigue? ¿Que sigue entre fantasmas y luchas?
Una insistente bocina me devuelve a la vía. Abro la gaveta en
busca de ibuprofeno u otro calmante que detenga este dolor
insoportable. No es la cabeza, tampoco el estómago. ¿Qué es?
La vida.
No encuentro pastillas, pero tampoco importa, porque ya llegué.
Me bajo rápido, corro. Me olvido de trancar el auto. ¿Tranqué el
auto?
Me descalzo, me entrego a la arena. Húmeda por la lluvia.
No la veo. ¡¿Por qué no la veo?! Estoy en el lugar de siempre, a
la hora de siempre. No hay rastro de su cartel, o de su presencia.
No estuvo acá hoy.
Me caigo de rodillas, me rindo ante la marea.
Comienzo a llorar. Ayudo a mojar aun más la arena, como si ya
no se hubiera hidratado lo suficiente. Siento que no puedo, sin
Roma no puedo. Pero creo que debería. ¿Acaso ya es tarde?
Cayó mi bolso y con él, el libro. El de Cecilia.
Lo abro, desconsolada. En busca… ¿De qué? Respuestas,
canciones, algo.
Mi piel se eriza al instante, al tocar las palabras allí escritas,
dedicadas a sanar:

ES TEMPRANO
Ahí está. ¿La ves? Allá arriba, en el cielo. Justo ahí, la estrella
que más brilla.
No dejes que se escape. Andá, atrapala.
Pedí un deseo, volá.
Saltá, lo más alto que puedas. Así, quizá, puedas sentir su calor.
Invitala a jugar, a fundir su brillo con el barro de tus zapatos.
Dejá, que el barro brille.
Que lo moldee, que lo convierta en flor.
Esa flor, ponela en tu oreja, combina con tu pelo ondulado.
Luego, que el agua de lluvia llene a esa flor de colores, y que
estos a su vez tiñan cada fibra de esa melena. De rojo, o amarillo.
De todos. Por qué no.
Que los colores recorran tu cara, aun lisa, y pinten una acuarela.
Que cada gota de agua te haga sentir un poco más viva. A
veces, un poco es mucho.
Ese mucho, puede convertirse en río, que en el horizonte,
converge con un cielo estrellado.
Sí, ahora hay más estrellas, reflejadas en el río.
Se miran entre sí; se dan cuenta que no hay una igual a la otra,
son únicas. Como aquella luz que te animaste a atrapar: el cielo aun
no conocía la expresión de tu cara, que con los ojos cerrados, vio
más que nunca.
Fue testigo de la estrella fugaz que convertirse en gotas frescas
corriendo por tu rostro, encandilado por los sueños que tiene por
alcanzar.

Sonrío. Visualizo el cosmos.


—Gracias, Roma.
34
 
1994
 
La campana de la puerta avisó la llegada de otro cliente.
Seguramente para reparar algo roto, preguntándose si todavía
estaba a tiempo.
Sus siete años los había pasado entre tuercas, tornillos y relojes
muertos. Siempre le había parecido fascinante cómo su padre, con
un par de ajustes y aceitando unos engranajes, lograba volver a
medir el tiempo. Nada más ni nada menos.
Cada tarde luego de la escuela iba al taller y ayudaba en lo que
podía, mientras Katia, su hermana pequeña, disfrutaba de la
adrenalina de tirarse en tobogán en una plaza, acompañada de su
madre.
Es que para Ramiro presenciar a su padre hacer estos trucos de
magia le resultaba mucho más atractivo. Lo admiraba. Decía que
cuando fuera grande también devolvería a la vida objetos que
insinuaban haber perecido. O mejor aun, los inventaría. Inventaría el
futuro tan solo usando sus manos, y bueno, también su brillante
intelecto. Porque sí, era un niño precoz.
Una esponja. Absorbía todo lo que su padre tenía para
enseñarle, mientras investigaba estanterías y jugaba a atrapar
sueños entre el cucú de ciertas reliquias.
Los que siempre habían llamado particularmente su atención,
entre los innumerables tipos, modelos y colores de relojes, eran
aquellos que no hacían ruido, que no amenazaban con su tic-tac.
Aquellos en los que en su interior, solo había arena. No había
mecanismos complejos, ni tuercas ni agujas, solo arena. Y eso
hacía que en su sencillez los encontrara inexplicables, y
asombrosos.
Uno de esos días en que su curiosidad llegaba al límite y había
pasado horas contemplando cómo cada grano se rendía ante la
gravedad, su padre emitió una declaración que nunca olvidaría:
—Los relojes son artilugios curiosos. Darán a quienes los lleven,
la ilusión de que tienen el control. Y esa es la peor ilusión de todas.
Tras una pausa y en el afán por encontrar las palabras, tomó el
recipiente de cristal y contemplándolo, prosiguió:
—Sin embargo, los relojes de arena poseen una cualidad
trascendente, y es que no buscan dar la hora exacta. No juegan con
números ni intentan imponer el control. Simplemente se encuentran
allí, como recordatorio de que todo fluye y está en constante
movimiento, y que cuando no se mueve más, es porque ya caducó,
ya cumplió su fin.
Al principio se lo contaba mientras bailaba, para interpretar la
simbología. Lo tomaba de las manos e inundaban las paredes de
ese taller ancestral de frescas carcajadas.
No solo ese testimonio se grabaría en su joven memoria por lo
que intentaba transmitir, sino porque habría representado uno de los
pocos momentos de lucidez de su progenitor, que cada vez eran
menos. Últimamente sus días se basaban en obsesionarse en un
rincón, bajo un deteriorado foco de luz, con algún viejo artefacto a
quien el tiempo ya había olvidado. Y a veces, solo se sentaba, a
observar los granos de arena deslizarse por el cristal. Quieto,
inamovible, inerte, contemplando la vitalidad.
A medida que esos episodios se volvían más frecuentes,
alternados con escenas violentas hacia sí mismo, a veces
desaparecía por meses. Su mamá decía que iría al hospital a
recuperarse y que volvería siendo la figura paterna que los niños
recordaban. Pero la siguiente vez que lo veían, llegaba con más
pastillas para agregar a su colección, y más machucones de los que
tenía en su partida.
El patrón se repetía una y otra vez: violencia, ausencia,
calmantes, fases de lucidez, cicatrices. Se volvió rutina. Pero no
sería hasta que las marcas aparecieran en otros además de sí
mismo, que la situación se complicaría aun más. Esta vez
implicaban a su hermanita.
Su mamá les pedía que tuvieran paciencia, que en realidad
tenían dos papás. El que les había servido de ejemplo y a quien
debían atesorar y recordar, y el otro, que se ensañaba por enterrar
cualquier vestigio de bondad.
Al día siguiente del episodio con Katia, su madre los metió en el
auto, entre valijas y sus peluches favoritos, y les dijo que irían a dar
un paseo. Los niños no sabían, que sin retorno.
Esa fue la última vez que lo vieron, gritándole al auto en
movimiento, y luego golpear el cartel del taller con la fuerza de sus
dos hombres, haciendo vibrar las palabras allí escritas. También
formarían parte de ese último recuerdo:

Daniel Altergo, reparador del tiempo.


35
 
Tres semanas, veintiún días, 504 horas, 30.240 minutos. Hasta
ahí ha llegado mi cálculo. He intentado contabilizar con un
parámetro confiable los ratos que pasan, las lunas que nacen, sin
estar más cerca de una respuesta.
Es que eso es lo único que me sobra; tiempo. Y más aun a
Katia, que cede sus oídos a mis divagues cada vez más aleatorios y
sin ningún hilo conductor coherente. La cotidianeidad se transformó
en un cúmulo de momentos que se repiten siguiendo un patrón sin
fin.
Amanezco religiosamente a las ocho en punto, exhortada a salir
de la cama por la única motivación posible; ir a ver a mi amiga, con
la esperanza de novedades. Pero la jornada nunca sorprende.
Siempre me presenta esta invariable situación, en el escenario de la
habitación fría y sin tiempo, con los mismos colores, la misma luz, el
mismo olor a desinfectante. El mismo sabor a estancamiento.
Lo único que varía entre esas paredes avasallantes es el casi
imperceptible aroma a limón, canela o naranja, dependiendo del día,
que desprenden cada vez con menos ganas, las galletas recién
horneadas. Porque sí, cada mañana antes de partir, pongo a
funcionar el horno a todo vapor, con el fin de seguir dando vida a la
famosa receta de Katia, que por tantos meses me acompañó a mí
cuando era incapaz de enfrentar la vida.
Pero siempre sé, en el fondo, que a esas galletas las ingeriré yo
sola, sin disfrutarlas, al borde de la camilla, esperando. Y mi
intuición nunca falla.
A mediodía me tomo un descanso; de esperar, de desear, de
preocuparme. De plantearme y replantearme las mil y una
situaciones en las que podría encontrarme en un mes. Si es que no
persisto, terca, inmersa en un panorama similar, viendo el sol de
paso y de camino al hospital, condenada a tragarme el olor a
antiséptico entreverado con avena, porque ya ni siquiera pondría el
esmero en agregarle un sabor extra a las galletas, destinadas a ser
tragadas sin ningún anhelo.
Más tarde voy a la cafetería y me tomo un café bien cargado, y
así mantengo encendida la cabeza y mis ganas de seguir en esta
maldita caja higienizada de enfermos, unas horas más. De resistir.
Luego paso el resto de la estadía contándole mis pensamientos
a Katia, o solo haciéndolo en voz alta. Divagues de todo tipo,
magnitud y presencia. Esos son los que nunca cesan, ni en los días
más oscuros. Pero evidentemente no estoy razonando lo suficiente,
o ¿lo estaré haciendo de más? Ya no puedo analizar la situación y
los pasos a seguir con claridad, porque yo soy parte de ella. Si
quiero encontrar respuestas aun con mi amiga en ese estado, debo
alejarme e intentar ver con otra perspectiva.
Recuerdo una visita a Roma en la que una vez más despejaba la
niebla a través de un texto corto pero contundente, del libro de
Cecilia.
—Hay que tener cuidado con pensar de más, Lina. Cuando
querés ver estás enredada en una madeja de tu propia mente,
creada por vos sin darte cuenta. Y creeme, una vez así, no es fácil
desatar los hilos —expresó, de cara al sol.
Ese encuentro fue a la luz de la mañana, para variar. Nunca
había podido apreciar ciertos rasgos de la anciana que en la
penumbra no se dejaban ver. Como el recorte de sus cejas
prominentes y caídas, dándole a su rostro un dejo de ternura e
inocencia.
—Yo siempre creí que para resolver un problema hacía falta
adentrarse en él, conocerlo de pies a cabeza, vivirlo desde dentro —
acoté, confundida.
—Con eso lo único que lográs es dejarte envolver por una manta
de incertidumbre, convirtiéndote también en el problema. Alejándote
cada vez más de una posible solución.
El sol rajaba la tierra con su contundente resplandor. Cada rayo
lograba adueñarse de aquello que tocaba; el agua, reflejando las
nubes. Las rocas, convirtiéndolas en focos de más luz. O en mi piel,
tostándose a cada segundo.
—Qué fuerte está el sol. Me estoy asando —declaré,
quejumbrosa.
—Es gracioso cómo semejante astro no recibe a menudo el valor
que se merece.
— ¿Cómo es eso?
—Suele ser visto como razón de destrucción, de sequía,
contrastando su estruendosa fuerza con la abundancia. Aunque
claro, siempre la responsabilidad recae en él, el blanco más visible y
fácil de acusar, sin tener en cuenta nuestras propias acciones sobre
la naturaleza, que hacen que ese sol llegue de manera distinta a la
Tierra.
Hizo una pausa y por primera vez, se recogió el pelo con dos
palitos que había arrastrado el mar, dejando al descubierto más
grietas en su piel; más recovecos misteriosos en los que acumular
sabiduría.
Inspiró hondo, y agregó:
—Pero a menudo se olvida que ese sol que puede aquejar los
días, también es fuente de vida. De calor, de luz. El sol está
siempre, está en todo. En el abrigo que experimenta el rostro
cuando, en invierno, se posa a merced de su calidez generosa. En
el azul del cielo y el verde de los campos. En las flores. Incluso en la
noche, a través de la luna, se hace presente con sutileza. Gracias a
su reflejo en ella, las noches son noches, y no abismos oscuros sin
fin. La luna ilumina y puede ser apreciada gracias a esa majestuosa
bola de fuego.
—Es cierto. Si será potente que es capaz de iluminar un mundo
entero, sin descanso. Incluso cuando no es tan evidente.
Roma sonrió y me observó, cómplice:
—Y no solo este mundo. Sería un desperdicio de energía.
No lograba comprender a qué se refería… No, era muy loco
siquiera plantearlo…
— ¿Estás sugiriendo que existen otros mundos?
No me contestó enseguida. Tardó unos minutos en emitir sonido
mientras, manteniendo su sonrisa, dibujaba aleatoriamente figuras
en la arena, con sus pies descalzos.
Retomando la idea principal de la conversación, melena al viento
y párpados caídos, recitó a la desierta playa:

— “Quizás
si te alejas
un poco
un poco más
te vea.”

Las palabras retumbaron en cada rama, cada roca, cada grano


de sal.
No desprendió ninguna otra oración en el resto de la velada,
dejando al azar mi remoto entendimiento de tal incongruente
agrupación de palabras. Para luego desaparecer al momento del
crepúsculo, fundiéndose entre los intensos colores que regalaba el
sol, que ahora no quemaba. Danzaba con las gaviotas, escondiendo
nuevamente los rasgos solo evidentes a la luz.
Tuve que transitar semanas para dilucidar en mi cabeza, y
especialmente en mi corazón, aquella inextricable reflexión.
Ya comprobé que en la monotonía de mis días actuales no
encontraré el camino a la verdad. Del estado de Katia, del incendio,
de mi pasado neblinoso. Debo ahondar en otros puntos de vista,
alejarme por un momento de la cuestión para no ver solo una parte
y poder visualizarla en su totalidad.
36
 
Antes de irme miro hacia el mostrador, donde las enfermeras
charlan sobre la vida.
—Cualquier cosa me avi…
—Sí, te llamamos. No te preocupes —interrumpe una de ellas
para completar mi oración, muy trillada a esta altura, y muestra una
sonrisa compasiva y pacífica.
Lo único cambiante en el hospital son los chismes nuevos que
las enfermeras, en especial María, tiene para contarme. Que en la
404 surgió una historia de amor entre dos convalecientes; que en la
305 hubo una gran pelea, de esas que se entera el ala completa de
cirugía. Que un paciente hizo una denuncia por negligencia…
María es mi informativo diario. Confieso que a veces me aturde
un poco, es muy acelerada, pero es la persona más cálida y amable
que he conocido. A decir verdad, sus charlas me hacen más amena
la situación, y por un rato creo olvidar que en realidad mi mundo es
un torrente de incertidumbre.
Cruzo la puerta y me dirijo a mi auto, que descansa en su lugar
del estacionamiento desde anoche. A veces, cuando no hay
suficientes enfermeras, acompaño a mi amiga también cuando sale
la luna.
Apenas son las diez de la mañana y el sol ofrece un excesivo
resplandor, que oprime mi visión. Parece empujarme hacia abajo y
querer fusionarme con el pavimento. La primavera llegó con fuerza.
Pienso en las palabras de Roma; que el sol es nuestra mayor fuente
de energía, y que tendemos a acusarlo y exculparnos de nuestra
porción de responsabilidad. Pero hoy en particular, rasga la cordura.
Al fin me enfrento al laboratorio, y su apariencia me devasta. La
sección derecha -la parte de investigación y los laboratorios
propiamente dichos- se encuentra inmaculada. Pero adosada a ella,
como un tumor que parece aguardar el momento oportuno para
desintegrar las células buenas, se encuentra la parte administrativa,
o lo que queda de ella.
Atravieso la puerta salpicada de cenizas y el escenario del
interior no es mejor que el que había presenciado antes; parece un
juguete gigantesco envuelto para navidad. Solo que en vez de papel
de regalo, lo envuelven cintas amarillas que indican las zonas
clausuradas. Además, navidad no es sino en dos meses. Una
gigantesca broma de mal gusto, como esas cajas dentro de las
cuales hay más cajas, y más cajas… y más cajas, hasta llegar a una
caja final. Sin regalo per se a no ser por la desilusión que prisma
tras prisma, se abre paso dentro de la víctima.
Así me percibo yo. Dentro de una de esas cajas… solo que
todavía no es navidad. Y papel de regalo no existe. Solo cintas.
Amarillas. Amarillas… ¿Hoy tomé las pastillas?
— ¡Losty! ¡Por el amor de Dios! ¿Qué hacés acá? —Ah, Miriam,
estorbando en mi locura. Siempre le pareció gracioso mi apellido, y
juega con él. Lost, pero ese es tema para otra oportunidad. Era mi
secretaria cuando trabajaba acá, aunque desde que tengo el seguro
por enfermedad, me es desconocido con qué ocupa sus jornadas. 
Ella es una de las pocas personas que se contacta conmigo de vez
en cuando para saber cómo estoy. Luego de cinco años de vínculo,
sería extraño que no lo hiciera.
No muchos cuentan con esa delicadeza. No después del
incidente.
¿Qué fue lo que pasó? Ah sí, la muerte de mi marido. Y ¿qué rol
cumplo yo en ella? Lo olvidé. El de víctima, supongo. Aunque ahora
comienzo a ponerlo en duda.
— ¿Hola? ¿Lina? —Si me llama por mi nombre de pila es
porque le preocupa mi estado. Bueno, a quién no. La poca sensatez
que me queda la diluyo cada día que pasa con café y ansiolíticos.
—Hola, Miriam. Disculpá, estaba distraída. Qué bueno verte. —
No exactamente. No tengo ganas de que nadie se entrometa en mi
búsqueda.
— ¿Qué te trae por acá? ¿Ya sabés cuándo te reintegrás? —
indaga. Tras varios años de servicio lo mínimo que puedo hacer es
dedicarle unos minutos de mi tiempo. Quizá hasta me sean
fructíferos…
—Vine a buscar algunas cosas… Cinco minutos y me voy.
—Estamos fuera de servicio por un tiempo.
— ¿Ya se sabe qué provocó el incendio?
—No, lo están investigando. Aunque si me preguntás… yo creo
que fue intencional —declara, misteriosa y levantando las cejas.
—Miriam, no digas eso… Seguro fue un accidente.
—Pero, ¿Qué puede haber en el ala sur que provoque un
incendio? ¡Ni siquiera es el área de los laboratorios! Es la
administración nada más.
—Estoy segura de que fue un malentendido. Supongo que en
estos días ya se aclarará el asunto.
—Sí, supongo que sí —admite, escéptica—. ¡Ah! Casi lo olvido,
qué desconsiderada. ¿Hay novedades de Katia? La pobre estaba en
un mal lugar, en el momento equivocado.
—No, en realidad no. Yo he estado a su lado cada segundo tras
el incendio y no ha habido mejoras. Pero no pierdo las esperanzas.
—Rezaré por ella.
—Gracias… De hecho, tengo una pregunta. ¿Sabés dónde
estaba en el momento de la explosión? Porque recibí una llamada
suya minutos antes, y parecía estar revolviendo papeles.
—Bueno, ahora que preguntás… —se rasca el mentón,
pensativa—, sí, ya sé dónde la vi. Estaba en la sala de archivos. Iba
en camino a prepararme un café y al cruzar por la puerta la hallé
consternada, como si hubiera mirado a la muerte a los ojos. Nunca
la había visto así. Iba a acercarme a preguntar qué ocurría, pero
estaba hablando por teléfono. Supongo que serías vos.
—Sí, debería ser yo. Gracias, Miriam, voy a seguir mi recorrido.
—Pero, ¡Tené cuidado, Lina! —nuevamente me llama por mi
nombre. Esto ya es preocupante.
Me dirijo hacia el área prohibida, motivo de mi visita.
Me dedico a esquivar cada cinta que entorpece mi camino y que
como una tela de araña, se adhiere a mí cada vez que intento
sacármela de encima. Pero tras unos metros de este meticuloso
camino de obstáculos, con serpientes amarillas asfixiando mis pies
o enredada entre mis brazos, llego por fin a la sala de archivos… o
los residuos de lo que alguna vez fue.
Diviso un par de bomberos deambulando por la zona. Escapa a
mi conocimiento por qué permanecen acá después de tantos días, y
siguen sin encontrar respuestas. De todas formas, fui una ilusa si
creí que ingresar allí sería fácil.
Pero de repente, quizá por una especie de acto divino, una voz
salvadora llama a estos dos sujetos y se retiran del panorama. Es la
oportunidad perfecta.
Me deslizo cual ninja hasta el acceso de mi destino, ahora
conformado por un agujero en la pared. En diagonal, impidiendo mi
paso, una extensísima cinta de PARE.
Paso por debajo, e ingreso a la escena del crimen.
37
 
Paredes negras. Estructura de hierro a la vista. Fragmentos de
vidrio haciendo de espinas para evitar el paso, como si no quisieran
revelar lo que ocurrió allí. Un manto gris cubriendo los despojos del
lugar donde Katia cesó su consciencia. Espero, que no de forma
permanente.
Esta sala nunca tuvo buena luz, por su ubicación opuesta al
recorrido del sol. Y ahora parece tragarse la poca que queda,
volviendo más tétrico y abrumador el pequeño recinto.
No tengo mucho tiempo así que comienzo a buscar. ¿Qué,
exactamente? No lo sé. Algo. Cualquier indicio de que voy hacia
adelante y no estoy retrocediendo, como desde que comenzó este
delirio. Algo que justifique el riesgo que estoy corriendo, y me lleve
un paso más cerca de descubrir lo que sucedió.
No hay demasiado que buscar, a decir verdad. Numerosos
papeles fueron tragados por las llamas y a otros, parece haberle
robado las palabras.
Reviso lo que se mantiene en condiciones; carpetas con
archivos de hace veinte años. Irrelevante. Entre ellas, trofeos y
galardones que en su momento alimentaron el orgullo de esta
comunidad científica.
En una esquina, un fichero de acero. Inocuo al fuego. Dentro,
instrumental en desuso, más medallas, y más documentos
irrelevantes. Distracciones.
Escucho pisadas que se acercan. Decididas, arrolladoras. El
tiempo se acaba.
No sé hacia dónde más dirigir la mirada. No sé qué se supone
que estoy buscando y por lo que vale la pena el riesgo al que me
estoy sometiendo. El riesgo que yo misma decidí correr.
Se distinguen voces.
Se agotó el tiempo. Me iré con el corazón en la boca y
esperanzas teñidas de gris por las cenizas.
De camino a la salida se engancha mi cartera. No sé con qué.
No importa. Solo quiero salir de acá. Entonces lo veo.
Debajo de mi bota también gris, una hoja amorfa comida por el
fuego. Lo que llama mi atención y motiva a mi genio a arrancarla de
la trampa de vidrios rotos y paredes negras, es su título: ¡Fix me!.
¿Será el mismo? Ese odioso, repugnante incitador de estereotipos
que se disfraza de reloj para denigrar autoestimas.
Lo doblo en dos, lo guardo rápidamente en mi cartera y tras
lograr desengancharla, me escurro hacia el exterior por la ventana;
el pasillo por el que entré no es una opción.
Corro. Me tuerzo un tobillo. No fue nada. Sigo corriendo.
Se cae la cartera. La bendita cartera. Retrocedo y la levanto.
Corro.
Llego al auto, subo y cierro la puerta. Respiración agitada y
sudor empañando mi cara, prendo el aire acondicionado. Me tomo
unos segundos para recobrar el aliento.
Luego, saco la hoja para leerla con detenimiento, lo que se hace
imposible por sus heridas de guerra. El texto está completamente
borroneado y le falta una gran parte.
Pero además de su título escalofriante, hay otra palabra que
escapó las garras del incendio y se deja ver entre agujeros y tintes
grisáceos.
La palabra que me termina de helar la sangre por completo:
Altergo.
Debajo, una firma por la mitad, justificando su implicancia.
38
 
Una pista; cien preguntas. Si es que a eso se le puede llamar
pista. ¿Qué hace, exactamente, el apellido de Daniel, mi querido
amigo, ocupando el mismo pedazo de papel que esas horrorosas
palabras y lo que representan?
Claro que puede que no sea él, aunque no es un apellido muy
común, y me consta que trabajó un tiempo en el tema de la relojería.
De igual forma, tampoco sé qué significa que esté allí, escrito en
tinta indeleble.
La cabeza me va a explotar en cualquier momento. Necesito
tomar aire, un descanso. Enciendo el auto y manejo como por
inercia hasta lo de Rita.
Aparco del lado de enfrente y cruzo prácticamente sin mirar, con
la hoja estrujada entre mis dedos. Por inercia también pido lo de
siempre; medialunas de jamón y queso. Rita da cuenta enseguida
de mi estado de nervios.
—Lina… ¿estás bien? No han salido las medialunas, ¿te puedo
ofrecer otra cosa?
—Sí, sí… —atino a modular, secándome las gotas de sudor del
rostro y recogiéndome el pelo en un moño para que no se pegue a
él—. ¿Alfajores de maicena tenés? Me vendría bien algo dulce.
—Sí, tengo la bandejita de cinco.
—Perfecto.
En un intento por desviar la atención del ritmo acelerado de mi
cuerpo, agrega:
— ¿Viste que nos renovamos? Ahora tenemos mesitas afuera.
Lo había pasado completamente por alto. Mi meta estaba fijada
en esas medialunas, que ni siquiera voy a comer, y mi estómago me
pasará factura.
—Pah, no… entré tan apurada que no las vi. ¡Qué bueno, Rita!
Te felicito. —Me cuesta tragar y las palabras se raspan al salir de mi
boca, por la falta de saliva que tengo a esta altura.
—Sí, ya veo que tenés hambre… pobrecita. ¿Te gustaría una
bebida fría y te sentas ahí afuera a tranquilizarte? Corre una brisa
linda. ¿Un licuado de frutilla, tal vez?
—Bueno, sí. Tengo mucha sed. Un licuado está bien, con
edulcorante, por favor.
— ¡Ay, mi niña! Esta generación que no disfruta de lo bueno de
la vida, y... —No escuché lo que seguía porque su contestación la
acompañó a la cocina, a donde fue a preparar mi pedido.
Pobre Rita, es una mujer excepcional, pero a veces hace
comentarios de más. Lo único que quiero es sentarme de una buena
vez, intentar bajar la tensión con el frescor de la frutilla y recobrar
energía con el azúcar de los alfajores.
—Acá está —dice, al aparecer tras la cortina que separa la
cocina del mostrador.
—Gracias, Rita. ¿Cuánto es?
—Nada. Hoy corre por mi cuenta, para festejar la expansión del
local a la vereda.
—Bueno, no es necesario pero muchas gracias. Me voy a
instalar afuera.
Tenía razón. Ya comienza a correr una brisa, y consigo arrastra
las risas de niños jugando en la plaza de enfrente. Aunque prefiere
callar las conversaciones más íntimas de una pareja que descansa
bajo la sombra de un liquidámbar.
Paz, al fin. Exterior, al menos, pues por dentro mi cabeza no
desiste de sus declaraciones sobre la escena recién vivida.
Tomo un sorbo del licuado, está riquísimo. Su gélida textura
recorre cada fibra de mi cuerpo y lo apacigua un poco. Solo un
poco. Pero eso ya es mucho.
Fix me, me retuerzo al leer esas palabras. Pleno siglo XXI, y la
gente se da el lujo de volver cincuenta años en el tiempo para
reforzar estereotipos que tanto se lucha por erradicar.
Una bomba disfrazada de reloj. Una bomba del tiempo,
ideológica. Letal. Silenciosa.
Recuerdo sus primeras apariciones en la tele y en la radio, pues
las infectó enseguida. Me dejaron perpleja. Asqueada. No entendía
cómo la gente compraría eso. Y la gente lo compró. Cayó en la
trampa. Porque hará lo que sea por ceñirse de una minúscula
porción de confianza y autoestima cuando estas escasean. Hará lo
imposible, hasta comprarla.
Es un reloj digital, configurado con una aplicación que incentiva a
dejar de comer, tirar el corazón a la basura si eso alcanza para
aguantar las horas interminables de ejercicio que esta plantea. Un
plan de adelgazamiento forzado, cruel. Una mentira.
Una pesadilla en vela que hora tras hora le recuerda a su víctima
la culpa de no estar haciendo en ese preciso momento lo que sea
necesario para disminuir su peso. Con frases como “Así no te va a
querer nadie. Ponete a hacer sentadillas YA”, “¿Qué estás
esperando para encontrar pareja? Así no lo harás.” “¿Ya te has visto
en el espejo? ¿No te da vergüenza?”. A veces se torna
misericordioso: “¡Muy bien! Haz adelgazado cinco kilos. ¡Sigue así, y
en un abrir y cerrar de ojos tendrás a tu príncipe azul esperando en
la puerta!”
Sí, el reloj también habla. Un incesante susurro terrorífico, pero
seductor, que parece cobrar vida en la marioneta que dirige. Con
cada palabra de su voz infernal acerca a su usuario un paso más a
la demencia, y un paso menos a la vida. Un grito desgarrador a la
consciencia de cualquier autoestima frágil. Este siglo está repleta de
esas.
Estas frases me las sé de memoria porque una compañera de
trabajo, antes de que mi vida dependiera de píldoras, se había
comprado esa basura con la intención de lograr aceptarse, pues
nunca había podido hacerlo por su cuenta. Fix me, o más bien,
Break me, atornillaba su mente con expresiones absurdas pero con
total sentido frente a sus oídos anestesiados. Anestesiados por un
mundo que no acepta la diversidad. Un mundo que para pertenecer
no solo tenés que cambiar quien sos, sino hacer lo que sea para
lograrlo. Lo que sea. Incluso si eso implica dejar de pertenecer a él.
Me pregunto cómo es posible estar inmersa en una sociedad tan
vacía que intenta llenar sus huecos con el sufrimiento de los que no
son capaces de combatirla. Cómo es posible hacer creer a la gente
que de esa forma se alcanzará la felicidad. Un engaño para
conseguir amor, cuando lo único que hace es raspar los pocos
restos de este que habitan en su interior, como cuando la ansiedad
llega al fondo del tarro de helado.
Cómo.
Cómo querer puede costar tan caro.
¿Por qué la necesidad inherente de querer que me quieran?
¿Los otros? ¿Quiénes son los otros? ¿Y yo? Si no me quiero a mí,
¿A quién quiero? ¿Uno puede vivir sin amor?
Seis meses después de la adquisición de este aparato del mal,
mi compañera experimentó la paz que hacía mucho no sentía. Fue
encontrada en la habitación de un hotel de la zona, recostada contra
la bañera.
Su corazón había dejado de latir.
La mucama que la encontró testificó que lo que hacía al
escenario aun más escalofriante, si eso era posible, era una voz
ahogada proveniente de entre sus dedos blancos, que parecían
haber estado aferrados al aparato, estrujándolo con todas las
fuerzas, hasta que estas se volvieron nulas.
Esa voz susurraba:
“Descansarás luego. Ahora ponte a correr.”
39
 
Queda solo un alfajor de maicena y en este rato mi mente no ha
hecho más que reafirmar la furia que siento con ese agudo
recuerdo.
Cada varios minutos se oye de fondo la campana de la puerta.
Otro cliente es atraído por el aroma paradisíaco que expulsa a la vía
pública, como un lanza perfume, la modesta pero celestial
panadería de Rita.
La falta de amor saca lo peor de las personas. Si no hay amor,
¿qué nos queda?
Personalmente nunca me lo había cuestionado mucho, hasta
ahora. Nunca le había dado lugar a esa clase de preguntas en mi
cabeza desordenada, hasta que Roma llegó a mi vida, y las plantó
allí sin que yo me diera cuenta.
Y ahora, ¿quién lleva el papel de fuerte? Ahora que Katia no
está -aunque pensarlo siquiera me resulta paralizador-. Ahora que
Ramiro no está. Es… fue, mi alma gemela, si tal cosa existe.
Aunque actualmente lo pongo en duda. Porque si Roma tiene razón,
no existe el incongruente concepto de “media naranja”. Yo me había
creído el cuento. Ya no más.
No restan alfajores de maicena en la bandeja descartable. Y el
licuado… o bien me lo terminé sin darme cuenta mientras la
memoria balbuceaba, o prefirió evaporarse para evitar escuchar la
desgarradora historia que acabo de rememorar.
El aire corre pero yo sigo desprendiendo agua por mis poros. Me
fijo la temperatura en el celular: veinte grados centígrados. El calor
apenas se insinúa y yo me siento dentro de un horno.
Me encuentro sin rumbo. Sentada frente a una plaza donde la
vitalidad reina y posee cada corazón. Donde la vida sigue y
evoluciona y que por contraste remarca mi inmovilización.
Me hago muchas preguntas. Entre ellas, cómo seré capaz. De
seguir, de racionar el aire para resolver la situación, si es que hay
algo remediable. De resolver mi vida y volver a empezar.
Me cuestiono cómo lo haré sin las personas que me la habían
devuelto; a mi vida. Si aunque sabía que era mía -o creía que lo
hacía- la sentía más su posesión. Que era de ellos por
devolvérmela, y ahora que no están no sé qué queda. No sé de
quién es esta vida de la que, con tanto esmero, finjo que soy dueña.
Busco el libro de Cecilia. Quizá con su magia pueda sosegar mi
ansiedad y mi transpiración perpetua.
Hago lo de siempre: dejo que el azar -aunque a esta altura ya
debería llamarle de otra forma- se haga cargo de las palabras que
pondrán mi corazón a bombear a una velocidad razonable.
Cierro los ojos. Elijo una página. Abro los ojos.
Sabía que no me defraudarías, Cecilia.

“Sé la luz
que la noche necesita
para seguir latiendo.”

No queda ninguna duda. Depende de mí poner mi propia vida en


marcha, y sostener la de Katia ahora que más lo necesitaba.
Depende de mí, no queda duda.
40
 
En otro reloj (4)
 
Desde el piso cinco de su edificio lujoso en su barrio excéntrico,
mientras saborea el dulce néctar del vino que se sirvió unos minutos
atrás, decide salir de paseo. ¿A dónde? No importa. Salir de allí, de
su apartamento en clave de gris que ya comienza a resultarle
desabrido. Salir, de su edificio calefaccionado y con aroma a orgullo.
La tarde se despide entre sus tonos de fuego y esmeralda, que
pintan el espacio urbano y la cáscara de los edificios inmaculados,
de los colores más vivos. Un intento por abrigar las calles, ahora
que inicia el fin de semana.
Le toma unos segundos acostumbrar sus ojos a la variedad
cromática, pero cuando lo hace, se siente un poco más liviano.
No lleva portafolios, quizá es eso. O quizá es algo más. Mientras
imprime sus pasos en el pavimento, se recuerda a sí mismo que en
un par de días tiene cita con Roma a la hora del amanecer.
“Te espero en el lugar de siempre. No me falles.”
Y no lo hará, no tiene por qué hacerlo. Si desde la entrada de
esa mujer a su vida se ha deshecho de un peso muerto de encima,
carga que ni siquiera sabía que tenía. Le trajo paz, aunque todavía
le cueste pronunciar esa palabra.
Es primavera, y las vidrieras parecen vestirse adrede para la
ocasión. Vidrieras que ahora duermen, pero sueñan con mucho
color.
Cuando quiere ver, entre tanta distracción, se da cuenta que
durante el trayecto no respetó ni una vez el dibujo del pavimento. Un
diseño a rayas que ya no le provoca culpa por pisar sus líneas, pues
ignoró cada una. Antes, solo pensar en la remota posibilidad de
hacerlo le generaba escalofríos.
¿Antes de qué? De quién.
De Roma, por supuesto. Cada cambio en su vida se resume en
esa señora de estatura baja y cabello salvaje. Cambios que hoy ve
como oportunidades, y no como desajustes, como con su vieja
mentalidad.
No todo es color de rosas, por supuesto. Aun mantiene la
costumbre de levantarse a la tercera alarma que suena, tocar la
puerta cuatro veces antes de entrar a su propia casa, y lavar la
vajilla al segundo que termina de comer, sin excepciones. Pero
avances son avances, y no tiene por qué juzgar el orden en que se
dan.
Hoy escucha los pájaros; se dio cuenta de que cantan. Y las
flores… hasta empiezan a gustarle. Tanto, que incluso plantó unas
cuantas en nuevas macetas, en el balcón del piso número cinco de
su lustroso apartamento, que aprende a familiarizarse con el olor a
tierra.
Sigue caminando y llenando sus pulmones de aire puro. A lo
lejos, observa una silueta femenina de tez almendrada escurrirse
entre el gentío. Una sensación extraña le desborda la razón, como si
la conociera de otra parte.
De repente, algo llama su atención; una tienda de relojes. No
sería extraño proviniendo de él, si no fuera porque lo que en
realidad captura su interés, es lo que se encuentra en una esquina
de la vidriera; un reloj de arena. El lugar donde el tiempo se escurre,
pues no hay otra palabra más adecuada para definir su forma de
medida.
Lo conquista a tal punto que decide entrar a la pequeña tienda,
milagrosamente abierta, y hacerse de esa maravilla.
—Buenas tardes, quiero llevar el reloj de arena.
Un anciano que está arreglando un llamativo artilugio se da
vuelta tras el mostrador, y le regala una mirada de compasión. Una
que él asegura, le es familiar. Insólito, pues nunca ha visto a ese
hombre en su vida…
—Hola joven. Hoy es su día de suerte, es el último que queda —
se acerca a la vidriera y lo toma en sus manos. —Estos son los más
especiales, ¿sabe? —agrega, admirando el infinito en forma de
cristal.
— ¿Por qué es eso?
El señor de pelo blanco y mirada oceánica ríe pícaramente. —
Voy a dejar que lo descubra usted.
Y se lo entrega, envuelto con cariño en papel de embalaje.
El muchacho se retira de la tienda con su nueva adquisición. Lo
colocará en su biblioteca al llegar a casa. O mejor aun; junto a su
guitarra, esa que día a día renuncia levemente a la posibilidad de
ser tocada. Hasta ahora, que será revivida de la nada y sin indicios,
pues a su dueño le han invadido unas excesivas ganas de volver a
tejer música con sus manos. No recuerda cuál fue la última vez que
lo hizo, aunque sí tiene la remota idea de que tocó Yesterday.
Detrás de él, el relojero da vuelta el cartel colgado en la puerta
de su tienda, estableciendo el cierre del día laboral:

CERRADO. Vuelva mañana y seguimos reparando el tiempo.


41
 
El día se presta para sumergirse en el sillón, entre comida
chatarra y pañuelos descartables, y dejarse envolver por películas
tristes. De esas basadas en hechos reales, que brindan la excusa
ideal para llorar sin remordimiento, por la vida de otro.
Aunque sabemos, en el fondo, que no es más que una excusa.
La oportunidad perfecta para desahogar cualquier mal que esté
oprimiendo nuestro pecho. De esa manera, llueve afuera y llueve
adentro. Así al menos no me siento la única con problemas. El clima
también los tiene, y me siento acompañada.
Pero como a veces me gusta ir contracorriente, descarto esa
idea. Sin mencionar el hecho de que el único sillón en el que podría
sumergirme es el de al lado de la camilla de Katia, o que nunca
podría sumergirme, pues parece estar hecho de piedra.
Tendría cubierta la película, pues puedo verla en mi celular. Y las
máquinas expendedoras de la cafetería podrían proveerme de
comida chatarra.
Pero descarto esa idea.
A veces prefiero ir contracorriente.
Tomo las llaves del auto, me despido de mi amiga con un beso
en su mano, como la rutina lo ordena, y dando por hecho que me
escucha, le digo que volveré en media hora. Una hora máximo.
Arranco y manejo hacia la costa para despejar la mente. No con
la intención de ver a Roma, hoy no. Necesito ver el océano rugir a la
par del cielo.
Entre el murmullo de la lluvia se entrelaza la voz de la radio, que
cuenta la tasa descomunal de suicidios derivados del dispositivo Fix
me.
Al llegar a un punto que considero adecuado, simplemente
estaciono, apago el motor, y dejo que el sonido de la lluvia
impactando en la chapa me tranquilice.
A lo lejos, alterado por el zoom que ejercen sobre él las gotas de
agua, el mar se expresa descontroladamente en un discurso
violento.
No se me ocurre mejor idea que rascar viejos recuerdos, y
comienzo a ver fotos en la galería de mi celular. Cualquiera de ellas
parecerá de una vida pasada, debido a que la más reciente es de
hace ya un par de meses.
Sin embargo, no hay mucho más de cien fotos, quizá porque en
algún momento de insensatez me pareció buena idea borrar
aquellos recuerdos que ya no visitaban mi memoria. La foto más
vieja es una de Ramiro, posando frente al Radio City Music Hall, en
la Sexta Avenida de Manhattan.
Un escalofrío asalta mis entrañas.
De repente vuelve a mi memoria, el recuerdo de una
videollamada que hice con mi esposo durante su estadía en la Gran
Manzana.
42
 
—Mirá, Lina. ¿No es hermosa? —dijo, mientras me mostraba la
ciudad e intentaba que yo palpara a través del celular, su supuesto
encanto.
Quizá era una cuestión de ángulo, o de calidad de imagen, o de
los copos de nieve que se interponían delante de la cámara. O
quizá, simplemente no era tan hermosa como aseguraban.
Ramiro había hecho esa pregunta, pero no esperaba mi
respuesta. Era una pregunta retórica, y le resultaba indiferente si yo
daba mi opinión o no, ya que se encontraba aturdido por el caos.
Aunque nunca la había visitado, a través de películas y de libros
había podido formar mi propia opinión de la metrópolis, que ahora
reforzaba un poco más con la imagen que me devolvía el teléfono.
Nueva York. El lugar donde personas de los más variados
colores y más excéntricas formas se mezclan, e intercambian
cheques. Pero no se miran a los ojos.
Donde aun de noche, la luz es la protagonista. La luz amarilla,
blanca, roja, azul… en la Plaza del Tiempo.
Allí, donde el tic-tac del reloj marca el paso de esos hombres con
traje, y moldea sus pensamientos. Es un reloj con una
desconcertante prisa. Corre, y hace correr a los demás.
Donde cada segundo vivido es perdido, si las cifras no colman
las expectativas.
Esos rostros serios, preocupados, ansiosos, que observaba tras
Ramiro, atravesaban como una sierra la capa de nieve que había
caído en la noche y cubierto la acelerada ciudad de blanco.
Tonalidad que destacaba entre los metros, kilómetros de concreto
que se extendía hacia el horizonte, y hacia el cielo. Y que en un
intento por captar la atención de las piezas que allí se movían, caía
sobre esos paraguas negros, intentando cambiarlos de color.
Procuraban avisar a sus dueños, que el desgarrador frío había
traído consigo al más bello de los espectáculos.
Pero a esos mismos copos parecía derretirlos el calor que, como
humo, subía de la cabeza de trabajadores estresados. Ignoraban el
blanco, y lo teñían de gris, mientras gastaban sus zapatos negros.
La ciudad se movía a una musicalidad galopante, provocándome
náuseas incluso estando a una distancia exorbitante.
—Sí… es hermosa —contesté, al cabo de unos segundos, sin
preocuparme si me había creído la falacia, ya que él estaba perdido
en esa gran alcancía.
Su siguiente comentario lo confirmó:
—Me tengo que ir, me esperan en la oficina. —Y antes de darme
la oportunidad de despedirme, su paraguas negro se interpuso entre
su rostro y la cámara—. Ah, casi lo olvido —agrega—, me tendré
que quedar uno o dos meses más. Después hablamos. —Y se cortó
la llamada.
Pero después de ese diálogo sin corazón, por semanas no nos
comunicamos. Ramiro volvió a contactarse cuando consideró
oportuno, para mostrarme la vista que tenía desde su despacho.
Y en otra ocasión me llamó desde el subte, solo para brindarme
el malestar inherente de ver el gusano subterráneo succionando su
cordura.
En el reflejo del vidrio que se encontraba detrás de mi marido
pude ver las otras personas que transportaba el vehículo, reducidas
a unos ojos vacíos, o conectadas a sus auriculares…
Y desconectadas del mundo.
Cada tanto, las puertas se abrían para dar paso a cantantes
callejeros, que intentaban volver más cálido el ambiente. Pero
recibían la mínima atención, y escasas miradas.
“Stand clear of the closing doors, please.”
Y las puertas se cerraban.
Silencio otra vez, interrumpido solamente por el ruido de las vías
de tren, y el precario intercambio verbal entre mi esposo y yo.
Hoy toma forma en mi mente el fragmento de un libro, cuyo
nombre se me desfigura, pero que supo expresar con exactitud el
presentimiento que tenía en ese entonces de la Gran Manzana.

“(…) Cada tanto el hombre levanta la vista para darse cuenta de


que sí hay otros tonos vistiendo la ciudad, como esos puntos
amarillos, que se mueven tan rápido como su rutina.
Resaltan, también, entre tanto negro.
Si el lugar a donde lo lleva fuera así de bello, sería tan especial
como aquel copo de nieve que, en vano, intentó captar su atención
un par de cuadras atrás.
Quería saber por qué los paraguas eran negros: si reflejaban de
verdad el alma de las personas, o era simplemente cuestión de
marketing, para que resaltaran con los taxis amarillos. No le
sorprendería, que todo fuera parte de un anuncio publicitario, que
más tarde pasarían en una de las cientos de pantallas de Times
Square.
Quería saber por qué la habían llamado “La Gran Manzana”,
supuestamente llena de curvas, rincones mágicos y que despliega
un rojo vivo lleno de vida y pasión, si finalmente la cortarían en
forma de un cubo.
Se preguntaba si “la ciudad que nunca duerme” dejaría de dormir
por un instante, para darse cuenta de lo hermosa que es (…)”
43
 
—Te noto distraído —dije.
—El trabajo, ya sabés como es.
Ramiro había vuelto de Nueva York hacía unas semanas
— ¿Con qué proyecto estás ahora?
— ¡Ay no!
Se cayó la taza de café. No se cómo se le resbaló, si no lo
conociera diría que lo hizo a propósito para evadir mi pregunta.
— ¿Y vos no tenés novedades en el laboratorio?
—No, lo de siempre. La rutina. Excepto que ahora que Katia no
está tengo el doble de trabajo, pero es lo mínimo que puedo hacer
por ella. De verdad necesita estas vacaciones.
— ¿Te imaginás que vuelva enamorada de un tano? —expuso,
con ironía.
—Si vuelve enamorada, será de la comida. Lo que necesita es
un respiro, después de esa relación tan absorbente.
Parecía haber dejado de escucharme. Apenas recogió los
fragmentos de cerámica del suelo y limpió su descuido, comenzó a
juntar sus cosas.
— ¿Adónde vas?
—Me esperan unos clientes.
— ¿Qué clase de clientes te pueden estar esperando un sábado
a las siete de la tarde?
—Unos muy importantes, creeme —declaró, mientras frotaba
sus dedos en señal de riqueza. A esto lo acompañó de una sonrisa
codiciosa.
Evadió  mi cara desfigurada de asombro, y salió puerta afuera,
con su portafolio nuevo. No era un hombre de portafolios, y sin
embargo allí estaba, transgrediendo sus propios principios,
renunciando a su sencillez.
Nunca lo había visto así. Era la primera vez que yo era testigo de
cómo el dinero antecedía cualquier otro propósito que pudiera tener
su trabajo. Es que su única razón detrás de ser diseñador radicaba
en el disfrute por “crear sin precedentes”, como él decía.
Pero algo había cambiado. Su retorno a Uruguay era reciente, y
comenzaba a sospechar que tenía que ver con su repentina
metamorfosis. ¿En qué se estaba convirtiendo?
44
 
Pequeñas luces palpitantes pautan que este día no es uno más.
Los enfermos se quejan, las enfermeras van y vienen con
esperanzas en la mano, el olor a alcohol se impregna hasta en el
último rincón de la habitación.
El amasijo de cables sigue conectando corazones a máquinas y
sus colores son verde, rojo y blanco. Los cables que hoy son
guirnaldas, y están enredadas. Como cuando cada año se
descomprime su estancia anual en una caja, y un buen día vuelven
a ser recordadas para dotar al ambiente de festividad. Fingen
celebración mientras tintinean al son del monitor de signos vitales.
Fingen que cada pitido denota vida, mientras la víctima yace
atascada entre sábanas níveas, pero adornadas con luces.
Todo está bien, es nochebuena.
Entrelazo esos pensamientos para reírme un poco. Son las
23:15 y yo espero, inocente, la llegada de la bondad de la noche.
Mientras tanto juego con las galletitas que hice hoy, con forma de
estrellas y abrigadas con glaseado amarillo. Digo “juego” porque no
tengo hambre. ¿Cómo podría tener hambre si el olor a vacío ya me
llenó el estómago?
Por momentos le reporto a Katia cuánto falta para las doce. Su
rostro hoy se encuentra distinto; calmo, pacífico, en concordancia
con los villancicos que un funcionario puso para hacer de cuenta
que no todo está perdido.
Entonces me traslado un año atrás. El olor a antiséptico húmedo
no se hacía tan evidente pero lograba anudarse entre guirnaldas de
papel de diario, hechas por los propios convalecientes. Páginas
cosidas por la angustia y noticias catastróficas, conformando parte
de la escenografía que intentaba simular que estábamos de fiesta.
Habíamos decorado el salón común y jugábamos a ser felices.
El Hospital de Clutter se había rendido, reacio, a la ocasión y había
dejado que lo vistiéramos con el poco amor que todavía poseíamos,
o creíamos poseer.
En la tarde, Katia se había dado una vuelta para dejar su regalo;
las famosas galletitas de avena. Con forma de estrella, bañadas en
glaseado amarillo. Las devoramos en un par de minutos,
intercaladas en nuestra puesta al día, sin darnos cuenta que el reloj
corría y que ya se terminaba el horario de visita.
Diviso el tupper lleno de galletas que ahora horneé yo,
destinadas a no conocer ni su paladar ni el mío. Tampoco a esquivar
palabras. Sonrío estúpidamente por la ironía.
Siento envidia de la Lina de hace un año, que embotada en
creerse el ser más miserable del planeta, no imaginó que esa en
realidad sería su situación un año después, exactamente.
Aquella noche los minutos bailaron de forma amena y
espontánea entre historias y leyendas. Unas más veraces que otras,
aunque no se distinguieran entre ellas. Era una completa sinfonía de
recuerdos inventados y fantasías verosímiles. Y también melancolía.
De vez en cuando un anciano se perdía en la trama y le costaba
volver. Algunos nunca lo hicieron.
Por suerte Daniel se hallaba en uno de sus mejores días, o eso
me hizo creer. Divagábamos como viejos amigos -aunque hacía
pocos días que nos conocíamos-, sentados en sillones envueltos
con papel de regalo.
—No sé cómo hacés —admití.
— ¿Qué cosa? — Su mirada inocente se resbalaba entre su voz
armoniosa.
—Para estar de buen ánimo. Hoy, de todos los días posibles.
— ¿Y por qué no estaría de buen humor?
—Es Navidad y nadie vino a visitarte, estás solo y mañana quizá
ya seas otro. —Al instante me avergoncé profundamente de mis
palabras insensibles. No me encontraba en mi sano juicio y
evidentemente no estaba apta para mantener conversaciones en
ese estado—. Perdoname, Dani… no quise decir eso… —me cubrí
los ojos en señal de arrepentimiento.
—No te preocupes —dijo, acariciándome el hombro y
apaciguando mi necedad. —Son momentos difíciles. Mirá a tu
alrededor, ¡somos almas en pena! Pero si no buscamos algo de luz,
pena es lo único que nos queda, y nos traga sin compasión.
Como vio que no me quitaba las manos de la vista y estaba al
borde del llanto, prosiguió, esta vez con la mirada hacia el jardín
dormido:
— ¿Sabés? Yo solía tener una familia. Estas fechas eran las
más importantes para nosotros, y no porque fuésemos católicos.
Nunca nos apegamos al rito religioso. Pero era un día donde la rabia
desaparecía y lo único que importaba era la familia.
Se detuvo un momento para retener el llanto, y continuó:
—Pero la familia transmuta, se transforma. Como todo en la
vida. El desafío está en entender que nada es para siempre y
cuando las circunstancias cambian, está en nosotros crear nuevas
tradiciones, o vivir en un pasado que ya no existe.
—“Estamos vivos porque estamos en movimiento”—acoté, con
una sonrisa.
Él me la devolvió. —Exacto. Drexler… siempre con las palabras
justas.
Observamos cómo los últimos visitantes eran arrancados de su
abuelo, que a esa altura vacilaba ante el pino de plástico.
— ¿Tenés hijos? —pregunté.
—Sí, dos. Pero no los veo hace mucho. Perdí su rastro cuando
eran niños. Al principio no podía perdonar a su madre por alejarlos
de mí, pero era porque no podía aceptar que presentaba un peligro
para ellos.
Contemplé cómo una lágrima marcaba un surco en su mejilla,
con total impunidad.
El invierno de sus ojos parecía haber descongelado sus
glaciares con el cálido recuerdo del ayer, e intentaba contener el
llanto a toda costa. Hasta que no pudo más.
Se limpió la pena con un pañuelo de tela y sacó de su bolsillo un
trozo de papel arrugado, desvaído por el movimiento de la vida. Vivo
aun, pues había mudado.
Lleno de estrías, me lo extendió. Aparentaba ser el fragmento de
un diario.
—Un veinticuatro de diciembre en la mañana, me encontraba
corriendo contra el tiempo para cerrar la tienda y empezar con los
preparativos de la noche. En aquella época era relojero,
irónicamente. —Se detuvo para retomar el aliento, pues intentó reír
pero sus pulmones prefirieron toser—. Mi hijo, que siempre me daba
una mano, ese día me perseguía para mostrarme algo que había
leído en el diario. Yo, ultimando tareas, lo esquivaba, y le decía que
no estorbara, que después lo leería. Pero se ofendió, tiró el diario al
piso, y se fue corriendo. Inhalé profundo, lo levanté y lo leí. —Señaló
el pedazo de papel que me había dado—. Eso es lo que tanto
quería que leyera. —Apretó con ímpetu sus ojos gastados para
evitar seguir llorando. Con ellos, frunció también su cara entera, en
señal de resistencia—. Desde ese momento lo llevo conmigo, como
recordatorio de lo verdaderamente importante. —Me regaló una
última sonrisa compasiva, mientras finalmente dejó que el celeste de
sus ojos se escurriera con el agua.
Entonces lo leí:

24 DE DICIEMBRE
Luces se encienden, tintinean por doquier. Viejas llamas se
reencuentran, y nuevas se descubren. Hay luces de muchos
colores, que bailan formando uno.
Nace la magia y se adueña de la noche, y de todos los
corazones. Y no, no me refiero a Papá Noel.
De qué otra forma se explicaría la unión de tantas luces en un
mismo lugar, de distintas tonalidades, colores y temperaturas. Unas
que el tiempo ha vuelto más tenue y otras que recién comienzan a
brillar; encandilan.
Pero hoy… hoy parecen tener la misma intensidad. Tan distintas,
pero tan iguales.
Brilla, el lugar.
Magia. Fugacidad. Encuentro.
Entre almas, que dan y reciben, que cuentan, se conectan,
sueñan. Perdonan.
Hoy, mientras el cielo negro elige teñirse de colores, todas las
miradas apuntan en una dirección. No hay barreras; es el cielo, y
nosotros.
La ciudad entera lo sabe. Aguarda el mismo momento, el mismo
despertar, expectante.
La hora se acerca. Nuevas ilusiones se forjan. Distintas
creencias se unifican.
Todos esperan.
Algunos, la llegada de un ser. Otros, la de un nuevo
comienzo.
El cielo ya no es negro. Las luces brillan más que nunca.
Ya eran las doce. Miré a Daniel para saludarlo, pero se había
dormido, como muchos otros. Me tomé unos segundos para
apreciar el salón, un poco más luminoso.
45
 
—Lina… Lina, perdón que te moleste, pero Katia tiene visita.
Abro los ojos, para darme cuenta que me había rendido ante el
sueño. Uno profundo, en muchas semanas. Miro la hora en el
celular; 9:30 de la mañana. La mañana de navidad.
La persiana destila haces de luz fresca por sus rendijas, que se
desintegran al contacto con las paredes color hielo. Pautan un día
despejado.
— ¿Visita? ¿A Katia? —pregunto a la enfermera, confundida,
intentando abrir los ojos, con un pie en los sueños y otro en la
realidad.
—Sí, es su mamá.
Salto de lleno a la realidad.
— ¿Su mamá? ¿Cómo que su mamá? Ellas no se hablan hace
mucho. ¿Estás segura?
—Sí, Lina… eso es lo que me dijo. Amelia Disparu. —La voz
angelical de María hace parecer que la situación no es tan
disparatada como yo la veo. Dudo de si he despertado de verdad.
—Bueno… que pase.
Se asoma por el umbral de la puerta y, evadiendo mi presencia,
dirige su mirada hacia la camilla. Una mujer de unos sesenta años,
estatura media, canas. Su apariencia refinada contrasta con la
sencillez que caracteriza a sus hijos.
El pigmento almendrado de sus ojos parece fragmentarse al
visualizar la escena. Luego, sus piernas la siguen. Sus piernas cada
vez más temblorosas a medida que se acorta la distancia con la
camilla. Por un momento pienso que la van a traicionar y no va a
poder llegar, pero logra hacerlo.
Toma la mano de Katia y la aprieta fuerte. La piel casi
fantasmagórica de su hija contrasta con el tostado de la suya.
Apoya su frente en la de ella y se permite dejar salir el lamento.
Lo expulsa desconsoladamente, y corre por la mejilla blanca de mi
amiga.
—Perdón —pronuncia, al cabo de unos minutos, revelando su
voz dulce, pero quebradiza, mientras despega sus canas húmedas
del rostro de su hija, mirándola directo a los párpados rendidos. No
me habla a mí.
Decido escabullirme fuera de la habitación para darle privacidad
en el reencuentro. Y admito que también para evitar desmoronarme
y arruinar la escena.
Camino a lo largo y a lo ancho del pasillo, una y otra vez.
Primero rápido, acompañando mi pulso y recostándome en las
paredes por miedo a caerme. Luego, sin dejar de ir y venir, respiro
hondo. Una, dos, siete veces. Logro calmarme un poco.
Cuando considero oportuno, aunque no podría definir cuánto
estuve deambulando,  regreso a la habitación.
Cualquier duda que pude haber tenido al principio sobre su
consanguinidad, se evapora cuando clava sus ojos en mí.
Ojos vidriosos. Los ojos de Katia.
Esos vidrios se quiebran aun más cuando reflejan mi presencia,
que aguarda expectante desde la puerta.
Esto es demasiado. Ahora mis piernas también tiritan. Allí no
está solo Katia, está Ramiro también. En su cabello pardo, cejas
prominentes, expresión ingenua y franca, a pesar del desastre que
fecunda la escena, y al que no escapa el dolor que tergiversa su
caminar. 
Me doy cuenta de que trata de hablar, pero no puede. El delgado
hilo que divide la vida y la muerte se le atravesó en la garganta,
imposibilitándole el habla. Ella sabe quién soy.
—No hace falta —digo, al ver su frustración al no poder emitir
otro sonido que no sea el del llanto.
Me acerco con sutileza, y le doy un abrazo. Ella me lo
corresponde, casi como un seguro para evitar desplomarse. Para
evitar desplomarme. Un abrazo sincero, que intenta reconfortarnos
en el tacto de dos vidas rotas.
Por un tiempo que soy incapaz de medir, nos mantenemos así,
entrelazadas, forjando amor entre tanta miseria.
La máquina que monitorea el corazón de Katia parece haberle
prestado los latidos a su madre, para que en el contacto yo la
reconozca. Es mi amiga, no hay duda, empaquetada en una
vestimenta fina y elegante, que nunca en la vida usaría.
Una completa desconocida y sin embargo, me regala el roce
más sincero y familiar que he experimentado en semanas. Lo más
cercano en estos momentos a mi hogar resquebrajado.
Cuando finalmente nos despegamos, le sugiero ir a la cafetería,
donde estaremos más tranquilas.
Pero se resiste, y como aun le cuesta modular, hace gestos
indicando que no quiere abandonar a su hija.
—Amelia… —a mí también me cuesta hablar—. Te hará bien un
poco de aire, y quizá algo dulce. En la cafetería hacen un café
riquísimo. Las enfermeras están acá al lado, Katia está en buenas
manos.
Creo que no logro convencerla completamente, pero accede.
Le sugiero que se instale mientras yo ordeno. Le pregunto si un
cappuccino está bien, y asiente con la cabeza. Luego me uno a ella
en una mesa para dos junto a la ventana, que arroja al interior
inmaculado el verde de las plantas que se hallan del otro lado del
cristal, y lo manchan con su tinte.
El trayecto desde la habitación parece haberle brindado impulso
para, finalmente rasgar el silencio, y pronunciar:
—Siento la necesidad de explicarte ciertas cosas…
—No es necesario, de verdad…
—No, quiero hacerlo.
46
 
Suspira. Parece estar juntando coraje para comenzar su
declaración.
—No sé qué visión te habrán dado mis hijos de mí… —al notar
que su voz insiste en seguir quebrándose, carraspea—. Pero
supongo que sí sabías que desde que se fueron de casa, el
contacto se debilitó rotundamente.
—Sí, de algo estoy al tanto, aunque a ninguno de los dos le
gustaba hablar mucho sobre el tema. Lo único que sé es que
tuvieron una gran pelea y decidieron irse y no volver jamás. Ya veo,
que además llevan tu apellido… eso nunca lo mencionaron.
— ¿Un cortado y un cappuccino? —interrumpe una chica.
—Sí, gracias —digo, mientras recibo las dos bebidas y les echo
azúcar.
Continúa: —Ramiro y Katia tuvieron una infancia complicada, y
siempre me culpé de que hubiera sido así.
—Sí, su padre era violento, ¿no?
—Bueno, sí… la violencia era de hecho un efecto secundario de
su enfermedad. Sufría trastorno de personalidad. —Toma un sorbo
de su café—. Yo lo amaba, y los niños también, pero no soportaba
vivir con el corazón en la boca cada vez que tenía una recaída. Huí
sin mirar atrás, me mudé con los niños y cambié sus apellidos para
desligar por completo la relación con su padre.
—No sabía lo de su enfermedad. Solo me dijeron que era
violento, y no mucho más.
—Es que ellos eran muy pequeños. No entendían a fondo lo que
ocurría. Además, en sus días buenos era el hombre más adorable y
tierno del mundo, pero cuando se desbalanceaba…  —hace un
gesto de resignación.
—Sí, lo entiendo. Tengo un amigo con el mismo trastorno.
— ¿Sí? Qué curioso, no es muy común. —Su celular comienza a
vibrar, pero decide ignorar a quien fuera que estuviera detrás de la
línea. Lo guarda en su cartera—. ¿En qué estaba? Ah, sí. Resulta
que comenzamos una vida lejos de casa, en otra ciudad y
estableciendo otros vínculos. Pero nunca dejé de temer que nos
encontrara, y con el tiempo me di cuenta de que fui extremadamente
sobreprotectora, muchas veces coartando la libertad de mis hijos
adolescentes. Esa libertad que, irónicamente, era el fin último del
nuevo comienzo. Pero en ese momento no era consciente de ello.
Yo solo quería lo mejor para mis hijos, y estaba convencida de que
protegiéndolos del mundo les evitaría el sufrimiento…
Su voz dulce vuelve a desbalancearse, perdiendo fuerza con
cada palabra que emite. Es evidente lo doloroso que es para ella
revivir tales recuerdos.
Carraspea otra vez, se seca una lágrima que escapó sin
permiso, y sigue adelante: —En fin, nunca me perdonaron que no
les hubiera dado explicaciones de nuestra huida, y de que fuera una
“maniática controladora”, como decían ellos. Es que nunca encontré
el valor suficiente para darles esa explicación que se merecían.
Vivía cansada, y nunca parecía hallar el momento. ¿Te ha ocurrido?
¿Percatarte de que no podés con todo y que la vida te aplasta un
poco más, a cada día que pasa?
Claro que conozco esa sensación. Parece que hurga en la llaga
a propósito. Así es como me siento hace un año. Pero me limito a
asentir con la cabeza.
Suspira otra vez. —Bueno, les insistí que estudiaran cerca de
casa, aunque las únicas opciones fueran en el área de la docencia.
No era lo que querían ni para lo que estaban destinados, y yo lo
sabía. Pero mi necesidad de control y de mantenerlos a salvo
superaba cualquier razonamiento lógico. Aunque eso no fue todo. —
Las lágrimas encuentran la forma de seguir saliendo. Se las seca
con un pañuelo y, al ver mi expresión de lástima, reúne los
fragmentos de su sonrisa rota para regalármela como un gesto
compasivo.
—Cuando Ramiro tenía quince y Katia trece —prosigue—, recibí
una carta de su padre. El primer contacto desde que lo habíamos
dejado. Sigo sin entender cómo nos encontró, pero ya dejé de
preguntármelo hace años. La carta expresaba remordimiento por lo
sucedido, y suplicaba que le diera otra oportunidad para
reencontrarse con sus hijos. Que estaba mucho mejor, que había
pasado los últimos años en rehabilitación y ya se creía capacitado
para verlos otra vez. Pero yo no estaba lista. Como te dije… mi
necesidad de control.
Olvidé que tenía el cappuccino enfrente. Ya está frío. Pero no es
motivo para interrumpir la historia, entonces me lo tomo así. Odio el
café frío.
Ella mira hacia afuera, buscando en el verde el consuelo que no
encuentra adentro. Un minúsculo gramo de fortaleza que la ayude a
terminar la historia.
El rocío mañanero acaricia las plantas, dándoles los buenos
días. Pero parece no ser suficiente para animarla a continuar.
—Disculpame, necesito lavarme la cara —dice, casi susurrando,
y se va.
47
 
Ya han pasado quince minutos, y todavía no ha vuelto. Mientras
espero, juego con la taza vacía haciéndola girar, o imagino que veo
figuras en los restos de café.
Decido ir a corroborar que esté bien. Recojo mi cartera y la suya,
que también la esperaba en su silla, y me dirijo al baño.
Pero no está ahí.
Comienzo a caminar hacia la habitación de Katia, quizá ha
regresado. Pero a mitad de camino la veo, sentada en un banco del
otro lado de la ventana, con los ojos perdidos en el cielo.
—Está lindo el día, ¿no? —pronuncio, al salir, y me siento a su
lado.
—Escondí la carta —declara, volviendo su mirada hacia mí,
haciendo un gesto de remordimiento—. La escondí, como si pudiera
concederme ese derecho y fuera la única afectada en la situación.
Acaricio su hombro, en señal de apoyo.
Ella continúa:
—Estaba convencida de que hacía lo correcto, que una vez más,
los estaba protegiendo, pero no estaba en mis cabales. No me
encontraba capacitada para tomar esa decisión. Y cinco años
después, la encontraron.
— ¿Y qué pasó? —pregunto, por inercia, aunque me arrepiento
al instante. A esta altura no sé si es lo mejor que siga reviviendo el
pasado
—Lo inevitable, lo que temía que ocurriera: se enfurecieron
conmigo. Por días no me dirigieron la palabra. Intentaron
contactarse con él, rastreando el remitente de la carta. Encontraron
la clínica en la que estaba internado, pero cuando fueron… —por un
momento, su voz se reduce a un hilo. Respira hondo— les dijeron
que había muerto.
Me contagia el dolor, y ahora la llaga se instala en mis pulmones.
—En fin… —suspira—, eso empeoró todo, te imaginarás. Si
antes no querían hablarme, el hecho de que los privara de ver a su
padre unos años atrás, significó que las puertas se cerraban por
completo, y no lo podrían volver a ver jamás. Eso, junto al rencor
que ya sentían por intentar retenerlos, fue más que suficiente para
decidir cortar el vínculo.
— ¿Y nunca más se vieron? ¿Se fueron así, sin más? —atino a
preguntar, con la poca saliva que me queda.
—Bueno, la separación no fue tan tajante. Ramiro ya estaba en
tercero de facultad, y Katia a mitad del primer año. La distancia
física era inevitable, pues se tuvieron que mudar a la capital para
poder estudiar lo que querían. Cada vez iban menos a casa, y
cuando lo hacían apenas intercambiábamos palabras. Con el tiempo
consiguieron empleos y comenzaron a sustentarse ellos mismos,
por lo que el contacto conmigo que subsistía gracias a lo
económico, se volvió casi nulo. Entendí que debía dejar enfriar las
cosas, que se tomaran el tiempo que necesitaran. Dejé de forzar la
comunicación. Aunque nunca me imaginé, que estuviera destinada
a congelarse para no revivir jamás. Pasaron los meses, luego los
años, y ya ni siquiera aparecían para Navidad. Yo intenté
contactarme un par de veces, en esas fechas especiales o en sus
cumpleaños, pero supuse que habrían cambiado de número porque
nunca conectaba la llamada. Entendí que los debía dejar ir, por más
doloroso que fuera. El amor a veces implica eso, ¿sabés? Uno lo
aprende con el tiempo, o por las malas, como yo.
La brisa toma por un instante la conversación, resbalando sus
partículas en nuestros rostros, revitalizándolos, devolviéndoles un
poco de color.
—No tenía idea… —me animo a decir, al cabo de varios
segundos, intentando contener el llanto.
—No esperaba que la tuvieras, los chicos siempre fueron
reservados. Aunque sí me extraña que Ramiro no te lo haya
mencionado nunca… —se detiene al notar mi mirada brillosa, y
dedica las escasas energías que le brindaron el café y la brisa para
tomarme de las manos—. No te preocupes, posiblemente yo hubiera
hecho lo mismo. Con los años lo entendí. Se sentían asfixiados. No
los dejaba respirar, necesitaban un cambio, aunque implicara poner
en pausa su vínculo conmigo. Es que ya no veían en mí a la
salvadora que los había sacado de la violencia, sino a la que los
había privado de continuar sus vidas. Yo me estanqué, y los
estanqué a ellos conmigo.
— Amelia… perdón que te pregunte esto, y no me tenés que
responder si no querés… pero, ¿Qué te hizo venir hoy, y no cuando
falleció Ramiro?
—Katia me llamó el día de su muerte para ponerme al tanto. En
ese momento no pude atender. Luego, cuando vi su llamada -un
número desconocido- advertí que había dejado un mensaje de voz.
Ahí me lo decía. Quedé completamente en ruinas. Pasé semanas
sin moverme de la cama, apenas comía. Tenía intenciones de venir,
pero no pude. No sé por qué no pude. Les fallé otra vez, a los dos,
cuando me necesitaban más que nunca… —Su voz comienza a
temblar—. Y ahora… ahora mi Kati quizá tampoco vuelva. —No
puede retener la angustia.
Esta conversación es agobiante. No puedo creer que por fin
conozca a mi suegra, pero en estas condiciones. Es todo tan
doloroso.
—Después me enteré en el informativo del incendio y de sus
heridos. Me prometí que juntaría fuerzas para venir, que no volvería
a defraudarlos, aunque con uno ya no fuera posible hacerlo y con
otro… —Inhala profundo, y avergonzada, añade: —Y un tiempo y
cierta dosis de terapia después, acá estoy.
Saca de su cartera un pañuelo descartable para sonarse la nariz,
y cederle a él su sollozo. También saca su billetera
—Mirá —dice, extrayendo de ella una cédula vieja. A juzgar por
su deterioro, no debe tener menos de veinte años—, es Rami, de
pequeño. Siempre fui de guardar sus documentos viejos, pero
cuando se fueron me aferré a ellos de una manera descomunal. El
de Katia lo perdí hace mucho.
Me lo entrega. Un sudor helado se retuerce en cada célula de mi
cuerpo. Comienzo a marearme, pero parece que no lo suficiente
para concretarlo en un desmayo, pues hasta el malestar queda
paralizado.
Junto a un niño con una ilusa sonrisa, al margen de los
problemas de la vida y de su desgarrador destino, y un intento de
firma igual de ingenua, se encuentra su nombre. O el que solía
serlo. Tres palabras, veinte caracteres. Firme, inextinguible,
imborrable, en el pedazo de plástico:
Ramiro Altergo Disparu

Todavía helada, intento procesar esas palabras para entender el


alcance de la situación, y luego digo:
—Pero, Amelia… Daniel está vivo.
48
 
—No puedo creerlo.
El sol empapa con su esplendor, en señal de despedida. Entre
sus rayos se mece una brisa calma, que se entretiene
esquivándolos para regar nuestro rostro.
Después de la mañana con Amelia no fui capaz de detener las
ideas. Fue así que al anochecer me vine a la playa.
Roma se desplaza en círculos, como un niño jugando por una
cuerda floja, pisada tras pisada, una tras otra, siguiendo un recorrido
sin fin. Me sorprende la inocencia y simpleza con la que se presenta
a veces, para luego, con la sonrisa más auténtica, deslizar un hacha
por mi cuello despistado.
—Estás sacando conclusiones demasiado rápido.
—Ese es el punto, me faltan conclusiones. Lo único que tengo
son caminos sin salida. Y la única persona que me puede ayudar a
clarificar este caos, está en coma.
— ¿La única persona? ¿Estás segura?
—No doy más, Roma. Conocí a mi suegro, se volvió una
persona muy importante para mí, antes de siquiera saber que
nuestro lazo se remontaba mucho antes de Clutter…—mi voz se
tuerce y se enreda en mi garganta, ya raspada—. No sé cómo no
me di cuenta. Las señales estaban allí, lo veía en sus ojos, pero lo
ignoré.
Roma sigue rodeándome, con completa serenidad, acariciando
la arena con su vestimenta hecha de retazos de tela.
—Y aun quedan cabos sueltos —agrego—. Sigo desatendiendo
pistas, lo sé, pero no logro verlas, no con tanta oscuridad. Necesito
una linterna. Roma, ¡¿Cómo consigo una linterna?!
—Lina…
— ¡¿Y por qué caminas en círculos?! —exclamo, mientras
abrazo mis piernas en un intento por consolarme, pues el murmullo
de las olas no es suficiente—. Ya no veo con claridad. Necesito
recordar qué ocurrió esa noche. Cada paso que doy parece velar un
poco más el trayecto.
Por fin se detiene. Abandona su círculo para sentarse a mi lado.
El viento despeina mis lágrimas, como si no quisiera verme
llorar.
— ¿No lo ves? Es lo que he intentado decirte todo este tiempo.
Si a tu alrededor solo ves oscuridad, es porque la que brilla, sos vos.
—Sí, sí. Leí algo parecido en el libro de Cecilia. El problema es
que mi propia luz, de existir, parece no alcanzar para iluminar la
ruta. O quizá no sé cómo activarla. ¿Cómo se activa la luz propia?
Se ríe, cómplice. —No es como una lamparilla. No funciona así,
querida. Cuando menos lo esperes las respuestas aparecerán, pero
tenés que estar atenta.
Entonces cierro los ojos, y me dispongo a escuchar. La situación
me desborda, pero debo calmarme si quiero avanzar.
Intento conectarme con este momento, primero, bajando las
pulsaciones. Cualquiera que me toque el pecho diría que tengo una
orquesta allí dentro. Una orquesta desafinada.
Respiro hondo. Una, dos, tres veces. Recibo el tacto de Roma
en mis manos tensionadas, sosteniendo mis rodillas. En este
instante me doy cuenta que nunca ha estado tan cerca.
Lo que siento es intransferible. Tan solo con la palma de su
mano, derrite la escarcha que me traviesa las venas. El hielo que yo
misma creé. Por primera vez en meses experimento cómo el
oxígeno se disgrega por cada recoveco de mi cuerpo. Siento cómo
el sudor del océano se instala en mis pulmones. Antes creía que
respiraba.
Estaba equivocada.
Mis manos se desatan, sueltan mis piernas, y con ellas, el resto
de mi cuerpo queda tumbado en la arena.
Pero en medio de esa melodía armoniosa, una nota se ahoga.
A lo lejos, en último plano pero no menos presente, dos
personas discuten. Una pareja, quizá. Las palabras se pierden en el
rumor del lugar, pero eso no impide que este se manche con su
rispidez.
Me incorporo de golpe. Abro los ojos. Los clavo en el horizonte.
Puedo verlo. La noche arrolladora, el agua ardiente. Ahora
mismo siento cada gota penetrar con fuerza mis poros descubiertos,
y abrir un hueco en mi interior.
Bocinas en carne viva. Una letal. Las otras, parte de la
escenografía.
Esa bocina. Ese auto blanco, que en un instante se ensució de
rojo. No llovía lo suficiente como para diluir tal concentración de
pigmento.
Pero previo a eso, gritos.
Mi cabeza de un segundo a otro me azota con recuerdos. Me los
refriega en la pantalla de mi mente. Es demasiado. Como una
película de terror, pero igual de adictiva, y quiero saber cómo
termina.
Gritos. Discutíamos. Sí, era una batalla campal de agresiones
verbales. Aunque las palabras se me nublan.
Sí, eso fue lo que te mató. ¿Acaso yo te maté? No sé por qué
discutíamos.
El anillo. El de compromiso. Inerte también, junto a tu cuerpo. Y
ese auto blanco… rojo.
No miraste al cruzar la calle. ¡¿Por qué no miraste?! No debiste
escucharme. ¿Qué discusión podría ser tan importante como para
arrancarte la vida?
Un reloj. También había un reloj. Digital. Digi… no. No puede ser.
¿Esa porquería? ¿Acaso debo agregar tu nombre a la lista abismal
de víctimas de Fix me?
¿Qué hacía esa chatarra en la escena del crimen? ¿Qué hacía
sumergido en el mismo charco que tu cuerpo sin vida?
— ¿Lo recordaste? —pregunta Roma.
—Discutíamos. Así comenzó la noche del diez de diciembre de
2017.
49
 
—Buen día.
—Buen día, Amelia. ¿Cómo dormiste?
Le insistí que se quedara conmigo, pues vive lejos y no podía
permitir que pagara un hotel cuando tengo espacio en casa.
Además, aprecio la compañía.
—Bien… hasta las cinco, más o menos. Luego me desvelé y no
pude volver a conciliar el sueño.
—Ah, ¿insomnio?
—Se podría decir, sí. Me cuesta mucho dormir cuando tengo
tanto en la cabeza.
—Creeme, te entiendo más de lo que querría.
Dejo las llaves del auto sobre la mesa, me recojo el pelo en un
moño desarreglado, y me preparo un café.
—Debería irme… No quiero dejar sola a Katia por mucho tiempo
—dice, calzándose y terminando de aprontarse.
—No te preocupes, arreglé con María para que esté pendiente
un rato. Nos viene bien unos minutos de paz entre tanta locura, ¿no
te parece?
—Bueno, supongo que me puedo sentar contigo un momento…
—responde, aunque no muy convencida.
— ¿Ya desayunaste? —pregunto.
—Sí, me tomé la libertad de servirme un té. Traje bizcochos,
también. Están sobre la mesa.
—Estás en tu casa, y gracias. Me podría acostumbrar a esto. —
Ambas intercambiamos sonrisas sentidas.
—Vamos al jardín, si querés. Está muy lindo y tranquilo a esta
hora.
Antes de salir, apago la radio que estaba encendida, y presto
atención a las últimas palabras que emite previo a dormirse de
nuevo. Coincidir, de Macaco. La reconocí enseguida:
“Hay historias de amor que nunca terminan
Que se esconden tras la vuelta de tu esquina…”
Nos sentamos bajo el jazmín. En nuestro banco. Nuestro rincón.
—Me encanta el jazmín —admite, mientras inhala su perfume—.
¿Sabías que simboliza…
—La esperanza y la sensualidad, lo sé… —me regocijo. Ella
asiente.
—Ramiro lo trasplantó un tiempo después de que nos mudamos.
Este era nuestro rincón. —Se me escapa una lágrima, sin permiso.
—Ah, no sabía… si te molesta podemos entrar…
—No, no, tranquila. No es necesario. Es extraño, pero ahora lo
recuerdo diferente. Donde antes sentía vacío, ahora siento…
—Amor.
No dejamos de completar las oraciones de la otra, pero no me
sorprende. Las dos hemos pasado por situaciones muy dolorosas.
Distintas, pero de una manera u otra, ambas perdimos a personas
que amábamos.
—Exacto. A veces llega en forma de melancolía, pero en
ocasiones, de felicidad. Por lo que tuvimos. Porque hay recuerdos
que no se borran.
—Tenés razón.
Tomo un sorbo de mi café, ahora sin acompañamiento de
pastillas amarillas, pues he reducido su dosis a la mitad.
— ¿No te dan ganas de verlo?
—Es complicado, Lina. Todavía se me hace muy raro que esté
vivo… y tampoco me imagino cómo afectaría a Katia en su estado…
si despierta.
—Sí, claro que lo entiendo. Pero mirá, yo lo veo así; dos
personas que se aman, porque la realidad es que nunca dejaron de
hacerlo. Fui testigo de cómo brillaban sus ojos cuando hablaba de la
madre de sus hijos, de su único y verdadero amor. Y vos, bueno,
puedo especular que tampoco lo has superado.
— ¿En serio creés que debería ir? Con esto de Katia y con lo de
Ramiro… —suspira—. Es demasiado, no sé si quiero enfrentarme a
él aun.
—Bueno, no te preocupes por eso ahora. Cuando llegue el
momento, decidirás qué es lo mejor. Sé lo mucho que sufriste, y que
tenés miedo de cómo pueda reaccionar. Pero quiero que sepas que
yo conviví con él varios meses, y te puedo garantizar que logró
importantes avances. Obvio que de vez en cuando tiene recaídas,
ya sabés cómo es… pero ahora las controla mejor, y son cada vez
menos frecuentes. Creo que le haría bien verte, no tengo ninguna
duda. Él ya luchó con sus demonios durante estos años, y no
guarda ningún tipo de rencor. Es consciente de que hiciste lo que
tuviste que hacer, y te lo agradece. Eso fue lo que me dijo a mí.
Un picaflor atraviesa la conversación para inyectarse en una flor
de dondiego, que recién floreció.
Doy un mordisco a un bizcocho; una margarita, mi favorito. Está
exquisito. Luego bebo más café.
Saco el celular de mi bolsillo, y como quien lee el diario cada
mañana, aunque no lo hago tan seguido, me pongo a revisar las
historias de Instagram.
Entre otras de amigos y familiares, me encuentro a la de Cecilia
Borac. Me detengo en ella, y resulta que presentará un nuevo libro,
en Montevideo, en tan solo dos días. Mi piel se eriza de pies a
cabeza. Es la oportunidad de conocerla. Debo ir.
Como Amelia nota mi entusiasmo, indaga sobre qué lo suscita.
Le cuento de ella, y de su libro mágico.
— ¿Me estás diciendo que el libro te lee los pensamientos? —
cuestiona, con una risa sarcástica.
—Bueno, no exactamente. Más bien tu subconsciente. Eso que
ya sabés, pero que no sabés que lo sabés… Algo que tenés dentro,
pero no te animabas a ver. Este libro lo saca a la luz, sin anestesia.
No cree absolutamente nada de lo que sale de mi boca y que
para ella, son puras falacias.
—Mirá, te muestro.
Entro a buscar el libro.
—¿Confesiones de tu alma?
—Cerrá los ojos.
—Pero por qué…
—Haceme caso, cerralos. Bien, ahora abrí el libro en una página
cualquiera. No espíes.
Tras seguir mis instrucciones, abre los ojos y lee en voz alta,
incrédula al principio…:
—“La vida pasa
y tú te quedas
eternamente
en mi memoria.”
…Atónita después.
Me mira, desconcertada.
—Intentalo de vuelta.
Repite los pasos.
—“Sos las palabras que se animaron a salir a la tormenta, y
gritar que estaban secas.”
Cierra el libro bruscamente y se cubre la boca.
Su mirada comienza a llover.
50
 
Otro recuerdo azota mi retina.
Afuera hacía frío, y un fuerte viento intentaba colarse por
cualquier rendija disponible.
El cielo no se mostraba gris pero tampoco se había vestido de
celeste. Sospechaba que se encontraba tan indeciso, que se había
tragado la paleta entera de colores. Pálido y desganado, parecía
haber sido diseñado especialmente por un acuarelista, que en
alguna mezcla de prueba descubrió que le gustaba el sepia.
Ramiro había salido, y qué bueno que lo había hecho. Ignoraba
a dónde, tampoco me interesaba. Últimamente su apatía me
desarticulaba, no sabía cómo manejarla. Me faltaban herramientas
para poder tratar con ese desconocido, porque eso es lo que se
había vuelto para mí en esas últimas semanas.
Su meditada y precisa rutina consistía en levantarse cada día a
las seis de la mañana para seis y cuarenta y cinco, exactamente,
estar encendiendo el auto. Volvía recién a las nueve de la noche,
habiendo estado quién sabe dónde y negociando quién sabe con
quién, para dedicar quince minutos, por reloj, a su cena; diez a una
ducha, darme un beso instantáneo y muerto de buenas noches, y
para las diez ya estar inmerso en sus sueños. Si es que la
capacidad para producirlos no se había extinguido.
Divisé su guitarra al otro lado del living, acechándome con su
presencia, consciente de su aspecto intimidante debido al espesor
del ambiente. Recordaba con exactitud la última vez que sus
cuerdas habían vibrado, a la par de nuestros corazones. Sonaba
Yesterday, de los Beatles. La habíamos practicado por semanas,
hasta que al fin logramos una buena sinfonía. Ramiro no era muy
bueno en inglés, pero siempre puso su mayor esmero. Esta vez, lo
único que intentaba era abrazarme, pues pareciera hacérsele
imposible. Desde hacía un tiempo convivía con una máquina cuyo
único objetivo era llenar su billetera, aunque esta ni siquiera tuviera
hambre.
Ahora todo era sonrisas de cartón y canciones de juguete. Y
yo… yo ya no sabía quién era. No sabía quién ser, con esa versión
de él. Esa misteriosa y agria versión de mi media naranja. Sería
coherente esperar que con ella, se pudriera la fruta en su totalidad.
De repente escuché el motor de nuestro Chevrolet Prisma. Eran
recién las cinco y media.
— ¿Rami? ¿Ya volviste?
Entró apresurado, repicando en la madera sus zapatos de
charol, y eludiéndome por completo al principio.
Se detuvo abruptamente.
— ¡Ah! Hola, amor —respondió, con un tono agitado y cejas
fuera de lugar, como si lo hubiera descubierto in fraganti. — ¿No
tendrías que estar en el laboratorio a esta hora?
—Ramiro, son cinco y media de la tarde, los martes salgo a las
tres, ya lo sabés…
—Sí, sí… claro que sí —se acomodó los lentes—, ando un poco
distraído. Solo vine a buscar algo que olvidé.
—Sí, ya veo. Para tu cliente misterioso —reproché, haciendo un
gesto con las manos como si estuviera haciendo magia.
Él rió nerviosamente.
—Me tengo que ir. Nos vemos nueve…
—En punto, sí. No esperaría menos.
51
 
El trayecto se está haciendo eterno. La ansiedad, el calor, la
interbalnearia repleta por ser sábado; el sábado previo a Año
Nuevo. Se abre un fin de semana largo; las cuatro palabras más
lindas para un uruguayo.
Mi estadía en la capital será tan solo de un par de horas; las
mínimas necesarias para presenciar la conferencia de Cecilia, y
escapar del desorden tan pronto sea posible para volver a la
tranquilidad de mi hogar, y a cuidar a mi amiga.
La verdad es que superada la emoción inicial de acudir a esta
presentación, me replanteé varias veces si ir o no. Cada minuto que
estoy lejos de Katia, la culpa me carcome. Pero Amelia me incentivó
a hacer el viaje; aseguró que ella se encargaría de su hija, que
estaría en buenas manos.
Además, siento que esta oportunidad está diseñada
especialmente para mí, al margen de las otras cientos de personas
que acudirán. Tengo el presentimiento de que algo de vital
importancia para todos se revelará si asisto.
Vehículos enojados, personas malhumoradas, a esta altura
hechas de humo y no de agua. Las que se dirigen a la urbe igual
que yo, por supuesto. Quienes van en dirección opuesta desinflan
lentamente la nube que los atormenta, deshinchándose para
ingresar en modo vacaciones.
Esta es la época más extraña del año, los contrastes se
exacerban. Hay gente extremadamente feliz o extremadamente
estresada. No hay término medio. La locura de los últimos días del
año siembra expectativas, o asfixia ideas, si alguno no ha cumplido
su meta propuesta para el año que cierra.
El concreto se insinúa a lo lejos y aprieta mis pulmones cada
kilómetro que se acerca. Hay una razón detrás de la cual Ramiro y
yo decidimos evadir la psicosis irrisoria de la ciudad más grande del
país, pero hay que admitir que aun mantiene sus privilegios, y estar
a doscientos kilómetros de distancia permite poder acceder a ellos
cuando quiera.
Arribo a la sala en donde toma lugar la presentación, y antes de
entrar me acicalo en el baño, pues el calor ha transfigurado el
maquillaje que me puse antes de salir, ignorando el hecho de que
estoy llegando tarde, para variar.
Cuando finalmente ingreso al salón me siento agradecida por la
presencia de aire fresco, y me ubico en el único asiento vacío que
veo, en el fondo, ya que evidentemente el resto está lleno.
La charla ya comenzó, y yo intento ponerme a rueda. Allí está
ella, silbando palabras al aire como si no le costara. Fluyen con una
gracia desorbitante. Siempre me pareció asombrosa la facilidad con
que ciertas personas ven en el lenguaje una oportunidad, y
exprimen de él todas sus propiedades. Mientras otros luchamos por
encontrar las palabras exactas, pues parecen nunca existir.
Pero luego están las personas como Cecilia, que lo hacen
parecer tan sencillo. Una ilusión macabra para los simples mortales
como yo.
Nunca tuve una veta artística muy marcada, a decir verdad, y es
una cualidad que me gustaría poseer en otra vida, si es que tal cosa
existe. Mi mayor acercamiento al arte era con Ramiro, también un
aficionado, pero entre los dos lográbamos encontrar en nuestra
música amateur un refugio que no hallábamos en otro lado. Cuando
él se fue dejé que la guitarra se desafinara sola en su rincón, entre
los libros que ya no leía, y pereciera entre mi desequilibrio. Nunca
me lo había cuestionado, hasta ahora.
Cecilia se muestra como una mujer confiada, segura, quien
parece no haber visto nunca al fracaso a los ojos. O eso, al menos,
es lo que transmite.
Su melena dorada por los hombros refleja las luces blancas de la
sala, y en sus ojos… en sus ojos se extiende la tierra, fuente de su
conocimiento. Tierra mojada de batallas, y de vida. El éxito
camuflado detrás de ojos café, para no llamar la atención entre el
montón, y en un acto de sorpresa quebrar las barreras.
Refinada y cálida a la vez, su edad roza los cuarenta años, y su
presencia atraviesa cada ser de esta gigantesca sala.
Su nuevo libro trata también sobre la vida y los deseos ocultos,
aunque su título intenta ser más modesto que el anterior: Algo para
decir. Aun así, a ese “algo” lo esperaré con un chaleco antibalas
esta vez. No me encontrará desprevenida nunca más. Porque desde
que comencé a leerla he aprendido, que en su modestia radica la
destrucción.
También platica de cómo llegó a donde llegó, y la serie de
eventos que sucedieron para que eso ocurriera. En su voz no solo
denota sabiduría, sino resistencia. Resistencia a lo establecido, a los
prejuicios, a los golpes de la vida. Esos vinieron en todo color y
tamaño, y los estudió minuciosamente a cada uno, para doblegarlos.
Narra sobre su severa infancia en el colegio, y cómo de esa
experiencia reunió fuerzas para convertirla en algo que valiera la
pena contar. Algo por lo que valiera la pena vivir.
Fueron dos horas de monólogo, con la participación intermitente
de la audiencia. Pero ese período de tiempo no se percibió como tal.
La verdad es que yo, personalmente, me quedé con ganas de más.
Al final de la charla intento acercarme para darle las gracias, por
ser uno de los factores por los cuales he vuelto a respirar. Lo hago
sin ninguna esperanza, claro. Pero como no tengo nada que perder,
comienzo a caminar en dirección a ella.
52
 
Compartir el mismo perímetro ya es movilizador, pero estar tan
solo a unos metros, hace que mi corazón quiera desprenderse de mi
pecho, tirarse al piso y gritar de emoción. Es como si la magia fuera
inversamente proporcional a la distancia. Intento calmarme
diciéndome que es una persona más, que no hay por qué estar
nerviosa. Pero no logro convencerme de mis mentiras. Ella no. No
es como otras celebridades o intelectuales, hay un abismo que la
separa del resto y aunque no sé qué es, sí lo percibo. Lo hará
cualquiera que haya leído sus libros, dedicados a encender almas
perdidas.
Un hombre intercepta mi paso, impidiendo que llegue a ella.
Estoy a dos metros.
—Me gustaría hablar con Cecilia, solo cinco minutos —me
justifico.
—Está bien, Marcos.
Mi juicio está a punto de desplomarse. Es como si este fuera un
globo, y su voz un alfiler. Así lo siento.
Me recibe con un abrazo.
—Hola, un gusto. —Su acento es indudablemente uruguayo,
aunque con un dejo español, pues por lo que tengo entendido, vivió
un tiempo en España.
—El gusto es mío, es un placer poder conocerte al fin.
Sonríe, y responde: — ¿Cómo que “al fin”?
—Bueno, por eso precisamente quería hablar contigo. —Las
manos me sudan. Las entrelazo para disimularlo—. Tu libro es
realmente inspirador. Cada texto es una fuerte bofetada, para
ayudar a reaccionar. No sé cómo lo hacés.
—Una vez leí por ahí “Miremos a los ojos, antes de que nos
ciegue la razón”. No todo está hecho para ser entendido. Si te sirve
de consuelo, yo tampoco lo entiendo. Simplemente… lo hago.
Algunas cosas tan solo son.
—Sí, pero así como son, también ayudan a ser a otras. Me
ayudó a levantarme cuando más me pesaban los pies. El libro y…
bueno, no importa.
—No, no. Me da curiosidad, contame.
—Es demasiado disparatado, va a sonar a locura.
—No importa cómo suene, ese es el punto. No lo pienses
demasiado.
—Es una señora mayor, se llama Roma. Llegó de la nada y
ahora, mi vida vuelve a tener sentido. Ella fue quien me recomendó
tu libro, de hecho.
No responde enseguida. En cambio se limita a asentir con una
sonrisa cómplice, como si supiera de quién estoy hablando.
Tras unos cuantos segundos que se sienten eternos, finalmente
articula para sí: —Así que a veces llega en forma de anciana. —Ríe.
Parece estar recordando, por la forma en que su mirada mutó de un
instante a otro. Pero me quedaré con la duda.
Dirige sus ojos a mí. Todo el café del mundo se reúne para
colorear su mirada. Toda la energía existente se encuentra allí,
efervescente. —No me dijiste tu nombre.
—Lina. Lina Lost.
—Wow, a eso le llamo potencia. —Sonríe—. Me encantan los
apellidos con significado, como el mío. Son como un enigma
aguardando a que le quiten el velo.
—Bueno, el mío es raro, pero no tiene mucho misterio. Es triste,
de hecho.
—No tiene por qué ser triste, depende de cómo lo quieras ver. Si
estás perdida, es porque ya te encontraste alguna vez.
53
 
Mi corta travesía significó mucho, pero de vuelta en la vida real,
debo encargarme de mi amiga, aunque sea desgastante no saber.
No saber si despertará mañana, o si no lo hará jamás.
Esta vez no horneé galletitas, ya sé cómo termina eso. Mi apetito
sigue sin incluirlas en la lista de antojos, y Katia, bueno, ni siquiera
está enterada de la hora diaria que dedico a prepararlas antes de ir
cada mañana.
La noche desprendió un fuerte aguacero, y se trasluce en las
calles espejadas. Pero el amanecer trajo consigo el sosiego. Y la
tinta de las flores recuperó su fuerza tras la tormenta. Están más
vivas que nunca.
Me bajo del auto y cierro los ojos por un momento. Inhalo los
residuos de la tempestad. Cuando los abro diviso un arcoíris
coronando el cosmos, para apaciguar las nubes, rezagadas, que no
entienden su rol en el flamante cielo.
De camino a su habitación me detengo en la enfermería para
saludar a María y a las demás.
—Me imagino que no hay novedades —asienten, compasivas, y
María acaricia mi hombro en señal de consuelo.
Aparezco cerca de las nueve, y Amelia me está esperando para
cambiar de turno.
— ¿Pudiste dormir? —pregunto.
—Sí, por suerte sí. Como no lo había hecho en días.
Me deja feliz oír eso, y le regalo una mueca de alegría para
demostrarlo. Ella me la devuelve. Se nota en su rostro que
lentamente comienza a decantar tanto agotamiento.
—Contame —agrega, intrigada—, ¿Cómo estuvo la
presentación?
—Espectacular, ojalá hubieras ido. Incluso pude charlar con
Cecilia.
Se espabiló de repente.
— ¿En serio? ¡Lina, me alegro mucho! ¿Cómo es?
—Dinamita y serenidad al mismo tiempo, tal como el libro
anticipa.
—Qué sorpresa —ambas reímos.
Mientras recoge sus cosas, me acomodo en el sillón junto a la
camilla, lista para otra eterna jornada, que se repite como un bucle
cada día.
En el mismo instante en que Amelia se está despidiendo en el
filo de la puerta, lo veo. Juro que lo veo.
Sobre la sábana acromática, me parece percibir un sutil
movimiento.
— ¡Katia movió la mano!
— ¿Qué? ¡¿Estás segura?! —Amelia se desliga de sus
pertenencias y corre hacia la camilla.
—Sí, no estoy loca. No cuando se trata de Katia. —Salgo
disparada por la puerta, a buscar una enfermera. María está cerca y
asiste mis súplicas.
Mi corazón bombea con ligereza otra vez.
María chequea los signos vitales.
—Lo siento, Lina, pero debe haber sido un reflejo. Es muy
común en pacientes como Katia. Sus signos permanecen estables,
pero no muestra mejorías.
— ¿Pero eso acaso no es buena señal? ¡Es lo único diferente
que ocurre en meses!
—No necesariamente. Como te digo, es bastante común que
ocurra en este punto del…
— ¡Ahí está otra vez! ¿No lo ven? —exclamo, al ver que movió
casi de forma imperceptible la misma mano. O creí que así fue. Su
mirada de pena me destruye, la suya y la de Amelia, a quien le
devolví el corazón con esperanza, para volver a arrancarlo—. ¡No
estoy loca! ¿No hay otra forma de corroborar que de verdad no
significa nada?
—No está loca —susurra una voz ronca.
La habitación queda sumida en una honda parálisis. Nadie se
mueve, nadie respira.
Las tres nos preguntamos si oímos bien. Sé que yo lo hice.
Hasta que somos testigos de cómo abre los ojos.
Katia abrió los ojos.
54
 
Esto se asemeja a un sueño. Uno bueno, de esos que te
devuelven el gusto, pero uno que no termina de definirse si es dulce
o amargo.
Claro que la felicidad me desborda. Lo que tanto esperé por
meses finalmente está sucediendo. Una buena noticia se hace lugar
entre el desorden, para brindar un matiz de esperanza.
Eso es, justamente, lo que me hace dudar de sus intenciones.
La desilusión permanente se hizo costumbre. Los pequeños
indicios que consideraba positivos aprovechaban la oportunidad
para elevarme hasta las nubes, y luego soltarme en una caída libre.
Me pregunto si esa persona que recién despierta es la misma de
hace cinco meses, o si quedan retazos de ella siquiera. Son
innumerables las historias de personas que se despiertan de un
coma -las que sí tienen la fortuna o la desdicha de hacerlo- solo
para ser hostigados por el mundo nuevamente, y empezar de cero.
Arrastrándose, rogando piedad.
Me pregunto si me estoy atiborrando con preguntas. Quizá sí.
Quiero creer que sí. Si Roma me escuchara, desarmaría este
sinsentido y lo volcaría en un poema. A veces de verdad siento que
me escucha.
Por un par de horas no he podido cruzar palabras con mi amiga,
ya que evidentemente su estado no se lo permite, y está
sobrepasando una serie de estudios para verificar que todo esté en
orden. Para esto nos pidieron a su mamá y a mí que nos fuéramos
de la habitación, para poder realizar el protocolo médico.
Cuando al fin es posible regresar a la habitación, noto que a su
cara le ha vuelto el color. Ese color tostado tan hermoso que
combina con sus ojos de miel, y que tanto extrañé.
Me sonríe apenas me ve.
En el infinito repertorio de palabras existentes no parece existir
ninguna que se adapte al momento. A lo mejor Cecilia encontraría
unas cuantas, seguro lo haría. Pero nosotras no cargamos con ese
poder.
Es así que nos restringimos a sostener la mirada, esa que me
hacía tanta falta y que la vida me ha devuelto. Recuerdo la cita de la
escritora: “Miremos a los ojos, antes de que nos ciegue la razón”.
Sonrío.
Es la primera vez en mucho tiempo, incluso antes del incendio,
en que realmente percibo esta conexión con ella, y que confirma la
frase “los ojos son las ventanas del alma”. Definitivamente lo son, y
la de ella se está despertando de una larga y profunda siesta,
renovada y lista para el segundo capítulo de su vida.
— ¿Dónde está mamá? Vi que también está acá —dice con
dificultad.
—Sí, vino hace unos días y ha estado pendiente las veinticuatro
horas. Ahora está en la cafetería, fue por café —hago una pausa y
prosigo, curiosa— ¿Dónde estuviste?
—No lo creerías. —Se acomoda con cuidado para incorporarse
un poco.
—Si supieras todo lo que creo en estos días. —Se me escapa
una risa confiada.
—El cielo era verde, creo que fue lo que me mantuvo calmada,
porque me recordaba a tus ojos, y alimentaba la esperanza de
volver a verlos.
Me descoloca su comentario, no puedo negarlo. Pero que a otra
persona el verde le sirva de consuelo y no de tormento, me hace
dudar de mis propias convicciones. Quizá ahora me gusten más mis
ojos.
Amelia aparece en la puerta con un café latte en la mano.
Intercambia una mirada aguda con su renovada hija, que intenta
soldar las bases de una nueva era. Las palabras tampoco alcanzan,
o simplemente no existen. Existe el silencio, un silencio distinto al de
los últimos días, y entre sus fibras se teje el amor y el perdón.
Mi suegra toma sus manos, y las apretuja con ternura. Lloran a
través de las ventanas del alma. No hace falta nada más.
Aprovecho el momento para subir las persianas y dejar que las
luces de la ciudad nos arropen. Abro la ventana. Una hebra de paz
se desliza por ella, acompañada de una brisa calma, y nos envuelve
en un abrazo.
Los cables se desenredan, las sábanas renuncian a su palidez,
como si con su dueña se encendieran, y la habitación ya no huele a
desinfectante, sino a otra esencia.
Hecho un vistazo a la hora: 23:40.
—Creo que ya sé qué es lo que hace falta para terminar el año.
Le dirijo una mirada cómplice a Amelia, quien asiente sin
dudarlo, con una mueca de aceptación. Katia aguarda con anhelo.
De mi cartera saco el libro. El libro. Luego me siento de un lado
de la camilla, y mi suegra del otro.
—Cerrá los ojos —le pido a mi amiga.
Entusiasmada, me sigue la corriente.
—Elegí una página cualquiera, sin mirar.
Me entrega el libro en la página setenta y cuatro. La leo en voz
alta:

LOS COMIENZOS
Una lapicera gritando sus últimas gotas de tinta.
Una hoja en blanco que se asoma por la esquina.
Y detrás, esa tinta y lo que fue, baila en forma de historias
escritas, en tu piel, en la mía, en los ojos de hasta el alma más
perdida.
Que el cielo estalle de alegría, y que cada estrella se encuentre
reflejada, en los sueños que destila tu mirada.
Que el mundo explote en mil pedazos, y se funda en tu piel
tostada. Para darle un poco de brillo, un poco de caos, a esa tela
gastada.
Y que tus ojos, en el intento por descubrir el mañana, se
encuentren cantando entre atardeceres, brindando por el despertar
de otro reloj.
Que despierte el alma, y se convierta en mar.
Y al ritmo de las olas, encuentre en la marea, la magia de un
nuevo cielo.
55
 
La tensión se palpa en cada partícula. Desde mi posición en el
volante noto las fluctuaciones del asiento de al lado, provocadas por
los nervios de Amelia.
El trayecto nos encuentra en silencio, ninguna tiene nada que
aportar, a decir verdad. Las dos sabemos el riesgo que corremos.
Todo se resume a un poco de suerte. O quizá, al destino.
Ahora con Katia de vuelta en su cuerpo, convencí a su mamá de
que quizá era buena idea visitar a su viejo amor, con la esperanza
de influir positivamente en la recuperación de su hija, si se
encuentran unidos.
El ocaso se asoma en el horizonte de un cielo que se intensifica
a cada minuto, y la luna comienza a insinuarse en el lienzo
abovedado. La luna… hacía mucho no le prestaba atención. Mi
eterna compañera, mi consejera sigilosa, mi ojo protector. Hoy, un
ojo en forma de hilo de luz, que a su vez se curva como una sonrisa.
Sí, un ojo que sonríe.
Llegamos al recinto. El firmamento se estabiliza en naranjas, y el
hilo plateado resalta un poco más.
Estaciono el Chevrolet gris a unos cuantos metros de la entrada.
Amelia, sin despegar sus ojos del suelo del auto, rompe el silencio:
—No puedo hacerlo.
—Sí podés, ya hablamos de esto.
—Pensar que fue un error de papeleo. Me pregunto qué giro
habrían tomado nuestras vidas si hace diez años les hubieran dado
a mis hijos la información correcta; que su padre estaba vivo.
—Eso no lo sabremos nunca. No vale la pena siquiera
cuestionárselo. Lo que es, es. Hoy llegaste hasta acá, y yo voy a
estar contigo. Te prometo que si no es un buen momento, nos
vamos sin dudarlo.
—Gracias —dice, y aprieta mi mano.
Al ingresar nos encontramos con la misma persona de siempre;
mirada larga, desanimada, quien pregunta nuestros nombres.
—Ya nos conocemos, vine varias veces… Lina Lost. Ella es
Amelia Disparu.
Se le escapa una mueca de burla que desfigura por un instante,
sus labios pintados con descuido. — ¿Disparu? ¿Qué clase de
apellido es ese? —Masca chicle de una forma teatral.
Estoy comenzando a perder la paciencia.
—Es francés. ¿Nos das los pases, por favor? Venimos a ver a
Daniel Altergo.
—Uh, suerte con eso… está en el jardín —agrega la señora, en
tono de burla.
—Yo me voy —declara Amelia.
—No, te quedás acá. —Tomo su brazo mientras le dedico una
mirada penetrante a la funcionaria, y arranco del mostrador los
pases de visitante.
—Siempre lo mismo —reprocho, ya lejos del acceso.
Un grito desgarra el aroma artificial a hogar.
Para llegar al fondo del nosocomio debemos atravesar un pasillo
que recientemente ha sido disfrazado con fotografías, enmarcadas
como una especie de trofeo. Rebosan de orgullo de una felicidad
fingida, por el blanco helado y estremecedor de esas sonrisas
macabras.
—No puedo creer que estuviste internada acá.
—Sí, yo también me cuestiono cómo aguanté tantos meses,
aunque muchos no tienen tanta suerte y se pasan años. Supongo
que me mantenía viva la posibilidad de que saldría eventualmente.
Y la compañía de Dani, por supuesto. Eso fue clave.
—Se hicieron buenos amigos, ¿eh? —pregunta, con una voz
insegura pero alegre.
—Sí, y luego vengo a enterarme que somos familia… las vueltas
de la vida.
Al final del pasillo atravesamos la puerta de hierro que nos
separa del exterior. Comida por el óxido, chilla un ruido espantoso al
abrirla, pero al cabo de unos segundos ya no constituye una barrera
entre nosotras y el momento tan ansiado.
A unos metros, bajo un fresno centenario, un hombre
desgastado por la vida forcejea para zafar de dos enfermeros que
intentan llevárselo.
Es él.
Amelia se cubre la boca, y se ancla a mi brazo. Me es imposible
imaginar lo duro que debe ser para ella verlo así, después de tantos
años.
—Nada ha cambiado —comenta, ganada por la desilusión.
Pero él, aun acorazado por venas de odio de su otro yo, la
escuchó. Deja de resistirse, y comienza a recuperar su color. La
armadura se desgrana y diluye en la noche.
Dirige su mirada hacia nosotras. Su mirada de mar, y de
tormenta también.
La mirada oceánica de Ramiro. Me desarma por completo. Un
río se retuerce en mi garganta, suplicando que lo deje salir. Pero no
es momento, no es mi momento. Deberé sostenerlo para después.
— ¿Amelia?
Sí, es él.
56
 
Me cuesta muchísimo pronunciar las palabras. Las que he
pensado y repensado durante este tiempo, carcomiéndome por
dentro, deseando que llegara este momento. El momento de la
verdad.
Lo cierto es que hacerlo apenas Katia despertó hubiera sido muy
inoportuno. Esto obviando el hecho de que tantas semanas de
sueño no le devolvieron de inmediato sus vivencias recientes, como
era de esperar, según los médicos. Así que decidí aguardar a que
se estabilizara y comenzara a recordar, para afrontar eso que
consume mi consciencia. Además, ella también tiene cuestiones que
procesar, que cayeron como un balde de agua helada para darle la
bienvenida; el reencuentro con su madre y la existencia de su padre.
Pero ahora estamos solas. La mañana me cedió su canto para
que hable, pues ningún pájaro se escucha. Pero la espera parece
haberme arrancado las cuerdas vocales, imposibilitándome a hacer
frente a la verdad.
—Kati…
Me observa, serena. Con parsimonia vuelve a su cuerpo.
Deduzco que discierne enseguida a dónde me dirijo. También
esperaba esta instancia hacía mucho, y junta energías para su
confesión.
—Sí, lo sé. Es hora.
Respira hondo, inhala confianza, y sigue:
—Lo que encontré en el laboratorio era un documento. Uno que
posiblemente sea la clave que te falta para terminar el
rompecabezas.
Abro mi cartera y saco el trozo de papel que supongo, es parte
de la historia. Se lo entrego.
— ¿Dónde lo conseguiste?
—Fui al laboratorio.
— ¡Lina! ¿En qué estabas pensando? ¡Si te descubrían…
—Pero no lo hicieron. Tranquila, aprendí a cuidarme sola en el
tiempo que no estuviste.
—Entonces supongo que ya sabés lo que vi.
—Necesito que lo confirmes.
—Era un contrato de Fix me, donde se explicitaba el equipo de
personas que llevó a cabo el proyecto.
— ¿Y?
—Bueno, entre ellas estaba… —hace una pausa para poder
convencerse de lo que saldrá de su boca —mi hermano.
Distingo cómo cada arteria de mi cuerpo detiene su flujo, para
poder procesar también lo que acaba de escuchar. Claro que lo sé,
en el fondo, en lo más profundo de mi ser. Lo sé. Tiene un tétrico
sentido. Pero había decidido no verlo, como si eso me privara del
dolor.
En mi interior se hace audible cómo la carcasa que había
construido se quiebra en fragmentos indivisibles. La coraza que no
sabía que había creado, pero que ahora rota, deja ver más allá.
— ¿Ramiro… Altergo? —logro pronunciar, arrastrando las
palabras.
—Sí… usó nuestro antiguo apellido para que no sospecharas,
supongo, en caso de que lo vieras en las noticias, o en los diarios.
Claro que tuvo la suerte o el plan de que su nombre nunca se
relacionara con el producto, porque de haber salido a la luz, yo me
hubiera dado cuenta. Y él lo sabía. No sé cómo logró zafar.
—Necesito tomar aire fresco.
— ¡Lina…
Salgo exasperada, en busca de algo que calme mi ansiedad.
Pero ni todo el oxígeno del mundo podría contrarrestar la falta de
vida que siento ahora.
Claro que fue Ramiro. Había sido él todo el tiempo. Los clientes
misteriosos, las mentiras, la precisión milimétrica. El aroma a
traición. De sus principios, de su ser, de su relación conmigo. Al final
se reducía a ese maldito reloj. Mi esposo se encargó del diseño de,
literalmente, la miseria de quienes pecan por no estar lo
suficientemente despiertos.
El pecho me punza, avisando que en cualquier momento se
desgarrará para dejar salir la rabia. La vida sangra, el calor asfixia.
¿De verdad hace tanto calor?
La cordura arde, el desdén rasga.
El reloj. Debo encontrar ese reloj.
57
 
Mi juicio no es el mejor para conducir, desde luego. Pero
tampoco para darse cuenta de que no está capacitado para
conducir.
Entonces solo lo hace.
Semáforos en rojo, carteles de PARE. Reclamos de fastidio.
Nada importa.
Llego a casa y estaciono el auto en el medio de la calle.
¿Balizas? Claro que no.
Revoluciono cada mueble, cada maceta, cada adorno inútil.
Nada.
De la desesperación me jalo el cabello tan fuerte, que juraría que
arranqué la prudencia.
Me rindo en el suelo. Abrazo mis piernas. Dejo los surcos de mis
uñas en ellas.
La guitarra.
Tiene que estar en la guitarra. Es el único objeto que no he
desmembrado.
Entonces solo lo hago.
Extirpo sus cuerdas, todas a la vez. Destrozo la tapa con las
llaves del auto. Y en el fondo, cobarde, incapaz de aceptar la
derrota, yace el arma homicida. El destructor de parejas. El
destructor de vidas. El desatador de locura.
Fix me.
No habla porque el auto ya había cesado su alarido, y su fracaso
se refleja en la pantalla quebrada, en su pintura seca carmesí. Pero
no había visto que junto a él se halla la otra prueba del crimen. Una
cédula, con vencimiento en 2020, a nombre de Ramiro Altergo.
También, salpicada de rojo.
Después de un año, los recuerdos comienzan a llover
torrencialmente, calando hondo en mi memoria. Ahora lo veo.
Lo veo fuerte y claro.
58
 
10 de diciembre de 2017
 
— ¡No puedo creerlo!
—Bueno, tampoco es para tanto.
— ¡Ramiro! ¡¿Sos consciente de lo que estás haciendo?! ¡¿Sos
mínimamente consciente?! —Su impunidad me daba asco.
En su portafolio guardaba una cantidad desorbitante de objetos
aleatorios, simplemente para justificar su carga. Se había vuelto
adicto a ese bendito maletín con aires de grandeza.
—Sí, ¡estoy trayendo comida a la casa! Y el viaje a Perú que
vamos a hacer no se va a pagar por su cuenta.
— ¡¿Me estás tomando el pelo?! ¿Retrocediste en el tiempo
cincuenta años? ¡Hola! ¡Siglo XXI! ¿Cómo pensás que cubríamos
nuestros gastos cuando a vos no te surgían proyectos? ¡¿Cómo?!
¡Era lo único que faltaba! ¡Que te volvieras un codicioso arrogante!
Y del viaje olvidate, no va a haber ningún viaje. Mucho menos con
dinero manchado.
Sus zapatos presumían su dureza impactando en el suelo.
Salió puerta afuera, golpeándola con una fuerza descomunal. Lo
seguí.
— ¡Ah no! ¡No te vas a librar tan fácil! —grité, mientras lo
perseguía entre las tinieblas.
Un tintero se había volcado en el cielo, impregnándolo de su
color oscuro. Una noche sin luna que aplastaba con su
pigmentación saturada, su tacto macizo, su desgarradora
premonición.
— ¿A dónde creés que vas? —agregué, ya al descubierto, en el
escenario urbano.
—Tengo que cerrar un trato.
— ¡¿Qué clase de trato?! —le gritaba a su nuca, pues iba unos
cuantos metros más adelante, con paso apresurado.
— ¡No preguntes si no querés saber la respuesta!
Clavé mis pies en el pavimento. Nunca había experimentado esa
rabia antes.
— ¡Tiene que ser una broma!
— ¿Qué más querés que te diga? ¡Ya sabés lo que hago! ¡Me
descubriste! Ahora, ¡Dejame en paz!
— ¡¿Qué te deje en paz?! ¡¿QUE TE DEJE EN PAZ?! —Estaba
fuera de mí—. No sé quién sos, pero no sos con quien prometí que
pasaría el resto de mi vida. Sos responsable de esta ola de gente
infeliz, y no te mueve un pelo. ¡Sos una máquina, Ramiro! ¡¿Qué
sos, exactamente?!
Su ignorancia era derrochadora. Avanzaba a un ritmo
inalcanzable.
Cruzamos la calle. La noche se hacía aun más oscura, y las
estrellas escaseaban. No por polución lumínica, porque las luces de
la ciudad también habían decidido esconderse, para no ser testigos
de la catástrofe.
Comencé a llorar. De angustia, desesperación, tormento. Sentía
que el aire no llegaba a mis pulmones. En su lugar había cenizas.
El cielo me acompañaba en el sentimiento, y también comenzó a
llorar. El ardor de su piel en llaga viva se palpaba en cada gota. No
era agua, era fuego.
Y él seguía inalterable, con su portafolio.
Ruidos de vehículos se interponían en mis palabras. Palabras
sin sentido, palabras aleatorias. Palabras vacías. Pero palabras en
fin. No dejaría que gritara el silencio, eso era lo que él quería.
Fue así que emití mi juicio final, con la última gota de aliento, y al
borde de desmoronarme por completo:
— ¡Si no sos capaz de darte cuenta de que sos un asesino, no
puedo ayudarte!
Se detuvo a mitad de la calle.
A mitad de la vida.
Se detuvo.
Un auto blanco interpeló su maletín.
Un auto blanco y rojo. Obstaculizó la pelea.
Ya no había más pelea.
Solo había silencio. Finalmente reinó el silencio.
Sus latidos sucumbían en el río escarlata. Se habían quedado
con la última palabra.
La Tierra desconsolada, garganta desgarrada, pautaba su fin.
Mi fin.
Ni siquiera la lluvia estaba de mi lado. Huía a gran velocidad,
llevándose el delito en sus partículas, arrastrando la injusticia,
desvaneciéndola.
Las únicas pruebas serían su cuerpo irreconocible, su piel rojiza,
su impresión vitalicia en el asfalto.
Un círculo dorado rodaba en el perímetro de la escena. Un anillo
dorado y rojo. En una noria rodaba, rodaba y no paraba.
Su portafolio se había abierto, exponiendo su culpabilidad, y sus
gafas de sabelotodo. El arma homicida se desprendía de él,
aceptando la derrota. El aparato que como a muchos, me había
arrancado la vida.
Era el reloj.
Se había detenido.
59
 
Los días que siguieron a mi descubrimiento estuvieron sumidos
en una nube de agobio. Era como si cualquier evolución que pudiera
haber tenido en los últimos meses se arrugara y se tirara a la
basura.
Me falta el aire, y no sé cómo manejar la información. La
información que por tiempo me faltó para poder respirar, y ahora que
la tengo, decidí que respirar es demasiado doloroso. Aun más que
no hacerlo.
Utilicé el dolor para justificar mi inasistencia en el hospital. Mi
inasistencia de la vida. Porque no sé dónde estuve estos días. Debo
descubrir qué lugar ocuparán estos datos en mi historia.
La rabia me consume lentamente, pero una cosa tengo clara:
luego de recuperarme de esta locura, porque lo haré, cueste lo que
cueste, nunca volveré a permitirme tal dependencia de otro ser
humano. Eso es lo que casi me succiona por completo. Roma dice
que no existen los “nunca”, aunque este es un buen momento para
que comiencen a hacerlo. Y ahora que por fin me encuentro, aunque
en medio de la cólera, no volveré a soltarme jamás.
Katia todavía necesita mi ayuda. Su recuperación apenas
comienza y yo no puedo darme el lujo de desvanecerme, otra vez.
Pero antes de ir con ella, debo hacer una parada.
Dani ha vuelto a su hogar. Por fin fue liberado de las garras de
Clutter. Al menos el 2019 trajo dicha para algunas personas, y mi
nivel de egoísmo no es tan alto. Me alegro muchísimo por él.
Su casa es en los suburbios, alejado del alboroto. Un cambio
radical, luego de estar dos años en aquel lugar del horror. Pero un
cambio en fin, y se espera lo mejor.
Cuando llego, él se encuentra en el porche tomando mate. No
puedo creer la paz que denota. Es otra persona. El Dani que
conozco, pero exacerbado en tranquilidad. Bueno, que resulta no
conocía tanto, pues el estatus de relación cambió de un instante a
otro, de amistad a familia. Y yo estoy en el proceso de incorporarlo.
Apenas me ve, saluda con alegría, y me da un fuerte abrazo. De
esos que reinician, que curan. Nos envuelven en canciones, en paz.
Sacan viejas estrellas y planetas de nosotros, que creímos nunca
volver a ver.
—Servite pan, está caliente —dice, cuando nos despegamos.
—Gracias.
—Supongo que ya lo sabés.
—Sí. ¡No puedo creer que no me lo dijeras!
—Quería hacerlo, no te imaginás cuánto. Pero era mi deber
respetar tu proceso, no se pueden forzar las circunstancias. Yo lo
aprendí por las malas, pero vos todavía tenías esperanzas.
—No entiendo, ¿Cómo que por las malas?
Se instala en un tronco que hace de banco e instantáneamente,
ceba un mate. Yo me siento a su lado en una silla plegable, y
observo cómo el bosque de enfrente bulle de gozo. Una brisa
vigorizante hace bailar sus hojas.
—El tiempo se apodera de la mente de las personas de una
forma inigualable. Se arraiga de su prudencia, la incinera sin ser
visto.
Yo lo miro, concentrada. Él toma un sorbo de la bebida caliente,
y continúa:
—Lina, lo que tenés que saber es que no hay tal embrollo como
envejecer o marchitarse. Una vez en ese estado, es lo único que
existe; ese estado. El día anterior era otra cuestión. El pasado solo
existe en forma de recuerdos, y vos misma experimentaste, que no
son una fuente confiable. Esta conversación que estamos teniendo
ahora, en un tiempo no existirá, porque la habremos olvidado, o la
recordaremos diferente. Es una cuestión de perspectiva. Pero por
más cliché que suene, es realmente la clave del asunto. Nunca
podremos saber con seguridad cómo sucedió un determinado
acontecimiento, o si realmente lo hizo. A la mente le encanta jugar
sucio, y nosotros la dejamos. Es cuando intentamos controlar lo
imposible, que perdemos por absoluto el control. O creemos que lo
hacemos. Es que el control no existe, ¿sabés? Es una ilusión. No se
sabe qué ocurrirá mañana, y está bien. Debemos permitirnos, que
esté bien. No existe nada más que no sea el presente, es cuestión
de lógica. Pero insistimos en ir contracorriente. De testarudos que
somos.
Intento reunir sus palabras en una idea que tenga sentido, pues
mi comprensión va más lento que ellas.
Prosigue, y mientras lo hace, me perfora con su mirada:
—El tiempo es uno, y son muchos. Está acá y en todas partes. Y
en ningún lado. Cuando era joven ya temía que mi tiempo se
acabara, y comencé a buscar alternativas, formas de extenderlo, o
de inmortalizarlo. Y eso fue lo que hizo que hasta mi personalidad
se doblegara; porque los dos tipos no se ponían de acuerdo a qué
tiempo ir, y los dos eran parte de mí. Yo trabajaba con relojes, eso
ya lo sabés —se ríe, con ironía—. Me dejé llevar por el ruido de sus
agujas. Me desviví por encontrar alguna otra manifestación del
tiempo, una que no se extinguiera. ¡Quería la inmortalidad!
¿Entendés lo absurdo que suena?
—Entonces… supongo que no encontraste nada.
—Ah, no, sí lo hice. Sí que lo hice —ríe de nuevo, nerviosamente
—. Pero eso no viene al caso.
— ¡Pero necesito saberlo!
—No, de hecho lo último que necesitás es saberlo. Te estoy
diciendo que es lo que me llevó a la perdición, ¡por el amor de Dios!
—suspira—. Además, lo tendrás que descubrir por tu cuenta, y
presiento que será pronto. Pero está bien, te doy una pista. —Su
voz se torna misteriosa—. Digamos que hay lugares, parecidos a
este pero con diferencias muy sutiles, en los que un año pueden ser
treinta. O en treinta años, solo transcurrir uno.
Hace una pausa y añade: —La vida siempre halla la forma de
resurgir. Como te dije; es tan solo, cuestión de perspectiva.
60
 
Me voy completamente descolocada. La vida tiene cada vez
menos sentido. Si es que se supone que deba tenerlo. Quizá es
cierto, quizá el sentido está hoy, ahora. Justo frente a mis ojos, que
recién comienzan a abrirse.
Aparco en el estacionamiento del hospital, en el lugar de siempre
cerca de la entrada. Ingreso a la habitación 306, y Katia me recibe
sorprendentemente radiante. Como si en estos días hubiera
encontrado su luz entre las cosas perdidas.
— ¿Y? ¿Los reyes te dejaron algo? —pregunta.
—No te imaginás cuánto. —Y la abrazo—. Quizá para la próxima
pido menos intensidad en el regalo. —Reímos—. Estuve con Daniel
hace un rato, creo que se deben una charla… no vas a poder
ignorar sus llamadas para siempre.
—Ya sé, ya sé. Estoy juntando fuerzas para hablar con él. Es
que se siente demasiado.
—Ni me digas. ¿Y Amelia?
—Se fue hace un rato, estaba exhausta. Iba a esperar a que
vinieras pero le dije que llegarías pronto y que no se preocupara.
—Perfecto. ¿Querés dar un paseo? Está re lindo el día.
—Dale, sí. Me vendría bien un poco de aire.
La llevo al patio en su silla de ruedas. El sol arrulla el alma.
Kati cierra los ojos e inhala profundo. Luego exhala, dejando ir la
adversidad. Dejando ir.
Yo también, intento dejar ir. Pero hay un nudo en mi estómago
que insiste en arraigarse, y no lo hace posible. Es todo muy
reciente. Le haré caso a Daniel y me daré el tiempo para procesarlo.
Bueno, si es que eso existe. Ya no estoy segura de nada.
— ¡Puedo sentirlo otra vez! —Exclama, mientras un panadero se
posa en su brazo—.  ¿Vos no? La textura del viento, el sonido de la
naturaleza. ¡El aroma a vida!
Me da mucha ternura y alegría al mismo tiempo, y sonrío para
acompañarla. Aunque no, aun no lo percibo.
—Lina, hay algo que no te he dicho…
Respondo a su comentario con una mirada curiosa.
—El incendio… —agrega—, lo provoqué yo.
— ¿Qué?
—No fue a propósito, ¡claro que no! Pero es que descubrir ese
archivo me dejó en un estado tal de nerviosismo, que ya no podía
controlar mis reflejos. Había una vela prendida, Dios sabrá por qué,
quizá alguien la había encendido un rato antes para aromatizar el
ambiente. No lo sé. Pero recién habían desinfectado la habitación, lo
hacían una vez a la semana, como sabrás. En fin, cuando te llamé
estaba desesperada, y apenas corté comencé a juntar los papeles
para irme, y en esa imprudencia la tiré sin querer. Recién le habían
pasado alcohol a las mesas… —Es incapaz de seguir, sus lágrimas
se lo impiden. 
—Kati… esto se lo tenés que contar a la policía. Están
investigando el caso porque creen que fue intencional.
— ¿Murió gente? —Parecía temerle a la pregunta, pues le costó
pronunciarla.
—No, quedate tranquila. Vos fuiste la más grave, y acá estás. Ya
pasó.
No logro contenerlo más, y me uno al llanto. Esta vez, con la
brisa arropándonos.
61
 
En otro reloj (5)
 
Allí se encuentra, en el lugar acordado. El sol haraganea en el
filo del mar, y en señal de pereza, expide rayos tenues, sin fuerza,
que descosen el cielo verdoso característico de estas horas.
El mar sí ha madrugado, y aguarda el encuentro destilando
música en cada ola que araña la costa.
Todavía se golpean las ideas dentro de su cabeza, aunque sin
ruido metálico, luego de la llamada de ayer, directo desde Nueva
York. El planteo ridículo, y que por supuesto rechazó, de hacer un
reloj que ayude a adelgazar. Aunque ayudar es una palabra gentil
de describirlo. En este momento no recuerda el nombre, pero era
algo similar a arreglar, en inglés. Irónico.
Enlazada con una de las olas, está ella. Mirada profunda, rostro
de luna llena, piel fruncida, que parece moldearse a partir de la
mismísima arena.
—No pensé que llegarías tarde —susurra, de espaldas, distraída
con el brillo del agua.
— ¿No habíamos quedado a esta hora?
—Cinco y media, sí.
—Entonces...
—Son cinco y cuarenta.
El sujeto la mira, confundido.
Roma le regala también sus ojos, y añade: —El hecho de que no
lo notes es aun más fascinante. Hace unas semanas pensar en la
posibilidad de llegar diez minutos tarde socavaba tu existencia. —
Sonríe, y vuelve a posar la vista en la espuma que se derrite al
envolver sus pies.
Sorprendido y tranquilo, mientras procesa el comentario, se
instala en un tronco cuya función se transformó con el tiempo. Se
descalza, sin siquiera cuestionarlo, y entierra sus pies en el
terciopelo húmedo. Luego cierra los ojos y respira la sal.
Exhala. Abre los ojos.
—Se siente bien, ¿no? —La mujer de tercera edad se ha
acomodado a su lado, estilo indio.
—Sí… la verdad es que sí. Pero, ¿Qué es?
— ¿Qué es qué?
—Eso que percibo… acá —dice, tocándose el pecho.
—Vida, querido. Vida.
Sostienen el silencio por unos segundos. El sonido del silencio,
en la cantidad adecuada, colma cualquier corazón hueco.
—Siento que todavía falta algo. No sé qué es. Pero ya no creo
pertenecer a este lugar.
— ¿No te gusta la playa?
—No, sí… quiero decir, la playa es justamente el único sitio en
donde me siento como en casa. La ciudad, en cambio…
—Te resulta ajena, sacada de otro cuento.
Él la observa con detenimiento, mientras curva sus cejas
gruesas, en forma de sospecha, enmarcadas por sus gafas.
—Es una forma escalofriantemente exacta de describirlo.
—El cielo no es siempre verde, ¿sabés? Bueno, siempre no es
el adverbio indicado… everywhere, queda mejor.
—Pero esa palabra ni siquiera es en español.
—Eso es porque nuestro idioma escasea del término adecuado
para esta ocasión. Rompé las barreras, querido. Ablandate. Saltá
las reglas. Los idiomas deberían mezclarse más a menudo. ¿Qué
ocurre cuando querés decir te quiero, en inglés?
—I love you
—No exactamente. Eso significa te amo.
La mira, confundido.
—No podés. En ese caso, debería usarse el español. ¿Ves cómo
es más fácil así? Siempre buscamos complicar lo simple —declara
la anciana.
Al sol le está costando levantarse, por lo que las luces de la
ciudad aun forman parte del ropaje oceánico.
—Como sea, nos desviamos del tema —agrega—. ¿Cómo es
eso de que no te sentís parte?
—Es como si mi propia vida, no me perteneciera.
Roma vuelve su mirada al infinito.
—Así como el mar refleja a su manera las luces de la ciudad,
cada uno interpreta diferente sus experiencias. El agua guarda
gotas de luz en sus partículas, las incorpora, las hace suyas. Ya son
parte de su memoria.
Cada vez entiende menos las palabras enigmáticas de la señora,
y ella percibe su confusión. Pero jamás pierde la calma. En cambio
prosigue, imperturbable:
—Mirá donde rompen las olas. La arena mojada refleja; la arena
seca, no. Es como si en la zona húmeda se dejara ver lo que hay
detrás, como cuando se arranca una cascarita y vemos la verdadera
piel; no la capa de afuera, que está sucia del mundo. —Se acerca a
la orilla y con una cuchareta, recoge un poco de agua. Luego se la
vuelca en el brazo desnudo. —Mojate, Ramiro. Arrancá la cascarita.
Es hora de cruzar.

La luna finalmente le transfiere su vigilia al astro solar, que a esta


altura de la mañana ilumina más la ciudad, y el cielo es un tanto
más verde.
Se va caminando, pateando piedritas, y con más preguntas para
agregar a la colección. Mira hacia arriba. “El cielo no es everywhere
verde.”
Su mente lógica se consume por entender aquella declaración.
Bueno, y también todas las que le sucedieron.
Saca la cuchareta de su bolsillo. Roma se la regaló. Tiene un
pequeño orificio por el deterioro marino, y lo utiliza para jugar con la
luz del sol: la interpone entre su rostro y la estrella, y entrecierra un
ojo.
En un instante, el mundo cambia. Jura que ahora el cielo es
celeste. Y mientras ajusta sus lentes, visualiza también una mujer.
Joven, atractiva, ojos color pradera. Parece el extracto de un sueño,
pero uno extremadamente real.
62
 
Es lunes por la tarde, aunque el aire huele a domingo. Un
esperanzador y extraño domingo. El reloj ha olvidado su hora, y en
mis ojos se reproduce el naranja fulgurante de un joven cielo.
Y allí está ella; rizos alocados, ojos negros, tan negros que dejan
ver hacia el otro lado. Los extremos se chocan, dicen.
Roma es la única persona que podría poner fin a mi
desconcierto, ya sea desbloqueando una nueva pregunta con sus
penetrantes frases, o haciéndome creer que la mentira que me
cuento cada día, es verdad: que todo estará bien.
Acomodada entre hojas de palma, me invita a acompañarla.
Sabía que vendría.
—Es hermoso, ¿no? —dice.
— ¿La playa? Sí, es preciosa.
—La inmensidad del océano. La pérdida de límites. No saber
qué hay más allá del borde.
—No puedo creer que diga esto, pero creo que sí lo entiendo.
Hace unos meses me desvivía por saber qué había ocurrido. No
saber me aterraba. Ahora confirmo que hay asuntos que es mejor
que queden en el olvido.
—Se rompe la magia.
—Sí, se rompe la… ¿Qué? —Me distraigo un segundo y ya
pierdo el hilo de la conversación.
—El misterio es necesario, porque nos da esperanza, ilusión.
—Sí, muchas veces falsa.
—La ilusión es falsa per se; es futura, no existe. Pero no por eso
es negativa. La ilusión en lo nuevo, lo desconocido, es lo que nos
mantiene en vela. Si sabemos la historia completa, el hechizo se
quiebra, y no hay nada que nos incite a soñar. Los sueños son el
motor de las grandes cosas. Todo lo que trasciende comienza por
un sueño.
El sol se hace cada vez más visible, y ya no quema cuando lo
miro. Se deja ver entre unas nubes del más esponjoso algodón.
—Decilo, sacalo para afuera —pronuncia Roma. Estaba
esperando que dijera eso.
Entonces la catarata arrasa.
63
 
—Prefiero el misterio. Me gusta el misterio. Era feliz en mi
incredulidad, aunque no lo supiera. No puedo creer que Ramiro
hiciera eso. ¿Cómo pude ser tan ciega? Cuando me di cuenta de lo
que ocurría fue porque la bomba estaba explotando en mi cara,
despedazando el conjunto de creencias que tenía de él y de
nosotros.
La tensión comienza a elevarse, elevarme, pero no al cielo. Sino
a un techo de un macizo concreto.
Roma mantiene la calma, y se dedica a escucharme. Sabe que
lo necesito.
—Es que es demasiado, Roma, la decisión más coherente que
tomé en mi vida fue bloquear ese recuerdo. Ese desgarrador,
desolador recuerdo. —La tensión continúa subiendo, y yo voy a
estrellarme—. ¡¿Qué se supone que haga?!
—Nada. Lo que podías hacer ya lo hiciste.
— ¡¿Qué?! —Si me está diciendo que no hay nada más por
hacer, voy a colapsar.
—Todo esto sirvió de algo, y serías muy obstinada si te negaras
a aceptarlo. Ahora tenés identidad. Sos alguien. Aprendiste a ser
alguien, Lina.
No termino de comprender si es un halago o un insulto, y creo
que mi cara lo denota, porque la anciana prosigue:
—Tu niñez, la serie de eventos que sucedieron antes de conocer
a Ramiro, todo lo que hizo que fueras esa chica que se enamoró de
él, fue precisamente lo que impidió que lograras conocerte. Cuando
nos encontramos por primera vez, eras un alma permeable a otras.
Te dejabas llevar por personalidades ajenas, hasta el punto de
creerte ellas. Cuando en realidad, no habías logrado verte. ¿Te ves
ahora?
A decir verdad sí, sí lo hago. Por primera vez en mi vida puedo
decir que sé quién soy. No la esposa de, la amiga de, sencillamente
soy Lina. Lina Lost. O Lina Encontrada. Me rio internamente de lo
estúpido que suena.
Pero la furia me domina y no logro decirlo en voz alta. No puedo
hacerlo.
—Lina Encontrada, me gusta. —Lanza una carcajada. Eso dio
miedo. ¿Acaso se filtró en mi mente?— En fin, tuviste que separarte
por un rato de eso que te ataba y darte cuenta de que estabas
perdida, para poder encontrarte. Así es como funciona. No
soñaríamos con el cielo si no estuviéramos parados sobre la Tierra.
Cada uno hizo su proceso, a su manera. Él, por su parte, tuvo que
re-aprender a humanizarse, en otro lugar, bajo otro cielo.
Evado sus palabras.
—Es que siento que la ira me carcome, que me incendia. Y no
sé cómo deshacerme de ella. Si por alguna extraña hazaña del
destino lo volviera a ver, le diría que ahora podría ser distinto.
Podríamos ser estrellas. Astros que no dependen de otros para
brillar, y aun así, elegir encontrarnos en una constelación. Para
resurgir, a la par, entre tanto desorden cósmico. Desearía…
—Cuidado —interrumpe—. Lo que deseas deja de ser deseo
una vez que lo pronuncias en voz alta.
Ignoro por completo sus palabras, y me dedico a finalizar la idea,
mientras doy vueltas en círculos sin fin, cavando en la arena y
descargando la histeria:
—…Desearía tenerlo enfrente y decirle esto. Decirle que yo lo
siento también. Que mi última palabra hacia él hasta hoy me
atormenta y me hace querer gritar con una fuerza que no tengo.
Que mis ojos todavía lo buscan y lo elegirán siempre. Aunque en
lugar de sangre tenga fuego al pensar en lo que hizo. Pero que
ahora entiendo que la ambición lo había cegado y no era consciente
de lo que hacía. Que él también podía equivocarse, aunque yo lo
creyera un ser perfecto. Que eso en realidad no existe. Si tan solo...
— ¿Y por qué no se lo decís?
La tensión no deja de subir, pero ya no hay un techo. No hay.
Arriba está el cielo.
Diviso el horizonte y siento un golpe al corazón. Este es muy
pequeño para contener tanta emoción. Su silueta vuelve a
revolucionar el mundo. Consigo trae más azul.
Mi piel se estremece. Se estremece el color verde de los árboles,
como el que ahora tiñe el horizonte.
El cielo ha renunciado al celeste para plantarlo en sus ojos.
Esos ojos.
Esos ojos enmarcados por gafas. Esos que tanto conozco.
Cada vez más cerca, camina confiado, seguro.
No puede ser cierto. Quiero que alguien me avise que no estoy
dormida.
No puede ser cierto.
Pero es él.
Un tiempo más tarde
 
Todavía creo ver a Roma en mis sueños. A veces se presenta en
forma de esperanza y otras, elige volar entre sus propios destellos,
en el canto de algún ave o en el rocío de una flor. Juraría, que la he
escuchado reír entre el jazmín del país. Pero cuando echo un
vistazo, nunca se encuentra allí. La vista siempre arruina lo que está
hecho para ser sentido.
La única constancia física que tengo de su pasaje por mi vida es
una selfie que nos sacamos en una de nuestras charlas. La busco
en mi celular. Nada. Donde debería estar su silueta avejentada no
hay nada. Me encuentro yo, sonriendo y abrazando el aire.
De camino al baño diviso las dos copas de vino, casi vacías,
descansando en el suelo del dormitorio, entre velas escurridas, cuya
luz ilumina el renacer. De fondo, entrelazado con el aroma renovado
a jazmín, suena Asilo, de Drexler. Igual que aquella vez.
Me miro al espejo. Desarreglada, un poco dormida, sonriente,
con la camiseta que Katia me trajo de Italia.
En la vista que me devuelve el espejo, la realidad se trastoca. La
camiseta muestra el Coliseo y la Fontana Di Trevi, pero dice AMOR.
“El amor puede unir mundos, Lina” me dijo una vez.
Sonrío.
ENTRE RELOJES
 
Miro hacia atrás y ahí están. Momentos. Instantes.
De reojo los miro. Siguen ahí, intactos, más presentes que
nunca. Me sonríen, y entre guiñadas se alejan.
Sin embargo, aun siento su calor, siento su lenta y reconfortante
respiración en mi nuca.
Se avecinan cambios, irrumpen con su presencia. Pero ciertas
cuestiones siguen, perseverantes, inalterables, como la tinta
penetrante y vitalicia de un tatuaje.
Al fin y al cabo, de eso se trata: de mantener encendidas las
brasas de cualquier recuerdo que erice la piel. De mantener viva la
mirada de cada estrella que se cruzó, que ayudó con su resplandor
a construirme, a definirme. Esas, son las que vale la pena guardar.
Tímidamente, insisto en mirar por encima de mi hombro hacia
atrás, un segundo, un instante, tan solo un vistazo. No vaya a ser
que se escapen.
Sí, siguen ahí.
¿Llegó el momento? Es hora. Todos esos recuerdos comienzan
a correr, sin cesar, delante de mis ojos. Mis ojos brillosos; por lo que
fue, por lo que viene.
Los recuerdos se divierten, bailan en frente de mí. Se toman de
las manos. Cantan.
Ya son parte de mi ser. Se adueñaron de mis deseos, de mis
pensamientos. No los quieren soltar.
Yo tampoco los quiero soltar.
Entonces los tomo de las manos y lo oigo.
Es el sonido del último grano de arena del reloj, impactando en
la duna.

Inmediatamente escucho un susurro. Es un nuevo grano de


arena aterrizando como una hoja de otoño, casi imperceptible, en la
superficie lisa y fría de otro reloj.

Esperá
no te vayas todavía.

Ahora esta historia es tuya. Un mismo libro tiene tantas historias


dentro, como la cantidad de personas que lo lean. Ahora el universo
tiene otra, gracias a vos. Al leerla, creaste una nueva. Mi mayor
deseo es que de acá en más, te abrigue.

Gracias por crear, y creer. Te abrazo.


Espero encontrarnos pronto en otro reloj.
SOBRE LA AUTORA
 
Nací en Melo, Uruguay, en 2001. Estudio arquitectura (UdelaR),
pero creo que no podría vivir sin la palabra. Sé que pueden parecer
incompatibles, aunque no tanto como aparentan. Soy fiel creyente de
que los abrazos pueden salvar el mundo, y de que en la mirada se
esconden universos. Amo los atardeceres, la luna y el café. (Bueno,
eso se pone en evidencia en esta historia. No pude evitarlo.)
Lloro mucho. A veces demasiado. También soy impuntual, nunca
fui amiga del tiempo. ¿Irónico? Lo dejo a tu criterio.
En 2016 gané el primer premio de un concurso de cuentos a nivel
nacional, organizado por el Pre/U. Por supuesto, llanto y desborde de
emoción e intensidad. Porque todo lo magnifico. ¿Se nota mucho?
CONTACTO
 

Instagram: @camilasilvasoy
Mail: camilasilvasoy@gmail.com

También podría gustarte