Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

La Otra Isla

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 199

LA OTRA ISLA

NOVELA
Francisco Suniaga
 
 
 
 
 
Oscar Todtmann Editores
 
 
 
I
 
 
Dieter Schlegel se acercó a la baranda, observó por largo rato el paisaje
marino que tenía enfrente y concluyó que el dios creador de aquel pedazo de
naturaleza no podía ser alemán. El dios que dio origen a ese espacio no tuvo
escuela ni siguió método alguno, carecía de un sentido armonioso de la
composición y era evidente que privilegiaba sus caprichos por encima de
cualquier principio estético. Debió tratarse de una deidad caribeña que,
arrebatada por algún delirio tropical de los tiempos cuando el arte no existía,
compuso un paraje hermosamente absurdo: el mar, el cielo y hasta el olor del
aire, azules. Aunque no del mismo tono. El corte que hizo para separar el
marino del celeste era nítido, abrupto y tan interminablemente recto que
quien lo mire no tiene más remedio que volver a creer que la tierra es plana y
termina, como cortada con una navaja, en la línea del horizonte. En el centro,
lejano y difuso por la calina que aún no había levantado, como por olvido,
colocó un islote de rocas pardas demasiado solo y demasiado grande,
rodeado por una rompiente incansable. En el extremo izquierdo, más cerca,
creó un morro de aguas tranquilas que proyectaba una media luna de arena,
muy blanca, una playa extensa salpicada de sargazos tostados por el sol, en la
que descansan, proa a la mar, los peñeros multicolores de los pescadores. En
el otro extremo, en la lejanía, detrás del verde profundo de unas palmeras que
daban sombra a la orilla de la playa, prolongó la tierra mar adentro para que
los mortales, eras más tarde, construyeran una ciudad y un puerto. En el aire,
azul, pintó gaviotas, alcatraces y otros pájaros cuyos nombres Dieter
ignoraba, en incesante ejecución de piruetas tras los reflejos de las escamas
en el agua.
Un peñero de pescadores entró en la bahía y Dieter lo siguió con la
mirada hasta que sus tripulantes bajaron en la playa y se dispusieron a
vararlo. Sus voces, mezcladas con la brisa, llegaron a él venciendo el rumor
del mar, pero no se tomó el trabajo de tratar de entender lo que decían. Ni
parado a su lado habría podido descifrar aquel español pagano e
impenetrable, próximo a un código secreto, que habla la gente de mar. Entre
admirado y estupefacto, se contentó con observar cómo, aunque gritaban al
unísono y cada cual parecía hacer lo que le daba la gana, arrastraron la
embarcación por la arena hasta colocarla a distancia segura de la marejada
más atrevida. Admiración por la destreza con la que ejecutaron sus artes y
estupor, porque el resultado no dejaba de ser un contrasentido que con
terquedad se empeñaba en demoler su herencia cultural y genética: una vez
más había tenido ante su vista la comprobación empírica de que las
empresas colectivas pueden resolverse bien y con gran eficiencia, en medio
de un caos en el que todos dan órdenes que nadie sigue. En esa maniobra
marinera, a su entender, estaba la síntesis de aquella tierra y sus habitantes,
el rasgo que consideraba más preciso para definírsela a los alemanes que no
la conocían: Margarita, la isla de la utopía, el único lugar del planeta donde
todos mandan y nadie obedece.
Eran cuatro y realizaron su trabajo con armoniosa fluidez; una faena
continua, artística, como si ejecutaran un ballet ancestral que conocían de
memoria. Dos tomaron el motor fuera de borda, lo desencajaron de la popa
del peñero y lo dejaron sobre los hombros de un tercero, aquel que a la
distancia lucía más robusto, luego, sin interrupciones en sus movimientos,
sacaron del fondo del bote una cesta rebosada de pescados, la cubrieron con
un pedazo de lona y cargaron con ella sosteniéndola por las agarraderas. El
cuarto, el que parecía ser más viejo, tomó el balde donde estaban los aperos
de pesca y el tanque metálico vacío de la gasolina, y emprendió la marcha,
unos pasos detrás de sus compañeros. Dieter los miró pasar frente a su
terraza envueltos en el alegre tropel de sus voces y sus risas y, sin que tal
cosa le hubiera pasado antes por la cabeza, pensó que si hubiese nacido en
ese lugar, bien podría ser uno de ellos. Un pescador artesanal, impenitente
recolector, curtido de tanto mar, con su sombrero de hojas de dátil y su
vestimenta desteñida que, en la latitud y longitud de esa hora de su
existencia, pasaba con sus compañeros frente a la terraza de un restaurante,
desde donde un extranjero gordo y rubio le observaba con curiosidad. La
idea de trocarse por uno cualquiera de aquellos pescadores le intrigó
gratamente y le empujó a continuar la proyección de la parábola vital de esa
otra posibilidad de ser él, que acababa de descubrir. Si él fuera uno de
aquellos hombres de la mar, en unos diez minutos estaría en la ranchería, en
la choza con techo de zinc que servía de bar y de centro de acopio de la
pesca, para acordar el precio de la captura con los compradores mayoristas.
Llegaría a ese precio después de un largo tira y encoge que habría irritado a
cualquier otro ser humano, un regateo lleno de maniobras distraccionistas
que irían desde un aparente desinterés en el negocio hasta enconadas
discusiones rayanas en el insulto. Luego se tomaría varias cervezas, las que
quisiera, aunque todavía no eran las once de la mañana. Al terminar la
jornada, con el dinero de la pesca en el bolsillo, intercambiaría bromas y
novedades marineras con sus colegas antes de irse a casa, a sacarse la sal
del pellejo y completar el rito ancestral de los recolectores: comer, dormir y
hacer el amor. El trabajo habría terminado y no volvería al mar a probar su
suerte de nómada hasta el día siguiente en la madrugada. Y Dieter, el otro,
el cocinero alemán que se quedó recostado de la baranda, suspiró de
envidia.
La terraza desde donde Dieter el alemán miraba pasar a Dieter el
pescador era su rincón favorito en el “Hans”, el restaurante que montó
recién llegado a Margarita, cuando las perspectivas indicaban que los
turistas europeos la visitarían con el mismo furor con que cada verano
invaden Mallorca. Le compró el sitio a un comerciante libanés que se
preocupaba más por los juegos de azar que por la comida y a quien, según
le confesó al ofrecérselo en venta, ya no le quedaban sueños aparte de irse a
Nueva York. El local del libanés era una suerte de garito clandestino, un
cuchitril sucio con una atmósfera terminal, irrespirable, que se condensaba
bajo el techo de asbesto rojo recalentado por el sol y adonde solamente iban
hombres a apostar en los caballos, el boxeo y los juegos de pelota. Unas
sillas y mesas plásticas de colores disparejos, que aparentaban ser mucho
más viejas de lo que podían ser, desparramadas sin orden alguno por el
salón, componían todo el mobiliario. Era un varadero humano deprimente
donde los náufragos de la fortuna se emborrachaban mitad con alcohol y
mitad con la estridencia de un aparato de televisión y los lamentos de amor
barato de una rocola, prisionera en una caja de barrotes oxidados, que
sonaba mal. El tugurio estaba, además, infestado de gatos raquíticos y
llenos de mataduras, venidos de las rancherías vecinas, que se disputaban
con los clientes los trozos de sardina frita que el libanés les servía junto con
los tercios de cerveza.
Apenas formalizó la compra y tomó posesión del negocio, Dieter lo
cerró al público y comenzó las labores de refacción. Lo primero que hizo,
convencido de que con ello le cambiaba el alma, fue cambiarle el nombre.
Mandó a retirar el anuncio de hojalata, descolorido y carcomido por el
salitre, promoción de una marca de cervezas ya inexistente en el mercado,
que rezaba: “Mesón Libanés-Venezolano del Caribe Cervecería Tasca Bar
Restaurante”. En su lugar colocó provisionalmente una tabla cortada en
forma de pez, pintada de blanco y con letras verdes que daba a conocer la
nueva denominación del sitio: “Dieter’s”. Mas, pasadas un par de semanas,
aun cuando tener un restaurante con su nombre era la concreción de un
viejo sueño, tuvo ante sí un problema que no había considerado. Era una
complicación menor, pero podía causar efectos comerciales importantes: no
encontraba a una persona que pronunciara Dieter correctamente.
Empleados, trabajadores de las obras, contratistas, autoridades civiles y
vecinos, a pesar de sus repetidos esfuerzos pedagógicos, acentuaban con
énfasis la primera e y se afincaban hasta el fondo en la ere final. El
resultado, Diéterrrrrrr, era horrible, de una fonética ferrosa, dura incluso en
español, que le sonaba demasiado desafinada para ser alemana y le obligaba
a esforzarse para reconocer su propio nombre.
La solución se la sugirió un paisano que tenía un negocio de alquiler de
equipos de buceo en una marina cercana. Se llamaba Winfried Apfelbaum,
decano de los comerciantes alemanes residentes en la isla, quien, ante un
problema similar, se había rebautizado “Manzanillo”, nombre dado a un
árbol que maduraba unas pequeñas frutas verdes, unas manzanas
minúsculas y venenosas, próximo a una traducción española de su apellido.
Ante esa celada de la lingüística, a Dieter no le quedó más alternativa que
rendir su vanidad y optar por otro nombre para su negocio. Se inclinó por
“Hans”, denominación con gancho en un lugar donde la mayoría de los
turistas extranjeros proviene de Alemania y que se castellanizaba más
fácilmente, “jans”. Los isleños, que anteponen la contracción “case” a casi
todos los lugares, terminaron llamándolo “caseján” y, pasados unos pocos
meses, “vamos pa’caseján” pasó a ser una expresión tan corriente que
Dieter la usó como lema publicitario a través de la radio local. El acierto,
sin embargo, trajo consigo una consecuencia indeseable e irreversible
contra la que nada pudo hacer: a él también lo llamaron Hans y con esa
gracia se quedó para siempre.
Dieter transformó de raíz el local del libanés. Le sembró enfrente
palmeras y uveros de playa, un árbol muy hermoso de hojas grandes y
redondas que conoció en Margarita y con un fruto que, en el color, se
parece a las variedades pequeñas de la uva roja. Lo amuebló con piezas
estilo indonesio que pudo conseguir en los almacenes del puerto libre y lo
decoró con viejos instrumentos margariteños de pesca y partes de barcos
antiguos que encontró en un mercado de pulgas de Hamburgo, en uno de
sus viajes a Alemania. Demolió la pared del fondo para abrirlo al mar y,
aprovechando el desnivel con la calle, hizo construir una terraza de madera
que reproducía fielmente la popa de los barcos margariteños que van a las
guayanas y a la desembocadura del Amazonas a pescar pargos. Trabajo que
encargó a un viejo carpintero de ribera, Pigmalión Zabala, se llamaba, quien
en honor a su nombre, y una vez concluida su obra, se enamoró de ella y
vivía lamentándose de que el “Hans” no saliera a navegar. Con algo de
razón, concedía Dieter, porque visto desde la playa, el “Hans” no parecía un
restaurante sino el barco parguero más grande del Caribe encallado
caprichosamente en el terraplén de la costa. Nave en la que Dieter, el
cocinero alemán que pudo haber sido pescador si hubiera nacido allí, que se
mareaba hasta en un trasatlántico pero que se moría por cruzar los mares,
podía zarpar en travesías oceánicas por las mañanas, con amarre en puerto
antes de que comenzara el frenesí del almuerzo, y vespertinas, con ron y
tabaco, a la deriva de los vientos bajo los colores encendidos del ocaso.
Unos cien metros más allá de su terraza, los cuatro pescadores dejaron
la orilla del mar para internarse en la ranchería y salieron de su campo
visual. Ya no sería sino hasta la mañana siguiente cuando podría echar otra
mirada al Dieter pescador, aquel que alcanzó a ver en el momento en que
pasaba por la playa y que, ahora en la ranchería, estaba quitándose la sed
con una cerveza aunque ni siquiera eran las once de la mañana. Y Dieter, el
cocinero alemán y lobo marino de tierra, sintió un vacío inédito, una pena a
contramano por esa otra existencia que suponía más plena y de la que sin
haber vivido siquiera un día, comenzó a sentir nostalgia.
Los rayos del sol se filtraban a través de una celosía improvisada por el
cruce de las hojas de los cocoteros y lo alcanzaban con un calor tibio y
sereno que supuso sería igual a aquel que le diera origen a la vida. Se estiró
con lentitud y pereza, abrió los brazos y se expuso a la luz con el mismo
regocijo de los alcatraces de la playa. Imagen que le dibujó una idea
benévola de su pereza y le hizo sentir que la voluptuosidad que irradiaba el
entorno le había llegado al tuétano de los huesos. Como solía ocurrirle al
dejarse atrapar por esa sensación, y movido por la tendencia humana a
contrastar todas las cosas, se puso a pensar en Alemania, en Fráncfort del
Meno, su ciudad natal. Allá serían cerca de las cuatro de la tarde, y
probablemente sería un día de invierno oscuro y húmedo. El viento helado
de febrero barrería las calles por donde trashumaría poca gente: hombres y
mujeres con las caras tirantes y las coyunturas de los huesos atiesadas por el
frío, que apurarían el paso para llegar a cualquier lugar cubierto; empleados
de las oficinas y negocios del centro que a esa hora saldrían de trabajar,
apurados por ganar las bocas del metro; multitudes que esperarían
impacientes por los trenes en las plataformas de la estación, abrigados de
oscuro, silenciosos de invierno, añorando esa primavera que tarda tanto en
llegar. El contraste no podía ser más favorable, pensó jocoso, al mirar el
azul brillante a su alrededor y a su vestimenta de esa mañana: pantalones a
la altura de las rodillas, sandalias y camisa de mangas cortas abierta hasta el
ombligo y sintió que lo consumía la felicidad irreflexiva del alcatraz que en
la playa abre sus alas al sol.
Embelesado como estaba en sus pensamientos, no vio a la mujer que
llegó a la terraza desde el interior del restaurante. Cuando la miró ya estaba
muy cerca y no pudo evitar un ligero sobresalto ante lo que sintió era una
materialización insólita de su imaginación: salvo que no llevaba un abrigo
oscuro, la señora que tenía frente a él era una cualquiera de las pasajeras
que se aprestaba a tomar el tren en la gélida estación de Fráncfort, a miles
de kilómetros de allí. Era una mujer mayor, de unos setenta años –estimó–
blanca, delgada y erecta como una bailarina clásica retirada. Tenía un aire
cansino, una mezcla de insomnio con algún sentimiento parecido a la
tristeza, que pronunciaba los pliegues de su piel magra y cubría de plomo
los matices azules de unos ojos que revelaban una gran determinación, ojos
que en un mejor día habrían competido con el mar que los rodeaba de agua
por todas partes.
 
 
 
 
 
II
 
 
Edeltraud Kreutzer no compartió la curiosidad de los otros pasajeros,
que afanosos buscaban las ventanillas del avión para darle desde el aire una
mirada a Margarita, sino que permaneció impasible en su butaca, lidiando
con sus emociones. Las suyas eran de otra naturaleza; si alguna de ellas se
aproximaba al júbilo de los turistas, sería el alivio que comenzó a sentir por
el final de un vuelo que se le había hecho eterno. Había subido a ese avión a
las doce del mediodía en Düsseldorf, diez horas de encierro pasaron antes
de aterrizar en Margarita y todavía eran las cinco de la tarde; un lunes
interminable que esperaba no volver a vivir. Nunca antes había viajado
hasta un lugar tan distante y estaba completamente segura de que jamás
volvería a hacerlo, de hecho, tampoco habría realizado este viaje de no
mediar las trágicas circunstancias que lo convirtieran en una dolorosa
obligación, la más dolorosa de todas sus obligaciones. Por eso no podía
compartir el alborozo que la inminencia de la llegada pintó en las caras
hasta hacía poco aburridas de los turistas. Ese alborozo que la expectativa
de unos días de descanso y entretenimiento pone en las caras de la gente no
le resultaba en absoluto extraño. Manfred, Wolfgang y ella lo vivieron
muchas veces al salir juntos, décadas atrás, a sus vacaciones de verano.
Claro, ellos nunca viajaron al Caribe ni a ningún otro lugar del trópico –
aunque entonces a ella le habría gustado hacerlo– porque su Manfred le
tenía pánico a los aviones. Ante la sola idea de tomar un vuelo, se
apoderaba de él un miedo que le hacía la vida miserable. La única vez que
se vio forzado a viajar por avión, un vuelo doméstico en Alemania en una
misión de trabajo, Manfred perdió el color de su rostro desde antes de llegar
al aeropuerto y, ya en la aeronave, según le confesó luego, se aferró a los
brazos de su butaca, apretó los ojos y no movió un solo músculo hasta que el
avión aterrizó. Juró que nunca más lo haría, aunque alguna vez, ante unas
ofertas de viaje a Egipto a muy buen precio, estuvo dispuesto a considerarlo
e incluso prometió que lo intentaría si Wolfgang llegaba a pedírselo. Pero
Wolfgang nunca lo hizo, por el contrario estaba muy feliz con la idea de
veranear en Alemania y al terminar la temporada, a menudo en el camino de
regreso a casa, comenzaba a hacer planes para la próxima, como no, en el
mismo lugar: alguna playa del mar del Norte. Ni siquiera viajaron a los
centros vacacionales del sur de Europa –adonde pudieron haber ido en auto o
en tren– porque Manfred no soportaba, y, la verdad, ella tampoco, el ajetreo
y la congestión de esos sitios, en los que según comentaban algunos amigos,
entre junio y agosto había más alemanes que en Alemania.
Edeltraud Kreutzer no tenía que esforzarse para evocar aquellas
vacaciones felices que se sucedieron sin intervalos durante quince años,
quince julios maravillosos en los que Manfred, Wolfgang y ella acamparon
en las playas del mar del Norte. Atesoraba cientos de fotografías que
recogían la felicidad de los tres en parajes de la costa al este y oeste de
Bremenhaven, un álbum completo por cada uno de esos inolvidables años.
Fotos de las que recordaba cada detalle, que revivían el regocijo de aquellos
días cuando vivía convencida de que Dios la había privilegiado: ella y
Manfred, con Wolfgang de meses en sus brazos, juntos en el campamento
en 1960; Wolfgang, el bebé regordete, desnudo, sentado sobre una toalla en
la hierba de la playa de Tossens en aquel caluroso verano de 1961;
Wolfgang, el infante travieso de incierto caminar, en un parque en
Nordenham en 1963; los tres, en bicicleta durante aquel inolvidable paseo
que hicieron a lo largo del dique del mar del Norte en 1968; y Wolfgang el
adolescente serio y distante, con el cabello al viento, en un ferrys del río
Weser en 1975. Y allí terminaban. Wolfgang cumplió los dieciséis años y a
partir de entonces fue imposible convencerlo de que los acompañara a
acampar porque prefería irse a algún otro lado con sus amigos de la escuela.
Manfred y ella continuaron montando el campamento en los mismos viejos
lugares y, la verdad, disfrutaban de ello pero nunca volvió a ser igual sin
Wolfgang. Después que Manfred se retiró, ya no volvieron a acampar sino
que preferían tomar algunos de los planes para gente mayor en esos hoteles
costaneros modernos que estaban muy bien y tenían muy buenos precios.
Los planes incluían la comida, las habitaciones eran confortables, se
descansaba y, la verdad, se pasaban ratos divertidos con las actividades que
los animadores les organizaban, en particular los bailes en las tardes. Pero
esas excursiones para retirados no podían compararse con aquellos
campamentos de los tres en el mar del Norte, sí, ninguna otra vacación fue
tan buena como aquéllas. Mucho menos lo sería este viaje. Este viaje no
tenía nada que ver con una vacación, esto era otra cosa. Debía llegar a esta
isla lo más directo posible y siguió la recomendación que le hizo la
diligente muchacha de la agencia de viajes de contratar un paquete turístico
de Neckermann. El vuelo era directo, no pasaba por la capital de Venezuela,
salía del aeropuerto de Düsseldorf, adonde podía trasladarse en tren desde
Evinghoven, el pueblo donde Manfred y ella vivieron desde que se casaron,
y la estadía en la isla, dos semanas, catorce días y trece noches, para ser
precisa, debía ser suficiente para realizar la amarga tarea que la trajo tan
lejos de Alemania.
Esperó que el remolino de turistas apurados por pisar tierra abandonara
la nave para levantarse de su asiento y caminar con toda su calma a lo largo
de la solitaria cabina en busca de la salida. A su paso por las filas de
asientos, le asombró el desorden que dejaron sus ocupantes y se preguntó si
tal cosa era propia de los vuelos baratos, como el de ella, o si pasaría igual
en los vuelos regulares. Traspuso con precaución la puerta de salida y de
pronto, como si un verano sofocante se hubiera desencadenado durante las
diez horas que pasó dentro del avión, sintió que la envolvía una brisa
caliente y húmeda, con el olor de un mar desconocido. Se detuvo en la
plataforma superior de la escalerilla para echar una mirada a su alrededor
antes de comenzar a descender. El sol estaba bajo en el horizonte, sus rayos,
aún ardientes, la apuntaban directamente al rostro y la obligaron a ponerse
una mano como pantalla sobre los ojos. Giró la cara a la derecha y vio, no
muy lejos, unas montañas que le impresionaron por su verdor. No eran muy
altas, pero recortadas contra aquel cielo amarillo y sin nubes lucían
imponentes. Miró a su izquierda y, detrás de una ancha lengua plateada de
ese mar cuyo olor no reconocía, distinguió las sinuosidades color violeta de
una costa distante que, por su extensión, supuso sería el continente. Saciada
su curiosidad primeriza, descendió despacio, tomando con firmeza el
pasamanos para evitar que el viento, que soplaba con fuerza, le hiciera dar
un traspié. Ya en la pista, sintió que el calor que irradiaba la calzada le
quemaba la piel y que el aire, denso y ardiente, le revenía los pulmones con
cada inspiración. Agobiada, aceleró el paso para alcanzar la puerta del
terminal por donde había visto desaparecer a los viajeros que la precedían.
Era un edificio no muy alto, de unos cuatro pisos, pesado, de columnas y
paredes de hormigón al descubierto que encontró desproporcionado en
contraste con la soledad de la pista, tan vacía que le hizo preguntarse si allí
aterrizaban otros aviones.
Al entrar al edificio se encontró con dos largas filas de pasajeros que se
habían formado frente a las casetas de inmigración y optó por la que iba
pegada a un ventanal, con vista a un jardín interior de terracota en el que
unas rocas blancas y negras componían una figura geométrica extraña que
no le pareció en nada artística. Las personas delante de ella intercambiaron
comentarios que denotaban impaciencia y se dio cuenta de que nadie había
traspasado aún el control de pasaportes. El pasaje del avión estaba allí,
íntegro, detenido en aquel pasillo sin que nadie les informara lo que pasaba.
Esperó en silencio; se distrajo buscándole alguna forma estética a las
piedras en el patio de terracota, sin tomar parte en el pequeño corrillo de
pasajeros quejosos que se formó frente a ella. Media hora más tarde,
comenzó a escuchar los golpes de los sellos en los pasaportes y las filas
comenzaron a moverse, pero lo hacían con una lentitud exasperante. Al
tocarle el turno, comprendió la razón: los funcionarios tardaban demasiado
en revisar y sellar los pasaportes y, fue su impresión, la demora era más por
indolencia que por cuidado. Mientras el oficial de inmigración –un hombre
de cara redonda, tórax y abdomen voluminosos a quien la camisa no le
cerraba en el cuello y llevaba la corbata ridículamente anudada sobre la piel
desnuda– haraganeaba por las hojas vacías de su pasaporte, quiso echar un
vistazo al salón contiguo donde estaba la correa transportadora del equipaje,
pero unas puertas corredizas que se cerraban con demasiada rapidez se lo
impidieron. El hombre selló su pasaporte con un golpe innecesariamente
duro y se lo devolvió con una sonrisa cálida y genuina, tan inesperada que
ella no fue capaz de corresponderle –se limitó a asentir con la cabeza. Al
entrar a la sala siguiente se dio cuenta de que el equipaje de los pasajeros
había salido en su totalidad mientras esperaban por los trámites de
inmigración. Los empleados del aeropuerto colocaron unas cuantas maletas
a lo largo de las paredes y amontonaron las demás en dos grupos al fondo
de la sala. Alrededor de cada uno de ellos se formó un tumulto de pasajeros
que ella creyó tardaría mucho en disiparse. Se disponía a apartarse y esperar
que los otros retiraran las suyas, aunque eso alimentara la incertidumbre
que comenzaba a sentir por su pieza, cuando, se percató de que a unos
metros de donde estaba, entre las de la hilera pegada a la pared, estaba su
valija. La tomó por el asa en uno de los extremos y la rodó en dirección a
los mesones de la aduana. Varios compañeros de viaje tuvieron que abrir su
equipaje a solicitud de los inspectores ubicados en el punto de control antes
de la salida, pero a ella la dejaron pasar sin mirarla.
En el vestíbulo del terminal reinaba una algarabía que se amplificaba a
niveles intolerables por la altura y forma abovedada del techo. El ruido
constituyó para ella una barrera física que la obligó a detenerse
desconcertada a las puertas de la sala; no sabía si avanzar a través de
aquella tormenta humana o retroceder y subirse de nuevo en el avión para
regresar a Düsseldorf. Desde que dejó su casa en Evinghoven, era ésta la
primera oportunidad en que no sabía con exactitud qué hacer y, por un viejo
reflejo, pensó en Manfred. A pesar de que le hacía falta y de que se sentía
insegura sin él, le reconfortó la idea de que no estuviera allí sino en
Alemania. Su corazón ya no estaba fuerte para soportar situaciones
desastrosas como la que se abría ante sus ojos y reconoció que no se habían
equivocado al decidir que lo mejor para ambos era que él se quedara en
casa. Permaneció inmóvil, aferrada a la manilla de su maleta sin saber hacia
dónde dirigirse, al borde del pánico. Para su alivio, se le acercó un hombre
joven –alemán, supo al mirarlo–, con la piel muy bronceada, vestido con
unos pantalones cortos, camisa de flores y la identificación de la empresa
promotora del viaje colgada en el cuello. La saludó con cordialidad
profesional y, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su prisa, le preguntó su
nombre, lo buscó en la lista que tenía inserta en una carpeta y lo marcó con
un lápiz. De seguidas, le dio un círculo de papel adhesivo rojo con la
instrucción de que se lo pegara en el pecho y le pidió que le siguiera hasta
el punto de concentración. Edeltraud Kreutzer caminó tras él con paso
seguro no obstante estar abrumada por la sensación de que atravesaba un
mar agitado, poblado de peligros mitológicos que se abalanzarían sobre
ella. El joven la dejó en un quiosco de la empresa turística improvisado en
una esquina del vasto vestíbulo, en compañía de una empleada y de otras
personas con papeles adhesivos rojos o amarillos pegados en el pecho, que,
como ella, tenían la instrucción de esperar en ese lugar para abordar los
autobuses. Edeltraud Kreutzer no encontró lógica alguna de la cual
agarrarse para darle una explicación al pandemonio de personal de
empresas turísticas, funcionarios, gente común, taxistas, viajeros y, en
particular, unos porteadores de equipaje que, frenéticos, cargaban
cantidades enormes de maletas en unas carretillas que en Alemania nunca
vio usar para ese propósito. Siguió a algunos de ellos con la mirada, en sus
sucesivos viajes a los autobuses que esperaban afuera, convencida de que
ocurriría lo inevitable, pero se equivocaba: milagrosamente ninguna de las
valijas se caía al piso. La prisa, la agitación y el ruido del ambiente la
agobiaban, tenía la impresión de que los eventos a su alrededor se
precipitaban a una velocidad que sus sentidos no conseguían aprehender y
experimentó un vértigo desconocido que la llenó de temor. Necesitaba salir
de ese lugar o se desmayaría, concluyó. A pedido suyo, la empleada a cargo
del grupo vino en su auxilio, la condujo afuera y le indicó que mejor
esperara en uno de los buses. La ayudó a subir al más próximo a la salida
del edificio, aquel que, según le aseguró, iba a llevarla al hotel y le dijo que
allí podía descansar sin ser perturbada. El motor del bus estaba en marcha y
el interior, desierto y tranquilo, estaba refrigerado. Se sentó en una de las
butacas más cercanas al chofer y cerró los ojos con la esperanza de que esa
tregua momentánea le permitiera recuperar el equilibrio perdido en el
batiburrillo del terminal. Sí, fue mucho mejor que Manfred se quedara en
Alemania, pensó.
El autobús salió del aeropuerto atravesando un túnel formado por las
ramas, bastante tupidas, según pudo ver, de unos árboles tropicales que
crecían a cada lado de la ruta en una muestra de exuberancia que se
prolongó por unos cuantos metros. Ante su vista se abrió a continuación una
llanura no muy extensa con una maleza de hojas escasas, que lucían pardas
a esa hora de la tarde, y de la que surgían unos esporádicos cactos. La
carretera estaba flanqueada por unos avisos publicitarios enormes, con
rasgaduras en las pantallas metálicas y parte de sus oxidados esqueletos
expuestos a la vista de los viandantes, que parecían anunciar más una
bonanza económica pasada que productos de consumo. Al Oeste, el sol se
ocultaba detrás de una montaña cónica que le recordó que en el Caribe
había volcanes pero, la verdad, no se había tomado la molestia de ubicarlos
en el atlas que consultó antes del viaje ni preguntado en la agencia si en
Margarita había alguno, esperaba que no. Dejaron atrás la carretera y
entraron a una autopista que discurría entre la masa de montañas que había
divisado desde el aeropuerto y el mar. La franja de tierra que separaba las
dos vías era ancha y seca, con unos parches de hierba y algunos arbustos
silvestres que, de trecho en trecho, interrumpían su aridez. Había unas
palmeras similares a los dátiles que vio en “Das Tropische Paradies” del
hotel de Tossens donde pasó las vacaciones del verano anterior; una
estructura inmensa de cristal y acero con una piscina climatizada y palmeras
de varias regiones del mundo, pero allí terminaban los parecidos, porque las
de la autopista tenían aspecto tan lastimoso que lucían como sobrevivientes
de alguna tragedia natural no muy lejana en el tiempo. Eran asimétricas en
tamaño, follaje y forma, y estaban distribuidas irregularmente a lo largo de
la ruta. No quiso ponerse a especular sobre la razón de tal desatino, ni si se
trataba de una arbitrariedad natural o humana: estaba demasiado cansada
para ponerse en eso. El autobús se desplazaba a una velocidad que,
comparada con la que desarrollan esos mismos vehículos en las autopistas
alemanas, le pareció moderada, pero el tráfico era tan anárquico como el
terminal de pasajeros. Muchos autos eran viejos, destartalados y
contaminantes. La verdad, no comprendía cómo se les permitía circular
cuando era evidente el peligro que significaban. Hasta donde pudo ver,
nadie llevaba puesto el cinturón de seguridad, peor aun, algunos choferes
llevaban niños sentados en los asientos delanteros y, no obstante, ejecutaban
unas maniobras que juzgó demasiado imprudentes: adelantaban por la
derecha y no usaban luces de dirección para cambiar de un canal de
circulación a otro.
Las edificaciones que había a las márgenes de la autopista le resultaron
extrañas, le parecieron inconclusas, y ciertamente alejadas de la imagen
que se había hecho de las casas caribeñas: pequeñas, de madera y pintadas
de blanco con techos metálicos de colores encendidos. Para reforzar su
desconcierto, a su izquierda apareció una pequeña ciudad conformada por
edificios de baja altura, cuadrados y sin gracia, que a la distancia se veían
bien conservados pero que de cerca no lo parecían tanto y le recordaron
algunos desarrollos urbanos de la extinta República Democrática Alemana.
Entraron a la ciudad por una avenida que era una prolongación del
descuido y abandono que dejaron atrás, en la autopista, aunque con mayor
densidad en las construcciones. Unas colinas que aparecieron a su derecha
estaban tapizadas por unas casuchas escalonadas sin seguir ningún orden,
salvo los dobleces del terreno, que, en la escasa luz del comienzo de la
noche, se veían feas y precarias. Según se afirmaba en un folleto que le
dieron en la agencia de viajes, esa ciudad tenía unos edificios modernos y
hermosos, comparables con desarrollos inmobiliarios en el sur de la Florida,
pero hasta ese punto del recorrido, salvo los colores de la tarde, no había
visto nada que le produjera admiración. Unos quinientos metros más
adelante, la avenida por la que venían se cruzó con otra de dimensiones
parecidas y a partir de allí apreció que el paisaje urbano cambiaba
radicalmente: jardineras con algunos árboles frondosos adornaban la vía y
las edificaciones que ilustraban el folleto de propaganda aparecieron una
tras otra. Recordó que las notas del atlas se referían a los contrastes
económicos y a la distribución del ingreso en Venezuela y ahora entendía
con exactitud qué querían significar.
El bus se detuvo frente a un complejo hotelero, el joven empleado de la
operadora turística alemana se levantó de su asiento y anunció que podían
bajar quienes tuvieran el papel adhesivo amarillo. Las personas señaladas,
más de la mitad del pasaje, provocaron un revuelo que juzgó innecesario y
que la hizo testigo de escenas como las que había visto en un programa de
televisión sobre la mala educación de los alemanes de vacaciones en el
extranjero, vergonzoso, reconoció. Los pasajeros con el adhesivo rojo,
como el de ella, bajaron en el siguiente hotel, una torre de unos quince
pisos, que aparecía mucho más hermoso en el folleto de la empresa
operadora. Una tropilla de empleados y camareros los recibieron, bajaron
las piezas de equipaje y las ubicaron en el lobby mientras ellos rellenaban
las planillas de registro. El trámite se completó con una rapidez y eficiencia
en nada comparable con la catástrofe del aeropuerto. Un camarero la
acompañó a su habitación en el cuarto piso –con vista al mar, como le
aseguró la encargada de la recepción–, le abrió la puerta con melosa
gentileza, le entregó el control remoto de la televisión, le enseñó dónde se
graduaba el aire acondicionado y el lugar del minibar, dicho todo en español
y algo de inglés, pero lo suficientemente gráfico como para hacerse
entender. Antes de partir, corrió las cortinas, colocó la maleta sobre un
mueble y se regodeó en la despedida; ella le dio las gracias y lo dejó ir sin
propina pues creía tener claro que ya estaban incluidas en el paquete. En la
soledad de su habitación, el peso acumulado de la interminable jornada se le
vino encima. Se recostó en la cama sin deshacer y se quedó allí con los ojos
cerrados, en el aire artificialmente fresco y tranquilo de la habitación,
dispuesta a esperar pacientemente que su cuerpo y su alma se reencontraran
después de tantos azoros. La ganó un adormecimiento raro, más una
manifestación de su agotamiento que sueño, que, sin embargo, tuvo la
virtud de descansarla. Pasado un rato, abrió los ojos, miró su reloj –en el
uso local desde que los pilotos lo anunciaran en el vuelo– y la reconfortó
saber que sólo había estado media hora en la cama. Desempacó la ropa de la
maleta y la ordenó en el closet según la estimación que hizo de cómo iba a
usarla a lo largo de dos semanas. Luego tomó una ducha con agua caliente
que le quitó la pesadez de la cabeza y le despertó el hambre; no había
querido comer aquellos ravioles desprovistos de gracia y sobrados de aceite
que le ofrecieron en el avión. Se vistió sin prisa –un traje de algodón azul
claro que había usado el verano pasado y unos zapatos blancos de tela–
descorrió la cortina y abrió una puerta de vidrio que daba al pequeño balcón
de su cuarto. La brisa era tibia, no tanto como la del aeropuerto, pero,
quizás por la cercanía del mar, era tan húmeda que la sintió en las mejillas
como un lamido salobre. A sus pies estaba el área de la piscina donde los
mesoneros hacían los arreglos para lo que imaginó sería el buffet de la cena
de bienvenida incluido en el paquete. Un poco más retirados, en un pequeño
escenario metido entre unas palmeras, unos músicos instalaban y probaban
sus equipos de sonido. Al fondo, tras las hojas de las palmas, se divisaba el
brillo irregular que la luna, en ese momento invisible desde el balcón,
regaba sobre la masa oscura e inquieta del mar de las Antillas, el mar del
olor desconocido, el mar en el que su Wolfgang había muerto.
 
 
III
 
 
Al despertar, José Alberto Benítez no sintió miedo sino el más grande
de los asombros. No sólo por lo vívido de su sueño, en el que alguien le
hablaba al oído de tan cerca que pudo sentir en la oreja el calor de su
aliento, ni porque quien quiera que hubiese sido la persona que le habló lo
hiciera en inglés, sino porque el eco suave de su voz se había prolongado
más allá de su despertar, concediéndole el insólito privilegio de aprehender
íntegras las frases que escuchó en el tramo final de su regreso onírico.
Frases hermosas y duras, dichas con acentuada melancolía que, como un
mantra, resonaban en su cabeza con generosa insistencia. Movido por lo
que de inmediato supo era un prodigio, se levantó con cuidado y, sin
encender las luces para no despertar a Elvira, su mujer, se fue a la
habitación de la casa que le servía de estudio, tomó una hoja de papel y un
lápiz de uno de los cajones del escritorio, y, cual si fuese un dictado,
escribió:
“I would say it is the place where sadness nests. Where smiles are
unknown as if people had wooden faces. And if you like, you can see that
sadness any time you want. The wind that blows there moves it around but
never takes it away. It is as if it were born there. And you can almost taste it
and feel it, because sadness is always over you, against you, and because it
is as heavy as a large plaster weighing on the living flesh of your heart”
Al terminar, dejó el papel sobre la mesa, se arrellanó en el sillón y trató
de serenarse, de poner la mente en blanco, de esperar con paciencia a que
los latidos de su corazón recuperaran el ritmo normal del reposo para tratar
de encontrar una explicación a aquello, pero su cuerpo estaba divorciado de
sus deseos y la excitación se le derramaba en torrentes por los poros de la
piel hasta empapar su pijama. Pasado un rato, aún sin recuperar la serenidad
y presa de un cansancio de peregrino, tomó el papel, releyó el párrafo en
voz baja y se preguntó de nuevo de dónde carajo había sacado aquellas
frases. Estaba seguro de que no podía tratarse de una creación suya: ni en
sueños ni en español podría él ser autor de un fragmento como el que estaba
escrito en el papel. No tenía idea alguna de su origen y se limitó a mirarlo
sin poder orientar sus pensamientos hacia una explicación que por lo menos
le permitiera volver a la cama. Miró el reloj, eran las dos y quince de la
mañana, y lamentó no poder llamar a nadie y quitarse de encima parte del
peso de una vivencia que lo acoquinaba. Despertar a Elvira para contársela,
sabía de sobra, era una decisión demasiado imprudente. Bien pensado, su
historia sería muy difícil de contar a cualquiera sin importar la hora del día
o de la noche que se escogiera para ello. No quedaba más remedio que
esperar con resignación hasta el amanecer, hasta entonces tendría que lidiar,
sin ayuda, con la angustia que su sueño le había provocado y se sintió solo,
el hombre más solo de la tierra, como si de pronto el pequeño estudio de su
casa hubiese devenido en el único lugar habitado del planeta. Abatido por
su soledad, encendió su computadora, no se le ocurrió otra cosa que hacer, y
transcribió el texto del papel a un archivo que denominó “el sueño”. Luego,
reclinado en el sillón, ya más sereno, mirando fijamente las líneas negras
del monitor dejó que la inercia de su entrenamiento de abogado le asistiera
en la formulación de las interrogantes que le parecieron más pertinentes. Su
pregunta inicial fue por qué había soñado en inglés y no en español, según
sería lo lógico. Examinó la cuestión con detenimiento e hilvanó una serie de
conclusiones que le dejaron satisfecho.
Los sueños en español serían corrientes y lo más factible era que no le
causaran un impacto significativo como para despertarse. No tenía nada de
extraordinario soñar en el idioma de uno, sería como una lluvia de palabras
castellanas que mojarían un océano de palabras castellanas. Más aún, era
posible que lo de soñar cosas como esa en español era algo que le pasaba
con frecuencia y nunca se despertó para darse cuenta. Podía tratarse de una
de esas paradojas que se dan con el hablar y que se citan como explicación
para algunos caprichos del alma: el amante que asegura que no puede
expresar su amor, ni hacerlo, sino en el lenguaje propio; el ofensor que dice
no sentir que efectivamente agravia al prójimo si lo hace en otro idioma; o
el mentiroso que jura no poder mentir en su habla sino en una extranjera.
Los sueños no tendrían por qué ser distintos, son mentiras que el soñador se
cuenta a sí mismo y es muy probable que sean mucho más elaborados e
intensos en una lengua que no es la propia. Lo extraordinario era haber
soñado en inglés y, por esa razón, había recordado las palabras y pudo
escribirlas.
Pero el inglés no era la única lengua extranjera que él hablaba, ¿por qué
no soñó en alemán?, se preguntó, haciendo de fiscal acusador contra su
propia argumentación. Le dedicó a esa lengua cuatro años de estudio y la
practicaba con tanta frecuencia como el inglés gracias a los turistas
alemanes que visitaban la isla, algunos de los cuales terminaban siendo sus
clientes. ¿Por qué no soñó nunca en alemán?, volvió a preguntarse, con el
dedo incisivo sobre la herida abierta en su especulación. El alemán fue el
idioma de sus estudios jurídicos, nunca leyó en ese idioma textos literarios
o que tuvieran algo que ver con lo que había soñado, lo usó como una
herramienta académica para descifrar, con grandes dificultades por cierto,
los pesados conceptos del derecho germánico, le respondió a su contraparte
después de reflexionar por un breve lapso. El inglés, aunque lo había
estudiado menos, lo adquirió más joven y la literatura había sido un
elemento importante en su aprendizaje, agregó. Se había ido a un instituto
de enseñanza en Boston a hacer un curso en el año 69, luego que, a mitad
de su carrera, el gobierno cerrara y ocupara militarmente a la Universidad
Central de Venezuela para poner fin a una ola de disturbios en Caracas. Su
padre lo envió a Nueva Inglaterra con un propósito expreso, que aprendiera
el idioma, y con otro oculto, que se le enfriara la cabeza y se separara de los
grupos izquierdistas que florecían en los claustros universitarios. Pero la
ocupación militar de la universidad y el curso se extendieron bastante más
allá de los seis meses previstos, se quedó dos años en Boston, y, a su
regreso, se preocupaba más por los escritores clásicos ingleses y
norteamericanos que por la revolución socialista.
Evocó la satisfacción que sintió al terminar el primer libro completo
que, como parte de su entrenamiento, había leído en inglés: la autobiografía
de Benjamín Franklin, adaptada para estudiantes que dominaran un
vocabulario de mil palabras. Vinieron luego otros textos, para quienes
manejaran dos mil vocablos, luego tres mil, hasta que leyó, con la ayuda de
un diccionario, una obra literaria completa y auténtica: “Shooting an
elephant”, de George Orwell. Ensayo que conservaba y releía cada cierto
tiempo, por su calidad y, tal vez más, como un tributo a sus añoranzas de
aquellos tiempos en que fuera tan feliz. Se refería a esa historia así, en
inglés, porque nunca pudo encontrar una expresión española que tradujera
la idea exacta que, según interpretaba, contenía el título. “Dispararle a un
elefante”, la traducción literal, le parecía insuficiente porque para él la
cuestión no se limitaba a dispararle al animal sino a dispararle y matarle en
la forma como Orwell lo narra y como tal vez tuvo la desdicha de hacer.
Otra traducción obvia, “Matar un elefante”, reducía el título al desenlace del
episodio y dejaba afuera la enorme simbología implícita en la acción de
disparar de la manera como Orwell lo narra y como tal vez tuvo la desdicha
de hacer, una vez, en Birmania, en 1936. “I watched him beating his bunch
of grass against his knees, with that preoccupied grandmotherly air that
elephants have. It seemed to me that it would be murder to shoot him”[1].
Las líneas por las que consideraba imborrable el ensayo de Orwell, vinieron
a su memoria, sin hacer esfuerzo alguno, y Benítez por poco pone fin a su
propósito de no perturbar el sueño de su mujer con un sonoro “eureka”.
La repentina y fluida evocación del texto de Orwell le abrió los ojos a
una hipótesis explicativa de su sueño que le hizo sentir el alivio que
buscaba: en alguna oportunidad no muy remota habría leído las líneas de lo
que soñó y, por uno de esos complejos mecanismos de la psique, las grabó
sin tener conciencia de lo que hacía. Las palabras estaban allí, flotando en
alguna parte de su masa encefálica, y pudo rescatarlas durante el sueño así
como, despierto y sin proponérselo, acababa de hacer con las frases de
Orwell, quizás el fenómeno podía repetirse durante el sueño. Nunca había
leído a Freud y estaban muy lejanas las precarias lecciones de psicología
general de la secundaria, pero creía haber escuchado o leído que esos
fenómenos se daban. Sabía de gente que aseguraba soñar con los números
que iban a salir en la lotería y eran tan convincentes que incluso le cobraban
a otros jugadores por darles la información. Hablaba inglés y era aficionado
a leer autores de esa lengua, nada de particular tendría que soñara con algún
texto que hubiese leído en el pasado. Esa era la explicación, se dijo
satisfecho, y si alguien hubiera podido verlo hablar y sonreírse a solas a esa
hora de la madrugada, habría pensado que José Alberto Benítez, hijo, estaba
perdiendo la cordura. Convencido por ese razonamiento y algo agotado por
su desvelo, decidió volver a su cuarto guardando el mismo cuidado con el
que había salido. Elvira respiraba con el compás relajado de quien duerme
profundamente y Benítez se acostó a su lado casi sin esperanzas de volver a
hacerlo.
Yacía boca arriba, con las manos cruzadas debajo de la cabeza y los ojos
cerrados, como si pudiera con eso poner alguna barrera física a la resaca
mental que, no obstante la hipótesis consistente que había elaborado, lo
agitaba. ¿De quién eran esas líneas?, se preguntaba. Su última lectura en
idioma inglés había sido una antología de reportajes de Norman Mailer que
compró a un buhonero en un viaje a Caracas. De eso hacía dos semanas y
consideró que estaba dentro del lapso adecuado para retener congeladas en
su inconsciente las frases reproducidas en su sueño. Sin embargo, haciendo
un corte un poco más profundo en su análisis, no encontró similitudes entre
la prosa periodística de esos textos de Mailer y el texto poético que había
soñado. Tendría que tratarse de una lectura más vieja que esa y, antes que
los reportajes de Mailer, había hecho varias pero eran demasiado aleatorias
y le resultaría imposible establecerles un orden cronológico. Poseía el
cuestionable vicio de leer y releer por segmentos las obras de sus autores
favoritos y saltar de uno a otro de acuerdo con su estado de ánimo o según
se tropezara los libros en la quincallería sin anaqueles que era su estudio.
En el curso del año previo había leído numerosos fragmentos de autores de
habla inglesa tan diversos que sería imposible tener alguna certeza en
cuanto a la prelación de esas lecturas. Práctica que dificultaba grandemente
la posibilidad de dar con el autor de las frases de su sueño, que igual podían
venir de Scott Fitzgerald o de Faulkner, de Conrad o de Kipling, de
Melville o de Truman Capote, de Somerset Maugham y hasta de
Shakespeare, en fin, podrían ser de cualquiera entre muchos y, aunque
algunas lecturas no eran tan recientes como la de Mailer, había que
considerar que se trataba de repasos y que se sabía de memoria frases más o
menos largas de muchas de ellas. Quedaba otro aspecto sin examinar; la voz
que le había hablado. Una voz de la que no tenía memoria, que pronunciaba
las palabras con cuidadosa serenidad y le hizo sentir tan tranquilo que si
hubiese estado despierto se habría dormido escuchándola. ¿De quién era esa
voz?, ¿De dónde sacó ese sueño?, se repetía. Atrapado por la frustración y
el cansancio, se cubrió la cara con la cobija y se quedó inmóvil, respirando
su propia respiración, sin respuestas, solo, de nuevo el hombre más solo de
toda la tierra.
Debajo de la sábana, el tiempo degeneró en otra dimensión; Benítez
perdió la noción de su transcurrir y supuso que serían cerca de las siete de
la mañana cuando sintió a Elvira levantarse y entrar al baño. Luego la
escuchó salir –seguramente fue en ese momento que ella lo vio acobijado
de pies a cabeza– y preguntarle si los zancudos le estaban molestando.
Musitó un sí que exudaba hastío y ella, por toda respuesta, encendió el
ventilador del techo antes de abandonar la habitación. Tras una tregua
marcada por el rotar monótono de las aspas, percibió una nota molesta y
creciente en los ruidos que venían de la cocina que asoció con el malestar
de su mujer al final de cada quincena, por lo que decidió levantarse de la
cama para no empeorar las cosas. Durante su enclaustramiento bajo la
cobija había elaborado otra hipótesis: su sueño pudo venir del cine y no de
la literatura, lo soñado era una memoria sonora no un texto escrito, lo cual
explicaba lo de la voz extraña. Podía ser un segmento de alguna de las
películas que vio en las semanas anteriores: iba con Elvira al cine los fines
de semana o alquilaban algún video si la cartelera estaba floja, y, por un
fenómeno de la especie del que supuso para la lectura, un fragmento se le
habría quedado en la memoria. Sí, tendría que ser eso, un filme cuya
trama no retuvo pero del que algún parlamento, como un archivo
extraviado en una computadora, se quedó grabado en su cerebro y pudo
evocarlo durante el sueño. No sería tampoco algo demasiado
extraordinario, se sabía de memoria líneas de algunas de sus películas
favoritas. “Of all the gin joints in all the towns of all the world, she runs
into mine”[2], recitó en una floja imitación de Bogart. El espejo, que fue
todo su público, le devolvió una cara gris, con los relieves de la mala
noche tan marcados en la cara que cualquiera los habría confundido con
las manifestaciones de una enfermedad subterránea. Con la esperanza de
salvar algo de un día que el surrealismo había ganado mucho antes de que
comenzara, intentó una nueva actuación: pronunció más el sesgo de la
cabeza, dejó caer un poco más los párpados y con el mango de la
afeitadora desechable apretado entre los labios en lugar del mítico
cigarrillo masculló: “I remember every detail. The Germans wore gray
and you wore blue”[3], con rabia vieja, con el despecho por la traición de
Ingrid Bergman brotándole a borbotones por los ojos. Satisfecho con su
papel, el Benítez de Casablanca se metió a la ducha sin darse por enterado
de la mueca, entre lastimera y burlona, con la que lo despidió el Benítez
del espejo.
En el desayuno, no obstante que el adusto mutismo de Elvira
evidenciaba el mal genio cíclico que la atacaba siempre que el final de la
quincena les ponía un torniquete en el cuello, quiso compartir con ella su
prodigiosa experiencia.
- Esta madrugada me pasó una cosa de esas que cuesta creer – le dijo y
buscó en el bolsillo de la camisa el papel en el que había escrito las
misteriosas palabras.
- ¿Sí? ¿Qué te pasó?
- Soñé en inglés
- No me digas.
A Benítez se le derrumbó la poca confianza que había logrado reunir
para referirle la historia. La acritud y marcada ironía de sus respuestas
auguraban un estallido de quejas que además de contrariar sus emociones
segaba las expectativas que se había hecho respecto a la atención que ella le
prestaría. Prefirió devolver al bolsillo el papel con el que pensaba romper el
hielo del encuentro mañanero y trató de liquidar el tema banalizando sus
propios comentarios.
- Sí, qué raro, ¿no? – susurró sin despegar los ojos de la página roja de
un número viejo del diario local.
- Rarísimo pero como sigan así las cosas y a esta casa no entre dinero,
vamos a terminar los dos soñando en chino –respondió Elvira dando rienda
suelta a su bilis, a la recurrente amargura que la atacaba cuando faltaban
algunos días para que el término de la quincena le reportara su magro
salario de profesora de secundaria.
 
IV
 
 
José Alberto Benítez dejó su automóvil frente a la Casa Parroquial y
caminó hacia los bancos de la plaza Bolívar donde, desde los comienzos de
la tarde hasta diluirse al ritmo dilatado con el que las sombras de la noche
caen sobre La Asunción, se reunía la tertulia que reciclaba temas
interminables. Saludó con un movimiento de la mano y se sentó en silencio
en el lugar más próximo que encontró vacío para no perturbar al maestro
Presente Bermúdez, en una de sus intervenciones pontificias:
- Colón ni siquiera se dignó a desembarcar en esta isla. Pasó por aquí en
su tercer viaje y se conformó con anotar las coordenadas en su bitácora. Por
esa falta de disposición el nombre de Margarita no quedó inscrito en los
anales de la historia universal y nosotros somos tan bolsas que en 1998
hasta conmemoramos el quinto centenario de ese desprecio – decía.
Presente Bermúdez era el miembro más viejo del grupo y a esa
condición sumaba otra que acentuaba su preeminencia sobre el resto de los
contertulios: ejerció de maestro en La Asunción a lo largo de cuarenta años
y había tenido sentados en sus clases a todos los que allí estaban. Sus
juicios eran lapidarios e inmodificables y su cosmos estaba dividido en dos
pedazos, uno enorme, Margarita, y otro mucho más pequeño, al que se
refería como “afuera”. Visión peculiar dinamizada por un resentimiento
histórico arraigado en la firme creencia de que “afuera”, aparte de ser la
fuente de los males pasados, presentes y futuros, ignoraba a la isla y no le
había dado el reconocimiento que ésta se merecía. Era fama que el maestro
Bermúdez, después de regresar de “afuera” con su título de maestro
normalista, nunca había vuelto a salir del territorio insular y, en el último
lustro, según se ufanaba, ni siquiera de La Asunción. Benítez tenía muy
vivas en la mente sus clases de cuarto grado, llenas de adjetivos épicos para
describir la gesta de la independencia de Margarita y exaltar a los héroes
que la habían conquistado. “Los margariteños lucharon con gran valor y
ganaron para esta tierra el nombre de Nueva Esparta. Somos hijos de
aquellos varones, hombres valientes, auténticos espartanos. Ustedes son los
llamados a recoger esas banderas y a levantar de nuevo el honor de esta
patria”. Conceptos que a Benítez, el niño, le entusiasmaban mucho porque
era fantástico pensar que había nacido en el mejor lugar de la tierra y que,
por derecho sucesoral, contaba también con el valor suicida de los soldados
espartanos que veía en las películas monumentales del matiné. Pero eso fue
cuarenta años antes y, a la fecha, Benítez había recorrido muchos caminos y
había dado rienda suelta a su cobardía en demasiadas batallas, en las que, si
de veras hubiese sido como los guerreros de la antigua Esparta, debió morir.
Razón por la que, al Benítez cincuentón, las arengas del maestro Presente
Bermúdez sólo le producían un tedio discreto y respetuoso, nada más.
- Así comenzó la cosa con esta isla y así ha seguido hasta el presente.
No se hagan ustedes la ilusión de que afuera al hablar del Caribe hablan de
nosotros. Qué va, piensan en Cuba, en Puerto Rico y en Martinica pero no
en esta isla. Por muchas razones no lo hacen y es que hasta la geografía
conspiró contra nosotros – dijo para cerrar.
- ¿Cómo es eso que la geografía conspiró contra nosotros, maestro? –
preguntó alguno.
- Revisa el mapa – le sugirió. – Las islas de Barlovento son como una
ristra de chorizos, en media luna, que empieza en el noreste y termina en el
sudeste – explicó mientras hacía gráficas sus palabras esbozando un arco
con su mano derecha – y separan al mar Caribe del océano Atlántico.
Bueno, nosotros somos el último chorizo de esa ristra. Estamos tan abajo
que casi no somos Caribe.
Benítez, desde la escuela, sabía que el maestro Presente echaba mano a
imágenes como esa para facilitar la comprensión de sus enseñanzas y con
igual desparpajo al que tuvo ahora para convertir en chorizos a las islas
caribeñas de barlovento, lo había visto transformar en volcanes a las
cazuelas tapadas de un fogón y asimilar la jalea de mango al magma
incandescente para explicar la formación de la Tierra. El maestro era muy
dado a asociaciones fijas de vocablos y jamás usaba el nombre magma sin
el adjetivo incandescente. Benítez tampoco, porque a él y a sus
condiscípulos se les había grabado de modo indeleble ése y otros
automatismos idiomáticos del maestro Presente: “Génova, ciudad de Italia”,
“crueles conquistadores”, “valerosos patriotas”. La otra gran habilidad
pedagógica del maestro Bermúdez había sido el dibujo. Armado de tizas de
colores y un borrador, reproducía con precisión geodésica los mapas de los
continentes y hacía asimilables los enredos de la anatomía y fisiología del
cuerpo humano. Benítez diría que aquellas fueron sus mejores horas y le
resultaba difícil reencarnar en este anciano hablador, de anteojos redondos
con montura gruesa y fórmula vencida, tocado desde su jubilación con una
gorra escocesa de lino crudo como las que usaba Rolando Laserie, a aquel
maestro sin edad, impecable en su vestimenta, que se distinguía de los otros
porque usaba corbatas y camisas mangalarga aunque hiciera calor, era duro
o magnánimo, según tocara, y porque nunca faltaba a clases.
Reinaldo Malaver, licenciado en historia, profesor de secundaria,
intervino para contradecir los comentarios de su antiguo maestro. El asunto
era al revés, la posición geográfica de la isla era una bendición. Situada más
al Norte, Margarita estaría en la ruta de los huracanes y cada año viviría en
la zozobra de esa lotería de la naturaleza, afirmó. Si Colón hubiese
desembarcado allí seguro habría hecho lo que hizo en otras islas donde sí
tocó tierra: buscar oro, cogerse a algunas indias y llevarse a los maridos
como trofeos a la corte de España, aseguró. Lope de Aguirre, para citar a
uno de los que no nos ignoraron, desembarcó aquí en 1561 y su estadía fue
tan terrible que pasados cuatro siglos todavía les metían miedo a los niños
con la posibilidad de su retorno, maestro. Otro que tampoco nos ignoró fue
el mariscal Pablo Morillo, Conde de Cartagena y Pacificador de América.
Pasó por aquí en 1815 y como al parecer no hizo mucho daño, regresó en
1817 y la dejó en ruinas. Lo de la Laguna de los Mártires no es un cuento
que recitan los carajitos de Juangriego para sacarles algo de dinero a los
turistas, fue históricamente cierto que allí pasaron a sable a centenares de
margariteños, quinientos para ser exactos, añadió. En el presente, tampoco
la ignoraron los turistas nacionales y extranjeros que en tres décadas
acabaron con su identidad, con sus lugares naturales y la transformaron en
una inmensa tienda libre de impuestos, se quejó.
Las acotaciones de Reinaldo Malaver desviaron la tertulia hacia una
sucesión de comentarios elegíacos, auténticos lamentos, que evocaban a esa
otra isla de la que quedan muy pocos rincones y sobreviven muy pocas
almas. Aquella Atlándida del Caribe, buena y solidaria, que el mar nunca se
tragaría porque el progreso se le había adelantado y ganado la partida.
Benítez nada comentó, pero ante la atmósfera que se apoderó de la tertulia,
sin darse cuenta, se puso a repasar un episodio de su infancia que venía a su
memoria cada vez que caía en el agujero del sentimentalismo isleño: una
caminata, tomado de la mano de su padre, bajo un sol que brillaba sin
abrasar, por la playa de El Morro a finales de la década del cincuenta. Él
tendría unos ocho años y más que de la soledad virginal de aquel mar, de la
brisa tibia en la cara, de la arena blanquísima que ese día nadie aparte de
ellos había pisado, del agua transparente y del contraste del cielo azul añil
con el verde de los manglares, tenía una memoria firme del calor dulce que
le trasmitía la mano de su padre y de la frase que entonces le dijo: “Así
caminaba Colón con su hijo Diego”. Habían pasado la mañana en el mar y
junto con su madre caminaban de regreso al lugar donde los esperaba el
viejo Chevrolet de la familia. Si de nostalgia se trataba, ese pasaje
irrepetible resumía todas las suyas: sus padres estaban muertos y las
avenidas, condominios, hoteles, restaurantes, marinas y yates borraron
cualquier vestigio de aquel viejo lugar. Su melancólica reminiscencia era lo
único que quedaba de ese paraíso donde él fue tan feliz como seguramente
lo fue Diego cuando su padre lo llevaba de la mano.
- Yo no siento que a nosotros nos ignoren ni siento estar separado del
resto de la humanidad por ser de aquí. Yo me comunico con gente de todas
partes y me consta que muchos saben dónde queda esta isla, pero si algunos
no lo saben a mí eso no me importa porque siento que aun ignorándonos
pertenecemos a algo muy grande – dijo Aquilino Noriega rescatando a
Benítez de su memoranza. Aquilino era el telegrafista prejubilado de la
ciudad, hacía más de un lustro que esperaba el retiro, y dedicaba a la
radioafición las horas muertas que le dejó la gavilla de la desidia
gubernamental y el desarrollo tecnológico. El domingo anterior había
entrado en contacto con un argentino que iba con su familia en el coche,
como le dicen allá a los carros, a una estancia en la provincia de Buenos
Aires a comerse un cordero asado, contó Aquilino. El buen hombre había
oído hablar de Margarita y le preguntó cómo eran las playas y si era cierto
que el mar era azul y no gris. Y él le dijo que sí, que era azul, pero que
como estaban en temporada de vientos, al mar le salían motas de espuma y
que si quería verlo completamente azul, tenía que venir en agosto, cuando
se calmaban los alisios y el mar se ponía como un plato. Aquilino le
preguntó por la pampa y el argentino le dijo que casualmente iba por una
carretera que atravesaba una parte de ella, que la pampa era plana, verde y
que la vista no alcanzaba para ver su final. Que el otoño comenzaba y
estaba soplando un viento frío con olor a lluvia y a eucaliptos, que la pampa
estaba llena de ellos, que eran enormes, como barcos de vela en el mar. Y
así hablaron, hasta que el argentino llegó al lugar donde iban a comerse el
cordero, Verónica, creía recordar que era el nombre. Se despidieron y
quedaron en volver a hablar el siguiente domingo.
- A lo mejor es por mi oficio o mi afición pero he aprendido que eso que
llamamos el mundo ni siquiera es geográfico, es otra cosa – dijo, sin
atreverse a definir.
- Es humano, Aquilino. Es humano y como tal puede ser miserable un
día y solidario el otro – complementó Pedro Boada, el psiquiatra sin título
que tenía su consultorio a una cuadra de la plaza. Para fundamentar su
afirmación comenzó a narrar un episodio de su pasantía en la antigua Unión
Soviética que Benítez conocía bien pero que no se cansaba de escuchar. En
1969, el partido comunista de Venezuela culminaba el proceso de división,
que se inició con el Mayo Francés y la invasión de Checoslovaquia, y un
comisario del partido viajó a Moscú para obtener la firma de los camaradas
universitarios venezolanos en respaldo a un documento que condenaba a los
líderes revisionistas. Pero la mayoría de los estudiantes, incluido Pedro,
quien ya había cumplido con los requisitos académicos y sólo esperaba por
el certificado de su ya aprobada disertación doctoral, estaba con los
cuestionadores y se negó a hacerlo. La consecuencia fue terrible: el
gobierno soviético, sin hacer excepciones y según la lista que enviaron los
bolcheviques venezolanos, les canceló las becas de estudio y les ordenó
abandonar la universidad y el territorio de la Unión Soviética en un plazo
perentorio. No obstante, dando muestras de mucha valentía y pocos sesos,
se atrincheraron en la residencia estudiantil con el propósito de resistir hasta
que la medida fuese reconsiderada por el PCUS, recordó Pedro con
indulgente jocosidad. Pasadas cuarenta y ocho horas, brigadas de choque de
la juventud comunista los desalojaron a golpes y porrazos y los condujeron
directamente a un aeropuerto militar donde los hicieron abordar un avión
cuyo destino ignoraban. En la escalerilla, Pedro se quitó el gorro y el
abrigo, se los arrojó a los brigadistas, “Ahí les dejo su mierda”, refirió que
les había gritado, y su voz aún conservaba parte de aquella rabia. El jefe de
los komsomoles, un ruso que medía como dos metros, recogió de la pista
ambas piezas, subió la escalerilla y se las devolvió diciéndole: “Tovarich,
por favor, consérvelas. En Berlín podrían estar a la intemperie y las va a
necesitar”. Pero lo que más le impresionó fue su mirada. En ella vio que el
brigadista komsomol entendía su frustración y la compartía, que la derrota
de los jóvenes comunistas venezolanos era la suya, que lo era, evocó Pedro
con una expresión que Benítez asimiló a aquella que habría puesto,
impotente, en la escalerilla de aquel avión. En Berlín, en efecto, les tuvieron
confinados por dos días en un hangar descubierto de un aeropuerto militar a
la espera de un incierto vuelo que los pusiera en camino a Venezuela y
Pedro hubiera deseado ver de nuevo al brigadista para darle las gracias por
el gesto solidario que, en medio de aquella canallada, lo salvó de helarse.
- Yo comparto esa idea, creo que la dimensión humana contiene a
cualquier otra, sea geográfica o cultural – acotó Víctor Lárez, el odontólogo
que cerraba su consultorio a la hora de abrirse la tertulia y era uno de sus
animadores más consecuentes. Se sentaba todos los días en el extremo
derecho del banco que daba el frente a la calle y encendía un cigarrillo tras
otro, en silenciosa venganza por su abstinencia forzada durante la consulta.
Echó una bocanada y apagó la colilla del que fumaba antes de comenzar a
hablar de Mike, el norteamericano miembro del Cuerpo de Paz que dio
clases de deportes en el liceo y entrenaba el equipo de baloncesto del cual
Víctor había sido estrella. Michael Theodore Scheiblum era su nombre
completo, precisó. Se había marchado en 1965, mientras él estudiaba quinto
año; les dijo que tenía que presentarse al ejército de su país para ir a
Vietnam y que, al cumplir con su servicio, regresaría para quedarse a vivir
en La Asunción, porque le gustaba mucho, recordó que había prometido
Mike. Pasados unos meses, se corrió el rumor de que lo habían matado pero
esa noticia nunca se confirmó. Pasaron los dieciocho meses de servicio y
Mike no regresó. Terminó la guerra y Mike tampoco regresó. Sus amigos de
Margarita, sin embargo, prefirieron creer que el entrenador había cambiado
de opinión y que se había ido a vivir al pequeño pueblo de Kansas donde
nació y del que hablaba a cada rato. En el año noventa, Víctor fue a
Washington a un congreso internacional de odontólogos y visitó el
monumento a los caídos en Vietnam, un muro angular de mármol negro,
largo y metido en la tierra que tiene los nombres de los estadounidenses que
murieron en ese conflicto, describió Víctor. Si era cierto que Mike había
muerto en Vietnam, su nombre debía estar allí en alguna parte. Leyó la lista
de los muertos en 1965 y no lo encontró. Pero el alivio no le duró mucho
porque en el panel del 66, poco más abajo de su mitad, estaba: Michael T.
Scheiblum, Mike para sus amigos. No se fue a su pueblo de Kansas, a Mike
lo habían matado en quién sabía qué aldea vietnamita, y por eso no regresó,
relató Víctor y su pesar era evidente. El triángulo Kansas, Margarita,
Vietnam era una figura geométrica impensable, con unos vértices fuera de
cualquier lógica, pero Mike era un vínculo humano y mágico que los unía.
Víctor contó que le habría gustado saber cuál era ese pueblo de Kansas y
poder ir hasta allá y encontrar a los padres de Mike para decirles que había
conocido a su hijo, a Mike, al que mataron en una aldea perdida en Vietnam
y que en Margarita había sido su entrenador de baloncesto. Que parte de
Mike se había quedado a vivir para siempre en La Asunción, donde aún
tenía amigos.
Otros contertulios añadieron rasgos y episodios que colocaban a Mike, el
entrenador de Kansas, en el mausoleo de forasteros egregios de La Asunción.
Allí tenía un monumento legítimo junto a los prófugos franceses evadidos de
Cayena, llegados a comienzos del siglo XX, que eran músicos,
desempeñaban con maestría insuperable los oficios conocidos y otros que allí
aún se ignoraban, y que cuando fueron deportados a Francia para que los
encerraran de nuevo, la gente se vistió de luto; al lado del doctor Kleiber, el
médico alemán que llegó al terminar la Segunda Guerra, que curaba las
enfermedades que aquí ni siquiera se sabía que tenían cura y que cada
mañana, hasta el día de su muerte, se bebía en dos tragos una botella de ron
Carmen Pastora; muy cerca del padre Agustín, cura carmelita y simpatizante
de la Falange española, párroco que a lo largo de media centuria obligó a La
Asunción a rendir culto a un dios hecho a su imagen y semejanza. Benítez
nada añadió sobre lo dicho porque sus memorias de Mike carecían de
contenido: no había sido su alumno en Educación Física ni lo
suficientemente bueno en ninguna disciplina deportiva para tenerlo de
entrenador. Ni siquiera alcanzó a intercambiar palabras con él pero no lo
olvidaría porque fue el primer gringo que vio de carne y hueso y no en las
películas o en las fotos de la revista Life en español; porque vivía en un
apartamento en el piso alto del cine y ese hecho despertaba su envidia
infantil pues daba por sentado que, como habría hecho él, Mike vería gratis
las funciones por cualquier agujero abierto en la pared y también porque su
recuerdo estaba unido al del inolvidable tío Emeterio, antinorteamericano
indomable, quien decía que Mike no era parte de ningún Cuerpo de Paz ni un
carajo, que era un marine y que en alguna de las habitaciones de ese
apartamento tenía su armamento, su casco y pertrechos suficientes para
jodernos a todos.
Eduardo Salazar, Lalo para los amigos, comerciante, dueño de una
tienda de electrodomésticos importados, es uno de esos tipos que no pisa
ningún callo y le cae bien a todas las personas que encuentra a su paso. De
joven acompañaba a Benítez y a los demás comprometidos con la
revolución a las reuniones de la célula de la juventud comunista. Ellos se
aprendían los clichés marxistas encapsulados en los cuadernos de
propaganda del partido, leían hasta el desgaste las revistas “Bohemia” o
“China Reconstruye” que llegaban a ellos manidas ya por otros
revolucionarios temporeros, atendían a reuniones con estudiantes
universitarios o dirigentes venidos de Caracas y se enfrascaban en debates
supuestamente ideológicos que Lalo seguía con un cigarrillo de
contrabando en una mano y un radiecito portátil en la otra, asintiendo, con
mudez militante, ante cada afirmación dialéctica.
- Yo creo que el maestro tiene razón al decir que nos han ignorado pero
reconozco que a veces pasan cosas que te hacen pensar que la Tierra es una
sola y que nosotros sí somos parte de ella – dijo apegado a su tendencia
congénita de tratar de conciliar los extremos. – ¿Ustedes se acuerdan del
año en el que los Beatles sacaron el disco del Sargento Pimienta? preguntó
a continuación sin que nadie alcanzara a saber qué tenía que ver eso con lo
que estaban hablando, en particular, el maestro Bermúdez, quien
rápidamente le apuntó que él no sabía nada de los Beatles ni de sus discos.
Lalo no se inmutó y, aunque el maestro no disimuló el desagrado que le
causaba el tema, contó que cuando “El Sargento Pimienta y su Banda de
Corazones Solitarios” sacudía al planeta, él y otros beatlemaníacos de La
Asunción habían leído en los periódicos y revistas sobre el nuevo álbum,
sabían todo lo que había que saber de esa obra discográfica monumental, de
las piezas revolucionarias que tenía, de los personajes retratados en la
carátula ahora legendaria y, sin embargo, no habían logrado escuchar ni una
sola de sus canciones. La televisión no había llegado a la isla y en la única
estación de radio de entonces, que se anunciaba como la más potente del
oriente, no ponían esa música ni tampoco en las emisoras de tierra firme
que podían captar con su radiecito portátil. Con meses de atraso, lograron
escuchar al Sargento en una copia que trajo uno de los amigos que estaba en
la universidad, en Caracas, se lamentó.
Lalo refirió entonces que había estado en Nueva York en 1997 y un día
que pasaba por Times Square vio que en una de sus esquinas estaban
reunidas unas dos mil personas. Había cámaras y una parafernalia de
equipos filmando a aquella masa de gente que tenía como fondo musical los
inolvidables compases del Sargento Pimienta, amplificados a través de unos
parlantes muy potentes colocados en unas torres de metal. Al principio
creyó que se trataba de la filmación de una película, pero, al acercarse, se
enteró que celebraban los treinta años del lanzamiento del álbum
discográfico del siglo. Algunos de los asistentes vestían casacas como las
que usaban los Beatles en la carátula y coreaban las canciones con la
intensidad de aquellos días. Dejó para otro momento la visita a un
distribuidor de aparatos eléctricos y se quedó allí sumado a la celebración.
De pronto era otra vez 1967, mejor dicho, como él había soñado que había
sido 1967, y se sentía tan lleno de vida, tan inocente y optimista como
entonces. Cantaba cada una de las canciones, cuyas letras aparecían en una
pantalla electrónica, sin saber qué significaban, pero a nadie le importaba
un carajo, peace and love era otra vez la nota. Le compró a un negro
dominicano una casaca como la que llevaba Harrison y se confundió con la
gente variopinta venida de todas partes del planeta, con la que se abrazó y
bailó sin poder siquiera decirles cómo se llamaba, de dónde venía ni que
había tenido que esperar treinta años para esa vaina, brother. Al día
siguiente en el hotel, en medio de una resaca alucinógena que no
experimentaba desde un festival de rock que hicieron en playa Los Cocos,
en el litoral guaireño, en 1971, vio los reportajes que hicieron las cadenas
de televisión de Nueva York y se dio cuenta de que ese día él había sido
parte de la historia, justo lo contrario de todas las frustraciones de 1967 en
La Asunción. Más importante, sintió que nada lo separaba de los
norteamericanos, europeos, chinos, japoneses, africanos y demás
latinoamericanos que estaban allí, cantando con los Beatles, con una
pequeña ayuda de mis amigos, como amigos verdaderos, en una celebración
de la humanidad, aseveró para terminar.
Sin darse cuenta y a contrapelo de su natural talante conciliatorio, Lalo
provocó una conmoción en el ánimo de la tertulia que se prolongaría hasta
su disolución. Reinaldo Malaver fue quien inició las críticas a la moraleja
del relato: la catalogó de terrible, pues la síntesis lógica era que en efecto la
humanidad sería una sola, pero que para ser parte de ella había que irse a
Times Square o a cualquier otro lugar muchos grados al Norte. El maestro
Presente, repentinamente interesado en el tema, dijo que eso era lo que él
venía sosteniendo desde hacía décadas y que la historia de Lalo le daba la
razón. Pedro Boada, por su parte, se explayó en una larga exposición sobre
la manera individualista como Lalo, quien no volvió a abrir la boca y se
conformaba con asentir a cada comentario, había resuelto su alienación,
pero que ése era el drama de nuestra sociedad: la incapacidad para resolver
los problemas de naturaleza colectiva. Que los margariteños podían ser
solidarios como individuos pero que, como sociedad, no habían encontrado
el método para serlo y por eso históricamente habían emigrado. Que allí
estaban los niños sin escuela, los ancianos, sin pensiones y sin cuidados, de
mendigos. Que eso era lo relevante. Que él había transitado por el
comunismo buscando una solución para esa vaina y que desde 1968 estaba
seguro de que por ahí no era la cosa, pero que asimismo estaba convencido
de que ni de vaina sería por el lado que sugería la historia de su amigo
rockero.
El sol había rebasado las montañas del oeste y la sombra lenta del
anochecer comenzó a descender sobre la plaza. La tertulia agonizaba y
Benítez no había dicho una sola palabra. El maestro Presente Bermúdez se
sintió obligado a preguntarle si él, tan viajado, no tenía una anécdota que
demostrara su conexión con el resto del globo y la solidaridad con los
demás hombres.
- Esta mañana tuve un sueño donde me hablaban en inglés. ¿Puede
imaginarse algo más mundial? Pero eso no es un tema de tertulia sino de
psiquiatría y por eso le pedí a Pedro que se quede conmigo para hablar de
ese problema.
Los faroles de la plaza se encendieron y la tertulia se diluyó entre las
risas que provocó lo que todos entendieron había sido una salida ingeniosa
del abogado Benítez.
 
 
 
V
 
 
Pedro Boada, el amigo de cabecera de Benítez, se formó como psiquiatra
en la universidad de Moscú pero no podía ejercer abiertamente su
especialidad porque, a raíz de su expulsión en 1969 y a pesar de las
innumerables solicitudes que hizo a través de la embajada en Caracas, las
autoridades académicas de la Unión Soviética nunca le entregaron el título.
En los noventa, con la apertura política, no reunió la paciencia necesaria para
someterse a una nueva tanda de trámites y antesalas en la sección cultural de
la delegación diplomática rusa donde, como ya había sucedido en otros
derrumbes históricos, lo esperarían los ex funcionarios comunistas devenidos
ahora en furibundos demócratas, con los mismos procedimientos de otrora.
Por lo demás, ya era innecesario reclamarlo porque en La Asunción no
trabajaba ningún otro psiquiatra y había llegado a un acuerdo tácito con el
Colegio Médico que le permitía realizar consultas con la condición de que no
se anunciara formalmente como especialista en psiquiatría. Benítez lo
consideraba la persona más culta de la isla. Era un lector furioso,
indiscriminado, leía las cosas comunes y las más extravagantes, y su
curiosidad no tenía límites. En la tertulia era frecuente verlo pasar, sin el
menor esfuerzo, de una disertación sobre el aparato del terror de Robespierre,
a otra, donde explicaba cómo Eddy Merckx hacía uso de los cambios de los
piñones de la bicicleta para aumentar su rendimiento en las cuestas más
empinadas del Tour de Francia y por qué. Había en él tanta sabiduría que las
muy contadas veces que ignoraba un tema, sus especulaciones eran de tal
solidez que eran preferibles a la verdad.
Leyó en silencio el párrafo que le había dado Benítez, luego en voz alta,
como quien declama, oración por oración, antes de dejarlo a un lado sobre
el banco en el que permanecieron sentados al final de la tertulia, y
preguntarle, sin poder ocultar su admiración, si lo había escrito él.
- No, no lo escribí yo. Lo soñé – contestó Benítez y procedió a hacerle
un recuento de su despertar esa madrugada.
- ¡Coño!
- ¿Tú crees que eso es normal o es que me estoy volviendo loco? –
preguntó Benítez con un tono ligero que no obstante develaba
preocupación.
Pedro Boada le tranquilizó haciéndole una larga exposición de casos de
personas que decían haber soñado con textos extensos sin haberlos leído o
escuchado antes y, en específico, de un individuo que, sin ser matemático ni
saber siquiera qué hacía, un día se despertó, tomó papel y lápiz y resolvió el
teorema de Kühnemann, una vieja inquisición de las matemáticas, un
auténtico quebradero de cabeza donde habían fracasado matemáticos
brillantísimos.
- Yo pensé que pudo ser algo tomado de una película. Por alguna razón
desconocida, el texto se me grabó en la cabeza y, semanas después, lo soñé.
Tú sabrás si eso puede o no ser posible – comentó Benítez.
Pedro Boada tomó de nuevo el papel, releyó el texto y le dijo a Benítez
que podía ser pero que, a su juicio, el lenguaje era muy elaborado, con
demasiada poesía, precisó, para provenir de Hollywood, que habría que
pensar más bien en un texto literario. Benítez le señaló que ésa había sido
una de sus hipótesis al principio pero que la había desechado porque no
encontraba una explicación para lo de la voz, que por eso pensó en el cine.
- La del sueño era una voz muy suave y diría que tenía un acento
extraño – le explicó a su amigo.
- ¿Extraño o extranjero?
- No sabría decirte, extraño o, a lo mejor, las dos cosas.
- Bueno, puede que haya sido en el cine, pero te reitero que debió ser
una película muy poética porque este lenguaje no es común en el cine de
estos años. Salvo esa observación, es perfectamente posible que algo así te
haya ocurrido en una película subtitulada. Como tú hablas otros idiomas, tu
cerebro, por lo menos en materia de lenguaje, funciona en tres pistas. Pudo
ser que en el consciente registraras los títulos en español, porque es lo más
fácil y porque nosotros estamos condicionados para leerlos, y en el
subconsciente, sin percatarte, grabaste los parlamentos en inglés. Es
probable que un pasaje de la película te impresionara mucho más de lo que
podías apreciar conscientemente y, pasado un período, no sabemos cuán
largo, lo evocaste durante el sueño. Esa no es una conducta anormal o
patológica, aunque debo advertirte que tales fenómenos se dan con mayor
incidencia si la persona está sujeta a un fuerte estrés, en esos casos, el
organismo, el sistema nervioso, reacciona haciendo esas piruetas mentales.
Hace poco días conversé con un paciente, me reservo el nombre, por
supuesto, que está tan estresado que por las noches escucha la alarma de su
carro, sin que en realidad haya sonado, y sale a la calle convencido de que
se lo están robando.
- ¿Y cuán largo pudo ser ese sueño para que lo recordara tan
nítidamente?
- Quién sabe, pudo ser largo, lo que te tome leer el párrafo una o más
veces, o pudo ser un instante, como el abrir y cerrar del obturador de una
cámara fotográfica, que te dejó una impresión que a nivel del consciente
parece más larga. Para que tengas un sueño como el que tuviste, y lo
recuerdes, tienen que darse algunas coincidencias temporales: te despiertas
justo en el intervalo en el que, para seguir con el ejemplo anterior, el
obturador de la cámara está abierto y, como en las fotografías, la imagen
onírica se te imprime en el consciente. Pero su permanencia tiende a
desintegrarse con rapidez, como si las fotos las revelaras sin fijador. Si en
lugar de despertar por completo, levantarte y escribir el párrafo, te hubieras
quedado en la cama atrapado en la modorra del sueño, no habrías podido
retener ni siquiera una línea – le explicó el psiquiatra.
Benítez le habló entonces de su larga madrugada, de la soledad abisal
que sintió y de cómo su emoción se transformó en angustia por no tener a
quién comentarle la maravilla que había vivido. Pedro Boada lo escuchó
con paciencia y, al hablarle nuevamente, lo hizo en un tono menos
profesional, como el amigo:
– El problema tuyo, José Alberto, es que tienes la cabeza tan
atormentada que otra persona no la aguantaría encima ni media hora. La
situación económica no es mala para ti solamente y salvo esperar que las
cosas mejoren nada podemos hacer al respecto, piensa que en adelante no
pueden empeorar mucho y relájate un poco. Trata de distraerte en otras
cosas. ¿Por qué no aprovechamos este sueño y nos ponemos como tarea
investigar quién es el autor de lo que soñaste? Yo me incluyo en esa
empresa. Ése sería un método interesantísimo para que los dos combatamos
el estrés.
- Pero a mí me parece que eso sería una tarea imposible de hacer. Ya te
he contado antes cómo soy de disperso y anárquico en mis lecturas.
- No creas, puede ser más sencillo de lo que imaginamos pero eso no
sería lo importante. Si logramos dar con el autor, magnífico, y, si no lo
hacemos, por lo menos mantendrás la mente apartada de otros problemas y
te tranquilizas un poco. Vamos a comenzar por revisar los autores de habla
inglesa que has leído en los meses pasados. Vamos a empezar con tres, y
una vez que los agotemos, buscamos otros tres y, cuando nos demos cuenta,
ni te acordarás de los problemas que te rodean. Si no es ninguno de esos
que tú lees, y se trata de revisar un inmenso inventario de la literatura en
idioma inglés, tenemos lo que nos queda sobre la tierra para intentarlo.
¿Cuál es el problema?
Benítez emprendió el regreso a su casa pasadas las siete de la noche, las
calles de su pequeña ciudad estaban completamente desiertas y, por
proyección de su estado de ánimo, sintió que en ese desierto había también
una gran tristeza. Las calles de La Asunción, desde que la fundaron, fueron
solitarias y esa soledad histórica se justificaba con la ausencia de casas de
comercio; Porlamar era el lugar para eso. Pero las cosas empeoraron en
muy pocos años: los locales mercantiles de antes habían desaparecido y los
nuevos estaban fuera del casco urbano, por lo que las calles de la ciudad
estaban vacías a toda hora. Para mayor tragedia, el gobierno municipal
construyó un mercado nuevo en las afueras y convirtió en una sala de teatro
al viejo edificio del centro histórico. A la flamante plaza de comercio nadie
quiso ir porque quedaba muy lejos y los pocos vendedores que se atrevieron
a tomar un local tuvieron que abandonarlo porque no tenían a quién
venderle nada. En el mercado viejo, que él supiera, nunca se hizo teatro. Al
final, ganó la tristeza porque en las calles faltaba la gente del mercado y la
gente del teatro quizás nunca existió. En su época de joven, alrededor de la
plaza había un cine, una heladería, un bar y un par de bodegas que
garantizaban la presencia de gente durante el día y buena parte de la noche.
Sin embargo, en los años setenta, cerraron todos y la plaza devino en otro
erial a pesar de los esfuerzos de una argentina emprendedora, prófuga de la
dictadura militar, por revivir la antigua heladería. Aunque ese declive no era
exclusivo de La Asunción, era una realidad que abarcaba la totalidad de la
isla y, salvo en los enclaves turísticos, la vida cotidiana había caído en un
marasmo, un mazacote de desidia y tristeza que asfixiaba a los
sobrevivientes de la isla buena que a diario evocaban en la tertulia. Miró de
nuevo a su alrededor con la esperanza de ver a alguien pero no vio un alma
y, sin proponérselo, recitó quedamente una frase de su sueño: “The place
where sadness nests”, el lugar donde anida la tristeza –tradujo– y sí,
cualquiera podría decir que el desolado paisaje urbano por el que transitaba
era el lugar donde anidaba la tristeza.
 
 
 
 
 
VI
 
 
Edeltraud Kreutzer miró a Dieter Schlegel con detenimiento, como si no
pudiera creer que aquel hombre obeso, vistiendo una camisa adornada con
palmeras estrafalarias y aves exóticas, abierta hasta el ombligo, de
pantalones cortos y sandalias, era el cónsul de la República Federal de
Alemania en Margarita.
- ¿Es usted el Cónsul de Alemania? – le preguntó con la incredulidad
pintada en el rostro.
- Sí, mucho gusto, Dieter Schlegel, Cónsul Honorario de Alemania –
dijo y extendió su mano con premeditada elegancia.
- Me llamó Edeltraud Kreutzer y créame señor Schlegel que el gusto es
mío – respondió ella al estrechársela.
Dieter le pidió con un gesto que lo acompañara hasta una de las mesas
de la terraza donde tenía la calculadora y los papeles en los que estuvo
trabajando antes de la pausa en la baranda. Le acercó una de las sillas, ella
se lo agradeció con un murmullo de gracias, y rodeó la mesa para sentarse
enfrente.
- Tengo una oficina arriba, sabe, pero el trabajo ordinario lo hago acá
abajo, sería una pena no disfrutar de este paisaje – dijo para excusarse.
Ella asintió y se permitió voltear la cabeza para echar un rápido vistazo
al mar a sus espaldas, pero no hizo ningún comentario. Dieter le preguntó a
continuación cuál era la razón de su visita y ella fue directa:
- Soy la madre de Wolfgang Kreutzer, quien murió en una playa de
esta isla en diciembre pasado, el once para ser precisa – dijo con una
entonación neutra, sin sentimentalismos.
Dieter supo de inmediato de quién le hablaba, había comenzado a
pensar en él tan pronto como ella le dijera su nombre: Wolfgang Kreutzer,
un alemán que en sociedad con su pareja, explotaba un quiosco en la playa
El Agua. Un sábado en la tarde, hacía dos meses, se metió a bañar y cuando
lo volvieron a ver, flotaba boca abajo, ahogado. El mar allí era vigoroso, las
olas se repetían con intervalos muy cortos y rompían con fuerza, dejando
largas estelas de espuma que se prolongaban hasta la orilla. En apariencia
no lucía peligrosa, pero, en ocasiones, al refluir, las olas producían una
resaca tremenda cuya corriente se internaba en el mar. Los pescadores
artesanales de la zona aseguraban que cuando esa resaca estaba muy fuerte
se hacía submarina y llegaba millas afuera, hasta alcanzar sus placeres de
pesca con suficiente poder como para arrancarles las redes de las manos.
Muchos turistas, animados por su llanura y transparencia, se adentraban
hasta el punto de la rompiente, donde el nivel del agua les alcanzaba el
pecho, y, al buscar de nuevo la orilla, se encontraban con la resistencia del
reflujo de las olas y, si perdían pie, éste se hacía invencible y los arrastraba.
Lo recomendable en tales circunstancias era dejarse llevar por la corriente y
salir, luego de dar un largo rodeo, después que la resaca aflojara, un par de
cientos de metros mar adentro. Pero esa era una recomendación de manual
de supervivencia que muy pocos bañistas atrapados eran capaces de poner
en práctica. Se requería tener mucho temple y ser un gran nadador para
dejarse arrastrar por el mar cuando los instintos ordenaban lo contrario. Lo
que fatalmente hacían casi todos era luchar contra la corriente, hasta
agotarse, y si no llegaba alguna ayuda desde tierra o de algún surfista con su
tabla, se ahogaban extenuados por el esfuerzo. Esa historia, con un triste
saldo, se repetía temporada tras temporada.
- Sí, recuerdo muy bien lo de su hijo y créame que lo lamenté mucho.
Eso fue en una playa que es peligrosa y en la que desafortunadamente se
han ahogado muchas personas, incluso algunos alemanes – le dijo sin poder
evitar que le sonara a consuelo inútil.
Ella no necesitó pensar para responder:
- La verdad, señor Schlegel, es que el problema es un poco más
complejo. Lo que nos dijeron no nos aclara el incidente, por el contrario
aumenta nuestras dudas. Mi esposo y yo no tenemos ninguna certeza de la
causa de la muerte de nuestro hijo y esa es la razón por la que he venido
aquí desde Alemania. Si me permite, voy a presentarle la información tal
como la recibimos y usted me dirá, por favor, qué puedo hacer.
Sacó de su bolso una carpeta llena de papeles metidos dentro de unas
fundas plásticas que colocó ordenadamente sobre la mesa, como un fiscal
que prepara sus pruebas. Dieter reconoció algunos legajos tan pronto los vio
porque eran copias de los que él había enviado a la embajada en Caracas para
informar el percance. Ella le mostró un papel sellado venezolano con el título
“Acta de Defunción” y la línea en letras mayúsculas donde se indicaba la
causa de la muerte, ASFIXIA MECÁNICA POR INMERSIÓN, resaltados en marcador
amarillo. En los márgenes había notas escritas con tinta azul, que supuso
sería la traducción al alemán del documento o comentarios que alguien hizo
sobre su contenido. Ella se quejó de que aquel fuese un papel tan escueto,
donde se afirmaba con extrema simpleza que a las quince horas y veinte
minutos del 11 de diciembre de 2004, había muerto el ciudadano alemán
Wolfgang Kreutzer y que la causa de esa muerte había sido asfixia mecánica
por inmersión. Que eso a ellos les decía muy poco y que les costaba mucho
imaginar cómo pudo Wolfgang ahogarse no obstante haber sido desde niño
un buen nadador. Que su abogado en Alemania les había asegurado que,
aparte de ese documento, debía existir un protocolo de autopsia donde el
médico forense indicaba con exactitud la causa de la muerte de Wolfgang,
que ese documento no estaba en el legajo que le enviaron de la embajada en
Caracas y que ella necesitaba conseguirlo para saber con exactitud qué había
pasado con su hijo.
Edeltraud Kreutzer, sin prisa y con gran seguridad, extrajo de otra de las
fundas unos recortes de diarios locales donde se recogía la noticia de la muerte.
Algunos párrafos estaban resaltados y tenían una profusión de notas en alemán
en sus bordes. Allí estaban las declaraciones de testigos extrañados de que
Wolfgang se hubiese ahogado y las confirmaciones de haberlo visto bañándose
muy cerca, con el agua por la cintura. Si su hijo era buen nadador, como ella
sabía, y si no estaba siquiera en lo profundo, como decían los testigos, cómo
pudo ahogarse, le preguntó. Dieter compartió la lógica de su razonamiento
aunque estaba consciente de que su terquedad en admitir la posibilidad del
ahogamiento se fundaba en el desconocimiento de la playa El Agua y que lo
que resultaba obvio para quienes la conocen no podía serlo para ella. Dieter le
dijo que fue él quien preparó el expediente, con copias de los documentos y las
noticias en los diarios que ella acababa de presentarle. Que entendía que ella y
su marido tuvieran dudas pero que los ahogamientos en la playa El Agua se
repetían cada año. Que podía tratarse de buenos nadadores y que no había que
estar muy adentro para verse en problemas. Que ese tipo de incidente no era
raro en ese lugar.
- Estos papeles fueron la fuente de nuestras dudas iniciales en torno a la
muerte de Wolfgang, señor Schlegel, y, como tales, no habrían sido
suficientes para forzar mi viaje desde tan lejos. Yo no habría nunca venido a
esta isla de no ser por este otro documento.
Dieter miró muerto de curiosidad el pequeño sobre que Edeltraud
Kreutzer sacó del bolso y puso encima de los demás. Era uno de esos sobres
ordinarios para cartas poco importantes, pero, a juzgar por lo que ella decía,
ésta parecía serlo. Alentado por ella, lo tomó y lo examinó con atención.
Estaba dirigido a Wolfgang Kreutzer a una dirección en Alemania, en
Evinghoven, un pueblo como miles, y el remitente, de Margarita, era un tal
Klaus Weiss, alemán presumiblemente. Adentro había una hoja de papel,
tamaño carta, escrita en su idioma con el tipo y el encuadrado perfecto de
una computadora: “15 de diciembre de 2004. Señor y señora Kreutzer:
Wolfgang no se ahogó. Renata y su amante lo mataron. KW”. Dieter sintió
que el invierno lejano de donde Edeltraud Kreutzer había salido se
precipitaba sobre él y que un frío paralizante le traspasaba la carne para
quedarse en sus huesos. Aquello era inconcebible y jamás una cosa como
esa le pasó por la cabeza. Sabía de pequeñas intrigas entre algunos
miembros de la colonia alemana, de ordinario por cuestiones menudas que
nunca llegaban a ser importantes –implosiones de aburrimiento las
denominaba él– y que con cierta periodicidad, en particular durante la
temporada baja, llegaban hasta el consulado. Pero esto era demasiado
grueso para ser producto del aburrimiento, se trataba nada más y nada
menos que de una acusación de asesinato. No encontró qué decir salvo
preguntarle si Klaus Weiss era algún conocido de ellos.
- Creo que se trata de un anónimo. Esta mañana antes de venir aquí, un
taxi del hotel me llevó a la dirección del remitente y no existe. Supongo que
tampoco existirá esa persona – respondió ella sin mostrarse sorprendida.
- Entonces habrá que concentrarse en la lista de personas que conocían
la dirección de ustedes en Alemania – opinó Dieter, todavía descentrado.
- Eso será muy difícil. Yo recibía el correo de Wolfgang en Alemania.
Dejó abierta una cuenta de banco, un contrato de seguro y algunas otras
relaciones comerciales. Le suministró esa dirección a muchos alemanes que
conoció aquí, algunos incluso eran turistas que pasaron por acá, lo hacía
para enviar con ellos sus cartas y documentos a Alemania. Afirmaba que el
correo aquí era demasiado lento e incierto y prefería enviarlas con
cualquiera que fuese de viaje a nuestro país. Se las entregaba con las
estampillas alemanas puestas y lo que debían hacer era dejarlas caer en un
buzón de correos cualquiera que encontraran a su paso. Así llegó esta carta
hasta mí, sin pasar por el correo de Margarita.
Dieter revisó el sobre y verificó el matasellos, había sido franqueado en
Fráncfort, presumió que depositado en algún buzón del aeropuerto, una
semana después de la fecha que aparecía en la carta. Le comentó a
Edeltraud Kreutzer que en la isla los secretos no existen, que todo se sabe.
La muerte de Wolfgang se comentó mucho entre los alemanes pero para
lamentarla. Que él supiera, todo el mundo estaba de acuerdo en que fue un
accidente y no se había abierto ninguna investigación criminal. Que hablaba
con muchas personas en su negocio, entre ellas muchos margariteños y
residentes alemanes, y nunca escuchó nada como lo que dice esa carta.
- Yo no pretendo decir que lo que afirma ese anónimo sea cierto, pero,
sumado a las dudas que acumulaba, hizo de mi viaje a esta isla una
obligación moral para con la memoria de mi hijo. Necesito aclarar esto,
saber cómo fue que murió Wolfgang, eso es todo. No tengo conocidos aquí
y no tengo razones para confiar en nadie. Tampoco sé si lo más conveniente
sea ir a la policía, lo hice en Alemania y me dijeron que debía presentar la
denuncia aquí. Por eso vine donde usted, necesito que me ayude – dijo ella
con una voz que dejó al descubierto la intensidad de sus sentimientos.
Dieter sabía que sin ayuda el propósito de la señora Kreutzer, por sencillo
que fuese, estaba condenado a atascarse en el pantano de la burocracia isleña
o en los intrincados nudos de los procesos administrativos que sólo la
amistad o el dinero podían desatar. Él había aprendido, tras pagar un alto
precio, que en esta tierra a los amigos se les concedía todo y a los que no lo
eran, sencillamente se les aplicaba la ley. Por eso le aconsejó que no se
presentara en la policía sin que hicieran antes algunas averiguaciones
privadas, alguien, un margariteño, preferiblemente, que tras bastidores,
investigara los hechos y, si se encontraban evidencias significativas, proceder
a llevar la denuncia a las autoridades.
Le anotó en una hoja de papel los nombres y direcciones de algunos
alemanes residentes que pudieran ayudarla ante cualquier dificultad y, en la
parte posterior de una tarjeta suya, el nombre y las señas de un abogado:
- Yo no estoy autorizado para recomendarle a ningún profesional pero
este es un abogado en el que tengo confianza y sé que ha ayudado a otros
alemanes. Estudió en Alemania – agregó Dieter consciente de la
tranquilidad que ese dato les trasmitía a sus connacionales.
- Habrá que pedir una cita, ¿verdad? – inquirió ella interesada.
- No exactamente, lo mejor es que yo lo llame y le diga que usted
necesita verlo. La llamaré a su hotel para informarle cuándo podrá ser.
- ¿Podría ser esta tarde? Usted sabe, llegué ayer y vine nada más por dos
semanas.
Dieter lamentó que fuera así y no quiso alarmarla diciéndole que el
tiempo era algo que en la isla marchaba a su aire, que no había emergencia
alguna que alterara el lento transcurrir de todas las cosas. Le prometió que
haría lo posible por entrar en contacto con el abogado esa tarde, que
esperara su llamada en el hotel.
 
 
 
VII
 
 
Desde la terraza del “Hans”, con un tabaco humeante en la mano,
Dieter contemplaba cómo el paso de los minutos agrisaba el tono sepia de la
tarde. El mar y la tierra, acoplados con un sol transido, perdían sus colores
con lenta hidalguía y se resignaban a la llegada de la noche. Fumaba con
lentitud, al ritmo del ocaso, con un buen rato entre una y otra bocanada para
que el tabaco y la luz, en un rito donde él oficiaba como sacerdote, se
consumieran juntos. Era su hora a solas, la que apartaba para navegar desde
la popa de su terraza sobre las vicisitudes de vivir en un lugar como
Margarita, donde no existían certidumbres de nada sino expectativas o
acaso esperanzas de todo. Hoy sus meditaciones comenzaban, terminaban y
volvían a comenzar con la visita de Edeltraud Kreutzer. Repasaba
mentalmente los pasajes de su conversación de esa mañana y no podía
evitar preocuparse por lo que ella pudiera encontrarse en su indagatoria. No
conoció a Wolfgang Kreutzer ni llegó a saber detalles de su forma de vivir
en Margarita. Hasta esa mañana lo había tenido como un ciudadano común
que había sufrido un accidente fatal. Ahora se trataba de la víctima de un
posible asesinato, aparentemente pasional, el vértice donde confluían las
líneas de una conspiración. Confiaba que lo del anónimo no pasara de ser
una venganza cruel que algún desalmado quiso ejercer contra la viuda de
Wolfgang por razones subalternas. Temía que una noticia como esa
provocara un escándalo mayúsculo que tuviera como escenario a la colonia
alemana, sin embargo, prefería eso a que Frau Kreutzer regresara a
Alemania sin la verdad que había venido a buscar. Para ella no sería fácil
moverse en las sinuosidades de la topografía burocrática margariteña. Eso
requería unas cualidades que, con seguridad, ella estaba lejos de tener y, por
haberlo visto, sabía de los sufrimientos que el Caribe puede ocasionarles a
los miembros de la tipología germánica a la que pertenecía. Gente que no
entiende que acá no basta con cumplir con las normas, portarse
correctamente con los demás y esperar de vuelta la misma corrección, que
de este lado eso no es suficiente, que este es otro mundo, ya no tan nuevo y
quizás tampoco mejor, pero sí distinto, donde todas las reglas son difusas y,
paradójicamente, la única regla cierta es que no hay regla cierta. ¿Absurdo?
Dieter estaba convencido que sí lo era, pero sabía que lo absurdo en
Margarita forma parte del arreglo permanente que equilibra a la gente con
su entorno y aceptarlo es parte de la receta de la felicidad. De otro modo, no
habría posibilidades de sobrevivir en medio de un desenfreno que la propia
naturaleza alimenta. Un clima uniforme y a la vez irregular, un verano
interminable, mitad seco y mitad húmedo, que no se rige por ninguna ley
natural y que calcina la tierra o la inunda, según le venga. Un tiempo que
transcurre sin pautas y al que sería estúpido tratar de ponérselas porque los
arreglos humanos nada pueden hacer contra esa demencia cósmica, son
inútiles o innecesarios. Una gente que, en correspondencia con esa
naturaleza caótica, tiene la informalidad por dogma y no se apega a
patrones que son sagrados en otras partes del mundo. Él mismo, recién
llegado de Alemania, había padecido esa realidad, había sufrido con el
sentido de los horarios que tienen en la isla, hasta que aceptó que en estas
latitudes es mejor calcular las horas que medirlas. Desde que estaba en la
escuela consideraba al reloj indispensable para vivir, pero, a poco de su
llegada, a la usanza de la generalidad de los isleños, optó por dejarlo en
casa. Para qué cargarlo si los demás no lo hacen, si para saber la hora basta
con mirar al cielo y distinguir sin problemas entre el sol de las ocho de la
mañana y el de las nueve, o el de las dos de la tarde y el de las tres. Eso era
lo más conveniente, internalizar que acá funciona otra escala cronométrica,
una que no tiene segundos ni minutos y que ni siquiera tiene horas sino
“comohoras”: “comolasocho”, “comolasnueve”, “comolasdiez”. Nadie es
puntual, como en Alemania, sin embargo, ese sentido difuso de la
temporalidad es perfecto para la imprecisión natural que reina en el trópico.
Y Dieter sabía que la señora Kreutzer no entendería esa modalidad de vivir
ni que se quedara allí una centuria. Podía verla, plantada y decidida a no
hacer ninguna concesión, en demanda de una respuesta que ni Dios sabría
cuál sería. Ella ignoraba e ignoraría que la realidad de la isla es un prisma
que descompone la luz sin patrones consistentes y en los colores que le da
la gana, y que de esa distorsión no se salva ni la luz divina. Por eso él no
podía ser optimista de su desempeño. Esperaba que el abogado Benítez
pudiera ayudarla, y que ella se dejara ayudar, en su tránsito por Margarita.
No tenía a nadie más que pudiera hacerlo. Su nuera, quien habría aprendido
a moverse acá, estaba inhabilitada por ser la persona que había despertado
sus sospechas y obligado a venir desde Alemania. ¿Sería cierto lo de la
viuda y un amante? ¿Sería cierto que urdieron y llevaron a cabo un
asesinato? Le costaba creerlo porque conocía la fuerza de la curiosidad y la
suspicacia de los isleños y era imposible que ante una situación tan clásica
como la que aludía el anónimo, no se hubiera levantado una tormenta de
comentarios postmortem. En pleno velorio habría comenzado ese zumbido
humano que se percibe por los cinco sentidos y ante el que no se puede ser
indiferente. Él estuvo en la funeraria la noche en que velaron a Wolfgang,
antes de mandar su cadáver a Caracas para ser repatriado, y todo estaba en
orden. Allí conoció a la viuda, a Renata Kreutzer, y la recordaba bien.
Cualquier hombre la recordaría: era una mujer muy atractiva, demasiado
hembra para tenerla como esposa y sentirse tranquilo. Aunque a él le
gustaba más el tipo caribe, menudas, de tez aceitunada y cuerpo cimbreante,
no dejó de admirar las magníficas proporciones ni el interesante rostro de
aquella mujer rubia que sería impactante en cualquier parte del planeta.
Llevaba en esa ocasión un vestido negro que realzaba, más que el color, la
textura de una piel de nectarina que invitaba al tacto. Sí, no había olvidado
a Renata Kreutzer. Esa noche ella se veía compungida aunque sin llanto.
Resignada, había pensado, la viuda Kreutzer parecía resignada.
 
VIII
 
 
El mapa de Porlamar disponible en la recepción del hotel no tenía índice
de calles y Edeltraud Kreutzer debió pedirle a un empleado que le señalara
el lugar exacto de la dirección escrita en la tarjeta que le diera el Cónsul. El
hombre le explicó que estaba en la avenida del hotel, hacia el Oeste, en el
cruce con el bulevar Guevara, y, para indicárselo, puso una cruz sobre el
mapa. El edificio era muy conocido, estaba justo en la esquina, era de unos
seis pisos y no encontraría otro tan grande en esa zona de la ciudad, le dijo.
También le sugirió que, aun cuando no era tan lejos, por el sol, tomara un
taxi, pero ella se negó. Le mostró sus pies calzados con zapatos deportivos,
su sombrero blanco de algodón, las gafas de sol y la pequeña botella de
agua potable que llevaba en un bolso marsupio atado a la cintura, estaba
preparada, le dijo. Lo que no le comentó al empleado fue la acuciante
necesidad que sentía de dar una larga caminata después de haber estado más
de veinticuatro horas en el hotel, en un régimen de encierro y al borde de la
desesperación, pendiente de la llamada del Cónsul de Alemania.
La cita con el abogado estaba pautada para las tres de la tarde y
consideró que estaría bien si salía del hotel a las dos y quince, eso le daría
un margen prudente para enfrentar cualquier contingencia. En la espera de
la hora, deambuló por un pasillo donde perdían el tiempo unas tiendas de
recuerdos para turistas. El inventario final de su paseo contenía sombreros
de palma, ponchos de lana, animales de madera pintados de colores, arcos y
flechas y unos tapetes de piel, más densos y suaves que la lana, de un
animal andino cuyo nombre la dependiente le dio y ya había olvidado. Vio
unas cestas pequeñas, hechas con una fibra vegetal muy fina, adornadas con
unas figuras geométricas, de la misma fibra en negro, entreveradas en el
tejido, que le gustaron y que habría comprado si su viaje hubiera tenido
algo de turístico. Lo que más llamó su atención, sin embargo, fueron unos
cocodrilos pequeños, disecados y cubiertos de barniz, que le parecieron
horribles y que no podía creer que alguien comprara. Se prometió que
indagaría en la información del hotel si había alguna excursión a un lugar
de la isla donde pudiera verlos vivos porque, aunque había visto cocodrilos
en parques zoológicos de Alemania, sería más interesante observarlos en su
ambiente natural.
A la hora prevista, traspuso la puerta del hotel y sintió que la abrasaba el
calor de un sol todavía muy alto en el cielo. Comprendió que iba a ser muy
molesto tenerlo de frente a lo largo de la caminata y, por un segundo, dudó
entre continuar o tomar un taxi, pero siguió adelante; consideró que no le
vendría mal exponerse un rato a la luz solar después de tres meses de
invierno. Atravesó el estacionamiento, salió a la calle y comenzó a avanzar
en dirección al Oeste. La acera era amplia, estaba aceptablemente limpia y
pensó que sería agradable caminar por ella bajo una luna llena como la que
brillaba en las noches, pero no estaba convencida de que eso fuese una
distracción segura, algo había leído sobre eso en el instructivo de la
agencia. Caminó bajo la sombra de unos árboles frondosos que flanqueaban
la avenida y crecían con tantos bríos que a las raíces parecía no darles
tiempo de enterrarse y desbordaban las jardineras. No se divisaba un alma
caminando en uno u otro sentido, sólo los autos pasaban jadeantes bajo la
rabia del sol, dejando tras de sí un resoplo de aire caliente que sentía en su
nuca y en sus pantorrillas.
Luego de caminar unos trescientos metros, y sin que ella se lo esperara,
la amplia avenida se convirtió en una calle angosta, la calzada de
automóviles se redujo a dos vías y la acera se convirtió en una vereda de un
metro de ancho, sin un árbol hasta donde le alcanzaba la vista. Era evidente
que la ciudad turística terminaba allí y daba paso a otra ciudad, menos
amable. El tránsito se había represado y el calor que emitían las máquinas
de los autos afilaba los rayos del sol que le alcanzaban de lleno la cara y
traspasaban los cristales de sus gafas, repentinamente menos oscuras. Se
detuvo en un cruce de calles y se apartó unos metros hacia la derecha para
buscar la sombra de la casa de la esquina. Se percató que la suela de sus
zapatos se había calentado más allá de cualquier previsión y quiso esperar
allí hasta que se enfriaran. Aunque no sentía que su ropa se hubiese mojado
por el sudor –ella nunca sudó mucho– estaba consciente de que su cuerpo
exudaba humedad y decidió tomar unos sorbos de agua para prevenir la
deshidratación. Reemprendió la marcha y, a medida que se adentraba en la
ciudad, notó que ya no había retiros abiertos entre las construcciones y la
uniformidad se había perdido: viviendas y locales de comercio estaban
unidos pared con pared y se pasaba de una casa en ruinas a una o dos
nuevas, a otra en ruinas, sin ningún orden. En la mañana del día anterior, en
sus recorridos para buscar la dirección del supuesto Klaus Weiss y para ir
hasta el Hans, el taxi había tomado otra ruta para salir del hotel y la vista
era mucho más agradable, acorde con la que había recorrido en el primer
tramo de su caminata: una avenida comercial con unas tiendas atractivas y
otra, residencial, paralela a la playa, en la que se alineaban unos edificios
elegantes aunque demasiado grandes y altos para su gusto. Le intrigaba que
pudiera haber diferencias tan marcadas entre lugares que distaban muy poco
unos de otros. La gente que se cruzaba a su paso también era distinta a la
que vio desde el taxi, era obvio que no se trataba de turistas en vacaciones.
Era gente común, trabajadores, amas de casa y, en mayor número, escolares,
niños y niñas con pantalones azules y camisas claras, uniformes horribles
como todos los uniformes, que la miraban con la curiosidad que ella y sus
vecinos de calle en Evinghoven sentirían si uno cualquiera de ellos pasara
de pronto por el frente de sus casas.
Hizo un par de paradas más para refrescarse los pies y tomar agua, antes
de cruzar un puente que salvaba una corriente sucia con olor a algas
descompuestas y continuar por una acera hirviente y despoblada a la que
hasta los toldos en las puertas de las tiendas le negaban la sombra. Del
interior de algunas de ellas provenía un vaho más caliente y húmedo que el
de la calle y sintió pena por las personas que debían trabajar en aquellos
infiernos en miniatura. Eran tiendas de mercancías baratas, muy parecidas
unas de otras, poco iluminadas en su interior y atendidas por lo que
parecían ser grupos familiares. En algunas, las mujeres estaban
completamente cubiertas con una vestimenta demasiado cerrada; llevaban
unos pañuelos muy grandes, que les cubrían cabeza y cuello, y camisas
mangalarga, y las identificó con las mujeres musulmanas que veía en las
calles de Düsseldorf, sólo que allá, no hacía el mismo calor. Recorrió las
cuadras restantes con lentitud, con la vista fija en la copa de un árbol que se
divisaba en la distancia, le parecía que nunca iba a llegar hasta él. Sudaba y
el pelo se le había pegado de la frente y de la nuca, los zapatos se habían
recalentado como jamás imaginó que lo hicieran y estaba segura de que el
ardor acuoso que sentía en la planta de los pies sería por ampollas, hubiera
dado cualquier cosa por poder sentarse y quitárselos. Se acordó de la
sugerencia del empleado del hotel y le concedió la razón, el calor y la
luminosidad del sol eran mucho más fuertes de lo que ella pudo haber
esperado, lo tendría en cuenta por si tuviera que visitar de nuevo al
abogado. Se detuvo a descansar bajo el árbol que había sido su norte, la
circunferencia de su sombra era enorme y la diferencia en grados con
respecto al entorno asoleado era apreciable. Bajo su fronda se congregaban
vendedores informales, hombres, mujeres y niños, que le ofrecieron desde
cigarrillos hasta ropa interior, pasando por jabones, juegos de carta
española, paños para la cocina y ungüentos de mentol chino. Extrajo de su
bolso la botella con el resto de agua que le quedaba y se la llevó a los
labios, al empinarse para beber, vio con alivio que dos cuadras nada más la
separaban del que seguramente era el edificio donde el abogado Benítez
tenía su oficina. Miró el reloj y comprobó que eran las tres, supo que iba a
llegar tarde a la cita, pero una extraña pereza se había apoderado de ella y
tardó más de lo que hubiera deseado para ponerse de nuevo en marcha. Las
agujas del reloj se juntaban sobre las tres cuando, con los ojos encandilados
por la luz solar, el tórax agitado debajo de su camisa de tonos claros y la
cara enrojecida y abrillantada por una capa de sudor, resollaba en una de las
sillas de visitantes frente al escritorio del abogado José Alberto Benítez.
Los estragos que el bochorno de la tarde le había causado a Edeltraud
Kreutzer eran evidentes y Benítez optó por esperar a que se recuperara
antes de pedirle que le hablara de su caso. Con gran parsimonia, sacó una
libreta de uno de los cajones de su mesa, buscó en su maletín una pluma y
anotó la fecha con exagerada calma. Luego se levantó y fue hasta un
extremo del salón, abrió un pequeño refrigerador arrinconado detrás de un
estante con libros, sacó una botella plástica de agua mineral, la sirvió en un
vaso desechable y se lo ofreció sin decir palabras. Ella lo aceptó con
evidente agradecimiento y comenzó a beber el agua como se hace en una
isla del Caribe, a las tres y quince de la tarde, tras una caminata de una hora
bajo sol. Benítez la observaba y mientras lo hacía dejó que su memoria
jugara con las caras de las mujeres como ella que había conocido durante su
estadía en Heidelberg veinticinco años atrás. La señora Kreutzer podría ser
la extensión de alguna de ellas. De Frau Lippmann, la viuda propietaria del
pequeño edificio de Bachstrasse donde tuvo su minúsculo apartamento de
estudiante; o Frau Schöler, la dueña de la carnicería en la Zeppelinallee,
quien se empeñó en enseñarle los nombres de los cortes de las carnes en
alemán para que él no tuviera que pedírselos por señas; o Frau Greim, la
encargada del café Mozart, cercano a la universidad, quien durante el
invierno le permitía quedarse en sus mesas, leyendo sin consumir nada, para
ahorrar en calefacción; o, la más sorprendente de todas, Frau Baier, la
abuela que a los setenta años lo contrató para que le diera dos horas
semanales de clases de español porque se mudaba a Andalucía y necesitaba
aprenderlo. Sí, allí, frente a él, estaba una de aquellas tantas señoras de cara
seria y sonrisas escasas que iban en bicicleta a hacer las compras, a visitar a
sus nietos o a pasear por las riberas del Neckar.
Edeltraud Kreutzer se tomó el vaso de agua y aprovechó que el
abogado parecía ocupado para hacer un recorrido visual por el bufete.
Aquella no era la oficina de un jurista próspero, fue su juicio. Desde la
recepción, sin secretaria, hasta el despacho interior se notaba el tufo
inconfundible del naufragio económico que llevaba a pensar que los
mejores vientos del bufete ya habían soplado. El mobiliario era vetusto y,
salvo una computadora en una mesa auxiliar y un ventilador moderno en
una esquina, muy parecido al de la oficina contable donde ella trabajó
hasta el nacimiento de Wolfgang. El escritorio era un mueble de madera
que bien pudo ser alguno de los de su antigua oficina aunque nunca vio
uno así de desordenado, con legajos de papeles amarillentos apilados en las
esquinas, hojas sueltas y libros abiertos bocabajo en cualquier lugar. De
una cadena en el techo, a la que la telaraña y el sucio le habían borrado los
eslabones, colgaba un globo blanco cubierto por una película de polvo que
se hacía más oscura y gruesa en su polo norte. En la pared, detrás del
escritorio, había dos cuadros montados en marcos negros y dorados mates,
desconchados en las esquinas, con los vidrios opacos por una pátina que no
ennoblecía. Uno era la foto sepia de un puerto con muy pocas
edificaciones, un mar con innumerables barcazas de vela y una leyenda al
pie, “Porlamar 1936”. El de al lado, un pergamino muy viejo en cuyo
texto, enmarcado por sellos heráldicos y escrito con caligrafía antigua de
título nobiliario, se distinguía el nombre de José Alberto Benítez Tabasca.
El despacho sugería la presencia de un abogado anciano, con traje
negro, sombrero y reloj de bolsillo, sin embargo, no encontró chocante la
apariencia del hombre sentado al otro lado del escritorio, por el contrario,
percibió una extraña armonía entre el entorno y su expresión. Había algo en
su actitud, esa falta de pose o deseo de impresionar que tiene la gente que
viene de regreso, que la hizo sentir menos aprensiva en torno a las resultas
de su visita. El patrón tan indeterminado de razas de la isla –el manual de la
agencia la aludía como “población mestiza”– la confundía y no estaba
segura de sus apreciaciones en cuanto a las personas, pero habría dicho que
el abogado Benítez tenía unos cincuenta años. Era de tez olivácea clara, con
unos ojos grandes que, quien sabe si por oscuros, no traslucían la
agresividad casi unánime que vio reflejada en los de los abogados más
jóvenes con quienes había tenido que tratar en Alemania, y le daban más
bien un aire entre paternal y preocupado. Tenía el pelo negro, con algunas
canas, que le crecía sin entradas desde el comienzo de la frente, peinado
hacia atrás, y unos bigotes como una media luna invertida que daban a su
cara un toque pesimista. Llevaba una camisa blanca recién planchada, olía a
agua de colonia y, por la posición relajada que tenía en la silla, dejaba
expuesta una barriga que consideró moderada en comparación con algunas
que ya había visto en la isla, incluida la del Cónsul.
Benítez comenzó a hablarle en el alemán cuidadoso de quienes lo han
aprendido en la universidad, despacio y con acento, pero sin errores en la
construcción. Sabía que a diferencia de los clientes locales, para quienes
tratar un negocio sin introducciones largas era hasta mala educación, con
uno alemán se estaba mejor si se iba directo al tema y por eso, sin
preámbulos, pidió a la señora Kreutzer que le dijera cuál era el motivo de su
visita. Ella le agradeció el encuadre y habló con la precisión de tiralíneas
con la que el creador trazó sus labios, mientras él tomaba notas y sólo
despegaba la vista de su libreta para pedirle que le repitiera algún segmento
de la explicación que no había captado por la rapidez que, a ratos, le
imprimía a sus palabras. Con cada una de sus frases a Benítez se le asentaba
más y más el presentimiento que tuvo, tan pronto la vio aparecer en el
marco de su puerta, de que el de ella no sería un encargo fácil. Al terminar
Edeltraud Kreutzer su recuento, sobre la mesa estaban colocadas, en el
orden de su disertación, las copias de los documentos que usó para soportar
sus afirmaciones y Benítez se dijo que era una lástima que ella no hablara
español porque habría sido una abogada magnífica de su propia causa.
Benítez repasó las notas donde había resumido la exposición: Wolfgang
Kreutzer murió en playa El Agua, ahogado según la versión oficial, aunque,
según sostenía ella, era un buen nadador y algunos testigos decían que se
bañaba cerca de la orilla. La causa de la muerte, de acuerdo con el acta de
defunción, fue asfixia mecánica por inmersión. Ella recibió una carta
anónima que decía que Wolfgang había sido asesinado por su esposa y un
amante. No podía estar segura que la carta decía la verdad pero tampoco
tenía una demostración fehaciente de cómo murió su hijo. Ella necesitaba
saber cuál fue en realidad la causa de su muerte sin importarle cuán duro
fuese enterarse de ella. Sí, su impresión al verla entrar había sido correcta,
el de ella sería un caso enredado. En otros tiempos menos rocosos, ese
habría sido el punto exacto para echarse atrás y decirle que él no podía
ayudarla, que ella necesitaba un detective o un abogado penalista y no un
abogado como él, que desde que era estudiante aborrecía ese ambiente
sórdido de cárceles, criminales, policías y policías criminales, que lo sentía
mucho, señora Kreutzer, que se buscara a alguien que pudiera ayudarla.
Pero en medio de la sequía económica que atravesaba no podía pagar el lujo
de rechazar un trabajo porque no le gustaba, porque no era su especialidad o
porque lo consideraba engorroso. Eso podía haberlo hecho Benítez, el
estudiante ingenuo o el abogado joven que no tenía la angustia de la
proximidad de una vejez sin ahorros, sin hijos y sin seguridad social.
Levantó la vista para mirarla, ella se había recostado contra el espaldar de la
silla sin traslucir en su rostro otra cosa que la natural expectación de quien
espera una respuesta, y él se la imaginó en esa postura en otro sillón, junto
al fuego, en una casa discreta de uno de esos pueblitos alemanes de calles
limpias y jardines perfectos, tan desolados que dan la impresión de que
nadie vive en ellos. Un lugar donde anidaría la tristeza, se dijo, evocando la
frase de su sueño. Imaginó el sosiego de ella al otro lado del océano, el
ritmo inalterable y predecible de su rutina de pensionista y pudo valorar lo
que significaba venirse sola a Margarita, a batirse en un duelo disparejo
contra todas las incertidumbres. Entendió, sin inmodestia, que él era la
única posibilidad que ella tenía de salir bien librada de ese duelo y sintió
que muy en su interior se avivaban las brasas de lo que alguna vez fue una
hoguera que ardía por la justicia.
Comenzó por preguntarle si había algún seguro de vida de Wolfgang y a
favor de quién estaría. No estaba muy convencido de la utilidad de esa
pregunta pero consideró necesario saber si, aunado a la presunta pasión
amorosa, el dinero tenía que ver con el eventual homicidio. Ella le aseguró
que ignoraba si tenía alguno aquí, que en Alemania tenía un seguro para
posibles enfermedades o accidentes. Benítez le pidió de seguidas que le
hablara de la pareja, que le contara lo que ella supiera de Wolfgang y
Renata. Edeltraud Kreutzer se removió en la silla y caviló antes de
responder. Habló con cuidado, como quien quiere controlar el peso de sus
juicios sobre una persona a la que un anónimo acusa de haber dado muerte
a su hijo. Le refirió que Wolfgang y Renata se habían establecido en la isla
hacía unos tres años. Que vinieron en un viaje de vacaciones y volvieron a
Alemania con la idea de cancelar sus negocios allá, regresar y montar un
restaurante en una playa que les había fascinado. Ella confiaba en que sería
un entusiasmo pasajero, de viaje de vacaciones, y es probable que lo
hubiese sido si la decisión hubiera dependido de Wolfgang, pero Renata
tenía la determinación de las personas aventureras a la hora de empujar sus
planes, en unos meses arreglaron sus cosas y se vinieron a la isla. Creía que
les iba bien porque Wolfgang nunca le hizo comentarios negativos, la
verdad, tampoco se los hizo positivos pero así era Wolfgang, reservado con
sus cosas. Había interpretado que sus largos silencios del año pasado –al
principio llamaba cada mes y en las fechas importantes de la familia– se
debían a que se había adaptado al ambiente de aquí y que era feliz. Ella
nunca tuvo buenas relaciones con Renata; habría preferido que su hijo
encontrara una mujer quizás menos soñadora y ciertamente menos
aventurera, aunque, en justicia, salvo por esa carta, no tenía razón alguna
para dudar de ella ni para pensar que quisiera hacerle daño a Wolfgang. En
otro lugar, en otras circunstancias a ella le costaría incluso imaginar algo
como eso, valga la aclaratoria, Herr Benítez, pero en estas tierras, por lo
poco que había visto, las cosas eran distintas, desaforadas, y con tres años
de vivir aquí no podría decir lo que Renata sería capaz de hacer o no.
- Dígame señora Kreutzer, para precisar el alcance de mi trabajo, ¿qué
desea exactamente que yo haga por usted?
- Necesito saber cómo murió mi hijo. El cónsul Schlegel me sugirió que
se hiciera una investigación discreta de los hechos antes de recurrir a las
autoridades. Si el resultado de esa investigación tiene o no consecuencias
legales para Renata y su supuesto amante, no es mi principal interés, ojalá
no sea así. Claro, que si cometieron ese crimen deberían pagar por ello,
pero eso le compete a las autoridades de acá. A mí me basta con saber qué
le pasó a Wolfgang, cuál fue la razón de su muerte, siento que hasta que no
se haya aclarado no podré vivir tranquila y él tampoco podrá descansar en
paz. Esa es la razón por la que vine – expresó ella, dejando visible su
herida.
- Muy bien. Haré mis indagaciones con algunos amigos y con la gente
que pudo presenciar el incidente. Hablaré con algunos funcionarios,
conseguiré para usted una copia del protocolo de autopsia y, antes de su
partida, le presentaré un dictamen con mis observaciones y
recomendaciones, indicándole lo que habría que hacer si... – Benítez buscó
un eufemismo adecuado – ...lo que dice el anónimo es cierto. ¿Le parece
bien?
- Sí, por supuesto.
- ¿Usted ha visto a Renata en este viaje? – preguntó cambiando de tema
y con el tono que se usa cuando se sabe de antemano la respuesta.
- No, no la he visto y preferiría no hacerlo. Hablé con ella hace dos
meses. Fue Renata quien me llamó para comunicarme la muerte de
Wolfgang, hablamos un par de veces más por ese motivo, sobre el tema
del transporte del cadáver de mi hijo y esas cosas. Ella ignora que yo
estoy aquí y, por supuesto, ignora lo de la carta – le confirmó ella.
- Es bueno que sepa que usted tiene derechos sucesorales por la muerte
de Wolfgang, ¿quiere que adelante algo de eso con la viuda? – inquirió
Benítez con sus reflejos de abogado especialista en derecho civil.
- Esa no es exactamente mi prioridad pero hágalo usted, por favor. A
propósito, hay algunos objetos personales de Wolfgang, un reloj regalo de
su padre, unas fotos nuestras, unos modelos de auto en miniatura que
guardó desde la infancia y me gustaría tener. Espero que Renata no tenga
problemas para entregármelos, si los tiene, por favor vea si puede negociar
un acuerdo y los costos se cargarían a lo que eventualmente herede.
Benítez tenía elementos suficientes para comenzar a trabajar pero, antes
de levantar la reunión, faltaba arreglar lo de sus honorarios. Cobrarle a un
cliente era para él un trance dramático y se ponía tan nervioso como el día
de un examen final. El problema residía en que sus trabajos no eran de los
regulares, tasados en los reglamentos de honorarios, sino pedazos mal
cortados o a medio hacer de lo que dejaban otros abogados o encargos cuya
naturaleza no era muy clara, como el de la señora Kreutzer.
- Faltaría arreglar lo relativo a mis honorarios – dijo con notoria
incomodidad.
- Claro. Me gustaría saber cuánto carga usted por una hora para
establecer una cantidad determinada. No es que desconfíe de usted, por
favor, es que me gustaría saber con anticipación las gestiones que piensa
hacer y las horas que le dedicaría, así podremos mantenernos dentro del
presupuesto que tengo previsto para esto – respondió ella con naturalidad.
Benítez se temía algo como eso y tuvo que explicarle que en Margarita
eso de las horas a la usanza internacional, no funcionaba, señora Kreutzer,
que era mejor cobrar por trabajo completo que por horas, que las cosas aquí,
según se presentaran, se resolvían fulminantemente o se hacían
interminables, que con semejante incertidumbre, era preferible, para ser
más justos, fijar por adelantado el monto de los honorarios. La mitad al
comenzar y el resto al concluir, señora Kreutzer, por favor.
 
 
IX
 
 
José Alberto Benítez miró la puerta por la que Edeltraud Kreutzer había
salido hacía apenas unos minutos y, como cuando era niño, se imaginó que
contaba con un poder sobrenatural para atravesar la madera, alcanzarla en la
calle y ser el cicerone que la condujera a través de los tenderetes de
innumerables buhoneros y buscavidas venidos de afuera, que al amparo de
la utopía populista, habían invadido el bulevar Guevara. Él había querido
acompañarla, se ofreció para llevarla hasta la esquina frente a la iglesia San
Nicolás, donde podría tomar un taxi seguro hasta su hotel, pero ella le dio
las gracias y, con gran resolución, se negó a aceptar su ofrecimiento, muy
agradecida Herr Benítez. Argumentó que ya había hecho sola el camino
desde el hotel a la oficina y que no tendría problemas para encontrar el
lugar donde estaban los taxis, que eso sería sencillo. Benítez, quien había
actuado al impulso de una intuición que le decía que a ella en Margarita
nada le resultaría fácil, declinó ante su firmeza, pero no dejó de
preocuparse. Con Edeltraud Kreutzer en su pensamiento, abrió una carpeta,
la rotuló, puso adentro las copias que había recibido junto con las hojas de
la libreta donde anotó sus observaciones y la dejó en un extremo del
escritorio, debajo de un pedazo de coral que usaba como pisapapeles. Se
sentó en su sillón y contó el dinero que ella le adelantó en pago por sus
servicios, muchas gracias señora Kreutzer, puso los pies encima de la mesa
lateral donde tenía la computadora, cruzó las manos detrás de la cabeza y
dejó para su mujer la preocupación de estirar al máximo aquellos billetes.
Los ruidos del exterior llegaban hasta su oficina asordinados por la
distancia y se fundían con la luz del atardecer para crear una atmósfera que,
desde su infancia, lo cautivaba. Los rayos de sol que a esa hora se colaban
entre las persianas de la ventana teñían de un color cada vez más anaranjado
los libros del anaquel en la pared, a su izquierda. Libros de su padre, la casi
totalidad de ellos, clásicos del derecho que se mantenían allí, en sus
cubiertas de cuero, ausentes, sin que nadie los hubiera tocado desde su
muerte. Libros obsoletos por el ritmo acelerado con el que las leyes, y hasta
las constituciones, cambian en Venezuela, libros inútiles porque el ejercicio
del derecho estaba reducido a una mera labor de gestoría para la que no era
necesario leer sino tener amigos, viejos o nuevos, verdaderos o comprados,
pero suficientes para navegar con ventura por las aguas turbulentas de las
instancias administrativas y judiciales. La isla de los amigos,
imprescindibles para tanto trámite absurdo, convenientes incluso para
conseguir pescado fresco en el mercado. Esa era la razón por la que Dieter
Schlegel le había enviado a Edeltraud Kreutzer, porque él sabía que sin
amigos allí, ella habría tenido que vérselas con las severísimas leyes y los
inflexibles funcionarios del imperio de la amistad.
Su padre, el doctor Benítez Tabasca como lo llamaba la gente, fue uno
de los copropietarios fundadores del edificio “Las Perlas” a comienzos de
los sesenta. No existía entonces el bulevar peatonal sino la vieja calle
Guevara, que partía a la ciudad en dos mitades. Era una calle ancha,
derecha y tan gentil con los peatones que tenía sombra en sus dos aceras
gracias a sus tupidos y frondosos guayacanes. Bajaba de la plaza Bolívar,
atravesaba el rebullicio colorido y caluroso del mercado y terminaba en el
mar, en un largo y venerable muelle de madera donde amarraban los botes
de pescadores y las lanchas grandes que hacían comercio de cabotaje con
tierra firme. Lugar de confluencia de los pasajeros que venían apretujados
en camionetas Chevrolet y Ford de tres hileras de asientos para ir al
mercado, en la mañana, y para hacer diligencias, comprar en los almacenes,
tomar un café expreso o comer un helado en la heladería “Italia”, en la
tarde. Era el epicentro de la vida isleña desde la madrugada hasta que caía
la noche, con un receso impuesto por la inclemencia del sol entre la una y
las tres de la tarde. Benítez no podía precisar cuándo fue que la Guevara
dejó de ser una calle para convertirse en bulevar cerrado al tránsito de
vehículos; ni el año en que dejaron al puerto sin alma al demoler el mercado
viejo para construir otro lejos del mar; ni el gobierno bajo el cual
desmantelaron el viejo muelle de madera para dejar solamente unos pilotes
aislados y cubiertos de las algas verdes de la contaminación; ni cuándo
partieron, para no regresar, las lanchas grandes que hacían cabotaje con
tierra firme. Muchos años, ciertamente, pero el color y los sonidos que se
filtraban por la ventana para fundirse en el interior de la oficina no habían
cambiado y, gracias a ellos, Benítez podía evocar aquellas otras tardes, las
de su niñez, en las que se iba hasta el bufete para estar con su padre y
volver juntos a La Asunción. Le gustaba quedarse con él en aquel salón
idílico, hacer sus tareas o leer historietas, sentado en una de las sillas de
visitantes mientras su padre trabajaba en sus documentos redactados a
mano. La luz del sol que declinaba y la algarabía sorda de la calle se metían
por la ventana y sacralizaban un vínculo secreto entre los dos, una
complicidad que sentía crecer con cada crepúsculo, que le estimulaba el
deseo de que el calendario corriera al ritmo de sus ansias de ser abogado
para conformar con su padre una yunta, “Benítez & Benítez, Abogados”,
que llevara la justicia a donde nunca antes había llegado. ¿Hasta dónde lo
acompañó aquel sueño infantil? Tampoco lo sabía. Algunos sueños eran
eternos y otros se difuminan con discreción y se sabe que han muerto
cuando se habla de ellos con las mismas palabras que se usan para hablar de
otras muertes. Lo que sí rememoraba con nitidez eran las magnitudes
cósmicas de sus planes de abogado recién graduado en Caracas, a quien el
sueño de volver a Margarita y trabajar con su padre en “Benítez & Benítez”
le quedaba demasiado pequeño. Lo cambió por el proyecto de irse a
Alemania a hacer un postgrado para regresar a Caracas y emplearse como
gran promesa del foro en un bufete transnacional. Pero aunque los sueños
infantiles mueran, no ocurre igual con la sustancia que los alimenta: el
talante justiciero del joven abogado, socio obstinado y distante del bufete
Benítez & Benítez, resultó incompatible con los fríos patrones de una
corporación que, en la consecución del lucro, exigen no involucrarse en los
problemas personales de los clientes, I warn you, mister Benítez not to do it
again. Talante justiciero que comenzó a aparecer en las evaluaciones de sus
supervisores como “dificultades para relacionarse con sus colegas en el
ambiente de trabajo y formar parte de equipos”. Con implacable discreción
fue excluido de los planes de pasantías anuales en Estados Unidos,
Inglaterra o Alemania y comenzó a quedarse retrasado en las promociones
hasta que una reducción de personal, I am so sorry, mister Benítez, puso fin
a su parábola corporativa, good luck, mister Benítez. De allí pasó a
compartir con otros abogados una oficina en el centro de Caracas y
comenzó su interminable travesía de migrante jurídico, de campamento en
campamento entre lo civil y lo mercantil, en busca de las asignaciones que
salvaran cada mes. Desde esa época, sus ingresos monetarios
experimentaron una caída histórica cuya prolongación, en perfecta sincronía
con la del país, alcanzaba al presente: Venezuela y Benítez: 25 años de
crisis económica, bien podía ser el título de su historia adulta. Volvió a
Margarita derrotado –luego que la muerte de su padre levantara la pena de
extrañamiento que se había impuesto a sí mismo para castigar la traición a
su sueño– cuando en su interior la idea del derecho como trabajo y la
justicia como ideal pertenecían a dos universos paralelos y estériles en los
que ninguna expectativa florecía. Por eso, estar en el bufete que nunca fue
Benítez & Benítez, con los muebles, libros, la luz y los ruidos que hacían
tangible la figura de su padre, constituía un recordatorio diario de su
condición de náufrago sideral.
Los encargos como el de Edeltraud Kreutzer, aún si traían consigo algún
dinero, le mortificaban. Se trataba de situaciones sencillas en apariencia,
que se dificultaban enormemente porque clientes como ella creen que la
justicia, limpia, sin sustitutos ni arreglos, es un resultado necesario e
inevitable. Pero en esta geografía la justicia es algo casi imposible de hallar
y si se la encuentra no será en una corte ni en una oficina pública, y para
saberlo, bastaba con entrar a una cualquiera de ellas. La administración de
justicia era como una selva cruel donde cada cual cumplía con su papel en
la consecución del propósito común, del objetivo fundamental de quienes
integran sus instituciones: el arreglo para sobrevivir, para salvar la barrera
mortal del quince y el treinta, y si la justicia ha de brillar, que no sea a costa
propia. Edeltraud Kreutzer no sabía eso y estaba incapacitada para
entenderlo. Su afán era saber cómo había muerto su hijo; tenía la intuición
de que algo terrible le había pasado y atravesó el océano para buscar la
respuesta a esa interrogante. Cualquiera que fuere. Quería tener esa
certidumbre para poder cerrar así la tumba de Wolfgang, que para ella
seguiría abierta hasta no conocer la razón de su muerte. A él le resultaba
obvio que para responder a su angustia lo definitivo sería el informe de la
autopsia. Allí deberían estar registrados los datos que permitieran aclarar si
Wolfgang murió por un accidente o, por lo menos, detalles que, junto a la
carta anónima, sirvieran para fundamentar la hipótesis de un crimen que
condujera a la apertura de las investigaciones criminales. En suma, un
problema que sería sencillo de resolver, mandado a hacer para que la
justicia muestre su mejor cara, pero Benítez había visto demasiadas veces
cómo las expectativas más insignificantes se hundían en el vacío de la
ausencia de justicia. Peor aún, la gente estaba tan acostumbrada a no ver a
la diosa ciega que ya no la echaba de menos y, cuando aparecía alguien
como la señora Kreutzer reclamándola con limpia candidez, temía que esa
falta de memoria colectiva hiciera que la justicia, si aparecía, mostrara su
cara más cruel.
 
 
 
 
 
X
 
 
Desde el balcón de su cuarto, Edeltraud Kreutzer miraba a las parejas
bailar entre los cocoteros del patio del hotel. La música, alegre y sonora,
sostenida sobre un fondo rítmico de tambores, llegaba hasta ella
nítidamente, aunque ciertos golpes de brisa distorsionaban a veces la
melodía. Los músicos, siete en total, con camisas de colores vivos y
pantalones blancos, tocaban y animaban a los bailarines con unas
coreografías montadas con sus propios instrumentos que a la distancia
lucían muy sensuales. Interpretaban esa música caribeña, salsa, que podía
reconocer porque la había escuchado muchas veces, en los bailes que
organizaban los animadores en sus vacaciones con Manfred en el mar del
Norte o, de un tiempo para acá con más frecuencia, en los tanz tee en
Düsseldorf. El baile era su gran afición y había sido una parte importante de
su vida al lado de Manfred, tanto, que de no haber sido por ella nunca se
habrían encontrado. Se conocieron en una academia de danza en Coblenza a
finales del verano de 1955. Las emisoras de las fuerzas militares de Estados
Unidos habían popularizado “Rock around the clock” y ella quería aprender
a bailar aquel nuevo ritmo. Dominaba con maestría la música que había
llegado de América hasta ese entonces, pero la canción de Bill Haley era
otra cosa: un ritmo frenético que le pedía al cuerpo moverse más rápido y
aumentaba las dificultades de las parejas para acoplarse. Y ella no podía
permitirse estar en un baile y no poder danzar como era debido. Por eso fue
a tomar clases en una academia en el centro, no muy lejos de su casa. Allí
conoció a Manfred, aquel joven tímido, apasionado también por el baile, a
quien le asignaron como pareja para la lección de apertura del curso. A
partir de ese día se entrenaron juntos y, aunque nunca llegaron a danzar al
paso desenfrenado ni con las piruetas de otros jóvenes, lograron un grado de
acoplamiento muy elevado, de mayor plasticidad, que les encantaba mostrar
en público. La salsa, la conocían desde hacía pocos años y, la verdad, no
estaba mal. En el club de baile contrataron a un instructor filipino que les
había enseñado los movimientos básicos de las piernas y el cuerpo, que era
lo más difícil; las manos y los brazos, para dar la vuelta a la pareja, se
movían según las pautas del rock de antaño y ellos dominaban esos
movimientos a la perfección. Manfred encontraba el ritmo un tanto rápido
para sus condiciones y le frustraba no poder girar ni mover los pies con la
soltura debida, pero cuando estaba más animado bailaban incluso las piezas
más encendidas y, aunque ella odiaba presumir, se movían mucho mejor
que las parejas de turistas que pegaban saltos entre las palmeras, quienes,
por lo visto, no se tomaban en serio el baile e intentaban cualquier cosa sin
seguir el ritmo. Ella y Manfred sí se tomaban el baile en serio. Bailar fue el
gran entretenimiento de ambos como pareja y, al jubilarse Manfred, se
inscribieron en el Westfalener Tanz Club, exclusivo para retirados. Por nada
se perdían los grandes bailes de disfraces que organizaba el club en
carnavales, la fiesta del verano o el gran baile de Navidad ni dejaban pasar
siquiera uno de los doce sábados anuales, el primero de cada mes, en los
que se reunían para bailar en el salón del hotel Adler en Düsseldorf. Unos
meses atrás, Manfred y ella habían comenzado a tomar clases de tango, el
club había contratado como instructores a una pareja de argentinos, y esa
era otra música que adoraban bailar, les parecía que estaba llena de pasión y
romanticismo. Ambos lamentaron no haber tomado esas clases más
jóvenes, para poner en la danza más fuego, pero, aun así, hicieron grandes
progresos y recibían muchos elogios de sus amigos. Sí, el baile era algo
serio.
El primer sábado de cada mes era una fecha especial para la que se
preparaban con gran dedicación. El jueves previo, ella y Manfred se iban a
Düsseldorf en el tren de las nueve de la mañana –la preferían a Colonia
donde los precios, por los turistas seguramente, eran más altos– a buscar en
los almacenes de la ciudad alguna prenda elegante que lucir en la gala
sabatina. Costumbre que se alteraba sólo el primer sábado del mes de enero,
en cuya ocasión se regalaban en Navidad la ropa de estreno que lucirían en
el baile que inauguraba la temporada. Hechas las compras, menudas en la
mayoría de las ocasiones, una corbata para Manfred, una estola para ella, se
iban a almorzar a un restaurante de pescados cerca del Rin, elegante y con
precios especiales para los jubilados –el menú incluía una copa de vino o
cerveza, sopa o ensalada para comenzar, pescado con papas y vegetales,
helado o ensalada de frutas y café o té por 10 euros, una auténtica ganga– y
regresaban a Evinghoven tan felices como se podía ser. El ritual de los
sábados comenzaba con una cita temprana para ella, en la peluquería, y otra
para Manfred, con su barbero. Al mediodía, antes de regresar a casa,
compraban alguna comida preparada, ese día no se cocinaba, y recogían las
flores apartadas para ellos en la floristería del pueblo. Se aseaban y, por
exigencia de ella, se vestía cada uno por su lado. No se trataba de remilgos
de vieja sino de la convicción fundada en la experiencia de que el
romanticismo entre las parejas no es una inspiración sino un deber y, como
cualquier otro, se tiene que asumir con responsabilidad. La suya era
aproximar la mujer mayor del espejo a la mujer joven que bailaba “Rock
around the clock”, la mujer de la que Manfred se había enamorado, y para
intentarlo necesitaba la soledad. Ella no caía en la estupidez de ignorar el
paso de los años, eso era algo muy visible para pretender hacerlo, y
tampoco era de las que se llenaban de amargura ante las huellas que ese
paso dejaba. Se compensaba con la satisfacción de haber vivido lo mejor de
cada una de sus edades y disfrutaba sus setenta años como antes disfrutó ser
soltera a los dieciocho o madre antes de los treinta. La única regresión que
se permitía era aquella de las mañanas de los primeros sábados de cada
mes, cuando, sola ante el espejo, se esmeraba en arreglarse con el mismo
empeño que el día de su boda. El premio a que aspiraba, y que
invariablemente recibía, era ver repetido en el rostro de Manfred el
enternecimiento de aquella fecha lejana y encontrar en el fondo de su
mirada, a Edeltraud, la novia vestida de blanco, en el esplendor de su
juventud. Encanto que esa tarde los llevaba, tomados de brazos, al salón del
hotel Adler como los desposados que se disponen a abrir su baile de bodas.
Bailaban envueltos en sueños de novios eternos, dispuestos a labrar juntos y
con la paciencia irrompible de los amantes longevos, una nueva noche de
bodas en cuya oscuridad comprensiva habrían de buscarse y en la que, si
todo dependiese del amor que ella y Manfred se profesaban, se amarían
hasta el amanecer.
Pero esa no había sido la historia de los dos meses anteriores: en
diciembre recibió el golpe devastador de la muerte de Wolfgang y su mundo
se había trastornado irrevocablemente. Aún era temprano para sacar cuentas
del daño que ese suceso infausto había provocado y no podía saber si los
sábados bailables, con sus encantos de novios, iban a desaparecer. En medio
de la pena que los aplastaba, era una tontería ponerse a considerar eso o
cualquiera otra cosa. Las dimensiones de su catástrofe eran
inconmensurables y no sabían si ese dolor alguna vez iba a dejarlos en paz.
Manfred y ella valoraban mucho la vida que llevaban en Evinghoven, su
casa, su jardín, sus viajes de vacaciones al mar del Norte, el Westfalener
Tanz Club, sus amigos y los bailes de los sábados. Gente, lugares y
acontecimientos que conformaron el marco de una existencia feliz, pero la
felicidad era un patrimonio muy frágil: con la muerte de Wolfgang se había
desbaratado y los pedazos que antes la componían estaban demasiado
dispersos como para intentar rearmarlos. La alternativa que les quedaba era
darse tiempo, y aunque ellos no disponían ya de mucho, no había otra cosa
que hacer porque desde hacía cuarenta años esa felicidad de ambos se había
construido sobre la convicción de que no les tocaría ver morir a su hijo y el
destino les enseñó una amarga lección: la muerte encuentra sus atajos. Ella
y Manfred debían continuar la vida sin Wolfgang pero, así como con las
vacaciones del mar del Norte, sabían que nunca más sería igual.
 
 
 
XI
 
 
José Alberto Benítez y Pedro Boada se quedaron a conversar en los
bancos de la plaza donde se había reunido la tertulia. El psiquiatra casi no
esperó a que los demás se hubieran ido para contarle a Benítez de su
hallazgo:
- Me puse a revisar un tratado de psiquiatría ruso que tengo en casa y
encontré un trabajo de Viktor Burakief, profesor emérito de la Universidad
de Moscú, sobre Pavel Njatov, un moscovita que vivió una odisea que,
además de revelar las aberraciones soviéticas, describe un fenómeno que se
puede asociar con lo que te sucedió a ti. Pavel Njatov presentó una obra, un
libro de poemas, en un concurso para poetas rusos noveles en 1960. Su obra
era al parecer maravillosa, una poesía nueva y desafiante de los esquemas
rígidos del realismo socialista, absolutamente distanciada de las obras del
resto de los participantes y muy por encima de los adefesios de los poetas
oficiales de la revolución. Por supuesto que semejante poesía no podía
seguir las líneas de creatividad que bajaba el partido, por el contrario, según
los comentarios que recogió el profesor Burakief, las contradecía en todas y
cada una de sus partes. Los miembros del jurado se encontraban en una
encrucijada: no premiar a aquella poesía era un acto supremo de injusticia y
premiarla significaría poner en peligro sus posiciones en la nomenklatura
cultural. No obstante las eventuales represalias, el jurado decidió, por
unanimidad, otorgarle el premio a Njatov. En la justificación de su voto
expresaron textualmente que “leer la poesía del joven camarada Pavel
Njatov es una experiencia de libertad”. Y algo de eso debió tener porque
esa decisión era suicida en la Rusia de Nikita Jruschov. El asunto cobró
interés para las autoridades culturales del partido y se ordenó a la Academia
de las Artes y Literatura de la URSS que interviniera el certamen e
investigara qué había detrás del concurso. Para comenzar, los inquisidores
suspendieron al jurado y revocaron su decisión, consideraron que premiar a
Njatov significaba destruir el esfuerzo histórico del partido por hacer del
arte una actividad enaltecedora de los valores proletarios. Pero no se
detuvieron allí, llegaron a la conclusión de que el libro de poemas de Njatov
era la piedra fundacional de una conspiración literaria, con apoyo de países
extranjeros, cuyo propósito subterráneo era destruir a la sociedad soviética
y a su partido. Si esa poesía llegaba a Occidente su celebridad habría sido
de tales proporciones que, por efecto de rebote, las consecuencias en la
Unión Soviética habrían sido impredecibles. La recomendación final fue
asignarle a la KGB una investigación más a fondo del complot. Pavel
Njatov fue conducido a los cuarteles de esa agencia en Moscú para
someterlo a interrogatorios y a algunas pruebas de escritura. El hallazgo no
pudo ser más sorprendente: el joven escribía como podía hacerlo un
estudiante ordinario de secundaria, sin la menor traza de la cultura, genio y
sensibilidad del autor de los poemas. En las inspecciones que se hicieron en
la casa donde vivía no se encontró un libro que valiera la pena leer, ni
siquiera aparecía registrado como lector en las bibliotecas públicas. Se
interrogó a sus amigos, vecinos y conocidos, y coincidieron en señalar que
el joven Njatov no se destacaba por su intelectualidad, que al parecer lo que
más le interesaba era el deporte y divertirse. La explicación del propio
Njatov no pudo dejar más perplejos a los funcionarios de la policía política:
los poemas que escribió se los habían dictado. Él se sentaba frente a su
máquina y era como si escuchara una voz interior que le recitaba los
poemas que él se limitaba a transcribir en el papel. Cuando le pidieron que
lo hiciera y se los demostrara, les dijo que lo que estaba en el libro era todo,
que no había vuelto a escuchar la voz y que por eso no había escrito más.
Por supuesto que en la KGB no aceptaron su versión y comenzaron a
trabajar otra hipótesis: Pavel Njatov era el instrumento de uno o varios
escritores infiltrados en el estamento intelectual soviético y enemigos del
socialismo que por ser conocidos no podían operar en descubierto.
Creyeron haber dado con la hebra de una madeja de conspiradores
literarios, probablemente con financiamiento de Estados Unidos, que
pretendían socavar las bases culturales sobre las que se apoyaba el poder
proletario. Encontraban lógico que los conspiradores hubieran recurrido a
un oscuro oficinista para, a través de un mecanismo abierto como un
concurso de poesía para principiantes, comenzar la tarea fascista de destruir
la literatura soviética. Decidieron dejar libre a Njatov y vigilar su vida
diaria para detectar a los autores a quienes servía. Se abrieron nuevos
concursos y se conformaron jurados infiltrados por la policía política para
detectar cualquier otro intento de presentar obras contrarias al interés
supremo del partido a través de testaferros. Transcurrido un par de años, la
observación diaria de Njatov no registró incidencias dignas de tomar en
cuenta. Salía en las mañanas de su casa, tomaba un colectivo hasta su
trabajo, pasaba allí el día sin realizar ningún acto sospechoso, regresaba a
su casa y se la pasaba frente al televisor mirando los programas deportivos.
Los fines de semana iba al fútbol o cualquier otro evento atlético, se veía
con algunas chicas, nada extraordinario. En los concursos literarios
tampoco se presentaron obras que llamaran la atención de la policía sino los
bodrios que de ordinario nutrían ese tipo de certámenes. En fin, la cuestión
dejó de ser importante, los costos comenzaron a presionar a la KGB y hubo
de ponérsele término a la investigación. A Njatov lo internaron en un
psiquiátrico, que fue donde el profesor Burakief lo conoció ocho años más
tarde y recogió su caso para incorporarlo a una obra donde trataba
fenómenos que no encuentran explicaciones dentro de la psiquiatría.
Atando cabos sueltos dio con algunos miembros del jurado –apartados a
perpetuidad de la actividad literaria pública– y llegó a entrevistarse con
ellos. Le hablaron de Njatov y su poesía pero no pudo dar con una copia del
libro de Njatov, que jamás fue conocido fuera del círculo de los integrantes
del jurado y de la policía. El original y las copias de la obra, incluyendo una
que Njatov conservaba en su casa, fueron archivados en la KGB pero,
aunque a principios de los noventa el profesor Burakief ubicó el expediente
de Njatov en los archivos de la policía política, el libro de poemas nunca
apareció.
- ¿Y Njatov?
- Murió internado. El profesor Burakief, como los demás, tenía miedo y
no se atrevió a denunciar el confinamiento ilegal y no clínico de Njatov.
¿Una tragedia, no?
- ¡De las peores! – le respondió Benítez indignado.
- ¿Sabes qué pensé mientras leía esta historia? Pensé en nuestro
izquierdismo y no me explico cómo pudimos estar tan ciegos ante actos
como estos. Nosotros aquí dándole vivas a la URSS porque creíamos que el
comunismo era el camino para una humanidad más justa y allá ocurrían
estas cosas, inhumanas en su fibra más profunda, contrarias a los valores
que creíamos defender. Y lo que más me jode es que no estoy seguro cómo
me habría tomado esto antes, en el apogeo de mi ceguera ideológica. Quién
sabe si hasta lo hubiera justificado, la ideología o el resentimiento, que es
casi la misma vaina, hacen que le veas sentido a barbaridades como esas.
- No creo que lo hubieras justificado, tú eres una persona moderada.
- Pues deberías creerlo porque no escapé del síndrome del salvador que
ataca a los militantes de la izquierda y a todos los iluminados: no puedes ser
moderado si te planteas la política como una actividad salvadora. Me
explico, si tú no haces política porque pretendes administrar la sociedad con
justicia sino porque te propones salvarla de lo que tú imaginas es el
enemigo a vencer, no existe la posibilidad de que seas moderado. Tus actos
se basan en la soberbia original de querer ser el salvador del prójimo .
Quienes te adversan no son opositores a tus ideas políticas sino a una
misión cuasidivina y merecen un castigo olímpico. Por eso es que los
dictadores de derecha y de izquierda son mellizos univitelinos, porque el
problema no es la ideología sino la soberbia, la más grande soberbia. Si
Marx y Engels revivieran y se dispusieran a escribir un manifiesto
comunista nuevo, quienes somos auténticamente de izquierda deberíamos
alzarnos y pedirles que no lo hagan, que los proletarios del mundo, unidos,
no queremos que nos echen esa vaina otra vez, que no nos salven, que dejen
que nos jodamos; te aseguro que nos irá mejor. Si eso hubiera sido posible
en el siglo XIX, nos hubiéramos librado de unos cuantos megalómanos que
con esa y otras parafernalias conceptuales ocultaron sus inclinaciones de
déspotas.
- ¿Entonces, ya no eres un hombre de izquierda?
- Estamos en el siglo XXI y ser de izquierda, aquí y probablemente en el
resto del planeta, pasa por lo que algunos psiquiatras llaman la
reconstrucción del yo. Antes ser comunista y ser de izquierda era una
identidad. A partir de 1956, con lo de Hungría, unos pocos, los más
preclaros o menos románticos, como tú quieras, dejaron de creer eso.
Después, en 1968, dejó de ser dogma para la mayoría de nosotros y quienes
para 1989 no cambiaron su visión, ya no tienen remedio. ¿Qué es ser de
izquierda a comienzos del siglo XXI? ¿Cómo ser de izquierda sin estar
identificado con tanto salvador fallido devenido en tirano? Hay que tratar de
ser de izquierda sin el sesgo del salvador, pero eso es muy difícil, está tan
metido dentro del izquierdismo que son como siameses unidos por la
cabeza: quien comparte tus ideas es al mismo tiempo el peor obstáculo
porque también quiere salvarte a ti, por eso si te desvías del camino, te
denuncia. Eso le costó la vida a millones de rusos, de chinos y a unos
cuantos guerrilleros nuestros también. En lo que a mí respecta, sigo
convencido de que vivimos en una sociedad esquizofrénicamente injusta y
que ese es el problema que hay que resolver, no la salvación de la
humanidad según un evangelio político que, excepto los escogidos, nadie
más conoce. Hasta tanto no tengamos clara esa diferencia, seguiremos
pensando como salvadores, como los semidioses que quisieron salvar a los
rusos de leer la poesía de Njatov, por ejemplo.
Pedro Boada terminó su reflexión y permaneció callado, repensando lo
dicho, como si de pronto en su explicación hubiese encontrado la clave para
lidiar con una aguda dolencia espiritual. Benítez no quiso irrespetar su
silencio y aprovechó la pausa para repasar su devenir revolucionario. Como
muchos de su generación, él fue un joven comunista –si es que ese nombre
se le podía dar a alguien sólo por haber cumplido con algunos ritos de la
JC– y llegó a estar convencido de que tenía un papel trascendental que jugar
en la redención de las masas. Sí, él también quiso ser un salvador, pero
hacía mucho que había dejado de mortificarse por ese problema. Muy
temprano, como adulto, comprendió, sin poder decir qué o cuáles
acontecimientos mediaron para ello, que era incapaz de manejar con éxito
su propia existencia y, sabido eso, habría sido estúpido pretender manejar la
existencia de los demás. Por eso se apartó de la política y eventualmente de
la izquierda. Se le agotó la megalomanía que parecía sobrarle a aquellos
que, a pesar de llevar una vida personal desastrosa, insistían, usurpando
cualquier idea, e incluso sin ellas, en conducir al resto de sus congéneres al
fondo del barranco donde moraban.
- La de Njatov es una experiencia que asimilo a la tuya – dijo Pedro
Boada para romper su largo mutismo.
- ¿Sí? ¿Cómo relacionas lo de Njatov con mi sueño?
- Pues me parece buena la tesis del profesor Burakief: hay fenómenos
que la psiquiatría aún no puede explicar sino que se clarificarán con los
avances en el conocimiento de la relación entre lo fisiológico y lo psíquico
en el cerebro humano. En la espera de ese desarrollo, lo que los psiquiatras
podemos hacer es elucubrar. Tu sueño fue una experiencia distinta, menos
intensa y extensa que la de Njatov y debe ser más sencillo encontrarle una
explicación. Con el ruso, la cuestión se complica por el manejo político y
sumarial que le dieron a su historia. Habría sido interesante examinarlo en
la época del concurso para ver de qué se trataba. En mi opinión, es probable
que él haya sido el autor de los poemas y, te repito que no hago sino
especular, quizás haya vivido alguna experiencia traumática que pudo
inducirle una esquizofrenia que lo llevó a actuar así, a inventar que los
poemas se los dictaban y ser consistente con esa versión, pero saberlo con
rigor habría requerido largas y continuas sesiones de trabajo con él.
Burakief lo conoció tarde, Njatov llevaba ya años encerrado en ese infierno,
su salud física y mental estaba deteriorada y no se podían aislar sus
condiciones mentales de aquellas previas a su encierro. Sus posibilidades de
hacer un estudio más comprensivo estaban constreñidas por esa realidad y
por eso lo presentó como un trabajo que buscaba más bien orientar
especulaciones científicas y no a formular un diagnóstico sobre Njatov.
Contigo, las cosas son aparentemente más sencillas y para construir una
explicación bastaría con encontrar el origen del texto. Lo más probable,
como te he dicho, es que se trate de una de tus lecturas habituales. Es algo,
sin duda, intrigante y daría hasta para escribir un artículo en alguna revista
de psiquiatría, quién sabe si me animo. ¿Adelantaste algo de lo que
hablamos?
- Releí algunas cosas de Shakespeare – respondió Benítez con el tono de
alumno que hizo su tarea.
¿Y por qué Shakespeare?
- Por obvio, como en los crucigramas, escritor inglés: Shakespeare. Por
eso y por lo que te dije, que la voz tenía un acento curioso. Pensé que
podría relacionarse con inglés isabelino. Aun en versiones modernas, como
las que tengo en casa, el inglés de una obra de Shakespeare te sonará
extravagante, tú sabes, los giros de lengua, ciertos modos para estructurar
las frases. Y fíjate la coincidencia de la historia que me acabas de contar
con la discusión que ha habido en torno a Shakespeare. Vista la historia de
Njatov, habría que añadir que pudo haber dos Shakespeare o
definitivamente fue uno solo, el teatrero, a quien una voz le dictaba las
obras. ¿Te imaginas esa vaina?
- Pues no te extrañe que entre las tesis de esa discusión exista alguna
como esa, es cuestión de revisarlas, sería por demás interesante.
- En estos días, leí muchos trozos de sus obras en busca de similitudes
entre su lenguaje y el texto que soñé. Aquí te escribí algunos de los párrafos
que más me llamaron la atención –dijo al entregarle unas hojas de papel– y
estoy seguro que no se trató de él. Podrás corroborarlo al leerlos.
- ¡Qué alivio!, así no tenemos que lidiar con un escritor a quien no se
sabe si le dictaron los textos mientras vivía y que, a su vez, muerto, se
dedica a dictar textos de sus obras a gente cuya lengua materna es otra. ¿Tú
podrías encontrar la explicación de algo como eso? – bromeó Pedro Boada.
 
 
 
 
XII
 
 
El médico forense que hizo el levantamiento del cadáver de Wolfgang
Kreutzer se llamaba Antonio Fermín y vivía en la urbanización Santa
Lucía, de La Asunción. Eso fue lo único que Benítez sacó en claro en su
visita a la sede de la policía judicial, pero en Margarita eso era suficiente
para dar con cualquiera. Esa tarde, antes de sumarse a la tertulia, manejó
hasta el lugar y preguntó por la vivienda del médico a varios vecinos hasta
que un hombre, en pantalones cortos y con la camisa completamente
desabotonada, que leía el periódico sentado en una silla recostada contra
un poste de alumbrado público, le indicó una casa pintada de tonos
pasteles y le aseguró que el médico se encontraba allí porque el carro que
estaba estacionado al frente era el suyo.
Benítez tocó el timbre y al rato le abrió la puerta un niño, quien, sin
decirle ni una palabra, corrió hacia el interior a llamar en voz alta a su padre.
Esperó en la puerta sin atreverse a entrar y al rato apareció ante él un hombre
joven, con el aire confiado de quien tiene la costumbre de recibir a
desconocidos. El médico le invitó a pasar, le pidió que se sentara y le
preguntó si tenía algún problema de salud o si se trataba de salir a ver un
paciente en otro lugar. Benítez lo saludó, le entregó la clásica tarjeta de
presentación y le dijo que estaba allí para obtener información sobre un
ciudadano alemán que se había ahogado en la playa en diciembre, que en la
policía judicial le dijeron que él había sido el forense a cargo del
levantamiento del cadáver. Antonio Fermín le confirmó que así había sido y
que se acordaba bien del alemán porque no era frecuente la muerte de un
extranjero. Benítez le puso al tanto de los deseos de su cliente, la madre de
Wolfgang Kreutzer, de su desesperación por saber cómo había muerto su hijo
y que él hacía esa averiguación por cuenta de ella. El médico, como un
autómata, le hizo un resumen que parecía seguir el libreto de las
declaraciones oficiales de levantamiento de cadáveres:
- Llegué al sitio del suceso en la playa El Agua a eso de las cinco y
media de la tarde, una hora después del accidente. A simple vista se trataba
de una muerte por inmersión, un ahogado común y corriente. Hablé con los
agentes uniformados que estaban allí y me dijeron que unas personas
corrieron a llamarlos a la caseta de la playa porque alguien se había
ahogado. Los policías de uniforme no están entrenados para realizar
investigaciones criminales pero sí para tomar nota de algún incidente
previo, una pelea, una discusión, cualquier cosa que pudiera provocar una
reacción violenta y, según me informaron, eso era negativo. Con esos datos,
y lo que a mí me parecía que estaba de bulto, asenté que se trataba de una
muerte por inmersión, cosa que por lo demás no es raro en esa playa, usted
lo sabe. En el sitio estaban la esposa y otra gente que conocían al occiso y
nadie reportó nada anormal. Así que apliqué el procedimiento legal que
usted como abogado conoce mejor que yo.
- ¿Y no vio nada anormal, heridas, golpes o algo así?
- No, yo hice mi revisión de rutina y salvo las marcas normales en el
cuerpo, no tenía señales de violencia, como efectivamente anoté en el acta.
¿Usted ha visto alguna vez a un ahogado? – preguntó después de un corto
silencio.
Benítez hizo memoria antes de contestar:
- Una vez, de niño, vi uno pero es un recuerdo nebuloso. Era un adulto,
un hombre como mi papá. Pero lo que conservo más nítido de ese episodio
es el llanto desgarrado de su mujer, nunca vi a una mujer volver a llorar así,
eso fue lo que más me impresionó.
- Yo he visto demasiados. Los ahogados parece que estuvieran
dormidos. De alguien que duerme un sueño muy profundo, relajado. Eso lo
descubrí con este trabajo, antes suponía que la gente que se ahogaba, por la
angustia, quedaba con alguna crispación corporal, pero no, la muerte parece
que los serena. A veces me presento muy rápido,  poco después de que han
muerto guardan todavía algún calor y entonces la sensación de que duermen
es mucho más real.
¿Y Wolfgang Kreutzer parecía que estaba dormido?
- Sí, como todos.
- ¿Nada sospechoso?
- Se lo dije, allí no había nada fuera de lo común – le insistió el galeno.
- ¿Algún fiscal se hizo presente? – preguntó Benítez.
- Uno está obligado a llamar al fiscal de turno al producirse muertes que
no sean naturales. Pero él me pregunta si la materia tiene alguna relevancia
o si se trata de una muerte, por así decirlo, ordinaria. Si se trata de algo así,
el fiscal no viene sino que la policía llena los formularios y él los firma
después. Ese día no consideré necesario que se molestara en venir y el
levantamiento lo hice con el auxilio de los funcionarios policiales que
estaban allí. No encontré elementos para pensar en algo anormal, para mí se
trataba de un accidente y no habría sido humano dejar al cuerpo allí, horas,
hasta que apareciera el fiscal – explicó con tono pesaroso.
Benítez se representó mentalmente el cuadro y dedujo que el arreglo
tácito del médico y el fiscal se basaba en sentimientos humanitarios pero no
por las víctimas sino por ellos mismos.
- Debe ser terrible un trabajo como el suyo, doctor Fermín. Tener que
acudir a cualquier hora del día o de la noche a encontrarse con escenas tan
duras – dijo Benítez, y se levantó para despedirse.
- Pues ciertamente es así, en particular durante las guardias de fin de
semana. Imagínese lo que significa saber que en cualquier momento el
celular va a sonar y tenga uno que dejar lo que esté haciendo para ir a ver el
cadáver de alguien a quien han apuñalado o le han pegado un tiro...
- O el de alguien que se ahogó en la playa – le interrumpió Benítez
mirándole a los ojos.
- O el cadáver de un alemán que se ahogó en la playa El Agua,
borracho, un sábado en la tarde, en plena celebración del cumpleaños de tu
hijo – completó Antonio Fermín sosteniéndole la mirada, inexpresivo.
Benítez le extendió la mano y le agradeció la atención que le prestara.
El médico le despidió pero antes de que Benítez alcanzara la puerta le dio
una recomendación:
- Hable con el comisario Sanabria en la judicial a ver si ellos recibieron
algún dato posterior que pueda aclarar las dudas de la señora alemana.
Benítez asintió y no hizo comentarios porque consideraba inútil decirle
que esa mañana había visitado la policía y, aun cuando lo esperó varias
horas, no pudo hablar con Salvador Sanabria.
 
 
 
 
 
 
 
XIII
 
 
Benítez evitaba ir a la playa los fines de semana para no someterse a las
incomodidades provocadas por la invasión de los bañistas que ocupaban
todos los puestos de estacionamiento y congestionaban los locales de
comida. Si quería disfrutar de un buen rato de mar, se ponía de acuerdo con
Elvira para ir hasta allá el mediodía de un jueves o viernes cualquiera,
tomar un buen baño y comer pescado con tranquilidad bajo las palmeras en
su quiosco favorito, “El Corocoro Morado”. Local del que era cliente no
tanto por la comida sino por disfrutar de las atenciones y la divertida
conversación de William, su propietario, un caraqueño enteco, de ojos
avispados, con la piel tostada por tanta intemperie caribeña y con una
capacidad inagotable para hacer amigos. Se había instalado en esa playa
hacía muchos años, cuando el lugar era “un peladero de chivos”, como solía
decir, y sembró con sus manos muchos de los cocoteros que le daban
sombra. Era, por antigüedad y vocación, el cronista de lo que acontecía en
la biosfera de la playa y nada se movía en ella sin que él lo supiera. Por esa
razón y por estar consciente de que el encargo de Edeltraud Kreutzer lo
ponía a trabajar contra reloj, Benítez se encontraba en “El Corocoro
Morado”, un sábado, solo, a pesar de que, más que el sol, lo sofocaba la
gente en la playa.
- ¿Renata Kreutzer? ¡Claro que la conozco! Esa es una alemana que
tiene un quiosco como a doscientos metros de este. El marido, Wolfgang, se
ahogó en esta playa, cerquita de aquí, hace como dos meses – le respondió
con el acento bailable de Caracas.
- ¿Y Wolfgang era un buen amigo tuyo? – repreguntó Benítez.
- Wolfgang era un buen tipo, respetuoso, no se metía con nadie aunque
tampoco hablaba mucho. A mí me saludaba con educación pero nunca fue
más allá de eso y te confieso que ese chamo ha sido de los pocos mortales
con quien me ha pasado esa vaina. Al principio, y muy contadas veces, se
reunía en su quiosco con algunos de sus paisanos pero, de año y medio para
acá, con quien se le veía más a menudo era con un gordo con barriga de
cervecero que por la pinta era margariteño.
- ¿Y de la jeva no eres amigo? – inquirió Benítez mimetizado con el
hablar de su contertulio.
- La jeva es otra marca de gente. Antes se la pasaba metida aquí,
mientras era novata en el negocio, me preguntaba por todas las mañas y
aprendió más rápido que nadie. Renata es una mujer muy simpática y está
muy buena, lo que viene a ser una combinación rara porque por lo general,
y tú lo sabes, las jevas que están así de buenas son culoapretao y no le
paran a nadie. En la playa no había quien no se la quisiera coger, sin dejar
por fuera a este pana que te habla, y a lo mejor era por eso que el Wolfgang
andaba siempre serio, con cara de arrecho. Tú sabes cómo es la vaina aquí,
si te agüevoneas, te cogen a la mujer y te cogen a ti – dijo con una risotada
para celebrar su chiste.
Benítez, por elemental respeto a Edeltraud y por lo que podía haber
detrás de la muerte de Wolfgang, no encontró gracioso el comentario sino
más bien vulgar. William se alejó para ayudar al mesonero con unos clientes
que ocuparon una de las mesas debajo de los cocoteros. Benítez admiró su
habilidad para envolver al grupo con la gracia de su hablar gestuado y
pensó que si el oficio de quiosquero no hubiera existido él habría registrado
la patente.
- ¿Y tú no vas a tomar nada? – le soltó al regreso. – ¿Qué crees tú, que
este negocio lo paga el gobierno? Tómate un whisky con hielo y agua de
coco para que se te pase el calor.
Benítez aceptó la oferta del whisky pero lo prefirió con soda; estaba
convencido de que el escocés con agua de coco demostraba mejor que
nada sobre la tierra que dos cosas buenas juntas pueden hacer una mala.
William lo dejó para prepararle el trago y Benítez se puso a contemplar la
playa, la extensión de palmeras verdes y arena blanca bañada por un mar
de olas rotundas que, hasta donde le alcanzaba la vista, mostraban sus
crestas de espuma. De niño hacía lo mismo, se ponía a divisarlas
encantado tratando de descifrar el misterio de su origen, pensaba que
debían venir de muy lejos pero no sabía de dónde. “Vienen del África”, le
dijo un pescador, una tarde de domingo. “Esta playa está en línea recta
con el continente africano y las marejadas vienen de por allá, después de
cruzar el océano de costa a costa. Por eso es tan peligrosa”. Benítez nunca
compartió ese dato con nadie y hasta que su ignorancia le permitió ser fiel
a esa improvisada clase de geografía, disfrutó en secreto de la gracia de
poder zambullirse en las mismas olas espumosas en las que ya lo habían
hecho los niños africanos.
William retornó con el trago, y con un plato de tostones de plátano
regados con queso blanco rallado por los que sabía que el abogado tenía
debilidad, y se sentó enfrente dispuesto a continuar la plática. Era muy
zamarro para creer que la presencia de Benítez y su interés por los Kreutzer
fuese una casualidad y demasiado curioso para dejarlo ir sin intentar sacarle
la razón real de su visita. Esa era la parte más placentera de su oficio:
enterarse y contar secretos de la gente. “El chisme atrae más clientes que la
comida”, decía muerto de la risa y sin el menor temor por cómo lo tildaran.
Mas no le hizo preguntas ni se mostró suspicaz con Benítez, jugó sus cartas
con prudencia y lo dejó para más adelante. Como el pescador, sabía que si
no tiraba del cordel oportunamente, el pez lo dejaba sin carnada, pero si
tiraba demasiado pronto, se le escapaba y, por ser un conocedor profundo de
las técnicas del interrogatorio y de la pesca a mano limpia, William decidió
esperar.
- Yo recuerdo haber leído en la prensa que unos testigos decían que el
tipo y que no estaba tan adentro y que encontraron raro que se hubiera
ahogado – dijo Benítez esforzado en que el comentario pareciera casual.
- Bueno, tú sabes cómo es la vaina aquí en esta playa con los que se
ahogan: estaban cerca y nunca cometieron imprudencias. Wolfgang conocía
bien la playa y a lo mejor no abusaba en ella, pero eso es lo que dicen de
cualquier ahogado.
- ¿Y nadie comentó nada distinto a lo de ahogarse, un infarto, un
derrame cerebral, cualquier cosa de esas que le da a la gente? He oído
hablar de personas que han comido mucho, se meten al agua y les da un
yeyo.
- Lo de un infarto o un yeyo no sé. Al principio, recién llegados, él se
veía bien, tú sabes, un tipo grueso pero tallado y no parecía candidato a
infarto. Últimamente estaba gordo y tenía una barriga puyúa, de cervecero,
quién sabe cómo estaba por dentro. Si de lo que se trata es de buscar la
razón por la que Wolfgang se ahogó, lo más lógico sería pensar que estaba
borracho, porque ese chamo bebía mucho, se la pasaba en una sola curda. A
lo mejor fue por eso, estaba borracho, lo agarró una resaca de esas fuertes,
no pudo defenderse contra la corriente y se ahogó como un pendejo.
-¿Y eso de ser borracho no le causaba problemas con la mujer? Esas
cosas suelen traer peleas – dejó caer Benítez antes de tomar un sorbo de su
trago.
William sentía que la oportunidad de tirar del cordel se acercaba y lo
tensó un poco:
- Claro que sí. Hace como un año se comenzaron a rodar unas bolas que
tenían que ver con los Kreutzer. Según decían, estaban mal como pareja, la
jeva y que se lo quería sacudir porque el tipo y que no le paraba ni a ella ni
al negocio.
- ¿Cómo era eso?
- El cuento es que Wolfgang arrancó muy bien aquí, y eso me consta,
pero pasado como año y pico, de repente, se fue desentendiendo de la
mujer, del negocio y de todo. Eso lo sé porque los sábados y los domingos,
que tú sabes cómo son aquí de jodidos, uno no lo veía sino en la tarde y
borracho. Dónde estaba y qué hacía, no lo sé, porque al dejar la playa cada
cual está en lo suyo. Yo de lo que te puedo hablar es de lo que pasó aquí:
una tarde, como dos meses antes de ahogarse, Wolgang llegó al quiosco
pasado de tragos y, tras una discusión con la mujer, corrió hacia el agua,
gritando vainas en alemán, que y que se quería ahogar, según me dijo un
paisano suyo que estaba cerca y lo escuchó. Se metió mar adentro y si no es
porque lo rescatan unos surfistas, se hubiera ahogado como un bolsa. Como
pudieron, lo trajeron hasta la arena y allí lo agarramos entre varios y lo
llevamos a su quiosco. Tú sabes, la solidaridad y la vaina. Lo sentamos en
una silla y, como lo sentamos, así se quedó, con la mirada perdida sin decir
ni una palabra. Y la jeva, tranquila, ni lo miraba. A mí, eso me pareció
rarísimo pero como los alemanes son tan distintos a nosotros y no le
encuentras explicación a muchas de las vainas que hacen, no le di tanta
importancia. Lo que sí te puedo asegurar es que si hubiera sido yo quien de
vaina no se ahoga, la mujer mía hubiera estado desesperada y compungida,
y no hubiera parado de llorar y de sobarme.
Benítez no pudo evitar la risa ante la sencillez con la que William
resolvía el problema de las diferencias culturales.
- A raíz de ese incidente aquí en la playa, una persona, muy en reserva
porque esa es una cuestión delicada, me dijo que el intento de suicidio vino
porque el Wolfgang y que sorprendió a Renata en una vaina – y acompañó
la última palabra con una mirada de sátiro y un movimiento con la mano
derecha que ilustraba con vulgaridad la connotación sexual de lo que
afirmaba.
Benítez abandonó su discreción y, a pecho descubierto, preguntó:
- ¿Lo sorprendió en una vaina con quién?
El flaco entendió que el pez había picado y tiró del cordel:
- Benítez, tú nunca vienes a la playa los fines de semana y mucho
menos solo, de repente te apareces por ahí y de saludo me preguntas que si
conozco a Renata, me empiezas a preguntar por Wolfgang y que si esto, y
que si lo otro. ¿Cuál es el interés tuyo ahí? ¿Hay algo por ahí que no me has
dicho? Tú sabes cómo es este negocio, yo te doy y tú me das – dijo con una
sonrisa cómplice.
Benítez sabía que comunicarle a William su verdadero interés en el
episodio de la playa tendría el efecto de un noticiero radial y juzgó que eso
sería inconveniente, pero necesitaba darle a William algo que alimentara su
voraz curiosidad. Le dijo que ciertamente él no venía los fines de semana
pero que en La Asunción estaba haciendo mucho calor y que había venido
solo porque su mujer tenía que ir a Porlamar a comprar algunas cosas. Por
la línea más oblicua que pudo seguir, le refirió que sabía del accidente
porque había conversado durante esa semana con el Cónsul alemán y éste le
había pedido que le averiguara algunas cuestiones relacionadas con el
incidente para un informe que debía hacer.
- El Cónsul me dijo que había recibido de Alemania una comunicación
de los familiares del señor Kreutzer y, al parecer, no estaban conformes con
la explicación que recibieron. Los familiares quieren saber con exactitud
qué fue lo que pasó. Eso es una norma para quienes sufren una pérdida así
de grande, algo que al parecer está relacionado con el manejo del duelo, es
una necesidad imperiosa de cerrar el capítulo de la muerte para comenzar el
proceso de recuperación – le explicó y refugió su mirada en el plato de
tostones para protegerse de los ojos inquisidores del quiosquero.
William anotó el dato y en algo se sintió recompensado, aunque
presentía que Benítez no le decía toda la verdad. Eso, lejos de contrariarlo,
le estimulaba a continuar el duelo, él era un pescador paciente y sí no podía
sacarle nada a Benítez, su quiosco estaba lleno de otros peces.
- Lo cierto es que no se sabe qué fue lo que pasó ese día en que trató de
ahogarse. La versión que la mayoría maneja es que Renata escondió el
dinero de la caja y no quiso dárselo cuando él se lo pidió. Sin embargo,
como te dije, un pana me contó que fue por celos con Richard, un empleado
que tienen allí. Según parece, Wolfgang hacía tiempo que quería despedirlo
pero ella se oponía y discutían por eso. Esa tarde, como te dije, Wolfgang y
que los encontró en una vaina y por eso fue que se volvió loco.
- La gente habla mucha paja, William – apuntó Benítez.
- Es posible pero aquí como que hay algo de hueso porque de un par de
semanas para acá, por varias partes, me ha llegado el rumor de que
efectivamente Renata está empatada con Richard. Y la vaina como que es
verdad porque el chamo no la deja sola nunca. Él es un tipo muy echón que
cree que tiene a Dios agarrado por las bolas y se la pasa con ella pa’rriba y
pa’bajo, el día entero, restregándosela a uno en la cara, como nuevo rico,
pues. Para rematar, es celosísimo, cuando todavía Wolfgang estaba vivo,
uno no podía ni acercársele a Renata porque al que le daban unos celos del
quinto carajo era a Richard. Tú sabes que no hay negro a quien no le guste
cogerse a una blanca, pero éste como que se pasó de maraca. Si tú los ves
ahorita en la playa, está claro que ella es la patrona y él es el empleado. Eso
es lo que se percibe de entrada pero también llegan y se van juntos y uno no
sabe cómo es la figura cuando no están aquí.
- Entonces podemos concluir que la gente habla paja, pero también es
posible que sean amantes – trató de precisar Benítez.
- Exacto. Pero tienes que añadir que el principal hablador de paja es el
propio Richard porque, según me dijo un pana que es amigo de él, apenas
se tomaba unos rones y que les contaba que se cogía a Renata desde antes
de que muriera Wolfgang.
- Qué poco caballeroso – exclamó Benítez con desagrado.
- ¿Qué te pasa Benítez? Tú sabes cómo es la vaina, si uno llega a
cogerse a una tipa como esa y no lo cuenta es como que no te la hubieras
cogido. Malo es que sea mentira y lo cuente como verdad, eso sí que no lo
hace un caballero.
- ¿Y ella sabe que hay esos comentarios? –inquirió Benítez.
- Si lo sabe, se comporta como que no lo supiera. A mí me da la
impresión de que a esa jeva le importa un carajo lo que digan, ésa no es
como las margariteñas que se mueren si hablan una pajita de ellas.
Benítez no podía estar más complacido con su visita a William. La
gracia con la que adornaba sus comentarios le hicieron olvidar el enjambre
de bañistas a su alrededor y le habían devuelto el humor perdido desde la
mañana ante la idea de tener que venir a la playa El Agua. Estaba muy
satisfecho por la cantidad de información que el quiosquero le suministró y
obtenerla en otras fuentes habría sido muy difícil. Entre agradecido y
admirado, le preguntó a William:
- Dime una cosa, ¿cómo haces para enterarte de tanta vaina?
William sintió que podía de nuevo tirar del cordel:
- A uno le llegan las cosas. El que pasa, así como tú, deja un poquito y
poco a poco completas la historia. Por eso te pregunté cuál era tu interés
porque así te puedo ayudar más adelante, preguntando por aquí y por allá,
tú sabes...
- Te lo dije: quiero responder las preguntas que me hizo el Cónsul
alemán – insistió Benítez antes de apurar el resto de su trago.
William lo miró con la resignación con que los pescadores miran el
anzuelo limpio.
 
 
 
XIV
 
 
Camino del quiosco de los Kreutzer, José Alberto Benítez repasaba la
información que había obtenido de William. Algunas cosas parecían
comenzar a definirse: Renata, presumiblemente tenía a su empleado por
amante; Wolfgang Kreutzer era un borracho que, sin importar las razones
que lo empujaran a hacerlo, por lo menos una vez había intentado quitarse
la vida y bien pudo ser que en un segundo intento hubiera tenido éxito. Se
le antojó que el suicidio de Wolfgang sería una pésima noticia para la
señora Kreutzer, peor noticia que cualquier otra, temía, y deseó que tal cosa
no hubiese ocurrido.
El núcleo del quiosco de los Kreutzer era una muestra de las
construcciones del gobierno regional en playa El Agua: una pesada
estructura de bloques y cemento que no se parecía en nada al Caribe. Una
auténtica tragedia estética, y hasta ecológica, que obligó a los
concesionarios a realizar reformas para hacerlos menos chocantes a los
clientes y más humanos para quienes debían trabajar en ellos. La
remodelación del quiosco de los alemanes incluía un tablado de unos
ochenta metros cuadrados, protegido del sol por un techo que combinaba
lonas de distintos colores y hojas de palma tramadas por artesanos
indígenas, que dejaba apartado en una esquina, como cocina y depósito, al
adefesio de cemento, y se abría al mar como un abanico. Estaba delimitado
por plantas ornamentales, uveros, colocadas en unos porrones de barro, que
crecían hasta una altura superior a la de los clientes sentados, para
protegerlos del viento que venía con las olas. Las mesas, unas quince,
estaban cubiertas con manteles a cuadros blancos y rojos y distribuidas en
un patrón simétrico. El bar, opuesto a la cocina y fuera del entablado,
ocupaba un pequeño caney pintado de alegres colores, con techo de hojas
de palma de prolongados aleros, para dar sombra a los clientes que
preferían la barra. De cada una de sus cuatro columnas colgaba un frondoso
helecho que se desparramaba hasta alcanzar el suelo y le proporcionaba un
verdor refrescante. La arena entre el quiosco y el bar había sido peinada con
un rastrillo que le dejó marcados unos surcos muy delgados y rectilíneos
que trasmitían una sensación de orden. El lugar en su conjunto estaba
impecablemente limpio y la lista de platos y tragos, en español y alemán,
era extensa, la más extensa de la playa, se atrevió a predecir Benítez. El
nombre, Nordsee, le llamó la atención y supuso que detrás de esa
denominación habría razones mercantiles porque no creía que alguien, ni
siquiera un alemán, pudiera sentir nostalgias por el mar del Norte frente a la
transparencia azul y verde de aquella playa.
Se sentó en una mesa equidistante de la cocina y del bar. Desde allí, al
levantar la mirada, distinguió a Renata Kreutzer, no podía ser otra, quien
atendía a un grupo numeroso de turistas extranjeros, alemanes
probablemente, sentados en un mesón largo y angosto, como los de una
cervecería bávara, improvisado bajo las palmeras al frente del quiosco. La
observó mientras tomaba notas de los pedidos, hacía indicaciones sobre el
contenido de la carta,  daba explicaciones y repartía unas sonrisas que
habrían reconciliado con la vida al más desalentado de los humanos. A
Benítez no le pareció una mujer bonita, su cuerpo bien proporcionado, el
tono de sus músculos, el color de su piel y la vitalidad que de ella emanaba
le arrancaron de la memoria un calificativo distinto, una de esas palabras
que fuera de la isla significan otra cosa, palabra poco usada en el presente
pero que consideró perfecta para describir a Renata Kreutzer, porque ese
término ambiguo y amplio, tan propio de los margariteños de antaño,
contenía a plenitud el atractivo de aquella mujer que, sin ser bella de
necesidad, concentraba las misteriosas cualidades de la hembra que
estimulan las gónadas de los hombres y hace impostergable el apetito por
yuntarse con ella: aseada, Renata Kreutzer era la más aseada de todas las
mujeres. Sus ojos eran claros y brillaban con luz propia en una cara que
hubiera sido clásica de no ser por una boca grande de labios gruesos y una
nariz ligeramente aplastada. Desde su esquina no podía detallar sus dientes
aunque en la distancia resaltaban, blancos, en un rostro que no le pareció
bronceado sino de un color que comparó con el rojo carnoso que da a los
mangos el sol de la mañana. Tenía el cabello rubio y, quizás por el contacto
permanente con el aire salado, unos rizos suaves que se volcaban,
abundantes, sobre unos hombros derechos y definidos. Benítez, que sentía
por las clavículas femeninas una inalterable debilidad, se fijó que las de ella
eran perfectas. Su torso de guerrera nórdica, con los pechos grandes y
salpicado de pecas, estaba delineado por el tope de un traje de baño
amarillo que se angostaba en la cintura y se perdía bajo un trapo de colores
chillones que usaba de falda. Pasó rauda en dirección al bar, sin mirarlo,
con un paso atlético y firme que parecía elevarla del piso y soliviantaba sus
nalgas de inspiración africana. Una mujer aseada, como habría dicho su
abuelo, con sobrado potencial para hacer feliz al hombre más miserable y,
tal vez más, miserable a quien ya era feliz.
En el bar atendía un hombre joven, vestido con un pantalón blanco de
algodón y una franela de tenis azul añil en cuyo lado izquierdo, justo sobre
el corazón, como si retozara al sol, tenía el emblemático cocodrilo verde.
Benítez había tenido una de ésas, amarilla, que se le consumió de tanto
usarla y cuando quiso reponerla no pudo porque el precio lo espantó. Le
dio la impresión que la de Richard, tenía que tratarse de él, era nueva, de
las que él no se atrevió a comprar, y no pudo evitar que le floreciera la
envidia que ya había tratado de ahogar al conocer a su supuesta amante.
Una envidia razonable y proporcionada, pensó, pero torcida como toda
envidia. Completó el examen de la apariencia del empleado y admitió que
tenía los atributos suficientes para satisfacer las exigencias de las mujeres
que se deciden por un corpore sano sin molestarse en revisar el estado en
que se encuentra la mente. Richard era un tipo alto, calculó que debía
medir unos quince centímetros más que su uno setenta, con una cabeza en
armonía con su cuerpo y el pelo negro, enmarañado, muy corto. Tenía el
cuerpo ágil y fuerte de los animales cimarrones de sabana y unos ojos de
tigre que pretendían ser amables. Su piel morena develaba un mestizaje
más aliñado que el de Benítez y eso le produjo una alegría pequeña que si
bien no vaciló en catalogar como una expresión de racismo, la consideró
una compensación justa por la mucha ventaja que Richard le sacaba en
otras comparaciones.
El joven se acercó a su mesa para preguntarle, cortés pero sin
zalamerías, qué deseaba y, sin detenerse, le recitó varias opciones del menú
del día. Benítez lamentó que no fuese Renata quien viniera por su orden y
se preguntó si el Nordsee estaría sujeto a una división lingüística del
trabajo: ella se encargaba de los extranjeros, como los del mesón y los que
ocupaban otras mesas, y Richard de los pocos clientes criollos como él. Le
dio las gracias y le dijo que ya había comido pero que, por favor, le trajera
un whisky con soda. El joven regresó al bar y se dedicó a preparar los
tragos que tenía pendientes. En un par de ocasiones sus miradas se
cruzaron y Benítez no supo distinguir si lo que reflejaban sus ojos era
curiosidad o recelo. Hizo un esfuerzo para no prejuiciarse por los
comentarios de William y quiso suponer que se trataba de una curiosidad
normal por un cliente nuevo. Aunque si era desconfianza, no dejaba de ser
comprensible, porque si de veras Richard se había levantado a semejante
mujer, tenía que saberse muy afortunado, y una fortuna como esa
probablemente era más perecedera que cualquiera otra. Nadie podría
culparlo si se aferraba a ella con uñas y dientes y se mostraba desconfiado
ante otro macho. El whisky de Benítez llegó de la mano eficiente de una
empleada que se movía entre la cocina y el bar, según era solicitada. Bebió
de su escocés sin prisas, disfrutando de la tranquilidad que allí se respiraba,
le costaba creer que en un ambiente como ese se hubiese urdido un crimen.
Ambiente que si hubiese tenido que describir con una sola palabra, habría
dicho armonía, en el Nordsee se respiraba armonía.
Renata pasó frente a la mesa que ocupaba Benítez al terminar con los
pedidos de los turistas alemanes y, de nuevo, a la vuelta de la cocina, con
una cesta de panes y algunos platos vacíos. Fue en ese tránsito cuando
registró la presencia del abogado y lo saludó con una rápida inclinación de
cabeza y una sonrisa que lo forzó a beberse un largo sorbo de su escocés
como si fuera una pócima contra embrujos. Pasó otras veces, con los tragos
que entre ella y la empleada llevaron al mesón de los turistas, y con la
comida, antes de acercarse a él para preguntarle si ya había ordenado algo
para comer. Tenía una voz de tonos graves, con registros de viola, y un
fuerte acento alemán que le daban un toque de sensualidad a su español de
niña.
- No, gracias, vine aquí para verla a usted – le respondió Benítez.
Ella lo miró largamente, confundida con una frase que se parecía a uno
de los muchos ataques masculinos que estaba acostumbrada a escuchar
aunque ni la entonación que él utilizó ni la expresión de su cara se
correspondían con las palabras, y decidió sortearlo con gracia:
- ¿Ya usted vio, qué come para celebrar eso? – le preguntó con una
mirada indescifrable.
Benítez se arrepintió de sus palabras y se culpó por haber provocado un
malentendido que, de dejarlo correr, habría contaminado de galantería
caribeña una relación estrictamente profesional. Por esa razón, y sin que ésa
hubiese sido su intención al acercarse al Nordsee, entendió que le tocaba
jugar con sus cartas bocarriba. Se levantó de la silla y con la formalidad que
el lugar permitía, se presentó:
- Lo siento, no vine a comer, soy José Alberto Benítez, abogado de la
señora Edeltraud Kreutzer. Ella me encargó algunas gestiones y quería verla
a usted para acordar una cita y, de ser posible, hablar de ellas – le dijo,
tratando de no parecer agresivo. – Le ruego que me perdone que haya
venido en horas en que está tan ocupada – añadió.
Renata reaccionó con la tranquilidad de alguien que ha esperado que algo
como eso ocurriera en cualquier momento. Le pidió a Benítez que la
excusara, que pondría algunas cosas en orden y volvería para atenderlo. Se
dirigió con paso seguro hasta el bar para hablar con Richard y la impresión
de Benítez fue que ella no le consultaba nada sino que estaba dándole
instrucciones. En unos minutos se desentendió de Richard para ponerse a
revisar el talonario de cuentas de las mesas y, al terminar, se dirigió a la
empleada y le dio algunas indicaciones. Richard se fue a cumplir con su
encargo y, camino de la cocina, le mostró a Benítez el brillo amarillo y hostil
de sus ojos de tigre, una declaración de guerra que sustituyó a la mirada
amistosa con la que lo había recibido un rato antes. Renata regresó a su mesa
y solicitó su aquiescencia para sentarse, a lo que Benítez respondió con la
diligencia de un caballero de la vieja usanza.
- No estoy sorprendida que Frau Kreutzer busca un abogado – fue su
comentario.
- ¿Por qué no le sorprende? – preguntó Benítez, dejando que ella
impusiera el curso de la conversación.
- Nosotras nunca relacionamos bien. Pero mejor que buscó a usted para
negociar conmigo.
Benítez le propuso que lo visitara en su oficina el lunes o martes de la
semana siguiente, cuando estuviera menos ocupada, pero ella le rogó que
resolvieran allí la conversación pendiente, que prefería eso a perder una
tarde o una mañana en el bululú de Porlamar.
- Tengo papeles organizados y copias de facturas y cuentas bancarias
aquí y en Alemania – dijo ella al presentarse la empleada con un fajo de
carpetas. – Usted puede llevarlas – completó, y lo puso sobre la mesa.
Benítez, acicateado por la curiosidad, dio un vistazo a las tres carpetas,
una por año, que parecían ser un riguroso inventario de los negocios
personales de la pareja, para después dejarlas a un lado con la promesa de
que las revisaría con más cuidado en su despacho. Ella asintió y pasó a
informarle que tenían un abogado –le mostró una tarjeta de presentación
engrapada en una de las carpetas– con quien adelantaba los trámites de la
herencia y que podía aclarar cualquier duda con él.
- Hay algunos objetos personales de Wolfgang, un reloj, unos juguetes
de su infancia, unas fotos que ella querría tener, si usted no tiene
inconvenientes.
- Kein Problem. Yo los manda a su oficina – respondió Renata sin carga
emotiva alguna.
Benítez entendió que, en lo que se refería al aspecto patrimonial, no
quedaba nada por considerar y, vista la resistencia de Renata a visitarlo en
su oficina, decidió que debía intentar obtener de ella alguna información
que apuntara en dirección de cualquiera de las hipótesis que manejaba.
Le dijo que Edeltrud Kreutzer estaba insatisfecha con la explicación que
había recibido de las autoridades sobre la muerte de Wolfgang y deseaba
saber si ella tenía alguna información del incidente que pudiera
tranquilizarla. Le pidió que le narrara los hechos de aquella tarde y ella le
refirió una historia que era el calco de un resumen de noticiero periodístico:
Wolfgang, como era su costumbre, se metió al mar ese sábado, nada
excepcional, y, pasado un rato, apareció flotando bocabajo, nada se podía
hacer por él. Las autoridades vinieron, inspeccionaron el cuerpo y
dictaminaron que estaba muerto, que se había ahogado.
- Al parecer, él nadaba bien y hay testigos que afirman que él no se
encontraba tan adentro en el mar.
- Sí, él fue buen nadador. Se metía lejos, más allá de las olas. Decía que
el mar era más transparente. Los testigos lo vieron cerca pero es difícil
saber.
- ¿Comió antes de meterse en la playa?
- Es posible. Era su rutina.
- ¿Consumió alcohol?
- Sí, tomaba cerveza y ron en la tarde.
- ¿Era posible que estuviera borracho?
- Sí, muy posible.
- ¿Ustedes tenían algún enemigo que pudiera desear hacerles daño?
- No.
Benítez comprendió que por ese lado no encontraría fisuras en la
historia de Renata y decidió adentrarse en campos más sensibles:
- A la señora Kreutzer le informaron que usted tenía un amante y a ella
le sorprende que eso pueda ser cierto – comentó con incomodidad.
- La gente habla muchas cosas. Usted sabe, usted vive aquí – respondió
ella tranquila.
Benítez parecía distraído en quitarle a su vaso la humedad condensada
en el vidrio. Antes de llevárselo a la boca para tomar un nuevo sorbo, le
dijo:
- A la señora Kreutzer no le importa si usted tiene un amante o no. Lo
que le importa es que tal posibilidad no haya conducido a la muerte de
Wolfgang.
- Yo no quería la muerte de Wolfgang. Yo quiero ser feliz aquí. Si él no
está, ¿por qué no puedo buscar felicidad?
Benítez la miró a los ojos y no había en ellos el menor atisbo de maldad,
de la maldad que juzgó haría falta para querer matar a su cónyuge.
- ¿Usted amaba a su marido?
Ella no dudó en contestar
- No, creo que ya no. Él era otra persona.
- ¿Y qué le pasó al Wolfgang que usted amaba?
Ella quiso responder pero no pudo porque se lo impidió el llanto. Un
llanto que aunque parecía venir de muy adentro, la atacó con discreción,
como para que nadie notase que ella lloraba. Benítez era un pésimo lector
de las lágrimas femeninas y, con innumerables y gruesos errores en su
haber, había tomado por regla abstenerse de interpretarlas. Pero se arriesgó
a pensar que Renata no lloraba por Wolfgang sino que lo hacía por ella
misma. Las lágrimas que derramaba en su propio nombre parecían
corresponderse con la evocación de una gran desesperanza.
Renata comenzó a hablar y Benítez sintió que sus palabras no estaban
dirigidas a él. Eran como una queja, un reproche cuyo destinatario, ausente,
no podía ser sino Wolfgang. Comenzó por decir que la idea de venir a
Margarita en un viaje de vacaciones había sido de ella y le costó mucho
convencer a Wolfgang porque él detestaba los viajes largos en avión. Sus
vacaciones fueron fabulosas, las más maravillosas que hubieran tenido
juntos. Era como si de pronto pudieran respirar más hondo, mirar más lejos,
como si sus sentidos hubiesen estado dormidos y se despertaran locos de
curiosidad. Nunca volvieron a ser tan felices, aseguró, y en su voz había
tristeza. Playa El Agua les ganó el alma y vinieron a ella cada uno de los
catorce días que duraron sus vacaciones. Conocieron a un francés, el antiguo
propietario del quiosco, quien un día les confesó que ese había sido muy
buen negocio para él, pero que estaba cansado, quería venderlo y regresar a
Francia. A partir de esa conversación, ella comenzó a soñar con la idea de
volver, comprar el quiosco y establecerse allí. Estaba bien en Alemania, su
empleo no era muy estable, pero cuántos alemanes podían decir eso. Su
problema allá tenía que ver con su vida: era tan predecible que sentía como si
la hubiese vivido toda sin haberlo hecho. Era una mujer de treinta años y,
según las estadísticas, tendría unos cincuenta por delante, pero para ella daba
igual, bien podía no tener ni un día más, porque ya estaba enterada con
plenitud de lo que iba a estar haciendo hasta la hora de su muerte. Vivir en
Alemania se había reducido a esperar, absolutamente pasiva, que los días
pasaran y se cumpliera su ciclo de ser viviente. De este lado, por el contrario,
nada era predecible para ella, vivir aquí era todavía algo natural, incierto, y
eso era lo que ella quería, experimentar la incertidumbre humana de vivir.
Wolfgang prefería lo contrario y estaba muy conforme con los prospectos de
su vida en Alemania pero, aún así, la acompañó en el plan de volver y
establecerse en la isla. Su entusiasmo por la empresa parecía sincero, trabajó
con energía para construir el negocio como lo habían soñado, fue de él la
idea de ponerle el nombre Nordsee, lo cual fue un acierto comercial porque
los turistas alemanes veían el nombre y se acercaban. Aunque Wolfgang no
se lo puso por cálculo comercial sino por un recuerdo grato, de niño, él y su
familia, fueron muchas veces de vacaciones al mar del Norte y hablaba
mucho de eso. Ella no tenía nostalgias de ningún tipo. Consideraba a la isla
uno de esos lugares perfectos para ser felices. De los pocos sitios terrenales
donde la felicidad puede presentarse sola y no hay que esforzarse mucho para
conseguirla. Si basta ver la actitud de la gente para entenderlo: esperan que la
felicidad les pase y parecen estar seguras de que les pasará, que ya es un
modo de ser feliz. Ella lo entendió así, Wolfgang no. Su apreciación era que
Wolfgang y la felicidad no se la llevaban bien. No era que no pudiera ser
feliz sino que tenía una gran indiferencia ante la posibilidad de serlo. Al
menos eso era lo que ella pensaba cuando a él lo atacaban esos estados de
ánimo tristes, cuando se quedaba mirando el mar por horas, carcomido por la
lejanía de Alemania y su mar del Norte.
Renata hizo una pausa en su extenso monólogo y tomó unos sorbos de
agua. Vio que el vaso de Benítez estaba vacío, le hizo una seña a la empleada
para que se acercara y, sin preguntarle a su interlocutor, le ordenó que le
trajera un trago. Benítez sabía que otro whisky a esa hora rebasaba su cuota
diaria pero decidió no contrariarla porque asoció la oferta con su deseo de
contarle más sobre su relación con Wolfgang. Ella guardó silencio hasta que
la empleada volvió con el trago y Benítez aprovechó para buscar al barman
con la mirada; se encontró con unos ojos amarillos de tigre en celo que lo
veían con furia. Para olvidarse del asunto, bebió un largo sorbo de escocés
recién servido. Renata esperó a que él dejara de nuevo el vaso sobre la mesa
para continuar hablando:
- A Wolfgang lo mataron los gallos – le dijo, y, por la cara de
perplejidad que él dejó ver ante esa inesperada afirmación–, a Wolfgang lo
mataron los gallos de pelea – le repitió.
Le contó que a su marido lo consumió la afición más extraña que se
pueda imaginar en un alemán, los gallos de pelea, enloqueció por esos
animales y desde que se enredó con ellos comenzó su abandono, se
lamentó. Ella trató de ayudarlo, alguna vez le pidió que se fuese a Alemania
por unos meses, le rogó que se olvidara de los gallos, pero él ignoró todos
sus llamados. Abandonó el negocio, luego a ella y finalmente se abandonó
él. La tarde cuando se ahogó, ya Wolfgang estaba muerto, sentenció.
De regreso a La Asunción, a medio andar entre la excitación etílica y algo
de resaca, Benítez volvió sobre su conversación con Renata Kreutzer. Ella tenía
treinta años y quería vivir sin saber qué haría en los días que le quedaban hasta
que tuviera ochenta. Pertenecía al grupo humano que es feliz con la
incertidumbre y, si de eso se trataba, acá tenía razones para sentirse muy a
gusto, se dijo con algo de sorna. Quiso y buscó concretar ese sueño y Wolfgang
fue el compañero que escogió para esa travesía por lo desconocido. Al
principio, las cosas marcharon bien pero Wolfgang, desfigurado por una
afición inexplicable por los gallos de pelea, amenazó con llevárselo todo por
delante. El nunca oyó hablar ni supuso que a un alemán le pudieran gustar las
peleas de gallo, mucho menos hasta el punto de perderse. Ella quiso ayudarlo y
no pudo. ¿Qué hizo entonces para salvarse ella y a su sueño? ¿Buscar otro
compañero? Para una mujer como Renata eso no significaría mayor dificultad.
Richard, el celoso con suerte, era un buen candidato y estaba a la mano. Al
evocar ese extraño episodio, ella había llorado y lo que aparecía en su llanto,
creía Benítez, era desesperanza. Ese debió ser el sentimiento que la embargó
durante la prolongada zozobra de Wolfgang. En lo profundo de sus ojos no
había maldad sino desesperanza y se preguntó si no sería un error asumir que la
maldad era la única que podía conducir al crimen, si la desesperanza no sería
por sí sola una fuerza lo suficientemente grande como para provocar la muerte
de ese otro que nos desespera.
 
 
XV
 
 
Wolfgang Kreutzer tenía cuarenta años y nunca antes había visto gallos
de pelea, los animales que habrían de perderlo. Él y Renata acababan de
mudarse a la casa que habían comprado en Paraguachí, cerca de la playa El
Agua, una casa vieja, de la segunda década del siglo XX, les dijeron, con
techo de tejas y cañabrava que hicieron restaurar manteniendo el estilo de
las construcciones margariteñas de la época: sin detalles decorativos
modernos y con espacios abiertos que eran rústicos pero cálidos y
confortables. El patio era grande, cubierto con una grama fina, y estaba
sombreado por unos árboles de mango enormes, rejuvenecidos por una
poda que les redondeó las frondas y les desarrolló un follaje tupido que los
protegía de las miradas indiscretas de los vecinos. Al fondo, se encontraba
un cobertizo con muros de ladrillo y techo de hojas de palma, que servía de
cocina y comedor, al que se llegaba desde la casa por un camino de lajas de
mármol sin pulir puestas sobre la hierba.
Wolfgang había sido parti dario de quedarse a vivir en el apartamento
que ocupaban en la zona turística de Porlamar desde su arribo a Margarita.
Renata, por el contrario, sostenía que parte importante de vivir allí era el
placer del contacto directo con la naturaleza tropical y que encerrarse en un
apartamento era renunciar a ello. Era partidaria de hacer lo que les sugirió
un comerciante bávaro, cliente del quiosco, que era propietario de una firma
de bienes raíces: comprar una casa vieja y restaurarla a su estado original,
utilizando materiales rescatados de construcciones antiguas. El inmueble se
adquiría a muy bajo costo y, al reconstruirlo, su valor se multiplicaba varias
veces, así, si las cosas no iban bien en el quiosco y tenían que volver a
Alemania, podían resarcirse vendiéndolo a muy buen precio. Antes de su
rendición incondicional, Wolfgang observó que vivir en el interior de un
pueblo margariteño los obligaría a entrar en contacto más estrecho con
gente que, según había visto, era ruidosa e invasiva de la privacidad, pero
Renata lo desarmó diciéndole que ellos podían estar aislados si así lo
deseaban y que ya pensaría en algunas medidas para reforzar esa
posibilidad. Hizo que el arquitecto cambiara la planta original de la
vivienda para convertir en habitación principal a la habitación del fondo, la
más lejana a la calle, e instaló en ella un aparato de aire acondicionado, en
lugar del ventilador de aspas de madera y el mosquitero de tul que en un
principio había previsto, para insularse del exterior y sus ruidos. Ante la
contundencia de los argumentos, y la capacidad de Renata para llevarlos a
la práctica, Wolfgang aceptó el proyecto sin nuevas objeciones, sabía que
resignarse era la mejor estrategia. A medida que de las ruinas emergía una
construcción hermosa, amplia y tan armoniosa con la tierra como un árbol
que creciera de ella, la resignación de Wolfgang se transformó en un
entusiasmo vivaz que sólo se veía alterado por la rabia de sus esporádicos
desencuentros con el contratista de la obra y sus trabajadores. Mudados al
nuevo lar, con cada tarde, valoraba aún más la decisión de Renata: la casa
pasó a ser el refugio dulce que compensaba la jornada de la playa y los
cobijaba en una intimidad paradisíaca. La puerta doble de madera gruesa y
el zaguán de cierta longitud los salvaban de los ruidos de la calle y, sentados
bajo los mangos en sus sillas de lona, con café y tortas, disfrutaban la
música que les gustaba escuchar o leían arrullados por el rumor de la brisa
entre las hojas. La hamaca colgada en el cobertizo se les reveló como una
discreta celestina que les abrió el camino a las delicias de un sexo mecido
como un bote entre las olas y a posiciones amatorias de revenido erotismo,
impracticables en la rigidez de una cama. El baño era otro de sus rincones
favoritos y fue diseñado más para el goce del agua en la calidez del trópico
que para satisfacer sus necesidades de higiene. Ocupaba una pequeña
habitación aledaña a la de ellos, estaba iluminado con luz natural que
entraba torrencialmente por una abertura en el techo, la puerta era de baja
altura y tenía encima un rosetón cubierto en parte con las hélices de bronce
de un viejo barco pesquero. Allí, hasta que caía la noche, se daban largas y
refrescantes abluciones sumergidos en una atmósfera de quimérico
romanticismo.
La primera vez que escuchó cantar a los gallos de pelea, Wolfgang se
había despertado en la madrugada y no pudo volver a conciliar el sueño.
Era la tercera o cuarta vez que eso le ocurría en esa semana y se preguntó
cuál podía ser la causa de ese súbito insomnio. En Alemania, en un período
de contracción económica en el que temió quedarse sin empleo, había
sufrido de ciertos trastornos para dormir y, después de consultar a un
médico y de hacerse algunos exámenes para verificar que no se trataba de
una afección fisiológica, le diagnosticaron un estrés emocional derivado de
las preocupaciones por su situación de trabajo. El galeno le dijo que podía
prescribirle algún medicamento, si su sueño se deterioraba aún más, pero
que no haría falta si él era capaz de seguir algunas recomendaciones acerca
de cómo manejar el estrés, acompañadas con la práctica sistemática de
algún deporte o ejercicio físico. Prescripción que, a pesar de su
escepticismo inicial, siguió al pie de la letra: paraba en el trabajo para poner
en práctica ejercicios de relajación y concentración y se afilió a un gimnasio
para obligarse a realizar ejercicios consistentemente. En pocos días, había
recuperado su sueño de animal hibernador y a partir de entonces no volvió a
tener problemas a la hora de dormir. Pero, desde su llegada a Margarita, ese
saludable patrón de comportamiento se había cortado y, por lo visto, llegaba
la hora de restablecerlo. Su vida en la isla no estaba sometida a las tensiones
de trabajo que debía soportar en Alemania, era cierto, aunque en todas las
cosas, o quizás era sólo su percepción, había una gran incertidumbre que
transformaba la actividad más insignificante en una lotería; hasta tomarse
un café pasaba a ser una aventura de desenlaces imprevistos. Los
empleados del quiosco llegaban tarde, los proveedores no cumplían con los
encargos a término, los pescadores no traían el pescado a las horas
acordadas o, sin aviso, no salían a pescar. Sí, eso era lo peor, que nadie
avisaba el incumplimiento. Y le agotaba trabajar así, tratando de seguir a un
péndulo impredecible, enfrentando una pequeña catástrofe tras otra. Al
final, era Renata, y no él, quien estaba equivocada, no había tal paraíso y, si
lo había, no era tranquilo sino lleno de tensiones, mayores, diría, que las
vividas en Alemania.
Miró su despertador, eran las tres y veinticuatro minutos y, batallando
contra el desaliento, cerró los ojos buscando el sueño. A cada tanto, los
abría para toparse con los brillantes dígitos verdes que tercos se negaban a
avanzar, y los volvía a cerrar, con la esperanza de quedarse dormido. Se dio
la vuelta y el aire vivo de las exhalaciones de Renata llegó a su rostro como
una caricia. Abrió de nuevo los ojos y el rostro limpio de su mujer surgió
con lentitud entre las sombras. Se quedó mirándolo con fijo detenimiento,
como si al hacerlo hubiera podido adivinar el contenido de sus sueños, y se
sintió tentado a besar aquella cara que amaba pero no quiso despertarla. Se
contentó con verla un poco más hasta que, cansado de su postura, se colocó
bocarriba con las manos detrás de la cabeza mirando al techo. Trató de
distinguir las cañas pero la oscuridad se cerraba sobre él y se lo impedía. Se
quedó con los ojos abiertos, fijos en la nada, y dejó que fuese su
imaginación la que la atravesara, la que escapara de su cuerpo para elevarse
hasta un punto perdido en la penumbra. Desde allí se miró a sí mismo,
insomne en una cama, al lado de una mujer dormida, en un cuarto oscuro y
aislado del resto del mundo, en un lugar del que hasta hacía un par de años
ni siquiera había escuchado hablar y quiso repasar el rompecabezas de
sucesos que lo dejó encallado como un barco que perdió el rumbo.
Había conocido a Renata en un hotel en las afueras de Hagen, donde fue
a dictar un curso a los empleados que ingresaban al área de gerencia de
locales de la cadena de establecimientos de comida rápida para la que
trabajaba. Había llegado allí un viernes en la mañana y dirigido la sesión
inaugural de entrenamiento que finalizó a las cinco de la tarde. De la
agenda de ese día quedaba aún pendiente la cena de bienvenida a las ocho y,
para llenar el hueco en su horario con algo agradable, se decidió por un
sauna en el spa del hotel. Le pareció fantástico que los vestuarios estuvieran
vacíos y que los demás instructores y participantes del curso hubiesen
optado por otro entretenimiento; no deseaba verse perturbado por la
escandalosa necedad que asalta a los grupos adultos en actividades
profesionales fuera de casa. El salón de sauna era amplio, con tres niveles
de gradas de madera en forma de escuadra y estaba iluminado por una luz
muy tenue. En la entrada, al lado de la puerta, había una parrilla eléctrica
con trozos de roca, blancos del calor, sobre los que un dispensador especial
dejaba caer sucesivas gotas de agua que producían un vapor con suave
perfume a manzanilla. El interior estaba semidesierto, una pareja de
ancianos en una esquina de la grada más baja y una mujer que estaba
sentada en la del centro con las piernas cruzadas y las manos puestas en las
sienes en actitud meditativa eran sus acompañantes. Wolfgang ajustó el
reloj de arena fijo en la pared, se tendió sobre su toalla, bocarriba, en la
grada superior y, poco a poco, sudando a mares, se refugió en el calor, la
humedad y el silencio. La pareja de ancianos y la mujer que meditaba
salieron y otras personas entraron pero sintió pereza de abrir los ojos para
mirar quiénes eran. Salió del sauna cuando la arena había pasado del
recipiente superior al inferior, un cuarto de hora aproximadamente, y se
metió bajo un chorro helado que brotaba caudaloso de una regadera gigante.
El impacto del agua fría sobre la piel caliente le provocó una oleada
revitalizadora que le reanimó los sentidos y le hizo olvidar las horas
aburridas del entrenamiento de los nuevos gerentes. Se mantuvo bajo la
ducha hasta sentir que la piel se le dormía. Se secó con vigor, se puso la
bata que alquiló en el mesón de la entrada y llegó hasta una piscina cubierta
cuya agua entibiada artificialmente desprendía pequeñas columnas de
vapor. Allí, tomó una escalera que, según los letreros informativos,
conducía a la terraza de sol; un rectángulo de unos ciento cincuenta metros
cuadrados, abierto al cielo, dotado de mesas pequeñas, sillas y tumbonas, y
rodeado por un seto tupido para ocultarlo de las habitaciones del hotel que
daban hacia ese lado. Estaba desierta. Wolfgang arrastró una tumbona hacia
la mitad de la terraza donde brillaba con fuerza el sol de junio, se acostó
sobre la toalla y no tardó en quedarse dormido. Su sueño fue corto pero tan
profundo que al despertar se quedó acostado, sin cambiar de postura,
degustando una flojera propia de un amanecer de domingo. Se incorporó
para despabilarse antes de volver al sauna y se dio cuenta de que tenía
compañía. A su derecha, a unos tres metros de distancia, sobre una tumbona
como la suya, dormitaba una mujer rubia de pelo ensortijado que, como él,
había buscado una franja de sol para tenderse. Yacía, de lado, dándole la
espalda, con la cabeza apoyada sobre su brazo izquierdo y las piernas
recogidas en posición fetal. Tenía una bata de baño blanca de verano, cuya
tela, dúctil por el agua y el sudor, se había quedado metida entre sus nalgas
y delineaba el surco que las separaba, mostrando un boceto en relieve de su
sexo. Wolfgang la miró como se aprecia una obra artística, mas esa
fascinación estética fue perdiendo su candidez a medida que a la vista se
sumaron, imaginados, los demás sentidos y, sin proponérselo, comenzó a
soñar con la textura cálida de aquella entrepierna, con el aroma de su
desnudez, con el salobre y el fogaje untuoso que debía emanar de aquella
vulva hidratada que la bata cubría pero no ocultaba. Sorprendido por la
solidez de su ensueño, y con la vergüenza de haber sido tan exagerado en su
indiscreción, se levantó de la tumbona sin hacer ruido, se embojotó en su
bata y regresó al sauna. Allí estaba, solo, cuando entró la mujer rubia del
pelo ensortijado. Se despojó de la toalla que la cubría y se sentó en la grada
superior, al otro lado de la escuadra, en la que él estaba sentado. Al salir del
salón, Wolfgang, además de tener el recuerdo imborrable de su cuerpo
desnudo, sabía que ella era participante en el curso que dictaba su empresa,
que, como él, vivía en Düsseldorf y que se llamaba Renata. Lo que jamás
pudo siquiera imaginar era que cuatro años más tarde estaría con ella
compartiendo una cama, insomne en la madrugada, en una habitación
distinta a todas las que antes conociera, de una casa que no se parecía a
ninguna que hubiera visto, en una isla perdida del mundo.
Convencido de que no volvería a dormirse, salió del cuarto con sigilo
para no despertar a Renata y fue a acostarse en la hamaca colgada en el
cobertizo con la esperanza de encontrar en un amanecer esplendoroso la
compensación a su trasnocho. Afuera reinaba la calma, sólo se escuchaba el
zumbido del aire acondicionado y el canto de algunos grillos como
mampara del conticinio hondo que envolvía al pueblo dormido. Las hojas
de los mangos transpiraban suspendidas en un aire húmedo, densificado por
una oscuridad sin luna ni quiebres de aurora, que presagiaba un día
caluroso. Y fue allí, en esa fracción absurda de su vida, acostado en una
hamaca en medio de la calma chicha de aquella madrugada caribeña,
cuando escuchó cantar por primera vez a los gallos de pelea, los animales
que habrían de perderlo. El primero fue un canto ronco y prolongado,
rompedor de la monotonía de esa hora opaca con una sonoridad que
despertó la vida porque, en seguida, escuchó repiques de otros gallos, el
ladrido de algunos perros y hasta el agite de las hojas movidas por una brisa
recién nacida. En breve, la madrugada se llenó de cantos de gallos, fuertes,
cercanos, plenos de primitiva alegría. No se trataba de cacareos aislados
sino de un auténtico recital, un contrapunto lírico dirigido por la naturaleza
donde a cada canto seguía otro de mayores bríos. No le parecían cantos
ordinarios, creyó percibir en ellos un empeño marcial, un desafío violento
que no concordaba con la imagen de los gallos blancos y gordos que
conocía de las granjas en Alemania. El arpegio de los cantos y el crescendo
intenso de los ruidos del despertar del pueblo fueron una compañía perfecta
para el estallido de un amanecer que cayó sobre él con el poder de la
primera mañana del universo, con una vitalidad que le colmó los sentidos y
recorrió a velocidad de espasmo todos los resquicios de su cuerpo para
represarse en la erección matinal más firme y voluminosa de su biografía.
Obsequio que quiso compartir con inusual urgencia y le devolvió al cuarto
con la decisión premeditada de encontrar a Renata y dar cumplimiento al
precepto sagrado de perpetuar la especie.
 
 
 
 
XVI
 
 
Salir a escuchar el canto de los gallos se convirtió para Wolfgang en un
rito solitario que le llenaba el obstinado insomnio de las madrugadas.
Abandonaba el cuarto, todavía a oscuras, y se quedaba en la hamaca
expectante, macerando su curiosidad con cada cacareo, hasta que el sol del
trópico, con su inveterada prisa, desbarataba las sombras y los gallos
callaban con la misma anarquía con la que habían comenzado a cantar. Los
cantos provenían de un lugar cercano, de una casona que le llamó la
atención cuando, junto a Renata y a un promotor de ventas inmobiliarias,
vinieron a ver la propiedad que luego compraron. Al llegar, el vehículo en
el que iban se estacionó en la esquina y él creyó que aquel caserón enorme
y ruinoso era la casa vieja de la que su mujer hablaba con insistencia. Las
paredes se veían amarillentas por el barro que se traslucía debajo de un
encalado moribundo, picado por la viruela de innumerables remiendos de
cemento gris que nadie se molestó en cubrir de pintura. Las puertas y
ventanas, en sus dos frentes, eran grandes y de un color verde indefinible
que el sol se había encargado de fundir con la madera. El techo, de tejas que
ya no eran rojas, tenía algunos boquetes mal tapados con planchas de zinc
marrones de óxido, aseguradas con unas piedras grandes y unos pedazos de
vigas de acero. Temiendo lo peor, había preguntado si ésa era la casa que
iban a ver y el promotor le respondió que no: “Das ist die ‘Gallera’ von
Fucho. Sie steht nicht zum Verkauf ”. Quiso saber qué era una gallera, y el
hombre le contestó que ignoraba si el idioma alemán contaba con una
palabra para eso, se limitó a decirle que era un lugar donde tenían muchos
gallos. Tener muchos gallos encerrados en una casa como esa le parecía un
disparate pero no quiso indagar de qué se trataba porque estaba convencido
de estar rodeado por demasiadas cosas disparatadas que nunca iba a
entender.
Una tarde al regresar de su trabajo en la playa decidió satisfacer su
dilatada curiosidad y caminó hasta la casona de la esquina. Los rayos del
sol acentuaban el tono ocre de la cal añosa de la fachada y le daban mayor
profundidad al interior que le develaban las puertas abiertas de par en par.
Tocó con fuerza sobre una de las bastas hojas de madera pero adentro no
hubo movimiento alguno y nadie atendió a su llamado. Esperó un poco,
volvió a tocar y tampoco hubo respuesta. Un muchacho que jugaba en la
calle con una pelota de beisbol –la lanzaba contra la pared de la casa de
enfrente y la recogía con un guante grande de cuero en su mano izquierda–
le habló y le indicó que entrara. Su tono y sus gestos eran amables pero
Wolfgang lo ignoró porque le perturbaba la tendencia de los isleños a hablar
y meterse en las cosas de los demás aunque nadie se lo estuviera pidiendo.
Tocó de nuevo, mas lo que podía ver de la casa continuaba desierto y
aunque el joven insistía en que pasara, decidió esperar un poco más. El
adolescente cruzó los brazos y se puso a observar sin disimulo qué era lo
que finalmente él iba a hacer. Actitud que encontró abusiva y que le hizo
sentir atrapado en un dilema ridículo e irritante, que resolvió entrando a la
gallera para no tener que volver a ver la cara burlona del muchacho.
El zaguán de la casona era amplio, con un techo muy alto de varas
oscuras y cañas porosas de las que pendían haces de telaraña que se
empalmaban con el borde superior de las paredes, tornasoladas por la
película de polvo rojizo que las cubría. Tenía dos puertas pintadas de un
verde intenso, una a cada lado, cerradas con candados herrumbrosos y con
sendos afiches de Cristo crucificado pegados en la mitad superior. El piso
era de baldosas de terracota; cóncavas por el uso, las del centro, y cubiertas
por una gruesa capa de tierra seca, las que estaban más cerca de las paredes.
El zaguán terminaba en un portal de madera al que le faltaban las hojas del
centro y tapizaban unos recortes de periódicos amarillentos, fotos de
boxeadores de otras épocas y de modelos vestidas con trajes de baño de los
años sesenta. La sala contigua era rectangular y bastante más fresca, aunque
umbría, con el olor húmedo del barro y la paja que se asomaban por grietas
abiertas, como heridas, en su friso. De una de las paredes, en marcos de
madera reseca y tallada con exceso de ornamentos, colgaban unas copias
descoloridas de retratos de héroes con trajes militares elegantes del siglo
XIX cuyas poses, marciales y orgullosas, estaban en abierto contraste con el
ambiente ruinoso que los rodeaba, más propenso a producir lástima que
veneración por sus gestas guerreras. A su derecha, en un rincón, estuvo una
cocina de la que sobrevivían un mesón de mampostería adosado a la pared,
algunos trastos irreversiblemente tiznados y unas lengüetas de hollín
grasoso que alcanzaban y ennegrecían el techo. A su izquierda, al fondo,
definido por columnas palmiformes que sostenían una viga de madera,
estaba un vano al que la puerta había abandonado y por donde entraba parte
de la luz que iluminaba el recinto. Lo traspasó para entrar a un corredor
amplio, que iba de un extremo a otro de la casa. El techo allí era más bajo,
poco más de dos metros, y el piso de lajas de piedra rezumantes de
humedad estaba cubierto por una película arcillosa que se pegaba a la suela
de sus zapatos. Frente a él, en el centro de un patio inmenso y empedrado,
se erigía una construcción muy extraña, una especie de plaza de toros en
miniatura con un tramado de hojas de palmera, sustituto evidente del
techado original, probablemente de tejas, cuyas columnas aún sobrevivían.
La arena de tierra apisonada, casi rocosa, medía unos seis metros de
diámetro y estaba demarcada por una cerca de madera no muy alta, un
metro a lo sumo, que conservaba una vieja pintura color rojo ladrillo. Tenía
alrededor cuatro hileras de gradas de cemento con los asientos marcados y
numerados con pintura blanca sobre el piso, excepto el que debió haber sido
el número uno, que en lugar del dígito tenía una palabra: “Juez”. Desde
abajo, Wolfgang no alcanzaba a ver la numeración de las filas superiores,
sin embargo, calculó que unas cien personas podrían sentarse en ellas,
aunque era evidente que en ese graderío nadie se había sentado en años. Se
paró en el centro de la arena, dio una vuelta en torno a sí y no encontró un
alma que pudiera cambiar la impresión que tenía de estar en un templo
abandonado, donde no queda ningún dios sino la melancolía compacta que
flota en cualquier lugar que fue y ya no es.
A lo largo de una de las paredes del patio y protegida por un cobertizo
de planchas de zinc, había una hilera de celdas, a dos niveles, unas treinta
aproximadamente, hechas de bahareque. Cada celda tendría un metro de
ancho por uno de altura, con una abertura, ni cuadrada ni redonda, que se
cerraba con una rejilla rústica hecha con varillas de madera entretejidas.
Algunas estaban vacías, las otras estaban cubiertas por una pieza de tela
oscura que haría las veces de cortina y no permitían ver qué guardaban,
aunque supuso que sería a los gallos que cantaban en la mañana. Se acercó
a las jaulas y se detuvo ante ellas, se debatía entre salir decentemente de ese
sitio ajeno, en el que no vio a nadie y al que nadie lo invitó, y una
curiosidad tan caudalosa que se salía de madre y le pedía levantar alguno de
los trapos y mirar lo que había detrás.
- Es tarde y a esta hora los gallos están recogidos – dijo una voz a sus
espaldas.
Wolfgang se sobresaltó como un niño a quien su madre ha pescado en
medio de una acción prohibida y se volteó sin saber qué decir ni qué hacer.
Frente a él estaba un hombre que podía ser de cualquier edad entre los
treinta y los cincuenta años, gordo, con una media calva brillante que lo
miraba con la expresión más bonachona que hubiera visto en una persona
que no fuese su madre o su padre. Llevaba un pantalón recortado a la altura
de las rodillas que dejaba expuestas unas canillas arqueadas y huesudas,
desproporcionadas con el resto del cuerpo, calzaba unos zapatos deportivos
blancos, viejos y sin trenzas, y remataba su vestimenta con una camiseta de
un equipo de beisbol local que no alcanzaba a cubrir la totalidad de los
ciento ochenta grados de su barriga.
Wolfgang intentó una explicación pero la situación no era propicia para
la fluidez de su español:
- Yo soy Wolfgang Kreutzer y... – no encontraba las palabras para
decirle que sentía mucho la intromisión, que él había tocado varias veces y
nadie le había respondido, que un vecino le dijo que entrara, que la razón de
su visita era ver los gallos que cantaban en la madrugada.
El hombre vino en su auxilio y dijo varias frases de las que Wolfgang
captó algunas palabras y dedujo el resto: que se llamaba Fucho, que no se
preocupara, que bienvenido, que sabía que él era el alemán que vivía cerca.
Su tono era amigable y su sonrisa no dejaba dudas de ello. Wolfgang, más
sosegado, pudo articular una frase:
- Yo quiero ver los gallos de usted.
Fucho respondió con unas rápidas expresiones, que incluían
movimientos de las manos para dar énfasis a lo que decía, de las que
Wolfgang pudo rescatar una palabra: “mañana”. A diferencia de Renata,
Wolfgang no tomó ningún curso de español en Alemania, se había venido
sin conocer en absoluto el idioma y “mañana” fue de las primeras palabras
que aprendió a distinguir entre las ráfagas del habla de los trabajadores que
acondicionaban el quiosco de la playa. Al principio de las obras, si algo
estaba inconcluso y le pedía a los obreros que lo terminaran, ellos,
invariablemente, contestaban “mañana”. Él suponía que con esa palabra
expresaban conformidad con su petición, que estaba bien. Pero notaba,
irritado, que no procedían de inmediato a realizar la tarea sino que se
desentendían de él repitiendo, “mañana, mañana”. Se lo comentó a Renata y
ella, entre carcajadas, le aclaró el significado real de ese vocablo en la
lengua española. Sus dificultades con esa palabra, sin embargo, no
terminaron allí porque contra lo que esperaba, al siguiente día, “mañana”,
tampoco se ejecutaban sus órdenes y tenía que insistir varias veces para que
en efecto las hicieran. Sería mucho después que entendería el complejísimo
significado de esa palabra entre los isleños. Que “mañana” es el día
siguiente pero, que, muchas veces, con esa palabra y en particular si se
repite con tono de afirmación, “mañana, mañana”, los margariteños
expresan una posposición indefinida que se corresponde con su particular
concepción de la cronología. Que para comprender el significado pleno de
“mañana” antes había que saber que allí, el tiempo es una magnitud distinta,
condicionada por un tejido infinito de contingencias personales contra lo
que nada ni nadie puede luchar.
 
XVII
 
 
Era lunes, la tarde caliente y seca de febrero invitaba a una siesta pero
Benítez estaba en la oficina con el propósito de poner en claro sus ideas y
de realizar algunos contactos telefónicos que le facilitaran las gestiones que
pensaba adelantar en el caso Kreutzer. Llamó a un colega de una empresa
de seguros para encargarle que investigara si Wolfgang tenía algún seguro
de vida y el nombre del eventual beneficiario. Quiso cerciorarse que no iba
a perder otra mañana para conseguir que Salvador Sanabria, el inspector
jefe de investigaciones criminales, lo atendiera. Para tal fin, debía hablar
con un viejo compañero de estudios del liceo Rísquez, a la sazón Secretario
General de Gobierno, para que lo ayudara a resolver esa dificultad. Debía,
también, entrar en contacto con otro amigo que ocupaba el cargo de director
en el hospital para que interpusiera sus buenos oficios y le facilitara la
obtención de una copia de la autopsia de Wolfgang. Se disponía a discar el
número de la gobernación cuando escuchó el timbre de su puerta y, como
no esperaba a nadie, pensó que alguno de sus vecinos de piso querría darle
un recado o pedirle que recibiera algo en su ausencia. Para su sorpresa, ante
él, sin la sonrisa profesional de bienvenida que lucía en el quiosco un par de
días atrás pero con su apariencia de gigoló caribeño intacta, estaba Richard.
Traía consigo una caja de cartón, cuidadosamente embalada, que asumió
eran las pertenencias de Wolfgang que su madre quería conservar. Benítez
lo invitó a pasar y a sentarse y Richard, después de darle unas educadas
gracias, se posesionó de la misma silla donde la semana anterior se había
sentado Edeltraud Kreutzer. Preguntó si podía fumar y, por respuesta,
Benítez le acercó un cenicero. Le ofreció el paquete abierto al abogado y
éste, decidido a hablar lo menos posible, lo rechazó con un gesto. El
barman tropical del Nordsee encendió su cigarrillo con un yesquero
desechable –Benítez esperaba algo más pomposo– y comenzó a fumar
mientras paseaba por la oficina una mirada carente de contenido.
- Vine a traerle esta caja que le mandó la señora Renata para que, por
favor, se la entregue a su suegra. Tiene unas cosas personales del señor
Wolfgang – dijo, exhalando el humo.
- Por favor, dele las gracias a la señora Renata en mi nombre y en
nombre de la señora Kreutzer – respondió Benítez con cortesía pero sin
calidez. Intuía que adicionalmente a cumplir con el encargo de traer la caja,
Richard tenía algo que decirle. Lo que no podía saber era si lo que iba a
contarle era por cuenta de ella, de los dos o si el barman tenía su propio
libreto de lo que convenía hacer. Decidió mantener su estrategia de
quedarse callado para no propiciar un ambiente distendido que le facilitara
la tarea a Richard y, ante su largo silencio, el barman no tuvo más recurso
que forzar el diálogo:
- Aparte de traerle el paquete, quería hablar con usted por lo de su visita
el sábado en la playa. Yo no sé si usted sabe quién soy yo y qué pinto en
este problema pero se lo adelanto: me llamo Richard, Richard Espinoza,
trabajo con la señora Renata desde el comienzo, desde que ellos llegaron
aquí. Soy su persona de confianza. Antes que muriera su marido yo ya
había asumido ese papel.
El tono con el que Richard habló no tenía pliegues pero Benítez no
quiso dejar de picarle:
- ¿El papel de marido? – le preguntó con ironía.
Un relámpago encendió los ojos amarillos del empleado de los Kreutzer,
pero se repuso con celeridad y contestó sereno:
- El papel de hombre de confianza. Me encargaba del trabajo general del
quiosco, desde cargar la mercancía hasta las labores de administración.
Lidiar con los proveedores, con las autoridades y demás. A partir de la
muerte del señor Wolfgang me encargué también de proteger a la dama.
Como creían que ella estaba sola llegaban clientes fastidiosos, galanes
abusadores, usted sabe. Yo los mantengo a raya, pero eso fue más fuerte al
comienzo, ahorita saben que uno está ahí y que tienen que respetar.
- ¿Y la señora Renata Kreutzer lo mandó hasta acá para que me dijera
eso? – le azuzó Benítez.
Richard se revolvió con el comentario pero su respuesta se mantuvo
dentro de los parámetros de la corrección.
- Ella me mandó por lo de la caja solamente. Lo que le digo es por mi
voluntad – le aclaró. – Usted estuvo en el quiosco el sábado y, por lo que la
señora Renata me contó, supongo que antes de llegar allí escuchó algunos
comentarios sobre ella y mi persona, y yo vine a decirle que no le preste
atención a lo que haya escuchado en la playa, que eso es pura embustería.
- La madre de Wolfgang Kreutzer me ha contratado como abogado. Si
en la playa me dan una información que puede ser importante, ¿por qué
habría de negarme a recibirla? La escucho y la proceso, si es falsa o no, se
verá más adelante – le dijo Benítez con sinceridad.
- Sí, pero es que yo quería advertirle que la gente es muy envidiosa. Le
tienen envidia a ella por ser como es, porque le va bien en su negocio y a mí
porque estoy cerca de ella y encima me va bien. Yo sé que en la playa han
comenzado a decir que nosotros estamos empatados y que eso es
sospechoso, que algo hicimos para quitarnos del medio al señor Wolfgang.
O sea que nosotros lo matamos, pues, pero si le interesa saber lo que pasó,
yo se lo digo: ese señor se suicidó. Él venía mal de la cabeza, los gallos le
quemaron el coco. Los sábados en la tarde cuando lo dejaban limpio en la
gallera venía borracho a buscar más dinero y la señora Renata estaba
cansada de eso. Uno de esos sábados ella corrió hacia mí para que la
protegiera, y yo respetaba al señor Wolfgang pero me paré ahí dispuesto a
defenderla. Y entonces él salió como loco hacia al mar dispuesto a
ahogarse. Lo salvó que unos surfistas lo vieron y lo sacaron. El señor
Wolfgang no necesitaba que lo mataran, ése se quería morir.
- En la playa dicen que esa locura le vino porque los sorprendió a
ustedes juntos en el quiosco – le atajó Benítez.
- Le voy a decir algo, si ese fuera el caso, para estar con ella yo no
necesitaba arriesgarme un sábado en la tarde, si yo ya sabía que ese era el
momento en que el señor Wolfgang se aparecía por ahí. Si eso fuera cierto,
nosotros no teníamos que inventar, nos habríamos visto a cualquier otra
hora. El señor Wolfgang nunca estaba ni en el quiosco ni en su casa, se la
pasaba con sus gallos en todas las galleras que encontrara por ahí, y
últimamente eso era lo único que le interesaba. Entonces le vino la mala, se
volvió loco y se quería morir. Eso fue lo que pasó.
-¿Y es mentira que ustedes son amantes?
- Mire doctor, usted es un hombre, supongo que se habrá dado de cuenta
de que una mujer como la señora Renata es un motor muy grande para
cualquier barco y con ella cualquiera cruje. Así y todo, si uno es machito de
verdad, uno tiene que echar pa’lante, con eso le digo todo. Lo que le puedo
responder es que ahora ella es una mujer libre.
- Sí, pero en la playa dicen que ustedes ya tenían una relación amorosa
antes de la muerte de Wolfgang, más aún, dicen que cuando usted se echaba
tragos con los amigos y que les contaba con detalles sus encuentros
amorosos con Renata.
- Doctor no crea usted todo lo que le digan. Por eso fue que vine aquí a
hablarle, eso no es verdad. Es más, le digo que si algo como eso fuera
verdad, por respeto a una dama como la señora Renata, yo sería incapaz de
contárselo a nadie, eso se lo juro – dijo Richard con solemnidad
sacramental.
El barman parecía sincero pero José Alberto Benítez no le creyó.
 
 
XVIII
 
 
“Miren panitas, aquí un tipo como yo no tiene nada que buscar. O sea
tipos como nosotros, pues, que no fuimos a la universidad sino que
terminamos el ciclo básico ahí y para rematar no somos hijo de nadie con
real. Así que a uno lo que le sale es conseguir un trabajito por ahí en un
almacén del puerto libre como vendedor de pacotilla, pero yo no me veía
encerrado de la mañana a la noche en una tienda que no te da ni para
comerte una papa buena. Ni quería ponerme a surfear de tienda en tienda,
porque ustedes saben cómo es, si sopla una brisita te dan trabajo pero
cuando la cosa se pone dura te botan sin mucha vaina. Por eso yo prefería
un trabajo en la cuestión del turismo, no es que sea una vaina para
echártelas pero por lo menos te mueves, estás afuera y de repente se te
presenta el chance de resolverte. Yo conocí a un pana que trabajaba en un
bar tocando guitarra y cantando cancioncitas pendejas y con eso se levantó
a una turista danesa que estaba bien buena. La danesa se lo llevó a vivir a su
país, se casaron y demás. Allá trabaja en un automercado, cargando cajas
durante el día y por la noche canta en bares y que sé yo, y eso le da para
vivir bien y venir para acá de vacaciones en diciembre porque lo colea el
frío. O sea que ése se resolvió. Así que yo me fui preparando por si acaso y
demás: un cursito de inglés por aquí, otro de barman por allá pero ustedes
saben, mosca, siempre con el ojo puesto en una grande. En eso andaba
cuando se aparecieron la Renata y el Wolfgang y me dieron trabajo en su
quiosco de playa El Agua. Yo no me veía de mesonero ni de muchacho de
mandado pero acepté porque estaba pelando de la buena, de lo contrario, no
hubiera agarrado esa chamba porque ustedes saben que trabajar con los
alemanes es burda de jodido. Te sacan la mierda, no te dejan pasar ni una y
están encima de ti diciéndote que hagas las cosas como a ellos les gustan.
Bueno otra razón por la que acepté fue por Renata, esa es una mujer que
uno solamente ve en el cine y de repente se aparece delante de ti y ¡pum!,
desde que la vi me dije, Richard, tú te jodiste con esta mujer. Imagínense
cómo sería la vaina que yo hubiera pagado nada más que por estar allí, al
lado de ella. Renata y el Wolfgang se la llevaban bien, se veía que él le daba
donde era, y ella ni me miraba, yo no existía pues. Los turistas extranjeros
comenzaron a visitar el negocio y las agencias que hacen tours lo
incluyeron en sus paradas. Ustedes saben que a los turistas les gusta la
comida buena y barata y que el lugar esté limpiecito y Renata en eso era
una campeona. Les daba lo que ellos querían. Total es que al año de estar
allí las cosas iban viento en popa, sacaron la inversión y estaban parando
los billetes. Yo tampoco me quejaba porque el trabajo era entretenido y les
agarré el golpe a los alemanes, no tenía problemas con ellos porque los
sabía llevar. Me conseguía mis buenas propinas y demás porque con mi
poquito de inglés trataba a los turistas con simpatía y les hacía una que otra
morisqueta. Bueno, y lo más importante: me levantaba mis culitos de tarde
en tarde, ustedes saben cómo es, las turistas a quienes les gustaba el
colorcito y demás. “Curiosity, curiosity”, me decía una holandesa, que y
que tenía curiosidad por estar con un negro porque ella y que nunca había
estado con uno y yo le decía que yo no era negro, que me mirara la nariz,
que yo estaba tostado por el sol de aquí y ella me decía que no, que yo era
un negro “handsome”, me decía, que es “buenmozo” en inglés, pero negro
igualito. A ésa me la pegué esa noche en la playa, pero la curiosidad como
que no se le quitó porque, hasta que se le acabaron las vacaciones, venía
todas las tardes a las cinco, como un reloj, a esperarme que yo terminara de
trabajar para que la siguiera sableando. Sin embargo, el culo que yo quería,
el que me tenía a mí loco de “curiosity” era el de Renata, pero la sentía tan
lejos de mí que no estaba ni pendiente. Y entonces pasó lo que pasó, el
Wolfgang comenzó a fallar. Le dio una fiebre con los gallos de pelea que lo
consumió y se olvidó de mujer, de quiosco, de Alemania y de toda vaina
que no fueran los gallos. Yo he hablado con galleros que lo conocieron y me
dicen que ellos nunca vieron una vaina como la de Wolfgang, la pasión de
ese tipo por los gallos no era humana. Que se quedaba así como bobo
mirando los gallos pelear, con los ojos pelados, fijos en los animales. Lo
más jodido es que el Wolfgang era alemán y yo hablo con muchos y
cuando, para ver nada más, les menciono lo de los gallos de pelea no he
encontrado siquiera a uno que no le dé como asco la cosa y no me diga que
eso es una barbaridad y que debería estar prohibido, que aquí no se le
reconocen derechos a los animales y demás mariqueras. Pero el Wolfgang
era otra cosa, ese buscaba gallos, criaba gallos y se metió a gallero full. Se
hizo amigo de un tipo que tiene una gallera cerca de su casa, Fucho, se
llama, y yo creo que antes de morirse la mayoría de los gallos que estaban
allí eran de él. Se la pasaba metido allí desde antes de que saliera el sol
hasta que los gallos estaban durmiendo. Comenzó a irse del quiosco los
sábados al mediodía porque las peleas en la gallera de La Asunción
comenzaban a las dos de la tarde y no se perdía ninguna. Renata le
reclamaba y él le decía que eso era como el fútbol allá en su país, que
juegan los sábados en la tarde, que esa era su diversión allá y que aquí no
tenía ninguna. Pero la cosa no era solamente jugar, es que además tomaba
mucho, cerveza para el calor y ron para los nervios, decía, y las veces que
regresaba al quiosco era borracho y se quedaba bebiendo más y comiéndose
lo que encontrara en la cocina, sin trabajar ni un carajo. Se metía en el mar
a bañarse y después se sentaba en una silla y sacaba una libreta negra que
cargaba pa’rriba y pa’bajo y se ponía a escribir hasta que llegaba la hora de
cerrar. Descubrió una gallera en Boca de Río que abría los domingos y
hasta allá se iba a jugar y uno no lo volvía a ver sino hasta el lunes al
mediodía, si venía. Estaba un rato por ahí y se iba otra vuelta a saber de los
gallos. Al principio Renata le decía cosas y se ponían a discutir a grito
pelao, que en alemán suena como una pelea de perros que se fueran a matar,
pero de embuste, porque la sangre no llega al río. Terminaban los dos
llorando y, según me contaba ella, Wolfgang le prometía que iba a volver a
ser como antes, pero eso duraba hasta el siguiente sábado. Total es que
Renata no contaba con él para nada y se apoyaba era en este que está aquí.
Richard haz esto, Richard haz aquello, que sí Richard pa’llá, que sí Richard
pa’cá. Que si ve al banco, que si Richard acompáñame al mercado de
pescado. “Ay, Richard qué calor”. O sea, yo ahí, haciendo más vainas de las
que me tocaban, así algunos me llamaran servil y jalabolas, la ayudaba de
pana, porque me daba vaina ver cómo ella era la que sola le echaba bolas y
el pendejo del Wolfgang nada, vuelto loco por los gallos. Entonces ahí fue
que, viendo cómo se ponía la cosa, comencé a soñar que a lo mejor sí se
daba mi número. Ella se cansaba de tanto trabajo y no quería manejar la
camioneta del quiosco y yo la llevaba hasta su casa en la tarde y la recogía
en la mañana. Y si estaba triste yo le contaba cualquier cosa y buscaba
hacerla reír con cualquier comiquería y “ay Richard qué calor”. Y sí se le
hinchaban los pies de tanto estar parada y yo le daba un masaje con sábila
fría de la nevera y demás y ella “ay Richard tú eres bueno”. Y yo buscaba la
mercancía y la cargaba y descargaba y ella “ay Richard tú eres fuerte” y yo
hacía más ejercicios para que se marcaran más las jamas y ella que si los
músculos y tal, y con ese calor que la ponía rojita. Y una tarde como a las
dos me dijo “Richard, lleva a casa que no aguanto calor”. La casa estaba
sola porque el Wolfgang para variar estaba en la gallera y ella y que “espera
aquí que voy a bañar”, y yo me senté a esperarla en una silla al lado del
baño. Ellos no quisieron hacer un baño aparte en la casa sino que lo dejaron
como era antes, un cuartico al lado de la pieza principal pero la puerta no
llega al techo sino que tiene una abertura grandota con una propela vieja de
barco como adorno. Por ahí la escuché clarito al quitarse el bluyín, ustedes
saben ese ruido de la ropa al deslizarse y el sonido metálico que hace la
correa con el broche, y me la imaginaba quitándose las pantaleticas
pequeñitas que se le marcaban bajo la ropa. Escuché la tapa del “water” y
en un momentico ese silbido pasado por agua que hacen las mujeres al
orinar y me dio un escalofrío que me recorrió el espinazo. El de ella era un
siseo ronco, fuerte, y yo me acordaba de ese bote bocabajo, de esa quilla
entre las piernas que se le marcaba con los trajes de baño. Menos mal que
estaba solo porque la parazón era demasiado grande para ocultarla. Abrió la
regadera y la escuché como se frotaba el cuerpo con las manos, ustedes
saben, ese ruido como un aplauso hueco, que hacen las mujeres cuando se
lavan la totona, ése era el ruido que escuchaba, que me rebotaba en la
cabeza y parecía que los sesos se me iban a salir por los oídos. Me estaba
enfermando de tanto desearla y no me iba a morir como un pendejo sentado
ahí en esa silla sin hacer nada. Y la medicina estaba detrás de aquella puerta
que ni siquiera tenía cerradura. Así que me dije, “Richard, o comes gallina
o mueres arponeao”. Me desnudé y con ese machete echándome candela
abrí la puerta y me metí en el baño. Ella estaba bajo una ducha de esas
viejas, grandes que echan gotas menuditas, por gravedad, y el agua corría
por su cuerpo desnudo tal como yo me lo imaginé: le caía en la cabeza y le
pegaba el pelo de la nuca, le bajaba por los hombros rodeándole los pechos,
grandes y con unos pezones rosaditos que me apuntaban a los ojos, seguía
por el vientre plano como una salina y allí se dividía, una parte le bajaba
por los muslos y la otra se le quedaba en aquel triángulo amarillo, tupido y
arregladito que tanto me trasnochaba. Y me quedé allí, parado sin hacer
nada, mirándola, con el corazón atragantado en la garganta y sin poder
respirar. Y ella no se tapaba ni me decía nada, me miraba con los ojos
calientes y pegajosos, igualito que yo la miraba a ella, tranquilita, como que
hubiera estado esperando que hiciera lo que hice. Me tendió la mano sin
decir ni una palabra, yo se la tomé y tampoco dije nada, no fuera a ser que
se rompiera el encanto, y me entró, rapidito, ese calor que a ella le daba. Y
ella se dio cuenta de lo que me pasaba porque me metió bajo la regadera y
comenzó a bañarme como a un muchachito. Me agarraba ese machete y no
me lo soltaba, me lo frotaba de arriba a abajo, me lo agarraba con las
piernas y se lo pasaba por las tetas y por la cara, como si se estuviera
santiguando con él. Y yo la besaba y le chupaba los labios pensando que a
lo mejor nunca más iba a volverlo a hacer. Y la agarraba por esas nalgas y
ella me restregaba aquella cuca hinchada contra los muslos y abría las
piernas ofreciéndoseme en el sitio. En lo que la calcé, me di cuenta de que
ésa estaba más mojada por dentro que por fuera y descubrí de dónde era que
le brotaban aquellos calores que siempre tenía. Se me aguantaba del cuello
y yo la sostenía por debajo de las rodillas y “ay Richard” y un montón de
palabras en alemán que sonaban como groserías, era lo que me repetía. Y
gritaba, y gemía, y se reía, y lloraba y me agarraba por los pelos con fuerza
para no resbalarse, terminando, una y otra vez, parecía que se iba a morir, y
yo me iba a morir con ella. Después, en el quiosco, por varios días, me
trataba como si nada hubiera pasado entre nosotros, ella era la dueña del
negocio y yo el empleado. Que si Richard esto, que si Richard aquello y yo
la complacía porque yo no pensaba sino en una próxima vez con ella y para
eso yo hubiera hecho lo que me pidiera. Y Renata me pedía más cosas que
nunca, como para probarme, no sé, pero yo me mantuve ahí, esperando. Y
pasó una semana y pasó otra, Richard pa’llá, Richard pa’ca, hasta que una
tarde, “Ay Richard, qué calor, ¿me lleva a casa?”. Y allí nos volvimos a
enredar y yo le pedí, llorando, que no me volviera a castigar así, que yo no
podía pasar tantos días sin que ella me la diera y ella me acompañaba en el
llanto y me decía que ella tampoco quería esperar, que ella no quería sino
estar conmigo pero que Wolfgang estaba ahí y que cómo íbamos a hacer”.
 
 
 
 
 
 
XIX
 
 
El día en que por primera vez viera los gallos de pelea, Wolfgang,
tendido en la hamaca del cobertizo en la cocina, los escuchó cantar desde la
madrugada hasta que en el cielo se apagaron las estrellas y el amanecer
llegó con su luz presurosa. Se tomó un tiempo para asearse, bebió un té
caliente que acompañó con unas galletas dulces y salió para la gallera con la
prisa sin equívocos con la que un hombre sale a encontrarse con un destino
trágico. En la calle, cruzó saludos con varias personas que, a hora tan
temprana, conversaban en pequeños corrillos en dos o tres puntos del
trayecto y que no ocultaron su curiosidad al verlo salir de su casa tan
temprano en la mañana. La puerta de la vieja casona no estaba abierta de
par en par como la vio antes sino con una hoja cerrada y la otra entreabierta,
dejando espacio apenas lo suficiente para que pasara una persona. Los
salones estaban tan solitarios como en la tarde y mucho más umbríos pero
avanzó hacia su interior con una determinación que medraba de su
incontrolable curiosidad. Al asomarse al corredor, vio a Fucho, que estaba
sentado en una desvencijada silla de madera apoyada contra una de las
columnas de madera que sostuvieran el antiguo techo de la arena. Wolfgang
le saludó con la sonrisa tímida del novicio y el gordo, sin moverse de su
asiento, le devolvió el saludo con la simpatía de la víspera. Entre sus
piernas, cubiertas por una gastada lona color verde oliva, tenía un gallo al
que le estaba cortando las plumas con una tijera de barbero que movía con
asombrosa destreza. Wolfgang se acercó para mirar mejor al animal pero
Fucho lo detuvo con un gesto, le dijo algo ininteligible y le hizo señas para
que se dirigiera a un lugar indeterminado detrás de la arena.
Caminó por una acera de lajas encementadas que bordeaban el viejo
coso y conducían a un terreno separado de la gallera y de los solares
vecinos por una empalizada con alambres de púas. Allí, a las sombras de
limoneros y árboles de mango, había por lo menos veinte gallos de pelea
amarrados con cordeles, por una de las patas, a maderos en forma de T
sembrados a una distancia aproximada de tres metros entre uno y otro.
Con la seriedad de un investigador científico se acercó con cautela al más
próximo, era un animal de belleza fiera y exótica que proyectaba una gran
vitalidad. Sus carnes estaban expuestas y eran rojas, muy rojas. Tenía un
pico curvo, rapaz y afilado que le pareció la extensión lógica de su cabeza,
carnosa y lisa, sin la cresta, los pliegues ni los colgajos de piel fofa de las
aves de corral –luego se enteraría que se los cortaban al ras para que los
enemigos no encontraran bordes de carne donde herirlos ni como
aguantarlos con sus picos para golpearles con las espuelas, y que, para
tales fines, Fucho usaba la vieja y oxidada tijera de barbero con la que les
recortaba las plumas. Los ojos eran amarillos, redondos, arrogantes e
indiferentes como los ojos de un rey y el corte al rape de las plumas del
pescuezo, de la parte superior de los muslos y del espinazo le daban un
aspecto atlético que develaba su condición de guerrero. El plumaje era de
un brillo sedoso y combinaba tonos de amarillos, rojos y negros que
Wolfgang nunca vio en otro ser vivo. Aun cuando había llegado a la
conclusión de que los cantos que escuchaba en las madrugadas no podían
ser de las aves de granja que conocía, su imaginación había sido mezquina
a la hora de figurarse la estampa de los gallos que tenía enfrente.
Al regresar a la arena, Fucho aún no había terminado de cortarle las
plumas al gallo y, con la concentración de artesano que ponía en el trabajo,
no le prestó mayor atención hasta completar su tarea. Las plumas recortadas
estaban esparcidas a su alrededor formando un círculo multicolor que
Wolfgang asoció con las hojas caídas de un árbol en el otoño. Fucho dejó
las tijeras sobre un taburete de madera donde tenía unas botellas y un vaso
plástico, le hizo un comentario que parecía una pregunta y, sin esperar
respuesta, se puso de pie. Sostuvo el gallo a la altura de la cara, lo sopló con
fuerza para quitarle los restos sueltos del afeite y procedió a revisarlo con
cuidado. Concluido el examen, estiró los brazos hacia Wolfgang y le ofreció
el ave para que la tomara en sus manos, pero, sorprendido, no reaccionó y
se quedó paralizado por la inesperada oferta. Su parálisis no impidió que
Fucho, quien parecía ser uno de esos instructores entusiastas y
voluntariosos que empujan a los pupilos a sobreponerse a sus temores, se
abstuviera de su propósito. Tomó una mano de Wolfgang:
- Con una mano entre las patas, abajo, así, lo aguantas y con la otra,
arriba, lo aseguras, así – le dijo risueño, y tomó la otra mano de su
aprendiz para colocarla en el nacimiento de las alas. Habló tan rápido que
Wolfgang sólo pudo captar unas palabras, pero la actitud bonachona del
gordo le comunicó la confianza suficiente para controlar su nerviosismo.
Fucho retiró sus manos y Wolfgang se quedó sosteniendo el gallo, solo,
rígido por sus aprehensiones, con miedo de apretarlo demasiado o de
dejarlo caer. El ave pesaría un kilo y medio, tenía el cuerpo más caliente
que cualquier otro cuerpo que él antes hubiera tocado y sus músculos
estaban tan tensos que podía sentir bajo la piel, vibrando, el poder
contenido de su fuerza.
Fucho vertió partes proporcionales de ron y de agua en el vaso plástico
que tenía sobre el taburete, le pidió a Wolfgang que le pasara de nuevo el
gallo y tomó un buche grande del ron aguado que retuvo en la boca. Le
levantó una de las alas al animal y apuntando hacia esa parte descubierta
del cuerpo expulsó el líquido con fuerza –atomizándolo al hacerlo pasar
entre sus labios apretados– para mojarla con el rocío que expelía. Repitió
el proceso con el otro lado del cuerpo, con la cabeza, los muslos y el
pescuezo hasta que el animal estuvo empapado de la mezcla. El ambiente
alrededor de ellos se llenó de un olor a pluma mojada combinado con el
del alcohol que se evaporaba de la piel caliente del gallo, que Wolfgang,
aparte de no tenerlo registrado en su olfato, consideró muy fuerte para esa
hora de la mañana.
- Esto es enjugar al gallo – le explicó a Wolfgang y se secó la boca con
el borde de la camiseta. – En-ju-gar – le repitió al percibir que el alemán no
había captado lo que dijo.
Wolfgang ensayó varias veces la pronunciación de la palabra y le
preguntó a Fucho cómo se escribía. Esa noche, en la mesa de su casa, se
rompería la cabeza al tratar de entender por qué si lo que Fucho hizo fue
mojar al gallo, en el diccionario la traducción de enjugar era exactamente la
contraria: “Secar a alguien o algo mojado”. Pensó que se trataba de un error
suyo al escribir la palabra, y entendió que se trataba de otro verbo,
“enjuagar”, que estaba unas palabras más arriba en la página y sí tenía
sentido con lo que le viera hacer al gallero. Pero se enteró de que estaba
equivocado el día que dijo delante de Fucho que quería enjuagar un gallo y
el gordo le preguntó alarmado si era que había enjabonado a uno de sus
ejemplares. Wolfgang le aclaró lo que quería hacer y Fucho, aliviado, le
explicó la diferencia: enjuagar era sacar el jabón con agua, que lo de ellos
no era eso, lo de ellos era: “en-ju-gar”, que era otra cosa. Lejos estaba
Wolfgang de saber, de hecho murió sin enterarse, que por razones que ni
siquiera los galleros más cultos pueden decir, en la jerga gallística de la isla
enjugar no significa secar, ni tampoco lavar, sino “enjugar”.
El gordo le puso nuevamente el animal en las manos a Wolfgang y sacó
de su bolsillo un cordel al que le hizo un lazo que ajustó en una de las patas
para luego atar el otro extremo a una de las estacas en forma de T que
estaba al lado de la arena. Con un gesto le indicó a Wolfgang que podía
soltar el gallo y éste lo puso en el suelo con la prudencia exagerada del
aprendiz. Libre al fin, ante un Wolfgang admirado por su belleza salvaje, el
ave, con las fuerzas de quien ha recuperado la dignidad perdida, batió las
alas con brío y emitió un canto lleno de gallardía.
Fucho se llevó a Wolfgang al terreno detrás de la empalizada para
pasarle revista a los demás gallos. Entre lo poco que entendía de lo que
Fucho le decía y lo que dedujo de sus observaciones, Wolfgang se enteró
que la vieja casona, construida por sus abuelos, fue en el pasado un
famoso lugar de riñas, que había terminado en un centro de crianza de
gallos de lidia y era el medio como el gordo se ganaba el pan, porque la
mayoría de los gallos, veinticinco en total, no eran suyos sino de otros
galleros que no podían cuidarlos y le pagaban para que él lo hiciera.
- Los gallos se conocen por su pinta – comenzó Fucho con una
improvisada lección – éste de aquí es un marañón, ma-ra-ñón – le repitió.
– Mírale las plumas, en su mayoría doradas, rojas, y negras. Este de acá es
un zambo, zam-bo, ves, es como el anterior, pero las plumas negras son
más. Este de aquí es un pinto, pin-to. Mira cómo tiene las plumas con
pinticas de varios colores. Y este un giro, gi-ro. Es el más bonito, mira
cómo tiene colores: amarillo, negro, blanco, rojo. Wolfgang estaba
encantado con la lección y tomaba nota mental de todas las indicaciones
del gallero, aunque era demasiada información para un día y se prometió
que para la próxima visita llevaría una libreta donde anotar los datos que
con tanta abundancia Fucho había comenzado a suministrarle.
 
 
 
 
 
 
 
XX
 
 
Wolfgang iba a la gallera todos los días a ayudar en el trabajo mañanero
con las aves de riña. Salía de su casa antes que el sol se asomara y volvía
antes de las nueve de la mañana para irse con Renata al quiosco de la playa.
Era un aprendiz tan dedicado y cumplido en sus tareas que Fucho sentía
vergüenza por no pagarle, y así se lo hizo saber, pero Wolfgang insistía que
para él eso no era un trabajo sino un entretenimiento y que la distracción era
su pago. En Alemania, tenía ratos exclusivos para él, para verse con los
amigos: una tarde de la semana para jugar al fútbol –con las subsiguientes
rondas de cervezas– o las citas para ver los partidos de la Bundesliga los
sábados, en el bar del centro de Düsseldorf donde se habían tomado la
cerveza ritual de la iniciación viril. En Margarita no tenía espacio ni tiempo
alguno para él solo y echaba mucho de menos su partida de caza clánica
que tanto le ayudaba a sentir que estaba vivo. El contacto con sus
coterráneos era escaso, reducido a contactos casuales o a llamadas para
buscar consejos que permitieran salvar algún nuevo requisito administrativo
de las autoridades o la recomendación de un profesional que les atendiera
algún problema legal o de salud. Alguna vez consideró la pesca como
actividad que le permitiera integrarse a un grupo de amigos; desde niño le
atrajo la idea de salir en un bote y quedarse horas al vaivén de las olas pero
nunca la puso en práctica. En Margarita, con el azul profundo como acicate,
esa posibilidad resultó fácil de realizar pero su jornada exploratoria mar
afuera, en compañía de unos alemanes que conoció en el quiosco y con los
que mantenía ese tipo de amistad epidérmica que se tiene con las personas
buenas que se conocen después de cumplidos los cuarenta, no pudo ser más
nefasta: los movimientos del bote pesquero no tenían nada de relajantes, las
olas, inmisericordes, se aparecían por los cuatro puntos cardinales y lo
sacudieron incesantemente hasta causarle un mareo terrible –vomitó la
bilis– que obligó a sus compañeros a abortar la pesca y regresar a tierra.
Ellos insistieron en que volviera a acompañarlos en una nueva campaña
pero era claro que esa actitud no pasaba de ser un gesto de buena educación
y que, en el fondo, preferían que él se quedara en tierra y no les estropeara
otro día de pesca. Él nunca había sentido algo parecido a lo de esa mañana
en el mar y, con esa única vez, renunció a cualquier intento de repetición.
Practicó por unos días la pesca desde tierra, pero la abandonó porque le
fastidiaba que sólo pudiera hacerlo de noche y que, aparte de no conseguir
compañía, la recompensa a su largo esfuerzo fuesen unos bagres de
pequeño tamaño, demasiado fáciles de pescar y sin valor deportivo ni
potencial culinario alguno. En medio de su orfandad, los gallos fueron un
hallazgo más que bienvenido. Cuidarles, como toda buena afición, carecía
para él de sentido práctico pero ese era precisamente el fin que perseguía y
hasta allí mostraba interés por la gallística porque, aunque sentía gran
curiosidad por lo de las peleas, prefería no adentrarse en el lado brutal de
una afición cuyas manifestaciones sangrientas había visto en algunos gallos
que regresaban al corral de Fucho muy maltrechos o que simplemente no
regresaban. Le bastaba con pasar algunas horas en la gallera, en compañía
de alguien como Fucho y darle los mejores cuidados a unos animales nobles
como pocos, cuyo sino trágico quería compartir como el padre del soldado
que algún día irá a la guerra. Nada más.
El trabajo en la gallera era intenso y comenzaba muy temprano. Debía
sacar los gallos de las jaulas-dormitorio y atarlos en sus estacas, tal como
Fucho le instruyó: “Gallo por gallo”. En una ocasión, desoyendo el consejo,
intentó sacar dos gallos a la vez y las aves, al verse cerca, volaron de sus
manos para trabarse en un relampagueante encuentro. Wolfgang se quedó
paralizado por la sorpresa pero Fucho, con una rapidez y agilidad
insospechables para su anatomía, metió la mano bajo el cuerpo de uno de
los contrincantes, lo levantó y lo puso de regreso en su jaula, mientras el
otro, irracional, con la cabeza congestionada por la sangre y las plumas del
pescuezo encrispadas, daba unos saltos espectaculares, tratando de
alcanzarle. Wolfgang nunca había sido testigo de una manifestación de
violencia tan clara, tan recíproca, tan carente de odio o crueldad, violencia
sola, en su estado más puro. Ya en las estacas, les ponía agua fresca en unos
envases plásticos que estaban fijos al madero y les ponía al alcance un
puñado de granos de maíz amarillo –Fucho aseguraba que el amarillo tenía
más vitaminas que el blanco e insistía en que era mejor no ponérselos en un
recipiente porque al picar la tierra para embucharse los granos, se les
endurecía el pico. Como complemento dietético, les servía bananas,
naranjas, mangos o cualquiera otra fruta tropical que traían a la gallera en
abundantes cantidades. Por último, armado de una pala y una escoba
pequeñas, limpiaba el fondo terroso de las jaulas y las dejaba abiertas, con
las telas levantadas, para que estuvieran bien aireadas para la noche.
Fucho era un personaje importante en el universo de los galleros: el
gurú que conocía los arcanos de la gallística. La fama del gordo era muy
grande y de los rincones insulares más apartados, e incluso de tierra firme,
venía gente a verle. Unos a pedirle consejos, otros a traerle sus gallos para
que él los evaluara y, si era necesario, los tuviese en la gallera hasta
corregirles algún defecto o desarrollarles alguna habilidad. Fucho los
recibía y durante un par de semanas los sometía a largas observaciones para
ver si tenían “raza”; palabra que confundió a Wolfgang porque no tenía
nada que ver con pertenencia a un grupo gallináceo específico o a la pinta
de las plumas, como creyó al principio, sino con la valentía del animal. Si el
gallo era valiente, tenía raza, si no lo era, nada se podía hacer porque la raza
ni se enseña ni se aprende. La prueba decisiva para un gallo era un
encuentro simulado con un rival de su propio peso, careo le decía Fucho,
para ver cómo se comportaría en un combate verdadero. Los careos son
ideales para ello pues, aunque en efecto pelean, los animales no pueden
hacerse daño porque antes de lanzarlos al redondel les embotan las espuelas
con unas tiras de telas y les embozalan los picos con unas fundas de cuero
que les amarran detrás de las cabezas. Fucho los careaba cuando tenía el
diagnóstico sobre la raza del animal y quería comprobarlo en la práctica.
Convocaba a los dueños a la gallera para que vieran las cualidades de sus
gallos y el careo se convertía en una clase donde desplegaba sus dotes
pedagógicas: llamaba la atención de los dueños sobre las características de
sus pupilos, les enseñaba detalles que habían ignorado, diferencias sutiles
que a la hora de pelear serían definitivas. Sus juicios eran cortos e
inapelables: “Ese gallo se cansa y se ahoga, hay que hacerle un tratamiento
con sábila”; “éste es demasiado correlón y hay que pararlo”; “aquél es
sordo por la espuela” o, ante los casos sin esperanza, “ése no tiene raza ni
para ser gallina, llévatelo para tu casa y prepara un guiso”.
Wolfgang asistía con la devoción de un creyente a las sesiones
matinales de careo. Lo seducía la fuerza avasallante que los gallos exponían
en la lucha postiza; el entrevero adornado por el colorido de los plumajes en
sus esgrimas de gladiadores; las evoluciones oblicuas de sus patas en busca
de la cabeza o el cuello del contrario; los golpes sordos que se escuchaban
al patearse con las espuelas embotadas y el fuego que despedían sus ojos
enfebrecidos por un instinto volcánico. Eran imágenes de inagotable
plasticidad ante las que podía extasiarse sin temor a las consecuencias
indeseables de la violencia que contenían; como quien presencia una
tormenta descomunal en el mar desde un lugar cubierto y seguro de la
costa: el poder magnífico de los gallos de pelea desatado ante sus ojos sin
que una gota de sangre salpicara la tierra apisonada de la gallera ni a él se le
abriera una disyuntiva moral que habría segado su afición naciente. Las
espuelas embotadas y los picos embozalados no sólo salvaban a los gallos
de las heridas, lo salvaban a él de tener que escoger entre su historia
personal y una pasión nueva, tan extraña que no parecía suya.
 
 
 
 
XXI
 
 
Una mañana, al llegar Wolfgang a la gallera, Fucho lo sorprendió
poniéndole en las manos un gallo. Era un animal joven –colorado por la
pinta– con la cabeza ladeada por el peso de una cresta abundante, de unas
espuelas largas y romas y unas plumas primerizas, largas y frondosas en la
cola.
- Un comerciante de Porlamar me trajo ayer cuatro pollos y a éste lo vas
cuidar tú – le dijo Fucho con una sonrisa cómplice – para que lo entrenes y
lo conviertas en el mejor gallo de pelea que se haya visto por aquí.
El entrenamiento del colorado fue una empresa que Wolfgang acometió
con una resolución rayana en la devoción. Siguió día a día su desarrollo
hasta verlo convertido en un gallo de lidia que, no obstante su estampa
fiera, despertaba en él la ternura que sintió por su perro de la infancia.
Estaba pendiente de todo lo que comía y cuidaba que el agua que bebiere
fuese la más pura. En las mañanas, lo sacaba de la jaula antes que a
cualquier otro para que se recuperara con prontitud del largo encierro
nocturno. Durante el día, se escapaba del quiosco por cortos ratos para
encargarse directamente de su ejercitación y, en las tardes, lo llevaba a
descansar antes que a los demás para que no se pusiera ansioso con la
llegada de la noche. Limpiaba hasta la exageración la jaula donde dormía y
se aseguraba que no quedaran rendijas entre la tela que cubría la puerta y
las paredes de la jaula para que no se colaran los murciélagos durante la
noche. Había visto a un gallo con una mordedura de murciélago en una
pata, justo al comenzar el muslo, que se le había infectado y nada se pudo
hacer para salvar al pobre animal. Aprendió a cortarle las plumas, a
“enjugarlo” y, en la fecha propicia, con un nudo en el estómago, lo sostuvo
para que Fucho le recortara la cresta y los pliegues carnosos de la cabeza.
Sabía distinguir los estados de ánimo del gallo nada más con mirarlo y,
cuando tendido en su hamaca esperaba que se anunciara el sol para irse a la
gallera, podía distinguir su canto entre las decenas de cantos que llenaban el
aire húmedo de la madrugada. Llegado el día de carearlo, Wolfgang estuvo
más pendiente que nunca de que las tiras de las espuelas y la funda del pico
del otro gallo estuvieran perfectamente colocadas para que no le hicieran
daño a su colorado. Siguió la pelea falsa con angustia verdadera –las
arremetidas del gallo contrario le lucían mucho más peligrosas y las
respuestas del suyo le resultaban insuficientes–, tanta que la única manera
que encontró para serenarse fue desear con todas sus fuerzas que su
colorado fuese capaz de golpear al otro en la cabeza hasta dejarlo
inconsciente o que pudiera infligirle daño a su adversario con los golpes
que pegaba con sus espuelas embotadas. Finalizado el careo, antes que el
propietario siquiera se acercara, tomó al colorado para liberarlo de las tiras
y del bozal y pasarle un paño humedecido en agua por la cabeza, debajo de
las alas y por las patas. Después, lo ató a una estaca en el lugar más
sombreado y fresco de la gallera para que se recuperara del esfuerzo. Volvió
a la arena con el alma en vilo para escuchar el veredicto de Fucho y casi
saltó de alegría ante la sentencia del gallero: el colorado era un purasangre.
Al día siguiente, sin embargo, la euforia que sentía se trasformó en
amargura y vivió su primer gran sufrimiento por los gallos: Fucho le
anunció que el comerciante de Porlamar vendría esa mañana y se llevaría al
colorado consigo. La noticia le causó una tristeza ignota y el despecho de la
separación fue tan severo que le mantuvo varios días sin volver a la gallera.
Renata, confundida con sus largos silencios y su aire ausente, asimiló su
comportamiento a un ataque de nostalgia por Alemania y, para compensarlo
en algo, fue a las tiendas del puerto a comprar unas salchichas alemanas
que, para su desencanto, Wolfgang recibió y comió con la actitud mecánica
con la que se comía el pescado frito. Preocupado por su ausencia, Fucho fue
a visitarle y le dijo que nunca le pasó por la cabeza que le pegaría tanto la
partida del colorado, que si él lo hubiera sabido jamás le habría pedido que
se encargara personalmente de un gallo. Que así eran los gallos, que uno se
encariñaba con ellos y, si faltaban por cualquier razón, se sufría mucho. Que
lo que le pasaba no era nada comparado con lo que significaba la muerte de
un animal propio, que nada era peor que eso pero que tenía que reponerse y
acostumbrarse, que allá estaban los demás gallos esperando. Que podía
volver a ver al colorado en el corral donde lo tenían siempre que quisiera o
que podían estar pendientes del día en el que le casaran una riña e iban
juntos a la gallera a verlo pelear. Y que si no quería pasar por eso otra vez
que comprara unos pollos y los criara y podría quedarse con ellos cuanto
quisiera o separarse si le daba la gana.
Wolfgang volvió a la gallera y en un par de semanas, con el
descubrimiento de otros gallos cuya presencia ni siquiera había notado por
su fascinación con el colorado, recuperó el entusiasmo por la actividad que
lo entretenía de las tribulaciones del quiosco en la playa. Llegaba temprano,
sacaba a los gallos de las jaulas y los llevaba a sus estacas. Los alimentaba,
les ponía agua limpia, miraba algún careo, si lo había, le recortaba las
plumas a alguno o ayudaba a Fucho a raparle la cabeza a otro y, antes de
irse a casa, intercambiaba impresiones con el gordo. Fue en uno de esos
diálogos que Fucho dejó caer, como si el comentario no tuviera
importancia, que el colorado peleaba la siguiente semana en una gallera de
La Asunción y que, sí quería, podían ir a verlo. La invitación de Fucho le
inquietó durante días. En sus madrugadas en la hamaca se revolvía agitado
por la tormenta interior que le desataba su deseo colosal de ver pelear al
colorado y la necesidad de comportarse según las tablas que distinguen
entre lo correcto y lo indebido. Y esas señales indicaban, sin duda, que una
pelea de gallos era una muestra de crueldad organizada y sistematizada por
los hombres para explotar los instintos de unos animales inocentes que él
debía rechazar sin ambages, que dudar entre una y otra opción era de suyo
una transgresión moral. Más aún, tampoco estaba bien que dedicara parte de
sus esfuerzos a unos cuidados que no eran sino la antesala de la crueldad, de
las peleas criminales cuya consecuencia más frecuente era la muerte. Ya
había pensado eso antes, hacía tiempo, al mirar a un sobreviviente de una
pelea dominguera. Pero la línea entre el bien y el mal se le hacía difusa en
ese punto porque, nadie podría negarlo, sus cuidados con los animales eran
mucho más humanitarios que los de Fucho y, gracias a ellos, había
conseguido cambiarle ciertas prácticas que eran desconsideradas con los
gallos. Más aún, le constaba que Fucho trasmitía esos aprendizajes a los
demás galleros y de esa manera se multiplicaba el efecto benefactor de sus
enseñanzas. Eso estaba bien y compensaba el mal que pudiera causar con su
colaboración en una crueldad colectiva que no se detendría, estuviera él o
no. Otras madrugadas, sus pensamientos tomaban derroteros éticos más
estructuralistas: era un individuo que vivía prestado en una isla caribeña de
clima benigno y personas amables pero, adosada a ella, había otra realidad,
otra isla donde la violencia era una savia que alimentaba lo cotidiano y se
movía oculta bajo la aparente docilidad de la naturaleza y bondad de la
gente. La otra isla que se presagiaba en el desafuero de los amaneceres, en
la luz blanca del sol atroz de los mediodías y en la luz roja del sol colérico
que en las tardes se resiste a desaparecer e incendia el cielo antes de morir.
La isla de la violencia, la de la lluvia que inunda, el estío que seca y reseca
la tierra, el viento que postra a los árboles y las olas del mar que baten
contra la costa como una fiera celosa. La violencia en la muerte prematura y
cotidiana, muerte joven, muerte pobre, muerte que cada sábado y domingo
sigue la línea divisoria de las grotescas diferencias sociales. Violencia en la
forma de mirar a la mujer del prójimo, en los perros de la calle peleándose
por la perra callejera, en el hablar atropellado y alto de la gente, en los
adjetivos usados sin disfraces de corrección, en la manera de conducir los
coches, violencia que era inescapable, que venía con la vida. Esa otra isla
violenta estaba allí, yuxtapuesta, y era imposible no sucumbir a sus
designios. Los gallos de pelea no eran sino una concreción noble e inocente
de una violencia que era como Dios, estaba en todos los rincones. La
maldad estaría en ser cruel, pero los animales no lo eran, esa era una
condición reservada a los humanos. Ser testigo de la violencia unánime de
los gallos sin participar en la crueldad de los humanos era el punto justo
donde necesitaba ubicarse ante el dilema sin síntesis posible que había
alterado la paz de su existencia.
 
XXII
 
 
El día que Wolfgang por primera vez fue a una pelea de gallos, era
sábado, la lluvia en la playa había espantado temprano a los bañistas y las
reservas que tenía para abstenerse de ir a la gallera cedieron ante la
complicidad de Renata, quien no veía nada reprochable en que, sin otra
cosa que hacer, él buscara satisfacer una curiosidad extravagante. Por el
contrario, si la naturaleza daba un respiro, lo mejor era tomárselo, le dijo, y
ella aprovecharía para dar una vuelta por un centro comercial y visitar
algunas tiendas.
Recogió a Fucho en la ranchera que usaban en el quiosco y juntos se
fueron a una gallera en La Asunción. El lugar no tenía nada en común con
la gallera de su amigo, que, aunque ruinosa, mostraba un pasado de tronío.
Estaba ubicada en las afueras de la ciudad, en el interior de un terreno
grande, cercado con una tapia sin frisar, en cuyo frente, estacionados
desordenadamente, estaban los vehículos de los asistentes. El acceso era a
través de un portón de hierro a medio abrir, guardado por un portero que
tenía a su cargo la venta de las entradas, unos papelitos numerados que
arrancó de un pequeño talonario. La arena, a unos cincuenta metros de la
entrada, estaba semioculta detrás de una barrera de árboles de mango,
papaya, caña de azúcar, cocoteros y otras plantas tropicales cuyos nombres
Wolfgang ignoraba. Era una construcción rústica, hecha de materiales
bastos: bloques de cemento al desnudo, vigas de acero sin pintar y un techo
cónico de láminas de asbesto gris, elevado para mitigar los efectos del calor.
El camino que conducía a ella y el descampado a su alrededor estaban
cubiertos por una grava gruesa, de piedras romas compactadas por el paso
de la gente, minada de colillas de cigarrillos, tapas de botellas y vasos
plásticos de diversos tamaños. Al fondo del terreno, detrás de unos bananos,
estaban los urinarios: una pared pintada de blanco, sin techo, de bordes
irregulares, en cuyos extremos resaltaban los letreros “caballeros” y
“damas”, desproporcionadamente grandes, escritos en verde con brocha
gruesa. Al lado de la arena había una caseta hecha de bloques de arcilla
roja, cubierta con unas planchas de zinc ajadas, con manchones de óxido,
que antes de terminar allí fueron parte de otros techos. La pared frontal se
elevaba sólo hasta la mitad y estaba rematada con un tablón de madera
ancho y sin tratar para que sirviera de barra. Los galleros se apretaban
frente a ella en ruidoso tumulto, con los billetes agarrados en las manos,
para pedir, a gritos, lo que fuera que allí vendieran. Fucho le explicó que se
aprovisionaban de cervezas o carteritas de ron antes de que comenzaran las
peleas, debían comprarlas allí afuera porque en el interior de la arena no
vendían y nadie querría salir a comprarlas durante los combates. Los
apostadores tomaban sus cervezas con prisa, para entrar cuanto antes al
coso, y, al terminarlas, arrojaban las latas al suelo engranzonado sin el
menor cargo de conciencia. Un hombre menudo y viejo, lo más parecido a
un mendigo que no pide dinero, las recolectaba y las metía en un saco de
fibras plásticas que cargaba en sus hombros. Wolfgang había visto antes a
muchos “recogelatas”, así los llamaban, merodeando entre las palmeras de
la playa o registrando las bolsas de basura del quiosco, pero ninguno con
una expresión tan desolada en la cara como éste de la gallera. Para
completar la fauna del lugar, varios niños, con unas ollas de aluminio
enormes, se paseaban entre los apostadores vendiéndoles arepas rellenas de
carne, empanadas de pescado y huevos sancochados. Al parecer, allí no
entraban mujeres.
Wolfgang buscó con la mirada al propietario del colorado entre los
hombres apiñados frente a la venta de cervezas, entre los que conversaban
en los alrededores, entre los que iban o venían del baño, pero no lo
encontró. Le preguntó a Fucho por él y el gordo predijo que estaría adentro,
sentado en primera fila, como correspondía a quien tuviera una pelea
pactada. Fucho lo dejó para acercarse al hueco en la pared de la caseta y
sumarse a los gritos de los demás compradores en procura de cerveza. Al
rato regresó con dos latas, le brindó una a Wolfgang y sugirió beberlas antes
de entrar a la gallera porque todavía faltaba un poco para que comenzara la
pelea. Al terminar, Fucho, sin vacilaciones, lanzó su lata al suelo mientras
que Wolfgang se debatía entre llevarla hasta un tambor metálico alejado
unos veinte metros del lugar y desbordante de basura, arrojarla al suelo
como había visto hacer a todo el mundo o dársela directamente al
“recogelatas”, cual si fuese una limosna. Antes de irse, llamó la atención del
anciano, le entregó en las manos su lata vacía y se alejó de prisa para no
mirarle los ojos. En la arena estaba el grueso de los galleros. Unos, los
menos, permanecían en sus asientos pendientes del próximo combate, los
demás estaban concentrados en el redondel, en torno a los protagonistas y
sus propietarios. Fucho le dijo que los galleros querrían ver la implantación
de las espuelas de pelear a los gallos, para evitar ventajas. Las espuelas
varían de forma y tamaño y la medida a usarse en cada pelea es parte de los
arreglos previos que deben pactar los propietarios. Wolfgang le preguntó
cómo se las ponían y Fucho le explicó que con una navaja les recortaban las
espuelas naturales y luego, con lacre y una delgada cinta adhesiva, fijaban
en su lugar unas espuelas plásticas o metálicas, afiladísimas, ya se lo
demostraría en la gallera, le prometió.
La estructura circular del coso y la concavidad del techo creaban una
acústica que aumentaba varias veces el volumen de las voces y para
entenderse los galleros tenían que hablar a gritos o hacerlo en los cortos
intervalos en los que se aplacaba el vocerío. En un corrillo menor, distante
del torbellino alrededor de los combatientes, Wolfgang divisó al
comerciante de Porlamar propietario del colorado. Llevaba una bolsa de tela
roja colgada en el hombro y en ella se adivinaban los contornos de un gallo
que supuso sería el colorado. El hombre los vio y para saludarlos, sin
moverse de donde estaba, les gritó algo que él no pudo entender, pero que
debió ser gracioso porque, por respuesta, Fucho soltó una risotada.
Wolfgang siguió con la vista los movimientos del hombre hasta que éste se
separó del grupo y pasó por encima de la pequeña cerca del ruedo para
sentarse en plan de espectador. Por ahora, el colorado y él debían esperar.
Alguien, a quien le decían “el juez”, hizo sonar una campanilla de mano
y, como una fuerza divina que ordena el caos, los espectadores volvieron
con rapidez a sus puestos y fijaron su atención en los dos hombres que en el
redondel sostenían en sus manos sendos gallos. La pelea estaba por
comenzar, el calor que emitía el asbesto del techo y el polvo que se levantó
de la pista, mezclados con el aliento anhídrido de los presentes y la
transpiración de todas las pieles, condensaban en el interior de la arena un
vapor pastoso y amarillento, una atmósfera más pesada que el resto del aire,
donde las pasiones podrían flotar a su antojo. La masa de galleros estaba
silenciosa, apenas subsistía el murmullo nervioso de las respiraciones
agitadas, augurio de un desmadre a duras penas contenidas. Los gallos, no
obstante, se veían tranquilos, ausentes, imperturbables bajo la lluvia de
adrenalina humana que caía sobre ellos. El juez ordenó con un gesto que
bajaran un cajón de madera, suspendido sobre la arena por una cuerda que
pasaba por una polea y se amarraba a un poste de los que sostenían el techo.
Un ayudante, sin quitarse de los labios un cigarrillo con la ceniza en un arco
que desafiaba a la gravedad, cumplió la orden diligentemente y bajó el
ingenio hasta el centro del redondel. Sostuvo el extremo de la cuerda y no le
quitó la vista de encima al juez, a la caza de la señal de que volviera a
izarlo. Los dueños de los gallos, con las caras contraídas y lívidas, como si
fuesen ellos quienes se disponían a matarse, levantaron las tapas de los dos
compartimientos estancos del cajón y metieron a los animales en ellos. El
juez esperó que ambos regresaran a sus asientos e hizo señas al ayudante
del cigarrillo en la boca para que levantara el cajón y la pelea pudiera
comenzar. La inminencia de la lucha, como una mano que aprieta poco a
poco un cuello hasta cortarle el aliento, impuso un silencio absoluto,
desnaturalizado, que se rompió por el bramido de euforia que emitió la
concurrencia tan pronto se elevó el cajón y los gallos quedaron frente a
frente.
Los animales, turulatos por el encierro y el ruido de las gradas, tardaron
unos segundos en percibirse y, movidos por el impulso de un mandato
natural inscrito en sus huesos, comenzaron una pelea feroz, sin causa, como
soldados de una guerra muy vieja. La gallera rugía, jadeaba, se calmaba y
se volvía a agitar, viva como el mar de marzo, según se alternaban las
incidencias del combate. Las apuestas por uno u otro ejemplar se hacían a
lo largo y ancho de la tribuna en medio de un griterío ensordecedor y a una
velocidad de vértigo que Wolfgang no podía siquiera seguir con la mirada.
La diferencia entre los careos y la pelea real que tenía enfrente le pareció
tan grande que se sintió como el adolescente que descubre el sexo con una
mujer tras años de imaginárselo en solitario. Una vez en Andalucía, en un
fin de semana de vacaciones con unos amigos, había presenciado una
corrida de toros y le impresionó mucho pero lo que tenía ante su vista en la
gallera era distinto. En los toros no hay competencia: el matador mata al
toro invariablemente. Miles de toros muertos por cada torero. De no mediar
el ritual de la corrida, la muerte del toro sería tan desnuda como la del
matadero, pero en los gallos no era así, acá se trataba de una lucha de
adversarios iguales, una lucha definitiva, sin ritos ni artes, sin
justificaciones ni cálculos, uno de los gallos, o los dos, morirían, nada se
sabía, nada estaba escrito.
A medida que avanzaba la pelea, Wolfgang se fue aislando de la
abrumadora marea de gritos que profería la concurrencia. Se hundió
lentamente en un silencio interior del que no tenía antecedentes, tan tenaz
como el de los gallos que se mataban en la arena sin que sus gañotes
dejaran escapar un sonido. En la profundidad de ese silencio, cual un eco
remoto, escuchaba los golpes de las espuelas sobre los huesos de las
cabezas, el batir de las alas y el apagado chasquido de los picotazos que
laceraban los pellejos enrojecidos al límite. Estaba convencido de que sólo
él era capaz de escuchar el fragor sordo de esa batalla, valorar el carácter
grandioso de aquella lucha, apreciar el significado de aquella ofrenda y, sin
que su conciencia tomara parte en decidir el derrotero, su alma se fundió en
una indestructible identidad con los gallos, los únicos otros habitantes de la
dimensión mística a la que había accedido. Fue en ese instante de entrega
inaudita cuando se produjo el acontecimiento que lo catapultó aún más allá
de su éxtasis y, como al hechicero que ha logrado traspasar el umbral de un
misterio satánico y se queda atrapado por el demonio que se le ha revelado,
lo hizo prisionero de los animales que habrían de perderlo. Un evento
alucinante que haría de los gallos y Wolfgang una comunión perfecta,
sacramentada por una liturgia brutal, que nunca se volvería a romper. En
una acción muy rápida, uno de los gallos inmovilizó la cabeza de su
oponente, logró asirlo con el pico por la costura carnosa que le había dejado
el recorte de la cresta, y, sin soltarlo, pegó un salto poderoso, moviendo sus
patas en una parábola similar a la de una puñalada asesina; con una de sus
espuelas, no pudo ver cuál, alcanzó a su adversario de lleno en el sitio justo
del pescuezo donde el ave desgraciada tendría la yugular y le abrió un
boquete hondo, por donde comenzó a brotar la sangre en chorros
intermitentes, al compás de los latidos de su corazón. Wolfgang miró al
animal recular por la fuerza del impacto, apreció cada una de las secuencias
en las que la muerte fue desbaratando su arrogancia, deformándolo en una
criatura torpe, que se sustentaba sin sustentación, con las patas enredadas
entre las plumas más largas de sus alas. Con su aliento postrero, el gallo
herido dejó escapar un gorgoteo grave, corto, mortalmente corto, un
graznido que duró la fracción infinitesimal que tardó la vida en escapársele
por el hueco abierto en la garganta, antes de desplomarse sin garbo, como
todo lo que se desploma, con la cabeza doblada hacia adelante y el pico
apoyado en la pechuga, inerte, exánime. Muerto.
Con el sorpresivo final, la gallera dejó escapar un alarido amorfo que
como un trueno cuyo retumbar se ahoga con la distancia, se apaciguó
lentamente hasta diluirse en exclamaciones inteligibles y risas, de los
ganadores, confundidas con las expresiones de desaliento, de los
perdedores. Algunos se abrazaban y se daban manotazos en las espaldas,
otros se lamentaban, todos chillaban. Dos personas solamente permanecían
en silencio: el gallero vencido que miraba a su gallo con el impacto de su
muerte reflejado en el rostro y Wolfgang que los miraba a ambos. El
hombre, derrumbado en su asiento, permaneció absorto por un largo rato
antes de saltar a la arena para, con una mezcla de vergüenza y rabia, tomar
el gallo por las patas y regresar a su asiento. Dejó el cuerpo ensangrentado
sobre el borde del cerco de madera y con parsimonia, que era más tristeza
que serenidad, desenrolló las cintas adhesivas que pegaban las espuelas a
las patas y puso los apéndices plásticos en una caja pequeña que guardó en
su bolsillo. Luego, con la expresión de quien coloca la tapa a la urna de un
ser querido, tomó al gallo, lo metió en su bolsa de tela roja, se levantó del
asiento y se fue de la gallera con paso de procesión. Sólo Wolfgang lo miró.
Fucho había apostado al gallo ganador y, efusivo, hablaba a gritos con
los vecinos de las gradas de arriba y debajo de ellos, que lo acompañaban
como niños alborotados, sin frenos en sus expresiones corporales. Pero
Wolfgang no. Wolfgang se quedó callado, sin moverse de su asiento,
incapaz de capear la marejada de emociones que se le vino encima y le
anegó los sentidos. Su mente era un remolino que reeditaba una y otra vez
la imagen terrible de la estocada célere y la muerte vertical del gallo. Nunca
pensó que la violencia que les había visto desplegar alcanzara un clímax tan
poderoso, que un animal tan pequeño fuese capaz de matar con tanta
eficiencia. No podía recordar nada que le produjera un impacto tan grande,
sentía su sangre circular con rapidez y sabía que la causa de eso no era el
calor aplastante del ambiente ni la cerveza que se bebió antes de entrar. Se
trataba de algo que venía de mucho más adentro, que lo conminaba a
quedarse inmóvil, borracho con un licor que manaba de sus propias
entrañas, a la deriva de la corriente primitiva que le corría por las venas.
Algunos galleros llaman a ese golpe de tiro de sangre: la punta afilada
de la espuela perfora la arteria del cuello y el gallo muere en el acto
desangrado. No ocurre con frecuencia, pero es una expectativa abierta en
cada pelea y sirve para alimentar el morbo sin fondo de los galleros.
Wolfgang ignoraba eso, creyó que ese era el curso ordinario de los
combates, y sintió que ya no le quedaban reservas para enfrentar la realidad
de ver vencer o morir en un charco de sangre al gallo colorado. Fucho debió
percibir algo en su rostro porque interrumpió su ruidoso intercambio con los
otros galleros para preguntarle, con tono preocupado, si se sentía bien y
proponerle que salieran de la arena a respirar un poco. Afuera, Wolfgang le
confió a Fucho su desazón y el gallero le reconfortó explicándole que era
raro ver un tiro como ese, que la mayoría de las peleas no terminaban así,
que había sido muy afortunado de poder ver uno en su debut de gallero y
que a lo mejor pasaban cientos de peleas para que volvieran a ver otro tan
limpio como el que presenciaron. Le habló de la brutalidad implícita en
todas las peleas de gallo, que si bien la muerte no era fulminante, como en
la pelea anterior, en todas se derramaba sangre. Que incluso había tiros que
él consideraba peores. Que ya le tocaría ver el tiro que los galleros llamaban
“varejón”; la espuela le rompe una vértebra del cuello y el gallo no puede
levantar la cabeza. O uno todavía más cruel, el “morcillero”. El gallo recibe
un golpe de espuela que no le causa una herida externa pero le revienta las
venas del cuello y le produce una hemorragia interna. La sangre se embolsa
debajo de la piel y se pone negra hasta formar una suerte de morcilla, que
crece con cada latido del corazón y termina por matar al gallo, lo ahoga. Era
una muerte agónica porque el animal no sabía lo que le estaba pasando,
continuaba la pelea y con cada movimiento se moría un poco. Pero aun en
esos casos, a los gallos de pelea debía verlos como lo que eran:
privilegiados en el reino de las aves. Que el gallo que acababan de matar
por lo menos tuvo la fortuna de pelear por su vida, que en ese lapso, en el
continente americano, para no ir muy lejos, habrían matado a miles de
gallos y gallinas con medios mucho más crueles e indignos. Que si
Wolfgang quería él lo llevaba a una de las ventas de pollo fresco de la isla
para que viera de qué le estaba hablando. Wolfgang, más tranquilo con el
largo parlamento de Fucho, invitó a una cerveza y se acercó a la caseta a
comprarlas. Le tomó cierto tiempo obtenerlas porque se negaba a participar
en la disputa a gritos por el turno para ser atendido, esperó con paciencia a
que alguno de los encargados le preguntara por su pedido. Regresó con dos
latas y una botella pequeña de ron, sonriente le explicó a Fucho que la
cerveza era para el calor y el ron para los nervios.
A Wolfgang no le tomó mucho comprobar que Fucho estaba en lo
cierto. Esa tarde no se repitió la muerte repentina del golpe de espuela en el
pescuezo, pero no por ello las peleas fueron menos excitantes. Las riñas que
le sucedieron, incluida la del colorado, fueron también sensacionales y le
mostraron a Wolfgang otra faceta de los gallos, a su entender, mucho más
augusta que la habilidad para matar a su contrincante: la capacidad de
resistir y luchar hasta la muerte. En las peleas restantes, los gallos se
fundieron en combates largos y de gran dureza, guerras de atrición en las
que emplearon todas sus energías hasta quedar vacíos, completamente
vacíos, lacerados hasta lo irreconocible, incluso ciegos, y, aun así, sacaban
fuerzas de alguna parte para levantar la cabeza y buscar al enemigo. Ese fue
el tipo de pelea que le tocó al colorado. Su adversario, un cenizo de
Salamanca, combatió con gran tesón, resistió una tras otra las cargas de su
pupilo y le infligió severas heridas, antes de consumirse por completo, sin
fuerzas ya para sostener erguido el cuello. Con la agónica fuerza que le
quedaba, sin embargo, intentó todavía una última picada, que no pasó de ser
amago torpe que terminó en la tierra, donde languideció hasta morir. El
colorado no lo mató sino que murió de tanto pelear y Wolfgang captó
claramente la diferencia entre ambas situaciones. Estas peleas de
resistencia, dónde aprendió hasta dónde puede llegar la valentía, sellaron
cualquier salida a su alma ya cautiva y arraigaron en su conciencia la
fascinación incurable por los gallos, los animales que habrían de perderlo.
Esa noche, en casa, todavía bajo el sopor de los rones para los nervios y
las cervezas para el calor, en su libreta de tapas negras, escribió:
 
Sábado 21.06.2003
 
Hoy fui a las peleas de gallo, peleas verdaderas, sin bozales en el pico ni
tiras en las espuelas que los protegieran de las heridas. Se trata de un
espectáculo que la mayoría de la gente encontrará primitivo y violento (y
no hay duda que lo es) pero Fucho tiene un argumento de peso para
justificarlo (y de paso pone la pelota en el otro lado) al asegurar que a
los gallos no les va mejor con el tratamiento moderno y civilizado del
matadero de aves. Que lo que se hace en esos lugares es mucho más feo
que las peleas en una gallera y, sin embargo, los críticos de la gallística
no se abstienen de comer pollos. Que todo eso es una gran hipocresía.
Hasta hoy yo me había abstenido de presenciarlas y creo que fue una
tontería haberlo hecho. Eso no significa que no condene la violencia
como antes, sino que creo haber aprendido a diferenciar entre la
violencia de los gallos y la violencia humana. Los gallos son violentos
pero, a diferencia de las personas, no tienen deseos de ganar o perder
nada, no buscan aliados ni involucran a otros en sus riñas, no tienen
orgullo ni prestigio que cuidar, no son avaros ni manipulan a nadie ni
esconden debilidades. Los gallos son puros, son violencia sola, al
natural, sin propósitos. Se juegan la vida en cada pelea y ni siquiera se
dan cuenta de que lo hacen. Más peligrosa, sin duda, era la violencia en
las gradas, una violencia palpable que estaba allí como una ola a punto
de romper pero que se queda suspendida, sin hacerlo, por alguna razón
contraria a la naturaleza. Lo impedía esa casualidad, ese mecanismo
mágico que existe en esta isla, el que deja a la vida y a la muerte en
manos de la buena fortuna y pareciera estar detrás de todas las cosas.
Una violencia inmensa, armada de alcohol, dinero y soberbia que no se
desbordaba quizás porque en la arena, matándose en nombre de todos,
estaba el dique que la contenía, el sustituto necesario: la furia ciega de
los gallos. Violencia que se adivinaba bajo la piel de los hombres cuando
apareció la muchacha que vendía las arepas rellenas con carne (la única
mujer que se presentó en la gallera). Una mulata muy joven (tal vez una
niña, aquí es difícil calcular las edades), de cuerpo pleno, con el vestido
ajustado (la tela estaba prensada en los pechos y en las nalgas, la verdad
uno no tenía que imaginar mucho) y una mirada hambrienta
(prematuramente hambrienta, si tengo razón en lo de su edad) que
alborotó la gallera. Se paseaba entre los enjambres de hombres,
mostrando su mercancía (¡y su cuerpo!), disfrutando el espectáculo de
ver cómo el deseo violento que despertaba se revolvía detrás de las
pupilas. Al ofrecerme a mí sus arepas, lo que parecía decirme con la
mirada era que le sobara las tetas y le metiera la mano entre las piernas.
Eso era exactamente lo que me pedía y jamás sabré qué me contuvo.
Estoy seguro que a los demás les pasó como a mí, que les provocó como
nunca hacer algo que se correspondía con el hervor del ambiente y las
apetencias descaradas de la muchacha: tomarla por la cintura, desgarrar
su ropa interior y poseerla allí, a horcajadas, sentado en la grada. Por
fortuna para todos, en la arena, matándose, estaban los gallos.
Fucho me demostró de nuevo que es un gran maestro gallero. Sería un
hombre muy rico si explotara más comercialmente sus habilidades.
Ayuda y da consejos a quien se lo pida sin pensar que eso es dinero. Me
explicó lo de las apuestas. Es muy complicado porque se usan monedas
viejas y modernas. Se hacen en “pesos” y en “bolívares”. (Un peso son
cuatro bolívares y se necesitan casi 3.000 bolívares para comprar un
dólar que es la moneda por la que la gente realmente se preocupa). En
Venezuela no hay pesos pero parece que esa forma de apostar se quedó
aquí desde la época en que los españoles trajeron los gallos de pelea
hace siglos. Según me contó Fucho, se puede comenzar la apuesta con
cantidades iguales (“pelo” a “pelo”, le dicen aunque, con mejor lógica,
debían decir pluma a pluma). Si se conoce al gallo o hay alguna
“cuestión que se pueda ver” (no sé a qué se refirió con esto) se puede
conceder alguna ventaja. Las apuestas se mueven según vaya
desarrollándose la pelea. Si un gallo está adelante (no sé cómo hacen
para ver eso desde el propio comienzo) o se ve más entero, con más
fuerzas, el apostador que va a ese gallo puede “pagar diez” o “pagar
doce”. Eso quiere decir que se pagan diez o doce (bolívares o pesos)
contra ocho (por lo que entendí, no hay ninguna lógica en estas
proporciones, pero en este juego, y en muchas cosas de aquí,
simplemente no hay lógica). Si la pelea se pone más abierta en favor de
ese gallo, el apostador apuesta “al partir”, que significa estar dispuesto a
pagar en una relación de dos a uno pero que en la gallera (tampoco pude
saber por qué, aunque evidentemente es un manejo distinto de las
proporciones) se entiende “veintes contra dieces”. Si aumenta la ventaja,
se paga “veinte a seis” y si la pelea está prácticamente decidida, se
pagan “fuertes a bolívar”, “fuertes a real” y “fuertes a medio” (el
“fuerte” es una moneda venezolana que desapareció) que quiere decir
que se pagan cinco bolívares por uno, cinco bolívares por 0,50 céntimos
de bolívar (el “real” es otra moneda desaparecida) y cinco bolívares por
0,25 céntimos de bolívar (el medio “real”, moneda que tampoco existe).
Lo más importante y difícil al apostar a los gallos es “taparse”, que, en
otras palabras, significa no quedar descubierto en las apuestas. Si se
apuesta al partir por un gallo pinto contra un zambo y la pelea cambia
(puede ser que un gallo pierda un ojo por un espolazo, fue el ejemplo
que me puso Fucho), uno se cambia de gallo y paga “veinte” o “doce”
por el zambo. Y así uno se cambia de gallo y de tipo de apuestas a
medida que pasa la pelea y los gallos se alternan en el dominio. “Un
gallero bueno, si la pelea dura lo suficiente, no pierde nunca”, me dijo.
La cuestión está en darse cuenta, antes que los demás, que la suerte de la
lucha ha cambiado y eso solamente se aprende viendo muchas peleas.
Ha sido un día especial, es tarde y sería imposible describir aquí todo lo
que sentí y todas las cosas que me pasaron por la mente mientras estuve
en la gallera. Todavía guardo conmigo las imágenes, los sonidos de los
gallos en sus luchas, el asombro de tantas sensaciones nuevas pero
necesito más.
 
XXIII
 
 
El lunes siguiente a las primeras peleas y concluido su trabajo habitual
de la mañana, Wolfgang le dijo a Fucho que deseaba tener sus propios
gallos de pelea. Quería que lo llevara donde un criador que tuviera los
mejores ejemplares y lo ayudara a seleccionar unos pollos de raza. Aspiraba
que se desarrollaran en la gallera, que Fucho lo asesorara en los cuidados y
preparación que había que darles y que, por supuesto, cobrara por sus
servicios. El gallero le respondió que, cuando él lo dispusiera, podían ir a
un lugar en Los Robles donde había unos gallos finos y caros, cruzados con
animales traídos de Puerto Rico y Cuba, para escoger los mejores pollos. En
cuanto a lo de recibir pago por su ayuda, Fucho se negó de plano, le dijo
que esa sería la oportunidad de retribuirle sus esmeros de meses con todos
los ejemplares de la gallera, que su trabajo era algo que él valoraba mucho.
Wolfgang insistió en el pago, mas la voluntad de Fucho era irrevocable y no
le quedó otra opción que agradecerle el gesto. Cuando ya se disponía a
partir, Fucho le llamó, y, con seriedad de obispo, le aconsejó que pensara
bien lo que se proponía hacer porque “una vaina es que te gusten los gallos
y otra, muy distinta, es ser gallero”. Wolfgang se sonrió, pero no por el
aviso que le daba sino por la manera como Fucho pronunciaba su nombre.
La generalidad de los isleños lo pronunciaban mal, cambiaban la doble ve
inicial por una ge inventada y callaban las dos ges que su cognomento sí
tenía: Golfan. Pero Fucho iba un paso más allá: cambiaba la ele por una ere,
Gorfan, con lo que su gracia se desdibujaba por completo y se hacía
irreconocible para cualquier alemán. Sin embargo, pocos, en Alemania o
allí, lo nombraban con el afecto que traslucía la terrible pronunciación de su
amigo. “Gorfan, los gallos de uno son como uno y, si eres gallero de
corazón, allí lo vas a sentir. Si te matan un gallo es como que te mataran a ti
un poquito. Es una muerte chiquita que pesa como una grande”, le advirtió.
Y Wolfgang resultó ser un gallero alemán; Fucho nunca vio un gallero
que se entregara a la crianza de sus animales con tanto fervor. La
dedicación meticulosa que ponía en el cuidado de los gallos ajenos se quedó
muy atrás en comparación con la que puso en la atención a sus gallos: un
giro, un pinto, un zambo y uno blanco. Comenzó por refaccionar las jaulas
donde los guardaba, ubicó en el patio trasero los lugares más sombreados,
los limpió, los cubrió con una fina arcilla roja y encargó unas estacas
nuevas para atarlos; les elaboró una dieta que incluía maíz amarillo,
bananas, mangos, naranjas y yemas de huevos hervidos, complementada
con unas vitaminas granuladas que le enviaban desde Alemania. Por si lo
anterior no era suficiente, les daba raciones de pulpa de aloe –sábila le
dicen los margariteños– para mantenerles los pulmones limpios y
aumentarles la resistencia. Tarea que no era fácil porque ni siquiera los
gallos se tragan la sábila por cuenta propia; Fucho decía que la planta era
demasiado amarga, y le ponía azúcar para hacerles menos ingrata la ingesta
y aunque Wolfgang no creía que el sentido del gusto de los gallos alcanzara
para tanto, no se atrevía a contradecir a su maestro en eso. Lo cierto era
que, aun endulzada, había que tomar al gallo e inmovilizarlo, mantenerle el
pico abierto con una mano y, con la otra, empujarle los dados de sábila
hasta el buche. Al soltarlos, las aves mostraban su incomodidad haciendo
algunos movimientos extraños, como si quisieran vomitar o rasgarse el
buche con las patas, y Wolfgang estaba seguro que de todas las aplicaciones
dolorosas que les practicaban, esa era la única por la que los gallos parecían
guardar rencor.
Abrió una carpeta para cada uno de los pupilos con el propósito de
registrar cada semana sus medidas: peso, altura, largo de las espuelas, del
pico y grosor del muslo. Estaba convencido de que, como los futbolistas
para patear el balón, era necesario desarrollarles unos muslos de gran masa
muscular para que propinaran espolazos más fuertes y para resistir mejor
los golpes de espuela que les dieran los adversarios. Había visto a algunos
gallos perder por espolazos recibidos en los muslos, “gallo tumbao” le
decían. La espuela del contrario penetraba profundamente en el muslo,
probablemente le rompía algún tendón, y como al herido le resultaba
imposible siquiera levantarse, se declaraba ganador al otro. Por eso, para
fortalecerles las patas, diseñó un arreo de cuero, con una alforja donde
colocaba unas pequeñas pesas de plomo, que aseguraba al cuerpo del gallo
y le permitía libertad de movimientos. Enganchaba el extremo del arreo a
un poste que colocaba en el centro de la arena de Fucho y, con un aumento
progresivo de las velocidades de la carrera y del peso en las alforjas, los
ponía a dar vueltas hasta que se cansaban. Convenció a Fucho y construyó a
sus expensas en el terreno al fondo de la gallera, un tanque de metal de unos
tres metros de largo y lo suficientemente amplio y profundo como para que
los gallos, como entrenamiento complementario a las carreras, lo nadaran a
diario. Junto con esos artilugios, mandó a hacer unos trapecios de acero
donde paraba a los gallos y los columpiaba para obligarlos a buscar
permanentemente el equilibrio. Así, decía, se desarrollaban otros músculos
de las patas que no se ejercitaban con las carreras ni con el nado.
Lo que no pudo ingeniar fue un mecanismo para darles más fuerza en
las picadas. Pensaba que debía tratarse de algo que les fortaleciera los
músculos que controlan el movimiento de la picada. El problema estaba en
que a los gallos no se les podía entrenar para que apretaran o abrieran los
picos ni se les podía forzar a que picaran algo y se mantuvieran tirando de
él. Intentó ejercitarles con bandas de goma, que les atravesaba en el pico
como el bocado de un freno de caballo, pero los animales no eran lo
suficientemente tenaces en tratar de reducir la goma y, para complicar las
cosas, trataban de arrancárselas con las patas y se arañaban la cabeza. Se
devanó los sesos buscando una solución más eficiente pero no la encontró y
tuvo que conformarse con un tratamiento tradicional: ponerles a picar unos
gallos de trapo y dejarlos que tiraran de las hilachas. Cuando los pollos
alcanzaron la edad para ser encrestados, Wolfgang verificó que los cortes de
los apéndices de la cabeza fuesen perfectos, que no quedara borde carnoso
alguno por el que otros gallos pudieran sostenerles las cabezas con los picos
y golpearles con las espuelas. Le obsesionaba la idea de que sus gallos
fuesen blanco de tiros varejones y quería reducir al mínimo las
posibilidades de que eso aconteciera. Antes de cada operación, y para
evitarles el dolor, les aplicaba un anestésico local en las crestas y se
cercioraba de que Fucho se lavara las manos y usara unos guantes sanitarios
de látex. Para extirpar el apéndice, le proporcionó al gallero unas tijeras de
acero inoxidable, que hervía antes del uso, y lo obligaba a usar gasa
esterilizada para limpiarles la sangre y a suturarles las heridas con hilo
quirúrgico, en lugar del ordinario, de costurera, que usaba con los demás
gallos. Concluida la cirugía, tomaba a los gallos bajo su cuidado directo y
con gran dedicación les embadurnaba las cabezas con una crema antiséptica
y cicatrizante sin alterarse por las repetidas bromas de Fucho, quien insistía
que con esas exageraciones iba a conseguir algo que nadie nunca hizo:
mariconear a los gallos de pelea.
 
 
XXIV
 
 
Wolfgang iba a las peleas los sábados en la tarde y regresaba a la playa
cuando la actividad en el quiosco estaba por terminar. Comía algo, se metía
un rato en el mar para sacarse el sofoco y después se sentaba en una mesa
con su libreta de tapas negras, a revisar las notas que hacía durante las
peleas y a añadir comentarios sobre los eventos de la jornada. Tomaba nota
de la identidad de los peleadores y sus dueños; anotaba lo relativo al peso
de los ejemplares antes y después de los combates, el tamaño y tipo de las
espuelas y el monto de la apuesta; registraba las alternativas resaltantes de
la lucha y especificaba el minuto en que se presentaban; y, para entender la
complejidad de las jugadas, seleccionaba a un apostador y dejaba asentados
los cambios de sus apuestas a medida que avanzaba la refriega. Datos que
recolectaba con el propósito de contar, más adelante, cuando le tocara jugar
sus propios gallos, con suficientes observaciones que le permitieran
levantar patrones de comportamiento de los animales y de los galleros y
llegar así a predecir los resultados.
 
Sábado, 29.11.2003
 
Primera pelea: Jabado de Tacarigua, de Arturo Gil, contra giro de La
Asunción, de José Obando. Peso: Ambos pesaron 3 libras y 8 onzas.
Espuelas: cubanas de dos centímetros. La temperatura ambiental
(medida en casa antes de salir) treinta y tres grados (adentro de la gallera
son por lo menos cuatro grados más) y la humedad es del ochenta por
ciento. El apostador observado fue Remigio, un gallero de La Asunción,
que no es dueño de ninguno de los gallos que pelean hoy (el dueño de un
gallo no puede ser objetivo al apostar). La pelea comenzó a las catorce
con cuarenta y siete minutos (estaba fijada para la mitad de las tres pero
aquí es imposible que se cumpla algún horario). La pelea comenzó muy
pareja. Minuto 04: ambos gallos son picadores pero el jabado golpeaba
más con las espuelas, se veía mejor gallo. Remigio ofreció pagar diez
por el jabado y otro apostador intercambió gritos con él pero no cerraron
la apuesta. Minuto 07: el giro corría en círculos y el jabado lo perseguía
pero no lo alcanzó sino cuando el giro se detuvo a esperarlo. El hombre
que apostó con Remigio le pregunta que si en lugar de diez no pagaba
doce por el jabado. Remigio se negó, dijo que prefería esperar que la
pelea se abriera más. Minuto 12: el giro llevaba un rato sin correr y
parecía haber perdido fuerzas. El jabado le dio un buen espolazo en la
cabeza. El giro rodó sobre su cuerpo y comenzó a sangrar por una herida
cercana al oído. Remigio decidió pagar doce y el otro apostador aceptó
la apuesta (“Cogió” la apuesta se dice en la gallera. Las apuestas se
“cogen”, que es el verbo para “agarrar” o “tomar” un objeto, pero a las
mujeres también se les “coge”, una de esas cosas que no termino de
entender con este idioma). Minuto 15: El jabado golpeó nuevamente al
giro en la cabeza y volvió a derribarlo. Remigio apostó “al partir”.
Minuto 18: El giro lucía recuperado y comenzó a correr otra vez. Se
detuvo inesperadamente y golpeó al jabado que recibió el espolazo por
un lado de la cabeza y quedó atontado. Remigio cambió de gallo (se
tapó) y cogió doce que otro apostador estaba pagando en contra del
jabado. Minuto 27: El giro fundido cayó al suelo y no hacía nada contra
el jabado que lo golpeaba a merced. Minuto 29: Detuvieron la pelea ante
la pasividad del giro. Trajeron otro gallo para probar si reaccionaba y
tampoco lo hizo. El juez declara ganador al jabado. Remigio cobró, pagó
y  salió con una pequeña ganancia. Peso del jabado: 3 libras 6 onzas. El
peso del giro no se pudo obtener porque el dueño estaba furioso y,
cuando le pregunté, me mandó a la mierda.
Hoy había más público que de costumbre porque había un desafío entre
los jugadores de gallo de acá y unos que vinieron de tierra firme, de
Carúpano y Río Caribe. El cielo estaba nublado, no soplaba la brisa y un
calor casi líquido se quedó metido dentro de la gallera. Estoy
convencido de que la temperatura, la humedad y la presión de la
atmósfera han de ser factores significativos en las peleas de gallo y es
sorprendente cómo a pesar de tener siglos en esto, nadie le haya prestado
atención a ese detalle. Ni siquiera hay termómetros en la gallera. Nadie
sabe, ni siquiera Fucho, cómo afectan los cambios atmosféricos a los
gallos ni si es posible entrenarlos para que rindan más en ciertas
condiciones del clima.
En la pelea final pasó algo desquiciante. Pelearon un marañón y un
pinto. Las apuestas eran altas porque los de tierra firme decían que el
gallo pinto era muy bueno. Yo le aposté un poco al pinto que era de muy
buen ver. Al comenzar la pelea parecía que el pinto se iba a comer al
marañón, le picaba y le golpeaba con gran rapidez. Yo quería arriesgar
más, “pagar diez” por el pinto, pero Fucho me dijo que me quedara
tranquilo, que el marañón era un gallo de esos que parecían nacidos para
el aguante y que él lo miraba como un adversario de temer. En el minuto
diez de la pelea, el marañón golpeó al pinto en la cabeza con gran fuerza
y éste hizo un movimiento anormal que provocó que la gallera estallara
en un grito: ¡gallo huido! A mí me extrañó, porque el pinto estaba allí
pero, la verdad, había algo desusado en sus movimientos me hizo
suponer que no estaba bien. El marañón volvió a picarlo y golpearlo con
las patas en la cabeza y el pinto rodó por el polvo y, al levantarse, corrió
despavorido, saltó hasta el borde del ruedo y voló hasta la segunda fila
de las gradas. Los que allí estaban lo devolvieron a la gallera que estaba
dividida en gritos de júbilo y lamentos de frustración. Bajaron el cajón,
el juez y un ayudante metieron los gallos adentro y, al quedar de nuevo
frente a frente, el pinto volvió a escaparse en medio del jolgorio de los
galleros de aquí y el silencio de los de tierra firme. Alguien trajo al pinto
de vuelta y se lo entregó a su dueño en medio de las bromas por la
cobardía de su gallo. El gallero hizo entonces algo que me dejó chocado:
tomó el gallo por las patas y, furioso, le golpeó la cabeza contra una de
las vigas de acero que sostienen el techo, matándolo en el acto. “Gallo
huido conmigo ni de vaina”, dijo y lo arrojó al suelo, a unos metros de
donde estaba. Los niños vendedores de empanada se lo disputaron y el
que logró atraparlo le preguntó si podía quedárselo. El hombre lo miró
con tanta rabia que pensé que iba a golpearlo también a él. Pero no lo
hizo. “Tómalo y bótalo a la basura que esa mierda de gallo no sirve ni
para relleno de empanada”, le dijo lleno de resentimiento. Yo creía que
todos los gallos eran valientes, sin debilidades, pero es obvio que estaba
equivocado. Le pregunté a Fucho cómo supo que el pinto no tenía raza y
me respondió que al verlo le pareció demasiado bueno para que de
verdad lo fuese. Le pregunté también cuál fue la razón para que el
gallero lo matara así. Fucho me dijo que un gallo que se huye es una
afrenta para el dueño y que lo que hay que hacer es matarlo porque no
sirve para más nada. “Gallo que se huye una vez, se huirá siempre, esa
es una ley, y no puede volver a pelear. Tampoco sirve para tomarle crías
porque los pollos que tenga van a salir tan cobardes como él. Matarlo es
la salida porque no hay nada más inútil que un gallo de pelea cagón”, me
dijo. Creo que el razonamiento es lógico pero el dueño bien pudo
haberlo sacrificado en su casa o dárselo vivo a uno de los muchachos
que venden empanadas. Me pareció un acto brutal, impropio de una
persona civilizada.
 
XXV
 
 
“Mire doctor Benítez, yo he sido gallero desde antes de nacido. Hijo de
gallero, nieto de gallero y vaya usted a saber desde cuándo somos galleros
en mi familia. Yo, por lo menos, he estado entre los gallos desde chiquito.
Los gallos son mi trabajo, ahorita cuido como a treinta. Yo he perdido plata
por los gallos. He peleado con mi mujer por los gallos. He perdido amigos
por los gallos. He dejado de comer yo para que coman mis gallos. He
llorado por los gallos. He enfermado por los gallos. Si me matan un gallo,
¡carajo!, ese es un dolor inmenso. Pero los gallos son los gallos y la gente es
la gente. Mi mujer y mi familia están por encima de los gallos. Si uno va a
ser gallero, eso hay que tenerlo clarito porque esos animales te jalan y, si te
dejas joder por ellos, acaban contigo. Yo creía que en materia de gallos no
había más nada que ver, pero tengo que reconocer que nunca vi nada como
lo de Gorfan con los gallos. Pobrecito. Mire doctor, yo trataba de entender
qué era lo que le pasaba por la cabeza y, qué va, eso era un misterio. Ése
venía a la gallera y se pasaba horas viendo a los gallos, ido, así, con la
mirada perdida, como se ponía un borrachito de La Fuente al que le daban
delirios y se quedaba viendo las moscas porque, según él, y que eran unos
monstruos. Tú le hablabas a Gorfan y, antes que te contestara, notabas que
le tomaba un rato regresar del planeta donde estaba. Se quedaba con esos
ojos fijos en los gallos, y, como tenía los ojos tan azules, se le notaba más
que estaba lelo por los gallos. Él me juraba que nunca vio un gallo de pelea
antes de venir a Margarita y yo le creía porque soy de los que piensan que la
pasión por los gallos ni se aprende ni se olvida, que uno nace con ella y
muere con ella. A lo mejor, como pasó conmigo, eso lo sabes desde
chiquito pero con Gorfan quedó comprobado que puede ser que te das
cuenta de que eres gallero después que ya eres un hombre hecho y derecho.
Y Gorfan era el gallero más arrecho de la tierra, doctor. Se le entregó a esos
gallos como uno no se le entrega ni a una mujer cuando está emperrado con
ella. Increíble, pero así fue. Se encariñó con un gallo que no era de él y,
cuando se lo llevaron, lo vi tan triste que le sugerí que comprara sus propios
gallos y mire que me he arrepentido de esa vaina, doctor. Yo pensé que
como él era un hombre, y encima, alemán, iba a tener más defensas en esto
de pegarse con los gallos, pero me equivoqué. En las peleas se sentaba y
tomaba cerveza y ron pero no como uno, que lo hace para compartir con los
amigos y alegrarse, sino que mientras más tomaba más se apartaba, como si
estuviera en otro mundo. Estaba allí como los demás, pero se quedaba
viendo las peleas como hipnotizado y no hablaba con la gente sino para
apostar. Se iba de bruces con cualquier gallo, se impresionaba mucho con el
aspecto de los gallos, por más que se lo explique, nunca aprendió a taparse
y, qué carajo, nunca ganaba porque le faltaba malicia. Y sí señor, con las
peleas de sus propios gallos fue que se terminó de joder. De paso le digo
que esos eran los gallos más sufridos que hayan existido. Él se la pasaba
inventando vainas para hacer que los gallos fueran más fuertes, rápidos y lo
que tú quieras. Esos gallos vivían estropeados de tanto trabajo que les ponía
a hacer y tanta vaina que les echaba. Yo le decía que no los fastidiara tanto,
que les diera más patio, pero con la gente que está así de maniática por una
cosa llega un punto en el que te cansas y no le dices más nada. Eso me pasó
a mí con él. Eso fue lo que pasó con Gorfan, doctor, pobrecito”.
 
XXVI
 
 
José Alberto Benítez y Pedro Boada se quedaron solos en los bancos de
la plaza; en un acuerdo sin palabras habían esperado pacientemente a que se
despidieran los rezagados de la tertulia para hablar de su investigación
literaria. A instancias de Pedro, la conversa devino en una auténtica sesión
de psiquiatría que se diferenciaba de las ordinarias porque no tenía lugar en
un consultorio. El psiquiatra comenzó por hacerle a su amigo preguntas
intrascendentes que poco a poco, por la dinámica de sus respuestas, condujo
a Benítez a extenderse sobre los temas que más lo agobiaban y de los que
no había hablado de manera expresa en mucho tiempo: de su angustia por
no ganar suficiente dinero, de su frustración por no haber tenido hijos, de su
temor a envejecer, de su creciente desencanto con todo lo que ocurría en el
país y en el mundo. Pedro Boada lo dejó hablar sin interrupciones y, cuando
notó que había un equilibrio entre el cansancio y el relajamiento, lo rescató
con interrogaciones que, sin romper la secuencia natural del diálogo, lo
llevaron al tema literario. Benítez, infinitamente más liviano por la
descarga, le comentó entusiasmado los pormenores de su última búsqueda y
le entregó una hoja con un corto escrito:
“A straight edge of vapour lined with sickly whitish gleams flies of
from the southwest, swallowing stars in whole constellations; its shadows
flies over the waters, and confounds sea and sky into one abyss of
obscurity”[4]
- ¿Y esto de quién es? – preguntó intrigado el psiquiatra.
- De Joseph Conrad, esas líneas están en Lord Jim. Te confieso que lo
copié más por su belleza literaria que por encontrar en él elementos que
pudieran relacionarse con la otra pieza, como podrás ver. Aunque, me llamó
la atención su tono narrativo y, en general, me parece que hay similitudes de
estilo entre algunos pasajes de esta novela y el texto incógnito.
- ¿Y por qué optaste por Conrad?
- El texto del sueño me hizo evocar las descripciones del río y de los
paisajes de la selva en la novela El corazón de las tinieblas, de Conrad. Por
lo que recuerdo de su lectura, hay similitudes en la atmósfera cargada que él
describe allí y nuestro texto. Estoy persuadido de que ese es el libro que hay
que leer para fines de nuestra indagatoria, pero como no lo encontré por
más que lo busqué eché mano a Lord Jim, tratando de conseguir algo así
como la huella dactilar de Conrad. Tarea por demás grata porque Jim es uno
de esos personajes únicos que te hacen pensar que la ficción precede
cronológicamente a la vida y que sólo después de creados por la literatura
se pueden dar en la realidad. Es uno de mis personajes favoritos, demás está
decirte.
- ¿Alguna otra razón, aparte de ésa, tan válida?
- Sí, pensé también en Conrad por lo de la voz que escuché en el sueño.
Dicen que pocos escritores han manejado la lengua inglesa con la maestría
que la manejó Conrad pero, al hablarlo, arrastraba un fuerte acento polaco.
La voz del sueño tenía un acento extraño y no hay nada más extraño al oído
que el idioma polaco, te lo aseguro.
- Pues sí, Conrad es muy buen candidato porque a lo que has dicho hay
que añadir que, según algunas referencias de sus contemporáneos, tenía una
de esas personalidades complicadas, neuróticas, de las que ponen de
ejemplo en los tratados de psiquiatría. De modo que si tu sueño no fue tal,
sino una aparición del más allá, bien pudo tratarse de Conrad porque, si
algún escritor muerto sale por ahí con su alma atormentada, debe ser él.
- Eso no lo sabía.
- A Conrad definitivamente hay que revisarlo a fondo, pero no por lo
del acento extravagante sino por lo de la atmósfera. Con lo del acento me
han surgido algunas dudas y creo que deberíamos ver eso con cuidado.
- ¿Sí? ¿Cuáles dudas?
- Reflexioné un rato sobre el tema y quizás estemos partiendo de un
supuesto equivocado. Hemos asumido que la de tu sueño era una voz de
alguien que hablaba inglés con acento y por eso pensaste en Shakespeare y
en Conrad, pero no nos paseamos por la posibilidad de que la voz fuese la
tuya. ¿Recuerdas a Kyo, el personaje de La condición humana? ¿Recuerdas
el episodio donde él no puede reconocerse en una grabación porque nunca
antes había escuchado su propia voz en un artificio? Pensé que si tú
tampoco has escuchado tu voz en inglés, como le pasó a Kyo, no la
reconocerías como tuya. El sueño pudo ser ese: leías el texto inglés en voz
alta, no reconocías tu voz pero sí registrabas el acento del narrador, que era
el tuyo, y te resultó extraño como el de cualqu ier hablante no nativo.
¿Y la sensación del aliento en la oreja que uno tiene cuando le hablan de
cerca, cómo se explica?
- Eso podría ser parte del continuo onírico; en los sueños tus sentidos
captan los estímulos como en la vigilia, sin diferenciaciones, y a tus
percepciones sensoriales añades mecanismos como el de la ley del cierre, si
algo falta lo completas, te sorprenderías de lo creativo que puede ser
alguien que sueña.
- Si ese argumento es valedero, si era yo quien hablaba, se van a
dificultar las cosas porque no podremos concentrarnos en autores con
acentos extraños, pudo ser cualquier autor de habla inglesa.
- Sí, pero no cambia nuestra hipótesis de trabajo: un autor de habla
inglesa que forme parte de tus lecturas habituales. Eso circunscribe la
búsqueda a un grupo y acordamos que vamos a revisar a tres. Acabamos de
revisar uno y estamos revisando otro. Te sugiero que lo mires así: el
problema de turno se llama Joseph Conrad, ése y no otro. Si en Lord Jim no
está lo que buscamos, lo que toca hacer es buscar el párrafo en El corazón de
las tinieblas que, por lo demás, fue el que te indujo a pensar en Conrad.
¿Cuándo fue la última vez que leíste algo de El corazón de las tinieblas?
- Hará unos cuatro meses que leí unos párrafos. Aunque unas semanas
atrás alquilé el video de Apocalipsis ahora, la habían repuesto un domingo
en la televisión pero la pasaron grotescamente editada y quise verla
completa, luego quise releer algunos párrafos de la novela de Conrad y,
aunque la busqué tanto en la casa como en la oficina, no la encontré. Tú
sabes cómo soy yo en materia de orden.
- Hay que hacer un esfuerzo para conseguirla y poder cotejarla con el
párrafo que soñaste. Pero no te mortifiques mucho por eso, mientras
aparece, yo puedo hojear una versión en español que tengo en casa.
- Pedro ¿tú crees que vale la pena continuar con esta empresa? La tarea
me parece imposible. A lo mejor nuestra hipótesis no es acertada, el
párrafo no es de un autor que haya leído en tiempos recientes o
simplemente es otro tipo de fenómeno y serían tantos los escritores de
lengua inglesa que tendríamos que revisar que la vida no nos alcanzaría,
amén de la imposibilidad de conseguirlos. Ponte a imaginar solamente
cómo hacemos para encontrar, en inglés, la literatura básica que
necesitaríamos leer.
No nos queda otra que seguir adelante con lo que tengamos a la mano.
Esa es para nosotros una filosofía necesaria y sin ella nada de lo que hemos
querido hacer lo hubiéramos completado. Sin ese principio, voluntarista si
tú quieres, en este país nadie podría hacer nada, ni siquiera saldría el sol, así
que te invito a continuar con nuestro plan para saber qué pasa. Busca y
revisa El corazón de las tinieblas en su versión inglesa y yo leeré la que
tengo en español. Si no aparece la tuya, hacemos la traducción al inglés de
la mía, no importa lo que nos tome o el trabajo que nos consuma.
- ¿Y qué ganamos si, por un golpe afortunado, con lo que tenemos a la
mano logramos saber quién es el autor de las líneas que soñé?
- Nada, y en el caso nuestro, habría que añadir que, aparte de inútil, el
conocimiento que podamos obtener será anónimo, porque ni siquiera le
hemos contado a nadie en qué andamos. Si llegamos a saberlo, será una
hazaña anónima que incorporaremos a nuestro inventario de hazañas
inútiles y anónimas que ya debe ser bastante extenso. ¿Qué ganamos con
seguir en esto? Una parte muy importante de lo que hace falta para vivir.
Piensa qué vas a hacer esos interminables domingos en la tarde, cuando,
para contrariar al poeta, en La Asunción nada acontece ni siquiera en el
silencio. Por otra parte, es mentira que ese conocimiento no sea útil. Sirve
para que te desenchufes del estrés que te produce la incertidumbre
económica, y en cuanto a mí, ya debes saber, buscar el conocimiento por el
conocimiento me resulta un medio de abrirle cauces a mi condición de
hombre de izquierda.
- Pues entonces será una empresa psiquiátrica porque si a mí lo
económico me causa estrés, a ti el izquierdismo se te volvió angustia.
- Según nuestra carga genética, los seres humanos somos muchas cosas:
artistas, deportistas, geniales, débiles mentales, altos, pequeños,
homosexuales, en fin, lo que tú quieras, y yo incluyo en esa lista el ser de
izquierda. Es como ser zurdo, en lo físico. La gente de izquierda existirá
aunque no exista el comunismo, digan lo que digan los puristas. Se piensa
que uno se hizo izquierdista después de tomar conciencia de clase o de
entrar en contacto con las tesis de Marx pero la vaina es al revés: los
izquierdistas inventaron el comunismo porque no encontraban cómo lidiar
con esa condición genética tan jodida. No confundamos las cosas. Yo fui
comunista hasta 1968 pero soy izquierdista de nacimiento y continuaré
siendo ñángara el resto de mis días porque eso no tiene cura. Y los mortales
que padecemos esa enfermedad incurable tenemos el deber de buscarle vías
de expresión distintas a la del comunismo, que está definitivamente
cancelada. Lo del conocimiento inútil es algo que me ha fascinado y, en
cumplimiento de mi parte, es la ruta que escogí por aquello de que cada
quien tiene su método dialéctico para matar piojos. Soy igual que el
drogadicto que para desintoxicarse se hace predicador del evangelio o
miembro de una ONG para salvar las tortugas y se toma la nueva vaina con
fanatismo unidimensional. ¿Te conté lo de la lingüista chilena que conocí en
Moscú? Era una tipa izquierdista de remate, por supuesto. Fue en un
encuentro de estudiantes latinoamericanos en Europa auspiciado por la
juventud comunista de la URSS. Ella hacía entonces un doctorado en la
universidad de Friburgo, en Alemania, y ¿sabes cuál era su tesis? Esa es una
vaina que nunca olvidaré: demostrar la existencia de afinidades
morfológicas entre la lengua de unos grupos indígenas chilenos y un
dialecto germánico del sur de la Selva Negra. ¿Te imaginas? Esa mujer le
estaba dedicando su vida a sistematizar patrones lingüísticos que le
interesarán, si acaso, a cuatro o cinco personas. Dudo que pudiera hacer
mucho dinero con ese tema pero en eso estaba y se veía de lo más feliz. Eso
solamente lo hace un izquierdista, a lo mejor ni siquiera sabe que lo es y
quizás hasta milite en un partido del estatus, pero ese es un síntoma
inequívoco. A mí me parece que ese es el ejemplo a seguir en medio de este
desbarajuste. Aquí en Venezuela, con la derrota de la guerrilla de izquierda
en los sesenta, de la Primavera de Praga y del Mayo Francés, la izquierda se
quedó como vaca sin cencerro. Unos se quedaron en el PCV y en las siglas
de sus sucesivas derivaciones personales. Otros, fundamos el Movimiento
al Socialismo, el proyecto político venezolano más hermoso que haya
existido en la historia de esta tierra. Coño, Benítez, y todavía me duele
cómo se pervirtió ese movimiento que recogía lo mejor de nuestra
inteligencia y nuestro pueblo de a pie, según le dicen ahora. El partido al
que Mikis Teodorakis le escribió el himno, García Márquez le regaló los
cien mil dólares del premio Rómulo Gallegos, mil por cada año de soledad,
y al que Jacobo Borges le pintaba los murales. Yo estaba aquella noche en
el Nuevo Circo de Caracas, en aquel mitin inaugural, José Alberto, la noche
en la que renació la esperanza. Y no fue una frase afortunada de Petkoff, esa
noche la esperanza estaba allí, en las gradas y en el ruedo llenos de gente
como uno, mirabas a tu alrededor y se veía a un partido de carne y hueso,
no a los fósiles del viejo PCV. Esa noche lloré de alegría pero, por fortuna,
las lágrimas como que se me acabaron allí mismo porque ¡cómo habría
llorado después!, cuando la esperanza mutó y se transformó en una
compañía anónima, José Alberto. Otros, con más recursos, se fueron al
exterior y de allá vinieron más exquisitos que nunca, absolutamente
inservibles para cualquier proyecto que tuviera pobres. Los más pendejos se
refugiaron en el mundillo de la cultura o se enquistaron en la Sala E de la
Universidad Central, y eso no fue malo porque algo creaban y no causaban
mayor daño. Lo jodido fue salir de todos esos rincones sin una fuerza
anímica distinta al resentimiento a servirle de extras a un militar golpista y a
ayudarlo en la devastación del país en nombre de una alucinación que de
revolucionaria tiene sólo el nombre. Por eso creo que si a uno le tocó ser
genéticamente de izquierda, mientras se reconstruye el yo izquierdista
universal y se encuentran vías para ser útil, se pueden abrazar causas como
esta que tiene el gran mérito de ser inofensiva. Si es inútil te sirve y si tiene
alguna utilidad pues mejor. De lo contrario, con la brújula enloquecida
como la tenemos, corremos el riesgo de terminar disfrazados en cualquier
comparsa militarista y autoritaria que se autoproclame de izquierda.
 
 
 
 
 
XXVII
 
 
Sábado, 22.05. 2004
 
Hoy peleó mi gallo zambo. Yo estaba tan confiado en sus condiciones
que no tenía ninguna duda de cuál sería su actuación. No obstante, me
sentía muy nervioso porque era mi debut como criador de gallos. Le tocó
pelear con un giro de El Poblado, que tenía muy buena pinta y cuyo
propietario lucía seguro del poder de su gallo. Fucho aumentó mis
angustias diciéndome que él conocía al dueño del giro y que solía traer a
pelear pollos de buena raza, que no le apostara demasiado a mi zambo.
Las apuestas en las gradas estaban parejas porque mi gallo se veía muy
presto para la pelea y los apostadores confiaban en él (decían que Fucho
era quien había criado y preparado el gallo, sin importarles que yo les
oyera). Aposté pelo a pelo una buena suma (Fucho no entiende que
tratándose de uno de mis gallos el dinero no me importa). Justo antes de
empezar la pelea, mientras los animales estaban en el cajón y el juez
esperaba que los presentes se sentaran, el corazón me saltaba como un
engranaje al que le faltan dientes, pero me controlaba. Me había
escindido entre un hombre aparentemente tranquilo y silencioso que se
preparaba para mirar una pelea y un hombre de alma atormentada, que
tenía miedo, se sentía inseguro, culpable y, al mismo tiempo, eufórico.
La pelea comenzó y desde el primer cruce de picos y espuelas quedó
demostrada la rapidez y fuerza de mi zambo. A cada espolazo suyo, el
giro de El Poblado se sacudía y hasta perdía el equilibrio. Yo no podía
sentirme más orgulloso. Al minuto cinco de la pelea, la diferencia era tan
amplia que en la gallera comenzaron a pagar “al partir”. La diferencia
entre mi zambo y su adversario era cada vez más grande. El final se
adivinaba a la vuelta de la esquina y se presentó con un espolazo, con la
pata derecha, en la base del cuello que, aparte de la herida, debió
fracturarle una vértebra porque el giro perdió la coordinación de sus
movimientos y la capacidad de sostener erguida la cabeza. Se convirtió
en una bola de plumas, sangre y tierra que convulsionaba en la arena. Mi
zambo fue declarado ganador, sólo tenía unas heridas menores en la piel
de la cabeza. Fucho, que estaba tan feliz como yo, me aseguró que en
dos días no le quedarían ni huellas del combate. El triunfo de mi querido
zambo fue algo que estoy seguro nunca se borrará de mi mente. Desde
mi puesto, podía sentir cómo la fuerza descomunal y pura que mi gallo
irradiaba en la arena me traspasaba la piel, se apoderaba de mis sentidos
y me elevaba por encima del resto de la gente. Nunca había
experimentado un regocijo tan claro, tan contundente, el regocijo de la
victoria. Esa sensación de haber derrotado a los demás: al dueño del giro
que se veía tan confiado, a Fucho con sus temores y a los apostadores
que le daban a él, y no a mí, el crédito por la preparación de mi gallo.
Esa euforia de triunfo que aliviana la sangre no se puede siquiera
comparar con el sentimiento doméstico de portarse bien y ver los
beneficios en el largo plazo, cuando eres muy viejo o cuando te mueres
para que, si a Dios le parece, te abran las puertas de la gloria. Esto es la
gloria en una tarde y sigues vivo para verlo. Mi gallo ganó, yo gané y
juntos tocamos la gloria.
 
 
XXVIII
 
 
Benítez entró al zaguán de la vieja casa en el bulevar de La Asunción y,
como le sucedía cada vez que la visitaba, rememoró las horas de la infancia
que pasó jugando sobre ese mismo piso de mosaicos. Esa había sido la casa
de uno de sus amigos de esa época entrañable, Roberto, el hijo menor del
dueño de la ferretería, y en sus amplios corredores había jugado todos los
juegos y recreado las aventuras de los héroes del matinée del domingo.
Había sido allí donde viera luz su amor, indiferenciado y no correspondido,
por las dos hermanas mayores de su amigo, Mari Gema y Patricia, razones
adicionales de su asidua presencia en aquella casa augusta. Las recordaba
enfundadas en los uniformes azules y blancos del liceo Rísquez, bellas y
distantes, siempre distantes. Un día, como tantas otras familias asuntinas, se
mudaron a Caracas para nunca más volver, como si hubieran huido de algo
aterrador, nunca más oyó siquiera hablar de ellas. La casa jamás volvió a ser
ocupada como vivienda y había servido de asiento a numerosas oficinas
públicas, siendo la Fiscalía General la última de ellas. El jardín interior,
donde antes había un limonero, una mata de granadas y unos rosales, había
sido segado y cubierto con un piso de cemento como si se tratara de la
lápida de una tumba. Tarea que completaron cerrando el recuadro abierto en
el techo con una pesada losa de concreto, sin armonía alguna con el resto de
la casa, robándole para siempre el azul del cielo.
Benítez se dirigió a una de las puertas cerradas que se alineaban en el
corredor, el cuarto de Mari Gema, recordó. Delante, en un escritorio casi
desierto, estaba una mujer joven y rolliza, de baja estatura, enfundada en
unos pantalones ceñidos y una camisa que le dejaba expuesto el nacimiento
de unos senos abundantes. No la había visto antes pero no le sorprendió
porque la incorporación de personal en esas oficinas era frecuente. Le
preguntó por el fiscal y ella, con una antipatía tan reciente como su
nombramiento, le dijo que en ese momento estaba ocupado, que si quería se
sentara y esperara un rato. Benítez se sentó en una de las tres sillas
alineadas frente al escritorio, en lo que fuera el borde del corredor; el reloj
en la pared, por encima de la cabeza de la secretaria, marcaba las nueve y
media de la mañana. Mientras las agujas se movían con la inevitable
lentitud de la espera, su mente hacía recorridos geográficos e históricos de
gran radio. Pensó en Edeltraud Kreutzer, en Renata y Richard, se distrajo
imaginando un rostro para Wolfgang –ejercicio que le resultó muy duro
porque sencillamente no se lo figuraba– volvió a su infancia, a sus juegos
con Roberto, se acordó que cerca de donde estaba sentado, debajo del piso
nuevo, en una reparación que hicieran a la acera que bordeaba el jardín, él y
su amigo habían escrito sus nombres y la fecha del día en el cemento fresco.
Trató de precisar esa fecha pero no pudo, ni siquiera estaba seguro del año,
sería entre el cincuenta y siete y el cincuenta y ocho, probablemente el
cincuenta y siete porque en el aire se sentía el miedo de la dictadura. En eso
estaba cuando la secretaria llamó su atención, el fiscal lo iba a atender. El
reloj marcaba las diez y media.
Benítez abrió la puerta del despacho y ante él, sonriente, estaba Ramón
Brito, Fiscal Primero del Estado Nueva Esparta, ciudadano respetable,
funcionario eterno que en un gobierno se le encontraba de Jefe Civil, en el
siguiente de Procurador de Menores, de Registrador si las cosas le iban bien
con algún otro o de Fiscal, como era el caso. Benítez lo tuvo de compañero
de clases en el liceo y en la facultad de derecho pero no podía recordar nada
de él, un rasgo o una anécdota que le ayudaran a descifrarlo y tener idea de
cómo era. Jamás se vio envuelto en una pelea, ni formó parte de algún
grupo, ni fue novio de alguna compañera de curso, ni tuvo altercados con
los profesores, un tipo tranquilo el Ramón Brito. Lo recibió con gran
amabilidad, siempre lo hacía, y le invitó a sentarse, dispuesto a ayudarle,
como habría hecho con un buen amigo. Benítez le habló de la naturaleza de
su gestión, de la desesperación de la madre de Wolfgang por conocer las
circunstancias en las que su hijo había muerto, le confió su conversación
con el forense a cargo del levantamiento del cadáver, le entregó una copia
del anónimo y le refirió lo que sabía como resultado de sus propias
investigaciones. Ramón Brito lo escuchaba con atención y tomaba notas de
sus afirmaciones sin interrumpirlo, moviendo una que otra vez la cabeza
para asentir con Benítez o para desaprobar lo que su colega criticaba.
Al concluir Benítez su exposición, Ramón Brito comenzó por darle las
gracias por ponerle al tanto del caso, él había leído lo del alemán en la playa
pero creía que había sido un accidente. Le aseguró que investigaría quién
había sido el fiscal de turno que no se había presentado al levantamiento del
cadáver porque ésa era una falta grave y estaba empeñado en erradicar esas
conductas durante su permanencia al frente de la institución. Que él mismo
llamaría a la policía judicial y a la morgue para obtener la información del
estado en que se encontraba la investigación, no fuera a ocurrir que por
algún negligente se dejara de investigar un eventual asesinato. Le pidió que,
como comprenderás, José Alberto, le concediera algunos días para darle
noticias, que por favor pasara de nuevo por su oficina, o lo llamara, si sabía
algo nuevo del caso.
 
XXIX
 
 
Sábado 24.07.2004
 
La pelea de mi gallo pinto fue una agonía que me dejó anímicamente
destruido. Tanto que no me provocaba escribir nada pero pensé que no
hacerlo era inconsistente con la bravura y la valentía que mi gallo
demostró en su riña. Le tocó pelear contra un marañón de un criador de
Macanao que resultó ser un gran rival aunque su apariencia no hiciera
pensar tal cosa. Era un gallo más bien apocado y con las plumas de la
cola un poco caídas. Le faltaba algo de gracia a su apariencia mas no a
su determinación de guerrillero. Ambos pelearon con valentía, debo
decir, aunque me cueste reconocerlo. Mi pinto abrió las acciones más
agresivo y con más ímpetu, pero el otro gallo, con una paciencia de
pescador (que se la inculcaría su dueño, quien se dedica a ese oficio,
según me dijo Fucho) resistió con mucho valor sus andanadas. Aun con
la cabeza destrozada por las picadas y espolazos de mi gallo, el marañón
fue desgastándolo poco a poco hasta que, en el tercio final de la pelea, le
emparejó y me hizo vivir los 10 minutos más aterradores de mi
existencia. La cabeza de mi pinto se tornó una bola sangrienta en la que
solamente se distinguía el pico manchado por la sangre de su adversario
y los ojos amarillos, intensos, de furor. Pero lo peor estaba por llegar, a
cinco minutos de la finalización, el marañón, con un espolazo artero, le
vació el ojo izquierdo. De allí en adelante, me sentía morir de la
impotencia al tener que presenciar cómo mi gallo era incapaz siquiera de
ver de dónde venían los ataques alevosos de su contrincante. El marañón
de Macanao, como un torturador profesional, se le aproximaba por el
lado ciego para picarlo y espolearlo con sistemática dedicación,
empeñado en no dejar ni un milímetro de su cabeza sin castigo. No sabía
si quedarme quieto o saltar por encima del ruedo que me separaba de los
gallos y detener aquella pelea desigual. Fucho debió ver el dilema en mi
rostro porque se acercó a mi oído y me dijo: “El gallero tiene que ser tan
bravo como su gallo. Si él resiste en la arena, tú no te puedes rendir. Esa
vaina no se le echa a un gallo de raza”. La pelea terminó tablas, mi gallo
jamás se rindió. La gente felicitó a Fucho y me felicitó a mí porque el
pinto había demostrado muy buena raza. Fucho me dijo que era
temprano para decir si se podía salvar porque estaba muy golpeado. Lo
que sí es seguro es que no peleará más nunca. Si acaso, se quedará para
cogerle cría. Este trago ha sido tan amargo que no sé si vuelva a llevar
un gallo a pelear. Tengo el alma tan lacerada como la cabeza de mi pinto.
 
 
 
XXX
 
 
La sede de la policía judicial estaba en el edificio que sirvió de terminal
de pasajeros al antiguo aeropuerto de Porlamar. Por aquellos corredores
amplios y soleados Benítez paseó sus ilusiones aeronáuticas infantiles, pero
en el presente no podía, nadie podría, reconocer el menor detalle del interior
del viejo edificio entre el amasijo de tabiques y paredes arbitrarias que
conformaban las oficinas de la policía. Lo que sí podía reconocer era el
despiadado olor del desinfectante barato, creolina, omnipresente en los
rincones más miserables del dominio público, de los que aquellos cuarteles
eran una muestra inmejorable. Era un olor inscrito en su memoria olfativa
con una nota de desagrado desde que, siendo niño, vio a su abuelo echarle
ese desinfectante en una matadura a un perro callejero que se refugió en el
jardín de su casa. El animal, apenas aquel petróleo sulfuroso cayó sobre la
pústula infectada, salió aullando en alocada carrera y se perdió calle abajo. El
abuelo, ante su cara de espanto, le aseguró que eso le salvaría de morir, que
con esa cura se pondría mejor. Y en ello no dejó de tener razón porque el
perro sobrevivió algunos años a aquel tratamiento atroz, aunque jamás volvió
a acercarse al jardín ni al abuelo.
Benítez conocía a Salvador Sanabria desde la infancia pero su relación
con él se movió entre la ignorancia recíproca y el antagonismo abierto.
Salvador era ese otro niño que por alguna misteriosa casualidad siempre
jugaba para el equipo contrario y que, a pesar de compartir la calle, el salón
de clases y verse a diario con él, nunca llegó a ser su amigo. Dejó la
infancia mucho antes que Benítez y demás compañeros de generación y
entró en una adultez prematura, grave y excluyente que lo separó de ellos.
En la escuela se valía de su aprontada corpulencia para ejercer de matón en
el patio de los recreos y cobrarle todo tipo de peajes a los más pequeños;
llevaba dupletas hípicas clandestinas y hacía trampa a la hora de pagar; y,
por norma –Benítez se cansó de verlo– se copiaba en los exámenes.
Asistieron y se graduaron juntos en la secundaria, Benítez se fue a la
Facultad de Derecho de la UCV y Salvador ingresó a la Escuela de
Formación de Oficiales de la Guardia Nacional. Decisión previsible que a
nadie sorprendió porque a Salvador, desde niño, se le notaba de bulto ese
carácter adusto que, canalizado debidamente y con el escudo de “el honor
es su divisa”, podía ser la base para formar un buen oficial de aduanas o de
puesto fronterizo remoto, donde los infelices que cayeran en sus manos
dependieran solamente de su voluntad inauditable. Pero las exigencias
académicas de “la casa de los sueños vinotinto”, más que las disciplinarias
o estrictamente militares, le impidieron concluir la carrera y fue dado de
baja, sin honores, a mediados de su segundo año en la academia.
Benítez volvió a verlo unos veinticinco años más tarde, cuando
Salvador llegó de Caracas con el nombramiento de jefe de la policía judicial
de Margarita bajo el brazo. En los reportajes periodísticos de su toma de
posesión en el cargo no vio siquiera una fotografía donde Salvador
apareciera con una sonrisa que suavizara la dureza de su faz. Las
redondeces adiposas que le rellenaron la cara eran insuficientes ante la
filosa e irreversible aridez de su gesto. Sólo con leer la crónica de su
ascensión, Benítez evocó todas aquellas reservas infantiles que le
impidieron ser su amigo y sintió que nada cambiaría la manera como
Salvador y él se habían relacionado. Por sus respuestas a las preguntas de
los periodistas, dedujo que la edad, lejos de hacerlo potable, le había
empeorado, añadiéndole un sentido de la ironía que a nadie le parecería
gracioso porque era obvio que estaba más cerca de la crueldad que de la
inteligencia. Aunque le recordaba atlético, apreció que tenía un abdomen
voluminoso y la calva de su cabeza, predecible desde la niñez, estaba
balanceada por unos bigotes gruesos y negros, rectangulares, que
terminaban a plomo en la comisura de los labios. Llevaba unos anteojos
pasados de moda, unos bifocales de cristal oscuro que ocultaban sus ojos y
Benítez se preguntó si conservaría aún la mirada cónica de gato cazador que
tenía en su mocedad.
Se lo cruzaba en la calle en muchas ocasiones pero, fiel al reflejo de
toda una vida, no traspasaba el umbral del saludo. Para su infortunio, desde
que la crisis de su economía pasó de aguda a aguda-crónica y se vio
obligado a aceptar cualquier encargo –incluidos los aborrecibles casos
penales– debía visitarlo en su oficina del antiguo aeropuerto. Era una
ocasión de las más ingratas porque, hasta en los detalles más baladíes,
Salvador Sanabria aprovechaba para descargarle los sablazos de una
venganza histórica por ofensas que nunca existieron: lo hacía esperar largos
ratos para, dependiendo de su humor, concederle una corta audiencia
cargada de pesada mordacidad o ni siquiera recibirlo, sin darle
explicaciones.
La visita tampoco era agradable para el policía pero, a juzgar por la
eterna hiel de su rostro, nada lo era. Damnificado consuetudinario del
presupuesto nacional, vivía abrumado de trabajo, perdido tras las montañas
de expedientes que se alzaban en todos los rincones de la oficina, en su
escritorio, encima del mueble de madera ubicado detrás de su sillón y sobre
los inmortales archivos metálicos grises de las oficinas públicas. La
presencia de cualquier abogado era una dificultad en potencia, otro
expediente, una ola nueva de aquel mar de papeles que amenazaba con
tragárselo. Para controlar ese flujo puso en práctica un sistema de
solicitudes de audiencia de intencionado engorro y la espera para hablar con
él podía prolongarse por varios días. Benítez entró en su despacho –después
de una espera de dos horas en la antesala– y el único gesto que Salvador
juzgó amable fue invitarle, con un movimiento de los labios, a que ocupara
una silla frente a su escritorio mientras él terminaba un café que tenía
servido en un pocillo de falsa porcelana que lo acreditaba como visitante a
Disney World. Al terminarlo, sin preámbulos de ninguna clase, le espetó:
- Tú sabes que yo soy un hombre muy ocupado. Hoy no tenía previsto
conceder entrevistas y contigo tuve que hacer una excepción porque me
llamaron de la Secretaría General de Gobierno y me pidieron que te
atendiera. Aquí todo el mundo habla mal del tráfico de influencias pero no
hay uno que no recurra a ella si algo le interesa. ¿Cuál es el problema tuyo?
- Soy abogado de la madre de un ciudadano alemán que murió en playa
El Agua hace unos dos meses – le dijo Benítez con su mejor tono
profesional.
- ¿Un alemán? Anótame el nombre del muerto y la fecha del suceso
para buscar el expediente pero, por lo que me acuerdo, ese fue un
ahogamiento, una materia policialmente resuelta.
- Bueno, eso es lo que trato de verificar para mi cliente, que fue un
ahogamiento y no otra cosa – acotó Benítez en el tono de un abogado de
televisión.
- ¿Y qué te traes tú entre manos? ¿Descubriste la trama de una
conspiración de la mafia rusa? – preguntó Salvador Sanabria con su ironía
de pedrero.
- Mi cliente necesita saber si la policía abrió una investigación de ese
incidente y, si lo hizo, cuáles fueron las conclusiones para, si hay necesidad,
ejercer sus derechos de víctima – respondió con ensayada serenidad,
evitando la provocación.
Salvador lo observó con la incredulidad burlona del espectador que mira
a un actor cómico representar una tragedia pero no abrió la boca. Tomó el
papel con los datos de Wolfgang, se levantó y se dirigió hasta un archivo,
que abrió de par en par, y comenzó a buscar por el previsible método del
ensayo y error: sacaba y volvía a meter expedientes dentro de la masa
apretada de carpetas que abarrotaban el armario sin una lógica alguna.
Benítez se fijó en el aro inflable de goma roja que había quedado expuesto
en el sillón del policía y dejó a su crueldad vagar realenga por el despacho;
un ataque severo de hemorroides era una justa compensación por las dos
horas que pasó sentado en la antesala y por la insolente ironía del policía.
Salvador regresó con una carpeta delgada que tenía escritas unas siglas con
marcador azul y, más pequeño, en máquina, el nombre de Wolfgang
Kreutzer. La abrió sobre la mesa y, mirando a Benítez por encima de la
montura de los lentes a medida que pasaba las hojas, comenzó a revisar los
escasos folios que conformaban el expediente. Benítez, obligado a ser
discreto, echaba rápidos vistazos a los papeles y trataba de identificar su
contenido. Los primeros folios parecían ser unas declaraciones, pero no
pudo ver quiénes las habían rendido. Siguieron otras formas oficiales con
sellos húmedos que tampoco pudo identificar desde su posición. Apareció
entonces una hoja de papel tamaño carta, con un párrafo muy corto, en el
centro, que, aunque no podía leer su contenido, aseguraría que era exacto al
anónimo enviado a Edeltraud Kreutzer. Finalmente, tuvo ante su vista el
parte que hizo el funcionario policial de guardia en la playa, aquel sábado
en la tarde, y que fue lo único que Salvador leyó para él: “Sábado 11 de
diciembre de 2004. Muerte del ciudadano alemán WOLFGANG KREUTZAR,
cédula de identidad N° 87.382.431, suministrada por su cónyuge, RENATE
KREUTZAR, presente en el lugar de los hechos. Hora del suceso: 3:45 pm.
Observaciones: El cuerpo no presenta señales de violencia. Levantamiento
del cadáver: 6:05 pm. Médico Forense: Dr. Antonio Fermín. Causa probable
de la muerte: ahogamiento”.
- La policía habló con la viuda, los empleados del quiosco, algunos
testigos. Nada. Un ahogamiento – comentó Salvador sin interés, casi con
pereza.
Benítez entendió que su entrevista terminaría si no introducía un
elemento que motivara al jefe policial a ir más allá en la información que le
daba.
- Mi cliente no está satisfecha con las explicaciones que ha recibido.
Dice que su hijo era un gran nadador y que, el día en que apareció muerto,
no se bañaba tan adentro en el mar.
- Bueno, mi llave, eso está bien que lo diga esa señora que es de
Alemania pero tú eres de aquí y tú sabes cómo es la cosa en esa playa. A los
ahogados el agua siempre les daba por la cintura, ese es un disco rayado.
Así que, si no te importa, tengo mucho trabajo y...
Benítez no lo dejó terminar y con un tono una nota más alta del que se
prometió iba a utilizar con Salvador Sanabria, le dijo:
- Su madre recibió la carta que está allí en el expediente, donde alguien
dice que la viuda y un amante serían responsables de su muerte. Por eso se
vino desde Alemania para acá, no puede ser que ustedes no hayan
investigado nada.
El policía soltó un bufido intraducible. Se recostó con gran parsimonia
contra el espaldar de su silla y clavó en Benítez sus ojos cónicos de gato
cazador.
- Esa es la vaina con ustedes los abogados – exclamó con rabia. – Te
dejo entrar aquí y te pones a husmear el expediente. Esto es secreto
sumarial y tú legalmente no pintas nada en este negocio así que ubícate – le
recalcó con sequedad.
- No hice nada indebido, el papel en el expediente me llamó la atención
y me pareció que era un dato importante que la policía supiera que la señora
Kreutzer recibió uno igual – y acompañó sus palabras con una copia del
anónimo que puso sobre la mesa.
El instinto de policía de Salvador pudo más que la rabia y, tomando el
papel, lo comparó con el que reposaba en el expediente.
- Nosotros recibimos ese anónimo a cuatro o cinco días de la muerte del
tipo. Teníamos la hipótesis de que eso lo había escrito un alemán. Un
margariteño, creo yo, no se tomaría la molestia de ponerse en esa vaina.
Con este otro, ¿esto es alemán, no?, veo que estábamos en lo cierto – dijo,
hablando más consigo que para Benítez. – Buscamos la dirección y no
existe. Buscamos al tal Klaus Weiss en el registro de la Oficina de
Identificación y Extranjeros, en los hoteles, en las listas de pasajeros de las
aerolíneas y no encontramos a nadie con ese nombre.
- Supongo que esas no habrán sido todas las indagatorias que realizaron
– apuntó Benítez y, sin querer, dejó que un toque de desconfianza tiñera su
afirmación.
Salvador no la dejó pasar y apuntándole con el índice de su mano
derecha, en un gesto que en la escuela intimidaba a sus condiscípulos y que
en el presente –Benítez no tenía dudas– amedrentaría al más desalmado
delincuente, le preguntó:
- ¿Tú sabes qué vaina nunca me gustó de ti, José Alberto Benítez?
Nunca me gustó de ti, chico, ese afán eterno tuyo de ser el justiciero de la
partida. El tipo honesto, el que se las sabe todas y reclama en nombre de los
demás, el que está dispuesto a sacrificarse por los demás, el vengador
justiciero, pues – remató.
Benítez tuvo que recurrir a las pocas reservas de serenidad que le
quedaban para dejar que el insulto le resbalara por encima de la piel y en
una voz sin aristas, insistió:
- Mi interés, que creo coincide con el de la policía, es aclarar si
Wolfgang Kreutzer se ahogó o si lo mataron. En su muerte hubo elementos
para iniciar una investigación y lo lógico es que se haya iniciado. Mi cliente
tan sólo quiere saber qué fue lo que pasó.
- ¿Qué fue lo que pasó? Pero si te lo dije, mi llave. El tal Wolfgang se
ahogó. Pudo ser un accidente o se ahogó porque le dio la gana. No sé si lo
sabes, pero ya había tratado de matarse tirándose al mar, así que dile
también eso a tu cliente para que sepa cómo es la cosa – le espetó sin
ahorrarse un gramo de crueldad. – Nosotros hicimos nuestro trabajo, eso sí
te lo garantizo. Lo de la viuda y el amante lo investigamos a fondo, tú sabes
cuál es el estándar en este país: caiga quien caiga y hasta las últimas
consecuencias. Por cierto, se puso las botas el negrito rufián ése con ese
hembrón, sortario el tipo, ¿no? Vinieron aquí y los interrogamos a pesar de
que tenían un abogado ladilla al lado. Y te voy a decir algo para que sepas
cómo me manejo en este oficio: nunca pongo en duda que haya gente que
quiera matar a otra y eso es lo primerito que pienso de quien viene aquí. Yo
no como cuento con esa mariquera de la presunción de inocencia, eso se lo
dejo a ustedes. En este enredo, y solamente por estar cogiéndose a una
mujer como esa, yo quería que el negrito ese estuviera embarrado hasta el
cuello para joderlo o como dicen ustedes, para subsumirlo en el artículo 315
del Código Penal, con agravantes y toda vaina. ¿Pero cómo hacemos, si no
apareció nada? ¿Los metemos presos para perder el tiempo y darles trabajo
a los abogados como tú?
- ¿Y al anónimo no le dieron ningún peso?
- Ay, Benítez, tú como que no conoces a la gente. El anónimo no hace
sino añadir a algo que hasta tú deberías saber: que el ser humano es una
mierda. Por ejemplo, como dices tú, qué te parece esta hipótesis posible:
¿qué tal si se trata de un alemán celoso de que el negrito se levantara a esa
hembra, y él no, y entonces quiere joderlo? Eso es muy posible, ¿o es que tú
crees que el negrito era el único que se quería coger a la alemana esa? No
me jodas, chico.
- Yo no ignoro que el ser humano pueda ser una mierda – respondió
Benítez amparándose en que, por más perspicaz que fuese, Salvador no
podía imaginar cuán extensa era su frase. – Por el anónimo, pensé que el
homicidio era una hipótesis posible. Por ejemplo, que Wolfgang Kreutzer
comiera antes de meterse al mar y alguien le hubiese puesto en la comida
una sustancia que le durmiera o que le matara. Aparecería como un
accidente pero sería un homicidio. Me imagino que en ese expediente estará
el informe de la autopsia y que allí constará que no hubo nada de eso – dijo
Benítez agotado.
- El informe de la autopsia está pendiente que llegue de la morgue para
archivar definitivamente el caso.
- Yo pensé que ese documento era imprescindible – dijo Benítez en una
carga postrera.
- ¿Y quién dijo que no lo era? Lo que te estoy diciendo es que el
informe no ha llegado. Una cuestión meramente burocrática porque aquí,
para nosotros, no hay nada que hacer. Mira a tu alrededor Benítez, tú estás
ciego o es que no ves estas carpetas, esos son crímenes sin resolver.
Muertos por carajazos es lo que tenemos acá. No vamos a buscar asesinatos
donde no los hay porque asesinatos de verdad tenemos aquí de sobra. Pero
tú eres abogado, tú sabes cuáles son los derechos de la señora, hablen con el
Fiscal, metan una acusación privada, en fin, hagan lo que les dé la gana.
- Ya hablé con el fiscal Ramón Brito, quien no estaba al tanto de esto y
me dijo que se aseguraría de que este caso no pasara por debajo de la mesa.
- ¿Ramón Brito te dijo eso?
- Sí.
- ¿Y tú eres pendejo, Benítez? ¿Tú no conoces a Ramón Brito? ¿Cómo
crees tú que puede alguien tener un cambur en todos los gobiernos? Ramón
Brito le dice a todo el mundo lo que quiere escuchar con tal de mantener su
cargo. Él ha estado al tanto de este caso desde el comienzo. Él mismo habló
con la morgue hace más de un mes y le confirmaron que se había ahogado.
Así que en este caso, la Fiscalía no hará nada y nosotros archivaremos el
expediente.
 
 
 
XXXI
 
 
Domingo 10.10.2004
 
No había vuelto a la gallera desde que un colorado de un gallero de
Pampatar mató a mi gallo giro el mes pasado. Todavía hoy no logro
explicarme qué le pasó a mi gallo, por qué esa falta de fuerza que lo dejó
desvalido ante el colorado no bien comenzado el tormento que fue
aquella pelea. Tenía decidido hacer una pausa larga en lo de las peleas y
lamento no haber sido lo suficientemente firme en esa decisión, pero se
cerraba un fin de semana especial, el martes próximo es 12 de octubre,
fecha en la que Colón llegó a América, feriado que aquí llaman “Día de
la Resistencia Indígena” (No pude encontrar a nadie que me explicara
por qué se llama así). En honor a esa celebración hubo un encuentro
gallístico de cuatro días (tampoco se trabaja el lunes). Vinieron galleros
de tierra firme a ese desafío con los galleros de acá y mucha gente me
insistió para que llevara a mi zambo para las peleas del domingo que
serían las mejores. Había causado muy buena impresión en su pelea
anterior y querían que fuera uno de los gallos representantes de
Margarita. A mí me gustó la idea y, todavía afectado por la derrota de mi
giro, pensé que sería la oportunidad para desquitarme. Esa fue una
decisión muy infortunada, porque iba a vivir, por más de una razón (las
desgracias nunca vienen solas, dicen aquí), mi día más triste. Hubo un
sorteo entre los candidatos a pelear y a mi zambo le tocó el marañón de
un gallero de Cumaná. Un individuo repulsivo, deforme de gordo y lleno
de oro: reloj, cadena, sortijas y hasta la montura de unos lentes que
usaba eran de oro. Hablaba más alto de lo necesario (aún más que los
galleros de aquí) y se jactaba de la raza de su gallo. Nunca antes deseé
ganarle a alguien con tantas ganas, así que aposté buen dinero y confié
que mi zambo le taparía la boca al gordiflón de Cumaná. Fucho y yo nos
sentamos en los mejores asientos de primera fila y, sin las aprensiones de
las otras peleas (algo me he curtido en esto), me dispuse a ver la riña. La
pelea comenzó bien para mi zambo, pegó un par de espolazos que
hicieron recular al marañón (uno de ellos sólido, en la cabeza, un golpe
seco que se escuchó muy fuerte y puso de pie a la gallera). El gordo de
Cumaná estaba callado y yo estaba eufórico. El marañón lanzaba sus
espolazos pero se perdían en el aire ante la fina esgrima de mi campeón.
Me levanté para ofrecer dieces pero Fucho me dijo que era demasiado
temprano para hacer eso, que la pelea podía ser difícil. Eufórico como
me encontraba en ese pasaje de la riña, creo que odié a Fucho
intensamente. Pasados cinco minutos, mi zambo le estaba dando una
zurra al marañón y recibía a cambio muy poco castigo. En la gallera
comenzaron a ofrecer doces y para ponerme adelante, le ofrecí miles de
pesos “al partir” al cumanés quien me los aceptó con rabia. Al terminar
el primer tercio de la pelea, el marañón cambió su estrategia y comenzó
a correr en círculos. Mi zambo lo perseguía y, como era tan rápido de
piernas, cada pocos metros, lo alcanzaba y le picaba la parte posterior
del cuello haciéndole rodar. Yo estaba feliz con la táctica del marañón
porque no hay gallos más veloces ni resistentes para correr que los míos
y si continuaba en ella, mi zambo lo cansaría y acabaría con él. Así
estaban las cosas, mi zambo y yo de lo más confiados, cuando sobrevino
la catástrofe: el marañón detuvo bruscamente su carrera (a un metro de
donde yo estaba sentado) y enfrentó a mi zambo que no se esperaba esa
maniobra (la verdad, fue tan malvada que parecía más una treta humana
que la acción de un animal). Mi gallo, sorprendido, se detuvo y levantó
un poco la cabeza, dejando su cuello expuesto por un segundo. Y hacia
allí, con increíble puntería, se dirigió la espuela asesina del marañón. Mi
zambo, por puro instinto, intentó un salto para esquivarla pero la inercia
de su carrera fue demasiada y se quedó corto. Ese último movimiento no
hizo sino empeorar las cosas porque el espolazo del marañón lo alcanzó
rasante, de izquierda a derecha, y le produjo una herida larga y profunda,
igual que si lo hubiera degollado. La sangre brotó tan abundante y
violentamente que pudo haberse desangrado por completo antes de caer
al suelo. Dio una vuelta sobre sí, convulsionó un par de veces, y se
quedó inmóvil, a mis pies. La muerte fue tan rápida (gracias a Dios) que
mi zambo ni siquiera la vio venir y en los ojos se le quedó congelada la
mirada de campeón, de campeón confiado en sus fuerzas, de campeón
ingenuo. Yo sentía que mi peso se había multiplicado por mil y no podía
ni siquiera parpadear. Me quedé sentado, sin hablar y sin moverme en
medio de los gritos de la gente y allí me habría quedado por los siglos de
los siglos de no haber sido por la llegada del cumanés a cobrar su
apuesta. Traía consigo, en una mano y apretado contra el pecho, como a
un héroe, al marañón traicionero. Mi deseo fue saltarle encima,
arrancarle el gallo y despedazarlo con manos y dientes pero yo no podía
ni siquiera moverme. Fucho, quien no se apartó de mi lado, me rescató
de mi abstracción y me recordó que debía pagar el dinero de la apuesta.
Mas, confiado como estaba en el triunfo, no había sacado bien la cuenta
de cuánto disponía para apostar y me faltaba la mitad del dinero. Fucho,
quien conocía al gallero cumanés, le convenció de que esperara en la
gallera a que yo fuera a la playa por el resto, que él respondía por mí. A
mi llegada al quiosco, Renata estaba con unos clientes y fui directo a la
caja registradora, pero estaba vacía. La esperé, le pregunté por el dinero
y me dijo que no me lo daría. Que estaba cansada de mí y de mis gallos.
Se apartó de mi lado y se puso al lado de Richard, como la mujer que
busca al marido frente a un intruso agresor. Entonces entendí lo que
estaba pasando y me quedé tan sorprendido como mi gallo. Evoqué la
catástrofe de la gallera, yo y mi zambo, confiados y engañados, contra
ellos dos, el marañón y su dueño pérfidos. Y aquello era demasiada
traición y demasiada desdicha para un solo día. Corrí hacia el mar,
quería hundirme en él, atravesar el océano, irme de allí, morir.
De lo que pasó más adelante no me acuerdo. Al día siguiente, Fucho
vino a verme a casa y me dijo que él le había pagado el resto del dinero
al cumanés, que nos arreglaríamos luego, que no me preocupara más y
que me apartara de los gallos.
 
 
XXXII
 
 
Sábado 04.12.2004
 
De mis cuatro gallos el blanco fue el que lo hizo peor. Los otros
demostraron su raza con buenas peleas, y si les tocó morir, lo hicieron
con valentía. El blanco no. Le tocó pelear con un jabado de La Guardia
que ni con mucho habría recibido los cuidados que yo le di al mío. El
jabado era un animal pequeño y sin atractivo, parecía incluso falto de
vitaminas porque el color de su piel era bastante pálido. El mío tenía un
límpido plumaje blanco que hacía contraste con el rojo intenso de sus
carnes, era un animal hermoso. Comenzó bien y lucía mucho más gallo
que su adversario pero, en el minuto siete de la pelea, el jabado le dio un
espolazo por un lado de la cabeza. Fue un golpe duro, escalofriante
(jamás dejará de impresionarme la sonoridad de esos golpes), pero nada
excepcional para doblegar a un gallo de raza. El blanco hizo un
movimiento muy leve con el cuerpo (un movimiento casi humano, como
el que haría una persona asustada), imperceptible para quien no sea
gallero, y dejó escapar un cacareo que fue como un quejido. La gallera
rugió y Fucho, a mi lado, se puso las manos en la cabeza. Yo no me di
cuenta de lo que pasaba hasta que el jabado, agrandado, le golpeó de
nuevo con sus patas y el gallo blanco corrió aterrorizado, se subió a la
cerca y voló hasta la segunda fila de las gradas. Allí lo atraparon y se lo
entregaron al juez. Se repitió la rutina del cajón y yo mantenía la
esperanza de que su reacción hubiese sido una respuesta timorata por el
golpe en su centro de equilibrio. Habría dado cualquier cosa por verlo
salir del cajón y pelear como mis otros gallos. Pero mis esperanzas
fueron vanas, el gallo blanco estaba huido sin remedio y, tan pronto
levantaron el cajón, salió despavorido hacia la seguridad que le brindaba
la tribuna. Las bromas no tardaron en comenzar. No me lo decían a mí
directamente pero a mis espaldas escuchaba mezclado lo de gallo blanco
con gallo alemán. Alguien trajo al gallo, me lo puso en las manos y,
como forzando un desenlace sangriento, todas las miradas convergían en
mí. Los muchachos que vendían empanadas se acercaron y se pusieron
como cuervos a esperar que yo actuara. Era evidente que esperaban que
le diera muerte al gallo allí, delante de todos. Pero yo no actuaba porque,
la verdad, no sabía qué hacer. Mis emociones eran muy extrañas. Me
debatía entre consolar al gallo como un padre que consuela a un hijo que
no es valiente o actuar como los demás galleros. Tomé al gallo y lo
apreté contra mi pecho como para protegerlo de la multitud que pedía su
ejecución. Alguien muy cerca, a mis espaldas, con una voz socarrona,
dijo: “Con razón se huyó el gallo, la cobardía como que se la pegó el
dueño”. La carcajada fue atronadora. Se reían de mí y de mi gallo. Fue
cuando, sin darme cuenta de lo que hacía, dejé salir la rabia que
guardaba adentro. No le aplasté la cabeza contra una de las vigas de
madera, ni le retorcí el pescuezo para lanzarlo al suelo y verlo aletear de
agonía, como hacen otros galleros. Sin separar el gallo de mi cuerpo,
inmovilizando sus patas y sus alas con mi antebrazo, lo sujeté por la
cabeza y tiré de ella hasta que sentí, primero, como las vértebras de su
pescuezo se separaban una a una y luego cómo su piel se rompía hasta
que la cabeza amoratada quedó en mi mano y su sangre caliente me bañó
la camisa. Recuerdo que se hizo un silencio muy grande (o tal vez yo no
podía escuchar ningún ruido), que muchos corrieron para ver qué había
pasado y se quedaban atónitos, mirándome como si yo hubiese
perpetrado un crimen monstruoso. Fucho me sacó de allí y me trajo a la
casa. Me dijo que me olvidara de los gallos, que los gallos me iban a
volver loco.
 
XXXIII
 
 
A Benítez no le resultó fácil encontrar las instalaciones de la morgue
dentro del complejo de construcciones provisionales en que había devenido
el hospital de Porlamar. Los servicios no estaban señalizados y las
remodelaciones habían desfigurado cualquier lógica arquitectónica que le
permitiera orientarse. Deambuló un buen rato por el laberinto de pasillos,
solitarios a esa hora de la tarde, hasta que, con las indicaciones de una
enfermera que encontró a su paso, dio con una salida secundaria que lo
sacaba del edificio principal y lo conducía por una acera angosta y arbitraria
a una construcción anexa en cuyas puertas estaba estacionada la
inconfundible camioneta en la que transportaban los cadáveres a la morgue.
La sóla idea de visitar la unidad de patología forense le provocaba mareos
pero, como en tantas otras cosas, no tenía opciones y caminó hacia la
entrada del pequeño edificio con la resignación de un condenado a muerte.
La recepción, de proporciones exageradamente grandes, olía al
desinfectante barato que creía reservado para cárceles y prefecturas de
policía y que nunca imaginó en el servicio de un hospital aunque se tratara
de la morgue. Para mayor infelicidad, el aborrecible olor de la creolina se
mezclaba con las emanaciones de formol que provenían de las cámaras
interiores y a Benítez se le desestabilizó el estómago tan pronto penetró en
el recinto. Las lámparas del cielo raso estaban apagadas y la luz que entraba
por las láminas de vidrio opaco de una ventana lateral no era suficiente para
iluminarlo bien. La penumbra, en una gradación de oscuros que se
proyectaba hacia el fondo de la sala, impedía ver claramente la totalidad de
su interior. El mobiliario estaba compuesto por una docena de sillas
metálicas grises y un ventilador, sin rejilla protectora, que batía el aire para
hacérselo respirable a las cuatro personas con cara de deudos que allí
esperaban. Benítez se dirigió hacia una taquilla de donde salía un haz de luz
blanca y le preguntó al empleado sentado detrás de la ventanilla por la
oficina de los forenses. El hombre estaba dedicado a estudiar los datos
hípicos en una revista de pronósticos y, sin decir palabras ni despegar los
ojos de las páginas, le indicó un pasillo a su derecha. Benítez dudó que
aquella boca, que se abría más oscura que el salón donde estaban, condujera
a ninguna parte pero no quiso exponerse a las consecuencias de interrumpir
la exégesis hípica del portero. Se adentró por un largo corredor –iluminado
en dos o tres puntos por lámparas de neón y en el que el olor del formol era
mucho más fuerte– que lo devolvió al edificio principal. A su mano
izquierda, se aglomeraban sillas, pequeños escritorios, computadoras
obsoletas y otras piezas de mobiliario irreconocible que supuso serían
desechos desincorporados del inventario de “bienes nacionales”. A ambos
lados de la galería había algunas puertas cerradas por cuyas rendijas se
filtraba la luz interior y Benítez, atormentado con el pensamiento de que
una de ellas pudiera abrirse y lo convirtiera en testigo involuntario de
alguna autopsia, apuró el paso casi hasta la carrera. Cuando era un
impulsivo estudiante de criminología, había presenciado, a medias entre
vómito y vómito, la disección forense de un cadáver y juró no repetir esa
suerte.
En la antesala de la oficina, sentado en un escritorio que resultaba
pequeño para su humanidad, un médico rellenaba unas planillas que a
Benítez se le antojó tenían que ver con la gente llorosa que estaba en la
recepción. Al entrar musitó las buenas tardes pero el hombre, sin hablarle,
le hizo una seña de espera con una mano y continuó escribiendo garabatos
sobre los papeles. Al concluir, se levantó y los llevó detrás de un tabique
donde Benítez le escuchó hablar con una mujer. Para entretenerse en la
espera, se puso a leer un aviso al público pegado en una cartelera que
advertía, con un respaldo de citas de varios artículos del código penal, sobre
el carácter sumarial de las autopsias.
- Buenos tardes – llamó su atención el médico, de regreso en la oficina.
- Buenos tardes, doctor – respondió con amabilidad.
- Dígame en qué podemos ayudarle.
- Busco a la doctora Del Valle Marcano...
- Doctora no, doctor, soy yo, dígame, ¿en qué puedo ayudarle? – dijo el
hombre con una sonrisa comprensiva.
- Caray, discúlpeme – balbuceó Benítez con vergüenza.
- No tiene de qué disculparse. Si la gente no me conoce, piensa que Del
Valle Marcano es una mujer y eso es lo más lógico. He debido arreglar ese
problema con uno de esos juicios que se hacen para rectificar los nombres.
- Un juicio de rectificación de partida, eso es muy fácil de hacer – le
alentó Benítez
- Sí, eso me han dicho, pero mis padres están vivos y no quiero hacerles
ese desaire. El problema es que ellos son muy devotos de la Virgen del
Valle. Cuando yo nací, el parto fue muy difícil y le prometieron que si las
cosas salían bien le dedicarían la criatura… y me echaron la broma de
ponerme Del Valle, que es un nombre más de mujer que de hombre, lo
reconozco. Menos mal que soy gordo y feo y quien me mira no se equivoca,
aunque en la escuela tuve que fajarme a golpes muchas veces, pero eso
pasó. Soy el patólogo a cargo de la morgue y nosotros a la gente le
inspiramos cualquier cosa menos ganas de hacernos chistes. Así que no se
preocupe, estoy acostumbrado.
- Yo soy José Alberto Benítez y soy abogado de...
- Ah, sí. El director del hospital me habló de usted y me pidió que lo
atendiera, que tenía un problemita. Vamos a un cubículo adentro que allá
podremos hablar más cómodos.
El reservado estaba al otro lado del tabique, al fondo de una sala cuyas
paredes estaban tapizadas de archivadores metálicos y en la que una mujer,
con cara de candidata a jubilación, escribía en un libro los datos que tomaba
de los papeles que el patólogo le había entregado. A Benítez la oficina de la
morgue no le resultó en absoluto extraña. Tenía la atmósfera de cementerio
de autos viejos de tantas otras dependencias públicas que conforman las
entrañas administrativas de Venezuela: el espejo íntimo en el que se refleja
la imagen caótica de su cara exterior.
- ¿Qué le parece la morgue? Un desastre, ¿no? Y esta es de las más-o-
menos en el oriente, imagínese las otras. Difícil de creer, pero es así. El
problema es que son demasiadas muertes para tan poco presupuesto. Este
hospital lo construyeron en la década de los cincuenta, cuando aquí la gente
ni se moría. Hasta los setenta, aquí una muerte violenta se presentaba muy
raras veces, pero ahora son varias, nada más entre los viernes en la noche y
los lunes en la mañana. Hay cadáveres que no han venido a reclamar y no
hay cavas refrigeradas para tantos cuerpos. Son seis y una está mala desde
hace un mes. Los fines de semana largos hay que poner los cadáveres en el
suelo hasta que se desocupan las cavas. Si los familiares están muy
fastidiosos, aprovechamos y se los entregamos con una revisión rápida, por
encimita. Sea porque no se sospeche de nada anormal o porque sea muy
obvio de qué murió la persona. Un joven con cuatro tiros, por darle un
ejemplo. Yo me cansé de pedir que nos doten de materiales y que nos
asignen más presupuesto, pero nada, en la cuarta república o en la quinta, la
morgue es un desastre y si no hay presupuesto, no hay servicio.
Benítez, convencido de que el forense continuaría con su catarsis, optó
por asentir con la cabeza sin pronunciar palabras. Del Valle Marcano se
explayó en una serie de anécdotas que retrataban las carencias de su
servicio y que sólo cortó, pasado un rato, ante el desinterés visible de
Benítez.
- Pero dígame, ¿qué lo trae a este sitio tan poco popular? – preguntó con
cortesía.
- Soy abogado de la madre de un ciudadano alemán que murió en la
playa hace unos dos meses.
Del Valle Marcano se hundió un poco más en su silla y con el gesto
sobreactuado de quien parece ordenar mentalmente los detalles de un
episodio pasado, echó la cabeza hacia atrás, fijó la vista en algún punto del
techo, antes de mirar a Benítez y decirle:
- Me acuerdo de ese cadáver. Aquí es muy raro recibir el cuerpo de un
alemán y, casualmente, me tocó a mí hacerle la autopsia. Asfixia mecánica
por inmersión. Esa es una de esas circunstancias de las que le hablé, donde
no hay mucho que inventar, un ahogado, alemán, en la playa, sin señales de
violencia en el cuerpo y, para completar el cuadro, la policía no estaba
enrollada. Usted sabe cómo es la cosa con la policía. Esos huelen los
problemas de lejos y si ellos no se enrollan, por algo será. Pasados unos
días, llamaron de la fiscalía para preguntar si habíamos encontrado algo
sospechoso pero como no fue así, le dijimos lo obvio, que era un caso de
asfixia mecánica por inmersión: tenía los pulmones llenos de agua.
- ¿Y eso es definitivo? Es decir, si los pulmones están llenos de agua la
persona se ahogó.
- Eso es correcto. Es un fenómeno físico, como si usted destapara una
botella vacía bajo el agua, el líquido desplaza al aire y llena la botella.
- Y si a la persona le pasa otra cosa, un infarto, por ejemplo, ¿los
pulmones no se llenan de agua?- preguntó Benítez.
- Claro que sí, la persona queda inconsciente o disminuida
fisiológicamente por el infarto, se va al fondo y, el fenómeno se repite, el
agua desplaza al aire – dijo, con un tono más pedagógico.
- ¿Y cómo se puede distinguir entre quien se ahoga y quien se infarta?
- La diferencia está en el corazón del ahogado y el del infartado. En el
de una persona que sufrió un infarto se ve la isquemia, la zona del
miocardio que por la falta de irrigación cambia de tono; si me permite la
vulgaridad, tiene como una mancha.
- ¿Y el corazón del señor Wolfgang Kreutzer, así se llamaba, no
presentaba isquemia?
- No creo, porque de ser así yo lo recordaría como a un infartado y no
como a un ahogado. Fíjese que usted me refirió el nombre y me acordé que
se trataba de una muerte por inmersión. Pero no hay problema, eso debe
estar asentado en el informe de la autopsia – respondió Del Valle Marcano
con seguridad.
- ¿Y la isquemia se ve a simple vista, doctor?
- Sí, pero puede ser que no sea así. Es posible que el corazón haya
comenzado a fibrilar sin romperse y no se nota el infarto a simple vista
porque no hay isquemia. La persona pierde el conocimiento, cae al agua, se
le llenan los pulmones de agua, y parece que se ha ahogado. Habría que
hacerle un examen microbiológico a una muestra del tejido cardíaco para
poder saber, sin lugar a dudas, si hubo un infarto o no.
- ¿Y Wolfgang Kreutzer pudo sufrir un infarto como ese?
- Cualquiera puede sufrir un problema cardíaco como ese o como otro,
sin aviso de ningún tipo.
- ¿Y si se trata de un derrame cerebral?
- Pasa otra vez lo que le dije para el infarto y a la persona se le llenan
los pulmones de agua.
- ¿Y cómo se sabe que fue un derrame cerebral?
- En el derrame se puede ver el trombo, si es grande, porque también
puede presentarse a nivel de los capilares y habría asimismo que hacer un
examen microbiológico para determinar la causa real.
- Y el alcohol, ¿pudo influir?
- No es tan importante. Hay una regla general que nosotros tenemos: el
que está en la playa un sábado, algo de alcohol ha tomado. Si estaba
borracho o no, el diagnóstico no cambia: asfixia mecánica por inmersión.
Independientemente de eso, por norma, se ordena un examen de
alcoholemia. Los resultados deben estar anotados en el protocolo de la
autopsia.
Benítez leyó sus notas y, sin aparentar particular interés, arguyó:
- Pero no podría ser relevante si, por ejemplo, a alguien se le da una
sustancia cualquiera que sola o en combinación con el alcohol le cause la
pérdida del sentido. En el mar eso sería mortal, ¿no?
-¡Caramba! Esas son palabras mayores. No hay duda de que eso es
posible y, de ser así, estaríamos en presencia de un homicidio. Pero le
reitero lo anterior: uno ve lo que tiene delante y con este alemán lo que
teníamos era un ahogado. Salvo que haya cosas raras o que la policía se
empeñe en determinada verificación, el forense sigue lo que es obvio. Si se
sospecha un envenenamiento, se examinan los restos de comida en el
estómago, si hay, y se hacen exámenes microcelulares de los tejidos. No me
acuerdo si el cadáver del alemán tenía restos sólidos de comida en el
estómago. Eso debe estar en el protocolo. Pero, si no había, eso no significa
que no haya ingerido nada antes de ahogarse, porque pudo haber vomitado
en el agua o al sacarlo. A lo mejor tampoco ingirió sólidos sino líquidos,
quién sabe. Habrá que ver el informe para ver cuál fue la anotación que hice
durante la autopsia, aunque, repito, para mí, desde que vi el cadáver, me
pareció una típica muerte accidental por inmersión.
- ¿Y al cadáver de Wolfgang Kreutzer se le hicieron exámenes
microcelulares? – preguntó Benítez sin ocultar sus dudas.
- ¿Aquí? Por supuesto que no. ¿Usted no ve esto? Trabajamos con las
uñas, acá los equipos para practicar exámenes a nivel microcelular se
dañaron desde hace años. En casos difíciles, si uno sospecha algo y la
Fiscalía lo ordena, se toma una muestra de tejido, se manda a Caracas y allá
lo hacen. Pero como en esta oportunidad no teníamos dudas...
- Su madre ha hablado con algunos testigos y tiene elementos para
dudar del ahogamiento accidental.
- Los familiares, por regla general, dudan de lo que le pasó a sus
muertos. Uno se atiene a los hechos y estos revelan que el alemán se ahogó
– le cortó el forense.
Benítez no quiso macerar la irritación incipiente del galeno y trató de
explorar otras opciones técnicas.
- El cadáver lo enviaron a Alemania. Si se exhumara y se le practicara
un examen microbiológico allá, ¿se podría detectar, si la hubo, alguna
sustancia extraña? – más que preguntar, sugirió.
- El problema es que, para el traslado a Alemania, el cadáver se
embalsamó y eso requiere que se le extraigan todas las vísceras, las cuales,
como es obligatorio, se creman de inmediato. Así que yo creo que, en esta
oportunidad, ni los alemanes pueden hacer nada. Por si acaso, dígale a su
cliente que indague allá, uno nunca sabe cuánto se ha avanzado en
tecnología de análisis microcelular y a lo mejor se lo pueden practicar en
otros tejidos, aunque eso sería una exageración porque, le repito, ese
hombre se ahogó – aseguró el médico y en su voz había cansancio.
Benítez comprendió que allí no tenía más nada que hacer. Del Valle
Marcano estaba cerrado a cal y canto en su apreciación y lo que le quedaba,
como premio de consuelo, era obtener la copia del protocolo de la autopsia.
- Bueno, haría falta ver el informe de la autopsia. ¿Será posible tener
una copia para que la madre tenga alguna certidumbre de lo que pasó y se
pueda ir tranquila a su país?
- ¿Una copia de la autopsia? Bueno, usted es abogado y seguro sabe que
eso legalmente no es posible, pero le voy a sacar una porque el Director me
dijo que usted era amigo de él y los amigos de mis amigos, amigos son. Sin
embargo, no podrá ser hoy. La señora Amanda, que es la encargada del
archivo, tiene varios días que no viene. Tiene un asma que no se le quita
con nada y está de reposo. A menos que sea una emergencia judicial ella no
se acerca por aquí. Y si ella no está no hay quien pueda encontrar el
expediente. Asómese, si quiere, al salón del archivo. Los expedientes no
caben en los archivadores que están ahí ni en los de otro salón anexo,
muchos están metidos en cajas o en archivadores viejos en el pasillo y
amontonados por cualquier parte. Si la señora Amanda no viene olvídese,
aquí no hay quien encuentre nada.
- ¿Y cuándo regresa la señora Amanda? - preguntó Benítez para
consumir la última onza de paciencia que le quedaba.
- Mañana, mañana.
 
 
 
 
 
XXXIV
 
 
José Alberto Benítez escuchó sonar el timbre de su oficina y se levantó
a abrir la puerta por la que minutos antes había salido Edeltraud Kreutzer.
Ante él, ocupando la totalidad del vano, estaba la sonrisa de Pedro Boada,
quien con una alegría incontenible lo tomó por el brazo para pasar al
interior de la oficina, lo condujo hasta su puesto detrás del escritorio y se
sentó en la silla donde, hacía un rato, estuvo sentada Edeltraud Kreutzer.
- ¡Resuelto el misterio, José Alberto! – dijo para saludar y como
explicación de su júbilo.
Benítez, todavía conmovido por su conversación con la madre de
Wolfgang, agradeció interiormente la visita y sintió que el calor amable de
las cinco de la tarde volvía a entibiarle el alma. Las emociones que había
levantado su encuentro con ella, el último que tendrían, eran muchas y la
soberbia presencia de Pedro Boada era el mejor analgésico para su dolor de
alma. Se arrellanó en el sillón y, forzando un interés que todavía estaba
lejos de sentir, se dispuso a escuchar a su amigo.
- Como habíamos hablado, para matar la curiosidad me puse a leer la
novela de Conrad, El corazón de las tinieblas, en español, a ver qué
encontraba. Créeme que lamenté que no estuviéramos juntos para compartir
el descubrimiento y hasta culpable me siento, pero uno no gobierna las
casualidades. Te voy a presentar mis hallazgos tal como se me fueron
apareciendo para que no te pierdas nada, le dijo, y le entregó una hoja de
papel.
- Este fue el párrafo de El corazón de las tinieblas que, de entrada, me
llamó la atención:
“Subir por ese río era como viajar de regreso a los primeros comienzos
del mundo, cuando la vegetación arrollaba la tierra y los árboles enormes
eran reyes. Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. El
aire era caliente, denso, pesado, inerte. No había alegría en el brillo del sol.
La vastedad del río se perdía, desierta, en la tristeza de las distancias
ensombrecidas”.
Benítez hizo un esfuerzo para concentrarse y después de un par de
lecturas, en las que sus ojos resbalaban por las líneas sin absorber su
contenido, creyó percibir lo que su amigo deseaba.
- Creo que en este párrafo y lo que yo soñé hay ciertas imágenes
parecidas. ¿Se trata de Joseph Conrad? – preguntó Benítez con un
entusiasmo muy distante al de su amigo.
Pedro guardó silencio y con una sonrisa lo invitó a continuar su
especulación.
- Pues me resulta evidente la similitud. Con el párrafo del sueño evoqué
las sensaciones que me provocó esa novela de Conrad y sí, se repiten los
elementos: la pesadez, la inmovilidad, la falta de alegría, la tristeza.
- Yo pensé exactamente eso mismo. Mira este otro párrafo:
“Cuando salió el sol, había un banco de niebla blanca, muy tibia y
húmeda y más enceguecedora que la noche. No se movía ni cambiaba de
sitio, sólo estaba allí, detenida rodeándolo a uno como algo sólido”.
- Este reitera el anterior. Algunas ideas son de veras semejantes: aquí es
la niebla la que no se mueve ni cambia de sitio, la que está en torno a uno y
es sólida. En el del sueño es la tristeza la que no cambia de sitio y pesa
encima del corazón. Sin duda que hay mucho en común entre este párrafo y
el del sueño. Esto no es ni más ni menos que la huella dactilar que de la que
hablamos. ¿Qué más encontraste?
- Algunas otras oraciones sueltas que tienen elementos comunes con las
del sueño pero el párrafo que buscamos no está en El corazón de las
tinieblas – dijo el psiquiatra categórico. – Estaba convencido de que el autor
de las líneas de tu sueño era Conrad y pensaba esperar hasta mañana para
entrar en contacto contigo para saber qué otras novelas de Conrad has leído.
Tan seguro estaba, que si me decías que de Conrad habías leído solamente a
Lord Jim y El corazón de las tinieblas, igual me habría puesto a buscar
otros escritos suyos en inglés para verificar mi convicción. Y si el párrafo
estaba en una obra de Conrad que no has leído, nuestra hipótesis de que el
párrafo es de un autor que lees con cierta frecuencia habría resultado falsa.
Eso nos habría obligado a pensar en otra explicación psíquica para la fuente
de tu sueño pero, por lo menos, el enigma literario estaba resuelto. Y allí
fue donde la casualidad vino en nuestro auxilio. Por ocio, y mientras
esperaba verte en la tertulia, intenté traducir del español al inglés los
párrafos que encontré en El corazón de las tinieblas. Pero el serrucho se me
trancó en frases como esta: “La vastedad del río se perdía, desierta, en la
tristeza de las distancias ensombrecidas”. No encontré cómo traducir esa
frase que me sonara a Conrad. Me salía una vaina que parecía más bien el
inglés de bachillerato que nos enseñaba la profesora Abuhamad. Así que me
puse a hacer lo que es evidente y más fácil, traducir al español el texto de tu
sueño y compararlos en nuestro idioma. Aquí tienes el resultado:
“Yo diría que es el lugar donde la tristeza anida. Donde las sonrisas son
desconocidas, como si la gente tuviera la cara de madera. Y, si quiere,
puede ver esa tristeza cuando quiera. El viento que allí sopla, la mueve
alrededor pero no se la lleva nunca. Es como si hubiera nacido allí. Y usted
casi puede probarla y sentirla porque la tristeza está siempre sobre usted,
contra usted y porque es pesada como una gran cataplasma puesta sobre la
carne viva del corazón”.
- Pero esto no se parece a Conrad – exclamó Benítez.
- Esa fue mi conclusión, al leerse en español desaparece cualquier
parecido entre las frases de tu sueño y los párrafos de Conrad pero, también
tuve la certidumbre de que ese texto en español me era muy familiar. ¿A ti
no te suena? – preguntó Pedro Boada, deseando que su amigo continuara el
curso que él había seguido antes.
- El tono que tienen estas líneas en español lo encuentro bastante
familiar. Podría afirmar que he leído esas frases en español pero no puedo ir
más allá, necesitaría un rato para pensar en un autor – reconoció Benítez.
- Pues yo tampoco podía y te confieso que pasé horas dándole vueltas
a ese párrafo. Hasta que ese fraseo, ese tono, como tú apuntaste, me
prendió el bombillo. Busqué un libro de cuentos que hemos leído varias
veces y te juro que al leer la primera línea supe que allí iba a encontrar las
frases que buscamos. Y mira – le mostró el pasaje subrayado del libro que
había mantenido cubierto de papeles:
“Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la
sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si
quiere puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la
revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y
hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno,
apretada contra de uno, y porque es oprimente como una gran cataplasma
sobre la viva carne del corazón”.
- ¿No la reconoces? – le preguntó Pedro Boada lleno de esperanzas.
- Ya te dije, me resulta muy familiar pero no te puedo decir más. Te
confieso, además, que esta tarde no es el mejor momento para mí, dime tú
de una vez de quién se trata.
Pedro descubrió la portada del libro y le mostró el título: El llano en
llamas.
- Las palabras que soñaste están en “Luvina”, de Juan Rulfo. Nosotros
estábamos tras un autor de habla inglesa y por ese camino nunca habríamos
dado con nada. Lo que escuchaste en tu sueño ni lo leíste en inglés ni lo
escuchaste en una película inglesa, fue una traducción al inglés de un
párrafo de Rulfo. Qué cojonudo, ¿no?
- Pedro, qué sorpresa tan maravillosa. Jamás me imaginé que nuestra
búsqueda diera frutos y, justo comenzando, está resuelto – dijo Benítez con
el ánimo recompuesto. – Resuelto el enigma literario, claro está, porque el
otro, eso que tú llamas la explicación psíquica, se ha complicado en grado
superlativo, según lo veo yo. A menos que tengas una explicación creíble
para mi sueño.
- Una explicación terminante no la tengo y no creo que sea fácil
encontrarla. He cavilado sobre eso y tengo dos hipótesis. Una, y me perdonas
el nombre, sería endógena-onírica. En psiquiatría hay muchas tesis acerca de
lo que pasa en el interior del cerebro de una persona que está dormida. Eso
de que cada cabeza es un mundo parece que nunca es más cierto que cuando
comparamos lo que hace cada uno de nosotros durante el sueño. Hay áreas
de coincidencia, patrones de comportamiento más o menos similares, pero
son muchas más las que no coinciden en nada, aquellas donde no hay cartas
de navegación porque científicamente no se pueden establecer patrones. Lo
normal es que al dormir, el cerebro, el subconsciente, caiga en un estado de
relajamiento funcional y todas sus actividades disminuyan al mínimo. Pero
puede pasar que, en lugar de hacer eso, combata la fatiga manteniéndose
muy activo en áreas que durante la vigilia están fuera de tu rutina de trabajo
o intelectual. Puede, por ejemplo, tomar los datos e informaciones
sensoriales que tienes almacenados en tu memoria y jugar con ellos, hacer
combinaciones desconocidas que te generen imágenes oníricas caprichosas e
incoherentes. Imagínate algo así como que el cerebro hace una calistenia
neurológica, rounds de sombra, como los boxeadores, que le permite estar en
la mejor forma al uno despertarse. A ti Rulfo te gusta mucho y lo has leído
un montón de veces, así que esas líneas estaban por allí sueltas y pudo ser
que tu subconsciente, en esa calistenia que te dije, las tomara, las ordenara,
las tradujera al inglés, un idioma que tú dominas bien, y las transformara en
imágenes oníricas que pudiste rememorar mientras despertabas. Es algo
difícil de digerir pero el subconsciente es como los caminos de Dios.
- Ciertamente es difícil de digerir – reconoció Benítez.
- La otra explicación, yo la llamo exógena-metafísica, tampoco es fácil
de aceptar: se te apareció un muerto, presumiblemente Juan Rulfo, y te recitó
en el oído, en inglés, un párrafo de “Luvina”. El acento raro que escuchaste
pudo ser ése, el de un mexicano como Rulfo hablando inglés. En pocas
palabras, te salió un muerto que te habló y tú, no despierto del todo, lo
percibiste como un sueño. Te salió un muerto, como pasaba aquí en
Margarita hasta que llegó la electricidad, o como pasa en el universo literario
que creó Rulfo. ¿Quién sabe? A lo mejor Rulfo, de muerto, se ha dedicado a
susurrarle su literatura a algunas personas. ¿Eso no era lo que decía el ruso
Njatov, que le dictaban los poemas?
- Esa hipótesis es menos creíble.
- Cierto. Esta sí que no acepta preguntas racionales.
- Pero yo tengo por lo menos una pregunta – dijo Benítez con genuina
curiosidad. – ¿Por qué lo hizo en inglés?
- Pues nada, por joder. Luvina en inglés tiene que ser una joda, ¿no?
 
 
XXXV
 
 
José Alberto Benítez guardaría para siempre la imagen de Edeltraud
Kreutzer, sentada frente a él aquella tarde, su última en Margarita. El sol
de dos semanas le había dado un fondo bronceado a la transparencia
invernal de su rostro y se le notaba más fresca, aunque la tristeza no
abandonaba aquellos ojos que en otro tiempo habrían competido con el
mar. Benítez había dedicado toda la mañana a elaborar un informe
pormenorizado de las gestiones realizadas en su nombre, lo escribió en
alemán por si ella deseaba leerlo o dárselo a leer a alguien. Hasta casi
llegada la hora de su reunión, se había debatido entre ocultarle el intento
suicida de Wolfgang, y su destructiva pasión por los gallos de pelea, y
contarle completa la historia de su ruina. Se decidió por enterarla de todo
lo que sabía porque no quiso añadir las suyas a la cadena de mentiras,
medias verdades y omisiones que conspiraron para que ella no supiera lo
acontecido a su hijo. Había llegado a la conclusión de que, incluso a los
fines de narrarla, aquella tragedia sólo era concebible si cada uno de los
elementos que la conformaban estaba presente, excluir uno solo de ellos
habría cerrado aún más la oscuridad circundante en torno a la muerte de
Wolfgang Kreutzer. Pudo ser que muriera accidentalmente, o que él
mismo se quitara la vida, o que se la quitaran otros; eso era lo único que
se sabía y nadie podría hacer algo para remediarlo. Pero esa verdad difusa
era inservible para Edeltraud Kreutzer porque la condenaba a vivir por el
resto de sus días con la terrible duda que quiso despejar cuando dejó
Alemania. Era inservible para Renata y Richard, destinados a ver en la
mirada de demasiada gente la sombra de una culpa que quizás no tenían.
Y, aunque sólo él lo supiera, era inservible para él porque la muerte sin
hipótesis comprobada de Wolfgang Kreutzer demolía sus precarias
esperanzas en darle algún significado a lo que hacía para vivir.
Benítez guardaría para siempre la imagen del rostro de Edeltraud
Kreutzer, dignificado ante su propia frustración, conmovido ante la
intrascendencia de su esfuerzo enorme de venir a buscar la verdad.
Guardaría la memoria de aquellas lágrimas menudas que brotaron de sus
ojos, lagrimas que no fueron sino la prolongación silenciosa de un dolor
que sentiría hasta su propia muerte y que bajaron por sus mejillas con una
lentitud extenuante, cual si cargaran el peso de todas sus penas. Edeltraud
Kreutzer las dejó correr y, cuando se detuvieron en el contorno de su
quijada, sacó un pañuelo blanco de su bolso para enjugarlas con una
serenidad que indujo a Benítez a creer que ella nunca más volvería a
llorar. Tampoco olvidaría las palabras que dijo, tan ciertas, tan materiales
que podía verlas caer y apilarse sobre su mesa, hasta articularse en un
reproche largo, sin rencores, que él no se atrevió a interrumpir:
- El dolor por la muerte de Wolfgang comencé a sufrirlo desde que el
teléfono repicó a la hora impropia de las tragedias, la verdad, no
necesitaba levantarlo para saber lo que estaba pasando. Renata me
comunicó la noticia que ya me temía, Wolfgang había muerto en un
accidente en la playa, y sentí que me desmoronaba, que su muerte le ponía
término a mi existencia. El dolor ocupó todos los espacios dentro y fuera
de mí y no podía pensar, ni siquiera articular las frases de ocasión para
corresponder a las condolencias. Nada sirve, solamente se encuentra
consuelo en el silencio y la soledad. Esas horas siguientes a la noticia de
su muerte pasaron con gran lentitud, ojalá usted nunca tenga que descubrir
cuán lenta se hace la vida si uno tiene una pena así de grande. En medio
de ese tiempo detenido, descubrí que mi dolor tenía grados. Que el dolor
se puede partir en pedazos y sentí que uno de los pedazos más punzantes
de mi dolor era que no conocía los detalles de la muerte de mi hijo. Al
principio, quería saber, mejor dicho, yo necesitaba saber que él había
muerto sin grandes sufrimientos o angustias. No se imagina cuán
importante puede ser eso. Pero las horas pasaban y mi ignorancia no hacía
sino crecer y entonces me conformaba solamente con saber cómo ocurrió,
incluso llegué a creer que aun si la muerte de Wolfgang tuvo lugar en
medio de grandes sufrimientos, conocer sus detalles mitigaría mi dolor. Y
usted podrá pensar que lo que voy a decirle es una estupidez, pero pensaba
que así también lograría mitigar el tormento que él pudo sentir en ese
momento y el que pudiera estar sintiendo en el más allá, como cuando era
bebé y lloraba por algo, aunque yo no supiera cuál era la causa y mis
arrullos lo consolaban. Y así, con cada hora que pasaba, de muy adentro,
me surgía una necesidad voraz por saber cómo pudo acaecer esa
desgracia. Uno siente que la explicación de cómo pasó aquello puede
borrar lo incomprensible de la muerte, que las palabras pueden ser un
manto con el que cubrir una tragedia tan grande, tan enorme que uno no la
puede abarcar con los sentidos ni con el pensamiento. Hablé de nuevo con
Renata y me repitió que él se había ahogado en el mar, un accidente, sin
más detalles, y, la verdad, yo no tenía razones para negarme a aceptar esa
explicación. Mis instintos me decían que eso no podía ser, pero razones
para dudarlo, aparte de saber que Wolfgang era buen nadador, yo no tenía
ninguna. Luego llegaron los papeles que usted vio y en diez escuetas
líneas, por respuesta a mi angustia, me dicen que murió de asfixia
mecánica por inmersión; jamás olvidaré esas cuatro palabras, técnicas,
inhumanas. Me entero, en los recortes de los diarios, que algunos testigos
afirmaban que a él el agua le daba por la cintura y mi hambre de saber qué
había pasado se hizo mayor. Entonces llegó esa carta anónima
informándome que Renata y un amante mataron a Wolfgang y la
necesidad de saber lo que en realidad había acontecido se me transformó
en desesperación. Por eso, aún con las dificultades que para mí tenía
hacerlo, viajé hasta aquí. Y déjeme decirle que yo fui sincera al decirle
que no me importaba que castigaran o no a quienes pudieron haberle
asesinado, lo que de veras me interesaba era saber si fue esa u otra la
causa de la muerte de Wolfgang, qué fue lo que en definitiva pasó con él.
Pero no fue posible. Lo impidió esa exasperante cadena de sinrazones que
usted me ha informado y que me resultaría increíble de no mediar dos
hechos. El primero es que usted es un hombre bueno y creo que no me
mentiría, y el otro es el resultado de mis observaciones después de estar
aquí por dos semanas, entiendo que lo realmente increíble es que no sea
ese el resultado de todas las cosas que se hacen en esta isla. Aquí parece
que para que algo salga como debe ser se requiere un milagro, todo parece
milagroso y por eso, con los días, me ponía más pesimista en cuanto a las
posibilidades de tener éxito en mi búsqueda. Yo soy una mujer
profundamente creyente en Dios y pasaba horas rezando, pidiéndole que
me concediera la tranquilidad de saber qué había pasado con Wolfgang.
Me parecía que habiéndome arrancado a mi hijo, Dios no tenía razones
para negarme que supiera la causa de su muerte. Eso era todo el milagro
que yo esperaba, que, comparado con los que aquí se necesitan, no era
siquiera importante. Pero este es un lugar donde Dios ya no puede
escuchar los ruegos de la gente como yo, tiene aquí tantas cosas de las que
preocuparse que debe vivir en una eterna emergencia y a un Dios así,
perdóneme la herejía, uno termina hasta perdiéndole la fe. Y por eso,
aunque usted me asegurara que va a encontrar el informe de la autopsia
extraviado, yo prefiero marcharme de esta isla y olvidarme de ella porque
a mis años, Herr Benítez, ya no se puede dejar de creer en Dios.
José Alberto Benítez miró con fijeza la puerta por la que Edeltraud
Kreutzer había salido por última vez de su oficina y a pesar del esfuerzo
feroz que hizo para no ponerse a llorar, los ojos se le llenaron de lágrimas.
Ella tomaría su vuelo de regreso a Alemania esa noche y él se adelantó
mentalmente al camino que desandaría hasta llegar a su pueblito de calles
solitarias, de esos por donde uno pasa y parece que no viviera nadie, uno
de esos lugares donde también anida la tristeza. Podía verla, cansada y
aterida, detenerse ante la puerta de una casa discreta y sólida en cuyo
umbral un señor Kreutzer la esperaría impasible. Sería un día frío, gris y
silencioso, como tantos de los de allá, con una lluvia menuda, débil, una
de esas lluvias para las que el alma no tiene paraguas. Traspasaría aquella
otra puerta y, al cerrarla, Wolfgang y su muerte sin hipótesis devendrían
en una pena discreta que jamás iba a sustituir por otro sentimiento. Pensó
en las cosas que dijo y que él no se atrevió a contrariar porque frente a la
honestidad de su amargura el abogado Benítez no tenía alegatos.
Guardaría para siempre el recuerdo de Edeltraud Kreutzer, el ser humano
cuyo dolor lo asomó al acantilado de insondable indolencia por el que un
día, ¿quién podría precisarlo ahora?, cayó y se quedó a la deriva la isla de
la nostalgia, la isla de la gente solidaria, la isla evocada de la tertulia en la
plaza; el ser humano que le reveló su condición de náufrago abandonado
en otra isla, aquella donde lo importante no importa y las desdichas de la
gente común importan menos. La otra isla, la que comparte el sol, la brisa
y el mar azules, la isla invisible pero espesa donde todo se posterga, la isla
sin tiempo del mañana, mañana, la de todas las miserias, la isla donde
anida la tristeza escondida tras una sonrisa, la que obliga a vivir sin
hipótesis y a morir de la misma manera.
 
[1] 1 Yo lo miraba sacudir el haz de hierba contra sus rodillas con ese aire de abuela preocupada que
tienen todos los elefantes y me pareció que sería un crimen dispararle.
 
[2] De todos los tugurios de todas las ciudades del mundo, ella se aparece en el mío.
 
[3] Recuerdo cada detalle. Los alemanes vestían de gris y tú vestías de azul.
[4] “El borde rectilíneo de una bruma cuajada de enfermizos brillos blanquecinos avanza desde el
Sureste devorando enteras las constelaciones de estrellas; su sombra vuela sobre las aguas y confunde
al cielo y la tierra en un abismo de oscuridad”.
 
Table of Contents
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV

También podría gustarte