Un Hombre Que Acaba de Cumplir Los 40 Años
Un Hombre Que Acaba de Cumplir Los 40 Años
Un Hombre Que Acaba de Cumplir Los 40 Años
Punto y aparte
Las nubes del cielo, esas que siempre cobran forma de figuras cuando las
vemos, están hechas de vapor, aunque las creamos hechas de aquella figura que
representan. Sus formas itinerantes son provisionales, frágiles y efímeras, aunque
las personas, animales o cosas que en ella reconocemos, nos parezcan su forma
objetiva y propia. La solidez que creemos ver en ellas es un producto de nuestra
mente, diría, más bien, un autoengaño, una farsa que se la cree el mismo que la
crea. El vapor que constituye estas nubes no es más que un flujo, un vaho
transparente que se diluye en el cielo, y se transforma en aquello que nosotros,
ingenuamente, deseamos. El cielo es un lienzo en blanco a merced de los cuadros
que en él queramos pintar.
Si volvemos de ver a aquella chica que complica nuestro sueño por las
noches, la veremos representada en todas las nubes que inundan el cielo. Y así como
con las nubes, con cualquier cosa. La veremos en todos lados. Su rostro aparecerá
en los anuncios, su forma de vestir se asemejará a la de todos los transeúntes que
deambulan por las calles, y su voz resonará en todas aquellas estrellas de la música
que deleitan nuestros oídos. Cualquier cosa, por muy sólida y compacta que sea, se
evapora, se disipa, y se funde a propósito nuestro, convirtiéndose en una nube
versátil que acepta cualquier nueva forma bajo la que presentarse. Lo necesario se
hace contingente, lo sólido se vuelve vaporoso y frágil, y lo convertimos en aquello
que nuestra mente ordene. Un proceso involuntario con hospedaje en el
subconsciente, y que escapa a nuestra conciencia de lo ocurrido.
Esto no es algo que me haya ocurrido siempre, ni mucho menos que haya
caracterizado mi personalidad. Todo lo contrario, siempre he sido una persona un
tanto reticente a la pausa para la reflexión. Lo cierto es que he solido tender a la
improvisación. Improvisaba mis decisiones a medida que la vida iba exigiendo más,
ordenando un paso raudo y veloz, cada vez más acelerado, no sabiendo nunca si
podría seguir el ritmo. Aun así, no creo que la escasa autoevaluación que he hecho
se deba al ritmo frenético que ha llevado. Atribuirlo a haber vivido un amplio
abanico de experiencias, con una vida repleta de vivencias de todo tipo, sería un
tanto presuntuoso. No puedo presumir de que la velocidad de acontecimientos de
mi vida me hayan llevado entre volandas, así que no tiene sentido justificar por ahí
mi deficiencia a la hora de examinar mi trayectoria. No sé, aún no me alcanza para
identificar los porqués que necesito encontrar. Lo único que sé, entre tantas
inconclusiones, es que nunca me detuve a mirar el camino recorrido, y que, ahora
mismo, toda mi vida está suspendida en el aire, cogida entre alfileres, sostenida por
pilares de arena.
Lejos de ser algo anecdótico, este nuevo hábito que se me repite hasta en
la sopa me resulta completamente abrumador. Llegando incluso a sudores fríos,
síntomas de asfixia o nervios exasperantes, cada conclusión a la que parezco llegar
amenaza con mi salud mental. Toda mi vida, sus éxitos y sus fracasos, sus luces y sus
sombras, están en juego en estos pensamientos deambulantes. Un millón de
decisiones ahora irreversibles, miles de supuestos aciertos que ahora cuestionan su
propio nombre, o fallos que se han tornado irreparables, parecen a punto de entrar
en erupción. Un volcán de recuerdos que lanzan insinuantes preguntas a mi yo del
futuro. El yo del presente le responde con los brazos cruzados y las piernas atadas,
en completa inacción, paralizado por la sorpresa de sus propios pensamientos.
Si todo lo que he sido, soy, y seré está siendo cuestionado hasta en los
fundamentos que parecían más sólidos, ¿qué quedará de mí tras estas arrasadoras
preguntas retóricas? ¿Qué restará de mi integridad, qué ruinas habrá de mi alma
cuando termine este insoportable interrogatorio? No piensen que este es un tema
baladí, y que mi reacción es una exageración burda con la que excuso mis delirios
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CAP.2
Al llegar a casa, seguía encontrando motivos para esta pesada nostalgia que
ilustra la infancia como un paraíso del que, por algún motivo, -puede que el simple
paso inconsiderado y arrollador del tiempo-, fuimos desterrados un día. Nada más
cruzaba el umbral de la puerta, me quitaba las zapatillas con rapidez pero con
torpeza, lanzaba la mochila a los primeros metros de mi habitación, y corría,
escuchando los regaños de mi madre para que pusiese las cosas bien, a los sillones
de mi habitación, para tentar la suerte de que hubiese llegado a tiempo para ver mis
programas favoritos de la televisión.
Cuando salía a la calle a jugar con mis amigos, en ellos solo veía cómplices
del juego, amantes como yo de la más divina libertad. Así podíamos pasar la tarde
entera, levitando en aquellos sueños que ahora llamo felicidad, la auténtica y
genuina felicidad. El cronómetro del juego encontraba su final en el aviso de mi
madre para que regresase a casa porque la cena estaba ya servida en la mesa. Uno
a uno, mis amigos y yo íbamos abandonando la calle respondiendo a las voces de
nuestros padres, para que no nos prohibiesen regresar el día siguiente, y
pudiésemos prolongar este sueño imperecedero que, aunque no fuésemos del todo
conscientes, tenía fecha de caducidad. Obedeciendo a la llamada de mis padres,
despertaba de aquel lugar onírico, aterrizaba al mundo, y volvía a estar ligado a los
implacables condicionantes de la realidad. Frustrante momento para el niño, pues
pasa de la más excelsa libertad, a la dependencia y heteronomía constante del
mundo material en el que apenas puede hacer nada por sí solo. Por último,
respondiendo a la entrada de la luna, procedía a dormirme, postrándome en la
cama, falto de aliento tras el largo día. Más allá de los típicos berrinches en los que
lo más nimio suponía un drama monumental, la sonrisa siempre se dibujaba en mi
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CAP 3
crear un matrimonio, una tarea mucho más complicada de lo que nunca llegué a
imaginar, resulta realmente contribuyente y útil. La comunicación es fundamental,
y creo que siempre conseguimos solucionar los problemas que se nos presentaron
con bastante solvencia.
Apenas hemos tenido riñas, nos peleamos tan poco como dudas tenemos
de la consistencia de nuestro matrimonio. Conocemos a otras parejas que ruedan
como una bola de nieve conflicto tras conflicto, cargando con un peso difícil de
soportar para las espaldas de la relación. Sin embargo, por mucho que nos
compadezcamos de ellos y pretendamos ayudarles, he de confesar que, después,
cuando llegamos a casa, esbozamos una especie de sonrisa satisfactoria, esa
satisfacción que a uno inevitablemente se le genera siempre que se ve resguardado
frente a un problema ajeno. Que otro acuse un mal (siempre que no sea un ser muy
querido) del que, por lo que sea, te sientes protegido, es una complacencia que no
podemos evitar. Es el instinto de supervivencia del ser humano que, relegando a los
demás a un segundo plano, vela siempre por su propia integridad.
CAP 4
Por un lado, añoraba una infancia que se iba diluyendo poco a poco en la
nube de los años, que se despedía apresuradamente desde el tren del tiempo. Como
Adán en el paraíso, el destierro se iba consumando a cada paso que daba, a cada
vela que soplaba en una tarta de cumpleaños, a cada cambio que experimentaba.
Esta gradual metamorfosis trajo consigo una reticencia al cambio que nunca
conseguí superar del todo. Querría que aquel sueño pueril nunca encontrara
despertador, pero el horizonte se despejaba, aclaraba la niebla, y contemplaba su
propio final. Mi bolsillo agujereado apenas podía guardar una felicidad que volvía
conmigo en momentos concretos, y se me escapaba entre los dedos en tantos otros.
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Por otro lado, el futuro me señalaba otros caminos. Puede que mi mente,
contaminada por la nostalgia y su insistencia sistemática, anhelara la inocencia
infantil, pero mi cuerpo, inevitablemente, pedía otras cosas. Apenas podía tener
control de unos incipientes impulsos, instintos y pulsiones que gobernaban
tiránicamente mis decisiones. Deseaba, -siendo el deseo una apetencia involuntaria
y pulsional, no libremente escogida-, sentirme mayor de lo que realmente era,
sentirme adulto para unas cosas, para los placeres, libertades y responsabilidades
que tan buena apariencia tienen desde fuera, aunque para la gran mayoría de cosas
siguiera siendo un crío. La adolescencia es la vivencia de las primeras veces, esas
que, solo por ser primerizas, se aseguran un puesto en nuestra memoria. El
descubrimiento, también, de placeres con doble filo, esos que te pueden llevar al
disfrute sano y mesurado tan rápido como al exceso y al vicio.
La conciencia del mismo acto de estar haciéndolo por fin, de pensar incluso
cómo se lo contaría a mis amigos en cuanto los viera, o de saber, o más bien de
creer, que estaba ocurriendo un gran acontecimiento en mi vida, me impidió
dejarme llevar y disfrutarlo del todo. También me acosaba el pensamiento, a medida
que iba avanzando el acto, de que la primera vez está sobrevalorada, de que, por lo
que me habían contado, la habían inflado de una significancia de la que carecía en
realidad. Aunque, por supuesto, yo les contase después a mis amigos que debían
probarlo cuanto antes, que se trataba un placer exclusivo para privilegiados. Algo
de razón, aun sin saberlo, sí que llevaba. Con el tiempo, lógicamente, aprendí a
apagar el cerebro y entregarme confiadamente al placer carnal, a gozar sin
miramientos, a no tener miedo ni recelo a acariciar un cuerpo ajeno mejor incluso
de lo que lo haría con el mío propio. Logré confirmar que el sexo no estaba
sobrevalorado en ningún caso, como había llegado a creer aquella noche primeriza,
sino que tan sólo era la inflación exagerada de las primeras veces. Cuando llegó
dicha confirmación, la sorpresa era la sensación que mejor resumía aquellas
experiencias. Ahora, tengo la sensación de haberlo probado todo, aunque cada vez
estoy más seguro de que no he probado ni una cuarta parte. El placer descubierto
entonces abría las puertas a un nuevo paraíso, distinto de aquel de la infancia, pero
que no le tenía mucho que envidiar. La diferencia radica en que implicaba una
responsabilidad y una gravedad insospechable para la diversión infantil, pero que
yo no estaba dispuesto, ni he llegado nunca a estarlo, a agarrar con firmeza.
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Una de las sensaciones que más asocio a este periodo de pubertad es que
me sorprendían mis propios pensamientos. Mis propias ideas, mis propios impulsos
irrefrenables, mis propias necesidades. No era -ni somos, en ningún caso, - dueño
de mí mismo. Todos estos cambios tan frenéticos me abrumaban por lo general,
aunque sintiese curiosidad por ellos y recibiese placeres sorprendentes de vuelta.
No obstante, tengo la sensación de que pasé bastante desapercibido en esta etapa.
Todo el carisma destacado de mi yo infantil se había perdido en el camino; no era
ya lo que se buscaba, y había perdido por completo su interés antes de que yo me
hubiese dado cuenta. Puede que mi discreto e inadvertido papel en estos años se
debiese a mi grieta interior. Una gran fisura asomaba en el camino, separando el
paraíso onírico e ingrávido de la infancia, del mundo adulto donde todo acaba
cobrando su precio. Intentando alcanzar ambas no alcanzaba ninguna, y ahí me
quedaba yo, en el medio, en el vacío, en la inacción más lamentable, sin querer
tomar decisiones por miedo a la carga impiadosa de la responsabilidad. Como un
muñeco que espera que le caigan las cosas del cielo, escindido entre los anhelos
nostálgicos de un mundo, y los deseos implacables del otro, optaba por la peor de
las decisiones que uno puede tomar: la indecisión.
CAP 5
Con estas ideas insinuantes y una pesadez en los ojos que se me hace
patente en cada mirada, entré en la oficina. La primera en acercarse para
acompañar los buenos días con una pregunta que denotara su preocupación, fue
Sandra. No esperaba menos. Ella siempre está en todo. No se le recuerda un solo
fallo grosero en el trabajo por el que el jefe le pueda echar una bronca severa, ni
mucho menos se distrae con tonterías, o se despista con facilidad. Ni siquiera falla
en acordarse de los cumpleaños de la gente. Posiblemente sea la persona más
detallista que conozco; cuando se lo reconocemos, ella siempre responde con la
misma sonrisa de confirmación, acompañada de su característica reflexión sobre los
detalles. Cree que la vida se pierde en las grandes aspiraciones, que las cosas no se
ven a largo plazo, sino en el día a día. El amor o el aprecio por alguien no se reconoce
en intuiciones generales ni en conclusiones tras un largo tiempo, sino en detalles
que demuestren cotidianamente dicho afecto. Ni siquiera se expresa el amor en
palabras; la verdad reside en las acciones, no en las palabras, que no son más que
letras conjugadas y pronunciadas. La lógica de nuestras acciones, reducida a los
detalles, es la que acoge la verdad de los sentimientos.
No sé exactamente de dónde le vienen estas ideas, pero una vez nos contó
en la intimidad que uno de los mayores lastres que arrastra tiene que ver con el
fallecimiento de su padre. Esto ocurrió cuando ella acababa de alcanzar la veintena.
Un día cualquiera, una simple tarde de otoño que desconocía su propia importancia,
el padre de Sandra, superados los 50 años, sufrió un paro cardíaco que le provocó
la muerte súbita antes de llegar al hospital. No tenía antecedentes clínicos, no tenía
diagnosticada ninguna enfermedad de peligro, y ni siquiera tenía una edad como
para que fuese medianamente previsible. Cuando la sorpresa inundó de pena su
rostro, ella tomaba unas cervezas con unos amigos en un parque, hasta que recibió
la noticia, y corrió al hospital a tiempo tan solo para derramar un llanto
desconsolado en un cadáver que ya se había despedido, sin esperar al adiós de su
primogénita. Sus últimas palabras hacia él no fueron más que algún reproche de
adolescente sobre cualquier nimiedad que se viste del más trágico de los dramas.
Entre alguna lágrima, confesó que ella nunca ha sido capaz de expresar con
palabras lo que lleva dentro. Nunca declara aquello que siente por alguien. Siempre
lo intenta, pero jamás reúne el valor suficiente para pronunciar lo que pasa por su
cabeza. Todo momento parece el inadecuado aunque sea el ideal, lo que desemboca
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CAP 6
No recuerdo muy bien en qué momento exacto perdí esta alianza con el
humor, en qué momento las risas pasaron a ser eventuales, especiales precisamente
por su intermitencia, por su discreta frecuencia, más que por otra cosa. La transición
de la infancia a la vida adulta acogió este extravío del humor, y encontró en la etapa
universitaria su consumación definitiva. En la España de mi época, en los 80, ir a la
universidad era prácticamente un imperativo si uno quería ser alguien de provecho,
con un trabajo bueno y bien asalariado. Así me lo hicieron saber mis padres, que
insistían en que prolongara mis estudios decidiéndome por una carrera. Tras largas
deliberaciones, me convencí a mí mismo de la inutilidad de estudiar periodismo, lo
que ahora sé que es y siempre ha sido, desde bien pequeño, mi vocación. Opté por
el camino de la seguridad, de los caminos asfaltados, de la certeza frente a la
incertidumbre, de la candela frente al frío de la duda. Elegí construir sólidos e
inexpugnables castillos de piedra frente a aquellos castillos de arena que maquinaba
en mi cabeza. Consecuentemente, abandoné aquella ilusión del periodismo que
apenas aseguraba salidas laborales aceptables, ni un buen salario que me esperara
al final del túnel, en favor de la decisión más “racional”, llamada así por todos los
que se hacen llamar “hombres de sensatez”. Se trataban de características que sí
reunía la decisión que finalmente tomé, de estudiar económicas.
pequeñez mía frente al intimidante espectro de la vida, que me cubre por completo
con su alargada e inquietante sombra.
Estas asimilaciones son lo que más recuerdo de aquella etapa que tanta
gente adora, y que para mí resultó de lo más prescindible. Aquellas promesas de
placer y disfrute nunca se me hicieron del todo reales, y se perdieron entre esas
ideas impertinentes pero inevitables de querer mirar hacia atrás constantemente.
Por eso puedo contar tan poco de estos cinco años, porque apenas pude
aprovecharlos como quizá merecían, porque hice más uso de los retrovisores que
de las ventanas que nos muestran el incierto camino que está por hacer.
Recientemente, me insiste mucho esta idea de que es eso lo que he hecho desde
que abandoné el edén de la infancia. Ahora sé que siempre me he dedicado a
echarme un lado, sentarme, y ver la vida pasar. La cobardía es eso, cada vez lo tengo
más claro. Dentro de nosotros tenemos un instinto cobarde que preside el miedo, y
que siempre nos condiciona a no actuar, a quedarnos inmóviles y esperar, en el
sentido más pasivo de la espera, que algo ocurra, que la felicidad venga a buscarnos,
que el bien, en su sentido más platónico, nos encuentre. La valentía no consiste en
ser un temerario inconsiderado que vive en el riesgo y las causas perdidas, sino en
agitar el árbol de vez en cuando para intentar que caiga algún fruto. Ser valiente es
tomar decisiones cuando hay que tomarlas, enfrentarse al ogro mirándole a los ojos
con fiereza, buscando salidas cuando el laberinto se muestra tortuosamente
insuperable.
CAP 7
recorría las conversaciones populares. También era una chica deportiva, con cierto
éxito en el baloncesto, pero que siempre encontraba tiempo para sacar notas altas,
y conseguir, a los 18 años, entrar en la carrera de biotecnología. Pero, sobre todo,
más allá de todas sus loables características, era una buena persona, que al final es
lo más valioso que se puede encontrar en alguien. Una chica risueña, cuya presencia
mejora la soledad, y que siempre hace agradable su compañía. Una chica de buenas
intenciones, de corazón puro, a la que el mundo le devolvía la sonrisa que ella le
profesaba.
Quien está inmerso en un infierno así lucha contra muchas cosas a la vez, y
la gran mayoría residen en su inconsciente, en su psicología, en su propia cabeza. El
martillo pilón del maltratador destruye una autoestima que se encuentra por los
suelos, inventa una conciencia de culpa tan falsa como pesada, y crea inseguridades
donde no las había. Una batalla psicológica donde Sara tendía a pensar demasiado
a menudo, como pasa en casi todos los casos de este estilo, que algo de culpa tenía
ella porque Raúl le pegase o le riñese, que algo de razón tenía él, y, peor aún, que,
en el fondo, le seguía queriendo, pues seguía siendo el padre de su hija y el hombre
con quien se había casado. Así justificaba Sara el dicho de que, a menudo, uno
mismo es su mayor enemigo.
Poco se supo de ella desde entonces, hasta que recibieron una llamada de
un hospital que encendió las alarmas. Ya no se podía hacer nada. Lara había muerto
sola, en la calle de una ciudad desconocida para ella, desnutrida y canija, devorada
por una sobredosis. Cuando se fugó, apenas se llevó un poco de dinero, comida y
ropa que le dio para sobrevivir un par de meses, integrada en el movimiento hippie
que predominaba en aquella época. Poco pudo hacer su cuerpo, falto de energía,
de nutrientes y de defensas, para resistir una sobrecarga de cocaína que resultó
excesiva. La desorientación existencial y psicológica, unida al infierno vivido en su
casa y una depresión que no la abandonaba, intentaron ser paliadas con la evasión
de la droga, que constituyó el paso final de una danza que hacía tiempo que se había
vuelto fúnebre.
Costó años y años que Sara digiriese, asimilase, todo lo que había sufrido en
tanto tiempo. En particular, la muerte de su primogénita. Que tu propio hijo sea
llevado por la muerte ante tus ojos, lo cual es una inversión del proceso natural, una
contracorriente de la biología misma, y, además, como consecuencia de un
psicópata que has elegido como su padre, y de una situación que no has logrado
evitar, es prácticamente inasumible. La carga de la culpa se hacía casi insoportable.
Solo el tiempo le permitió sobrellevarlo en cierto grado, a la par que recobraba su
vida anterior. Desde fuera, parece que el día de la liberación, el final definitivo de
todo, es una vuelta repentina y acelerada a la felicidad más ansiada. Nada más lejos
de la realidad, pues el proceso de rehabilitación es de lo más paulatino, y sigue
guardando muchos riesgos como el de no volver a ser lo que eras, no llegar nunca a
recuperarte del todo, o haber perdido contacto por completo con la realidad. Sin
embargo, tras este tiempo de reinserción en la vida cotidiana, Sara regresó a la vida.
Como si reviviese entre los muertos, como si su sarcófago se hiciese de papel y
cartón, nuestra hermana volvió a salir en las fotos de grupo, su teléfono volvió a
recibir llamadas, y su nombre recuperó el significado que había perdido. Sus dos
hijos, Lorenzo y Serena, que ya son adultos, son personas magníficas,
contradiciendo el miedo que todos teníamos sobre su condición psicológica, dado
lo que habían vivido. Al cabo de los años, ya llegando a la vejez, Sara comenzó a salir
con un hombre, con el que ahora vive en un piso en una sana y relajada convivencia.
Sin que el dinero le sobre, con un trabajo de lo más discreto, siendo conserje
de colegio, y con un caudal contundente de recuerdos amargos que siempre están
al acecho, la vida no le da demasiados motivos para ser feliz. Un solo error, una sola
decisión mal tomada a los 18 años, ha condenado su vida al infortunio. Sin embargo,
a día de hoy, es de las personas que conozco que más sonríe. ¿Cómo puede ser?
¿Cómo puede doblegar a su memoria, esa soberana y tiránica memoria, para ver
siempre luz entre las sombras? La envidia que siento es tan halagadora para mi
hermana como humillante para mí. Yo, que he tenido escasos motivos para quejas,
que no he tenido que salir nunca al campo de batalla, que nunca he tenido que
soportar el peso de la armadura del guerrero, apenas puedo tener la valentía
necesaria para terminar de enfrentarme a la vida cara a cara, y poder opositar a la
felicidad plena.
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CAP 8
el fondo más hondo, sé, con total certeza, que en cuanto cruce el umbral de la
puerta, mi matrimonio se disolverá como hielo en un fuego abrasador, y no podré
volver atrás. Su dureza y fortaleza ante los golpes le ha permitido sostenerse en el
paso vacilante de los años, resistir en las trincheras frente a las guerras más crueles
y los ataques más canallas. Pese a esto, también se ha vuelto frío y gélido, al menos
por mi parte; se ha convertido en algo gris, tibio, frígido e incluso desalmado.
Desencantado de los grandes mitos románticos, nuestra relación se ha convertido
en una herramienta práctica, una convención institucional por la que seguir hacia
adelante y superar obstáculos comunes. Y créanme, no es culpa en absoluto de Ana.
Como describí anteriormente, ella es la suerte que todo hombre busca; una mujer
intachable en sus acciones, pura en sus pasiones y bella hasta en sus excreciones.
Ningún reproche, ni el más mínimo, cabría en mis palabras hacia ella, ni un ápice de
rencor podría yo ofrecerle en mi adiós. No me cabe duda de que el mundo necesita
más personas como ella, una chica que mejora todo lo que toca, que convierte en
orquídeas flores marchitas, y que siempre hace agradable su presencia. En
definitiva, es la mujer perfecta, pero no es la mía.
Lógicamente, estas dudas, más que por Ana, vienen por su eterna
competencia, la comparación a la que siempre ha sido sometida. Se trata de Aura,
presente en mi vida, de una u otra forma, prácticamente desde que tengo uso de
razón. Las coincidencias han sido reincidentes con nosotros. Ella también nació en
mi pueblo, fuimos a la misma guardería, y, posteriormente, coincidimos en clase en
el colegio y en el instituto. El contacto comenzó desde que éramos críos jugando en
la guardería, y se ha mantenido desde entonces con ciertas irregularidades, pero
con una presencia siempre inamovible. Cuando entramos en el colegio, el único que
hay en el pueblo, empezamos a entablar una amistad más cercana, tanto, que en
los jugueteos aún infantiles de la pre-pubertad, fue mi primera “novia”. Lo pongo
entre comillas porque éramos muy críos, posiblemente sin demasiado instinto
sexual, y no era más que una forma de catalogar de forma especial nuestra amistad
y presumir delante de mis amigos. Aun así, para mí era algo más que eso. Recuerdo
llegar a casa con una ilusión dibujada en forma de sonrisa, corriendo a contarle a
mis padres que tenía mi primera novia, que se llamaba Aura y que era la chica más
guapa del colegio. Mis padres respondían con risas y carantoñas en el pelo,
contentos tan solo de verme así de radiante.
Tras ese efímero juego, seguimos siendo amigos muy cercanos, y, con el
crecimiento de los próximos años, descubrimos nuestra sexualidad separadamente,
pero compartiendo nuestros hallazgos. Lo cierto es que, entre nosotros, por aquel
entonces, había una tensión sexual y afectiva, que posiblemente ya estaba en algún
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grado en el colegio cuando nos elegimos para actuar de “novios”. Una tensión que
nunca se iba con el paso de los años, que nunca se terminaba de consumar. De
hecho, nuestras primeras experiencias sexuales fueron con otras personas, aunque
igualmente malas. Tras un tiempo comentándolas, exponiendo detalles
inconfesables y verbalizando apreciaciones apresuradas, un día, en una excursión
del instituto a Barcelona, estalló aquella tensión sexual irresuelta. Lo tengo todo
grabado en la cabeza. Sucedió en el anochecer del 23 de mayo de 1993. Un
acontecimiento tan importante para mí, que guardo como un tesoro bajo la arena,
como es poder conquistar a la chica que llevaba tanto tiempo gustándome, puede
que desde que la conozco, me hace recordar hasta los más nimios detalles. Por la
tarde habíamos estado visitando con el grupo la Sagrada Familia y el resto de obras
de Gaudí, y, caída la noche, nos separamos del grupo ella y yo para ir a cenar a un
sitio que deseábamos especialmente. Fue una cena que de antemano predecía,
como en una profecía mística, su propio transcurso de los hechos.
CAP FINAL
Y dirán ustedes: “¿Cómo se pueden perder así las llaves del cielo? ¿Cómo se
pueden haber derrochado de esa manera las mágicas gotas del Santo Grial? La
respuesta sonroja mi rostro. La autocrítica suele ser, dentro de la molestia que
provoca a uno, aceptable dentro de unos parámetros. Hacer autocrítica sobre el yo
pasado, lo que uno era y ahora se enorgullece de no ser, o sobre defectos que
apenas agitan la indiferencia que nos causa, es, casi, hacer trampas sobre la
verdadera autocrítica. La auténtica es la que escuece, aquella que hurga en la herida
aún abierta, digamos, es aquella confesión que nunca querríamos terminar de
realizar. Agredir la armadura de nuestra corteza, haciendo tambalear lo que somos
ahora, especialmente lo más preciado de nuestro ser, constituye la autocrítica más
fundamental. Mientras empiezo a reconocer ahora el valor de la autocrítica, aquí
estoy yo, postrado en este sofá, el sofá de la pereza y la inacción, sumido en
divagaciones que nunca se concretan, reconociéndome a mí mismo que sigo siendo
un cobarde. Una cobardía que me impide mirar a la vida a los ojos como cuando uno
se atreve a mirar fijamente al Sol, y siempre acaba retirando la mirada por su luz
cegadora. Es por ello que, siendo consecuente, debo reconocer que soy como el
niño que se le escapó su globo favorito entre sus dedos, y jamás lo ha vuelto a
recuperar.
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