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Prof.

Candela Gencarelli 

Contrapunto
Los saberes guardados en el bolsillo del delantal
de mi bisabuela y la poesía de Alfonsina Storni.

“Pudiera ser todo lo que en verso he sentido


no fuera más que aquello que no pudo ser.
No fuera más que algo vedado y reprimido
de familia en familia de mujer en mujer.”

Alfonsina Storni


Este ensayo comparte reflexiones evocadas por una labor de costura capaz de unir dos
trayectorias vitales, como quien realiza un hilván suelto entre dos telas de diferente
carácter sugeridas por una memoria familiar y una lectura hallazgo - esa que cuando cae
en las manos sacude pensamientos subterráneos en el momento oportuno-.

Empezaré por consignar los dos objetos que captaron mi atención para su observación y
estudio. Por una parte, un conjunto de relatos, anécdotas e historias sobre mi bisabuela
Elba Capdevila (1920-1989) a quien sólo conocí durante mis primeros 6 meses de vida,
un rumor, murmullo, telón de mi historia personal. Por otra parte, el relato
autobiográfico de la poeta Alfonsina Storni (1892-1938), una figura referente y nutricia
en mis años adolescentes; el texto fue leído por la escritora en el “Encuentro de Mujeres
Poetas”, realizado en Montevideo en 1938, que compartió con Gabriela Mistral y Juana
de Ibarbourou.

En primer lugar será preciso evidenciar que, esta escritura está impulsada por la
elaboración de un pensamiento capaz de reparar en los modos en que se gestan los
detalles de una visión singular sobre el mundo, con miras a enriquecer una pedagogía
conmovida por el presente. De manera puntual, me refiero a las formas en que el
lenguaje se hace presente en una vida, en este caso, las vidas de dos mujeres tan
distintas, y al mismo tiempo, ¿similares? ¿Es posible conjugar armoniosamente estas
dos voces?

Asimismo esta escritura asume otra pretensión, la de indagar en las formas del
contrapunto para suscitar interrogantes respecto de las formas culturales y su vínculo

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con los procesos de aprendizaje del lenguaje; incitar a la mirada a detenerse en estas
sutiles relaciones, casi imperceptibles; espectros, tal vez, sombras que conectan estética,
saber y aprendizaje. El objetivo, entonces, será tratar de explorar y abrir reflexiones
sobre la estética y las formas culturales involucradas en el aprender, teniendo como
horizonte de preocupaciones los procesos de la transmisión cultural, es decir, los modos
en que se continúan los saberes entre generaciones. Por ello, advertía que la inquietud
pedagógica por la transmisión de un mundo común palpita en esta escritura.

Según relatos familiares, mi bisabuela era analfabeta. Troqueladas por los recuerdos y el
amor que aún hoy suscita su memoria, las palabras que la evocan atesoran un tinte de
tristeza, y tal vez, de bronca. Es probable que en ellas se resguarde una defensa a la
integridad de su persona, un alegato en contra de las limitaciones impuestas por una
época, donde aprender a leer y escribir eran accesorios costosos y poco necesarios para
la vida de una mujer, más aún para su vida en el campo.

Contrario y posiblemente complementario, es el relato de una de las poetas más


importantes de América Latina, Alfonsina Storni, que describe en detalle con su puño y
letra, cómo aprendió escribir. Cada palabra puebla de texturas, sentidos y sensaciones
las escenas sanjuaninas que describe, logrando exponer sus intrincados vínculos
iniciáticos con la escritura. Indaga en una infancia, la crea, la hace existir. Una infancia
letrada para una mujer, en la misma época que mi bisabuela.

Debemos advertir que si la escritura y la lectura eran un saber innecesario, lo era aún
más la poesía, cargada de un componente de peligrosidad, y por lo tanto, prohibida o
poco recomendada para el desarrollo del espíritu de una mujer en la época. Tal vez, una
primera lazada de esta unión entre trayectorias vitales, sea la prohibición del lenguaje
escrito, transgredida por Alfonsina. Ahora pensemos ¿qué otros lazos unen a estas
mujeres? ¿qué objetos aparecen en la escritura de una, y cuales, en los relatos narrados
sobre la vida de la otra? ¿qué las preocupa? ¿de qué gustan? ¿a qué le temen?

Estas simples preguntas pueden convertirse en una vía capaz de conducirnos a una
respuesta respecto de la inquietud que provoca el nacimiento de una sensibilidad
singular sobre el mundo que se habita; una arteria que nos lleve a los misterios
cobijados en la configuración de las expresiones que nos participan de un sentir sobre el

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mundo, y que logran otorgarnos palabras para nombrar aquello que no podemos
manifestar.

La invitación de Alfonsina a repasar los vínculos iniciales, primitivos, fundantes que


configuran un aprender a sentir y habitar el mundo como mujer en la infancia, colisiona
con el recuerdo vivo de mi bisabuela, siempre adulta, casi huérfana de una niñez. Tanto
la psicología, como la pedagogía y recientemente las neurociencias han logrado dar
evidencias, en distintos sentidos, respecto del poder de la infancia como espacio y lugar,
como vivencia, tiempo particular en la vida de los sujetos, que actúa como reservorio de
aprendizajes y marcas que predisponen o, mejor dicho, afectan el sentir de todas
nuestras experiencias posteriores. Motivo por el cual, en esta escritura adquiere un
carácter de hallazgo el relato de Alfonsina - es testimonio de una infancia letrada
posible para las mujeres del pasado- pero también una defensa para la infancia negada,
como labrada en filigrana en los relatos familiares, ante la adultez inmanente de mi
bisabuela Elba, como de tantas mujeres privadas de infancia a lo largo de la historia.

El contrapunto parece ganar intensidad, en tanto se trata de la voz de la niña que habla
de la escritora, frente a los relatos sobre una mujer que parece haber sido siempre
adulta, anónima para la historia y analfabeta: un contraste que favorece el debate que
cuestiona la partición de lo sensible, las relaciones entre lo que se ve y lo que decimos,
entre lo que se puede hacer y lo que se hace de verdad.

Como quien sigue un largo rosario de recuerdos fundiéndose en ese murmullo


susurrado, en la reiteración de las acentuaciones, en la cadencia de la pronunciación y
pierde el sentido del lugar para enraizarse en el recitado, la pregunta por la estética se
presenta aquí, como a la sombra de la parra. No viene sola, si bien podemos verla en
esa sombra humilde, arrastra consigo grandilocuentes y pomposos debates
personificados por unos pocos, como también años de conversaciones y escrituras
acumuladas, especialmente por autores varones. Pero yo, sumida en estas deliberaciones
provocadas por los destellos luminosos que, tímidos, destacan los contrastes entre las
hojas, decido pensar que la estética no es más que la pregunta por aquello que conforma
nuestro aparato sensible, por la masa sintiente desde la que transitamos la experiencia de
vivir. Por lo que el término «estética» es aquí utilizado en su acepción más amplia, en

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el sentido de la aisthesis griega y no únicamente en el sentido de una disciplina


filosófica particular.

Existen otras versiones sobre la estética de las cuales se toma distancia en este escrito,
porque restringen su significado a un solo modo, o un modo prioritario; a un conjunto
de reglas para comprender el mundo -y a la belleza-, que hubieran ocasionado como
contrapartida, una lectura que nuevamente le otorgaría una imposibilidad a mi
bisabuela. Es decir que sobre su impedimento para ir a la escuela y para aprender a leer
y escribir, le negarían también la posibilidad de un lenguaje basado en escenas,
imágenes y gestos: hablo de una estética personal, que los que la conocieron invocan
con tanta claridad y precisión, al igual que cuando alguien recuerda el soneto de
Alfonsina, Tu me quieres blanca.

Por lo que abogar por una visión ampliada de lo estético implica no restringir el
universo de sentidos capaz de nutrir una experiencia de goce sobre el mundo, de esa
manera ampliar el propio universo, y descubrir nuevos enclaves de la belleza. Si bien su
padre consideró que para mi bisabuela no era necesaria la educación, ni la escritura, y
aún cuando ésta haya sido vedada en su existencia, ello no impidió que al igual que
Alfonsina, construyera un propio lenguaje de gestos y afectos. Un lenguaje que se
escribe en imágenes reiteradas un​a y otra vez, seguramente nutridas por una infancia no
contada -pero sí vivida-, que se transmite en​tre generaciones de mujeres de la familia al
que me gustaría mucho hacerle lugar en esta escritura, en un gesto que reclama “justicia
histórica” y que hunde sus raíces en las relaciones entre las prácticas estéticas y
políticas y las condiciones de visibilidad -la posibilidad de poner en escena a los
anónimos, a los que antes no tenían representación-.

Un ejercicio de justicia que toma impulso en otra lazada entre trayectorias vitales,
recordemos el fragmento del poema que inaugura este ensayo, que pertenece al primer
libro de poemas "La Inquietud del Rosal” de Alfonsina, y que fue citado por ella en la
disertación a la que referimos anteriormente.

Pudiera ser que todo lo que en verso he sentido


no fuera más que aquello que no pudo ser.

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No fuera más que algo vedado y reprimido


de familia en familia, de mujer en mujer.

Algo sentido en verso, modalizado por un “pudiera” que no deja de invitarme a pensar
en todo lo que para las mujeres tuvo carácter prohibido, como la escritura, sin embargo,
algo insistente logra ser transmitido entre las mujeres de una familia, de alguna manera.
Una experiencia capaz de exceder a la propia vida y nombrar, pronunciar, escribir, tallar
el mundo que las sucede.

De allí, la determinación estética de hacer un lugar para su lenguaje en este ensayo, que
inevitablemente me expone a enfrentar el problema de lo irrepresentable, ese límite
difícilmente franqueable de la expresión. ¿Qué palabras escritas por otras mujeres como
Alfonsina, pueden ayudarme a nutrir y a descubrir este lenguaje legado que siento en mi
cuerpo? ¿pueden los ademanes, la mirada, el amarillo de las flores de la retama o la
sonrisa ser revelados con palabras? ¿de donde proviene este urgencia por dotar de
palabras a un lenguaje heredado?

Reconozco entonces, una necesidad imperiosa de hacer estallar la falaz oposición entre
los que piensan y los se dedican al trabajo manual, entre las ideas y el hacer, esas
dicotomías que en vez de ayudar, a veces estorban cuando nos disponemos a
comprender una sensibilidad, una poética. La práctica de un arte supone un río que
caudaloso transita y construye su propio cauce del sentir, haciendo confluir manos y
cabeza en una acción compartida, en una labor común. Pienso que allí reside la potencia
y seguramente, la necesidad de apalabrar estas pulsiones del carácter, este latir que
siento en el cuerpo.

Aprendí a leer las enseñanzas recibidas de las mujeres de mi familia, y por qué no, a
seguir mi cauce; esto demandó un exigente entrenamiento de lectura capaz de advertir la
compleja gramática que supone el sostén de lo colectivo, la precisión y mesura de la
palabra frente al malestar y a la necesidad de estímulo, el humor y el sarcasmo como
analgésicos para el dolor, la picardía puesta en un sobrenombre como ejercicio de crítica
en un mundo desigual y hostil.

Enseñanzas que reclaman un ejercicio de escritura atento a un modo de configurar el


afecto y la afectación frente al otro, una escritura secreta, al mismo tiempo acogedora y

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plagada de hospitalidad. Pienso, ¿será posible eludir el enlace inminente que se impone
entre el manejo de la intensidad de los sabores aprendidos en la cocina respecto de mi
escritura? ¿qué me exigen para la palabra, el cuidado del jardín y el gradiente de colores
de los brotes logrado por mi bisabuela? ¿Qué atenciones con el lector, me invita a
considerar la inagotable hospitalidad de Elba?

Su figura en la punta de la escalera de su casa, en Ascochinga1, secándose las manos en


el delantal con una sonrisa dispuesta a recibir, se encuentra con las palabras de
Alfonsina que describe su arribo a la palabra poética recurriendo a una imagen afín.
“Desde entonces los bolsillos de mi delantal, los corpiños de mis enaguas, están llenos
​ se bolsillo
de papeluchos borroneados que se me van muriendo como migas de pan.” E
pequeño en el que había de todo: monedas, broches, un pañuelo, lápices, algún
caramelo, y también, papeles con palabras. El delantal, un enclave lírico; una prenda
protectora que cubre el cuerpo, para proteger contra el desgaste y el desgarro,
igualmente simboliza el trabajo y el oficio. Para Alfonsina y Elba, habla de un vínculo
con los labores domésticas, y al mismo tiempo, un emblema que las provee de saberes
ocultos, secretos, transmitidos de mujer en mujer ¿Qué escrituras habrán quedado vivas
atesoradas, en las migas de pan guardadas en el delantal de Elba y en el de Alfonsina?
una cadena de significantes viene en mi ayuda: hospitalidad/ nutrición/ tierra/ ironía /
transgresión/ cuidado/ atención/ amor.

Tal vez, lo que se mantiene a lo largo de esta escritura es una pequeña certeza hallada en
un texto de Jacques Ranciere, la de aceptar el hecho de que «toda situación puede
hendirse en su interior y ser reconfigurada bajo otro régimen de percepción y de
significación. Volver a configurar el paisaje de lo percibible y de lo pensable, es
también modificar el territorio de lo posible y la distribución de las capacidades y de las
incapacidades» (2008: 55) Quizás la poesía, en su carácter de lenguaje rezagado -como
la “cultura popular” de las prácticas intelectuales-, puede ser un lugar donde romper las
reglas, donde el decir puede asumir forma de imágen.

De allí la razón de detenernos en la infancia y la estética, pero también en el género.


Volver a la infancia para Alfonsina implica el recuerdo de su primera transgresión, del

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​ Es un pequeño poblado en la provincia de Córdoba Argentina.
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robo como medio de acceso a la lectura, de sentirse en ridículo, de las risas


disciplinantes. Cuando esa niña de 4 años, que ella era, se sentaba a leer en la vereda
insistentemente y no podía percatarse de que el libro que tenía entre sus manos estaba al
revés -un ridículo que proviene de desafiar el destino esperable-. En su relato presenta
otra emoción contrapuesta, la de ser un animal bañándose en los canales de su San Juan
natal, de estar sin vigilancia y sin mandatos sobre su comportamiento como mujer.
También, un tiempo entre sus 8 y 10 años dedicados a la mentira y a la fabulación, que
antecede a la escritura de su primer verso a los 12, y luego una pregunta: “​¿Mi poesía
era pues, rebeldía, desacomodo, antigua voz trabada, sed de justicia, amor del amor
enamorado, o una cajita de música que llevaba en la mano, y sonaba sola, cuando
quería sin clave para herirla?”

Cómo se traduce el enigma que trae consigo la poesía; es ésta, sed, deseo de alimentar
mediante la palabra que dota de sentidos al mundo, mediante la palabra que permite
descubrir algo nuevo, mágico; palabra que provoca una nostalgia de los momentos idos,
pasados; también, la alegría de un plato delicioso en la mesa, la capacidad de saciar el
deseo del paladar, de alimentar y nutrir.

Ambas coinciden en la acción de alimentar un espíritu hambriento de impresiones sobre


el mundo, suministrar una conciencia capaz de comprender la realidad, una inteligencia
que conecte con el fluido de la naturaleza que se expresa en lo humano. Criar un sentir
avezado en ponerse en el lugar del otro, para construir un mundo en común más justo.
Gesto que perdura, tal vez pasional y efusivo, en este texto en la urgencia de destacar la
invisibilidad de los saberes y sus formas de transmisión, frente a un avasallante avance
de modelos de enseñanza o de transmisión de la cultura que en el presente, están
demasiado centrados en la pequeñez de lo individual y se vuelven incapaces de reparar
en la vasta y necesaria elaboración que demanda un mundo común.

Referencias
Rancière, J (2008) Le spectateur emancipé, La Fabrique, Paris, p. 55.
Storni, A (1938) Entre una par de maletas a medio abrir y las manecillas del reloj,
Encuentro de Mujeres poetas, Montevideo.

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