Cuentos
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Una calurosa mañana, se encontraba Tío Conejo recolectando zanahorias para el almuerzo. De repente,
escuchó un rugido aterrador: ¡era Tío Tigre!
—¡Ajá, Tío Conejo! —dijo el felino—. No tienes escapatoria, pronto te convertirás en un delicioso bocadillo.
En ese instante, Tío Conejo notó unas piedras muy grandes en lo alto de la colina e ideó un plan.
—Puede que yo sea un delicioso bocadillo, pero estoy muy flaquito —dijo Tío Conejo—. Mira hacia la cima
de la colina, ahí tengo mis vacas y te puedo traer una. ¿Por qué conformarte con un pequeño bocadillo,
cuando puedes darte un gran banquete?
Como Tío Tigre se encontraba de cara al sol, no podía ver con claridad y aceptó la propuesta. Entonces le
permitió a Tío Conejo ir colina arriba mientras él esperaba abajo.
—Abre bien los brazos Tío Tigre, estoy arreando la vaca más gordita.
Entonces, Tío Conejo se acercó a la piedra más grande y la empujó con todas sus fuerzas. La piedra rodó
rápidamente.
Tío Tigre estaba tan emocionado que no vio la enorme piedra que lo aplastó, dejándolo adolorido por
meses.
Una mañana, las dos ranitas se despertaron muy aburridas y decidieron que era hora de explorar otros
lugares:
Sin saberlo, las ranitas empacaron sus cosas al mismo tiempo y salieron saltando hasta el camino de la
montaña que unía las dos ciudades.
El viaje resultó ser más largo de lo planeado y por esas cosas del destino; las dos ranitas, muy agotadas, se
detuvieron en la cima de la montaña.
Al encontrarse, las dos ranitas se observaron con emoción. Luego, se saludaron y entablaron conversación.
Fue así como supieron hacia donde se dirigían.
—¡Voy a Osaka! — dijo la ranita de Kioto—. Escuché que es una ciudad esplendorosa.
—¡Y yo voy a Kioto! — respondió la ranita de Osaka—. Todos dicen que es una ciudad espléndida.
—Es una pena que no seamos más altas— dijo la ranita de Kioto—. Si lo fuéramos, podríamos ver desde lo
alto de esta montaña la ciudad que queremos visitar.
—¡Tengo una idea! — exclamó la ranita de Osaka—. Parémonos de puntitas con nuestras patas traseras y
apoyémonos una a la otra. Así podemos echarle un vistazo a la ciudad a donde vamos.
Entonces, las dos ranitas se pararon de puntitas y se tomaron de las patas delanteras para no caerse.
La rana de Kioto alzó la cabeza y miró hacia Osaka. La rana de Osaka también alzó la cabeza y miró hacia
Kioto
—Me alegra que hayamos descubierto esto, ahora podemos ahorrarnos el largo viaje y regresar a casa.
Las dos se despidieron y comenzaron a saltar muy felices de vuelta a sus ciudades.
Sin embargo, las dos ranitas olvidaron que todas las ranitas del mundo tienen los ojos en la parte de arriba
de la cabeza. En realidad, veían lo que estaba atrás y no adelante. ¡La ranita de Kioto estaba mirando hacia
Kioto y la de Osaka estaba mirando hacia Osaka!
A eso del mediodía, el calor se hizo insoportable. La comadreja dejó el azadón y la regadera a un lado, y
entró a su casa a tomar la siesta. Anansi aprovechó la oportunidad para escabullirse rápidamente por la
ventana hasta llegar al huerto.
Mientras su vecina roncaba del cansancio, Anansi buscó la sandía más grande y jugosa. Con la ayuda de una
piedra puntuda que encontró en el camino, abrió un agujero por donde meterse y una vez adentro comió
hasta que quedó redondo como una naranja.
En ese instante, escuchó a la comadreja acercarse. Pero no pudo salir de la sandía porque había engordado
mucho y ya no cabía por el agujero por el que había entrado.
—¡Vaya lío en el que me he metido! —pensó Anansi—. Voy a tener que esperar hasta perder el peso que he
ganado.
Anansi durmió un buen rato dentro de la sandía, pero la espera se le hizo muy larga y llegó el momento en
que se sentía muy aburrido.
—¡Ya sé qué hacer! —dijo Anansi—. Cuando la comadreja se acerque le haré creer que esta sandía puede
hablar.
Cuando la comadreja se acercó a la sandía donde se encontraba Anansi, escuchó una voz que decía:
La comadreja no podía creer lo que escuchaban sus oídos, muy exaltada dijo:
— Claro que hablamos —dijo Anansi, imitando la mejor voz de sandía que pudo ocurrírsele—, pero tú no
tienes una buena escucha.
— ¡Fantástico, maravilloso!, debo llevarle esta sandía al rey elefante para que me recompense por este
descubrimiento —dijo la comadreja y salió apurada cargando la sandía.
—El rey elefante tiene muchas sandías, ¿para qué quieres llevarle esa? —replicó la liebre.
—Porque esta sandía puede hablar —respondió la señora comadreja, con el mayor orgullo.
—Yo no sabía que las sandías podían hablar —dijo la liebre con mucha desconfianza.
— Claro que hablamos —dijo Anansi, disfrutando su engaño—, pero tú no tienes una buena escucha.
En rumbo al Palacio Real, la comadreja y la liebre se toparon con el pato, la ardilla, el zorrillo y la zarigüeya.
Uno a uno, se burlaron hasta que escucharon a la sandía hablar. De inmediato, todos querían ir hasta el rey
para mostrarle la asombrosa sandía.
—Su majestad, usted no tiene una como esta — respondieron todos al unísono—. Esta sandía puede hablar.
—Yo no sabía que las sandías podían hablar —dijo el rey elefante con mucha desconfianza.
— Claro que hablamos —dijo Anansi, disfrutando su engaño aún más—, pero usted, a pesar de ser el rey, no
tiene una buena escucha.
—¿Cómo que no tengo buena escucha?, ¿acaso crees que tengo estas enormes orejas de decoración? —
refutó el rey elefante encolerizado.
Fue entonces que el rey tomó con su trompa a la sandía que hablaba y la arrojó tan lejos como pudo. La
sandía cayó en el huerto de la comadreja partiéndose a la mitad. Anansi regresó a su casa sin
complicaciones.
A la mañana siguiente, Anansi se despertó con un enorme apetito, abrió su ventana y escuchó a la
comadreja decir con frustración:
Pero no te sorprendas por esta inusual petición, aunque tal vez no te gusten las papas dulces, ¡estas son y
serán la comida favorita de Anansi!
La mosca y la polilla
Una noche cualquiera, una mosca se posó sobre un frasco rebosante de miel y comenzó a comerla alrededor
del borde. Poco a poco, se alejó del borde y entró desprevenida en el frasco, hasta quedar atrapada en el
fondo. Sus patas y alas se habían pegado con la miel y no podía moverse.
Justo en ese momento, una polilla pasó volando y, al ver la mosca forcejear para liberarse, dijo:
—¡Oh, mosca insensata! ¿Era tanto tu apetito que terminaste así? Si no fueras tan glotona estarías en
mejores condiciones.
La pobre mosca no tenía cómo defenderse de las certeras palabras de la polilla y siguió luchando. Al cabo de
unas horas, vio a la Polilla volando alrededor de una fogata, atraída por las llamas; la polilla volaba cada vez
más cerca de estas, hasta que se quemó las alas y no pudo volver a volar.
—¿Qué? —dijo la mosca—. ¿Eres insensata también? Me criticaste por comer miel; sin embargo, toda tu
sabiduría no te impidió jugar con fuego.
¡PLAF! Al terminar estas palabras, Anansi sintió un estupor y cayó en un sueño profundo.
—¿Qué ha pasado? —se preguntó—. Caminé por el bosque, me encontré este coco, luego dije: ¡Qué coco
más grande!
¡PLAF! Al decir estas palabras vuelve a sentir el estupor y cae en un sueño profundo.
—Este es un coco encantado, cualquiera que diga las palabras mágicas caerá en un sueño profundo. ¡Debo
encontrar la manera de aprovechar mi descubrimiento!
En ese momento, Anansi ideó un plan. Hizo rodar el coco hasta la mitad del camino que conducía al mercado
del pueblo. Luego se escondió detrás de un frondoso arbusto y esperó pacientemente.
Muy pronto, el burro pasó por el camino cargando en su lomo una bolsa llena de naranjas grandes muy
dulces. Al ver el coco gigantesco, se detuvo para decir con asombro:
¡PLAF! Al decir estas palabras, el pobre burro sintió un estupor y cayó en un sueño profundo. Anansi saltó de
su escondite mientras el burro dormía y se llevó el saco de naranjas.
Después de una hora, el burro se despertó sintiendo su cabeza dar vueltas. Buscó por todos lados, pero no
encontró su saco de naranjas. El burro estaba muy triste.
Pero Anansi estaba muy feliz. No podía esperar a poner su plan en marcha otra vez. Una vez más, se sentó a
esperar cuando de repente pasó el elefante por el camino. El inocente animal llevaba en su trompa un
canasto lleno de deliciosas bananas. Al ver el coco gigantesco, se detuvo para decir con asombro:
¡PLAF! Al decir estas palabras, el elefante sintió un estupor y cayó en un sueño profundo. Anansi se acercó al
elefante y se llevó el canasto de bananas.
Después de una hora, el elefante se despertó sintiendo su cabeza dar vueltas. Buscó por todos lados, pero
no encontró su canasto de bananas. El elefante estaba muy triste.
Anansi seguía muy feliz, porque al llegar la tarde, también el perro, la gallina, la rata y el ratón habían caído
en su trampa y mientras dormían, él se hizo a la comida de todos los desprevenidos caminantes.
Durante todo este tiempo, la comadreja había estado observando a Anansi. El comportamiento de la araña
no la sorprendía, pues Anansi también la había engañado antes. Esta era su oportunidad de darle una
lección a la astuta araña.
De esta manera, la comadreja fue al mercado para abastecerse. Pretendiendo no estar enterada de las
artimañas de la araña, pasó por el camino sosteniendo una bandeja cubierta de pescados de todos los
tamaños y colores. Al ver el coco gigantesco, se detuvo para decir con asombro:
Sin decir las palabras mágicas, la comadreja se quedó parada mirando la fruta por varios minutos.
A Anansi se le hacía agua la boca de ver los pescados y no podía esperar más para comérselos. Entonces
salió del arbusto y saludó a la comadreja.
—Hola amiga, me alegro de verte —dijo Anansi señalando el enorme coco y añadió—: ¿Puedes decirme lo
que ven tus ojos?
—Se supone que debes decir lo que ves —contestó muy fastidiado.
—Está bien Anansi, diré lo que me pides: ¡LO QUE VES! —repuso la comadreja, evitando a toda costa decir
las palabras mágicas.
—¡NO! — gritó Anansi—. Se supone que debes decir: “¡QUÉ COCO MÁS GRANDE!”
¡PLAF!… Anansi sintió un estupor y cayó en un sueño profundo otra vez más.
Después de una hora, Anansi se despertó sintiendo su cabeza dar vueltas. El elefante, el burro y el resto de
sus víctimas lo miraban muy enojados.
La comadreja les había contado lo sucedido, pero Anansi tenía un enorme apetito y de los alimentos no
quedaba nada. Entonces, los animales idearon un plan para recuperar lo perdido.
—Ve al mercado y vende lo que tengas para pagarnos la comida que te llevaste —dijeron.
Y fue así como Anansi terminó en el mercado vendiendo pasteles de coco, agua de coco, leche de coco,
harina de coco, puré de coco, coco rallado…
¡Y todo lo que te imagines que se puede hacer con un coco del tamaño de un hipopótamo!